El pozo y el péndulo
Edgar Allan Poe
(1809-1849)
Impia tortorum longas hic turba furores sanguinis innocui, non satiata,
aluit, sospite nunc patria, fracto nunc funeris antro, mors ubi dira fuit vita
salusque patent.
(Cuarteto compuesto para las puertas de un mercado que debió erigirse en
el solar del Club de los Jacobinos, en París.)
Estaba agotado, agotado hasta no poder más, por aquella larga
agonía. Cuando, por último, me desataron y pude sentarme, noté
que perdía el conocimiento. La sentencia, la espantosa sentencia
de muerte, fue la última frase claramente acentuada que llegó a mis
oídos. Luego, el sonido de las voces de los inquisidores me pareció
que se apagaba en el indefinido zumbido de un sueño. El ruido
aquel provocaba en mi espíritu una idea de rotación, quizá a causa
de que lo asociaba en mis pensamientos con una rueda de molino.
Pero aquello duró poco tiempo, porque, de pronto, no oí nada más.
No obstante, durante algún rato pude ver, pero ¡con qué terrible
exageración! Veía los labios de los jueces vestidos de negro: eran
blancos, más blancos que la hoja de papel sobre la que estoy
escribiendo estas palabras; y delgados hasta lo grotesco,
adelgazados por la intensidad de su dura expresión, de su
resolución inexorable, del riguroso desprecio al dolor humano. Veía
que los decretos de lo que para mí representaba el Destino salían
aún de aquellos labios. Los vi retorcerse en una frase mortal, les vi
pronunciar las sílabas de mi nombre, y me estremecí al ver que el
sonido no seguía al movimiento.
Durante varios momentos de espanto frenético vi también la blanda
y casi imperceptible ondulación de las negras colgaduras que
cubrían las paredes de la sala, y mi vista cayó entonces sobre los
siete grandes hachones que se habían colocado sobre la mesa.
Tomaron para mí, al principio, el aspecto de la caridad, y los
imaginé ángeles blancos y esbeltos que debían salvarme. Pero
entonces, y de pronto, una náusea mortal invadió mi alma, y sentí
que cada fibra de mi ser se estremecía como si hubiera estado en
contacto con el hilo de una batería galvánica. Y las formas
angélicas convertíanse en insignificantes espectros con cabeza de
llama, y claramente comprendí que no debía esperar de ellos auxilio
alguno. Entonces, como una magnífica nota musical, se insinuó en
mi imaginación la idea del inefable reposo que nos espera en la
tumba. Llegó suave, furtivamente; creo que necesité un gran rato
para apreciarla por completo. Pero en el preciso instante en que mi
espíritu comenzaba a sentir claramente esa idea, y a acariciarla, las
figuras de los jueces se desvanecieron como por arte de magia; los
grandes hachones se redujeron a la nada; sus llamas se apagaron
por completo, y sobrevino la negrura de las tinieblas; todas las
sensaciones parecieron desaparecer como en una zambullida loca
y precipitada del alma en el Hades. Y el Universo fue sólo noche,
silencio, inmovilidad.
Estaba desvanecido. Pero, no obstante, no puedo decir que hubiese
perdido la conciencia del todo. La que me quedaba, no intentaré
definirla, ni describirla siquiera. Pero, en fin, todo no estaba perdido.
En medio del más profundo sueño..., ¡no! En medio del delirio...,
¡no! En medio del desvanecimiento..., ¡no! En medio de la muerte...,
¡no! Si fuera de otro modo, no habría salvación para el hombre.
Cuando nos despertamos del más profundo sueño, rompemos la
telaraña de algún sueño. Y, no obstante, un segundo más tarde es
tan delicado este tejido, que no recordamos haber soñado.
Dos grados hay, al volver del desmayo a la vida: el sentimiento de
la existencia moral o espiritual y el de la existencia física. Parece
probable que si, al llegar al segundo grado, hubiéramos de evocar
las impresiones del primero, volveríamos a encontrar todos los
recuerdos elocuentes del abismo trasmundano. ¿Y cuál es ese
abismo? ¿Cómo, al menos, podremos distinguir sus sombras de las
de la tumba? Pero si las impresiones de lo que he llamado primer
grado no acuden de nuevo al llamamiento de la voluntad, no
obstante, después de un largo intervalo, ¿no aparecen sin ser
solicitadas, mientras, maravillados. nos preguntamos de dónde
proceden? Quien no se haya desmayado nunca no descubrirá
extraños palacios y casas singularmente familiares entre las
ardientes llamas; no será el que contemple, flotantes en el aire, las
visiones melancólicas que el vulgo no puede vislumbrar, no será el
que medite sobre el perfume de alguna flor desconocida, ni el que
se perderá en el misterio de alguna melodía que nunca hubiese
llamado su atención hasta entonces.
En medio de mis repetidos e insensatos esfuerzos, en medio de mi
enérgica tenacidad en recoger algún vestigio de ese estado de
vacío aparente en el que mi alma había caído, hubo instantes en
que soñé triunfar. Tuve momentos breves, brevísimos en que he
llegado a condensar recuerdos que en épocas posteriores mi razón
lúcida me ha afirmado no poder referirse sino a ese estado en que
parece aniquilada la conciencia. Muy confusamente me presentan
esas sombras de recuerdos grandes figuras que me levantaban,
transportándome silenciosamente hacia abajo, aún más hacia
abajo, cada vez más abajo, hasta que me invadió un vértigo
espantoso a la simple idea del infinito en descenso.
También me recuerdan no sé qué vago espanto que experimentaba
el corazón, precisamente a causa de la calma sobrenatural de ese
corazón. Luego el sentimiento de una repentina inmovilidad en todo
lo que me rodeaba, como si quienes me llevaban, un cortejo de
espectros, hubieran pasado, al descender, los límites de lo ilimitado,
y se hubiesen detenido, vencidos por el hastío infinito de su tarea.
Recuerda mi alma más tarde una sensación de insipidez y de
humedad; después, todo no es más que locura, la locura de una
memoria que se agita en lo abominable.
De pronto vuelven a mi alma un movimiento y un sonido: el
movimiento tumultuoso del corazón y el rumor de sus latidos.
Luego, un intervalo en el que todo desaparece. Luego, el sonido de
nuevo, el movimiento y el tacto, como una sensación vibrante
penetradora de mi ser. Después la simple conciencia de mi
existencia sin pensamiento, sensación que duró mucho. Luego,
bruscamente, el pensamiento de nuevo, un temor que me producía
escalofríos y un esfuerzo ardiente por comprender mi verdadero
estado. Después, un vivo afán de caer en la insensibilidad. Luego,
un brusco renacer del alma y una afortunada tentativa de
movimiento. Entonces, el recuerdo completo del proceso, de los
negros tapices, de la sentencia, de mi debilidad, de mi desmayo. Y
el olvido más completo en torno a lo que ocurrió más tarde.
Únicamente después, y gracias a la constancia más enérgica, he
logrado recordarlo vagamente.
No había abierto los ojos hasta ese momento. Pero sentía que
estaba tendido de espaldas y sin ataduras. Extendí la mano y
pesadamente cayó sobre algo húmedo y duro. Durante algunos
minutos la dejé descansar así, haciendo esfuerzos por adivinar
dónde podía encontrarme y lo que había sido de mí. Sentía una
gran impaciencia por hacer uso de mis ojos, pero no me atreví.
Tenía miedo de la primera mirada sobre las cosas que me
rodeaban. No es que me aterrorizara contemplar cosas horribles,
sino que me aterraba la idea de no ver nada.
A la larga, con una loca angustia en el corazón, abrí rápidamente
los ojos. Mi espantoso pensamiento hallábase, pues, confirmado.
Me rodeaba la negrura de la noche eterna. Me parecía que la
intensidad de las tinieblas me oprimía y me sofocaba. La atmósfera
era intolerablemente pesada. Continué acostado tranquilamente e
hice un esfuerzo por emplear mi razón. Recordé los procedimientos
inquisitoriales, y, partiendo de esto, procuré deducir mi posición
verdadera. Había sido pronunciada la sentencia y me parecía que
desde entonces había transcurrido un largo intervalo de tiempo. No
obstante, ni un solo momento imaginé que estuviera realmente
muerto.
A pesar de todas las ficciones literarias, semejante idea es
absolutamente incompatible con la existencia real. Pero ¿dónde me
encontraba y cuál era mi estado? Sabía que los condenados a
muerte morían con frecuencia en los autos de fe. La misma tarde
del día de mi juicio habíase celebrado una solemnidad de esta
especie. ¿Me habían llevado, acaso, de nuevo a mi calabozo para
aguardar en él el próximo sacrificio que había de celebrarse meses
más tarde? Desde el principio comprendí que esto no podía ser.
Inmediatamente había sido puesto en requerimiento el contingente
de víctimas. Por otra parte, mi primer calabozo, como todas las
celdas de los condenados, en Toledo, estaba empedrado y había
en él alguna luz.
Repentinamente, una horrible idea aceleró mi sangre en torrentes
hacia mi corazón, y durante unos instantes caí de nuevo en mi
insensibilidad. Al volver en mí, de un solo movimiento me levanté
sobre mis pies, temblando convulsivamente en cada fibra.
Desatinadamente, extendí mis brazos por encima de mi cabeza y a
mi alrededor, en todas direcciones. No sentí nada. No obstante,
temblaba a la idea de dar un paso, pero me daba miedo tropezar
contra los muros de mi tumba. Brotaba el sudor por todos mis
poros, y en gruesas gotas frías se detenía sobre mi frente. A la
larga, se me hizo intolerable la agonía de la incertidumbre y avancé
con precaución, extendiendo los brazos y con los ojos fuera de sus
órbitas, con la esperanza de hallar un débil rayo de luz. Di algunos
pasos, pero todo estaba vacío y negro. Respiré con mayor libertad.
Por fin, me pareció evidente que el destino que me habían
reservado no era el más espantoso de todos.
Y entonces, mientras precavidamente continuaba avanzando, se
confundían en masa en mi memoria mil vagos rumores que sobre
los horrores de Toledo corrían. Sobre estos calabozos contábanse
cosas extrañas. Yo siempre había creído que eran fábulas; pero, sin
embargo, eran tan extraños, que sólo podían repetirse en voz baja.
¿Debía morir yo de hambre, en aquel subterráneo mundo de
tinieblas, o qué muerte más terrible me esperaba? Puesto que
conocía demasiado bien el carácter de mis jueces, no podía dudar
de que el resultado era la muerte, y una muerte de una amargura
escogida. Lo que sería, y la hora de su ejecución, era lo único que
me preocupaba y me aturdía.
Mis extendidas manos encontraron, por último un sólido obstáculo.
Era una pared que parecía construida de piedra, muy lisa, húmeda
y fría. La fui siguiendo de cerca, caminando con la precavida
desconfianza que me habían inspirado ciertas narraciones antiguas.
Sin embargo, esta operación no me proporcionaba medio alguno
para examinar la dimensión de mi calabozo, pues podía dar la
vuelta y volver al punto de donde había partido sin darme cuenta de
lo perfectamente igual que parecía la pared. En vista de ello busqué
el cuchillo que guardaba en uno de mis bolsillos cuando fui
conducido al tribunal. Pero había desaparecido, porque mis ropas
habían sido cambiadas por un traje de grosera estameña.
Con objeto de comprobar perfectamente mi punto de partida, había
pensado clavar la hoja en alguna pequeña grieta de la pared. Sin
embargo, la dificultad era bien fácil de ser solucionada, y, no
obstante, al principio, debido al desorden de mi pensamiento, me
pareció insuperable. Rasgué una tira de la orla de mi vestido y la
coloqué en el suelo en toda su longitud, formando un ángulo recto
con el muro. Recorriendo a tientas mi camino en torno a mi
calabozo, al terminar el circuito tendría que encontrar el trozo de
tela. Por lo menos, esto era lo que yo creía, pero no había tenido en
cuenta ni las dimensiones de la celda ni mi debilidad. El terreno era
húmedo y resbaladizo. Tambaleándome, anduve durante algún rato.
Después tropecé y caí. Mi gran cansancio me decidió a continuar
tumbado, y no tardó el sueño en apoderarse de mí en aquella
posición.
Al despertarme y alargar el brazo hallé a mi lado un pan y un
cántaro con agua. Estaba demasiado agotado para reflexionar en
tales circunstancias, y bebí y comí ávidamente. Tiempo más tarde
reemprendí mi viaje en torno a mi calabozo, y trabajosamente logré
llegar al trozo de estameña. En el momento de caer había contado
ya cincuenta y dos pasos, y desde que reanudé el camino hasta
encontrar la tela, cuarenta y ocho. De modo que medía un total de
cien pasos, y suponiendo que dos de ellos constituyeran una yarda,
calculé en unas cincuenta yardas la circunferencia de mi calabozo.
Sin embargo, había tropezado con numerosos ángulos en la pared,
y esto impedía el conjeturar la forma de la cueva, pues no había
duda alguna de que aquello era una cueva.
No ponía gran interés en aquellas investigaciones, y con toda
seguridad estaba desalentado. Pero una vaga curiosidad me
impulsó a continuarlas. Dejando la pared, decidí atravesar la
superficie de mi prisión. Al principio procedí con extrema
precaución, pues el suelo, aunque parecía ser de una materia dura,
era traidor por el limo que en él había. No obstante, al cabo de un
rato logré animarme y comencé a andar con seguridad, procurando
cruzarlo en línea recta.
De esta forma avancé diez o doce pasos, cuando el trozo rasgado
que quedaba de orla se me enredó entre las piernas, haciéndome
caer de bruces violentamente.
En la confusión de mi caída no noté al principio una circunstancia
no muy sorprendente y que, no obstante, segundos después,
hallándome todavía en el suelo, llamó mi atención. Mi barbilla
apoyábase sobre el suelo del calabozo, pero mis labios y la parte
superior de la cabeza, aunque parecían colocados a menos altura
que la barbilla, no descansaban en ninguna parte. Me pareció, al
mismo tiempo, que mi frente se empapaba en un vapor viscoso y
que un extraño olor a setas podridas llegaba hasta mi nariz. Alargué
el brazo y me estremecí, descubriendo que había caído al borde
mismo de un pozo circular cuya extensión no podía medir en aquel
momento. Tocando las paredes precisamente debajo del brocal,
logré arrancar un trozo de piedra y la dejé caer en el abismo.
Durante algunos segundos presté atención a sus rebotes. Chocaba
en su caída contra las paredes del pozo. Lúgubremente, se hundió
por último en el agua, despertando ecos estridentes. En el mismo
instante dejóse oír un ruido sobre mi cabeza, como de una puerta
abierta y cerrada casi al mismo tiempo, mientras un débil rayo de
luz atravesaba repentinamente la oscuridad y se apagaba en
seguida.
Con toda claridad vi la suerte que se me preparaba, y me felicité por
el oportuno accidente que me había salvado. Un paso más, y el
mundo no me hubiera vuelto a ver. Aquella muerte, evitada a
tiempo, tenía ese mismo carácter que había yo considerado como
fabuloso y absurdo en las historias que sobre la Inquisición había
oído contar. Las víctimas de su tiranía no tenían otra alternativa que
la muerte, con sus crueles agonías físicas o con sus abominables
torturas morales. Esta última fue la que me había sido reservada.
Mis nervios estaban abatidos por un largo sufrimiento, hasta el
punto que me hacía temblar el sonido de mi propia voz, y me
consideraba por todos motivos una víctima excelente para la clase
de tortura que me aguardaba.
Temblando, retrocedí a tientas hasta la pared, decidido a dejarme
morir antes que afrontar el horror de los pozos que en las tinieblas
de la celda multiplicaba mi imaginación. En otra situación de ánimo
hubiese tenido el suficiente valor para concluir con mis miserias de
una sola vez, lanzándome a uno de aquellos abismos, pero en
aquellos momentos era yo el más perfecto de los cobardes. Por otra
parte, me era imposible olvidar lo que había leído con respecto a
aquellos pozos, de los que se decía que la extinción repentina de la
vida era una esperanza cuidadosamente excluida por el genio
infernal de quien los había concebido.
Durante algunas horas me tuvo despierto la agitación de mi ánimo.
Pero, por último, me adormecí de nuevo. Al despertarme, como la
primera vez, hallé a mi lado un pan y un cántaro de agua. Me
consumía una sed abrazadora, y de un trago vacíe el cántaro. Algo
debía de tener aquella agua, pues apenas bebí sentí unos
irresistibles deseos de dormir. Caí en un sueño profundo parecido al
de la muerte. No he podido saber nunca cuánto tiempo duró; pero,
al abrir los ojos, pude distinguir los objetos que me rodeaban.
Gracias a una extraña claridad sulfúrea, cuyo origen no pude
descubrir al principio, podía ver la magnitud y aspecto de mi cárcel.
Me había equivocado mucho con respecto a sus dimensiones. Las
paredes no podían tener más de veinticinco yardas de
circunferencia. Durante unos minutos, ese descubrimiento me turbó
grandemente, turbación en verdad pueril, ya que, dadas las terribles
circunstancias que me rodeaban, ¿qué cosa menos importante
podía encontrar que las dimensiones de mi calabozo? Pero mi alma
ponía un interés extraño en las cosas nimias, y tenazmente me
dediqué a darme cuenta del error que había cometido al tomar las
medidas a aquel recinto. Por último se me apareció como un
relámpago la luz de la verdad. En mi primera exploración había
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contado cincuenta y dos pasos hasta el momento de caer. En ese
instante debía encontrarme a uno o dos pasos del trozo de tela.
Realmente, había efectuado casi el circuito de la cueva. Entonces
me dormí, y al despertarme, necesariamente debí de volver sobre
mis pasos, creando así un circuito casi doble del real. La confusión
de mi cerebro me impidió darme cuenta de que había empezado la
vuelta con la pared a mi izquierda y que la terminaba teniéndola a la
derecha.
También me había equivocado por lo que respecta a la forma del
recinto. Tanteando el camino, había encontrado varios ángulos,
deduciendo de ello la idea de una gran irregularidad; tan poderoso
es el efecto de la oscuridad absoluta sobre el que sale de un letargo
o de un sueño. Los ángulos eran, sencillamente, producto de leves
depresiones o huecos que se encontraban a intervalos desiguales.
La forma general del recinto era cuadrada. Lo que creí mampostería
parecía ser ahora hierro u otro metal dispuesto en enormes
planchas, cuyas suturas y junturas producían las depresiones.
La superficie de aquella construcción metálica estaba embadurnada
groseramente con toda clase de emblemas horrorosos y repulsivos,
nacidos de la superstición sepulcral de los frailes. Figuras de
demonios con amenazadores gestos, con formas de esqueleto y
otras imágenes del horror más realista llenaban en toda su
extensión las paredes. Me di cuenta de que los contornos de
aquellas monstruosidades estaban suficientemente claros, pero que
los colores parecían manchados y estropeados por efecto de la
humedad del ambiente. Vi entonces que el suelo era de piedra. En
su centro había un pozo circular, de cuya boca había yo escapado,
pero no vi que hubiese alguno más en el calabozo.
Todo esto lo vi confusamente y no sin esfuerzo, pues mi situación
física había cambiado mucho durante mi sueño. Ahora, de
espaldas, estaba acostado cuan largo era sobre una especie de
armadura de madera muy baja. Estaba atado con una larga tira que
parecía de cuero. Enrollábase en distintas vueltas en torno a mis
miembros y a mi cuerpo, dejando únicamente libres mi cabeza y mi
brazo izquierdo. Sin embargo, tenía que hacer un violento esfuerzo
para alcanzar el alimento que contenía un plato de barro que habían
dejado a mi lado sobre el suelo. Con verdadero terror me di cuenta
de que el cántaro había desaparecido, y digo con terror porque me
devoraba una sed intolerable. Creí entonces que el plan de mis
verdugos consistía en exasperar esta sed, puesto que el alimento
que contenía el plato era una carne cruelmente salada.
Levanté los ojos y examiné el techo de mi prisión. Hallábase a una
altura de treinta o cuarenta pies y parecíase mucho, por su
construcción, a las paredes laterales. En una de sus caras llamó mi
atención una figura de las más singulares. Era una representación
pintada del Tiempo, tal como se acostumbra representarle, pero en
lugar de la guadaña tenía un objeto que a primera vista creí se
trataba de un enorme péndulo como los de los relojes antiguos. No
obstante, algo había en el aspecto de aquella máquina que me hizo
mirarla con más detención.
Mientras la observaba directamente, mirando hacia arriba, pues
hallábase colocada exactamente sobre mi cabeza, me pareció ver
que se movía. Un momento después se confirmaba mi idea. Su
balanceo era corto y, por tanto, muy lento. No sin cierta
desconfianza, y, sobre todo, con extrañeza la observé durante unos
minutos. Cansado, al cabo de vigilar su fastidioso movimiento, volví
mis
ojos a los demás objetos de la celda.
Un ruido leve atrajo mi atención. Miré al suelo y vi algunas enormes
ratas que lo cruzaban. Habían salido del pozo que yo podía
distinguir a mi derecha. En ese instante, mientras las miraba,
subieron en tropel, a toda prisa, con voraces ojos y atraídas por el
olor de la carne. Me costó gran esfuerzo y atención apartarlas.
Transcurrió media hora, tal vez una hora—pues apenas
imperfectamente podía medir el tiempo— cuando, de nuevo, levanté
los ojos sobre mí. Lo que entonces vi me dejó atónito y sorprendido.
El camino del péndulo había aumentado casi una yarda, y, como
consecuencia natural, su velocidad era también mucho mayor.
Pero, principalmente, lo que más me impresionó fue la idea de que
había descendido visiblemente. Puede imaginarse con qué espanto
observé entonces que su extremo inferior estaba formado por media
luna de brillante acero, que, aproximadamente, tendría un pie de
largo de un cuerno a otro. Los cuernos estaban dirigidos hacia
arriba, y el filo inferior, evidentemente afilado como una navaja
barbera. También parecía una navaja barbera, pesado y macizo, y
ensanchábase desde el filo en una forma ancha y sólida. Se
ajustaba a una gruesa varilla de cobre, y todo ello silbaba
moviéndose en el espacio.
Ya no había duda alguna con respecto a la suerte que me había
preparado la horrible ingeniosidad monacal. Los agentes de la
Inquisición habían previsto mi descubrimiento del pozo; del pozo,
cuyos horrores habían sido reservados para un hereje tan temerario
como yo; del pozo, imagen del infierno, considerado por la opinión
como la Ultima Tule de todos los castigos. El más fortuito de los
accidentes me había salvado de caer en él, y yo sabia que el arte
de convertir el suplicio en un lazo y una sorpresa constituía una
rama importante de aquel sistema fantástico de ejecuciones
misteriosas. Por lo visto, habiendo fracasado mi caída en el pozo,
no figuraba en el demoníaco plan arrojarme a él. Por tanto, estaba
destinado, y en este caso sin ninguna alternativa, a una muerte
distinta y más dulce ¡Mas dulce! En mi agonía, pensando en el uso
singular que yo hacía de esta palabra, casi sonreí.
¿Para qué contar las largas, las interminables horas de horror, más
que mortales, durante las que conté las vibrantes oscilaciones del
acero? Pulgada a pulgada, línea a línea, descendía gradualmente,
efectuando un descenso sólo apreciable a intervalos, que eran para
mí más largos que siglos. Y cada vez más, cada vez más, seguía
bajando, bajando.
Pasaron días, tal vez muchos días, antes que llegase a balancearse
lo suficientemente cerca de mí para abanicarme con su aire acre.
Hería mi olfato el olor de acero afilado. Rogué al Cielo, cansándolo
con mis súplicas, que hiciera descender más rápidamente el acero.
Enloquecí, me volví frenético, hice esfuerzos para incorporarme e ir
al encuentro de aquella espantosa y movible cimitarra. Y luego, de
pronto, se apoderó de mí una gran calma y permanecí tendido
sonriendo a aquella muerte brillante, como podría sonreír un niño a
un juguete precioso.
Transcurrió luego un instante de perfecta insensibilidad. Fue un
intervalo muy corto. Al volver a la vida no me pareció que el péndulo
hubiera descendido una altura apreciable. No obstante, es posible
que aquel tiempo hubiese sido larguísimo. Yo sabía que existían
seres infernales que tomaban nota de mi desvanecimiento y que a
su capricho podían detener la vibración.
Al volver en mí, sentí un malestar y una debilidad indecibles, como
resultado de una enorme inanición. Aun entre aquellas angustias, la
naturaleza humana suplicaba el sustento. Con un esfuerzo penoso,
extendí mi brazo izquierdo tan lejos como mis ligaduras me lo
permitían, y me apoderé de un pequeño sobrante que las ratas se
habían dignado dejarme. Al llevarme un pedazo a los labios, un
informe pensamiento de extraña alegría, de esperanza, se alojo en
mi espíritu. No obstante, ¿qué había de común entre la esperanza y
yo? Repito que se trataba de un pensamiento informe. Con
frecuencia tiene el hombre pensamientos así, que nunca se
completan. Me di cuenta de que se trataba de un pensamiento de
alegría, de esperanza, pero comprendí también que había muerto al
nacer. Me esforcé inútilmente en completarlo, en recobrarlo. Mis
largos sufrimientos habían aniquilado casi por completo las
ordinarias facultades de mi espíritu. Yo era un imbécil, un idiota.
La oscilación del péndulo se efectuaba en un plano que formaba
ángulo recto con mi cuerpo. Vi que la cuchilla había sido dispuesta
de modo que atravesara la región del corazón. Rasgaría la tela de
mi traje, volvería luego y repetiría la operación una y otra vez. A
pesar de la gran dimensión de la curva recorrida—unos treinta pies,
más o menos—y la silbante energía de su descenso, que incluso
hubiera podido cortar aquellas murallas de hierro, todo cuanto podía
hacer, en resumen, y durante algunos minutos, era rasgar mi traje.
Y en este pensamiento me detuve. No me atrevía a ir más allá de
él. Insistí sobre él con una sostenida atención, como si con esta
insistencia hubiera podido parar allí el descenso de la cuchilla.
Empecé a pensar en el sonido que produciría ésta al pasar sobre mi
traje, y en la extraña y penetrante sensación que produce el roce de
la tela sobre los nervios. Pensé en todas esas cosas, hasta que los
dientes me rechinaron.
Más bajo, más bajo aún. Deslizábase cada vez más bajo. Yo
hallaba un placer frenético en comparar su velocidad de arriba
abajo con su velocidad lateral. Ahora, hacia la derecha; ahora, hacia
la izquierda. Después se iba lejos, lejos, y volvía luego, con el
chillido de un alma condenada, hasta mi corazón con el andar
furtivo del tigre. Yo aullaba y reía alternativamente, según me
dominase una u otra idea.
Más bajo, invariablemente, inexorablemente más bajo. Movíase a
tres pulgadas de mi pecho. Furiosamente, intenté libertar con
violencia mi brazo izquierdo. Estaba libre solamente desde el codo
hasta la mano. Únicamente podía mover la mano desde el plato que
habían colocado a mi lado hasta mi boca; sólo esto, y con un gran
esfuerzo. Si hubiera podido romper las ligaduras por encima del
codo, hubiese cogido el péndulo e intentado detenerlo, lo que
hubiera sido como intentar detener una avalancha.
Siempre mas bajo, incesantemente, inevitablemente más bajo.
Respiraba con verdadera angustia, y me agitaba a cada vibración.
Mis ojos seguían el vuelo ascendente de la cuchilla y su caída, con
el ardor de la desesperación más enloquecida; espasmódicamente,
cerrábanse en el momento del descenso sobre mí. Aun cuando la
muerte hubiera sido un alivio, ¡oh, qué alivio más indecible! Y, sin
embargo, temblaba con todos mis nervios al pensar que bastaría
que la máquina descendiera un grado para que se precipitara sobre
mi pecho el hacha afilada y reluciente. Y mis nervios temblaban, y
hacían encoger todo mi ser a causa de la esperanza. Era la
esperanza, la esperanza triunfante aún sobre el potro, que dejábase
oír al oído de los condenados a muerte, incluso en los calabozos de
la Inquisición.
Comprobé que diez o doce vibraciones, aproximadamente,
pondrían el acero en inmediato contacto con mi traje, Y con esta
observación entróse en mi ánimo la calma condensada y aguda de
la desesperación. Desde hacía muchas horas, desde hacía muchos
días, tal vez, pensé por primera vez. Se me ocurrió que la tira o
correa que me ataba era de un solo trozo. Estaba atado con una
ligadura continuada. La primera mordedura de la cuchilla de la
media luna, efectuada en cualquier lugar de la correa, tenía que
desatarla lo suficiente para permitir que mi mano la desenrollara de
mi cuerpo. ¡Pero qué terrible era, en este caso, su proximidad! El
resultado de la más ligera sacudida había de ser mortal. Por otra
parte ¿habrían previsto o impedido esta posibilidad los secuaces del
verdugo? ¿Era probable que en el recorrido del péndulo
atravesasen mi pecho las ligaduras? Temblando al imaginar
frustrada mi débil esperanza, la última, realmente, levanté mi
cabeza lo bastante para ver bien mi pecho. La correa cruzaba mis
miembros estrechamente, juntamente con todo mi cuerpo, en todos
sentidos, menos en la trayectoria de la cuchilla homicida.
Aún no había dejado caer de nuevo mi cabeza en su primera
posición, cuando sentí brillar en mi espíritu algo que sólo sabría
definir, aproximadamente, diciendo que era la mitad no formada de
la idea de libertad que ya he expuesto, y de la que vagamente había
flotado en mi espíritu una sola mitad cuando llevé a mis labios
ardientes el alimento. Ahora, la idea entera estaba allí presente,
débil, apenas viable, casi indefinida, pero, en fin, completa.
Inmediatamente, con la energía de la desesperación, intenté llevarla
a la práctica.
Hacia varias horas que cerca del caballete sobre el que me hallaba
acostado se encontraba un número incalculable de ratas. Eran
tumultuosas, atrevidas, voraces. Fijaban en mí sus ojos, como si no
esperasen más que mi inmovilidad para hacer presa. "¿A qué clase
de alimento—pensé—se habrá acostumbrado en este pozo?"
Menos una pequeña parte, y a pesar de todos mis esfuerzos para
impedirlo, había devorado el contenido del plato; pero a la larga, la
uniformidad maquinal de ese movimiento le había restado eficacia .Aquella plaga, en su voracidad, dejaba señales de sus agudos
dientes en mis dedos. Con los restos de la carne aceitosa y picante
que aún quedaba, froté vigorosamente mis ataduras hasta donde
me fue posible hacerlo, y hecho esto retiré mi mano del suelo y me
quedé inmóvil y sin respirar.
Al principio, lo repentino del camino y el cese del movimiento
hicieron que los voraces animales se asustaran. Se apartaron
alarmados y algunos volvieron al pozo. Pero esta actitud no duró
más que un instante. No había yo contado en vano con su
glotonería. Viéndome sin movimiento, una o dos o más atrevidas se
encaramaron por el caballete y oliscaron la correa. Todo esto me
pareció el preludio de una invasión general. Un nuevo tropel surgió
del pozo. Agarrándose a la madera, la escalaron y a centenares
saltaron sobre mi cuerpo. Nada las asustaba el movimiento regular
del péndulo. Lo esquivaban y trabajaban activamente sobre la
engrasada tira. Se apretaban moviéndose y se amontonaban
incesantemente sobre mí. Sentía que se retorcían sobre mi
garganta, que sus fríos hocicos buscaban mis labios.
Me encontraba medio sofocado por aquel peso que se multiplicaba
contantemente. Un asco espantoso, que ningún hombre ha sentido
en el mundo, henchía mi pecho y helaba mi corazón como un
pesado vómito. Un minuto más, y me daba cuenta de que en más
de un sitio habían de estar cortadas. Con una resolución
sobrehumana, continué inmóvil.
No me había equivocado en mis cálculos. Mis sufrimientos no
habían sido vanos. Sentí luego que estaba libre. En pedazos,
colgaba la correa en torno de mi cuerpo. Pero el movimiento del
péndulo efectuábase ya sobre mi pecho. L estameña de mi traje
había sido atravesada y cortada la camisa. Efectuó dos oscilaciones
más, y un agudo dolor atravesó mis nervios. Pero había llegado el
instante de salvación. A un ademán de mis manos, huyeron
tumultuosamente mis libertadoras. Con un movimiento tranquilo y
decidido, prudente y oblicuo, lento y aplastándome contra el
banquillo, me deslicé fuera del abrazo y de la tira y del alcance de la
cimitarra. Cuando menos, por el momento estaba libre.
¡Libre! ¡Y en las garras de la Inquisición! Apenas había escapado de
mi lecho de horror, apenas hube dado unos pasos por el suelo de
mi calabozo, cesó el movimiento de la máquina infernal y la oí subir
atraída hacia el techo por una fuerza invisible. Aquélla fue una
lección que llenó de desesperación mi alma. Indudablemente, todos
mis movimientos eran espiados. ¡Libre! Había escapado de la
muerte bajo una determinada agonía, sólo para ser entregado a
algo peor que la muerte misma, y bajo otra nueva forma. Pensando
en ello, fijé convulsivamente mis ojos en las paredes de hierro que
me rodeaban. Algo extraño, un cambio que en principio no pude
apreciar claramente, se había producido con toda evidencia en la
habitación. Durante varios minutos en los que estuve distraído, lleno
de ensueños y escalofríos, me perdí en conjeturas vanas e
incoherentes.
Por primera vez me di cuenta del origen de la luz sulfurosa que
iluminaba la celda. Provenía de una grieta de media pulgada de
anchura, que extendíase en torno del calabozo en la base de las
paredes, que, de ese modo, parecían, y en efecto lo estaban,
completamente separadas del suelo. Intenté mirar por aquella
abertura, aunque, como puede imaginarse, inútilmente. Al
levantarme desanimado, se descubrió a mi inteligencia, de pronto,
el misterio de la alteración que la celda había sufrido.
Había tenido ocasión de comprobar que, aun cuando los contornos
de las figuras pintadas en las paredes fuesen suficientemente
claros, los colores parecían alterados y borrosos. Ahora acababan
de tomar, y tomaban a cada momento, un sorprendente e
intensísimo brillo, que daba a aquellas imágenes fantásticas y
diabólicas un aspecto que hubiera hecho temblar a nervios más
firmes que los míos. Pupilas demoníacas, de una viveza siniestra y
feroz, se clavaban sobre mí desde mil sitios distintos, donde yo
anteriormente no había sospechado que se encontrara ninguna, y
brillaban cual fulgor lúgubre de un fuego que, aunque vanamente,
quería considerar completamente imaginario.
¡Imaginario! Me bastaba respirar para traer hasta mi nariz un vapor
de hierro enrojecido. Extendíase por el calabozo un olor sofocante.
A cada momento reflejábase un ardor más profundo en los ojos
clavados en mi agonía. Un rojo más oscuro se extendía sobre
aquellas horribles pinturas sangrientas. Estaba jadeante; respiraba
con grandes esfuerzos. No había duda sobre el deseo de mis
verdugos, los más despiadados y demoníacos de todos los
hombres.
Me aparté lejos del metal ardiente, dirigiéndome al centro del
calabozo. Frente a aquella destrucción por el fuego, la idea de la
frescura del pozo llegó a mi alma como un bálsamo. Me lancé hacia
sus mortales bordes. Dirigí mis miradas hacia el fondo.
El resplandor de la inflamada bóveda iluminaba sus cavidades más
ocultas. No obstante, durante un minuto de desvarío, mi espíritu
negóse a comprender la significación de lo que veía. Al fin, aquello
penetró en mi alma, a la fuerza, triunfalmente. Se grabó a fuego en
mi razón estremecida. ¡Una voz, una voz para hablar! ¡Oh horror!
¡Todos los horrores, menos ése! Con un grito, me aparté del brocal,
y, escondiendo mi rostro entre las manos, lloré con amargura.
El calor aumentaba rápidamente, y levanté una vez mas los ojos,
temblando en un acceso febril. En la celda habíase operado un
segundo cambio, y este efectuábase, evidentemente, en la forma.
Como la primera vez, intenté inútilmente apreciar o comprender lo
que sucedía. Pero no me dejaron mucho tiempo en la duda. La
venganza de la Inquisición era rápida, y dos veces la había
frustrado. No podía luchar por más tiempo con el rey del espanto.
La celda había sido cuadrada. Ahora notaba que dos de sus
ángulos de hierro eran agudos, y, por tanto obtusos los otros dos.
Con un gruñido, con un sordo gemido, aumentaba rápidamente el
terrible contraste.
En un momento, la estancia había convertido su forma en la de un
rombo. Pero la transformación no se detuvo aquí. No deseaba ni
esperaba que se parase. Hubiera llegado a los muros al rojo para
aplicarlos contra mi pecho, como si fueran una vestidura de eterna
paz. "¡La muerte!—me dije—. ¡Cualquier muerte, menos la del
pozo!" ¡Insensato! ¿Cómo no pude comprender que el pozo era
necesario, que aquel pozo único era la razón del hierro candente
que me sitiaba? ¿Resistiría yo su calor? Y aun suponiendo que
pudiera resistirlo, ¿podría sostenerme contra su presión?
Y el rombo se aplastaba, se aplastaba, con una rapidez que no me
dejaba tiempo para pensar. Su centro, colocado sobre la línea de
mayor anchura, coincidía precisamente con el abismo abierto.
Intenté retroceder, pero los muros, al unirse, me empujaban con
una fuerza irresistible.
Llegó, por último, un momento en que mi cuerpo, quemado y
retorcido, apenas halló sitio para él, apenas hubo lugar para mis
pies en el suelo de la prisión. No luché más, pero la agonía de mi
alma se exteriorizó en un fuerte y prolongado grito de
desesperación. Me di cuenta de que vacilaba sobre el brocal, y volví
los ojos...
Pero he aquí un ruido de voces humanas. Una explosión, un
huracán de trompetas, un poderoso rugido semejante al de mil
truenos. Los muros de fuego echáronse hacia atrás
precipitadamente. Un brazo alargado me cogió del mío, cuando, ya
desfalleciente, me precipitaba en el abismo. Era el brazo del general
Lasalle. Las tropas francesas habían entrado en Toledo. La
Inquisición hallábase en poder de sus enemigos.
FIN
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Hace 3 años
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