WILKIE COLLINS (1824-1889)
Hijo del paisajista William Collins, nació en Londres. Fue aprendiz en una compañía de comercio de té, estudio leyes, hizo sus pinitos cómo pintor y actor, y antes de conocer a Charles Dickens en 1851, había publicado ya una biografía de su padre, Memoirs of the Life of William Collins (1848), una novela histórica, Antonina (1850), y un libro de viajes, Ramblees Beyond Railways (1851). Pero el encuentro con Dickens fue decisivo para la trayectoria de ambos. Basil inició en 1852 una serie de novelas «sensacionales», llenas de misterio y violencia, pero siempre dentro de un entorno de clase media, que, con su técnica brillante y su compleja estructura, sentaron las bases del moderno relato detectivesco y obtuvieron en seguida una gran repercusión: La dama de blanco (1860), Armadale (1862) ó La piedra lunar (1868) fueron tan aplaudidas cómo imitadas. Sin nombre (1862) y Marido y mujer (1870), también de este período, están escritas sin embargp con otras pautas; sus mujeres son heroínas dramáticamente condicionadas por una arbitraria, aunque real, situación legal. En la década de 1870, Collins ensayó temas y formas nuevas: La pobre señorita Finch (1871-1872) es un buen ejemplo de esta época. Escribió, asimismo, numerosos relatos breves. «Quién mató a Zebedee?» (Who killed Zebedee?) apareció por primera vez en enero de 1881 en The Seaside Library, y más tarde formaría parte del volumen de relatos Little Novels con el título de Mr. Policeman and the Cook.
¿Quién mató a Zebedee?
UNA INTRODUCCIÓN PARA MÍ
Cierto anochecer, antes de que el médico se marchara, le pregunté cuánto tiempo creía que me quedaba de vida. Me dijo que no era fácil saberlo, que podía morir antes de que él regresara por la mañana o vivir hasta finales de mes.
Al día siguiente estaba lo bastante vivo para pensar en la salvación de mi alma, y como era católico, pedí que me trajesen un sacerdote.
La historia de mis pecados, relatada en confesión, incluía haber faltado a mi deber y haber quebrantado las leyes de mi país. En opinión del sacerdote (y yo me mostré de acuerdo con él), tenía que reconocer públicamente mi culpa, si quería hacer acto de contrición como un buen católico inglés. Decidimos, por ese motivo, dividirnos el trabajo. Yo narré las circunstancias, mientras el reverendo padre cogía la pluma y modelaba la historia.
He aquí el resultado.
I
Cuando era un joven de veinticinco años, ingresé en el cuerpo de policía londinense. Después de casi dos años de cumplir con las severas y mal remuneradas tareas que caracterizan esa ocupación, me vi envuelto en la investigación oficial de mi primer caso serio y terrible... un caso nada menos que de asesinato.
Las circunstancias fueron las siguientes:
En aquella época, estaba destinado en una comisaría del norte de Londres, de la que, con su permiso, no daré más detalles. Cierto lunes me tocaba estar de guardia por la noche. Hasta las cuatro de la madrugada no ocurrió nada fuera de lo habitual. Era primavera y, entre el gas del alumbrado y el fuego de la chimenea, hacía demasiado calor en la oficina. Me dirigí a la puerta para respirar un poco de aire fresco, lo que sorprendió al inspector de servicio, un hombre muy sensible al frío. Caían unas gotas, y la humedad era tan desagradable que no tardé en volver junto a la lumbre. No creo que llevase más de un minuto sentado cuando alguien empujó violentamente la puerta giratoria. Una mujer completamente trastornada irrumpió en la habitación con un grito.
-¿Es ésta la comisaría? -preguntó.
Por una de esas bromas que gasta la naturaleza, nuestro inspector (por lo demás, un oficial excelente) tenía un temperamento ardiente bajo su constitución friolera.
-¡Válgame Dios! ¿Acaso no tiene ojos para verlo, mujer? -exclamó-. ¿Qué es lo que ocurre?
-¡Un asesinato! ¡Eso es lo que ocurre! -respondió ella con vehemencia-. Por el amor de Dios, vengan conmigo. Es en la casa de huéspedes de la señora Crosscapel, en el número catorce de Lehigh Street. ¡Una joven ha asesinado a su marido en plena noche! Con un cuchillo, señor. Dice que cree que lo ha matado mientras ella dormía.
Confieso que me asusté al oír sus palabras; y el tercer agente de servicio (un sargento) pareció, asimismo, impresionado. Ella era joven y muy bonita, incluso presa del terror, recién salida de la cama y vestida de cualquier forma, a toda prisa. En aquellos tiempos, me gustaban las mujeres altas... y, como suele decirse, ella era de mi tipo. Le acerqué una silla, y el sargento atizó el fuego. En cuanto al inspector, no había nada que pudiera alterarlo. La interrogó con la misma frialdad que si se tratara de un caso de robo de poca cuantía.
-¿Ha visto a la víctima? -preguntó.
-No, señor.
-¿Ya la esposa?
-No, señor. No me atreví a entrar en el dormitorio. Sólo conozco el crimen de oídas.
-¿De veras? Y ¿quién es usted? ¿Uno de los huéspedes?
-No, señor. Soy la cocinera
-¿Acaso la pensión no tiene dueño?
-Sí, señor. Está terriblemente asustado. Y la doncella ha ido en busca del médico. Los pobres criados tienen que hacerlo todo, por supuesto. ¡Ay! ¿Por qué pondría los pies en esa horrible casa?
La infortunada mujer rompió a llorar y temblaba de la cabeza a los pies. El inspector puso su declaración por escrito, y luego le pidió que la leyera y estampara su firma. Con este proceder, lo único que pretendía era que se le acercara lo suficiente para oler su aliento.
-Cuando las personas declaran algo extraordinario -me explicó después-, a veces uno se ahorra problemas cerciorándose de que no están bebidas. También he conocido a algunas que estaban locas... pero no es algo frecuente. Generalmente, lo leerás en su mirada.
La joven se levantó y escribió su nombre, Priscilla Thurlby. La prueba del inspector demostró que estaba sobria; y sus ojos -que sin duda eran de un hermoso color azul, además de dulces y afables, cuando no tenían aquella expresión de terror ni estaban enrojecidos por el llanto- le convencieron (tal como supuse) de que ella estaba en su sano juicio. Y lo primero que hizo fue poner el caso en mis manos. Comprendí que, ni siquiera entonces, creía que la historia fuera cierta.
-Vuelve con ella a la pensión -dijo-. Tal vez sea una estúpida broma, o una pelea más ruidosa de lo normal. Compruébalo personalmente, y escucha la opinión del médico. Si se confirma la gravedad del asunto, avísanos en seguida; y no dejes que nadie entre o salga de la casa hasta que lleguemos. ¡Un momento! ¿Sabes ya lo que has de decir si alguien quiere declarar algo por su cuenta?
-Sí, señor. Debo advertir a todos de que cualquier cosa que digan será puesta por escrito y podrá utilizarse en su contra.
-¡Muy bien! Un día de éstos llegarás a inspector. Y ahora, ¡señorita! -y, con estas palabras, se despidió de ella y la dejó a mi cargo.
Lehigh Street no estaba muy lejos... a unos veinte minutos andando desde la comisaría. Reconozco que pensé que el inspector había sido bastante duro con Priscilla. Era natural que la joven estuviera enfadada con él.
-¿Qué ha querido decir con eso de una broma? -exclamó-, ¡Ojalá estuviera tan asustado como yo! Es la primera vez que trabajo de criada, señor... y pensaba que había encontrado un lugar muy respetable.
Apenas hablé con ella; a decir verdad, estaba bastante nervioso por la misión que me habían encomendado. Al llegar a la casa, alguien abrió la puerta antes de que yo tuviera tiempo de llamar. Un caballero salió, y resultó ser el médico. Se detuvo nada más verme.
-Debe tener mucho cuidado, agente -dijo-. He hallado al hombre boca arriba, en la cama, muerto... con la navaja que le ha matado todavía clavada.
Al oír esto, sentí la necesidad de enviar a alguien a la comisaría. ¿Dónde podría encontrar a un mensajero de confianza? Me tomé la libertad de preguntar al doctor si no le importaría repetir sus palabras a la policía. La jefatura le venía casi de camino a casa. Accedió amablemente a mi petición.
La patrona (la señora Crosscapel) se reunió con nosotros mientras hablábamos. Aún era una mujer joven; y no parecía fácil de asustar, ni siquiera por un asesinato en la casa. Su marido estaba en el pasillo, detrás de ella. Tenía suficiente edad para ser su padre; y temblaba hasta tal punto de terror que cualquiera podría haber pensado que él era el culpable. Quité la llave de la puerta, después de asegurarme de que estaba bien cerrada.
-Nadie puede abandonar la pensión, ni entrar en ella, hasta que venga el inspector. Y ahora debo registrar el edificio para ver si se han forzado puertas o ventanas -señalé a la señora Crosscapel.
-Hay una llave en la puerta del patio -respondió ella-. Siempre está cerrada. Puede bajar conmigo y comprobarlo.
Priscilla nos acompañó. Su patrona le ordenó que encendiera el fuego de la cocina.
-A algunos de nosotros nos sentará bien una taza de té -comentó la señora Crosscapel.
Le dije que, dadas las circunstancias, se tomaba las cosas con mucha calma. Ella me repuso que la patrona de una casa de huéspedes no podía permitirse el lujo de perder los estribos, pasara lo que pasara.
Encontré la puerta del patio cerrada con llave, y las contraventanas de la cocina con el cerrojo echado. La cocina y la puerta trasera estaban, asimismo, atrancadas. No había nadie escondido en ningún lugar. Volví a subir las escaleras e inspeccioné el ventanal de la sala que daba a la fachada. De nuevo, unas contraventanas firmemente cerradas respondieron de la seguridad de la habitación. Oí una voz cascada a través de la puerta de la salita trasera.
-El agente puede entrar -dijo-, si promete no mirarme.
Me volví hacia la patrona en busca de alguna aclaración.
-Es mi huésped, la señorita Mybus -contestó-; una dama de lo más respetable que se aloja en esta planta.
Cuando entré en el cuarto, vi algo cuidadosamente enrollado en la colcha de la cama. La pudorosa señorita Mybus se había hecho invisible de ese modo. Una vez convencido de la seguridad de la parte baja de la casa, y con las llaves en mi bolsillo, me dispuse a subir al piso de arriba.
Mientras nos dirigíamos a las alturas, pregunté si habían recibido alguna visita el día anterior. Sólo habían venido dos personas, amigas de los huéspedes, y la señora Crosscapel las había despedido personalmente en la puerta. Mi siguiente pregunta estuvo relacionada con sus inquilinos. En la planta baja se alojaba la señorita Mybus. En el primer piso, y ocupando las dos habitaciones, el señor Barfield, un solterón que trabajaba en una oficina de comercio. Una planta más arriba, en el dormitorio que daba a la fachada, el señor John Zebedee, la víctima, y su mujer; en el cuarto del fondo, el señor Deluc, representante de una compañía de cigarros, y supuestamente un caballero criollo de La Martinica. En la buhardilla delantera, el señor y la señora Crosscapel; en la que daba al patio, la cocinera y la doncella. Y éstos eran los habitantes que tenía regularmente la pensión. Pregunté por las criadas.
-Dos muchachas excelentes -replicó la patrona-; de otro modo, no servirían en mi casa.
Llegamos al segundo piso, y encontramos a la doncella de guardia ante la puerta del dormitorio principal. No era tan agraciada como la cocinera y, como es natural, estaba muy asustada. Su señora le había ordenado que se quedará allí para avisar si la señora Zebedee, a la que tenían encerrada en el cuarto, se ponía violenta. Mi llegada liberó a la doncella de su responsabilidad. Corrió escaleras abajo para reunirse con su compañera en la cocina.
Pregunté a la señora Crosscapel cómo y cuándo se habían enterado del asesinato.
-Poco después de las tres -contestó-, me despertaron los gritos de la señora Zebedee. La encontré aquí en el rellano, y el señor Deluc, muy alarmado, intentaba tranquilizarla. Como duerme en la habitación contigua, sólo tuvo que abrir la puerta cuando sus gritos le despertaron. «¡Mi querido John ha sido asesinado! ¡Y yo soy la única culpable... lo maté dormida! », repitió una y otra vez con desesperación, hasta que cayó desvanecida. El señor Deluc y yo la llevamos de vuelta a su dormitorio. Los dos creíamos que la pobre criatura se había vuelto loca por culpa de alguna espantosa pesadilla. Pero cuando nos acercarnos a la cama... no me pregunte lo que vimos, el doctor ya se lo ha contado. Durante una época trabajé de enfermera en un hospital y me acostumbré a ver las cosas más horribles. Sin embargo, se me heló la sangre y la cabeza empezó a darme vueltas. En cuanto al señor Deluc, pensé que iba a desmayarse.
Después de oír esto, pregunté si la señora Zebedee había dicho o hecho algo extraño desde que era huésped de la señora Crosscapel.
-¿Acaso cree que no está en su sano juicio? -quiso saber la patrona-. Lo cierto es que cualquiera sería de su opinión... ante una joven que se acusa a sí misma de haber asesinado a su marido mientras estaba dormida. Lo único que puedo decir es que, hasta esta madrugada, jamás había conocido a una personita más pacífica, juiciosa y educada que la señora Zebedee. Recién casada, imagínese; y enamorada hasta los tuétanos de su infortunado esposo. Yo diría que, entre las gentes de su nivel social, eran una pareja modélica.
No quedaba nada más por decir en el rellano de la escalera. Abrimos la puerta y entramos en el cuarto.
II
Estaba en la cama, acostado boca arriba, tal como lo había descrito el médico. En el lado izquierdo de su camisa de dormir, justo sobre el corazón, la tela ensangrentada contaba su espantosa historia. Por lo que uno era capaz de juzgar, contemplando de mala gana aquel rostro sin vida, debía de haber sido un hombre muy guapo. Era una visión que acongojaría a cualquiera; pero creo que el momento más doloroso para mí fue cuando reparé en su desdichada mujer.
Estaba en el suelo, acurrucada en un rincón; una mujer pequeña y morena, vestida con elegancia de colores muy vivos. Su cabello negro y sus enormes ojos castaños parecían intensificar aún más la terrible palidez de su rostro. Nos miraba fijamente, como si no nos viera. Le hablamos, y no salió una sola palabra de sus labios. Si no se hubiera pellizcado sin cesar los dedos y no se hubiese estremecido de vez en cuando como si tuviera frío, cualquiera podría pensar que estaba muerta, al igual que su marido. Me acerqué a ella y traté de levantarla. La joven se echó hacia atrás con un grito que me dio escalofríos, y no por estentóreo, sino porque se acercaba más al gemido de un animal que al de un ser humano. Por muy tranquila y serena que se hubiera mostrado siempre ante la patrona de la casa de huéspedes, lo cierto es que ahora se encontraba fuera de sí. Es posible que me suscitara lástima, o que yo estuviera totalmente trastornado... lo único que sé es que no me pareció posible que fuera culpable. Incluso llegué a decir a la señora Crosscapel:
-No creo que lo hiciera ella.
Mientras pronunciaba estas palabras, alguien llamó a la puerta de la calle. Bajé en seguida las escaleras y dejé entrar (con gran alivio) al inspector, acompañado de uno de nuestros hombres.
Esperó a que yo le contara lo ocurrido, antes de subir, y expresó su conformidad con los pasos que había seguido.
-Todo parece indicar que alguien de la casa ha cometido el asesinato -comentó.
Y, después de decir esto, dejó al otro agente en la planta baja y subió conmigo al segundo piso.
Llevaba menos de un minuto en la habitación cuando descubrió un objeto que a mí me había pasado inadvertido.
Se trataba de la navaja con la que se había cometido el delito. El médico la había encontrado en el cuerpo de la víctima, la había extraído para examinar la herida y la había dejado en la mesilla de noche. Era una de esas navajas tan prácticas, que tienen una sierra, un sacacorchos y otros utensilios parecidos. La enorme hoja volvía a cerrarse, una vez abierta, con un resorte. Excepto en los lugares donde estaba manchada de sangre, seguía tan brillante como el día de su compra. Había una pequeña placa en el mango de asta, con una inscripción a medio grabar donde se leía: «Para John Zebedee de ...». Y, aunque parezca extraño, ahí se interrumpía.
¿Quién o qué había detenido el trabajo del grabador? Era imposible adivinarlo. Sin embargo, el inspector encontró ese detalle muy alentador.
-Nos servirá de ayuda -exclamó.
Luego, sin dejar de mirar a la pobre criatura en el rincón, escuchó lo que la señora Crosscapel tenía que contarle.
Cuando ésta terminó de hablar, el inspector quiso conocer al huésped que dormía en la habitación contigua.
El señor Deluc apareció en la puerta del dormitorio; el espectáculo que vio en el interior le hizo volver la cabeza, horrorizado. Iba envuelto en un maravilloso batín azul, con cinturón y orlas de color dorado. Su escaso pelo rizado caía en tirabuzones (si eran artificiales o no, soy incapaz de decirlo). Tenía la tez aceitunada Sus ojos color marrón verdoso eran de esos que se llaman «saltones»; daba la sensación de que podrían salir de su rostro si alguien ponía una cuchara debajo. Llevaba el bigote y la perilla cuidadosamente aceitados, y, para completar el equipo, tenía un cigarro largo y negro en la boca.
-No es insensibilidad ante esta horrible tragedia -explicó-. Tenga los nervios destrozados, señor agente, y sólo así lograré serenarme. Le ruego que me disculpe y tenga compasión de mí.
El inspector interrogó a este testigo a fondo y sin demasiados miramientos. No era un hombre que se dejara engañar por las apariencias, pero comprendí que el señor Deluc estaba muy lejos de gustarle, y que desconfiaba de él. No nos dijo nada que no me hubiera contado ya la señora Crosscapel. El señor Deluc regresó a su habitación.
-¿Cuánto tiempo lleva alojado con ustedes? -preguntó el inspector, en cuanto se dio la vuelta.
-Cerca de un año -respondió la patrona.
-¿Les facilitó referencias?
-Todo lo buenas que podíamos desear.
Acto seguido, dio los nombres de unos comerciantes que tenían una famosa compañía de cigarros en la City. El inspector anotó aquella información en su libreta.
Preferiría no extenderme en lo que ocurrió a continuación: resulta demasiado penoso para detenerme en ello. Únicamente les diré que la pobre demente fue llevada a comisaría en un carruaje. El inspector se quedó con la navaja y con un libro que encontramos en el suelo, titulado El mundo del sueño. Cerramos con llave el baúl con todas sus pertenencias, además de la puerta del dormitorio; las dos llaves quedaron a mi cargo. Me ordenaron permanecer en la casa e impedir que nadie la abandonara, hasta que, muy pronto, tuviera noticias del inspector.
III
La investigación judicial fue aplazada y el interrogatorio ante el magistrado concluyó con un auto de prisión preventiva; la señora Zebedee no estaba en condiciones de seguir los trámites en ninguno de los dos casos. El médico declaró que una terrible impresión la había dejado completamente postrada. Cuando le preguntaron si creía que había estado en sus cabales antes del asesinato, se negó a contestar de forma categórica.
Pasó una semana. El hombre asesinado recibió sepultura, y su anciano padre asistió al funeral. De vez en cuando veía a la señora Crosscapel y a las dos criadas, con el fin de que me facilitaran mas datos sobre algún detalle de interés. Tanto la cocinera como la doncella habían avisado de su marcha con un mes de antelación, negándose, por su propio bien, a continuar en una casa que había sido escenario de un crimen. Los nervios del señor Deluc le empujaron, asimismo, a mudarse; los sueños más terribles alteraban su reposo. Pagó la sanción estipulada y se marchó sin previo aviso. El huésped de la primera planta, el señor Barfield, conservó sus habitaciones, pero obtuvo permiso de sus jefes para ausentarse, y se refugió en el campo con unos amigos. La señorita Mybus fue la única que se quedó, en su salita de la planta baja.
-Cuando uno se siente cómodo a mi edad -dijo la anciana-, no hay nada que le haga cambiar de alojamiento. Un asesinato dos pisos más arriba es casi lo mismo que un asesinato en la casa vecina. La distancia, como puede ver, es lo único que importa.
A la policía le era indiferente lo que hicieran los huéspedes. Teníamos hombres de paisano vigilando la pensión noche y día. Seguíamos discretamente a los que se marchaban, y, a partir de ese momento, los agentes de su distrito no les quitaban el ojo de encima. Mientras no pudiéramos someter a interrogatorio y escuchar la extraordinaria declaración de la señora Zebedee -pues, hasta entonces, habíamos sido incapaces de seguir la pista de la navaja y de llegar hasta su comprador-, estábamos decididos a impedir que cualquier persona que hubiese estado en la pensión de la señora Crosscapel la noche del asesinato se nos escabullera
IV
Quince días más tarde, la señora Zebedee estuvo lo bastante recuperada para prestar declaración, después de las observaciones previas que se realizan a quienes se hallan en sus condiciones. En esta ocasión, el médico fue rotundo al afirmar que la joven estaba en su sano juicio.
La señora Zebedee había trabajado de criada. Durante sus últimos cuatro años de servicio, había ocupado el puesto de doncella de la señora en casa de una familia residente en Dorsetshire. El único defecto que le habían encontrado allí era que, de vez en cuando, padecía sonambulismo, lo que obligaba a otra criada a dormir en su mismo cuarto, con la puerta bien cerrada y la llave debajo de la almohada. Por lo demás, la doncella fue descrita por su señora como un «auténtico tesoro».
En los últimos seis meses que vivió en esa casa, un joven llamado John Zebedee entró a trabajar de lacayo (con muy buenas recomendaciones). No tardó en enamorarse de la encantadora doncellita, y ella le correspondió. Es muy posible que hubieran tenido que esperar años y años antes de que su situación económica les permitiera casarse, de no haber sido por la muerte del tío de Zebedee, que le dejó una pequeña fortuna de dos mil libras. Para unas personas de su posición, era una riqueza suficiente para hacer lo que quisieran, y salieron de la casa donde habían servido juntos para contraer matrimonio; las niñas de la familia mostraron su cariño por la señora Zebedee actuando como sus damas de honor.
El joven marido era un hombre prudente. Decidió invertir su pequeño capital del modo más ventajoso, dedicándose a la cría de ovejas en Australia. Su mujer no puso ninguna objeción. Estaba dispuesta a seguir a John al fin del mundo.
Así, pues, pasaron su breve luna de miel en Londres, a fin de ver con sus propios ojos el barco donde iban a hacer la travesía. Eligieron la pensión de la señora Crosscapel porque el tío de Zebedee siempre se había alojado allí cuando visitaba Londres.
Faltaban diez días para embarcarse. Eso proporcionó a la joven pareja unas agradables vacaciones, y la posibilidad de disfrutar cuanto quisieran de los monumentos y espectáculos de la gran ciudad.
La primera noche fueron al teatro. Los dos estaban acostumbrados al aire fresco del campo, y el calor y el gas del alumbrado les parecieron asfixiantes. Sin embargo, aquel pasatiempo nuevo para ellos les agradó tanto que, al día siguiente, decidieron asistir a otro espectáculo. En esa segunda ocasión, John Zebedee encontró el calor insoportable. Salieron del teatro y llegaron a su alojamiento cerca de las diez en punto.
Dejemos que el resto de la historia lo cuente la propia señora Zebedee:
-Nos quedamos charlando un rato en nuestro dormitorio, y el dolor de cabeza de John empeoró. Le convencí de que se acostara, y apagué la vela (la luz del fuego era suficiente para desvestirse) a fin de que pudiera dormirse antes. Pero estaba demasiado inquieto para conciliar el sueño. Me pidió que le leyera algo. Los libros siempre le adormecían.
»Aún no había empezado a desnudarme, de modo que volví a encender la vela y abrí mi único libro. John lo había descubierto en el quiosco de libros de la estación, y se había fijado en él porque se titulaba El mundo del sueño. Solía bromear conmigo por ser sonámbula, y me lo regaló con estas palabras: "Aquí tienes algo que seguro te interesará".
»No llevaba ni media hora leyendo cuando se quedó profundamente dormido. Como no estaba cansada, continué la lectura en voz baja.
»Lo cierto es que el libro me interesaba mucho. Una de sus historias era terrible y me impresionó vivamente: la historia de un hombre que apuñalaba sonámbulo a su propia mujer. Pensé en cerrar el libro después de aquello, pero cambié de opinión y seguí leyendo. Los capítulos siguientes no eran tan emocionantes. Estaban llenos de eruditas explicaciones sobre por qué conciliamos el sueño, qué pasa en nuestros cerebros cuando estamos inconscientes, y esa clase de cosas. Y acabé quedándome también amodorrada en el sillón junto a la chimenea.
»No recuerdo a qué hora me acosté, ni cuánto tiempo estuve dormida, ni si tuve algún sueño o no. La vela y el fuego se habían consumido y estaba oscuro como boca de lobo cuando me desperté. Ni siquiera sé por qué lo hice, a menos que fuera por el frío que hacía en la habitación.
»Había una vela de repuesto en la repisa de la chimenea. Encontré la caja de cerillas y la encendí. Fue entonces cuando, por primera vez, me volví hacia la cama y vi...
Había visto el cadáver de su marido, asesinado mientras ella dormía junto a él; y el mero recuerdo hizo que la pobre criatura se desmayara. El interrogatorio se suspendió. La joven recibió toda clase de cuidados y atenciones; el capellán estaba tan preocupado por su bienestar como el médico.
No he mencionado las declaraciones de la patrona y de las criadas. Fueron tomadas por simple formalidad. Lo poco que sabían no probaba nada contra la señora Zebedee. La policía fue incapaz de descubrir algo que confirmase su primera y enloquecida acusación contra sí misma. Los señores de la última casa donde había trabajado hablaron de ella en los términos más elogiosos. Habíamos llegado a un punto muerto.
Se había juzgado más oportuno no sorprender al señor Deluc, por el momento, citándolo como testigo. La acción de la ley, sin embargo, se precipitó en esta ocasión al recibir un escrito privado del capellán.
Después de entrevistarse dos veces con la señora Zebedee, el reverendo caballero estaba convencido de que la joven era tan inocente como él de la muerte de su marido. No consideró justificado repetir unas palabras que le habían dicho de manera confidencial; se limitó a recomendar que citasen al señor Deluc para que compareciera en el siguiente interrogatorio. Y siguieron su consejo.
La policía no tenía ninguna prueba contra la señora Zebedee cuando se reanudó la investigación. Para cumplir con todos los requisitos, fue conducida al banquillo de testigos. Apenas se mencionó el descubrimiento del cadáver de su marido cuando se despertó a altas horas de la madrugada. únicamente se le hicieron tres preguntas importantes:
En primer lugar, sacaron la navaja. ¿La había visto alguna vez en manos de su marido? Nunca. ¿Sabía algo de ella? Nada en absoluto.
En segundo lugar, ella o su marido ¿cerraron con llave la puerta del dormitorio cuando volvieron del teatro? No. ¿La cerró ella más tarde? No.
En tercer lugar, ¿tenía alguna razón para creer que había asesinado sonámbula a su marido? Ninguna, si no fuera porque estaba fuera de sí en ese momento, y porque el libro le había metido esa idea en la cabeza.
Después de estas declaraciones, enviaron fuera de la sala a los demás testigos. El motivo fue la lectura del escrito del capellán. Preguntaron a la señora Zebedee si había ocurrido algo desagradable entre el señor Deluc y ella.
Sí. El la había cogido desprevenida en las escaleras, había tenido el atrevimiento de decir que la amaba y había llevado aún más lejos el insulto intentando besarla. Ella le había abofeteado y le había dicho que, si volvía a comportarse de ese modo, se lo contaría a su marido. El se había puesto furioso y había exclamado: «¡Se arrepentirá de esto, señora!».
Después de consultarlo, y a petición de nuestro inspector, decidieron no informar al señor Deluc, todavía, de las declaraciones de la señora Zebedee. Cuando los testigos volvieron a la sala, el señor Deluc repitió el mismo testimonio que le había dado previamente al inspector; entonces le preguntaron si sabía algo de la navaja. La miró sin el menor atisbo de culpabilidad en su rostro, y juró no haberla visto jamás hasta ese momento. La nueva investigación llegó a su fin sin que hubiéramos descubierto nada.
Pero seguimos vigilando al señor Deluc. Y dedicamos nuestros siguientes esfuerzos a tratar de relacionarlo con la compra de la navaja.
El resultado (era como si realmente hubiera una especie de adversidad en el caso) volvió a ser desalentador. No nos costó averiguar, por la marca que había en la hoja, que el mayorista era de Sheffield. Pero fabricaba miles de navajas similares y las vendía en todas partes. En cuanto a dar con la persona que había grabado la inscripción a medias (sin saber dónde o quién la había comprado), habría sido más fácil encontrar la proverbial aguja en un pajar. Nuestro último recurso fue fotografiar la navaja, con la inscripción boca arriba, y enviar una copia a todas las comisarías del país.
Al mismo tiempo, estudiamos a fondo al señor Deluc; lo que quiero decir es que investigamos su pasado, por si había conocido antes a la víctima y había tenido alguna disputa o rivalidad con él a causa de una mujer. Pero no nos vimos recompensados con semejante hallazgo.
Descubrimos que Deluc había llevado una vida disipada, y había elegido siempre las peores compañías. Pero se había preocupado de no infringir la ley. Un hombre puede ser un vagabundo y un libertino, puede insultar a una dama, puede amenazarla lleno de ira porque su rostro acaba de ser abofeteado, pero no podemos deducir, de estos borrones en su carácter, que haya asesinado al marido a altas horas de la madrugada.
De modo que, cuando nos llamaron, una vez más, para presentar nuestro informe, seguíamos sin tener pruebas. Las fotografías tampoco lograron descubrir al propietario de la navaja, ni explicar el motivo de la inscripción a medio grabar. Se permitió que la infortunada señora Zebedee regresara con sus amigos, siempre que se comprometiera a volver si su presencia era requerida. Los artículos de los periódicos empezaron a preguntarse cuántos asesinos más conseguirían despistar a la policía. Las autoridades de la hacienda pública ofrecieron una recompensa de cien libras por la información necesaria. Pero pasaron las semanas y nadie reclamó el dinero.
Nuestro inspector no era un hombre que se rindiera fácilmente. Prosiguieron las investigaciones y los interrogatorios. No es necesario hablar de ellos. Fuimos derrotados y, en lo que se refiere a la policía y al público, ahí terminó la historia. El asesinato del pobre recién casado no tardó en caer en el olvido, como otros crímenes sin resolver. Sólo un oscuro individuo fue lo bastante necio para intentar esclarecer, en sus horas libres, el enigma de quién mató a Zebedee. Pensaba que ascendería al puesto más elevado del cuerpo policial si triunfaba allí donde sus superiores habían fracasado; y, aunque todos se reían de él, se aferró a su pequeña ambición. Para no andarme con rodeos, yo era ese hombre.
V
Sin pretenderlo, he sido un poco desconsiderado al contar mi historia.
Dos personas no vieron nada malo en mi resolución de seguir investigando por mi cuenta. Una de ellas fue la señorita Mybus, y la otra, Priscilla Thurlby, la cocinera.
A la señorita Mybus, para empezar con la dama, le había indignado la resignación con que la policía había aceptado su derrota. Era una mujer enjuta y menuda, de mirarla expresiva, que no se mordía la lengua.
-Es algo que me resulta familiar -afirmó-. Sólo hace falta volver la vista atrás un año o dos. Recuerdo un par de casos de asesinato en Londres... y los criminales nunca fueron encontrados. Yo también soy un ser humano, y me pregunto si no seré la próxima víctima. Es usted un joven muy apuesto, y me gustan su valor y su perseverancia. Puede venir siempre que lo desee; y diga que viene a visitarme si le ponen algún impedimento para entrar. ¡Una cosa más! Me sobra mucho tiempo y no tengo un pelo de tonta. Aquí, en la planta baja, veo a todos los que entran y salen de la casa. Déjeme su dirección; es posible que todavía le consiga alguna información.
A pesar de sus buenas intenciones, la señora Mybus no tuvo ocasión de ayudarme. Pensé que, de las dos mujeres, Priscilla Thurlby sería probablemente la más útil.
En primer lugar, era inteligente y muy activa, y (como aún no había encontrado un buen empleo) no tenía que dar cuenta a nadie de sus movimientos.
En segundo lugar, era una mujer en la que yo podía confiar. Antes de abandonar su hogar para colocarse de criada en Londres, el rector de su parroquia natal le escribió una caria de recomendación, de la que adjunto una copia. Decía lo siguiente:
Es una satisfacción para mí recomendar a Priscilla Thurlby para cualquier empleo respetable que pueda desempeñar. Sus padres son personas ancianas y enfermas, cuyos ingresos han disminuido en los últimos tiempos; y tienen una hija másjoven que mantener. En lugar de ser una carga para sus progenitores, Priscilla se dirige a Londres para entrar en el servicio doméstico y ayudar a la familia con su sueldo. Esta circunstancia habla por sí sola. Hace muchos años que conozco a los Thurlby, y lo único que lamento es no tener ningún puesto libre en mi casa para esta bondadosa muchacha.
(Firmado)
HENRY DERRINCTON, rector de Roth
Después de leer estas palabras, podía pedir tranquilamente a Priscilla que me ayudara a reabrir el misterioso caso de asesinato con muy buenos propósitos.
Tenía el convencimiento de que lo sucedido en la pensión de la señora Crosscapel no había sido aún bien investigado. Para continuar mis pesquisas, pregunté a Priscilla si sabía algo que pudiera relacionar a la otra criada con el señor Deluc.
-No quisiera que las sospechas recayeran en una persona inocente -contestó de mala gana-. Además, trabajé tan poco tiempo con ella...
-Dormía en su mismo cuarto -señalé-, y tuvo usted muchas oportunidades de observar cómo se comportaba con los huéspedes. Si le hubieran preguntado esto en el interrogatorio, habría contestado con sinceridad.
Este argumento pareció convencerla. Sus datos arrojaron nueva luz sobre el señor Deluc, y sobre el caso en general. Actué de acuerdo con esa información. Fue un trabajo lento, debido a las exigencias de mis responsabilidades cotidianas, pero, con la ayuda de Priscilla, avancé resueltamente en la dirección que me había propuesto.
Además de esto, debía otras cosas a la hermosa cocinera de la señora Crosscapel. Antes o después tendré que confesarlo, así que ¿por qué no hacerlo ahora? Supe por primera vez lo que era el amor gracias a Priscilla. Conocí los besos más maravillosos gracias a Priscilla. Y, cuando le pedí que se casara conmigo, no me respondió que no. He de reconocer que pareció algo triste y dijo:
-¿Cómo pueden pensar en casarse algún día dos personas tan pobres como nosotros?
-No tardaré en dar con la pista que mi inspector no ha logrado encontrar. Entonces, amor mío, podré casarme contigo.
En nuestra siguiente cita, hablamos de sus padres. Yo ya era su prometido. A juzgar por lo que había oído sobre el comportamiento de otras personas en mi situación, pensé que lo más correcto era conocer a sus progenitores. Priscilla se mostró de acuerdo, y escribió a casa ese mismo día para decir que nos esperaran al final de la semana.
Me quedé de guardia por la noche, y conseguí, de ese modo, casi todo el día siguiente libre. Me vestí con sencillez, y sacamos nuestros billetes de tren hasta Yateland, la estación más cercana al pueblo donde vivían los padres de Priscilla.
VI
El tren se detuvo, como de costumbre, en la ciudad de Waterbank. Como Priscilla se ganaba la vida de costurera (mientras no encontraba otra colocación) y había trabajado hasta muy tarde, estaba agotada y tenía sed. Bajé del vagón para comprar un poco de gaseosa. La estúpida jovencita de la cantina fue incapaz de sacar el tapón de la botella y se negó a dejar que la ayudara. Cogió un sacacorchos y lo introdujo torcido. Perdí la paciencia y le quité la botella de las manos. Cuando acababa de sacar el tapón, tocaron la campana en el andén. Serví rápidamente la gaseosa en un vaso, pero el tren empezaba a moverse cuando salí de la cantina. Los mozos de estación me detuvieron cuando intentaba saltar al vagón. Me quedé atrás.
Tan pronto como recuperé la calma, consulté el horario de trenes. Habíamos llegado a Waterbank a la una y cinco, y Yateland (la siguiente estación) estaba a diez minutos. Sólo podía confiar en que Priscilla mirase también el horario y me esperara. Si hubiera intentado ir andando de una estación a otra, habría perdido tiempo en vez de ganarlo. No tardaría en llegar otro tren, y me entretuve visitando la ciudad.
Con todo mi respeto a sus habitantes, Waterbank (para los foráneos) es un lugar muy aburrido. Subí por una calle y bajé por otra, y me detuve a mirar una tienda que llamó mi atención; no por algo que viera en ella, sino porque era el único comercio con los postigos cerrados.
Habían fijado en ellos un cartel, anunciando el alquiler del local. El nombre y el negocio del antiguo comerciante se leían en las tradicionales letras pintadas: «James Wycomb, cuchillero, etc.».
Por primera vez, me di cuenta de que habíamos olvidado un obstáculo en nuestro camino al distribuir las fotograbas de la navaja. Ninguno de nosotros habíamos recordado que cierto número de cuchilleros quedaría fuera de nuestro alcance... unas veces por haberse jubilado, y otras por haberse declarado en quiebra. Yo siempre llevaba encima una copia de la fotografía, así que pensé: «¡He aquí una posibilidad remota de que la navaja nos conduzca hasta el señor Deluc!».
Después de tocar dos veces la campanilla, un viejo muy sucio y muy sordo abrió la puerta de la tienda.
-Será mejor que suba las escaleras y hable con el señor Scorrier, en el último piso -dijo.
Puse los labios en la trompetilla del anciano y le pregunté quién era el señor Scorrier.
-El cuñado del señor Wycomb. El señor Wycomb ha muerto. Si quiere comprar su negocio, dígaselo al señor Scorrier.
Al oír su respuesta, me dirigí a la planta superior y encontré al señor Scorrier grabando unas letras en una placa de latón. Era un hombre de mediana edad, con rostro cadavérico y ojos vidriosos. Después de pedirle disculpas, saqué la fotografía.
-Si me permite, señor, ¿sabe algo de la inscripción de esta navaja? -inquirí.
Cogió su lupa para mirarla.
-¡Qué curioso! -exclamó en voz baja-. Recuerdo ese extraño nombre... Zebedee. Sí, señor, yo la grabé, hasta donde llega. Me gustaría saber qué me impidió terminarla.
El nombre de Zebedee, y la inscripción a medias, habían aparecido en todos los periódicos de Inglaterra. Y él se tomaba el asunto con tanta calma que yo no supe cómo interpretar su respuesta. ¿Acaso era posible que no hubiera leído la noticia del asesinato? ¿O se trataba de un cómplice con un increíble dominio sobre sí mismo?
-Perdone -le dije-, ¿lee usted los periódicos?
-Jamás! Tengo la vista muy cansada. Me abstengo de leer por el bien de mi trabajo.
-¿No ha oído mencionar el nombre de Zebedee? Especialmente a alguien que lea los periódicos.
-Es muy probable, pero no presté atención. Cuando acabo mi jornada laboral, doy un paseo. Luego ceno, bebo unos traguitos de ponche y fumo mi pipa. Y después me acuesto. ¡Quizá le parezca una existencia aburrida! Pero fui muy desgraciado en mi juventud, señor. Y ganar lo justo para vivir y tener un poco de reposo, antes de descansar para siempre en la tumba..., es todo cuanto deseo. Hace mucho tiempo que el mundo gira sin mí. ¡Y es lo mejor!
El pobre hombre era sincero. Me sentí avergonzado de haber dudado de él. Volví al asunto de la navaja.
-¿Sabe dónde fue comprada y por quién? -pregunté.
-Mi memoria no es tan buena como antes -replicó-, pero tengo algo que me sirve de ayuda.
Sacó de un armario un viejo y sucio álbum, en el que, por lo que pude ver, había pegado tiras de papel escritas a mano. Consultó un índice y abrió una página. Su rostro sombrío pareció revivir durante unos segundos.
-¡Ah! Ahora lo recuerdo dijo-. La navaja fue comprada a mi difunto cuñado, en la tienda de abajo. Vuelvo a acordarme de todo, señor. Una persona enajenada irrumpió en este mismo cuarto y ¡me quitó la navaja de las manos cuando aún no había terminado la inscripción!
Comprendí que estaba muy cerca de descubrir algo.
-¿Me deja ver lo que ha refrescado su memoria? -inquirí.
-Sí, señor. Me gano la vida grabando inscripciones y direcciones, y voy pegando en este libro los manuscritos que me entregan, con mis anotaciones en el margen. Si lo hago es porque me sirven de modelo para los nuevos clientes. Y también porque refrescan mi memoria.
Volvió el álbum hacia mí y señaló una tira de papel que ocupaba la parte inferior de una hoja.
Leí la inscripción completa, destinada a la navaja que había matado a Zebedee, y decía lo siguiente:
«Para John Zebedee. De Priscilla Thurlby».
VII
Es casi imposible para mí describir lo que sentí cuando el nombre de Priscilla apareció ante mis ojos como una confesión de culpabilidad por escrito. Soy incapaz de decir cuanto tiempo tardé en sobreponerme. Lo único que recuerdo con claridad es que asusté al pobre grabador.
Mi primer deseo fue apoderarme de la inscripción manuscrita. Le expliqué que era un policía y le pedí que me ayudara a resolver un crimen. Incluso le ofrecí dinero. Él lo rechazó.
-Se lo daré gratis -dijo-, si me promete marcharse muy lejos y no regresar nunca.
Trató de recortarla de la página, pero sus manos temblaban demasiado. Lo hice yo mismo, e intenté darle las gracias. No quiso ni oírme.
-¡Váyase! -exclamó-. No me fío de usted.
Puede objetarse que yo no debía haber estado tan seguro de la culpabilidad de la joven hasta haber tenido más pruebas en su contra. Es posible que alguien le hubiera robado la navaja (suponiendo que ella fuese la persona que se la había quitado al grabador), y que el ladrón la hubiera utilizado más tarde para cometer el asesinato. Todo eso es cierto. Pero no abrigué la menor duda desde que leí aquella línea detestable en el álbum del señor Scorrier.
Volví a la estación sin ningún plan definido en la cabeza. El tren que me había propuesto coger ya había salido de Waterbank. El siguiente se dirigía a Londres. Subí en él... sin ningún plan definido en la cabeza.
En Charing Cross me encontré con un amigo.
-Pareces muy enfermo -dijo-. Ven a beber algo.
Acepté su invitación. Necesitaba un trago. El alcohol me infundió ánimos y aclaró mis ideas. Mi amigo siguió su camino, y yo el mío. Poco después, decidí lo que iba a hacer.
En primer lugar, tomé la determinación de renunciar a mi puesto en la policía, por un motivo que pronto saldrá a la luz. En segundo lugar, reservé una cama en una posada. Priscilla, con toda seguridad, volvería a Londres e iría a mi alojamiento para investigar por qué no había acudido a la cita. Entregar a la justicia a una mujer a la que tanto había amado era un deber demasiado cruel para un pobre hombre como yo. Prefería abandonar el cuerpo de policía. Por otra parte, si ella y yo nos encontrábamos antes de que el tiempo me hubiera ayudado a recobrar la calma, me aterraba la idea de convertirme en un asesino y matarla allí mismo. La muy miserable, además de engañarme para que me casara con ella, había intentado implicar a la inocente criada en el asesinato.
Esa misma noche se me ocurrió un modo de disipar las dudas que todavía me atormentaban. Escribí al rector de Roth, comunicándole que era el prometido de Priscilla, y le pedí que me contara (en consideración a mi estatus) la relación que hubiera podido tener con un individuo llamado John Zebedee.
Recibí esta respuesta a vuelta de correo:
Señor:
Dadas las circunstancias, creo que es mi deber contarle confidencialmente lo que todos cuantos deseamos lo mejor para Priscilla hemos guardado en secreto por su bien.
Zebedee trabajaba de criado en una casa del vecindario. Lamento hablar así de un hombre que ha tenido tan triste final, pero el trato que dio a Priscilla no es sino una prueba de la perversión y crueldad de su carácter. Los dos jóvenes eran novios, y añadiré, indignado, que él intentó seducirla con promesas de matrimonio. La virtud de ella le opuso resistencia, y él fingió sentirse avergonzado de sí mismo. Las amonestaciones se publicaron en mi iglesia Al día siguiente, Zebedee desapareció, y abandonó cruelmente a Priscilla. Era un criado muy competente, y supongo que consiguió otro empleo. Puede usted imaginar el sufrimiento de la pobre muchacha después de semejante ultraje. Cuando se fue a Londres con mi recomendación, respondió al primer anuncio, y tuvo la mala fortuna de empezar a trabajar de criada en la misma casa de huéspedes donde (según las noticias que he leído en el periódico sobre el asesinato) Zebedee llevó a la persona con la que se casó después de abandonar a Priscilla. Tenga la seguridad de que va a contraer matrimonio con una joven excelente, y acepte mis mejores deseos de felicidad.
Era evidente que ni el rector, ni los padres y amigos sabían nada le la compra de la navaja. El único desgraciado que conocía la verdad era el hombre que le había pedido que fuera su esposa.
Pero había algo que me debía a mí mismo, o al menos eso creía: nadie debía pensar que yo también la había abandonado vilmente. Por muy horrible que fuera la perspectiva, tenía que verla de nuevo, y por última vez.
Priscilla estaba cosiendo cuando entré en el cuarto. Al abrir la puerta, se levantó. Sus mejillas enrojecieron y me miró indignada. Di un paso adelante... y ella vio mi rostro. Éste la obligó a guardar silencio.
Mi explicación no pudo ser más concisa.
-He estado en la cuchillería de Waterbank -dije-. Aquí está la inscripción de la navaja, escrita hasta el final de tu puño y letra. Una palabra mía bastaría para ahorcarte. ¡Que Dios me perdone! Soy incapaz de pronunciarla.
Su tez sonrosada adquirió un horrible color rojizo. Me miró fijamente, sin parpadear, como si hubiera sufrido un ataque. Se quedó ante mí, inmóvil y silenciosa. Sin decir nada más, arrojé la inscripción al fuego. Sin decir nada más, la dejé.
Nunca volví a verla.
VIII
Pero, unos días después, tuve noticias de ella.
Hace mucho tiempo que quemé la carta. ¡Ojalá hubiera podido olvidarla también! Se quedó grabada en mi memoria. Si muero en mis cabales, la carta de Priscilla será lo último que recuerde en este mundo.
En esencia, repetía lo que ya me había contado el rector. Me informaba, asimismo, de que había comprado la navaja como un recuerdo para Zebedee, que había perdido una muy parecida. El sábado se leyeron las amonestaciones. El domingo, él la abandonó... y Priscilla cogió bruscamente la navaja de la mesa mientras el grabador realizaba su trabajo.
Lo único que sabía era que, al llegar a la casa de huéspedes con su mujer, Zebedee había añadido una nueva punzada de dolor al agravio previamente infligido. Sus deberes la obligaban a estar en la cocina, y Zebedee jamás supo que vivía allí. Todavía recuerdo las últimas líneas de su confesión:
El demonio pareció entrar en mí cuando, al subir a acostarme, probé el cierre de su puerta y descubrí que estaba abierta; escuché unos instantes y me asomé al interior del cuarto. Pude verlos, a la luz mortecina de la vela... el uno dormido en la cama; ella, junto al fuego. Yo tenía la navaja en la mano, y se me ocurrió la idea de matarlo, a fin de que la ahorcaran a ella por el asesinato. No pude volver a sacar la hoja después de hacerlo. Pero ¡escúchame bien! Yo te quería de veras; no acepté casarme contigo porque difícilmente podrías ahorcar a tu mujer si averiguabas quién mató a Zebedee.
Desde entonces no he vuelto a saber nada de Priscilla Thurlby. Ni siquiera sé si está viva o muerta. Es posible que mucha gente piense que merezco ser colgado por no haberla enviado a la horca. Y tal vez les desilusione oír que he muerto tranquilamente en mi cama. No los culpo. Soy un pecador arrepentido. Adiós para siempre a todos los cristianos compasivos
Animated Dancing Leprechaun Gif
-
If You Could See What I See. 50 out of 5 stars 1.
Happy St Patrick S Day All Images St Patrick Happy St Patricks Day St
Patrick S Day
We like to hand s...
Hace 3 años
No hay comentarios:
Publicar un comentario