LAS TUMBAS DE TIEMPOJ.G.Ballard
1Por lo general a las tardes, mientras Traxel y Bridges salían al mar de arena, Shepley y
el Viejo vagabundeaban entre las despojadas tumbas de tiempo, escuchando cómo
chisporroteaban débilmente a la luz moribunda mientras los personajes desvanecidos
aparecían otra vez, y las profundas bóvedas de cristal centelleaban brevemente como
enormes copas.
La mayoría de las tumbas de tiempo del borde sur del mar de arena habían sido
vaciadas siglos antes. Pero a Shepley le gustaba vagabundear por los pabellones
dispersos, hundidos a medias en la arena caliente y antigua que se le deslizaba bajo los
pies descalzos como las ondas de una playa interminable. Solo entre las tumbas de luz
oscilante, junto a los cascos vacíos de los diez mil años últimos, podía olvidar unos
minutos aquel pesado sentimiento de fracaso.
Esa noche, sin embargo, hubiera querido renunciar al paseo. Traxel, que era
nominalmente el jefe del grupo de ladrones de tumbas, le había advertido
categóricamente durante la comida que tenia que pagar o irse. Durante tres semanas
Shepley había estado postergando el momento de la partida, con una serie de excusas
cada vez menos convincentes, y los otros habían empezado a impacientarse. Al Viejo lo
toleraban porque era un verdadero conocedor del mar de arena - había revisado las
tumbas en ruinas durante cuarenta años y conocía los arrecifes y los manantiales como
la palma de la mano - y porque era una institución que en cierto modo significaba la
baja profesión de ladrón de tumbas, pero Shepley hacía sólo tres meses que estaba y
no tenía nada que ofrecer excepto aquellos silencios morosos y el odio que mostraba
contra sí mismo.
- Esta noche, Shepley - le dijo Traxel firmemente con una voz áspera y cortante -, tiene
que encontrar una cinta. No lo podemos mantener indefinidamente. Recuerde que
tenemos tantas ganas de irnos de Virgilio como usted.
Shepley asintió con un gesto, mirando la imagen reflejada en el enjuagatorio de oro.
Traxel estaba sentado a la cabecera de la mesa resplandeciente, y tenía desabrochada
la chaqueta de terciopelo, de cuello alto. Rodeado por la vajilla de oro forjado robada de
las tumbas, el vino tinto de la cantimplora de Bridges salpicando la mesa, Traxel parecía
más un príncipe del Renacimiento que un doctor en filosofía en las malas. Traxel había
sido alguna vez profesor de semántica, y Shepley se preguntaba por qué escándalo
habría llegado a Virgilio. Ahora, como una rata de albañal registraba las tumbas con
Bridges, vendiendo las cintas a los museos psicohistóricos, a tres dólares el metro. A
Shepley le resultaba imposible llegar a un acuerdo con el hombre alto, solitario; en
cambio Bridges, que era simplemente un matón, tenía una vena de buen humor grosero
que lo hacía tolerable. Traxel nunca le permitía sentirse cómodo. Quizá aquel estilo frío,
lacónico, representaba la autoridad, los interrogadores altaneros, de mirada severa, que
aún perseguían a Shepley en sueños.
Bridges hizo retroceder la silla de un puntapié y se tambaleó alrededor de la mesa,
palmeándole los hombros a Shepley.
- Ven con nosotros, muchacho. Esta noche encontraremos una megacinta.
Afuera el jeep bajo, camuflado, esperaba en un valle entre dos dunas. El viejo palacio
de verano se hundía lentamente en el desierto y el piso de la sala de banquetes se
inclinaba en la arena blanca como la cubierta de un barco que naufragaba con todas las
luces encendidas.
- ¿Usted qué hace, doctor? - preguntó Traxel al viejo mientras Bridges saltaba al jeep y
apretaba el acelerador -. Nos gustaría que viniera con nosotros. - El viejo meneó la
cabeza; Traxel se volvió hacia Shepley. - Bueno, ¿viene?
- Esta noche no - replicó Shepley apresuradamente -. Más tarde me iré a... a caminar
por los yacimientos de tumbas.
- ¿A tantos kilómetros? - le recordó Traxel, observándolo, pensativo -. Muy bien. - Se
cerró la chaqueta y fue hacia el jeep. Cuando arrancaban gritó: ¡Shepley, lo que le dije
fue en serio!
Shepley los miró desaparecer entre las dunas. Inexpresivo, repitió:
- Lo dijo en serio.
El Viejo se encogió de hombros, sacudiendo un poco de arena de la mesa.
- Traxel es... un hombre difícil. ¿Qué piensa hacer?
El tono de reproche parecía leve, pues el Viejo comprendía que los motivos de Shepley
eran los mismos que lo habían llevado a encallar en las playas perdidas del mar de
arena, cuarenta años atrás.
Shepley estalló irritado.
- No puedo ir con él. Al cabo de cinco minutos me deja como un limón exprimido. ¿Qué
pasa con Traxel? ¿Por qué está aquí?
El viejo se puso de pie, contemplando vagamente el desierto.
- No recuerdo. Cada uno tiene sus razones. Al cabo de un tiempo las historias se
confunden.
Caminaron siguiendo las huellas del jeep. A un kilómetro y medio de distancia, dando
vueltas entre los lagos de lava que señalaban la orilla sur del mar de arena, pudieron
ver el vehículo que se desvanecía en la oscuridad. Los viejos yacimientos de tumbas,
por donde Shepley y el Viejo solían caminar, estaban allí, formando tres líneas de
pabellones a lo largo de un bajo escollo basáltico. De vez en cuando un breve fulgor
temblaba en la blanca oscuridad, como de hueso, pero la mayoría de las tumbas
estaban silenciosas.
Shepley se detuvo; las manos le caían blandamente a los lados.
- Los nuevos yacimientos están junto al lago de Newton, a casi veinte millas. No puedo
seguirlos.
- Yo no lo intentaría - replicó el Viejo -. Hubo una gran tormenta de arena anoche. Los
guardianes del tiempo estarán afuera marcando las tumbas recién aparecidas. - Rió
suavemente. - Traxel y Bridges no encontrarán ni un centímetro de cinta, y tendrán
suerte si no los arrestan. - Se quitó el sombrero de algodón blanco y echó una mirada
perspicaz a través de la luz inerte, evaluando los nuevos contornos de las dunas; luego
guió a Shepley hacia la vieja monovía, cuya terminal meridional llegaba hasta los
yacimientos de tumbas. Alguna vez había sido utilizada para transportar los pabellones
desde la estación de la orilla septentrional del mar de arena y aún había un pequeño
autogiro apoyado contra la plataforma de carga. - Pasaremos a Pascal. Algo puede
haber ocurrido, uno nunca sabe.
Shepley meneó la cabeza.
- Traxel me llevó allí cuando llegué. Han sido robadas cientos de veces.
- Bueno, echemos un vistazo.
El Viejo se afanó hacia la monovía, y el traje blanco y sucio restalló en la brisa ligera.
Detrás, el palacio de verano, construido tres siglos antes por un millonario oriundo de
Ceres, se desvanecía en la oscuridad, y las tejas de vidrio ondulado en los remates más
altos se fundían con la luz de las estrellas.
Shepley arrimó el vehículo a la plataforma, dio cuerda al autogiro y ayudó al Viejo a
subir al asiento delantero. Usando como palanca un pedazo de vía oxidada, empezó a
empujar. Cada cinco metros más o menos, se detenían para apartar la arena que
invadía la pista, pero lentamente empezaron a girar entre las dunas y los lagos, viendo
aquí y allá la cúpula elevada, y en forma de cebolla, de una solitaria tumba de tiempo;
fragmentos de cristales que centelleaban en la arena como estrellas minúsculas.
Media hora más tarde, mientras recorrían el largo y último declive hacia el lago de
Pascal, Shepley se acercó para sentarse junto al Viejo, que saliendo de su fantaseo
privado le preguntó, zumbón:
- Y usted, Shepley, ¿por qué está aquí?
Shepley se apoyó contra el respaldo, dejando que el aire frío le secara el sudor de la
cara.
- Una vez traté de matar a alguien - explicó concisamente -. Cuando me curaron,
descubrí que quería matarme a mí mismo. - La velocidad aumentó y Shepley tomó el
freno de mano. - Por diez mil dólares puedo volver con libertad vigilada. Pensé que aquí
habría una francmasonería. Pero usted ha sido muy amable, doctor.
- No se preocupe, le conseguiremos una cinta que valga la pena.
Se inclinó hacia adelante, protegiéndose los ojos del. resplandor estelar y contemplando
abajo el pequeño acuartelamiento de tumbas de tiempo, destripadas a orillas del lago.
Había en total una docena de pabellones, con los techos agujereados, el grupo que
Traxel le había mostrado a Shepley cuando llegó para que viera cómo habían saqueado
las bóvedas.
- ¡Shepley! ¡Mire, muchacho!
- ¿Dónde? Ya las he visto, doctor. Se llevaron todo.
El Viejo lo hizo a un lado.
- No, tonto, unos trescientos metros al oeste, a la sombra del largo escollo donde se
han desplazado las dunas. ¿Las ve ahora? - Golpeó con un puño blanco en la rodilla de
Shepley. - La ha conseguido, muchacho. No tiene por qué tenerle miedo a Traxel ni a
nadie ahora.
Shepley detuvo el vehículo bruscamente. Mientras corría delante del Viejo hacia la
escarpa veía varias de las tumbas de tiempo que relucían a lo largo del horizonte,
emergiendo brevemente de la tierra oscura como tiendas de una caravana espectral.
2
Durante diez milenios el mar de Virgilio había servido de cementerio, y se calculaba que
los dos mil kilómetros cuadrados de arena inconstante contenían más de veinte mil
tumbas. Cada menudo sector había sido despojado por sucesivas generaciones de
ladrones de tumbas y un carrete intacto de la decimoséptima dinastía podía venderse
ahora al Museo Psicohistórico por más de 3.000 dólares. Al precio de las dinastías
anteriores, aunque no se había encontrado ninguna más antigua que la duodécima, se
le sumaba una bonificación.
No había cadáveres en las tumbas de tiempo, ni esqueletos polvorientos. Los
fantasmas ciber-arquitectónicos que las habitaban habían sido embalsamados en los
códigos metálicos de las cintas de memoria, transcripciones moleculares
tridimensionales de los originales vivientes, almacenados entre las dunas como un
magnífico acto de fe, en la esperanza de que la recreación de las personalidades
cifradas fuera un día posible. Después de cinco mil años la tentativa había sido
abandonada de mala gana, pero por respeto a los constructores de tumbas se habían
abandonado los pabellones al azar del tiempo en el mar de Virgilio. Más tarde, cuando
los historiadores de las nuevas épocas tuvieron conciencia de los enormes archivos que
los esperaban en ese antiguo limbo, llegaron los ladrones de tumbas. A pesar de los
guardianes no habían cesado aún el saqueo de las tumbas y el tráfico ilícito de las
almas muertas.
- ¡Doctor! ¡Venga! ¡Mire!
Shepley se dejó caer bruscamente de rodillas en la arena de color blanco de plata,
arrastrándose de un pabellón a otro como un cachorro enloquecido.
Sonriendo, el Viejo trepó lentamente por la pendiente blanda, hundido hasta la cintura
en los finos cristales que se desparramaban alrededor, buscando espolones de roca
más firme. La cúpula de la tumba más cercana centelleaba en el cielo, y debajo del
alero sólo se veían unos veinte centímetros de las ventanas. Se sentó un momento en
el techo, observando a Shepley que buceaba en la oscuridad y atisbaba por las
ventanas, apartando la arena con las manos. La tumba estaba intacta. En el interior se
veía la lámpara votiva ardiendo sobre el altar, la nave hexagonal de piso taraceado de
oro, y las colgaduras; en el fondo se abría el estrecho santuario del depósito de
memoria. Alrededor del santuario había unas mesas bajas con vasos y escudillas de
oro forjado, ofrendas aparentes destinadas a distraer a los posibles ladrones.
Shepley se le acercó saltando.
- ¡Entremos, doctor! ¿Qué esperamos ahora?
El Viejo miró la llanura, abajo, el racimo de tumbas abiertas al borde del lago, la cinta
oscura de la monovía que caracoleaba entre las lomas. La idea de la fortuna que tenía
al alcance de la mano no lo conmovía. Hacía tanto tiempo que vivía entre las tumbas
que había empezado a asumir parte de ese clima de inmortalidad e intemporalidad, y
sentía que la impaciencia de Shepley procedía de otra dimensión. Detestaba saquear
las tumbas. Cada tumba robada representaba no sólo la extinción definitiva de una
persona, sino una disminución de su propio sentimiento de eternidad. Cada vez que un
nuevo yacimiento emergía de la arena, sentía que algo dentro de sí mismo volvía a
encenderse un momento; no la esperanza, pues estaba más allá de ella, sino una
serena aceptación del breve lapso que aún le quedaba.
- Bien - dijo, y empezaron a apartar la arena acumulada en torno de la puerta. Shepley
la hacía caer por la rampa donde se desparramaba en una espuma blanca sobre las
astillas basálticas más oscuras. Cuando el estrecho pórtico quedó libre, el Viejo se
acurrucó junto al sello de tiempo. Quitó los cristales incrustados entre los ganchos, y
luego pasó los dedos levemente por encima.
Como palillos secos que se quebraran, crujió una voz antigua: Orión, Betelgeuse, Altair,
cuál de las estrellas nacidas dos veces me heredará, condenada de nuevo a ser este
vástago...
- Venga, doctor, por aquí es más rápido.
Shepley apoyó una pierna contra la puerta y arremetió inútilmente. Apartándolo, y con la
boca pegada al sello, el Viejo replicó:
- De Altaír, Betelgeuse, Orión.
Las puertas se abrieron y el Viejo murmuró:
- No desdeñe el viejo ritual. Veamos ahora. - Se detuvieron en el aire frío, que nadie
había respirado aún. La lámpara votiva lanzaba un pálido fulgor rubí sobre las
colgaduras doradas del santuario.
El aire se volvió curiosamente brumoso y tornasolado. En pocos minutos más empezó a
vibrar con rapidez creciente, y una sucesión de vivos colores onduló a través de la
superficie de algo que parecía un cono de luz, proyectado desde detrás del santuario.
En seguida la luz se convirtió en la imagen tridimensional de un hombre anciano vestido
de azul.
Aunque la imagen era transparente y el brillante azul eléctrico de las vestiduras
revelaba los defectos del sistema de proyección, la ilusión era tan intensa que Shepley
esperó casi que el hombre les hablara. Debía de andar por los setenta años; tenía una
cara compuesta, vigilante, el pelo gris y fino, y las manos le descansaban tranquilas
delante de él. Apenas se veía el borde del escritorio; el cono de luz mostraba parte de
un tintero de plata y un pequeño trofeo de metal.
Estos detalles, así como las espectrales estanterías y los cuadros, que componían el
fondo de la ilusión, eran de valor infinito para los institutos de psico-historia, pues
proporcionaban pruebas más fidedignas de civilizaciones anteriores que las urnas y los
vasos funerarios de la antesala.
Shepley empezó a acercarse y el contorno del personaje se desvaneció ligeramente.
Era un relevador visual del depósito de memoria y seguiría funcionando después de
extraído el código, aunque los carretes inductivos se agotarían en seguida. Luego la
tumba se extinguiría definitivamente.
A cincuenta centímetros de distancia, los ojos sabios del magnate, muerto muchos años
antes, lo miraban fijo, sin pestañear; la frente surcada parecía un trozo de cera rosada y
transparente. A modo de ensayo, Shepley estiró la mano y la metió en el cono de modo
que las miríadas de dibujos vibratorios le corrieron por la muñeca. Durante un momento
tuvo la cara del muerto en la mano, y el borde del escritorio y el tintero de plata le
moteaban la manga.
Entonces se adelantó y lo atravesó directamente pasando a la oscuridad de los fondos
del santuario.
Rápidamente, siguiendo las instrucciones de Traxel, abrió el cajón donde estaba el
depósito de memoria, y sacó los tres pesados tambores: los carretes de cintas.
Inmediatamente el personaje empezó a palidecer; el borde del escritorio y los estantes
con libros se desvanecían a medida que el cono se estrechaba. Unas angostas bandas
de aire muerto aparecieron a través; una, al nivel del cuello del hombre, lo decapitó.
Más abajo, el proyector había empezado a fallar. Las manos juntas temblaban
nerviosamente y de vez en cuando un hombro se contraía levemente. Shepley avanzó
atravesándolo sin mirar atrás.
El Viejo esperaba afuera. Shepley dejó caer los tambores en la arena.
- Son pesados - murmuró, y añadió animándose -: Aquí ha de haber más de ciento
cincuenta metros, doctor. Con la bonificación, y además todas las otras... - Tomó al
Viejo del brazo. - Vamos, entremos en la siguiente.
El Viejo se soltó, observando al personaje que balbuceaba en el pabellón, la luz azul del
hombre muerto que latía sobre la arena como una tormenta de relámpagos sin sonido.
- Espere un minuto, muchacho, no corra tanto. - Como Shepley empezara a vadear la
arena, haciéndola caer por la rampa, añadió con voz más firme - ¡Y deje de mover toda
esa arena! Estas tumbas han estado ocultas desde hace diez mil años. No destruya una
obra valiosa, o los guardianes las encontrarán la próxima vez que pasen.
- O Traxel - dijo Shepley, sosegándose rápidamente. Echó una mirada al lago, y
escudriñó las sombras entre las tumbas. Quizá alguien los observaba, esperando una
oportunidad para apoderarse del tesoro.
3
El Viejo lo dejó en la puerta del pabellón siguiente, resistiéndose a presenciar cómo
despojaba a la tumba de su ya magra pretensión de inmortalidad.
- Esta será la última por esta noche - le dijo a Shepley -. No podrá ocultarles esas cintas
a Bridges y Traxel.
Los accesorios de la tumba eran esta vez unas tétricas losas de mármol negro que
revestían las paredes, cubiertas de extraños jeroglíficos de oro; la taracea del piso
representaba símbolos astrológicos estilizados, espectrales y oscuros. Shepley se
apoyó en el altar, observando el cono de luz que llegó hasta él desde el santuario al
apartar las cortinas. Los colores predominantes eran oro y carmín, mezclados con un
vívido cobre esfumado que se resolvía gradualmente en la cabellera peinada como un
arpa, de una mujer recostada. Yacía en el centro de algo que parecía una esfera de gas
suavemente luminoso, apoyada en un macizo catafalco negro a cuyos lados fulguraban
dos enormes alas heráldicas. El pelo cobrizo de la mujer estaba echado hacia atrás y
tenía más de un metro y medio de largo, mezclándose con el plumaje de las alas, y
dándole un aspecto de tremenda y contenida velocidad, como una diosa en el aire,
volando sobre la cornisa de una ciudad-templo de los muertos.
Los ojos de la mujer miraban inexpresivos hacia Shepley. Los brazos y los hombros
estaban desnudos, y la piel blanca, como nieve compacta, era lustrosa; la luz reflejada
reverberaba en la caja negra del catafalco y en el largo vestido que como una vaina se
enroscaba en los muslos cayendo hasta el piso. La cara, como una exquisita máscara
de porcelana, estaba ligeramente echada hacia atrás, y los ojos entrecerrados sugerían
que la mujer dormía o soñaba. No se había previsto un fondo para la imagen, pero la
concavidad luminiscente confería a la persona un poder y un misterio inmensos.
Shepley oyó que el Viejo se arrastraba detrás.
- ¿Quién es, doctor? ¿Una princesa?
El Viejo meneó la cabeza lentamente.
- Puras conjeturas. No sé. Hay extraños tesoros en estas tumbas. Acabemos con ésta;
es mejor que nos vayamos.
Shepley vaciló. Empezó a caminar hacia la mujer del catafalco y entonces sintió el
enorme impulso ascendente de aquel vuelo. La presión de todos los siglos pasados que
ella arrastraba se concentró en un súbito núcleo, y Shepley retrocedió como ante una
barrera física.
- ¡Doctor! - Llegó a la puerta justo detrás del Viejo. - ¡Dejemos ésta, qué prisa hay!
El Viejo se volvió a la luz de la luna; los brillantes colores del personaje temblaban en
las jóvenes mejillas de Shepley.
- Sé lo que está sintiendo, muchacho, pero recuerde que la mujer no es más que una
pintura. Pronto tendrá que volver por ella.
Shepley asintió rápidamente.
- Lo sé, pero alguna otra noche. Hay algo extraño en esta tumba. - Salió y cerró las
puertas e inmediatamente el enorme cono de luz retrocedió al santuario, sumiendo a la
mujer y el catafalco en la oscuridad. El viento barrió las dunas, arrojó un fino rocío de
arena en las cúpulas semienterradas, suspiró entre las tumbas en ruinas.
El Viejo se encaminó a la monovía y esperó a Shepley, que siguió trabajando una hora
más, recorriendo lentamente cada una de las tumbas.
Por recomendación del Viejo, le dio a Traxel sólo dos de las cajas que contenían unos
quince metros de cinta. Como estaba profetizado, los guardianes del tiempo se pusieron
en acción y atraparon a dos miembros de otra banda. Bridges estaba de pésimo humor,
pero Traxel, siempre dueño de sí mismo, no parecía preocupado por la noche perdida.
Pasando por encima del escritorio en el salón de baile, examinó el tambor con interés,
felicitando a Shepley por su iniciativa.
- Excelente, Shepley. Me alegro de que se haya unido a nosotros ahora. ¿No le
molestaría decirme dónde encontró esto?
Shepley se encogió de hombros vagamente, empezó a balbucear algo sobre el
subsuelo secreto de una de las tumbas abiertas, por allí cerca, pero el Viejo, lo
interrumpió:
- ¡No ande proclamándolo por todas partes! Traxel, no puede hacerle esas preguntas; el
hombre tiene que ganarse la vida.
Traxel sonrió, como una esfinge.
- Una vez más tiene razón, doctor. - Palmeó la caja suave, sin barnizar. - Estado nuevo,
y también de la decimoquinta dinastía.
- ¡Décima! - exclamó Shepley indignado, temiendo que Traxel tratara de embolsarse la
bonificación. El Viejo murmuró una maldición y los ojos de Traxel relampaguearon.
- ¿Conque décima? No sabía que hubiera tumbas de la décima dinastía aún intactas.
Usted me sorprende, Shepley. Es evidente que tiene talentos ocultos.
Afortunadamente parecía suponer que el Viejo había atesorado la banda durante años.
Boca abajo en un profundo agujero al borde del acantilado, Shepley observaba el
vehículo blanco de los guardianes que cruzaba las arenas oscuras hacia el viejo
acantonamiento. justo allá abajo sobresalían las espirales del nuevo yacimiento de
tumbas, invisible contra el fondo oscuro del acantilado. Los guardianes que iban en el
vehículo estaban más interesados en las viejas tumbas; habían descubierto el autogiro
apoyado de costado junto a la monovía y sospecharon que las bandas habían estado
trabajando de nuevo en las ruinas. Uno de ellos se puso de pie y paseó una linterna por
los pabellones abiertos. Cruzando la monovía, el vehículo se movió lentamente a través
del lago hacia el noroeste, dejando detrás una baja capa de polvo.
Durante unos pocos momentos Shepley permaneció inmóvil en la blanda oscuridad,
observando las zanjas y las hondonadas que llevaban al lago; luego se deslizó entre los
pabellones. Apartó la arena hasta descubrir un tablón cuadrado, y se escurrió debajo
hasta el pórtico.
Cuando la imagen dorada de la maga apareció desde el santuario de paredes negras,
desplegando alrededor las andes alas de reptil, Shepley se quedó detrás de una de las
columnas de la nave, fascinado por aquella belleza extraña e inmortal. A veces la cara
luminosa era casi repelente, pero Shepley creía ahora a veces en la posibilidad de
resucitarla. Fue allí todas las noches, escabulléndose en la tumba donde la mujer había
yacido durante diez mil años, incapaz de interrumpirla. El largo pelo cobrizo se
derramaba a sus espaldas como un desatado huracán del tiempo, y el cuerpo anguloso
volaba entre dos universos infinitamente distantes donde seres arquetípicos de estatura
sobrehumana centelleaban rítmicamente en una luz propia.
Dos días más tarde, Bridges descubrió los otros tambores.
- ¡Traxel! ¡Traxel! - gritó, corriendo por el patio interior desde la entrada hasta una de las
bodegas en desuso. Se precipitó en el salón de baile y arrojó las cajas de metal contra
la computadora que Traxel estaba programando -. ¡Écheles un vistazo... más de la
décima dinastía!
Traxel sopesó perezosamente las cajas, echando una mirada a Shepley y al Viejo que
vigilaban junto a la ventana.
- Interesante. ¿Dónde las encontró?
Shepley dio un salto desde las jambas de la ventana.
- Son mías. El doctor lo confirmará. Son las que vienen después de la primera que le di
hace una semana. Estaba almacenándolas.
Bridges lo interrumpió.
- ¿Qué quiere decir, almacenándolas? ¿Ese es su depósito personal? ¿Desde cuándo?
- La mano ancha se adelantó empujando y Shepley rodó hasta Traxel. - Escuche,
Traxel, esas cintas fueron un buen hallazgo. No veo que tengan rótulos. Cada vez que
traiga algo, ¿va a estar este mocoso reclamándomelo?
Traxel se puso de pie, dominando con su estatura a Bridges.
- Claro, tiene usted razón... técnicamente. Pero hay que trabajar juntos, ¿no es cierto?
Shepley cometió un error, y vamos a perdonárselo, por esta vez. - Tendió los tambores
a Shepley, mientras Bridges bullía, indignado. - Si yo fuera usted, Shepley, cobraría
éstas. No tema invadir el mercado. - Cuando Shepley se iba, pasando junto a Bridges lo
llamó. - Y trabajar juntos tiene sus ventajas, ¿sabe?
Miró a Shepley que desaparecía en su cuarto y luego se volvió a estudiar el enorme y
descascarado mapa del mar de arena que cubría la pared.
- Tendrá que despojar las tumbas ahora - le dijo más tarde el Viejo a Shepley -. Es
evidente que usted ha topado con algo y a Traxel no le llevará más de cinco minutos
descubrir dónde.
- Quizás un poco más - replicó Shepley con calma. Salieron de la sombra del palacio y
se encaminaron a las dunas; Bridges y Traxel estaban mirándolos desde la mesa del
comedor, inmóviles en la luz -. Los techos están ahora casi totalmente cubiertos. La
próxima tormenta de arena las enterrará del todo.
- ¿Ha entrado en alguna otra de las tumbas?
Shepley meneó la cabeza enérgicamente.
- Créame, doctor, ahora sé por qué están aquí los guardianes del tiempo. Mientras hay
una posibilidad de que revivan, cada vez que robamos una tumba cometemos un
asesinato. Aunque haya una sola posibilidad en un millón, todos han contado con eso.
Al fin y al cabo, uno no se suicida porque todas las posibilidades de vida sean
virtualmente nulas.
Ya había empezado a creer que la maga podía revivir de pronto, bajando del catafalco.
Mientras existiera una remota posibilidad de volverla a la vida, sentía que él también
tenía un fundamento válido para seguir viviendo, que había un pequeño elemento de
certidumbre en un universo que hasta entonces le había parecido azaroso y
absolutamente sin sentido.
4
Cuando las primeras luces del alba se infiltraron por las ventanas, Shepley salió de
mala gana de la nave de la tumba. Echó una breve mirada a aquella persona
resplandeciente, conteniendo una leve punzada de decepción. La esperada
metamorfosis no había ocurrido aún, pero Shepley se sentía de algún modo aliviado por
haber pasado tanto tiempo esperándola.
Bajó al viejo acantonamiento, escudriñando atentamente la oscuridad. Cuando llegó a la
monovía, ahora hacía el viaje a pie, para impedir que Traxel supusiera que el escondrijo
estaba a lo largo del riel, oyó un débil zumbido en el aire frío. Retrocedió de un salto,
detrás de un montículo bajo, siguiendo su tortuoso camino entre las dunas.
De pronto latió un motor, atrás, y sobre el borde del acantilado apareció el jeep de
Traxel. Las ruedas delanteras giraban a toda velocidad, y el enorme vehículo se
balanceaba hacia adelante, bajaba por el declive entre las tumbas enterradas,
desplazando toneladas de la fina arena que Shepley había retirado a mano tan
laboriosamente. En seguida aparecieron a la vista varios de los pabellones, y el polvo
blanco cayó en cascadas sobre las cúpulas.
Medio enterrados en el alud que ellos mismos habían desencadenado, Traxel y Bridges
saltaron de la cabina, señalando los pabellones y gritándose el uno al otro. Shepley se
precipitó hacia adelante y apoyó el pie en la monovía, que empezó a vibrar.
En la distancia el autogiro se acercaba lentamente. El Viejo lo manejaba solo, sin
sombrero, desmelenado.
Llegó a la tumba en el momento en que Bridges golpeaba la puerta con una bota
pesada; detrás estaba Traxel sosteniendo una valija de llaves inglesas.
- ¡Hola, Shepley! - le dijo Traxel alegremente -. Así que este es el tesoro que ha
encontrado.
Shepley se tambaleó con las piernas separadas en la arena, dejó atrás a Traxel. En ese
momento saltó el vidrio de la ventana. Shepley se arrojó sobre Bridges y lo hizo
retroceder.
- ¡Bridges, ésta es mía! ¡Pruebe cualquiera de las otras; puede quedarse con todas!
Sacudiéndose, Bridges se puso de pie y miró colérico a Shepley. Traxel examinó con
suspicacia las otras tumbas, los pórticos aún cubiertos de arena.
- ¿Qué es lo que tanto le interesa en ésta, Shepley? - preguntó, sardónico.
Bridges bramó y golpeó con la bota en la puerta ventana, arrancando uno de los
paneles. Shepley se abalanzó hacia adelante, y Bridges lo empujó contra la pared,
gruñendo. Antes de que Shepley pudiera bajar la cabeza, Bridges le dio un puñetazo en
la boca, haciéndolo caer de espaldas en la arena con la cara ensangrentada.
Traxel se reía mirando a Shepley, que yacía atontado. Luego se arrodilló, examinó con
simpatía la cara de Shepley a la luz que arrojaba la persona desplegada en el interior
de la tumba. Bridges gritó de sorpresa, con la boca abierta como un mono, espantado
ante el suntuoso y dorado milagro de la maga.
- ¿Cómo me encontraron? - murmuró Shepley con dificultad -. Dejé falsas pistas una
docena de veces.
Traxel sonrió.
- No lo seguimos a usted. Seguimos el riel. - Señaló el cordón plateado de la banda de
metal, claramente visible a la luz del alba, a casi quince kilómetros de distancia. - El
autogiro limpió el riel. Nos trajo directamente aquí. Ah, hola, doctor. - Saludó al Viejo
que trepaba por la cuesta y se dejó caer cansado junto a Shepley. - Estoy seguro de
que debemos agradecerle este descubrimiento. No se preocupe, doctor, no me olvidaré
de usted.
- Muchas gracias - dijo el Viejo fríamente. Ayudó a Shepley a sentarse, frunciendo el
entrecejo al verle los labios partidos -. ¿No lo toma todo demasiado en serio, Traxel? Se
está volviendo loco de codicia. Déjele esta tumba al muchacho. Hay muchas más.
Bridges pasó a través del personaje hacia la parte posterior del santuario, y los dibujos
de la luz en la arena se quebraron y desvanecieron. Débilmente, Shepley trató de
ponerse de pie, pero el Viejo lo retuvo. Traxel se encogió de hombros.
- Demasiado tarde, doctor. - Miró por encima del hombro la aparición de la persona que
agitaba tristemente la cabeza reconociendo su propia magnificencia. - Las tumbas de la
décima dinastía son estupendas. Pero aquí hay algo curioso.
Todavía la contemplaba pensativo un minuto más tarde, cuando Bridges salió.
- ¡Caramba, esto era un disparate, Traxel! Por un segundo pensé que era falsa. -
Tendió las tres cajas a Traxel, que las sopesó tomando dos en una mano, la tercera en
la otra. Bridges preguntó: - Eso sí que es luz, ¿no?
Traxel empezó a abrirlas con una llave inglesa.
- ¿Está seguro de que no hay más ahí?
- Segurísimo. Eche usted mismo un vistazo.
Dos de las cajas estaban vacías; faltaban los carretes de cinta. En la tercera había una
cinta corta, de tres pulgadas de ancho. Bridges vociferó dolorido:
- ¡Ese mocoso nos ha robado! ¡No puedo creerlo!
Traxel lo apartó y se acercó al Viejo que miraba a la figura, ahora vacilante. Los dos
hombres cambiaron una mirada y luego menearon lentamente la cabeza, asintiendo.
Con una especie de carcajada Traxel dio un puntapié a la lata que contenía el medio
carrete de cinta, haciéndolo saltar a la arena donde empezó a desenrollarse en el aire
lento. Bridges protestó, pero Traxel meneó la cabeza.
- Es todo falso. Vaya a mirar de cerca la imagen. - Bridges se volvió, desconcertado, y
Traxel explicó: - La mujer ya estaba muerta cuando se grabaron las matrices. Es
hermosa, de acuerdo, como descubrió el pobre Shepley, pero todo pasa literalmente al
nivel de la piel. Por eso hay sólo una lata de datos. No hay sistema nervioso ni
musculatura, ni órganos internos; sólo una hermosa cáscara dorada. Esta es una tumba
mortuoria. Si usted la resucita, no tendrá más que un cadáver helado entre las manos.
- ¿Por qué? - chilló Bridges -. ¿Qué sentido tiene?
Traxel hizo un amplio ademán.
- Es un cierto tipo de inmortalidad. Quizá la mujer murió de pronto, y esto era lo mejor
que se podía hacer. Cuando el doctor llegó aquí por primera vez había una cantidad de
tumbas mortuorias de niños. Si mal no recuerdo, tenía fama de dejarlas siempre
intactas. Un ejemplo típico de sentimentalismo de intelectual: dar la inmortalidad sólo a
los muertos. ¿No es cierto, doctor?
Antes de que el Viejo pudiera contestar, una voz gritó desde abajo; un cohete señalador
subió silbando, y una estrella de color rojo vivo estalló sobre el lago, echándoles encima
unos fragmentos incandescentes. Traxel y Bridges dieron un salto adelante, vieron a
dos hombres en un vehículo, que los señalaban, y otros tres vehículos que convergían
a través del lago, a un kilómetro de distancia.
- ¡Los guardianes del tiempos - gritó Traxel. Bridges levantó la valija de herramientas y
los dos hombres cruzaron corriendo la rampa hacia el vehículo, mientras el Viejo
cojeaba detrás. Se volvió a esperar a Shepley, que seguía sentado en el suelo, donde
había caído, mirando a la imagen dentro del pabellón.
- ¡Shepley! ¡Venga, muchacho, dése prisa! ¡Le darán diez años!
Shepley no respondió, y el Viejo llegó junto al vehículo en el momento en que Traxel lo
ponía hábilmente en marcha atrás para sacarlo del montón de arena, dejando que
Bridges lo subiera a bordo.
- ¡Shepley! - le gritó de nuevo. Traxel vaciló, y el vehículo se alejó bramando mientras
estallaba un segundo cohete.
Shepley trató de alcanzar la cinta, pero los pies de los otros hombres la habían dañado
en varios puntos, y los cabos sueltos que había pensado en tratar de insertar de nuevo
en el proyector se agitaban ahora sobre la arena. Desde abajo llegaban los ruidos de la
huida y la persecución. Se oyó el chasquido de advertencia de un rifle, y los motores
aullaron y se precipitaron mientras Traxel esquivaba a los guardianes del tiempo.
Shepley mantenía aún los ojos clavados en la imagen que aparecía dentro de la tumba.
Ya había empezado a fragmentarse, desvaneciéndose contra la luz del sol naciente.
Shepley se puso lentamente de pie, entró en la tumba y cerró las puertas desvencijadas.
Todavía magnífica en su ataúd, la maga yacía entre las grandes alas. Inmóvil durante
tanto tiempo, al fin había adquirido la energía de la vida, y un ritmo sincopado y
espasmódico le recorría todo el cuerpo.
Las alas se sacudían con dificultad y una serie de vibraciones perturbaban la base del
catafalco, de modo que los pies de la mujer bailaban un minuet exquisitamente
estremecidos, y los dedos apuntaban aquí y allá con una velocidad infatigable. Más
arriba, los muslos amplios y suaves se apretaban en un tango vistoso y falso.
Shepley miró hasta que sólo quedó la cara de la mujer, algunas huellas inconexas de
las alas y el catafalco vibrando débilmente en la oscuridad; luego salió de la tumba.
Los guardianes del tiempo estaban esperándolo, afuera a la luz de la mañana, las
manos en jarras, vestidos de blanco. Uno sostenía las cajas vacías, empujando con el
pie los cabos revoloteantes de cinta.
El otro tomó a Shepley del brazo y lo llevó hasta el vehículo.
- De la banda de Traxel - dijo al conductor -. Este ha de ser un recluta nuevo. - Echó
una fría mirada a la boca ensangrentada de Shepley. - Parecería que han estado
peleando por los restos.
El conductor señaló las tres cajas.
- ¿Abiertas?
El hombre que las llevaba asintió.
- Las tres. Y eran de la décima dinastía. - Sujetó las muñecas de Shepley al tablero. -
Mala suerte, muchacho, te darán diez años. Parecerán diez mil.
- A menos que fuera falsa - añadió el conductor, mirando a Shepley con cierta simpatía
-. Sabes, una de esas extrañas tumbas mortuorias.
Shepley endureció la boca magullada.
- No era falsa - dijo con firmeza.
El conductor echó una mirada de advertencia a los otros guardianes.
- ¿Y esa cinta que vuela allá arriba?
Shepley miró la tumba que chisporroteaba débilmente debajo del acantilado, ya casi
apagada.
- Es sólo la persona - dijo -. La piel hueca.
Cuando el motor arrancó, oyó los tres tambores vacíos que golpeaban el piso detrás del
asiento.
FIN