GIGANTE
LA HIJA DEL GIGANTE HELADO
Robert E. Howard
El fragor metálico de las espadas y las hachas de guerra se había extinguido; los gritos de las matanzas
fueron silenciados, y ahora reinaba el silencio sobre la nieve teñida de rojo. El pálido sol que brillaba
con una luz cegadora sobre los campos helados y las llanuras cubiertas de nieve arrancaba destellos de
plata de las corazas hendidas y de las armas quebradas diseminadas por el campo de batalla en el que
yacían los muertos. Las manos sin vida aún aferraban las rotas empuñaduras de las espadas; las cabezas
cubiertas con cascos y echadas hacia atrás en el último estertor, alzaban lúgubremente contra el cielo las
barbas rojas y doradas, como en una última invocación a Ymir, el gigante helado, dios de una raza
guerrera.
Alrededor de los ensangrentados despojos y de los cuerpos enfundados en cotas de malla, dos hombres
se miraban fijamente. Eran los únicos seres vivos en aquel paisaje desolado. Los cubría el cielo helado y
estaban rodeados por la blanca planicie sin limites, con decenas de cadáveres a sus pies. Se fueron
aproximando lentamente uno al otro entre los cuerpos sin vida, como fantasmas que se encuentran sobre
las ruinas de un mundo muerto. En medio de un silencio casi absoluto, los dos hombres quedaron cara a
cara.
Ambos eran altos y fornidos como tigres. Habían perdido los escudos, y sus corazas estaban abolladas y
resquebrajadas. La sangre seca cubría sus cotas de malla y las espadas estaban manchadas de rojo. En
sus cascos de cuernos se velan las marcas de golpes violentos. Uno de ellos carecía de barba y tenía una
brillante melena negra; el cabello y la barba del otro eran tan rojos como la sangre que habla sobre la
nieve iluminada por el sol.
–Oye –dijo este último–, dime tu nombre para que mis hermanos de Vanaheim sepan quién fue el último
hombre de la banda de Wulfhere que cayó ante la espada de Heimdul.
–¡No será en Vanaheim –dijo con un gruñido el guerrero de negra cabellera–, sino en Valhalla, donde les
dirás a tus hermanos que encontraste a Conan de Cimmerio!
Heimdul saltó lanzando un rugido mientras su espada describía un arco mortal. Cuando la sibilante hoja
golpeó su casco haciendo saltar chispas azules, Conan se tambaleó y su vista se llenó de un fuego rojo.
Pero después de retroceder, volvió a cobrar fuerzas y lanzó un poderoso mandoble con todas sus fuerzas.
La afilada hoja atravesó las escamas de metal, los huesos y el corazón del enemigo, y el guerrero de
rojos cabellos murió a los pies del cimmerio.
Conan se quedó inmóvil, con la espada suspendida, y se sintió repentinamente invadido por un profundo
cansancio. El resplandor del sol sobre la nieve cortaba sus ojos como un cuchillo, mientras que el cielo
parecia encogerse extrañamente. Se alejó de aquella planicie en la que los guerreros de barba rubia
yacían entrelazados con los asesinos de rojas barbas en un abrazo de muerte. Había dado unos pocos
pasos cuando el resplandor de los campos nevados comenzó a atenuarse. Lo envolv,ió una oleada de luz
cegadora y se desplomó sobre la nieve apoyado en un brazo, tratando de sacudirse la ceguera como un
león sacude su melena.
Una risa cantarina rasgó su inconsciencia, y notó que la vista se le aclaraba poco a poco. Conan miró
hacia arriba; habla algo extraño en el paisaje, algo que no podía precisar ni definir, como un tinte
especial y desusado que coloreaba la tierra y el cielo. Pero no pensó mucho tiempo en ello. Ante él,
balanceándose como un árbol joven al viento, había una mujer. Al bárbaro, todavía aturdido, el cuerpo
erguido de la muchacha le parecía hecho de marfil; con excepción de un ligero velo de gasa,. estaba
desnuda como el día. Sus delicados pies eran más blancos que la nieve que pisaban. Finalmente la joven
se echó a reír, mirando fijamente al desconcertado guerrero; su risa era más dulce que el murmullo de las
fuentes cantarinas, pero estaba cargada de una ironía cruel.
–¿Quién eres? –le preguntó el cimmerio–. ¿De dónde vienes?
–¿Qué importa? –repuso ella, con una voz más musical que un arpa de cuerdas plateadas, pero cargada
de crueldad.
–Puedes llamar a tus hombres –dijo Conan aferrando su espada–. Aunque no me responden del todo las
fuerzas, no me cogerán vivo. Veo que eres de Vanir.
–¿Te lo había dicho? –preguntó la joven.
La mirada del cimmerio se posó nuevamente en los rizos rebeldes de la muchacha, que le habían
parecido rojos a primera vista. Ahora veía que aquel cabello no era rojizo ni rubio, sino una gloriosa
combinación de ambos tonos. El la miró fascinado. Su cabello era de un color dorado mágico; el sol se
reflejaba con tal intensidad en su cabellera que el bárbaro apenas podía mirarla. Los ojos de ella no
parecían del todo azules ni absolutamente grises, sino que cambiaban de color con la luz y con el
resplandor de las nubes, creando tonalidades que el bárbaro jamás había visto. Sus labios rojos y
carnosos sonrieron y, desde los ligeros pies hasta la cegadora corona de su cabello rizado, aquel cuerpo
de marfil era tan perfecto como el sueño de un dios. El pulso de Conan martilleó sus sienes.
–No sé si eres de Vanaheim y enemiga mía –dijo él–, o de Aesgaard y, por tanto, amiga. He recorrido
muchas tierras, pero jamás he visto una mujer como tú. Tus rizos me ciegan con su fulgor. Jamás había
visto un cabello semejante, ni siquiera entre las mujeres más blancas de Aesir. Por Ymir...
–¿Y tú quién eres, para jurar por Ymir? –le interrumpió ella con tono burlón–. ¿Qué sabes tú de los
dioses del hielo y de la nieve, tú que vienes del sur para aventurarte entre gentes extrañas?
–¡Por los oscuros dioses de mi propia raza! –gritó Conan furioso–. ¡Aunque no sea un aesir de cabello
dorado, ninguno de ellos ha sido más diestro que yo manejando la espada! Hoy he visto caer muertos a
muchísimos hombres, y sólo yo he sobrevivido en el campo de batalla en el que los hombres de
Wulfhere se enfrentaron con los lobos de Bragi. Dime, mujer, ¿no has visto el brillo de las corazas sobre
las llanuras nevadas? ¿No has visto hombres armados avanzando sobre el hielo?
–He visto brillar la escarcha bajo los rayos del sol –respondió ella–. Y he oído el viento susurrando sobre
las nieves eternas.
Conan movió la cabeza y lanzó un suspiro. Luego dijo:
–Niord debía haberse unido a nosotros antes de que comenzara la batalla. Me temo que él y sus
guerreros hayan sido objeto de una emboscada. Wulfhere y sus hombres están muertos... Yo creí que no
había ninguna aldea en muchas leguas a la redonda, pues la guerra nos llevó muy lejos; pero tú no
puedes haber venido de lejos, con tanta nieve y estando desnuda. Condúceme a tu tribu, si eres de
Aesgaard, pues me siento débil y cansado a causa de los golpes que he recibido y del fragor de la batalla.
–Mi aldea se encuentra más allá de lo que tú puedes recorrer andando, Conan de Cimmeria –dijo ella
riendo.
Después extendió los brazos y se balanceó delante de él, agitando sensualmente su dorada cabellera y
con los ojos oentelleantes semiocultos detrás de sus sedosas pestañas.
–¿No soy hermosa, oh, extranjero?
–Como el alba que juega desnuda sobre la nieve –murmuró Conan con los ojos ardientes como los de un
lobo.
–Entonces, ¿por qué no te levantas y me sigues? ¿Quién es el valiente guerrero que se queda postrado
delante de mí? –dijo ella con voz cantarina y con un sarcasmo enloquecedor–. Quédate acostado sobre la
nieve y muere como los demás necios, Conan el de la negra cabellera. Tú no puedes seguirme a donde
yo te llevaría.
El cimmerio lanzó un juramento y se puso en pie, al tiempo que sus ojos azules centelleaban y su rostro
oscuro, lleno de pequeñas cicatrices se contraía. La ira embargaba su alma, pero el deseo que le
inspiraba el cuerpo tentador que tenía delante le martilleaba las sienes y le hacía hervir la sangre en las
venas. Una pasión feroz y agónica invadía todo su ser, hasta el punto que la tierra y el cielo aparecían
bañados en sangre ante su obnubilada mirada. En medio de su locura, se olvidó del enorme cansancio y
de la debilidad que sentía.
El cimmerio no dijo una sola palabra mientras envainaba la ensangrentada espada y tendía las manos
hacia la muchacha para tocar su carne sueve y delicada. La joven lanzó un leve grito, retrocedió entre
risas y echó a correr, mirándolo de cuando en cuando por encima de su blanco hombro. Conan la siguió
lanzando gruñidos. Se había olvidado de la lucha, de los guerreros armados que yacían bañados en
sangre; se había olvidado de Niord y de sus hombres, que no llegaron a tiempo para la batalla. Sólo tenía
en mente la esbelta silueta blanca qúe parecía flotar en el aire, en lugar de correr sobre la tierra delante
de él.
La persecución continuó a través de la cegadora llanura blanca. El campo rojo había quedado muy atrás,
pero Conan siguió andando con la silenciosa tenacidad de los de su raza. Sus pies, cubiertos con la malla
de acero, rompieron la helada corteza y se hundieron hasta los tobillos en la tierra cubierta de nieve, pero
siguió adelante sostenido por su indomable energía. La muchacha danzaba sobre la nieve ligera como
una pluma flotando en el aire; sus pies desnudos apenas dejaban huellas en la escarcha helada. A pesar
del fuego que ardía en las venas del bárbaro, el frío le mordía a través de la cota de malla y del manto
forrado de piel, pero la joven del tenue velo de gasa corría tan ligera y alegre como si estuviera bailando
entre las palmeras y los jardines de rosas de Poitain.
Ella iba siempre adelante y Conan la seguía. Sus labios resecos lanzaban violentas maldiciones. Tenía
hinchadas las venas de las sienes a causa del esfuerzo y sus dientes rechinaban.
–¡No podrás escapar de mí! –rugió el cimmerio–. ¡Si me conduces a una trampa, apilaré las cabezas de
tu gente a tus pies! ¡Y site ocultas, abriré las montañas hasta que te encuentre! ¡Te seguiré hasta el
mismísimo infierno!
La espuma fluía de los labios del bárbaro mientras la enloquecedora risa de la muchacha llegaba hasta
sus oídos. La joven lo llevó cada vez más lejos hacia el interior de la estepa. A medida que pasaban las
horas y el sol se ocultaba detrás de la línea del horizonte, el paisaje cambiaba; la extensa planicie dio
paso a unas pequeñas colinas que ascendían hasta convertirse en accidentadas cordilleras. Allá a lo lejos,
hacia el norte, Conan divisó una cadena de elevadas montañas, cuyas azules nieves eternas se teñían de
rojo bajo el sol poniente. En el cielo oscuro brilIaban resplandecientes los rayos de la aurora boreal. Se
cxtendlan como un abanico en el cielo, como heladas hojas de una luz gélida que cambiaba de color y
cuya intensidad aumentaba por momentos.
El cielo brillaba por encima de la cabeza de Conan con una luz y un resplandor extraños. La nieve tenía
un brillo misterioso y sobrenatural; por momentos era de un azul helado, !uego de color carmesí o de un
frío tono plateado. Conan seguía avanzando con una determinación inquebrantable a través de aquel
helado reino deslumbrante y encantado, en un laberinto cristalino en el que la única realidad era el
blanco cuerpo que bailaba sobre la nieve lejos~e su alcance..., cada vez más lejos de su alcance.
El cimmerio no se asombró ante la extrañeza de todo aquello, ni siquiera cuando dos gigantescas figuras
se alzaron para cerrarle el paso. Las escamas de las cotas de malla de los desconocidos estaban llenas de
escarcha y sus casos y hachas de guerra estaban cubiertos de hielo. La nieve salpicaba sus cabelleras y
sus barbas estaban blancas de carámbanos y de cristalillos helados. Sus ojos eran tan fríos como la luz
que llegaba a raudales del cielo.
–¡Hermanos! ~exclamó la muchacha bailando entre ellos. ¡Mirad quién me sigue! ¡Os he traído un
hombre para que lo matéis! ¡Arrancádle el corazón para colocarlo humeante sobre la mesa de nuestro
padre!
Los gigantes contestaron con rugidos que parecían el chirriar de los icebergs al rozar contra las heladas
piedras de una costa rocosa. Levantaron las hachas, que brillaron bajo la luz de las estrellas, y en ese
momento el cimmerio se abalanzó como enloquecido sobre ellos. Una helada hoja brilló ante los ojos de
Conan cegándolo con la intensidad de su fulgor. El bárbaro devolvió un terrible mandoble que cercenó
la pierna de uno de sus enemigos a la altura de la rodilla.
La víctima cayó exhalando un lamento y en ese mismo instante Conan~se desplomó sobre la nieve, con
el hombro izquierdo insensible por un certero golpe del otro hombre, del que apenas pudo salvarlo la
malla que llevaba puesta. Conan vio que el otro gigante se cernía sobre él como un coloso tallado en
hielo, recortándose contra el frío cielo. El hacha se abatió... para hundirse en la nieve hasta penetrar
profundamente en la tierra helada, pues Conan se echó a un lado y luego de un salto se puso en pie. El
gigante lanzó un rugido e intentó liberar su hacha, pero mientras lo hacía, la espada de Conan se hundió
en el pecho del hombre con la rapidez de un rayo. Las rodillas del titán se doblaron y éste se derrumbo
lentamente sobre la nieve, que se tiñó de color carmesí por la sangre que manaba del cuello seccionado.
Conan giró rápidamente y vio que la muchacha se encontraba a poca distancia, mirándole con los ojos
muy abiertos por el horror; el aire de soma había desaparecido de su rostro. El cimmerio gritó
violentamente y las gotas de sangre caían por su espada mientras su mano temblaba por la intensidad de
su pasión.
–¡Llama al resto de tus hermanos! –gritó Conan–. ¡Yo echaré sus corazones a los lobos! No podrás
escapar de mi...
Con un grito de horror, la joven se volvió y huyó rápidamente. Ya no se reía ni se burlaba de él cuando
lo miraba por encima de su blanco hombro. Ahora corría como si en ello le fuera la vida. Por más que
Conan forzaba hasta la última fibra de sus músculos y sentía como si las sienes fueran a estallarle. Lo
veía todo de color rojo, la chica seguía alejándose de él bajo los cielos iluminados por los fuegos de
hechicería, hasta que quedó convertida en una figura diminuta, luego en una blanca llama que danzaba
sobre la nieve y por último en una pequeña mancha perdida a lo lejos. Pero aunque los dientes le
rechinaban hasta hacerle brotar sangre de las encías, Conan siguió avanzando hasta que la pequeña
mancha volvió a aparecer a los ojos de Conan como una blanca llama que danzaba, luego como una
minúscula figurilla y por último la muchacha corría a menos de cien pasos delante del cimmerio.
Lentamente, paso a paso, la distancia se iba acortando.
Ahora la joven corría haciendo un visible esfuerzo, con sus rizos dorados flotando al viento. Conan
percibió el intenso jadeo de su pecho y vio el miedo reflejado en sus ojos cuando ella lo miró por encima
del hombro. La resistencia implacable del bárbaro le proporcionó el fruto apetecido. Las fuerzas
parecían abandonar sus blancas piernas; la muchacha corría a menos velocidad aún. En el corazón
indomable de Conan se atizó nuevamente' el fuego infernal que ella había sabido encender. Lanzando un
rugido inhumano, Conan se arrojó sobre la joven en el momento en que ésta se volvía y lanzaba un grito
de espanto, al tiempo que extendía sus brazos para rechazarlo.
La espada del cimmerio cayó sobre la nieve cuando éste ¡trichó a la joven en sus brazos. El esbelto
cuerpo de la muchacha se arqueó hacia atrás mientras luchaba desesperadamente en los brazos de
Conan. Su cabello dorado se agitaba al viento y le caía sobre el rostro, cegando al cimmerio con su
resplandor. El contacto de su hermoso cuerpo que se retorcía entre sus brazos le llevó al borde de la
locura. Los fuertes dedos de Conan se hundieron con fretesí en la suave y blanda carne..., una carne fría
como el hielo. Era como si estuviera abrazando un cuerpo de hielo en lugar del cuerpo de una mujer de
carne y hueso. Ella echó a un lado su dorada cabellera, tratando de esquivar los violentos besos del
bárbaro, que lastimaban sus labios rojos y carnosos.
–Eres fría como la nieve –dijo él como atontado–. Yo te calentaré con el fuego de mi sangre...
Al tiempo que lanzaba un fuerte grito, la joven se resistió con todas sus fuerzas hasta que logró escapar
de los brazos del cimmerio, dejando en ellos su ligero velo de gasa. Ella saltó hacia atrás y se enfrentó
Conan, con sus rizos de oro en completo desorden, su blanco pecho jadeante y sus hermosos ojos
centelleando de horror. Por un momento Conan se quedó paralizado, abrumado ante aquella belleza
terrible que se alzaba desnuda sobre la nieve.
En ese momento ella alzó los brazos hacia las luces que brillaban en el firmamento y exclamó con una
voz que resonaría para siempre en los oídos de Conan:
–¡Ymir! ¡Oh, padre mío, sálvame!
Conan dio un salto hacia adelante con los brazos extendidos para coger a la muchacha cuando, con un
estampido como el de una inmensa montaña al desintegrarse, el cielo entero se cónvirtió en un fuego
helado. El cuerpo de marfil de la muchacha se vio envuelto repentinamente en una llama azulada y fría,
tan cegadora que el cimmerio tuvo que levantar las manos para protegerse los ojos. Durante un breve
instante, los cielos y las montañas nevadas fueron inundadas por crepitantes llamas blancas, azules
dardos de una luz helada y fuegos gélidos de color carmesí.
De pronto Conan se tambaleó y lanzó una exclamación. La muchacha había desaparecido. La
resplandeciente extensión de nieve estaba ahora completamente desierta; por encima de su cabeza las
embrujadas luces jugueteaban
en un cielo helado que parecía haber enloquecido. Entre las distantes montañas azuladas que se alzaban
a lo lejos se oyó un trueno estremecedor, como el de un gigantesco carro de guerra arrastrado por
caballos frenéticos cuyos cascos despedían destellos al chocar contra la nieve, mientras del cielo
llegaban ecos lejanos.
Luego la aurora boreal, las montañas cubiertas de nieve y el cielo llameante comenzaron a dar vueltas
ante los ojos de Conan como si estuvieran ebrios. Miles de bolas de fuego estallaron lanzando una lluvia
de chispas y el mismo cielo se convirtió en una rueda gigantesca que giraba despidiendo estrellas a
medida que daba vueltas. Las montañas nevadas se alzaban como las olas del mar. Entonces el cimmerio
cayó sobre la nieve y quedó inmóvil.
En un gélido y oscuro universo cuyo sol se había extinguido hacía muchísimos eones, Conan sintió el
movimiento de una vida extraña e incierta. Un terremoto hizo temblar la tierra sobre la que yacía, lo
sacudió de un lado a otro y aplastó sus manos y sus pies, haciéndole gritar de dolor y de furia. Entonces
buscó su espada.
–Está volviendo en si, Horsa –dijo una voz–. Date prisa, debemos quitarle el hielo de sus brazos y
piernas, para que pueda volver a empuñar la espada.
–No puede abrir la mano izquierda –dijo el otro con un gruñido–. Está aferrando algo...
Conan abrió los ojos y miró a los hombres barbudos que se inclinaban sobre él. Estaba rodeado de
guerreros altos y rubios, que vestían cotas de malla y pieles.
–¡Conan! –exclamó uno de ello–. ¡Estás vivo!
–¡Por Crom, Niord! –dijo el cimmerio jadeando–. ¿Estoy vivo o estamos todos muertos en Valhalla?
–Estamos vivos –respondió As masajeando los pies helados de Conan–. Nos tendieron una emboscada;
de lo contrario hubiéramos llegado a tiempo para luchar a tu lado. Los cadáveres todavía estaban tibios
cuando aparecimos en el campo de batalla. No te encontramos entre los muertos, de modo que seguimos
tu rastro. Pero Conan, en nombre de Ymir, ¿por qué te fuiste hasta las estepas del norte? Seguimos tus
huellas sobre la nieve durante horas. Si alguna tormenta las hubiera ocultado, jamás te habríamos
encontrado, ¡por Ymir!
–No jures tan a menudo por Ymir –murmuró otro guerrero con aire inquieto, observando las lejanas
montañas–. Esta es su tierra, y cuentan las leyendas que el dios vive en aquellas montañas.
–He visto a una mujer –repuso Conan confusamente–. Nos hablamos encontrado con los hombres de
Bragi ea la llanura. No sé durante cuánto tiempo estuvimos peleando. Fui el único sobreviviente, y
estaba mareado y exhausto. La tierra parecía un sueño; sólo ahora las cosas me parecen naturales y
conocidas. La mujer vino hacia mí, provucandome. Era hermosa como una helada llama del infierno.
Una extraña locura me invadió cuando la miré, y me olvidé de todo. La seguí. ¿No habéis encontrado
sus huellas? ¿Ni habéis visto a los gigantes helados a los que di muerte?
Nior respondió negativamente con un movimiento de la cabeza.
–Sólo encontramos tus huellas en la nieve, Conan –le respondió.
–Entonces es probable que esté loco –dijo Conan aturdido–. Y sin embargo, vosotros no me parecéis
más reales que aquella muchacha de cabellos dorados que corría desnuda sobre la nieve, delante de mí.
No obstante, yo la vi desvanecerse entre mis propias manos, como una llama helada que se extingue
súbitamente.
–Está delirando –musitó uno de los guerreros.
–¡No! –exclamó un hombre más viejo, de ojos salvajes y extraños–. ¡Era Atali, la hija de Ymir, el
gigante de hielo! ¡Ella sale al campo de batalla y se deja ver por los moribundos! Yo la he visto cuando
era un muchacho y estaba medio muerto después de la sangrienta batalla de Wolfraven. La he visto
caminar entre los muertos, sobre la nieve; su cuerpo desnudo brillaba como el marfil y su cabellera
dorada resplandecía con un fulgor insoportable a la luz de la luna. Yo me acosté en el suelo y aullé como
un perro moribundo porque no podía arrastrarme tras ella. Atrae a los sobrevivientes de las batallas y los
lleva a los páramos para que sus hermanos, los gigantes de hielo, les den muerte; después les arrancan el
corazón y lo depositan en la mesa de Ymir. ¡El cimmerio ha visto a Atali, la hija del gigante helado!
–¡Bah! –gruñó Horsa–. El viejo Orom ha quedado mal de la cabeza por una herida que recibió en su
juventud. Conan estaba delirando por los golpes recibidos en el fragor de la batalla; mirad cuántas
abolladuras tiene en el casco. Cualquiera de esos golpes pudo afectarle el cerebro. Lo que anduvo
siguiendo por las estepas no era más que una alucinación. El cimmerio viene del sur; ¿qué sabe él acerca
de Atali?
–Quizá tengas razón –murmuró Conan–. Todo era tan extraño, tan misterioso y sobrenatural... ¡Por
Crom!
Conan se calló y miró algo que todavía aferraba con fuerza en la mano izquierda. Los demás se
quedaron boquiabiertos cuando vieron que sostenía un tenue velo de gasa..., un velo de gasa tan ligero y
delicado que no pudo haber sido tejido por manos humanas.
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