PROCESO
Alfred E. Van Vogt
Bajo la brillante luz de aquel lejano sol, el bosque respiraba y estaba vivo. Era
consciente de la nave que acababa de aparecer, tras atravesar las ligeras brumas de la
alta atmósfera. Pero su automática hostilidad hacia cualquier cosa alienígena no iba
acompañada inmediatamente por la alarma.
Por decenas de miles de kilómetros cuadrados, sus raíces se entrelazaban bajo el
suelo, y sus millones de copas se balanceaban indolentemente bajo miles de brisas. Y
más allá, extendiéndose a lo ancho de las colinas y las montañas, y más allá aún, hasta
el borde de un mar casi interminable, se extendían, otros bosques, tan fuertes y
poderosos como él mismo.
Desde un tiempo inmemorial el bosque había guardado el suelo de un peligro cuya
comprensión se había perdido. Pero ahora empezaba a recordar algo de este peligro.
Provenía de naves como aquella que descendía ahora del cielo. El bosque no llegaba a
determinar exactamente cómo se había defendido a sí mismo en el pasado, pero sí
recordaba claramente que aquella defensa había sido necesaria.
A medida que iba siendo más y más consciente de la aproximación de la nave a través
del cielo gris-rojo que había sobre él, sus hojas susurraron un eterno relato de batallas
libradas y ganadas. Los pensamientos recorrían su lento camino a lo largo de canales
de vibraciones, y las ramas madres de cientos de árboles temblaron
imperceptiblemente.
Lo vasto de tal temblor, afectando poco a poco a todos los árboles, creó gradualmente
un sonido y una tensión. Al principio fue casi impalpable, como una suave brisa
soplando a través de un verdeante valle. Pero aumentó de intensidad.
Adquirió substancia. El sonido llegó a envolverlo todo. Y la totalidad del bosque
aguardó, vibrando su hostilidad, esperando la cosa que se le acercaba a través del cielo.
No tuvo que esperar mucho.
La nave aumentó de tamaño mientras seguía la curva de su trayectoria. Su velocidad,
ahora que estaba más cerca del suelo, era mayor de lo que había parecido al principio.
Planeó amenazadora, por encima de los árboles más cercanos, y descendió aún más,
sin preocuparse de las copas. Algunas ramas se rompieron, algunos vástagos se
incendiaron, y árboles enteros fueron barridos como si se tratara de seres
insignificantes, sin peso ni fuerza.
La nave prosiguió su descenso, abriéndose camino a través del bosque que gritaba y
gemía a su paso. Se posó, abriendo un profundo surco en el suelo, tres kilómetros
después de que tocara el primer árbol. Tras ella, la senda de árboles tronchados se
estremecía y palpitaba bajo la luz del sol, un recto sendero de destrucción que - recordó
repentinamente el bosque - era idéntico al que se había producido en el pasado.
Empezó amputando los sectores alcanzados. Hilo refluir su savia, y cesó su vibración
en el área afectada. Más tarde enviaría nuevos brotes a reemplazar a aquellos que
habían sido destruidos, pero ahora aceptó aquella muerte parcial y sufrió por ella.
Conoció el miedo.
Era un miedo teñido por la rabia. Sentía la nave yaciendo sobre los troncos partidos, en
una parte de sí mismo que aún no estaba muerta. Sentía la frialdad y la dureza de
aquellas paredes de acero, y el miedo y la rabia aumentaron.
Un susurrar de pensamientos pulsó a lo largo de los canales vibratorios. Espera,
decían, hay un recuerdo en mí. Un recuerdo de un lejano tiempo en el que vinieron
otras naves parecidas a ésta.
El recuerdo se negó a precisarse. Tenso pero vacilante, el bosque se preparó a lanzar
su primer ataque. Empezó a crecer alrededor de la nave.
Mucho tiempo atrás había descubierto el poder de crecimiento que poseía. Había sido
en un tiempo en el que ocupaba una extensión mucho más limitada que la que cubría
ahora. Y entonces, un día, se dio cuenta de que estaba muy cerca de otro bosque como
él mismo.
Las dos masas de árboles en crecimiento, los dos colosos de entremezcladas raíces, se
acercaron mutuamente lenta, prudentemente, en una creciente pero cautelosa sorpresa
y maravilla de que otra forma de vida similar a la suya hubiera podido existir todo aquel
tiempo. Se acercaron, se tocaron... y lucharon durante años.
Durante aquella prolongada lucha casi nada creció en las regiones centrales, que se
detuvieron. Los árboles dejaron de desarrollar nuevas ramas. Las hojas, por necesidad,
se robustecieron y afirmaron sus funciones para períodos mucho más largos. Las raíces
se desarrollaron lentamente. Toda la energía utilizable del bosque fue concentrada en
los procesos de defensa y ataque.
Auténticas murallas de árboles se levantaban en una noche. Enormes raíces cavaban
túneles en las profundidades del suelo penetrando kilómetros y kilómetros, abriéndose
paso entre rocas y metales, edificando una barrera de madera viva contra el invasor
crecimiento del bosque extranjero. En la superficie, las barreras se cerraron en una
línea de un kilómetro o más de árboles situados tronco contra tronco. Y, bajo estas
bases, la gran batalla se detuvo finalmente. El bosque aceptó el obstáculo creado por
su enemigo.
Más tarde, luchó con las mismas armas contra un segundo bosque que lo atacaba
desde otra dirección.
Los límites de estas demarcaciones empezaron a ser tan naturales como el gran mar
salado del sur, o las heladas cúspides de las montañas que se cubrían de nieve una
vez cada año.
Y como había hecho en su batalla contra los otros dos bosques, el bosque concentró
toda su fuerza contra la nave invasora. Los árboles crecieron a un ritmo de treinta
centímetros cada pocos minutos. Las plantas trepadoras escalaron los árboles, se
proyectaron por encima de la nave. Los incontables filamentos reptaron por encima del
metal, y se anudaron por sí mismos alrededor de los árboles del otro lado. Las raíces de
aquellos árboles se enterraron profundamente en el suelo, y se anclaron en un estrato
rocoso más resistente que ninguna nave jamás construida. Los troncos se
ensancharon, y las lianas engrosaron hasta convertirse en enormes cables.
Cuando la luz de aquel primer día dejó paso al grisor del atardecer, la nave estaba
enterrada bajo cientos de toneladas de madera, y oculta bajo un follaje tan denso que
ninguna parte de ella era visible.
Había llegado el momento de pasar a la acción para la destrucción final.
Poco después de oscurecer, pequeñas raíces comenzaron a tantear por debajo de la
nave. Eran infinitésimamente pequeñas; tan pequeñas que en su estadio inicial no
tenían más que unas pocas docenas de átomos de diámetro; tan pequeñas que el
aparentemente sólido metal parecía casi vacío para ellas; tan increíblemente pequeñas
que penetraron sin ningún esfuerzo en el duro acero.
Fue en aquel momento, como si hubiera estado aguardando a que llegara aquel
estadio, que la nave reaccionó, pasando a la acción. El metal empezó a calentarse,
luego quemó, después se puso al rojo vivo. Era todo lo que necesitaba. Las minúsculas
raíces se contrajeron y murieron. Las raíces más grandes cerca del metal ardieron
lentamente a medida que el creciente calor las alcanzaba.
En la superficie se inició otro tipo de violencia. Chorros de llamas surgieron de un
centenar de orificios en la superficie de la nave. Primero las lianas, luego los árboles,
empezaron a arder. No era el estallido de un incontrolable fuego, ni el feroz incendio
saltando de árbol en árbol en una furia irresistible. Desde hacía mucho tiempo, el
bosque había aprendido a controlar los fuegos iniciados por los rayos o por la
combustión espontánea. Se trataba únicamente de enviar grandes cantidades de savia
al área afectada. Cuanto más verde era el árbol, cuanta más savia lo permeaba, más
intenso tenía que ser el fuego para mantenerse.
El bosque no pudo recordar inmediatamente haberse hallado nunca frente a un fuego
que pudiera arrasar al mismo tiempo toda una hilera de árboles dejando que cada uno
de ellos derramase un líquido viscoso por cada una de las resquebrajaduras de su
corteza.
Pero este fuego sí podía. Era distinto. No tan sólo poseía llama, sino que era también
energía. No se alimentaba tan sólo de madera, sino que vivía con una energía
contenida en sí mismo.
Finalmente, este hecho despertó los recuerdos asociativos del bosque. Era un recuerdo
agudo e inconfundible de lo que había hecho hacía mucho tiempo para librar, a él y a su
planeta, de una nave como aquella.
Comenzó por retirarse de las inmediaciones de la nave. Abandonó su intento de
aprisionar aquella estructura alienígena con un andamiaje de madera y hojas. A medida
que la preciosa savia se retiraba a los árboles que ahora debían formar la segunda
línea de defensa, las llamas adquirieron amplitud, y el fuego se hizo tan brillante que
toda la escena adquirió una tonalidad irreal.
Pasó cierto tiempo antes de que el bosque se diera cuenta de que hacía rato que los
rayos de fuego ya no surgían de la nave, y que toda la incandescencia y el humo que
aún quedaban eran producidos por la madera ardiendo.
Esto también coincidía con sus recuerdos de lo que había ocurrido en la anterior
ocasión.
Frenéticamente, pero con reluctancia, el bosque inició lo que ahora se daba cuenta que
era el único medio de librarse del intruso. Frenéticamente porque se sentía
terriblemente convencido de que la llama emitida por la nave podía destruir bosques
enteros. Y reluctantemente porque el método de defensa traía consigo el sufrir
quemaduras de energía apenas menos violentas que las que pudiera producirle la
máquina.
Decenas de miles de raíces crecieron hacia las profundidades en busca de formaciones
que habían evitado cuidadosamente desde que había llegado la última nave. A pesar
de la necesidad de apresurarse, el proceso en sí mismo era lento. Pequeñísimas raíces,
estremeciéndose ante lo que tenían que hacer, se obligaron a sí mismas a abrirse
camino hacia las profundidades, se enterraron en determinados estratos minerales, y a
través de un intrincado proceso de ósmosis arrancaron granos de metal puro de las
capas naturales de metal impuro. Los granos eran casi tan pequeños como las raíces
que habían penetrado en las paredes de acero de la nave, tan pequeños como para
poder ser transportados hacia la superficie, suspendidos en la savia, a través del
laberinto de gruesas raíces.
Muy pronto hubo miles de granos moviéndose a lo largo de los canales, luego millones.
Y, aunque cada uno de ellos era en sí mismo pequeñísimo, el suelo donde fueron
depositados brilló muy pronto a la luz del agonizante fuego. Cuando el sol de aquel
mundo ascendió por sobre el horizonte, el plateado reflejo formaba un círculo a treinta
metros alrededor de la nave.
Fue poco después del mediodía cuando la máquina alienígena dio señales de
comprender lo que estaba ocurriendo. Una docena de escotillas se abrieron, y algunos
objetos flotaron fuera de ellas. Se posaron en el suelo, y comenzaron a absorber
aquella mancha plateada con cosas terminadas en una boquilla que chupaban el polvo
finísimo en forma ininterrumpida. Trabajaban con grandes precauciones; pero una hora
después de oscurecer habían recogido más de doce toneladas del finamente disperso
uranio 235.
A la caída de la noche, todas las cosas provistas de dos patas desaparecieron en el
interior de la nave. Las escotillas se cerraron. La larga nave en forma de torpedo se
elevó suavemente del suelo y se dirigió hacia el cielo, donde el sol brillaba aún
débilmente.
La primera consciencia de la nueva situación le llegó al bosque cuando las raíces
debajo de la nave informaron de un súbito descenso de la presión. Pasaron varias
horas antes de que llegara a la conclusión de que la nave enemiga había sido echada.
Y varias horas más antes de que se diera cuenta de que el uranio que permanecía aún
en el suelo debía ser retirado. Sus radiaciones se estaban extendiendo peligrosamente.
El accidente se produjo por una razón muy simple. El bosque había tomado aquella
substancia radiactiva de las rocas. Para librarse de ella, necesitaba tan solo introducirla
de nuevo en las más cercanas capas rocosas, particularmente las del tipo de roca que
absorbía la radiactividad. Para el bosque, la situación era tan obvia como esto.
Una hora después de que iniciara la realización de su plan, la explosión lanzó su hongo
hacia el espacio abierto.
Era algo que estaba mucho más allá de la capacidad de Comprensión del bosque. Ni
vio ni escuchó aquella colosal silueta portadora de muerte. Lo que experimentó fue sin
embargo suficiente. Un huracán arrasó kilómetros cuadrados de bosque. Las ondas de
calor y de radiación provocaron incendios que requirieron horas para ser extinguidos.
El miedo se apagó lentamente cuando recordó que también había ocurrido lo mismo la
otra vez. Pero más aguda que este recuerdo fue la visión de las posibilidades que abría
lo ocurrido... la naturaleza de tal oportunidad.
Poco después del amanecer del día siguiente, lanzó su ataque. Su víctima era el
bosque que - Según su desfalleciente memoria - había invadido originalmente su
territorio.
A lo largo de todo el frente que separaba a los dos colosos, entraron en erupción
pequeñas explosiones atómicas. La sólida barrera de árboles que formaban las
defensas exteriores del otro bosque se derrumbó ante los sucesivos ataques de tan
irresistible energía.
El enemigo, reaccionando normalmente, puso en marcha sus reservas de savia.
Cuando estaba plenamente dedicado a la gigantesca tarea de edificar una nueva
barrera, las bombas empezaron de nuevo a actuar. Las explosiones resultantes
destruyeron completamente las reservas de savia. Y el enemigo, no pudiendo
comprender lo que estaba ocurriendo, estuvo perdido desde aquel momento.
En la tierra de nadie donde habían actuado las bombas, el bosque atacante lanzó una
oleada de raíces. Cada vez que se manifestaba una resistencia, estallaba una nueva
bomba atómica. Poco después del siguiente mediodía una titánica explosión destruyó el
centro sensitivo de árboles del otro bosque... y la batalla finalizó.
Se necesitaron meses para que el bosque creciera en el territorio de su derrotado
enemigo, arrancando sus agonizantes raíces, arrasando en su empuje los indefensos
árboles que habían quedado, y tomando posesión plena e indiscutida de su nuevo
territorio.
Una vez terminada la tarea, se volvió como una furia contra el bosque que lo
franqueaba por el otro lado. Una vez más, atacó con el trueno atómico, e intentó
abrumar a su adversario con una lluvia de fuego.
Fue respondido con igual fuerza. ¡Explosiones atómicas! Su conocimiento se había
difundido a través de la barrera de entrelazadas raíces que formaba la separación entre
los dos bosques.
Los dos monstruos se destruyeron mutuamente casi por completo. Cada uno de ellos
se convirtió en un vestigio, que tuvo que iniciar de nuevo el doloroso proceso de su
crecimiento. A medida que pasaban los años, el recuerdo de lo que había ocurrido se
fue desvaneciendo. Pero tampoco tenía importancia. Actualmente, las naves venían
muy a menudo. Y de todos modos, aunque el bosque hubiera recordado, sus bombas
atómicas no podían estallar en presencia de una nave.
La única forma que había de echar a las naves consistía en rodear cada nave
alienígena con un círculo de fino polvo radioactiva. Entonces, la nave absorbía el
material y se retiraba apresuradamente.
La victoria del bosque fue desde entonces tan simple como eso.
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