JACK LONDON - EL DIENTE DE BALLENA
En los primeros dνas de las islas Fidji, John Starhurst entrσ en la casa-misiσn
del pueblecito de Rewa y anunciσ su propσsito de propagar las enseρanzas de la
Biblia a travιs de todo el archipiιlago de Viti Levu. Viti Levu quiere decir
«Paνs grande», y es la mayor de todas las islas del archipiιlago. Aquν y allα, a
lo largo de las costas, viven del modo mαs precario un grupo de misioneros,
mercaderes y desertores de barcos balleneros.
La devociσn y la fe progresaban muy poco, nada, y algunas veces los al parecer
convictos arrepentνanse de un modo lamentable. Jefes que presumνan de ser
cristianos, y eran por tanto admitidos en la capilla, tenνan la desesperante
costumbre de dar al olvido cuanto habνan aprendido para darse el placer de
participar del banquete en el que la carne de algϊn enemigo servνa de alimento.
Comer a otro o ser comido por los demαs era la ϊnica ley imperante en aquel
paνs, la cual tenνa trazas de perdurar eternamente en aquellas islas. Habνa
jefes como Tanoa, Tuiveikoso y Tuikilakila, que se habνan comido cientos de
seres humanos. Pero entre estos glotones descollaba uno, llamado Ra Undreundre.
Vivνa en Takiraki, y registraba cuidadamente sus banquetes. Una hilera de
piedras colocadas delante de su casa marcaba el nϊmero de personas que se habνa
comido. La hilera tenνa una extensiσn de doscientos cincuenta pasos y las
piedras sumaban un total de ochocientas setenta y dos, representando cada una de
ellas a una de las vνctimas. La hilera hubiera llegado a ser mayor si no hubiese
sucedido el que Ra Undreundre recibiσ un estacazo en la cabeza en una ligera
escaramuza que hubo en Sorno Sorno, a continuaciσn de la cual fue servido en la
mesa de Naungavuli, cuya mediocre hilera de piedras alcanzσ tan sσlo el exiguo
total de ochenta y ocho.
Los pobres misioneros, atacados por la fiebre, trabajaban arduamente esperando
que el fuego de Pentecostιs iluminara las almas de los salvajes. Pero los
canνbales de Fidji se resistνan a dejarse civilizar mientras tuvieran
provisiones abundantes de carne humana. Por aquella ιpoca fue cuando John
Starhurst proclamσ su intenciσn de enseρar la Biblia de costa a costa y su
propσsito de penetrar en las montaρas del interior, al norte de Rewa River. Los
maestros indνgenas lloraban silenciosamente.
Sus compaρeros misioneros trataron en vano de disuadirle. El rey de Rewa le
advirtiσ que seguramente los montaρeses le aplicarνan en cuanto lo vieran el
kaikai esto es, que se lo comerνan, y que el rey de Rewa, como cristiano, no
tendrνa mαs remedio que declarar la guerra a los montaρeses, que le vencerνan, a
ιl se lo comerνan y luego entrarνan a saco en Rewa, y por tanto esta guerra
costarνa cientos de vνctimas. Mαs
tarde, una comisiσn de jefes indνgenas de allν mismo se entrevistaron con ιl.
Starhurst les escuchσ pacientemente, pero no cambiσ un αpice su decisiσn y modo
de pensar. A sus compaρeros los misioneros les dijo que ιl no tenνa vocaciσn de
mαrtir, pero que estaba seguro de que enseρando la Biblia en todo el Viti Levu
no hacνa mαs que cumplir un mandato divino, y que se creνa el escogido por Dios
para tal fin.
Los mercaderes apelaron a objeciones y grandes argumentos para disuadirle de la
idea, a todo lo cual ιl contestσ:
Vuestras observaciones no tienen para mν valor alguno, estαn inspiradas en el
temor de los daρos que en vuestras mercaderνas se puedan causar. Vosotros estαis
muy interesados en ganar dinero y yo en salvar almas. Hay que salvar los
habitantes de estas islas negras.
John Starhurst no era un fanαtico. Hubiera sido ιl el primero en negar esta
imputaciσn. Era un hombre eminentemente sano y prαctico, estaba seguro de que su
misiσn iba a ser un gran ιxito, pues tenνa la certeza de que la luz divina
alumbrarνa las almas de los montaρeses, provocando una sana revoluciσn
espiritual en todas las islas. En sus suaves ojos grises no habνa destellos de
iluminado, pero sν se veνa una inalterable resoluciσn emanada de la fe que tenνa
en el Poder Divino, que era quien le guiaba.
Un hombre tan sσlo aprobσ la decisiσn de Starhurst. Era Ra Vatu, que le animaba
en secreto y le ofreciσ guνas hasta las primeras estribaciones de las montaρas.
El corazσn de Ra Vatu, que habνa sido uno de los indνgenas de peores instintos,
comenzaba a emanar luz y bondad. Ya habνa hablado en varias ocasiones de querer
convertirse en lotu (cristiano), y hubiera tenido acceso a la pequeρa capilla de
los misioneros a no ser por sus cuatro mujeres, a las cuales querνa conservar;
pero habνa asegurado a Starhurst que serνa monσgamo tan pronto como su primera
mujer, que a la sazσn estaba muy enferma, muriese.
John Starhurst comenzσ su gran empresa por el rνo Rewa en una de las canoas de
Ra Vatu. A distancia, recortαndose la silueta en el cielo, divisαbanse las
montaρas. en las que se veνan varias columnitas de humo.
Starhurst las contemplaba con cierta impaciencia. Algunas veces rezaba en
silencio, otras unνase a sus rezos un maestro indνgena que le acompaρaba. Narau,
que asν se llamaba, era lotu desde hacνa siete aρos, que su alma habνa sido
salvada del infierno por el doctor James Eliery Brown, el cual le habνa
conquistado con unas plantas de tabaco, dos mantas de algodσn y una gran botella
de un licor balsαmico. A ϊltima hora, y despuιs de cerca de veinte horas de
solitaria meditaciσn, Narau habνa tenido la inspiraciσn de acompaρar a Starhurst
en su viaje de predicaciσn por las montaρas inhospitalarias.
Maestro, con toda seguridad te acompaρarι le habνa anunciado.
El misionero le abrazσ con gran alegrνa; no cabνa duda de que Dios estaba con
ιl, ya que con su ejemplo habνa decidido a un hombre tan pobre de espνritu como
Narau, obligαndole a seguirle.
Yo realmente no tengo valor, soy el mαs dιbil de los siervos del Seρor decνa
Narau durante la travesνa del primer dνa de viaje en canoa.
Debes tener fe, mucha fe replicaba animαndole Starhurst.
Otra canoa remontaba aquel mismo dνa el rνo Rewa, pero con una hora de retraso a
la del misionero, y tomaba grandes precauciones para no ser vista. Iba ocupada
por Erirola, primo mayor de Ra Vatu y su hombre de confianza. En un cestito, y
siempre a la mano, llevaba un diente de ballena. Era un ejemplar magnνfico;
tenνa seis pulgadas de largo, de bellνsimas proporciones, y el marfil, con los
aρos, habνa adquirido tonalidades amarillentas y purpϊreas. El diente era
propiedad de Ra Vatu, y en Fidji, cuando un diente de esa calidad intervenνa en
las cosas, ιstas salνan siempre a pedir de boca, pues es esta la virtud de los
dientes de ballena. Cualquiera que sea el que acepta este talismαn, no puede
rehusar lo que se le pida antes o despuιs de la entrega, y no hay un solo
indνgena capaz de faltar al compromiso que al aceptarlo contrae. La peticiσn
puede ser desde una vida humana hasta la mαs trivial de las alianzas o
peticiones.
Mαs allα, rνo arriba, en el pueblo de un jefe llamado Mongondro, John Starhurst
descansσ al final del segundo dνa de canoa. A la maρana siguiente y acompaρado
por Narau, pensaba salir a pie hacia las humeantes montaρas, que ahora, de
cerca, eran verdes y aterciopeladas. Mongondro era viejo y pequeρo, de modales
afables y aspecto de elefantiasis; por tanto, ya la guerra con sus turbulencias
no le atraνa. Recibiσ al misionero con cariρosas demostraciones, le sentσ a su
mesa y discutiσ con ιl de materias religiosas. Mongondro tenνa espνritu muy
inquisitivo y rogσ a Starhurst que le explicase el principio del mundo. Con
verdadera unciσn y palabra precisa, relatσle el misionero el origen del mundo de
acuerdo con el Gιnesis, y pudo observar que Mongondro estaba muy afectado. El
pequeρo y viejo jefe fumaba silenciosamente una pipa y, quitαndola de entre sus
labios, moviσ tristemente la cabeza.
No puede ser dijo----. Yo, Mongondro, en mi juventud era un excelente
carpintero, y aun asν tardι tres meses en hacer una canoa, una pequeρa canoa,
muy pequeρa. ‘Y tϊ dices que toda la tierra y toda el agua la ha hecho un solo
hombre...!
Ya lo creo; han sido hechas por Dios, por el ϊnico Dios verdadero interrumpiσ
Starhurst.
‘Es lo mismo continuσ Mongondro que toda la tierra, el agua, los αrboles, los
peces, los matorrales, las montaρas, el sol, la luna, las estrellas, hayan sido
hechos en seis dνas! No, no y no. Ya te he dicho que en mi juventud era muy
hαbil, y tardι tres meses en hacer una pequeρa canoa, y eso es una historia para
chicos, pero que ningϊn hombre puede creerla.
Yo soy un hombre dijo el misionero.
Seguro, tϊ eres un hombre; pero mi oscuro entendimiento no puede adivinar lo
que tϊ piensas y crees.
Pues yo te aseguro que creo firmemente que todo fue hecho en seis dνas.
Eso dices tϊ, eso dices replicaba humildemente el viejo canνbal.
Cuando John Starhurst y Narau se fueron a dormir, entrσ en la cabaρa Erirola, el
cual, despuιs de un discurso diplomαtico, entregσ el diente de ballena a
Mongondro.
El jefe lo examinσ; era muy bonito y deseaba poseerlo, pero adivinando lo que le
iban a pedir no quiso aceptarlo y se lo devolviσ a Erirola con grandes excusas.
Al amanecer del dνa siguiente, Starhurst se dirigiσ a pie, calzado con sus
hermosas botas altas de una sola pieza, precedido de un guνa que le habνa
proporcionado Mongondro, hacia las montaρas. Seguνale el fiel Narau, y una milla
detrαs y procurando no ser visto iba Erirola, siempre con el cesto en el que
llevaba guardado el famoso diente de ballena. Durante dos dνas fue siguiendo los
pasos del misionero y ofreciendo el diente a todos los jefes de los pueblos por
donde pasaban, pero ninguno querνa aceptarlo, pues la oferta era hecha tan
inmediatamente despuιs de la llegada del misionero que, sospechando todos la
peticiσn que les iban a hacer a cambio del diente, rechazaban el magnνfico
presente.
Ibanse internando demasiado en las montaρas, y Erirola optσ por dirigirse,
aprovechando pasos secretos y directos, a la residencia del Buli de Gatoka, rey
de las montaρas. El Buli no tenνa noticias de la llegada del misionero, y como
el diente era un soberbio y bello talismαn, fue aceptado con grandes muestras de
jϊbilo por parte de todos los que le rodeaban. Los asistentes estallaron en una
especie de aplauso al posesionarse del diente el Buli y grandes voces cantaban a
coro:
‘A, woi, woi, woi! ‘A, woi, woi, woi! ‘A tabua levu! ‘Woi, woi! ‘A mudua,
mudua, mudua!
Pronto llegarα aquν un hombre blanco comenzσ a decir Erirola despuιs de una
breve pausa. Es un misionero y llegarα de un momento a otro. A Ra Vatu le
gustarνa tener sus botas, pues quiere regalαrselas a su buen amigo Mongondro, y
tambiιn desearνa que los pies se quedasen dentro de las botas, pues Mongondro es
un pobre viejo y tiene los dientes estropeados. Asegϊrate, gran Buli, de que los
pies se queden dentro. El resto del misionero se puede quedar aquν.
La alegrνa del regalo del diente se aminorσ con tal peticiσn, pero ya no habνa
medio de rehusar, estaba aceptado.
Una pequeρez como es un misionero no tiene importancia replicσ Erirola.
Tienes razσn, no tiene importancia -dijo en alta voz el Buli. Mongondro,
tendrαs las botas; id vosotros tres o cuatro y traedme al misionero, teniendo
cuidado de que las botas no se estropeen o se vayan a perder.
Ya es tarde exclamσ Erirola. Escuchad, ya viene.
A travιs de la maleza espesνsima, John Starhurst, seguido de cerca por Narau,
apareciσ. Las famosas botas se le habνan llenado de agua al vadear el rνo y
arrojaban finνsimos surtidores a cada paso que daba. En la mirada del misionero
se leνa la voluntad y el deseo de vencer. Tan convencido estaba de que su misiσn
era inspiraciσn divina, que no tenνa ni la mαs ligera sombra de miedo, a pesar
de que sabνa que ιl era el primer hombre blanco que se habνa atrevido a penetrar
en los inexpugnables dominios de Gatoka.
John Starhurst vio al Buli salir de su casa seguido de su sιquito de montaρeses.
Te traigo buenas nuevas -dijo saludando el misionero.
Ώ,Quiιn ha sido el que te ha enviado? preguntσ el Buli sorda y pausadamente.
Dios.
Ese nombre es nuevo en Viti Levu replicσ el Buli. ΏDe quι islas, pueblos o
chozas es jefe ese que tϊ dices?
Es el jefe de todas las islas, pueblos, chozas y mares contestσ solemnemente
Starhurst. Es el supremo dueρo y seρor de cielo y tierra, y yo he venido aquν a
traerte su palabra.
ΏMe envνa por tu conducto dientes de ballena?
replicσ insolentemente el Buli.
No; pero mucho mαs valioso que los dientes de ballena es...
Entre jefes esa es la costumbre interrumpiσ el Buli. Tu jefe o es un negro
despreciable o tϊ eres un gran idiota, por haberte atrevido a venir a estas
montaρas con las manos vacνas. Mira, fνjate: otro mucho mαs generoso ha venido a
verme antes que tϊ.
Y diciendo esto, le mostrσ el diente, de ballena que acababa de aceptar de manos
de Erirola.
Narau empezσ a desfallecer y a sentirse angustiado.
Es el diente de ballena de Ra Vatu le dijo al oνdo a Starhurst. Lo conozco
muy bien, y ahora sν que no tenemos salvaciσn.
Un obsequio muy estimable contestσ el misionero pasαndose la mano por sus
largas barbas y ajustαndose las gafas. Ra Vatu se las ha arreglado de modo que
seamos bien recibidos.
Pero Narau no las tenνa todas consigo y disimuladamente empezσ a alejarse de
Starhurst, olvidando sus promesas de fidelidad hechas al empezar la temeraria
aventura.
Ra Vatu serα lotu dentro de muy poco tiempo
empezσ a decir el misionero, y yo he venido a que tϊ tambiιn te hagas lotu.
No necesito nada de ti contestσ orgullosamente el Buli y es mi decisiσn que
mueras hoy mismo.
El Buli hizo una seρa a uno de sus montaρeses, quien avanzσ haciendo filigranas
en el aire con su maza de guerra. Narau, viendo el pleito perdido, corriσ a
ocultarse entre unas chozas donde estaban las mujeres y los chicos; pero John
Starhurst se abalanzσ hacia su ejecutor por debajo de la maza y consiguiσ
rodearle el cuello con sus brazos. En esta ventajosa posiciσn comenzσ a
argumentarle. Defendνa su vida, ya lo sabνa, pero la defendνa sin nerviosidades
ni miedo.
Cometerαs un pecado muy grande si me matasdecνa a su verdugo. Yo no te he
hecho ningϊn daρo ni a ti ni al Buli.
Tan bien agarrado estaba al cuello del montaριs, que los demαs no se atrevνan a
dejar caer sus mazas por miedo a equivocarse de cabeza.
Soy John Starhurst continuσ con calma. He estado trabajando tres aρos, sin
aceptar remuneraciσn alguna, en las islas Fidji. He venido aquν para vuestro
bien, Ώpor quι me querιis matar? Mi muerte no beneficiarα a ningϊn hombre.
El Buli echσ una mirada a su diente de ballena. Estaba bien pagada la muerte del
misionero. Ιste se encontraba rodeado de una masa de salvajes desnudos que
hacνan grandes esfuerzos por acercarse a la presa. El cantσ fϊnebre predecesor
del banquete de carne humana empezσ a dejarse oir, adquiriendo tales tonalidades
que ahogaban por completo la voz del misionero. Tan hαbilmente plegaba ιste su
cuerpo al del montaριs, que no habνa medio de asestarle el golpe de gracia.
Erirola sonreνa y el Buli se exasperaba.
‘Fuera vosotros! gritσ. Heroica historia para que la vayan contando por la
costa una docena de hombres como vosotros, y un misionero sin armas tan dιbil
como una mujer puede mαs que todos juntos.
‘Oh, gran Buli, y podrι mαs que tϊ tambiιn!
gritσ Starhurst, dominando a duras penas el griterνo de los salvajes. Mis
armas son la Verdad y la Justicia, y no hay hombre que las resista.
Ven hacia mν entonces contestσ el Buli. La mνa no es mαs que una pobre y
miserable maza de guerra, y, segϊn tϊ dices, no es capaz de vencerte.
El grupo separσse de ιl, y John Starhurst quedσ solo frente al Buli, que se
apoyaba en su enorme y nudosa maza guerrera.
Ven hacia mν, hombre misionero, y vιnceme
gritaba el rey de las montaρas, desafiαndole.
Aun asν, te vencerι -contestσ John, limpiando los cristales de sus gafas y
guardαndolas cuidadosamente mientras avanzaba.
El Buli levantσ la maza.
En primer lugar, te dirι que mi muerte no te proporcionarα provecho alguno.
Dejo la respuesta a mi maza -contestσ el Buli.
Y a cada tema que el misionero tocaba, respondνa en la misma forma, sin dejar de
observarle con atenciσn para prevenirse del habilidoso abrazo. Entonces, y
ϊnicamente entonces, comprendiσ John Starhurst que su muerte era inevitable;
pero llevado de su arraigada fe, se arrodillσ y empezσ a invocar al cielo, como
si esperase algϊn milagro:
Perdσnales, que no saben lo que hacen -decνa como si estuviese en contacto con
la Divinidad. ‘Dios mνo, ten compasiσn de Fidji! ‘Oh Jehovah, σyenos! ‘Por El,
por su hijo, compadιcete de Fidji! ‘Tϊ eres grande y Todopoderoso para
salvarles! ‘Sαlvales, oh Dios mνo! ‘ Salva a los pobres canνbales de Fidji!
El Buli, impaciente, dijo:
Ahora te voy a contestar.
Levantσ la maza sobre la cabeza del misionero, asiιndola con las dos manos.
Narau, que estaba escondido, oyσ el golpe del mazo contra la cabeza y se
estremeciσ intensamente.
Despuιs, la salvaje y fϊnebre sinfonνa volvνa a resonar en las montaρas, y
comprendiσ Narau que su amado maestro habνa muerto y que su cuerpo era
arrastrado a la hoguera para ser condimentado. Escuchσ y percibiσ las palabras
de la fϊnebre canciσn:
‘ Arrαstrame suavemente, arrαstrame suavemente!
‘Soy el campeσn de mi patria!
‘Dad las gracias, dad las gracias!
A continuaciσn, una sola voz cantaba:
ΏDσnde estα el hombre valiente?
Cien voces contestaban a coro:
‘Serα arrastrado a la hoguera y asado!
Y cantaba de nuevo la voz que habνa interrogado:
ΏDσnde estα el hombre cobarde?
Y las cien voces vociferaban:
‘Se ha ido a contarlo, se ha ido a contarlo!
Narau gemνa angustiado. Las palabras de la canciσn salvaje eran ciertas. El era
el cobarde; ya no le restaba mαs que huir, correr... ir a contar lo sucedido.
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