H. P. LOVECRAFT
EL ABISMO EN EL TIEMPO
ÍNDICE
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
EL ABISMO EN EL TIEMPO
Después de veintidós años de pesadilla y terror, en los que tan sólo me salvó la convicción desesperada de que ciertas impresiones procedían de una fuente mítica, todavía no me siento dispuesto a garantizar la verdad acerca de lo que creo que encontré en Australia Occidental la noche del 17 al 18 de julio de 1935. Hay motivos para creer que mi experiencia fue total o parcialmente una alucinación, para la cual, en verdad, existían causas en abundancia. Y, sin embargo, su realismo fue tan horrendo que, a veces, encuentro imposible toda esperanza.
Si «eso» ocurrió, entonces el hombre debe de estar preparado para aceptar conceptos del cosmos y de su propio lugar en el vértice vibrante del tiempo cuya mera mención es sobrecogedora. También el hombre debe ponerse en guardia contra un peligro acechante y específico que, pese a que nunca abarcará a toda la raza, puede imponer horrores monstruosos e inimaginables sobre ciertos infelices miembros de ella.
Por esta última razón apremio, con toda la fuerza de mi ser, para que se abandonen todos los intentos de desenterrar aquellos fragmentos de lo desconocido, cimientos primordiales que mi expedición se dispuso a investigar.
Dando por sentado que yo estuviera cuerdo y despierto, mi experiencia aquella noche fue tal como ningún hombre ha tenido nunca. Además, fue una temible confirmación de cuanto traté de descartar considerándolo mito y sueño. Piadosamente no hay pruebas, porque en mi miedo perdí el impresionante objeto que, de haberlo traído en realidad de aquel abismo nocivo, hubiera sido una evidencia irrefutable.
Cuando me tropecé con el horror estaba solo, y hasta hoy no he contado nada sobre él. Me fue imposible impedir que los demás excavaran en su dirección, pero la casualidad y las cambiantes arenas han impedido hasta ahora que lo encuentren. En este momento, tengo que formular una declaración definitiva, no sólo en beneficio de mi equilibrio mental, sino para advertir a cuantos puedan tomarse en serio lo escrito en estas líneas.
Las presentes páginas, cuyo principio resultará en su mayor parte familiar para los asiduos lectores de la prensa científica y de información general, están escritas en el camarote del barco que me devuelve a casa. Las entregaré a mi hijo, el profesor Wingate Peaslee, de la Universidad de Miskatonic, único miembro de mi familia que permaneció a mi lado tras la rara amnesia que sufrí hace mucho tiempo, y la persona mejor informada de los hechos íntimos de mi caso. De todos los seres vivos que existen, él es quien menos considerará ridículo lo que voy a contar de tan azarosa noche.
Antes de zarpar, no quise adelantarle nada de palabra, porque me parece que preferirá tener la revelación por escrito. Leyéndola y releyéndola con sosiego se formará una imagen más convincente que la que mi confusa lengua podría proporcionarle.
Que haga con este relato lo que crea más conveniente; enseñarlo, con el comentario adecuado, allá donde considere que puede causar más bien. En beneficio de aquellos lectores que no estén familiarizados con las primeras fases de mi caso, prologo la propia revelación con un extenso resumen de sus antecedentes y circunstancias.
Capítulo I
Me llamo Nathaniel Wingate Peaslee, y quienes recuerden los relatos periodísticos de hace una generación o las cartas y artículos aparecidos en las revistas de psicología hace seis o siete años, sabrán quién y qué soy. En la prensa se dieron abundantes detalles de mi extraña amnesia de 1908-1913, y se aprovecharon de las tradiciones de horror, locura y brujería inmanentes al antiguo pueblo de Massachussetts que entonces y ahora es mi lugar de residencia. Sin embargo, me gustaría que se supiera que no hay nada de loco o siniestro ni en mi herencia ni en mis primeros años de vida. Esto es de suma importancia con respecto a la sombra que cayó sobre mí tan de repente y que procedía de fuentes externas.
Puede ser que siglos de sombría meditación hayan comenzado a desintegrarse, dando al supersticioso Arkham una peculiar vulnerabilidad en lo tocante a dichas sombras, aunque parece dudoso según los otros casos que más tarde estudié. Pero lo principal es que tanto mis antecedentes hereditarios como el medio ambiente que me rodeaba fueron absolutamente normales. Lo que vino, vino de «alguna otra parte»..., una parte cuya localización dudo de precisar con palabras sencillas.
Soy hijo de Jonathan y Hannah Peaslee (mi madre, de soltera, se apellidaba Wingate), ambos de la vieja casta de Haverhill. Nací y me crié en Haverhill, en la antigua casa de la calle Boardrnan, cerca de Golden Hill.... y no fui a Arkham hasta que ingresé en la Universidad de Miskatonic en 1895, como instructor de economía política.
Durante quince años, mi vida transcurrió monótona y feliz. Me casé con Alice Keezar, natural de Haverhill, en 1896, y mis tres hijos, Robert, Wingate y Hannah, nacieron respectivamente en 1898, 1900 y 1903. En 1898 pasé a ser profesor adjunto y en 1902 profesor titular. Nunca sentí el menor interés por el ocultismo ni por la psicología de las anormalidades.
Fue el jueves 14 de mayo de 1908 cuando se me presentó la extraña amnesia. Ocurrió de repente, aunque más tarde comprendí que ciertas visiones vacilantes y breves sufridas varias horas antes, visiones caóticas que me conturbaron mucho por su carencia de precedentes, pudieron ser los síntomas premonitorios. Me dolía la cabeza y experimentaba la extraña sensación, del todo nueva para mí, de que alguien trataba de adueñarse de mis pensamientos.
El colapso se produjo sobre las 10.20 de la mañana, mientras daba una clase del sexto tema de Economía Política -historia y tendencias actuales de la economía- ante un grupo de estudiantes de primero y segundo. Comencé a ver formas extrañas ante mis ojos y a notar que me hallaba en una habitación grotesca distinta del aula habitual.
Mis pensamientos y palabras se separaron del tema, y los estudiantes advirtieron que algo grave sucedía. Luego me desplomé, inconsciente, en mi silla, sumido en un estupor del que nadie pudo hacerme salir. Mis facultades propias no volvieron a asomar a la luz del día de nuestro mundo normal hasta pasados cinco años, cuatro meses y trece días.
Lo que sigue, claro, lo he averiguado a través de terceras personas. En un espacio de dieciséis horas y media no mostré signos de conciencia, aunque me llevaron a mi casa, sita en el número 27 de la calle Crane, y se me proporcionaron los mejores cuidados médicos.
A las tres de la madrugada del 15 de mayo abrí los ojos y comencé a hablar, pero, al poco, el doctor y mi familia se quedaron sorprendidos por las tendencias mostradas por mi forma de expresarme y el lenguaje empleado. Resultaba claro que no recordaba ni mi identidad ni mi pasado, aunque, por algún motivo, intentara ocultar esta falta de conocimiento. Mis ojos contemplaban con extrañeza a las personas que me rodeaban y las flexiones de mis músculos faciales eran del todo inhabituales.
Incluso mi manera de hablar sonaba torpe y extraña. Utilizaba mis órganos vocales grosera y tentativamente, y mi dicción poseía una cierta vacilación, como si hubiese aprendido el inglés en los libros. La pronunciación sonaba en extremo extranjera, mientras que el idioma parecía incluir tanto retazos de curiosos arcaísmos como expresiones de una textura del todo incomprensible.
Esto último, en particular una de aquellas construcciones sintácticas, sería recordada, incluso con espanto, por los médicos más jóvenes veinte años después. Ya que en ese período posterior fue cuando tal frase comenzó a tener una circulación actual -primero en Inglaterra y luego en Estados Unidos- y pese a su complejidad y su indiscutible novedad, reproducía hasta en el menor detalle las enigmáticas palabras del extraño paciente de Arkham de 1908.
Recuperé la fuerza física casi de inmediato, aunque necesité de una rara reeducación para poder volver a usar mis manos, piernas y órganos corporales en general. Por esta causa y por otras peculiaridades inherentes a mi lapso mnemónico, se me mantuvo algún tiempo bajo vigilancia médica.
Cuando me di cuenta de que habían fracasado mis intentos de ocultar ese lapso, lo admití sin reparo y me mostré ansioso por conseguir toda clase de información. Es más, los doctores llegaron a pensar que había perdido interés en mi propia personalidad tan pronto como vi que se aceptaba mi caso de amnesia como algo natural.
Advirtieron que centraba mis esfuerzos en dominar ciertos puntos de la historia, la ciencia, el arte, el idioma y el folclore -parte de estos esfuerzos fueron tremendamente abstrusos y parte de una infantil simplicidad-, puntos que quedaban al margen de mi conciencia, lo que resultaba singular en muchos aspectos.
Al mismo tiempo observaron que poseía un dominio inexplicable de conocimientos casi desconocidos, dominio que parecía más propenso a ocultar que a exhibir. Inadvertidamente hacía referencia con una casual seguridad a acontecimientos específicos de las épocas oscuras al margen de la historia aceptada... para, al advertir la sorpresa producida por mis palabras, tratar de disimularlos dándoles un tono de broma. Y mi modo de hablar del futuro en un par o tres de ocasiones provocó el temor de quienes me escuchaban.
Estos singulares destellos no tardaron en desaparecer, aunque algunos observadores achacaron su desaparición a cierta precaución furtiva por mi parte con el fin de evitar la alarma que producía el extraño conocimiento que había en su trasfondo. En verdad, me mostraba anormalmente ávido de asimilar la forma de hablar, las costumbres y puntos de vista de la época en la que me encontraba; como si fuese un viajero estudioso llegado de un lejano país extranjero.
En cuanto se me permitió, empecé a visitar a todas horas la biblioteca de la universidad; y, al poco, comencé a prepararme para efectuar los singulares viajes y asistir a los cursos especiales en universidades europeas y americanas que tantos comentarios despertaron durante los pocos años siguientes.
En ningún momento me faltaron contactos con personas doctas, porque mi caso había adquirido una cierta celebridad entre los psicólogos de la época. Se dieron conferencias presentándome como un ejemplo típico de personalidad secundaria, aun cuando parecía desconcertar a los conferenciantes, en ocasiones, con síntomas caprichosos o con algún rastro raro de velada ironía.
Sin embargo, encontré escasamente verdaderos amigos. Algo en mi aspecto y en mi forma de hablar parecía incitar vagos temores y aversiones en todos aquellos que me conocían, como si yo estuviera a infinita distancia de todo lo que es normal y saludable. Esta idea de oculto horror negro, sumada a las incalculables lagunas de un cierto «distanciamiento», tuvo una difusión y persistencia excepcionales.
Mi familia no fue la excepción que confirma la regla. Desde el mismo instante de mi extraño despertar, mi mujer me miró con el máximo horror y repugnancia, jurando que yo era otro ser que había usurpado el cuerpo de su marido. Obtuvo el divorcio en 1910, y no quiso siquiera acceder a verme después de mi vuelta a la normalidad en 1913. Mi hijo mayor y mi hija pequeña compartieron estos sentimientos, y desde entonces no los he visto.
Sólo Ríngate, mi segundo hijo, pareció capaz de superar el horror y la repulsión inspirados por mi cambio. Se daba cuenta de que yo era un desconocido pero, pese a sus ocho años de edad, se mantuvo aferrado a la esperanza de que volvería a recuperar mi verdadera personalidad. Cuando así sucedió, me pidió que le reclamara, y los tribunales no tardaron en concederme su custodia. En los años posteriores me ayudó en todas sus posibilidades con los estudios hacia los que me sentía atraído y, hoy en día, cumplidos los treinta y cinco años, es profesor de psicología en Miskatonic.
Pero no me extraña el horror que provocaba, puesto que la mentalidad, la voz y la expresión facial del individuo que despertó el 15 de mayo de 1908 no pertenecía Nathaniel Wingate Peaslee.
No entraré en detalles acerca de mi vida desde 19 hasta 1913, puesto que los lectores -como hice yo mismo- pueden obtener cuanta información les sea precisa recurriendo a los archivos de los periódicos y de las revistas científicas de la época.
Se me devolvió la administración de mis bienes, y los fui gastando poco a poco y con prudencia en viajar y estudiar en diversos centros de enseñanza. Sin embargo, mis viajes fueron en extremo singulares, abarcando prolongadas visitas a lugares remotos y desolados.
En 1909 pasé un mes en el Himalaya, y en 1911 llamó la atención el que realizara un viaje en camello por los desiertos desconocidos de Arabia. Jamás he podido averiguar lo que ocurrió en esos viajes.
Durante el verano de 1912 fleté un barco y navegué por el Ártico, al norte de Spitsbergen, aunque después mostré signos de desilusión.
Posteriormente, aquel mismo año, pasé varias semanas solo más allá de los límites de anteriores y posteriores exploraciones en el vasto sistema de cavernas calcáreas de Virginia occidental, una serie de negros laberintos tan complejos que harían ilusorio el propósito de reconstruir mis ¡das y venidas.
Mis estancias en las universidades destacaron por una anormal y rápida asimilación, como si la personalidad secundaria poseyese una inteligencia muy superior a la mía propia. También he descubierto que mi capacidad de lectura y de estudio en solitario era fenomenal. Podía dominar hasta el último detalle de un libro mirando sus páginas mientras las iba pasando a la máxima velocidad posible; mi habilidad para interpretar cifras complejas en un instante resultaba en verdad impresionante.
De vez en cuando, aparecían desagradables muestras de mi facultad de influir en los pensamientos y actos de los demás, aunque parecía ser que cuidaba con esmero minimizar las exhibiciones de esta facultad.
Otros informes aludían a mi intimidad con dirigentes de grupos ocultistas y con estudiantes sospechosos de estar en relación con indecibles bandas de repelentes y arcaicos hierofantes. Estos rumores, aunque en su tiempo estuviesen faltos de pruebas, fueron indudablemente fomentados por el conocimiento general de algunas de mis lecturas: consultaba libros raros en las bibliotecas, y esto no permitía conservar en secreto tales consultas.
Existe la prueba tangible, en forma de notas marginales, de que estudié con minuciosidad libros como Cultes des Goules del Conde d'Erlette, De Vermis Mysteriir de Ludvig Prinn, Unaussprechlichen Kulten de Von Junzt, los fragmentos que se conservan del extraño Libro de Eibon, y el temido Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred. También es innegable que durante el período de mi singular mutación se apreció el desarrollo de una nueva y siniestra actividad de los cultos clandestinos.
En el verano de 1913 comencé a mostrar signos de tedio y de disminución de mi interés y a insinuar a varios de los que se relacionaban conmigo que podía esperarse pronto algún cambio en mí. Hablaba de recuerdos que pertenecían a mi vida anterior, aunque la mayor parte de quienes me escuchaban no me consideraban sincero, puesto que los detalles que daba eran casuales y podía haberlos conocido estudiando mis documentos particulares antiguos.
A mediados de agosto regresé a Arkham y volví a abrir mi casa de la calle Crane, tanto tiempo cerrada. instalé allí un mecanismo con el más curioso de los aspectos, construido pieza a pieza por distintos fabricantes europeos y americanos de aparatos científicos, un mecanismo que guardé celosamente de la vista de todo aquel con inteligencia suficiente como para analizarlo.
Los que lo vieron, un mecánico, una criada y la nueva ama de llaves, dicen que era una rara mezcla de palancas, ruedas y espejos, aunque sólo midiera sesenta centímetros de alto, treinta de ancho y otro tanto de profundidad. El espejo central era convexo y circular. Todos estos detalles los he obtenido tras hablar con tantos fabricantes de sus partes como me fue posible localizar.
En la tarde del viernes 26 de septiembre concedí permiso al ama de llaves y a la doncella hasta el mediodía siguiente. Las luces de la casa permanecieron encendidas hasta bien tarde y un hombre delgado, moreno, de curioso aspecto extranjero, llegó en automóvil.
Sobre la una de la madrugada fueron vistas las luces por última vez. A los dos y cuarto un policía notó que en el edificio reinaba la oscuridad, pero el vehículo del extranjero permanecía estacionado Junto al bordillo de la acera. A las cuatro, el coche se había ido ya.
A las seis de la madrugada una voz extranjera, titubeante, pedía por teléfono al doctor Wilson que viniera a mi casa y me asistiera, ya que sufría un ligero desvanecimiento. Esta llamada -una conferencia- fue localizada más tarde como realizada desde una cabina telefónica de la Estación del Norte, en Boston, pero sin poderse hallar rastro alguno del comunicante extranjero.
Cuando el médico llegó, me encontró inconsciente en una mecedora de la sala de estar, con una mesita delante. Sobre el tablero de la mesita aparecían ciertos arañazos, indicadores de que allí había estado colocado algún pesado objeto. La extraña máquina faltaba y nunca se volvió a saber de ella. Sin duda, el extranjero delgado y moreno debió llevársela consigo.
En la chimenea de la biblioteca se veían abundantes cenizas, con toda evidencia restos de los papeles que escribí desde que me sobrevino la amnesia. El doctor Wilson me encontró con una respiración muy peculiar, pero después de inyectarme un sedante mi respiración se hizo más normal.
A las 11. 15 de la mañana del 27 de septiembre, me agité con vigor, y la hasta entonces máscara facial que parecía como congelar los músculos de mi rostro empezó a mostrar signos de expresión. El doctor Wilson notó que dicha expresión no correspondía a mi personalidad secundaria, sino que tenía mayor semejanza con la de mi personalidad normal. Sobre las 11.30 murmuré sílabas curiosísimas, sílabas que no parecían emparentadas con ningún idioma humano. Parecía también como si luchara contra algo. Luego, alrededor del mediodía, cuando ya habían regresado el ama de llaves y la doncella, empecé a musitar en inglés:
-De entre los economistas ortodoxos del período, Jevons destaca una tendencia prevalente hacia la correlación científica. Su intento de ligar el ciclo comercial de prosperidad y depresión con el ciclo físico de las manchas solares es quizá la culminación de...
Nathaniel Wingate Peaslee había regresado, un alma cuyo reloj marcaba todavía la mañana de aquel jueves de 1908, cuando tenía enfrente a los adormilados alumnos de la clase de Economía.
Capítulo II
Mi reincorporación a la vida normal fue un proceso doloroso y difícil. La pérdida de casi cinco años crea más complicaciones de lo que uno podría imaginar y, en mi caso, era necesario ajustar infinidad de asuntos.
Lo que me contaron de mis actos realizados desde 1908 me asombró y me perturbó, pero traté de tomármelo lo más filosóficamente que pude. Por último, tras recobrar la custodia de Wingate, mi segundo hijo, me instalé con él en la casa de la calle Crane y me dispuse a reanudar mi labor docente: la universidad tuvo la gentileza de ofrecerme mi antigua cátedra.
Comencé a trabajar en febrero, con el curso de 1914, y así seguí todo un año. Para entonces comprendía ya la impresión que me había causado la experiencia vivida. Aunque completamente cuerdo -eso creo- y sin secuelas en mi personalidad original, carecía de la energía nerviosa de los viejos tiempos. Continuamente me acosaban vagos sueños e ideas singulares y, cuando el estallido de la Guerra Mundial hizo que mi mente enfocara su atención hacia la historia, me encontré pensando en períodos y acontecimientos de la manera más rara posible.
Mi concepto del tiempo -mi habilidad para distinguir entre consecutividad y simultaneidad- parecía sutilmente alterado; así que me formaba nociones quiméricas acerca de vivir en una época y proyectar la mente por toda la eternidad para obtener el conocimiento de épocas pasadas y futuras.
La guerra me causó impresiones extrañas, como si recordara algunas de sus remotas consecuencias: era como si conociera su resultado y pudiese recapacitar acerca de él a la luz de la información futura. Alcanzaba todos estos casi recuerdos con mucha dificultad y con la sensación de que ante ellos se alzaba alguna barrera psicológica artificial.
Cuando insinué desconfiado mis impresiones a los demás, las respuestas fueron variadas. Algunas personas me miraban incómodas, pero los miembros del departamento de matemáticas hablaban de nuevos desarrollos en aquellas teorías de la relatividad -discutidas por entonces sólo en círculos doctos- que más tarde se harían famosas. Decían que el doctor Albert Einstein estaba reduciendo rápidamente el tiempo a la categoría de una mera dimensión.
Pero los sueños y las sensaciones perturbadoras se apoderaban de mí, y así tuve que abandonar mi trabajo habitual en 1915. Ciertas impresiones tomaban una forma enojosa, proporcionándome la noción persistente de que mi amnesia había originado alguna clase de intercambio maligno; que la personalidad secundaria fue en verdad una fuerza procedente de regiones desconocidas y que mi propia personalidad quedó desplazada por la intrusión.
Así me vi arrastrado a vagas y temibles especulaciones concernientes al paradero de mi yo durante los años en que aquel otro estuvo en posesión de mi cuerpo. El conocimiento curioso y la extraña conducta de aquel indeseado inquilino me turbaban cada vez más a medida que ampliaba detalles gracias a las personas, los periódicos y las revistas.
La singularidad que confundió a los demás parecía armonizar terriblemente con cierto transfondo de negro conocimiento que pululaba en el caos de mi subconsciente. Inicié una febril búsqueda de retazos de información referentes a los estudios y viajes efectuados por aquel otro ser durante los años oscuros.
Pero no todas mis dificultades tenían este carácter semi-abstracto. Estaba lo de los sueños, y dichos sueños parecían aumentar en vividez y concreción. Dándome cuenta de la acogida que les iban a dispensar la mayor parte de mis oyentes, raras veces los mencionaba, excepto a mi hijo o a alguno de los psicólogos de confianza, pero en aquel tiempo inicié un estudio científico de otros casos con el fin de ver si tales visiones eran o no típicas entre las víctimas de amnesia.
Mis resultados, obtenidos con la ayuda de psicólogos, historiadores, antropólogos y especialistas mentales de amplia experiencia, y con el estudio de los casos de esquizofrenia correspondientes a los días en que se creó la leyenda de las posesiones demoníacas y que comprendían desde ese remoto período hasta nuestro presente médicamente realista, al principio me inquietaron más que me sirvieron de consuelo.
No tardé en descubrir que mis sueños carecían de contrapartida en la abrumadora masa de casos de verdadera amnesia. Sin embargo, quedaba un cierto residuo de relatos que durante años me asombró y sorprendió por su paralelismo con respecto a mi experiencia. Algunos de estos casos correspondían a fragmentos del folclore antiguo; otros eran casos que hacían historia en los anales de la medicina; uno o dos constituían anécdotas oscuramente enterradas en las historias corrientes.
Parece ser que, si bien mi clase especial de afección era muy rara, casos semejantes se habían presentado a largos intervalos casi desde el principio de los anales del hombre. Había siglos conteniendo uno, dos o tres casos, otros siglos carecían de ellos o, por lo menos, ninguno había llegado hasta nuestros días.
La esencia era idéntica: una persona de mentalidad aguda se veía dominada por una vida secundaria extraña y gobernada durante un período más o menos largo por una existencia del todo ajena, tipificada al principio por una torpeza vocal y corporal y, más tarde, por una adquisición total de conocimiento científico, histórico, artístico y antropológico; adquisición llevada a cabo con ansia febril y con un poder de absorción en absoluto normal. Luego seguía un súbito retorno a la consciencia prístina, plagada siempre a intermitencias por vagos sueños ilocalizables que sugerían fragmentos de alguna memoria horrenda cuidadosamente confusa o anulada.
Y el estrecho parecido de aquellas pesadillas con las mías -incluso en sus mínimos detalles- me dejaba convencido de su naturaleza significativamente típica. Un caso o dos poseían un tono añadido de familiaridad débil y blasfema, como si hubiera tenido noticia anterior de ellos a través de algún canal cósmico demasiado mórbido y terrible de contemplar. En tres ejemplos se hacía mención específica de la máquina desconocida que estuvo en mi casa antes del segundo cambio.
Otro aspecto que me preocupó durante mi investigación fue la frecuencia, mayor en cierto modo, de casos en los que personas no afectadas de una amnesia bien definida sufrían algún breve y elusivo vislumbre de las pesadillas típicas.
En su inmensa mayoría, estas personas eran de mente mediocre o inferior, algunas con inteligencia tan primitiva que nadie las consideraría vehículos para la escolaridad anormal y las adquisiciones mentales preternaturales. Durante un instante se veían inflamadas por una fuerza ajena, luego venía un lapso de retroceso y un recuerdo nimio, que se desvanecía con rapidez, de horrores inhumanos.
Durante el pasado medio siglo se dieron cuando menos tres de esos casos, uno apenas quince años atrás. ¿Es que algo anduvo tanteando a ciegas por el transcurso del tiempo, algo que procedía de cualquier insospechado abismo de la naturaleza? ¿Serían estos casos imprecisos experimentos siniestros y monstruosos de alguna clase y autoridad más allá por completo de toda creencia lógica?
Había unas pocas especulaciones imprecisas de mis horas débiles, fantasías inducidas por mitos que descubrí en mis estudios. Porque no me cabía duda de que ciertas leyendas persistentes de antigüedad inmemorial, en apariencia desconocidas por las víctimas y los médicos relacionados con recientes casos de amnesia, formaban una sorprendente e impresionante concatenación de lapsos de memoria iguales que el mío.
Todavía temo casi hablar de la naturaleza de los sueños e impresiones que tan clamorosamente crecían. Parecía como si tuvieran un regusto a locura, y a veces creía que en verdad me estaba volviendo loco. ¿Había allí un tipo especíal de espejismo que afectaba a cuantos sufrieron lapsos de memoria? Resulta concebible que los esfuerzos de la mente subconsciente para llenar los desconcertantes espacios en blanco con pseudo-recuerdos pudieran dar paso a extrañas divagaciones imaginativas.
Ésta era en verdad la opinión de la mayor parte de los alienistas que me ayudaron en la búsqueda de casos paralelos y que compartían mi turbación ante los parecidos exactos que descubríamos algunas veces, aunque por último me pareció más plausible una teoría folclórica alternativa.
No consideraron ese estado como pura locura, sino que lo catalogaron entre los desórdenes neuróticos. Mi trayectoria en el intento de seguir su rastro y analizarlo, en vez de tratar vanamente de apartarlo de mis pensamientos u olvidarlo, fue considerada correcta por los científicos, puesto que concordaba con los más acreditados principios psicológicos. Di un valor particular al consejo de aquellos médicos que me habían estudiado durante el período en que estuve poseído por otra personalidad.
Mis primeras perturbaciones no fueron visuales sino referentes a las materias más abstractas que ya he mencionado. Había también la sensación de profundo e inexplicable horror referente a mí mismo. Nació en mí una rara repulsión a ver mi figura, como si mis ojos la encontraran de algún modo ajena e inconcebiblemente repelente.
Cuando bajaba la vista y contemplaba la familiar forma humana con su traje azul o gris discreto, sentía siempre un curioso alivio, aunque para lograr tal alivio había tenido que superar un temor infinito. Evitaba los espejos en cuanto me era posible, y siempre acudía al barbero para afeitarme
Pasó mucho tiempo antes de que relacionara cualquiera de estas sensaciones desanimadoras con las fugaces impresiones visuales que comenzaron a desarrollarse. La primera correlación de esta especie se refería a la peculiar sensación de que en mi memoria había una barrera externa y artificial que restringía sus alcances.
Noté que los retazos de visión que yo experimentaba poseían un significado profundo y terrible y una relación acongojante conmigo mismo, pero que alguna influencia de definido propósito me impedía entender ese significado y su relación. Luego vino la singularidad referente al elemento tiempo, y con ella los esfuerzos desesperados por situar en su molde cronológico y espacial los fragmentarios atisbos obtenidos en los sueños.
En sí mismos, los atisbos eran al principio más extraños que horribles. Me parecía estar en una enorme cámara abovedada cuyas elevadas entrañas pétreas se perdían en las sombras de lo alto. Fuera cualquiera el tiempo o lugar de la escena, los principios del arco eran conocidos y empleados tan extensamente como en la época de los romanos.
Había colosales ventanas redondas y altas puertas arqueadas y pedestales o mesas cuya parte superior alcanzaba la altitud de una habitación corriente. Vastas estanterías de madera oscura cubrían las paredes, conteniendo lo que parecían ser volúmenes de inmenso tamaño con extraños jeroglíficos en sus lomos.
La sillería al descubierto tenía unas curiosas tallas esculpidas, siempre en diseños curvilíneos matemáticos, y se veían inscripciones a cincel con los mismos caracteres que mostraban los libros. La oscura albañilería en granito pertenecía a un monstruoso tipo megalítico, con filas de bloques convexos por su parte superior que encajaban en las estructuras de base cóncava que descansaban sobre ellos.
No había sillas, pero las superficies altas y planas de los enormes pedestales o taburetes estaban cubiertas de libros, papeles y lo que semejaban ser útiles para escribir, recipientes de singulares formas hechos con un metal purpúreo y varillas cuyas puntas estaban manchadas o tintadas. Pese a la altura de esos pedestales, a veces era capaz de verlos desde encima. Sobre algunos había grandes globos de cristal luminoso que hacían el papel de lámparas, y máquinas inexplicables compuestas por tubos vítreos y palancas de metal.
Las ventanas estaban acristaladas y entrecruzadas por barrotes de recia apariencia. Aunque no me atrevía a asomarme y mirar por ellas, desde donde estaba distinguía las ondulantes copas de singulares helechos arbóreos. El suelo estaba formado por enormes losas octogonales, mientras que se notaba una ausencia absoluta de alfombras y cortinajes.
Más tarde, tuve visiones en las que recorría corredores ciclópeos de piedra y subía y bajaba por gigantescos planos inclinados de la misma albañilería monstruosa. No había escaleras por ninguna parte, ni pasillos de menos de diez metros de anchura. Algunas de las construcciones por las que flotaba debían de elevarse centenares de metros en el cielo.
Debajo había una multitud de pisos de negras bóvedas y trampillas que nunca se abrían, cerradas con flejes metálicos y que contenían imprecisas sugerencias de algún peligro especial.
Parecía estar prisionero, y un horror impregnaba todo lo que estaba al alcance de mi vista. Presentí que los burlones jeroglíficos curvilíneos trazados en las paredes habrian desintegrado mi alma de no estar protegido por una piadosa ignorancia acerca de su significado.
Mis sueños posteriores incluían vistas desde las grandes ventanas redondas y desde el titánico techo o terraza superior plano, con sus curiosos jardines, amplia zona despejada y alta barandilla de piedra festoneada, techo o terraza al que conducían la mayor parte de los planos inclinados.
Se distinguían infinitos kilómetros de edificios gigantescos, cada uno con su jardín y bordeando carreteras pavimentadas de más de sesenta metros de anchura. Diferían mucho de su aspecto, pero se veían pocos que tuviesen menos de cincuenta metros de longitud en el lado de su base cuadrangular y que no llegaran a los trescientos metros de altura. La mayoría aparecían tan descomunales que su fachada podía superar el kilómetro de ancho, mientras que otros alcanzaban alturas montañosas en el cielo gris y cubierto de masas de vapor.
Principalmente parecían ser de piedra o cemento, y muchos mostraban el curioso tipo de albañilería curvilínea característica del edificio que me albergaba. Los tejados eran planos y ajardinados, con una tendencia a poseer barandillas festoneadas. A veces se distinguían terrazas y pisos más altos, con amplios espacios despejados entre los jardines. Las grandes carreteras ofrecían atisbos de movimiento, pero en las visiones iniciales me fue imposible concretar estas impresiones.
En ciertos lugares distinguí enormes torres cilíndricas, oscuras, cuya altura superaba la de cualquier otro edificio. Parecían poseer una naturaleza particular sin mostrar señales del paso de los años y de la erosión. Estaban construidas a base de un singular tipo de sillería basáltica de forma cúbica y con una leve conicidad más marcada al llegar a sus redondos remates superiores. En ninguna de ellas se veía rastro de ventanas u otras aberturas, excepto las enormes puertas de acceso. Me fijé también en algunos edificios más bajos -todos ruinosos por la huella climatológica de los eones transcurridos- que se parecían en su arquitectura básica a las mencionadas torres cilíndricas y oscuras. En tomo a todas estas aberrantes masas de albañilería cúbica pendía un aura inexplicable de amenaza y temor concentrados, como el que emanaba de las cerradas trampillas.
Los omnipresentes jardines casi causaban terror por su extrahumana configuración, puesto que mostraban singulares y desconocidas formas de vegetación oscilando sobre senderos bordeados por monolitos cubiertos de extraños bajorrelieves. Predominaban los helechos anormalmente grandes, algunos verdes y otros con una fantasmal palidez fungosa.
Entre ellos se alzaban grandes cosas espectrales parecidas a los cálamos, cuyos tallos o troncos semejantes al bambú alcanzaban una altura fabulosa. Estaban luego las formas amazorcadas, como si fueran umbelas fabulosas, y grotescos matorrales verdeoscuros y árboles de aspecto conífero.
Las flores eran pequeñas, incoloras e irreconocibles; florecían en macizos geométricos, en medio de una gran cantidad de verdor.
En unos cuantos jardines de terrazas y tejados se distinguían floraciones mayores y más vívidas, de contornos casi ofensivos y aspecto que sugería cultivo artificial. Hongos de tamaño inconcebible, de raro y moteado color, salpicaban la escena con una regularidad de formaciones que presuponía la existencia de alguna desconocida pero reglamentada tradición hortícola. En los jardines mayores, el suelo parecía transpirar algún intento de conservar las irregularidades naturales, pero en los de los tejados y terrazas había más selectividad y pruebas más evidentes del arte de la jardinería.
El cielo aparecía casi siempre húmedo y nuboso, en ocasiones hasta pude presenciar tremendas lluvias. De vez en cuando, sin embargo, se podía distinguir con brevedad el sol -su tamaño parecía anormalmente grande- y también la luna, cuyas manchas grisáceas poseían una cierta diferencia con las normales que nunca logré comprender. Cuando, rarísimas veces, el cielo nocturno aparecía despejado, contemplaba constelaciones irreconocibles para mí. Contornos conocidos se aproximaban en ocasiones a los visibles, pero raramente se les podía igualar a los que formaban los agrupamientos estelares de aquel desconocido firmamento; y, por la posición de los pocos grupos que logré reconocer, creí estar en el hemisferio meridional terrestre, cerca del Trópico de Capricornio.
El horizonte aparecía siempre brumoso y confuso, pero pude distinguir las grandes junglas de criptógamas, cálarnos, lepidodendros y sigiliarias que se extendían a las afueras de la ciudad, con su fantástico follaje ondeando burlón bajo los vapores cambiantes. De cuando en cuando, se advertía algo de movimiento en el cielo, pero esas visiones imprecisas nunca concretaron su especie o calidad.
En el otoño de 1914 comencé a tener sueños infrecuentes de extraños vuelos sobre la ciudad y por las regiones circundantes. Vi interminables carreteras que cruzaban bosques de impresionante vegetación, de troncos aflautados, abigarrados y agrupados, y pasé por otras ciudades tan singulares como la que se me aparecía con persistencia.
Vi construcciones monstruosas de piedra negra o iridiscente en sotos y claros donde reinaba un perpetuo crepúsculo, y atravesé largas calzadas sobre pantanos tan oscuros que apenas pude distinguir algo de húmeda y crecida vegetación.
Una vez divisé una zona de innumerables kilómetros sembrada de antiguas ruinas cuya arquitectura original era la de las torres sin ventanas y de cima redondeada que se veían en la ciudad habitual dentro de mis pesadillas.
En otra ocasión vi el mar una ¡limitada extensión espumosa, más allá de los colosales muelles pétreos de una ingente ciudad de cúpulas y arcos. Grandes e informes sugestiones de sombra se movían por él y, de trecho en trecho, su superficie se veía rota por anómalos surtidores.
CAPÍTULO III
Como ya he dicho, estas visiones extravagantes no comenzaron conteniendo de inmediato su cualidad aterradora. Cierto que muchas personas han soñado intrínsecamente cosas más extrañas, cosas compuestas por deslavazados retazos de la vida cotidiana, películas y lecturas, dispuestos en fantásticas formas novelescas por los incontrolables caprichos del sueño.
Durante algún tiempo acepté las visiones como cosa natural, pese a que nunca había sido un soñador extravagante. Muchas de las vagas anomalías, argüí, debían de proceder de fuentes triviales demasiado numerosas para ser individualizadas; mientras que otras parecían reflejar un conocimiento textual común de plantas y otras condiciones del mundo primitivo de hace ciento cincuenta millones de años, el mundo del período Pérmico o de la era Triásica.
Sin embargo, en el transcurso de algunos meses, el elemento terrorífico apareció con fuerza acumulativa. Fue entonces cuando los sueños comenzaron a tener indefectiblemente el aspecto de recuerdos y cuando mi mente empezó a relacionarlos con mis crecientes perturbaciones abstractas, la sensación de barrera mnemónica, las curiosas impresiones referentes al tiempo, la noción de odioso intercambio con mi personalidad secundaria habido desde 1908 a 1913 y, bastante después la inexplicable repugnancia que me inspiraba mi propia persona.
Ciertos detalles definidos empezaron a entrar en los sueños, y aumentaron su horror un millar de veces, hasta que en octubre de 1915 comprendí que debía hacer algo.
Entonces inicié el estudio intensivo de otros casos de amnesia y visiones, creyendo con ello que podría objetivizar mi afección y librarme de su agobio emocional.
Sin embargo, como dije antes, el resultado fue al principio casi exactamente lo contrario. Me turbaba una enormidad hallar que mis sueños habían sido duplicados con exactitud; en especial debido a que algunos de los relatos eran demasiado antiguos para admitir ningún conocimiento geológico por parte del paciente, por lo que no podía tener idea alguna acerca de los paisajes primitivos.
Aún más, muchos de esos relatos proporcionaban detalles y explicaciones horribles en relación con las visiones de grandes edificios y jardines selváticos... y otras cosas. Las visiones actuales y las vagas impresiones eran ya malas de por sí, pero lo que se insinuaba o afirmaba en algunos otros soñadores tenía el regusto de la locura y la blasfemia. Peor todavía, mi propia pseudomemoria se vela incitada hacia sueños más extravagantes y atisbos de inminentes revelaciones. Y, sin embargo, la mayoría de los doctores aprobaron mi actitud en su totalidad y la catalogaron como la más aconsejable.
Estudié sistemáticamente psicología y, bajo los estímulos frecuentes, mi hijo Wingate hizo lo mismo; sus estudios, con el tiempo, le llevaron a su profesorado actual. En 1917 y 1918 seguí cursos especiales en Miskatonic. Mientras, mi examen de los archivos médicos, históricos y antropológicos se hizo incansable, y abarcó viajes a lejanas bibliotecas e incluyó por último la lectura de los repelentes libros que trataban de costumbres prohibidas en los que mi personalidad secundaria tanto se había interesado.
Algunos de ellos eran los ejemplares que consulté en mi estado alterado, y me perturbó sobremanera el ver ciertas notas marginales y correcciones ostensibles de pasajes de sus textos hechas en una escritura e idioma que parecían singularmente inhumanos.
Las anotaciones estaban hechas en los respectivos idiomas de los distintos libros, idiomas que parecía conocer con una facilidad académica evidentemente igual. Una nota en el Unaussprechlichen Kulten de Von Junzt, sin embargo, estaba en otro idioma. Se componía de ciertos jeroglíficos curvilíneos trazados con la misma tinta que la empleada en las correcciones del alemán, pero sin seguir ningún sistema conocido por la humanidad. Y tales jeroglíficos estaban estrecha e inconfundiblemente emparentados con los caracteres que veía en mis sueños, caracteres cuyo significado a veces creía saber, o que estaba al borde mismo de recordar.
Para completar mi negra confusión, muchos bibliotecarios me aseguraron que, vistos los registros de lectores y de consultas de los libros en cuestión, todas las anotaciones debían de haber sido hechas por mí cuando me encontraba en mi estado de personalidad secundaria. Esto pese al hecho de que yo ignoraba y sigo ignorando tres de los idiomas involucrados. Reuniendo las dispersas relaciones, antiguas y modernas, antropológicas y médicas, encontré una consistente mezcla de mito y alucinación cuya extensión y extravagancia me dejó profundamente confuso. Sólo una cosa me consolaba: el hecho de que los mitos fuesen tan antiguos. No puedo ni conjeturar qué conocimiento perdido hubieran comportado las imágenes del Paleozoico o el Mesozoico en el contexto de aquellas fábulas primitivas; pero allí estaban las imágenes. Así, existía una base para la formación de un tipo fijo de alucinación.
No hay duda de que los casos de amnesia crean el modelo general del mito, pero luego los caprichosos crecimientos de los mitos han debido de reaccionar en los pacientes amnésicos coloreando sus pseudorrecuerdos. Durante mi lapso de memoria, había leído u oído todo lo referente a los antiguos relatos, mi indagación lo había demostrado con amplitud. ¿No resultaba pues natural que mis sueños posteriores y mis impresiones emocionales quedaran moldeados y coloreados por lo que retenía sutilmente mi memoria de las experiencias «vividas» en mi estado secundario?
Unos cuantos de esos mitos tenían relaciones significativas con otras brumosas leyendas del mundo prehumano, en especial aquellas narraciones hindúes que abarcaban espacios de tiempo anonadadores y formaban parte del caudal cultural folclórico de los teósofos modernos.
El mito primitivo y las quimeras modernas se unificaban al asumir que la humanidad es solo una -quizá la más insignificante- de las razas dominantes y en extremo evolucionadas que ha habido en la larga y desconocida carrera de nuestro planeta. Ambas implicaban que cosas de formas inconcebibles habían erigido torres hasta el cielo y hurgado en cada secreto de la naturaleza antes de que el primer antepasado anfibio del hombre hubiese salido del cálido mar hace trescientos millones de años.
Algunas de estas «cosas» habían venido de las estrellas; unas cuantas eran tan viejas como el propio cosmos; otras se habían desarrollado con rapidez a partir de gérmenes terrestres tan distantes en el pasado de los primeros gérmenes de nuestro ciclo vital como estos gérmenes antecesores lo están con respecto a nosotros mismos. El transcurrir de millares de millones de años y las relaciones con otras galaxias y universos se mencionaban como datos característicos. En realidad, la noción «tiempo», tal y como la concibe la mente humana, no existe.
Pero la mayoría de los relatos e impresiones se referían a una raza relativamente reciente, de forma singular e intrínseca, que no se parecía a ninguna forma viva conocida por la ciencia, que existió hasta sólo cincuenta millones de años antes de la aparición del hombre. Ésta, indicaban, fue la raza más grande de todas porque había sido la única que conquistó el secreto del tiempo.
Aprendió todas las cosas que se supieron o llegarán a saberse en la Tierra, gracias a la facultad que poseían sus mentes más agudas de proyectarse en el pasado y el futuro, incluso atravesando abismos de millones de años, para estudiar el caudal cultural de cada época. De los logros de esta raza surgieron todas las leyendas, incluyendo las de la mitología humana.
En sus enormes bibliotecas había volúmenes de textos e ilustraciones que contenían los anales completos de la Tierra, historias y descripciones de cuantas especies han existido o existirán, con detallados historiales de sus artes, logros, idiomas y psicologías.
Con este conocimiento que abarcaba eones, la Gran Raza eligió de cada era y forma de vida cuantos pensamientos, artes y procesos convinieran a su propia naturaleza y situación. El conocimiento del pasado, obtenido por una especie de proyección mental extrasensorial, era más difícil de cosechar que el conocimiento del futuro.
En este último caso, el camino resultaba más fácil y material. Con la adecuada ayuda mecánica, una mente se proyectaba hacia adelante, en el tiempo, tanteando su impreciso camino extrasensorial hasta que desembocaba en el período deseado. Luego, tras una serie de pruebas preliminares, se apoderaba del mejor. Penetraba en el cerebro del organismo e instalaba sus propias vibraciones, mientras que la mente desplazada se veía obligada a retroceder hasta el período del desplazante y a permanecer en el cuerpo de este último hasta que se iniciaba el proceso inverso.
El intelecto proyectado dentro del cuerpo del organismo del futuro se hacía pasar por miembro de la raza cuya forma externa utilizaba, y asimilaba lo más rápido posible todo cuanto hubiera que aprender en la era elegida, junto con el conjunto de información y las técnicas.
Mientras, la mente desplazada, obligada a retroceder hasta la época del desplazante y habitando en el cuerpo de éste, quedaba celosamente guardaba. Se le impedía que causara daño alguno al cuerpo en que se alojaba, y se le extraían todos sus conocimientos mediante expertos interrogadores. A menudo las preguntas se le hacían en su propio idioma, siempre y cuando, claro está, las investigaciones previas en el futuro hubiesen traído registros de ese lenguaje.
Si el intelecto procedía de un cuerpo cuyo idioma no pudiera reproducir físicamente la Gran Raza, se construían
máquinas ingeniosas en las que el lenguaje extraño era interpretado como si se tratara de la partitura interpretada con algún instrumento musical.
Los miembros de la Gran Raza eran inmensos conos rugosos de unos tres metros de altura, con la cabeza y otros órganos dispuestos en los extremos de una serie de miembros distensibles, de unos treinta centímetros de grosor, que se extendían a partir de sus cimas. Hablaban chasqueando o arañando sus enormes zarpas o garras, articuladas al final de dos de sus cuatro miembros, y caminaban por la expansión y contracción de una capa viscosa situada en la parte inferior de sus bases, que a su vez tenían un diámetro de casi tres metros.
Cuando el resentimiento y la sorpresa de la mente cautiva se habían disipado -en el caso de que procediera de un cuerpo esencialmente distinto al del miembro de la Gran Raza- y perdía parte de su horror hacia aquella forma temporal nada familiar, se le permitía estudiar su nuevo medio ambiente y gozar de un asombro y una sabiduría aproximados a los que sintiera su desplazador.
Con las precauciones adecuadas y a cambio de los convenientes servicios, se le permitía circular por todo el mundo habitable a bordo de aeronaves gigantes o en los enormes vehículos en forma de. barco, con motor atómico, que cruzaban las grandes carreteras, y se le daba libre acceso a las bibliotecas que contenían los archivos del pasado y el futuro del planeta.
Esto servía para que muchas mentes cautivas se reconciliaran con su suerte, puesto que pertenecían a seres de agudo intelecto, y para tales cerebros siempre constituye la suprema experiencia de la vida, pese a los horrores abismales a menudo desvelados, el conocimiento de los ocultos misterios de la Tierra, capítulos cerrados de pasados inconcebibles y de vórtices abrumadores del tiempo futuro que incluían los años venideros con respecto a sus épocas propias y naturales.
De vez en cuando, a ciertas mentes cautivas se les permitía reunirse con otros intelectos capturados del futuro, para intercambiar pensamientos con entidades conscientes de cien, mil o un millón de años anteriores o posteriores a sus épocas. Y a todos se les apremiaba para que escribiesen abundantemente en su idioma, contando cosas de sí mismos y de sus períodos respectivos, para guardar después tales documentos en los grandes archivos centrales.
Podría añadirse que existía un tipo especial de cautivo con privilegios muy superiores a los demás. Pertenecían a ese tipo los exilados moribundos permanentes, cuyos cuerpos en el futuro habían sido ocupados por supercerebros de la Gran Raza que, enfrentados a la muerte, buscaban escapar de la extinción mental.
Esa especie de melancólicos exilados no eran tan abundantes como podría suponerse, puesto que la longevidad de la Gran Raza hacía disminuir su amor por la vida, en especial entre aquellos intelectos superiores capaces de la proyección mental. Muchos de los cambios de personalidad advertidos últimamente en la historia, incluyendo también la historia de la humanidad, tenían su origen en esos casos e proyección permanente de mentes más antiguas.
En cuanto a los casos normales de exploración, cuando la mente desplazante había aprendido lo que deseaba en el futuro, construía un aparato como el que le sirviera para iniciar el viaje e invertía el proceso de proyección. Una vez más no tardaría en encontrarse en su propio cuerpo y época, mientras que la mente cautiva regresaba a aquel cuerpo en el futuro que le pertenecía por derecho natural.
Sólo cuando uno u otro de los cuerpos había muerto durante el intercambio se hacía imposible la restauración. En tales casos, evidentemente, la mente exploradora tenía -al igual que los que buscaban escapar de la muerte que vivir toda su existencia en un cuerpo extraño del futuro; y, viceversa, la mente cautiva, como en el caso de los exiliados moribundos permanentes, tenía que acabar sus días en la forma y época pasada correspondientes a la Gran Raza.
Este destino era menos horrible cuando la mente cautiva pertenecía también a la Gran Raza, cosa no infrecuente, puesto que en todos sus períodos esa raza se preocupó muchísimo por su futuro. El número de exiliados moribundos permanentes de la Gran Raza era mínimo, sobre todo porque los moribundos comportaban tremendos castigos implícitos a los desplazamientos de futuros intelectos de la Gran Raza.
Mediante la proyección se establecían acuerdos para aplicar tales castigos a las mentes delincuentes en sus nuevos cuerpos del futuro, llegando en ocasiones a efectuarse reintercambios forzados.
Se dieron casos, pronto rectificados, de desplazamientos de mentes exploradoras o ya cautivas por otros intelectos en diversas regiones del pasado. En cada edad, desde el descubrimiento de la proyección mental, un diminuto elemento, aunque bien identificado, de la población se componía de mentes de la Gran Raza procedentes de épocas pasadas que disfrutaban de estancias más o menos largas.
Cuando una mente cautiva de origen extranjero era devuelta a su propio cuerpo en el futuro, se le extraía, mediante un complicado mecanismo de hipnosis, todo cuanto hubiera aprendido en la era de la Gran Raza, lo que se hacía a causa de ciertas consecuencias molestas inherentes al transporte general hacia el futuro de grandes cantidades de conocimiento.
Los pocos casos existentes de transmisión clara habían causado, y causarían en determinados tiempos futuros, enormes desastres. Y fue precisamente como consecuencia de dos de estos casos -según los viejos mitos- que la humanidad averiguó lo referente a la Gran Raza.
De cuantas cosas sobrevivían de manera física y directa de aquel mundo eones distante, quedaban tan sólo ciertas ruinas de grandes piedras en lugares remotos y bajo el mar, y fragmentos del texto del impresionante Manuscrito Pnakótico.
Así pues, la mente que regresaba llegaba a su época con sólo la visión más débil y fragmentaria de lo que había experimentado durante su cautiverio. Todos los recuerdos borrables eran borrados, de forma que, en la mayoría de los casos, únicamente un sueño oscuro y confuso se extendía hasta el momento en que se produjo el primer intercambio. Algunos intelectos recordaban más que otros, y la posibilidad de agrupar memorias raras veces comportó atisbos del prohibido pasado en épocas futuras.
Con toda probabilidad hubo un tiempo en que algunos grupos o cultos secretos acogieron y fomentaron estos atisbos. En el Necronomicón se sugería la presencia entre los seres humanos de dicho culto; culto que, a veces, ayudaba a las mentes que descendían por el camino de los eones desde los días de la Gran Raza.
Y, mientras, la Gran Raza se acercaba mucho a la omnisciencia y se dedicaba a la tarea de preparar intercambios con los intelectos de otros planetas, para explorar sus pasados y sus futuros. Se intentaba averiguar el pasado y el origen de aquel globo negro, muerto hacía eones, sito en el lejano espacio, del que procedía la herencia mental de la Gran Raza, porque la mente de esta Gran Raza era mucho más antigua que su forma corporal.
Los seres de un mundo moribundo, más viejo, conocedores de los últimos secretos, tuvieron la previsión de buscar un planeta nuevo con especies donde pudieran tener una larga vida, y así, en masa, enviaron sus mentes hasta el interior de aquella raza futura mejor adaptada para albergarles, los seres en forma de cono que poblaron nuestra Tierra hace mil millones de años.
Y así cobró ser la Gran Raza, mientras que la miríada de mentes enviadas hacia atrás, al pasado, fue abandonada para morir en el horror de formas corporales que le eran extrañas. Más tarde, la raza volverla a enfrentarse a la muerte, pero sobreviviría gracias a otra migración al futuro, realizada por sus mejores intelectos que ocuparían cuerpos de otros individuos poseedores de una mayor longevidad.
Tal era el transfondo de entrelazadas leyendas y alucinaciones. Cuando, en 1920, efectué de manera coherente mis investigaciones, sentí una leve disminución de la tensión que se había incrementado en sus primeras etapas. Después de todo, pese a las fantasías originadas por las ciegas emociones, ¿acaso la mayoría de mis fenómenos no tenían una fácil explicación? Cualquier casualidad pudo haber orientado mi mente hacia los estudios de las ciencias ocultas u oscuras, durante mi amnesia, y entonces leí las leyendas prohibidas y conocí a los miembros de cultos antiguos y mal considerados. Eso, con toda certeza, proporcionó material para los sueños y sensaciones perturbadoras que me sobrevinieron al recuperar la memoria.
En cuanto a las notas marginales hechas utilizando los jeroglíficos que «viera» en mis sueños y el hecho de que, consultara libros escritos en idiomas que me eran desconocidos se explica considerando que pude haber estudiado tales lenguas durante mi estado secundario, mientras que los jeroglíficos fueron frutos de mi fantasía nacidos de las descripciones de las leyendas antiguas, entretejidas después en mis pesadillas. Procuré comprobar algunos detalles durante mis conversaciones con famosos practicantes del ocultismo, pero sin lograr nunca establecer las relaciones apropiadas.
A veces, el paralelismo de tantos casos en épocas muy separadas entre sí seguía preocupándome como al princípio, pero, por otra parte, me decía que el folclore excitante resultaba sin duda más universal en el pasado que en la época presente.
Con toda probabilidad, las otras víctimas cuyos casos se asemejaban al mío habían tenido un amplio y familiar conocimiento de los relatos que yo conocí sólo cuando me hallaba en mi estado secundario. Al perder la memoria estas víctimas, se asociaron a sí mismas con las criaturas de los mitos de su país -los fabulosos invasores que se suponía desplazaban las mentes de los hombres-, y así iniciaron procesos de investigación para obtener un conocimiento que creían que les podría hacer retroceder hasta un pasado ilusorio no humano.
Luego, al recuperar la memoria, invertían su proceso asociativo y se creían antiguos intelectos cautivos en vez de ser las mentes desplazadas. Con esta base, los sueños y pseudorrecuerdos seguían la norma mítica convencional.
A pesar de lo confuso de estas explicaciones, llegaron por último a desplazar en mí a todas las demás, principalmente por la mayor debilidad lógica de cualquier otra teoría. Y estuvo de acuerdo conmigo un buen número de eminentes psicólogos y antropólogos.
Cuanto más reflexionaba, más convincente me parecía ese razonamiento; hasta que, al final, creí tener una defensa efectiva contra las visiones e impresiones que seguían produciéndose en mí. ¿Que de noche veía cosas extrañas? Eran, simplemente, las que había leído u oído hablar durante el día. ¿Que tenía singulares fobias y perspectivas y pseudorrecuerdos? También constituían meros ecos de mitos asimilados en mi estado secundario. Nada de cuanto pudiera soñar, nada de cuanto pudiera sentir, tenía significado actual y auténtico.
Fortalecido por esta filosofía, tras mejorar mucho en mi equilibrio nervioso, aunque las visiones -más todavía que las impresiones abstractas- se iban haciendo más frecuentes y con detalles más perturbadores, decidí prescindir de sus influencias. En 1922 me sentí con fuerzas para reanudar un trabajo regular y empleé mi recién adquirido conocimiento de manera práctica, aceptando la plaza de profesor de psicología en la universidad.
Mi antigua cátedra de economía política hacía tiempo que estaba ya cubierta de forma adecuada, además de que los métodos de enseñanza de las ciencias económicas habían cambiado mucho desde el día en que caí «enfermo». Por aquella época, mi hijo iniciaba sus estudios de doctorado, precisamente los que le llevaron a su actual cátedra, así que trabajamos juntos durante mucho tiempo.
Capítulo IV
Continué, no obstante, llevando un cuidadoso registro de los «otros» sueños que continuaban acosándome tan densa y vívidamente. Ese registro, argüía, era de un valor genuino como documento psicológico. Los atisbos seguían conservando su condenado parecido con los recuerdos, aunque luché por reprimir esta impresión con bastante éxito.
Al escribir, trataba las cosas fantasmales como si las hubiera visto; pero en todos los demás momentos procuraba apartarlas de mí al catalogarlas como nimias ilusiones nacidas en la noche. En conversación normal, nunca mencioné tales materias; aunque algunos informes acerca de ellas, filtrándose como suele suceder en casos parecidos, provocaron vanos rumores concernientes a mi salud mental. Resulta chocante pensar que tales rumores quedaban reducidos a personas vulgares, legos en la materia, sin que los acogiera ningún médico o psicólogo.
De mis visiones posteriores a 1914 mencionaré poco, puesto que informes más completos e historiales clínicos quedan a disposición del estudiante concienzudo. Es evidente que, con el tiempo, las curiosas inhibiciones se difuminaron en cierto modo, porque el alcance de mis visiones se incrementó considerablemente. Sin embargo, éstas nunca llegaron a ser nada más que fragmentos descoyuntados sin clara motivación aparente.
Dentro de los sueños, parecía que yo adquiría una libertad de movimiento cada vez mayor. Flotaba por muchos edificios extraños de piedra, yendo de uno a otro por los largos y colosales pasadizos subterráneos que parecían constituir las vías de tránsito comunes. A veces me tropezaba con aquellas gigantescas trampillas cerradas sitas en la planta más baja y de las que parecía emanar un aura de prohibición y miedo.
Vi enormes piscinas o estanques cuadrados y salas con curiosos e inexplicables utensilios de infinidad de formas y dimensiones. Había luego las colosales cavernas de complicada maquinaria cuyo contorno y propósito eran del todo extraños para mí y cuyo sonido se manifestó sólo al cabo de muchos años de soñar. Debo resaltar aquí que la vista y el oído fueron los únicos sentidos de los que me valía en el mundo de las visiones.
El verdadero horror comenzó en mayo de 1915, cuando vi por primera vez las cosas vivientes. Eso fue antes de que mis estudios me hubieran enseñado lo que, en vista de los mitos y de los casos históricos, podía esperar. Teniendo bajadas mis barreras mentales, contemplé grandes masas de fino vapor en varias partes del edificio y abajo, en las calles.
Los vapores se fueron haciendo más sólidos y distintos, hasta que, por último, pude distinguir sus contornos monstruosos con incómoda facilidad. Parecían enormes conos indiscentes, de unos tres metros de altura y otros tres de ancho en la base, hechos de una materia rugosa, escamosa, semielástica. De sus cimas se proyectaban cuatro miembros cilíndricos flexibles, de unos treinta centímetros de grosor cada uno, de la misma materia rugosa que los conos.
Estos miembros aparecían a veces contraídos casi hasta la nada y en otras se extendían, llegando a alcanzar una longitud de tres metros. En la punta de dos de ellos había enormes zarpas o pinzas. Un tercero finalizaba con cuatro apéndices rojos en forma de trompeta. El cuarto terminaba en un globo amarillento, irregular, de unos sesenta centímetros de diámetro, con tres grandes ojos oscuros dispuestos a lo largo de su circunferencia, digamos, ecuatorial.
Culminando la cabeza destacaban cuatro pedúnculos esbeltos, de color gris, con apéndices semejantes a flores, mientras que en su parte inferior colgaban ocho verdosas antenas o tentáculos. La gran base del cono central estaba rebordeada por una sustancia gris, gomosa, que movía a todo el ser mediante su expansión y contracción.
Sus acciones -aunque inofensivas- me horrorizaban más que su aspecto, porque no resultaba satisfactorio ver a objetos monstruosos realizando lo que uno sólo ha visto hacer a seres humanos. Esos objetos se movían con inteligencia por las grandes salas, tomando libros de las estanterías y llevándolos a las enormes mesas, o viceversa, y a veces escribiendo con una peculiar barra o varilla aferrada entre los tentáculos verdosos de la cabeza. Las colosales pinzas se empleaban para el transporte de los libros y en la conversación; el habla se componía de una especie de chasquidos.
Los objetos no iban vestidos, pero llevaban unas bolsas o mochilas colgadas de lo alto del tronco cónico. Por lo general llevaban la cabeza y su miembro soporte a la altura de la cima del cono, aunque era frecuente verla más alta o más baja.
Los otros tres grandes miembros tenían tendencia a caer descansando a los lados del cono, reducidos a la longitud de metro y medio, cuando no se utilizaban. Por su capacidad de lectura, escritura y manejo de las máquinas -las de las mesas parecían en cierto modo relacionadas con los pensamientos- deduje que su inteligencia era enormemente superior a la del hombre.
Después los vi por doquier, pululando por todas las grandes cámaras y corredores, atendiendo a monstruosas máquinas en criptas abovedadas y marchando raudos por las carreteras a bordo de gigantescos coches en forma. de barco. Dejé de tenerles miedo, porque parecían formar par-te natural de su medio ambiente.
Comencé a distinguir diferencias individuales entre ellos, y unos pocos parecían estar bajo alguna especie de restricción. Estos últimos, aunque no mostraban variación física, tenían una diversidad de gestos y hábitos que les destacaban no sólo de la mayoría, sino que sobre todo les daban carácter individual.
Escribían muchísimo en lo que para mi nublada visión parecía ser una enorme variedad de caracteres, nunca en los típicos jeroglíficos curvilíneos que utilizaba la mayoría. Advertí que unos cuantos empleaban nuestro alfabeto familiar. Casi la totalidad de estos individuos trabajaba más despacio que la masa en general de los seres.
Durante este tiempo, mi papel en los sueños parecía ser el de una consciencia incorpórea con un alcance de visión superior a lo normal, flotando libre por los alrededores, pero confinada a las avenidas y velocidades de tránsito comunes. Hasta agosto de 1915 no comenzaron a hostigarme las sugestiones de corporeidad. Digo hostigar porque la primera fase fue una pura asociación abstracta, aunque infinitamente terrible, de mis anteriores fobias hacia mi cuerpo con las escenas de mis visiones.
Hubo una temporada en la que mi interés principal durante los sueños era evitar mirarme, y recuerdo lo que me aliviaba la ausencia total de grandes espejos en las extrañas habitaciones. Pero me turbaba más que nada el hecho de que siempre veía las enormes mesas -cuya altura no podía ser menor de tres metros- desde un nivel no infenor al de sus superficies.
Y entonces la morbosa tentación de mirarme a mí mismo fue haciéndose cada vez mayor, hasta que una noche me fue imposible resistirla. Al principio mi mirada no reveló nada de particular. Un momento después percibí que esto ocurría porque mi cabeza se hallaba al extremo de un cuello flexible de enorme longitud. Contrayendo el cuello y mirando hacia abajo con más atención, vi la masa iridiscente, rugosa, escamosa, de un vasto cono de tres metros de altura y otros tres de ancho en la base. Fue entonces cuando desperté a medio Arkham con mi grito, mientras salía enloquecido de los abismos del sueño.
Sólo al cabo de semanas de horrenda repetición, casi me reconcilié con las visiones de mi persona bajo tan
monstruosa forma. En los sueños movía ahora mi cuerpo entre los otros seres desconocidos, leyendo terribles libros de las interminables estanterías y escribiendo horas y horas en las enormes mesas con una pluma dirigida por los tentáculos verdes que colgaban de mi cabeza.
Cruzan por mi memoria retazos de lo que leí y escribí. Estaban los horribles anales de otros mundos y otros universos, y la historia de unas entidades vivas sin forma en el exterior de todos los universos. Estaban los archivos de extrañas clases de seres que habían poblado el mundo en pasados ya olvidados, y espeluznantes, crónicas de inteligencias de cuerpo grotesco que lo habitarían dentro de millones de años, después de la muerte del último ser humano.
Estudié capítulos de la historia de la humanidad cuya existencia no ha sospechado jamás ningún universitario de hoy en día. La mayor parte de estos escritos estaban en lenguaje jeroglífico, que estudié de una manera rara con ayuda de máquinas zumbantes y que, sin duda, constituía un idioma aglutinante con raíces muy distintas a las que se hallan en los idiomas humanos.
Otros volúmenes aparecían escritos en lenguas desconocidas que aprendí de la misma singular manera. Pocos pertenecían a los idiomas que ya conocía. Ilustraciones en extremo ingeniosas, tanto insertas en los libros como formando colecciones separadas, me ayudaron inmensamente. Y todo el tiempo parecía que lo dedicaba a escribir en inglés una historia de mi propia época. Al despertar, recordaba tan sólo retazos mínimos e inconexos de lenguas desconocidas que mi yo del sueño había dominado, aunque ,conservara frases enteras de lo relatado.
Aprendí -incluso antes de que mi yo hubiera estudiado en estado de vigilia los casos paralelos o los viejos mitos, fuente indudable de los sueños- que los seres de mi alrededor eran la mayor raza del mundo, que habían conquistado el tiempo y enviado intelectos exploradores a cada época. Supe, también, que me habían arrebatado de mi propia era, mientras otro empleaba mi cuerpo en mi presente habitual, y que unas cuantas de las demás formas vivientes albergaban mentes capturadas de forma similar. Creía hablar, en una rara lengua de chasquidos de las zarpas, con los intelectos exiliados procedentes de todos los rincones del sistema solar.
Había una mente del planeta que nosotros llamamos Venus que viviría dentro de incalculables época futuras, y otra, procedente de una de las lunas de Júpiter, que existió hace seis millones de años. De entre los intelectos terrestres había unos cuantos pertenecientes a la raza antártida palafítica, gente alada, con cabeza estrellada, semivegetal; otro individuo procedía del pueblo reptil de la fabulosa Valusia; tres, de los peludos y abominables Tcho-Tchos; dos, de los arácnidos habitantes de la última era terrestre; cinco, de las duras especies coleópteras que siguieron inmediatamente a la humanidad, a cuyos cuerpos, algún día, la Gran Raza trasladaría en masa a sus individuos más inteligentes en vista del horrible peligro que se les avecinaba; y varios de diferentes ramas de la humanidad.
Hablé con el intelecto de Yiang-Li, filósofo del cruel imperio de Tsan-Chan, que sobrevendrá en el año 5000 de la Era Cristiana; con el de un general del pueblo pardo de grandes cabezas que dominó África del Sur en el año 50000 a. C.; con un monje florentino del siglo xii, llamado Bartolomeo Corsi; con el de un rey de Lomar que gobernó esa terrible tierra polar cien mil años antes de que los amarillentos y achaparrados inutos vinieran del oeste para sojuzgarles.
Hablé con la mente de Nug-Soth, un mago de los oscuros conquistadores del año 16000 d.C.; con la de un romano, llamado Titus Sempronius Blaesus, que fue cuestor en la época de Sulla; con la de Kefnes, un egipcio de la XIV dinastía, que me contó el horrible secreto de Nyarlathotep; con la de un sacerdote del reinado medio de la Atlántida; con la de un caballero de SuffoIk, de la época de Cromwell, un tal James Woodville; con un astrónomo de la corte preincaica del Perú; con la de Theodotides, un personaje greco-bactriano del año 200 a. C.; con el médico australiano Nevel Kingston-Brown, que morirá en el 2518; con una archiimagen de un desaparecido yhe del Pacífico; con la mente de un viejo francés de la época de Luis XIII, llamado Pierre-Louis Montagny; con la de Crom-Ya, un reyezuelo cimmeriano del año 15000 a. C.; y con muchas otras que mi cerebro no recuerda, como tampoco recuerdo los sorprendes secretos y anonadadoras maravillas que conocí gracias a ellos.
Cada mañana despertaba con fiebre, a veces tratando frenéticamente de comprobar o desacreditar tales Informaciones dentro de cuanto cabe en la extensión del conocimiento humano. Los hechos tradicionales adquirían huevos y dudosos aspectos, y yo me maravillaba ante las fantasías que el sueño podía inventar como apéndices sorprendentes a la historia y a la ciencia.
Los misterios que el pasado podía ocultar me producían escalofríos, y temblaba ante las amenazas que podría deparar el futuro. Lo que se insinuaba en la manera de hablar de las entidades posthumanas acerca del destino de la humanidad me causaba un efecto tal que ni aún ahora me atrevo a describirlo en las presentes líneas.
Tras el hombre se desarrollaría una potente civilización de escarabajos, en cuyos cuerpos se albergarían los miembros de la elite de la Gran Raza cuando la monstruosa destrucción alcanzase a su mundo más antiguo. Posteriormente, cuando se cerrara el ciclo vital de la Tierra, las mentes transferidas volverían a emigrar por el tiempo y el espacio hasta otro lugar de estancia en los cuerpos de las entidades bulbosas de Mercurio. Pero tras ellos habría otras razas, aferrándose de manera patética a este viejo y frío -planeta y albergándose en madrigueras excavadas en el corazón del globo terráqueo, hasta que llegase el definitivo final.
Mientras, en mis sueños, escribía interminablemente en aquella historia de mi propia época que preparaba, en parte voluntariamente y en parte por las promesas de aumentar las oportunidades de viajar y consultar bibliotecas, con destino a los archivos centrales de la Gran Raza. Estos archivos se encontraban en una colosal estructura subterránea próxima al centro de la ciudad, estructura que llegué a conocer bien gracias a mis frecuentes trabajos y consultas. Destinado a durar tanto como la raza y a resistir las más tremendas convulsiones telúricas, este depósito titánico superaba a todos los demás edificios la sólida firmeza de su construcción.
Los legajos, escritos o impresos en grandes láminas de un curioso e indestructible tejido celulósico, estaban encuadernados en forma de libros que se abrían por su parte superior y que se guardaban en estuches individuales de un extraño y ligerísimo metal grisáceo e inoxidable, decorados con dibujos geométricos y ostentando el título escrito en los jeroglíficos curvilíneos de la Gran Raza.
Estos estuches se almacenaban en filas y filas de bóvedas rectangulares -semejantes a estanterías- hechas del mismo metal inoxidable y cerradas con pomos de intrincado diseño. A mi historia se le asignó un lugar determinado en las bóvedas del nivel más bajo, destinado a los vertebrados, en toda una sección dedicada a las culturas de la humanidad y de las razas peludas y reptilescas que la siguieron en el dominio terrestre.
Pero ninguno de los sueños me proporcionó una imagen completa de la vida cotidiana. Todo se componía de los más mínimos y brumosos fragmentos inconexos y estoy seguro, además, de que esos fragmentos n se desplegaban en el orden adecuado. Por ejemplo, tengo una idea muy imperfecta de mi manera de vivir y alojarme en el mundo de mis pesadillas; aunque parece ser que poseía para mí solo una gran habitación de piedra. Gradualmente desaparecieron mis restricciones como prisionero, así que algunas de las visiones incluían vívidos viajes por las ingentes carreteras de la jungla, estancias en ciudades desconocidas y exploraciones de algunas de las vastas y oscuras ruinas de torres sin ventana,: que provocaban un curioso temor a los miembros de la Gran Raza. Hubo también largos viajes marítimos en enormes navíos de infinidad de cubiertas y de increíble rapidez, y excursiones sobre regiones salvajes en proyectiles cerTados, singulares aeronaves movidas por la repulsión eléctrica.
Más allá del amplio y cálido océano, se alzaban otras ciudades de la Gran Raza, y en un lejano continente vi los toscos poblados de las aladas criaturas de negros hocicos que evolucionarían como género dominante luego que la Gran Raza hubiera enviado a sus mentes más destacadas hacia el futuro con el fin de escapar al horror que lentamente se aproximaba. La nota dominante en la escena venía dada por las llanuras y la exuberante vida vegetal. Las montañas eran bajas y escasas, y en general mostraban señales de vulcanismo.
Podría escribir tomos y tomos acerca de los animales que vi. Todos salvajes; porque la agricultura mecanizada de la Gran Raza hacía tiempo que prescindió de los animales domésticos, puesto que la alimentación era totalmente vegetariana o sintética. Torpes reptiles de gran corpachón se revolcaban en los humeantes cenagales, aleteaban por el brumoso aire o lanzaban chorros borboteantes de agua mientras nadaban en mares y lagos; y entre ellos creí reconocer vagamente prototipos arcaicos e inferiores de múltiples especies -dinosaurios, pterodáctilos, ictiosaurios, laberintodontes, plesiosaurios, etcétera- cuyas figuras me resultaban familiares gracias a la paleontología. No pude descubrir, sin embargo, ningún pájaro ni mamífero.
El suelo y los pantanos se veían constantemente llenos de serpientes, lagartos y cocodrilos, mientras que los insectos zumbaban sin cesar por entre la lujuriante vegetación. Y, mar adentro, monstruos desconocidos lanzaban montañosas columnas de espuma en el aire preñado de vapor de agua. En una ocasión viajé bajo la superficie del mar en un gigantesco submarino con potentes reflectores y pude distinguir horrores vivientes de impresionante magnitud. Vi también las ruinas de increíbles ciudades hundidas y la riqueza superabundante de vida ictínea, crinoide, braquiópoda y coralina.
Mis visiones conservaron escasos detalles acerca de la fisiología, psicología, costumbres y aspectos de la historia de la Gran Raza, y muchas de las cosas que aquí expongo las obtuve de mi estudio de las antiguas leyendas y de otros casos más que de mis sueños.
Porque, evidentemente, con el tiempo, mis lecturas e indagaciones alcanzaron y sobrepasaron en muchas fases a los sueños, así que ciertos fragmentos de pesadilla quedaron explicados por anticipado y constituyeron comprobaciones y confirmaciones de cuanto había aprendido. Esto establecía de manera consoladora mi creencia de que las lecturas e investigaciones realizadas por mi yo secundario crearon la fuente de todo el terrible entramado de falsos recuerdos.
En apariencia, el período de mis sueños abarcaba un pasado de al menos 150 millones de años, cuando la era Paleozoica estaba dando paso a la Mesozoica. Los cuerpos ocupados por la Gran Raza no representaban línea alguna superviviente, ni siquiera conocida por la ciencia, de evolución terrestre, sino un tipo orgánico, en extremo homogéneo, peculiar y altamente especializado, tan cerca del estado animal como del vegetal.
La acción celular poseía una cualidad única que casi excluía la fatiga y eliminaba por completo la necesidad del sueño. La nutrición, asimilada a través de los apéndices rojos de uno de los grandes miembros flexibles, era siempre semifluida y, en múltiples aspectos, totalmente diferente al género de alimentación de los animales existentes.
Los seres sólo tenían dos de los sentidos corporales que conocemos nosotros: la vista y el oído, este último centralizado en los apéndices semejantes a flores de tallos grises de la parte superior de sus cabezas. Pero poseían otros muchos sentidos, aunque no utilizables, sin embargo, por las mentes cautivas extrañas a su raza que habitaban en sus cuerpos. Tenían situados sus tres ojos de forma que les daban un campo de visión superior en amplitud al normal. La sangre era una especie de espesísimo líquido seroso verde oscuro.
Carecían de sexo, pero se reproducían mediante semillas o esporas que se apiñaban en sus bases y que sólo podían germinar bajo el agua. Para criar a sus retoños disponían de grandes tanques de poca profundidad, aunque en poco número dada la longevidad de los individuos, que alcanzaban por lo común los cuatro o cinco mil años de vida.
Los individuos con marcados defectos constitutivos eran sacrificados con presteza nada más manifestarse sus anormalidades. A falta de sentido del tacto y de dolor físico, se diagnosticaban las enfermedades y la proximidad de la muerte mediante síntomas visuales.
Los difuntos se incineraban con un solemne ceremonial. De vez en cuando, como ya mencioné antes, algún intelecto agudo escapaba a la muerte gracias a la proyección en el tiempo; pero tales casos no abundaban. Cuando se producía uno de estos casos, la mente exiliada del futuro era tratada con la máxima amabilidad, hasta la disolución de su poco normal «inquilinato».
La Gran Raza parecía formar una sola nación o liga, muy unida, con la mayoría de las instituciones en común, aunque hubiera cuatro divisiones o clases perfectamente definidas. El sistema político-económico de cada unidad era una especie de socialismo fascista, con la mayor parte de los recursos distribuidos de manera racional y con el poder delegado a una pequeña junta de gobierno elegida por los votos de quienes eran capaces de sobrepasar ciertas pruebas psicológicas y educacionales. La célula familiar no tenía un alcance desmesurado, aunque se reconocieran los lazos existentes entre personas de ascendencia común y los jóvenes fueran criados generalmente por sus padres.
Los parecidos con actitudes e instituciones humanas eran, por supuesto, más marcados en aquellos campos donde se requería la existencia de elementos individuales o donde, por otra parte, hubiera un predominio de los impulsos básicos y no especializados comunes a toda clase de vida orgánica. Otros parecidos o similaridades procedían de la adopción consciente efectuada por la Gran Raza que, al sondear el futuro, copiaba lo que le interesaba.
La industria, muy mecanizada, ocupaba poco tiempo del disponible por cada individuo; y los abundantes espacios de ocio se llenaban con diversas clases de actividades intelectuales y estéticas.
Las ciencias alcanzaron un increíble nivel de desarrollo y el arte constituía una parte vital de la existencia, aunque en el período de mis sueños había ya sobrepasado lo que pudiera llamarse su «edad de oro». El constante forcejeo por la supervivencia y el mantenimiento de la textura física de las grandes ciudades, amenazada por los -prodigiosos seismos geológicos de aquella primitiva era terrestre, hizo que la tecnología poseyera enormes estímulos.
El crimen era sorprendentemente escaso y se reprimía gracias a una eficacísima policía. Los castigos iban desde la privación de privilegios hasta la cadena perpetua o la extirpación de las emociones mayores, y nunca se aplicaban sin un previo y concienzudo estudio de las motivaciones del delincuente.
La guerra, principalmente civil en los últimos milenios, aunque a veces se realizaba contra los Antiguos, seres alados de cabeza estrellada que habitaban en el extremo antártico, no era frecuente aunque sí infinitamente devastadora. Un numeroso ejército, empleando armas semejantes a cámaras que producían tremendos efectos eléctricos, se mantenía en pie con propósitos que raras veces se mencionaban, pero claramente relacionados con el incesante miedo hacia las ruinas más antiguas, negras y sin ventanas y con las cerradas trampillas existentes en los subterráneos más profundos.
Este miedo a las ruinas de basalto y a las trampillas era más que nada cuestión de sugestión... o, como máximo, algo que se mencionaba en semisusurros. Todo lo que de forma específica se refería a este asunto faltaba de modo significativo de los libros existentes en las estanterías normales. Era la única materia tabú entre la Gran Raza, y parecía relacionarse por igual con horribles contiendas pasadas y con ese futuro peligro que algún día forzaría a la raza a enviar en masa hacia adelante a sus mejores intelectos.
Por imperfectas y fragmentarias que fueran las otras cosas aparecidas en los sueños y leyendas, este asunto resultaba todavía más brumoso. Los vagos mitos de la antigüedad lo eludían, o quizá, por algún motivo, habían sido expurgadas todas las alusiones. Y en mis sueños o en los de otros, las insinuaciones eran singularmente escasas. Los miembros de la Gran Raza nunca se referían al asunto de manera intencional y lo que podía atisbarse procedía tan sólo de los intelectos cautivos más observadores.
Según estos retazos de información, la base del miedo la constituía una horrible raza antigua de seres en extremo extraños, semipólipos, que vinieron cruzando el espacio desde universos incalculablemente lejanos y que dominaron la Tierra y otros tres planetas del sistema solar hacía unos seiscientos millones de años. Eran parcialmente materiales, según comprendemos nosotros la materia, y su tipo de conciencia y su percepción media diferían muchísimo de los demás organismos terrestres. Por ejemplo, entre sus sentidos no estaba el de la vista, y su mundo mental era un conjunto extraño de impresiones no visuales.
Sin embargo, eran lo suficientemente materiales como para usar herramientas de materia normal cuando las áreas cósmicas las contenían y necesitaban alojamiento, aunque de cierta clase peculiar. Pese a que sus sentidos podían atravesar todas las barreras materiales, su sustancia no; y ciertas formas de energía eléctrica lograban destruirles. Poseían la facultad del movimiento aéreo, a pesar de la falta de alas o de cualquier otro sistema visible de levitación. Sus mentes eran de una textura tal que la Gran Raza no podía efectuar el menor intercambio.
Cuando estas cosas vinieron a la Tierra, construyeron poderosas ciudades de basalto compuestas por torres sin ventanas, y cuantos seres encontraron fueron sus presas. Fue entonces cuando las mentes de la Gran Raza cruzaron el vacío desde su oscuro mundo transgaláctico conocido con el nombre de Yith en los discutidos y turbadores Élitros de Eltdown.
Los recién llegados, con los instrumentos que habían creado, hallaron fácil dominar a los entes depredadores y obligarles a que se refugiaran en aquellas cavernas del interior del subsuelo que ya constituían sus domicilios habitados.
Luego cerraron herméticamente las entradas y les abandonaron a su suerte; después ocuparon la mayoría de sus grandes ciudades y conservaron ciertos edificios importantes, más por motivos supersticiosos que por inquietud científica, valentía o indiferencia.
Pero con el transcurso de los eones se advirtieron siniestras y vagas manifestaciones que indicaban que aquellas cosas antiguas se iban multiplicando y fortaleciendo en la zona interna del planeta. Se produjeron irrupciones esporádicas de un tipo particularmente abominable en algunas de las viejas urbes que no poblara la Gran Raza, lugares donde los accesos a las cavernas inferiores no habían sido cerTados o vigilados adecuadamente.
Después se tomaron mayores precauciones y muchísimos de estos accesos fueron clausurados para siempre, aunque se dejaron unos pocos dotados de trampillas herméticas para utilizarlos de manera estratégica en la lucha contra las cosas antiguas, si llegaban a irrumpir saliendo por sitios inesperados.
Las irrupciones de las cosas antiguas debieron alcanzar un carácter de indescriptible sorpresa, puesto que afectaron de forma permanente la psicología de la Gran Raza. Hasta tal punto culminó el horror, que se prescindió de mencionar incluso el aspecto de las criaturas. Nunca me fue posible obtener un atisbo claro que me indicara cómo eran.
Se captaban veladas sugerencias acerca de una plasticidad monstruosa y de lapsos temporales de visibilidad, mientras que otros susurros fragmentarios se referían a su capacidad para dominar y emplear militarmente los grandes inventos. Singulares ruidos semejantes a silbidos y colosales pisadas compuestas de cinco huellas circulares correspondientes a otros tantos dedos parecían tener alguna asociación con las cosas antiguas.
Resultaba evidente que la próxima destrucción tan temida por la Gan Raza -la muerte que algún día les obligaría a enviar millones de sus intelectos más brillantes por el abismo del tiempo hasta encontrar el refugio de otros cuerpos que existían en un futuro menos expuesto a los avatares del peligro- estaba relacionada con una irrupción final y victoriosa de los seres antiguos.
Las proyecciones mentales a través de los siglos predecían ese horror, y la Gran Raza había decidido que ninguno de los miembros que pudiera escapar tendría que enfrentarse a la presentida catástrofe. Sabían, gracias a su conocimientos de la historia futura del planeta, que la irrupción y el pillaje posterior se deberían más a un impulso de venganza que a un intento de recuperar el dominio del mundo exterior, puesto que sus proyecciones mentales hacia el futuro les señalaban el nacimiento y el ocaso de muchas otras razas posteriores, sin que en ningún caso los seres antiguos llegaran a molestarlas.
Quizá tales entes habían llegado a preferir las entrañas de la Tierra a la variable superficie, sujeta a tormentas y fenómenos meteorológicos, dado el hecho de que la luz nada significaba -a,. a ellos. Puede también que su despertar fuera lento y necesitara de eones para completarse. Más aún, la Gran Raza estaba convencida de que, para cuando apareciera la raza coleóptera posthumana, cuyos cuerpos servirían de alojamiento a los intelectos más destacados, las cosas antiguas habrían muerto por completo.
Entretanto, la Gran Raza mantenía una precavida vigilancia, teniendo constantemente preparadas armas potentísimas, pese a haber eliminado todo lo referente a esa materia no sólo de los archivos, sino también como motivo conversacional. Y así, la sombra de un indecible temor se cernía siempre encima y en torno a las cerradas trampillas y a las oscuras torres antiguas y sin ventanas.
Capítulo V
Éste es el mundo del que mis sueños me traían cada noche ecos imprecisos y confusos. No creo poder expresar de manera aproximada el horror y temor contenido en tales ecos, porque esas sensaciones dependían principalmente de una cualidad del todo intangible, la aguda sensibilidad de la pseudomemoria.
Como ya he dicho, mis estudios me proporcionaron poco a poco una defensa contra estas sensaciones o sentimientos en forma de explicaciones psicológicas racionales; y esta influencia salvadora aumentó gracias al toque sutil que, con el transcurso del tiempo, produce el hábito. Sin embargo, pese a todo, el vago horror progresivo retornaba de vez en cuando. De cualquier forma, no me dominó como había hecho antes; y después de 1922, disfruté de una vida normal de trabajo y distracciones.
Con el paso de los años, comencé a sentir que mi experiencia -junto con la de los casos semejantes y el folclore correspondiente- debía resumirse y publicarse en beneficio de los estudiantes concienzudos; por tanto, preparé una serie de artículos que abarcaban con brevedad todo el asunto e ilustrados con toscos bocetos de algunas de las formas, escenas, motivos decorativos y jeroglíficos recordados de mis pesadillas.
Los artículos aparecieron en diversas fechas durante 1928 y 1929 en el Journal of the American Psychological Society, pero sin llamar mucho la atención. Mientras, yo continuaba anotando mis sueños con un cuidado minucioso, aunque el creciente montón de informes alcanzaba molestas proporciones.
El 10 de julio de 1934, la Psychological Society me remitió la carta que inició la fase culminante y más horrible de toda mi alucinante experiencia. Tenía matasellos de Pilbarra, Australia Occidental, e iba firmada por alguien que, según mis indagaciones, era un destacado ingeniero de minas. Se incluían unas cuantas fotografías muy curiosas. Reproduciré su texto completo para que ningún lector deje de comprender el tremendo efecto que carta y fotos me causaron.
Por algún tiempo me quedé anonadado y sin creer lo que tenía ante mí; porque, aunque a menudo pensaba que ciertas fases de las leyendas que coloreaban mis sueños debían de tener alguna base de veracidad, no estaba preparado para recibir una prueba tangible de la supervivencia de un mundo perdido que quedaba fuera de los límites de toda imaginación. Lo más devastador fueron las fotografías, porque en ellas, con un frío realismo incontrovertible, alzándose en medio de un paisaje de arenas desérticas, se veían unos bloques de piedra, maltrechos por los elementos, erosionados, cuyas partes superiores algo convexas y cuyas bases levemente cóncavas narraban una historia propia.
Y al examinarlos con una lupa pude distinguir por entre las huellas del tiempo los rastros de aquellos dibujos curvilíneos de los ocasionales jeroglíficos cuyo significado fuera para mí tan espeluznante. Pero he aquí la carta, cuya elocuencia es harto significativa:
49 Dampier St.,
Pilbarra, W. Australia,
18 Mayo 1934
Prof. N. W Peaslee,
c/o Am. Psychological Society,
30 E. 41st St.,
Nueva York, E.U.A.
Muy señor mío:
Una reciente conversación con el doctor E. M. Boyle, de Perth, y algunas revistas con sus artículos que dicho doctor acaba de enviarme, me impulsan a comunicarle haber visto ciertas cosas en el campo aurífero que poseemos en la zona oeste del Gran Desierto Arenoso. Dadas las peculiares leyendas referentes a viejas ciudades con ingentes edificaciones de piedra y extraños dibujos y jeroglíficos, parece ser que he tropezado con algo muy importante.
Los nativos siempre han hablado de «grandes piedras cubiertas de señales», mostrando siempre un miedo terrible a tales rocas. En cierto modo las relacionaban con sus leyendas raciales comunes acerca de Buddai, el viejo gigante que duerme desde hace siglos bajo tierra, con la cabeza recostada en su brazo, y que algún día despertará y devorará el mundo.
Existen antiquísimos y semiolvidados relatos de enormes chozas subterráneas hechas con grandes piedras, con pasadizos que bajan y bajan, en las cuales han sucedido cosas horribles. Los indígenas afirman que, hace mucho, algunos guerreros, huyendo tras una batalla, bajaron por uno de esos pasadizos y no regresaron nunca, pero que en cuanto los guerreros bajaron, comenzaron a soplar vientos terribles procedentes de aquel lugar. Sin embargo, los relatos de los nativos no son dignos de gran confianza.
Pero tengo que contarle algo más. Hace dos años, cuando estaba buscando nuevas vetas de mineral a unos ochocientos kilómetros al este en el desierto, llegué hasta un grupo de raras piedras labradas de un tamaño aproximado de un metro de alto por unos sesenta centímetros de ancho y otros tantos de grosor, muy afectadas por su exposición a los elementos.
Al principio no vi ninguna de las marcas que los nativos indicaran, pero cuando las examiné con mayor detenimiento pude distinguir algunas líneas profundas cinceladas en sus superficies, discernibles aún pese a la intensa erosión. Había peculiares curvas, como las que describieron los indígenas. Calculo que en total habría unos treinta o cuarenta bloques, algunos casi enterrados en la arena, y todos dentro de un círculo de quizá medio kilómetro de diámetro.
Tras descubrir los primeros, busqué más, efectuando un minucioso reconocimiento del terreno con mis instrumentos. También tomé fotos de diez o doce de los bloques más característicos, de las cuales le adjunto copias.
Entregué un informe ilustrado con fotografías a las autoridades de Perth, pero hasta la fecha no se ha hecho nada con respecto al asunto.
Entonces conocí al doctor Boyle, que había leído sus artículos en el Joumal of the American Psychological Society, y cierto día mencioné las piedras. Se mostró enormemente interesado y se emocionó mucho cuando le enseñé las fotografías, afirmando el buen doctor que las piedras y las señales eran idénticas a las piezas de cantería que vio usted en sus sueños y que aparecían descritas en las leyendas.
Su intención era escribirle, pero diversos retrasos se lo han impedido. Mientras, me envió la mayor parte de las revistas que contienen los artículos de usted, y de inmediato vi, gracias a los dibujos y descripciones, que mis piedras son de la especie por usted mencionada. Puede comprobarlo si examina las fotos incluidas. Posteriormente tendrá noticias directas gracias al doctor Boyle.
Comprendo ahora lo importante que será para usted todo esto. Sin duda nos enfrentamos a los restos de una civilización desconocida más vieja de lo que cualquiera hubiese podido imaginar, una civilización que sirve de base a sus leyendas.
Como ingeniero de minas poseo algunos conocimientos de geología y puedo asegurarle que esos bloques son tan antiguos que hasta me asustan. En su mayoría están compuestos por granito y piedra arenisca, aunque hay uno que, estoy casi seguro, ha sido fabricado con una rara especie de cemento u hormigón.
Presentan señales de erosión por las aguas, como si esta parte del mundo hubiera estado sumergida y hubiera vuelto a salir a la superficie tras largos siglos; es decir, después de que fabricaran y usaran los bloques debió de producirse el cataclismo y la posterior inundación. Todo en cuestión de centenares de millares de años.... únicamente el cielo sabrá cuantos con exactitud. No me agrada pensar en ese detalle.
En vista de su diligente trabajo anterior al seguir el rastro de las leyendas y de todo lo relacionado con ellas, no dudo de que querrá dirigir una expedición por el desierto en la que efectuar excavaciones arqueológicas. Tanto el doctor Boyle como yo estamos dispuestos a cooperar en esa expedición si usted --o cualquier organización que usted conozca- consigue los fondos necesarios.
Puedo proporcionar una docena de mineros para el trabajo más pesado de la excavación, los nativos de nada servirían porque he descubierto que tienen un miedo casi cerval a este lugar en particular. Boyle y yo no hemos contado nada a nadie, porque es lógico que tenga usted preferencia en cualquier descubrimiento y en los honores consiguientes.
Se puede llegar hasta donde hallé las ruinas desde Pilbarra en unos cuatro días de viaje en camión remolque, que necesitaremos para el transporte de nuestros aparatos. Se encuentra al suroeste de la ruta que estableciera Warburton en 1873 y a unos ciento sesenta kilómetros al sureste de Joanna Spring. Podríamos también enviar el equipo en barcazas que remontaran el río De Grey, en vez de empezar desde Pilbarra, pero eso ya lo discutiremos más tarde.
Poco más o menos, las piedras se encuentran en un punto sito a 22º Y 14" de latitud sur y 125º 0' 39" de longitud este. El clima es tropical, y las condiciones de vida en el desierto son agotadoras.
Agradeceré sus comentarios sobre este asunto y le reitero mi gran interés por ayudarle en cualquier plan que pueda usted concebir. Después de estudiar sus artículos me siento muy impresionado por el profundo significado de todo este asunto. El doctor Boyle le escribirá más tarde. En caso de desear establecer conmigo una comunicación rápida, puede enviar un cablegrama a Perth, donde me lo retransmitirían por radio.
Esperando impaciente sus noticias, queda de usted su seguro servidor.
ROBERT B. E MACKENZIE
De lo que ocurrió después de recibir la carta anterior cualquiera puede enterarse leyendo la prensa. Tuve la gran suerte de conseguir el respaldo de la Universidad de Miskatonic, y tanto el señor Mackenzie como el doctor Boyle resultaron insustituibles en la tarea de disponer lo necesario en Australia. No nos mostramos muy explícitos ante el público en lo referente a nuestros objetivos, puesto que el asunto sin duda habría sido tomado a broma por la prensa sensacionalista. Por tal razón, los informes publicados fueron escasos, aunque aparecieron los suficientes como para narrar nuestros preparativos de viaje a Australia con el propósito de examinar ciertas ruinas.
Junto con mi hijo Wingate, me acompañaron: el profesor William Dyer, del departamento de geología de la universidad (jefe de la expedición Miskatonic a la Antártida en 1930-1931); Ferdinand C. Ashley, del departamento de historia antigua, y Tyler M. Freeborn, del departamento de antropología.
Mi corresponsal, Mackenzie, vino a Arkham a principios de 1935 y nos ayudó en los últimos preparativos. Demostró poseer una tremenda competencia; era un hombre afable, cincuentón, muy culto y familiarizado con todos los sistemas de viaje por Australia.
Tenía tractores esperándonos en Pilbarra, y contratarnos un vapor lo bastante pequeño como para que nos subiera río arriba hasta aquel punto. íbamos preparados para realizar excavaciones con el máximo cuidado científico, tamizando cada grano de arena y sin alterar nada de lo que pudiera parecer que estuviere en su situación original.
Zarpamos de Boston en el achacoso Lexington el 28 de marzo de 1935, y realizamos un tranquilo viaje por el Atlántico y el Mediterráneo, pasando por el canal de Suez, bajando por el mar Rojo y cruzando el océano índico hasta nuestra meta final. No es preciso que cuente lo que me deprimió ver la baja y arenosa costa de Australia Occidental, ni cuanta antipatía experimenté hacia la tosca ciudad minera y los lóbregos campos auríferos donde los tractores tenían que recoger los últimos cargamentos.
El doctor Boyle, que salió a recibirnos, resultó ser un hombre mayor, agradable e inteligente, y sus conocimientos de psicología le permitieron entablar larguísimas discusiones conmigo y con mi hijo.
La inquietud y la expectación constituían una mezcolanza singular en la mayoría de nosotros cuando, al fin, el grupito de dieciocho personas inició la marcha para cubrir kilómetros y kilómetros de arena y roca. El viernes 31 de mayo vadeamos un afluente del río De Grey y entramos en el reino de la más absoluta desolación. Dentro de mí creció un verdadero terror al acercarnos al emplazamiento actual del antiguo mundo origen de las leyendas, un terror, claro, reforzado por el hecho de que todavía me acosaban con fuerza constante los sueños y las pseudomemorias.
Fue el lunes 3 de junio cuando vimos el primero de los semienterrados bloques. No puedo describir las emociones que sentí al tocar materialmente -en la más objetiva de las realidades- un fragmento de cantería ciclópea igual en todos sus aspectos a los bloques de las paredes que tenían los edificios de mis pesadillas. Se advertía un rastro claro de cincelado, y mis manos temblaron al reconocer parte de un esquema decorativo curvilíneo que me resultaba infernal tras tantos años de anonadadoras investigaciones y de atormentadores sueños.
Un mes de excavaciones dio como resultado el hallazgo de 1.250 bloques en diversas etapas de desgaste y desintegración. La mayoría eran megalitos labrados con partes altas y bases curvas. Una minoría eran más pequeños, planos, de superficies lisas y corte cuadrado u octogonal -como los de los suelos y pavimentos de mis sueños-, mientras que otros pocos eran singularmente macizos y curvados u oblicuos, como sugiriendo su uso en bóvedas o techados góticos, o como parte de arcadas o marcos de ventanas redondas.
Cuanto más hondo excavábamos -y cuanto más al norte y al este- más bloques encontrábamos, pese a que no logramos descubrir rastro alguno de asociación ordenada entre ellos. El profesor Dyer se sentía abrumado por la inconmensurable edad de los fragmentos, y Freeborn halló rastros de símbolos que encajaban de forma oscura con ciertas leyendas papúes y polinesias de infinita antigüedad. El estado y la separación de los bloques eran un mudo relato de ciclos vertiginosos de tiempo y de seísmos geológicos de un salvajismo cósmico.
Llevábamos un aeroplano con nosotros, y mi hijo Wingate se elevaba con frecuencia en él a diferentes alturas para explorar la inmensidad de arena y roca, en busca de indicios imprecisos de gigantescos contornos, o bien de diferencias de nivel o huellas de bloques esparcidos. Sus resultados fueron virtualmente negativos; porque cuando, algún día, llegaba a creer que había entrevisto un detalle significativo, en su siguiente viaje encontraba aquella impresión sustituida por otra igualmente vaga, resultado del cambio incesante de la arena a impulsos del viento.
Uno o dos de estos efímeros indicios, sin embargo, me afectaron de manera extraña y desagradable. Parecían, en cierto modo, concordar terriblemente con algo que soñé o leí, pero que no me era posible recordar. En ellas había una horrenda familiaridad, que me hacía mirar con gesto furtivo, y lleno de aprensiones a aquel terreno estéril y aborrecible.
En la primera semana de julio se habían desarrollado en mí una serie de emociones confusas referentes en general a aquella región del noreste. Había horror y curiosidad, pero, más todavía, surgió una persistente y abrumadora ,ilusión de recuerdos.
Probé toda clase de procedimientos psicológicos para quitarme esas nociones de la cabeza, pero sin éxito. El insomnio también se apoderaba de mí, pero casi lo agradecía porque acortaba sobremanera la duración de mis pesadillas. Adquirí la costumbre de dar largos y solitarios paseos nocturnos por el desierto, por regla general hacia el norte o noreste, direcciones hacia las que parecían impulsarme mis extrañas y nuevas tendencias.
A veces, en estos paseos me tropezaba con fragmentos semienterrados de antigua cantería. Aunque había menos bloques visibles aquí que donde comenzamos, estaba sede que bajo la superficie los encontraríamos en abundancia. El terreno era menos llano que en nuestro campamento, y los fuertes vientos predominantes amontonaban arena en efímeras colinas, descubriendo nuevas huellas piedras antiguas y tapando a su vez los restos que anteriormente dejaran al descubierto.
Me sentía impaciente por extender las excavaciones hasta este territorio, aunque, al mismo tiempo, temía lo `que pudiera descubrir. Era evidente que mi estado era cada vez peor, pero lo más grave de todo era que no encontraba explicación al empeoramiento.
Una muestra de mi mal estado nervioso lo atestigua en mi actitud ante un singular descubrimiento que realicé durante uno de mis paseos nocturnos. Fue la noche del 11 de Julio, cuando la luna inundaba de curiosa palidez la masa ondulada y misteriosa de las dunas.
Vagando más allá de mis límites de lo ordinario, me tropecé con una gran piedra que difería señaladamente de cualquiera de las que habíamos encontrado. Estaba casi totalmente enterrada, pero me agaché y aparté la arena con las manos, estudiando el objeto después con máximo cuidado y aumentando la luz de la luna con el rayo luminoso de mi linterna eléctrica.
A diferencia de las otras piedras grandes, esta era perfectamente cuadrada, sin superficie alguna cóncava o convexa. También parecía ser de una sustancia oscura, basáltica, del todo diferente al granito y piedra arenisca o cemento de los fragmentos que ya nos eran familiares.
De pronto, me levanté, di media vuelta y corrí a toda velocidad hacia el campamento. Fue un gesto de huida completamente irracional, y sólo cuando estuve cerca de mi tienda comprendí por qué había con-ido. Entonces lo supe. La singular piedra oscura era algo que había soñado y leído, relacionado con los máximos horrores de las leyendas antiquísimas.
Era uno de los bloques de aquella cantería basáltica más vieja que despertaba tanto temor a la fabulosa Gran Raza, las altas ruinas sin ventanas dejadas por aquellas cosas extraterrestres, meditativas, semimateriales, que anidaban en los profundos abismos del planeta y contra cuyas fuerzas tormentosas e invisibles se habían colocado trampillas herméticamente cerradas y centinelas que nunca dejaban de vigilarlas.
Permanecí despierto toda la noche, pero al amanecer comprendí lo estúpido que había sido al dejar que me transtornase la sombra de un mito. En vez de asustarme, debí haber experimentado el entusiasmo propio del descubridor.
A la tarde siguiente conté a los demás mi descubrimiento, y Dyer, Freeborn, Boyle, mi hijo y yo partimos para reconocer el bloque anómalo. Sin embargo, nos esperaba un fracaso. No tenía una idea precisa de la localización exacta de la piedra, y el viento había alterado las dunas que hubieran podido servirme de puntos de referencia.
Capítulo VI
Llego ahora a la parte crucial y más difícil de mi narración, aún más difícil porque no estoy seguro del todo de que sea realidad. A veces me siento incómodamente convencido de que ni soñé ni sufrí alucinaciones; y es este sentimiento -en vista de las tremendas implicaciones que supondría la verdad objetiva de mi experiencia- el que me impulsa a escribir estas páginas.
Mi hijo, el experto psicólogo que mejor y con más cariño conocía los detalles de mi caso, será el que primero enjuicie lo que voy a decir.
Antes que nada, permítanme que bosqueje los aspectos externos del asunto, tal como los conocieron los miembros del campamento: en la noche del 17 al 18 de julio, tras un día ventoso, me retiré temprano, pero no pude dormir. Me levanté poco antes de las once, dominado como siempre por aquella extraña sensación relacionada con el terreno del noreste, y partí para uno de mis típicos paseos nocturnos, saludando, al salir del campamento, a un minero australiano llamado Tupper.
La luna, iniciado apenas su cuarto menguante, lucía en un cielo despejado y empapaba las antiguas arenas col, una luz lechosa y blancuzca que, para mí, rezumaba maldad infinita. No corría el aire, ni lo hizo durante casi cinco horas, como atestiguaría después Tupper y quienes me vieron caminar con rapidez por las pálidas y misteriosas dunas, en dirección noreste.
Alrededor de las 3.30 de la madrugada sopló un viento huracanado que despertó a todo el campamento tres de las tiendas. El cielo aparecía sin nubes y el desierto relucía aún con el lechoso resplandor lunar. Aunque se examinaron las tiendas, mi ausencia, pese a ser advertida, no alarmó a nadie, dada mi costumbre de pasear por el desierto a altas horas de la noche. Sin embargo, tres hombres cuando menos, todos australianos, presintieron algo siniestro en el ambiente.
Mackenzie explicó al profesor Freeborn que esto se debía al miedo existente en el folclore de los indígenas, quienes habían entretejido un curioso y maligno mito en torno a los fuertes vientos que, a largos intervalos, barrían los arenales en días de cielo despejado. Tales vientos, se murmuraba, tenían su origen en las grandes chozas de piedra subterráneas, en las que habían sucedido cosas horribles, y jamás se producían excepto en los lugares donde están esparcidas las grandes piedras labradas. Cerca de las cuatro, el huracán amainó tan de repente como comenzara, dejando las dunas con una forma nueva y poco familiar.
Eran poco más de las cinco, con la blanquecina y lechosa luna cayendo hacia poniente, cuando entré tambaleándome en el campamento, sin sombrero, con el rostro y las manos arañados y ensangrentados, extraviada la linterna eléctrica. La mayor parte de los hombres se habían vuelto a acostar, pero el profesor Dyer estaba fumando una pipa a la puerta de su tienda. Al verme sin respiración y en un estado de gran frenesí, llamó al doctor Boyle, y entre los dos me instalaron en mi litera. Mi hijo, despertado por el ruido, pronto se les unió, y todos trataron de obligarme a yacer inmóvil y a procurar dormir.
Pero no podía conciliar el sueño. Mi estado psicológico era muy extraordinario, distinto de cualquier otro que, hubiera experimentado con anterioridad. Al cabo de cierto tiempo insistí en hablar, explicando nerviosa y trabajosamente lo ocurrido.
Les dije que me sentí fatigado y que me tumbé en la arena para dar una cabezada. Tuve sueños más terribles que de ordinario, y cuando el vendaval me despertó de improviso, mis nervios sobrecargados cedieron. Huí presa del pánico, cayéndome repetidas veces al tropezar con las semienterradas piedras, arañándome y magullándome hasta el punto en que me vieron legar. Debí de haber dormido mucho, lo que explicaba las largas horas de ausencia.
No insinué absolutamente nada de lo que de extraño viera o experimentara, poniendo en práctica todo el dominio sobre mí mismo del que pude hacer acopio. Pero les hablé de un cambio de opinión con respecto al trabajo de la expedición, y les apremié para que cesasen todas las excavaciones en dirección noroeste.
Mis razonamientos eran con toda evidencia débiles, porque argüí que en esa zona escaseaban los bloques, añadiendo mi deseo de no ofender a los supersticiosos mineros, una falta de fondos por parte de la universidad y otras cosas inciertas o ¡lógicas. Como es natural, nadie hizo el menor caso a mis nuevos deseos, ni siquiera mi hijo, cuyo interés por mi salud era evidente.
Al día siguiente me levanté y recorrí el campamento, pero no tomé parte en las excavaciones. Decidí volver a casa lo antes posible en bien de mis nervios, y mi hijo prometió llevarme a Perth en el aeroplano, unos mil seiscientos kilómetros al suroeste, en cuanto hubiera sobrevolado la región que yo queda que dejaran en paz.
Reflexioné que si la cosa que yo había visto seguía visible, podría intentar darles un aviso específico incluso a costa de quedar en ridículo. Era de esperar que los mineros, que conocían el folclore local, me respaldaran. Siguiéndome la corriente, mi hijo efectuó el vuelo aquella tarde, realizando pasadas por toda la zona de mis paseos. Sin embargo, no quedaba a la vista nada de lo que yo había encontrado.
Se repetía el caso de los anómalos bloques de basalto; las arenas habían borrado todo rastro. Durante un instante, medio lamenté haber perdido en mi ciega huida cierto objeto impresionante; pero ahora sé que la pérdida fue providencial. Aún creo que mi experiencia fue una ilusión, especialmente si, como confío de todo corazón, ese abismo infernal nunca llega a descubrirse.
Wingate me llevó a Perth el 20 de julio, aunque se negó a abandonar la expedición y regresar a casa. Se quedó conmigo hasta el 25, día en que zarpó el barco con rumbo a Liverpool. Ahora, en el camarote del Empress, he meditado largo y tendido sobre todo el asunto, y he decidido que mi hijo, cuando menos, reciba la información. De él dependerá que los hechos alcancen una más amplia difusión.
He preparado este resumen general con el fin de poder afrontar cualquier eventualidad, aunque sean cosas que los demás ya conocen de una manera más o menos directa, y ahora narraré con la mayor brevedad posible lo que pareció suceder durante mi ausencia del campamento aquella azarosa noche.
Con los nervios de punta y acuciado por una especie de perversa ansiedad originada por aquel inexplicable impulso mnemónico preñado de terTores que me inspiraba la región del noreste, caminé bajo la brillante y siniestra luna. De vez en cuando veía, medio enterrados por la arena, los primitivos bloques ciclópeos abandonados desde indecibles y olvidados eones.
La edad incalculable y el horror inmanente a esta inmensidad comenzaron a agobiarme como nunca lo hicieran con anterioridad, y no pude evitar pensar en mis enloquecedoras pesadillas, en las terribles leyendas que las respaldaban y en los presentes temores de nativos y mineros referentes al desierto y sus piedras labradas.
Y, no obstante, seguí caminando como para acudir a alguna ignota cita, cada vez más abrumado por mis desconcertantes fantasías, impulsos y pseudorrecuerdos. Pensé en algunos de los posibles contornos de las filas de piedras tal como las viera mi hijo desde el aire, y me pregunté por qué me parecían a la vez ominosas y familiares. Algo se agitaba tratando de abrir el pestillo de mi recuerdo, mientras que otra fuerza desconocida pugnaba por mantener cerrado el portalón.
Ni una brisa se agitaba en la noche, y la pálida arena se ondulaba como si fuese un mar cuyo oleaje hubiera quedado petrificado. No tenía meta alguna, pero seguí adelante como si me dejara guiar por el destino. Mis sueños irrurnpían en el mundo consciente, de forma que cada megalito enterrado por la arena parecía formar parte de las infinitas salas y corredores de arquitectura prehumana, labrados y adornados con los símbolos jeroglíficos que yo conocía tan bien tras largos años de contemplarlos siendo una mente cautiva de la Gran Raza.
Había momentos en los que me parecía ver a aquellos horrores omniscientes circulando en ¡das y venidas, como correspondía a sus tareas habituales, y hasta temía mirarme por miedo de ver que tenía su mismo aspecto. Sin embargo, todo el rato, mientras veía los bloques semicubiertos de arena, contemplaba al mismo tiempo las habitaciones y corredores; la maligna y brillante luna se transformaba para mí en las lámparas de luminoso cristal; el inacabable desierto se trocaba en los bosques de ondulantes helechos que se distinguían desde las ventanas. Estaba despierto y soñando al mismo tiempo.
No sé cuán lejos o cuánto tiempo transcurrió o anduve, ni en qué dirección, hasta que hallé el montón de bloques descubiertos por el viento durante el día. Se trataba del mayor grupo visto en un solo lugar, y me impresionó tanto que las visiones de lejanos eones se disiparon de repente de mi espíritu.
De nuevo tenía allí únicamente el desierto y la maligna luna y las huellas de un inimaginable pasado. Me acerqué y me detuve, proyectando la luz de mi linterna sobre el montón de escombros. El viento se había llevado una duna, dejando una masa baja e irregular de megalitos y fragmentos más pequeños de unos trece metros de parte a parte y una altura que oscilaba entre los sesenta centímetros y los dos metros y medio.
Por su disposición comprendí que aquellas piedras tenían una cualidad sin precedente. No se trataba tan sólo de su número, sin parangón posible con otros hallazgos, sino que había algo en la disposición de sus erosionados restos que me impresionó mientras los examinaba a la doble luz de la luna y la linterna.
Y tampoco es que difirieran en esencia de las muestras anteriores que habíamos hallado. Era algo mucho más sutil. La impresión no se producía cuando miraba tan sólo a un bloque, sino cuando pasaba la vista por varios casi simultáneamente.
Luego, por último, comprendí la verdad. Los dibujos curvilíneos de la mayoría de aquellos bloques estaban estrechamente emparentados, formando parte de un vasto concepto decorativo. Por primera vez en esta inmensidad desértica milenaria me había tropezado con una masa de sillería que conservaba su antigua posición, ruinosa y fragmentaria, es cierto, pero guardando un sentido o un propósito realmente definido.
Subiendo a una piedra poco alta, trepé con dificultad hasta la cumbre; apartando de trecho en trecho la arena con las manos y esforzándome constantemente en interpretar variedades de tamaño, forma y estilo y correlaciones de dibujo, pasé ignoro si horas o minutos.
Al cabo de un tiempo pude deducir de manera vaga la naturaleza de la arcaica estructura y, hasta reconstruir los dibujos que antaño se extendieron por las vastas superficies de sillería. La perfecta identidad del conjunto con algunos de mis sueños me dejó abrumado y sin apenas fuerzas.
Esto había sido otrora un ciclópeo corredor de diez metros de anchura y otros diez de alto, pavimentado con bloques octogonales y un techo de sólida bóveda pétrea. Abriéndose a la derecha hubo habitaciones y, en el extremo opuesto, uno de aquellos extraños planos inclinados permitia el acceso a las plantas inferiores.
Me sobresalté con violencia al ocurrírseme estos conceptos, porque en ellos había más de lo que sugerían los bloques. ¿Cómo sabía que aquella planta debió estar situada muy por debajo del nivel del suelo? ¿Cómo sabía que la rampa que llevaba al piso superior debía estar situada detrás de mí? ¿Cómo sabía que el largo pasadizo subterráneo que terminaba en la plaza de las Columnas tenía que hallarse a la izquierda, en el piso superior?
¿Cómo sabía que la sala de máquinas y el túnel liacia la derecha, que conducía a los archivos centrales, debían estar dos pisos más abajo? ¿Cómo sabía que habría una de esas horribles trampillas, sellada con flejes de metal, en el mismísimo fondo, cuatro pisos más abajo? Desconcertado por esta intrusión del mundo de mis pesadillas, me puse a temblar, mientras todo mi cuerpo quedaba bañado por un sudor frío.
Luego, como un último e intolerable detalle, noté aquella débil e insidiosa corriente de aire fresco que ascendía desde una depresión cercana al centro del enorme montón de escombros. Al instante, como antes, mis visiones desaparecieron, y volví a ver de nuevo tan sólo la siniestra luz lunar, el inhóspito desierto y el extenso túmulo de aquella cantería paleolítica. Ahora me enfrentaba a algo real y tangible, fraguado, no obstante, con infinitas sugerencias de misterio nocturno. Porque la corriente de aire no podía significar más que una escondida sima insondable que existía debajo de los desordenados bloques de la superficie.
Mi primer pensamiento fue para las siniestras leyendas de los indígenas que hablaban de vastas salas subterráneas entre los megalitos, donde sucedían cosas horrorosas y nacían potentes vendavales. Luego volvieron los pensamientos basados en mis propios sueños, y sentí como los oscuros pseudorrecuerdos forcejeaban en mi mente. ¿Qué clase de lugar yacía debajo de mí? ¿Qué inconcebible y primitiva fuente creadora de ciclos mitológicos antiguos y de asediantes pesadillas estaba a punto de descubrir?
Dudé tan sólo un instante, porque algo más que la curiosidad o el celo científico me impulsaba a avanzar, superando el miedo creciente.
Parecía moverme de forma automática, como a merced de algún destino compulsivo. Me guardé la linterna en el bolsillo y, empleando una fuerza que nunca creí poseer, aparté primero un fragmento titánico de piedra y luego otro, hasta notar una fuerte corriente cuya humedad contrastaba de manera singular con el seco aire del desierto. Una negra hendidura comenzó a aparecer y, por fin, cuando hube apartado cada fragmento lo bastante pequeño como para poderlo mover, la lechosa luz lunar cayó sobre una abertura lo suficientemente ancha como para permitir mi paso.
Saqué la linterna y lancé su rayo al interior de la brecha. Por debajo se advertía un caos de sillares derrumbados, inclinados hacia el norte en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados; con toda evidencia, resultado de algún desprendimiento originado en la superficie.
Entre su nivel y el del suelo había un abismo de impenetrable negrura en cuyo borde superior se veían signos de una gigantesca bóveda. Parecía que en aquel punto las arenas del desierto estaban posadas de manera directa sobre el piso de alguna estructura titánica edificada en la época joven de la Tierra, y ni siquiera me atreví a calcular cómo se había conservado tras el paso de eones de convulsiones geológicas. Es más, ni me atreví entonces, ni me atrevo ahora.
Recapacitando, la sola idea de un repentino descenso en solitario por tan hosco abismo -y en un tiempo en que todos ignoraban mi paradero- semejaba la cumbre de la más insensata locura. Quizá así fuera... No obstante, aquella noche emprendí el descenso sin la menor vacilación.
De nuevo se manifestaba aquella ansiosa y compulsiva fatalidad que parecía dirigir mis pasos durante toda mi estancia en Australia. Utilizando la linterna de manera intermitente para ahorrar pilas, inicié un alocado descenso por la siniestra y ciclópea pendiente que se insinuaba por debajo de la abertura, a veces marchando hacia delante, cuando encontraba puntos de apoyo para mis manos y pies, y en otras ocasiones haciéndolo de espaldas, encarado al montón de megalitos mientras me colgaba y tanteaba desde algún precario asidero.
A mi lado, en dos direcciones, se cernían, imprecisas, lejanas paredes de ruinosa sillería puestas precariamente al descubierto por los rayos de mi linterna. Delante, sin embargo, reinaba la oscuridad.
No llevé control del tiempo durante mi apurado descenso. Mi mente se encontraba tan henchida de confusos atisbos e imágenes que todas las cuestiones objetivas parecían haberse retirado a distancias incalculables. La sensación física estaba muerta, e incluso el temor permanecía amenazándome como una desdeñosa, colérica e impotente gárgola incapaz de actividad alguna.
Llegué a una planta sembrada de bloques caídos, informes fragmentos de piedra, arena y escombros de todas clases. A cada lado, quizá separadas unos diez metros, se alzaban macizas paredes que culminaban en un enorme abovedado de aristas. Apenas podía percibir que estaban labradas, pero la naturaleza de aquellos bajorrelieves escapaba a mi percepción.
Lo que más me impresionaba era la abovedada parte superior. La luz de mi linterna no llegaba hasta el techo, pero las partes inferiores de los monstruosos arcos se destacaban con claridad. Y tan absoluta era su identidad con los que viera en mis incontables pesadillas del mundo antiguo que temblé de pies a cabeza por primera vez.
Detrás y muy por encima, un débil turbión luminoso me indicaba que fuera seguía existiendo el mundo bañado por la luna. Algún vago retazo de precaución me aconsejó que no lo perdiera de vista, para que me sirviese de guía durante mi regreso.
Avancé ahora hacia la pared de la derecha, donde los rastros de figuras esculpidas eran más claros. El suelo cubierto de escombros era tan difícil de cruzar como lo había sido el descenso por el montón de ruinas, pero logré abrirme paso, aunque con dificultades.
En un lugar tuve que hacer a un lado unos cuantos bloques y apartar con el pie las piedras o fragmentos pequeños para ver cómo era el suelo, y me estremecí ante la nefasta familiaridad de las grandes losas octogonales cuya combada superficie aún se mantenía unida.
Al llegar a una distancia prudencial de la pared, proyecté el rayo de mi linterna despacio y con cuidado por encima de los desgastados restos de sus bajorrelieves. El influjo de las aguas pasadas parecía haber erosionado la superficie de piedra arenisca, mientras que se apreciaban curiosas incrustaciones cuya presencia no me fue posible explicar.
En ciertos lugares la cantería estaba suelta y dislocada, y me pregunté cuántos eones más podría conservar sus actuales rasgos en medio de tantos y tan continuados movimientos sísmicos.
Pero lo que más me excitaba eran los bajorrelieves en sí. Pese a las profundas huellas que en ellos dejara el transcurso del tiempo, sus contornos resultaban bastante fáciles de seguir desde cerca; y la completa e íntima familiaridad de cada detalle casi anonadó mi imaginación. Quedaba dentro de los límites de la credibilidad normal el que los principales atributos de aquella antigua arquitectura me pareciesen conocidos.
Impresionando fuertemente a los urdidores de mitos, habían sido incorporados a las leyendas antiguas que, de alguna manera, llamándome la atención durante mi período de amnesia, habían evocado vívidas imágenes en mi subconsciente.
¿Pero cómo podía explicar la manera exacta y minuciosa en que cada línea y cada espiral de los extraños dibujos coincidía con lo que soñé durante tantos años? ¿Qué oscura y olvidada iconografía pudo haber reproducido tan sutil sombreado, tanta diversidad de trazos que de forma persistente, exacta e invariable asomaban a mi visión de durmiente noche tras noche?
Porque allí no existía casualidad ni parecido remoto. Absoluta y definitivamente, el milenario y oculto corredor en el que me hallaba era el original de algo que yo conocía en mis sueños tan bien como conocía mi casa en la calle Crane, en Arkham. Es cierto que aquel lugar aparecía en mis pesadillas intacto, en su estado original; pero la identidad seguía siendo real. Dentro del pasadizo me sentía perfectamente orientado.
Conocía aquella estructura particular en cuyo interior estaba ahora. También conocía su situación en la terrible y antigua ciudad de mi sueño. Me di cuenta con una abominable e instintiva certeza que podía visitar sin equivocarme cualquier punto del edificio o de la ciudad que hubiese escapado a los cambios y devastaciones producidos por los incalculables años transcurridos. En nombre del cielo, ¿qué significado tenía todo aquello? ¿Cómo llegué a saber lo que sabía? ¿Y qué horrenda realidad podía yacer tras los antiguos relatos de los seres que habitaron este laberinto de piedras arcaicas?
Las palabras sólo pueden expresar de manera fraccionaria e incompleta la amalgama de miedo y confusión que corroía mi alma. Conocía este lugar. Sabía lo que quedaba por debajo de mí y lo que estuvo más arriba antes de que la miríada de elevados pisos se desplomara convirtiéndose en polvo y escombros fundidos con el desierto. Con un escalofrío pensé que ya no necesitaba conservar como guía aquel débil resplandor de luz lunar.
Luchaba entre un ansia de huir y una mezcla febril de ardiente curiosidad y fatalidad compulsiva. ¿Qué le había ocurrido a esta monstruosa megalópolis de la antigüedad en los millones de años transcurridos desde la época de mis pesadillas? ¿Cuántos de los laberintos subterráneos que minaban la ciudad y entrelazaban todas las torres titánicas habían sobrevivido a las convulsiones de la corteza terrestre?
¿Acababa de tropezarme con todo un soterrado mundo de profano arcaismo? ¿Podría hallar todavía la casa del maestro en escritura y la torre donde S'gg'ha, la mente cautiva de los carnívoros vegetales de la Antártida, los seres de cabeza estrellada, había cincelado ciertas figuras en el espacio libre de las paredes?
¿Acaso el pasadizo de la segunda planta, al final del vestíbulo de las mentes extrañas, seguiría abierto y transitable? En aquel vestíbulo o salón, una mente cautiva, la de cierta increíble entidad, habitante semiplástico del hueco interior de un desconocido planeta transplutoniano a dieciocho millones de años de distancia en el futuro, había guardado una cosa que modeló en arcilla.
Cerré los ojos y me llevé la mano a la cabeza en un vano y lastimero esfuerzo por arrancar de mi consciencia aquellos locos fragmentos de pesadilla. Luego, por primera vez, sentí con fuerza la frescura, el movimiento y la humedad del aire circundante. Con un estremecimiento, comprendí que una vasta cadena de negros abismos, muertos hacía muchos eones, debía de estar abierta en algún lugar más allá y debajo de mí.
Pensé en las terribles cámaras, corredores y rampas tal como los recordaba de mis sueños. ¿Seguiría abierto el camino a los archivos centrales? De nuevo la fatalidad compulsiva tiró con fuerza de mí desde el interior de mi cerebro mientras recordaba los impresionantes historiales que antaño se guardaban encerrados en las arcas rectangulares de metal inoxidable.
Allí, según los sueños y leyendas, había reposado la historia completa, pasada y futura, del continuo cósmico del espacio-tiempo, escrita por mentes cautivas de cada orbe y cada era del sistema solar. Locura, claro, pero ¿acaso no me encontraba ahora inmerso en un mundo nocturno tan loco como yo?
Pensé en las cerradas estanterías metálicas y en los curiosos giros que había que someter a los pomos para abrir cada estante. El destinado a mí surgió con claridad en mi conciencia. ¡Con cuánta frecuencia había pasado por la rutina de las diversas vueltas y presiones en la sección de vertebrados terrestres del piso más bajo! Hasta el último detalle se me aparecía fresco y familiar.
Si existía allí una bóveda como la que yo soñara, podría abrirla en cosa de un momento. Fue entonces cuando la locura se apoderó por entero de mí. Un instante después estaba saltando y tropezando por entre los escombros rocosos en dirección a la bien recordada rampa que conducía a los niveles inferiores.
Capítulo VII
Desde ese punto en adelante mis impresiones apenas son de fiar, es más, todavía albergo una final y desesperada esperanza de que todo haya formado parte de alguna pesadilla demoníaca o una fantástica ilusión fruto del delirio febril. Y es que en mi cerebro ardía la fiebre y cada cosa se me aparecía en medio de una especie de bruma, aunque en ocasiones esta bruma fuese intermitente.
Los rayos de mi linterna apenas perforaban la oscuridad reinante, revelándome destellos fantasmales de paredes y bajorrelieves familiares; todo ello acusaba el deterioro del tiempo. Había un lugar donde se amontonaban los restos del abovedado que había caído, por lo que tuve que trepar por el montículo de piedras que casi llegaba al rasgado techo de grotescas estalactitas.
Me hallaba en la cumbre máxima de la pesadilla, con el empeoramiento de la fuerza compulsiva de las pseudomemonas. Sólo una cosa dejaba de serme familiar, y era mi tamaño en relación con la monstruosa edificación. Me notaba oprimido por una sensación de insólita pequeñez, como si la vista de estas elevadas paredes desde un simple cuerpo humano me resultara algo totalmente nuevo y anormal. Una y otra vez me miraba a mí mismo, vagamente turbado por la forma humana que poseía.
Salté, tropecé y me tambaleé siguiendo hacia delante a través de la negrura abismal, cayendo y magullándome con frecuencia, y en una ocasión casi rompí mi linterna. Cada piedra y rincón de aquel diabólico pasaje me eran conocidos, y en múltiples puntos me detuve para proyectar rayos de luz por las arcadas obturadas, en ruinas, pero familiares.
Algunas salas se habían desplomado por entero; otras estaban desnudas, aunque tras unos instantes de marcha tuve que detenerme ante una abierta e irregular grieta abismal cuyo punto más estrecho no debía de ser menor de metro y medio. Por allí se había desplomado par-te de la sillería, revelando una incalculable y negrísima profundidad.
Estaba seguro de la existencia de dos pisos subterráneos más en este edificio titánico, y temblaba con un pánico nuevo al recordar la trampilla cerrada con flejes metálicos de la planta más baja. Ahora no habría centinelas junto a ella, porque los seres que construyeron todo esto hacía tiempo que vivieron su ocaso y llegaron a su extinción. Lo mismo que las entidades recluidas tras las trampillas cerradas, aunque éstas, cuando apareciera la raza coleóptera posthumana, habrían muerto del todo. Y, sin embargo, temblé de nuevo al acordarme de las leyendas indígenas.
Necesité de un terrible esfuerzo para franquear aquel abierto abismo, puesto que los escombros del suelo impedían tomar impulso mediante una simple carrerilla, pero me impulsó la locura. Elegí un lugar cerca de la pared de la izquierda, donde la grieta era menos ancha y el lado opuesto aparecía razonablemente libre de escombros peligrosos, y tras un momento de frenes!, llegué a la otra parte sin novedad.
Por fin, ya en el nivel más profundo, pasé por delante de la arcada de la sala de máquinas, dentro de la cual se adivinaban fantásticas ruinas de metal semienterradas por la desplomada bóveda. Todo se hallaba donde yo sabía que debería estar, así que trepé confiado por los escombros que cerraban la entrada de un vasto corredor transversal. Comprendí que ese corredor me llevaría hasta los archivos centrales, cruzando por debajo de la ciudad.
Infinidad de épocas parecían desplegarse mientras avanzaba dando tumbos, saltando y arrastrándome a lo largo del pasadizo repleto de ruinas. De vez en cuando distinguía los bajorrelieves de las antiquísimas paredes; algunos me resultaban familiares, otros evidentemente añadidos desde el período de mis sueños. Puesto que ésta era una carretera subterránea que conectaba diversas edificaciones, no cruzaba por delante de portalones excepto cuando el camino pasaba a través de los pisos inferiores de algunas estructuras.
En unas pocas de estas intersecciones me desvié lo suficiente como para echar un vistazo a alguna de las salas que recordaba con cierta claridad. Sólo dos veces encontré cambios radicales en comparación con lo que había soñado, y en uno de estos casos todavía pude seguir los contornos ocluidos de la arcada que yo recordaba.
Temblé con violencia y experimenté una curiosa oleada de debilidad cuando, a toda prisa y de mala gana, atravesé la cripta de una de aquellas ruinosas torres sin ventanas cuya extraña sillería basáltica era mudo recordatorio de su horrible origen.
Esta primitiva bóveda era redonda, con un diámetro de más de setenta metros, sin ningún bajorrelieve que adornara las negras piedras. El piso aquí estaba libre de todo lo que no fuera polvo y arena, y pude distinguir las aberturas que conducían a las zonas superior e inferior. No había escaleras, ni rampas; es más, en mis sueños veía aquellas torres de superior antigüedad completamente intactas, sin que las hubiera alterado la fabulosa Gran Raza. Con toda evidencia, quienes las construyeron no necesitaban ni escaleras ni rampas.
En mis pesadillas, la abertura que daba acceso a otras partes inferiores estaba herméticamente cerrada y con una vigilancia ininterrumpida. Ahora aparecía abierta, negra y amenazadora, dando paso a una fuerte corriente de aire fresco y húmedo. No me he permitido nunca pensar o imaginar qué clase de ¡limitadas cavernas de eterna noche podían ocupar sus profundidades.
Más tarde, tras abrirme paso por una Parte del corredor muy castigada por los desprendimientos, llegué a un lugar donde todo el techado se había derrumbado. Los escombros se alzaban como una montaña y tuve que trepar sobre ellos, pasando por un vasto espacio vacío en el que mi linterna no revelaba la existencia de muros ni de bóvedas. Reflexioné que aquello debía de ser el sótano de la casa de los suministradores de metal, situada frente a la tercera plaza, no lejos de los archivos. Me fue imposible conjeturar lo que había sucedido.
Volví a hallar el corredor pasada la montaña de escombros y piedras, pero al poco lo encontré completamente obstruido, con la desplomada bóveda casi rozando el peligroso e inestable techado. Ignoro de qué forma logré arrancar y apartar los bloques suficientes como para crear un pasadizo, y cómo me atreví a perturbar el inestable equilibrio de los fragmentos cuando el cambio más insignificante pudo haber hecho que toneladas y toneladas de sillería cayeran sobre mí y me sepultaran para toda la eternidad.
Fue la pura locura lo que me impulsaba y me guiaba; siempre y cuando, como espero y confío, toda aquella aventura subterránea no fuese una fase o ilusión infernal dentro de mis pesadillas. Pero conseguí -o creo que conseguí- practicar un pasadizo por el que seguir adelante. Mientras esforzaba mi cuerpo en la estrecha abertura para franquear el montículo -con la linterna encendida y sujeta con la boca- noté cómo las fantásticas estalactitas del rasgado techo agujereaban y laceraban mi piel y mis ropas.
Me hallaba cerca ya de la gran estructura subterránea de los archivos que parecía ser la meta final de mi viaje. Deslizándome y resbalando por el otro lado de la barrera, orientándome gracias a los restos reconocibles del corredor, encendiendo y apagando de modo intermitente mi linterna, llegué por último a una cripta baja y circular con arcos que se abrían en todos los lados y que se encontraban en un maravilloso estado de conservación.
Las paredes, o las partes que quedaban al alcance de la luz de mi linterna, estaban casi por completo cubiertas de jeroglíficos y cinceladas con los típicos símbolos curvilíneos, algunos añadidos después del período de mis sueños.
Comprendí que había llegado a mi destino y penetré por un arco familiar que se abría a la izquierda. Apenas dudaba que encontraría un pasaje despejado que, partiendo de la rampa, conduciría a todos los pisos restantes. Este vasto albergue de los anales del sistema solar había sido construido con una pericia sobrenatural, que le proporcionaba resistencia para durar tanto como el propio sistema.
Bloques de ingente tamaño, colados con genio matemático y unidos con cementos de increíble dureza, se habían combinado para formar una masa tan firme como el núcleo rocoso del planeta. Aquí, tras épocas más prodigiosas que lo que podía aceptar mi cordura, su mole enterrada se alzaba con todos sus detalles esenciales, con los vastos suelos polvorientos apenas sembrados de los pequeños escombros que, en las demás dependencias, eran la nota dominante.
El camino relativamente fácil a partir de este punto se me subió a la cabeza de manera curiosa. Toda la frenética impaciencia hasta entonces frustrada por los obstáculos se transformó en una especie de febril velocidad y, de forma
literal, corrí a lo largo de los monstruosos pasillos, cuyo bajo techado tan bien recordaba, alejándome de la arcada que les servía de acceso.
La familiaridad de cuanto veía había dejado ya de asombrarme. A cada lado, las grandes puertas de las estanterías metálicas adornadas con jeroglíficos se cernían monstruosas; algunas permanecían en su sitio, otras estaban abiertas, y otras más aparecían dobladas y combadas a causa de pasadas tensiones geológicas que no fueron lo bastante fuertes, sin embargo, para destruir la titánica sillería.
De trecho en trecho, un montón de escombros cubierto de polvo bajo alguna abierta y vacía estantería parecía indicar dónde cayeron las cajas por causa de los temblores de tierra. En las columnas, de vez en cuando, se distinguían grandes símbolos y letreros anunciando clases y subclases de volúmenes.
Durante un momento me detuve ante una bóveda abierta, en cuyo interior vi alguna de las acostumbradas cajas de metal todavía en su sitio, en medio del omnipresente polvo arenoso. Extendiendo el brazo, saqué con cierta dificultad uno de los volúmenes más delgados y lo puse en el suelo para inspeccionarlo. Estaba titulado en los abundantes jeroglíficos curvilíneos, aunque había algo en la disposición de los caracteres sutilmente inusual.
Me era bien conocido el viejo mecanismo del cierre curvo, de gancho, y abrí la tapa todavía brillante, sacando el libro del interior. Como esperaba, el tomo medía unos cincuenta centímetros de alto, veinticinco de ancho y cinco de grueso; las finas tapas de metal se abrían por la parte superior.
Las páginas de fuerte celulosa no parecían afectadas por la miríada de ciclos de tiempo que habían soportado, así que estudié las letras del texto, hechas a pincel, con un trazo singular -símbolos diferentes a los usuales jeroglíficos curvilíneos y a cualquier alfabeto conocido por los humanos-, en medio de un semidespertar de mis recuerdos.
Comprendí que aquel era el idioma empleado por una mente cautiva a la que conocí superficialmente en mis sueños, un intelecto originario de un gran asteroide en el que sobrevivió la mayor parte de la vida y de costumbres arcaicas de cierto primitivo planeta del que el asteroide fue un fragmento. Al mismo tiempo, recordé que este piso de los archivos estaba destinado a los volúmenes referentes a planetas extraterrestres.
Mientras dejaba de meditar en aquel increíble documento, advertí que flaqueaba la luz de mi linterna, y rápidamente le puse las pilas de recambio que siempre llevaba conmigo. Luego, provisto de mayor caudal luminoso, reanudé mi febril carrera por el infinito laberinto de pasillos y corredores, reconociendo de vez en cuando alguna estantería familiar, y vagamente molesto por las condiciones acústicas que producían un eco, incongruente para estas catacumbas, del sonido de mis pisadas.
Hasta las huellas de mis zapatos, impresas a mi espalda sobre el milenario polvo jamás hollado, me hacían estremecer. Nunca con anterioridad, si mis locos sueños contenían algo de verdad, un pie humano había pisado tan inmemoriales pavimentos.
Mi mente consciente no tenía ni el menor atisbo acerca de la identidad de lo que parecía ser meta final de mi febril carrera. Sin embargo, existía alguna fuerza de maligna potencia que empujaba a mi turbada voluntad, sacando a la luz los soterrados recuerdos, y que hacía que sintiera de forma vaga que no marchaba sin rumbo fijo, que no caminaba al azar.
Llegué hasta una rampa descendente y la seguí hasta sus profundas entrañas. Las plantas quedaron atrás y arriba mientras seguía corriendo, pero no me detuve a explorar ninguna de ellas. En mi atorbellinado cerebro había comenzado a sonar cierto ritmo que hizo que mi mano derecha se contrajera siguiendo el compás. Deseaba abrir algo, y me daba cuenta de que conocía todos los complicados giros y presiones necesarios para conseguirlo. Se parecía a una moderna caja fuerte con cerradura de combinación.
Sueño o no, lo aprendí antaño y seguía sabiéndolo. No traté de explicarme cómo ningún sueño o retazo de leyenda asimilado inconscientemente podía haberme enseñado un detalle tan minucioso, tan intrincado y tan complejo. Me encontraba más allá de todo pensamiento coherente. ¿Porque acaso esta experiencia, esta sorprendente familiaridad con una serie de desconocidas ruinas, y esta exacta identidad de todo lo que tenía ante mí con lo que sólo podían haberme sugerido los sueños y los mitos, no era un horror que superaba todo raciocinio?
Lo más probable es que mi convicción básica fuera entonces -como lo es ahora, durante mis momentos de mayor cordura- la certeza de no estar despierto en absoluto, y de que toda la ciudad enterrada era un fragmento de febril alucinación.
Al poco tiempo llegué al nivel inferior y me desvié hacia la derecha de la rampa. Por algún oscuro motivo traté de pisar con más suavidad, aunque al hacerlo así mi velocidad disminuyera. Había un espacio en este último y más profundo piso que me daba miedo atravesar.
Al acercarme a él recordé qué era la cosa que temía en aquel lugar. Se trataba sencillamente de una de las trampillas barradas y vigiladas día y noche. Ahora no habría centinelas y por esa razón temblé y caminé de puntillas como hiciera al pasar a través de la bóveda de negro basalto donde permanecía abierta una trampilla similar.
Noté una corriente de aire frío, como sintiera en la citada trampilla anterior, y deseé que mi trayectoria me hubiese llevado en otras direcciones. Ignoraba por qué tomé aquel camino en particular.
Cuando llegué al espacio temido vi que la trampilla estaba también abierta de par en par. Delante comenzaba de nuevo la serie de estanterías y advertí en el suelo, frente a una de ellas, un montón de escombros con una leve capa de polvo, donde habían caído hacía poco algunas de las cajas. Al mismo tiempo, una nueva oleada de pánico se apoderó de mí, aunque pasó algún tiempo antes de que descubriera el motivo.
No era raro encontrarse con montones de cajas caídas, porque en el transcurso de los eones aquel oscuro laberinto se había visto sacudido por temblores de tierra y, a intervalos, acogió en mil ecos el estrépito ensordecedor de objetos al caer. Fue sólo cuando casi había cruzado el espacio que comprendí el motivo de mis violentos temblores.
No se trataba del montón de escombros, sino de algo que había en el polvo del suelo. Eso era lo que me perturbaba. A la luz de la linterna me pareció que el polvo no estaba tan igualmente repartido como debiera, en algunos sitios parecía más fina la capa, como si la hubieran alterado no muchos meses atrás. No estaba seguro, porque incluso en esos lugares el polvo era abundante; sin embargo, resultaba inquietante experimentar sospechas acerca de la posible irregularidad en la masa de polvo.
Cuando enfoqué con la linterna uno de esos lugares, lo que el rayo de luz me mostró me hizo sentir enormemente turbado, porque la ilusión de regularidad había sido muy grande. Había allí una serie de líneas regulares de impresiones o huellas compuestas, impresiones que iban de tres en tres, cada una sobrepasando un poco el espacio de un palmo cuadrado, y compuestas por cinco huellas casi circulares de unos ocho centímetros.
Estas posibles líneas de huellas parecían tomar dos direcciones, como si algo hubiera ido y venido a alguna parte. Como es lógico, aparecían muy débiles y quizá pudieron ser casuales o simples imaginaciones mías; pero constituían un elemento de impreciso y acechante terror en el camino que yo creí que seguían. Porque en uno de los extremos de la serie de impresiones había un montón de cajas que debieron caer no hacía mucho tiempo, mientras que el otro extremo conducía a la ominosa trampilla abierta con el aire frío brotando de abismos inimaginables.
Capítulo VIII
Que me sobrepusiera al miedo demuestra el profundo arraigo de mi extraño sentido compulsivo. Ningún motivo racional me hubiera obligado a proseguir después de ver aquella horrenda sugerencia de huellas y sentir la evocación de pesadillas agobiantes que éstas despertaban. No obstante, mi mano derecha, aunque continuara temblando de miedo, seguía contrayéndose al compás rítmico en su ansiedad por manipular la cerradura que yo esperaba encontrar. Antes casi de darme cuenta, había dejado atrás el montón de cajas últimamente caídas y corría de puntillas por los pasillos cubiertos de polvo virgen hacia un punto que parecía conocer mórbida y terriblemente bien.
Mi mente se hacía preguntas sobre cuyo origen e importancia comenzaba a tener una vaga noción. ¿Llegaría un cuerpo humano a alcanzar la estantería? ¿Podría una mano humana repetir los antiquísimos movimientos necesarios para abrir la cerradura? ¿Estaría la cerradura en condiciones de funcionamiento? ¿Y qué haría, qué me atravería a hacer, con lo que, como ahora comenzaba a comprender, a la vez esperaba y temía encontrar? ¿Demostraría la impresionante y demencial verdad de una pasada concepción extranormal, o probaría sólo que yo estaba soñando?
Me di cuenta de que había dejado de correr de puntillas y estaba ahora inmóvil, mirando con fijeza a una fila enervantemente familiar de estanterías con jeroglíficos. Su estado de conservación era casi perfecto, y sólo tres puertas de las más próximas estaban abiertas.
Me resulta imposible describir cuáles eran mis sentimientos hacia aquellas estanterías; tan honda y persistente era la certeza de que las conocía de antaño. Miré a la última fila, cerca del techo, fuera por completo de mi alcance, mientras me preguntaba cómo podría trepar mejor hasta alcanzarla. Una puerta abierta a cuatro filas de la parte baja me serviría de ayuda, y las cerraduras de las puertas me proporcionarían posibles asideros a manos y pies. Sujetaría la linterna con los dientes, como ya hice en otros lugares donde necesité ambas manos. Pero, por encima de todo, no debía hacer el menor ruido.
Resultaría difícil bajar cargado con lo que quería llevarme, pero quizá pudiera enganchar su cierre móvil en el cuello de mi americana y cargar con él como si fuese una mochila. Volví a preguntarme si la cerradura estaría intacta. No me cabía la menor duda de que podría repetir cada familiar movimiento preciso para abrir. Pero esperaba que la puerta no chirriase ni emitiese el menor chasquido y que mi mano lograse manejarla de forma adecuada.
Incluso mientras pensaba en todos estos detalles había cogido la linterna con la boca e iniciado la ascensión. Las cerraduras resultaban precarios puntos de apoyo; pero, como esperaba, la estantería abierta me fue de gran ayuda. Empleé a la vez la puerta batiente y el borde mismo de la abertura para iniciar el ascenso, y logré evitar todo crujido fuerte y audible.
En equilibrio sobre el borde de la puerta e inclinándome todo lo posible a la derecha, pude alcanzar por poco margen la cerradura buscada. Mis dedos, entumecidos
la escalada, se mostraron torpes al principio; pero pronto vi que, anatómicamente, eran apropiados para la manipulación. Y el ritmo mnemónico era bien recordado por ellos.
Surgiendo de los desconocidos abismos del tiempo, los complicados y secretos movimientos habían llegado de alguna forma a mi cerebro con todo detalle y corrección, porque apenas tras cinco minutos de intentarlo percibí el chasquido cuya familiaridad resultó más asombrosa dado el hecho de que no lo había previsto de manera consciente. Un instante después, la puerta metálica se abría despacio con tan sólo un leve rechinar.
Turbado, miré la fila de cajas grisáceas así expuestas y experimenté la tremenda oleada de una explicable emoción. Al alcance de mi mano derecha había una caja cuyos curvos jeroglíficos me hicieron temblar con un ramalazo infinitamente más complejo que el del simple miedo. Temblando todavía, logré extraerla en medio de una lluvia de copos arenosos y tiré de ella hacia mí sin ningún ruido violento.
Como la otra caja que manipulara, medía cincuenta por veinticinco centímetros, con dibujos curvilíneos matemáticos en bajorrelieve. Su grosor apenas excedía los siete centímetros.
Sujetándola precariamente entre mi cuerpo y la superficie de la estantería a la que me había encaramado, manipulé el cierre y logré soltar el gancho. Alcé la tapa, coloqué a mi espalda el pesado objeto y prendí el gancho en el cuello de mi americana. Con las manos ahora libres, descendí torpemente hasta el polvoriento suelo y me preparé para examinar mi trofeo.
Arrodillado en el polvo, di la vuelta a la caja y la coloqué ante mí. Me temblaban las manos y temía sacar el libro casi tanto como lo deseaba y me veía impulsado a hacerlo. Poco a poco iba haciéndose la luz dentro de mí acerca de lo que encontraría, y esta comprensión estuvo a punto de paralizar mis facultades.
Si la cosa estaba allí dentro -y si yo no soñaba-, las implicaciones quedarían por completo más allá de la facultad de resistencia del alma humana. Lo que más me atormentaba era mi actual incapacidad de sentir que cuanto me rodeaba pertenecía a un sueño. La sensación de realidad era horrible, y se repite cuando evoco la escena.
Por último, tembloroso, saqué el libro de su estuche y miré fascinado los conocidísimos jeroglíficos de su cubierta. Parecía en perfecto estado de conservación, y las letras curvilíneas del título me mantuvieron casi tan hipnotizado como si pudiera leerlas. Es más, no podría jurar el no haberlas leído en algún fugaz y terrible acceso de memoria anormal.
Ignoro cuánto tiempo pasó hasta que me atreví a levantar la delgada cubierta metálica. Me entretuve con banales excusas. Me quité la linterna de la boca y la apagué para ahorrar pilas. Luego, en la oscuridad, hice acopio de valor, y finalmente levanté la tapa sin encender la luz. Por último, proyecté un destello de la linterna sobre la página descubierta, previniéndome por anticipado para reprimir cualquier sonido que me hiciese emitir lo que viera en ella.
Miré un instante y me desplomé. Apretando los dientes, sin embargo, guardé silencio. Me hundí totalmente en el polvo y me llevé la mano a la frente en medio de la total oscuridad circundante. Allí estaba lo que temía y esperaba. 0 bien estaba soñando, o el espacio y el tiempo se habían convertido en una cruel burla.
Tenía que estar soñando, pero pondría a prueba el horror llevándome aquella cosa y enseñándosela a mi hijo, si es que el objeto tenla existencia real. La cabeza me daba vueltas de forma espeluznante, aún cuando no hubiera objetos visibles, dentro de la inmensa oscuridad, que me sirvieran de puntos de referencia. Ideas e imágenes del más desnudo terror -provocadas por las cosas que viera en mi fugaz atisbo- comenzaron a condensarse en mí, nublándome los sentidos.
Pensé en aquellas posibles pisadas en el polvo y el sonido de mi respiración me provocó temblores. De nuevo lancé un destello de luz sobre la página, mirándola como la víctima de la serpiente debe mirar a los colmillos y los ojos del enemigo que va a destruirle.
Luego, con dedos torpes, en la oscuridad, cerré el libro, volví a meterlo en su estuche y bajé la tapa, accionando el curioso cierre de gancho. Esto era lo que tenía que llevar al mundo exterior, si es que tenía existencia real -si todo el abismo existía-, y si tanto yo como el mundo existíamos en verdad.
No estoy seguro de cuándo me puse en pie e inicié el camino de regreso. Me viene singularmente ahora a la memoria –como medida de mi sentido de separación del mundo normal- que ni en una sola ocasión durante aquellas abominables horas pasadas en el subterráneo miré mi reloj
Empuñando la linterna y con la ominosa caja bajo el brazo, me descubrí caminando de puntillas en una especie de silencioso pánico más allá del abismo del que brotaba la corriente de aire frío y en cuyas proximidades aparecían las amenazadoras sugerencias de pisadas. Relajé mis precauciones mientras ascendía por las interminables rampas, pero no pude sacudirme de encima la sombra de la aprensión que no había sentido durante mi periplo descendente.
Temía tener que volver a cruzar la cripta de basalto negro más vieja que la propia ciudad, donde se acumulaban frías corrientes de aire nacidas en insólitas profundidades. Pensé en lo que había temido la Gran Raza y que todavía podía estar al acecho -aunque débil y moribundo- allá abajo. Pensé en los cinco circulitos de cada huella y en lo que me revelaron mis sueños acerca de estas pisadas, junto con los extraños vientos y ruidos sibilantes asociados a ellas. Y pensé en los relatos de los indígenas actuales, henchidos de horror hacia los grandes vientos y las innominadas ruinas.
Por un símbolo labrado en la pared supe cuál era el piso por el que tenía que pasar y, por último, tras dejar atrás el otro libro que examinara con anterioridad, llegué al gran espacio circular con arcadas radiales. A mi derecha, reconocible de inmediato, estaba la arcada por la que había llegado. Entré, consciente de que el resto de mi ruta sería más difícil por culpa del ruinoso estado de la sillería exterior al edificio de los archivos. La pesadez de la caja metálica me agobiaba, y a cada paso encontraba mayores dificultades para no hacer ruido mientras iba dando tumbos por entre escombros y fragmentos de todas clases.
Luego alcancé el montículo de ruinas que llegaba hasta el techo y a cuyo través me labrara un precario pasadizo. Mis temores al retorcerme para franquearlo de nuevo eran infinitos, porque la primera vez hice bastante ruido y ahora -tras ver aquellas posibles pisadas- el temor de causar cualquier sonido lo superaba todo. La caja también aumentaba el problema de cruzar la estrecha grieta.
Pero remonté la barrera lo mejor que pude y empujé la caja metiéndola por la abertura. Luego, con la linterna entre los dientes, trepé y pasé yo mismo, hiriéndome en la espalda, como antes, con las estalactitas.
Al tratar de recoger la caja, cayó por la pendiente de los escombros a cierta distancia delante de mí, produciendo un perturbador estrépito cuyos ecos hicieron que mi cuerpo se cubriese de frío sudor. Salté a por ella de inmediato y la recuperé sin más ruidos.... pero un instante después los bloques resbalaron bajo mis pies causando un súbito e imprevisto estrépito.
Ese estrépito me resultó fatal. Porque, fuera falso o no, me pareció oír una especie de respuesta terrible procedente de los corredores que había dejado atrás. Creí percibir un sonido sibilante agudo, nada parecido a lo que se escucha en la Tierra y fuera de toda posible descripción. En tal caso, lo que siguió tiene una amarga ironía pues, a no ser por el pánico a esa cosa, lo que ocurrió después nunca hu_ biera sucedido.
De todas formas, mi frenesí era absoluto e irreprimible. Tomando la linterna en la mano y aferrando débilmente la caja, salté y brinqué frenéticamente sin otra idea en mi cerebro que el loco deseo de escapar corriendo de aquellas ruinas de pesadilla y verme en el mundo del desierto bañado por la luna que tan lejos quedaba encima de mí.
Apenas recuerdo cuándo llegué a la montaña de escombros que se alzaba hasta la vasta negrura de más allá del desplomado techo, y me magullé y me herí repetidas veces mientras trepaba por la escarpada ladera de puntiagudos bloques y fragmentos.
Luego vino el gran desastre. Mientras cruzaba a ciegas la cumbre, sin estar preparado para la repentina pendiente que seguía, mis pies resbalaron por completo, y me encontré envuelto en una avalancha de escombros cuyo descomunal estruendo hendió el negro aire de la caverna en una serie ensordecedora de atronadoras reverberaciones.
No recuerdo mi salida de aquel caos, pero un momentáneo fragmento de consciencia me muestra cayendo y arrastrándome a lo largo del corredor en medio del estruendo, llevando todavía caja y linterna.
Luego, al acercarme a la primitiva cripta de basalto, la locura absoluta que tanto temiera me sobrevino. Porque mientras se iban apagando los ecos de la avalancha, se hizo audible una repetición de aquel silbido extraterrestre que creí haber oído antes. Esta vez no cabía la menor duda y, todavía peor, no procedía de ningún punto a mi espalda, sino de delante de mí.
Lo más probable es que entonces gritara. Tengo una borrosa imagen de mí mismo corriendo por la infernal bóveda basáltica construida por los seres más antiguos y escuchando el diabólico silbido que salía por la abierta puerta que era uno de los accesos a la negrura ¡limitada de la nada, de aquel universo dentro del planeta en el que la Gran Raza confinó a los seres semietéreos. También había viento, no una simple corriente húmeda y fría, sino una ráfaga violenta y decidida, soplando salvaje y fría desde aquel abominable abismo del que también procedía el siniestro silbido.
Recuerdo haber saltado y rodeado obstáculos de todas clases, con ese viento torrencial, y el penetrante sonido que crecía a cada instante y que parecía seguir de forma deliberada mis pasos mientras semejaba surgir perversamente de todos los lugares de debajo de mí y a mi espalda.
Aunque soplando por detrás, el viento tenía la singular propiedad de dificultar mi marcha, en vez de facilitarla; actuando como un lazo que me hubieran arrojado, rodeándome. Sin reparar en el ruido que yo hacía, atravesé una gran barrera de bloques y me encontré de nuevo en la estructura que conducía a la superficie.
Recuerdo haber tenido un atisbo de la arcada de la sala de máquinas, y que casi grité cuando vi la rampa que conducía a una de aquellas profanas trampillas que debía de estar abierta dos plantas más abajo. Pero en vez de lanzar un chillido, murmuré repetidas veces para mí que todo esto era un sueño del que pronto despertaría. Quizá me encontraba en el campamento quizá en mi casa de Arkham. Con todas estas vanas esperanzas reforzando mi cordura, abordé la rampa que llevaba al piso superior.
Sabía, por supuesto, que tenía que volver a atravesar la hendidura de metro y medio; sin embargo, hasta no estar sobre ella, abrumado por otros temores, no comprendí el horror que comportaba tan difícil salto. Durante el descenso el brinco no tuvo dificultades, pero ¿podría franquear la brecha yendo cuesta arriba y agobiado por el miedo, el cansancio, el peso de la caja metálica y el anómalo tirón hacia atrás de aquel viento demoníaco? Pensé en todas estas cosas en el último momento, y pensé también en las indecibles entidades que podían estar al acecho dentro de los negros abismos que quedaban bajo la grieta.
La luz de la linterna se debilitaba, pero por algún ignoto recuerdo pude saber cuándo me encontraba cerca de la hendidura. Las frías ráfagas de viento y los nauseabundos y agudos silbidos de detrás de mí sir-vieron de momentáneo lenitivo, entorpeciendo mi imaginación de modo que no captara todo el horror que emanaba de la abierta brecha que tenía delante. Y entonces me di cuenta de las nuevas ráfagas y de los nuevos silbidos que venían de la grieta, oleadas de abominación que subían de profundidades inimaginadas e inimaginables.
Ahora tenía sobre mí la esencia de la más pura pesadilla. Perdida toda cordura, e ignorándolo todo excepto el impulso animal de huir, me limité a forcejear y a correr por los restos de la rampa como si no existiera el abismo. Luego vi el borde del precipicio, salté frenéticamente, empleando hasta el último gramo de mis energías, y me vi de repente inmerso en un pandemonio vertiginoso de horrendo sonido y de profunda y tangible oscuridad.
Según lo que puedo recordar, ahí acaba mi experiencia. Todas las impresiones posteriores pertenecen por entero a los dominios del delirio fantasmagórico. Sueño, locura y recuerdos se funden anárquicos en una serie de fragmentarias ilusiones fantásticas que no pueden tener relación con nada real.
Hubo una odiosa caída por incalculables kilómetros de viscosa y repelente oscuridad, y una babel de ruidos profundamente extraños a todo lo que conocernos en la Tierra y su vida orgánica. Sentidos rudimentarios, dormidos, parecieron cobrar vitalidad dentro de mi, hablándome de fosos y vacíos poblados por horrores flotantes que conducían a océanos y simas sin sol y a populosas ciudades de torres basálticas sin ventanas y sobre las que nunca brilló ninguna luz.
Secretos del primitivo planeta y de sus inmemoriales eones destellaron en mi cerebro sin ayuda de la vista o del oído, y conocí entonces cosas que ni siquiera se sugirieron en los más salvajes de mis primeros sueños. Y durante todo el rato, fríos dedos de húmedo vapor me aferraban y me alzaban, y aquel condenado silbido arcaico chirriaba cruelmente por encima de todos los altibajos de babel y silencio en los torbellinos de la circundante oscuridad.
Después surgieron las visiones de la ciclópea ciudad de mis pesadillas, no en ruinas, sino tal como la viera en mis sueños. Volvía a encontrarme en mi cuerpo cónico inhumano, y me mezclaba con las multitudes de la Gran Raza y con las mentes cautivas que transportaban libros por los titánicos corredores y las vastas rampas.
Luego, sobreimpuestas a estas imágenes, aparecieron temibles y fugaces destellos de una consciencia no visual que entrañaba luchas desesperadas, un liberarse con retorcidos esfuerzos de aferrantes tentáculos de viento sibilante, un loco vuelo al estilo de los murciélagos a través de un aire semisólido, un febril excavar por entre una oscuridad barrida por los ciclones y un frenético caer y arrastrarse por encima de la desplomada sillería.
En una ocasión hubo un destello intruso y curioso de semivisión, una sospecha difusa y débil de azulada iluminación muy lejana, en las alturas. Luego vino un sueño de ascensión y de arrastrarse perseguido por el viento; un retorcerse en medio de una llamarada de sardónica luz lunar a través de una mezcolanza de escombros que resbalaban y me hacían caer de lleno en el centro de un mórbido huracán. Fue el maligno y monótono batir de aquella enloquecedora luz de luna lo que, por último, me hizo comprender que había vuelto a lo que fuera para mí el mundo objetivo de la vigilia.
Me encontraba arrastrándome por las arenas del desierto australiano, y a mi alrededor aullaba un aire tan tumultuoso como nunca conocí en la superficie de nuestro planeta. Mis ropas estaban hechas jirones y todo mi cuerpo era una masa de despellejaduras y arañazos.
Poco a poco recuperé la plena consciencia, y en ningún momento pude precisar dónde desapareció el sueño delirante y comenzó el verdadero recuerdo. Parecía ser que hubo un montículo de bloques titánicos y un abismo debajo, una monstruosa revelación del pasado y al final un horror de pesadilla.... pero ¿cuánto de esto era real?
Había perdido la linterna y otro tanto me había sucedido con la caja metálica que descubriera. ¿Pero existió tal caja, o el abismo, o el montículo? Levanté la cabeza y miré hacia atrás, y vi tan sólo las estériles y onduladas arenas del desierto.
El viento demoníaco cesó, y la luna hinchada y lechosa se hundió enrojecida por el oeste. Me puse en pie y comencé a caminar dando tumbos en dirección suroeste, hacia el campamento. ¿Qué me había sucedido en realidad? ¿Me desplomé simplemente en la arena y arrastré luego mi cuerpo entre sueños durante kilómetros y kilómetros de desierto y de bloques enterrados? En caso negativo, ¿cómo podría soportar vivir por más tiempo?
Porque, en esta nueva duda, mi fe en la irrealidad de mis visiones, cuyo origen achacaba a los mitos, se disolvía una vez más en la infernal duda. Si el abismo era real, la Gran Raza también, y sus profanos sondeos y raptos en el vórtice de todo el cosmos no eran mitos ni pesadillas, sino una terrible y anonadadora realidad.
¿Me había visto de lleno, hecho horrendo, retrotraído a un mundo prehumano de hace ciento cincuenta millones de años, en aquellos días oscuros y desconcertantes de mi amnesia? ¿Acaso mi cuerpo actual fue el vehículo de alguna terrible consciencia extrahumana procedente de los abismos paleogénicos del tiempo?
¿Es que yo, como mente cautiva de aquellos deslizantes horrores, conocía realmente la maldita ciudad de piedra en su primitivo esplendor, y recorrí los corredores familiares bajo la forma repelente de mi captor? ¿Eran estos atormentadores sueños de hacía más de veinte años de antigüedad el retoño de recuerdos de monstruosa locura?
¿Había hablado de verdad con mentes de inalcanzables rincones del tiempo y el espacio, aprendiendo los secretos del universo, pasados y por venir, y escrito los anales de mi propio mundo para las cajas metálicas de los titánicos archivos? ¿Y estaban en realidad aquellos otros -las cosas sorprendentemente viejas de los vientos locos y silbidos demoníacos- rondando, esperando y debilitándose poco a poco en los negros abismos mientras diversas formas de vida recorrían sus multimilenarias rutas sobre la vieja superficie del planeta?
No lo sé. Si ese abismo y lo que contenía eran reales, no hay esperanza. Entonces, con toda certeza, se cierne sobre este mundo del hombre una burlona e increíble presencia venida del tiempo. Pero, piadosamente, no hay pruebas de que esas cosas no sean sino fases recientes de mis míticos sueños. Ni traje conmigo la caja metálica que hubiera constituido evidencia irrefutable, ni, hasta ahora, han sido encontrados los corredores subterráneos.
Si las leyes del universo son benévolas, nunca serán descubiertos. Pero tengo que contarle a mi hijo lo que vi o creí ver, y dejar que utilice su criterio como psicólogo para calibrar la realidad de mi experiencia y comunicar o no este relato a los demás.
He dicho que la terrible verdad que respalda mis torturados años de pesadillas depende por completo de la realidad de lo que creí ver en aquellas ruinas ciclópeas. Verdaderamente, ha sido muy duro para mí redactar esta revelación crucial, cosa que todos los lectores habrán adivinado. Claro que la verdad yace en ese libro del interior de la caja metálica, la que saqué de su cubil en medio del polvo de un millón de siglos.
Nadie había visto, ninguna mano había tocado aquel libro desde la aparición del hombre en este planeta. Y sin embargo, cuando le enfoqué la luz de la linterna dentro de aquel terrible abismo, vi las letras con su pigmentación singular en las páginas de celulosa amarilleada por el transcurso de los eones, y advertí que no se trataba en realidad de ninguno de los innumerables jeroglíficos de la juventud de la Tierra. Antes al contrario, eran letras de nuestro alfabeto familiar, conformando palabras del idioma inglés... en mi propia caligrafía.
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