ANTHONY TROLLOPE (1815-1882)
Nació en Londres, hijo menor de un abogado hipocondríaco y fracasado y de la escritora Frances Milton Trollope. Después de estudiar en Winchester y en Harrow, consiguió un puesto de funcionario en el Servicio de Correos, donde trabajó más de treinta años. En 1841 fue enviado a Irlanda, país que siempre le fascinó. Allí conoció a Rose Heseltine, con la que contrajo matrimonio y tuvo dos hijos. Delicioso narrador de gran finura psicológica, publicó su primera obra en 1847 y, a lo largo de su prolífica carrera, escribió cuarenta y siete novelas, varios libros de viajes y numerosos ensayos y relatos breves. Trollope reflejó como nadie el ambiente de la sociedad clerical inglesa en su serie de novelas ambientadas en la imaginaria Barchester: The Warden (1855), Barchester Towers (1857), Doctor Thorne (1858), Framley Parsonage (1859-1860), The Small House at Allington (1864), The Last Chronicle of Barset (1867); pero también escribió magníficas novelas políticas y sociales, entre las que cabe destacar Orley Farm (1862), Can You Forgive Her? (1864-1865), He Knew He Was Right (1869) y The Way We Live Now (1875). «La cueva de Malachi» (Malachi's Cove) apareció por primera vez en la revista Good Words en diciembre de 1864, y se incluyó más tarde en el tercer volumen de relatos breves del autor, Lotta Schmidt and Other Stories, (1867).
La cueva de Malachi
En la costa norte de Cornualles, entre Tintagel y Bossiney, al borde del mar; vivía no hace mucho tiempo un anciano que se ganaba la vida recogiendo algas para venderlas como abono. Los acantilados de esa región son sobrecogedores y majestuosos, y las olas del norte golpean contra ellos con enorme violencia. Diría que es el paisaje más hermoso de acantilados de toda Inglaterra, aunque le superen en belleza muchos tramos de la costa oeste de Irlanda, y quizá también ciertos lugares de Gales y Escocia. Los acantilados deben ser escarpados, estar cortados a pico, y dejar de vez en cuando un pequeño paso desde su cima hasta la arena que hay en su base. El mar debe llegar, si no hasta ellos, muy cerca, y, sobre todo, sus aguas han de ser de color azul, pero no de esa tonalidad plomiza que nos resulta tan familiar en Inglaterra. En Tintagel se cumplen todos esos requisitos, excepto ese brillante color azul tan hermoso. Pero los acantilados son abruptos y escarpados, y la franja de arena, al subir la marea, es muy estrecha... tan estrecha que, con las mareas vivas, apenas hay sitio donde apoyar el pie.
Muy cerca de esa franja se hallaba la pequeña cabaña o el chamizo de Malachi Trenglos, el anciano que he mencionado antes. Pero Malachi, o el viejo Glos, como le llamaba la gente de los alrededores, no había construido su casa totalmente encima de la arena. Había en la roca una grieta enorme que formaba una garganta muy angosta, tan perfecta desde la cima hasta la base que dejaba suficiente espacio para que por ella discurriera un camino difícil y empinado. La abertura de esa grieta era tan ancha que Trenglos había podido construir en ella su morada, sobre un Cimiento de roca, y llevaba viviendo allí muchísimos años. Se decía que, en los primeros tiempos de su negocio, llevaba las algas hasta la cima del acantilado en un cesto que cargaba sobre las espaldas, pero que, últimamente, se había hecho con un burro, al que había entrenado para subir y bajar por el empinado sendero con un único canasto sobre sus lomos, pues las rocas no le permitirían llevar una alforja a cada lado; y para ese ayudante había construido junto a su vivienda un cobertizo, casi tan espacioso como el lugar dónde él residía.
Pero, con el paso de los años, el viejo Glos se procuró otra compañía, además de la del burro, o mejor dicho, la Divina Providencia le brindó otra ayuda; y lo cierto es que, de no haber sido así, el anciano se habría visto obligado a renunciar a su cabaña y a su independencia, y a ingresar en el asilo de Camelford. Padecía reumatismo, los años le habían encorvado hasta doblarlo, y poco a poco se veía incapaz de acompañar al burro en su camino de ascenso al mundo de la parte superior, o de ayudar siquiera a recoger las codiciadas algas de las olas.
En la época a la que hace referencia nuestra historia, Trenglos llevaba doce meses sin subir a lo alto del acantilado, y seis meses sin ocuparse de su negocio, salvo coger el dinero y guardarlo, si es que sobraba algo, y sacudir de vez en cuando el forraje del burro. El verdadero trabajo lo hacía todo Mahala Trenglos, su nieta.
Todos los granjeros de la costa y los pequeños tenderos de Camelford conocían a Mally Trenglos. Era una criatura de aspecto salvaje, casi sobrenatural, con el cabello negro y despeinado flotando al viento, de pequeña estatura, manos diminutas y brillantes ojos negros; pero la gente decía que era muy fuerte, y los niños de los alrededores aseguraban que trabajaba día y noche y que no conocía la fatiga. En cuanto a su edad, existían muchas dudas. Unos afirmaban que tenía diez años, y otros veinticinco, pero dejaremos que el lector sepa que, en aquella época, acababa de cumplir los veinte. Los ancianos hablaban bien de Mally por lo bondadosa que era con su abuelo; y afirmaban que, aunque le llevaba casi todos los días un poco de ginebra y de tabaco, jamás se compraba nada para ella. En lo que concierne a la ginebra..., nadie que conociera a la joven podría acusarla de interesarse por la bebida. Pero no tenía amigos y apenas conocía a nadie de su edad. Aseguraban que era maliciosa e irascible, que no tenía una palabra amable para nadie, y que era una pequeña arpía en todos los sentidos. Los muchachos no se interesaban por ella; pues, en cuanto a vestimenta, todos los días eran iguales para Mally. jamás se arreglaba los domingos. Generalmente, no llevaba medias, y no parecía preocuparse en absoluto de ejercer ninguno de esos atractivos femeninos de los que podría haber hecho gala si hubiera querido. Todos los días eran iguales para ella en lo que se refiere a indumentaria; y me temo que, hasta hace relativamente poco, todos los días eran iguales para ella en cualquier otro sentido. El anciano Malachi no había vuelto a entrar en una iglesia desde que empezó a vivir bajo el acantilado.
Sin embargo, en los dos últimos años, Mally se había sometido a las enseñanzas del pastor de Tintagel, y había acudido a misa los domingos; y con tanta frecuencia que nadie que conociera las peculiaridades de su residencia osaría echarle en cara su escasa puntualidad. Pero no se vestía de un modo diferente en esas ocasiones. Se quedaba en un asiento muy bajo de piedra, en la entrada de la iglesia, con la gruesa falda roja y la holgada chaqueta marrón, ambas de sarga, que llevaba todos los días; pues eran las prendas que se adaptaban mejor al trabajo duro y peligroso entre las aguas. El pastor había insistido en que fuera a misa, y Mally le había contado que no tenía ningún vestido para acudir a la iglesia. Él le había explicado que sería bien recibida con independencia de la ropa que llevara. La joven había creído en sus palabras, y se había presentado allí con un coraje digno de admiración, aunque no hay duda de que éste iba unido a una obstinación mucho menos admirable.
Pues la gente decía que el viejo Glos era rico, y que Mally podría tener ropa decente si quisiera. El señor Polwarth, el pastor, puesto que el anciano no podía llegar hasta él, bajaba al pie del acantilado para visitarlo, y le había insinuado algo al respecto en ausencia de Mally. Pero el viejo Glos, que había sido muy paciente con él en otras cuestiones, se enfureció de tal modo cuando aludió al dinero que el señor Polwarth se vio obligado a cambiar de tema; y Mally siguió sentándose en el banco de piedra con su faldita de sarga y su larga cabellera cayéndole sobre el rostro. Y, en esas ocasiones, tenía incluso la consideración de atarse el pelo con un viejo cordón de zapato. Y éste seguía recogido los lunes y los martes, pero los miércoles por la tarde los cabellos negros de Mally siempre se las ingeniaban para soltarse.
No cabía la menor duda de que la joven era una trabajadora incansable, pues entre ella y el burro amontonaban una cantidad de algas verdaderamente asombrosa. El viejo Glos, según afirmaban, nunca había recogido ni la mitad; pero en aquella época los precios habían bajado, lo que obligaba a conseguir más. Así que Mally y el burro trabajaban y trabajaban, y los montones de algas crecían de un modo que sorprendía a todos aquellos que miraban sus manos diminutas y su delgada figura. ¿No la ayudaría alguien por las noches, un hada, un demonio u otro ser parecido? Mally respondía a la gente con tanta brusquedad que no era de extrañar que se dijeran cosas desagradables de ella.
Nadie oyó nunca que Mally Trenglos protestara por su trabajo, pero, por aquel entonces, empezó a lamentarse enérgicamente del modo en que la trataban algunos vecinos. Se sabe que fue a quejarse al señor Polwarth; y, cuando éste no pudo ayudarla o no le prestó el apoyo necesario, se dirigió... ¡ay, como una tonta!... a la oficina de cierto abogado de Camelford, que posiblemente no lo haría mejor que el señor Polwarth.
La naturaleza del agravio era la siguiente. El lugar donde Mally recogía las algas era una pequeña gruta, que todos conocían como la cueva de Malachi por el anciano que vivía al lado, cuyo único acceso era el paso que llevaba desde la cima del acantilado hasta la cabaña de Trenglos. La anchura de la cueva, en la bajamar, podía tener unas doscientas yardas, y las rocas sobresalían de tal modo a ambos lados que, tanto por el norte como por el sur, los dominios de Trenglos quedaban fuera del alcance de los intrusos. Y el paraje había sido muy bien elegido para ese propósito.
Las olas se precipitaban en el interior de la cueva, arrastrando gran cantidad de algas que quedaban entre las rocas cuando bajaba la marea. Durante los vientos equinocciales de primavera y verano, el suministro nunca escaseaba; y los altos y mullidos montones de algas, empapados de sal, podían recogerse allí, incluso cuando la mar estaba en calma y no podían encontrarse en muchas millas. La tarea de recoger algas en los rompientes era difícil y peligrosa... tan difícil que gran parte de las algas volvían a ser arrastradas mar adentro cuando subía la marea.
Mally no recogía ni la mitad de las que veía a sus pies. Y no lamentaba las que se llevaban nuevamente las olas, pero, cuando algún intruso entraba en la cueva y le quitaba lo que era suyo... o de su abuelo, se sentía desconsolada. Y ese descaro, esa intrusión, fue lo que empujó a la pobre Mally al abogado de Camelford. Pero, ¡ay!, aunque éste cogió el dinero de Mally, no pudo hacer nada para ayudarla; y la joven se quedó descorazonada.
Estaba convencida, al igual que su abuelo, de que el sendero que llevaba a la cueva era de su propiedad. Cuando se enteró de que la cueva, así como el mar que entraba en ella, no era un feudo del viejo Trenglos, comprendió que podían tener razón. Pero ¿qué ocurría entonces con el derecho de paso? ¿No tenía importancia quién había trazado el camino? ¿No se había dejado ella la piel subiendo piedras con sus pequeñas manos para que el burro de su abuelo tuviera donde apoyarse? ¿No se había afanado en echar capas de tierra en la pared del acantilado para que el animal avanzara con más facilidad por aquel sendero escarpado? Y ahora, cuando veía a los hijos de los granjeros más importantes bajar con sus burros... e incluso había uno que venía con un pony, y no un niño, sino un joven lo bastante crecido para tener discernimiento y no robar a un anciano y a una muchacha.... Mally llenaba de injurias a todo el género humano y juraba que el abogado de Camelford era un necio.
Cualquier intento de explicarle que había suficientes algas para ella era inútil. ¿Acaso no eran todas de Mally y de su abuelo o, por decirlo de otro modo, no era de ellos el único sendero que conducía hasta las algas? ¿Y no veía ella su trabajo entorpecido e interrumpido? ¿No se había visto obligada a dejar el burro cargado a veinte yardas -protestaba, aunque en realidad habían sido cinco-, porque el hijo del granjero Gunliffe se había interpuesto en su camino con el ladrón de su pony? El granjero Gunliffe había pretendido comprarle las algas al precio que él quería y, como Mally se había negado, le había enviado al granuja de su hijo para amargarle la vida de ese modo.
-¡Desjarretaré la bestia la próxima vez que venga! -le dijo Mally al viejo Glos, echando literalmente fuego por los ojos.
La pequeña propiedad del granjero Gunliffe, que poseía alrededor de cincuenta acres de tierra, se hallaba muy cerca del poblado de Tintagel y a menos de una milla del acantilado. Las encinas de mar, como las llamaban, eran el único abono a su alcance, y no hay duda de que consideraba injusto que la obstinación de Mally Trenglos le impidiera emplearlas.
-Hay muchísimas otras cuevas, Barty -señaló Mally a Barty Gunliffe, el hijo del granjero.
-Pero ninguna tan cerca de casa, Mally, ni con tantas algas como ésta.
Después añadió que sólo las recogería en los lugares más inaccesibles. Él era más grande y más fuerte, y trabajaría en las rocas más batidas por el mar, donde ella nunca faenaba. Mally lo miró con desdén, y juró ser capaz de llegar allí donde él jamás se aventuraría; y repitió la amenaza de desjarretar el pony. Barty se burló de su indignación y de sus cabellos alborotados, y le dijo que era una sirena.
-¡Una sirena! -protestó ella-. ¡Te voy a dar sirenas a ti! Si yo fuera un hombre, jamás vendría a robar a una pobre muchacha y a un anciano inválido. Pero ¡tú no lo eres, Barty Gunliffe! Ni siquiera eres medio hombre.
Sin embargo, Bartholomew Gunliffe era un joven muy apuesto. Medía alrededor de cinco pies y ocho pulgadas, sus brazos y sus piernas eran fuertes, tenía el cabello rizado y trigueño y los ojos azules. Aunque su padre no era más que un humilde granjero, todas las muchachas de la zona le apreciaban. A todo el mundo le gustaba Barty, salvo a Mally Trenglos, que lo odiaba a muerte.
Cuando preguntaban a Barty por qué alguien tan afable como él importunaba a una pobre muchacha y a un anciano, se apresuraba a decir que era una cuestión de justicia. No se podía consentir, en su opinión, que una sola persona se creyera con derecho a poseer lo que Dios Todopoderoso había creado para todos. No quería perjudicar a Mally, y así se lo había explicado a ella. Pero Mally era una arpía, una pequeña y salvaje arpía; y alguien tenía que enseñarle un poco de educación. En cuanto la joven le hablara con cortesía, él conseguiría que su padre pagara al anciano Trenglos una especie de peaje por usar el camino.
-¿Hablarle con cortesía? -decía Mally-. jamás! !Tendrían que cortarme la lengua!
Y parece que el viejo Glos, en lugar de hacer todo lo contrario, alentaba su modo de enfocar el asunto.
Pero el abuelo de Mally no la animaba a desjarretar el pony. Eso sería muy grave, y el viejo Glos sabía que los dos lo pasarían muy mal si Mally era encarcelada. Por ese motivo, le sugirió que pusiera toda clase de obstáculos al animal de Barty, dando por sentado que su burro, mucho mejor entrenado, conseguiría sortearlos sin problemas. Y cuando volvió a bajar, Barty Gunliffe encontró un sendero sembrado de peligros al acercarse a la cabaña de Malachi; pero se las arregló para abrirse paso, y la pobre Mally vio como las piedras que tanto le había costado subir eran apartadas del camino y caían rodando con un empeño tan insistente en perjudicarla que estuvo a punto de enloquecer.
-¡Caramba, Barty! ¡Qué amable eres al visitarnos! -exclamó el viejo Glos, sentado en el umbral de la cabaña, cuando divisó al intruso.
-No haré daño a nadie mientras no me lo hagan a mí -repuso el joven-. El mar es de todos, Malachi.
-Y el cielo también, pero no puedo subirme en el tejado de tu enorme granero para contemplarlo -contestó Mally entre las rocas con un largo gancho en la mano (era la herramienta con que recogía las algas)-. Aunque desconoces lo que es la justicia y el valor, o no vendrías a importunar a un anciano como él.
-No quiero importunarlo, Mally, ni a ti tampoco. Pero déjame tranquilo un rato y, a pesar de todo, seremos amigos.
-¡Amigos! -exclamó ella-. ¿Y quién quiere tenerte por amigo? ¿Por qué mueves esas piedras? Son de mi abuelo.
Y estaba tan furiosa que hizo ademán de lanzarse sobre él.
-Déjalo en paz, Mally dijo el anciano-; déjalo en paz. Recibirá su merecido. Si sigue viniendo por aquí, algún día de viento se ahogará.
-¡Pues que se ahogue! -repuso Mally, indignada-. Aunque se cayera en la poza grande que hay entre las rocas y la marea estuviera subiendo, yo no movería un dedo para ayudarlo.
-Seguro que lo harías, Mally; me pescarías con tu gancho como si fuera un montón de algas.
Mally se alejó de él con desprecio mientras decía estas palabras, y entró en la cabaña. Había llegado la hora de prepararse para el trabajo, y una de las cosas que más le dolía era que alguien como Barty Gunliffe pudiera mirarla mientras faenaba entre los rompientes.
Era una tarde de abril, y pasaban unos minutos de las cuatro. Durante toda la mañana había soplado un fuerte viento del nordeste, acompañado de algunos chaparrones, y las gaviotas llevaban toda la jornada entrando y saliendo de la cueva, una señal inequívoca para Mally de que la siguiente marea cubriría de algas las rocas.
Las olas veloces rompían con increíble celeridad sobre los arrecifes, y había llegado el momento de adueñarse del tesoro, si querían hacerse con él ese día. A las siete en punto comenzaría a anochecer, a las nueve sería la pleamar, y antes del amanecer las aguas les arrebatarían la cosecha si no la recogían antes. La joven lo sabía muy bien, y Barty estaba empezando a comprenderlo.
Mientras Mally descendía descalza, con el largo gancho en la mano, vio al pony de Barty esperando pacientemente en la arena, y deseó con toda su alma atacar al noble bruto. El joven, mientras tanto, contemplaba el mar desde una roca de gran tamaño, empuñando una horca de tres puntas. Había afirmado que sólo recogería las algas en sitios inaccesibles para Mally, y buscaba un lugar seguro por donde empezar.
-Déjalo en paz, déjalo en paz. -gritó el anciano a Mally, cuando la vio dar un paso hacia el animal, al que odiaba casi tanto como a su amo.
Al oír la voz de su abuelo en el rumor del viento, desistió de su propósito, si es que lo tenía, y se dirigió al trabajo. Cuando entró en la cueva y, valiéndose de brazos y piernas, avanzó por las rocas, divisó a Barty, que seguía en la misma posición prominente; más allá, en el exterior, las olas de cresta blanca se agitaban y rompían con violencia, y el viento ululaba entre las cavernas y los salientes del acantilado.
De vez en cuando caía un aguacero y, aunque había suficiente claridad, las nubes habían oscurecido el cielo. Sería difícil encontrar una escena más hermosa para aquellos que aman el esplendor de la costa. La luz era perfecta. Nada podía superar la majestuosidad de los colores: el azul del mar, la blancura de las olas que rompían, las arenas doradas, las vetas rojizas y pardas que hacían resplandecer el acantilado.
Pero ni Mally ni Barty pensaban en esas cosas. Y lo cierto es que tampoco pensaban en la tarea que estaban realizando, al menos de un modo ordinario. Barty meditaba sobre el mejor modo de lograr su propósito de trabajar más allá de los dominios femeninos de Mally, mientras ésta tomaba la resolución de llegar siempre más lejos que su compañero.
Y, en cierto modo, Mally tenía ventaja sobre él. Conocía todas y cada una de las rocas, y sabía con seguridad cuáles eran firmes y ofrecían un buen punto de apoyo. Y sus movimientos se habían perfeccionado con la práctica. Barty, sin duda, era mas fuerte que ella, e igual de diligente. Pero él no podía saltar de una piedra a otra entre las olas como ella, ni era capaz de aprovechar la fuerza del agua en beneficio propio. Llevaba recogiendo algas en aquella cueva desde que era una chiquilla de seis años, y conocía los mejores sitios y rincones. Las olas eran sus amigas, y ella podía utilizarlas. Sabía medir su fuerza, v cuándo v dónde cesarían.
Mally era magnífica en las pozas de agua salada de su cueva, magnífica y muy audaz. Mientras veía a Barty avanzar con dificultad entre las rocas, se decía a sí misma, con júbilo, que él se equivocaba de camino. Por la dirección en que soplaba el viento, las algas no llegarían hasta la pared norte de la cueva; y además allí estaba la gran poza... la gran poza que ella había mencionado cuando le deseó algo funesto.
Y entonces empezó a trabajar, recogiendo los cabellos alborotados del océano y dejando un cargamento tras otro en el extremo más alejado de la playa, a fin de poder retirarlos por la noche antes de que las olas regresaran con la marea para reclamar su botín.
Barty, por su parte, apiló las algas contra la pared norte que he mencionado antes. Su montón creció cada vez más, hasta que el joven comprendió que, por mucho que trabajara el pony, no podría recogerlo todo aquella noche. Pero su montón no era tan grande como el de Mally. El gancho de ésta era mejor que su horca, y la habilidad de la joven mayor que su fuerza. Y cada vez que el joven fallaba, Mally se burlaba de él con una risa extraña, casi sobrenatural, y le gritaba entre el viento que no era ni siquiera medio hombre. Barty, al principio, le respondía con buen humor, pero, cuando ella empezó a jactarse de su éxito y a señalar su fracaso, el joven se enfadó y no volvió a dirigirle la palabra. Y se reprochó a sí mismo perder gran parte del botín que tenía ante sus ojos.
La mar embravecida estaba repleta de vegetación a la deriva, que las olas habían arrancado del fondo del océano; pero eran masas que la corriente empujaba más allá de Barty, lejos de él, y que incluso una, dos veces, le pasaron por encima. Y la voz sobrenatural de Mally resonaba en sus oídos, mofándose de él. La oscuridad era cada vez mayor entre las rocas, la marea subía con violencia, y las ráfagas de viento silbaban con creciente furia. Pero Barty siguió trabajando. Mientras Mally lo hiciera, él continuaría; y se quedaría un rato más después de que ella se marchara. No dejaría que una muchacha le venciese.
La gran poza estaba llena de agua, pero de un agua que parecía hervir como si estuviera en una olla. Y la olla estaba llena de masas flotantes... verdaderos tesoros de algas marinas que se agitaban en su superficie; formaban una capa tan gruesa, que parecía posible descansar en ellas sin hundirse.
Mally sabía lo inútil que era intentar rescatar algo de la furia de aquel caldero hirviendo. La poza continuaba por debajo de las rocas, y el lado más próximo a la orilla tenía gran altura, era muy resbaladizo y estaba cortado a pico. La poza siempre tenía agua, incluso en marea baja; y Mally estaba convencida de que su profundidad era abismal. Los peces que caían en ella podían volver a escapar al océano, muy lejos de allí; y así se lo contaba Mally a quienes visitaban la cueva cuando estaba de buenas. Conocía bien esa poza. Acostumbraba a llamarla Poulnadioul, que, traducido, significa la poza del Diablo. Y jamás trataba de recoger las algas que habían llegado hasta ella.
Pero eso Barty Gunliffe no lo sabía, y Mally vio cómo se esforzaba por mantenerse en equilibrio sobre el borde peligrosamente resbaladizo de la poza. El joven logró afianzarse y metió su horca en el agua, sin demasiado éxito. Cómo se las arreglaba para seguir allí, era algo que Mally no entendía; pero se quedó un rato observándolo en silencio, muy angustiada, y de pronto lo vio resbalar. Resbaló, y recuperó el equilibrio... volvió a resbalar, y recuperó nuevamente el equilibrio.
-Déjate de tonterías, Barty! -gritó la muchacha-. Si te caes ahí, jamás conseguirás salir.
Quién sabe si únicamente quería asustarlo, o si su corazón se había ablandado pensando consternada en el peligro que corría. Ni siquiera ella podría decirlo. Odiaba a Barty con la misma intensidad de siempre, pero ¿cómo iba a desear que se ahogara delante de sus ojos?
-Tú sigue con lo tuyo, y no te preocupes por mí -respondió él, con voz ronca e irritada.
-¿Que no me preocupe por ti? Y ¿quién te ha dicho que lo hago? -replicó con aspereza la joven.
Y se dispuso a continuar su trabajo.
Pero cuando bajaba por las rocas buscando el equilibrio con su largo gancho en las manos, oyó súbitamente el ruido de algo que caía al agua y, dándose media vuelta, vio el cuerpo de su enemigo hundiéndose entre los remolinos de la poza. La marea había subido tanto que las olas batían y bañaban el costado más cercano al mar, y luego se alejaban nuevamente de las rocas con un ruido similar al de la caída de una catarata. Y entonces, cuando el agua sobrante se retiraba por un momento, la superficie de la poza se quedaba parcialmente en calma, aunque las inquietas burbujas siguieran en ebullición como si el caldero estuviera de verdad calentándose. Mas, en aquella ocasión, la quietud relativa no duró más que unos segundos, pues la ola siguiente llegó casi en el mismo instante en que empezaba a alejarse la espuma de la anterior; y el agua volvió a romper contra las rocas, mientras resonaba el rugido de la furiosa ola.
Mally se dirigió presurosa hasta el borde la poza, avanzando a gatas para correr menos peligro. Al retirarse una ola, el rostro y la cabeza de Barty aparecieron muy cerca de ella, y pudo ver su frente cubierta de sangre. No sabía si estaba vivo o muerto. Lo único que había vislumbrado era la sangre, y los cabellos trigueños entre la espuma. Entonces el cuerpo del joven fue arrastrado por la succión de la resaca; pero la gran cantidad de agua que expulsó la poza no fue suficiente para sacar al hombre.
Sin perder tiempo, Mally enganchó la chaqueta de Barty y lo arrastró hacia el lugar donde estaba arrodillada. Durante los segundos que la mar estuvo en calma, llegó a tenerlo tan cerca que pudo rozar su hombro. Tirando con todas sus fuerzas, ayudándose del mango largo y curvado de su gancho, luchó por agarrar al joven con la mano derecha. Pero no lo consiguió; lo único que pudo hacer fue tocarlo.
Entonces llegó la ola siguiente, gigantesca, avanzando con estrépito, contemplando a Mally como si fuera a arrojarla lejos de su roca, y destruirlos a los dos. Pero ella no tenía más remedio que seguir de rodillas, aferrada a su gancho.
Nadie sabe qué oraciones pasaron por su cabeza en esos instantes, no sólo por ella sino también por Barty, y por el pobre anciano que, ajeno a lo que ocurría, esperaba sentado en la cabaña. La enorme ola se precipitó sobre la muchacha, que estaba casi sin fuerzas, y cuando el agua se apartó de sus ojos, y el torbellino de la espuma y la violencia del embate se alejaron, se encontró tendida en la roca, mientras el joven, libre de su gancho, se apoyaba en el reborde resbaladizo, con medio cuerpo dentro de la poza y medio cuerpo fuera, después de haber sido empujado allí por las aguas. Mally le miró en ese preciso instante, y pudo ver que tenía los ojos abiertos y que luchaba por salir con sus propias manos.
-¡Cógete al gancho, Barty! -gritó ella, acercándole el palo mientras asía el cuello de su chaqueta con las manos.
Si hubiera sido su hermano, su amante o su padre, no se habría aferrado a él con más desesperación. El joven logró agarrarse al palo y, después de la siguiente ola, continuaba en el reborde. La muchacha no tardó en hallarse sentada una o dos yardas por encima de la poza, relativamente segura, mientras Barty yacía sobre las rocas con la cabeza, que no había dejado de sangrar, apoyada en su regazo.
Y ¿qué podía hacer ahora? No tenía fuerzas para llevarlo en brazos; y el mar sólo tardaría quince minutos en llegar hasta donde ella estaba. El joven estaba semiinconsciente, y muy pálido, y la sangre brotaba lentamente... muy lentamente... de la herida de su frente. Con suma delicadeza, Mally le retiró el cabello del rostro, y luego se inclinó sobre su boca para ver si respiraba; al mirarlo, comprendió que era realmente hermoso.
Daría cualquier cosa porque viviera. Nada era tan precioso para ella como su vida... esa vida que había rescatado, por el momento, de las olas. Pero ¿qué podía hacer? Su abuelo a duras penas podría bajar solo por las rocas, si es que lo conseguía. ¿Sería ella capaz de arrastrar al herido hacia la playa, aunque fuera unos pocos pies? Así podría estar tendido fuera del alcance de las olas hasta que ella consiguiera ayuda.
Empezó a intentarlo y lo movió, levantándolo un poco del suelo. Al hacerlo, se quedó asombrada de su propia fuerza; ésta era inagotable en aquellos momentos. Lenta, suavemente, dejándose caer en las rocas para que él cayera sobre ella, logró llevarlo de vuelta a la franja de arena, hasta un lugar que no alcanzarían las aguas en las dos horas siguientes.
Allí se reunió con ellos su abuelo, que por fin había visto lo sucedido desde la puerta.
-Abuelito -dijo ella-, se ha caído en la poza y, con las olas, se ha golpeado contra las rocas. Mire su frente.
-Yo creo que está muerto, Mally -exclamó el viejo Glos, bajando la vista para inspeccionarlo.
-No, abuelito; no está muerto; aunque tal vez se esté muriendo. Pero correré a la granja.
-Mally -replicó el anciano-, mira su cabeza. Dirán que lo hemos matado.
-¿Y quién va a decir eso? ¿Quién mentirá de ese modo? ¿Acaso no lo saqué yo de la poza?
-¡No importa! Su padre dirá que lo hemos matado.
Dijeran lo que dijeran después, Mally tenía muy claro cuál debía ser ahora su proceder: subir corriendo por el sendero para ir a la granja de Gunliffe y conseguir la ayuda necesaria. Si el mundo era tan malo como decía su abuelo, no le importaría dejar de vivir en él. Pero, aunque así fuera, no tenía la menor duda de lo que debía hacer ahora.
De modo que subió hasta la cima del acantilado tan rápido como le permitieron sus pies descalzos. Cuando llegó arriba, miró a uno y otro lado por si divisaba a alguien, pero no vio a nadie. Así que corrió cuanto pudo por los campos de trigo que conducían a la granja del viejo Gunliffe y, al aproximarse a la casa, distinguió a la madre de Barty apoyada en la verja. Intentó llamarla cuando estuvo cerca, pero apenas le quedaba aliento para gritar, de manera que siguió corriendo hasta que pudo asir a la señora Gunliffe por el brazo.
-¿Dónde está él? -inquirió Mally, poniéndose la mano sobre su acelerado corazón para no quedarse sin aire.
-¿A quién te refieres? -preguntó la señora Gunliffe, que participaba en la contienda familiar contra Trenglos y su nieta-. ¿Qué querrá esta muchacha? ¿Por qué me agarra así?
-Se está muriendo...
-¿Quién se está muriendo? ¿El viejo Malachi? Si el anciano se encuentra mal, enviaremos a alguien.
-No es el abuelo; ¡es Barty! ¿Dónde está él? ¿Dónde está su marido?
Pero para entonces la señora Gunliffe estaba sumida en la desesperación y gritaba pidiendo ayuda. Afortunadamente Gunliffe, el padre, se hallaba cerca, en compañía de un hombre del pueblo vecino.
-¿No mandarán a alguien a buscar al médico? -exclamó Mally-. Deberían llamar al médico.
La joven no se enteró si dieron esa orden, pero a los pocos minutos estaba cruzando de nuevo los campos para bajar corriendo el sendero que llevaba a la cueva, seguido de Gunliffe, su mujer y el otro hombre.
Durante el trayecto, Mally recuperó el habla, pues los demás no caminaban tan deprisa, y los movimientos que ellos consideraban rápidos permitieron a la joven recobrar el aliento. A medida que avanzaban, trató de explicar al padre lo ocurrido, sin mencionar apenas su intervención. La mujer iba detrás escuchando, y exclamaba de vez en cuando que habían matado a su hijo, antes de preguntar con desesperación si todavía seguía vivo. El padre, mientras andaban, no dijo casi nada. Tenía fama de ser un hombre callado Y juicioso, del que la gente hablaba bien por su diligencia y modo de actuar, aunque todos sabían que era firme y duro cuando se enojaba.
Al acercarse a la parte más alta del sendero, su compañero le susurró algo, y entonces se puso delante de Mally y la obligó a detenerse.
-Si tienes algo que ver con su muerte, lo pagarás -dijo.
Entonces la mujer gritó que su hijo había sido asesinado, y Mally, observando los tres semblantes, comprendió que las palabras de su abuelo se habían convertido en realidad. Sospechaban que ella lo había matado cuando había estado a punto de perder la vida por salvarlo.
Los miró con indignación y, sin pronunciar una palabra, empezó a bajar delante de ellos. ¿Qué podía contestar cuando la acusaban de algo semejante? Si optaban por decir que ella le había empujado a la poza y le había golpeado con su gancho mientras estaba en el agua, ¿cómo podría demostrar que no había sido así?
La pobre Mally sabía muy poco del derecho probatorio, y tenía la sensación de estar en sus manos. Y mientras descendía por el empinado sendero con paso rápido, tan rápido que los demás eran incapaces de seguir su ritmo, se sentía embargada por la emoción... por la emoción y el orgullo. Había luchado por la vida del hombre como si hubiera sido su hermano. La sangre no se había secado aún en sus piernas y brazos, donde la piel se había desgarrado por ayudarle. Había tenido la certeza, en algún momento, de que moriría con él en aquella poza. Y ¡ahora decían que lo había asesinado! Es posible que él no estuviera muerto, pero ¿cuál sería su versión si algún día volvía a hablar? Entonces recordó el instante en que Barty había abierto los ojos y le había parecido que la reconocía. No estaba asustada por ella, pues se sentía orgullosa de su conducta. Pero le embargaban el desdén y la ira.
Cuando llegó al pie del acantilado, les esperó cerca de la puerta de la cabaña, a fin de que la precedieran hasta el otro grupo, que se hallaba a escasa distancia, sobre la arena.
-Está allí... con el abuelo. Vayan a verlo -dijo Mally.
Los padres continuaron su camino tropezándose con las piedras, pero Mally se quedó junto a la puerta de la cabaña.
Barty Gunliffe yacía en la arena, en el lugar donde Mally lo había dejado, y el viejo Malachi Trenglos estaba a su lado, apoyándose con dificultad en un bastón.
-No se ha movido nada desde la marcha de Mally -explicó-, ni siquiera un poco. He colocado su cabeza sobre la vieja alfombra, como pueden ver, y he intentado darle unas gotas de ginebra, pero no quiere tomarlas... no quiere tomarlas.
-¡Ay, hijo mío! ¡Hijo mío! -exclamó la madre, arrojándose en la arena junto a su hijo.
-Silencio, mujer dijo el padre, arrodillándose lentamente al lado de la cabeza del muchacho-, no le harás ningún bien lloriqueando de ese modo.
Después de contemplar durante un minuto o dos el pálido semblante de su hijo, miró con dureza el de Malachi Trenglos. El anciano fue incapaz de resistir aquel terrible examen.
-Él se empeñó en venir -señaló Malachi-; es el único culpable.
-¿Quién lo ha golpeado? -preguntó el padre.
-Se habrá golpeado solo, al caerse entre los rompientes.
-¡Mentiroso! -exclamó el padre, levantando los ojos para mirar al anciano.
-¡Lo han asesinado! ¡Lo han asesinado! -gritó la madre.
-¡Guarda silencio, mujer! -repitió el granjero-. ¡Pagarán con su sangre la muerte de nuestro hijo!
Mally oía todas sus palabras, apoyada en una esquina de la choza, pero no se movió. Podían decir lo que quisieran. Podían hacer creer a los demás que había sido un asesinato. Podían llevarlos a rastras, tanto a ella como a su abuelo, a la cárcel de Camelford, y luego a Bodmin, y a la horca; pero no conseguirían arrebatarle el sentimiento que la invadía. Había hecho todo lo posible por salvarlo... todo lo posible y más. ¡Y lo había conseguido!
Recordó la amenaza que ella le había lanzado antes de bajar juntos a las rocas, y sus malos deseos. Habían sido unas palabras terribles; pero después había arriesgado su vida por salvarle. Podían decir lo que quisieran de ella, y hacer lo que les viniera en gana. Ella sabía lo que sabía.
Entonces el padre levantó la cabeza y los hombros de su hijo y pidió a los demás que le ayudaran a llevarlo. Lo alzaron entre todos con mucho cuidado, y se dirigieron con su carga hacia el lugar donde estaba Mally. Ella continuó inmóvil, pero siguió atentamente todos sus esfuerzos; y el anciano fue cojeando tras ellos, con la ayuda de su bastón.
Cuando llegaron a la altura de la cabaña, la joven miró el rostro de Barty y vio que estaba muy pálido. Ya no tenía la frente ensangrentada, pero se distinguía claramente la enorme y profunda herida, con su corte irregular, y la piel amoratada alrededor. El pelo trigueño le caía hacia atrás, tal como ella lo había dejado después de que la ola gigantesca les pasara por encima ¡Ay, qué hermoso le parecía a Mally con aquel semblante tan pálido y la conmovedora cicatriz en la frente! Volvió la cabeza para que no vieran sus lágrimas; pero siguió inmóvil y en silencio.
Sin embargo, en el momento en que dejaban atrás la cabaña, arrastrando los pies con su carga, la muchacha oyó un sonido que la empujó a moverse. Se irguió rápidamente, y echó la cabeza hacia delante como si quisiera escuchar algo; después empezó a seguir a los demás. Sí, se habían detenido en la parte más baja del camino, y habían vuelto a depositar el cuerpo de Barty sobre las rocas. Mally oyó de nuevo aquel sonido, que parecía un suspiro interminable, y, sin hacerles caso, corrió junto al herido.
-No está muerto -exclamó-. Miren; no está muerto.
Mientras hablaba, Barty abrió los ojos y miró a su alrededor.
-Barty, hijo mío, dime algo -suplicó la madre.
El joven volvió la cabeza hacia su madre, sonrió y pareció buscar algo ansiosamente con los ojos.
-¿Qué ocurre, muchacho? -dijo el padre.
Barty volvió de nuevo la cabeza en la dirección de esta voz y, al hacerlo, tropezó con la mirada de Mally.
-¡Mally! -susurró-. ¡Mally!
No fue necesario añadir nada más para que los presentes comprendieran que, en opinión de Barty, la muchacha no había sido su enemiga; y lo cierto es que, para Mally, no podía haber un triunfo mayor. Aquella palabra la había redimido, y se retiró nuevamente a la cabaña.
-Abuelito -exclamó-, Barty está vivo, y no creo que vuelvan a decir que nosotros le hicimos daño.
El viejo Glos movió la cabeza. Se alegraba de que el joven no hubiera muerto allí; no deseaba que le ocurriera nada malo, pero sabía de antemano lo que diría la gente. Cuanto más pobre era un hombre, más ganas tenía el mundo de pisotearlo. Mally hizo todo lo posible por animarlo, pues se sentía radiante.
Si se hubiera atrevido, habría subido a la granja para interesarse por Barty. Pero le faltó valor, así que volvió a su trabajo y arrastró las algas que había recogido hasta el lugar donde, al día siguiente, cargaría el burro. Mientras hacía esto, vio el pony de Barty, esperando pacientemente bajo las rocas; y cogió un poco de forraje y se lo tiró a la bestia.
Aunque estaba totalmente oscuro abajo en la cueva, Mally seguía acarreando algas cuando vislumbró la luz trémula de un farol que descendía por el sendero. Era una visión de lo más inusitada, pues los faroles no eran nada corrientes en la cueva de Malachi. La luz continuó bajando con bastante lentitud, mucho más despacio de lo que solía avanzar ella, y entonces divisó, en medio de la penumbra, la figura de un hombre en la parte más baja del camino. La muchacha subió hacia él, y descubrió que se trataba del señor Gunliffe.
-¿Eres Mally? -preguntó Gunliffe.
-Sí, soy yo; ¿cómo está Barty, señor Gunliffe?
-Tienes que venir a verlo en seguida -le pidió el granjero-. No pegará ojo hasta que no te vea. Espero que digas que sí.
-Desde luego que iré, si lo quieren así -contestó la joven.
Gunliffe esperó un momento, imaginando que Mally tendría que prepararse, pero Mally no necesitaba de ningún preparativo. Estaba chorreando agua salada de las algas que había arrastrado, y sus rizos de elfo ondeaban alborotados; pero, tal como estaba, se hallaba lista.
-El abuelo está acostado -afirmó-; puedo ir ahora mismo, si le parece.
Entonces Gunliffe se dio la vuelta y subió tras ella por el sendero, asombrado de la vida que llevaba Mally, tan diferente de la de otras criaturas de su sexo. Era ya noche cerrada, y la había encontrado trabajando sola en medio de la oscuridad, al borde de los rompientes, mientras el único ser humano que parecía encargado de protegerla dormía en su cama.
Cuando llegaron a la cima del acantilado, Gunliffe le cogió la mano para guiarla. Ella no entendió su gesto, pero tampoco hizo ademán de soltarse. El granjero dijo algo sobre despeñarse, pero habló tan bajo que Mally apenas pudo oírlo. Lo cierto es que el hombre sabía que ella había salvado la vida de su hijo y que él la había ofendido en lugar de darle las gracias. Ahora quería expresarle lo que sentía y, como no encontraba palabras, le mostraba su afecto de aquella manera silenciosa. La llevaba de la mano como si fuera una niña, y Mally andaba a su lado con paso ligero, sin hacer preguntas.
A la altura del corral, Gunliffe se paró un momento.
-Mally, pequeña -exclamó-, Barty no estará contento hasta que no te vea; pero tu visita ha de ser breve, muchacha. El médico dice que esta muy débil, y necesita dormir mucho.
Mally se limitó a asentir con la cabeza, y entró en la casa. La joven no había estado nunca en su interior, y contempló maravillada los muebles de la enorme cocina. Me gustaría saber si tuvo algún presentimiento de lo que iba a ser su destino. Pero no se detuvo un instante, y fue conducida al dormitorio del piso superior, donde Barty yacía en la cama de su madre.
-¿De veras es Mally? -inquirió la voz del extenuado Barty.
-De veras lo es -respondió la señora Gunliffe-; ya puedes decir lo que quieras.
-Mally -exclamó el muchacho-, Mally, si sigo vivo es sólo gracias a ti.
-No olvidaré lo que ha hecho -aseguró el padre, sin mirar a la joven-. No olvidaré nunca lo que ha hecho.
-Es nuestro único hijo -dijo la madre, cubriéndose el rostro con el delantal.
-Mally, ¿querrás ser amiga mía ahora? -preguntó Barty.
Aunque la hubieran nombrado dueña y señora del feudo de la cueva para siempre, Mally habría sido incapaz de decir nada en aquellos momentos. No era sólo que las palabras y la presencia de los Gunliffe la intimidaran y la dejaran muda, lo cierto es que la enorme cama, el espejo y las sorprendentes maravillas de la habitación le hacían sentir su propia insignificancia. Pero se acercó sigilosamente a Barty y colocó su mano sobre la de él.
-Seguiré yendo a recoger algas, Mally; pero todas serán para ti -afirmó Barty.
-De ningún modo, Barty, querido -exclamó la madre-; jamás volverás a ese horrible lugar. ¿Qué sería de nosotros si te ocurriera algo?
-No tiene que arrimarse a la poza -dijo Mally, hablando finalmente con voz solemne y comunicándoles lo que había guardado en secreto mientras Barty era su enemigo-, especialmente si sopla algún viento del norte.
-Será mejor que bajes ahora -señaló el padre.
Barty besó la mano que estrechaba entre las suyas, y Mally, al contemplarlo, tuvo la sensación de que parecía un ángel.
-¿Vendrás a vernos mañana, Mally? -quiso saber el joven.
Ella no contestó a su pregunta, y siguió a la señora Gunliffe fuera del cuarto. Cuando llegaron a la cocina, la madre le ofreció té, leche cremosa y un pastel recién sacado del horno... todas las exquisiteces que una granja podía proporcionar. No creo que a Mally le importara mucho la comida y la bebida aquella noche, pero empezó a pensar que los Gunliffe eran buena gente, muy buena gente. Era mucho mejor aquello, en todo caso, que verse acusada de asesinato y enviada a la cárcel de Camelford.
-No olvidaré nunca lo que ha hecho... nunca -había asegurado el padre.
Aquellas palabras la obsesionaban, y parecieron resonar en sus oídos durante toda la noche. ¡Cuánto se alegraba de que Barty hubiera bajado a la cueva! ¡Oh, sí, cuánto se alegraba! No había ningún peligro de que muriera; en cuanto al golpe en la frente ¿qué era una herida así para un muchacho como él?
-Padre te acompañará -dijo la señora Gunliffe cuando Mally se dispuso a emprender sola el camino de regreso.
Pero ella no lo permitió. Sabía por dónde volver, aunque fuera de noche.
-Ahora eres mi hija, Mally, y pensaré en ti de ese modo -exclamó la madre, al despedirse.
Mally meditó también sobre eso mientras se dirigía a casa. ¿Cómo podía convertirse en la hija de la señora Gunliffe? ¿Cómo? No creo que sea necesario proseguir con este relato. El lector sobrentenderá que Mally se convirtió en la hija de la señora Gunliffe, y cómo lo hizo; y, andando el tiempo, la enorme cocina y todas las maravillas de la granja fueron suyas. La gente decía que Barty Gunliffe se había casado con una sirena salida del mar; pero dudo mucho que a Mally le gustara oírlo; y cuando el propio Barty la llamaba así, ella fruncía el entrecejo, agitaba sus cabellos negros y simulaba darle un cachete con su pequeña mano.
El viejo Glos fue llevado a la cima del acantilado, y vivió sus últimos días bajo el techo de la casa del señor Gunliffe. En cuanto a la cueva y el derecho a recoger sus algas, se ha considerado desde entonces una parte de la granja Gunliffe, y no conozco a ningún vecino que esté dispuesto a poner eso en entredicho.
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Hace 3 años
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