EDGAR ALLAN POE
LA MASCARA DE LA
MUERTE ROJA
Texto de dominio público.
LA MASCARA DE LA MUERTE ROJA
Edgar Allan Poe
Durante mucho tiempo, la «Muerte Roja» había devastado la región. Jamás pestilencia alguna
fue tan fatal y espantosa. Su avatar era la sangre, el color y el horror de la sangre. Se producían agudos
dolores, un súbito desvanecimiento y, después, un abundante sangrar por los poros y la disolución del
ser. Las manchas purpúreas por el cuerpo, y especialmente por el rostro de la víctima, desechaban a
ésta de la Humanidad y la cerraban a todo socorro y a toda compasión. La invasión, el progreso y el
resultado de la enfermedad eran cuestión de media hora.
Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios perdieron la mitad de
su población, reunió a un millar de amigos fuertes y de corazón alegre, elegidos entre los caballeros y las
damas de su corte, y con ellos constituyó un refugio recóndito en una de sus abadías fortificadas. Era una
construcción vasta y magnífica, una creación del propio príncipe, de gusto excéntrico, pero grandioso.
Rodeábala un fuerte y elevado muro, con sus correspondientes puertas de hierro. Los cortesanos, una
vez dentro, se sirvieron de hornillos y pesadas mazas para soldar los cerrojos. Decidieron atrincherarse
contra los súbitos impulsos de la desesperación del exterior e impedir toda salida a los frenesíes del
interior.
La abadía fue abastecida copiosamente. Gracias a tales precauciones los cortesanos podían
desafiar el contagio. El mundo exterior, que se las compusiera como pudiese. Por lo demás, sería locura
afligirse o pensar en él. El príncipe había provisto aquella mansión de todos los medios de placer. Había
bufones, improvisadores, danzarines, músicos, lo bello en todas sus formas, y había vino. En el interior
existía todo esto, además de la seguridad. Afuera, la «Muerte Roja».
Ocurrió a fines del quinto o sexto mes de su retiro, mientras la plaga hacía grandes estragos
afuera, cuando el príncipe Próspero proporcionó a su millar de amigos un baile de máscaras de la más
insólita magnificencia.
¡Qué voluptuoso cuadro el de ese baile de máscaras! Permítaseme describir los salones donde
tuvo efecto. Eran siete, en una hilera imperial. En muchos palacios estas hileras de salones constituyen
largas perspectivas en línea recta cuando los batientes de las puertas están abiertos de par en par, de
modo que la mirada llega hasta el final sin obstáculo. Aquí, el caso era muy distinto, como se podía
esperar por parte del duque y de su preferencia señaladísima por lo bizarre. Las salas estaban
dispuestas de modo tan irregular que la mirada solamente podía alcanzar una cada vez. Al cabo de un
espacio de veinte o treinta yardas encontrábase una súbita revuelta, y en cada esquina, un aspecto
diferente.
A derecha e izquierda, en medio de cada pared, una alta y estrecha ventana gótica comunicaba
con un corredor cerrado que seguía las sinuosidades del aposento. Cada ventanal estaba hecho de
vidrios de colores que armonizaban con el tono dominante de la decoración del salón para el cual se
abría. El que ocupaba el extremo oriental, por ejemplo, estaba decorado en azul, y los ventanales eran de
un azul vivo. El segundo aposento estaba ornado y guarnecido de púrpura, y las vidrieras eran purpúreas.
El tercero, enteramente verde, y verdes sus ventanas. El cuarto, anaranjado, recibía la luz a través de
una ventana anaranjada. El quinto, blanco, y el sexto, violeta. El séptimo salón estaba rigurosamente
forrado por colgaduras de terciopelo negro, que revestían todo el techo y las paredes y caían sobre un
tapiz de la misma tela y del mismo color. Pero solamente en este aposento el color de las vidrieras no
correspondía al del decorado.
Los ventanales eran escarlata, de un intenso color de sangre. Ahora bien: no veíase lámpara ni
candelabro alguno en estos siete salones, entre los adornos de las paredes o del techo artesonado. Ni
lámparas ni velas; ninguna claridad de esta clase, en aquella larga hilera de habitaciones. Pero en los
corredores que la rodeaban, exactamente enfrente de cada ventana, levantábase un enorme trípode con
un brasero resplandeciente que proyectaba su claridad a través de los cristales coloreados e iluminaba la
sala de un modo deslumbrante. Producíase así una infinidad de aspectos cambiantes y fantásticos.
Pero en el salón de poniente, en la cámara negra, la claridad del brasero, que se reflejaba sobre
las negras tapicerías a través de los cristales sangrientos, era terriblemente siniestra y prestaba a las
fisonomías de los imprudentes que penetraban en ella un aspecto tan extraño, que muy pocos bailarines
tenían valor para pisar su mágico recinto.
También en este salón erguíase, apoyado contra el muro de poniente, un gigantesco reloj de
ébano. Su péndulo movíase con un tictac sordo, pesado y monótono. Y cuando el minutero completaba el
circuito de la esfera e iba a sonar la hora, salía de los pulmones de bronce de la máquina un sonido claro,
estrepitoso, profundo y extraordinariamente musical, pero de un timbre tan particular y potente que, de
hora en hora, los músicos de la orquesta veíanse obligados a interrumpir un instante sus acordes para
escuchar el sonido. Los valsistas veíanse forzados a cesar en sus evoluciones.
Una perturbación momentánea recorría toda aquella multitud, y mientras sonaban las campanas
notábase que los más vehementes palidecían y los más sensatos pasábanse las manos por la frente,
pareciendo sumirse en meditación o en un sueño febril. Pero una vez desaparecía por completo el eco,
una ligera hilaridad circulaba por toda la reunión. Los músicos mirábanse entre sí y reíanse de sus
nervios y de su locura, y jurábanse en voz baja unos a otros que la próxima vez que sonaran las
campanadas no sentirían la misma impresión. Y luego, cuando después de la fuga de los sesenta
minutos que comprenden los tres mil seiscientos segundos de la hora desaparecida, cuando llegaba una
nueva campanada del reloj fatal, se producía el mismo estremecimiento, el mismo escalofrío y el mismo
sueño febril.
Pero, a pesar de todo esto, la orgía continuaba alegre y magnífica. El gusto del duque era muy
singular. Tenía una vista segura por lo que se refiere a colores y efectos. Despreciaba el decora de moda.
Sus proyectos eran temerarios y salvajes, y sus concepciones brillaban con un esplendor bárbaro.
Muchas gentes lo consideraban loco. Sus cortesanos sabían perfectamente que no lo era. Sin embargo,
era preciso oírlo, verlo, tocarlo, para asegurarse de que no lo estaba.
En ocasión de esta gran fête, había dirigido gran parte de la decoración de los muebles, y su
gusto personal había dirigido el estilo de los disfraces. No hay duda de que eran concepciones grotescas.
Era deslumbrador, brillante. Había cosas chocantes y cosas fantásticas, mucho de lo que después se ha
visto en “Hernani”. Había figuras arabescas, con miembros y aditamentos inapropiados.
Delirantes fantasías, atavíos como de loco. Había mucho de lo bello, mucho de lo licencioso,
mucho de lo bizarre, algo de lo terrible y no poco de lo que podría haber producido repugnancia. De un
lado a otro de las siete salas pavoneábase una muchedumbre de pesadilla. Y esa multitud —la
pesadilla— contorsionábase en todos sentidos, tiñéndose del color de los salones, haciendo que la
música pareciera el eco de sus propios pasos.
De pronto, repica de nuevo el reloj de ébano que se encuentra en el salón de terciopelo. Por un
instante queda entonces todo parado; todo guarda silencio, excepto la voz del reloj. Las figuras de
pesadilla quédanse yertas, paradas. Pero los ecos de la campana se van desvaneciendo. No han durado
sino un instante, y, apenas han desaparecido, una risa leve mal reprimida se cierne por todos lados. Y
una vez más, la música suena, vive en los ensueños.
De un lado a otro, retuércense más alegremente que nunca, reflejando el color de las ventanas
distintamente teñidas y a través de las cuales fluyen los rayos de los trípodes. Pero en el salón más
occidental de los siete no hay ahora máscara ninguna que se atreva a entrar, porque la noche va
transcurriendo. Allí se derrama una luz más roja a través de los cristales color de sangre, y la oscuridad
de las cortinas teñidas de negro es aterradora. Y a los que pisan la negra alfombra llégales del cercano
reloj de ébano un más pesado repique, más solemnemente acentuado que el que hiere los oídos de las
máscaras que se divierten en las salas más apartadas.
Pero en estas otras salas había una densa muchedumbre. En ellas latía febrilmente el corazón de
la vida. La fiesta llegaba a su pleno arrebato cuando, por último, sonaron los tañidos de medianoche en el
reloj. Y, entonces, la música cesó, como ya he dicho, y apaciguáronse las evoluciones de los danzarines.
Y, como antes, se produjo una angustiosa inmovilidad en todas las cosas. Pero el tañido del reloj había
de reunir esta vez doce campanadas. Por esto ocurrió tal vez, que, con el mayor tiempo, se insinuó en las
meditaciones de los pensativos que se encontraban entre los que se divertían mayor cantidad de
pensamientos. Y, quizá por lo mismo, varias personas entre aquella muchedumbre, antes que se
hubiesen ahogado en el silencio los postreros ecos de la última campanada, habían tenido tiempo para
darse cuenta de la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la
atención de nadie, Y al difundirse en un susurro el rumor de aquella nueva intrusión, se suscitó entre
todos los concurrentes un cuchicheo o murmullo significativo de asombro y desaprobación. Y luego,
finalmente, el terror, el pavor y el asco.
En una reunión de fantasmas como la que he descrito puede muy bien suponerse que ninguna
aparición ordinaria hubiera provocado una sensación como aquélla. A decir verdad, la libertad
carnavalesca de aquella noche era casi ilimitada. Pero el personaje en cuestión había superado la
extravagancia de un Herodes y los límites complacientes, no obstante, de la moralidad equívoca e
impuesta por el príncipe. En los corazones de los hombres más temerarios hay cuerdas que no se dejan
tocar sin emoción. Hasta en los más depravados, en quienes la vida y la muerte son siempre motivo de
juego, hay cosas con las que no se puede bromear. Toda la concurrencia pareció entonces sentir
profundamente lo inadecuado del traje y de las maneras del desconocido. El personaje era alto y
delgado, y estaba envuelto en un sudario que lo cubría de la cabeza a los pies.
La máscara que ocultaba su rostro representaba tan admirablemente la rígida fisonomía de un
cadáver, que hasta el más minucioso examen hubiese descubierto con dificultad el artificio. Y, sin
embargo, todos aquellos alegres locos hubieran soportado, y tal vez aprobado aquella desagradable
broma. Pero la máscara había llegado hasta el punto de adoptar el tipo de la «Muerte Roja». Sus
vestiduras estaban manchadas de sangre, y su ancha frente, así como sus demás facciones, se
encontraban salpicadas con el horror escarlata.
Cuando los ojos del príncipe Próspero se fijaron en aquella figura espectral (que con pausado y
solemne movimiento, como para representar mejor su papel, pavoneábase de un lado a otro entre los
que bailaban), se le vio, en el primer momento, conmoverse por un violento estremecimiento de terror y
de asco. Pero, un segundo después, su frente enrojeció de ira.
—¿Quién se atreve —preguntó con voz ronca a los cortesanos que se hallaban junto a él—,
quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfema? ¡Apoderaos de él y desenmascararse, para que
sepamos a quién hemos de ahorcar en nuestras almenas al salir el sol!.
Ocurría esto en el salón del Este, o cámara azul, donde hallábase el príncipe Próspero al
pronunciar estas palabras. Resonaron claras y potentes a través de los siete salones, pues el príncipe era
un hombre impetuoso y fuerte, y la música había cesado a un ademán de su mano.
Ocurría esto en la cámara azul, donde hallábase el príncipe rodeado de un grupo de pálidos
cortesanos. Al principio, mientras hablaba, hubo un ligero movimiento de avance de este grupo hacia el
intruso, que, en tal instante, estuvo también al alcance de sus manos, y que ahora, con paso tranquilo y
majestuoso, acercábase cada vez más al príncipe. Pero por cierto terror indefinido, que la insensata
arrogancia del enmascarado había inspirado a toda la concurrencia, nadie hubo que pusiera mano en él
para prenderle, de tal modo que, sin encontrar obstáculo alguno, pasó a una yarda del príncipe, y
mientras la inmensa asamblea, como obedeciendo a un mismo impulso, retrocedía desde el centro de la
sala hacia las paredes, él continuó sin interrupción su camino, con aquel mismo paso solemne y
mesurado que le había distinguido desde su aparición, pasando de la cámara azul a la purpúrea, de la
purpúrea a la verde, de la verde a la anaranjada, de ésta a la blanca, y llegó a la de color violeta antes de
que se hubiera hecho un movimiento decisivo para detenerle.
Sin embargo, fue entonces cuando el príncipe Próspero, exasperado de ira y vergüenza por su
momentánea cobardía, se lanzó precipitadamente a través de las seis cámaras, sin que nadie lo siguiera
a causa del mortal terror que de todos se había apoderado. Blandía un puñal desenvainado, y se había
acercado impetuosamente a unos tres o cuatro pies de aquella figura que se batía en retirada, cuando
ésta, habiendo llegado al final del salón de terciopelo, volvióse bruscamente e hizo frente a su
perseguidor. Sonó un agudo grito y la daga cayó relampagueante sobre la fúnebre alfombra, en la cual,
acto seguido, se desplomó, muerto, el príncipe Próspero.
Entonces, invocando el frenético valor de la desesperación, un tropel de máscaras se precipitó a
un tiempo en la negra estancia, y agarrando al desconocido, que manteníase erguido e inmóvil como una
gran estatua a la sombra del reloj de ébano, exhalaron un grito de terror inexpresable, viendo que bajo el
sudario y la máscara de cadáver que habían aferrado con energía tan violenta no se hallaba forma
tangible alguna.
Y, entonces, reconocieron la presencia de la «Muerte Roja», Había llegado como un ladrón en la
noche, y, uno por uno, cayeron los alegres libertinos por las salas de la orgía, inundados de un rocío
sangriento. Y cada uno murió en la desesperada postura de su caída.
Y la vida del reloj de ébano extinguióse con la del último de aquellos licenciosos. Y las llamas de
los trípodes se extinguieron. Y la tiniebla, y la ruina, y la «Muerte Roja» tuvieron sobre todo aquello
ilimitado dominio.
F I N
EDGAR ALLAN POE
EL BARRIL DE
AMONTILLADO
EL BARRIL DE AMONTILLADO
Edgar Allan Poe
Lo mejor que pude había soportado las mil injurias de Fortunato. Pero cuando llegó el insulto, juré
vengarme. Vosotros, que conocéis tan bien la naturaleza de mi carácter, no llegaréis a suponer, no
obstante, que pronunciara la menor palabra con respecto a mi propósito. A la larga, yo sería vengado.
Este era ya un punto establecido definitivamente. Pero la misma decisión con que lo había resuelto
excluía toda idea de peligro por mi parte. No solamente tenía que castigar, sino castigar impunemente.
Una injuria queda sin reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador. Igualmente queda sin
reparación cuando esta deja de dar a entender a quien le ha agraviado que es él quien se venga.
Es preciso entender bien que ni de palabra, ni de obra, di a Fortunato motivo para que
sospechara de mi buena voluntad hacia él. Continué, como de costumbre, sonriendo en su presencia, y él
no podía advertir que mi sonrisa, entonces, tenía como origen en mí la de arrebatarle la vida.
Aquel Fortunato tenía un punto débil, aunque, en otros aspectos, era un hombre digno de toda
consideración, y aun de ser temido. Se enorgullecía siempre de ser un entendido en vinos. Pocos
italianos tienen el verdadero talento de los catadores. En la mayoría, su entusiasmo se adapta con
frecuencia a lo que el tiempo y la ocasión requieren, con objeto de dedicarse a engañar a los millionaires
ingleses y austríacos. En pintura y piedras preciosas, Fortunato, como todos sus compatriotas, era un
verdadero charlatán; pero en cuanto a vinos añejos, era sincero. Con respecto a esto, yo no difería
extraordinariamente de él. También yo era muy experto en lo que se refiere a vinos italianos, y siempre
que se me presentaba ocasión compraba gran cantidad de éstos.
Una tarde, casi al anochecer, en plena locura del Carnaval, encontré a mi amigo. Me acogió con
excesiva cordialidad, porque había bebido mucho. El buen hombre estaba disfrazado de payaso. Llevaba
un traje muy ceñido, un vestido con listas de colores, y coronaba su cabeza con un sombrerillo cónico
adornado con cascabeles. Me alegré tanto de verle, que creí no haber estrechado jamás su mano como
en aquel momento.
—Querido Fortunato —le dije en tono jovial—, este es un encuentro afortunado. Pero ¡qué buen
aspecto tiene usted hoy! El caso es que he recibido un barril de algo que llaman amontillado, y tengo mis
dudas.
—¿Cómo? —dijo él—. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y en pleno Carnaval!
—Por eso mismo le digo que tengo mis dudas —contesté—, e iba a cometer la tontería de
pagarlo como si se tratara de un exquisito amontillado, sin consultarle. No había modo de encontrarle a
usted, y temía perder la ocasión.
—¡Amontillado!
—Tengo mis dudas.
—¡Amontillado!
—Y he de pagarlo.
—¡Amontillado!
—Pero como supuse que estaba usted muy ocupado, iba ahora a buscar a Luchesi. Él es un
buen entendido. Él me dirá...
—Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado del jerez.
—Y, no obstante, hay imbéciles que creen que su paladar puede competir con el de usted.
—Vamos, vamos allá.
—¿Adónde?
—A sus bodegas.
—No mi querido amigo. No quiero abusar de su amabilidad. Preveo que tiene usted algún
compromiso. Luchesi...
—No tengo ningún compromiso. Vamos.
—No, amigo mío. Aunque usted no tenga compromiso alguno, veo que tiene usted mucho frío.
Las bodegas son terriblemente húmedas; están materialmente cubiertas de salitre.
—A pesar de todos, vamos. No importa el frío. ¡Amontillado! Le han engañado a usted, y Luchesi
no sabe distinguir el jerez del amontillado.
Diciendo esto, Fortunato me cogió del brazo. Me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome
bien al cuerpo mi roquelaire, me dejé conducir por él hasta mi palazzo.
Los criados no estaban en la casa. Habían escapado para celebrar la festividad del Carnaval. Ya
antes les había dicho que yo no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes concretas para
que no estorbaran por la casa. Estas órdenes eran suficientes, de sobra lo sabía yo, para asegurarme la
inmediata desaparición de ellos en cuanto volviera las espaldas.
Cogí dos antorchas de sus hacheros, entregué a Fortunato una de ellas y le guié, haciéndole
encorvarse a través de distintos aposentos por el abovedado pasaje que conducía a la bodega. Bajé
delante de él una larga y tortuosa escalera, recomendándole que adoptara precauciones al seguirme.
Llegamos, por fin, a los últimos peldaños, y nos encontramos, uno frente a otro, sobre el suelo húmedo
de las catacumbas de los Montresors.
El andar de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de su gorro cónico resonaban a cada una de
sus zancadas.
—¿Y el barril? —preguntó.
—Está más allá —le contesté—. Pero observe usted esos blancos festones que brillan en las
paredes de la cueva.
Se volvió hacia mí y me miró con sus nubladas pupilas, que destilaban las lágrimas de la
embriaguez.
—¿Salitre? —me preguntó, por fin.
—Salitre —le contesté—. ¿Hace mucho tiempo que tiene usted esa tos?
—¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem!...!
A mi pobre amigo le fue imposible contestar hasta pasados unos minutos.
—No es nada —dijo por último.
—Venga —le dije enérgicamente—. Volvámonos. Su salud es preciosa, amigo mío. Es usted rico,
respetado, admirado, querido. Es usted feliz, como yo lo he sido en otro tiempo. No debe usted
malograrse. Por lo que mí respecta, es distinto. Volvámonos. Podría usted enfermarse y no quiero cargar
con esa responsabilidad. Además, cerca de aquí vive Luchesi...
—Basta —me dijo—. Esta tos carece de importancia. No me matará. No me moriré de tos.
—Verdad, verdad —le contesté—. Realmente, no era mi intención alarmarle sin motivo, pero
debe tomar precauciones. Un trago de este medoc le defenderá de la humedad.
Y diciendo esto, rompí el cuello de una botella que se hallaba en una larga fila de otras análogas,
tumbadas en el húmedo suelo.
—Beba —le dije, ofreciéndole el vino.
Se llevó la botella a los labios, mirándome de soslayo. Hizo una pausa y me saludo con
familiaridad. Los cascabeles sonaron.
—Bebo —dijo— a la salud de los enterrados que descansan en torno nuestro.
—Y yo, por la larga vida de usted.
De nuevo me cogió de mi brazo y continuamos nuestro camino.
—Esas cuevas —me dijo— son muy vastas.
—Los Montresors —le contesté— era una grande y numerosa familia.
—He olvidado cuáles eran sus armas.
—Un gran pie de oro en campo de azur. El pie aplasta a una serpiente rampante, cuyos dientes
se clavan en el talón.
—¿Y cual es la divisa?
—Nemo me impune lacessit
—¡Muy bien! —dijo.
Brillaba el vino en sus ojos y retiñían los cascabeles. También se caldeó mi fantasía a causa del
medoc. Por entre las murallas formadas por montones de esqueletos, mezclados con barriles y toneles,
llegamos a los más profundos recintos de las catacumbas. Me detuve de nuevo, esta vez me atreví a
coger a Fortunato de un brazo, más arriba del codo.
—El salitre —le dije—. Vea usted cómo va aumentando. Como si fuera musgo, cuelga de las
bóvedas. Ahora estamos bajo el lecho del río. Las gotas de humedad se filtran por entre los huesos.
Venga usted. Volvamos antes de que sea muy tarde. Esa tos...
—No es nada —dijo—. Continuemos. Pero primero echemos otro traguito de medoc.
Rompí un frasco de vino de De Grave y se lo ofrecí. Lo vació de un trago. Sus ojos llamearon con
ardiente fuego. Se echó a reír y tiró la botella al aire con un ademán que no pude comprender.
Le miré sorprendido. Él repitió el movimiento, un movimiento grotesco.
—¿No comprende usted? —preguntó.
—No —le contesté.
—Entonces, ¿no es usted de la hermandad?
—¿Cómo?
—¿No pertenece usted a la masonería?
—Sí, sí —dije—; sí, sí.
—¿Usted? ¡Imposible! ¿Un masón?
—Un masón —repliqué.
—A ver, un signo —dijo.
—Este —le contesté, sacando de debajo de mi roquelaire una paleta de albañil.
—Usted bromea —dijo, retrocediendo unos pasos—. Pero, en fin, vamos por el amontillado.
—Bien —dije, guardando la herramienta bajo la capa y ofreciéndole de nuevo mi brazo.
Se apoyó pesadamente en él y seguimos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos por
debajo de una serie de bajísimas bóvedas, bajamos, avanzamos luego, descendimos después y llegamos
a una profunda cripta, donde la impureza del aire hacía enrojecer más que brillar nuestras antorchas.
En lo más apartado de la cripta descubríase otra menos espaciosa. En sus paredes habían sido
alineados restos humanos de los que se amontonaban en la cueva de encima de nosotros, tal como en
las grandes catacumbas de París.
Tres lados de aquella cripta interior estaban también adornados del mismo modo.
Del cuarto habían sido retirados los huesos y yacían esparcidos por el suelo, formando en un
rincón un montón de cierta altura. Dentro de la pared, que había quedado así descubierta por el
desprendimiento de los huesos, veíase todavía otro recinto interior, de unos cuatro pies de profundidad y
tres de anchura, y con una altura de seis o siete. No parecía haber sido construido para un uso
determinado, sino que formaba sencillamente un hueco entre dos de los enormes pilares que servían de
apoyo a la bóveda de las catacumbas, y se apoyaba en una de las paredes de granito macizo que las
circundaban.
En vano, Fortunato, levantando su antorcha casi consumida, trataba de penetrar la profundidad
de aquel recinto. La débil luz nos impedía distinguir el fondo.
—Adelántese —le dije—. Ahí está el amontillado. Si aquí estuviera Luchesi...
—Es un ignorante —interrumpió mi amigo, avanzando con inseguro paso y seguido
inmediatamente por mí.
En un momento llegó al fondo del nicho, y, al hallar interrumpido su paso por la roca, se detuvo
atónito y perplejo. Un momento después había yo conseguido encadenarlo al granito. Había en su
superficie dos argollas de hierro, separadas horizontalmente una de otra por unos dos pies. Rodear su
cintura con los eslabones, para sujetarlo, fue cuestión de pocos segundos. Estaba demasiado aturdido
para ofrecerme resistencia. Saqué la llave y retrocedí, saliendo del recinto.
—Pase usted la mano por la pared —le dije—, y no podrá menos que sentir el salitre. Está, en
efecto, muy húmeda. Permítame que le ruegue que regrese. ¿No? Entonces, no me queda más remedio
que abandonarlo; pero debo antes prestarle algunos cuidados que están en mi mano.
—¡El amontillado! —exclamó mi amigo, que no había salido aún de su asombro.
—Cierto —repliqué—, el amontillado.
Y diciendo estas palabras, me atareé en aquel montón de huesos a que antes he aludido.
Apartándolos a un lado no tarde en dejar al descubierto cierta cantidad de piedra de construcción y
mortero. Con estos materiales y la ayuda de mi paleta, empecé activamente a tapar la entrada del nicho.
Apenas había colocado al primer trozo de mi obra de albañilería, cuando me di cuenta de que la
embriaguez de Fortunato se había disipado en gran parte.
El primer indicio que tuve de ello fue un gemido apagado que salió de la profundidad del recinto.
No era ya el grito de un hombre embriagado. Se produjo luego un largo y obstinado silencio. Encima de la
primera hilada coloqué la segunda, la tercera y la cuarta. Y oí entonces las furiosas sacudidas de la
cadena. El ruido se prolongó unos minutos, durante los cuales, para deleitarme con él, interrumpí mi tarea
y me senté en cuclillas sobre los huesos. Cuando se apaciguó, por fin, aquel rechinamiento, cogí de
nuevo la paleta y acabé sin interrupción las quinta, sexta y séptima hiladas. La pared se hallaba entonces
a la altura de mi pecho. De nuevo me detuve, y, levantando la antorcha por encima de la obra que había
ejecutado, dirigí la luz sobre la figura que se hallaba en el interior.
Una serie de fuertes y agudos gritos salió de repente de la garganta del hombre encadenado,
como si quisiera rechazarme con violencia hacia atrás.
Durante un momento vacilé y me estremecí. Saqué mi espada y empecé a tirar estocadas por el
interior del nicho. Pero un momento de reflexión bastó para tranquilizarme. Puse la mano sobre la maciza
pared de piedra y respiré satisfecho. Volví a acercarme a la pared, y contesté entonces a los gritos de
quien clamaba. Los repetí, los acompañé y los vencí en extensión y fuerza. Así lo hice, y el que gritaba
acabó por callarse.
Ya era medianoche, y llegaba a su término mi trabajo. Había dado fin a las octava, novena y
décima hiladas. Había terminado casi la totalidad de la oncena, y quedaba tan sólo una piedra que
colocar y revocar. Tenía que luchar con su peso. Sólo parcialmente se colocaba en la posición necesaria.
Pero entonces salió del nicho una risa ahogada, que me puso los pelos de punta. Se emitía con una voz
tan triste, que con dificultad la identifiqué con la del noble Fortunato. La voz decía:
—¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Buena broma, amigo, buena broma! ¡Lo que nos reiremos luego en el
palazzo, ¡je, je, je! a propósito de nuestro vino! ¡Je, je, je!
—El amontillado —dije.
—¡Je, je, je! Sí, el amontillado. Pero, ¿no se nos hace tarde? ¿No estarán esperándonos en el
palazzo Lady Fortunato y los demás? Vámonos.
—Sí —dije—; vámonos ya.
—¡Por el amor de Dios, Montresor!
—Sí —dije—; por el amor de Dios.
En vano me esforcé en obtener respuesta a aquellas palabras. Me impacienté y llamé en alta voz:
—¡Fortunato!
No hubo respuesta, y volví a llamar.
—¡Fortunato!
Tampoco me contestaron. Introduje una antorcha por el orificio que quedaba y la dejé caer en el
interior. Me contestó sólo un cascabeleo. Sentía una presión en el corazón, sin duda causada por la
humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Con muchos esfuerzos coloqué en su
sitio la última piedra y la cubrí con argamasa. Volví a levantar la antigua muralla de huesos contra la
nueva pared. Durante medio siglo, nadie los ha tocado. In pace requiescat!
F I N
El Corazón Delator
Edgar Allan Poe
¡ES VERDAD! nervioso, muy, muy terriblemente nervioso yo había sido y soy; ¿pero por qué dirán
ustedes que soy loco? La enfermedad había aguzado mis sentidos, no destruido, no entorpecido. Sobre
todo estaba la penetrante capacidad de oír. Yo oí todas las cosas en el cielo y en la tierra. Yo oí
muchas cosas en el infierno. ¿Cómo entonces soy yo loco? ¡Escuchen! y observen cuan
razonablemente, cuan serenamente, puedo contarles toda la historia.
Es imposible decir cómo primero la idea entró en mi cerebro, pero, una vez concebida, me acosó día y
noche. Objeto no había ninguno. Pasión no había ninguna. Yo amé al viejo. El nunca me había hecho
mal. Él no me había insultado. De su oro no tuve ningún deseo. ¡Creo que fue su ojo! Sí, ¡fue eso!
Uno de sus ojos parecía como el de un buitre -- un ojo azul pálido con una nube encima. Cada vez que
caía sobre mí, la sangre se me helaba, y entonces de a poco, muy gradualmente, me decidí a tomar la
vida del viejo, y así librarme del ojo para siempre.
Ahora éste es el punto. Ustedes me imaginan loco. Los locos no saben nada. Pero ustedes deberían
haberme visto. Ustedes deberían haber visto cuan sabiamente yo procedí --¡con qué cuidado! -- ¡con
qué previsión, con qué disimulo, yo me puse a trabajar! Nunca fui más amable con el viejo que
durante toda la semana antes de matarlo. Y cada noche cerca de la medianoche yo giraba el picaporte
de su puerta y lo abría, ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando había hecho una apertura suficiente
para mi cabeza, ponía una oscura linterna sorda todo cerrada, cerrada para que ninguna luz saliera, y
entonces metía mi cabeza. ¡Oh, ustedes habrían reído al ver cuan hábilmente la metía! La movía
lentamente, muy, muy lentamente, para no perturbar el sueño del viejo. Me tomó una hora poner mi
cabeza entera dentro de la apertura hasta poder ver como él yacía sobre su cama. ¡Ja! ¿habría sido un
loco tan inteligente como para hacer esto? Y entonces cuando mi cabeza estaba bien dentro del cuarto
abrí la linterna cuidadosamente -- oh, tan cuidadosamente -- cuidadosamente (ya que los goznes
crujían), la abrí apenas tanto como para que un único rayo delgado cayera sobre el ojo de buitre. Y
esto lo hice durante siete largas noches, cada noche sólo a la medianoche, pero encontraba el ojo
siempre cerrado, y así era imposible hacer el trabajo, porque no era el viejo quien me vejaba sino su
Ojo Perverso. Y todas las mañanas, cuando el día irrumpía, iba con audacia a su cuarto y le hablaba
valientemente, llamándolo por su nombre en un tono cordial, y averiguando cómo había pasado la
noche. Entonces pueden ver que tendría que haber sido un viejo muy profundo, en verdad, para
sospechar que cada noche, cerca de las doce, yo lo observaba mientras dormía.
Hacia la octava noche fui más precavido que lo común en abrir la puerta. El minutero de un reloj se
mueve con más rapidez que mi propia mano. Nunca antes de esa noche había yo sentido el alcance de
mis propias facultades, de mi sagacidad. Apenas podía contener mis sentimientos de triunfo. Pensar
que allí estaba yo, abriendo la puerta poco a poco, y él ni siquiera soñaba con mis actos o
pensamientos secretos. Yo casi reí con la idea, y quizás él me oyó, ya que de repente se movió en la
cama como alarmado. Ahora ustedes pueden pensar que di marcha atrás -- pero no. Su cuarto era tan
como negro como la brea con la pesada oscuridad (las persianas estaban bien cerradas por el miedo a
los ladrones), y por eso sabía que él no podía ver que la puerta se abría, y seguí empujándola
constantemente, constantemente.
Entré mi cabeza, y estaba por abrir la linterna, cuando mi pulgar se resbaló sobre la lata que la
cerraba, y el viejo saltó en la cama, gritando, "¿Quién anda ahí?"
Me quedé muy quieto y no dije nada. Durante una hora entera no moví ni un músculo, y mientras
tanto no lo oí acostarse. Todavía estaba sentado en la cama, escuchando; al igual que yo lo he hecho
noche tras noche escuchando los relojes de la muerte en la pared.
En un momento, oí un suave gemido, y supe que era el gemido del terror mortal. No era un gemido de
dolor o de pena -- ¡oh, no! Era el sonido sofocado que se levanta desde el fondo del alma cuando ésta
se sobrecarga de temor. Yo conocía bien el sonido. Hace algunas noches, justo a medianoche, cuando
todo el mundo dormía, ha brotado de mi propio pecho, profundizando, con su tremendo eco, los
terrores que me enloquecían. Digo que lo conocía bien. Yo sabía lo que el viejo sentía, y lo compadecí
aunque en mi corazón riera. Sabía que él había estado despierto desde el primer ruido débil cuando se
había vuelto en la cama. Sus temores habían estado creciendo en él desde entonces. Había tratado de
imaginarlos sin causa, pero no podía. Se había estado diciendo a sí mismo, "No es nada, es el viento
en la chimenea, es sólo un ratón corriendo en el piso," o, "es un grillo que ha cantado sólo una vez."
Sí, se había tratado de confortar sí mismo con estas suposiciones; pero fue todo en vano. TODO EN
VANO, porque la Muerte aproximándose a él, lo había acechado con su sombra negra y había
envuelto a la víctima. Y era la influencia fúnebre de la sombra no percibida lo que le hizo sentir,
aunque no veía ni oía, sentir la presencia de mi cabeza dentro del cuarto.
Cuando hube esperado un largo tiempo muy pacientemente sin oír que se recostara, resolví abrir un
poco -- una muy, muy pequeña rendija en la linterna. Así la abría -- ustedes no pueden imaginar qué
tan sigilosamente, sigilosamente - - hasta que al fin un único rayo tenue como el hilo de una araña se
disparó desde la rendija y cayó sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, bien, bien abierto, y me puse furioso al observarlo. Lo vi con perfecta precisión -- todo
un azul sombrío con un horrendo velo encima que heló la misma médula de mis huesos, pero no pude
ver nada más de la persona o cara del viejo, ya que había dirigido el rayo como por instinto
precisamente sobre el punto maldito.
¿Y ahora, no les he dicho que lo que ustedes confunden con locura no es sino la hiperestesia de los
sentidos? ahora, digo, vino a mis oídos un sonido apagado, sordo, penetrante, así como el de un reloj
envuelto en algodón. Reconocí ese sonido también. Era el golpeteo del corazón del viejo. Aumentó mi
furia como el golpeteo de un tambor estimula al soldado en el coraje.
Pero aún así me contuve y me quedé quieto. Apenas respiraba. Sostuve la linterna inmóvil. Traté de
mantener lo más firmemente que pude el rayo sobre el ojo. Mientras tanto el compás infernal del
corazón aumentó. Creció más rápido y más rápido, y más fuerte y más fuerte, cada instante. ¡El terror
del viejo debe haber sido extremo! Se hizo más fuerte, digo, más fuerte cada momento! -- ¿me
entienden bien? Les he contado que soy nervioso: y sí lo soy. Y entonces a la hora muerta de la noche,
en el silencio terrible de esa casa vieja, un ruido tan extraño como ése me excitó a un terror
incontrolable. Pero aún así, por algunos minutos más me contuve y me quedé quieto. Pero el golpeteo
se hizo más fuerte, ¡más fuerte! Pensé que el corazón iba a estallar. Y ahora una inquietud nueva se
apoderó de mí -- ¡el sonido sería oído por un vecino! ¡La hora del viejo había llegado! Con un gran
alarido, abrí la linterna y salté dentro del cuarto. Él gritó una vez -- solamente una vez. En un instante
lo arrastré al piso, y tiré la pesada cama sobre él. Entonces sonreí alegremente, al ver el acto tan bien
hecho. Pero por muchos minutos el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Esto, sin
embargo, no me molestó; no podría oírse a través de la pared. En algún momento cesó. El viejo estaba
muerto. Saqué la cama y examiné el cadáver. Sí, él estaba muerto, bien muerto como una piedra. Puse
mi mano sobre el corazón y la mantuve allí varios minutos. No había pulsación. Bien muerto como
una piedra. Su ojo ya no me molestaría más.
Si todavía me creen loco, ya no lo pensarán cuando describa las precauciones sabias que tomé para el
ocultamiento del cuerpo. La noche pasaba, y trabajé rápidamente, pero en silencio. Lo primero que
hice fue desmembrar el cadáver. Corté la cabeza. Después, los brazos. Después, las piernas.
Levanté tres de las tablas del piso del cuarto, y deposité todo entre las maderas. Luego reemplacé las
placas tan hábilmente tan hábilmente, que ninguno ojo humano -- ni siquiera el suyo -- podría haber
detectado algo fuera de lugar. No había nada para lavar -- ninguna mancha de ningún tipo -- ni un
rastro de sangre -. Había sido demasiado cuidadoso para que eso ocurriera.
Cuando había llegado al fin de estas labores, eran las cuatro en punto --aún oscuro como a
medianoche. Cuando la campanada señaló la hora, hubo un golpe en la puerta de calle. Bajé para abrir
con el corazón alegre, --porque ¿qué había de temer yo ahora? Entraron tres hombres, quienes se
presentaron, con perfecta suavidad, como oficiales de policía. Un grito había sido oído por un vecino
durante la noche; la sospecha de algún crimen se había despertado, la información había llegado a la
oficina de la policía, y ellos (los oficiales) habían sido enviados para investigar las propiedades.
Sonreí, -- ¿porque qué había yo de temer? Les di la bienvenida a los caballeros. El grito, dije, fue mío
en un sueño. El viejo, mencioné, había partido al campo. Llevé a mis visitantes por toda la casa. Los
invité a que buscaran --que buscaran bien. Los conduje, en un momento, a su habitación. Les mostré
sus tesoros, seguros, inalterados. Con el entusiasmo de mi confianza, traje sillas al cuarto, y les rogué
que descansaran aquí de sus fatigas, mientras yo mismo, con la osadía salvaje de mi triunfo perfecto,
coloqué mi propio asiento en el mismo lugar sobre el que descansaba el cadáver de la víctima.
Los oficiales estaban satisfechos. Mi COMPORTAMIENTO los había convencido. Yo estaba
particularmente tranquilo. Ellos se sentaron y mientras yo contestaba animadamente, charlaron de
cosas familiares. Pero, mientras tanto, sentí que me iba poniendo pálido y deseé que se fueran. La
cabeza me dolía, y me imaginé un zumbido en mis oídos; pero ellos aún estaban sentados, y aún
charlaban. El zumbido se hacía más claro: hablé desenfrenadamente para conseguir librarme de lo que
sentía: pero continuó y ganó carácter definitivo -- hasta que, en un momento, descubrí que el ruido
NO estaba dentro de mis oídos.
Sin duda que ahora me puse MUY pálido; pero hablé más fluidamente, y en voz más alta. Sin
embargo el sonido aumentó -- ¿y qué podía hacer? Era un sonido APAGADO, SORDO,
PENETRANTE -- MUY PARECIDO AL QUE HACE UN RELOJ ENVUELTO EN ALGODÓN.
Me costaba respirar, y sin embargo los oficiales no lo oían. Hablé más rápido, más vehementemente
pero el ruido constantemente aumentaba. Me levanté y argumenté sobre tonterías, en un tono alto y
con gesticulaciones violentas; pero el ruido constantemente aumentaba. ¿Por qué no se iban ellos?
Recorrí el piso de aquí para allá con pasos pesados, como si me excitaran a la furia las observaciones
de los hombres, pero el ruido constantemente aumentaba. ¡Oh Dios! ¿qué PODÍA yo hacer? ¡Lancé
espuma -- enloquecí -- maldije! Movía la silla en la que había estado sentado, y la hacía rechinar sobre
las tablas, pero el ruido se levantaba sobre todo y continuamente aumentaba. Se hizo más fuerte --
más fuerte -- ¡más fuerte! Y todavía los hombres charlaban gratamente, y sonreían. ¿Era posible que
no lo oyeran? ¡Dios Todopoderoso! -- ¿nada, nada? ¡Ellos oían! -- ¡ellos sospechaban! -- ¡ellos
SABÍAN! -- ¡ellos se estaban burlando de mi horror! -- esto pensé, y esto pienso. ¡Pero cualquier cosa
era mejor que esta agonía! ¡Cualquier cosa era más tolerable que este desprecio! ¡Ya no podía
soportar más esas sonrisas hipócritas! ¡Sentí que debía gritar o morir! -- y ahora --otra vez
--¡escuchen! ¡más fuerte! ¡más fuerte! ¡más fuerte! ¡MÁS FUERTE! --
"¡Villanos!" grité, "¡no disimulen más! ¡Admito el acto! -- ¡arranquen las tablas! -- ¡aquí, aquí! -- ¡es
el latir de su horrible corazón!"
Edgar Allan Poe
El gato negro
No espero ni pido que nadie crea el extraño aunque simple relato que voy a escribir. Estaría
completamente loco si lo esperase, pues mis sentidos rechazan su evidencia. Pero no estoy loco,
y sé perfectamente que esto no es un sueño. Mañana voy a morir, y quiero de alguna forma
aliviar mi alma. Mi intención inmediata consiste en poner de manifiesto simple y llanamente y
sin comentarios una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de estos episodios me
han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no voy a explicarlos. Si
para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barroques. En el
futuro, quizá aparezca alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes, una
inteligencia más tranquila, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las
circunstancias que voy a describir con miedo una simple sucesión de causas y efectos
naturales.
Desde la infancia sobresalí por docilidad y bondad de carácter. La ternura de corazón era tan
grande que llegué a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban, de
forma singular, los animales, y mis padres me permitían tener una variedad muy amplia.
Pasaba la mayor parte de mi tiempo con ellos y nunca me sentía tan feliz como cuando les daba
de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter crecía conmigo y, cuando llegué a la
madurez, me proporcionó uno de los mayores placeres. Quienes han sentido alguna vez afecto
por un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la
intensidad de la satisfacción que se recibe. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un
animal que llega directamente al corazón del que con frecuencia ha probado la falsa amistad y
frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi mujer compartiera mis preferencias. Cuando
advirtió que me gustaban los animales domésticos, no perdía ocasión para proporcionarme los
más agradables. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un mono
pequeño y un gato.
Este último era un hermoso animal, bastante grande, completamente negro y de una
sagacidad asombrosa. Cuando se refería a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era
bastante supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los
gatos negros eran brujas disfrazadas. No quiero decir que lo creyera en serio, y sólo menciono el
asunto porque acabo de recordarla.
Pluto- pues así se llamaba el gato- era mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer, y
él en casa me seguía por todas partes. Incluso me resultaba difícil impedirle que siguiera mis
pasos por la calle.
Nuestra amistad duró varios años, en el transcurso de los cuales mi temperamento y mi
carácter, por causa del demonio Intemperancia (y me pongo rojo al confesarlo), se habían
alterado radicalmente. Día a día me fui volviendo más irritable, malhumorado e indiferente
hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a usar palabras duras con mi mujer, y terminé
recurriendo a la violencia física. Por supuesto, mis favoritos sintieron también el cambio de mi
carácter.
No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Sin embargo, hacia Pluto sentía el
suficiente respeto como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el
mono y hasta el perro, cuando, por casualidad o por afecto, se cruzaban en mi camino. Pero mi
enfermedad empeoraba- pues, ¿qué enfermedad se puede comparar con el alcohol?-, y al fin
incluso Pluto, que ya empezaba a ser viejo y, por tanto, irritable, empezó a sufrir las
consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente borracho, después de una de mis correrías
por el centro de la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo agarré y, asustado
por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al instante se apoderó de mí una furia de
diablos y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separaba de un golpe del
cuerpo; y una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de
mi ser. Saqué del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras seguía sujetando al
pobre animal por el pescuezo y deliberadamente le saqué un ojo. Me pongo más rojo que un
tomate, siento vergüenza, tiemblo mientras escribo tan reprochable atrocidad.
Cuando me volvió la razón con la mañana, cuando el sueño hubo disipado los vapores de la
orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen del que era
culpable, pero sólo era un sentimiento débil y equívoco, y no llegó a tocar mi alma. Otra vez me
hundí en los excesos y pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
El gato mientras tanto mejoraba lentamente. La cuenca del ojo perdido presentaba un
horrible aspecto, pero el animal parecía que ya no sufría. Se paseaba, como de costumbre, por
la casa; aunque, como se puede imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba bastante de
mi antigua forma de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que
una vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento pronto cedió paso a la irritación. Y
entonces se presentó, para mi derrota final e irrevocable, el espíritu de la PERVERSIDAD. La
filosofía no tiene en cuenta a este espíritu. Sin embargo, estoy tan seguro de que mi alma existe
como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano... una de
las facultades primarias indivisibles, uno de los sentimientos que dirigen el carácter del
hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en los momentos en que cometía
una acción estúpida o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en
nosotros una tendencia permanente, que nos enfrenta con el sentido común, a transgredir lo
que constituye la Ley por el simple hecho de serlo (existir)? Este espíritu de perversidad se
presentó, como he dicho, en mi caída final. Y ese insondable anhelo que tenía el alma de vejarse
a sí misma, de violentar su naturaleza, de hacer el mal por el mal mismo, me empujó a
continuar y finalmente a consumar el suplicio que había infligido al inocente animal. Una
mañana, a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol, lo
ahorqué mientras las lágrimas me brotaban de los ojos y el más amargo remordimiento me
retorcía el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro
de que no me había dado motivos para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo,
cometía un pecado, un pecado mortal que pondría en peligro mi alma hasta llevarla- si esto
fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del dios más misericordioso y más
terrible.
La noche del día en que cometí ese acto cruel me despertaron gritos de «¡Fuego!» La ropa de
mi cama era una llama, y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar
del incendio mi mujer, un criado y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron
y desde ese momento no me quedó más remedio que resignarme.
No caeré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y la
acción criminal que cometí. Simplemente me limito a detallar una cadena de hechos, y no
quiero dejar suelto ningún eslabón. Al día siguiente del incendio visité las ruinas. Todas las
paredes, salvo una, se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio, de
poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual antes se apoyaba la cabecera de
mi cama. El yeso del tabique había aguantado la acción del fuego, algo que atribuí a su reciente
aplicación. Una apretada muchedumbre se había reunido alrededor de esta pared y varias
personas parecían examinar parte de la misma atenta y minuciosamente. Las palabras
«¡extraño!, ¡curioso!» y otras parecidas despertaron mi curiosidad. Al acercarme más vi que en la
blanca superficie, grabada en bajorrelieve, aparecía la figura de un gigantesco gato. El contorno
tenía una nitidez verdaderamente extraordinaria. Había una cuerda alrededor del pescuezo del
animal.
Al descubrir esta aparición- ya que no podía considerarla otra cosa- el asombro y el terror me
dominaron. Pero la reflexión vino en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín
colindante con la casa. Cuando se produjo la alarma del incendio, la gente invadió
inmediatamente el jardín: alguien debió cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la
ventana abierta. Sin duda habían tratado así de despertarse.
Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el yeso
recién encalado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo
la imagen que ahora veía.
Aunque, con estas explicaciones, quedó satisfecha mi razón, pero no mi conciencia, sobre el
asombroso hecho que acabo de describir, lo ocurrido impresionó profundamente mi
imaginación. Durante meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo
dominó mi espíritu un sentimiento informe, que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué
incluso a lamentar la pérdida del gato y a buscar, en los sucios antros que habitualmente
frecuentaba, otro animal de la misma especie y de apariencia parecida, que pudiera ocupar su
lugar.
Una noche, medio borracho, me encontraba en una taberna pestilente, y me llamó la
atención algo negro posado en uno de los grandes toneles de ginebra, que constituían el
principal mobiliario del lugar. Durante unos minutos había estado mirando fijamente ese tonel
y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra de encima. Me
acerqué a él y lo toqué con la mano. Era un gato negro, un gato muy grande, tan grande como
Pluto y exactamente igual a éste, salvo en un detalle. Pluto no tenía ni un pelo blanco en el
cuerpo, mientras este gato mostraba una mancha blanca, tan grande como indefinida, que le
cubría casi todo el pecho.
Al acariciarlo, se levantó en seguida, empezó a ronronear con fuerza, se restregó contra mi
mano y pareció encantado de mis cuitas. Había encontrado al animal que estaba buscando.
Inmediatamente propuse comprárselo al tabernero, pero me contestó que no era suyo, y que no
lo había visto nunca antes ni sabía nada del gato.
Seguí acariciando al gato y, cuando iba a irme a casa, el animal se mostró dispuesto a
acompañarme. Le permití que lo hiciera, parándome una y otra vez para agacharme y
acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró en seguida y pronto se convirtió en el gran
favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí que nacía en mí una antipatía hacia el animal. Era exactamente lo
contrario de lo que yo había esperado, pero- sin que pueda justificar cómo ni por qué- su
evidente afecto por mí me disgustaba y me irritaba. Lentamente tales sentimientos de disgusto y
molestia se transformaron en la amargura del odio. Procuraba no encontrarme con el animal;
un resto de vergüenza y el recuerdo de mi acto de crueldad me frenaban de maltratarlo.
Durante algunas semanas no le pegué ni fue la víctima de mi violencia; pero gradualmente,
muy gradualmente, llegué a sentir una inexpresable repugnancia por él y a huir en silencio de
su odiosa presencia, como si fuera un brote de peste.
Lo que probablemente contribuyó a aumentar mi odio hacia el animal fue descubrir, a la
mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Pluto, no tenía un ojo. Sin
embargo, fue precisamente esta circunstancia la que le hizo más agradable a los ojos de mi
mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que una vez
fueron mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y puros.
El cariño del gato hacia mí parecía aumentar en la misma proporción que mi aversión hacia
él. Seguía mis pasos con una testarudez que me resultaría difícil hacer comprender al lector.
Dondequiera que me sentara venía a agazaparse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas,
cubriéndome con sus repugnantes caricias. Si me ponía a pasear, se metía entre mis pies y así,
casi, me hacía caer, o clavaba sus largas y afiladas garras en mi ropa y de esa forma trepaba
hasta mi pecho. En esos momentos, aunque deseaba hacerlo desaparecer de un golpe, me
sentía completamente paralizado por el recuerdo de mi crimen anterior, pero sobre todo- y
quiero confesarlo aquí- por un terrible temor al animal.
Aquel temor no era exactamente miedo a un mal físico, y, sin embargo, no sabría definirlo de
otra manera. Me siento casi avergonzado de admitir- sí, aun en esta celda de criminales me
siento casi avergonzado de admitir que el terror, el horror que me causaba aquel animal, era
alimentado por una de las más insensatas quimeras que fuera posible concebir. Más de una vez
mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha de pelo blanco, de la cual
ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre este extraño animal y el que yo había
matado. El lector recordará que esta mancha, aunque era grande, había sido al principio muy
indefinida, pero, gradualmente, de forma casi imperceptible mi razón tuvo que luchar durante
largo tiempo para rechazarla como imaginaria, la mancha iba adquiriendo una rigurosa nitidez
en sus contornos. Ahora ya representaba algo que me hace temblar cuando lo nombro- y por
eso odiaba, temía y me habría librado del monstruo si me hubiese atrevido a hacerlo-;
representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra... ¡la imagen del PATÍBULO! ¡Oh
lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Y entonces me sentí más miserable que todas las miserias del mundo juntas. ¡Pensar que
una bestia, cuyo semejante yo había destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de
producir esa angustia tan insoportable sobre mí, un hombre creado a imagen y semejanza de
Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del descanso! De día, ese animal
no me dejaba ni un instante solo; y de noche, me despertaba sobresaltado por sueños
horrorosos sintiendo el ardiente aliento de aquella cosa en mi rostro y su enorme pesoencarnada
pesadilla que no podía quitarme de encima- apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo la opresión de estos tormentos, sucumbió todo lo poco que me quedaba de bueno. Sólo
los malos pensamientos disfrutaban de mi intimidad; los más retorcidos, los más perversos
pensamientos. La tristeza habitual de mi mal humor terminó convirtiéndose en aborrecimiento
de todo lo que estaba a mi alrededor y de toda la humanidad; y mi mujer, que no se quejaba de
nada, llegó a ser la más habitual y paciente víctima de las repentinas y frecuentes explosiones
incontroladas de furia a las que me abandonaba.
Un día, por una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra
pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió escaleras abajo y casi me hizo caer de cabeza,
por lo que me desesperé casi hasta volverme loco. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los
temores infantiles que hasta entonces habían detenido mi mano, lancé un golpe que hubiera
causado la muerte instantánea del animal si lo hubiera alcanzado. Pero la mano de mi mujer
detuvo el golpe. Su intervención me llenó de una rabia más que demoníaca; me solté de su
abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Cayó muerta a mis pies, sin un quejido.
Consumado el horrible asesinato, me dediqué urgentemente y a sangre fría a la tarea de
ocultar el cuerpo. Sabía que no podía sacarlo de casa, ni de día ni de noche, sin correr el riesgo
de que los vecinos me vieran. Se me ocurrieron varias ideas. Por un momento pensé
descuartizar el cadáver y quemarlo a trozos. Después se me ocurrió cavar una tumba en el piso
del sótano. Luego consideré si no convenía arrojarlo al pozo del patio, o meterlo en una caja,
como si fueran mercancías, y, con los trámites normales, y llamar a un mozo de cuerda para
que lo retirase de la casa. Por fin, di con lo que me pareció el mejor recurso. Decidí emparedar
el cadáver en el sótano, tal como se cuenta que los monjes de la Edad Media emparedaban a
sus víctimas.
El sótano se prestaba bien para este propósito. Las paredes eran de un material poco
resistente, y estaban recién encaladas con una capa de yeso que la humedad del ambiente no
había dejado endurecer. Además, en una de las paredes había un saliente, una falsa chimenea,
que se había rellenado de forma que se pareciera al resto del sótano. Sin ningún género de
dudas se podían quitar fácilmente los ladrillos de esa parte, introducir el cadáver y tapar el
agujero como antes, de forma que ninguna mirada pudiera descubrir nada sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Con una palanca saqué fácilmente los ladrillos y, después
de colocar con cuidado el cuerpo contra la pared interior, lo mantuve en esa posición mientras
colocaba de nuevo los ladrillos en su forma original Después de procurarme argamasa, arena y
cerda, preparé con precaución un yeso que no se distinguía del anterior, y revoqué
cuidadosamente el enladrillado. Terminada la tarea, me sentí satisfecho de que todo hubiera
quedado bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido alterada. Recogí del suelo los
cascotes más pequeños. Y triunfante miré alrededor y me dije: «Aquí, por lo menos, no he
trabajado en vano»
El paso siguiente consistió en buscar a la bestia que había causado tanta desgracia; pues por
fin me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera aparecido ante mí, habría
quedado sellado su destino, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi
primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no se me pasara mi mal humor. Es
imposible describir, ni imaginar el profundo y feliz sentimiento de alivio que la ausencia del
odiado animal trajo a mi pecho. No apareció aquella noche, y así, por primera vez desde su
llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, incluso con el peso
del asesinato en mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y no volvía mi atormentador. Una vez más respiré como un
hombre libre. ¡El monstruo aterrorizado había huido de casa para siempre! ¡No volvería a verlo!
Grande era mi felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba poco. Se hicieron algunas
investigaciones, a las que me costó mucho contestar. Incluso registraron la casa, pero
naturalmente no se descubrió nada. Consideraba que me había asegurado mi felicidad futura.
Al cuarto día, después del asesinato, un grupo de policías entró en la casa
intempestivamente y procedió otra vez a una rigurosa inspección. Seguro de que mi escondite
era inescrutable, no sentí la menor inquietud. Los agentes me pidieron que los acompañara en
su registro. No dejaron ningún rincón ni escondrijo sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez
bajaron al sótano. No me temblaba ni un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente como el
de quien duerme en la inocencia. Me paseaba de un lado a otro del sótano. Había cruzado los
brazos sobre el pecho e iba tranquilamente de acá para allá. Los policías quedaron totalmente
satisfechos y se disponían a marcharse. El júbilo de mi corazón era demasiado fuerte para ser
reprimido. Ardía en deseos de decirles, al menos, una palabra como prueba de triunfo y de
asegurar doblemente su certidumbre sobre mi inocencia.
-Caballeros- dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro de haber disipado sus
sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Por cierto, caballeros, esta casa esta
muy bien construida... (En mi rabioso deseo de decir algo con naturalidad, no me daba cuenta
de mis palabras.). Repito que es una casa excelentemente construida. Estas paredes... ¿ya se
van ustedes, caballeros?... estas paredes son de gran solidez.
Y entonces, empujado por el frenesí de mis bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que
llevaba en la mano sobre la pared de ladrillo tras la cual estaba el cadáver de la esposa de mi
alma.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco
de mis golpes, y una voz me contestó desde dentro de la tumba. Un quejido, ahogado y
entrecortado al principio, como el sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta
convertirse en un largo, agudo y continuo grito, completamente anormal e inhumano, un
aullido, un alarido quejumbroso, mezcla de horror y de triunfo, como sólo puede surgir en el
infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios gozosos en la
condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento es una locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome
hasta la pared de enfrente. Por un instante el grupo de hombres de la escalera se quedó
paralizado por el espantoso terror. Luego, una docena de robustos brazos atacó la pared, que
cayó de un golpe. El cadáver, ya corrompido y cubierto de sangre coagulada, apareció de pie
ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo de
fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había llevado al asesinato y cuya voz
delatora me entregaba ahora al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!
El hundimiento
de la Casa de Usher
Edgar Allan Poe
Su corazón es un laúd colgado; no bien lo tocan, resuena.
(DE BÉRANGER.)
Durante un día entero de otoño, oscuro, sombrío, silencioso, en que
las nubes se cernían pesadas y opresoras en los cielos, había yo
cruzado solo, a caballo, a través de una extensión singularmente
monótona de campiña, y al final me encontré, cuando las sombras
de la noche se extendían, a la vista de la melancólica Casa de
Usher. No sé cómo sucedió; pero, a la primera ojeada sobre el
edificio, una sensación de insufrible tristeza penetró en mi espíritu.
Digo insufrible, pues aquel sentimiento no estaba mitigado por esa
emoción semiagradable, por ser poético, con que acoge en general
el ánimo hasta la severidad de las naturales imágenes de la
desolación o del terror. Contemplaba yo la escena ante mí—la
simple casa, el simple paisaje característico de la posesión, los
helados muros, las ventanas parecidas a ojos vacíos, algunos
juncos alineados y unos cuantos troncos blancos y enfermizos—con
una completa depresión de alma que no puede compararse
apropiadamente, entre las sensaciones terrestres, más que con ese
ensueño posterior del opiómano, con esa amarga vuelta a la vida
diaria, a la atroz caída del velo. Era una sensación glacial, un
abatimiento, una náusea en el corazón, una irremediable tristeza de
pensamiento que ningún estímulo de la imaginación podía impulsar
a lo sublime. ¿Qué era aquello—me detuve a pensarlo—, qué era
aquello que me desalentaba así al contemplar la Casa de Usher?
Era un misterio de todo punto insoluble; no podía luchar contra las
sombrías visiones que se amontonaban sobre mí mientras
reflexionaba en ello. Me vi forzado a recurrir a la conclusión
insatisfactoria de que existen, sin lugar a dudas, combinaciones de
objetos naturales muy simples que tienen el poder de afectarnos de
este modo, aunque el análisis de ese poder se base sobre
consideraciones en que perderíamos pie. Era posible, pensé, que
una simple diferencia en la disposición de los detalles de la
decoración, de los pormenores del cuadro, sea suficiente para
modificar, para aniquilar quizá, esa capacidad de impresión
dolorosa. Obrando conforme a esa idea, guié mi caballo hacia la
orilla escarpada de un negro y lúgubre estanque que se extendía
con tranquilo brillo ante la casa, y miré con fijeza hacia abajo—pero
con un estremecimiento más aterrador aún que antes—las
imágenes recompuestas e invertidas de los juncos grisáceos de los
lívidos troncos y de las ventanas parecidas a ojos vacíos.
Sin embargo, en aquella mansión lóbrega me proponía residir unas
semanas. Su propietario, Roderick Usher, fué uno de mis joviales
compañeros de infancia; pero habían transcurrido muchos años
desde nuestro último encuentro. Una carta, empero, habíame
llegado recientemente a una alejada parte de la comarca—una
carta de él—, cuyo carácter de vehemente apremio no admitía otra
respuesta que mi presencia. La letra mostraba una evidente
agitación nerviosa. El autor de la carta me hablaba de una dolencia
física aguda—de un trastorno mental que le oprimía—y de un
ardiente deseo de verme, como a su mejor y en realidad su único
amigo, pensando hallar en el gozo de mi compañía algún alivio a su
mal. Era la manera como decía todas estas cosas y muchas más,
era la forma suplicante de abrirme su pecho, lo que no me permitía
vacilación y, por tanto, obedecí desde luego, lo que consideraba yo,
pese a todo, como un requerimiento muy extraño.
Aunque de niños hubiéramos sido camaradas íntimos, bien mirado,
sabía yo muy poco de mi amigo. Su reserva fué siempre excesiva y
habitual. Sabía, no obstante, que pertenecía a una familia muy
antañona que se había distinguido desde tiempo inmemorial por
una peculiar sensibilidad de temperamento, desplegada a través de
los siglos en muchas obras de un arte elevado, y que se
manifestaba desde antiguo en actos repetidos de una generosa
aunque recatada caridad, así como por una apasionada devoción a
las dificultades, quizá más bien que a las bellezas ortodoxas y sin
esfuerzo reconocibles de la ciencia musical. Tuve también noticia
del hecho muy notable de que del tronco de la estirpe de los Usher,
por gloriosamente antiguo que fuese, no había brotado nunca, en
ninguna época, rama duradera; en otras palabras: que la familia
entera se había perpetuado siempre en línea directa, salvo muy
insignificantes y pasajeras excepciones. Semejante deficiencia,
pensé—mientras revisaba en mi imaginación la perfecta
concordancia de aquellas aserciones con el carácter proverbial de
la raza, y mientras reflexionaba en la posible influencia que una de
ellas podía haber ejercido, en una larga serie de siglos, sobre la
otra—, era acaso aquella ausencia de rama colateral y de
consiguiente transmisión directa, de padre a hijo, del patrimonio del
nombre, lo que había, a la larga, identificado tan bien a los dos,
uniendo el título originario de la posesión a la arcaica y equívoca
denominación de "Casa de Usher", denominación empleada por los
lugareños, y que parecía juntar en su espíritu la familia y la casa
solariega.
Ya he dicho que el único efecto de mi experiencia un tanto pueril—
contemplar abajo el estanque—fué hacer más profunda aquella
primera impresión. No puedo dudar que la conciencia de mi
acrecida superstición—¿por qué no definirla así?—sirvió para
acelerar aquel crecimiento. Tal es, lo sabía desde larga fecha, la
paradójica ley de todos los sentimientos basados en el terror. Y
aquélla fué tal vez la única razón que hizo, cuando mis ojos desde
la imagen del estanque se alzaron hacia la casa misma, que
brotase en mi mente una extraña visión, una visión tan ridícula, en
verdad, que si hago mención de ella es para demostrar la viva
fuerza de las sensaciones que me oprimían. Mi imaginación había
trabajado tanto, que creía realmente que en torno a la casa y la
posesión enteras flotaba una atmósfera peculiar, así como en las
cercanías más inmediatas; una atmósfera que no tenía afinidad con
el aire del cielo, sino que emanaba de los enfermizos árboles, de los
muros grisáceos y del estanque silencioso; un vapor pestilente y
místico, opaco, pesado, apenas discernible, de tono plomizo.
Sacudí de mi espíritu lo que no podía ser más que un sueño, y
examiné más minuciosamente el aspecto real del edificio. Su
principal característica parecía ser la de una excesiva antigüedad.
La decoloración ocasionada por los siglos era grande. Menudos
hongos se esparcían por toda la fachada, tapizándola con la fina
trama de un tejido, desde los tejados. Por cierto que todo aquello no
implicaba ningún deterioro extraordinario. No se había desprendido
ningún trozo de la mampostería, y parecía existir una violenta
contradicción entre aquella todavía perfecta adaptación de las
partes y el estado especial de las piedras desmenuzadas. Aquello
me recordaba mucho la espaciosa integridad de esas viejas
maderas labradas que han dejado pudrir durante largos años en
alguna olvidada cueva, sin contacto con el soplo del aire exterior.
Aparte de este indicio de ruina extensiva, el edificio no presentaba
el menor síntoma de inestabilidad. Acaso la mirada de un
observador minucioso hubiera descubierto una grieta apenas
perceptible que, extendiéndose desde el tejado de la fachada, se
abría paso, bajando en zigzag por el muro, e iba a perderse en las
tétricas aguas del estanque.
Observando estas cosas, seguí a caballo un corto terraplén hacia la
casa. Un lacayo que esperaba cogió mi caballo, y entré por el arco
gótico del vestíbulo. Un criado de furtivo andar me condujo desde
allí, en silencio, a través de muchos corredores oscuros e
intrincados, hacia el estudio de su amo. Muchas de las cosas que
encontré en mi camino contribuyeron, no sé por qué, a exaltar esas
vagas sensaciones de que he hablado antes. Los objetos que me
rodeaban—las molduras de los techos, los sombríos tapices de las
paredes, la negrura de ébano de los pisos y los fantasmagóricos
trofeos de armas que tintineaban con mis zancadas—eran cosas
muy conocidas para mí, a las que estaba acostumbrado desde mi
infancia, y aunque no vacilase en reconocerlas todas como
familiares, me sorprendió lo insólitas que eran las visiones que
aquellas imágenes ordinarias despertaban en mí. En una de las
escaleras me encontré al médico de la familia. Su semblante,
pensé, mostraba una expresión mezcla de baja astucia y de
perplejidad. Me saludó con azaramiento, y pasó. El criado abrió
entonces una puerta y me condujo a presencia de su señor.
La habitación en que me hallaba era muy amplia y alta; las
ventanas, largas, estrechas y ojivales, estaban a tanta distancia del
negro piso de roble, que eran en absoluto inaccesibles desde
dentro. Débiles rayos de una luz roja abríanse paso a través de los
cristales enrejados, dejando lo bastante en claro los principales
objetos de alrededor; la mirada, empero, luchaba en vano por
alcanzar los rincones lejanos de la estancia, o los entrantes del
techo abovedado y con artesones. Oscuros tapices colgaban de las
paredes. El mobiliario general era excesivo, incómodo, antiguo y
deslucido. Numerosos libros e instrumentos de música yacían
esparcidos en torno, pero no bastaban a dar vitalidad alguna a la
escena. Sentía yo que respiraba una atmósfera penosa. Un aire de
severa, profunda e irremisible melancolía se cernía y lo penetraba
todo.
A mi entrada, Usher se levantó de un sofá sobre el cual estaba
tendido por completo, y me saludó con una calurosa viveza que se
asemejaba mucho, tal vez fué mi primer pensamiento, a una
exagerada cordialidad, al obligado esfuerzo de un hombre de
mundo ennuyé (). Con todo, la ojeada que lancé sobre su cara me
convenció de su perfecta sinceridad. Nos sentamos, y durante unos
momentos, mientras él callaba, le miré con un sentimiento mitad de
piedad y mitad de pavor. ¡De seguro, jamás hombre alguno había
cambiado de tan terrible modo y en tan breve tiempo como Roderick
Usher! A duras penas podía yo mismo persuadirme a admitir la
identidad del que estaba frente a mí con el compañero de mis
primeros años. Aun así el carácter de su fisonomía había sido
siempre notable.
Un cutis cadavérico, unos ojos grandes, líquidos y luminosos sobre
toda comparación; unos labios algo finos y muy pálidos, pero de
una curva incomparablemente bella; una nariz de un delicado tipo
hebraico, pero de una anchura desacostumbrada en semejante
forma; una barbilla moldeada con finura, en la que la falta de
prominencia revelaba una falta de energía; el cabello, que por su
tenuidad suave parecía tela de araña; estos rasgos, unidos a un
desarrollo frontal excesivo, componían en conjunto una fisonomía
que no era fácil olvidar. Y al presente, en la simple exageración del
carácter predominante de aquellas facciones, y en la expresión que
mostraban, se notaba un cambio tal, que dudaba yo del hombre a
quien hablaba. La espectral palidez de la piel y el brillo ahora
milagroso de los ojos me sobrecogían sobre toda ponderación, y
hasta me aterraban. Además, había él dejado crecer su sedoso
cabello sin preocuparse, y como aquel tejido arácneo flotaba más
que caía en torno a la cara, no podía yo, ni haciendo un esfuerzo,
relacionar a aquella expresión arabesca con idea alguna de simple
humanidad.
Me chocó lo primero cierta incoherencia, una contradicción en las
maneras de mi amigo, y pronto descubrí que aquello procedía de
una serie de pequeños y fútiles esfuerzos por vencer un
azaramiento habitual, una excesiva agitación nerviosa.
Estaba ya preparado para algo de ese género, no sólo por su carta,
sino por los recuerdos de ciertos rasgos de su infancia, y por las
conclusiones deducidas de su peculiar conformación física y de su
temperamento. Sus actos eran tan pronto vivos como indolentes. Su
voz variaba rápidamente de una indecisión trémula (cuando su
ardor parecía caer en completa inacción) a esa especie de
concisión enérgica, a esa enunciación abrupta, pesada, lenta—una
enunciación hueca—, a ese habla gutural, plúmbea, muy bien
modulada y equilibrada, que puede observarse en el borracho
perdido o en el incorregible comedor de opio, durante los períodos
de su más intensa excitación.
Así, pues, habló del objeto de mi visita, de su ardiente deseo de
verme, y de la alegría que esperaba de mí. Se extendió bastante
rato sobre lo que pensaba acerca del carácter de su dolencia. Era,
dijo, un mal constitucional, de familia, para el cual desesperaba de
encontrar un remedio; una simple afección nerviosa, añadió acto
seguido, que, sin duda, desaparecía pronto. Se manifestaba en una
multitud de sensaciones extranaturales... Algunas, mientras me las
detallaba, me interesaron y confundieron, aunque quizá los términos
y gestos de su relato influyeron bastante en ello. Sufría él mucho de
una agudeza morbosa de los sentidos; sólo toleraba los alimentos
más insípidos; podía usar no más que prendas de cierto tejido; los
aromas de todas las flores le sofocaban, una luz, incluso débil,
atormentaba sus ojos, y exclusivamente algunos sonidos
peculiares, los de los instrumentos de cuerda, no le inspiraban
horror.
Vi que era el esclavo forzado de una especie de terror anómalo.
—Moriré—dijo—, debo morir de esta lamentable locura. Así, así y
no de otra manera, debo morir. Temo los acontecimientos futuros,
no en sí mismos, sino en sus consecuencias. Tiemblo al
pensamiento de cualquier cosa, del más trivial incidente que pueden
actuar sobre esta intolerable agitación de mi alma. Siento verdadera
aversión al peligro, excepto en su efecto absoluto: el terror. En tal
estado de excitación, en tal estado lamentable, presiento que antes
o después llegará un momento en que han de abandonarme a la
vez la vida y la razón, en alguna lucha con el horrendo fantasma,
con el miedo.
Supe también a intervalos, por insinuaciones interrumpidas y
ambiguas, otra particularidad de su estado mental. Estaba él
encadenado por ciertas impresiones supersticiosas, relativas a la
mansión donde habitaba, de la que no se había atrevido a salir
desde hacía muchos años, relativas a una influencia cuya supuesta
fuerza expresaba en términos demasiado sombríos para ser
repetidos aquí, una influencia que algunas particularidades en la
simple forma y materia de su casa solariega habían, a costa de un
largo sufrimiento, decía él, logrado sobre su espíritu un efecto que
lo físico de los muros y de las torres grises, y del oscuro estanque
en que todo se reflejaba, había al final creado sobre lo moral de su
existencia.
Admitía él, no obstante, aunque con vacilación, que gran parte de la
especial tristeza que le afligía podía atribuirse a un origen más
natural y mucho más palpable, a la cruel y ya antigua dolencia, a la
muerte—sin duda cercana—de una hermana tiernamente amada,
su sola compañera durante largos años, su última y única parienta
en la tierra.
—Su fallecimiento—dijo él con una amargura que no podré nunca
olvidar—me dejará (a mí, el desesperanzado, el débil) como el
último de la antigua raza de los Usher.
Mientras hablaba, lady Madeline (así se llamaba) pasó por la parte
más distante de la habitación, y sin fijarse en mi presencia,
desapareció. La miré con un enorme asombro no desprovisto de
terror, y, sin embargo, me pareció imposible darme cuenta de tales
sentimientos. Una sensación de estupor me oprimía conforme mis
ojos seguían sus pasos que se alejaban. Cuando al fin se cerró una
puerta tras ella, mi mirada buscó instintivamente la cara de su
hermano, pero él había hundido el rostro en sus manos, y sólo pude
observar que una palidez mayor que la habitual se había extendido
sobre los descarnados dedos, a través de los cuales goteaban
abundantes lágrimas apasionadas.
La enfermedad de lady Madeline había desconcertado largo tiempo
la ciencias de sus médicos. Una apatía constante, un agotamiento
gradual de su persona, y frecuentes, aunque pasajeros ataques de
carácter cataléptico parcial, eran el singular diagnóstico. Hasta
entonces había ella soportado con firmeza la carga de su enferme,
sin resignarse, por fin, a guardar cama; pero, al caer la tarde de mi
llegada a la casa, sucumbió (como su hermano me dijo por la noche
con una inexpresable agitación) al poder postrador del mal, y supe
dela mirada que yo le había dirigido sería, probablemente, la última,
que no vería ya nunca más a aquella dama, viva al menos.
En varios días consecutivos no fué mencionado su nombre ni por
Usher ni por mí, y durante ese período hice esfuerzos ardosos para
aliviar la melancolía de mi amigo. Pintamos y leímos juntos, o si no,
escuchaba yo, como un sueño, sus fogosas improvisaciones en su
elocuente guitarra. Y así, a medida que una intimidad cada vez más
estrecha me admitía con mayor franqueza en las reconditeces de su
alma, percibía yo más amargamente la inutilidad de todo esfuerzo
para alegrar un espíritu cuya negrura, como una cualidad positiva
que le fuese inherente, derramaba sobre todos los objetos del
universo moral u físico una irradiación incesante de tristeza.
Conservaré siempre el recuerdo de muchas horas solemnes que
pasé solo con el dueño de la Casa de Usher. A pesar de todo,
intentaría en balde expresar el carácter exacto de los estudios o de
las ocupaciones en que me complicaba o cuyo camino me
mostraba. Una idealidad ardiente, elevada, enfermiza, arrojaba su
luz sulfúrea por doquiera. Sus largas improvisaciones fúnebres
resonarán siempre en mis oídos. Entre otras cosas, recuerdo
dolorosamente cierta singular perversión, amplificada, del aria
impetuosa del último vals de Weber. En cuanto a las pinturas que
incubaba su laboriosa fantasía—que llegaba, trazo a trazo, a una
vaguedad que me hacía estremecer con mayor conmoción, pues
temblaba sin saber por qué—, en cuanto a aquella pinturas (de
imágenes tan vivas, que las tengo aún ante mí), en vano intentaría
yo extraer de ellas la más pequeña parte que pudiese estar
contenida en el ámbito de las simples palabras escritas. Por la
completa sencillez, por la desnudez de sus dibujos, inmovilizaba y
sobrecogía la atención. Si alguna vez un mortal pintó una idea, ese
mortal fue Roderick Usher. Para mí, al menos, en las circunstancias
que me rodeaban, de las puras abstracciones que el hipocondríaco
se ingeniaba en lanzar sobre su lienzo, se alzaba un terror intenso,
intolerable, cuya sombra no he sentido nunca en la contemplación
de los sueños, sin duda, refulgentes, aunque demasiado concretos,
de Fuseli.
Una de las concepciones fantasmagóricas de mi amigo, en que el
espíritu de abstracción no participaba con tanta rigidez, puede ser
esbozada, aunque apenas, con palabras. Era un cuadrito que
representaba el interior de una cueva o túnel intensamente largo y
rectagular, de muros bajos, lisos, blancos y sin interrupción ni
adorno. Ciertos detalles accesorios del dibujo servían para hacer
comprender la idea de que aquella excavación estaba a una
profundidad excesiva bajo la superficie de la tierra. No se veía
ninguna salida a lo largo de su vasta extensión, ni se divisaba
antorcha u otra fuente artificial de luz, y, sin embargo, una oleada
de rayos intensos rodaba de parte a parte, bañándolo todo en un
lívido e inadecuado esplendor.
Acabo de hablar de ese estado morboso del nervio auditivo que
hacía toda música intolerable para el paciente, excepto ciertos
efectos de los instrumentos de cuerda. Eran, quizá, los límites
estrechos en los cuales se había confinado él mismo al tocar la
guitarra los que habían dado en gran parte aquel carácter fantástico
a sus interpretaciones. Pero en cuanto a la férvida facilidad de sus
impromptus, no podía uno darse cuenta así. Tenían que ser, y lo
eran, en las notas lo mismo que en las palabras de sus fogosas
fantasías (pues él las acompañaba a menudo con improvisaciones
verbales rimadas), el resultado de ese intenso recogimiento, de esa
concentración mental a los que he aludido antes, y que se observan
sólo en los momentos especiales de la más alta excitación artificial.
Recuerdo bien las palabras de una de aquellas rapsodias. Me
impresionó acaso más fuertemente cuando él me la dió, porque
bajo su sentido interior o místico me pareció percibir por primera vez
que Usher tenía plena conciencia de su estado, que sentía cómo su
sublime razón se tambaleaba sobre su trono. Aquellos versos,
titulados El palacio hechizado, eran, poco más o menos, si no al pie
de la letra, los siguientes:
I
En el más verde de nuestros valles,
habitado por los ángeles buenos,
antaño un bello y majestuoso palacio
—un radiante palacio—alzaba su frente.
En los dominios del rey Pensamiento,
¡allí se elevaba!
Jamás un serafín desplegó el ala
sobre un edificio la mitad de bello.
II
Banderas amarillas, gloriosas doradas
sobre su remate flotaban y ondeaban
(esto, todo esto, sucedía hace mucho,
muchísimo tiempo);
y a cada suave brisa que retozaba
en aquellos gratos días,
a lo largo de los muros pálidos y empenachados
se elevaba un aroma alado.
III
Los que vagaban por ese alegre valle,
a través de dos ventanas iluminadas, veían
espíritus moviéndose musicalmente
a los sones de un laúd bien templado,
en torno a un trono donde, sentado
(¡porfirogénito!)
con un fausto digno de su gloria,
aparecía el señor del reino.
IV
Y refulgente de perlas y rubíes
era la puerta del bello palacio
por la que salía a oleadas, a oleadas, a oleadas
y centelleaba sin cesar,
una turba de Ecos cuya grata misión
era sólo cantar,
con voces de magnífica belleza,
el talento y el saber de su rey.
V
Pero seres malvados, con ropajes de luto,
asaltaron la elevada posición del monarca;
(¡ah, lloremos, pues nunca el alba
despuntará sobre él, el desolado!)
Y en torno a su mansión, la gloria
que rojeaba y florecía
es sólo una historia oscuramente recordada
de las viejas edades sepultadas.
VI
Y ahora los viajeros, en ese valle,
a través de las ventanas rojizas, ven
amplias formas moviéndose fantásticamente
amplias formas moviéndose fantásticamente
en una desacorde melodía;
mientras, cual un rápido y horrible río,
a través de la pálida puerta
una horrenda turba se precipita eternamente,
riendo, mas sin sonreír nunca más.
Recuerdo muy bien que las sugestiones suscitadas por esta balada
nos sumieron en una serie de pensamientos en la que se manifestó
una opinión de Usher que menciono aquí, no tanto en razón de su
novedad (pues otros hombres han pensado lo mismo) (), sino a
causa de la tenacidad con que él la mantuvo. Esta opinión, en su
forma general, era la de la sensibilidad de todos los seres
vegetales. Pero en su trastornada imaginación la idea había
asumido un carácter más atrevido aún, e invadía, bajo ciertas
condiciones, el reino inorgánico. Me faltan palabras para expresar
toda la extensión o el serio abandono de su convencimiento. Esta
creencia, empero, se relacionaba (como ya antes he sugerido) con
las piedras grises de la mansión de sus antepasados. Aquí las
condiciones de la sensibilidad estaban cumplidas, según él
imaginaba, por el método de colocación de aquellas piedras, por su
disposición, así como por los numerosos hongos que las cubrían y
los árboles enfermizos que se alzaban alrededor, pero sobre todo
por la inmutabilidad de aquella disposición y por su desdoblamiento
en las quietas aguas del estanque. La prueba—la prueba de aquella
sensibilidad—estaba, decía él (y yo le oía hablar, sobresaltado), en
la gradual, pero evidente condensación, por encima de las aguas y
alrededor de los muros, de una atmósfera que les era propia. El
resultado se descubría, añadía él, en aquella influencia muda,
aunque importuna y terrible, que desde hacía siglos había
moldeado los destinos de su familia, y que le hacía a él tal como le
veía yo ahora, tal como era. Semejantes opiniones no necesitan
comentarios, y no los haré.
Nuestros libros—los libros que desde hacía años formaban una
parte no pequeña de la existencia espiritual del enfermo—estaban,
como puede suponerse, de estricto acuerdo con aquel carácter
fantasmal. Estudiábamos minuciosamente obras como el Vertvert et
Chartreuse, de Gresset; el Belphegor, de Maquiavelo; El cielo y el
infierno, de Swedenborg; el Viaje subterráneo, de Nicolás Klimm de
Holberg; la Quiromancia, de Roberto Flaud, de Jean d'Indaginé y de
De la Chambre; el Viaje por el espacio azul, de Tieck, y la Ciudad
del Sol, de Campanella. Uno de sus volúmenes favoritos era una
pequeña edición in octavo del Directorium Inquisitorium, por el
dominico Eymeric de Gironne; y había pasajes, en Pomponius Mela,
acerca de los antiguos sátiros africanos o egipanes, sobre los
cuales Usher soñaba durante horas enteras. Su principal delicia,
con todo, la encontraba en la lectura atenta de un raro y curioso
libro gótico in-quarto—el manual de una iglesia olvidada—, las
Vigiliae Mortuorum Secundum Chorum Ecclesiae Maguntinae.
Pensaba a mi pesar en el extraño ritual de aquel libro, y en su
probable influencia sobre el hipocondríaco, cuando, una noche,
habiéndome informado bruscamente de que lady Madeline ya no
existía anunció su intención de conservar el cuerpo durante una
quincena (antes de su enterramiento final) en una de las numerosas
criptas situadas bajo los gruesos muros del edificio. La razón
profana que daba sobre aquella singular manera de proceder era de
esas que no me sentía yo con libertad para discutir. Como hermano,
había adoptado aquella resolución (me dijo él) en consideración al
carácter insólito de la enfermedad de la difunta, a cierta curiosidad
importuna e indiscreta por parte de los hombres de ciencia, y a la
alejada y expuesta situación del panteón familiar. Confieso que,
cuando recordé el siniestro semblante del hombre con quien me
había encontrado en la escalera el día de mi llegada a la casa, no
sentí deseo de oponerme a lo que consideraba todo lo más como
una precaución inocente, pero muy natural.
A ruegos de Usher, le ayudé personalmente en los preparativos de
aquel entierro temporal. Pusimos el cuerpo en el féretro, y entre los
dos lo transportamos a su lugar de reposo. La cripta en la que lo
dejamos (y que estaba cerrada hacía tanto tiempo, que nuestras
antorchas, semiacabadas en aquella atmósfera sofocante, no nos
permitían ninguna investigación) era pequeña, húmeda y no dejaba
penetrar la luz; estaba situada a una gran profundidad, justo debajo
de aquella parte de la casa donde se encontraba mi dormitorio.
Había sido utilizada, al parecer, en los lejanos tiempos feudales,
como mazmorra, y en días posteriores, como depósito de pólvora o
de alguna otra materia inflamable, pues una parte del suelo y todo
el interior de una larga bóveda que cruzamos para llegar hasta allí
estaban cuidadosamente revestidos de cobre. La puerta, de hierro
macizo, estaba también protegida de igual modo. Cuando aquel
inmenso peso giraba sobre sus goznes producía un ruido singular,
agudo y chirriante.
Depositamos nuestro lúgubre fardo sobre unos soportes en aquella
región de horror, apartamos un poco la tapa del féretro, que no
estaba aún atornillada, y miramos la cara del cadáver. Un parecido
chocante entre el hermano y la hermana atrajo en seguida mi
atención, y Usher, adivinando tal vez mis pensamientos, murmuró
unas palabras, por las cuales supe que la difunta y él eran gemelos,
y que habían existido siempre entre ellos unas simpatías de
naturaleza casi inexplicables. Nuestras miradas, entre tanto, no
permanecieron fijas mucho tiempo sobre la muerta, pues no
podíamos contemplarla sin espanto. El mal que había llevado a la
tumba a lady Madeline en la plenitud de su juventud había dejado,
como suele suceder en las enfermedades de carácter estrictamente
cataléptico, la burla de una débil coloración sobre el seno y el
rostro, y en los labios, esa sonrisa equívoca y morosa que es tan
terrible en la muerte. Volvimos a colocar y atornillamos la tapa, y
después de haber asegurado la puerta de hierro, emprendimos de
nuevo nuestro camino hacia las habitaciones superiores de la casa,
que no eran menos tristes.
Y entonces, después de un lapso de varios días de amarga pena,
tuvo lugar un cambio visible en los síntomas de la enfermedad
mental de mi amigo. Sus maneras corrientes desaparecieron. Sus
ocupaciones ordinarias eran descuidadas u olvidadas. Vagaba de
estancia en estancia con un paso precipitado, desigual y sin objeto.
La palidez de su fisonomía había adquirido si es posible, un color
más lívido; pero la luminosidad de sus ojos había desaparecido por
completo. No oía ya aquel tono de voz áspero que tenía antes en
ocasiones, y un temblor que se hubiera dicho causado por un terror
sumo, caracterizaba de ordinario su habla. Me ocurría a veces, en
realidad, pensar que su mente, agitada sin tregua, estaba torturada
por algún secreto opresor, cuya divulgación no tenía el valor para
efectuar. Otras veces me veía yo obligado a pensar, en suma, que
se trataba de rarezas inexplicables de la demencia, pues le veía
mirando al vacío durante largas horas en una actitud de profunda
atención, como si escuchase un ruido imaginario. No es de extrañar
que su estado me aterrase, que incluso sufriese yo su contagio.
Sentía deslizarse dentro de mí, en una gradación lenta, pero
segura, la violenta influencia de sus fantásticas, aunque
impresionantes supersticiones.
Fué en especial una noche, la séptima o la octava desde que
depositamos a lady Madeline en la mazmorra, antes de retirarnos a
nuestros lechos, cuando experimenté toda la potencia de tales
sensaciones. El sueño no quería acercarse a mi lecho, mientras
pasaban y pasaban las horas. Intenté buscar un motivo al
nerviosismo que me dominaba. Me esforcé por persuadirme de que
lo que sentía era debido, en parte al menos, a la influencia
trastornadora del mobiliario opresor de la habitación, a los sombríos
tapices desgarrados que, atormentados por las ráfagas de una
tormenta que se iniciaba, vacilaban de un lado a otro sobre los
muros y crujían penosamente en torno a los adornos del lecho. Pero
mis esfuerzos fueron inútiles. Un irreprimible temblor invadió poco a
poco mi ánimo, y a la larga una verdadera pesadilla vino a
apoderarse por completo de mi corazón. Respiré con violencia, hice
un esfuerzo, logré sacudirla, e incorporándome sobre las
almohadas y clavando una ardiente mirada en la densa oscuridad
de la habitación, presté oído—no sabría decir por que me impulsó
una fuerza instintiva—a ciertos ruidos vagos, apagados e
indefinidos que llegaban hasta mí a través de las pausas de la
tormenta. Dominado por una intensa sensación de horror,
inexplicable e insufrible me vestí de prisa (pues sentía que no iba a
serme posible dormir en toda la noche) y procuré, andando a
grandes pasos por la habitación, salir del estado lamentable en que
estaba sumido.
Apenas había dado así unas vueltas, cuando un paso ligero por una
escalera cercana atrajo mi atención. Reconocí muy pronto que era
el paso de Usher. Un instante después llamó suavemente en mi
puerta y entró, llevando una lámpara. Su cara era, como de
costumbre, de una palidez cadavérica; pero había, además, en sus
ojos una especie de loca hilaridad, y en todo su porte, una histeria
evidentemente contenida. Su aspecto me aterró; pero todo era
preferible a la soledad que había yo soportado tanto tiempo, y acogí
su presencia como un alivio.
—¿Y usted no ha visto esto?—dijo él bruscamente, después de
permanecer algunos momentos en silencio mirándome—. ¿No ha
visto usted esto? ¡Pues espere! Lo verá.
Mientras hablaba así, y habiendo resguardado cuidadosamente su
lámpara, se precipitó hacia una de las ventanas y la abrió de par en
par a la tormenta.
La impetuosa furia de la ráfaga nos levantó casi del suelo. Era, en
verdad, una noche tempestuosa; pero espantosamente bella, de
una rareza singular en su terror y en su belleza. Un remolino había
concentrado su fuerza en nuestra proximidad, pues había cambios
frecuentes y violentos en la dirección del viento, y la excesiva
densidad de las nubes (tan bajas, que pasaban sobre las tordillas
de la casa) no nos impedía apreciar la viva velocidad con la cual
acudían unas contra otras desde todos los puntos, en vez de
perderse a distancia. Digo que su excesiva densidad no nos
impedía percibir aquello, y aun así, no divisábamos ni la luna ni las
estrellas, ni relámpago alguno proyectaba su resplandor. Pero las
superficies inferiores de aquellas vastas masas de agitado vapor, lo
mismo que todos los objetos terrestres muy cerca alrededor
nuestro, reflejaban la claridad sobrenatural de una emanación
gaseosa que se cernía sobre la casa y la envolvía en una mortaja
luminosa y bien visible.
—¡No debe usted, no contemplará usted esto! —dije, temblando, a
Usher, y le llevé con suave violencia desde la ventana a una silla—.
Esas apariciones que le trastornan son simples fenómenos
eléctricos, nada raros, o puede que tengan su horrible origen en los
fétidos miasmas del estanque. Cerremos esta ventana; el aire es
helado y peligroso para su organismo. Aquí tiene usted una de sus
novelas favoritas. Leeré, y usted escuchará: y así pasaremos esta
terrible noche, juntos.
El antiguo volumen que había yo cogido era el Mad Trist, de sir
Launcelot Canning; pero lo había llamado el libro favorito de Usher
por triste chanza, pues, en verdad, con su tosca y pobre prolijidad,
poco atractivo podía ofrecer para la elevada y espiritual idealidad de
mi amigo. Era, sin embargo, el único libro que tenía inmediatamente
a mano, y me entregué a la vaga esperanza de que la excitación
que agitaba al hipocondríaco podría hallar alivio (pues la historia de
los trastornos mentales está llena de anomalías semejantes) hasta
en la exageración de las locuras que iba yo a leerle. A juzgar por el
gesto de predominante y ardiente interés con que escuchaba o
aparentaba escuchar las frases de la narración, hubiese podido
congratularme del éxito de mi propósito.
Había llegado a esa parte tan conocida de la historia en que
Ethelredo, el héroe del Trist, habiendo intentado en vano penetrar
pacíficamente en la mora da del ermitaño, se decide a entrar por la
fuerza. Aquí, como se recordará, dice lo siguiente la narración:
"Y Ethelredo que era por naturaleza de valeroso corazón, y que
ahora sentíase, además, muy fuerte, gracias a la potencia del vino
que había bebido no esperó más tiempo para hablar con el ermitaño
quien tenía de veras el ánimo propenso a la obstinación y a la
malicia; pero, sintiendo la lluvia sobre sus hombros y temiendo el
desencadenamiento de la tempestad, levantó su maza, y con unos
golpe abrió pronto un camino, a través de las tablas de la puerta, a
su mano enguantada de hierro; y entonces tirando con ella
vigorosamente hacia sí, hizo crujir, hundirse y saltar todo en
pedazos, de tal modo, que el ruido de la madera seca y sonando a
hueco repercutió de una parte a otra de la selva."
Al final de esta frase me estremecí e hice un pausa, pues me había
parecido (aunque pensé e seguida que mi excitada imaginación me
engañaba) que de una parte muy alejada de la mansión llegaba
confuso a mis oídos un ruido que se hubiera dicho, a causa de su
exacta semejanza de tono, el eco (pero sofocado y sordo,
ciertamente de aquel ruido real de crujido y de arrancamiento
descrito con tanto detalle por sir Launcelot. Era sin duda, la única
coincidencia lo que había atraído tan sólo mi atención, pues entre el
golpeteo de las hojas de las ventanas y los ruidos mezclados de la
tempestad creciente, el sonido en sí mismo no tenía, de seguro,
nada que pudiera intrigarme o turbarme.
Continué la narración:
"Pero el buen campeón Ethelredo, franqueando entonces la puerta,
se sintió dolorosamente furioso y asombrado al no percibir rastro
alguno del malicioso ermitaño, sino, en su lugar, un dragón de una
apariencia fenomenal y escamosa, con una lengua de fuego, y que
estaba de centinela ante un palacio de oro, con el suelo de plata, y
sobre el muro aparecía colgado un escudo brillante de bronce, con
esta leyenda encima:
El que entre aquí, vencedor será;
el que mate al dragón, el escudo ganará.
"Ethelredo levantó su maza y golpeó sobre la cabeza del dragón,
que cayó ante él y exhaló su aliento pestilente con un ruido tan
horrendo, áspero y penetrante a la vez, que Ethelredo tuvo que
taparse los oídos con las manos para resistir aquel terrible
estruendo como no lo había él oído nunca antes."
Aquí hice de súbito una nueva pausa, y ahora con una sensación de
violento asombro, pues no cabía duda de que había yo oído esta
vez (érame imposible decir de qué dirección venía) un ruido débil y
como lejano, pero áspero, prolongado, singularmente agudo y
chirriante, la contrapartida exacta del rito sobrenatural del dragón
descrito por el novelista y tal cual mi imaginación se lo había ya
figurado.
Oprimido como lo estaba, sin duda, por aquella segunda y muy
extraordinaria coincidencia, por mil sensaciones contradictorias,
entre las cuales predominaban un asombro y un terror extremos,
conservé, empero, la suficiente presencia de ánimo para tener
cuidado de no excitar con una observación cualquiera la
sensibilidad nerviosa de mi compañero. No estaba seguro en
absoluto de que él hubiera notado los ruidos en cuestión, siquiera, a
no dudar, una extraña alteración habíase manifestado, desde hacía
unos minutos, en su actitud. De su posición primera enfrente de mí
había él hecho girar gradualmente su silla de modo a encontrarse
sentado con la cara vuelta hacia la puerta de la habitación; así, sólo
podía yo ver parte de sus rasgos, aunque noté que sus labios
temblaban como si dejasen escapar un murmullo inaudible. Su
cabeza estaba caída sobre su pecho, y, no obstante, yo sabía que
no estaba dormido, pues el ojo que entreveía de perfil permanecía
abierto y fijo. Además, el movimiento de su cuerpo contradecía
también aquella idea, pues se balanceaba con suave, pero
constante y uniforme oscilación. Noté, desde luego, todo eso, y
reanudé el relato de sir Launcelot, que continuaba así:
"Y ahora el campeón, habiendo escapado de la terrible furia del
dragón, y recordando el escudo de bronce, y que el encantamiento
que sobre él pesaba estaba roto, apartó la masa muerta de delante
de su camino y avanzó valientemente por el suelo de plata del
castillo hacia el sitio del muro de donde colgaba el escudo; el cual,
en verdad, no esperó a que estuviese él muy cerca, sino que cayó a
sus pies sobre el pavimento de plata, con un pesado y terrible ruido.
"
Apenas habían pasado entre mis labios estas últimas sílabas, y
como si en realidad hubiera caído en aquel momento un escudo de
bronce pesadamente sobre un suelo de plata, oí el eco claro,
profundo, metálico, resonante, si bien sordo en apariencia. Excitado
a más no poder, salté sobre mis pies, en tanto que Usher no había
interrumpido su balanceo acompasado.
Sus ojos estaban fijos ante sí, y toda su fisonomía, contraída por
una pétrea rigidez. Pero cuando puse la mano sobre su hombro, un
fuerte estremecimiento recorrió toda su ser, una débil sonrisa
tembló sobre sus labios, y vi que hablaba con un murmullo
apagado, rápido y balbuciente, como si no se diera cuenta de mi
presencia. Inclinándome sobre él, absorbí al fin el horrendo
significado de sus palabras
—¿No oye usted? Sí, yo oigo, y he oído. Durante mucho, mucho
tiempo, muchos minutos, muchas horas, muchos días, he oído; pero
no me atrevía. ¡Oh, piedad para mí, mísero desdichado que soy!
¡No me atrevía, no me atrevía a hablar! ¡La hemos metido viva en la
tumba! ¿No le he dicho que mis sentidos están agudizados? Le digo
ahora que he oído sus primeros débiles movimientos dentro del
ataúd. Los he oído hace muchos, muchos días, y, sin embargo, ¡no
me atreví a hablar! Y ahora, esta noche, Ethelredo, ¡ja, ja! ¡La
puerta del ermitaño rota, el grito de muerte del dragón y el
estruendo del escudo, diga usted mejor el arrancamiento de su
féretro, y el chirrido de los goznes de hierro de su prisión, y su lucha
dentro de la bóveda de cobre! ¡Oh! ¿Adónde huir? ¿No estará ella
aquí en seguida? ¿No va a aparecer para reprocharme mi
precipitación? ¿No he oído su paso en la escalera? ¿No percibo el
pesado y horrible latir de su corazón? ¡Insensato!—y en ese
momento se alzó furiosamente de puntillas y aulló sus sílabas como
si en aquel esfuerzo exhalase su alma—: Insensato. ¡Le digo a
usted que ella está ahora detrás de la puerta!
En el mismo instante, como si la energía sobrehumana de sus
palabras hubiese adquirido la potencia de un hechizo, las grandes y
antiguas hojas que él señalaba entreabrieron pausadamente sus
pesadas mandíbulas de ébano. Era aquello obra de una furiosa
ráfaga, pero en el marco de aquella puerta estaba entonces la alta y
amortajada figura de lady Madeline de Usher. Había sangre sobre
su blanco ropaje, y toda su demacrada persona mostraba las
señales evidentes de una enconada lucha. Durante un momento
permaneció trémula y vacilante sobre el umbral; luego, con un grito
apagado y quejumbroso, cayó a plomo hacia adelante sobre su
hermano, y en su violenta y ahora definitiva agonía le arrastró al
suelo, ya cadáver y víctima de sus terrores anticipados.
Huí de aquella habitación y de aquella mansión, horrorizado. La
tempestad se desencadenaba aún en toda su furia cuando franqueé
la vieja calzada. De pronto una luz intensa se proyectó sobre el
camino y me volví para ver dónde podía brotar claridad tan singular,
pues sólo tenía a mi espalda la vasta mansión y sus sombras. La
irradiación provenía de la luna llena, que se ponía entre un rojo de
sangre, y que ahora brillaba con viveza a través de aquella grieta
antes apenas visible, y que, como ya he dicho al principio, se
extendía, zigzagueando, desde el tejado del edificio hasta la base.
Mientras la examinaba, aquella grieta se ensanchó con rapidez;
hubo de nuevo una impetuosa ráfaga, un remolino; el disco entero
del satélite estalló de repente ante mi vista; mi cerebro se alteró
cuando vi los pesados muros desplomarse, partidos en dos; resonó
un largo y tumultuoso estruendo, como la voz de mil cataratas, y el
estanque profundo y fétido, situado a mis pies, se cerró tétrica y
silenciosamente sobre los restos de la Casa de Usher.
FIN
NOTAS.-
() Hastiado. En francés en el original.
() Watson, Percival, Spallanzani, y en particular el obispo de Landaff.
Véase Chemical Essay, volumen
El pozo y el péndulo
Edgar Allan Poe
Impia tortorum longas hic turba furores sanguinis innocui, non satiata,
aluit, sospite nunc patria, fracto nunc funeris antro, mors ubi dira fuit vita
salusque patent.
(Cuarteto compuesto para las puertas de un mercado que debió erigirse en
el solar del Club de los Jacobinos, en París.)
Estaba agotado, agotado hasta no poder más, por aquella larga
agonía. Cuando, por último, me desataron y pude sentarme, noté
que perdía el conocimiento. La sentencia, la espantosa sentencia
de muerte, fue la última frase claramente acentuada que llegó a mis
oídos. Luego, el sonido de las voces de los inquisidores me pareció
que se apagaba en el indefinido zumbido de un sueño. El ruido
aquel provocaba en mi espíritu una idea de rotación, quizá a causa
de que lo asociaba en mis pensamientos con una rueda de molino.
Pero aquello duró poco tiempo, porque, de pronto, no oí nada más.
No obstante, durante algún rato pude ver, pero ¡con qué terrible
exageración! Veía los labios de los jueces vestidos de negro: eran
blancos, más blancos que la hoja de papel sobre la que estoy
escribiendo estas palabras; y delgados hasta lo grotesco,
adelgazados por la intensidad de su dura expresión, de su
resolución inexorable, del riguroso desprecio al dolor humano. Veía
que los decretos de lo que para mí representaba el Destino salían
aún de aquellos labios. Los vi retorcerse en una frase mortal, les vi
pronunciar las sílabas de mi nombre, y me estremecí al ver que el
sonido no seguía al movimiento.
Durante varios momentos de espanto frenético vi también la blanda
y casi imperceptible ondulación de las negras colgaduras que
cubrían las paredes de la sala, y mi vista cayó entonces sobre los
siete grandes hachones que se habían colocado sobre la mesa.
Tomaron para mí, al principio, el aspecto de la caridad, y los
imaginé ángeles blancos y esbeltos que debían salvarme. Pero
entonces, y de pronto, una náusea mortal invadió mi alma, y sentí
que cada fibra de mi ser se estremecía como si hubiera estado en
contacto con el hilo de una batería galvánica. Y las formas
angélicas convertíanse en insignificantes espectros con cabeza de
llama, y claramente comprendí que no debía esperar de ellos auxilio
alguno. Entonces, como una magnífica nota musical, se insinuó en
mi imaginación la idea del inefable reposo que nos espera en la
tumba. Llegó suave, furtivamente; creo que necesité un gran rato
para apreciarla por completo. Pero en el preciso instante en que mi
espíritu comenzaba a sentir claramente esa idea, y a acariciarla, las
figuras de los jueces se desvanecieron como por arte de magia; los
grandes hachones se redujeron a la nada; sus llamas se apagaron
por completo, y sobrevino la negrura de las tinieblas; todas las
sensaciones parecieron desaparecer como en una zambullida loca
y precipitada del alma en el Hades. Y el Universo fue sólo noche,
silencio, inmovilidad.
Estaba desvanecido. Pero, no obstante, no puedo decir que hubiese
perdido la conciencia del todo. La que me quedaba, no intentaré
definirla, ni describirla siquiera. Pero, en fin, todo no estaba perdido.
En medio del más profundo sueño..., ¡no! En medio del delirio...,
¡no! En medio del desvanecimiento..., ¡no! En medio de la muerte...,
¡no! Si fuera de otro modo, no habría salvación para el hombre.
Cuando nos despertamos del más profundo sueño, rompemos la
telaraña de algún sueño. Y, no obstante, un segundo más tarde es
tan delicado este tejido, que no recordamos haber soñado.
Dos grados hay, al volver del desmayo a la vida: el sentimiento de
la existencia moral o espiritual y el de la existencia física. Parece
probable que si, al llegar al segundo grado, hubiéramos de evocar
las impresiones del primero, volveríamos a encontrar todos los
recuerdos elocuentes del abismo trasmundano. ¿Y cuál es ese
abismo? ¿Cómo, al menos, podremos distinguir sus sombras de las
de la tumba? Pero si las impresiones de lo que he llamado primer
grado no acuden de nuevo al llamamiento de la voluntad, no
obstante, después de un largo intervalo, ¿no aparecen sin ser
solicitadas, mientras, maravillados. nos preguntamos de dónde
proceden? Quien no se haya desmayado nunca no descubrirá
extraños palacios y casas singularmente familiares entre las
ardientes llamas; no será el que contemple, flotantes en el aire, las
visiones melancólicas que el vulgo no puede vislumbrar, no será el
que medite sobre el perfume de alguna flor desconocida, ni el que
se perderá en el misterio de alguna melodía que nunca hubiese
llamado su atención hasta entonces.
En medio de mis repetidos e insensatos esfuerzos, en medio de mi
enérgica tenacidad en recoger algún vestigio de ese estado de
vacío aparente en el que mi alma había caído, hubo instantes en
que soñé triunfar. Tuve momentos breves, brevísimos en que he
llegado a condensar recuerdos que en épocas posteriores mi razón
lúcida me ha afirmado no poder referirse sino a ese estado en que
parece aniquilada la conciencia. Muy confusamente me presentan
esas sombras de recuerdos grandes figuras que me levantaban,
transportándome silenciosamente hacia abajo, aún más hacia
abajo, cada vez más abajo, hasta que me invadió un vértigo
espantoso a la simple idea del infinito en descenso.
También me recuerdan no sé qué vago espanto que experimentaba
el corazón, precisamente a causa de la calma sobrenatural de ese
corazón. Luego el sentimiento de una repentina inmovilidad en todo
lo que me rodeaba, como si quienes me llevaban, un cortejo de
espectros, hubieran pasado, al descender, los límites de lo ilimitado,
y se hubiesen detenido, vencidos por el hastío infinito de su tarea.
Recuerda mi alma más tarde una sensación de insipidez y de
humedad; después, todo no es más que locura, la locura de una
memoria que se agita en lo abominable.
De pronto vuelven a mi alma un movimiento y un sonido: el
movimiento tumultuoso del corazón y el rumor de sus latidos.
Luego, un intervalo en el que todo desaparece. Luego, el sonido de
nuevo, el movimiento y el tacto, como una sensación vibrante
penetradora de mi ser. Después la simple conciencia de mi
existencia sin pensamiento, sensación que duró mucho. Luego,
bruscamente, el pensamiento de nuevo, un temor que me producía
escalofríos y un esfuerzo ardiente por comprender mi verdadero
estado. Después, un vivo afán de caer en la insensibilidad. Luego,
un brusco renacer del alma y una afortunada tentativa de
movimiento. Entonces, el recuerdo completo del proceso, de los
negros tapices, de la sentencia, de mi debilidad, de mi desmayo. Y
el olvido más completo en torno a lo que ocurrió más tarde.
Únicamente después, y gracias a la constancia más enérgica, he
logrado recordarlo vagamente.
No había abierto los ojos hasta ese momento. Pero sentía que
estaba tendido de espaldas y sin ataduras. Extendí la mano y
pesadamente cayó sobre algo húmedo y duro. Durante algunos
minutos la dejé descansar así, haciendo esfuerzos por adivinar
dónde podía encontrarme y lo que había sido de mí. Sentía una
gran impaciencia por hacer uso de mis ojos, pero no me atreví.
Tenía miedo de la primera mirada sobre las cosas que me
rodeaban. No es que me aterrorizara contemplar cosas horribles,
sino que me aterraba la idea de no ver nada.
A la larga, con una loca angustia en el corazón, abrí rápidamente
los ojos. Mi espantoso pensamiento hallábase, pues, confirmado.
Me rodeaba la negrura de la noche eterna. Me parecía que la
intensidad de las tinieblas me oprimía y me sofocaba. La atmósfera
era intolerablemente pesada. Continué acostado tranquilamente e
hice un esfuerzo por emplear mi razón. Recordé los procedimientos
inquisitoriales, y, partiendo de esto, procuré deducir mi posición
verdadera. Había sido pronunciada la sentencia y me parecía que
desde entonces había transcurrido un largo intervalo de tiempo. No
obstante, ni un solo momento imaginé que estuviera realmente
muerto.
A pesar de todas las ficciones literarias, semejante idea es
absolutamente incompatible con la existencia real. Pero ¿dónde me
encontraba y cuál era mi estado? Sabía que los condenados a
muerte morían con frecuencia en los autos de fe. La misma tarde
del día de mi juicio habíase celebrado una solemnidad de esta
especie. ¿Me habían llevado, acaso, de nuevo a mi calabozo para
aguardar en él el próximo sacrificio que había de celebrarse meses
más tarde? Desde el principio comprendí que esto no podía ser.
Inmediatamente había sido puesto en requerimiento el contingente
de víctimas. Por otra parte, mi primer calabozo, como todas las
celdas de los condenados, en Toledo, estaba empedrado y había
en él alguna luz.
Repentinamente, una horrible idea aceleró mi sangre en torrentes
hacia mi corazón, y durante unos instantes caí de nuevo en mi
insensibilidad. Al volver en mí, de un solo movimiento me levanté
sobre mis pies, temblando convulsivamente en cada fibra.
Desatinadamente, extendí mis brazos por encima de mi cabeza y a
mi alrededor, en todas direcciones. No sentí nada. No obstante,
temblaba a la idea de dar un paso, pero me daba miedo tropezar
contra los muros de mi tumba. Brotaba el sudor por todos mis
poros, y en gruesas gotas frías se detenía sobre mi frente. A la
larga, se me hizo intolerable la agonía de la incertidumbre y avancé
con precaución, extendiendo los brazos y con los ojos fuera de sus
órbitas, con la esperanza de hallar un débil rayo de luz. Di algunos
pasos, pero todo estaba vacío y negro. Respiré con mayor libertad.
Por fin, me pareció evidente que el destino que me habían
reservado no era el más espantoso de todos.
Y entonces, mientras precavidamente continuaba avanzando, se
confundían en masa en mi memoria mil vagos rumores que sobre
los horrores de Toledo corrían. Sobre estos calabozos contábanse
cosas extrañas. Yo siempre había creído que eran fábulas; pero, sin
embargo, eran tan extraños, que sólo podían repetirse en voz baja.
¿Debía morir yo de hambre, en aquel subterráneo mundo de
tinieblas, o qué muerte más terrible me esperaba? Puesto que
conocía demasiado bien el carácter de mis jueces, no podía dudar
de que el resultado era la muerte, y una muerte de una amargura
escogida. Lo que sería, y la hora de su ejecución, era lo único que
me preocupaba y me aturdía.
Mis extendidas manos encontraron, por último un sólido obstáculo.
Era una pared que parecía construida de piedra, muy lisa, húmeda
y fría. La fui siguiendo de cerca, caminando con la precavida
desconfianza que me habían inspirado ciertas narraciones antiguas.
Sin embargo, esta operación no me proporcionaba medio alguno
para examinar la dimensión de mi calabozo, pues podía dar la
vuelta y volver al punto de donde había partido sin darme cuenta de
lo perfectamente igual que parecía la pared. En vista de ello busqué
el cuchillo que guardaba en uno de mis bolsillos cuando fui
conducido al tribunal. Pero había desaparecido, porque mis ropas
habían sido cambiadas por un traje de grosera estameña.
Con objeto de comprobar perfectamente mi punto de partida, había
pensado clavar la hoja en alguna pequeña grieta de la pared. Sin
embargo, la dificultad era bien fácil de ser solucionada, y, no
obstante, al principio, debido al desorden de mi pensamiento, me
pareció insuperable. Rasgué una tira de la orla de mi vestido y la
coloqué en el suelo en toda su longitud, formando un ángulo recto
con el muro. Recorriendo a tientas mi camino en torno a mi
calabozo, al terminar el circuito tendría que encontrar el trozo de
tela. Por lo menos, esto era lo que yo creía, pero no había tenido en
cuenta ni las dimensiones de la celda ni mi debilidad. El terreno era
húmedo y resbaladizo. Tambaleándome, anduve durante algún rato.
Después tropecé y caí. Mi gran cansancio me decidió a continuar
tumbado, y no tardó el sueño en apoderarse de mí en aquella
posición.
Al despertarme y alargar el brazo hallé a mi lado un pan y un
cántaro con agua. Estaba demasiado agotado para reflexionar en
tales circunstancias, y bebí y comí ávidamente. Tiempo más tarde
reemprendí mi viaje en torno a mi calabozo, y trabajosamente logré
llegar al trozo de estameña. En el momento de caer había contado
ya cincuenta y dos pasos, y desde que reanudé el camino hasta
encontrar la tela, cuarenta y ocho. De modo que medía un total de
cien pasos, y suponiendo que dos de ellos constituyeran una yarda,
calculé en unas cincuenta yardas la circunferencia de mi calabozo.
Sin embargo, había tropezado con numerosos ángulos en la pared,
y esto impedía el conjeturar la forma de la cueva, pues no había
duda alguna de que aquello era una cueva.
No ponía gran interés en aquellas investigaciones, y con toda
seguridad estaba desalentado. Pero una vaga curiosidad me
impulsó a continuarlas. Dejando la pared, decidí atravesar la
superficie de mi prisión. Al principio procedí con extrema
precaución, pues el suelo, aunque parecía ser de una materia dura,
era traidor por el limo que en él había. No obstante, al cabo de un
rato logré animarme y comencé a andar con seguridad, procurando
cruzarlo en línea recta.
De esta forma avancé diez o doce pasos, cuando el trozo rasgado
que quedaba de orla se me enredó entre las piernas, haciéndome
caer de bruces violentamente.
En la confusión de mi caída no noté al principio una circunstancia
no muy sorprendente y que, no obstante, segundos después,
hallándome todavía en el suelo, llamó mi atención. Mi barbilla
apoyábase sobre el suelo del calabozo, pero mis labios y la parte
superior de la cabeza, aunque parecían colocados a menos altura
que la barbilla, no descansaban en ninguna parte. Me pareció, al
mismo tiempo, que mi frente se empapaba en un vapor viscoso y
que un extraño olor a setas podridas llegaba hasta mi nariz. Alargué
el brazo y me estremecí, descubriendo que había caído al borde
mismo de un pozo circular cuya extensión no podía medir en aquel
momento. Tocando las paredes precisamente debajo del brocal,
logré arrancar un trozo de piedra y la dejé caer en el abismo.
Durante algunos segundos presté atención a sus rebotes. Chocaba
en su caída contra las paredes del pozo. Lúgubremente, se hundió
por último en el agua, despertando ecos estridentes. En el mismo
instante dejóse oír un ruido sobre mi cabeza, como de una puerta
abierta y cerrada casi al mismo tiempo, mientras un débil rayo de
luz atravesaba repentinamente la oscuridad y se apagaba en
seguida.
Con toda claridad vi la suerte que se me preparaba, y me felicité por
el oportuno accidente que me había salvado. Un paso más, y el
mundo no me hubiera vuelto a ver. Aquella muerte, evitada a
tiempo, tenía ese mismo carácter que había yo considerado como
fabuloso y absurdo en las historias que sobre la Inquisición había
oído contar. Las víctimas de su tiranía no tenían otra alternativa que
la muerte, con sus crueles agonías físicas o con sus abominables
torturas morales. Esta última fue la que me había sido reservada.
Mis nervios estaban abatidos por un largo sufrimiento, hasta el
punto que me hacía temblar el sonido de mi propia voz, y me
consideraba por todos motivos una víctima excelente para la clase
de tortura que me aguardaba.
Temblando, retrocedí a tientas hasta la pared, decidido a dejarme
morir antes que afrontar el horror de los pozos que en las tinieblas
de la celda multiplicaba mi imaginación. En otra situación de ánimo
hubiese tenido el suficiente valor para concluir con mis miserias de
una sola vez, lanzándome a uno de aquellos abismos, pero en
aquellos momentos era yo el más perfecto de los cobardes. Por otra
parte, me era imposible olvidar lo que había leído con respecto a
aquellos pozos, de los que se decía que la extinción repentina de la
vida era una esperanza cuidadosamente excluida por el genio
infernal de quien los había concebido.
Durante algunas horas me tuvo despierto la agitación de mi ánimo.
Pero, por último, me adormecí de nuevo. Al despertarme, como la
primera vez, hallé a mi lado un pan y un cántaro de agua. Me
consumía una sed abrazadora, y de un trago vacíe el cántaro. Algo
debía de tener aquella agua, pues apenas bebí sentí unos
irresistibles deseos de dormir. Caí en un sueño profundo parecido al
de la muerte. No he podido saber nunca cuánto tiempo duró; pero,
al abrir los ojos, pude distinguir los objetos que me rodeaban.
Gracias a una extraña claridad sulfúrea, cuyo origen no pude
descubrir al principio, podía ver la magnitud y aspecto de mi cárcel.
Me había equivocado mucho con respecto a sus dimensiones. Las
paredes no podían tener más de veinticinco yardas de
circunferencia. Durante unos minutos, ese descubrimiento me turbó
grandemente, turbación en verdad pueril, ya que, dadas las terribles
circunstancias que me rodeaban, ¿qué cosa menos importante
podía encontrar que las dimensiones de mi calabozo? Pero mi alma
ponía un interés extraño en las cosas nimias, y tenazmente me
dediqué a darme cuenta del error que había cometido al tomar las
medidas a aquel recinto. Por último se me apareció como un
relámpago la luz de la verdad. En mi primera exploración había
contado cincuenta y dos pasos hasta el momento de caer. En ese
instante debía encontrarme a uno o dos pasos del trozo de tela.
Realmente, había efectuado casi el circuito de la cueva. Entonces
me dormí, y al despertarme, necesariamente debí de volver sobre
mis pasos, creando así un circuito casi doble del real. La confusión
de mi cerebro me impidió darme cuenta de que había empezado la
vuelta con la pared a mi izquierda y que la terminaba teniéndola a la
derecha.
También me había equivocado por lo que respecta a la forma del
recinto. Tanteando el camino, había encontrado varios ángulos,
deduciendo de ello la idea de una gran irregularidad; tan poderoso
es el efecto de la oscuridad absoluta sobre el que sale de un letargo
o de un sueño. Los ángulos eran, sencillamente, producto de leves
depresiones o huecos que se encontraban a intervalos desiguales.
La forma general del recinto era cuadrada. Lo que creí mampostería
parecía ser ahora hierro u otro metal dispuesto en enormes
planchas, cuyas suturas y junturas producían las depresiones.
La superficie de aquella construcción metálica estaba embadurnada
groseramente con toda clase de emblemas horrorosos y repulsivos,
nacidos de la superstición sepulcral de los frailes. Figuras de
demonios con amenazadores gestos, con formas de esqueleto y
otras imágenes del horror más realista llenaban en toda su
extensión las paredes. Me di cuenta de que los contornos de
aquellas monstruosidades estaban suficientemente claros, pero que
los colores parecían manchados y estropeados por efecto de la
humedad del ambiente. Vi entonces que el suelo era de piedra. En
su centro había un pozo circular, de cuya boca había yo escapado,
pero no vi que hubiese alguno más en el calabozo.
Todo esto lo vi confusamente y no sin esfuerzo, pues mi situación
física había cambiado mucho durante mi sueño. Ahora, de
espaldas, estaba acostado cuan largo era sobre una especie de
armadura de madera muy baja. Estaba atado con una larga tira que
parecía de cuero. Enrollábase en distintas vueltas en torno a mis
miembros y a mi cuerpo, dejando únicamente libres mi cabeza y mi
brazo izquierdo. Sin embargo, tenía que hacer un violento esfuerzo
para alcanzar el alimento que contenía un plato de barro que habían
dejado a mi lado sobre el suelo. Con verdadero terror me di cuenta
de que el cántaro había desaparecido, y digo con terror porque me
devoraba una sed intolerable. Creí entonces que el plan de mis
verdugos consistía en exasperar esta sed, puesto que el alimento
que contenía el plato era una carne cruelmente salada.
Levanté los ojos y examiné el techo de mi prisión. Hallábase a una
altura de treinta o cuarenta pies y parecíase mucho, por su
construcción, a las paredes laterales. En una de sus caras llamó mi
atención una figura de las más singulares. Era una representación
pintada del Tiempo, tal como se acostumbra representarle, pero en
lugar de la guadaña tenía un objeto que a primera vista creí se
trataba de un enorme péndulo como los de los relojes antiguos. No
obstante, algo había en el aspecto de aquella máquina que me hizo
mirarla con más detención.
Mientras la observaba directamente, mirando hacia arriba, pues
hallábase colocada exactamente sobre mi cabeza, me pareció ver
que se movía. Un momento después se confirmaba mi idea. Su
balanceo era corto y, por tanto, muy lento. No sin cierta
desconfianza, y, sobre todo, con extrañeza la observé durante unos
minutos. Cansado, al cabo de vigilar su fastidioso movimiento, volví
mis
ojos a los demás objetos de la celda.
Un ruido leve atrajo mi atención. Miré al suelo y vi algunas enormes
ratas que lo cruzaban. Habían salido del pozo que yo podía
distinguir a mi derecha. En ese instante, mientras las miraba,
subieron en tropel, a toda prisa, con voraces ojos y atraídas por el
olor de la carne. Me costó gran esfuerzo y atención apartarlas.
Transcurrió media hora, tal vez una hora—pues apenas
imperfectamente podía medir el tiempo— cuando, de nuevo, levanté
los ojos sobre mí. Lo que entonces vi me dejó atónito y sorprendido.
El camino del péndulo había aumentado casi una yarda, y, como
consecuencia natural, su velocidad era también mucho mayor.
Pero, principalmente, lo que más me impresionó fue la idea de que
había descendido visiblemente. Puede imaginarse con qué espanto
observé entonces que su extremo inferior estaba formado por media
luna de brillante acero, que, aproximadamente, tendría un pie de
largo de un cuerno a otro. Los cuernos estaban dirigidos hacia
arriba, y el filo inferior, evidentemente afilado como una navaja
barbera. También parecía una navaja barbera, pesado y macizo, y
ensanchábase desde el filo en una forma ancha y sólida. Se
ajustaba a una gruesa varilla de cobre, y todo ello silbaba
moviéndose en el espacio.
Ya no había duda alguna con respecto a la suerte que me había
preparado la horrible ingeniosidad monacal. Los agentes de la
Inquisición habían previsto mi descubrimiento del pozo; del pozo,
cuyos horrores habían sido reservados para un hereje tan temerario
como yo; del pozo, imagen del infierno, considerado por la opinión
como la Ultima Tule de todos los castigos. El más fortuito de los
accidentes me había salvado de caer en él, y yo sabia que el arte
de convertir el suplicio en un lazo y una sorpresa constituía una
rama importante de aquel sistema fantástico de ejecuciones
misteriosas. Por lo visto, habiendo fracasado mi caída en el pozo,
no figuraba en el demoníaco plan arrojarme a él. Por tanto, estaba
destinado, y en este caso sin ninguna alternativa, a una muerte
distinta y más dulce ¡Mas dulce! En mi agonía, pensando en el uso
singular que yo hacía de esta palabra, casi sonreí.
¿Para qué contar las largas, las interminables horas de horror, más
que mortales, durante las que conté las vibrantes oscilaciones del
acero? Pulgada a pulgada, línea a línea, descendía gradualmente,
efectuando un descenso sólo apreciable a intervalos, que eran para
mí más largos que siglos. Y cada vez más, cada vez más, seguía
bajando, bajando.
Pasaron días, tal vez muchos días, antes que llegase a balancearse
lo suficientemente cerca de mí para abanicarme con su aire acre.
Hería mi olfato el olor de acero afilado. Rogué al Cielo, cansándolo
con mis súplicas, que hiciera descender más rápidamente el acero.
Enloquecí, me volví frenético, hice esfuerzos para incorporarme e ir
al encuentro de aquella espantosa y movible cimitarra. Y luego, de
pronto, se apoderó de mí una gran calma y permanecí tendido
sonriendo a aquella muerte brillante, como podría sonreír un niño a
un juguete precioso.
Transcurrió luego un instante de perfecta insensibilidad. Fue un
intervalo muy corto. Al volver a la vida no me pareció que el péndulo
hubiera descendido una altura apreciable. No obstante, es posible
que aquel tiempo hubiese sido larguísimo. Yo sabía que existían
seres infernales que tomaban nota de mi desvanecimiento y que a
su capricho podían detener la vibración.
Al volver en mí, sentí un malestar y una debilidad indecibles, como
resultado de una enorme inanición. Aun entre aquellas angustias, la
naturaleza humana suplicaba el sustento. Con un esfuerzo penoso,
extendí mi brazo izquierdo tan lejos como mis ligaduras me lo
permitían, y me apoderé de un pequeño sobrante que las ratas se
habían dignado dejarme. Al llevarme un pedazo a los labios, un
informe pensamiento de extraña alegría, de esperanza, se alojo en
mi espíritu. No obstante, ¿qué había de común entre la esperanza y
yo? Repito que se trataba de un pensamiento informe. Con
frecuencia tiene el hombre pensamientos así, que nunca se
completan. Me di cuenta de que se trataba de un pensamiento de
alegría, de esperanza, pero comprendí también que había muerto al
nacer. Me esforcé inútilmente en completarlo, en recobrarlo. Mis
largos sufrimientos habían aniquilado casi por completo las
ordinarias facultades de mi espíritu. Yo era un imbécil, un idiota.
La oscilación del péndulo se efectuaba en un plano que formaba
ángulo recto con mi cuerpo. Vi que la cuchilla había sido dispuesta
de modo que atravesara la región del corazón. Rasgaría la tela de
mi traje, volvería luego y repetiría la operación una y otra vez. A
pesar de la gran dimensión de la curva recorrida—unos treinta pies,
más o menos—y la silbante energía de su descenso, que incluso
hubiera podido cortar aquellas murallas de hierro, todo cuanto podía
hacer, en resumen, y durante algunos minutos, era rasgar mi traje.
Y en este pensamiento me detuve. No me atrevía a ir más allá de
él. Insistí sobre él con una sostenida atención, como si con esta
insistencia hubiera podido parar allí el descenso de la cuchilla.
Empecé a pensar en el sonido que produciría ésta al pasar sobre mi
traje, y en la extraña y penetrante sensación que produce el roce de
la tela sobre los nervios. Pensé en todas esas cosas, hasta que los
dientes me rechinaron.
Más bajo, más bajo aún. Deslizábase cada vez más bajo. Yo
hallaba un placer frenético en comparar su velocidad de arriba
abajo con su velocidad lateral. Ahora, hacia la derecha; ahora, hacia
la izquierda. Después se iba lejos, lejos, y volvía luego, con el
chillido de un alma condenada, hasta mi corazón con el andar
furtivo del tigre. Yo aullaba y reía alternativamente, según me
dominase una u otra idea.
Más bajo, invariablemente, inexorablemente más bajo. Movíase a
tres pulgadas de mi pecho. Furiosamente, intenté libertar con
violencia mi brazo izquierdo. Estaba libre solamente desde el codo
hasta la mano. Únicamente podía mover la mano desde el plato que
habían colocado a mi lado hasta mi boca; sólo esto, y con un gran
esfuerzo. Si hubiera podido romper las ligaduras por encima del
codo, hubiese cogido el péndulo e intentado detenerlo, lo que
hubiera sido como intentar detener una avalancha.
Siempre mas bajo, incesantemente, inevitablemente más bajo.
Respiraba con verdadera angustia, y me agitaba a cada vibración.
Mis ojos seguían el vuelo ascendente de la cuchilla y su caída, con
el ardor de la desesperación más enloquecida; espasmódicamente,
cerrábanse en el momento del descenso sobre mí. Aun cuando la
muerte hubiera sido un alivio, ¡oh, qué alivio más indecible! Y, sin
embargo, temblaba con todos mis nervios al pensar que bastaría
que la máquina descendiera un grado para que se precipitara sobre
mi pecho el hacha afilada y reluciente. Y mis nervios temblaban, y
hacían encoger todo mi ser a causa de la esperanza. Era la
esperanza, la esperanza triunfante aún sobre el potro, que dejábase
oír al oído de los condenados a muerte, incluso en los calabozos de
la Inquisición.
Comprobé que diez o doce vibraciones, aproximadamente,
pondrían el acero en inmediato contacto con mi traje, Y con esta
observación entróse en mi ánimo la calma condensada y aguda de
la desesperación. Desde hacía muchas horas, desde hacía muchos
días, tal vez, pensé por primera vez. Se me ocurrió que la tira o
correa que me ataba era de un solo trozo. Estaba atado con una
ligadura continuada. La primera mordedura de la cuchilla de la
media luna, efectuada en cualquier lugar de la correa, tenía que
desatarla lo suficiente para permitir que mi mano la desenrollara de
mi cuerpo. ¡Pero qué terrible era, en este caso, su proximidad! El
resultado de la más ligera sacudida había de ser mortal. Por otra
parte ¿habrían previsto o impedido esta posibilidad los secuaces del
verdugo? ¿Era probable que en el recorrido del péndulo
atravesasen mi pecho las ligaduras? Temblando al imaginar
frustrada mi débil esperanza, la última, realmente, levanté mi
cabeza lo bastante para ver bien mi pecho. La correa cruzaba mis
miembros estrechamente, juntamente con todo mi cuerpo, en todos
sentidos, menos en la trayectoria de la cuchilla homicida.
Aún no había dejado caer de nuevo mi cabeza en su primera
posición, cuando sentí brillar en mi espíritu algo que sólo sabría
definir, aproximadamente, diciendo que era la mitad no formada de
la idea de libertad que ya he expuesto, y de la que vagamente había
flotado en mi espíritu una sola mitad cuando llevé a mis labios
ardientes el alimento. Ahora, la idea entera estaba allí presente,
débil, apenas viable, casi indefinida, pero, en fin, completa.
Inmediatamente, con la energía de la desesperación, intenté llevarla
a la práctica.
Hacia varias horas que cerca del caballete sobre el que me hallaba
acostado se encontraba un número incalculable de ratas. Eran
tumultuosas, atrevidas, voraces. Fijaban en mí sus ojos, como si no
esperasen más que mi inmovilidad para hacer presa. "¿A qué clase
de alimento—pensé—se habrá acostumbrado en este pozo?"
Menos una pequeña parte, y a pesar de todos mis esfuerzos para
impedirlo, había devorado el contenido del plato; pero a la larga, la
uniformidad maquinal de ese movimiento le había restado eficacia .
Aquella plaga, en su voracidad, dejaba señales de sus agudos
dientes en mis dedos. Con los restos de la carne aceitosa y picante
que aún quedaba, froté vigorosamente mis ataduras hasta donde
me fue posible hacerlo, y hecho esto retiré mi mano del suelo y me
quedé inmóvil y sin respirar.
Al principio, lo repentino del camino y el cese del movimiento
hicieron que los voraces animales se asustaran. Se apartaron
alarmados y algunos volvieron al pozo. Pero esta actitud no duró
más que un instante. No había yo contado en vano con su
glotonería. Viéndome sin movimiento, una o dos o más atrevidas se
encaramaron por el caballete y oliscaron la correa. Todo esto me
pareció el preludio de una invasión general. Un nuevo tropel surgió
del pozo. Agarrándose a la madera, la escalaron y a centenares
saltaron sobre mi cuerpo. Nada las asustaba el movimiento regular
del péndulo. Lo esquivaban y trabajaban activamente sobre la
engrasada tira. Se apretaban moviéndose y se amontonaban
incesantemente sobre mí. Sentía que se retorcían sobre mi
garganta, que sus fríos hocicos buscaban mis labios.
Me encontraba medio sofocado por aquel peso que se multiplicaba
contantemente. Un asco espantoso, que ningún hombre ha sentido
en el mundo, henchía mi pecho y helaba mi corazón como un
pesado vómito. Un minuto más, y me daba cuenta de que en más
de un sitio habían de estar cortadas. Con una resolución
sobrehumana, continué inmóvil.
No me había equivocado en mis cálculos. Mis sufrimientos no
habían sido vanos. Sentí luego que estaba libre. En pedazos,
colgaba la correa en torno de mi cuerpo. Pero el movimiento del
péndulo efectuábase ya sobre mi pecho. L estameña de mi traje
había sido atravesada y cortada la camisa. Efectuó dos oscilaciones
más, y un agudo dolor atravesó mis nervios. Pero había llegado el
instante de salvación. A un ademán de mis manos, huyeron
tumultuosamente mis libertadoras. Con un movimiento tranquilo y
decidido, prudente y oblicuo, lento y aplastándome contra el
banquillo, me deslicé fuera del abrazo y de la tira y del alcance de la
cimitarra. Cuando menos, por el momento estaba libre.
¡Libre! ¡Y en las garras de la Inquisición! Apenas había escapado de
mi lecho de horror, apenas hube dado unos pasos por el suelo de
mi calabozo, cesó el movimiento de la máquina infernal y la oí subir
atraída hacia el techo por una fuerza invisible. Aquélla fue una
lección que llenó de desesperación mi alma. Indudablemente, todos
mis movimientos eran espiados. ¡Libre! Había escapado de la
muerte bajo una determinada agonía, sólo para ser entregado a
algo peor que la muerte misma, y bajo otra nueva forma. Pensando
en ello, fijé convulsivamente mis ojos en las paredes de hierro que
me rodeaban. Algo extraño, un cambio que en principio no pude
apreciar claramente, se había producido con toda evidencia en la
habitación. Durante varios minutos en los que estuve distraído, lleno
de ensueños y escalofríos, me perdí en conjeturas vanas e
incoherentes.
Por primera vez me di cuenta del origen de la luz sulfurosa que
iluminaba la celda. Provenía de una grieta de media pulgada de
anchura, que extendíase en torno del calabozo en la base de las
paredes, que, de ese modo, parecían, y en efecto lo estaban,
completamente separadas del suelo. Intenté mirar por aquella
abertura, aunque, como puede imaginarse, inútilmente. Al
levantarme desanimado, se descubrió a mi inteligencia, de pronto,
el misterio de la alteración que la celda había sufrido.
Había tenido ocasión de comprobar que, aun cuando los contornos
de las figuras pintadas en las paredes fuesen suficientemente
claros, los colores parecían alterados y borrosos. Ahora acababan
de tomar, y tomaban a cada momento, un sorprendente e
intensísimo brillo, que daba a aquellas imágenes fantásticas y
diabólicas un aspecto que hubiera hecho temblar a nervios más
firmes que los míos. Pupilas demoníacas, de una viveza siniestra y
feroz, se clavaban sobre mí desde mil sitios distintos, donde yo
anteriormente no había sospechado que se encontrara ninguna, y
brillaban cual fulgor lúgubre de un fuego que, aunque vanamente,
quería considerar completamente imaginario.
¡Imaginario! Me bastaba respirar para traer hasta mi nariz un vapor
de hierro enrojecido. Extendíase por el calabozo un olor sofocante.
A cada momento reflejábase un ardor más profundo en los ojos
clavados en mi agonía. Un rojo más oscuro se extendía sobre
aquellas horribles pinturas sangrientas. Estaba jadeante; respiraba
con grandes esfuerzos. No había duda sobre el deseo de mis
verdugos, los más despiadados y demoníacos de todos los
hombres.
Me aparté lejos del metal ardiente, dirigiéndome al centro del
calabozo. Frente a aquella destrucción por el fuego, la idea de la
frescura del pozo llegó a mi alma como un bálsamo. Me lancé hacia
sus mortales bordes. Dirigí mis miradas hacia el fondo.
El resplandor de la inflamada bóveda iluminaba sus cavidades más
ocultas. No obstante, durante un minuto de desvarío, mi espíritu
negóse a comprender la significación de lo que veía. Al fin, aquello
penetró en mi alma, a la fuerza, triunfalmente. Se grabó a fuego en
mi razón estremecida. ¡Una voz, una voz para hablar! ¡Oh horror!
¡Todos los horrores, menos ése! Con un grito, me aparté del brocal,
y, escondiendo mi rostro entre las manos, lloré con amargura.
El calor aumentaba rápidamente, y levanté una vez mas los ojos,
temblando en un acceso febril. En la celda habíase operado un
segundo cambio, y este efectuábase, evidentemente, en la forma.
Como la primera vez, intenté inútilmente apreciar o comprender lo
que sucedía. Pero no me dejaron mucho tiempo en la duda. La
venganza de la Inquisición era rápida, y dos veces la había
frustrado. No podía luchar por más tiempo con el rey del espanto.
La celda había sido cuadrada. Ahora notaba que dos de sus
ángulos de hierro eran agudos, y, por tanto obtusos los otros dos.
Con un gruñido, con un sordo gemido, aumentaba rápidamente el
terrible contraste.
En un momento, la estancia había convertido su forma en la de un
rombo. Pero la transformación no se detuvo aquí. No deseaba ni
esperaba que se parase. Hubiera llegado a los muros al rojo para
aplicarlos contra mi pecho, como si fueran una vestidura de eterna
paz. "¡La muerte!—me dije—. ¡Cualquier muerte, menos la del
pozo!" ¡Insensato! ¿Cómo no pude comprender que el pozo era
necesario, que aquel pozo único era la razón del hierro candente
que me sitiaba? ¿Resistiría yo su calor? Y aun suponiendo que
pudiera resistirlo, ¿podría sostenerme contra su presión?
Y el rombo se aplastaba, se aplastaba, con una rapidez que no me
dejaba tiempo para pensar. Su centro, colocado sobre la línea de
mayor anchura, coincidía precisamente con el abismo abierto.
Intenté retroceder, pero los muros, al unirse, me empujaban con
una fuerza irresistible.
Llegó, por último, un momento en que mi cuerpo, quemado y
retorcido, apenas halló sitio para él, apenas hubo lugar para mis
pies en el suelo de la prisión. No luché más, pero la agonía de mi
alma se exteriorizó en un fuerte y prolongado grito de
desesperación. Me di cuenta de que vacilaba sobre el brocal, y volví
los ojos...
Pero he aquí un ruido de voces humanas. Una explosión, un
huracán de trompetas, un poderoso rugido semejante al de mil
truenos. Los muros de fuego echáronse hacia atrás
precipitadamente. Un brazo alargado me cogió del mío, cuando, ya
desfalleciente, me precipitaba en el abismo. Era el brazo del general
Lasalle. Las tropas francesas habían entrado en Toledo. La
Inquisición hallábase en poder de sus enemigos.
FIN
EDGAR ALLAN POE
EL RETRATO OVAL
EL RETRATO OVAL
Edgar Allan Poe
El castillo en el cual mi criado se le había ocurrido penetrar a la fuerza en vez de permitirme,
malhadadamente herido como estaba, de pasar una noche al ras, era uno de esos edificios mezcla de
grandeza y de melancolía que durante tanto tiempo levantaron sus altivas frentes en medio de los
apeninos, tanto en la realidad como en la imaginación de Mistress Radcliffe.
Según toda apariencia, el castillo había sido recientemente abandonado, aunque
temporariamente. Nos instalamos en una de las habitaciones más pequeñas y menos suntuosamente
amuebladas. Estaba situada en una torre aislada del resto del edificio. Su decorado era rico, pero antiguo
y sumamente deteriorado. Los muros estaban cubiertos de tapicerías y adornados con numerosos trofeos
heráldicos de toda clase, y de ellos pendían un número verdaderamente prodigioso de pinturas
modernas, ricas de estilo, encerradas en sendos marcos dorados, de gusto arabesco.
Me produjeron profundo interés, y quizá mi incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros
colgados no solamente en las paredes principales, sino también en una porción de rincones que la
arquitectura caprichosa del castillo hacia inevitable; hice a Pedro cerrar los pesados postigos del salón,
pues ya era hora avanzada, encender un gran candelabro de muchos brazos colocado al lado de mi
cabecera, y abrir completamente las cortinas de negro terciopelo, guarnecidas de festones, que rodeaban
el lecho. Quíselo así para poder, al menos, si no reconciliaba el sueño, distraerme alternativamente entre
la contemplación de estas pinturas y la lectura de un pequeño volumen que había encontrado sobre la
almohada y que trataba de su crítica y su análisis.
Leí largo tiempo; contemplé las pinturas religiosas devotamente; las horas huyeron, rápidas y
silenciosas, y llegó la media noche. La posición del candelabro me molestaba, y extendiendo la mano con
dificultad para no turbar el sueño de mi criado, lo coloqué de modo que arrojase la luz de lleno sobre el
libro. Pero este movimiento produjo un efecto completamente inesperado. La luz de sus numerosas
bujías dio de pleno en un nicho del salón que una de las columnas del lecho había hasta entonces
cubierto con una sombra profunda. Vi envuelto en viva luz un cuadro que hasta entonces no advirtiera.
Era el retrato de una joven ya formada, casi mujer. Lo contemplé rápidamente y cerré los ojos. ¿Por qué?
no me lo expliqué al principio; pero, en tanto que mis ojos permanecieron cerrados, analicé rápidamente
el motivo que me los hacía cerrar. Era un movimiento involuntario para ganar tiempo y recapacitar, para
asegurarme de que mi vista no me había engañado, para calmar y preparar mi espíritu a una
contemplación más fría y más serena. Al cabo de algunos momentos, miré de nuevo el lienzo fijamente.
No era posible dudar, aun cuando lo hubiese querido; porque el primer rayo de luz al caer sobre
el lienzo, había desvanecido el estupor delirante de que mis sentidos se hallaban poseídos, haciéndome
volver repentinamente a la realidad de la vida. El cuadro representaba, como ya he dicho, a una joven. se
trataba sencillamente de un retrato de medio cuerpo , todo en este estilo, que se llama, en lenguaje
técnico, estilo de viñeta; había en él mucho de la manera de pintar de Sully en sus cabezas favoritas. Los
brazos, el seno y las puntas de sus radiantes cabellos, pendíanse en la sombra vaga, pero profunda, que
servía de fondo a la imagen. El marco era oval, magníficamente dorado, y de un bello estilo morisco. Tal
vez no fuese ni la ejecución de la obra, ni la excepcional belleza de su fisonomía lo que me impresionó
tan repentina y profundamente. No podía creer que mi imaginación, al salir de su delirio, hubiese tomado
la cabeza por la de una persona viva.
Empero, los detalles del dibujo, el estilo de viñeta y el aspecto del marco, no me permitieron
dudar ni un solo instante. Abismado en estas reflexiones, permanecí una hora entera con los ojos fijos en
el retrato. Aquella inexplicable expresión de realidad y vida que al principio me hiciera estremecer, acabó
por subyugarme. Lleno de terror respeto, volví el candelabro a su primera posición, y habiendo así
apartado de mi vista la causa de mi profunda agitación, me apoderé ansiosamente del volumen que
contenía la historia y descripción de los cuadros.
Busqué inmediatamente el número correspondiente al que marcaba el retrato oval, y leí la
extraña y singular historia siguiente:
“Era una joven de peregrina belleza, tan graciosa como amable, que en mal hora amó al pintor y,
se desposó con él.
“Él tenía un carácter apasionado, estudioso y austero, y había puesto en el arte sus amores; ella,
joven, de rarísima belleza, todo luz y sonrisas, con la alegría de un cervatillo, amándolo todo, no odiando
más que el arte, que era su rival, no temiendo más que la paleta, los pinceles y demás instrumentos
importunos que le arrebataban el amor de su adorado. Terrible impresión causó a la dama oír al pintor
hablar del deseo de retratarla. Mas era humilde y sumisa, y sentóse pacientemente, durante largas
semanas, en la sombría y alta habitación de la torre, donde la luz se filtraba sobre el pálido lienzo
solamente por el cielo raso.
"El artista cifraba su gloria en su obra, que avanzaba de hora en hora, de día en día.
"Y era un hombre vehemente, extraño, pensativo y que se perdía en mil ensueños; tanto que no
veía que la luz que penetraba tan lúgubremente en esta torre aislada secaba la salud y los encantos de
su mujer, que se consumía para todos excepto para él.
"Ella no obstante, sonreía más y más, porque veía que el pintor, que disfrutaba de gran fama,
experimentaba un vivo y ardiente placer en su tarea, y trabajaba noche y día para trasladar al lienzo la
imagen de la que tanto amaba, la cual de día en día tornábase más débil y desanimada. Y, en verdad, los
que contemplaban el retrato, comentaban en voz baja su semejanza maravillosa, prueba palpable del
genio del pintor, y del profundo amor que su modelo le inspiraba. Pero, al fin, cuando el trabajo tocaba a
su término, no se permitió a nadie entrar en la torre; Porque el pintor había llegado a enloquecer por el
ardor con que tomaba su trabajo, y levantaba los ojos rara vez del lienzo, ni aun para mirar el rostro de su
esposa. Y no podía ver que los colores que extendía sobre el lienzo borrábanse de las mejillas de la que
tenía sentada a su lado. Y cuando muchas semanas hubieron transcurrido, y no restaba por hacer más
que una cosa muy pequeña, sólo dar un toque sobre la boca y otro sobre los ojos, el alma de la dama
palpitó aún, como la llama de una lámpara que está próxima a extinguirse. y entonces el pintor dio los
toques, y durante un instante quedó en éxtasis ante el trabajo que había ejecutado; pero un minuto
después, estremeciéndose, palideció intensamente herido por el terror, y gritando con voz terrible: “—¡En
verdad esta es la vida misma!”— Se volvió bruscamente para mirar a su bien amada,... ¡Estaba muerta!”.
EDGAR ALLAN POE
LIGEIA
LIGEIA
Edgar Allan Poe
Y allí se encuentra la voluntad, que no fenece. ¿Quién
conoce los misterios de la voluntad y su vigor? Pues Dios es una
gran voluntad que penetra todas las cosas por la naturaleza de su
atención. El hombre no se rinde a los ángeles, ni por entero a la
muerte, salvo únicamente por la flaqueza de su débil voluntad.
JOSETH GLANVILL
No puedo, por mi alma, recordar ahora cómo, cuándo, ni exactamente dónde trabe por primera
vez conocimiento con Lady Ligeia. Largos años han transcurrido desde entonces, y mi memoria es débil
porque ha sufrido mucho. O quizá no puedo ahora recordar aquellos extremos porque, en verdad, el
carácter de mi amada, su raro saber, la singular aunque plácida clase de su belleza, y la conmovedora y
dominante elocuencia de su hondo lenguaje musical se han abierto camino en mi corazón con paso tan
constante y cautelosamente progresivo, que ha sido inadvertido y desconocido. Creo, sin embargo, que la
encontré por vez primera, y luego con mayor frecuencia, en una vieja y ruinosa ciudad cercana al Rin. De
seguro, le he oído hablar de su familia. Está fuera de duda que provenía de una fecha muy remota.
¡Ligeia, Ligeia! Sumido en estudios que por su naturaleza se adaptan más que cualesquiera otros a
amortiguar las impresiones del mundo exterior, me bastó este dulce nombre —Ligeia— para evocar ante
mis ojos, en mi fantasía, la imagen de la que ya no existe. Y ahora, mientras escribo, ese recuerdo
centellea, sobre mí, que no he sabido nunca el apellido paterno de la que fue mi amiga y mi prometida,
que llegó a ser mi compañera de estudios y al fin, la esposa de mi corazón. ¿Fue aquello una orden
mimosa por parte de mi Ligeia? ¿O fue una prueba de la fuerza de mi afecto lo que me llevó a no hacer
investigaciones sobre ese punto? ¿O fue más bien un capricho mío, una vehemente y romántica ofrenda
sobre el altar de la más apasionada devoción? Si sólo recuerdo el hecho de un modo confuso, ¿cómo
asombrarse de que haya olvidado tan por completo las circunstancias que le originaron o le
acompañaron? Y en realidad, si alguna vez el espíritu que llaman novelesco, si alguna vez la brumosa y
alada Ashtophet del idólatra Egipto, preside, según dicen los matrimonios fatídicamente adversos, con
toda seguridad presidió el mío.
Hay un tema dilecto, empero, sobre el cual no falla mi memoria. Es este la persona de Ligeia. Era
de alta estatura, algo delgada, e incluso en los últimos días muy demacrada. Intentaría yo en vano
describir la majestad, la tranquila soltura de su porte o la incomprensible ligereza y flexibilidad de su paso.
Llegaba y partía como una sombra. No me daba cuenta jamás de su entrada en mi cuarto de estudio,
salvo por la amada música de su apagada y dulce voz, cuando posaba ella su marmórea mano sobre mi
hombro. En cuanto a la belleza de su faz, ninguna doncella la ha igualado nunca. Era el esplendor de un
sueño de opio, una visión aérea y encantadora, más ardorosamente divina que las fantasías que
revuelan alrededor de las almas dormidas de las hijas de Delos. Con todo, sus rasgos no poseían ese
modelado regular que nos han enseñado falsamente a reverenciar con las obras clásicas del paganismo.
"No hay belleza exquisita —dice Bacon, Lord Verulam—, hablando con certidumbre de todas las formas y
genera de belleza, sin algo extraño en la proporción." No obstante, aunque yo veía que los rasgos de
Ligeia no poseían una regularidad clásica, aunque notaba que su belleza era realmente "exquisita", y
sentía que había en ella mucho de "extraño", me esforzaba en vano por descubrir la irregularidad y por
perseguir los indicios de mi propia percepción de "lo extraño". Examinaba el contorno de la frente alta y
pálida —una frente irreprochable: ¡cuán fría es, en verdad, esta palabra cuando se aplica a una majestad
tan divina!—, la piel que competía con el más puro marfil, la amplitud imponente, la serenidad, la graciosa
prominencia de las regiones que dominaban las sienes; y luego aquella cabellera de un color negro como
plumaje de cuervo, brillante, profusa, naturalmente rizada, y que demostraba toda la potencia del epíteto
homérico, "¡jacintina!". Miraba yo las líneas delicadas de la nariz, y en ninguna parte más que en los
graciosos medallones hebraicos había contemplado una perfección semejante. Era la misma tersura de
superficie, la misma tendencia casi imperceptible a lo aguileño, las mismas aletas curvadas con armonía
que revelaban un espíritu libre. Contemplaba yo la dulce boca. Encerraba el triunfo de todas las cosas
celestiales: la curva magnifica del labio superior, un poco corto, el aire suave y voluptuosamente
reposado del interior, los hoyuelos que se marcaban y el color que hablaba, los dientes reflejando en una
especie de relámpago cada rayo de luz bendita que caía sobre ellos en sus sonrisas serenas y plácidas,
pero siempre radiantes y triunfadoras. Analizaba la forma del mentón, y allí también encontraba la gracia,
la anchura, la dulzura, la majestad, la plenitud y la espiritualidad griegas, ese contorno que el dios Apolo
reveló sólo en sueños a Cleómenes, el hijo del ateniense. Y luego miraba yo los grandes ojos de Ligeia.
Para los ojos no encuentro modelos, en la más remota antigüedad. Acaso era en aquellos ojos de
mi amada donde residía el secreto al que Lord Verulam alude. Eran, creo yo, más grandes que los ojos
ordinarios de nuestra propia raza. Más grandes que los ojos de la gacela de la tribu del valle de
Nourjahad. Aun así, a ratos era —en los momentos de intensa excitación— cuando esa particularidad se
hacia más notablemente impresionante en Ligeia. En tales momentos su belleza era —al menos, así
parecía quizá a mi imaginación inflamada— la belleza de las fabulosas huríes de los turcos. Las pupilas
eran del negro más brillante y bordeadas de pestañas de azabache muy largas; sus cejas, de un dibujo
ligeramente irregular, tenían ese mismo tono. Sin embargo, lo extraño que encontraba yo en los ojos era
independiente de su forma, de su color y de su brillo, y debía atribuirse, en suma, a la expresión. ¡Ah,
palabra sin sentido, puro sonido, vasta latitud en que se atrinchera nuestra ignorancia de lo espiritual! ¡La
expresión de los ojos de Ligeia! ¡Cuántas largas horas he meditado en ello; cuántas veces, durante una
noche entera de verano, me he esforzado en sondearlo! ¿Qué era aquello, aquel lago más profundo que
el pozo de Demócrito que vacía en el fondo de las pupilas de mi amada? ¿Qué era aquello? Se
adueñaba de mí la pasión de descubrirlo. ¡Aquellos ojos! ¡Aquellas grandes, aquellas brillantes, aquellas
divinas pupilas! Habían llegado a ser para mí las estrellas gemelas de Leda, y era yo para ellas el más
devoto de los astrólogos.
No existe hecho, entre las muchas incomprensibles anomalías de la ciencia psicológica, que sea
más sobrecogedoramente emocionante que el hecho —nunca señalado, según creo, en las escuelas—
de que, en nuestros esfuerzos por traer a la memoria una cosa olvidada desde hace largo tiempo, nos
encontremos con frecuencia al borde mismo del recuerdo, sin ser al fin capaces de recordar. Y así,
¡cuántas veces, en mi ardiente análisis de los ojos de Ligeia, he sentido acercarse el conocimiento pleno
de su expresión! ¡Lo he sentido acercarse, y a pesar de ello, no lo he poseído del todo, y por último, ha
desaparecido con absoluto! Y (¡extraño, oh, el más extraño de todos los misterios!) he encontrado en los
objetos más vulgares del mundo una serie de analogías con esa expresión. Quiero decir que, después
del periodo en que la belleza de Ligeia pasó por mi espíritu y quedó allí como en un altar, extraje de
varios seres del mundo material una sensación análoga a la que se difundía sobre mí, en mí, bajo la
influencia de sus grandes y luminosas pupilas. Por otra parte, no soy menos incapaz de definir aquel
sentimiento, de analizarlo o incluso de tener una clara percepción de él. Lo he reconocido, repito, algunas
veces en el aspecto de una viña crecida deprisa, en la contemplación de una falena, de una mariposa,
de una crisálida, de una corriente de agua presurosa. Lo he encontrado en el océano, en la caída de un
meteoro. Lo he sentido en las miradas de algunas personas de edad desusada. Hay en el cielo una o dos
estrellas (en particular, una estrella de sexta magnitud, doble y cambiante, que se puede encontrar junto
a la gran estrella de la Lira) que, vistas con telescopio, me han producido un sentimiento análogo. Me he
sentido henchido de él con los sonidos de ciertos instrumentos de cuerda, y a menudo en algunos
pasajes de libros. Entre otros innumerables ejemplos, recuerdo muy bien algo en un volumen de Joseph
Glanvill que (tal vez sea simplemente por su exquisito arcaísmo, ¿quién podría decirlo?) no ha dejado
nunca de inspirarme el mismo sentimiento: "Y allí se encuentra la voluntad que no fenece. ¿Quién conoce
los misterios de la voluntad, y su vigor? Pues Dios es una gran voluntad que penetra todas las cosas por
la naturaleza de su atención. El hombre no se rinde a los ángeles ni por entero a la muerte, salvo
únicamente por la flaqueza de su débil voluntad."
Durante el transcurso de los años, y por una sucesiva reflexión, he logrado trazar, en efecto,
alguna remota relación entre ese pasaje del moralista inglés y una parte del carácter de Ligeia. Una
intensidad de pensamiento, de acción, de palabra era quizá el resultado, o por lo menos, el indicio de una
gigantesca volición que, durante nuestras largas relaciones, hubiese podido dar otras y más inmediatas
pruebas de su existencia. De todas las mujeres que he conocido, ella, la tranquila al exterior, la siempre.
plácida Ligeia, era la presa más desgarrada por los tumultuosos buitres de la cruel pasión. Y no podía yo
evaluar aquella pasión, sino por la milagrosa expansión de aquellos ojos que me deleitaban y me
espantaban al mismo tiempo, por la melodía casi mágica, por la modulación, la claridad y la placidez de
su voz muy profunda, y por la fiera energía (que hacia el doble de efectivo el contraste con su manera de
pronunciar) de las vehementes palabras que prefería ella habitualmente.
He hablado del saber de Ligeia: era inmenso, tal como no lo he conocido nunca en una mujer.
Sabía a fondo las lenguas clásicas, y hasta donde podía apreciarlo mi propio conocimiento, los dialectos
modernos europeos, en los cuales no la he sorprendido nunca en falta. Bien mirado, sobre cualquier tema
de la erudición académica tan alabada, sólo por ser más abstrusa, ¿he sorprendido en falta nunca a
Ligeia? ¡Cuán singularmente, cuán emocionantemente, había impresionado mi atención en este último
periodo sólo aquel rasgo en el carácter de mi esposa! He dicho que su cultura superaba la de toda mujer
que he conocido; pero ¿dónde está el hombre que haya atravesado con éxito todo el amplio campo de
las ciencias morales, físicas y matemáticas? No vi entonces lo que ahora percibo con claridad; que los
conocimientos de Ligeia eran gigantescos, pasmosos; por mi parte, me daba la suficiente cuenta de su
infinita superioridad para resignarme, con la confianza de un colegial, a dejarme guiar por ella a través del
mundo caótico de las investigaciones metafísicas, del que me ocupé con ardor durante los primeros años
de nuestro matrimonio.
¡Con qué vasto triunfo, con qué vivas delicias, con qué esperanza etérea la sentía inclinada sobre
mí en medio de estudios tan poco explorados, tan poco conocidos, y veía ensancharse en lenta
graduación aquella deliciosa perspectiva ante mí, aquella larga avenida, espléndida y virgen, a lo largo de
la cual debía yo alcanzar al cabo la meta de una sabiduría harto divinamente preciosa para no estar
prohibida!
Por eso, ¡Con qué angustioso pesar vi, después de algunos años, mis esperanzas tan bien
fundadas abrir las alas juntas y volar lejos! Sin Ligeia, era yo nada más que un niño a tientas en la noche.
Sólo su presencia, sus lecturas podían hacer vivamente luminosos los múltiples misterios del
transcendentalismo en el cual estábamos sumidos. Privado del radiante esplendor de sus ojos, toda
aquella literatura aligera y dorada, se volvía insulsa, de una plúmbea tristeza. Y ahora aquellos ojos
iluminaban cada vez con menos frecuencia las páginas que yo estudiaba al detalle. Ligeia cayó enferma.
Los ardientes ojos refulgieron con un brillo demasiado glorioso; los pálidos dedos tomaron el tono de la
cera, y las azules venas de su ancha frente latieron impetuosamente vibrantes en la más dulce emoción.
Vi que debía ella morir, y luché desesperado en espíritu contra el horrendo Azrael. Y los esfuerzos de
aquella apasionada esposa fueron, con asombro mío, aún más enérgicos que los míos. Había mucho en
su firme naturaleza que me impresionaba y hacia creer que para ella llegaría la muerte sin sus terrores;
pero no fue así. Las palabras son impotentes para dar una idea de la ferocidad de resistencia que ella
mostró en su lucha con la Sombra. Gemía yo de angustia ante aquel deplorable espectáculo. Hubiese
querido calmarla, hubiera querido razonar; pero en la intensidad de su salvaje deseo de vivir —de vivir;
sólo de vivir—, todo consuelo y iodo razonamiento habrían sido el colmo de la locura. Sin embargo, hasta
el último instante, en medio de las torturas y de las convulsiones de su firme espíritu, no flaqueó la
placidez exterior de su conducta. Su voz se tornaba más dulce —más profunda—, ¡pero yo no quería
insistir en el vehemente sentido de aquellas palabras proferidas con tanta calma! Mi cerebro daba vueltas
cuando prestaba oído a aquella melodía sobrehumana y a aquellas arrogantes aspiraciones que la
Humanidad no había conocido nunca antes.
No podía dudar que me amaba, y me era fácil saber que en un pecho como el suyo el amor no
debía de reinar como una pasión ordinaria. Pero sólo con la muerte comprendí toda la fuerza de su
afecto. Durante largas horas, reteniendo mi mano, desplegaba ante mí su corazón rebosante, cuya
devoción más que apasionada llegaba a la idolatría. ¿Cómo podía yo merecer la beatitud de tales
confesiones? ¿Cómo podía yo merecer estar condenado hasta el punto de que mi amada me fuese
arrebatada con la hora de mayor felicidad? Pero no puedo extenderme sobre este tema. Diré únicamente
que en la entrega más que femenina de Ligeia a un amor, ¡ay!, no merecido, otorgado a un hombre
indigno de él, reconocí por fin el principio de su ardiente, de su vehemente y serio deseo de vivir aquélla
vida que huía ahora con tal rapidez. Y es ese ardor desordenado, esa vehemencia en su deseo de vivir
—sólo de vivir—, lo que no tengo vigor para describir, lo que me siento por completo incapaz de expresar.
A una hora avanzada de la noche en que ella murió, me llamó perentoriamente a su lado, y me
hizo repetir ciertos versos compuestos por ella pocos días antes. La obedecí. Son los siguientes:
¡Mirad! ¡Esta es noche de gala
después de los postreros años tristes!
Una multitud de ángeles alígeros, ornados
de velos, y anegados en lágrimas,
siéntase en un teatro, para ver
un drama de miedos y esperanzas,
mientras la orquesta exhala, a ratos,
la música de los astros.
Mimos, a semejanza del Altísimo,
murmuran y rezongan quedamente,
volando de un lado para otro;
meros muñecos que van y vienen
a la orden de grandes seres informes
que trasladan la escena aquí y allá,
¡sacudiendo con sus alas de cóndor
el Dolor invisible!
¡Qué abigarrado drama! ¡Oh, sin duda,
jamás será olvidado!
Con su Fantasma, sin cesar acosado,
por un gentío que apresarle no puede,
en un circulo que gira eternamente
sobre sí propio y en el mismo sitio;
¡mucha Locura, más Pecado aún
y el Horror, son alma de la trama!
Pero mirad: ¡entre la chusma mímica
una forma rastrera se entremete!
¡Una cosa roja de sangre que llega retorciéndose
de la soledad escénica!
¡Se retuerce y retuerce! Con jadeos mortales
los mimos son ahora su pasto,
los serafines lloran viendo los dientes del gusano
chorrear sangre humana.
¡Fuera, fuera todas las luces!
Y sobre cada forma trémula,
el telón cual paño fúnebre,
baja con tempestuoso ímpetu...
Los ángeles, pálidos todos, lívidos,
se levantan, descúbranse, afirma
que la obra es la tragedia Hombre,
y su héroe, el Gusano triunfante.
—¡Oh Dios mío! —gritó casi Ligeia, alzándose de puntillas y extendiendo sus brazos hacia lo alto
con un movimiento espasmódico, cuando acabé de recitar estos versos—. ¡Oh Dios mío! ¡Oh Padre
Divino! ¿Sucederán estas cosas irremisiblemente? ¿No será nunca vencido ese conquistador? ¿No
somos nosotros una parte y una parcela de Ti? ¿Quién conoce los misterios de la voluntad y su vigor? El
hombre no se rinde a los ángeles ni a la muerte por completo, salvo por la flaqueza de su débil voluntad.
Y entonces, como agotada por la emoción, dejó caer sus blancos brazos con resignación, y volvió
solemnemente a su lecho de muerte. Y cuando exhalaba sus postreros suspiros se mezcló a ellos desde
sus labios un murmullo confuso. Agucé el oído y distinguí de nuevo las terminantes palabras del pasaje
de Glanvill: "El hombre no se rinde a los ángeles ni por entero a la muerte, salvo por la flaqueza de su
débil voluntad."
Ella murió; y yo, pulverizado por el dolor, no pude soportar más tiempo la solitaria desolación de
mi casa en la sombría y ruinosa ciudad junto al Rin. No carecía yo de eso que el mundo llama riqueza.
Ligeia me había aportado más; mucho más de lo que corresponde comúnmente a la suerte de los
mortales. Por eso, después de unos meses perdidos en vagabundeos sin objeto, adquirí y me encerré en
una especie de retiro, una abadía cuyo nombre no diré, en una de las regiones más selváticas y menos
frecuentadas de la bella Inglaterra.
La sombría y triste grandeza del edificio, el aspecto casi salvaje de la posesión, los melancólicos
y venerables recuerdos que con ella se relacionaban, estaban, en verdad, al unísono con el sentimiento
de total abandono que me había desterrado a aquella distante y solitaria región del país. Sin embargo,
aunque dejando a la parte exterior de la abadía su carácter primitivo y la verdeante vetustez que tapizaba
sus muros, me dediqué con una perversidad infantil, y quizá con la débil esperanza de aliviar mis penas;
a desplegar por dentro magnificencias más que regias. Desde la infancia sentía yo una gran inclinación
por tales locuras, y ahora volvían a mí como en una chochez del dolor. (Ay, siento que se hubiera podido
descubrir un comienzo de locura en aquellos suntuosos y fantásticos cortinajes, en aquellas solemnes
esculturas egipcias, en aquellas cornisas y muebles raros, en los ¡extravagantes ejemplares de aquellos
tapices granjeados de oro! Me había convertido en un esclavo forzado de las ataduras del opio, y todos
mis trabajos y mis planes habían tomado el color de mis sueños. Pero no me detendré en detallar
aquellos absurdos. Hablaré sólo de aquella estancia maldita para siempre, donde en un momento de
enajenación mental conduje al altar y tomé por esposa —como sucesora de la inolvidable Ligeia— a Lady
Rowena Trevanion de Tremaine, de rubios cabellos y ojos azules.
No hay una sola parte de la arquitectura y del decorado de aquella estancia nupcial que no
aparezca ahora visible ante mí. ¿Dónde tenía la cabeza la altiva familia de la prometida para permitir,
impulsada por la sed de oro, a una joven tan querida que franqueara el umbral de una estancia adornada
así? Ya he dicho que recuerdo minuciosamente los detalles de aquella estancia, aunque olvide tantas
otras cosas de aquel extraño periodo; y el caso es que no había, en aquel lujo fantástico, sistema que
pudiera imponerse a la memoria. La habitación estaba situada en una alta torre de aquella abadía,
construida como un castillo; era de forma pentagonal y muy espaciosa. Todo el lado sur del pentágono
estaba ocupado por una sola ventana —una inmensa superficie hecha de una luna entera de Venecia, de
un tono oscuro—, de modo que los rayos del sol o de la luna que la atravesaban, proyectaban sobre los
objetos interiores una luz lúgubre. Por encima de aquella enorme ventana se extendía el enrejado de una
añosa parra que trepaba por los muros macizos de la torre. El techo, de roble que parecía negro, era
excesivamente alto, abovedado y curiosamente labrado con las más extrañas y grotescas muestras de un
estilo semigótico y semidruídico. En la parte central más escondida de aquella melancólica bóveda
colgaba, a modo de lámpara de una sola cadena de oro con largos anillos, un gran incensario del mismo
metal, de estilo árabe, y con muchos calados caprichosos, a través de los cuales corrían y se retorcían
con la vitalidad de una serpiente una serie continua de luces policromas.
Unas otomanas y algunos candelabros dorados, de forma oriental, se hallaban diseminados
alrededor; y estaba también el lecho —el lecho nupcial— de estilo indio, bajo y labrado en recio ébano,
coronado por un dosel parecido a un paño fúnebre. En cada uno de los ángulos de la estancia se alzaba
un gigantesco sarcófago de granito negro, copiado de las tumbas de los reyes frente a Luxor, con su
antigua tapa cubierta toda de relieves inmemoriales. Pero era en el tapizado de la estancia, ¡ay!, donde
se desplegaba la mayor fantasía. Los muros, altísimos —de una altura gigantesca, más allá de toda
proporción—, estaban tendidos de arriba abajo de un tapiz de aspecto pesado y macizo, tapiz hecho de
la misma materia que la alfombra del suelo, y de la que se veía en las otomanas, en el lecho de ébano,
en el dosel de éste y con las suntuosas cortinas que ocultaban parcialmente la ventana. Aquella materia
era un tejido de oro de los más ricos. Estaba moteado, en espacios irregulares, de figuras arabescas, de
un pie de diámetro, aproximadamente, que hacían resaltar sobre el fondo sus dibujos de un negro de
azabache. Pero aquellas figuras no participaban del verdadero carácter del arabesco más que cuando se
las examinaba desde un solo punto de vista. Por un procedimiento hoy muy corriente, y cuyos indicios se
encuentran en la más remota antigüedad, estaban hechas de manera que cambiaban de aspecto. Para
quien entrase en la estancia, tomaban la apariencia de simples monstruosidades; pero, cuando se
avanzaba después, aquella apariencia desaparecía gradualmente, y paso a paso el visitante, variando de
sitio en la habitación, se veía rodeado de una procesión continua de formas espantosas, como las
nacidas de la superstición de los normandos o como las que se alzan en los sueños pecadores de los
frailes. El efecto fantasmagórico aumentaba en gran parte por la introducción artificial de una fuerte
corriente de aire detrás de los tapices, que daba al conjunto una horrenda e inquietante animación.
Tal era la mansión, tal era la estancia nupcial en donde pasé, con la dama de Tremaine, las horas
impías del primer mes de nuestro casamiento, y las pasé con una leve inquietud. Que mi esposa temiese
las furiosas extravagancias de mi carácter, que me huyese y me amase apenas, no podía yo dejar de
notarlo; pero aquello casi me complacía. La odiaba con un odio más propio del demonio que del hombre.
Mi memoria se volvía (¡oh, con qué intensidad de dolor!) hacia Ligeia, la amada, la augusta, la bella, la
sepultada. Gozaba recordando su pureza, su sabiduría, su elevada y etérea naturaleza, su apasionado e
idólatra amor. Ahora mi espíritu ardía plena y libremente con una llama más ardiente que la suya propia.
Con la excitación de mis sueños de opio (pues estaba apresado de ordinario por las cadenas de la
droga), gritaba su nombre con el silencio de la noche, o durante el día en los retiros escondidos de los
valles, como si con la energía salvaje, la pasión solemne, el ardor devorador de mi ansia por la
desaparecida, pudiese yo volverla a los caminos de esta tierra que había ella abandonado —¡ah!, ¿era
posible?— para siempre.
A principios del segundo mes de matrimonio, Lady Rowena fue atacada de una dolencia
repentina, de la que se repuso lentamente. La fiebre que la consumía hacia sus noches penosas, y en la
inquietud de un semisopor, hablaba de ruidos y de movimientos que se producían con un lado y en otro
de la torre, y que atribuía yo al trastorno de su imaginación o acaso a las influencias fantasmagóricas de
la propia estancia. Al cabo entró en convalecencia, y por último, se restableció. Aun así, no había
transcurrido más que un breve periodo de tiempo, cuando un segundo y más violento ataque la volvió a
llevar al lecho del dolor, y de aquel ataque no se restableció nunca del todo su constitución, que había
sido siempre débil. Su dolencia tuvo desde esa época un carácter alarmante y unas recaídas más
alarmantes aún que desafiaban toda ciencia y los denodados esfuerzos de sus médicos. A medida que
se agravaba aquel mal crónico, que desde entonces, sin duda, se había apoderado por demás de su
constitución para ser factible que lo arrancasen medios humanos, no pude impedirme de observar una
imitación nerviosa creciente y una excitabilidad en su temperamento por las causas más triviales de
miedo. Volvió ella a hablar, y ahora, con mayor frecuencia e insistencia, de ruidos —de ligeros ruidos— y
de movimientos insólitos en los tapices, a los que había ya aludido.
Una noche, hacia fines de septiembre, me llamó la atención sobre aquel tema angustioso en un
tono más desusado que de costumbre. Acababa ella de despertarse de un sueño inquieto, y había yo
espiado, con un sentimiento medio de ansiedad, medio de vago terror, las muecas de su demacrado
rostro. Me hallaba sentado junto al lecho de ébano en una de las otomanas indias. Se incorporó ella a
medias y habló en un excitado murmullo de ruidos que entonces oía, pero que yo no podía oír, y de
movimientos que entonces veía, aunque yo no los percibiese. El viento corría veloz por detrás de los
tapices, y me dediqué a demostrarle (lo cual debo confesar que no podía yo creerlo del todo) que
aquellos rumores apenas articulados y aquellos cambios casi imperceptibles en las figuras de la pared
eran tan sólo los efectos naturales de la corriente de aire habitual. Pero una palidez mortal que se
difundió por su cara probó que mis esfuerzos por tranquilizarla eran inútiles. Pareció desmayarse, y no
tenía yo cerca criados a quienes llamar. Recordé el sitio donde estaba colocada una botella de un vino
suave, recetado por los médicos, y crucé, presuroso, por la estancia para cogerla. Pero al pasar bajo la
luz del incensario, dos detalles de una naturaleza impresionante atrajeron mi atención. Había yo sentido
algo palpable, aunque invisible, que pasaba cerca de mi persona, y vi sobre el tapiz de oro, en el centro
mismo de la viva luz que proyectaba el innecesario, una sombra, una débil e indefinida sombra de
angelical aspecto, tal como se puede imaginar la sombra de una forma. Pero como estaba yo vivamente
excitado por una dosis excesiva de opio, no concedí más que una leve importancia a aquellas cosas ni
hablé de ellas a Rowena. Encontré el vino, crucé de nuevo la habitación y llené un vaso que acerqué a
los labios de mi desmayada mujer. Entretanto, se había repuesto en parte, y cogió ella misma el vaso,
mientras me dejaba yo caer sobre una otomana cerca del lecho, con los ojos fijos en su persona. Fue
entonces cuando oí claramente un ligero rumor de pasos sobre la alfombra junto al lecho, y un segundo
después, cuando Rowena hacia ademán de alzar el vino hasta sus labios, vi o pude haber soñado que
veía caer dentro del vaso, como de alguna fuente invisible que estuviera en el aire de la estancia, tres o
cuatro anchas gotas de un liquido brillante color rubí. Si yo lo vi, Rowena no lo vio. Bebió el vino sin
vacilar, y me guarde bien de hablarle de aquel incidente que tenia yo que considerar, después de todo,
como sugerido por una imaginación sobreexcitada a la que hacían morbosamente activa el terror de mi
mujer, el opio y la hora.
A pesar de todo, no pude ocultar a mi propia percepción que, inmediatamente después de la
caída de las gotas color rubí, un rápido cambio —pero a un estado peor— tuvo lugar en la enfermedad de
mi esposa; de tal modo, que a la tercera noche, las manos de sus servidores la preparaban para la
tumba, y la cuarta estaba yo sentado solo, ante el cuerpo de ella envuelto en un sudario, en aquella
fantástica estancia que la había recibido como a mi esposa. Extrañas visiones, engendradas por el opio,
revoloteaban como sombras ante mí. Miraba con ojos inquietos los sarcófagos en los ángulos de la
estancia, las figuras cambiantes de los tapices y las luces serpentinas y policromas del incensario, sobre
mi cabeza. Mis ojos cayeron entonces, cuando intentaba recordar los incidentes de la noche anterior, en
aquel sitio, bajo la claridad del incensario, donde había yo visto las huellas ligeras de la sombra. Sin
embargo, ya no estaba allí, y respirando con gran alivio, volví la mirada a la pálida y rígida figura tendida
sobre el lecho. Entonces se precipitaron sobre mí los mil recuerdos de Ligeia, y luego refluyó hacia mi
corazón con la violenta turbulencia de un oleaje todo aquel indecible dolor con que la había contemplado
amortajada. La noche iba pasando, y siempre con el pecho henchido de amargos pensamientos de ella,
de mi solo y único amor, permanecí con los ojos fijos en el cuerpo de Rowena.
Sería medianoche o tal vez más temprano, pues no había tenido yo en cuenta el tiempo, cuando
un sollozo quedo, ligero, pero muy claro, me despertó, sobresaltado, de mi ensueño. Sentí que venía del
lecho de ébano, el lecho de muerte. Escuché con la angustia de un terror supersticioso, pero no se repitió
aquel ruido. Forcé mi vista para descubrir un movimiento cualquiera en el cadáver, pero no se oyó nada.
Con todo, no podía haberme equivocado. Había yo oído el ruido, siquiera ligero, y mi alma estaba muy
despierta en mí. Mantuve resuelta y tenazmente concentrada mi atención sobre el cuerpo. Pasaron varios
minutos antes de que ocurriese algún incidente que proyectase luz sobre el misterio. Por último resultó
evidente que una coloración leve y muy débil, apenas perceptible, teñía de rosa y se difundía por las
mejillas y por las sutiles venas de sus párpados. Aniquilado por una especie de terror y de horror
indecibles, para los cuales no posee el lenguaje humano una expresión lo suficientemente enérgica, sentí
que mi corazón se paralizaba y que mis miembros se ponían rígidos sobre mi asiento. No obstante, el
sentimiento del deber me devolvió, por último, el dominio de mí mismo. No podía dudar ya por más
tiempo que habíamos efectuado prematuros preparativos fúnebres, ya que Rowena vivía aún. Era
necesario realizar desde luego alguna tentativa; pero la torre estaba completamente separada del ala de
la abadía ocupada por la servidumbre, no había cerca ningún criado al que pudiera llamar ni tenía yo
manera de pedir auxilio, como no abandonase la estancia durante unos minutos, a lo cual no podía
arriesgarme. Luché, pues, solo, haciendo esfuerzos por reanimar aquel espíritu todavía en suspenso. A la
postre, en un breve lapso de tiempo, hubo una recaída evidente; desapareció el color de los párpados y
de las mejillas, dejando una palidez más que marmórea; los labios se apretaron con doble fuerza y se
contrajeron con la expresión lívida de la muerte; una frialdad y una viscosidad repulsiva cubrieron en
seguida la superficie del cuerpo, y la habitual rigidez cadavérica sobrevino al punto. Me deje caer,
trémulo, sobre el canapé del que había sido arrancado tan de súbito, y me abandoné de nuevo,
trasoñando, a mis apasionadas visiones de Ligeia.
Una hora transcurrió así, cuando (¿sería posible?) percibí por segunda vez un ruido vago que
venía de la parte del lecho. Escuché, en el colmo del horror. El ruido se repitió; era un suspiro.
Precipitándome hacia el cadáver, vi —vi con toda claridad— un temblor sobre los labios. Un minuto
después se abrieron, descubriendo una brillante hilera de dientes perlinos. El asombro luchó entonces en
mi pecho con el profundo terror que hasta ahora lo había dominado. Sentí que mi vista se oscurecía, que
mi razón se extraviaba, y gracias únicamente a un violento esfuerzo, recobré al fin valor para cumplir la
tarea que el deber volvía a imponerme. Había ahora un color cálido sobre la frente, sobre las mejillas y
sobre la garganta; un calor perceptible invadía todo el cuerpo, e incluso el corazón tenia un leve latido. Mi
mujer vivía. Con un ardor redoblado, me dediqué a la tarea de resucitarla; froté y golpeé las sienes y las
manos, y utilicé todos los procedimientos que me sugirieron la experiencia y numerosas lecturas médicas.
Pero fue en vano. De repente el color desapareció, cesaron los latidos, los labios volvieron a adquirir la
expresión de la muerte, y un instante después, el cuerpo entero recobró su frialdad de hielo, aquel tono
lívido, su intensa rigidez, su contorno hundido, y todas las horrendas peculiaridades de lo que ha
permanecido durante varios días en la tumba.
Y me sumí otra vez en las visiones de Ligeia, y otra vez (¿cómo asombrarse de que me
estremezca mientras escribo?), otra vez llegó a mis oídos un sollozo sofocado desde el lecho de ébano.
Pero (¿para qué detallar con minuciosidad los horrores indecibles de aquella noche? ¿Para qué
detenerme en relatar ahora cómo, una vez tras otra, casi hasta que despuntó el alba, el horrible drama de
la resurrección se repitió, cómo cada aterradora recaída se transformaba tan sólo en una muerte más
rígida y más irremediable, cómo cada angustia tomaba el aspecto de una lucha con un adversario
invisible, y cómo ahora cada lucha era seguida por no sé qué extraña alteración en la apariencia del
cadáver? Me apresuraré a terminar.
La mayor parte de la espantosa noche había pasado, y la que estaba muerta se movió de nuevo,
al presente con más vigor que nunca, aunque despertándose de una disolución más aterradora y más
totalmente irreparable que ninguna. Había yo, desde hacia largo rato, interrumpido la lucha y el
movimiento y permanecía sentado rígido sobre la otomana, presa impotente de un torbellino de violentas
emociones, de las cuales la menos terrible quizá, la menos aniquilante, constituía un supremo espanto. El
cadáver, repito, se movía, y al presente con más vigor que antes. Los colores de la vida se difundían con
una inusitada energía por la cara, se distendían los miembros, y salvo que los párpados seguían
apretados fuertemente, y que los vendajes y los tapices comunicaban aun a la figura su carácter
sepulcral, habría yo soñado que Rowena se libertaba por completo de las cadenas de la Muerte. Pero si
no acepté esta idea por entero, desde entonces no pude ya dudar por más tiempo, cuando, levantándose
del lecho, vacilante, con débiles pasos, a la manera de una persona aturdida por un sueño, la forma que
estaba amortajada avanzó osada y palpablemente hasta el centro de la estancia.
No temblé, no me moví, pues una multitud de fantasías indecibles, relacionadas con el aire, la
estatura, el porte de la figura, se precipitaron velozmente en mi cerebro, me paralizaron, me petrificaron.
No me movía, sino que contemplaba con fijeza la aparición. Había en mis pensamientos un desorden
loco, un tumulto inaplacable. ¿Podía ser de veras la Rowena viva quién estaba frente a mí? ¿Podía ser
de veras Rowena en absoluto, la de los cabellos rubios y los ojos azules, Lady Rowena Trevanion de
Tremaine? ¿Por qué, si, por qué lo dudaba yo? El vendaje apretaba mucho la boca; pero ¿entonces
podía no ser aquella la boca respirante de Lady de Tremaine? Y las mejillas eran las mejillas rosadas
como en el mediodía de su vida; si, aquéllas eran de veras las lindas mejillas de Lady de Tremaine, viva.
Y el mentón, con sus hoyuelos de salud, ¿podían no ser los suyos? Pero ¿había ella crecido desde su
enfermedad? ¿Qué inexpresable demencia se apoderó de mí ante este pensamiento? ¡De un salto
estuve a sus pies! Evitando mi contacto, sacudió ella su cabeza, aflojó la tiesa mortaja en que estaba
envuelta, y entonces se desbordó por el aire agitado de la estancia una masa enorme de largos y
despeinados cabellos; ¡eran más negros que las alas del cuervo de medianoche! Y entonces, la figura
que se alzaba ante mí abrió lentamente los ojos.
—¡Por fin los veo! —grité con fuerza—. ¿Cómo podía yo nunca haberme equivocado? ¡Estos son
los grandes, los negros, los ardientes ojos, de mi amor perdido, de Lady, de Lady Ligeia!.
F I N
EDGAR ALLAN POE
LOS HECHOS EN EL
CASO DE M. VALDEMAR
LOS HECHOS EN EL CASO DE M. VALDEMAR
Edgar Allan Poe
Desde luego que no fingiré estar asombrado ante el hecho de que el extraordinario caso de M.
Valdemar haya excitado tanto la discusión. Habría sido un milagro que así no fuese, especialmente
debido a sus circunstancias. A causa del deseo de todos los interesados de ocultar el asunto del público,
al menos por ahora, o hasta que tuviéramos nuevas oportunidades de investigación —a través de
nuestros esfuerzos al efecto—, una relación incompleta o exagerada se ha abierto camino entre la gente
y se ha convertido en la fuente de muchas interpretaciones falsas y desagradables y, naturalmente, de un
gran escepticismo.
Ahora se ha hecho necesario que yo dé cuenta de los hechos, tal como yo mismo los entiendo.
Helos sucintamente aquí:
En estos tres últimos años, mi atención se vio repetidamente atraída por el mesmerismo; y hace
aproximadamente nueve meses que de pronto se me ocurrió que, en la serie de experiencias realizadas
hasta ahora, había una importante e inexplicable omisión: nadie había sido aún mesmerizado in articulo
mortis. Hacia falta saber, primero, si en tal estado existía en el paciente alguna receptividad a influencia
magnética; segundo, si en caso existir, era ésta disminuida o aumentada por su condición; tercero, hasta
qué punto, o por cuánto tiempo, podría la invasión de la muerte ser detenida por la operación. Había otros
puntos por comprobar, pero éstos excitaban en mayor grado mi curiosidad, especialmente el último, por
el importantísimo carácter de sus consecuencias.
Buscando en torno mío algún sujeto que pudiese aclararme estos puntos, pensé en mi amigo M.
Ernest Valdemar, el conocido compilador de la Bibliotheca Forensica, y autor (bajo el nom de plume de
Issachar Marx) de las visiones polacas de Wallenstein y Gargantua.
M. Valdemar, que residía principalmente en Harlem, Nueva York, desde el año , llama (o
llamaba) particularmente la atención por su extrema delgadez (sus extremidades inferior se asemejaban
mucho a las de John Randolp y también por la blancura de sus patillas, que contrastaban violentamente
con la negrura de su cabello, el cual era generalmente confundido con una peluca. Su temperamento era
singularmente nervioso, y hacía de él un buen sujeto para la experiencia mesmérica. En dos o tres
ocasiones, yo había conseguido dormirle sin mucha dificultad, pero me engañaba en cuanto a otros
resultados que su peculiar constitución me habían hecho naturalmente anticipar. Su voluntad no quedaba
positiva ni completamente sometida a mi gobierno, y por lo que respecta a la clairvoyance, no pude
obtener de él nada digno de relieve. Siempre atribuí mi fracaso en estos aspectos al desorden de su
edad. Unos meses antes de conocerle, sus médicos le habían diagnosticado una tisis. En realidad, tenía
la costumbre de hablar tranquilamente de su próximo fin, como de un hecho que no podía ser ni evitado
ni lamentado.
Cuando se me ocurrieron por primera vez las ideas a que he aludido, es natural que pensase en
M. Valdemar. Conocía demasiado bien su sólida filosofía para temer algún escrúpulo por su parte, y él
carecía de parientes en América que pudieran oponerse. Le hablé francamente del asunto, y, con
sorpresa por mi parte, su interés pareció vivamente excitado. Digo con sorpresa por mi parte porque,
aunque siempre se había prestado amablemente a mis experiencias, nunca me había dado con
anterioridad la menor señal de simpatía hacia ellas. Su enfermedad era de las que permiten calcular con
exactitud la época de la muerte, y al fin convinimos en que me mandaría a buscar unas veinticuatro horas
antes del término fijado por los médicos para su fallecimiento.
Hace ahora más de siete meses que recibí del propio M. Valdemar la nota siguiente:
Querido P...
Puede usted venir ahora. D... y F... están de acuerdo en que no puedo pasar de la media noche
de mañana, y creo que han acertado la hora con bastante aproximación.
Valdemar
MESMERISMO: Doctrina del médico alemán Mesmer; curación por medio del magnetismo. (Nota de El Trauko).
Recibí esta nota a la media hora de haber sido escrita, y quince minutos después me hallaba en
la habitación del moribundo. No le había visto hacía diez días, y me asustó la terrible alteración que en
tan breve intervalo se había operado en él. Su rostro tenía un color plomizo; sus ojos carecían totalmente
de brillo y su delgadez era tan extrema que los pómulos le habían agrietado la piel. Su expectoración era
excesiva, y el pulso era apenas perceptible. Sin embargo, conservaba de un modo muy notable todo su
poder mental y cierto grado de fuerza física. Hablaba con claridad, tomaba sin ayuda algunas drogas
calmantes, y, cuando entré en la habitación, se hallaba ocupado escribiendo notas en una agenda.
Estaba sostenido en el lecho por almohadas. Los doctores D... y F... le atendían.
Después de estrechar la mano de Valdemar llevé aparte a estos señores, que me explicaron
minuciosamente el estado del enfermo. Hacía ocho meses que el pulmón izquierdo se hallaba en un
estado semióseo o cartilaginoso, y era, por tanto, completamente inútil para toda función vital. El derecho,
en su parte superior estaba también parcialmente, si no todo, osificado, mientras que la región inferior era
simplemente una masa de tubérculos purulentos que penetraban unos en otros. Existían diversas
perforaciones profundas, y en un punto una adherencia permanente de las costillas. Estos fenómenos del
lóbulo derecho eran de fecha relativamente reciente. La osificación se había desarrollado con una rapidez
desacostumbrada; un mes antes no se había descubierto aún ninguna señal, y la adherencia sólo había
sido observada en los tres últimos días. Independientemente de la tisis, se sospechaba que el paciente
sufría un aneurisma de la aorta; pero, sobre este punto, los síntomas de osificación hacían imposible una
diagnosis exacta. La opinión de ambos médicos era que M. Valdemar moriría aproximadamente a la
medianoche del día siguiente, domingo. Eran entonces las siete de la tarde del sábado.
Al abandonar la cabecera del enfermo para hablar conmigo, los doctores D... y F... le habían
dado su último adiós. No tenían intención de volver, pero, a petición mía, consintieron en ir a ver al
paciente sobre las diez de la noche.
Cuando se hubieron marchado, hablé libremente con M. Valdemar de su próxima muerte, así
como, más particularmente, de la experiencia propuesta. Declaró que estaba muy animado y ansioso por
llevarla a cabo, y me urgió para que la comenzase acto seguido. Un enfermero y una enfermera le
atendían, pero yo no me sentía con libertad para comenzar un experimento de tal carácter sin otros
testigos más dignos de confianza que aquella gente, en caso de un posible accidente súbito. Retrasé,
pues, la operación hasta las ocho de la noche siguiente, pero la llegada de un estudiante de Medicina,
con el que me unía cierta amistad (Mr. Theodore L...), me hizo desechar esta preocupación. En un
principio, había sido mi propósito esperar por los médicos; pero me indujeron a comenzar, primero, los
ruegos apremiantes de M. Valdemar, y, segundo, mi convicción de que no había instante que perder, ya
que era evidente que agonizaba con rapidez
Mister L… fue tan amable que accedió a mi deseo y se encargó de tomar notas de cuanto
ocurriese; así, pues, voy a reproducir ahora la mayor parte de su memorándum, condensado o copiado
verbatim.
Eran aproximadamente las ocho menos cinco cuando, tomando la mano del paciente, le rogué
que confirmase a Mr. L..., tan claro como pudiera, cómo él, M. Valdemar, estaba enteramente dispuesto a
que se realizara con el una experiencia mesmérica en tales condiciones.
Él replicó, débil, pero muy claramente:
—Sí, deseo ser mesmerizado —añadiendo inmediatamente—: Temo que lo haya usted retrasado
demasiado.
Mientras hablaba, comencé los pases que ya había reconocido como los más efectivos para
adormecerle. Evidentemente, sintió el influjo del primer movimiento lateral de mi mano a través de su
frente; pero por más que desplegaba todo mi poder, no se produjo ningún otro efecto más perceptible
hasta unos minutos después de las diez, cuando los doctores D... y F… llegaron, de acuerdo con la cita.
Les explique en pocas palabras lo que me proponía, y como ellos no pusieran ninguna objeción, diciendo
que el paciente estaba ya en la agonía, continué sin vacilar, cambiando, sin embargo, los pases laterales
por pases de arriba abajo y concentrando mi mirada en el ojo derecho del enfermo.
Durante este tiempo, su pulso era imperceptible y su respiración estertórea, interrumpida a
intervalos de medio minuto.
Este estado duró un cuarto de hora sin ningún cambio. Transcurrido este período, no obstante, un
suspiro muy hondo, aunque natural, se escapó del pecho del moribundo, y cesaron los estertores, es
decir, estos no fueron perceptibles; los intervalos no habían disminuido. Las extremidades del paciente
tenían una frialdad de hielo.
A las once menos cinco noté señales inequívocas de la influencia mesmérica. El vidrioso girar del
ojo se había trocado en esa penosa expresión de la mirada hacia dentro que no se ve más que en los
casos de sonambulismo, y acerca de la cual es imposible equivocarse. Con algunos rápidos pases
laterales, hice que palpitaran sus párpados, como cuando el sueño nos domina, y con unos cuantos más
conseguí cerrarlos del todo. Sin embargo, no estaba satisfecho con esto, y continué vigorosamente mis
manipulaciones, con la plena tensión de la voluntad, hasta que conseguí la paralización completa de los
miembros del durmiente, después de haberlos colocado en una postura aparentemente cómoda. Las
piernas estaban extendidas, así como los brazos, que reposaban en la cama a regular distancia de los
riñones. La cabeza estaba ligeramente levantada.
Cuando llevé esto a cabo, era ya medianoche, y rogué a los señores presentes que examinaran
el estado de M. Valdemar. Tras algunas experiencias, admitieron que se hallaba en un estado de
catalepsia mesmérica, insólitamente perfecto. La curiosidad de ambos médicos estaba muy excitada. El
doctor D... decidió de pronto permanecer toda la noche junto al paciente, mientras el doctor F... se
despidió, prometiendo volver al rayar el alba. Mr. L... y los enfermeros se quedaron.
Dejamos a M. Valdemar completamente tranquilo hasta cerca de las tres de la madrugada;
entonces me acerqué a él y le hallé en idéntico estado que cuando el doctor F... se había marchado, es
decir, que yacía en la misma posición... el pulso era imperceptible; la respiración, dulce, sensible
únicamente si se le aplicaba un espejo ante los labios; tenía los ojos cerrados naturalmente, y los
miembros tan rígidos y tan fríos como el mármol. Sin embargo, su aspecto general no era ciertamente el
de la muerte.
Al aproximarme a M. Valdemar hice una especie de ligero esfuerzo para obligar a su brazo a
seguir el mío, que pasaba suavemente de un lado a otro sobre él. Tales experiencias con este paciente
no me habían dado antes ningún resultado, y seguramente estaba lejos de pensar que me lo diese ahora;
pero, sorprendido su brazo siguió débil y suavemente cada dirección que le señalaba con el mío. Decidí
intentar una breve conversación.
—M. Valdemar —dije—, ¿duerme usted?
No contestó, pero percibí un temblor en la comisuras de sus labios, y esto me indujo a repetir la
pregunta una y otra vez. A la tercera, su cuerpo se agitó por un levísimo estremecimiento; los párpados
se abrieron, hasta descubrir una línea blanca del globo; los labios se movieron lentamente, y a través de
ellos, en un murmullo apenas perceptible, se escaparon estas palabras:
—Sí..., ahora duermo. ¡No me despierten! ¡Déjenme morir así!
Toqué sus miembros, y los hallé tan rígidos como siempre. El brazo derecho, como antes,
obedecía la dirección de mi mano. Volví a preguntar al sonámbulo:
—¿Le duele a usted el pecho, M. Valdemar? Ahora, la respuesta fue inmediata, pero aún menos
audible que antes.
—No hay dolor... ¡Me estoy muriendo!
No creí conveniente atormentarle más por el momento, y no se pronunció una sola palabra hasta
la llegada del doctor F..., que se presentó poco antes de la salida del sol, y que expresó un ilimitado
asombro al hallar todavía vivo al paciente. Después de tomarle el pulso y de aplicarle un espejo sobre los
labios, me rogó que volviese a hablarle al sonámbulo. Así lo hice, preguntándole:
—M. Valdemar, ¿duerme aún?
Como anteriormente pasaron unos minutos antes de que respondiese, y durante el intervalo el
moribundo pareció hacer acopio de energías para hablar. Al repetirle la pregunta por cuarta vez, dijo
débilmente, casi de un modo inaudible:
—Sí, duermo... Me estoy muriendo.
Entonces los médicos expresaron la opinión, o, mejor, el deseo de que se permitiese a M.
Valdemar reposar sin ser turbado, en su actual estado de aparente tranquilidad, hasta que sobreviniese la
muerte, lo cual, añadieron unánimemente, debía ocurrir al cabo de pocos minutos. Decidí, no obstante,
hablarle una vez más, y repetí simplemente mi anterior pregunta.
Mientras yo hablaba, se operó un cambio ostensible en la fisonomía del sonámbulo. Los ojos
giraron en sus órbitas y se abrieron lentamente, y las pupilas desaparecieron hacia arriba; la piel tomó en
general un tono cadavérico, asemejándose no tanto al pergamino como al papel blanco, y las manchas
héticas circulares, que hasta entonces se señalaban vigorosamente en el centro de cada mejilla, se
extinguieron de pronto. Empleo esta expresión porque la rapidez de su desaparición en nada me hizo
pensar tanto como en el apagarse una vela de un soplo. El labio superior, al mismo tiempo, se retorció
sobre los dientes, que hasta entonces había cubierto por entero, mientras la mandíbula inferior caía con
una sacudida perceptible, dejando la boca abierta y descubriendo la lengua hinchada y negra. Imagino
que todos los presentes estaban acostumbrados a los horrores de un lecho mortuorio; pero el aspecto de
M. Valdemar era en este momento tan espantoso, sobre toda concepción, que todos nos apartamos de la
cama.
Noto ahora que llego a un punto de esta narración en el que cada lector puede alarmarse hasta
una positiva incredulidad. Sin embargo, sólo es de mi incumbencia continuar.
Ya no había en M. Valdemar el menor signo de vitalidad y, convencidos de que estaba muerto,
íbamos a dejarlo a cargo de los enfermeros cuando se observó en la lengua un fuerte movimiento
vibratorio, que continuó tal vez durante un minuto. Cuando hubo acabado, de las mandíbulas separadas
e inmóviles salió una voz que sería locura en mí tratar de describir. Hay, no obstante, dos o tres epítetos
que podrían considerarse aplicables en parte; podría decir, por ejemplo, que el sonido era áspero, roto y
cavernoso, pero el odioso total es indescriptible, por la simple razón de que ningún sonido semejante ha
llegado jamás al oído humano. Había, sin embargo, dos particularidades que me hacían pensar entonces,
y aun ahora, que podían ser tomadas como características de la entonación y dar alguna idea de su
peculiaridad ultraterrena. En primer lugar; la voz parecía llegar a nuestros oídos —al menos a los míos—
desde una gran distancia o desde alguna profunda caverna subterránea. En segundo lugar, me
impresionó (temo, ciertamente, que me sea imposible hacerme comprender) como las materias
gelatinosas o glutinantes impresionan el sentido del tacto.
He hablado a la vez de “sonido” y de “voz”. Quiero decir que en el sonido se distinguían las
sílabas con una maravillosa y estremecedora claridad. M. Valdemar hablaba, evidentemente, en
respuesta a la pregunta que le había hecho pocos minutos antes. Yo le había preguntado, como se
recordará, si aún dormía. Ahora dijo:
—Sí... No... He estado dormido..., y ahora..., ahora... estoy muerto.
Ninguno de los presentes trató de negar o siquiera reprimir el inexpresable, el estremecedor
espanto que estas pocas palabras, así pronunciadas, nos produjo. Mr. L..., el estudiante, se desmayó.
Los enfermeros abandonaron inmediatamente la estancia, y fue imposible hacerlos regresar. No pretendo
siquiera hacer comprensibles al lector mis propias impresiones. Durante cerca de una hora nos
ocupamos silenciosamente —sin que se pronunciase un sola palabra— en que Mr. L... recobrara el
conocimiento. Cuando volvió en sí, volvimos a investigar el estado de M. Valdemar. Permanecía, en
todos los aspectos, tal como lo he descrito últimamente, con la excepción de que el espejo ya no indicaba
la menor señal de respiración. Fue vano un intento de sangría en el brazo. Debo decir, asimismo, que
este miembro ya no estaba sujeto a mi voluntad. Me esforcé vanamente en hacerle seguir la dirección de
mi mano. La única indicación real de la influencia mesmérica se manifestaba ahora en el movimiento
vibratorio de la lengua cada vez que hacía a M. Valdemar una pregunta. Parecía hacer un esfuerzo para
responder, pero su voluntad no era bastante duradera. Si cualquier otra persona que no fuese yo le
dirigía una pregunta, parecía insensible, aunque yo intentase poner cada miembro de esa persona en
relación mesmérica con él. Creo que he relatado ya todo lo necesario para comprender el estado del
sonámbulo en este periodo. Conseguimos otros enfermeros, y a las diez abandoné la casa en compañía
de los dos médicos y de Mr. L…
Por la tarde volvimos todos a ver al paciente
Su estado continuaba siendo exactamente el mismo. Discutimos acerca de la oportunidad y la
factibilidad de despertarlo; pero estuvimos fácilmente de acuerdo en que ningún buen propósito serviría
para lograrlo. Era evidente que, hasta entonces, la muerte (o lo que usualmente se denomina muerte)
había sido detenida por el proceso mesmérico. A todos nos parecía claro que despertar a M. Valdemar
sería simplemente asegurar su instantáneo o al menos rápido fallecimiento.
Desde este período hasta el fin de la última semana —un intervalo de cerca de siete meses—,
continuamos yendo diariamente a casa de M. Valdemar, acompañados, unas veces u otras, por médicos
y otros amigos. En todo este tiempo, el sonámbulo permanecía exactamente como lo he descrito por
último. La vigilancia de los enfermeros era continua.
Fue el último viernes cuando, finalmente, decidimos llevar a cabo el experimento de despertarlo o
al menos de tratar de hacerlo; y es acaso el deplorable resultado de esta última experiencia lo que ha
promovido tantas discusiones en los círculos privados; tantas, que no puedo atribuirlas sino a una
injustificada credulidad popular.
Con el propósito de liberar a M. Valdemar de su estado mesmérico, empleé los pases
acostumbrados. Durante algún tiempo, éstos no dieron resultado. La primera señal de que revivía fue un
descenso parcial del iris. Se observó, como especialmente interesante, que este descenso de la pupila
fue acompañado del abundante flujo de un licor amarillento (por debajo de los párpados) de un olor acre
y muy desagradable.
Me sugirieron entonces que tratase de influir en el brazo del paciente, como anteriormente. Lo
intenté, pero sin resultado. Entonces, el doctor D... insinuó el deseo de que le dirigiese una pregunta. Yo
lo hice tal como sigue:
—M. Valdemar, ¿puede usted explicarme cuáles son ahora sus sensaciones o sus deseos?
Instantáneamente, los círculos héticos volvieron a las mejillas; la lengua se estremeció, o, mejor,
giró violentamente en la boca (aún las mandíbulas y los labios continuaban rígidos como antes), y por fin
la misma horrible voz que ya he descrito exclamó con fuerza:
—¡Por el amor de Dios! ¡Pronto, pronto! ¡Duérmame o..., pronto..., despiérteme! ¡Pronto! ¡Le digo
que estoy muerto!
Yo estaba completamente enervado, y por un momento no supe qué hacer. Primero realicé un
esfuerzo para calmar al paciente; pero, fracasando en esto por la ausencia total de la voluntad, volví
sobre mis pasos y traté por todos los medios de despertarlo. Pronto vi que esta tentativa tendría éxito, al
menos había imaginado que mi éxito seria completo, y estaba seguro de que todos los que se
encontraban en la habitación se hallaban preparados para ver despertar al paciente.
Sin embargo, es imposible que ningún ser humano pudiese estar preparado para lo que
realmente ocurrió.
Mientras hacía rápidamente pases mesméricos, entre exclamaciones de “¡Muerto, muerto! que
explotaban de la lengua y no de los labios del paciente, su cuerpo, de pronto, en el espacio de un solo
minuto, o incluso de menos, se contrajo, se desmenuzó, se pudrió completamente bajo mis manos. Sobre
el lecho, ante todos los presentes, yacía una masa casi líquida de repugnante, de detestable
putrefacción.
F I N
La carta robada
La carta robada
Nihil sapientis odiosus acumine nimio. SENECA
Al anochecer de una tarde oscura y tormentosa en el otoño de..., me hallaba en París, gozando de la
doble voluptuosidad de lameditación y de una pipa de espuma de mar, en compañía de mi amigo C.
Auguste Dupin, en un pequeño cuarto detrás de su biblioteca, autroisieme, No. , rue Dunot, faubourg
St. Germain. Durante una horapor lo menos, habíamos guardado un profundo silencio; a
cualquiercasual observador le habríamos parecido intencional y exclusivamente ocupados con las
volutas de humo que viciaban la atmósfera del cuarto. Yo, sin embargo, estaba discutiendo mentalmente
ciertos tópicosque habían dado tema de conversación entre nosotros, hacía algunashoras solamente; me
refiero al asunto de la rue Morgue y el misteriodel asesinato de Marie Rogét. Los consideraba de algún
modo coincidentes, cuando la puerta de nuestra habitación se abrió para dar paso anuestro antiguo
conocido, monsieur G***, el prefecto de la policíaparisina.
Le dimos una sincera bienvenida porque había en aquel hombrecasi tanto de divertido como de despreciable,
y hacía varios años queno le veíamos. Estábamos a oscuras cuando llegó, y Dupin se
levantócon el propósito de encender una lámpara; pero volvió a sentarse sinhaberlo hecho, porque
G*** dijo que había ido a consultarnos, o másbien a pedir el parecer de un amigo, acerca de un asunto
oficial quehabía ocasionado una extraordinaria agitación.
- Si se trata de algo que requiere mi reflexión - observó Dupin,absteniéndose de dar fuego a la mecha
-, lo examinaremos mejor en laoscuridad.
- Esa es otra de sus singulares ideas - dijo el prefecto, que tenía lacostumbre de llamar "singular" a
todo lo que estaba fuera de su comprensión, y vivía, por consiguiente, rodeado de una absoluta legión
de"singularidades".
- Es muy cierto -respondió Dupin, alcanzando a su visitante unapipa, y haciendo rodar hacia él un
confortable sillón.
- ¿Y cuál es la dificultad ahora? -pregunté- Espero que no sea otroasesinato.
- ¡Oh! no, nada de eso. El asunto es muy simple, en verdad, y notengo duda que podremos manejarlo
suficientemente bien nosotrossolos; pero he pensado que a Dupin le gustaría conocer los detalles
delhecho, porque es un caso excesivamente singular!...
- Simple y singular -dijo Dupin.
- Y bien, sí; y no exactamente una, sino ambas cosas a la vez. Sucede que hemos ido desconcertados
porque el asunto es tansimple, y, sin embargo nos confunde a todos.
- Quizás es precisamente la simplicidad lo que le desconcierta austed -dijo mi amigo.
- ¡Qué desatino dice usted! -replicó el prefecto, riendo de todo corazón.
- Quizás el misterio es demasiado sencillo -dijo Dupin.
- ¡Oh! ¡por el ánima de! ... ¡quién ha oído jamás una idea semejante!
- Demasiado evidente por sí mismo.
- ¡Ja! ¡ja! ¡ja!... ¡ ¡jo! ¡jo! ¡jo! -reía nuestro visitante, profundamente divertido- ¡Oh, Dupin, usted me
va a hacer reventar de risa.
- ¿Y cuál es, por fin, el asunto de que se trata? -pregunté.
- Se lo diré a usted -replicó el prefecto, profiriendo un largo, fuertey reposado puff y acomodándose
en su sillón- Se lo diré en pocas palabras; pero antes de comenzar, le advertiré que este es un asunto
quedemanda la mayor reserva, y que perdería sin, remedio mi puesto si sesupiera que lo he confiado a
alguien.
- Continuemos -dije.
- no continúe -dijo Dupin.
- De acuerdo; he recibido un informe personal de un altísimo personaje, de que un documento de la
mayor importancia ha sido robadode las habitaciones reales. El individuo que lo robó es conocido;
sobreeste punto no hay la más mínima duda; fue visto en el acto de llevárselo. Se sabe también que
continúa todavía en su poder.
- ¿Cómo se sabe esto? -preguntó Dupin.
- Se ha deducido perfectamente -replicó el prefecto-, de la naturaleza del documento y de la no
aparición de ciertos resultados que habrían tenido lugar de repente si pasara a otras manos; es decir, a
cansadel empleo que se haría de él, en el caso de emplearlo.
- Sea usted un poco más explícito -dije.
- Bien, puedo afirmar que el papel en cuestión da a su poseedorcierto poder en una cierta parte,
donde tal poder es inmensamentevalioso.
El prefecto era amigo de la jerga diplomática.
- Todavía no le comprendo bien -dijo Dupin.
- ¿No? Bueno; la predestinación del papel a una tercera persona,que es imposible nombrar, pondrá en
tela de juicio el honor de unpersonaje de la más elevada posición; y este hecho da al poseedor
deldocumento un ascendiente sobre el ilustre personaje, cuyo honor ytranquilidad son así comprometidos.
- Pero este ascendiente -repuse- dependería de que el ladrón sepaque dicha persona lo conoce.
¿Quién se ha atrevido?...
- El ladrón -dijo G***- es el ministro D***, quien se atreve a todo; uno de esos hombres tan inconvenientes
como convenientes. Elmétodo del robo no fue menos ingenioso que arriesgado. El documentoen
cuestión, una carta, para ser franco, había sido recibida por el personaje robado, en circunstancias que
estaba sólo en el boudoir real.Mientras que la leía, fue repentinamente interrumpido por la entradade
otro elevado personaje, a quien deseaba especialmente ocultarla.Después de una apresurada y vana
tentativa de esconderla en unagaveta, se vio forzado a colocarla, abierta como estaba, sobre una mesa.
La dirección, sin embargo, quedaba a la vista; y el contenido, asícubierto, hizo que la atención no se
fijara en la carta. En este momentoentró el ministro D***.
Sus ojos de lince perciben inmediatamente el papel, reconocen laletra de la dirección, observa la
confusión del personaje a quien hasido dirigida, y penetra su secreto. Después de algunas gestiones
sobrenegocios, de prisa, como es su costumbre, saca una carta algo parecidaa la otra, la abre, pretende
leerla, y después la coloca en estrecha yuxtaposición con la que codiciaba. Pónese a conversar de
nuevo, duranteun cuarto de hora casi, sobre asuntos públicos. Por último, levantándose para marcharse,
coge de la mesa la carta que no le pertenece. Sulegítimo dueño le ve, pero, como se comprende, no
se atreve a llamarla atención sobre el acto en presencia del tercer personaje que estaba asu lado. El
ministro se marchó dejando su carta, que no era de importancia, sobre la mesa.
- Aquí está, pues -me dijo Dupin-, lo que usted pedía para hacerque el ascendiente del ladrón fuera
completo, el ladrón sabe de que esconocido del dueño del papel.
- Sí - replicó el prefecto -; y el poder así alcanzado en los últimosmeses ha sido empleado, con objetos
políticos, hasta un punto muypeligroso. El personaje robado se convence cada día más de la necesidad
de reclamar su carta. Pero esto, como se comprende, no puede serhecho abiertamente. En fin, reducido
a la desesperación, me ha encomendado el asunto.
- ¿Y quién puede desear -dijo Dupin, arrojando una espesa bocanada de humo-, o siquiera imaginar,
un oyente mas sagaz que usted?
- Usted me adula -replicó el prefecto- pero es posible que algunasopiniones como ésas puedan haber
sido sostenidas respecto a mí.
- Está claro -dije-, como lo observó usted, que la carta está todavíaen posesión del ministro, puesto
que es esta posesión, y no su empleo,lo que confiere a la carta su poder. Con el uso, ese poder desaparece.
- Cierto -dijo G***-, y sobre esa convicción es bajo la que he procedido. Mi primer cuidado fue
hacer un registro muy completo de laresidencia del ministro; y mi principal obstáculo residía en la
necesidad de buscar sin que él se enterara. Además, he sido prevenido delpeligro que resultaría de
darle motivos de sospechar de nuestras intenciones.
- Pero -dije-, usted se halla completamente au fait en este tipo deinvestigaciones. La policía parisina ha
hecho estas cosas muy a menudo antes.
- Ya lo creo; y por esa razón no desespero. Las costumbres delministro me dan, además, una gran
ventaja. Está frecuentemente ausente de su casa toda la noche. Sus sirvientes no son numerosos.
Duermen a una gran distancia de las habitaciones de su amo, ysiendo principalmente napolitanos, se
embriagan con facilidad.
Tengo llaves, como usted sabe, con las que puedo abrir cualquiercuarto o gabinete de París. Durante
tres meses, no ha pasado una noche sin que haya estado empeñado personalmente en escudriñar
lamansión de D***. Mi honor está en juego y, para mencionar un gransecreto, la recompensa es
enorme. Por eso no he abandonado la partidahasta convencerme plenamente de que el ladrón es mas
astuto que yomismo. Me figuro que he investigado todos los rincones y todos losescondrijos de los
sitios en que es posible que el papel pueda ser ocultado.
- ¿Pero no es posible -sugerí-, aunque la carta pueda estar en laposesión de] ministro, como es incuestionable,
que la haya escondidoen alguna parte fuera de su casa?
- Es poco probable -dijo Dupin- La presente y peculiar condiciónde los negocios en la corte, y especialmente
de esas intrigas en lascuales se sabe que D*** está envuelto, exigen la instantánea validezdel
documento, la posibilidad de ser exhibido en un momento dado, unpunto de casi tanta importancia
como su posesión.
- ¿La posibilidad de ser exhibido? -dije.
- Es decir, de ser destruido -dijo Dupin.
- Cierto -observé-; el papel tiene que estar claramente al alcancede la mano. Supongo que podemos
descartar la hipótesis de que elministro la lleva encima.
- Enteramente -dijo el prefecto- Ha sido dos veces asaltado pormalhechores, y su persona rigurosamente
registrada bajo mí propiainspección.
- Se podía usted haber ahorrado ese trabajo -dijo Dupin- D***,presumo, no está loco del todo; y si
no lo está, debe haber previsto esasasechanzas; eso es claro.
- No está loco del todo -dijo G***-; pero es un poeta, lo que considero que está sólo a un paso de la
locura.
- Cierto -dijo Dupin después de una larga y reposada bocanada dehumo de su pipa-, aunque yo
mismo sea culpable de algunas malasrimas.
- Supongamos -dije-, que usted nos detalla las particularidades desu investigación.
- Los hechos son éstos: dispusimos de tiempo suficiente y buscamos en todas partes. He tenido larga
experiencia en estos negocios.Recorrí todo el edificio, cuarto por cuarto, dedicando las noches detoda
una semana a cada uno. Examinamos primero el mobiliario decada habitación. Abrimos todos los
cajones posibles; y supongo queusted sabe que, para un ejercitado agente de policía, son imposibles
loscajones secretos. Cualquiera que en investigaciones de esta clase permite que se le escape un cajón
secreto, es un bobo. La cosa así, essencilla. Hay una cierta cantidad de capacidad, de espacio, que
contaren un mueble. En este caso, establecemos minuciosas reglas. La quincuagésima parte de una línea
no puede escapársenos. Después delgabinete, consideramos las sillas. Los cojines son examinados con
esasdelgadas y largas agujas que usted me ha visto emplear. De las mesas,removemos las tablas superiores.
- ¿Por qué?
- Algunas veces la tabla de una mesa, u otra pieza de mobiliariosimilarmente arreglada, es levantada
por la persona que desea ocultarun objeto; entonces la pata es excavada, el objeto depositado dentro
desu cavidad y la tabla vuelta a colocar. Los extremos de los pilares delas camas son utilizados con el
mismo fin.
- ¿Pero la cavidad no podría ser detectada por el sonido? pregunté.
- De ninguna manera, si cuando el objeto es depositado se coloca asu alrededor una cantidad suficiente
de algodón en rama.
Además, en nuestro caso, estábamos obligados a proceder sin ruidos.
- Pero no pueden ustedes haber removido, no pueden haber hechopedazos todos los artículos de
mobiliario en que hubiera sido posibledepositar un objeto de la manera que usted menciona. Una carta
puedeser comprimida hasta hacer un delgado cilindro en espiral, no difiriendo mucho en forma o volumen
a una aguja para hacer calceta, y deesta forma puede ser introducida en el travesaño de una silla,
porejemplo. No rompieron ustedes todas las sillas, ¿no es así?
- Ciertamente que no; pero hicimos algo mejor: examinamos lostravesaños de cada silla de la casa, y
en verdad, todos los puntos deunión de todas las clases de muebles, con la ayuda de un
poderosomicroscopio. Si hubiera habido alguna huella de reciente remoción, nohabríamos dejado de
notarla instantáneamente. Un solo grano delserrín producido por una barrena en la madera, habría sido
tan visiblecomo una manzana. Cualquier alteración en las encoladuras, cualquierdesusado agujerito en
las uniones, habría bastado para un seguro descubrimiento.
- Presumo que observarían ustedes los espejos, entre los bordes ylas láminas, y examinarían los lechos,
y las ropas de los lechos, asícomo las cortinas y las alfombras.
- Eso, por sabido; y cuando hubimos registrado absolutamente todas las partículas del mobiliario de
esa manera, examinamos la casamisma. Dividimos su entera superficie en compartimentos, que numeramos
para que ninguno pudiera escapársenos, después registramospulgada por pulgada el terreno de la
pesquisa, incluso las dos casasadyacentes, con el microscopio, como antes.
- ¡Las dos casas adyacentes! -exclamé-; deben ustedes haber causado una gran agitación.
- La causamos; pero la recompensa ofrecida es prodigiosa.
- ¿Incluyeron ustedes los terrenos de las casas?
- Todos los terrenos están enladrillados, comparativamente nosdieron poco trabajo. Examinamos el
musgo de las junturas de los,ladrillos, y no encontramos que lo hubieran tocado.
- ¿Buscaron ustedes entre los papeles de D***, por consiguiente, yentre los libros de su biblioteca?
- Ciertamente; abrimos todos los paquetes y legajos; y no sólo¡Abrimos todos los libros, sino que
dimos vuelta todas las hojas detodos los volúmenes, no contentándonos con una simple sacudida
deellos, como acostumbran a hacer algunos de nuestros agentes de policía. Medimos también el espesor
de cada tapa de libro, con la máscuidadosa exactitud, y aplicamos a cada uno el más celoso examen
conel microscopio. Si cualquiera de las encuadernaciones hubiera sidotocada para ocultar la carta,
habría sido completamente imposible queel hecho escapara a nuestra observación. Unos cinco o seis
volúmenes,recién traídos por el encuadernador, los examinamos con todo cuidado, sondeando las
tapas.
- ¿Registraron el suelo, bajo las alfombras?
- Sin duda. Removimos todas las alfombras, Y examinamos losbordes con el microscopio.
- ¿Y el papel de las paredes?
- También.
- ¿Buscaron en los sótanos?
- Sí
- Entonces -dije- han hecho ustedes un mal cálculo, y la carta noestá entre las posesiones del ministro,
como suponen.
- Temo que usted tenga razón -repuso el prefecto-. Y ahora, Dupin, ¿qué me aconseja que haga?
- Hacer una nueva revisión de la casa de] ministro.
- Eso es absolutarnente innecesario -replicó G***-; estoy tan seguro como que respiro, de que la
carta no está en la casa.
- Pues no tengo mejor consejo que darle -dijo Dupin ¿Téndrá usted, como es natural, una cuidadosa
descripción de la carta?
- ¡Ya lo creo!
Y aquí el prefecto, sacando un memorándum, nos leyó en voz altaun minucioso informe de la carta,
especialmente de la apariencia externa del documento perdido. Poco después de esta descripción,
cogiósu sombrero y se fue, mucho más desalentado de lo que le había vistonunca antes.
Casi cerca de un mes había pasado, cuando nos hizo otra visita,encontrándonos ocupados exactamente
de la misma manera que la otravez. Cogió una pipa y una silla, y principió una conversación
sobrecosas ordinarias. Por último, le dije:
- Y bien, señor G***, ¿qué hay sobre la carta robada? Presumoque se habrá usted convencido, al fin,
de que no hay cosa más difícilque sorprender al ministro.
- ¡Que el diablo lo confunda! esa es la verdad; hice el nuevo examen, sin embargo, como Dupin me lo
aconsejó, pero ha sido tiempoperdido, como yo suponía.
- ¿A cuánto asciende la recompensa ofrecida, dijo usted? preguntó Dupin.
- ¿Cuánto? una gran cantidad, una recompensa verdaderamenteliberal; no quiero decir cuánto exactamente,
pero diré una cosa: y esque estaría dispuesto a dar un cheque con ¡mi firma por cincuenta
milfrancos, a cualquiera que me entregara la carta. El asunto se está haciendo día a día cada vez más
importante, y la recompensa ha sidorecientemente doblada. Pero aunque fuera triplicada, no podría
hacermás de lo que he hecho.
- Veamos- dijo Dupin lentamente, entre una y otra bocanada dehumo-; realmente pienso, G***, que
usted no ha hecho todo lo quepodía en este asunto. ¿No cree que podría hacer un poco más?
- ¿Cómo? ¿De qué manera?
- ¡Pst! creo, puff, puff, que usted podría, puff, puff, pedir consejosobre este asunto; puff, priff, puff.
¿Se acuerda usted de lo que secuenta de Abernethy!
- ¡No! ¡Al diablo con su Abernethy!
- ¡Está bueno! al diablo con él, y buena suerte. Pero he aquí el hecho. Una vez, cierto ricacho muy
avaro concibió la idea de obtenergratis de ese Abernethy una opinión médica. Habiendo procurado
conese objeto estar solo con él en una conversación corriente, le insinuó supropio caso como el de un
individuo imaginario.
- Supongamos- dijo el tacaño -, que sus síntomas son tales y tales;ahora doctor, ¿qué le aconsejaría
usted?
- ¿Qué le aconsejaría? -dijo Abernethy-; ¡psh! que viera a un médico.
- Pero -dijo el prefecto, algo desconcertado-, yo estoy dispuesto apedir consejo, y a pagarlo. Daría
realmente cincuenta mil francos acualquiera que me ayudara en este asunto.
- En ese caso - replicó Dupin, abriendo un cajón y sacando una libreta de cheques-, puede usted
perfectamente hacerme un cheque porla cantidad mencionada. Cuando lo haya firmado, le entregaré la
carta.
Quedé estupefacto. El prefecto parecía como herido por un rayo.Durante algunos minutos permaneció
sin habla y sin movimiento,mirando incrédulamente a mi amigo con la boca abierta y los ojos
queparecían saltárseles de las órbitas; después, aparentemente recobrandola conciencia de su ser,
cogió una pluma y, después de algunas pausasy miradas sin objeto, hizo por último y firmó un cheque
por .francos, y lo alcanzó por sobre la mesa a Dupin. Éste lo examinó cuidadosamente y lo
guardó en su cartera; después, abriendo su escritorio,cogió de él una carta y la entregó al prefecto. El
funcionado se abalanzó sobre ella en una perfecta convulsión de alegría, la abrió con manotemblorosa,
arrojó una rápida ojeada a su contenido, y entonces, agitado y fuera de sí, abrió la puerta y sin ceremonia
de ninguna especiesalió del cuarto y de la casa, sin haber pronunciado una sílaba desdeque Dupin le
había pedido que hiciera el cheque.
Cuando nos quedarnos solos, mi amigo consintió en darme explicaciones.
- La policía parisina -dijo- es sumamente buena en su especialidad. Es perseverante, ingeniosa, astuta
y perfectamente versada en losconocimientos que sus deberes parecen necesitar con más urgencia.
Así, cuando G*** nos detalló su modo de registrar los sitios en la casade D***, tuve plena confianza
en que había practicado una investigación satisfactoria, hasta donde lo permiten sus conocimientos.
- ¿Hasta dónde lo permiten? -pregunté.
- Sí -dijo Dupin- Las medidas adoptadas eran, no solamente lasmejores de su clase, sino que se
acercaban a la perfección absoluta. Sila carta hubiera estado oculta en el radio de esa pesquisa, los
agentesde policía, indiscutiblemente, la hubieran encontrado.
Me sonreí por toda respuesta, pero mi amigo parecía perfectamente serio en todo lo que decía.
- Las medidas, pues - continuo él-, eran buenas en su clase y bienejecutadas; su defecto estaba en ser
inaplicables al caso y al hombre.Un cierto conjunto de recursos altamente ingeniosos son para el prefecto
una especie de lecho de Procusto, a los que adapta forzadamentesus designios. Así es que perpetuamente
yerra por ser demasiado profundo, o demasiado superficial, en los asuntos que se le confían,
ymuchos niños de escuela son mejores razonadores que él. He conocidouno, de unos ocho años de
edad, cuyos éxitos adivinando en el juegode "pares y nones" atraían la admiración de todo el mundo.
Este juegoes simple, y se juega con canicas. Uno de los jugadores oculta en sumano una cantidad de
esas canicas, y pregunta a otro si ese número espar o non. Si el preguntado adivina, gana una; si no,
pierde una. Elniño de que hablo, ganaba todas las canicas de la escuela. Por consiguiente, tenía algún
método para acertar, y éste se basaba en la simpleobservación y el cálculo de la astucia de sus contrincantes.
Por ejemplo, un simple bobalicón es su contrario, y levantando una mano cerrada, y pregunta:
¿son pares o nones? Nuestro niño replica: "Nones",y pierde; pero a la segunda vez gana, porque
entonces se dice a símismo: "El bobalicón tenía pares la primera vez, y su cantidad deastucia es justamente
la suficiente para llevarlo a poner nones en lasegunda; por consiguiente, apostaré "nones"; apuesta
a nones, y gana.Ahora, con un bobo de un grado mayor que el primero, hubiera razonado así: "Este
tal, sabe que en el primer caso aposté a nones, y en elsegundo se le ocurrirá, en el primer impulso, una
simple variación depares a nones, como hizo mi otro contrario; pero entonces un segundopensamiento
le sugerirá que ésta es una variación demasiado simple,y, finalmente, decidirá poner pares como antes.
Por consiguiente,apostaré a pares"; apuesta a pares, y gana. Ahora bien, este sistema derazonar en el
niño de escuela, a quien sus compañeros llamaban afortunado, ¿qué es, en último análisis?
- Es simplemente -dije- una identificación del intelecto del razonador con el de su contrario.
- Eso es - dijo Dupin -; y después de preguntar al niño cómoefectuaba esa completa identificación en
que residía su éxito, recibí lasiguiente respuesta: "Cuando deseo saber cuán sabio o cuán estúpido,o
cuán bueno o cuán malo es alguien, o cuáles son sus pensamientosen un instante dado, acomodo la
expresión de mi rostro, tan cuidadosamente como me sea posible, de acuerdo con la expresión del
rostrode él, y entonces trato de ver qué pensamientos o sentimientos nacenen mi mente, que igualen o
correspondan a la expresión de mi cara."La respuesta de este niño de escuela supera incluso la éxpurea
profundidad que ha sido atribuida a La Rochefoucault, la Bruyere, Maquiavelo y Campanella.
- Y la identificación -dije- del intelecto del razonador con el de sucontrario, depende, si le entiendo a
usted bien, de la exactitud con quese mide la inteligencia de este último.
- Para su valor práctico depende de eso - replicó Dupin-; y el prefecto y toda su cohorte fracasan tan
frecuentemente, primero, por nolograr dicha identificación, y segundo, por mala apreciación, o masbien
por no medir la inteligencia con la que se miden. Consideranúnicamente sus propias ideas ingeniosas; y
buscando cualquier cosaoculta, tienen en cuenta solamente los medios con que ellos la
habríanescondido. Tienen mucha razón en todo: que su propio ingenio es unafiel representación del de
las masas; pero cuando la astucia del reo esdiferente en carácter de la de ellos, el reo se les escapa; es
lógico. Esosucede siempre que esa astucia es superior de la de ellos, y, muy habitualmente cuando está
por abajo. No tienen variación de principio ensus investigaciones; lo más que hacen, cuando se ven
excitados poralgún caso insólito, por alguna extraordinaria recompensa, es extendero exagerar sus
viejas rutinas de práctica, sin modificar sus principios.Por ejemplo, en este caso de D***, ¿qué se ha
hecho para modificar elprincipio de acción? ¿Qué es todo este taladrar, probar, hacer sonar yregistrar
con el microscopio, y dividir la superficie del edificio encuidadosas pulgadas cuadradas y numeradas?
¿Qué es todo eso, sino una exageración de la aplicación de unprincipio o conjunto de principios de
pesquisa, que está basado sobreun conjunto de nociones respecto a la ingeniosidad humana, a que
elprefecto, en la larga rutina de su deber, se ha acostumbrado? ¿No veusted que G*** da por sentado
que todos los hombres que quierenocultar una carta, si no precisamente en un agujero hecho con
barrenaen la pata de una silla, lo hacen, cuando menos, en algún oculto agujero o rincón sugerido por el
mismo tenor del pensamiento que inspira aun hombre la idea de esconderla en un agujero hecho en la
pata de unasilla? ¿Y no ve usted también que tales rincones buscados para ocultar,se emplean únicamente
a las ocasiones ordinarias, y sólo son adoptados por inteligencias ordinarias? Porque en todos
los casos de ocultamiento cabe presumir que en principio se ha efectuado dentro de esascoordenadas;
y su descubrimiento depende, no tanto de la perspicacia ,sino del simple cuidado, la paciencia y la
determinación de los buscadores; y cuando el caso es de importancia, o lo que quiere decir lomismo a
los ojos policiales, cuando la recompensa es de magnitud, lascualidades en cuestión jamás fallan.
Ahora entenderá usted indudablemente lo que quise decir, sugiriendo que, si la carta hubiera sido
ocultada en cualquier parte dentrode los límites del examen del prefecto, o en otras palabras, si el
principio inspirador de su ocultación hubiera estado comprendido dentro delos principios del prefecto,
su descubrimiento habría sido un asuntoabsolutamente fuera de duda. Este funcionario, sin embargo, ha
sidocompletamente engañado; y la fuente originaria de sus fracaso resideen la suposición de que el
ministro es un loco porque ha adquiridofama como poeta. Todos los locos son poetas; esto es lo que
cree elprefecto, y es simplemente culpable de un non disiributio medii alinferir de ahí que todos los
poetas son locos.
- ¿Pero se trata realmente del poeta? -pregunté- Hay dos hermanos, me consta, y ambos han alcanzado
reputación en las letras. Elministro, creo, ha escrito doctamente sobre cálculo diferencial. Es
unmatemático y no un poeta.
- Está usted equivocado; yo le conozco bien, es ambas cosas.
Como poeta y matemático, habría razonado bien; como simplematemático no habría razonado absolutamente,
y hubiera estado amerced del prefecto.
- Usted me sorprende -dije- con esas opiniones, que han sido contradecidas por la voz del mundo.
Suponga que no pretenderá aniquilaruna bien digerida idea con siglos de existencia.
La razón matemática ha sido largo tiempo considerada como larazón por excelencia.
- Il y a parier - replicó Dupin, citando a Chamfort-, que toute idéepublique, toute convention reçue, est
une sottise, car elle a convenueau plus grand nombre.¹ Los matemáticos, concedo, han hecho cuanto
les ha sido posible para difundir el error popular a que usted alude, y que no es menos un error porque
haya sido promulgado comoverdad. Con un arte digno de mejor causa, por ejemplo, han introducido el
término "análisis" con aplicación al álgebra.
Los franceses son los culpables de esta superchería popular; perosi un término tiene alguna importancia,
si las palabras derivan algúnvalor de su aplicabilidad, "análisis" expresa "álgebra", poco más
omenos, como en latín ambitus implica "ambición", religio, "religión",homines honesti, "un conjunto de
hombres honorables".
- Temo que se enemiste usted -dije- con alguno de los algebristasde París; pero prosiga.
- Disputo la validez, y por consiguiente, el valor de esa razón quees cultivada en una forma especial
distinta de la abstractamente lógica.Disputo, en particular, la razón extraída del estudio de las matemáticas.
Las matemáticas son la ciencia de la forma y la cantidad; el razonamiento matemático es simplemente
la lógica aplicada a laobservación a la forma y la cantidad. El gran error consiste en suponerque
hasta las verdades de lo que es llamado álgebra pura son verdadesabstractas o generales. Y este error
es tan extraordinario, que me confundo ante la universalidad con que ha sido recibido. Los
axiomasmatemáticos no son axiomas de validez general. Lo que es verdad derelación (de forma y de
cantidad), es a menudo grandemente es falsorespecto a la moral, por ejemplo. En esta última ciencia
por lo generalincierto que el todo sea igual a la suma de las partes. En química elaxioma falla también.
En el caso de una fuerza motriz falla igualmente, pues dos motores de un valor dado no alcanzan necesariamente
alsumarse una potencia igual a la suma de sus potencias consideradaspor separado. Hay
muchas otras verdades matemáticas, que son verdades únicamente dentro de los límites de la relación.
Pero el matemático arguye, apoyándose en sus verdades finitas, según es costumbre,como si ellas
fueran de una aplicabilidad absolutamente general, comosi el mundo imaginara, en realidad, que lo son.
Bryant, en su recomendable Mitología, menciona una análoga fuente de error, cuandodice que "aunque
las fábulas paganas no son creídas, sin embargo loolvidamos continuamente, y hacemos inferencias de
ellas, como sifueran realidades". Entre los algebristas, no obstante, que son realmente paganos, las
"fábulas paganas" son creídas, y las inferencias sehacen, no tanto por culpa de la memoria, sino por una
incomprensibleperturbación mental. En una palabra, no he encontrado nunca unsimple matemático en
quien se pudiera confiar, fuera de sus raíces yecuaciones, o que no tuviera por artículo de fe, que x +
px es absolutae incondicionalmente igual a q. Diga usted a uno de esos caballeros,por vía de experimento,
si lo desea, que usted cree que puede presentarse casos en que x + px no es absolutamente
igual a q, y después dehaberle hecho entender lo que quiere decir, eche a correr tan pronto como le sea
posible, porque, sin ninguna duda,tratará de darle una paliza.
"Quiero decir - continúo Dupin, mientras me reía yo de su últimaobservación- que si el ministro hubiera
sido nada más que un matemático, el prefecto no habría tenido necesidad de darme este cheque.Le
conocía yo, sin embargo, como matemático y como poeta, y mismedidas fueron adaptadas a su capacidad,
con referencia a las circunstancias de que estaba rodeado. Le conocía como a un cortesano,
yademás como un audaz intrigant. Un hombre así, pensé, debe conocerlos métodos ordinarios de
acción de la policía. No podía haber dejadode prever, y los sucesos han probado que no lo hizo, los
registros a losque fue sometido. Debe haber previsto las investigaciones secretas desu casa. Sus frecuentes
ausencias nocturnas, que eran celebradas por elprefecto como una buena ayuda a sus éxitos,
las miré únicamentecomo astucias para procurar a la policía la oportunidad de hacer uncompleto registro,
y hacerles llegar lo más pronto posible a la convicción a la G*** llegó por último, de que la carta
no estaba en casa.
Comprendí también que todo el conjunto de ideas, que tendría algunadificultad en detallar a usted
ahora, relativo a los invariables principios de la policía en pesquisas de objetos ocultados, pasaría
necesariamente por la mente del ministro. Eso le llevaría, de una manerainevitable, a despreciar todos
los escondrijos ordinarios. No podía,reflexioné, ser tan simple que no viera que los más intrincados y
másremotos secretos de su mansión serían tan de fácil acceso como losrincones más vulgares, a los
ojos, a los exámenes, a los barrenos y losmicroscopios del prefecto. Vi, por último, que se vería
impulsado,como en un asunto de lógica, a la simplicidad, si no la había deliberadamente elegido por su
propio gusto personal. Recordará usted quizácon cuanta gana se rió el prefecto, cuando le sugerí en
nuestra primera entrevista que era muy posible que este misterio le perturbara tantopor ser su descubrimiento
demasiado evidente."
- Sí - dije-, recuerdo bien su hilaridad. Creí realmente que sufriríaconvulsiones.
- El mundo material - continúo Dupin- abunda en muy estrictasanalogías con el espiritual; y así se ha
dado algún color de verdad aldogma retórico de que la metáfora o el símil pueda ser empleada paradar
más fuerza a un pensamiento o embellecer una descripción. Elprincipio de visinertia, por ejemplo,
parece idéntico en física y metafísica. No es más cierto en la primera, que un gran cuerpo es puesto
enmovimiento con más dificultad que uno pequeño, y que su subsecuenteimpulso es proporcionado a
esa dificultad, que lo es en la segunda, queintelectos de la más vasta capacidad, aunque más potentes,
constantesy fecundos en sus movimientos que los de inferior grado, son sin embargo los menos prontamente
movidos, y más embarazados y llenos devacilación en los primeros pasos de sus progresos. Otra
cosa: ¿ha notado usted alguna vez cuáles son las muestras de tiendas que más llaman la atención?
- Nunca se me ocurrió pensarlo -dije.
- Hay un juego de adivinanzas -replicó él- que se juega con unmapa. Uno de los jugadores pide al otro
que encuentre una palabradada, el nombre de una ciudad, río, estado o imperio; una palabra, enfin,
sobre la abigarrada y confusa superficie de un mapa. Un novato enel juego trata generalmente de
confundir a sus contrarios, dándoles abuscar los nombres escritos con las letras más pequeñas; pero el
buenjugador escogerá entre esas palabras que se extienden con grandescaracteres de un extremo a
otro del mapa. Éstas, lo mismo que losanuncios y tablillas expuestas en las calles con letras
grandísimas,escapan a la observación a fuerza de ser excesivamente notables; yaquí, la física inadvertencia
ocular es precisamente análoga a la inteligibilidad moral, por la que el intelecto permite que pasen
desapercibidas esas consideraciones, que son demasiado evidentes y palpables porsí mismas. Pero
parece que éste es un punto que está algo arriba oabajo de la comprensión del prefecto. Nunca creyó
probable o posibleque el ministro hubiera dejado la carta inmediatamente debajo de lasnarices de todo
el mundo, a fin de impedir que una parte de ese mundopudiera verla.
Pero cuanto más reflexionaba sobre el audaz, fogoso y discernido ingenio de D***, sobre el hecho de
que el documento debía haberestado siempre a mano, si intentaba usarlo con ventajoso fin; y sobre
ladecisiva evidencia, obtenida por el prefecto, de que no estaba ocultodentro de los límites de sus
pesquisas ordinarias, más convencidoquedaba de que para ocultar aquella carta el ministro había
recurridoal más amplio y sagaz expediente de no tratar de ocultarla absolutamente.
Convencido de estas ideas, me puse mis gafas verdes y una hermosa mañana, como por casualidad,
entré en la casa del ministro.Encontré a D*** bostezando, extendido cuan largo era,
charlandoinsustancialmente, como de costumbre, y pretendiendo estar aquejadodel más abrumador
ennui. Sin embargo, es uno de los hombres másrealmente activos que existen, pero tan sólo cuando
nadie lo ve.Para pagarle con la misma moneda, me quejé de mis débilesojos, y lamenté la forzosa
necesidad que tenía de usar gafas, bajo elamparo de las cuales examinaba cuidadosa y completamente
toda lahabitación, mientras en apariencia sólo me ocupaba de la conversacióncon mi anfitrión.Presté
especial atención a una gran mesa- escritorio, cerca de lacual estaba sentado D***, y sobre la que
había desparramados confusamente diversas cartas Y otros papeles, uno o dos instrumentos demúsica
v algunos libros. En ella, no obstante, después de un largo ydeliberado escrutinio, no vi nada capaz de
provocar mis sospechas.Por último, mis ojos, examinando el circuito del cuarto, se posaron sobre un
miserable tarjetero de cartón afiligranado, que pendía deuna sucia cinta azul, sujeta a una perillita de
bronce, colocada justamente sobre la repisa de la chimenea. En aquel tarjetero, que tenía treso cuatro
compartimentos, había seis o siete tarjetas de visita y unasolitaria carta. Esta última estaba muy manchada
y arrugada. Se hallaba rota casi en dos, por el medio, como si una primera intención dehacerla
pedazos por su nulo valor hubiera sido cambiado y detenido.Tenía un gran sello negro, con el monograma
de D***, muy visible, yel sobre escrito y dirigido al mismo ministro revelaba una letra menuda y
femenina.
Había sido arrojada sin cuidado alguno, y hasta desdeñosamente,parecía, en una de las divisiones
superiores del tarjetero.No bien descubrí la carta en cuestión, comprendí que era la queandaba buscando.
En verdad, era, en apariencia, radicalmente distintade aquella que nos había leído el prefecto una
descripción tan minuciosa. Aquí el sello era grande y negro, con el monograma de D***;en la otra era
pequeño y rojo, con las armas ducales de la familiaS***. Aquí la dirección del ministro era diminuta y
femenina; en laotra la letra del sobre, dirigida a un cierto personaje real, era marcadamente enérgica y
decidida; el tamaño era su único punto de semejanza. Pero la naturaleza radical de esas diferencias, que
era excesiva,las manchas, la sucia y rota condición del papel, tan inconsistente conlos verdaderos
hábitos metódicos de D***, y tan reveladoras de daruna idea de la insignificancia del documento a un
indiscreto; estascosas, junto con la visible situación en que se hallaba, a la vista detodos los visitantes, y
así coincidente con las conclusiones a que yohabía llegado previamente; esas cosas, digo, eran muy
corroborativasde sospecha, para quien había ido con la intención de sospechar.Demoré mi visita tanto
como fue posible, y mientras manteníauna de las más animadas discusiones con el ministro, sobre un
tópicoque sabía que jamás había dejado de interesarle y apasionarle, volquémi atención, en realidad,
sobre la carta. En aquel examen, confié a lamemoria su apariencia externa y su colocación en el tarjetero;
y porúltimo, hice un descubrimiento que borraba cualquier duda trivial quepudiera haber concebido.
Registrando con la vista los bordes del papel,noté que estaban más chafados de lo que parecía necesario.
Presentaban una apariencia de rotura que resulta cuando un papel liso, habiendo sido una vez
doblado y apretado, es vuelto a doblar en unadirección contraria, con los mismos pliegues que ha
formado el primitivo doblez. Este descubrimiento fue suficiente. Fue claro para mí quela carta había
sido dada vuelta, como un guante, lo de adentro paraafuera; una nueva dirección y un nuevo sello le
habían sido agregados.Dilos buenos días al ministro, y me marché enseguida, abandonandosobre la
mesa una tabaquera de oro.A la mañana siguiente fui en busca de la tabaquera, y reanudamos
placenteramente la conversación del día anterior. Mientras Estábamos en ella empeñados, un fuerte
disparo, como de una pistola, seoyó inmediatamente debajo de las ventanas del edificio, y fue
seguidopor una serie de gritos de terror, y exclamaciones de una multitudasustada. D*** se lanzó a una
de las ventanas, la abrió y miró hacia lacalle. Mientras, me acerqué al tarjetero, cogí la carta, la metí en
mibolsillo y la reemplacé por un facsímil (de sus caracteres externos) quehabía preparado cuidadosamente
en casa, imitando el monograma deD***, con mucha facilidad, por medio de un sello de miga de
pan.El turnulto en la calle había sido ocasionado por la loca conducta de un hombre con un fusil. Había
hecho fuego con él entre ungrillo de mujeres y niños. Se comprobó, sin embargo, que el armaestaba
descargada, y se le permitió que continuara su camino, como aun lunático o un ebrio. Cuando se hubo
retirado, D*** se separó de laventana, a donde le había seguido yo inmediatamente después de conseguir
mi objeto. Al poco rato me despedí de él. El pretendido lunáticoera un hombre a quien yo había
pagado para que produjera el tumulto.
- Pero, ¿qué propósito tenía usted -pregunté- para reemplazar lacarta por un facsímil? ¿No hubiera
sido mejor, en la primera visita,arrebatarla abiertamente y salir con ella?
- D*** -replicó Dupin- es un hombre arrojado y valiente. Su casa,además, no carece de servidores
consagrados a los intereses del amo.Si hubiera yo hecho la atrevida tentativa que usted sugiere,
jamáshabría salido vivo de allí y el buen pueblo de París no hubiera vuelto asaber más de mí. Ya conoce
usted mis ideas políticas. Pero tenía unasegunda intención, aparte de esas consideraciones. En este
asunto,obré como partidario de la dama comprometida. Durante dieciochomeses el ministro la tuvo en
su poder Ella es la que lo tiene ahora ensu poder; como D*** no sabe que la carta no está ya en su
tarjetero,proseguirá con sus presiones como si la tuviera. Así provocará, élmismo, su ruina política. Su
caída, además, será tan precipitada comoridícula. Es igualmente exacto hablar, a propósito de su caso,
del facilis descensus Avernis; pues en todas especies de ascensiones, como laCatalani dice del canto, es
mucho más fácil subir que bajar. En elpresente caso no tengo simpatía, ni siquiera piedad, por el que
desciende. D*** es ese monstrum horrendum, el hombre de genio sinprincipios. Confieso, sin embargo,
que me gustaría mucho conocer elpreciso carácter de sus pensamientos cuando, siendo desafiado
poraquella a quien el prefecto llama "una cierta persona", se vea forzadaa abrir la carta que le dejé para
él en el tarjetero.
- ¿Cómo? ¿escribió usted algo particular en ella?
- Claro. No parecía del todo bien dejarla en blanco; eso hubierasido insultante.. Cierta vez D***, en
Viena, me jugó una mala pasada,acerca de la que le dije, sin perder el buen humor, que no lo
olvidaría.Así, como comprendí que sentiría alguna curiosidad respecto a laidentidad de la persona que
había sobrepujado su inteligencia, penséque era una lástima no dejarle un indicio para que la conociera.
Comoconoce perfectamente mi letra, me limité a copiar en medio de la página estas palabras:
... Un dessein si funeste, S'il n'est digne d'Atrée, est digne de Thyeste, que se pueden encontrar en
el Atreo de Crébillon.
Acerca del autor
Edgard Allan Poe
Datos biográficos: Escritor estadounidense. Debido a la muerte de sus progenitores fue adoptado
por un comerciante llamado Allan,que lo envió a estudiar a Inglaterra, de donde regresó en . Fue
expulsado de la Universidad de Virginia, y un tiempo después unas deudas de juego motivaron el
distanciamiento con su padre adoptivo. Fue nombrado director del Southern Literary Messenger, pero
abandonó el cargo por los ataques de hipocondría y el abuso del alcohol. La muerte de su esposa
acentuó estas dos inclinaciones. Un ataque de delírium trémens produjo su fallecimiento. Se destacan en
ssu obra los cuentos da horror y fantásticos, ha sido admirado por escritores de las más diversas
procedencias geográficas, no así por la crítica estadounidense.
Acerca de esta obra: Ingenioso y magistral relato. El autor introduce el mecanismo de detección
mediante la deducción que tan bien sabe manejar. Original, profundo, Poe justifica con esta obra, y
muchas más, el ser uno de los grandes de la literatura anglosajona. Puede serle muy útil el haber leído
este libro cuando tenga que ocultar algo.
El arte y diseño de tapa de esta edición han sido realizados por Ptricio Olivera.
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