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martes, 27 de diciembre de 2011

LA MASCARA DE LA MUERTE ROJA



EDGAR ALLAN POE 

LA MASCARA DE LA 

MUERTE ROJA 

Texto de dominio público.




LA MASCARA DE LA MUERTE ROJA

Edgar Allan Poe

Durante mucho tiempo, la «Muerte Roja» había devastado la región. Jamás pestilencia alguna

fue tan fatal y espantosa. Su avatar era la sangre, el color y el horror de la sangre. Se producían agudos

dolores, un súbito desvanecimiento y, después, un abundante sangrar por los poros y la disolución del

ser. Las manchas purpúreas por el cuerpo, y especialmente por el rostro de la víctima, desechaban a

ésta de la Humanidad y la cerraban a todo socorro y a toda compasión. La invasión, el progreso y el

resultado de la enfermedad eran cuestión de media hora.

Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios perdieron la mitad de

su población, reunió a un millar de amigos fuertes y de corazón alegre, elegidos entre los caballeros y las

damas de su corte, y con ellos constituyó un refugio recóndito en una de sus abadías fortificadas. Era una

construcción vasta y magnífica, una creación del propio príncipe, de gusto excéntrico, pero grandioso.

Rodeábala un fuerte y elevado muro, con sus correspondientes puertas de hierro. Los cortesanos, una

vez dentro, se sirvieron de hornillos y pesadas mazas para soldar los cerrojos. Decidieron atrincherarse

contra los súbitos impulsos de la desesperación del exterior e impedir toda salida a los frenesíes del

interior.

La abadía fue abastecida copiosamente. Gracias a tales precauciones los cortesanos podían

desafiar el contagio. El mundo exterior, que se las compusiera como pudiese. Por lo demás, sería locura

afligirse o pensar en él. El príncipe había provisto aquella mansión de todos los medios de placer. Había

bufones, improvisadores, danzarines, músicos, lo bello en todas sus formas, y había vino. En el interior

existía todo esto, además de la seguridad. Afuera, la «Muerte Roja».

Ocurrió a fines del quinto o sexto mes de su retiro, mientras la plaga hacía grandes estragos

afuera, cuando el príncipe Próspero proporcionó a su millar de amigos un baile de máscaras de la más

insólita magnificencia.

¡Qué voluptuoso cuadro el de ese baile de máscaras! Permítaseme describir los salones donde

tuvo efecto. Eran siete, en una hilera imperial. En muchos palacios estas hileras de salones constituyen

largas perspectivas en línea recta cuando los batientes de las puertas están abiertos de par en par, de

modo que la mirada llega hasta el final sin obstáculo. Aquí, el caso era muy distinto, como se podía

esperar por parte del duque y de su preferencia señaladísima por lo bizarre. Las salas estaban

dispuestas de modo tan irregular que la mirada solamente podía alcanzar una cada vez. Al cabo de un

espacio de veinte o treinta yardas encontrábase una súbita revuelta, y en cada esquina, un aspecto

diferente.

A derecha e izquierda, en medio de cada pared, una alta y estrecha ventana gótica comunicaba

con un corredor cerrado que seguía las sinuosidades del aposento. Cada ventanal estaba hecho de

vidrios de colores que armonizaban con el tono dominante de la decoración del salón para el cual se

abría. El que ocupaba el extremo oriental, por ejemplo, estaba decorado en azul, y los ventanales eran de

un azul vivo. El segundo aposento estaba ornado y guarnecido de púrpura, y las vidrieras eran purpúreas.

El tercero, enteramente verde, y verdes sus ventanas. El cuarto, anaranjado, recibía la luz a través de

una ventana anaranjada. El quinto, blanco, y el sexto, violeta. El séptimo salón estaba rigurosamente

forrado por colgaduras de terciopelo negro, que revestían todo el techo y las paredes y caían sobre un

tapiz de la misma tela y del mismo color. Pero solamente en este aposento el color de las vidrieras no

correspondía al del decorado.

Los ventanales eran escarlata, de un intenso color de sangre. Ahora bien: no veíase lámpara ni

candelabro alguno en estos siete salones, entre los adornos de las paredes o del techo artesonado. Ni

lámparas ni velas; ninguna claridad de esta clase, en aquella larga hilera de habitaciones. Pero en los

corredores que la rodeaban, exactamente enfrente de cada ventana, levantábase un enorme trípode con

un brasero resplandeciente que proyectaba su claridad a través de los cristales coloreados e iluminaba la

sala de un modo deslumbrante. Producíase así una infinidad de aspectos cambiantes y fantásticos.

Pero en el salón de poniente, en la cámara negra, la claridad del brasero, que se reflejaba sobre

las negras tapicerías a través de los cristales sangrientos, era terriblemente siniestra y prestaba a las

fisonomías de los imprudentes que penetraban en ella un aspecto tan extraño, que muy pocos bailarines

tenían valor para pisar su mágico recinto.

También en este salón erguíase, apoyado contra el muro de poniente, un gigantesco reloj de

ébano. Su péndulo movíase con un tictac sordo, pesado y monótono. Y cuando el minutero completaba el

circuito de la esfera e iba a sonar la hora, salía de los pulmones de bronce de la máquina un sonido claro,

estrepitoso, profundo y extraordinariamente musical, pero de un timbre tan particular y potente que, de

hora en hora, los músicos de la orquesta veíanse obligados a interrumpir un instante sus acordes para

escuchar el sonido. Los valsistas veíanse forzados a cesar en sus evoluciones.

Una perturbación momentánea recorría toda aquella multitud, y mientras sonaban las campanas

notábase que los más vehementes palidecían y los más sensatos pasábanse las manos por la frente,

pareciendo sumirse en meditación o en un sueño febril. Pero una vez desaparecía por completo el eco,

una ligera hilaridad circulaba por toda la reunión. Los músicos mirábanse entre sí y reíanse de sus

nervios y de su locura, y jurábanse en voz baja unos a otros que la próxima vez que sonaran las

campanadas no sentirían la misma impresión. Y luego, cuando después de la fuga de los sesenta

minutos que comprenden los tres mil seiscientos segundos de la hora desaparecida, cuando llegaba una

nueva campanada del reloj fatal, se producía el mismo estremecimiento, el mismo escalofrío y el mismo

sueño febril.

Pero, a pesar de todo esto, la orgía continuaba alegre y magnífica. El gusto del duque era muy

singular. Tenía una vista segura por lo que se refiere a colores y efectos. Despreciaba el decora de moda.

Sus proyectos eran temerarios y salvajes, y sus concepciones brillaban con un esplendor bárbaro.

Muchas gentes lo consideraban loco. Sus cortesanos sabían perfectamente que no lo era. Sin embargo,

era preciso oírlo, verlo, tocarlo, para asegurarse de que no lo estaba.

En ocasión de esta gran fête, había dirigido gran parte de la decoración de los muebles, y su

gusto personal había dirigido el estilo de los disfraces. No hay duda de que eran concepciones grotescas.

Era deslumbrador, brillante. Había cosas chocantes y cosas fantásticas, mucho de lo que después se ha

visto en “Hernani”. Había figuras arabescas, con miembros y aditamentos inapropiados.

Delirantes fantasías, atavíos como de loco. Había mucho de lo bello, mucho de lo licencioso,

mucho de lo bizarre, algo de lo terrible y no poco de lo que podría haber producido repugnancia. De un

lado a otro de las siete salas pavoneábase una muchedumbre de pesadilla. Y esa multitud —la

pesadilla— contorsionábase en todos sentidos, tiñéndose del color de los salones, haciendo que la

música pareciera el eco de sus propios pasos.

De pronto, repica de nuevo el reloj de ébano que se encuentra en el salón de terciopelo. Por un

instante queda entonces todo parado; todo guarda silencio, excepto la voz del reloj. Las figuras de

pesadilla quédanse yertas, paradas. Pero los ecos de la campana se van desvaneciendo. No han durado

sino un instante, y, apenas han desaparecido, una risa leve mal reprimida se cierne por todos lados. Y

una vez más, la música suena, vive en los ensueños.

De un lado a otro, retuércense más alegremente que nunca, reflejando el color de las ventanas

distintamente teñidas y a través de las cuales fluyen los rayos de los trípodes. Pero en el salón más

occidental de los siete no hay ahora máscara ninguna que se atreva a entrar, porque la noche va

transcurriendo. Allí se derrama una luz más roja a través de los cristales color de sangre, y la oscuridad

de las cortinas teñidas de negro es aterradora. Y a los que pisan la negra alfombra llégales del cercano

reloj de ébano un más pesado repique, más solemnemente acentuado que el que hiere los oídos de las

máscaras que se divierten en las salas más apartadas.

Pero en estas otras salas había una densa muchedumbre. En ellas latía febrilmente el corazón de

la vida. La fiesta llegaba a su pleno arrebato cuando, por último, sonaron los tañidos de medianoche en el

reloj. Y, entonces, la música cesó, como ya he dicho, y apaciguáronse las evoluciones de los danzarines.

Y, como antes, se produjo una angustiosa inmovilidad en todas las cosas. Pero el tañido del reloj había

de reunir esta vez doce campanadas. Por esto ocurrió tal vez, que, con el mayor tiempo, se insinuó en las

meditaciones de los pensativos que se encontraban entre los que se divertían mayor cantidad de

pensamientos. Y, quizá por lo mismo, varias personas entre aquella muchedumbre, antes que se
hubiesen ahogado en el silencio los postreros ecos de la última campanada, habían tenido tiempo para

darse cuenta de la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la

atención de nadie, Y al difundirse en un susurro el rumor de aquella nueva intrusión, se suscitó entre

todos los concurrentes un cuchicheo o murmullo significativo de asombro y desaprobación. Y luego,

finalmente, el terror, el pavor y el asco.

En una reunión de fantasmas como la que he descrito puede muy bien suponerse que ninguna

aparición ordinaria hubiera provocado una sensación como aquélla. A decir verdad, la libertad

carnavalesca de aquella noche era casi ilimitada. Pero el personaje en cuestión había superado la

extravagancia de un Herodes y los límites complacientes, no obstante, de la moralidad equívoca e

impuesta por el príncipe. En los corazones de los hombres más temerarios hay cuerdas que no se dejan

tocar sin emoción. Hasta en los más depravados, en quienes la vida y la muerte son siempre motivo de

juego, hay cosas con las que no se puede bromear. Toda la concurrencia pareció entonces sentir

profundamente lo inadecuado del traje y de las maneras del desconocido. El personaje era alto y

delgado, y estaba envuelto en un sudario que lo cubría de la cabeza a los pies.

La máscara que ocultaba su rostro representaba tan admirablemente la rígida fisonomía de un

cadáver, que hasta el más minucioso examen hubiese descubierto con dificultad el artificio. Y, sin

embargo, todos aquellos alegres locos hubieran soportado, y tal vez aprobado aquella desagradable

broma. Pero la máscara había llegado hasta el punto de adoptar el tipo de la «Muerte Roja». Sus

vestiduras estaban manchadas de sangre, y su ancha frente, así como sus demás facciones, se

encontraban salpicadas con el horror escarlata.

Cuando los ojos del príncipe Próspero se fijaron en aquella figura espectral (que con pausado y

solemne movimiento, como para representar mejor su papel, pavoneábase de un lado a otro entre los

que bailaban), se le vio, en el primer momento, conmoverse por un violento estremecimiento de terror y

de asco. Pero, un segundo después, su frente enrojeció de ira.

—¿Quién se atreve —preguntó con voz ronca a los cortesanos que se hallaban junto a él—,

quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfema? ¡Apoderaos de él y desenmascararse, para que

sepamos a quién hemos de ahorcar en nuestras almenas al salir el sol!.

Ocurría esto en el salón del Este, o cámara azul, donde hallábase el príncipe Próspero al

pronunciar estas palabras. Resonaron claras y potentes a través de los siete salones, pues el príncipe era

un hombre impetuoso y fuerte, y la música había cesado a un ademán de su mano.

Ocurría esto en la cámara azul, donde hallábase el príncipe rodeado de un grupo de pálidos

cortesanos. Al principio, mientras hablaba, hubo un ligero movimiento de avance de este grupo hacia el

intruso, que, en tal instante, estuvo también al alcance de sus manos, y que ahora, con paso tranquilo y

majestuoso, acercábase cada vez más al príncipe. Pero por cierto terror indefinido, que la insensata

arrogancia del enmascarado había inspirado a toda la concurrencia, nadie hubo que pusiera mano en él

para prenderle, de tal modo que, sin encontrar obstáculo alguno, pasó a una yarda del príncipe, y

mientras la inmensa asamblea, como obedeciendo a un mismo impulso, retrocedía desde el centro de la

sala hacia las paredes, él continuó sin interrupción su camino, con aquel mismo paso solemne y

mesurado que le había distinguido desde su aparición, pasando de la cámara azul a la purpúrea, de la

purpúrea a la verde, de la verde a la anaranjada, de ésta a la blanca, y llegó a la de color violeta antes de

que se hubiera hecho un movimiento decisivo para detenerle.

Sin embargo, fue entonces cuando el príncipe Próspero, exasperado de ira y vergüenza por su

momentánea cobardía, se lanzó precipitadamente a través de las seis cámaras, sin que nadie lo siguiera

a causa del mortal terror que de todos se había apoderado. Blandía un puñal desenvainado, y se había

acercado impetuosamente a unos tres o cuatro pies de aquella figura que se batía en retirada, cuando

ésta, habiendo llegado al final del salón de terciopelo, volvióse bruscamente e hizo frente a su

perseguidor. Sonó un agudo grito y la daga cayó relampagueante sobre la fúnebre alfombra, en la cual,

acto seguido, se desplomó, muerto, el príncipe Próspero.

Entonces, invocando el frenético valor de la desesperación, un tropel de máscaras se precipitó a

un tiempo en la negra estancia, y agarrando al desconocido, que manteníase erguido e inmóvil como una

gran estatua a la sombra del reloj de ébano, exhalaron un grito de terror inexpresable, viendo que bajo el

sudario y la máscara de cadáver que habían aferrado con energía tan violenta no se hallaba forma

tangible alguna.

Y, entonces, reconocieron la presencia de la «Muerte Roja», Había llegado como un ladrón en la

noche, y, uno por uno, cayeron los alegres libertinos por las salas de la orgía, inundados de un rocío

sangriento. Y cada uno murió en la desesperada postura de su caída.

Y la vida del reloj de ébano extinguióse con la del último de aquellos licenciosos. Y las llamas de

los trípodes se extinguieron. Y la tiniebla, y la ruina, y la «Muerte Roja» tuvieron sobre todo aquello

ilimitado dominio.

F I N


EDGAR ALLAN POE

EL BARRIL DE

AMONTILLADO



EL BARRIL DE AMONTILLADO

Edgar Allan Poe

Lo mejor que pude había soportado las mil injurias de Fortunato. Pero cuando llegó el insulto, juré

vengarme. Vosotros, que conocéis tan bien la naturaleza de mi carácter, no llegaréis a suponer, no

obstante, que pronunciara la menor palabra con respecto a mi propósito. A la larga, yo sería vengado.

Este era ya un punto establecido definitivamente. Pero la misma decisión con que lo había resuelto

excluía toda idea de peligro por mi parte. No solamente tenía que castigar, sino castigar impunemente.

Una injuria queda sin reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador. Igualmente queda sin

reparación cuando esta deja de dar a entender a quien le ha agraviado que es él quien se venga.

Es preciso entender bien que ni de palabra, ni de obra, di a Fortunato motivo para que

sospechara de mi buena voluntad hacia él. Continué, como de costumbre, sonriendo en su presencia, y él

no podía advertir que mi sonrisa, entonces, tenía como origen en mí la de arrebatarle la vida.

Aquel Fortunato tenía un punto débil, aunque, en otros aspectos, era un hombre digno de toda

consideración, y aun de ser temido. Se enorgullecía siempre de ser un entendido en vinos. Pocos

italianos tienen el verdadero talento de los catadores. En la mayoría, su entusiasmo se adapta con

frecuencia a lo que el tiempo y la ocasión requieren, con objeto de dedicarse a engañar a los millionaires

ingleses y austríacos. En pintura y piedras preciosas, Fortunato, como todos sus compatriotas, era un

verdadero charlatán; pero en cuanto a vinos añejos, era sincero. Con respecto a esto, yo no difería

extraordinariamente de él. También yo era muy experto en lo que se refiere a vinos italianos, y siempre

que se me presentaba ocasión compraba gran cantidad de éstos.

Una tarde, casi al anochecer, en plena locura del Carnaval, encontré a mi amigo. Me acogió con

excesiva cordialidad, porque había bebido mucho. El buen hombre estaba disfrazado de payaso. Llevaba

un traje muy ceñido, un vestido con listas de colores, y coronaba su cabeza con un sombrerillo cónico

adornado con cascabeles. Me alegré tanto de verle, que creí no haber estrechado jamás su mano como

en aquel momento.

—Querido Fortunato —le dije en tono jovial—, este es un encuentro afortunado. Pero ¡qué buen

aspecto tiene usted hoy! El caso es que he recibido un barril de algo que llaman amontillado, y tengo mis

dudas.

—¿Cómo? —dijo él—. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y en pleno Carnaval!

—Por eso mismo le digo que tengo mis dudas —contesté—, e iba a cometer la tontería de

pagarlo como si se tratara de un exquisito amontillado, sin consultarle. No había modo de encontrarle a

usted, y temía perder la ocasión.

—¡Amontillado!

—Tengo mis dudas.

—¡Amontillado!

—Y he de pagarlo.

—¡Amontillado!

—Pero como supuse que estaba usted muy ocupado, iba ahora a buscar a Luchesi. Él es un

buen entendido. Él me dirá...

—Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado del jerez.

—Y, no obstante, hay imbéciles que creen que su paladar puede competir con el de usted.

—Vamos, vamos allá.

—¿Adónde?

—A sus bodegas.

—No mi querido amigo. No quiero abusar de su amabilidad. Preveo que tiene usted algún

compromiso. Luchesi...

—No tengo ningún compromiso. Vamos.

—No, amigo mío. Aunque usted no tenga compromiso alguno, veo que tiene usted mucho frío.

Las bodegas son terriblemente húmedas; están materialmente cubiertas de salitre.

—A pesar de todos, vamos. No importa el frío. ¡Amontillado! Le han engañado a usted, y Luchesi

no sabe distinguir el jerez del amontillado.

Diciendo esto, Fortunato me cogió del brazo. Me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome

bien al cuerpo mi roquelaire, me dejé conducir por él hasta mi palazzo.

Los criados no estaban en la casa. Habían escapado para celebrar la festividad del Carnaval. Ya

antes les había dicho que yo no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes concretas para

que no estorbaran por la casa. Estas órdenes eran suficientes, de sobra lo sabía yo, para asegurarme la

inmediata desaparición de ellos en cuanto volviera las espaldas.

Cogí dos antorchas de sus hacheros, entregué a Fortunato una de ellas y le guié, haciéndole

encorvarse a través de distintos aposentos por el abovedado pasaje que conducía a la bodega. Bajé

delante de él una larga y tortuosa escalera, recomendándole que adoptara precauciones al seguirme.

Llegamos, por fin, a los últimos peldaños, y nos encontramos, uno frente a otro, sobre el suelo húmedo

de las catacumbas de los Montresors.

El andar de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de su gorro cónico resonaban a cada una de

sus zancadas.

—¿Y el barril? —preguntó.

—Está más allá —le contesté—. Pero observe usted esos blancos festones que brillan en las

paredes de la cueva.

Se volvió hacia mí y me miró con sus nubladas pupilas, que destilaban las lágrimas de la

embriaguez.

—¿Salitre? —me preguntó, por fin.

—Salitre —le contesté—. ¿Hace mucho tiempo que tiene usted esa tos?

—¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem!...!

A mi pobre amigo le fue imposible contestar hasta pasados unos minutos.

—No es nada —dijo por último.

—Venga —le dije enérgicamente—. Volvámonos. Su salud es preciosa, amigo mío. Es usted rico,

respetado, admirado, querido. Es usted feliz, como yo lo he sido en otro tiempo. No debe usted

malograrse. Por lo que mí respecta, es distinto. Volvámonos. Podría usted enfermarse y no quiero cargar

con esa responsabilidad. Además, cerca de aquí vive Luchesi...

—Basta —me dijo—. Esta tos carece de importancia. No me matará. No me moriré de tos.

—Verdad, verdad —le contesté—. Realmente, no era mi intención alarmarle sin motivo, pero

debe tomar precauciones. Un trago de este medoc le defenderá de la humedad.

Y diciendo esto, rompí el cuello de una botella que se hallaba en una larga fila de otras análogas,

tumbadas en el húmedo suelo.

—Beba —le dije, ofreciéndole el vino.

Se llevó la botella a los labios, mirándome de soslayo. Hizo una pausa y me saludo con

familiaridad. Los cascabeles sonaron.

—Bebo —dijo— a la salud de los enterrados que descansan en torno nuestro.

—Y yo, por la larga vida de usted.

De nuevo me cogió de mi brazo y continuamos nuestro camino.

—Esas cuevas —me dijo— son muy vastas.

—Los Montresors —le contesté— era una grande y numerosa familia.

—He olvidado cuáles eran sus armas.

—Un gran pie de oro en campo de azur. El pie aplasta a una serpiente rampante, cuyos dientes

se clavan en el talón.

—¿Y cual es la divisa?

—Nemo me impune lacessit

—¡Muy bien! —dijo.

Brillaba el vino en sus ojos y retiñían los cascabeles. También se caldeó mi fantasía a causa del

medoc. Por entre las murallas formadas por montones de esqueletos, mezclados con barriles y toneles,

llegamos a los más profundos recintos de las catacumbas. Me detuve de nuevo, esta vez me atreví a

coger a Fortunato de un brazo, más arriba del codo.

—El salitre —le dije—. Vea usted cómo va aumentando. Como si fuera musgo, cuelga de las

bóvedas. Ahora estamos bajo el lecho del río. Las gotas de humedad se filtran por entre los huesos.

Venga usted. Volvamos antes de que sea muy tarde. Esa tos...

—No es nada —dijo—. Continuemos. Pero primero echemos otro traguito de medoc.

Rompí un frasco de vino de De Grave y se lo ofrecí. Lo vació de un trago. Sus ojos llamearon con

ardiente fuego. Se echó a reír y tiró la botella al aire con un ademán que no pude comprender.

Le miré sorprendido. Él repitió el movimiento, un movimiento grotesco.

—¿No comprende usted? —preguntó.

—No —le contesté.

—Entonces, ¿no es usted de la hermandad?

—¿Cómo?

—¿No pertenece usted a la masonería?

—Sí, sí —dije—; sí, sí.

—¿Usted? ¡Imposible! ¿Un masón?

—Un masón —repliqué.

—A ver, un signo —dijo.

—Este —le contesté, sacando de debajo de mi roquelaire una paleta de albañil.

—Usted bromea —dijo, retrocediendo unos pasos—. Pero, en fin, vamos por el amontillado.

—Bien —dije, guardando la herramienta bajo la capa y ofreciéndole de nuevo mi brazo.

Se apoyó pesadamente en él y seguimos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos por

debajo de una serie de bajísimas bóvedas, bajamos, avanzamos luego, descendimos después y llegamos

a una profunda cripta, donde la impureza del aire hacía enrojecer más que brillar nuestras antorchas.

En lo más apartado de la cripta descubríase otra menos espaciosa. En sus paredes habían sido

alineados restos humanos de los que se amontonaban en la cueva de encima de nosotros, tal como en

las grandes catacumbas de París.

Tres lados de aquella cripta interior estaban también adornados del mismo modo.

Del cuarto habían sido retirados los huesos y yacían esparcidos por el suelo, formando en un

rincón un montón de cierta altura. Dentro de la pared, que había quedado así descubierta por el

desprendimiento de los huesos, veíase todavía otro recinto interior, de unos cuatro pies de profundidad y

tres de anchura, y con una altura de seis o siete. No parecía haber sido construido para un uso

determinado, sino que formaba sencillamente un hueco entre dos de los enormes pilares que servían de

apoyo a la bóveda de las catacumbas, y se apoyaba en una de las paredes de granito macizo que las

circundaban.

En vano, Fortunato, levantando su antorcha casi consumida, trataba de penetrar la profundidad

de aquel recinto. La débil luz nos impedía distinguir el fondo.

—Adelántese —le dije—. Ahí está el amontillado. Si aquí estuviera Luchesi...

—Es un ignorante —interrumpió mi amigo, avanzando con inseguro paso y seguido

inmediatamente por mí.

En un momento llegó al fondo del nicho, y, al hallar interrumpido su paso por la roca, se detuvo

atónito y perplejo. Un momento después había yo conseguido encadenarlo al granito. Había en su

superficie dos argollas de hierro, separadas horizontalmente una de otra por unos dos pies. Rodear su

cintura con los eslabones, para sujetarlo, fue cuestión de pocos segundos. Estaba demasiado aturdido

para ofrecerme resistencia. Saqué la llave y retrocedí, saliendo del recinto.

—Pase usted la mano por la pared —le dije—, y no podrá menos que sentir el salitre. Está, en

efecto, muy húmeda. Permítame que le ruegue que regrese. ¿No? Entonces, no me queda más remedio

que abandonarlo; pero debo antes prestarle algunos cuidados que están en mi mano.

—¡El amontillado! —exclamó mi amigo, que no había salido aún de su asombro.

—Cierto —repliqué—, el amontillado.

Y diciendo estas palabras, me atareé en aquel montón de huesos a que antes he aludido.

Apartándolos a un lado no tarde en dejar al descubierto cierta cantidad de piedra de construcción y

mortero. Con estos materiales y la ayuda de mi paleta, empecé activamente a tapar la entrada del nicho.

Apenas había colocado al primer trozo de mi obra de albañilería, cuando me di cuenta de que la

embriaguez de Fortunato se había disipado en gran parte.

El primer indicio que tuve de ello fue un gemido apagado que salió de la profundidad del recinto.

No era ya el grito de un hombre embriagado. Se produjo luego un largo y obstinado silencio. Encima de la

primera hilada coloqué la segunda, la tercera y la cuarta. Y oí entonces las furiosas sacudidas de la

cadena. El ruido se prolongó unos minutos, durante los cuales, para deleitarme con él, interrumpí mi tarea

y me senté en cuclillas sobre los huesos. Cuando se apaciguó, por fin, aquel rechinamiento, cogí de

nuevo la paleta y acabé sin interrupción las quinta, sexta y séptima hiladas. La pared se hallaba entonces

a la altura de mi pecho. De nuevo me detuve, y, levantando la antorcha por encima de la obra que había

ejecutado, dirigí la luz sobre la figura que se hallaba en el interior.

Una serie de fuertes y agudos gritos salió de repente de la garganta del hombre encadenado,

como si quisiera rechazarme con violencia hacia atrás.

Durante un momento vacilé y me estremecí. Saqué mi espada y empecé a tirar estocadas por el

interior del nicho. Pero un momento de reflexión bastó para tranquilizarme. Puse la mano sobre la maciza

pared de piedra y respiré satisfecho. Volví a acercarme a la pared, y contesté entonces a los gritos de

quien clamaba. Los repetí, los acompañé y los vencí en extensión y fuerza. Así lo hice, y el que gritaba

acabó por callarse.

Ya era medianoche, y llegaba a su término mi trabajo. Había dado fin a las octava, novena y

décima hiladas. Había terminado casi la totalidad de la oncena, y quedaba tan sólo una piedra que

colocar y revocar. Tenía que luchar con su peso. Sólo parcialmente se colocaba en la posición necesaria.

Pero entonces salió del nicho una risa ahogada, que me puso los pelos de punta. Se emitía con una voz

tan triste, que con dificultad la identifiqué con la del noble Fortunato. La voz decía:

—¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Buena broma, amigo, buena broma! ¡Lo que nos reiremos luego en el

palazzo, ¡je, je, je! a propósito de nuestro vino! ¡Je, je, je!

—El amontillado —dije.

—¡Je, je, je! Sí, el amontillado. Pero, ¿no se nos hace tarde? ¿No estarán esperándonos en el

palazzo Lady Fortunato y los demás? Vámonos.

—Sí —dije—; vámonos ya.

—¡Por el amor de Dios, Montresor!

—Sí —dije—; por el amor de Dios.

En vano me esforcé en obtener respuesta a aquellas palabras. Me impacienté y llamé en alta voz:

—¡Fortunato!

No hubo respuesta, y volví a llamar.

—¡Fortunato!

Tampoco me contestaron. Introduje una antorcha por el orificio que quedaba y la dejé caer en el

interior. Me contestó sólo un cascabeleo. Sentía una presión en el corazón, sin duda causada por la

humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Con muchos esfuerzos coloqué en su

sitio la última piedra y la cubrí con argamasa. Volví a levantar la antigua muralla de huesos contra la

nueva pared. Durante medio siglo, nadie los ha tocado. In pace requiescat!

F I N




El Corazón Delator

Edgar Allan Poe

¡ES VERDAD! nervioso, muy, muy terriblemente nervioso yo había sido y soy; ¿pero por qué dirán

ustedes que soy loco? La enfermedad había aguzado mis sentidos, no destruido, no entorpecido. Sobre

todo estaba la penetrante capacidad de oír. Yo oí todas las cosas en el cielo y en la tierra. Yo oí

muchas cosas en el infierno. ¿Cómo entonces soy yo loco? ¡Escuchen! y observen cuan

razonablemente, cuan serenamente, puedo contarles toda la historia.

Es imposible decir cómo primero la idea entró en mi cerebro, pero, una vez concebida, me acosó día y

noche. Objeto no había ninguno. Pasión no había ninguna. Yo amé al viejo. El nunca me había hecho

mal. Él no me había insultado. De su oro no tuve ningún deseo. ¡Creo que fue su ojo! Sí, ¡fue eso!

Uno de sus ojos parecía como el de un buitre -- un ojo azul pálido con una nube encima. Cada vez que

caía sobre mí, la sangre se me helaba, y entonces de a poco, muy gradualmente, me decidí a tomar la

vida del viejo, y así librarme del ojo para siempre.

Ahora éste es el punto. Ustedes me imaginan loco. Los locos no saben nada. Pero ustedes deberían

haberme visto. Ustedes deberían haber visto cuan sabiamente yo procedí --¡con qué cuidado! -- ¡con

qué previsión, con qué disimulo, yo me puse a trabajar! Nunca fui más amable con el viejo que

durante toda la semana antes de matarlo. Y cada noche cerca de la medianoche yo giraba el picaporte

de su puerta y lo abría, ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando había hecho una apertura suficiente

para mi cabeza, ponía una oscura linterna sorda todo cerrada, cerrada para que ninguna luz saliera, y

entonces metía mi cabeza. ¡Oh, ustedes habrían reído al ver cuan hábilmente la metía! La movía

lentamente, muy, muy lentamente, para no perturbar el sueño del viejo. Me tomó una hora poner mi

cabeza entera dentro de la apertura hasta poder ver como él yacía sobre su cama. ¡Ja! ¿habría sido un

loco tan inteligente como para hacer esto? Y entonces cuando mi cabeza estaba bien dentro del cuarto

abrí la linterna cuidadosamente -- oh, tan cuidadosamente -- cuidadosamente (ya que los goznes

crujían), la abrí apenas tanto como para que un único rayo delgado cayera sobre el ojo de buitre. Y

esto lo hice durante siete largas noches, cada noche sólo a la medianoche, pero encontraba el ojo

siempre cerrado, y así era imposible hacer el trabajo, porque no era el viejo quien me vejaba sino su

Ojo Perverso. Y todas las mañanas, cuando el día irrumpía, iba con audacia a su cuarto y le hablaba

valientemente, llamándolo por su nombre en un tono cordial, y averiguando cómo había pasado la

noche. Entonces pueden ver que tendría que haber sido un viejo muy profundo, en verdad, para

sospechar que cada noche, cerca de las doce, yo lo observaba mientras dormía.

Hacia la octava noche fui más precavido que lo común en abrir la puerta. El minutero de un reloj se

mueve con más rapidez que mi propia mano. Nunca antes de esa noche había yo sentido el alcance de

mis propias facultades, de mi sagacidad. Apenas podía contener mis sentimientos de triunfo. Pensar

que allí estaba yo, abriendo la puerta poco a poco, y él ni siquiera soñaba con mis actos o

pensamientos secretos. Yo casi reí con la idea, y quizás él me oyó, ya que de repente se movió en la

cama como alarmado. Ahora ustedes pueden pensar que di marcha atrás -- pero no. Su cuarto era tan

como negro como la brea con la pesada oscuridad (las persianas estaban bien cerradas por el miedo a

los ladrones), y por eso sabía que él no podía ver que la puerta se abría, y seguí empujándola

constantemente, constantemente.

Entré mi cabeza, y estaba por abrir la linterna, cuando mi pulgar se resbaló sobre la lata que la

cerraba, y el viejo saltó en la cama, gritando, "¿Quién anda ahí?"

Me quedé muy quieto y no dije nada. Durante una hora entera no moví ni un músculo, y mientras

tanto no lo oí acostarse. Todavía estaba sentado en la cama, escuchando; al igual que yo lo he hecho

noche tras noche escuchando los relojes de la muerte en la pared.

En un momento, oí un suave gemido, y supe que era el gemido del terror mortal. No era un gemido de

dolor o de pena -- ¡oh, no! Era el sonido sofocado que se levanta desde el fondo del alma cuando ésta

se sobrecarga de temor. Yo conocía bien el sonido. Hace algunas noches, justo a medianoche, cuando

todo el mundo dormía, ha brotado de mi propio pecho, profundizando, con su tremendo eco, los

terrores que me enloquecían. Digo que lo conocía bien. Yo sabía lo que el viejo sentía, y lo compadecí

aunque en mi corazón riera. Sabía que él había estado despierto desde el primer ruido débil cuando se

había vuelto en la cama. Sus temores habían estado creciendo en él desde entonces. Había tratado de

imaginarlos sin causa, pero no podía. Se había estado diciendo a sí mismo, "No es nada, es el viento

en la chimenea, es sólo un ratón corriendo en el piso," o, "es un grillo que ha cantado sólo una vez."

Sí, se había tratado de confortar sí mismo con estas suposiciones; pero fue todo en vano. TODO EN

VANO, porque la Muerte aproximándose a él, lo había acechado con su sombra negra y había

envuelto a la víctima. Y era la influencia fúnebre de la sombra no percibida lo que le hizo sentir,

aunque no veía ni oía, sentir la presencia de mi cabeza dentro del cuarto.

Cuando hube esperado un largo tiempo muy pacientemente sin oír que se recostara, resolví abrir un

poco -- una muy, muy pequeña rendija en la linterna. Así la abría -- ustedes no pueden imaginar qué

tan sigilosamente, sigilosamente - - hasta que al fin un único rayo tenue como el hilo de una araña se

disparó desde la rendija y cayó sobre el ojo de buitre.

Estaba abierto, bien, bien abierto, y me puse furioso al observarlo. Lo vi con perfecta precisión -- todo

un azul sombrío con un horrendo velo encima que heló la misma médula de mis huesos, pero no pude

ver nada más de la persona o cara del viejo, ya que había dirigido el rayo como por instinto

precisamente sobre el punto maldito.

¿Y ahora, no les he dicho que lo que ustedes confunden con locura no es sino la hiperestesia de los

sentidos? ahora, digo, vino a mis oídos un sonido apagado, sordo, penetrante, así como el de un reloj

envuelto en algodón. Reconocí ese sonido también. Era el golpeteo del corazón del viejo. Aumentó mi

furia como el golpeteo de un tambor estimula al soldado en el coraje.

Pero aún así me contuve y me quedé quieto. Apenas respiraba. Sostuve la linterna inmóvil. Traté de

mantener lo más firmemente que pude el rayo sobre el ojo. Mientras tanto el compás infernal del

corazón aumentó. Creció más rápido y más rápido, y más fuerte y más fuerte, cada instante. ¡El terror

del viejo debe haber sido extremo! Se hizo más fuerte, digo, más fuerte cada momento! -- ¿me

entienden bien? Les he contado que soy nervioso: y sí lo soy. Y entonces a la hora muerta de la noche,

en el silencio terrible de esa casa vieja, un ruido tan extraño como ése me excitó a un terror

incontrolable. Pero aún así, por algunos minutos más me contuve y me quedé quieto. Pero el golpeteo

se hizo más fuerte, ¡más fuerte! Pensé que el corazón iba a estallar. Y ahora una inquietud nueva se

apoderó de mí -- ¡el sonido sería oído por un vecino! ¡La hora del viejo había llegado! Con un gran

alarido, abrí la linterna y salté dentro del cuarto. Él gritó una vez -- solamente una vez. En un instante

lo arrastré al piso, y tiré la pesada cama sobre él. Entonces sonreí alegremente, al ver el acto tan bien

hecho. Pero por muchos minutos el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Esto, sin

embargo, no me molestó; no podría oírse a través de la pared. En algún momento cesó. El viejo estaba

muerto. Saqué la cama y examiné el cadáver. Sí, él estaba muerto, bien muerto como una piedra. Puse

mi mano sobre el corazón y la mantuve allí varios minutos. No había pulsación. Bien muerto como

una piedra. Su ojo ya no me molestaría más.

Si todavía me creen loco, ya no lo pensarán cuando describa las precauciones sabias que tomé para el

ocultamiento del cuerpo. La noche pasaba, y trabajé rápidamente, pero en silencio. Lo primero que

hice fue desmembrar el cadáver. Corté la cabeza. Después, los brazos. Después, las piernas.

Levanté tres de las tablas del piso del cuarto, y deposité todo entre las maderas. Luego reemplacé las

placas tan hábilmente tan hábilmente, que ninguno ojo humano -- ni siquiera el suyo -- podría haber

detectado algo fuera de lugar. No había nada para lavar -- ninguna mancha de ningún tipo -- ni un

rastro de sangre -. Había sido demasiado cuidadoso para que eso ocurriera.

Cuando había llegado al fin de estas labores, eran las cuatro en punto --aún oscuro como a

medianoche. Cuando la campanada señaló la hora, hubo un golpe en la puerta de calle. Bajé para abrir

con el corazón alegre, --porque ¿qué había de temer yo ahora? Entraron tres hombres, quienes se

presentaron, con perfecta suavidad, como oficiales de policía. Un grito había sido oído por un vecino

durante la noche; la sospecha de algún crimen se había despertado, la información había llegado a la

oficina de la policía, y ellos (los oficiales) habían sido enviados para investigar las propiedades.

Sonreí, -- ¿porque qué había yo de temer? Les di la bienvenida a los caballeros. El grito, dije, fue mío

en un sueño. El viejo, mencioné, había partido al campo. Llevé a mis visitantes por toda la casa. Los

invité a que buscaran --que buscaran bien. Los conduje, en un momento, a su habitación. Les mostré

sus tesoros, seguros, inalterados. Con el entusiasmo de mi confianza, traje sillas al cuarto, y les rogué

que descansaran aquí de sus fatigas, mientras yo mismo, con la osadía salvaje de mi triunfo perfecto,

coloqué mi propio asiento en el mismo lugar sobre el que descansaba el cadáver de la víctima.

Los oficiales estaban satisfechos. Mi COMPORTAMIENTO los había convencido. Yo estaba

particularmente tranquilo. Ellos se sentaron y mientras yo contestaba animadamente, charlaron de

cosas familiares. Pero, mientras tanto, sentí que me iba poniendo pálido y deseé que se fueran. La

cabeza me dolía, y me imaginé un zumbido en mis oídos; pero ellos aún estaban sentados, y aún

charlaban. El zumbido se hacía más claro: hablé desenfrenadamente para conseguir librarme de lo que

sentía: pero continuó y ganó carácter definitivo -- hasta que, en un momento, descubrí que el ruido

NO estaba dentro de mis oídos.

Sin duda que ahora me puse MUY pálido; pero hablé más fluidamente, y en voz más alta. Sin

embargo el sonido aumentó -- ¿y qué podía hacer? Era un sonido APAGADO, SORDO,

PENETRANTE -- MUY PARECIDO AL QUE HACE UN RELOJ ENVUELTO EN ALGODÓN.

Me costaba respirar, y sin embargo los oficiales no lo oían. Hablé más rápido, más vehementemente

pero el ruido constantemente aumentaba. Me levanté y argumenté sobre tonterías, en un tono alto y

con gesticulaciones violentas; pero el ruido constantemente aumentaba. ¿Por qué no se iban ellos?

Recorrí el piso de aquí para allá con pasos pesados, como si me excitaran a la furia las observaciones

de los hombres, pero el ruido constantemente aumentaba. ¡Oh Dios! ¿qué PODÍA yo hacer? ¡Lancé

espuma -- enloquecí -- maldije! Movía la silla en la que había estado sentado, y la hacía rechinar sobre

las tablas, pero el ruido se levantaba sobre todo y continuamente aumentaba. Se hizo más fuerte --

más fuerte -- ¡más fuerte! Y todavía los hombres charlaban gratamente, y sonreían. ¿Era posible que

no lo oyeran? ¡Dios Todopoderoso! -- ¿nada, nada? ¡Ellos oían! -- ¡ellos sospechaban! -- ¡ellos

SABÍAN! -- ¡ellos se estaban burlando de mi horror! -- esto pensé, y esto pienso. ¡Pero cualquier cosa

era mejor que esta agonía! ¡Cualquier cosa era más tolerable que este desprecio! ¡Ya no podía

soportar más esas sonrisas hipócritas! ¡Sentí que debía gritar o morir! -- y ahora --otra vez

--¡escuchen! ¡más fuerte! ¡más fuerte! ¡más fuerte! ¡MÁS FUERTE! --

"¡Villanos!" grité, "¡no disimulen más! ¡Admito el acto! -- ¡arranquen las tablas! -- ¡aquí, aquí! -- ¡es

el latir de su horrible corazón!"

Edgar Allan Poe

El gato negro

No espero ni pido que nadie crea el extraño aunque simple relato que voy a escribir. Estaría

completamente loco si lo esperase, pues mis sentidos rechazan su evidencia. Pero no estoy loco,

y sé perfectamente que esto no es un sueño. Mañana voy a morir, y quiero de alguna forma

aliviar mi alma. Mi intención inmediata consiste en poner de manifiesto simple y llanamente y

sin comentarios una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de estos episodios me

han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no voy a explicarlos. Si

para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barroques. En el

futuro, quizá aparezca alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes, una

inteligencia más tranquila, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las

circunstancias que voy a describir con miedo una simple sucesión de causas y efectos

naturales.

Desde la infancia sobresalí por docilidad y bondad de carácter. La ternura de corazón era tan

grande que llegué a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban, de

forma singular, los animales, y mis padres me permitían tener una variedad muy amplia.

Pasaba la mayor parte de mi tiempo con ellos y nunca me sentía tan feliz como cuando les daba

de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter crecía conmigo y, cuando llegué a la

madurez, me proporcionó uno de los mayores placeres. Quienes han sentido alguna vez afecto

por un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la

intensidad de la satisfacción que se recibe. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un

animal que llega directamente al corazón del que con frecuencia ha probado la falsa amistad y

frágil fidelidad del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi mujer compartiera mis preferencias. Cuando

advirtió que me gustaban los animales domésticos, no perdía ocasión para proporcionarme los

más agradables. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un mono

pequeño y un gato.

Este último era un hermoso animal, bastante grande, completamente negro y de una

sagacidad asombrosa. Cuando se refería a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era

bastante supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los

gatos negros eran brujas disfrazadas. No quiero decir que lo creyera en serio, y sólo menciono el

asunto porque acabo de recordarla.

Pluto- pues así se llamaba el gato- era mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer, y

él en casa me seguía por todas partes. Incluso me resultaba difícil impedirle que siguiera mis

pasos por la calle.

Nuestra amistad duró varios años, en el transcurso de los cuales mi temperamento y mi

carácter, por causa del demonio Intemperancia (y me pongo rojo al confesarlo), se habían

alterado radicalmente. Día a día me fui volviendo más irritable, malhumorado e indiferente

hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a usar palabras duras con mi mujer, y terminé

recurriendo a la violencia física. Por supuesto, mis favoritos sintieron también el cambio de mi

carácter.

No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Sin embargo, hacia Pluto sentía el

suficiente respeto como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el

mono y hasta el perro, cuando, por casualidad o por afecto, se cruzaban en mi camino. Pero mi

enfermedad empeoraba- pues, ¿qué enfermedad se puede comparar con el alcohol?-, y al fin

incluso Pluto, que ya empezaba a ser viejo y, por tanto, irritable, empezó a sufrir las

consecuencias de mi mal humor.

Una noche en que volvía a casa completamente borracho, después de una de mis correrías

por el centro de la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo agarré y, asustado

por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al instante se apoderó de mí una furia de

diablos y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separaba de un golpe del

cuerpo; y una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de

mi ser. Saqué del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras seguía sujetando al

pobre animal por el pescuezo y deliberadamente le saqué un ojo. Me pongo más rojo que un

tomate, siento vergüenza, tiemblo mientras escribo tan reprochable atrocidad.

Cuando me volvió la razón con la mañana, cuando el sueño hubo disipado los vapores de la

orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen del que era

culpable, pero sólo era un sentimiento débil y equívoco, y no llegó a tocar mi alma. Otra vez me

hundí en los excesos y pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.

El gato mientras tanto mejoraba lentamente. La cuenca del ojo perdido presentaba un

horrible aspecto, pero el animal parecía que ya no sufría. Se paseaba, como de costumbre, por

la casa; aunque, como se puede imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba bastante de

mi antigua forma de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que

una vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento pronto cedió paso a la irritación. Y

entonces se presentó, para mi derrota final e irrevocable, el espíritu de la PERVERSIDAD. La

filosofía no tiene en cuenta a este espíritu. Sin embargo, estoy tan seguro de que mi alma existe

como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano... una de

las facultades primarias indivisibles, uno de los sentimientos que dirigen el carácter del

hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en los momentos en que cometía

una acción estúpida o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en

nosotros una tendencia permanente, que nos enfrenta con el sentido común, a transgredir lo

que constituye la Ley por el simple hecho de serlo (existir)? Este espíritu de perversidad se

presentó, como he dicho, en mi caída final. Y ese insondable anhelo que tenía el alma de vejarse

a sí misma, de violentar su naturaleza, de hacer el mal por el mal mismo, me empujó a

continuar y finalmente a consumar el suplicio que había infligido al inocente animal. Una

mañana, a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol, lo

ahorqué mientras las lágrimas me brotaban de los ojos y el más amargo remordimiento me

retorcía el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro

de que no me había dado motivos para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo,

cometía un pecado, un pecado mortal que pondría en peligro mi alma hasta llevarla- si esto

fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del dios más misericordioso y más

terrible.

La noche del día en que cometí ese acto cruel me despertaron gritos de «¡Fuego!» La ropa de

mi cama era una llama, y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar

del incendio mi mujer, un criado y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron

y desde ese momento no me quedó más remedio que resignarme.

No caeré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y la

acción criminal que cometí. Simplemente me limito a detallar una cadena de hechos, y no

quiero dejar suelto ningún eslabón. Al día siguiente del incendio visité las ruinas. Todas las

paredes, salvo una, se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio, de

poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual antes se apoyaba la cabecera de

mi cama. El yeso del tabique había aguantado la acción del fuego, algo que atribuí a su reciente

aplicación. Una apretada muchedumbre se había reunido alrededor de esta pared y varias

personas parecían examinar parte de la misma atenta y minuciosamente. Las palabras

«¡extraño!, ¡curioso!» y otras parecidas despertaron mi curiosidad. Al acercarme más vi que en la

blanca superficie, grabada en bajorrelieve, aparecía la figura de un gigantesco gato. El contorno

tenía una nitidez verdaderamente extraordinaria. Había una cuerda alrededor del pescuezo del

animal.

Al descubrir esta aparición- ya que no podía considerarla otra cosa- el asombro y el terror me

dominaron. Pero la reflexión vino en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín

colindante con la casa. Cuando se produjo la alarma del incendio, la gente invadió

inmediatamente el jardín: alguien debió cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la

ventana abierta. Sin duda habían tratado así de despertarse.

Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el yeso

recién encalado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo

la imagen que ahora veía.

Aunque, con estas explicaciones, quedó satisfecha mi razón, pero no mi conciencia, sobre el

asombroso hecho que acabo de describir, lo ocurrido impresionó profundamente mi

imaginación. Durante meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo

dominó mi espíritu un sentimiento informe, que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué

incluso a lamentar la pérdida del gato y a buscar, en los sucios antros que habitualmente

frecuentaba, otro animal de la misma especie y de apariencia parecida, que pudiera ocupar su

lugar.

Una noche, medio borracho, me encontraba en una taberna pestilente, y me llamó la

atención algo negro posado en uno de los grandes toneles de ginebra, que constituían el

principal mobiliario del lugar. Durante unos minutos había estado mirando fijamente ese tonel

y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra de encima. Me

acerqué a él y lo toqué con la mano. Era un gato negro, un gato muy grande, tan grande como

Pluto y exactamente igual a éste, salvo en un detalle. Pluto no tenía ni un pelo blanco en el

cuerpo, mientras este gato mostraba una mancha blanca, tan grande como indefinida, que le

cubría casi todo el pecho.

Al acariciarlo, se levantó en seguida, empezó a ronronear con fuerza, se restregó contra mi

mano y pareció encantado de mis cuitas. Había encontrado al animal que estaba buscando.

Inmediatamente propuse comprárselo al tabernero, pero me contestó que no era suyo, y que no

lo había visto nunca antes ni sabía nada del gato.

Seguí acariciando al gato y, cuando iba a irme a casa, el animal se mostró dispuesto a

acompañarme. Le permití que lo hiciera, parándome una y otra vez para agacharme y

acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró en seguida y pronto se convirtió en el gran

favorito de mi mujer.

Por mi parte, pronto sentí que nacía en mí una antipatía hacia el animal. Era exactamente lo

contrario de lo que yo había esperado, pero- sin que pueda justificar cómo ni por qué- su

evidente afecto por mí me disgustaba y me irritaba. Lentamente tales sentimientos de disgusto y

molestia se transformaron en la amargura del odio. Procuraba no encontrarme con el animal;

un resto de vergüenza y el recuerdo de mi acto de crueldad me frenaban de maltratarlo.

Durante algunas semanas no le pegué ni fue la víctima de mi violencia; pero gradualmente,

muy gradualmente, llegué a sentir una inexpresable repugnancia por él y a huir en silencio de

su odiosa presencia, como si fuera un brote de peste.

Lo que probablemente contribuyó a aumentar mi odio hacia el animal fue descubrir, a la

mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Pluto, no tenía un ojo. Sin

embargo, fue precisamente esta circunstancia la que le hizo más agradable a los ojos de mi

mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que una vez

fueron mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y puros.

El cariño del gato hacia mí parecía aumentar en la misma proporción que mi aversión hacia

él. Seguía mis pasos con una testarudez que me resultaría difícil hacer comprender al lector.

Dondequiera que me sentara venía a agazaparse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas,

cubriéndome con sus repugnantes caricias. Si me ponía a pasear, se metía entre mis pies y así,

casi, me hacía caer, o clavaba sus largas y afiladas garras en mi ropa y de esa forma trepaba

hasta mi pecho. En esos momentos, aunque deseaba hacerlo desaparecer de un golpe, me

sentía completamente paralizado por el recuerdo de mi crimen anterior, pero sobre todo- y

quiero confesarlo aquí- por un terrible temor al animal.

Aquel temor no era exactamente miedo a un mal físico, y, sin embargo, no sabría definirlo de

otra manera. Me siento casi avergonzado de admitir- sí, aun en esta celda de criminales me

siento casi avergonzado de admitir que el terror, el horror que me causaba aquel animal, era

alimentado por una de las más insensatas quimeras que fuera posible concebir. Más de una vez

mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha de pelo blanco, de la cual

ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre este extraño animal y el que yo había

matado. El lector recordará que esta mancha, aunque era grande, había sido al principio muy

indefinida, pero, gradualmente, de forma casi imperceptible mi razón tuvo que luchar durante

largo tiempo para rechazarla como imaginaria, la mancha iba adquiriendo una rigurosa nitidez

en sus contornos. Ahora ya representaba algo que me hace temblar cuando lo nombro- y por

eso odiaba, temía y me habría librado del monstruo si me hubiese atrevido a hacerlo-;

representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra... ¡la imagen del PATÍBULO! ¡Oh

lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!

Y entonces me sentí más miserable que todas las miserias del mundo juntas. ¡Pensar que

una bestia, cuyo semejante yo había destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de

producir esa angustia tan insoportable sobre mí, un hombre creado a imagen y semejanza de

Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del descanso! De día, ese animal

no me dejaba ni un instante solo; y de noche, me despertaba sobresaltado por sueños

horrorosos sintiendo el ardiente aliento de aquella cosa en mi rostro y su enorme pesoencarnada

pesadilla que no podía quitarme de encima- apoyado eternamente sobre mi corazón.

Bajo la opresión de estos tormentos, sucumbió todo lo poco que me quedaba de bueno. Sólo

los malos pensamientos disfrutaban de mi intimidad; los más retorcidos, los más perversos

pensamientos. La tristeza habitual de mi mal humor terminó convirtiéndose en aborrecimiento

de todo lo que estaba a mi alrededor y de toda la humanidad; y mi mujer, que no se quejaba de

nada, llegó a ser la más habitual y paciente víctima de las repentinas y frecuentes explosiones

incontroladas de furia a las que me abandonaba.

Un día, por una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra

pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió escaleras abajo y casi me hizo caer de cabeza,

por lo que me desesperé casi hasta volverme loco. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los

temores infantiles que hasta entonces habían detenido mi mano, lancé un golpe que hubiera

causado la muerte instantánea del animal si lo hubiera alcanzado. Pero la mano de mi mujer

detuvo el golpe. Su intervención me llenó de una rabia más que demoníaca; me solté de su

abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Cayó muerta a mis pies, sin un quejido.

Consumado el horrible asesinato, me dediqué urgentemente y a sangre fría a la tarea de

ocultar el cuerpo. Sabía que no podía sacarlo de casa, ni de día ni de noche, sin correr el riesgo

de que los vecinos me vieran. Se me ocurrieron varias ideas. Por un momento pensé

descuartizar el cadáver y quemarlo a trozos. Después se me ocurrió cavar una tumba en el piso

del sótano. Luego consideré si no convenía arrojarlo al pozo del patio, o meterlo en una caja,

como si fueran mercancías, y, con los trámites normales, y llamar a un mozo de cuerda para

que lo retirase de la casa. Por fin, di con lo que me pareció el mejor recurso. Decidí emparedar

el cadáver en el sótano, tal como se cuenta que los monjes de la Edad Media emparedaban a

sus víctimas.

El sótano se prestaba bien para este propósito. Las paredes eran de un material poco

resistente, y estaban recién encaladas con una capa de yeso que la humedad del ambiente no

había dejado endurecer. Además, en una de las paredes había un saliente, una falsa chimenea,

que se había rellenado de forma que se pareciera al resto del sótano. Sin ningún género de

dudas se podían quitar fácilmente los ladrillos de esa parte, introducir el cadáver y tapar el

agujero como antes, de forma que ninguna mirada pudiera descubrir nada sospechoso.

No me equivocaba en mis cálculos. Con una palanca saqué fácilmente los ladrillos y, después

de colocar con cuidado el cuerpo contra la pared interior, lo mantuve en esa posición mientras

colocaba de nuevo los ladrillos en su forma original Después de procurarme argamasa, arena y

cerda, preparé con precaución un yeso que no se distinguía del anterior, y revoqué

cuidadosamente el enladrillado. Terminada la tarea, me sentí satisfecho de que todo hubiera

quedado bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido alterada. Recogí del suelo los

cascotes más pequeños. Y triunfante miré alrededor y me dije: «Aquí, por lo menos, no he

trabajado en vano»

El paso siguiente consistió en buscar a la bestia que había causado tanta desgracia; pues por

fin me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera aparecido ante mí, habría

quedado sellado su destino, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi

primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no se me pasara mi mal humor. Es

imposible describir, ni imaginar el profundo y feliz sentimiento de alivio que la ausencia del

odiado animal trajo a mi pecho. No apareció aquella noche, y así, por primera vez desde su

llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, incluso con el peso

del asesinato en mi alma.

Pasaron el segundo y el tercer día y no volvía mi atormentador. Una vez más respiré como un

hombre libre. ¡El monstruo aterrorizado había huido de casa para siempre! ¡No volvería a verlo!

Grande era mi felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba poco. Se hicieron algunas

investigaciones, a las que me costó mucho contestar. Incluso registraron la casa, pero

naturalmente no se descubrió nada. Consideraba que me había asegurado mi felicidad futura.

Al cuarto día, después del asesinato, un grupo de policías entró en la casa

intempestivamente y procedió otra vez a una rigurosa inspección. Seguro de que mi escondite

era inescrutable, no sentí la menor inquietud. Los agentes me pidieron que los acompañara en

su registro. No dejaron ningún rincón ni escondrijo sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez

bajaron al sótano. No me temblaba ni un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente como el

de quien duerme en la inocencia. Me paseaba de un lado a otro del sótano. Había cruzado los

brazos sobre el pecho e iba tranquilamente de acá para allá. Los policías quedaron totalmente

satisfechos y se disponían a marcharse. El júbilo de mi corazón era demasiado fuerte para ser

reprimido. Ardía en deseos de decirles, al menos, una palabra como prueba de triunfo y de

asegurar doblemente su certidumbre sobre mi inocencia.

-Caballeros- dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro de haber disipado sus

sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Por cierto, caballeros, esta casa esta

muy bien construida... (En mi rabioso deseo de decir algo con naturalidad, no me daba cuenta

de mis palabras.). Repito que es una casa excelentemente construida. Estas paredes... ¿ya se

van ustedes, caballeros?... estas paredes son de gran solidez.

Y entonces, empujado por el frenesí de mis bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que

llevaba en la mano sobre la pared de ladrillo tras la cual estaba el cadáver de la esposa de mi

alma.

¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco

de mis golpes, y una voz me contestó desde dentro de la tumba. Un quejido, ahogado y

entrecortado al principio, como el sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta

convertirse en un largo, agudo y continuo grito, completamente anormal e inhumano, un

aullido, un alarido quejumbroso, mezcla de horror y de triunfo, como sólo puede surgir en el

infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios gozosos en la

condenación.

Hablar de lo que pensé en ese momento es una locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome

hasta la pared de enfrente. Por un instante el grupo de hombres de la escalera se quedó

paralizado por el espantoso terror. Luego, una docena de robustos brazos atacó la pared, que

cayó de un golpe. El cadáver, ya corrompido y cubierto de sangre coagulada, apareció de pie

ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo de

fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había llevado al asesinato y cuya voz

delatora me entregaba ahora al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!




El hundimiento

de la Casa de Usher

Edgar Allan Poe







Su corazón es un laúd colgado; no bien lo tocan, resuena.

(DE BÉRANGER.)

Durante un día entero de otoño, oscuro, sombrío, silencioso, en que

las nubes se cernían pesadas y opresoras en los cielos, había yo

cruzado solo, a caballo, a través de una extensión singularmente

monótona de campiña, y al final me encontré, cuando las sombras

de la noche se extendían, a la vista de la melancólica Casa de

Usher. No sé cómo sucedió; pero, a la primera ojeada sobre el

edificio, una sensación de insufrible tristeza penetró en mi espíritu.

Digo insufrible, pues aquel sentimiento no estaba mitigado por esa

emoción semiagradable, por ser poético, con que acoge en general

el ánimo hasta la severidad de las naturales imágenes de la

desolación o del terror. Contemplaba yo la escena ante mí—la

simple casa, el simple paisaje característico de la posesión, los

helados muros, las ventanas parecidas a ojos vacíos, algunos

juncos alineados y unos cuantos troncos blancos y enfermizos—con

una completa depresión de alma que no puede compararse

apropiadamente, entre las sensaciones terrestres, más que con ese

ensueño posterior del opiómano, con esa amarga vuelta a la vida

diaria, a la atroz caída del velo. Era una sensación glacial, un

abatimiento, una náusea en el corazón, una irremediable tristeza de

pensamiento que ningún estímulo de la imaginación podía impulsar

a lo sublime. ¿Qué era aquello—me detuve a pensarlo—, qué era

aquello que me desalentaba así al contemplar la Casa de Usher?

Era un misterio de todo punto insoluble; no podía luchar contra las

sombrías visiones que se amontonaban sobre mí mientras

reflexionaba en ello. Me vi forzado a recurrir a la conclusión

insatisfactoria de que existen, sin lugar a dudas, combinaciones de

objetos naturales muy simples que tienen el poder de afectarnos de

este modo, aunque el análisis de ese poder se base sobre

consideraciones en que perderíamos pie. Era posible, pensé, que

una simple diferencia en la disposición de los detalles de la

decoración, de los pormenores del cuadro, sea suficiente para

modificar, para aniquilar quizá, esa capacidad de impresión

dolorosa. Obrando conforme a esa idea, guié mi caballo hacia la

orilla escarpada de un negro y lúgubre estanque que se extendía

con tranquilo brillo ante la casa, y miré con fijeza hacia abajo—pero




con un estremecimiento más aterrador aún que antes—las

imágenes recompuestas e invertidas de los juncos grisáceos de los

lívidos troncos y de las ventanas parecidas a ojos vacíos.

Sin embargo, en aquella mansión lóbrega me proponía residir unas

semanas. Su propietario, Roderick Usher, fué uno de mis joviales

compañeros de infancia; pero habían transcurrido muchos años

desde nuestro último encuentro. Una carta, empero, habíame

llegado recientemente a una alejada parte de la comarca—una

carta de él—, cuyo carácter de vehemente apremio no admitía otra

respuesta que mi presencia. La letra mostraba una evidente

agitación nerviosa. El autor de la carta me hablaba de una dolencia

física aguda—de un trastorno mental que le oprimía—y de un

ardiente deseo de verme, como a su mejor y en realidad su único

amigo, pensando hallar en el gozo de mi compañía algún alivio a su

mal. Era la manera como decía todas estas cosas y muchas más,

era la forma suplicante de abrirme su pecho, lo que no me permitía

vacilación y, por tanto, obedecí desde luego, lo que consideraba yo,

pese a todo, como un requerimiento muy extraño.

Aunque de niños hubiéramos sido camaradas íntimos, bien mirado,

sabía yo muy poco de mi amigo. Su reserva fué siempre excesiva y

habitual. Sabía, no obstante, que pertenecía a una familia muy

antañona que se había distinguido desde tiempo inmemorial por

una peculiar sensibilidad de temperamento, desplegada a través de

los siglos en muchas obras de un arte elevado, y que se

manifestaba desde antiguo en actos repetidos de una generosa

aunque recatada caridad, así como por una apasionada devoción a

las dificultades, quizá más bien que a las bellezas ortodoxas y sin

esfuerzo reconocibles de la ciencia musical. Tuve también noticia

del hecho muy notable de que del tronco de la estirpe de los Usher,

por gloriosamente antiguo que fuese, no había brotado nunca, en

ninguna época, rama duradera; en otras palabras: que la familia

entera se había perpetuado siempre en línea directa, salvo muy

insignificantes y pasajeras excepciones. Semejante deficiencia,

pensé—mientras revisaba en mi imaginación la perfecta

concordancia de aquellas aserciones con el carácter proverbial de

la raza, y mientras reflexionaba en la posible influencia que una de

ellas podía haber ejercido, en una larga serie de siglos, sobre la

otra—, era acaso aquella ausencia de rama colateral y de

consiguiente transmisión directa, de padre a hijo, del patrimonio del

nombre, lo que había, a la larga, identificado tan bien a los dos,

uniendo el título originario de la posesión a la arcaica y equívoca




denominación de "Casa de Usher", denominación empleada por los

lugareños, y que parecía juntar en su espíritu la familia y la casa

solariega.

Ya he dicho que el único efecto de mi experiencia un tanto pueril—

contemplar abajo el estanque—fué hacer más profunda aquella

primera impresión. No puedo dudar que la conciencia de mi

acrecida superstición—¿por qué no definirla así?—sirvió para

acelerar aquel crecimiento. Tal es, lo sabía desde larga fecha, la

paradójica ley de todos los sentimientos basados en el terror. Y

aquélla fué tal vez la única razón que hizo, cuando mis ojos desde

la imagen del estanque se alzaron hacia la casa misma, que

brotase en mi mente una extraña visión, una visión tan ridícula, en

verdad, que si hago mención de ella es para demostrar la viva

fuerza de las sensaciones que me oprimían. Mi imaginación había

trabajado tanto, que creía realmente que en torno a la casa y la

posesión enteras flotaba una atmósfera peculiar, así como en las

cercanías más inmediatas; una atmósfera que no tenía afinidad con

el aire del cielo, sino que emanaba de los enfermizos árboles, de los

muros grisáceos y del estanque silencioso; un vapor pestilente y

místico, opaco, pesado, apenas discernible, de tono plomizo.

Sacudí de mi espíritu lo que no podía ser más que un sueño, y

examiné más minuciosamente el aspecto real del edificio. Su

principal característica parecía ser la de una excesiva antigüedad.

La decoloración ocasionada por los siglos era grande. Menudos

hongos se esparcían por toda la fachada, tapizándola con la fina

trama de un tejido, desde los tejados. Por cierto que todo aquello no

implicaba ningún deterioro extraordinario. No se había desprendido

ningún trozo de la mampostería, y parecía existir una violenta

contradicción entre aquella todavía perfecta adaptación de las

partes y el estado especial de las piedras desmenuzadas. Aquello

me recordaba mucho la espaciosa integridad de esas viejas

maderas labradas que han dejado pudrir durante largos años en

alguna olvidada cueva, sin contacto con el soplo del aire exterior.

Aparte de este indicio de ruina extensiva, el edificio no presentaba

el menor síntoma de inestabilidad. Acaso la mirada de un

observador minucioso hubiera descubierto una grieta apenas

perceptible que, extendiéndose desde el tejado de la fachada, se

abría paso, bajando en zigzag por el muro, e iba a perderse en las

tétricas aguas del estanque.




Observando estas cosas, seguí a caballo un corto terraplén hacia la

casa. Un lacayo que esperaba cogió mi caballo, y entré por el arco

gótico del vestíbulo. Un criado de furtivo andar me condujo desde

allí, en silencio, a través de muchos corredores oscuros e

intrincados, hacia el estudio de su amo. Muchas de las cosas que

encontré en mi camino contribuyeron, no sé por qué, a exaltar esas

vagas sensaciones de que he hablado antes. Los objetos que me

rodeaban—las molduras de los techos, los sombríos tapices de las

paredes, la negrura de ébano de los pisos y los fantasmagóricos

trofeos de armas que tintineaban con mis zancadas—eran cosas

muy conocidas para mí, a las que estaba acostumbrado desde mi

infancia, y aunque no vacilase en reconocerlas todas como

familiares, me sorprendió lo insólitas que eran las visiones que

aquellas imágenes ordinarias despertaban en mí. En una de las

escaleras me encontré al médico de la familia. Su semblante,

pensé, mostraba una expresión mezcla de baja astucia y de

perplejidad. Me saludó con azaramiento, y pasó. El criado abrió

entonces una puerta y me condujo a presencia de su señor.

La habitación en que me hallaba era muy amplia y alta; las

ventanas, largas, estrechas y ojivales, estaban a tanta distancia del

negro piso de roble, que eran en absoluto inaccesibles desde

dentro. Débiles rayos de una luz roja abríanse paso a través de los

cristales enrejados, dejando lo bastante en claro los principales

objetos de alrededor; la mirada, empero, luchaba en vano por

alcanzar los rincones lejanos de la estancia, o los entrantes del

techo abovedado y con artesones. Oscuros tapices colgaban de las

paredes. El mobiliario general era excesivo, incómodo, antiguo y

deslucido. Numerosos libros e instrumentos de música yacían

esparcidos en torno, pero no bastaban a dar vitalidad alguna a la

escena. Sentía yo que respiraba una atmósfera penosa. Un aire de

severa, profunda e irremisible melancolía se cernía y lo penetraba

todo.

A mi entrada, Usher se levantó de un sofá sobre el cual estaba

tendido por completo, y me saludó con una calurosa viveza que se

asemejaba mucho, tal vez fué mi primer pensamiento, a una

exagerada cordialidad, al obligado esfuerzo de un hombre de

mundo ennuyé (). Con todo, la ojeada que lancé sobre su cara me

convenció de su perfecta sinceridad. Nos sentamos, y durante unos

momentos, mientras él callaba, le miré con un sentimiento mitad de

piedad y mitad de pavor. ¡De seguro, jamás hombre alguno había

cambiado de tan terrible modo y en tan breve tiempo como Roderick




Usher! A duras penas podía yo mismo persuadirme a admitir la

identidad del que estaba frente a mí con el compañero de mis

primeros años. Aun así el carácter de su fisonomía había sido

siempre notable.

Un cutis cadavérico, unos ojos grandes, líquidos y luminosos sobre

toda comparación; unos labios algo finos y muy pálidos, pero de

una curva incomparablemente bella; una nariz de un delicado tipo

hebraico, pero de una anchura desacostumbrada en semejante

forma; una barbilla moldeada con finura, en la que la falta de

prominencia revelaba una falta de energía; el cabello, que por su

tenuidad suave parecía tela de araña; estos rasgos, unidos a un

desarrollo frontal excesivo, componían en conjunto una fisonomía

que no era fácil olvidar. Y al presente, en la simple exageración del

carácter predominante de aquellas facciones, y en la expresión que

mostraban, se notaba un cambio tal, que dudaba yo del hombre a

quien hablaba. La espectral palidez de la piel y el brillo ahora

milagroso de los ojos me sobrecogían sobre toda ponderación, y

hasta me aterraban. Además, había él dejado crecer su sedoso

cabello sin preocuparse, y como aquel tejido arácneo flotaba más

que caía en torno a la cara, no podía yo, ni haciendo un esfuerzo,

relacionar a aquella expresión arabesca con idea alguna de simple

humanidad.

Me chocó lo primero cierta incoherencia, una contradicción en las

maneras de mi amigo, y pronto descubrí que aquello procedía de

una serie de pequeños y fútiles esfuerzos por vencer un

azaramiento habitual, una excesiva agitación nerviosa.

Estaba ya preparado para algo de ese género, no sólo por su carta,

sino por los recuerdos de ciertos rasgos de su infancia, y por las

conclusiones deducidas de su peculiar conformación física y de su

temperamento. Sus actos eran tan pronto vivos como indolentes. Su

voz variaba rápidamente de una indecisión trémula (cuando su

ardor parecía caer en completa inacción) a esa especie de

concisión enérgica, a esa enunciación abrupta, pesada, lenta—una

enunciación hueca—, a ese habla gutural, plúmbea, muy bien

modulada y equilibrada, que puede observarse en el borracho

perdido o en el incorregible comedor de opio, durante los períodos

de su más intensa excitación.

Así, pues, habló del objeto de mi visita, de su ardiente deseo de

verme, y de la alegría que esperaba de mí. Se extendió bastante

rato sobre lo que pensaba acerca del carácter de su dolencia. Era,




dijo, un mal constitucional, de familia, para el cual desesperaba de

encontrar un remedio; una simple afección nerviosa, añadió acto

seguido, que, sin duda, desaparecía pronto. Se manifestaba en una

multitud de sensaciones extranaturales... Algunas, mientras me las

detallaba, me interesaron y confundieron, aunque quizá los términos

y gestos de su relato influyeron bastante en ello. Sufría él mucho de

una agudeza morbosa de los sentidos; sólo toleraba los alimentos

más insípidos; podía usar no más que prendas de cierto tejido; los

aromas de todas las flores le sofocaban, una luz, incluso débil,

atormentaba sus ojos, y exclusivamente algunos sonidos

peculiares, los de los instrumentos de cuerda, no le inspiraban

horror.

Vi que era el esclavo forzado de una especie de terror anómalo.

—Moriré—dijo—, debo morir de esta lamentable locura. Así, así y

no de otra manera, debo morir. Temo los acontecimientos futuros,

no en sí mismos, sino en sus consecuencias. Tiemblo al

pensamiento de cualquier cosa, del más trivial incidente que pueden

actuar sobre esta intolerable agitación de mi alma. Siento verdadera

aversión al peligro, excepto en su efecto absoluto: el terror. En tal

estado de excitación, en tal estado lamentable, presiento que antes

o después llegará un momento en que han de abandonarme a la

vez la vida y la razón, en alguna lucha con el horrendo fantasma,

con el miedo.

Supe también a intervalos, por insinuaciones interrumpidas y

ambiguas, otra particularidad de su estado mental. Estaba él

encadenado por ciertas impresiones supersticiosas, relativas a la

mansión donde habitaba, de la que no se había atrevido a salir

desde hacía muchos años, relativas a una influencia cuya supuesta

fuerza expresaba en términos demasiado sombríos para ser

repetidos aquí, una influencia que algunas particularidades en la

simple forma y materia de su casa solariega habían, a costa de un

largo sufrimiento, decía él, logrado sobre su espíritu un efecto que

lo físico de los muros y de las torres grises, y del oscuro estanque

en que todo se reflejaba, había al final creado sobre lo moral de su

existencia.

Admitía él, no obstante, aunque con vacilación, que gran parte de la

especial tristeza que le afligía podía atribuirse a un origen más

natural y mucho más palpable, a la cruel y ya antigua dolencia, a la

muerte—sin duda cercana—de una hermana tiernamente amada,




su sola compañera durante largos años, su última y única parienta

en la tierra.

—Su fallecimiento—dijo él con una amargura que no podré nunca

olvidar—me dejará (a mí, el desesperanzado, el débil) como el

último de la antigua raza de los Usher.

Mientras hablaba, lady Madeline (así se llamaba) pasó por la parte

más distante de la habitación, y sin fijarse en mi presencia,

desapareció. La miré con un enorme asombro no desprovisto de

terror, y, sin embargo, me pareció imposible darme cuenta de tales

sentimientos. Una sensación de estupor me oprimía conforme mis

ojos seguían sus pasos que se alejaban. Cuando al fin se cerró una

puerta tras ella, mi mirada buscó instintivamente la cara de su

hermano, pero él había hundido el rostro en sus manos, y sólo pude

observar que una palidez mayor que la habitual se había extendido

sobre los descarnados dedos, a través de los cuales goteaban

abundantes lágrimas apasionadas.

La enfermedad de lady Madeline había desconcertado largo tiempo

la ciencias de sus médicos. Una apatía constante, un agotamiento

gradual de su persona, y frecuentes, aunque pasajeros ataques de

carácter cataléptico parcial, eran el singular diagnóstico. Hasta

entonces había ella soportado con firmeza la carga de su enferme,

sin resignarse, por fin, a guardar cama; pero, al caer la tarde de mi

llegada a la casa, sucumbió (como su hermano me dijo por la noche

con una inexpresable agitación) al poder postrador del mal, y supe

dela mirada que yo le había dirigido sería, probablemente, la última,

que no vería ya nunca más a aquella dama, viva al menos.

En varios días consecutivos no fué mencionado su nombre ni por

Usher ni por mí, y durante ese período hice esfuerzos ardosos para

aliviar la melancolía de mi amigo. Pintamos y leímos juntos, o si no,

escuchaba yo, como un sueño, sus fogosas improvisaciones en su

elocuente guitarra. Y así, a medida que una intimidad cada vez más

estrecha me admitía con mayor franqueza en las reconditeces de su

alma, percibía yo más amargamente la inutilidad de todo esfuerzo

para alegrar un espíritu cuya negrura, como una cualidad positiva

que le fuese inherente, derramaba sobre todos los objetos del

universo moral u físico una irradiación incesante de tristeza.

Conservaré siempre el recuerdo de muchas horas solemnes que

pasé solo con el dueño de la Casa de Usher. A pesar de todo,

intentaría en balde expresar el carácter exacto de los estudios o de




las ocupaciones en que me complicaba o cuyo camino me

mostraba. Una idealidad ardiente, elevada, enfermiza, arrojaba su

luz sulfúrea por doquiera. Sus largas improvisaciones fúnebres

resonarán siempre en mis oídos. Entre otras cosas, recuerdo

dolorosamente cierta singular perversión, amplificada, del aria

impetuosa del último vals de Weber. En cuanto a las pinturas que

incubaba su laboriosa fantasía—que llegaba, trazo a trazo, a una

vaguedad que me hacía estremecer con mayor conmoción, pues

temblaba sin saber por qué—, en cuanto a aquella pinturas (de

imágenes tan vivas, que las tengo aún ante mí), en vano intentaría

yo extraer de ellas la más pequeña parte que pudiese estar

contenida en el ámbito de las simples palabras escritas. Por la

completa sencillez, por la desnudez de sus dibujos, inmovilizaba y

sobrecogía la atención. Si alguna vez un mortal pintó una idea, ese

mortal fue Roderick Usher. Para mí, al menos, en las circunstancias

que me rodeaban, de las puras abstracciones que el hipocondríaco

se ingeniaba en lanzar sobre su lienzo, se alzaba un terror intenso,

intolerable, cuya sombra no he sentido nunca en la contemplación

de los sueños, sin duda, refulgentes, aunque demasiado concretos,

de Fuseli.

Una de las concepciones fantasmagóricas de mi amigo, en que el

espíritu de abstracción no participaba con tanta rigidez, puede ser

esbozada, aunque apenas, con palabras. Era un cuadrito que

representaba el interior de una cueva o túnel intensamente largo y

rectagular, de muros bajos, lisos, blancos y sin interrupción ni

adorno. Ciertos detalles accesorios del dibujo servían para hacer

comprender la idea de que aquella excavación estaba a una

profundidad excesiva bajo la superficie de la tierra. No se veía

ninguna salida a lo largo de su vasta extensión, ni se divisaba

antorcha u otra fuente artificial de luz, y, sin embargo, una oleada

de rayos intensos rodaba de parte a parte, bañándolo todo en un

lívido e inadecuado esplendor.

Acabo de hablar de ese estado morboso del nervio auditivo que

hacía toda música intolerable para el paciente, excepto ciertos

efectos de los instrumentos de cuerda. Eran, quizá, los límites

estrechos en los cuales se había confinado él mismo al tocar la

guitarra los que habían dado en gran parte aquel carácter fantástico

a sus interpretaciones. Pero en cuanto a la férvida facilidad de sus

impromptus, no podía uno darse cuenta así. Tenían que ser, y lo

eran, en las notas lo mismo que en las palabras de sus fogosas

fantasías (pues él las acompañaba a menudo con improvisaciones




verbales rimadas), el resultado de ese intenso recogimiento, de esa

concentración mental a los que he aludido antes, y que se observan

sólo en los momentos especiales de la más alta excitación artificial.

Recuerdo bien las palabras de una de aquellas rapsodias. Me

impresionó acaso más fuertemente cuando él me la dió, porque

bajo su sentido interior o místico me pareció percibir por primera vez

que Usher tenía plena conciencia de su estado, que sentía cómo su

sublime razón se tambaleaba sobre su trono. Aquellos versos,

titulados El palacio hechizado, eran, poco más o menos, si no al pie

de la letra, los siguientes:

I

En el más verde de nuestros valles,

habitado por los ángeles buenos,

antaño un bello y majestuoso palacio

—un radiante palacio—alzaba su frente.

En los dominios del rey Pensamiento,

¡allí se elevaba!

Jamás un serafín desplegó el ala

sobre un edificio la mitad de bello.

II

Banderas amarillas, gloriosas doradas

sobre su remate flotaban y ondeaban

(esto, todo esto, sucedía hace mucho,

muchísimo tiempo);

y a cada suave brisa que retozaba

en aquellos gratos días,

a lo largo de los muros pálidos y empenachados

se elevaba un aroma alado.

III




Los que vagaban por ese alegre valle,

a través de dos ventanas iluminadas, veían

espíritus moviéndose musicalmente

a los sones de un laúd bien templado,

en torno a un trono donde, sentado

(¡porfirogénito!)

con un fausto digno de su gloria,

aparecía el señor del reino.

IV

Y refulgente de perlas y rubíes

era la puerta del bello palacio

por la que salía a oleadas, a oleadas, a oleadas

y centelleaba sin cesar,

una turba de Ecos cuya grata misión

era sólo cantar,

con voces de magnífica belleza,

el talento y el saber de su rey.

V

Pero seres malvados, con ropajes de luto,

asaltaron la elevada posición del monarca;

(¡ah, lloremos, pues nunca el alba

despuntará sobre él, el desolado!)

Y en torno a su mansión, la gloria

que rojeaba y florecía

es sólo una historia oscuramente recordada

de las viejas edades sepultadas.

VI




Y ahora los viajeros, en ese valle,

a través de las ventanas rojizas, ven

amplias formas moviéndose fantásticamente

amplias formas moviéndose fantásticamente

en una desacorde melodía;

mientras, cual un rápido y horrible río,

a través de la pálida puerta

una horrenda turba se precipita eternamente,

riendo, mas sin sonreír nunca más.

Recuerdo muy bien que las sugestiones suscitadas por esta balada

nos sumieron en una serie de pensamientos en la que se manifestó

una opinión de Usher que menciono aquí, no tanto en razón de su

novedad (pues otros hombres han pensado lo mismo) (), sino a

causa de la tenacidad con que él la mantuvo. Esta opinión, en su

forma general, era la de la sensibilidad de todos los seres

vegetales. Pero en su trastornada imaginación la idea había

asumido un carácter más atrevido aún, e invadía, bajo ciertas

condiciones, el reino inorgánico. Me faltan palabras para expresar

toda la extensión o el serio abandono de su convencimiento. Esta

creencia, empero, se relacionaba (como ya antes he sugerido) con

las piedras grises de la mansión de sus antepasados. Aquí las

condiciones de la sensibilidad estaban cumplidas, según él

imaginaba, por el método de colocación de aquellas piedras, por su

disposición, así como por los numerosos hongos que las cubrían y

los árboles enfermizos que se alzaban alrededor, pero sobre todo

por la inmutabilidad de aquella disposición y por su desdoblamiento

en las quietas aguas del estanque. La prueba—la prueba de aquella

sensibilidad—estaba, decía él (y yo le oía hablar, sobresaltado), en

la gradual, pero evidente condensación, por encima de las aguas y

alrededor de los muros, de una atmósfera que les era propia. El

resultado se descubría, añadía él, en aquella influencia muda,

aunque importuna y terrible, que desde hacía siglos había

moldeado los destinos de su familia, y que le hacía a él tal como le

veía yo ahora, tal como era. Semejantes opiniones no necesitan

comentarios, y no los haré.

Nuestros libros—los libros que desde hacía años formaban una

parte no pequeña de la existencia espiritual del enfermo—estaban,

como puede suponerse, de estricto acuerdo con aquel carácter

fantasmal. Estudiábamos minuciosamente obras como el Vertvert et

Chartreuse, de Gresset; el Belphegor, de Maquiavelo; El cielo y el

infierno, de Swedenborg; el Viaje subterráneo, de Nicolás Klimm de




Holberg; la Quiromancia, de Roberto Flaud, de Jean d'Indaginé y de

De la Chambre; el Viaje por el espacio azul, de Tieck, y la Ciudad

del Sol, de Campanella. Uno de sus volúmenes favoritos era una

pequeña edición in octavo del Directorium Inquisitorium, por el

dominico Eymeric de Gironne; y había pasajes, en Pomponius Mela,

acerca de los antiguos sátiros africanos o egipanes, sobre los

cuales Usher soñaba durante horas enteras. Su principal delicia,

con todo, la encontraba en la lectura atenta de un raro y curioso

libro gótico in-quarto—el manual de una iglesia olvidada—, las

Vigiliae Mortuorum Secundum Chorum Ecclesiae Maguntinae.

Pensaba a mi pesar en el extraño ritual de aquel libro, y en su

probable influencia sobre el hipocondríaco, cuando, una noche,

habiéndome informado bruscamente de que lady Madeline ya no

existía anunció su intención de conservar el cuerpo durante una

quincena (antes de su enterramiento final) en una de las numerosas

criptas situadas bajo los gruesos muros del edificio. La razón

profana que daba sobre aquella singular manera de proceder era de

esas que no me sentía yo con libertad para discutir. Como hermano,

había adoptado aquella resolución (me dijo él) en consideración al

carácter insólito de la enfermedad de la difunta, a cierta curiosidad

importuna e indiscreta por parte de los hombres de ciencia, y a la

alejada y expuesta situación del panteón familiar. Confieso que,

cuando recordé el siniestro semblante del hombre con quien me

había encontrado en la escalera el día de mi llegada a la casa, no

sentí deseo de oponerme a lo que consideraba todo lo más como

una precaución inocente, pero muy natural.

A ruegos de Usher, le ayudé personalmente en los preparativos de

aquel entierro temporal. Pusimos el cuerpo en el féretro, y entre los

dos lo transportamos a su lugar de reposo. La cripta en la que lo

dejamos (y que estaba cerrada hacía tanto tiempo, que nuestras

antorchas, semiacabadas en aquella atmósfera sofocante, no nos

permitían ninguna investigación) era pequeña, húmeda y no dejaba

penetrar la luz; estaba situada a una gran profundidad, justo debajo

de aquella parte de la casa donde se encontraba mi dormitorio.

Había sido utilizada, al parecer, en los lejanos tiempos feudales,

como mazmorra, y en días posteriores, como depósito de pólvora o

de alguna otra materia inflamable, pues una parte del suelo y todo

el interior de una larga bóveda que cruzamos para llegar hasta allí

estaban cuidadosamente revestidos de cobre. La puerta, de hierro

macizo, estaba también protegida de igual modo. Cuando aquel




inmenso peso giraba sobre sus goznes producía un ruido singular,

agudo y chirriante.

Depositamos nuestro lúgubre fardo sobre unos soportes en aquella

región de horror, apartamos un poco la tapa del féretro, que no

estaba aún atornillada, y miramos la cara del cadáver. Un parecido

chocante entre el hermano y la hermana atrajo en seguida mi

atención, y Usher, adivinando tal vez mis pensamientos, murmuró

unas palabras, por las cuales supe que la difunta y él eran gemelos,

y que habían existido siempre entre ellos unas simpatías de

naturaleza casi inexplicables. Nuestras miradas, entre tanto, no

permanecieron fijas mucho tiempo sobre la muerta, pues no

podíamos contemplarla sin espanto. El mal que había llevado a la

tumba a lady Madeline en la plenitud de su juventud había dejado,

como suele suceder en las enfermedades de carácter estrictamente

cataléptico, la burla de una débil coloración sobre el seno y el

rostro, y en los labios, esa sonrisa equívoca y morosa que es tan

terrible en la muerte. Volvimos a colocar y atornillamos la tapa, y

después de haber asegurado la puerta de hierro, emprendimos de

nuevo nuestro camino hacia las habitaciones superiores de la casa,

que no eran menos tristes.

Y entonces, después de un lapso de varios días de amarga pena,

tuvo lugar un cambio visible en los síntomas de la enfermedad

mental de mi amigo. Sus maneras corrientes desaparecieron. Sus

ocupaciones ordinarias eran descuidadas u olvidadas. Vagaba de

estancia en estancia con un paso precipitado, desigual y sin objeto.

La palidez de su fisonomía había adquirido si es posible, un color

más lívido; pero la luminosidad de sus ojos había desaparecido por

completo. No oía ya aquel tono de voz áspero que tenía antes en

ocasiones, y un temblor que se hubiera dicho causado por un terror

sumo, caracterizaba de ordinario su habla. Me ocurría a veces, en

realidad, pensar que su mente, agitada sin tregua, estaba torturada

por algún secreto opresor, cuya divulgación no tenía el valor para

efectuar. Otras veces me veía yo obligado a pensar, en suma, que

se trataba de rarezas inexplicables de la demencia, pues le veía

mirando al vacío durante largas horas en una actitud de profunda

atención, como si escuchase un ruido imaginario. No es de extrañar

que su estado me aterrase, que incluso sufriese yo su contagio.

Sentía deslizarse dentro de mí, en una gradación lenta, pero

segura, la violenta influencia de sus fantásticas, aunque

impresionantes supersticiones.




Fué en especial una noche, la séptima o la octava desde que

depositamos a lady Madeline en la mazmorra, antes de retirarnos a

nuestros lechos, cuando experimenté toda la potencia de tales

sensaciones. El sueño no quería acercarse a mi lecho, mientras

pasaban y pasaban las horas. Intenté buscar un motivo al

nerviosismo que me dominaba. Me esforcé por persuadirme de que

lo que sentía era debido, en parte al menos, a la influencia

trastornadora del mobiliario opresor de la habitación, a los sombríos

tapices desgarrados que, atormentados por las ráfagas de una

tormenta que se iniciaba, vacilaban de un lado a otro sobre los

muros y crujían penosamente en torno a los adornos del lecho. Pero

mis esfuerzos fueron inútiles. Un irreprimible temblor invadió poco a

poco mi ánimo, y a la larga una verdadera pesadilla vino a

apoderarse por completo de mi corazón. Respiré con violencia, hice

un esfuerzo, logré sacudirla, e incorporándome sobre las

almohadas y clavando una ardiente mirada en la densa oscuridad

de la habitación, presté oído—no sabría decir por que me impulsó

una fuerza instintiva—a ciertos ruidos vagos, apagados e

indefinidos que llegaban hasta mí a través de las pausas de la

tormenta. Dominado por una intensa sensación de horror,

inexplicable e insufrible me vestí de prisa (pues sentía que no iba a

serme posible dormir en toda la noche) y procuré, andando a

grandes pasos por la habitación, salir del estado lamentable en que

estaba sumido.

Apenas había dado así unas vueltas, cuando un paso ligero por una

escalera cercana atrajo mi atención. Reconocí muy pronto que era

el paso de Usher. Un instante después llamó suavemente en mi

puerta y entró, llevando una lámpara. Su cara era, como de

costumbre, de una palidez cadavérica; pero había, además, en sus

ojos una especie de loca hilaridad, y en todo su porte, una histeria

evidentemente contenida. Su aspecto me aterró; pero todo era

preferible a la soledad que había yo soportado tanto tiempo, y acogí

su presencia como un alivio.

—¿Y usted no ha visto esto?—dijo él bruscamente, después de

permanecer algunos momentos en silencio mirándome—. ¿No ha

visto usted esto? ¡Pues espere! Lo verá.

Mientras hablaba así, y habiendo resguardado cuidadosamente su

lámpara, se precipitó hacia una de las ventanas y la abrió de par en

par a la tormenta.




La impetuosa furia de la ráfaga nos levantó casi del suelo. Era, en

verdad, una noche tempestuosa; pero espantosamente bella, de

una rareza singular en su terror y en su belleza. Un remolino había

concentrado su fuerza en nuestra proximidad, pues había cambios

frecuentes y violentos en la dirección del viento, y la excesiva

densidad de las nubes (tan bajas, que pasaban sobre las tordillas

de la casa) no nos impedía apreciar la viva velocidad con la cual

acudían unas contra otras desde todos los puntos, en vez de

perderse a distancia. Digo que su excesiva densidad no nos

impedía percibir aquello, y aun así, no divisábamos ni la luna ni las

estrellas, ni relámpago alguno proyectaba su resplandor. Pero las

superficies inferiores de aquellas vastas masas de agitado vapor, lo

mismo que todos los objetos terrestres muy cerca alrededor

nuestro, reflejaban la claridad sobrenatural de una emanación

gaseosa que se cernía sobre la casa y la envolvía en una mortaja

luminosa y bien visible.

—¡No debe usted, no contemplará usted esto! —dije, temblando, a

Usher, y le llevé con suave violencia desde la ventana a una silla—.

Esas apariciones que le trastornan son simples fenómenos

eléctricos, nada raros, o puede que tengan su horrible origen en los

fétidos miasmas del estanque. Cerremos esta ventana; el aire es

helado y peligroso para su organismo. Aquí tiene usted una de sus

novelas favoritas. Leeré, y usted escuchará: y así pasaremos esta

terrible noche, juntos.

El antiguo volumen que había yo cogido era el Mad Trist, de sir

Launcelot Canning; pero lo había llamado el libro favorito de Usher

por triste chanza, pues, en verdad, con su tosca y pobre prolijidad,

poco atractivo podía ofrecer para la elevada y espiritual idealidad de

mi amigo. Era, sin embargo, el único libro que tenía inmediatamente

a mano, y me entregué a la vaga esperanza de que la excitación

que agitaba al hipocondríaco podría hallar alivio (pues la historia de

los trastornos mentales está llena de anomalías semejantes) hasta

en la exageración de las locuras que iba yo a leerle. A juzgar por el

gesto de predominante y ardiente interés con que escuchaba o

aparentaba escuchar las frases de la narración, hubiese podido

congratularme del éxito de mi propósito.

Había llegado a esa parte tan conocida de la historia en que

Ethelredo, el héroe del Trist, habiendo intentado en vano penetrar

pacíficamente en la mora da del ermitaño, se decide a entrar por la

fuerza. Aquí, como se recordará, dice lo siguiente la narración:




"Y Ethelredo que era por naturaleza de valeroso corazón, y que

ahora sentíase, además, muy fuerte, gracias a la potencia del vino

que había bebido no esperó más tiempo para hablar con el ermitaño

quien tenía de veras el ánimo propenso a la obstinación y a la

malicia; pero, sintiendo la lluvia sobre sus hombros y temiendo el

desencadenamiento de la tempestad, levantó su maza, y con unos

golpe abrió pronto un camino, a través de las tablas de la puerta, a

su mano enguantada de hierro; y entonces tirando con ella

vigorosamente hacia sí, hizo crujir, hundirse y saltar todo en

pedazos, de tal modo, que el ruido de la madera seca y sonando a

hueco repercutió de una parte a otra de la selva."

Al final de esta frase me estremecí e hice un pausa, pues me había

parecido (aunque pensé e seguida que mi excitada imaginación me

engañaba) que de una parte muy alejada de la mansión llegaba

confuso a mis oídos un ruido que se hubiera dicho, a causa de su

exacta semejanza de tono, el eco (pero sofocado y sordo,

ciertamente de aquel ruido real de crujido y de arrancamiento

descrito con tanto detalle por sir Launcelot. Era sin duda, la única

coincidencia lo que había atraído tan sólo mi atención, pues entre el

golpeteo de las hojas de las ventanas y los ruidos mezclados de la

tempestad creciente, el sonido en sí mismo no tenía, de seguro,

nada que pudiera intrigarme o turbarme.

Continué la narración:

"Pero el buen campeón Ethelredo, franqueando entonces la puerta,

se sintió dolorosamente furioso y asombrado al no percibir rastro

alguno del malicioso ermitaño, sino, en su lugar, un dragón de una

apariencia fenomenal y escamosa, con una lengua de fuego, y que

estaba de centinela ante un palacio de oro, con el suelo de plata, y

sobre el muro aparecía colgado un escudo brillante de bronce, con

esta leyenda encima:

El que entre aquí, vencedor será;

el que mate al dragón, el escudo ganará.




"Ethelredo levantó su maza y golpeó sobre la cabeza del dragón,

que cayó ante él y exhaló su aliento pestilente con un ruido tan

horrendo, áspero y penetrante a la vez, que Ethelredo tuvo que

taparse los oídos con las manos para resistir aquel terrible

estruendo como no lo había él oído nunca antes."

Aquí hice de súbito una nueva pausa, y ahora con una sensación de

violento asombro, pues no cabía duda de que había yo oído esta

vez (érame imposible decir de qué dirección venía) un ruido débil y

como lejano, pero áspero, prolongado, singularmente agudo y

chirriante, la contrapartida exacta del rito sobrenatural del dragón

descrito por el novelista y tal cual mi imaginación se lo había ya

figurado.

Oprimido como lo estaba, sin duda, por aquella segunda y muy

extraordinaria coincidencia, por mil sensaciones contradictorias,

entre las cuales predominaban un asombro y un terror extremos,

conservé, empero, la suficiente presencia de ánimo para tener

cuidado de no excitar con una observación cualquiera la

sensibilidad nerviosa de mi compañero. No estaba seguro en

absoluto de que él hubiera notado los ruidos en cuestión, siquiera, a

no dudar, una extraña alteración habíase manifestado, desde hacía

unos minutos, en su actitud. De su posición primera enfrente de mí

había él hecho girar gradualmente su silla de modo a encontrarse

sentado con la cara vuelta hacia la puerta de la habitación; así, sólo

podía yo ver parte de sus rasgos, aunque noté que sus labios

temblaban como si dejasen escapar un murmullo inaudible. Su

cabeza estaba caída sobre su pecho, y, no obstante, yo sabía que

no estaba dormido, pues el ojo que entreveía de perfil permanecía

abierto y fijo. Además, el movimiento de su cuerpo contradecía

también aquella idea, pues se balanceaba con suave, pero

constante y uniforme oscilación. Noté, desde luego, todo eso, y

reanudé el relato de sir Launcelot, que continuaba así:

"Y ahora el campeón, habiendo escapado de la terrible furia del

dragón, y recordando el escudo de bronce, y que el encantamiento

que sobre él pesaba estaba roto, apartó la masa muerta de delante

de su camino y avanzó valientemente por el suelo de plata del

castillo hacia el sitio del muro de donde colgaba el escudo; el cual,

en verdad, no esperó a que estuviese él muy cerca, sino que cayó a

sus pies sobre el pavimento de plata, con un pesado y terrible ruido.

"




Apenas habían pasado entre mis labios estas últimas sílabas, y

como si en realidad hubiera caído en aquel momento un escudo de

bronce pesadamente sobre un suelo de plata, oí el eco claro,

profundo, metálico, resonante, si bien sordo en apariencia. Excitado

a más no poder, salté sobre mis pies, en tanto que Usher no había

interrumpido su balanceo acompasado.

Sus ojos estaban fijos ante sí, y toda su fisonomía, contraída por

una pétrea rigidez. Pero cuando puse la mano sobre su hombro, un

fuerte estremecimiento recorrió toda su ser, una débil sonrisa

tembló sobre sus labios, y vi que hablaba con un murmullo

apagado, rápido y balbuciente, como si no se diera cuenta de mi

presencia. Inclinándome sobre él, absorbí al fin el horrendo

significado de sus palabras

—¿No oye usted? Sí, yo oigo, y he oído. Durante mucho, mucho

tiempo, muchos minutos, muchas horas, muchos días, he oído; pero

no me atrevía. ¡Oh, piedad para mí, mísero desdichado que soy!

¡No me atrevía, no me atrevía a hablar! ¡La hemos metido viva en la

tumba! ¿No le he dicho que mis sentidos están agudizados? Le digo

ahora que he oído sus primeros débiles movimientos dentro del

ataúd. Los he oído hace muchos, muchos días, y, sin embargo, ¡no

me atreví a hablar! Y ahora, esta noche, Ethelredo, ¡ja, ja! ¡La

puerta del ermitaño rota, el grito de muerte del dragón y el

estruendo del escudo, diga usted mejor el arrancamiento de su

féretro, y el chirrido de los goznes de hierro de su prisión, y su lucha

dentro de la bóveda de cobre! ¡Oh! ¿Adónde huir? ¿No estará ella

aquí en seguida? ¿No va a aparecer para reprocharme mi

precipitación? ¿No he oído su paso en la escalera? ¿No percibo el

pesado y horrible latir de su corazón? ¡Insensato!—y en ese

momento se alzó furiosamente de puntillas y aulló sus sílabas como

si en aquel esfuerzo exhalase su alma—: Insensato. ¡Le digo a

usted que ella está ahora detrás de la puerta!

En el mismo instante, como si la energía sobrehumana de sus

palabras hubiese adquirido la potencia de un hechizo, las grandes y

antiguas hojas que él señalaba entreabrieron pausadamente sus

pesadas mandíbulas de ébano. Era aquello obra de una furiosa

ráfaga, pero en el marco de aquella puerta estaba entonces la alta y

amortajada figura de lady Madeline de Usher. Había sangre sobre

su blanco ropaje, y toda su demacrada persona mostraba las

señales evidentes de una enconada lucha. Durante un momento

permaneció trémula y vacilante sobre el umbral; luego, con un grito




apagado y quejumbroso, cayó a plomo hacia adelante sobre su

hermano, y en su violenta y ahora definitiva agonía le arrastró al

suelo, ya cadáver y víctima de sus terrores anticipados.

Huí de aquella habitación y de aquella mansión, horrorizado. La

tempestad se desencadenaba aún en toda su furia cuando franqueé

la vieja calzada. De pronto una luz intensa se proyectó sobre el

camino y me volví para ver dónde podía brotar claridad tan singular,

pues sólo tenía a mi espalda la vasta mansión y sus sombras. La

irradiación provenía de la luna llena, que se ponía entre un rojo de

sangre, y que ahora brillaba con viveza a través de aquella grieta

antes apenas visible, y que, como ya he dicho al principio, se

extendía, zigzagueando, desde el tejado del edificio hasta la base.

Mientras la examinaba, aquella grieta se ensanchó con rapidez;

hubo de nuevo una impetuosa ráfaga, un remolino; el disco entero

del satélite estalló de repente ante mi vista; mi cerebro se alteró

cuando vi los pesados muros desplomarse, partidos en dos; resonó

un largo y tumultuoso estruendo, como la voz de mil cataratas, y el

estanque profundo y fétido, situado a mis pies, se cerró tétrica y

silenciosamente sobre los restos de la Casa de Usher.

FIN

NOTAS.-

() Hastiado. En francés en el original.

() Watson, Percival, Spallanzani, y en particular el obispo de Landaff.

Véase Chemical Essay, volumen




El pozo y el péndulo

Edgar Allan Poe







Impia tortorum longas hic turba furores sanguinis innocui, non satiata,

aluit, sospite nunc patria, fracto nunc funeris antro, mors ubi dira fuit vita

salusque patent.

(Cuarteto compuesto para las puertas de un mercado que debió erigirse en

el solar del Club de los Jacobinos, en París.)

Estaba agotado, agotado hasta no poder más, por aquella larga

agonía. Cuando, por último, me desataron y pude sentarme, noté

que perdía el conocimiento. La sentencia, la espantosa sentencia

de muerte, fue la última frase claramente acentuada que llegó a mis

oídos. Luego, el sonido de las voces de los inquisidores me pareció

que se apagaba en el indefinido zumbido de un sueño. El ruido

aquel provocaba en mi espíritu una idea de rotación, quizá a causa

de que lo asociaba en mis pensamientos con una rueda de molino.

Pero aquello duró poco tiempo, porque, de pronto, no oí nada más.

No obstante, durante algún rato pude ver, pero ¡con qué terrible

exageración! Veía los labios de los jueces vestidos de negro: eran

blancos, más blancos que la hoja de papel sobre la que estoy

escribiendo estas palabras; y delgados hasta lo grotesco,

adelgazados por la intensidad de su dura expresión, de su

resolución inexorable, del riguroso desprecio al dolor humano. Veía

que los decretos de lo que para mí representaba el Destino salían

aún de aquellos labios. Los vi retorcerse en una frase mortal, les vi

pronunciar las sílabas de mi nombre, y me estremecí al ver que el

sonido no seguía al movimiento.

Durante varios momentos de espanto frenético vi también la blanda

y casi imperceptible ondulación de las negras colgaduras que

cubrían las paredes de la sala, y mi vista cayó entonces sobre los

siete grandes hachones que se habían colocado sobre la mesa.

Tomaron para mí, al principio, el aspecto de la caridad, y los

imaginé ángeles blancos y esbeltos que debían salvarme. Pero

entonces, y de pronto, una náusea mortal invadió mi alma, y sentí

que cada fibra de mi ser se estremecía como si hubiera estado en

contacto con el hilo de una batería galvánica. Y las formas

angélicas convertíanse en insignificantes espectros con cabeza de




llama, y claramente comprendí que no debía esperar de ellos auxilio

alguno. Entonces, como una magnífica nota musical, se insinuó en

mi imaginación la idea del inefable reposo que nos espera en la

tumba. Llegó suave, furtivamente; creo que necesité un gran rato

para apreciarla por completo. Pero en el preciso instante en que mi

espíritu comenzaba a sentir claramente esa idea, y a acariciarla, las

figuras de los jueces se desvanecieron como por arte de magia; los

grandes hachones se redujeron a la nada; sus llamas se apagaron

por completo, y sobrevino la negrura de las tinieblas; todas las

sensaciones parecieron desaparecer como en una zambullida loca

y precipitada del alma en el Hades. Y el Universo fue sólo noche,

silencio, inmovilidad.

Estaba desvanecido. Pero, no obstante, no puedo decir que hubiese

perdido la conciencia del todo. La que me quedaba, no intentaré

definirla, ni describirla siquiera. Pero, en fin, todo no estaba perdido.

En medio del más profundo sueño..., ¡no! En medio del delirio...,

¡no! En medio del desvanecimiento..., ¡no! En medio de la muerte...,

¡no! Si fuera de otro modo, no habría salvación para el hombre.

Cuando nos despertamos del más profundo sueño, rompemos la

telaraña de algún sueño. Y, no obstante, un segundo más tarde es

tan delicado este tejido, que no recordamos haber soñado.

Dos grados hay, al volver del desmayo a la vida: el sentimiento de

la existencia moral o espiritual y el de la existencia física. Parece

probable que si, al llegar al segundo grado, hubiéramos de evocar

las impresiones del primero, volveríamos a encontrar todos los

recuerdos elocuentes del abismo trasmundano. ¿Y cuál es ese

abismo? ¿Cómo, al menos, podremos distinguir sus sombras de las

de la tumba? Pero si las impresiones de lo que he llamado primer

grado no acuden de nuevo al llamamiento de la voluntad, no

obstante, después de un largo intervalo, ¿no aparecen sin ser

solicitadas, mientras, maravillados. nos preguntamos de dónde

proceden? Quien no se haya desmayado nunca no descubrirá

extraños palacios y casas singularmente familiares entre las

ardientes llamas; no será el que contemple, flotantes en el aire, las

visiones melancólicas que el vulgo no puede vislumbrar, no será el

que medite sobre el perfume de alguna flor desconocida, ni el que

se perderá en el misterio de alguna melodía que nunca hubiese

llamado su atención hasta entonces.

En medio de mis repetidos e insensatos esfuerzos, en medio de mi

enérgica tenacidad en recoger algún vestigio de ese estado de




vacío aparente en el que mi alma había caído, hubo instantes en

que soñé triunfar. Tuve momentos breves, brevísimos en que he

llegado a condensar recuerdos que en épocas posteriores mi razón

lúcida me ha afirmado no poder referirse sino a ese estado en que

parece aniquilada la conciencia. Muy confusamente me presentan

esas sombras de recuerdos grandes figuras que me levantaban,

transportándome silenciosamente hacia abajo, aún más hacia

abajo, cada vez más abajo, hasta que me invadió un vértigo

espantoso a la simple idea del infinito en descenso.

También me recuerdan no sé qué vago espanto que experimentaba

el corazón, precisamente a causa de la calma sobrenatural de ese

corazón. Luego el sentimiento de una repentina inmovilidad en todo

lo que me rodeaba, como si quienes me llevaban, un cortejo de

espectros, hubieran pasado, al descender, los límites de lo ilimitado,

y se hubiesen detenido, vencidos por el hastío infinito de su tarea.

Recuerda mi alma más tarde una sensación de insipidez y de

humedad; después, todo no es más que locura, la locura de una

memoria que se agita en lo abominable.

De pronto vuelven a mi alma un movimiento y un sonido: el

movimiento tumultuoso del corazón y el rumor de sus latidos.

Luego, un intervalo en el que todo desaparece. Luego, el sonido de

nuevo, el movimiento y el tacto, como una sensación vibrante

penetradora de mi ser. Después la simple conciencia de mi

existencia sin pensamiento, sensación que duró mucho. Luego,

bruscamente, el pensamiento de nuevo, un temor que me producía

escalofríos y un esfuerzo ardiente por comprender mi verdadero

estado. Después, un vivo afán de caer en la insensibilidad. Luego,

un brusco renacer del alma y una afortunada tentativa de

movimiento. Entonces, el recuerdo completo del proceso, de los

negros tapices, de la sentencia, de mi debilidad, de mi desmayo. Y

el olvido más completo en torno a lo que ocurrió más tarde.

Únicamente después, y gracias a la constancia más enérgica, he

logrado recordarlo vagamente.

No había abierto los ojos hasta ese momento. Pero sentía que

estaba tendido de espaldas y sin ataduras. Extendí la mano y

pesadamente cayó sobre algo húmedo y duro. Durante algunos

minutos la dejé descansar así, haciendo esfuerzos por adivinar

dónde podía encontrarme y lo que había sido de mí. Sentía una

gran impaciencia por hacer uso de mis ojos, pero no me atreví.

Tenía miedo de la primera mirada sobre las cosas que me




rodeaban. No es que me aterrorizara contemplar cosas horribles,

sino que me aterraba la idea de no ver nada.

A la larga, con una loca angustia en el corazón, abrí rápidamente

los ojos. Mi espantoso pensamiento hallábase, pues, confirmado.

Me rodeaba la negrura de la noche eterna. Me parecía que la

intensidad de las tinieblas me oprimía y me sofocaba. La atmósfera

era intolerablemente pesada. Continué acostado tranquilamente e

hice un esfuerzo por emplear mi razón. Recordé los procedimientos

inquisitoriales, y, partiendo de esto, procuré deducir mi posición

verdadera. Había sido pronunciada la sentencia y me parecía que

desde entonces había transcurrido un largo intervalo de tiempo. No

obstante, ni un solo momento imaginé que estuviera realmente

muerto.

A pesar de todas las ficciones literarias, semejante idea es

absolutamente incompatible con la existencia real. Pero ¿dónde me

encontraba y cuál era mi estado? Sabía que los condenados a

muerte morían con frecuencia en los autos de fe. La misma tarde

del día de mi juicio habíase celebrado una solemnidad de esta

especie. ¿Me habían llevado, acaso, de nuevo a mi calabozo para

aguardar en él el próximo sacrificio que había de celebrarse meses

más tarde? Desde el principio comprendí que esto no podía ser.

Inmediatamente había sido puesto en requerimiento el contingente

de víctimas. Por otra parte, mi primer calabozo, como todas las

celdas de los condenados, en Toledo, estaba empedrado y había

en él alguna luz.

Repentinamente, una horrible idea aceleró mi sangre en torrentes

hacia mi corazón, y durante unos instantes caí de nuevo en mi

insensibilidad. Al volver en mí, de un solo movimiento me levanté

sobre mis pies, temblando convulsivamente en cada fibra.

Desatinadamente, extendí mis brazos por encima de mi cabeza y a

mi alrededor, en todas direcciones. No sentí nada. No obstante,

temblaba a la idea de dar un paso, pero me daba miedo tropezar

contra los muros de mi tumba. Brotaba el sudor por todos mis

poros, y en gruesas gotas frías se detenía sobre mi frente. A la

larga, se me hizo intolerable la agonía de la incertidumbre y avancé

con precaución, extendiendo los brazos y con los ojos fuera de sus

órbitas, con la esperanza de hallar un débil rayo de luz. Di algunos

pasos, pero todo estaba vacío y negro. Respiré con mayor libertad.

Por fin, me pareció evidente que el destino que me habían

reservado no era el más espantoso de todos.




Y entonces, mientras precavidamente continuaba avanzando, se

confundían en masa en mi memoria mil vagos rumores que sobre

los horrores de Toledo corrían. Sobre estos calabozos contábanse

cosas extrañas. Yo siempre había creído que eran fábulas; pero, sin

embargo, eran tan extraños, que sólo podían repetirse en voz baja.

¿Debía morir yo de hambre, en aquel subterráneo mundo de

tinieblas, o qué muerte más terrible me esperaba? Puesto que

conocía demasiado bien el carácter de mis jueces, no podía dudar

de que el resultado era la muerte, y una muerte de una amargura

escogida. Lo que sería, y la hora de su ejecución, era lo único que

me preocupaba y me aturdía.

Mis extendidas manos encontraron, por último un sólido obstáculo.

Era una pared que parecía construida de piedra, muy lisa, húmeda

y fría. La fui siguiendo de cerca, caminando con la precavida

desconfianza que me habían inspirado ciertas narraciones antiguas.

Sin embargo, esta operación no me proporcionaba medio alguno

para examinar la dimensión de mi calabozo, pues podía dar la

vuelta y volver al punto de donde había partido sin darme cuenta de

lo perfectamente igual que parecía la pared. En vista de ello busqué

el cuchillo que guardaba en uno de mis bolsillos cuando fui

conducido al tribunal. Pero había desaparecido, porque mis ropas

habían sido cambiadas por un traje de grosera estameña.

Con objeto de comprobar perfectamente mi punto de partida, había

pensado clavar la hoja en alguna pequeña grieta de la pared. Sin

embargo, la dificultad era bien fácil de ser solucionada, y, no

obstante, al principio, debido al desorden de mi pensamiento, me

pareció insuperable. Rasgué una tira de la orla de mi vestido y la

coloqué en el suelo en toda su longitud, formando un ángulo recto

con el muro. Recorriendo a tientas mi camino en torno a mi

calabozo, al terminar el circuito tendría que encontrar el trozo de

tela. Por lo menos, esto era lo que yo creía, pero no había tenido en

cuenta ni las dimensiones de la celda ni mi debilidad. El terreno era

húmedo y resbaladizo. Tambaleándome, anduve durante algún rato.

Después tropecé y caí. Mi gran cansancio me decidió a continuar

tumbado, y no tardó el sueño en apoderarse de mí en aquella

posición.

Al despertarme y alargar el brazo hallé a mi lado un pan y un

cántaro con agua. Estaba demasiado agotado para reflexionar en

tales circunstancias, y bebí y comí ávidamente. Tiempo más tarde

reemprendí mi viaje en torno a mi calabozo, y trabajosamente logré




llegar al trozo de estameña. En el momento de caer había contado

ya cincuenta y dos pasos, y desde que reanudé el camino hasta

encontrar la tela, cuarenta y ocho. De modo que medía un total de

cien pasos, y suponiendo que dos de ellos constituyeran una yarda,

calculé en unas cincuenta yardas la circunferencia de mi calabozo.

Sin embargo, había tropezado con numerosos ángulos en la pared,

y esto impedía el conjeturar la forma de la cueva, pues no había

duda alguna de que aquello era una cueva.

No ponía gran interés en aquellas investigaciones, y con toda

seguridad estaba desalentado. Pero una vaga curiosidad me

impulsó a continuarlas. Dejando la pared, decidí atravesar la

superficie de mi prisión. Al principio procedí con extrema

precaución, pues el suelo, aunque parecía ser de una materia dura,

era traidor por el limo que en él había. No obstante, al cabo de un

rato logré animarme y comencé a andar con seguridad, procurando

cruzarlo en línea recta.

De esta forma avancé diez o doce pasos, cuando el trozo rasgado

que quedaba de orla se me enredó entre las piernas, haciéndome

caer de bruces violentamente.

En la confusión de mi caída no noté al principio una circunstancia

no muy sorprendente y que, no obstante, segundos después,

hallándome todavía en el suelo, llamó mi atención. Mi barbilla

apoyábase sobre el suelo del calabozo, pero mis labios y la parte

superior de la cabeza, aunque parecían colocados a menos altura

que la barbilla, no descansaban en ninguna parte. Me pareció, al

mismo tiempo, que mi frente se empapaba en un vapor viscoso y

que un extraño olor a setas podridas llegaba hasta mi nariz. Alargué

el brazo y me estremecí, descubriendo que había caído al borde

mismo de un pozo circular cuya extensión no podía medir en aquel

momento. Tocando las paredes precisamente debajo del brocal,

logré arrancar un trozo de piedra y la dejé caer en el abismo.

Durante algunos segundos presté atención a sus rebotes. Chocaba

en su caída contra las paredes del pozo. Lúgubremente, se hundió

por último en el agua, despertando ecos estridentes. En el mismo

instante dejóse oír un ruido sobre mi cabeza, como de una puerta

abierta y cerrada casi al mismo tiempo, mientras un débil rayo de

luz atravesaba repentinamente la oscuridad y se apagaba en

seguida.

Con toda claridad vi la suerte que se me preparaba, y me felicité por

el oportuno accidente que me había salvado. Un paso más, y el




mundo no me hubiera vuelto a ver. Aquella muerte, evitada a

tiempo, tenía ese mismo carácter que había yo considerado como

fabuloso y absurdo en las historias que sobre la Inquisición había

oído contar. Las víctimas de su tiranía no tenían otra alternativa que

la muerte, con sus crueles agonías físicas o con sus abominables

torturas morales. Esta última fue la que me había sido reservada.

Mis nervios estaban abatidos por un largo sufrimiento, hasta el

punto que me hacía temblar el sonido de mi propia voz, y me

consideraba por todos motivos una víctima excelente para la clase

de tortura que me aguardaba.

Temblando, retrocedí a tientas hasta la pared, decidido a dejarme

morir antes que afrontar el horror de los pozos que en las tinieblas

de la celda multiplicaba mi imaginación. En otra situación de ánimo

hubiese tenido el suficiente valor para concluir con mis miserias de

una sola vez, lanzándome a uno de aquellos abismos, pero en

aquellos momentos era yo el más perfecto de los cobardes. Por otra

parte, me era imposible olvidar lo que había leído con respecto a

aquellos pozos, de los que se decía que la extinción repentina de la

vida era una esperanza cuidadosamente excluida por el genio

infernal de quien los había concebido.

Durante algunas horas me tuvo despierto la agitación de mi ánimo.

Pero, por último, me adormecí de nuevo. Al despertarme, como la

primera vez, hallé a mi lado un pan y un cántaro de agua. Me

consumía una sed abrazadora, y de un trago vacíe el cántaro. Algo

debía de tener aquella agua, pues apenas bebí sentí unos

irresistibles deseos de dormir. Caí en un sueño profundo parecido al

de la muerte. No he podido saber nunca cuánto tiempo duró; pero,

al abrir los ojos, pude distinguir los objetos que me rodeaban.

Gracias a una extraña claridad sulfúrea, cuyo origen no pude

descubrir al principio, podía ver la magnitud y aspecto de mi cárcel.

Me había equivocado mucho con respecto a sus dimensiones. Las

paredes no podían tener más de veinticinco yardas de

circunferencia. Durante unos minutos, ese descubrimiento me turbó

grandemente, turbación en verdad pueril, ya que, dadas las terribles

circunstancias que me rodeaban, ¿qué cosa menos importante

podía encontrar que las dimensiones de mi calabozo? Pero mi alma

ponía un interés extraño en las cosas nimias, y tenazmente me

dediqué a darme cuenta del error que había cometido al tomar las

medidas a aquel recinto. Por último se me apareció como un

relámpago la luz de la verdad. En mi primera exploración había




contado cincuenta y dos pasos hasta el momento de caer. En ese

instante debía encontrarme a uno o dos pasos del trozo de tela.

Realmente, había efectuado casi el circuito de la cueva. Entonces

me dormí, y al despertarme, necesariamente debí de volver sobre

mis pasos, creando así un circuito casi doble del real. La confusión

de mi cerebro me impidió darme cuenta de que había empezado la

vuelta con la pared a mi izquierda y que la terminaba teniéndola a la

derecha.

También me había equivocado por lo que respecta a la forma del

recinto. Tanteando el camino, había encontrado varios ángulos,

deduciendo de ello la idea de una gran irregularidad; tan poderoso

es el efecto de la oscuridad absoluta sobre el que sale de un letargo

o de un sueño. Los ángulos eran, sencillamente, producto de leves

depresiones o huecos que se encontraban a intervalos desiguales.

La forma general del recinto era cuadrada. Lo que creí mampostería

parecía ser ahora hierro u otro metal dispuesto en enormes

planchas, cuyas suturas y junturas producían las depresiones.

La superficie de aquella construcción metálica estaba embadurnada

groseramente con toda clase de emblemas horrorosos y repulsivos,

nacidos de la superstición sepulcral de los frailes. Figuras de

demonios con amenazadores gestos, con formas de esqueleto y

otras imágenes del horror más realista llenaban en toda su

extensión las paredes. Me di cuenta de que los contornos de

aquellas monstruosidades estaban suficientemente claros, pero que

los colores parecían manchados y estropeados por efecto de la

humedad del ambiente. Vi entonces que el suelo era de piedra. En

su centro había un pozo circular, de cuya boca había yo escapado,

pero no vi que hubiese alguno más en el calabozo.

Todo esto lo vi confusamente y no sin esfuerzo, pues mi situación

física había cambiado mucho durante mi sueño. Ahora, de

espaldas, estaba acostado cuan largo era sobre una especie de

armadura de madera muy baja. Estaba atado con una larga tira que

parecía de cuero. Enrollábase en distintas vueltas en torno a mis

miembros y a mi cuerpo, dejando únicamente libres mi cabeza y mi

brazo izquierdo. Sin embargo, tenía que hacer un violento esfuerzo

para alcanzar el alimento que contenía un plato de barro que habían

dejado a mi lado sobre el suelo. Con verdadero terror me di cuenta

de que el cántaro había desaparecido, y digo con terror porque me

devoraba una sed intolerable. Creí entonces que el plan de mis




verdugos consistía en exasperar esta sed, puesto que el alimento

que contenía el plato era una carne cruelmente salada.

Levanté los ojos y examiné el techo de mi prisión. Hallábase a una

altura de treinta o cuarenta pies y parecíase mucho, por su

construcción, a las paredes laterales. En una de sus caras llamó mi

atención una figura de las más singulares. Era una representación

pintada del Tiempo, tal como se acostumbra representarle, pero en

lugar de la guadaña tenía un objeto que a primera vista creí se

trataba de un enorme péndulo como los de los relojes antiguos. No

obstante, algo había en el aspecto de aquella máquina que me hizo

mirarla con más detención.

Mientras la observaba directamente, mirando hacia arriba, pues

hallábase colocada exactamente sobre mi cabeza, me pareció ver

que se movía. Un momento después se confirmaba mi idea. Su

balanceo era corto y, por tanto, muy lento. No sin cierta

desconfianza, y, sobre todo, con extrañeza la observé durante unos

minutos. Cansado, al cabo de vigilar su fastidioso movimiento, volví

mis

ojos a los demás objetos de la celda.

Un ruido leve atrajo mi atención. Miré al suelo y vi algunas enormes

ratas que lo cruzaban. Habían salido del pozo que yo podía

distinguir a mi derecha. En ese instante, mientras las miraba,

subieron en tropel, a toda prisa, con voraces ojos y atraídas por el

olor de la carne. Me costó gran esfuerzo y atención apartarlas.

Transcurrió media hora, tal vez una hora—pues apenas

imperfectamente podía medir el tiempo— cuando, de nuevo, levanté

los ojos sobre mí. Lo que entonces vi me dejó atónito y sorprendido.

El camino del péndulo había aumentado casi una yarda, y, como

consecuencia natural, su velocidad era también mucho mayor.

Pero, principalmente, lo que más me impresionó fue la idea de que

había descendido visiblemente. Puede imaginarse con qué espanto

observé entonces que su extremo inferior estaba formado por media

luna de brillante acero, que, aproximadamente, tendría un pie de

largo de un cuerno a otro. Los cuernos estaban dirigidos hacia

arriba, y el filo inferior, evidentemente afilado como una navaja

barbera. También parecía una navaja barbera, pesado y macizo, y

ensanchábase desde el filo en una forma ancha y sólida. Se

ajustaba a una gruesa varilla de cobre, y todo ello silbaba

moviéndose en el espacio.




Ya no había duda alguna con respecto a la suerte que me había

preparado la horrible ingeniosidad monacal. Los agentes de la

Inquisición habían previsto mi descubrimiento del pozo; del pozo,

cuyos horrores habían sido reservados para un hereje tan temerario

como yo; del pozo, imagen del infierno, considerado por la opinión

como la Ultima Tule de todos los castigos. El más fortuito de los

accidentes me había salvado de caer en él, y yo sabia que el arte

de convertir el suplicio en un lazo y una sorpresa constituía una

rama importante de aquel sistema fantástico de ejecuciones

misteriosas. Por lo visto, habiendo fracasado mi caída en el pozo,

no figuraba en el demoníaco plan arrojarme a él. Por tanto, estaba

destinado, y en este caso sin ninguna alternativa, a una muerte

distinta y más dulce ¡Mas dulce! En mi agonía, pensando en el uso

singular que yo hacía de esta palabra, casi sonreí.

¿Para qué contar las largas, las interminables horas de horror, más

que mortales, durante las que conté las vibrantes oscilaciones del

acero? Pulgada a pulgada, línea a línea, descendía gradualmente,

efectuando un descenso sólo apreciable a intervalos, que eran para

mí más largos que siglos. Y cada vez más, cada vez más, seguía

bajando, bajando.

Pasaron días, tal vez muchos días, antes que llegase a balancearse

lo suficientemente cerca de mí para abanicarme con su aire acre.

Hería mi olfato el olor de acero afilado. Rogué al Cielo, cansándolo

con mis súplicas, que hiciera descender más rápidamente el acero.

Enloquecí, me volví frenético, hice esfuerzos para incorporarme e ir

al encuentro de aquella espantosa y movible cimitarra. Y luego, de

pronto, se apoderó de mí una gran calma y permanecí tendido

sonriendo a aquella muerte brillante, como podría sonreír un niño a

un juguete precioso.

Transcurrió luego un instante de perfecta insensibilidad. Fue un

intervalo muy corto. Al volver a la vida no me pareció que el péndulo

hubiera descendido una altura apreciable. No obstante, es posible

que aquel tiempo hubiese sido larguísimo. Yo sabía que existían

seres infernales que tomaban nota de mi desvanecimiento y que a

su capricho podían detener la vibración.

Al volver en mí, sentí un malestar y una debilidad indecibles, como

resultado de una enorme inanición. Aun entre aquellas angustias, la

naturaleza humana suplicaba el sustento. Con un esfuerzo penoso,

extendí mi brazo izquierdo tan lejos como mis ligaduras me lo

permitían, y me apoderé de un pequeño sobrante que las ratas se




habían dignado dejarme. Al llevarme un pedazo a los labios, un

informe pensamiento de extraña alegría, de esperanza, se alojo en

mi espíritu. No obstante, ¿qué había de común entre la esperanza y

yo? Repito que se trataba de un pensamiento informe. Con

frecuencia tiene el hombre pensamientos así, que nunca se

completan. Me di cuenta de que se trataba de un pensamiento de

alegría, de esperanza, pero comprendí también que había muerto al

nacer. Me esforcé inútilmente en completarlo, en recobrarlo. Mis

largos sufrimientos habían aniquilado casi por completo las

ordinarias facultades de mi espíritu. Yo era un imbécil, un idiota.

La oscilación del péndulo se efectuaba en un plano que formaba

ángulo recto con mi cuerpo. Vi que la cuchilla había sido dispuesta

de modo que atravesara la región del corazón. Rasgaría la tela de

mi traje, volvería luego y repetiría la operación una y otra vez. A

pesar de la gran dimensión de la curva recorrida—unos treinta pies,

más o menos—y la silbante energía de su descenso, que incluso

hubiera podido cortar aquellas murallas de hierro, todo cuanto podía

hacer, en resumen, y durante algunos minutos, era rasgar mi traje.

Y en este pensamiento me detuve. No me atrevía a ir más allá de

él. Insistí sobre él con una sostenida atención, como si con esta

insistencia hubiera podido parar allí el descenso de la cuchilla.

Empecé a pensar en el sonido que produciría ésta al pasar sobre mi

traje, y en la extraña y penetrante sensación que produce el roce de

la tela sobre los nervios. Pensé en todas esas cosas, hasta que los

dientes me rechinaron.

Más bajo, más bajo aún. Deslizábase cada vez más bajo. Yo

hallaba un placer frenético en comparar su velocidad de arriba

abajo con su velocidad lateral. Ahora, hacia la derecha; ahora, hacia

la izquierda. Después se iba lejos, lejos, y volvía luego, con el

chillido de un alma condenada, hasta mi corazón con el andar

furtivo del tigre. Yo aullaba y reía alternativamente, según me

dominase una u otra idea.

Más bajo, invariablemente, inexorablemente más bajo. Movíase a

tres pulgadas de mi pecho. Furiosamente, intenté libertar con

violencia mi brazo izquierdo. Estaba libre solamente desde el codo

hasta la mano. Únicamente podía mover la mano desde el plato que

habían colocado a mi lado hasta mi boca; sólo esto, y con un gran

esfuerzo. Si hubiera podido romper las ligaduras por encima del

codo, hubiese cogido el péndulo e intentado detenerlo, lo que

hubiera sido como intentar detener una avalancha.




Siempre mas bajo, incesantemente, inevitablemente más bajo.

Respiraba con verdadera angustia, y me agitaba a cada vibración.

Mis ojos seguían el vuelo ascendente de la cuchilla y su caída, con

el ardor de la desesperación más enloquecida; espasmódicamente,

cerrábanse en el momento del descenso sobre mí. Aun cuando la

muerte hubiera sido un alivio, ¡oh, qué alivio más indecible! Y, sin

embargo, temblaba con todos mis nervios al pensar que bastaría

que la máquina descendiera un grado para que se precipitara sobre

mi pecho el hacha afilada y reluciente. Y mis nervios temblaban, y

hacían encoger todo mi ser a causa de la esperanza. Era la

esperanza, la esperanza triunfante aún sobre el potro, que dejábase

oír al oído de los condenados a muerte, incluso en los calabozos de

la Inquisición.

Comprobé que diez o doce vibraciones, aproximadamente,

pondrían el acero en inmediato contacto con mi traje, Y con esta

observación entróse en mi ánimo la calma condensada y aguda de

la desesperación. Desde hacía muchas horas, desde hacía muchos

días, tal vez, pensé por primera vez. Se me ocurrió que la tira o

correa que me ataba era de un solo trozo. Estaba atado con una

ligadura continuada. La primera mordedura de la cuchilla de la

media luna, efectuada en cualquier lugar de la correa, tenía que

desatarla lo suficiente para permitir que mi mano la desenrollara de

mi cuerpo. ¡Pero qué terrible era, en este caso, su proximidad! El

resultado de la más ligera sacudida había de ser mortal. Por otra

parte ¿habrían previsto o impedido esta posibilidad los secuaces del

verdugo? ¿Era probable que en el recorrido del péndulo

atravesasen mi pecho las ligaduras? Temblando al imaginar

frustrada mi débil esperanza, la última, realmente, levanté mi

cabeza lo bastante para ver bien mi pecho. La correa cruzaba mis

miembros estrechamente, juntamente con todo mi cuerpo, en todos

sentidos, menos en la trayectoria de la cuchilla homicida.

Aún no había dejado caer de nuevo mi cabeza en su primera

posición, cuando sentí brillar en mi espíritu algo que sólo sabría

definir, aproximadamente, diciendo que era la mitad no formada de

la idea de libertad que ya he expuesto, y de la que vagamente había

flotado en mi espíritu una sola mitad cuando llevé a mis labios

ardientes el alimento. Ahora, la idea entera estaba allí presente,

débil, apenas viable, casi indefinida, pero, en fin, completa.

Inmediatamente, con la energía de la desesperación, intenté llevarla

a la práctica.




Hacia varias horas que cerca del caballete sobre el que me hallaba

acostado se encontraba un número incalculable de ratas. Eran

tumultuosas, atrevidas, voraces. Fijaban en mí sus ojos, como si no

esperasen más que mi inmovilidad para hacer presa. "¿A qué clase

de alimento—pensé—se habrá acostumbrado en este pozo?"

Menos una pequeña parte, y a pesar de todos mis esfuerzos para

impedirlo, había devorado el contenido del plato; pero a la larga, la

uniformidad maquinal de ese movimiento le había restado eficacia .

Aquella plaga, en su voracidad, dejaba señales de sus agudos

dientes en mis dedos. Con los restos de la carne aceitosa y picante

que aún quedaba, froté vigorosamente mis ataduras hasta donde

me fue posible hacerlo, y hecho esto retiré mi mano del suelo y me

quedé inmóvil y sin respirar.

Al principio, lo repentino del camino y el cese del movimiento

hicieron que los voraces animales se asustaran. Se apartaron

alarmados y algunos volvieron al pozo. Pero esta actitud no duró

más que un instante. No había yo contado en vano con su

glotonería. Viéndome sin movimiento, una o dos o más atrevidas se

encaramaron por el caballete y oliscaron la correa. Todo esto me

pareció el preludio de una invasión general. Un nuevo tropel surgió

del pozo. Agarrándose a la madera, la escalaron y a centenares

saltaron sobre mi cuerpo. Nada las asustaba el movimiento regular

del péndulo. Lo esquivaban y trabajaban activamente sobre la

engrasada tira. Se apretaban moviéndose y se amontonaban

incesantemente sobre mí. Sentía que se retorcían sobre mi

garganta, que sus fríos hocicos buscaban mis labios.

Me encontraba medio sofocado por aquel peso que se multiplicaba

contantemente. Un asco espantoso, que ningún hombre ha sentido

en el mundo, henchía mi pecho y helaba mi corazón como un

pesado vómito. Un minuto más, y me daba cuenta de que en más

de un sitio habían de estar cortadas. Con una resolución

sobrehumana, continué inmóvil.

No me había equivocado en mis cálculos. Mis sufrimientos no

habían sido vanos. Sentí luego que estaba libre. En pedazos,

colgaba la correa en torno de mi cuerpo. Pero el movimiento del

péndulo efectuábase ya sobre mi pecho. L estameña de mi traje

había sido atravesada y cortada la camisa. Efectuó dos oscilaciones

más, y un agudo dolor atravesó mis nervios. Pero había llegado el

instante de salvación. A un ademán de mis manos, huyeron

tumultuosamente mis libertadoras. Con un movimiento tranquilo y




decidido, prudente y oblicuo, lento y aplastándome contra el

banquillo, me deslicé fuera del abrazo y de la tira y del alcance de la

cimitarra. Cuando menos, por el momento estaba libre.

¡Libre! ¡Y en las garras de la Inquisición! Apenas había escapado de

mi lecho de horror, apenas hube dado unos pasos por el suelo de

mi calabozo, cesó el movimiento de la máquina infernal y la oí subir

atraída hacia el techo por una fuerza invisible. Aquélla fue una

lección que llenó de desesperación mi alma. Indudablemente, todos

mis movimientos eran espiados. ¡Libre! Había escapado de la

muerte bajo una determinada agonía, sólo para ser entregado a

algo peor que la muerte misma, y bajo otra nueva forma. Pensando

en ello, fijé convulsivamente mis ojos en las paredes de hierro que

me rodeaban. Algo extraño, un cambio que en principio no pude

apreciar claramente, se había producido con toda evidencia en la

habitación. Durante varios minutos en los que estuve distraído, lleno

de ensueños y escalofríos, me perdí en conjeturas vanas e

incoherentes.

Por primera vez me di cuenta del origen de la luz sulfurosa que

iluminaba la celda. Provenía de una grieta de media pulgada de

anchura, que extendíase en torno del calabozo en la base de las

paredes, que, de ese modo, parecían, y en efecto lo estaban,

completamente separadas del suelo. Intenté mirar por aquella

abertura, aunque, como puede imaginarse, inútilmente. Al

levantarme desanimado, se descubrió a mi inteligencia, de pronto,

el misterio de la alteración que la celda había sufrido.

Había tenido ocasión de comprobar que, aun cuando los contornos

de las figuras pintadas en las paredes fuesen suficientemente

claros, los colores parecían alterados y borrosos. Ahora acababan

de tomar, y tomaban a cada momento, un sorprendente e

intensísimo brillo, que daba a aquellas imágenes fantásticas y

diabólicas un aspecto que hubiera hecho temblar a nervios más

firmes que los míos. Pupilas demoníacas, de una viveza siniestra y

feroz, se clavaban sobre mí desde mil sitios distintos, donde yo

anteriormente no había sospechado que se encontrara ninguna, y

brillaban cual fulgor lúgubre de un fuego que, aunque vanamente,

quería considerar completamente imaginario.

¡Imaginario! Me bastaba respirar para traer hasta mi nariz un vapor

de hierro enrojecido. Extendíase por el calabozo un olor sofocante.

A cada momento reflejábase un ardor más profundo en los ojos

clavados en mi agonía. Un rojo más oscuro se extendía sobre




aquellas horribles pinturas sangrientas. Estaba jadeante; respiraba

con grandes esfuerzos. No había duda sobre el deseo de mis

verdugos, los más despiadados y demoníacos de todos los

hombres.

Me aparté lejos del metal ardiente, dirigiéndome al centro del

calabozo. Frente a aquella destrucción por el fuego, la idea de la

frescura del pozo llegó a mi alma como un bálsamo. Me lancé hacia

sus mortales bordes. Dirigí mis miradas hacia el fondo.

El resplandor de la inflamada bóveda iluminaba sus cavidades más

ocultas. No obstante, durante un minuto de desvarío, mi espíritu

negóse a comprender la significación de lo que veía. Al fin, aquello

penetró en mi alma, a la fuerza, triunfalmente. Se grabó a fuego en

mi razón estremecida. ¡Una voz, una voz para hablar! ¡Oh horror!

¡Todos los horrores, menos ése! Con un grito, me aparté del brocal,

y, escondiendo mi rostro entre las manos, lloré con amargura.

El calor aumentaba rápidamente, y levanté una vez mas los ojos,

temblando en un acceso febril. En la celda habíase operado un

segundo cambio, y este efectuábase, evidentemente, en la forma.

Como la primera vez, intenté inútilmente apreciar o comprender lo

que sucedía. Pero no me dejaron mucho tiempo en la duda. La

venganza de la Inquisición era rápida, y dos veces la había

frustrado. No podía luchar por más tiempo con el rey del espanto.

La celda había sido cuadrada. Ahora notaba que dos de sus

ángulos de hierro eran agudos, y, por tanto obtusos los otros dos.

Con un gruñido, con un sordo gemido, aumentaba rápidamente el

terrible contraste.

En un momento, la estancia había convertido su forma en la de un

rombo. Pero la transformación no se detuvo aquí. No deseaba ni

esperaba que se parase. Hubiera llegado a los muros al rojo para

aplicarlos contra mi pecho, como si fueran una vestidura de eterna

paz. "¡La muerte!—me dije—. ¡Cualquier muerte, menos la del

pozo!" ¡Insensato! ¿Cómo no pude comprender que el pozo era

necesario, que aquel pozo único era la razón del hierro candente

que me sitiaba? ¿Resistiría yo su calor? Y aun suponiendo que

pudiera resistirlo, ¿podría sostenerme contra su presión?

Y el rombo se aplastaba, se aplastaba, con una rapidez que no me

dejaba tiempo para pensar. Su centro, colocado sobre la línea de

mayor anchura, coincidía precisamente con el abismo abierto.




Intenté retroceder, pero los muros, al unirse, me empujaban con

una fuerza irresistible.

Llegó, por último, un momento en que mi cuerpo, quemado y

retorcido, apenas halló sitio para él, apenas hubo lugar para mis

pies en el suelo de la prisión. No luché más, pero la agonía de mi

alma se exteriorizó en un fuerte y prolongado grito de

desesperación. Me di cuenta de que vacilaba sobre el brocal, y volví

los ojos...

Pero he aquí un ruido de voces humanas. Una explosión, un

huracán de trompetas, un poderoso rugido semejante al de mil

truenos. Los muros de fuego echáronse hacia atrás

precipitadamente. Un brazo alargado me cogió del mío, cuando, ya

desfalleciente, me precipitaba en el abismo. Era el brazo del general

Lasalle. Las tropas francesas habían entrado en Toledo. La

Inquisición hallábase en poder de sus enemigos.

FIN

EDGAR ALLAN POE

EL RETRATO OVAL










EL RETRATO OVAL

Edgar Allan Poe

El castillo en el cual mi criado se le había ocurrido penetrar a la fuerza en vez de permitirme,

malhadadamente herido como estaba, de pasar una noche al ras, era uno de esos edificios mezcla de

grandeza y de melancolía que durante tanto tiempo levantaron sus altivas frentes en medio de los

apeninos, tanto en la realidad como en la imaginación de Mistress Radcliffe.

Según toda apariencia, el castillo había sido recientemente abandonado, aunque

temporariamente. Nos instalamos en una de las habitaciones más pequeñas y menos suntuosamente

amuebladas. Estaba situada en una torre aislada del resto del edificio. Su decorado era rico, pero antiguo

y sumamente deteriorado. Los muros estaban cubiertos de tapicerías y adornados con numerosos trofeos

heráldicos de toda clase, y de ellos pendían un número verdaderamente prodigioso de pinturas

modernas, ricas de estilo, encerradas en sendos marcos dorados, de gusto arabesco.

Me produjeron profundo interés, y quizá mi incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros

colgados no solamente en las paredes principales, sino también en una porción de rincones que la

arquitectura caprichosa del castillo hacia inevitable; hice a Pedro cerrar los pesados postigos del salón,

pues ya era hora avanzada, encender un gran candelabro de muchos brazos colocado al lado de mi

cabecera, y abrir completamente las cortinas de negro terciopelo, guarnecidas de festones, que rodeaban

el lecho. Quíselo así para poder, al menos, si no reconciliaba el sueño, distraerme alternativamente entre

la contemplación de estas pinturas y la lectura de un pequeño volumen que había encontrado sobre la

almohada y que trataba de su crítica y su análisis.

Leí largo tiempo; contemplé las pinturas religiosas devotamente; las horas huyeron, rápidas y

silenciosas, y llegó la media noche. La posición del candelabro me molestaba, y extendiendo la mano con

dificultad para no turbar el sueño de mi criado, lo coloqué de modo que arrojase la luz de lleno sobre el

libro. Pero este movimiento produjo un efecto completamente inesperado. La luz de sus numerosas

bujías dio de pleno en un nicho del salón que una de las columnas del lecho había hasta entonces

cubierto con una sombra profunda. Vi envuelto en viva luz un cuadro que hasta entonces no advirtiera.

Era el retrato de una joven ya formada, casi mujer. Lo contemplé rápidamente y cerré los ojos. ¿Por qué?

no me lo expliqué al principio; pero, en tanto que mis ojos permanecieron cerrados, analicé rápidamente

el motivo que me los hacía cerrar. Era un movimiento involuntario para ganar tiempo y recapacitar, para

asegurarme de que mi vista no me había engañado, para calmar y preparar mi espíritu a una

contemplación más fría y más serena. Al cabo de algunos momentos, miré de nuevo el lienzo fijamente.

No era posible dudar, aun cuando lo hubiese querido; porque el primer rayo de luz al caer sobre

el lienzo, había desvanecido el estupor delirante de que mis sentidos se hallaban poseídos, haciéndome

volver repentinamente a la realidad de la vida. El cuadro representaba, como ya he dicho, a una joven. se

trataba sencillamente de un retrato de medio cuerpo , todo en este estilo, que se llama, en lenguaje

técnico, estilo de viñeta; había en él mucho de la manera de pintar de Sully en sus cabezas favoritas. Los

brazos, el seno y las puntas de sus radiantes cabellos, pendíanse en la sombra vaga, pero profunda, que

servía de fondo a la imagen. El marco era oval, magníficamente dorado, y de un bello estilo morisco. Tal

vez no fuese ni la ejecución de la obra, ni la excepcional belleza de su fisonomía lo que me impresionó

tan repentina y profundamente. No podía creer que mi imaginación, al salir de su delirio, hubiese tomado

la cabeza por la de una persona viva.

Empero, los detalles del dibujo, el estilo de viñeta y el aspecto del marco, no me permitieron

dudar ni un solo instante. Abismado en estas reflexiones, permanecí una hora entera con los ojos fijos en

el retrato. Aquella inexplicable expresión de realidad y vida que al principio me hiciera estremecer, acabó

por subyugarme. Lleno de terror respeto, volví el candelabro a su primera posición, y habiendo así

apartado de mi vista la causa de mi profunda agitación, me apoderé ansiosamente del volumen que

contenía la historia y descripción de los cuadros.

Busqué inmediatamente el número correspondiente al que marcaba el retrato oval, y leí la

extraña y singular historia siguiente:

“Era una joven de peregrina belleza, tan graciosa como amable, que en mal hora amó al pintor y,

se desposó con él.

“Él tenía un carácter apasionado, estudioso y austero, y había puesto en el arte sus amores; ella,

joven, de rarísima belleza, todo luz y sonrisas, con la alegría de un cervatillo, amándolo todo, no odiando

más que el arte, que era su rival, no temiendo más que la paleta, los pinceles y demás instrumentos

importunos que le arrebataban el amor de su adorado. Terrible impresión causó a la dama oír al pintor

hablar del deseo de retratarla. Mas era humilde y sumisa, y sentóse pacientemente, durante largas

semanas, en la sombría y alta habitación de la torre, donde la luz se filtraba sobre el pálido lienzo

solamente por el cielo raso.

"El artista cifraba su gloria en su obra, que avanzaba de hora en hora, de día en día.

"Y era un hombre vehemente, extraño, pensativo y que se perdía en mil ensueños; tanto que no

veía que la luz que penetraba tan lúgubremente en esta torre aislada secaba la salud y los encantos de

su mujer, que se consumía para todos excepto para él.

"Ella no obstante, sonreía más y más, porque veía que el pintor, que disfrutaba de gran fama,

experimentaba un vivo y ardiente placer en su tarea, y trabajaba noche y día para trasladar al lienzo la

imagen de la que tanto amaba, la cual de día en día tornábase más débil y desanimada. Y, en verdad, los

que contemplaban el retrato, comentaban en voz baja su semejanza maravillosa, prueba palpable del

genio del pintor, y del profundo amor que su modelo le inspiraba. Pero, al fin, cuando el trabajo tocaba a

su término, no se permitió a nadie entrar en la torre; Porque el pintor había llegado a enloquecer por el

ardor con que tomaba su trabajo, y levantaba los ojos rara vez del lienzo, ni aun para mirar el rostro de su

esposa. Y no podía ver que los colores que extendía sobre el lienzo borrábanse de las mejillas de la que

tenía sentada a su lado. Y cuando muchas semanas hubieron transcurrido, y no restaba por hacer más

que una cosa muy pequeña, sólo dar un toque sobre la boca y otro sobre los ojos, el alma de la dama

palpitó aún, como la llama de una lámpara que está próxima a extinguirse. y entonces el pintor dio los

toques, y durante un instante quedó en éxtasis ante el trabajo que había ejecutado; pero un minuto

después, estremeciéndose, palideció intensamente herido por el terror, y gritando con voz terrible: “—¡En

verdad esta es la vida misma!”— Se volvió bruscamente para mirar a su bien amada,... ¡Estaba muerta!”.




EDGAR ALLAN POE

LIGEIA













LIGEIA

Edgar Allan Poe

Y allí se encuentra la voluntad, que no fenece. ¿Quién

conoce los misterios de la voluntad y su vigor? Pues Dios es una

gran voluntad que penetra todas las cosas por la naturaleza de su

atención. El hombre no se rinde a los ángeles, ni por entero a la

muerte, salvo únicamente por la flaqueza de su débil voluntad.

JOSETH GLANVILL

No puedo, por mi alma, recordar ahora cómo, cuándo, ni exactamente dónde trabe por primera

vez conocimiento con Lady Ligeia. Largos años han transcurrido desde entonces, y mi memoria es débil

porque ha sufrido mucho. O quizá no puedo ahora recordar aquellos extremos porque, en verdad, el

carácter de mi amada, su raro saber, la singular aunque plácida clase de su belleza, y la conmovedora y

dominante elocuencia de su hondo lenguaje musical se han abierto camino en mi corazón con paso tan

constante y cautelosamente progresivo, que ha sido inadvertido y desconocido. Creo, sin embargo, que la

encontré por vez primera, y luego con mayor frecuencia, en una vieja y ruinosa ciudad cercana al Rin. De

seguro, le he oído hablar de su familia. Está fuera de duda que provenía de una fecha muy remota.

¡Ligeia, Ligeia! Sumido en estudios que por su naturaleza se adaptan más que cualesquiera otros a

amortiguar las impresiones del mundo exterior, me bastó este dulce nombre —Ligeia— para evocar ante

mis ojos, en mi fantasía, la imagen de la que ya no existe. Y ahora, mientras escribo, ese recuerdo

centellea, sobre mí, que no he sabido nunca el apellido paterno de la que fue mi amiga y mi prometida,

que llegó a ser mi compañera de estudios y al fin, la esposa de mi corazón. ¿Fue aquello una orden

mimosa por parte de mi Ligeia? ¿O fue una prueba de la fuerza de mi afecto lo que me llevó a no hacer

investigaciones sobre ese punto? ¿O fue más bien un capricho mío, una vehemente y romántica ofrenda

sobre el altar de la más apasionada devoción? Si sólo recuerdo el hecho de un modo confuso, ¿cómo

asombrarse de que haya olvidado tan por completo las circunstancias que le originaron o le

acompañaron? Y en realidad, si alguna vez el espíritu que llaman novelesco, si alguna vez la brumosa y

alada Ashtophet del idólatra Egipto, preside, según dicen los matrimonios fatídicamente adversos, con

toda seguridad presidió el mío.

Hay un tema dilecto, empero, sobre el cual no falla mi memoria. Es este la persona de Ligeia. Era

de alta estatura, algo delgada, e incluso en los últimos días muy demacrada. Intentaría yo en vano

describir la majestad, la tranquila soltura de su porte o la incomprensible ligereza y flexibilidad de su paso.

Llegaba y partía como una sombra. No me daba cuenta jamás de su entrada en mi cuarto de estudio,

salvo por la amada música de su apagada y dulce voz, cuando posaba ella su marmórea mano sobre mi

hombro. En cuanto a la belleza de su faz, ninguna doncella la ha igualado nunca. Era el esplendor de un

sueño de opio, una visión aérea y encantadora, más ardorosamente divina que las fantasías que

revuelan alrededor de las almas dormidas de las hijas de Delos. Con todo, sus rasgos no poseían ese

modelado regular que nos han enseñado falsamente a reverenciar con las obras clásicas del paganismo.

"No hay belleza exquisita —dice Bacon, Lord Verulam—, hablando con certidumbre de todas las formas y

genera de belleza, sin algo extraño en la proporción." No obstante, aunque yo veía que los rasgos de

Ligeia no poseían una regularidad clásica, aunque notaba que su belleza era realmente "exquisita", y

sentía que había en ella mucho de "extraño", me esforzaba en vano por descubrir la irregularidad y por

perseguir los indicios de mi propia percepción de "lo extraño". Examinaba el contorno de la frente alta y

pálida —una frente irreprochable: ¡cuán fría es, en verdad, esta palabra cuando se aplica a una majestad

tan divina!—, la piel que competía con el más puro marfil, la amplitud imponente, la serenidad, la graciosa

prominencia de las regiones que dominaban las sienes; y luego aquella cabellera de un color negro como

plumaje de cuervo, brillante, profusa, naturalmente rizada, y que demostraba toda la potencia del epíteto

homérico, "¡jacintina!". Miraba yo las líneas delicadas de la nariz, y en ninguna parte más que en los

graciosos medallones hebraicos había contemplado una perfección semejante. Era la misma tersura de

superficie, la misma tendencia casi imperceptible a lo aguileño, las mismas aletas curvadas con armonía

que revelaban un espíritu libre. Contemplaba yo la dulce boca. Encerraba el triunfo de todas las cosas

celestiales: la curva magnifica del labio superior, un poco corto, el aire suave y voluptuosamente

reposado del interior, los hoyuelos que se marcaban y el color que hablaba, los dientes reflejando en una

especie de relámpago cada rayo de luz bendita que caía sobre ellos en sus sonrisas serenas y plácidas,

pero siempre radiantes y triunfadoras. Analizaba la forma del mentón, y allí también encontraba la gracia,

la anchura, la dulzura, la majestad, la plenitud y la espiritualidad griegas, ese contorno que el dios Apolo

reveló sólo en sueños a Cleómenes, el hijo del ateniense. Y luego miraba yo los grandes ojos de Ligeia.

Para los ojos no encuentro modelos, en la más remota antigüedad. Acaso era en aquellos ojos de

mi amada donde residía el secreto al que Lord Verulam alude. Eran, creo yo, más grandes que los ojos

ordinarios de nuestra propia raza. Más grandes que los ojos de la gacela de la tribu del valle de

Nourjahad. Aun así, a ratos era —en los momentos de intensa excitación— cuando esa particularidad se

hacia más notablemente impresionante en Ligeia. En tales momentos su belleza era —al menos, así

parecía quizá a mi imaginación inflamada— la belleza de las fabulosas huríes de los turcos. Las pupilas

eran del negro más brillante y bordeadas de pestañas de azabache muy largas; sus cejas, de un dibujo

ligeramente irregular, tenían ese mismo tono. Sin embargo, lo extraño que encontraba yo en los ojos era

independiente de su forma, de su color y de su brillo, y debía atribuirse, en suma, a la expresión. ¡Ah,

palabra sin sentido, puro sonido, vasta latitud en que se atrinchera nuestra ignorancia de lo espiritual! ¡La

expresión de los ojos de Ligeia! ¡Cuántas largas horas he meditado en ello; cuántas veces, durante una

noche entera de verano, me he esforzado en sondearlo! ¿Qué era aquello, aquel lago más profundo que

el pozo de Demócrito que vacía en el fondo de las pupilas de mi amada? ¿Qué era aquello? Se

adueñaba de mí la pasión de descubrirlo. ¡Aquellos ojos! ¡Aquellas grandes, aquellas brillantes, aquellas

divinas pupilas! Habían llegado a ser para mí las estrellas gemelas de Leda, y era yo para ellas el más

devoto de los astrólogos.

No existe hecho, entre las muchas incomprensibles anomalías de la ciencia psicológica, que sea

más sobrecogedoramente emocionante que el hecho —nunca señalado, según creo, en las escuelas—

de que, en nuestros esfuerzos por traer a la memoria una cosa olvidada desde hace largo tiempo, nos

encontremos con frecuencia al borde mismo del recuerdo, sin ser al fin capaces de recordar. Y así,

¡cuántas veces, en mi ardiente análisis de los ojos de Ligeia, he sentido acercarse el conocimiento pleno

de su expresión! ¡Lo he sentido acercarse, y a pesar de ello, no lo he poseído del todo, y por último, ha

desaparecido con absoluto! Y (¡extraño, oh, el más extraño de todos los misterios!) he encontrado en los

objetos más vulgares del mundo una serie de analogías con esa expresión. Quiero decir que, después

del periodo en que la belleza de Ligeia pasó por mi espíritu y quedó allí como en un altar, extraje de

varios seres del mundo material una sensación análoga a la que se difundía sobre mí, en mí, bajo la

influencia de sus grandes y luminosas pupilas. Por otra parte, no soy menos incapaz de definir aquel

sentimiento, de analizarlo o incluso de tener una clara percepción de él. Lo he reconocido, repito, algunas

veces en el aspecto de una viña crecida deprisa, en la contemplación de una falena, de una mariposa,

de una crisálida, de una corriente de agua presurosa. Lo he encontrado en el océano, en la caída de un

meteoro. Lo he sentido en las miradas de algunas personas de edad desusada. Hay en el cielo una o dos

estrellas (en particular, una estrella de sexta magnitud, doble y cambiante, que se puede encontrar junto

a la gran estrella de la Lira) que, vistas con telescopio, me han producido un sentimiento análogo. Me he

sentido henchido de él con los sonidos de ciertos instrumentos de cuerda, y a menudo en algunos

pasajes de libros. Entre otros innumerables ejemplos, recuerdo muy bien algo en un volumen de Joseph

Glanvill que (tal vez sea simplemente por su exquisito arcaísmo, ¿quién podría decirlo?) no ha dejado

nunca de inspirarme el mismo sentimiento: "Y allí se encuentra la voluntad que no fenece. ¿Quién conoce

los misterios de la voluntad, y su vigor? Pues Dios es una gran voluntad que penetra todas las cosas por

la naturaleza de su atención. El hombre no se rinde a los ángeles ni por entero a la muerte, salvo

únicamente por la flaqueza de su débil voluntad."

Durante el transcurso de los años, y por una sucesiva reflexión, he logrado trazar, en efecto,

alguna remota relación entre ese pasaje del moralista inglés y una parte del carácter de Ligeia. Una

intensidad de pensamiento, de acción, de palabra era quizá el resultado, o por lo menos, el indicio de una

gigantesca volición que, durante nuestras largas relaciones, hubiese podido dar otras y más inmediatas

pruebas de su existencia. De todas las mujeres que he conocido, ella, la tranquila al exterior, la siempre.

plácida Ligeia, era la presa más desgarrada por los tumultuosos buitres de la cruel pasión. Y no podía yo

evaluar aquella pasión, sino por la milagrosa expansión de aquellos ojos que me deleitaban y me

espantaban al mismo tiempo, por la melodía casi mágica, por la modulación, la claridad y la placidez de

su voz muy profunda, y por la fiera energía (que hacia el doble de efectivo el contraste con su manera de

pronunciar) de las vehementes palabras que prefería ella habitualmente.

He hablado del saber de Ligeia: era inmenso, tal como no lo he conocido nunca en una mujer.

Sabía a fondo las lenguas clásicas, y hasta donde podía apreciarlo mi propio conocimiento, los dialectos

modernos europeos, en los cuales no la he sorprendido nunca en falta. Bien mirado, sobre cualquier tema

de la erudición académica tan alabada, sólo por ser más abstrusa, ¿he sorprendido en falta nunca a

Ligeia? ¡Cuán singularmente, cuán emocionantemente, había impresionado mi atención en este último

periodo sólo aquel rasgo en el carácter de mi esposa! He dicho que su cultura superaba la de toda mujer

que he conocido; pero ¿dónde está el hombre que haya atravesado con éxito todo el amplio campo de

las ciencias morales, físicas y matemáticas? No vi entonces lo que ahora percibo con claridad; que los

conocimientos de Ligeia eran gigantescos, pasmosos; por mi parte, me daba la suficiente cuenta de su

infinita superioridad para resignarme, con la confianza de un colegial, a dejarme guiar por ella a través del

mundo caótico de las investigaciones metafísicas, del que me ocupé con ardor durante los primeros años

de nuestro matrimonio.

¡Con qué vasto triunfo, con qué vivas delicias, con qué esperanza etérea la sentía inclinada sobre

mí en medio de estudios tan poco explorados, tan poco conocidos, y veía ensancharse en lenta

graduación aquella deliciosa perspectiva ante mí, aquella larga avenida, espléndida y virgen, a lo largo de

la cual debía yo alcanzar al cabo la meta de una sabiduría harto divinamente preciosa para no estar

prohibida!

Por eso, ¡Con qué angustioso pesar vi, después de algunos años, mis esperanzas tan bien

fundadas abrir las alas juntas y volar lejos! Sin Ligeia, era yo nada más que un niño a tientas en la noche.

Sólo su presencia, sus lecturas podían hacer vivamente luminosos los múltiples misterios del

transcendentalismo en el cual estábamos sumidos. Privado del radiante esplendor de sus ojos, toda

aquella literatura aligera y dorada, se volvía insulsa, de una plúmbea tristeza. Y ahora aquellos ojos

iluminaban cada vez con menos frecuencia las páginas que yo estudiaba al detalle. Ligeia cayó enferma.

Los ardientes ojos refulgieron con un brillo demasiado glorioso; los pálidos dedos tomaron el tono de la

cera, y las azules venas de su ancha frente latieron impetuosamente vibrantes en la más dulce emoción.

Vi que debía ella morir, y luché desesperado en espíritu contra el horrendo Azrael. Y los esfuerzos de

aquella apasionada esposa fueron, con asombro mío, aún más enérgicos que los míos. Había mucho en

su firme naturaleza que me impresionaba y hacia creer que para ella llegaría la muerte sin sus terrores;

pero no fue así. Las palabras son impotentes para dar una idea de la ferocidad de resistencia que ella

mostró en su lucha con la Sombra. Gemía yo de angustia ante aquel deplorable espectáculo. Hubiese

querido calmarla, hubiera querido razonar; pero en la intensidad de su salvaje deseo de vivir —de vivir;

sólo de vivir—, todo consuelo y iodo razonamiento habrían sido el colmo de la locura. Sin embargo, hasta

el último instante, en medio de las torturas y de las convulsiones de su firme espíritu, no flaqueó la

placidez exterior de su conducta. Su voz se tornaba más dulce —más profunda—, ¡pero yo no quería

insistir en el vehemente sentido de aquellas palabras proferidas con tanta calma! Mi cerebro daba vueltas

cuando prestaba oído a aquella melodía sobrehumana y a aquellas arrogantes aspiraciones que la

Humanidad no había conocido nunca antes.

No podía dudar que me amaba, y me era fácil saber que en un pecho como el suyo el amor no

debía de reinar como una pasión ordinaria. Pero sólo con la muerte comprendí toda la fuerza de su

afecto. Durante largas horas, reteniendo mi mano, desplegaba ante mí su corazón rebosante, cuya

devoción más que apasionada llegaba a la idolatría. ¿Cómo podía yo merecer la beatitud de tales

confesiones? ¿Cómo podía yo merecer estar condenado hasta el punto de que mi amada me fuese

arrebatada con la hora de mayor felicidad? Pero no puedo extenderme sobre este tema. Diré únicamente

que en la entrega más que femenina de Ligeia a un amor, ¡ay!, no merecido, otorgado a un hombre

indigno de él, reconocí por fin el principio de su ardiente, de su vehemente y serio deseo de vivir aquélla

vida que huía ahora con tal rapidez. Y es ese ardor desordenado, esa vehemencia en su deseo de vivir

—sólo de vivir—, lo que no tengo vigor para describir, lo que me siento por completo incapaz de expresar.







A una hora avanzada de la noche en que ella murió, me llamó perentoriamente a su lado, y me

hizo repetir ciertos versos compuestos por ella pocos días antes. La obedecí. Son los siguientes:

¡Mirad! ¡Esta es noche de gala

después de los postreros años tristes!

Una multitud de ángeles alígeros, ornados

de velos, y anegados en lágrimas,

siéntase en un teatro, para ver

un drama de miedos y esperanzas,

mientras la orquesta exhala, a ratos,

la música de los astros.

Mimos, a semejanza del Altísimo,

murmuran y rezongan quedamente,

volando de un lado para otro;

meros muñecos que van y vienen

a la orden de grandes seres informes

que trasladan la escena aquí y allá,

¡sacudiendo con sus alas de cóndor

el Dolor invisible!

¡Qué abigarrado drama! ¡Oh, sin duda,

jamás será olvidado!

Con su Fantasma, sin cesar acosado,

por un gentío que apresarle no puede,

en un circulo que gira eternamente

sobre sí propio y en el mismo sitio;

¡mucha Locura, más Pecado aún

y el Horror, son alma de la trama!

Pero mirad: ¡entre la chusma mímica

una forma rastrera se entremete!

¡Una cosa roja de sangre que llega retorciéndose

de la soledad escénica!

¡Se retuerce y retuerce! Con jadeos mortales

los mimos son ahora su pasto,

los serafines lloran viendo los dientes del gusano

chorrear sangre humana.

¡Fuera, fuera todas las luces!

Y sobre cada forma trémula,

el telón cual paño fúnebre,

baja con tempestuoso ímpetu...

Los ángeles, pálidos todos, lívidos,

se levantan, descúbranse, afirma

que la obra es la tragedia Hombre,

y su héroe, el Gusano triunfante.

—¡Oh Dios mío! —gritó casi Ligeia, alzándose de puntillas y extendiendo sus brazos hacia lo alto

con un movimiento espasmódico, cuando acabé de recitar estos versos—. ¡Oh Dios mío! ¡Oh Padre

Divino! ¿Sucederán estas cosas irremisiblemente? ¿No será nunca vencido ese conquistador? ¿No

somos nosotros una parte y una parcela de Ti? ¿Quién conoce los misterios de la voluntad y su vigor? El

hombre no se rinde a los ángeles ni a la muerte por completo, salvo por la flaqueza de su débil voluntad.

Y entonces, como agotada por la emoción, dejó caer sus blancos brazos con resignación, y volvió

solemnemente a su lecho de muerte. Y cuando exhalaba sus postreros suspiros se mezcló a ellos desde

sus labios un murmullo confuso. Agucé el oído y distinguí de nuevo las terminantes palabras del pasaje

de Glanvill: "El hombre no se rinde a los ángeles ni por entero a la muerte, salvo por la flaqueza de su

débil voluntad."







Ella murió; y yo, pulverizado por el dolor, no pude soportar más tiempo la solitaria desolación de

mi casa en la sombría y ruinosa ciudad junto al Rin. No carecía yo de eso que el mundo llama riqueza.

Ligeia me había aportado más; mucho más de lo que corresponde comúnmente a la suerte de los

mortales. Por eso, después de unos meses perdidos en vagabundeos sin objeto, adquirí y me encerré en

una especie de retiro, una abadía cuyo nombre no diré, en una de las regiones más selváticas y menos

frecuentadas de la bella Inglaterra.

La sombría y triste grandeza del edificio, el aspecto casi salvaje de la posesión, los melancólicos

y venerables recuerdos que con ella se relacionaban, estaban, en verdad, al unísono con el sentimiento

de total abandono que me había desterrado a aquella distante y solitaria región del país. Sin embargo,

aunque dejando a la parte exterior de la abadía su carácter primitivo y la verdeante vetustez que tapizaba

sus muros, me dediqué con una perversidad infantil, y quizá con la débil esperanza de aliviar mis penas;

a desplegar por dentro magnificencias más que regias. Desde la infancia sentía yo una gran inclinación

por tales locuras, y ahora volvían a mí como en una chochez del dolor. (Ay, siento que se hubiera podido

descubrir un comienzo de locura en aquellos suntuosos y fantásticos cortinajes, en aquellas solemnes

esculturas egipcias, en aquellas cornisas y muebles raros, en los ¡extravagantes ejemplares de aquellos

tapices granjeados de oro! Me había convertido en un esclavo forzado de las ataduras del opio, y todos

mis trabajos y mis planes habían tomado el color de mis sueños. Pero no me detendré en detallar

aquellos absurdos. Hablaré sólo de aquella estancia maldita para siempre, donde en un momento de

enajenación mental conduje al altar y tomé por esposa —como sucesora de la inolvidable Ligeia— a Lady

Rowena Trevanion de Tremaine, de rubios cabellos y ojos azules.

No hay una sola parte de la arquitectura y del decorado de aquella estancia nupcial que no

aparezca ahora visible ante mí. ¿Dónde tenía la cabeza la altiva familia de la prometida para permitir,

impulsada por la sed de oro, a una joven tan querida que franqueara el umbral de una estancia adornada

así? Ya he dicho que recuerdo minuciosamente los detalles de aquella estancia, aunque olvide tantas

otras cosas de aquel extraño periodo; y el caso es que no había, en aquel lujo fantástico, sistema que

pudiera imponerse a la memoria. La habitación estaba situada en una alta torre de aquella abadía,

construida como un castillo; era de forma pentagonal y muy espaciosa. Todo el lado sur del pentágono

estaba ocupado por una sola ventana —una inmensa superficie hecha de una luna entera de Venecia, de

un tono oscuro—, de modo que los rayos del sol o de la luna que la atravesaban, proyectaban sobre los

objetos interiores una luz lúgubre. Por encima de aquella enorme ventana se extendía el enrejado de una

añosa parra que trepaba por los muros macizos de la torre. El techo, de roble que parecía negro, era

excesivamente alto, abovedado y curiosamente labrado con las más extrañas y grotescas muestras de un

estilo semigótico y semidruídico. En la parte central más escondida de aquella melancólica bóveda

colgaba, a modo de lámpara de una sola cadena de oro con largos anillos, un gran incensario del mismo

metal, de estilo árabe, y con muchos calados caprichosos, a través de los cuales corrían y se retorcían

con la vitalidad de una serpiente una serie continua de luces policromas.

Unas otomanas y algunos candelabros dorados, de forma oriental, se hallaban diseminados

alrededor; y estaba también el lecho —el lecho nupcial— de estilo indio, bajo y labrado en recio ébano,

coronado por un dosel parecido a un paño fúnebre. En cada uno de los ángulos de la estancia se alzaba

un gigantesco sarcófago de granito negro, copiado de las tumbas de los reyes frente a Luxor, con su

antigua tapa cubierta toda de relieves inmemoriales. Pero era en el tapizado de la estancia, ¡ay!, donde

se desplegaba la mayor fantasía. Los muros, altísimos —de una altura gigantesca, más allá de toda

proporción—, estaban tendidos de arriba abajo de un tapiz de aspecto pesado y macizo, tapiz hecho de

la misma materia que la alfombra del suelo, y de la que se veía en las otomanas, en el lecho de ébano,

en el dosel de éste y con las suntuosas cortinas que ocultaban parcialmente la ventana. Aquella materia

era un tejido de oro de los más ricos. Estaba moteado, en espacios irregulares, de figuras arabescas, de

un pie de diámetro, aproximadamente, que hacían resaltar sobre el fondo sus dibujos de un negro de

azabache. Pero aquellas figuras no participaban del verdadero carácter del arabesco más que cuando se

las examinaba desde un solo punto de vista. Por un procedimiento hoy muy corriente, y cuyos indicios se

encuentran en la más remota antigüedad, estaban hechas de manera que cambiaban de aspecto. Para

quien entrase en la estancia, tomaban la apariencia de simples monstruosidades; pero, cuando se

avanzaba después, aquella apariencia desaparecía gradualmente, y paso a paso el visitante, variando de

sitio en la habitación, se veía rodeado de una procesión continua de formas espantosas, como las

nacidas de la superstición de los normandos o como las que se alzan en los sueños pecadores de los







frailes. El efecto fantasmagórico aumentaba en gran parte por la introducción artificial de una fuerte

corriente de aire detrás de los tapices, que daba al conjunto una horrenda e inquietante animación.

Tal era la mansión, tal era la estancia nupcial en donde pasé, con la dama de Tremaine, las horas

impías del primer mes de nuestro casamiento, y las pasé con una leve inquietud. Que mi esposa temiese

las furiosas extravagancias de mi carácter, que me huyese y me amase apenas, no podía yo dejar de

notarlo; pero aquello casi me complacía. La odiaba con un odio más propio del demonio que del hombre.

Mi memoria se volvía (¡oh, con qué intensidad de dolor!) hacia Ligeia, la amada, la augusta, la bella, la

sepultada. Gozaba recordando su pureza, su sabiduría, su elevada y etérea naturaleza, su apasionado e

idólatra amor. Ahora mi espíritu ardía plena y libremente con una llama más ardiente que la suya propia.

Con la excitación de mis sueños de opio (pues estaba apresado de ordinario por las cadenas de la

droga), gritaba su nombre con el silencio de la noche, o durante el día en los retiros escondidos de los

valles, como si con la energía salvaje, la pasión solemne, el ardor devorador de mi ansia por la

desaparecida, pudiese yo volverla a los caminos de esta tierra que había ella abandonado —¡ah!, ¿era

posible?— para siempre.

A principios del segundo mes de matrimonio, Lady Rowena fue atacada de una dolencia

repentina, de la que se repuso lentamente. La fiebre que la consumía hacia sus noches penosas, y en la

inquietud de un semisopor, hablaba de ruidos y de movimientos que se producían con un lado y en otro

de la torre, y que atribuía yo al trastorno de su imaginación o acaso a las influencias fantasmagóricas de

la propia estancia. Al cabo entró en convalecencia, y por último, se restableció. Aun así, no había

transcurrido más que un breve periodo de tiempo, cuando un segundo y más violento ataque la volvió a

llevar al lecho del dolor, y de aquel ataque no se restableció nunca del todo su constitución, que había

sido siempre débil. Su dolencia tuvo desde esa época un carácter alarmante y unas recaídas más

alarmantes aún que desafiaban toda ciencia y los denodados esfuerzos de sus médicos. A medida que

se agravaba aquel mal crónico, que desde entonces, sin duda, se había apoderado por demás de su

constitución para ser factible que lo arrancasen medios humanos, no pude impedirme de observar una

imitación nerviosa creciente y una excitabilidad en su temperamento por las causas más triviales de

miedo. Volvió ella a hablar, y ahora, con mayor frecuencia e insistencia, de ruidos —de ligeros ruidos— y

de movimientos insólitos en los tapices, a los que había ya aludido.

Una noche, hacia fines de septiembre, me llamó la atención sobre aquel tema angustioso en un

tono más desusado que de costumbre. Acababa ella de despertarse de un sueño inquieto, y había yo

espiado, con un sentimiento medio de ansiedad, medio de vago terror, las muecas de su demacrado

rostro. Me hallaba sentado junto al lecho de ébano en una de las otomanas indias. Se incorporó ella a

medias y habló en un excitado murmullo de ruidos que entonces oía, pero que yo no podía oír, y de

movimientos que entonces veía, aunque yo no los percibiese. El viento corría veloz por detrás de los

tapices, y me dediqué a demostrarle (lo cual debo confesar que no podía yo creerlo del todo) que

aquellos rumores apenas articulados y aquellos cambios casi imperceptibles en las figuras de la pared

eran tan sólo los efectos naturales de la corriente de aire habitual. Pero una palidez mortal que se

difundió por su cara probó que mis esfuerzos por tranquilizarla eran inútiles. Pareció desmayarse, y no

tenía yo cerca criados a quienes llamar. Recordé el sitio donde estaba colocada una botella de un vino

suave, recetado por los médicos, y crucé, presuroso, por la estancia para cogerla. Pero al pasar bajo la

luz del incensario, dos detalles de una naturaleza impresionante atrajeron mi atención. Había yo sentido

algo palpable, aunque invisible, que pasaba cerca de mi persona, y vi sobre el tapiz de oro, en el centro

mismo de la viva luz que proyectaba el innecesario, una sombra, una débil e indefinida sombra de

angelical aspecto, tal como se puede imaginar la sombra de una forma. Pero como estaba yo vivamente

excitado por una dosis excesiva de opio, no concedí más que una leve importancia a aquellas cosas ni

hablé de ellas a Rowena. Encontré el vino, crucé de nuevo la habitación y llené un vaso que acerqué a

los labios de mi desmayada mujer. Entretanto, se había repuesto en parte, y cogió ella misma el vaso,

mientras me dejaba yo caer sobre una otomana cerca del lecho, con los ojos fijos en su persona. Fue

entonces cuando oí claramente un ligero rumor de pasos sobre la alfombra junto al lecho, y un segundo

después, cuando Rowena hacia ademán de alzar el vino hasta sus labios, vi o pude haber soñado que

veía caer dentro del vaso, como de alguna fuente invisible que estuviera en el aire de la estancia, tres o

cuatro anchas gotas de un liquido brillante color rubí. Si yo lo vi, Rowena no lo vio. Bebió el vino sin

vacilar, y me guarde bien de hablarle de aquel incidente que tenia yo que considerar, después de todo,







como sugerido por una imaginación sobreexcitada a la que hacían morbosamente activa el terror de mi

mujer, el opio y la hora.

A pesar de todo, no pude ocultar a mi propia percepción que, inmediatamente después de la

caída de las gotas color rubí, un rápido cambio —pero a un estado peor— tuvo lugar en la enfermedad de

mi esposa; de tal modo, que a la tercera noche, las manos de sus servidores la preparaban para la

tumba, y la cuarta estaba yo sentado solo, ante el cuerpo de ella envuelto en un sudario, en aquella

fantástica estancia que la había recibido como a mi esposa. Extrañas visiones, engendradas por el opio,

revoloteaban como sombras ante mí. Miraba con ojos inquietos los sarcófagos en los ángulos de la

estancia, las figuras cambiantes de los tapices y las luces serpentinas y policromas del incensario, sobre

mi cabeza. Mis ojos cayeron entonces, cuando intentaba recordar los incidentes de la noche anterior, en

aquel sitio, bajo la claridad del incensario, donde había yo visto las huellas ligeras de la sombra. Sin

embargo, ya no estaba allí, y respirando con gran alivio, volví la mirada a la pálida y rígida figura tendida

sobre el lecho. Entonces se precipitaron sobre mí los mil recuerdos de Ligeia, y luego refluyó hacia mi

corazón con la violenta turbulencia de un oleaje todo aquel indecible dolor con que la había contemplado

amortajada. La noche iba pasando, y siempre con el pecho henchido de amargos pensamientos de ella,

de mi solo y único amor, permanecí con los ojos fijos en el cuerpo de Rowena.

Sería medianoche o tal vez más temprano, pues no había tenido yo en cuenta el tiempo, cuando

un sollozo quedo, ligero, pero muy claro, me despertó, sobresaltado, de mi ensueño. Sentí que venía del

lecho de ébano, el lecho de muerte. Escuché con la angustia de un terror supersticioso, pero no se repitió

aquel ruido. Forcé mi vista para descubrir un movimiento cualquiera en el cadáver, pero no se oyó nada.

Con todo, no podía haberme equivocado. Había yo oído el ruido, siquiera ligero, y mi alma estaba muy

despierta en mí. Mantuve resuelta y tenazmente concentrada mi atención sobre el cuerpo. Pasaron varios

minutos antes de que ocurriese algún incidente que proyectase luz sobre el misterio. Por último resultó

evidente que una coloración leve y muy débil, apenas perceptible, teñía de rosa y se difundía por las

mejillas y por las sutiles venas de sus párpados. Aniquilado por una especie de terror y de horror

indecibles, para los cuales no posee el lenguaje humano una expresión lo suficientemente enérgica, sentí

que mi corazón se paralizaba y que mis miembros se ponían rígidos sobre mi asiento. No obstante, el

sentimiento del deber me devolvió, por último, el dominio de mí mismo. No podía dudar ya por más

tiempo que habíamos efectuado prematuros preparativos fúnebres, ya que Rowena vivía aún. Era

necesario realizar desde luego alguna tentativa; pero la torre estaba completamente separada del ala de

la abadía ocupada por la servidumbre, no había cerca ningún criado al que pudiera llamar ni tenía yo

manera de pedir auxilio, como no abandonase la estancia durante unos minutos, a lo cual no podía

arriesgarme. Luché, pues, solo, haciendo esfuerzos por reanimar aquel espíritu todavía en suspenso. A la

postre, en un breve lapso de tiempo, hubo una recaída evidente; desapareció el color de los párpados y

de las mejillas, dejando una palidez más que marmórea; los labios se apretaron con doble fuerza y se

contrajeron con la expresión lívida de la muerte; una frialdad y una viscosidad repulsiva cubrieron en

seguida la superficie del cuerpo, y la habitual rigidez cadavérica sobrevino al punto. Me deje caer,

trémulo, sobre el canapé del que había sido arrancado tan de súbito, y me abandoné de nuevo,

trasoñando, a mis apasionadas visiones de Ligeia.

Una hora transcurrió así, cuando (¿sería posible?) percibí por segunda vez un ruido vago que

venía de la parte del lecho. Escuché, en el colmo del horror. El ruido se repitió; era un suspiro.

Precipitándome hacia el cadáver, vi —vi con toda claridad— un temblor sobre los labios. Un minuto

después se abrieron, descubriendo una brillante hilera de dientes perlinos. El asombro luchó entonces en

mi pecho con el profundo terror que hasta ahora lo había dominado. Sentí que mi vista se oscurecía, que

mi razón se extraviaba, y gracias únicamente a un violento esfuerzo, recobré al fin valor para cumplir la

tarea que el deber volvía a imponerme. Había ahora un color cálido sobre la frente, sobre las mejillas y

sobre la garganta; un calor perceptible invadía todo el cuerpo, e incluso el corazón tenia un leve latido. Mi

mujer vivía. Con un ardor redoblado, me dediqué a la tarea de resucitarla; froté y golpeé las sienes y las

manos, y utilicé todos los procedimientos que me sugirieron la experiencia y numerosas lecturas médicas.

Pero fue en vano. De repente el color desapareció, cesaron los latidos, los labios volvieron a adquirir la

expresión de la muerte, y un instante después, el cuerpo entero recobró su frialdad de hielo, aquel tono

lívido, su intensa rigidez, su contorno hundido, y todas las horrendas peculiaridades de lo que ha

permanecido durante varios días en la tumba.







Y me sumí otra vez en las visiones de Ligeia, y otra vez (¿cómo asombrarse de que me

estremezca mientras escribo?), otra vez llegó a mis oídos un sollozo sofocado desde el lecho de ébano.

Pero (¿para qué detallar con minuciosidad los horrores indecibles de aquella noche? ¿Para qué

detenerme en relatar ahora cómo, una vez tras otra, casi hasta que despuntó el alba, el horrible drama de

la resurrección se repitió, cómo cada aterradora recaída se transformaba tan sólo en una muerte más

rígida y más irremediable, cómo cada angustia tomaba el aspecto de una lucha con un adversario

invisible, y cómo ahora cada lucha era seguida por no sé qué extraña alteración en la apariencia del

cadáver? Me apresuraré a terminar.

La mayor parte de la espantosa noche había pasado, y la que estaba muerta se movió de nuevo,

al presente con más vigor que nunca, aunque despertándose de una disolución más aterradora y más

totalmente irreparable que ninguna. Había yo, desde hacia largo rato, interrumpido la lucha y el

movimiento y permanecía sentado rígido sobre la otomana, presa impotente de un torbellino de violentas

emociones, de las cuales la menos terrible quizá, la menos aniquilante, constituía un supremo espanto. El

cadáver, repito, se movía, y al presente con más vigor que antes. Los colores de la vida se difundían con

una inusitada energía por la cara, se distendían los miembros, y salvo que los párpados seguían

apretados fuertemente, y que los vendajes y los tapices comunicaban aun a la figura su carácter

sepulcral, habría yo soñado que Rowena se libertaba por completo de las cadenas de la Muerte. Pero si

no acepté esta idea por entero, desde entonces no pude ya dudar por más tiempo, cuando, levantándose

del lecho, vacilante, con débiles pasos, a la manera de una persona aturdida por un sueño, la forma que

estaba amortajada avanzó osada y palpablemente hasta el centro de la estancia.

No temblé, no me moví, pues una multitud de fantasías indecibles, relacionadas con el aire, la

estatura, el porte de la figura, se precipitaron velozmente en mi cerebro, me paralizaron, me petrificaron.

No me movía, sino que contemplaba con fijeza la aparición. Había en mis pensamientos un desorden

loco, un tumulto inaplacable. ¿Podía ser de veras la Rowena viva quién estaba frente a mí? ¿Podía ser

de veras Rowena en absoluto, la de los cabellos rubios y los ojos azules, Lady Rowena Trevanion de

Tremaine? ¿Por qué, si, por qué lo dudaba yo? El vendaje apretaba mucho la boca; pero ¿entonces

podía no ser aquella la boca respirante de Lady de Tremaine? Y las mejillas eran las mejillas rosadas

como en el mediodía de su vida; si, aquéllas eran de veras las lindas mejillas de Lady de Tremaine, viva.

Y el mentón, con sus hoyuelos de salud, ¿podían no ser los suyos? Pero ¿había ella crecido desde su

enfermedad? ¿Qué inexpresable demencia se apoderó de mí ante este pensamiento? ¡De un salto

estuve a sus pies! Evitando mi contacto, sacudió ella su cabeza, aflojó la tiesa mortaja en que estaba

envuelta, y entonces se desbordó por el aire agitado de la estancia una masa enorme de largos y

despeinados cabellos; ¡eran más negros que las alas del cuervo de medianoche! Y entonces, la figura

que se alzaba ante mí abrió lentamente los ojos.

—¡Por fin los veo! —grité con fuerza—. ¿Cómo podía yo nunca haberme equivocado? ¡Estos son

los grandes, los negros, los ardientes ojos, de mi amor perdido, de Lady, de Lady Ligeia!.

F I N




EDGAR ALLAN POE

LOS HECHOS EN EL

CASO DE M. VALDEMAR












LOS HECHOS EN EL CASO DE M. VALDEMAR

Edgar Allan Poe

Desde luego que no fingiré estar asombrado ante el hecho de que el extraordinario caso de M.

Valdemar haya excitado tanto la discusión. Habría sido un milagro que así no fuese, especialmente

debido a sus circunstancias. A causa del deseo de todos los interesados de ocultar el asunto del público,

al menos por ahora, o hasta que tuviéramos nuevas oportunidades de investigación —a través de

nuestros esfuerzos al efecto—, una relación incompleta o exagerada se ha abierto camino entre la gente

y se ha convertido en la fuente de muchas interpretaciones falsas y desagradables y, naturalmente, de un

gran escepticismo.

Ahora se ha hecho necesario que yo dé cuenta de los hechos, tal como yo mismo los entiendo.

Helos sucintamente aquí:

En estos tres últimos años, mi atención se vio repetidamente atraída por el mesmerismo; y hace

aproximadamente nueve meses que de pronto se me ocurrió que, en la serie de experiencias realizadas

hasta ahora, había una importante e inexplicable omisión: nadie había sido aún mesmerizado in articulo

mortis. Hacia falta saber, primero, si en tal estado existía en el paciente alguna receptividad a influencia

magnética; segundo, si en caso existir, era ésta disminuida o aumentada por su condición; tercero, hasta

qué punto, o por cuánto tiempo, podría la invasión de la muerte ser detenida por la operación. Había otros

puntos por comprobar, pero éstos excitaban en mayor grado mi curiosidad, especialmente el último, por

el importantísimo carácter de sus consecuencias.

Buscando en torno mío algún sujeto que pudiese aclararme estos puntos, pensé en mi amigo M.

Ernest Valdemar, el conocido compilador de la Bibliotheca Forensica, y autor (bajo el nom de plume de

Issachar Marx) de las visiones polacas de Wallenstein y Gargantua.

M. Valdemar, que residía principalmente en Harlem, Nueva York, desde el año , llama (o

llamaba) particularmente la atención por su extrema delgadez (sus extremidades inferior se asemejaban

mucho a las de John Randolp y también por la blancura de sus patillas, que contrastaban violentamente

con la negrura de su cabello, el cual era generalmente confundido con una peluca. Su temperamento era

singularmente nervioso, y hacía de él un buen sujeto para la experiencia mesmérica. En dos o tres

ocasiones, yo había conseguido dormirle sin mucha dificultad, pero me engañaba en cuanto a otros

resultados que su peculiar constitución me habían hecho naturalmente anticipar. Su voluntad no quedaba

positiva ni completamente sometida a mi gobierno, y por lo que respecta a la clairvoyance, no pude

obtener de él nada digno de relieve. Siempre atribuí mi fracaso en estos aspectos al desorden de su

edad. Unos meses antes de conocerle, sus médicos le habían diagnosticado una tisis. En realidad, tenía

la costumbre de hablar tranquilamente de su próximo fin, como de un hecho que no podía ser ni evitado

ni lamentado.

Cuando se me ocurrieron por primera vez las ideas a que he aludido, es natural que pensase en

M. Valdemar. Conocía demasiado bien su sólida filosofía para temer algún escrúpulo por su parte, y él

carecía de parientes en América que pudieran oponerse. Le hablé francamente del asunto, y, con

sorpresa por mi parte, su interés pareció vivamente excitado. Digo con sorpresa por mi parte porque,

aunque siempre se había prestado amablemente a mis experiencias, nunca me había dado con

anterioridad la menor señal de simpatía hacia ellas. Su enfermedad era de las que permiten calcular con

exactitud la época de la muerte, y al fin convinimos en que me mandaría a buscar unas veinticuatro horas

antes del término fijado por los médicos para su fallecimiento.

Hace ahora más de siete meses que recibí del propio M. Valdemar la nota siguiente:

Querido P...

Puede usted venir ahora. D... y F... están de acuerdo en que no puedo pasar de la media noche

de mañana, y creo que han acertado la hora con bastante aproximación.

Valdemar

MESMERISMO: Doctrina del médico alemán Mesmer; curación por medio del magnetismo. (Nota de El Trauko).







Recibí esta nota a la media hora de haber sido escrita, y quince minutos después me hallaba en

la habitación del moribundo. No le había visto hacía diez días, y me asustó la terrible alteración que en

tan breve intervalo se había operado en él. Su rostro tenía un color plomizo; sus ojos carecían totalmente

de brillo y su delgadez era tan extrema que los pómulos le habían agrietado la piel. Su expectoración era

excesiva, y el pulso era apenas perceptible. Sin embargo, conservaba de un modo muy notable todo su

poder mental y cierto grado de fuerza física. Hablaba con claridad, tomaba sin ayuda algunas drogas

calmantes, y, cuando entré en la habitación, se hallaba ocupado escribiendo notas en una agenda.

Estaba sostenido en el lecho por almohadas. Los doctores D... y F... le atendían.

Después de estrechar la mano de Valdemar llevé aparte a estos señores, que me explicaron

minuciosamente el estado del enfermo. Hacía ocho meses que el pulmón izquierdo se hallaba en un

estado semióseo o cartilaginoso, y era, por tanto, completamente inútil para toda función vital. El derecho,

en su parte superior estaba también parcialmente, si no todo, osificado, mientras que la región inferior era

simplemente una masa de tubérculos purulentos que penetraban unos en otros. Existían diversas

perforaciones profundas, y en un punto una adherencia permanente de las costillas. Estos fenómenos del

lóbulo derecho eran de fecha relativamente reciente. La osificación se había desarrollado con una rapidez

desacostumbrada; un mes antes no se había descubierto aún ninguna señal, y la adherencia sólo había

sido observada en los tres últimos días. Independientemente de la tisis, se sospechaba que el paciente

sufría un aneurisma de la aorta; pero, sobre este punto, los síntomas de osificación hacían imposible una

diagnosis exacta. La opinión de ambos médicos era que M. Valdemar moriría aproximadamente a la

medianoche del día siguiente, domingo. Eran entonces las siete de la tarde del sábado.

Al abandonar la cabecera del enfermo para hablar conmigo, los doctores D... y F... le habían

dado su último adiós. No tenían intención de volver, pero, a petición mía, consintieron en ir a ver al

paciente sobre las diez de la noche.

Cuando se hubieron marchado, hablé libremente con M. Valdemar de su próxima muerte, así

como, más particularmente, de la experiencia propuesta. Declaró que estaba muy animado y ansioso por

llevarla a cabo, y me urgió para que la comenzase acto seguido. Un enfermero y una enfermera le

atendían, pero yo no me sentía con libertad para comenzar un experimento de tal carácter sin otros

testigos más dignos de confianza que aquella gente, en caso de un posible accidente súbito. Retrasé,

pues, la operación hasta las ocho de la noche siguiente, pero la llegada de un estudiante de Medicina,

con el que me unía cierta amistad (Mr. Theodore L...), me hizo desechar esta preocupación. En un

principio, había sido mi propósito esperar por los médicos; pero me indujeron a comenzar, primero, los

ruegos apremiantes de M. Valdemar, y, segundo, mi convicción de que no había instante que perder, ya

que era evidente que agonizaba con rapidez

Mister L… fue tan amable que accedió a mi deseo y se encargó de tomar notas de cuanto

ocurriese; así, pues, voy a reproducir ahora la mayor parte de su memorándum, condensado o copiado

verbatim.

Eran aproximadamente las ocho menos cinco cuando, tomando la mano del paciente, le rogué

que confirmase a Mr. L..., tan claro como pudiera, cómo él, M. Valdemar, estaba enteramente dispuesto a

que se realizara con el una experiencia mesmérica en tales condiciones.

Él replicó, débil, pero muy claramente:

—Sí, deseo ser mesmerizado —añadiendo inmediatamente—: Temo que lo haya usted retrasado

demasiado.

Mientras hablaba, comencé los pases que ya había reconocido como los más efectivos para

adormecerle. Evidentemente, sintió el influjo del primer movimiento lateral de mi mano a través de su

frente; pero por más que desplegaba todo mi poder, no se produjo ningún otro efecto más perceptible

hasta unos minutos después de las diez, cuando los doctores D... y F… llegaron, de acuerdo con la cita.

Les explique en pocas palabras lo que me proponía, y como ellos no pusieran ninguna objeción, diciendo

que el paciente estaba ya en la agonía, continué sin vacilar, cambiando, sin embargo, los pases laterales

por pases de arriba abajo y concentrando mi mirada en el ojo derecho del enfermo.

Durante este tiempo, su pulso era imperceptible y su respiración estertórea, interrumpida a

intervalos de medio minuto.







Este estado duró un cuarto de hora sin ningún cambio. Transcurrido este período, no obstante, un

suspiro muy hondo, aunque natural, se escapó del pecho del moribundo, y cesaron los estertores, es

decir, estos no fueron perceptibles; los intervalos no habían disminuido. Las extremidades del paciente

tenían una frialdad de hielo.

A las once menos cinco noté señales inequívocas de la influencia mesmérica. El vidrioso girar del

ojo se había trocado en esa penosa expresión de la mirada hacia dentro que no se ve más que en los

casos de sonambulismo, y acerca de la cual es imposible equivocarse. Con algunos rápidos pases

laterales, hice que palpitaran sus párpados, como cuando el sueño nos domina, y con unos cuantos más

conseguí cerrarlos del todo. Sin embargo, no estaba satisfecho con esto, y continué vigorosamente mis

manipulaciones, con la plena tensión de la voluntad, hasta que conseguí la paralización completa de los

miembros del durmiente, después de haberlos colocado en una postura aparentemente cómoda. Las

piernas estaban extendidas, así como los brazos, que reposaban en la cama a regular distancia de los

riñones. La cabeza estaba ligeramente levantada.

Cuando llevé esto a cabo, era ya medianoche, y rogué a los señores presentes que examinaran

el estado de M. Valdemar. Tras algunas experiencias, admitieron que se hallaba en un estado de

catalepsia mesmérica, insólitamente perfecto. La curiosidad de ambos médicos estaba muy excitada. El

doctor D... decidió de pronto permanecer toda la noche junto al paciente, mientras el doctor F... se

despidió, prometiendo volver al rayar el alba. Mr. L... y los enfermeros se quedaron.

Dejamos a M. Valdemar completamente tranquilo hasta cerca de las tres de la madrugada;

entonces me acerqué a él y le hallé en idéntico estado que cuando el doctor F... se había marchado, es

decir, que yacía en la misma posición... el pulso era imperceptible; la respiración, dulce, sensible

únicamente si se le aplicaba un espejo ante los labios; tenía los ojos cerrados naturalmente, y los

miembros tan rígidos y tan fríos como el mármol. Sin embargo, su aspecto general no era ciertamente el

de la muerte.

Al aproximarme a M. Valdemar hice una especie de ligero esfuerzo para obligar a su brazo a

seguir el mío, que pasaba suavemente de un lado a otro sobre él. Tales experiencias con este paciente

no me habían dado antes ningún resultado, y seguramente estaba lejos de pensar que me lo diese ahora;

pero, sorprendido su brazo siguió débil y suavemente cada dirección que le señalaba con el mío. Decidí

intentar una breve conversación.

—M. Valdemar —dije—, ¿duerme usted?

No contestó, pero percibí un temblor en la comisuras de sus labios, y esto me indujo a repetir la

pregunta una y otra vez. A la tercera, su cuerpo se agitó por un levísimo estremecimiento; los párpados

se abrieron, hasta descubrir una línea blanca del globo; los labios se movieron lentamente, y a través de

ellos, en un murmullo apenas perceptible, se escaparon estas palabras:

—Sí..., ahora duermo. ¡No me despierten! ¡Déjenme morir así!

Toqué sus miembros, y los hallé tan rígidos como siempre. El brazo derecho, como antes,

obedecía la dirección de mi mano. Volví a preguntar al sonámbulo:

—¿Le duele a usted el pecho, M. Valdemar? Ahora, la respuesta fue inmediata, pero aún menos

audible que antes.

—No hay dolor... ¡Me estoy muriendo!

No creí conveniente atormentarle más por el momento, y no se pronunció una sola palabra hasta

la llegada del doctor F..., que se presentó poco antes de la salida del sol, y que expresó un ilimitado

asombro al hallar todavía vivo al paciente. Después de tomarle el pulso y de aplicarle un espejo sobre los

labios, me rogó que volviese a hablarle al sonámbulo. Así lo hice, preguntándole:

—M. Valdemar, ¿duerme aún?

Como anteriormente pasaron unos minutos antes de que respondiese, y durante el intervalo el

moribundo pareció hacer acopio de energías para hablar. Al repetirle la pregunta por cuarta vez, dijo

débilmente, casi de un modo inaudible:

—Sí, duermo... Me estoy muriendo.







Entonces los médicos expresaron la opinión, o, mejor, el deseo de que se permitiese a M.

Valdemar reposar sin ser turbado, en su actual estado de aparente tranquilidad, hasta que sobreviniese la

muerte, lo cual, añadieron unánimemente, debía ocurrir al cabo de pocos minutos. Decidí, no obstante,

hablarle una vez más, y repetí simplemente mi anterior pregunta.

Mientras yo hablaba, se operó un cambio ostensible en la fisonomía del sonámbulo. Los ojos

giraron en sus órbitas y se abrieron lentamente, y las pupilas desaparecieron hacia arriba; la piel tomó en

general un tono cadavérico, asemejándose no tanto al pergamino como al papel blanco, y las manchas

héticas circulares, que hasta entonces se señalaban vigorosamente en el centro de cada mejilla, se

extinguieron de pronto. Empleo esta expresión porque la rapidez de su desaparición en nada me hizo

pensar tanto como en el apagarse una vela de un soplo. El labio superior, al mismo tiempo, se retorció

sobre los dientes, que hasta entonces había cubierto por entero, mientras la mandíbula inferior caía con

una sacudida perceptible, dejando la boca abierta y descubriendo la lengua hinchada y negra. Imagino

que todos los presentes estaban acostumbrados a los horrores de un lecho mortuorio; pero el aspecto de

M. Valdemar era en este momento tan espantoso, sobre toda concepción, que todos nos apartamos de la

cama.

Noto ahora que llego a un punto de esta narración en el que cada lector puede alarmarse hasta

una positiva incredulidad. Sin embargo, sólo es de mi incumbencia continuar.

Ya no había en M. Valdemar el menor signo de vitalidad y, convencidos de que estaba muerto,

íbamos a dejarlo a cargo de los enfermeros cuando se observó en la lengua un fuerte movimiento

vibratorio, que continuó tal vez durante un minuto. Cuando hubo acabado, de las mandíbulas separadas

e inmóviles salió una voz que sería locura en mí tratar de describir. Hay, no obstante, dos o tres epítetos

que podrían considerarse aplicables en parte; podría decir, por ejemplo, que el sonido era áspero, roto y

cavernoso, pero el odioso total es indescriptible, por la simple razón de que ningún sonido semejante ha

llegado jamás al oído humano. Había, sin embargo, dos particularidades que me hacían pensar entonces,

y aun ahora, que podían ser tomadas como características de la entonación y dar alguna idea de su

peculiaridad ultraterrena. En primer lugar; la voz parecía llegar a nuestros oídos —al menos a los míos—

desde una gran distancia o desde alguna profunda caverna subterránea. En segundo lugar, me

impresionó (temo, ciertamente, que me sea imposible hacerme comprender) como las materias

gelatinosas o glutinantes impresionan el sentido del tacto.

He hablado a la vez de “sonido” y de “voz”. Quiero decir que en el sonido se distinguían las

sílabas con una maravillosa y estremecedora claridad. M. Valdemar hablaba, evidentemente, en

respuesta a la pregunta que le había hecho pocos minutos antes. Yo le había preguntado, como se

recordará, si aún dormía. Ahora dijo:

—Sí... No... He estado dormido..., y ahora..., ahora... estoy muerto.

Ninguno de los presentes trató de negar o siquiera reprimir el inexpresable, el estremecedor

espanto que estas pocas palabras, así pronunciadas, nos produjo. Mr. L..., el estudiante, se desmayó.

Los enfermeros abandonaron inmediatamente la estancia, y fue imposible hacerlos regresar. No pretendo

siquiera hacer comprensibles al lector mis propias impresiones. Durante cerca de una hora nos

ocupamos silenciosamente —sin que se pronunciase un sola palabra— en que Mr. L... recobrara el

conocimiento. Cuando volvió en sí, volvimos a investigar el estado de M. Valdemar. Permanecía, en

todos los aspectos, tal como lo he descrito últimamente, con la excepción de que el espejo ya no indicaba

la menor señal de respiración. Fue vano un intento de sangría en el brazo. Debo decir, asimismo, que

este miembro ya no estaba sujeto a mi voluntad. Me esforcé vanamente en hacerle seguir la dirección de

mi mano. La única indicación real de la influencia mesmérica se manifestaba ahora en el movimiento

vibratorio de la lengua cada vez que hacía a M. Valdemar una pregunta. Parecía hacer un esfuerzo para

responder, pero su voluntad no era bastante duradera. Si cualquier otra persona que no fuese yo le

dirigía una pregunta, parecía insensible, aunque yo intentase poner cada miembro de esa persona en

relación mesmérica con él. Creo que he relatado ya todo lo necesario para comprender el estado del

sonámbulo en este periodo. Conseguimos otros enfermeros, y a las diez abandoné la casa en compañía

de los dos médicos y de Mr. L…

Por la tarde volvimos todos a ver al paciente







Su estado continuaba siendo exactamente el mismo. Discutimos acerca de la oportunidad y la

factibilidad de despertarlo; pero estuvimos fácilmente de acuerdo en que ningún buen propósito serviría

para lograrlo. Era evidente que, hasta entonces, la muerte (o lo que usualmente se denomina muerte)

había sido detenida por el proceso mesmérico. A todos nos parecía claro que despertar a M. Valdemar

sería simplemente asegurar su instantáneo o al menos rápido fallecimiento.

Desde este período hasta el fin de la última semana —un intervalo de cerca de siete meses—,

continuamos yendo diariamente a casa de M. Valdemar, acompañados, unas veces u otras, por médicos

y otros amigos. En todo este tiempo, el sonámbulo permanecía exactamente como lo he descrito por

último. La vigilancia de los enfermeros era continua.

Fue el último viernes cuando, finalmente, decidimos llevar a cabo el experimento de despertarlo o

al menos de tratar de hacerlo; y es acaso el deplorable resultado de esta última experiencia lo que ha

promovido tantas discusiones en los círculos privados; tantas, que no puedo atribuirlas sino a una

injustificada credulidad popular.

Con el propósito de liberar a M. Valdemar de su estado mesmérico, empleé los pases

acostumbrados. Durante algún tiempo, éstos no dieron resultado. La primera señal de que revivía fue un

descenso parcial del iris. Se observó, como especialmente interesante, que este descenso de la pupila

fue acompañado del abundante flujo de un licor amarillento (por debajo de los párpados) de un olor acre

y muy desagradable.

Me sugirieron entonces que tratase de influir en el brazo del paciente, como anteriormente. Lo

intenté, pero sin resultado. Entonces, el doctor D... insinuó el deseo de que le dirigiese una pregunta. Yo

lo hice tal como sigue:

—M. Valdemar, ¿puede usted explicarme cuáles son ahora sus sensaciones o sus deseos?

Instantáneamente, los círculos héticos volvieron a las mejillas; la lengua se estremeció, o, mejor,

giró violentamente en la boca (aún las mandíbulas y los labios continuaban rígidos como antes), y por fin

la misma horrible voz que ya he descrito exclamó con fuerza:

—¡Por el amor de Dios! ¡Pronto, pronto! ¡Duérmame o..., pronto..., despiérteme! ¡Pronto! ¡Le digo

que estoy muerto!

Yo estaba completamente enervado, y por un momento no supe qué hacer. Primero realicé un

esfuerzo para calmar al paciente; pero, fracasando en esto por la ausencia total de la voluntad, volví

sobre mis pasos y traté por todos los medios de despertarlo. Pronto vi que esta tentativa tendría éxito, al

menos había imaginado que mi éxito seria completo, y estaba seguro de que todos los que se

encontraban en la habitación se hallaban preparados para ver despertar al paciente.

Sin embargo, es imposible que ningún ser humano pudiese estar preparado para lo que

realmente ocurrió.

Mientras hacía rápidamente pases mesméricos, entre exclamaciones de “¡Muerto, muerto! que

explotaban de la lengua y no de los labios del paciente, su cuerpo, de pronto, en el espacio de un solo

minuto, o incluso de menos, se contrajo, se desmenuzó, se pudrió completamente bajo mis manos. Sobre

el lecho, ante todos los presentes, yacía una masa casi líquida de repugnante, de detestable

putrefacción.

F I N







La carta robada

La carta robada

Nihil sapientis odiosus acumine nimio. SENECA

Al anochecer de una tarde oscura y tormentosa en el otoño de..., me hallaba en París, gozando de la

doble voluptuosidad de lameditación y de una pipa de espuma de mar, en compañía de mi amigo C.

Auguste Dupin, en un pequeño cuarto detrás de su biblioteca, autroisieme, No. , rue Dunot, faubourg

St. Germain. Durante una horapor lo menos, habíamos guardado un profundo silencio; a

cualquiercasual observador le habríamos parecido intencional y exclusivamente ocupados con las

volutas de humo que viciaban la atmósfera del cuarto. Yo, sin embargo, estaba discutiendo mentalmente

ciertos tópicosque habían dado tema de conversación entre nosotros, hacía algunashoras solamente; me

refiero al asunto de la rue Morgue y el misteriodel asesinato de Marie Rogét. Los consideraba de algún

modo coincidentes, cuando la puerta de nuestra habitación se abrió para dar paso anuestro antiguo

conocido, monsieur G***, el prefecto de la policíaparisina.

Le dimos una sincera bienvenida porque había en aquel hombrecasi tanto de divertido como de despreciable,

y hacía varios años queno le veíamos. Estábamos a oscuras cuando llegó, y Dupin se

levantócon el propósito de encender una lámpara; pero volvió a sentarse sinhaberlo hecho, porque

G*** dijo que había ido a consultarnos, o másbien a pedir el parecer de un amigo, acerca de un asunto

oficial quehabía ocasionado una extraordinaria agitación.

- Si se trata de algo que requiere mi reflexión - observó Dupin,absteniéndose de dar fuego a la mecha

-, lo examinaremos mejor en laoscuridad.

- Esa es otra de sus singulares ideas - dijo el prefecto, que tenía lacostumbre de llamar "singular" a

todo lo que estaba fuera de su comprensión, y vivía, por consiguiente, rodeado de una absoluta legión

de"singularidades".

- Es muy cierto -respondió Dupin, alcanzando a su visitante unapipa, y haciendo rodar hacia él un

confortable sillón.

- ¿Y cuál es la dificultad ahora? -pregunté- Espero que no sea otroasesinato.

- ¡Oh! no, nada de eso. El asunto es muy simple, en verdad, y notengo duda que podremos manejarlo

suficientemente bien nosotrossolos; pero he pensado que a Dupin le gustaría conocer los detalles

delhecho, porque es un caso excesivamente singular!...

- Simple y singular -dijo Dupin.

- Y bien, sí; y no exactamente una, sino ambas cosas a la vez. Sucede que hemos ido desconcertados

porque el asunto es tansimple, y, sin embargo nos confunde a todos.

- Quizás es precisamente la simplicidad lo que le desconcierta austed -dijo mi amigo.

- ¡Qué desatino dice usted! -replicó el prefecto, riendo de todo corazón.

- Quizás el misterio es demasiado sencillo -dijo Dupin.

- ¡Oh! ¡por el ánima de! ... ¡quién ha oído jamás una idea semejante!

- Demasiado evidente por sí mismo.

- ¡Ja! ¡ja! ¡ja!... ¡ ¡jo! ¡jo! ¡jo! -reía nuestro visitante, profundamente divertido- ¡Oh, Dupin, usted me

va a hacer reventar de risa.

- ¿Y cuál es, por fin, el asunto de que se trata? -pregunté.

- Se lo diré a usted -replicó el prefecto, profiriendo un largo, fuertey reposado puff y acomodándose

en su sillón- Se lo diré en pocas palabras; pero antes de comenzar, le advertiré que este es un asunto

quedemanda la mayor reserva, y que perdería sin, remedio mi puesto si sesupiera que lo he confiado a

alguien.

- Continuemos -dije.

- no continúe -dijo Dupin.

- De acuerdo; he recibido un informe personal de un altísimo personaje, de que un documento de la

mayor importancia ha sido robadode las habitaciones reales. El individuo que lo robó es conocido;

sobreeste punto no hay la más mínima duda; fue visto en el acto de llevárselo. Se sabe también que

continúa todavía en su poder.

- ¿Cómo se sabe esto? -preguntó Dupin.

- Se ha deducido perfectamente -replicó el prefecto-, de la naturaleza del documento y de la no

aparición de ciertos resultados que habrían tenido lugar de repente si pasara a otras manos; es decir, a

cansadel empleo que se haría de él, en el caso de emplearlo.

- Sea usted un poco más explícito -dije.

- Bien, puedo afirmar que el papel en cuestión da a su poseedorcierto poder en una cierta parte,

donde tal poder es inmensamentevalioso.

El prefecto era amigo de la jerga diplomática.

- Todavía no le comprendo bien -dijo Dupin.

- ¿No? Bueno; la predestinación del papel a una tercera persona,que es imposible nombrar, pondrá en

tela de juicio el honor de unpersonaje de la más elevada posición; y este hecho da al poseedor

deldocumento un ascendiente sobre el ilustre personaje, cuyo honor ytranquilidad son así comprometidos.

- Pero este ascendiente -repuse- dependería de que el ladrón sepaque dicha persona lo conoce.

¿Quién se ha atrevido?...

- El ladrón -dijo G***- es el ministro D***, quien se atreve a todo; uno de esos hombres tan inconvenientes

como convenientes. Elmétodo del robo no fue menos ingenioso que arriesgado. El documentoen

cuestión, una carta, para ser franco, había sido recibida por el personaje robado, en circunstancias que

estaba sólo en el boudoir real.Mientras que la leía, fue repentinamente interrumpido por la entradade

otro elevado personaje, a quien deseaba especialmente ocultarla.Después de una apresurada y vana

tentativa de esconderla en unagaveta, se vio forzado a colocarla, abierta como estaba, sobre una mesa.

La dirección, sin embargo, quedaba a la vista; y el contenido, asícubierto, hizo que la atención no se

fijara en la carta. En este momentoentró el ministro D***.

Sus ojos de lince perciben inmediatamente el papel, reconocen laletra de la dirección, observa la

confusión del personaje a quien hasido dirigida, y penetra su secreto. Después de algunas gestiones

sobrenegocios, de prisa, como es su costumbre, saca una carta algo parecidaa la otra, la abre, pretende

leerla, y después la coloca en estrecha yuxtaposición con la que codiciaba. Pónese a conversar de

nuevo, duranteun cuarto de hora casi, sobre asuntos públicos. Por último, levantándose para marcharse,

coge de la mesa la carta que no le pertenece. Sulegítimo dueño le ve, pero, como se comprende, no

se atreve a llamarla atención sobre el acto en presencia del tercer personaje que estaba asu lado. El

ministro se marchó dejando su carta, que no era de importancia, sobre la mesa.

- Aquí está, pues -me dijo Dupin-, lo que usted pedía para hacerque el ascendiente del ladrón fuera

completo, el ladrón sabe de que esconocido del dueño del papel.

- Sí - replicó el prefecto -; y el poder así alcanzado en los últimosmeses ha sido empleado, con objetos

políticos, hasta un punto muypeligroso. El personaje robado se convence cada día más de la necesidad

de reclamar su carta. Pero esto, como se comprende, no puede serhecho abiertamente. En fin, reducido

a la desesperación, me ha encomendado el asunto.

- ¿Y quién puede desear -dijo Dupin, arrojando una espesa bocanada de humo-, o siquiera imaginar,

un oyente mas sagaz que usted?

- Usted me adula -replicó el prefecto- pero es posible que algunasopiniones como ésas puedan haber

sido sostenidas respecto a mí.

- Está claro -dije-, como lo observó usted, que la carta está todavíaen posesión del ministro, puesto

que es esta posesión, y no su empleo,lo que confiere a la carta su poder. Con el uso, ese poder desaparece.

- Cierto -dijo G***-, y sobre esa convicción es bajo la que he procedido. Mi primer cuidado fue

hacer un registro muy completo de laresidencia del ministro; y mi principal obstáculo residía en la

necesidad de buscar sin que él se enterara. Además, he sido prevenido delpeligro que resultaría de

darle motivos de sospechar de nuestras intenciones.

- Pero -dije-, usted se halla completamente au fait en este tipo deinvestigaciones. La policía parisina ha

hecho estas cosas muy a menudo antes.

- Ya lo creo; y por esa razón no desespero. Las costumbres delministro me dan, además, una gran

ventaja. Está frecuentemente ausente de su casa toda la noche. Sus sirvientes no son numerosos.

Duermen a una gran distancia de las habitaciones de su amo, ysiendo principalmente napolitanos, se

embriagan con facilidad.

Tengo llaves, como usted sabe, con las que puedo abrir cualquiercuarto o gabinete de París. Durante

tres meses, no ha pasado una noche sin que haya estado empeñado personalmente en escudriñar

lamansión de D***. Mi honor está en juego y, para mencionar un gransecreto, la recompensa es

enorme. Por eso no he abandonado la partidahasta convencerme plenamente de que el ladrón es mas

astuto que yomismo. Me figuro que he investigado todos los rincones y todos losescondrijos de los

sitios en que es posible que el papel pueda ser ocultado.

- ¿Pero no es posible -sugerí-, aunque la carta pueda estar en laposesión de] ministro, como es incuestionable,

que la haya escondidoen alguna parte fuera de su casa?

- Es poco probable -dijo Dupin- La presente y peculiar condiciónde los negocios en la corte, y especialmente

de esas intrigas en lascuales se sabe que D*** está envuelto, exigen la instantánea validezdel

documento, la posibilidad de ser exhibido en un momento dado, unpunto de casi tanta importancia

como su posesión.

- ¿La posibilidad de ser exhibido? -dije.

- Es decir, de ser destruido -dijo Dupin.

- Cierto -observé-; el papel tiene que estar claramente al alcancede la mano. Supongo que podemos

descartar la hipótesis de que elministro la lleva encima.

- Enteramente -dijo el prefecto- Ha sido dos veces asaltado pormalhechores, y su persona rigurosamente

registrada bajo mí propiainspección.

- Se podía usted haber ahorrado ese trabajo -dijo Dupin- D***,presumo, no está loco del todo; y si

no lo está, debe haber previsto esasasechanzas; eso es claro.

- No está loco del todo -dijo G***-; pero es un poeta, lo que considero que está sólo a un paso de la

locura.

- Cierto -dijo Dupin después de una larga y reposada bocanada dehumo de su pipa-, aunque yo

mismo sea culpable de algunas malasrimas.

- Supongamos -dije-, que usted nos detalla las particularidades desu investigación.

- Los hechos son éstos: dispusimos de tiempo suficiente y buscamos en todas partes. He tenido larga

experiencia en estos negocios.Recorrí todo el edificio, cuarto por cuarto, dedicando las noches detoda

una semana a cada uno. Examinamos primero el mobiliario decada habitación. Abrimos todos los

cajones posibles; y supongo queusted sabe que, para un ejercitado agente de policía, son imposibles

loscajones secretos. Cualquiera que en investigaciones de esta clase permite que se le escape un cajón

secreto, es un bobo. La cosa así, essencilla. Hay una cierta cantidad de capacidad, de espacio, que

contaren un mueble. En este caso, establecemos minuciosas reglas. La quincuagésima parte de una línea

no puede escapársenos. Después delgabinete, consideramos las sillas. Los cojines son examinados con

esasdelgadas y largas agujas que usted me ha visto emplear. De las mesas,removemos las tablas superiores.

- ¿Por qué?

- Algunas veces la tabla de una mesa, u otra pieza de mobiliariosimilarmente arreglada, es levantada

por la persona que desea ocultarun objeto; entonces la pata es excavada, el objeto depositado dentro

desu cavidad y la tabla vuelta a colocar. Los extremos de los pilares delas camas son utilizados con el

mismo fin.

- ¿Pero la cavidad no podría ser detectada por el sonido? pregunté.

- De ninguna manera, si cuando el objeto es depositado se coloca asu alrededor una cantidad suficiente

de algodón en rama.

Además, en nuestro caso, estábamos obligados a proceder sin ruidos.

- Pero no pueden ustedes haber removido, no pueden haber hechopedazos todos los artículos de

mobiliario en que hubiera sido posibledepositar un objeto de la manera que usted menciona. Una carta

puedeser comprimida hasta hacer un delgado cilindro en espiral, no difiriendo mucho en forma o volumen

a una aguja para hacer calceta, y deesta forma puede ser introducida en el travesaño de una silla,

porejemplo. No rompieron ustedes todas las sillas, ¿no es así?

- Ciertamente que no; pero hicimos algo mejor: examinamos lostravesaños de cada silla de la casa, y

en verdad, todos los puntos deunión de todas las clases de muebles, con la ayuda de un

poderosomicroscopio. Si hubiera habido alguna huella de reciente remoción, nohabríamos dejado de

notarla instantáneamente. Un solo grano delserrín producido por una barrena en la madera, habría sido

tan visiblecomo una manzana. Cualquier alteración en las encoladuras, cualquierdesusado agujerito en

las uniones, habría bastado para un seguro descubrimiento.

- Presumo que observarían ustedes los espejos, entre los bordes ylas láminas, y examinarían los lechos,

y las ropas de los lechos, asícomo las cortinas y las alfombras.

- Eso, por sabido; y cuando hubimos registrado absolutamente todas las partículas del mobiliario de

esa manera, examinamos la casamisma. Dividimos su entera superficie en compartimentos, que numeramos

para que ninguno pudiera escapársenos, después registramospulgada por pulgada el terreno de la

pesquisa, incluso las dos casasadyacentes, con el microscopio, como antes.

- ¡Las dos casas adyacentes! -exclamé-; deben ustedes haber causado una gran agitación.

- La causamos; pero la recompensa ofrecida es prodigiosa.

- ¿Incluyeron ustedes los terrenos de las casas?

- Todos los terrenos están enladrillados, comparativamente nosdieron poco trabajo. Examinamos el

musgo de las junturas de los,ladrillos, y no encontramos que lo hubieran tocado.

- ¿Buscaron ustedes entre los papeles de D***, por consiguiente, yentre los libros de su biblioteca?

- Ciertamente; abrimos todos los paquetes y legajos; y no sólo¡Abrimos todos los libros, sino que

dimos vuelta todas las hojas detodos los volúmenes, no contentándonos con una simple sacudida

deellos, como acostumbran a hacer algunos de nuestros agentes de policía. Medimos también el espesor

de cada tapa de libro, con la máscuidadosa exactitud, y aplicamos a cada uno el más celoso examen

conel microscopio. Si cualquiera de las encuadernaciones hubiera sidotocada para ocultar la carta,

habría sido completamente imposible queel hecho escapara a nuestra observación. Unos cinco o seis

volúmenes,recién traídos por el encuadernador, los examinamos con todo cuidado, sondeando las

tapas.

- ¿Registraron el suelo, bajo las alfombras?

- Sin duda. Removimos todas las alfombras, Y examinamos losbordes con el microscopio.

- ¿Y el papel de las paredes?

- También.

- ¿Buscaron en los sótanos?

- Sí

- Entonces -dije- han hecho ustedes un mal cálculo, y la carta noestá entre las posesiones del ministro,

como suponen.

- Temo que usted tenga razón -repuso el prefecto-. Y ahora, Dupin, ¿qué me aconseja que haga?

- Hacer una nueva revisión de la casa de] ministro.

- Eso es absolutarnente innecesario -replicó G***-; estoy tan seguro como que respiro, de que la

carta no está en la casa.

- Pues no tengo mejor consejo que darle -dijo Dupin ¿Téndrá usted, como es natural, una cuidadosa

descripción de la carta?

- ¡Ya lo creo!

Y aquí el prefecto, sacando un memorándum, nos leyó en voz altaun minucioso informe de la carta,

especialmente de la apariencia externa del documento perdido. Poco después de esta descripción,

cogiósu sombrero y se fue, mucho más desalentado de lo que le había vistonunca antes.

Casi cerca de un mes había pasado, cuando nos hizo otra visita,encontrándonos ocupados exactamente

de la misma manera que la otravez. Cogió una pipa y una silla, y principió una conversación

sobrecosas ordinarias. Por último, le dije:

- Y bien, señor G***, ¿qué hay sobre la carta robada? Presumoque se habrá usted convencido, al fin,

de que no hay cosa más difícilque sorprender al ministro.

- ¡Que el diablo lo confunda! esa es la verdad; hice el nuevo examen, sin embargo, como Dupin me lo

aconsejó, pero ha sido tiempoperdido, como yo suponía.

- ¿A cuánto asciende la recompensa ofrecida, dijo usted? preguntó Dupin.

- ¿Cuánto? una gran cantidad, una recompensa verdaderamenteliberal; no quiero decir cuánto exactamente,

pero diré una cosa: y esque estaría dispuesto a dar un cheque con ¡mi firma por cincuenta

milfrancos, a cualquiera que me entregara la carta. El asunto se está haciendo día a día cada vez más

importante, y la recompensa ha sidorecientemente doblada. Pero aunque fuera triplicada, no podría

hacermás de lo que he hecho.

- Veamos- dijo Dupin lentamente, entre una y otra bocanada dehumo-; realmente pienso, G***, que

usted no ha hecho todo lo quepodía en este asunto. ¿No cree que podría hacer un poco más?

- ¿Cómo? ¿De qué manera?

- ¡Pst! creo, puff, puff, que usted podría, puff, puff, pedir consejosobre este asunto; puff, priff, puff.

¿Se acuerda usted de lo que secuenta de Abernethy!

- ¡No! ¡Al diablo con su Abernethy!

- ¡Está bueno! al diablo con él, y buena suerte. Pero he aquí el hecho. Una vez, cierto ricacho muy

avaro concibió la idea de obtenergratis de ese Abernethy una opinión médica. Habiendo procurado

conese objeto estar solo con él en una conversación corriente, le insinuó supropio caso como el de un

individuo imaginario.

- Supongamos- dijo el tacaño -, que sus síntomas son tales y tales;ahora doctor, ¿qué le aconsejaría

usted?

- ¿Qué le aconsejaría? -dijo Abernethy-; ¡psh! que viera a un médico.

- Pero -dijo el prefecto, algo desconcertado-, yo estoy dispuesto apedir consejo, y a pagarlo. Daría

realmente cincuenta mil francos acualquiera que me ayudara en este asunto.

- En ese caso - replicó Dupin, abriendo un cajón y sacando una libreta de cheques-, puede usted

perfectamente hacerme un cheque porla cantidad mencionada. Cuando lo haya firmado, le entregaré la

carta.

Quedé estupefacto. El prefecto parecía como herido por un rayo.Durante algunos minutos permaneció

sin habla y sin movimiento,mirando incrédulamente a mi amigo con la boca abierta y los ojos

queparecían saltárseles de las órbitas; después, aparentemente recobrandola conciencia de su ser,

cogió una pluma y, después de algunas pausasy miradas sin objeto, hizo por último y firmó un cheque

por .francos, y lo alcanzó por sobre la mesa a Dupin. Éste lo examinó cuidadosamente y lo

guardó en su cartera; después, abriendo su escritorio,cogió de él una carta y la entregó al prefecto. El

funcionado se abalanzó sobre ella en una perfecta convulsión de alegría, la abrió con manotemblorosa,

arrojó una rápida ojeada a su contenido, y entonces, agitado y fuera de sí, abrió la puerta y sin ceremonia

de ninguna especiesalió del cuarto y de la casa, sin haber pronunciado una sílaba desdeque Dupin le

había pedido que hiciera el cheque.

Cuando nos quedarnos solos, mi amigo consintió en darme explicaciones.

- La policía parisina -dijo- es sumamente buena en su especialidad. Es perseverante, ingeniosa, astuta

y perfectamente versada en losconocimientos que sus deberes parecen necesitar con más urgencia.

Así, cuando G*** nos detalló su modo de registrar los sitios en la casade D***, tuve plena confianza

en que había practicado una investigación satisfactoria, hasta donde lo permiten sus conocimientos.

- ¿Hasta dónde lo permiten? -pregunté.

- Sí -dijo Dupin- Las medidas adoptadas eran, no solamente lasmejores de su clase, sino que se

acercaban a la perfección absoluta. Sila carta hubiera estado oculta en el radio de esa pesquisa, los

agentesde policía, indiscutiblemente, la hubieran encontrado.

Me sonreí por toda respuesta, pero mi amigo parecía perfectamente serio en todo lo que decía.

- Las medidas, pues - continuo él-, eran buenas en su clase y bienejecutadas; su defecto estaba en ser

inaplicables al caso y al hombre.Un cierto conjunto de recursos altamente ingeniosos son para el prefecto

una especie de lecho de Procusto, a los que adapta forzadamentesus designios. Así es que perpetuamente

yerra por ser demasiado profundo, o demasiado superficial, en los asuntos que se le confían,

ymuchos niños de escuela son mejores razonadores que él. He conocidouno, de unos ocho años de

edad, cuyos éxitos adivinando en el juegode "pares y nones" atraían la admiración de todo el mundo.

Este juegoes simple, y se juega con canicas. Uno de los jugadores oculta en sumano una cantidad de

esas canicas, y pregunta a otro si ese número espar o non. Si el preguntado adivina, gana una; si no,

pierde una. Elniño de que hablo, ganaba todas las canicas de la escuela. Por consiguiente, tenía algún

método para acertar, y éste se basaba en la simpleobservación y el cálculo de la astucia de sus contrincantes.

Por ejemplo, un simple bobalicón es su contrario, y levantando una mano cerrada, y pregunta:

¿son pares o nones? Nuestro niño replica: "Nones",y pierde; pero a la segunda vez gana, porque

entonces se dice a símismo: "El bobalicón tenía pares la primera vez, y su cantidad deastucia es justamente

la suficiente para llevarlo a poner nones en lasegunda; por consiguiente, apostaré "nones"; apuesta

a nones, y gana.Ahora, con un bobo de un grado mayor que el primero, hubiera razonado así: "Este

tal, sabe que en el primer caso aposté a nones, y en elsegundo se le ocurrirá, en el primer impulso, una

simple variación depares a nones, como hizo mi otro contrario; pero entonces un segundopensamiento

le sugerirá que ésta es una variación demasiado simple,y, finalmente, decidirá poner pares como antes.

Por consiguiente,apostaré a pares"; apuesta a pares, y gana. Ahora bien, este sistema derazonar en el

niño de escuela, a quien sus compañeros llamaban afortunado, ¿qué es, en último análisis?

- Es simplemente -dije- una identificación del intelecto del razonador con el de su contrario.

- Eso es - dijo Dupin -; y después de preguntar al niño cómoefectuaba esa completa identificación en

que residía su éxito, recibí lasiguiente respuesta: "Cuando deseo saber cuán sabio o cuán estúpido,o

cuán bueno o cuán malo es alguien, o cuáles son sus pensamientosen un instante dado, acomodo la

expresión de mi rostro, tan cuidadosamente como me sea posible, de acuerdo con la expresión del

rostrode él, y entonces trato de ver qué pensamientos o sentimientos nacenen mi mente, que igualen o

correspondan a la expresión de mi cara."La respuesta de este niño de escuela supera incluso la éxpurea

profundidad que ha sido atribuida a La Rochefoucault, la Bruyere, Maquiavelo y Campanella.

- Y la identificación -dije- del intelecto del razonador con el de sucontrario, depende, si le entiendo a

usted bien, de la exactitud con quese mide la inteligencia de este último.

- Para su valor práctico depende de eso - replicó Dupin-; y el prefecto y toda su cohorte fracasan tan

frecuentemente, primero, por nolograr dicha identificación, y segundo, por mala apreciación, o masbien

por no medir la inteligencia con la que se miden. Consideranúnicamente sus propias ideas ingeniosas; y

buscando cualquier cosaoculta, tienen en cuenta solamente los medios con que ellos la

habríanescondido. Tienen mucha razón en todo: que su propio ingenio es unafiel representación del de

las masas; pero cuando la astucia del reo esdiferente en carácter de la de ellos, el reo se les escapa; es

lógico. Esosucede siempre que esa astucia es superior de la de ellos, y, muy habitualmente cuando está

por abajo. No tienen variación de principio ensus investigaciones; lo más que hacen, cuando se ven

excitados poralgún caso insólito, por alguna extraordinaria recompensa, es extendero exagerar sus

viejas rutinas de práctica, sin modificar sus principios.Por ejemplo, en este caso de D***, ¿qué se ha

hecho para modificar elprincipio de acción? ¿Qué es todo este taladrar, probar, hacer sonar yregistrar

con el microscopio, y dividir la superficie del edificio encuidadosas pulgadas cuadradas y numeradas?

¿Qué es todo eso, sino una exageración de la aplicación de unprincipio o conjunto de principios de

pesquisa, que está basado sobreun conjunto de nociones respecto a la ingeniosidad humana, a que

elprefecto, en la larga rutina de su deber, se ha acostumbrado? ¿No veusted que G*** da por sentado

que todos los hombres que quierenocultar una carta, si no precisamente en un agujero hecho con

barrenaen la pata de una silla, lo hacen, cuando menos, en algún oculto agujero o rincón sugerido por el

mismo tenor del pensamiento que inspira aun hombre la idea de esconderla en un agujero hecho en la

pata de unasilla? ¿Y no ve usted también que tales rincones buscados para ocultar,se emplean únicamente

a las ocasiones ordinarias, y sólo son adoptados por inteligencias ordinarias? Porque en todos

los casos de ocultamiento cabe presumir que en principio se ha efectuado dentro de esascoordenadas;

y su descubrimiento depende, no tanto de la perspicacia ,sino del simple cuidado, la paciencia y la

determinación de los buscadores; y cuando el caso es de importancia, o lo que quiere decir lomismo a

los ojos policiales, cuando la recompensa es de magnitud, lascualidades en cuestión jamás fallan.

Ahora entenderá usted indudablemente lo que quise decir, sugiriendo que, si la carta hubiera sido

ocultada en cualquier parte dentrode los límites del examen del prefecto, o en otras palabras, si el

principio inspirador de su ocultación hubiera estado comprendido dentro delos principios del prefecto,

su descubrimiento habría sido un asuntoabsolutamente fuera de duda. Este funcionario, sin embargo, ha

sidocompletamente engañado; y la fuente originaria de sus fracaso resideen la suposición de que el

ministro es un loco porque ha adquiridofama como poeta. Todos los locos son poetas; esto es lo que

cree elprefecto, y es simplemente culpable de un non disiributio medii alinferir de ahí que todos los

poetas son locos.

- ¿Pero se trata realmente del poeta? -pregunté- Hay dos hermanos, me consta, y ambos han alcanzado

reputación en las letras. Elministro, creo, ha escrito doctamente sobre cálculo diferencial. Es

unmatemático y no un poeta.

- Está usted equivocado; yo le conozco bien, es ambas cosas.

Como poeta y matemático, habría razonado bien; como simplematemático no habría razonado absolutamente,

y hubiera estado amerced del prefecto.

- Usted me sorprende -dije- con esas opiniones, que han sido contradecidas por la voz del mundo.

Suponga que no pretenderá aniquilaruna bien digerida idea con siglos de existencia.

La razón matemática ha sido largo tiempo considerada como larazón por excelencia.

- Il y a parier - replicó Dupin, citando a Chamfort-, que toute idéepublique, toute convention reçue, est

une sottise, car elle a convenueau plus grand nombre.¹ Los matemáticos, concedo, han hecho cuanto

les ha sido posible para difundir el error popular a que usted alude, y que no es menos un error porque

haya sido promulgado comoverdad. Con un arte digno de mejor causa, por ejemplo, han introducido el

término "análisis" con aplicación al álgebra.

Los franceses son los culpables de esta superchería popular; perosi un término tiene alguna importancia,

si las palabras derivan algúnvalor de su aplicabilidad, "análisis" expresa "álgebra", poco más

omenos, como en latín ambitus implica "ambición", religio, "religión",homines honesti, "un conjunto de

hombres honorables".

- Temo que se enemiste usted -dije- con alguno de los algebristasde París; pero prosiga.

- Disputo la validez, y por consiguiente, el valor de esa razón quees cultivada en una forma especial

distinta de la abstractamente lógica.Disputo, en particular, la razón extraída del estudio de las matemáticas.

Las matemáticas son la ciencia de la forma y la cantidad; el razonamiento matemático es simplemente

la lógica aplicada a laobservación a la forma y la cantidad. El gran error consiste en suponerque

hasta las verdades de lo que es llamado álgebra pura son verdadesabstractas o generales. Y este error

es tan extraordinario, que me confundo ante la universalidad con que ha sido recibido. Los

axiomasmatemáticos no son axiomas de validez general. Lo que es verdad derelación (de forma y de

cantidad), es a menudo grandemente es falsorespecto a la moral, por ejemplo. En esta última ciencia

por lo generalincierto que el todo sea igual a la suma de las partes. En química elaxioma falla también.

En el caso de una fuerza motriz falla igualmente, pues dos motores de un valor dado no alcanzan necesariamente

alsumarse una potencia igual a la suma de sus potencias consideradaspor separado. Hay

muchas otras verdades matemáticas, que son verdades únicamente dentro de los límites de la relación.

Pero el matemático arguye, apoyándose en sus verdades finitas, según es costumbre,como si ellas

fueran de una aplicabilidad absolutamente general, comosi el mundo imaginara, en realidad, que lo son.

Bryant, en su recomendable Mitología, menciona una análoga fuente de error, cuandodice que "aunque

las fábulas paganas no son creídas, sin embargo loolvidamos continuamente, y hacemos inferencias de

ellas, como sifueran realidades". Entre los algebristas, no obstante, que son realmente paganos, las

"fábulas paganas" son creídas, y las inferencias sehacen, no tanto por culpa de la memoria, sino por una

incomprensibleperturbación mental. En una palabra, no he encontrado nunca unsimple matemático en

quien se pudiera confiar, fuera de sus raíces yecuaciones, o que no tuviera por artículo de fe, que x +

px es absolutae incondicionalmente igual a q. Diga usted a uno de esos caballeros,por vía de experimento,

si lo desea, que usted cree que puede presentarse casos en que x + px no es absolutamente

igual a q, y después dehaberle hecho entender lo que quiere decir, eche a correr tan pronto como le sea

posible, porque, sin ninguna duda,tratará de darle una paliza.

"Quiero decir - continúo Dupin, mientras me reía yo de su últimaobservación- que si el ministro hubiera

sido nada más que un matemático, el prefecto no habría tenido necesidad de darme este cheque.Le

conocía yo, sin embargo, como matemático y como poeta, y mismedidas fueron adaptadas a su capacidad,

con referencia a las circunstancias de que estaba rodeado. Le conocía como a un cortesano,

yademás como un audaz intrigant. Un hombre así, pensé, debe conocerlos métodos ordinarios de

acción de la policía. No podía haber dejadode prever, y los sucesos han probado que no lo hizo, los

registros a losque fue sometido. Debe haber previsto las investigaciones secretas desu casa. Sus frecuentes

ausencias nocturnas, que eran celebradas por elprefecto como una buena ayuda a sus éxitos,

las miré únicamentecomo astucias para procurar a la policía la oportunidad de hacer uncompleto registro,

y hacerles llegar lo más pronto posible a la convicción a la G*** llegó por último, de que la carta

no estaba en casa.

Comprendí también que todo el conjunto de ideas, que tendría algunadificultad en detallar a usted

ahora, relativo a los invariables principios de la policía en pesquisas de objetos ocultados, pasaría

necesariamente por la mente del ministro. Eso le llevaría, de una manerainevitable, a despreciar todos

los escondrijos ordinarios. No podía,reflexioné, ser tan simple que no viera que los más intrincados y

másremotos secretos de su mansión serían tan de fácil acceso como losrincones más vulgares, a los

ojos, a los exámenes, a los barrenos y losmicroscopios del prefecto. Vi, por último, que se vería

impulsado,como en un asunto de lógica, a la simplicidad, si no la había deliberadamente elegido por su

propio gusto personal. Recordará usted quizácon cuanta gana se rió el prefecto, cuando le sugerí en

nuestra primera entrevista que era muy posible que este misterio le perturbara tantopor ser su descubrimiento

demasiado evidente."

- Sí - dije-, recuerdo bien su hilaridad. Creí realmente que sufriríaconvulsiones.

- El mundo material - continúo Dupin- abunda en muy estrictasanalogías con el espiritual; y así se ha

dado algún color de verdad aldogma retórico de que la metáfora o el símil pueda ser empleada paradar

más fuerza a un pensamiento o embellecer una descripción. Elprincipio de visinertia, por ejemplo,

parece idéntico en física y metafísica. No es más cierto en la primera, que un gran cuerpo es puesto

enmovimiento con más dificultad que uno pequeño, y que su subsecuenteimpulso es proporcionado a

esa dificultad, que lo es en la segunda, queintelectos de la más vasta capacidad, aunque más potentes,

constantesy fecundos en sus movimientos que los de inferior grado, son sin embargo los menos prontamente

movidos, y más embarazados y llenos devacilación en los primeros pasos de sus progresos. Otra

cosa: ¿ha notado usted alguna vez cuáles son las muestras de tiendas que más llaman la atención?

- Nunca se me ocurrió pensarlo -dije.

- Hay un juego de adivinanzas -replicó él- que se juega con unmapa. Uno de los jugadores pide al otro

que encuentre una palabradada, el nombre de una ciudad, río, estado o imperio; una palabra, enfin,

sobre la abigarrada y confusa superficie de un mapa. Un novato enel juego trata generalmente de

confundir a sus contrarios, dándoles abuscar los nombres escritos con las letras más pequeñas; pero el

buenjugador escogerá entre esas palabras que se extienden con grandescaracteres de un extremo a

otro del mapa. Éstas, lo mismo que losanuncios y tablillas expuestas en las calles con letras

grandísimas,escapan a la observación a fuerza de ser excesivamente notables; yaquí, la física inadvertencia

ocular es precisamente análoga a la inteligibilidad moral, por la que el intelecto permite que pasen

desapercibidas esas consideraciones, que son demasiado evidentes y palpables porsí mismas. Pero

parece que éste es un punto que está algo arriba oabajo de la comprensión del prefecto. Nunca creyó

probable o posibleque el ministro hubiera dejado la carta inmediatamente debajo de lasnarices de todo

el mundo, a fin de impedir que una parte de ese mundopudiera verla.

Pero cuanto más reflexionaba sobre el audaz, fogoso y discernido ingenio de D***, sobre el hecho de

que el documento debía haberestado siempre a mano, si intentaba usarlo con ventajoso fin; y sobre

ladecisiva evidencia, obtenida por el prefecto, de que no estaba ocultodentro de los límites de sus

pesquisas ordinarias, más convencidoquedaba de que para ocultar aquella carta el ministro había

recurridoal más amplio y sagaz expediente de no tratar de ocultarla absolutamente.

Convencido de estas ideas, me puse mis gafas verdes y una hermosa mañana, como por casualidad,

entré en la casa del ministro.Encontré a D*** bostezando, extendido cuan largo era,

charlandoinsustancialmente, como de costumbre, y pretendiendo estar aquejadodel más abrumador

ennui. Sin embargo, es uno de los hombres másrealmente activos que existen, pero tan sólo cuando

nadie lo ve.Para pagarle con la misma moneda, me quejé de mis débilesojos, y lamenté la forzosa

necesidad que tenía de usar gafas, bajo elamparo de las cuales examinaba cuidadosa y completamente

toda lahabitación, mientras en apariencia sólo me ocupaba de la conversacióncon mi anfitrión.Presté

especial atención a una gran mesa- escritorio, cerca de lacual estaba sentado D***, y sobre la que

había desparramados confusamente diversas cartas Y otros papeles, uno o dos instrumentos demúsica

v algunos libros. En ella, no obstante, después de un largo ydeliberado escrutinio, no vi nada capaz de

provocar mis sospechas.Por último, mis ojos, examinando el circuito del cuarto, se posaron sobre un

miserable tarjetero de cartón afiligranado, que pendía deuna sucia cinta azul, sujeta a una perillita de

bronce, colocada justamente sobre la repisa de la chimenea. En aquel tarjetero, que tenía treso cuatro

compartimentos, había seis o siete tarjetas de visita y unasolitaria carta. Esta última estaba muy manchada

y arrugada. Se hallaba rota casi en dos, por el medio, como si una primera intención dehacerla

pedazos por su nulo valor hubiera sido cambiado y detenido.Tenía un gran sello negro, con el monograma

de D***, muy visible, yel sobre escrito y dirigido al mismo ministro revelaba una letra menuda y

femenina.

Había sido arrojada sin cuidado alguno, y hasta desdeñosamente,parecía, en una de las divisiones

superiores del tarjetero.No bien descubrí la carta en cuestión, comprendí que era la queandaba buscando.

En verdad, era, en apariencia, radicalmente distintade aquella que nos había leído el prefecto una

descripción tan minuciosa. Aquí el sello era grande y negro, con el monograma de D***;en la otra era

pequeño y rojo, con las armas ducales de la familiaS***. Aquí la dirección del ministro era diminuta y

femenina; en laotra la letra del sobre, dirigida a un cierto personaje real, era marcadamente enérgica y

decidida; el tamaño era su único punto de semejanza. Pero la naturaleza radical de esas diferencias, que

era excesiva,las manchas, la sucia y rota condición del papel, tan inconsistente conlos verdaderos

hábitos metódicos de D***, y tan reveladoras de daruna idea de la insignificancia del documento a un

indiscreto; estascosas, junto con la visible situación en que se hallaba, a la vista detodos los visitantes, y

así coincidente con las conclusiones a que yohabía llegado previamente; esas cosas, digo, eran muy

corroborativasde sospecha, para quien había ido con la intención de sospechar.Demoré mi visita tanto

como fue posible, y mientras manteníauna de las más animadas discusiones con el ministro, sobre un

tópicoque sabía que jamás había dejado de interesarle y apasionarle, volquémi atención, en realidad,

sobre la carta. En aquel examen, confié a lamemoria su apariencia externa y su colocación en el tarjetero;

y porúltimo, hice un descubrimiento que borraba cualquier duda trivial quepudiera haber concebido.

Registrando con la vista los bordes del papel,noté que estaban más chafados de lo que parecía necesario.

Presentaban una apariencia de rotura que resulta cuando un papel liso, habiendo sido una vez

doblado y apretado, es vuelto a doblar en unadirección contraria, con los mismos pliegues que ha

formado el primitivo doblez. Este descubrimiento fue suficiente. Fue claro para mí quela carta había

sido dada vuelta, como un guante, lo de adentro paraafuera; una nueva dirección y un nuevo sello le

habían sido agregados.Dilos buenos días al ministro, y me marché enseguida, abandonandosobre la

mesa una tabaquera de oro.A la mañana siguiente fui en busca de la tabaquera, y reanudamos

placenteramente la conversación del día anterior. Mientras Estábamos en ella empeñados, un fuerte

disparo, como de una pistola, seoyó inmediatamente debajo de las ventanas del edificio, y fue

seguidopor una serie de gritos de terror, y exclamaciones de una multitudasustada. D*** se lanzó a una

de las ventanas, la abrió y miró hacia lacalle. Mientras, me acerqué al tarjetero, cogí la carta, la metí en

mibolsillo y la reemplacé por un facsímil (de sus caracteres externos) quehabía preparado cuidadosamente

en casa, imitando el monograma deD***, con mucha facilidad, por medio de un sello de miga de

pan.El turnulto en la calle había sido ocasionado por la loca conducta de un hombre con un fusil. Había

hecho fuego con él entre ungrillo de mujeres y niños. Se comprobó, sin embargo, que el armaestaba

descargada, y se le permitió que continuara su camino, como aun lunático o un ebrio. Cuando se hubo

retirado, D*** se separó de laventana, a donde le había seguido yo inmediatamente después de conseguir

mi objeto. Al poco rato me despedí de él. El pretendido lunáticoera un hombre a quien yo había

pagado para que produjera el tumulto.

- Pero, ¿qué propósito tenía usted -pregunté- para reemplazar lacarta por un facsímil? ¿No hubiera

sido mejor, en la primera visita,arrebatarla abiertamente y salir con ella?

- D*** -replicó Dupin- es un hombre arrojado y valiente. Su casa,además, no carece de servidores

consagrados a los intereses del amo.Si hubiera yo hecho la atrevida tentativa que usted sugiere,

jamáshabría salido vivo de allí y el buen pueblo de París no hubiera vuelto asaber más de mí. Ya conoce

usted mis ideas políticas. Pero tenía unasegunda intención, aparte de esas consideraciones. En este

asunto,obré como partidario de la dama comprometida. Durante dieciochomeses el ministro la tuvo en

su poder Ella es la que lo tiene ahora ensu poder; como D*** no sabe que la carta no está ya en su

tarjetero,proseguirá con sus presiones como si la tuviera. Así provocará, élmismo, su ruina política. Su

caída, además, será tan precipitada comoridícula. Es igualmente exacto hablar, a propósito de su caso,

del facilis descensus Avernis; pues en todas especies de ascensiones, como laCatalani dice del canto, es

mucho más fácil subir que bajar. En elpresente caso no tengo simpatía, ni siquiera piedad, por el que

desciende. D*** es ese monstrum horrendum, el hombre de genio sinprincipios. Confieso, sin embargo,

que me gustaría mucho conocer elpreciso carácter de sus pensamientos cuando, siendo desafiado

poraquella a quien el prefecto llama "una cierta persona", se vea forzadaa abrir la carta que le dejé para

él en el tarjetero.

- ¿Cómo? ¿escribió usted algo particular en ella?

- Claro. No parecía del todo bien dejarla en blanco; eso hubierasido insultante.. Cierta vez D***, en

Viena, me jugó una mala pasada,acerca de la que le dije, sin perder el buen humor, que no lo

olvidaría.Así, como comprendí que sentiría alguna curiosidad respecto a laidentidad de la persona que

había sobrepujado su inteligencia, penséque era una lástima no dejarle un indicio para que la conociera.

Comoconoce perfectamente mi letra, me limité a copiar en medio de la página estas palabras:

... Un dessein si funeste, S'il n'est digne d'Atrée, est digne de Thyeste, que se pueden encontrar en

el Atreo de Crébillon.

Acerca del autor

Edgard Allan Poe




Datos biográficos: Escritor estadounidense. Debido a la muerte de sus progenitores fue adoptado

por un comerciante llamado Allan,que lo envió a estudiar a Inglaterra, de donde regresó en . Fue

expulsado de la Universidad de Virginia, y un tiempo después unas deudas de juego motivaron el

distanciamiento con su padre adoptivo. Fue nombrado director del Southern Literary Messenger, pero

abandonó el cargo por los ataques de hipocondría y el abuso del alcohol. La muerte de su esposa

acentuó estas dos inclinaciones. Un ataque de delírium trémens produjo su fallecimiento. Se destacan en

ssu obra los cuentos da horror y fantásticos, ha sido admirado por escritores de las más diversas

procedencias geográficas, no así por la crítica estadounidense.

Acerca de esta obra: Ingenioso y magistral relato. El autor introduce el mecanismo de detección

mediante la deducción que tan bien sabe manejar. Original, profundo, Poe justifica con esta obra, y

muchas más, el ser uno de los grandes de la literatura anglosajona. Puede serle muy útil el haber leído

este libro cuando tenga que ocultar algo.

El arte y diseño de tapa de esta edición han sido realizados por Ptricio Olivera.

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