LAS HOJAS SECAS -- G. A. BECQUER
LAS HOJAS SECAS
G. A. BEQUER
G. A. BEQUER
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El sol se había puesto. Las nubes, que cruzaban hechas jirones sobre mi cabeza, iban a
amontonarse unas sobre otras en el horizonte lejano. El viento frío de las tardes de otoño
arremolinaba las hojas secas a mis pies.
Yo estaba sentado al borde de un camino por donde siempre vuelven menos de los que van.
No sé en qué pensaba, si en efecto pensaba entonces en alguna cosa. Mi alma temblaba a punto
de lanzarse al espacio, como el pájaro tiembla y agita ligeramente las alas antes de levantar el
vuelo.
Hay momentos en que, merced a una serie de abstracciones, el espíritu se sustrae a cuanto le
rodea y, repleglándose en sí mismo, analiza y comprende todos los misteriosos fenómenos de la
vida interna del hombre.
Hay otros en que se desliga de la carne, pierde su personalidad y se confunde con los elementos
de la naturaleza, se relaciona con su modo de ser y traduce su incomprensible lenguaje.
Yo me hallaba en uno de esos últimos momentos, cuando sólo y en medio de la escueta llanura
oí hablar cerca de mí.
Eran dos hojas secas las que hablaban y éste, poco más o menos, su extraño diálogo:
-¿De dónde vienes, hermana?
-Vengo de rodar con el torbellino, envuelta en la nube de polvo y de las hojas secas, nuestras
compañeras, a lo largo de la interminable llanura. ¿Y tú?
-Yo he seguido algún tiempo la corriente del río hasta que el vendaval me arrancó de entre el
légamo y los juncos de la orilla.
-¿Y adónde vas?
-No lo sé. ¿Lo sabe acaso el viento que me empuja?
-¡Ay! ¿Quién diría que habíamos de acabar amarillas y secas, arrastrándonos por la tierra,
nosotras, que vivimos vestidas de color y de luz, meciéndonos en el aire?
-¿Te acuerdas de los hermosos días en que brotamos, de aquella apacible mañana en que, roto el
hinchado botón que nos servía de cuna, nos desplegamos, al templado beso del sol, como un
abanico de esmeraldas?
-¡Oh! ¡Qué dulce era sentirse balanceada por la brisa a aquella altura, bebiendo por todos los
poros al aire y la luz!
-¡Oh! ¡Qué hermoso era ver correr el agua del río que lamía las retorcidas raíces del añoso
tronco que nos sustentaba, aquel agua limpia y transparente que copiaba como un espejo el azul
del cielo, de modo que creíamos vivir suspendidas entre dos abismos azules!
-¡Con qué placer nos asomábamos por cima de las verdes frondas para vernos retratadas en la
temblorosa corriente!
-¡Cómo cantábamos juntas imitando el rumor de la brisa y siguiendo el ritmo de las ondas!
-Los insectos, brillantes, revoloteaban, desplegando sus alas de gasa, a nuestro alrededor.
-Y las mariposas blancas y las libélulas azules que giran por el aire en extraños círculos, se
paraban un momento en nuestros dentellados bordes a contarse los secretos de ese misterioso
amor que dura un instante y les consume la vida.
-Cada cual de nosotras era una nota en el concierto de los bosques.
-Cada cual de nosotras era un tono en la armonía de su color.
-En las noches de luna, cuando su plateada luz resbalaba sobre la cima de los montes, ¿te
acuerdas cómo charlábamos en vez baja entre las diáfanas sombras?
-Y referíamos con un blando susurro las historias de los silfos que se columpian en los hilos de
oro que cuelgan las arañas entre los árboles.
.Hasta que suspendíamos nuestra monótona charla para oír embebecidas las quejas del ruiseñor,
que había escogido nuestro tronco por escabel.
-Y eran tan tristes y tan suaves sus lamentos, que, aunque llenas de gozo al oírle, nos amanecía
llorando.
-¡Oh! ¡Qué dulces eran aquellas lágrimas que nos prestaba el rocío de la noche y que
resplandecían con todos los colores del iris a la primera luz de la aurora!
-Después vino la alegre banda de jilgueros a llenar de vida y de ruidos el bosque con la
alborotada y confusa algarabía de sus cantos.
-Y una enamorada pareja colgó junto a nosotros su redondo nido de aristas y de plumas.
-Nosotras servíamos de abrigo a los pequeñuelos contra las molestas gotas de la lluvia en las
tempestades de verano
-Nosotras les servíamos de dosel y los defendíamos de los importunos rayos del sol.
-Nuestra vida pasaba, como un sueño de oro, del que no sospechábamos que se podría
despertar.
-Una hermosa tarde en que todo parecía sonreír a nuestro alrededor, en que el sol poniente
encendía el ocaso y arrebolaba las nubes, y de la tierra ligeramente húmeda se levantaban
efluvios de vida y perfumes de flores, dos amantes se detuvieron a la orilla del agua y al pie del
tronco que nos sostenía.
-¡Nunca se borrará ese recuerdo de mi memoria! Ella era joven, casi; una niña, hermosa y
pálida. Él le decía con ternura: «¿Por qué lloras?». «Perdona este involuntario sentimiento de
egoísmo -le respondió ella, enjugándose una lágrima-. Lloro por mí. Lloro la vida que me huye.
Cuando el cielo se corona de rayos de luz, y la tierra se viste de verdura y de flores, y el viento
trae perfumes y cantos de pájaros y armonías distantes, y se ama y se siente una amada, ¡la vida
es buena!» «¿Y por qué no has de vivir?», insistió él, estrechándole las manos conmovido.
«Porque es imposible. Cuando caigan secas esas hojas que murmuran armoniosas sobre
nuestras cabezas, yo moriré también y el viento llevará algún día su polvo y el mío, ¿quién sabe
adónde?» Yo lo oí y tú lo oíste, y nos estremecimos y callamos. ¡Debíamos secarnos!
¡Debíamos morir y girar arrastradas por los remolinos del viento! Mudas y llenas de terror
permanecíamos aún cuando llegó la noche. ¡Oh! ¡Qué noche tan horrible!
-Por la primera vez faltó a su cita el enamorado ruiseñor que la encantaba con sus quejas.
-A poco volaron los pájaros y con ellos sus pequeñuelos, ya vestidos de plumas. Y quedó el
nido solo, columpiándose lentamente y triste como la cuna vacía de un niño muerto.
-Y huyeron las mariposas blancas y las libélulas azules, dejando su lugar a los insectos oscuros
que venían a roer nuestras fibras y a depositar en nuestro seno sus asquerosas larvas.
-¡Oh! ¡Y cómo nos estremecíamos encogidas al helado contacto de las escarchas de la noche!
-Perdimos el color y la frescura.
-Perdimos la suavidad y la forma y lo que antes, al tocarnos, era como un rumor de besos, como
murmullo de palabras de enamorados, luego se convirtió en áspero ruido, seco, desagradable y
triste.
-¡Y al fin volamos desprendidas!
-Hollada bajo el pie del indiferente pasajero, sin cesar arrastrada de un punto a otro entre el
polvo y el fango, me he juzgado dichosa cuando podía reposar un instante en el profundo surco
de un camino.
-Yo he dado vueltas sin cesar, arrastrada por la turbia corriente, y en mi larga peregrinación vi
solo, enlutado y sombrío, contemplando con un mirada distraída las aguas que pasaban y las
hojas secas que marcaban su movimiento, a uno de los dos amantes cuyas palabras nos hicieron
presentir la muerte.
-¡Ella también se desprendió de la vida y acaso dormirá en una fosa reciente, sobre la que yo
me detuve un momento!
-¡Ay! Ella duerme y reposa, al fin; pero nosotras, ¿cuándo acabaremos este largo viaje...?
-¡Nunca...! Ya el viento que nos dejó reposar un punto vuelve a soplar, y ya me siento
estremecida para levantarme de la tierra y seguir con él. ¡Adiós, hermana!
-Adiós!
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