BLOOD

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sábado, 23 de noviembre de 2013

EL LADRON DE CUERPOS - ANNE RICE - 1

El ladrón de cuerpos

Anne Rice





Para mis padres, Howard y Catherine O'Brien.
Sus sueños y su coraje me acompañarán
todos mis días.





Habla el vampiro Lestat. Tengo una historia para contarle, acerca de algo que me sucedió. Todo comenzó en Miami, en el año 1990, y sinceramente desearía iniciar el relato allí. Pero es importante que mencione  los sueños que había tenido con anterioridad, ya que juegan un papel importante en la narración. Me refiero a las veces que soñé con una niña vampiro de mente adulta y rostro angelical, y a otra oportunidad en que soñé con David Talbot, mi amigo humano.
Pero también soñé con mi niñez de mortal transcurrida en Francia, con nieves invernales, con el ruinoso y umbrío castillo que tenía mi padre en Auvernia, con el día en que salí a cazar una manada de lobos que merodeaba por nuestra pobre aldea.
 Los sueños pueden ser tan reales como los acontecimientos mismos, o al menos eso me pareció después.
Además, cuando empezaron los sueños tenía yo un estado de ánimo melancólico, pues era un vampiro vagabundo que deambulaba por la tierra. A veces iba tan cubierto de polvo, que nadie reparaba en mí. ¿De qué me servía tener una espesa cabellera rubia, ojos azules de mirada intensa, ropas llamativas, una sonrisa irresistible y un cuerpo bien proporcionado, de un metro ochenta y cinco de altura que, pese a sus doscientos años, podía pasar por el de un mortal de veinte? No obstante, yo seguía siendo un hombre de la razón, un hijo del siglo XVIII, siglo en el que realmente viví antes de nacer a las tinieblas.
Pero en las postrimerías de la década de 1980 estaba muy cambiado. Ya no era aquel bisoño y elegante vampiro que fui alguna vez, tan afecto a la clásica capa negra y los encajes de Bruselas, aquel caballero de bastón y guantes blancos que danzaba bajo el farol de gas.
Me había transformado en una especie de dios misterioso gracias al sufrimiento, al triunfo, y a un exceso de sangre de nuestros antepasados vampiros. Poseía facultades que me dejaban perplejo y a veces hasta me asustaban. Esos dones me ponían triste, aunque no siempre sabía por qué.
Por ejemplo, podía levantar una silla en el aire a voluntad y hacer que se desplazara a grandes distancias, mecida por los vientos nocturnos como si fuera un espíritu. Podía producir o destruir materia mediante el poder de mi mente. Podía encender fuego con sólo desearlo. También podía llamar con mi voz preternatural a los inmortales de otros países y continentes y, sin el menor esfuerzo, leer la mente de vampiros y humanos por igual.
Qué bueno, podrá usted decir. Yo lo aborrecía. Sufría sin lugar a dudas, por mis antiguas personalidades: el muchacho mortal, el fantasma recién nacido que en una época se propuso tener talento para la maldad.
Compréndanme: no soy un pragmático. Tengo una conciencia perspicaz y despiadada. Podría haber sido un buen tipo—y quizás a veces lo sea—, pero siempre me consideré hombre de acción. Condolerse es para mí un desperdicio, como lo es el tener miedo. Y lo que usted va a encontrar aquí, apenas termine con este preámbulo, es acción.
No hay que olvidar que los comienzos suelen ser difíciles y casi siempre artificiales. Fue la mejor época. Y la peor también. Además, todas las familias felices no son iguales; eso hasta Tolstoi tiene que haberlo sabido.
Yo no consigo empezar con "Había una vez" o "Me arrojaron de un camión al mediodía"; si no, lo haría. Y créame que siempre consigo lo que quiero.
Como dijo Nabokov por boca de uno de sus personajes, "el asesino siempre habla con prosa extravagante”. ¿Extravagante no podría significar experimental? Desde luego, sé que soy sensual, recargado, voluptuoso; demasiado me lo ha hecho notar ya la crítica.
Lamentablemente, tengo que hacer las cosas a mi manera. Ya voy a llegar al principio —si no hay una contradicción en los términos—; se lo prometo.
Debo explicar aquí que, antes de iniciarse esta aventura, yo estaba padeciendo por los otros inmortales a quienes conocí y amé, porque hacía tiempo que se habían dispersado de nuestro último reducto del siglo XX.
Qué disparate pensar que quisiéramos crear un nuevo lugar de reunión.
Uno a uno mis compañeros fueron desapareciendo, se perdieron en tiempo y el mundo, lo cual era inevitable.
El vampiro no siente verdadero agrado por los de su especie, pese a su atroz necesidad de amigos inmortales.
Debido a esa necesidad, creé a mis vástagos: a Louis de Pointe du Lac, que se convirtió en mi paciente y a menudo cariñoso compañero del siglo XIX; y con la inadvertida ayuda de él, a Claudia, la bella y condenada niña vampiro. Durante esas noches solitarias de fines de siglo, Louis fue el único inmortal al que veía con frecuencia. El más humano de todos nosotros, el más perverso.
Nunca me alejaba demasiado de su choza, ubicada en el sector alto de Nueva Orleáns. Pero aguarde usted; ya llegaré a eso. Louis tiene un sitio en esta historia.
A propósito: aquí encontrará muy poco sobre los demás. En realidad, casi nada.
Salvo Claudia, con quien soñaba cada vez más a menudo. Permítame explicar lo de Claudia. Ella había muerto hacía más de un siglo, pero yo sentía su presencia en todo momento, como si la hubiera tenido cerca.
Corría el año 1794 cuando convertí a la huerfanita moribunda en una suculenta vampira, y pasaron sesenta años antes de que se rebelara contra mí. "Te meteré en el ataúd para siempre, padre."
En ese entonces yo dormía en un cajón, sí. Y aquel intento de homicidio fue anticuado, puesto que hubo víctimas mortales a las que se quiso tentar con alcohol para que nublaran mi mente, hubo cuchillos que desgarraron mi carne blanca y, por fin, creyéndolo sin vida, abandonaron mi cuerpo en las fétidas aguas de la zona de pantanos, allende las luces de Nueva Orleáns.
No les dio resultado. Existen muy pocos métodos eficaces para matar a los que no mueren. El sol, el fuego... Para matarlos, hay que proponerse la extinción total. Además, tenga en cuenta que soy el vampiro Lestat.
Claudia sufrió por ese crimen; luego fue ejecutada por un grupo de bebedores de sangre que medraban en el corazón mismo de París, en el infame Teatro de los Vampiros. Yo había violado las normas al convertir en bebedora de sangre a una niña tan pequeña, y es quizá por esa sola razón por la que los monstruos parisienses pudieron haberla ultimado.
Pero también ella violó las normas cuando trató de destruir a su hacedor, y podríamos decir que ésa fue la razón lógica que tuvieron para dejarla afuera, a la luz intensa del día que la redujo a cenizas.
En mi opinión, se trata de un método diabólico para ejecutar a alguien, porque quienes lo dejan a uno afuera deben regresar de prisa a sus féretros y ni siquiera pueden ver el sol cuando éste ejecuta su siniestra sentencia. Eso fue lo que le hicieron a la exquisita criatura que yo había moldeado con mi propia sangre vampírica, la cual, de huerfanita sucia y andrajosa en una ruinosa colonia española del nuevo mundo, pasó a ser mi amiga, mi discípulo, mi amor, mi musa, mi compañera de correrías. Y sí, mi hija.
Si leyó usted "Entrevista con el vampiro", ya debe de saber todo esto, pues es la versión que da Louis del tiempo en que estuvimos juntos. Louis habla de su amor por ésa nuestra hija, y de cómo quiso vengarse de quienes la eliminaron.
Si leyó usted mis libros autobiográficos, "El vampiro Lestat" y "La reina de los condenados", ya sabe también todo lo que concierne a mí mismo.
Conoce nuestra historia, sabe que nacimos hace miles de años y que nos propagamos entregando nuestra sangre misteriosa a los mortales, cuando deseamos arrastrarlos con nosotros por el camino del diablo.
Pero no es necesario haber leído aquellas obras para comprender ésta.
Tampoco hallará aquí los miles de personajes que poblaban "La reina de los condenados". Ni por un momento la civilización occidental se va a tambalear. Y no habrá revelaciones de arcaicas épocas ni ancianos que confíen enigmas y verdades a medias, o prometan respuestas que de hecho no existen ni han existido jamás.
No; todo eso ya lo hice antes.
Esta es una historia contemporánea. No se confunda: es un volumen de las Crónicas de Vampiros, pero el primero realmente moderno pues acepta el horroroso absurdo de la existencia desde su comienzo y nos introduce en la mente y el corazón de su héroe —adivine quién es— para ver lo que allí descubre.
Lea este relato, y a medida que vuelva las páginas yo le iré brindando todo lo que necesite saber sobre nosotros. A propósito, ¡son muchas las cosas que suceden! Como ya he dicho, soy hombre de acción—el James Bond de los vampiros, por así decir—, llamado también por diversos inmortales
Príncipe Rapaz, Criatura Maldita, Monstruo...
Los demás inmortales aún existen, desde luego: Maharety Mekare, los mayores de todos, Khayman, de la primera carnada, Eric, Santino,
Pandora y otros, a quienes denominamos los Hijos de los Milenios. También está Armand, el simpático muchacho de quinientos años de edad que en una época dirigía el Teatro de los Vampiros y, antes de eso, una cueva de chupadores de sangre adoradores del diablo que vivían bajo el cementerio de París: Les Innocents. Espero que Armand exista siempre.
Y Gabrielle, mi madre mortal e hija inmortal que sin duda se presentará una de estas noches, quizás antes de que transcurran otros mil años, si tengo suerte.
En cuanto a Marius, mi viejo maestro y mentor, el que conservaba los secretos históricos de nuestra tribu, sigue estando y estará siempre .con nosotros. Antes de empezar con este cuento, venía de vez en cuando a verme para implorarme que por favor terminara con mis impiadosos asesinatos, publicados invariablemente en los diarios de los humanos; que por favor dejara de molestar a David Talbot, mi amigo mortal, con tentaciones para que recibiera el Don Misterioso de nuestra sangre. ¿Es que no me daba cuenta de que no convenía crear más seres como nosotros?
Normas, normas y más normas. Siempre terminan hablando de normas. Y a mí me gusta infringirlas, así como a los mortales les gusta arrojar las copas de cristal contra el frente de la chimenea después de un brindis.
Pero basta ya de hablar de los demás... porque este libro es mío del principio al fin.
Quiero explayarme sobre las pesadillas que me atormentaban durante mis vagabundeos.
Con Claudia fue casi una obsesión. Todos los amaneceres, antes de abrir los ojos, la veía a mi lado, oía el murmullo imperioso de su voz. Y a veces me remontaba atrás en los siglos, hasta aquel pequeño hospital de colonia con sus hileras de camitas, donde la huérfana estaba muriendo.
Y ahí estaba el viejo médico, tembloroso y de vientre abultado, levantando el cuerpecito de la niña. Y ese llanto. ¿Quién llora? Claudia no lloraba.
Dormía cuando el doctor me la confió, creyendo que yo era su padre mortal. Y qué preciosa aparece en los sueños. ¿Era tan linda en aquel entonces? Por supuesto que sí.
"Arrebatándome de manos mortales como dos monstruos siniestros en una pesadilla de cuento infantil, ¡oh padres ciegos e indolentes!"
Una sola vez soñé con David Talbot. Soñé que David iba caminando por un bosque de mangles. No era el hombre de setenta y cuatro años que se había hecho amigo mío, el bondadoso erudito que invariablemente rechazaba mi invitación a beber la Sangre Misteriosa y con intrépido ademán apoyaba su mano tibia, frágil, sobre mi pecho frío para demostrar el cariño y la confianza que nos teníamos.
No; el que aparecía era el David Talbot joven, de años atrás, cuando su corazón no latía con tanta prisa. Sin embargo, corría peligro.
Tiger, tiger, buming bright.
¿Es su voz la que murmura esas palabras, o acaso la mía?
Y en la luz manchada se aproxima, sus rayas negras y anaranjadas  semejantes a la luz y la sombra mismas, de modo que apenas se lo distingue. Veo su inmensa cabeza, lo suave que es su hocico blanco, erizados sus bigotes largos, delicados. Entonces miro sus ojos amarillos, apenas dos tajos llenos de impía crueldad. ¡David, los colmillos! ¿No le ves los colmillos?
Pero él es curioso como un niño; mira la enorme lengua rosada del tigre que se posa sobre su garganta y le toca la cadenita de oro que lleva al cuello. ¿El tigre se está comiendo la cadena? ¡Por Dios, David! Los colmillos.
¿Por qué se me seca la voz? ¿Estoy allí, en el bosque de mangles? Vibra mi cuerpo cuando forcejeo para moverme. Mis labios cerrados dejan escapar callados gemidos que agobian hasta la última fibra de mi ser. ¡Cuidado, David!
Luego veo que él está con una rodilla apoyada en el suelo, veo el fusil largo y brillante contra su hombro. Y el gigantesco tigre aún se halla a metros de distancia, avanzando hacia él. Corre y corre hasta que el disparo lo detiene en seco, y se desploma al tiempo que el arma vuelve a disparar, sus ojos amarillos llenos de indignación, sus garras cruzadas cuando se clavan en la tierra blanda con el último suspiro.

Me despierto.
¿Qué significa este sueño? ¿Que mi amigo mortal corre peligro? O simplemente que su reloj biológico se ha detenido. A un hombre de setenta y cuatro años la muerte puede acaecerle en cualquier instante.
¿Alguna vez pienso en David sin asociarlo con la idea de la muerte?
David, ¿dónde estás?
Tris, tras, tres, huelo la sangre de un inglés.
"Quiero que me pidas el Don Misterioso", le dije cuando lo conocí. "Tal vez no te lo dé, pero quiero que me lo pidas."
Nunca me lo pidió. Ahora lo amo. Lo vi poco después del sueño. Tuve que hacerlo. Pero no podía olvidar la pesadilla y quizá más de una vez vino a mi mente durante las horas de luz, en el sueño profundo de esas horas en que estoy frío como la piedra e indefenso bajo el manto literal de las tinieblas.
Bueno, ya hablé de los sueños.
Pero evoque usted una vez más la nieve invernal de Francia, por favor, nieve que se acumula en torno a los muros del castillo; piense en un muchacho joven, mortal, que duerme en su lecho de heno, a la luz de la lumbre, custodiado por sus perros de caza. Tal llegó a ser la imagen de la vida humana que perdí, más verdadera que cualquier recuerdo del teatro parisiense donde antes de la Revolución yo era tan feliz trabajando de actor.
Ahora - sí, estamos listos para comenzar. Le propongo que demos vuelta la página.












































1

Miami, ¡la ciudad de los vampiros! Esto es South Beach al atardecer, en la lujuriosa tibieza del invierno sin invierno, clara, floreciente y empapada en luz eléctrica, mientras la brisa suave sopla desde el mar plácido, cruza por el margen oscuro de arena color crema y va a enfriar las anchas calles lisas, llenas de felices niños mortales.
Simpático desfile de muchachos elegantes que exhiben sus músculos de culturismo con patética vulgaridad, de mujeres jóvenes orgullosas de sus aerodinámicas y aparentemente asexuadas extremidades en medio del imperioso rugir del tránsito y las voces humanas.
Refaccionadas con modernos tonos pastel, viejas posadas de estuco, antaño mediocres refugios de ancianos, exhibían sus nuevos nombres en elegantes letras de neón. Titilaban las velas en las mesas con manteles blancos de los restaurantes a la calle. Enormes y lustrosos automóviles norteamericanos avanzaban lentamente por la avenida, mientras conductores y pasajeros por igual contemplaban el deslumbrante desfile humano de peatones indolentes que aquí y allá bloqueaban la calzada.
En el lejano horizonte, las grandes nubes blancas eran montañas bajo un cielo sin techo, tachonado de estrellas. Ah, siempre me impresionó ese cielo sureño, lleno de luz celeste y un incansable movimiento amodorrado.
Hacia el norte se elevaban las torres de la nueva Miami Beach en todo su esplendor. Al sur y al oeste, los rascacielos deslumbrantes del centro de la ciudad, con sus autopistas elevadas y sus muelles colmados de
cruceros. Pequeñas embarcaciones de recreo se desplazaban raudas por las aguas chispeantes de los innumerables canales urbanos.
En los silenciosos e inmaculados jardines de Coral Gables, numerosos faroles iluminaban las magníficas residencias con sus techos de tejas rojas y sus piscinas de resplandeciente luz turquesa. Los fantasmas se paseaban por las habitaciones inmensas y oscuras del Biltmore. Los imponentes árboles de mangle extendían sus ramas primitivas, cubriendo las calles anchas, bien cuidadas.
En Coconut Grove, el turismo internacional que venía de compras se apiñaba en hoteles lujosos y modernos centros comerciales. Había parejas que se abrazaban en los balcones de edificios con paredes de cristal, siluetas que contemplaban las aguas serenas de la bahía. Los autos avanzaban presurosos por las calles congestionadas, pasando frente a palmeras siempre danzantes, a achaparradas mansiones de cemento, engalanadas con buganvillas rojas y moradas tras finos portones de hierro.
Todo eso es Miami, la ciudad del agua, de la velocidad, de las flores tropicales y los cielos anchurosos. Para ir a Miami, y no a ningún otro lugar, es que de tanto en tanto suelo dejar mi hogar de Nueva Orleáns. Hombres y mujeres de diversas naciones y colores residen en los populosos barrios de Miami. Se oye hablar idish, hebreo, las lenguas de España, de Haití, los dialectos y acentos de América Latina, del sur de este país, del remoto norte. Bajo la superficie lustrosa de Miami se percibe una amenaza, una desesperación, una palpitan te codicia; el pulso firme de una gran capital, la energía empeñosa, el peligro constante.
Nunca se pone realmente oscuro, en Miami. Nunca reina un silencio verdadero.
Miami es la ciudad perfecta para el vampiro y siempre encuentro en ella algún mortal homicida, algún sórdido bocado de cardenal que me cede una decena de sus propios asesinatos cuando vacío sus bancos de memoria y chupo su sangre.
Pero ésta es la noche de la caza mayor, la celebración no estacional de Pascua luego de una Cuaresma de hambre: saldré a buscar uno de esos espléndidos trofeos humanos cuyo grotesco modus operandi ocupa páginas enteras en los archivos computarizados de las dependencias encargadas de vigilar el cumplimiento de las leyes mortales, un ser al que un periodismo reverente ungió en su anonimato con el rimbombante nombre de "El estrangulador de los callejones".
¡Esa clase de asesinos me despiertan un apetito especial! Qué suerte para mí que semejante celebridad hubiera aparecido en mi ciudad preferida.
Qué suerte que hubiera atacado seis veces en esas mismas calles, matador de viejos y achacosos que han llegado en grandes cantidades a pasar sus últimos días en este clima cálido. Oh, habría atravesado un continente entero para morderlo, pero lo tengo aquí, esperándome. A su macabra historia, analizada por no menos de veinte criminólogos y que con toda facilidad yo robé a través de la computadora que tengo en mi reducto de Nueva Orleáns, he agregado secretamente los elementos fundamentales: su nombre y lugar de residencia mortal. Truco sencillo para un dios tenebroso que puede leer las mentes. Sus propios sueños sangrientos me sirvieron para encontrarlo. Y esta noche será mío el placer de terminar su ilustre carrera en un abrazo cruel, sin una chispa de esclarecimiento moral.
Ah, Miamí, lugar ideal para este Drama de la Pasión.
Siempre vuelvo a Miami, del mismo modo que siempre vuelvo a Nueva Orleáns. Y soy el único inmortal que sigue cazando en este glorioso rincón del Jardín Salvaje porque, como ha visto usted, los demás hace ya tiempo que se marcharon del reducto donde nos reuníamos, incapaces de tolerar la compañía unos de otros, y yo la de ellos.
Pero tanto mejor que Miami me quede para mí solo.
En las habitaciones que mantenía en el lujoso hotel Park Central, me paré ante las ventanas que dan al frente, sobre el paseo Ocean, aguzando de tanto en tanto mi oído preternatural para averiguar lo que ocurría en las suites vecinas, donde acaudalados turistas disfrutaban de la mejor de las soledades —intimidad total a pasos de la atestada calle—, mis Campos Elíseos del momento, mi Via Véneto.
Mi estrangulador se hallaba casi listo para salir del reino de sus visiones espasmódicas y fragmentarias e internarse por la tierra de la muerte literal. Ah, llegó la hora de vestirme para el hombre de mis sueños.
Revisando el habitual revoltijo de cajas, cajones, maletas y baúles recién abiertos, elegí un traje de pana gris, viejo preferido mío, sobre todo porque la tela es gruesa y tiene un brillo apenas tenue. No muy adecuado para estas noches cálidas, debo reconocer, pero sucede que no siento el frío ni el calor como los humanos. Además, la chaqueta era ceñida, de solapas angostas; con su cintura entallada, se parecía más a un traje de jinete, o mejor aún, a las levitas de antaño. Los inmortales preferimos siempre la ropa anticuada, la que nos trae a la memoria el siglo en que nacimos a las tinieblas. A veces se puede calcular la verdadera edad de un inmortal con sólo observar el corte de sus prendas.
Es mi caso, es también una cuestión de textura. ¡El siglo XVIII fue tan lustroso! Todo tiene que tener un poco de brillo. Y esa hermosa chaqueta combinaba a la perfección con los pantalones angostos de pana lisa. En cuanto a la camisa de seda blanca, la tela era tan suave que se podía hacer un bollo con ella y cabía en la palma de la mano. ¿Por qué habría de usar algo distinto, que roce mi piel indestructible y de tan extraña sensibilidad? Después, las botas, muy parecidas a mis excelentes zapatos de este último tiempo. Tienen las suelas inmaculadas, ya que rara vez se asientan sobre la madre tierra.
El pelo me lo dejé suelto, la habitual cabellera espesa y rubia, con rizos hasta los hombros. ¿Qué aspecto tenía para los mortales? En verdad no lo sé. Escondí mis ojos azules, como de costumbre, tras unas gafas oscuras por miedo a que su brillo pudiera hipnotizar accidentalmente —todo un trastorno—, y calcé mis delicadas manos, con sus reveladoras uñas cristalinas, en los consabidos guantes de suave cuero gris.
Ah, un poco de maquillaje marrón para camuflar la piel. Me lo extendí sobre los pómulos y sobre el trocito de cuello y pecho que asomaba.
Inspeccioné en el espejo el producto terminado. Todavía irresistible. Con razón había tenido tanto éxito en mi breve carrera de cantante de rock. Y como vampiro, siempre fui extraordinario. Tengo que agradecer a los dioses no haberme vuelto invisible en mis paseos, un vagabundo que flota más alto que las nubes, liviano como una ceniza al viento. Cuando pensaba en eso me daban ganas de llorar.
La caza mayor siempre me hacía volver al presente. Había que seguirle el rastro, esperarlo, pescarlo justo en el momento en que estaba por dar muerte a su próxima víctima, y matarlo despacito, con dolor, deleitándome con su maldad, observando por la lente inmunda de su alma a todas sus víctimas anteriores...
Quiero que se me comprenda: en esto no hay nada de noble. No creo que con rescatar a un pobre mortal de semejante malvado pueda salvar mi alma. Demasiadas veces he tronchado vidas, a menos que uno suponga que el poder de una buena acción es infinito. No sé si creo o no en eso. Lo que sí creo es esto: la maldad que hay en un solo asesinato ya es infinita, y mi culpa, al igual que mi belleza, eterna. No puedo ser perdonado, porque no hay nadie que me pueda perdonar todo lo que he hecho.
Sin embargo, me agrada salvar de su destino a esos inocentes. Y me gusta dar muerte a los asesinos porque son mis hermanos, somos de la misma especie. ¿Y por qué no habrían de morir en mis brazos ellos, en vez de algún pobre y bondadoso mortal que nunca hizo daño a nadie? Estas son las reglas de mi juego. Las acato porque yo mismo las establecí. Y me prometí a mí mismo que esta vez no iba a dejar los cadáveres tirados por ahí; trataría de hacer lo que siempre me ordenaron que hiciera. Así y todo... me gustaba dejar las sobras para las autoridades. Y después, cuando volvía a Nueva Orlieáns, me gustaba encender la computadora y leer el informe completo de la autopsia.
De repente me distraje con el sonido de un patrullero que pasaba lentamente por abajo. Los policías iban hablando del asesino por mí elegido, de que pronto iba a atacar de nuevo, sus estrellas están en la posición correcta, la luna a la altura indicada. Casi con seguridad sería en las calles laterales de South Beach, igual que antes. Pero, ¿quién era? ¿Qué
se podía hacer para impedírselo?
Las siete de la tarde. Los numeritos verdes del reloj digital así me lo indicaron, aunque yo ya lo sabía, desde luego.
Cerré los ojos, incliné un  poco la cabeza hacia un costado, preparándome quizá para sentir todos los efectos de esta facultad mía que tanto despreciaba. Primero me llegaron de nuevo los sonidos amplificados, como si dispusiera de un moderno dispositivo tecnológico. Los débiles ronroneos del mundo se convirtieron en un coro del infierno, lleno de lamen tos y risas chillonas, lleno de mentiras, de angustia, de súplicas fortuitas. Me tapé las orejas como si con eso pudiera pararlo, hasta que por fin lo logré.
Poco a poco fui distinguiendo las imágenes borrosas y superpuestas de sus pensamientos, que se elevaban como millares de pájaros aleteando y perdiéndose en el firmamento. ¡Quiero a mi asesino! ¡Quiero verlo a él! Ahí estaba, en un cuartito mugriento, muy distinto del mío pero a escasos doscientos metros de él, levantándose de la cama. Noté arrugada su ropa ordinaria, y su cara tosca bañada en transpiración. Una mano nerviosa buscó los cigarrillos en el bolsillo de la camisa y luego los dejó, ya olvidados. Se trataba de un hombre robusto, de facciones informes y cierto semblante de preocupación, o de algún oscuro pesar.
No se le ocurrió vestirse de etiqueta para el festín que esperaba con ansias. Y ahora su mente despierta casi había sucumbido bajo la carga de sus sueños horribles y palpitantes. Todo él se estremeció; el pelo negro, grasiento, le cayó sobre la frente, sobre los ojos semejantes a trozos de vidrio negro.
Sin moverme de mi posición en las calladas sombras de mi cuarto, le seguí las huellas. Vi que bajaba una escalera trasera y salía a la luz intensa de la avenida Collins, pasaba frente a polvorientos escaparates y letreros comerciales medio caídos, avanzando siempre hacia el inevitable —y aún no elegido— objeto de su deseo.
¿Y quién podía ser la afortunada dama que anduviera paseando, encaminándose insensata e inexorablemente hacia ese horror en medio de las multitudes monótonas y escasas del anochecer en ese mismo sector deprimente de la ciudad? ¿Llevará en una bolsa un litro de leche y una planta de lechuga? ¿Apurará el paso al ver al homicida a la vuelta de la esquina? ¿Sufrirá añorando la vieja costanera don de quizá viviera tan feliz antes de que los arquitectos y decoradores la obligaran a marcharse a hoteles más lejanos, con grietas y la pintura descascarada? ¿Y qué va a pensar ese asqueroso ángel de la muerte cuando por fin la divise? ¿Será ella quien le traiga a la memoria a la mítica arpía de su niñez, aquella que lo aporreaba hasta dejarlo desmayado y que luego ascendió al panteón de pesadilla de su inconsciente? ¿O acaso es mucho pedir?
Quiero decir que hay asesinos de esa laya que no establecen la menor relación entre símbolo y realidad y no recuerdan nada duran te más que unos días. Lo único seguro es que sus víctimas no lo merecen, y que ellos —los asesinos— merecen toparse conmigo.
Ah, pienso arrancarle el corazón sin darle tiempo a que la "liquide", y luego él me dará todo lo que tiene, y lo que es.
Con andar despacioso bajé por la escalera y crucé el elegante hall artdéco, esplendoroso como foto de revista. Qué agradable era actuar como un mortal, salir al aire fresco. Enfilé por la acera hacia el norte confundiéndome entre los paseantes de la noche; mis ojos recorrían con aire natural los hoteles recién restaurados y sus barcitos.
Al llegar a la esquina, el gentío ya era más numeroso. Frente a un restaurante al aire libre, gigantescas cámaras de televisión enfocaban sus lentes sobre un trozo de acera iluminado por enormes reflectores de hiriente luz blanca. Unos camiones cerraban el tránsito; los autos se detenían. Se había congregado una multitud de jóvenes y viejos apenas fascinados, ya que los equipos de filmación de películas eran un espectáculo habitual en la zona de South Beach.
Esquivé las luces por miedo al efecto que pudieran producir sobre mi rostro tan sensible. Qué no daría por ser uno de esos seres bronceados que huelen a costosas lociones playeras y andan medio desnudos con sus despreciables harapos de algodón... Volví a dar vuelta la esquina y una vez más busqué a mi presa. Lo vi marchar con la mente tan llena de alucinaciones que apenas si podía controlar su andar desgarbado.
No quedaba más tiempo.
Con un pequeño ímpetu de velocidad, me subí a los techos bajos. La brisa era más fuerte, más dulzona. Suave el estruendo de las voces animadas,' las aburridas canciones de las radios, el sonido del viento mismo. En medio del silencio percibí su imagen en los ojos indiferentes de quienes pasaban a su lado; vi las fantasías que, una vez más, se hacía de manos marchitas y marchitos pies, de mejillas consumidas y pechos consumidos. Se estaba rompiendo en él la tenue membrana que separa la fantasía de la realidad.
Aterricé en la acera de la avenida Collins tan de prisa, que di la impresión de aparecer allí y nada más. Pero nadie miraba. Fui el árbol proverbial que cae en el bosque deshabitado.
A los pocos minutos iba caminando cómodamente a pocos pasos de él, tal vez con mi aspecto de joven amenazador, atravesando los grupitos de tipos feroces que cerraban el camino; y, persiguiendo a mi víctima, traspuse las puertas de vidrio de una gigantesca farmacia de gélida refrigeración. Ah, qué placer para el ojo esa caverna de techos bajos, llena de todas las clases imaginables de alimentos conservados, artículos de limpieza y atavíos para el pelo, el noventa por ciento de los cuales no existía en manera alguna en el siglo en que nací.
Me refiero a toallitas higiénicas, gotas para los ojos, horquillas plásticas para el pelo, marcadores de fibra, cremas y ungüentos para aplicar hasta en la última zona del cuerpo, líquido lavaplatos en todos los colores del arco iris y tinturas de tonos nunca antes inventados y difíciles de describir. Me imagino a Luis XVI abriendo una bolsita de ruidoso plástico y encontrándose con una de tales maravillas. ¿Qué habría pensado de los vasitos térmicos de material sintético, de las galletitas de chocolate envueltas en papel celofán, de las lapiceras que nunca se quedan sin tinta?
Bueno, ni yo mismo me he habituado del todo a esos objetos, aunque durante dos siglos he visto con mis propios ojos el proceso de la Revolución Industrial. Puedo pasarme horas fascinado dentro de esos negocios.
Pero en esta oportunidad tenía una presa en la mira, ¿no? Más tarde podía dedicarme a Time y Vogue, a las computadoras de bolsillo para traducir, a los relojes que siguen marcando la hora aunque uno esté nadando en el mar.
¿Para qué había entrado él en ese lugar? Las familias cubanas jóvenes no le agradaban. No obstante, se puso a caminar por los angostos y atestados pasillos sin prestar atención a los cientos de rostros oscuros y acentos españoles que lo rodeaban. Salvo yo, nadie reparaba en él ni en sus ojos de bordes rojos que recorrían los colmados estantes.
Dios mío, era un ser inmundo, toda decencia perdida ya en su locura, la tosca cara y el cuello con marcas de suciedad. ¿Me dará gusto? Diablos, ese tipo no es más que una bolsa de sangre. ¿Para qué arriesgarme sin necesidad? Ya no podía matar a niños ni regodearme con prostitutas de la costanera queriendo auto convencerme de que todo está bien porque, total, ellas han envenenado a más de un marinero. La conciencia me está matando. Y para alguien que es inmortal, eso puede ser una muerte larga e ignominiosa. Sí, miren a ese tipo sucio, a ese apestoso asesino. Los reclusos de una cárcel consiguen mejor comida que eso.
En ese momento, mientras escrutaba su mente como quien corta y abre un melón, comprendí algo: ¡ese tipo no sabe lo que es! ¡Nunca leyó los titulares de los diarios referidos a él! A tal punto, que no recuerda con discernimiento ciertos episodios de su vida; por lo tanto, no podría a conciencia confesar ciertos crímenes que cometió ¡porque no los recuerda! ¡Tampoco sabe que esta noche va a matar! ¡No sabe lo que yo sé!
Ah, tristeza y dolor. Me había tocado la peor carta, sin duda. ¡Dios santo! ¿En qué habré estado pensando para clavarme justo con ése, siendo que el mundo iluminado por las estrellas está lleno de bestias más astutas y perversas? Me dieron ganas de llorar.
Pero entonces llegó el momento de la provocación. El divisó a la anciana, se fijó en sus arrugados brazos desnudos, en la pequeña giba de su espalda, en sus muslos delgados y temblorosos bajo los pantaloncitos de color pastel. La chillona luz fluorescente permitió ver que la mujer avanzaba con andar pausado, disfrutando del ajetreo de quienes estaban allí, su rostro semioculto bajo una visera de plástico verde, el pelo recogido con horquillas en la nuca.
En su pequeña canasta llevaba una botella de jugo de naranja y un par de chinelas tan blandas que venían dobladas formando un rollito. Con expresión de genuino placer, tomó del estante una novela en edición rústica que ya había leído antes, pero le pasó la mano con ternura, soñando con volver a leerla, algo así como visitar a antiguas amistades.
"A Tree Grows in Brooklyn". Sí, a mí también me había encantado.
Hechizado, el sujeto se ubicó tras la mujer, pero tan cerca que ella seguramente debió sentir su aliento en la nuca. Con expresión insulsa, tonta, la observó mientras se acercaba a la caja y extraía unos sucios billetes de dólar del escote flojo de su blusa.
Y ahí salieron los dos; él, con el andar laborioso del perro que sigue a una perra en celo; ella, avanzando sin prisa con su bolso gris, esquivando con torpeza las bandas de jóvenes ruidosos y atrevidos que merodeaban por allí. ¿Va hablando sola? Eso parece. No le leí la mente a la viejita, y ella apura cada vez más el paso. Se la leí a la bestia que la persigue, que es del todo incapaz de apreciarla. qué arriesgarme sin necesidad? Ya no podía matar a niños ni regodearme con prostitutas de la costanera queriendo autoconvencerme de que todo está bien porque, total, ellas han envenenado a más de un marinero. La conciencia me está matando. Y para alguien que es inmortal, eso puede ser una muerte larga e ignominiosa. Sí, miren a ese tipo sucio, a ese apestoso asesino. Los reclusos de una cárcel consiguen mejor comida que
eso. En ese momento, mientras escrutaba su mente como quien corta y abre un melón, comprendí algo: ¡ese tipo no sabe lo que es! ¡Nunca leyó los titulares de los diarios referidos a él! A tal punto, que no recuerda con discernimiento ciertos episodios de su vida; por lo tanto, no podría a conciencia confesar ciertos crímenes que cometió ¡porque no los recuerda! ¡Tampoco sabe que esta noche va a matar! ¡No sabe lo que yo sé!
Ah, tristeza y dolor. Me había tocado la peor carta, sin duda. ¡Dios santo!
¿En qué habré estado pensando para clavarme justo con ése, siendo que el mundo iluminado por las estrellas está lleno de bestias más astutas y perversas? Me dieron ganas de llorar.
Pero entonces llegó el momento de la provocación. El divisó a la anciana, se fijó en sus arrugados brazos desnudos, en la pequeña giba de su espalda, en sus muslos delgados y temblorosos bajo los pantaloncitos de color pastel. La chillona luz fluorescente permitió ver que la mujer avanzaba con andar pausado, disfrutando del ajetreo de quienes estaban allí, su rostro semioculto bajo una visera de plástico verde, el pelo recogido con horquillas en la nuca.
En su pequeña canasta llevaba una botella de jugo de naranja y un par de chinelas tan blandas que venían dobladas formando un rollito. Con expresión de genuino placer, tomó del estante una novela en edición rústica que ya había leído antes, pero le pasó la mano con ternura, soñando con volver a leerla, algo así como visitar a antiguas amistades.
"A Tree Grows in Brooklyn". Sí, a mí también me había encantado. Hechizado, el sujeto se ubicó tras la mujer, pero tan cerca que ella seguramente debió sentir su aliento en la nuca. Con expresión insulsa, tonta, la observó mientras se acercaba a la caja y extraía unos sucios billetes de dólar del escote flojo de su blusa.
Y ahí salieron los dos; él, con el andar laborioso del perro que sigue a una perra en celo; ella, avanzando sin prisa con su bolso gris, esquivando con torpeza las bandas de jóvenes ruidosos y atrevidos que merodeaban por allí. ¿Va hablando sola? Eso parece. No le leí la mente a la viejita, y ella apura cada vez más el paso. Se la leí a la bestia que la persigue, que es del todo incapaz de apreciarla.
Rostros blanquecinos, enfermizos, pasaban por su mente mientras la iba siguiendo. Anhelaba tirarse sobre esa carne anciana; ansiaba tapar con su mano esa boca vieja.
Cuando ella llegó a su edificio de departamentos, construido al parecer de deteriorada pizarra, como todo lo de ese decrépito sector de la ciudad, y flanqueado por unas palmeras maltrechas, el individuo se detuvo vacilante al tiempo que la miraba cruzar el angosto patio de baldosas y subir los polvorientos escalones de cemento verde. Reparó en el número
de su puerta en el instante en que ella le quitaba la llave, o mejor dicho siguió avanzando con andar pesado hasta el sitio mismo; luego volvió a apretarse contra la pared, soñando concretamente con matarla dentro de un dormitorio vacío y sin rasgos particulares, apenas un manchón de luz y color.
¡Oh, mírenlo apoyado contra esa pared como si lo hubieran acuchillado, con la cabeza colgándole a un costado! Imposible interesarse por él. ¡Por qué no lo mataré ya mismo!
Pero los minutos seguían pasando, y la noche perdió su incandescencia crepuscular. Las estrellas se volvieron más brillantes aún. La brisa iba y venía.
Esperemos.
A través de los ojos femeninos vi su sala como si realmente pudiera atravesar pisos y paredes con mi vista: limpia, aunque con muebles viejos de horrible enchapado, vencidos, que poco le importaban. Todo estaba lustrado con un líquido aromático de su preferencia. La luz de neón traspasaba las cortinas de dacron, triste e insípida como el patio de abajo.
Pero estaba el resplandor reconfortante de las lámparas pequeñas y bien ubicadas. Eso era lo que le importaba.
En un sillón hamaca de madera noble y horrible tapizado a cuadros escoceses, se sentó; serena, figura diminuta pero señorial, con la novela abierta ya en la mano. Qué placer encontrar se de nuevo con Francie Nolan. Sus rodillas flacas apenas si quedaban ocultas bajo el batón floreado que había sacado del placard, y se había puesto las chinelas azules que parecían medias en sus piececillos deformes. El pelo largo, canoso, lo había peinado en una sola trenza gruesa y elegante.
En la pantalla de su pequeño televisor en blanco y negro, artistas de cine ya muertos discutían sin emitir sonido. Joan Fontaine cree que Cary Grana está por matarla. Y a juzgar por el rostro de Grana, a mí me dio la mismísima impresión. ¿Cómo puede nadie confiar en Cary Grana —me pregunté—, un hombre que parece hecho de madera?
Ella no necesitaba oír las voces pues ya había visto la película unas trece veces, según calculaba. La novela que tenía en la falda la había leído tan sólo dos, por lo cual iba a ser un placer especial volver a tomar contacto con esos párrafos que aún no sabía de memoria.
Desde las sombras del jardín de abajo percibí el concepto que tenía ella  de sí misma, cómo se aceptaba sin dramas, sin apegarse al mal gusto que la rodeaba. Sus pocos tesoros cabían en cualquier mueble. El libro y la pantalla iluminada eran más importantes que cualquier otra cosa que poseyera, y bien sabía ella de la espiritualidad que los animaba. Hasta el color de su ropa funcional y sin estilo era algo por lo que no valía la pena preocupar se.
Mi asesino vagabundo estaba al borde de la parálisis, su mente poblada de momentos tan personales que desafiaban toda interpretación.
Di la vuelta al edificio y encontré la escalerita que subía hasta la cocina de la mujer. La cerradura cedió fácilmente cuando se lo ordené, y la puerta se abrió como si yo la hubiera tocado, cosa que no hice.
Sin perder un segundo me introduje en la minúscula habitación con pisos de enchapado plástico. El hedor que salía de la cocinita blanca me resultaba nauseabundo, lo mismo que el olor del jabón en su pegajosa jabonera de cerámica. Pero todo el ambiente me emocionó en el acto.
Hermosa vajilla de porcelana china azul y blanca, muy prolijamente ordenada, con los platos a la vista. Oh, los libros de cocina con las puntas dobladas por el uso. Y qué inmaculada la mesa con su hule de amarillo puro, y la hiedra que, en un bol redondo de agua limpia, proyectaba contra el techo un único y trémulo círculo de luz.
Pero lo que llenó mi mente cuando, ahí parado, cerré la puerta empujándola con los dedos, fue notar que ella no temía la muerte mientras leía su novela de Betty Smith echando de tanto en tanto un vistazo a la pantalla. No tenía antena interior con la cual captar la presencia del asesino que, presa de locura, se encontraba en la calle adyacente, ni la del monstruo que en esos momentos deambulaba por su cocina.
Tan absorto estaba el asesino en sus alucinaciones, que no veía a quienes pasaban a su lado. No vio el patrullero policial que rondaba, ni las miradas suspicaces y deliberadamente amenazadoras de los mortales uniformados que sabían de su existencia y que esa noche iba a atacar, pero no su nombre.
Un hilo de saliva le corrió por el mentón sin afeitar. Nada era real para él —la vida que llevaba de día, como tampoco el miedo a que lo descubrieran—; sólo el estremecimiento eléctrico que tales alucinaciones producían en su torso voluminoso, en sus brazos y piernas torpes. De pronto, la mano izquierda le tembló. Además tenía algo en el costado izquierdo de la boca.
¡Cómo lo odié! No quería beber su sangre. No era un asesino con clase. Lo que me enloquecía era la sangre de ella.
Qué pensativa la noté en su callada soledad; qué diminuta, qué satisfecha mientras, con una concentración pura como un haz de luz, leía los párrafos de esa historia que tan bien conocía. Se estaba remontando a la época en que había leído ese libro por primera vez, en un atestado bar de la avenida Lexington, en Nueva York, cuando era una hermosa secretaria de elegante falda roja y camisa blanca con volados y botoncitos de perlas en los puños. Trabajaba en una torre de oficinas, un edificio distinguidísimo, de recargadas puertas de bronce en los ascensores y pisos de mármol amarillo oscuro en los pasillos.
Me dieron ganas de besar sus remembranzas, el recordado sonido de sus tacos altos cuando golpeteaban contra el mármol, la imagen de su tersa pantorrilla bajo la seda de la media en el momento en que se la calzaba con tanto esmero para no correrla con sus largas uñas, pintadas. Por un instante, vi su pelo rojizo. Vi también su sombrero de ala amarilla, extravagante y potencialmente horrible, aunque encantador.
Esa es sangre que vale la pena reservar. Y me moría de hambre como nunca, en estas últimas décadas. Me había costado un enorme esfuerzo mantener ese ayuno cuaresmal fuera de temporada. Dios mío, ¡cómo ansiaba matarla!
Abajo, en la calle, un ruido a borbotón partió de los labios del asesino estúpido, obtuso, y se abrió paso entre el rumoroso torrente de otros ruidos que llegaban a mis oídos vampíricos.
Por último, la bestia se alejó de la pared a los tumbos. En un momento dado, se inclinó y pareció que iba a caer despatarrado, pero luego avanzó lentamente hacia nosotros, cruzó el patiecito y subió la escalera.
¿Voy a permitir que la asuste? No le veo sentido. ¿Acaso no lo tengo en mi mira? Sin embargo, dejé que introdujera su pequeña herramienta de metal en el orificio redondo del picaporte, le di tiempo para forzar la cerradura. La cadena se desprendió de la madera podrida.
Entró en la habitación y clavó en la mujer su mirada inexpresiva. Aterrada, ella se echó hacia atrás en su sillón, al tiempo que el libro se le caía de la falda.
Ah, pero en ese momento él me vio a mí en la puerta de la cocina, la tenebrosa silueta de un hombre joven vestido de pana gris, con los anteojos levantados, calzados sobre la frente. Yo lo observaba con rostro tan inexpresivo como el suyo. ¿Alcanzó a ver mis ojos iridiscentes, esta piel que parece reluciente marfil y pelo semejante a una sorda explosión
de luz blanca?
¿O acaso, desperdiciada toda mi belleza, no fui nada más que un obstáculo entre él y su siniestro objetivo?
Huyó como un tiro. Ya había bajado las escaleras cuando la anciana, profiriendo un grito, se precipitó a cerrar con un golpe la puerta de madera.
Salí a perseguirlo sin preocuparme por tocar tierra firme, pero cuando dio vuelta la esquina dejé que me viera un instante posado bajo un farol de la calle. Tras andar una media cuadra floté hacia él —un borrón para los mortales—, pero no se tomó el trabajo de advertirlo. Entonces me plantifiqué a su lado y oí que lanzaba un gemido en el instante en que echaba a correr.
Seguimos durante varias cuadras con el mismo jueguito. El corría, se detenía, veía que me tenía detrás. El cuerpo le transpiraba. De hecho, la fina tela sintética de su camisa pronto quedó transparente de sudor y se le pegaba a la carne suave y lampiña del pecho.
Por último, llegó a su decrépito hotel y subió a grandes trancos la escalera. Yo me encontraba en la habitación pequeña del piso superior, cuando él entró. Sin darle tiempo a gritar, lo tomé en mis brazos. El hedor de su pelo sucio entró por mi nariz mezclado con el olor ácido de las fibras químicas de la camisa. Pero ya no me importaba. Lo sentía robusto y tibio en mis brazos, un jugoso capón. Su pecho se hinchaba contra mí; el olor de su sangre inundaba mi cerebro. Sentí cómo palpitaba al recorrer ventrículos, válvulas y vasos penosamente estrechados. La lamí en la carne tierna bajo sus ojos.
Su corazón a punto de estallar, latía trabajosamente. Cuidado, con cuidado para no reventarlo. Dejé que mis dientes se clavaran en la piel húmeda de su cuello. Hmmm. Mi hermano, mi pobre herma no atontado.
Pero me resultó sabroso, suculento.
La fuente se abrió; la vida de ese hombre era una cloaca. Todas esas ancianas, esos ancianos. Cadáveres que flotaban en la corriente y chocaron unos contra otros sin sentido en el instante en que él quedó flaccido en mis brazos. No fue divertido. Demasiado fácil. Sin sagacidad, sin malevolencia. Tosco como lagarto me pareció ese hombre, tragando mosca tras mosca. Dios santo, conocer esto es conocer la época en que los reptiles gigantes dominaban la tierra y, durante un millón de años, sólo sus ojos amarillos contemplaron la lluvia o el sol naciente.
No importa. Lo solté y él dio unos tumbos en silencio. Yo nadaba en su sangre de mamífero. Bastante buena. Cerré los ojos y dejé que el líquido caliente penetrara en mi intestino, o lo que sea que haya ahora en este cuerpo blanco y fuerte. ¡Tan exquisitamente torpe! Qué fácil levantarlo del revoltijo de diarios, mientras el pocillo volteado chorreaba su café frío
sobre la alfombra de polvoriento color.
Le di un sacudón hacia atrás, tironeándolo del cuello de la camisa. Sus ojos grandes y vacíos se pusieron blancos. Luego, ese matón, ese asesino de viejos y débiles, me tiró ciegamente una patada y su zapato rozó mi pantorrilla. Lo levanté, y lo acerqué de nuevo a mi boca hambrienta, le pasé los dedos por el pelo y lo sentí ponerse rígido como si mis colmillos se hubieran hundido en veneno.
Una vez más, la sangre inundó mi cerebro. Sentí cómo electrizaba las venitas de mi cara. La sentí latir hasta dentro de mis dedos, y una picazón caliente me corrió por la columna. Succioné una y otra vez. Criatura pesada, sustanciosa. Luego volví a soltarlo y, cuando se alejó a los tumbos, fui tras él, lo arrastré por el piso, le di vuelta el rostro hacia mí, lo arrojé hacia adelante, dejé que volviera a forcejear.
Me estaba hablando en algo que debía de ser lenguaje pero no lo era. Trató de empujarme, mas ya no podía ver bien. Y por primera vez lo noté imbuido de una trágica dignidad, de una vaga expresión de furia, ciego como estaba. Me sentí embellecido, envuelto en viejos relatos, en recuerdos de estatuas de yeso y santos anónimos. Sus dedos quisieron clavarse en el empeine de mi zapato. Lo levanté y, cuando esta vez le desgarré el cuello, la herida fue demasiado grande. Ya estaba terminado.
La muerte llegó como una trompada en las visceras. Sentí náuseas un instante y luego, sencillamente, el calor, la abundancia, el brillo puro de la sangre viviente, con esa última vibración de conciencia que latía en todas mis extremidades.
Me desplomé sobre su cama inmunda. No sé cuánto tiempo estuve ahí tendido.
Clavé la mirada en el techo bajo. Después, cuando me rodearon los olores agrios y mohosos de la habitación, más el hedor de su cuerpo, me levanté y salí tambaleándome, una silueta desgarbada como ciertamente había sido él, estupidizándome en esos gestos mortales, en la furia y el odio, en el silencio, porque no quería ser el ingrávido, el alado, el viajero de la noche. Quería ser humano, sentirme humano, y su sangre me recorría entero. Y nada era suficiente. ¡Ni por asomo!
¿Dónde quedaron todas mis promesas? Las palmeras maltrechas se sacuden contra las paredes de estuco.
—Ah, veo que está de vuelta —me dijo ella.
Qué voz profunda, fuerte, sin vacilaciones, tenía. Se hallaba de pie ante el feo sillón hamaca a cuadros, con sus gastados apoyabrazos, observándome tras unos anteojos con marco de metal, sosteniendo aún la novela en su mano. Su boca era pequeña, informe, y dejaba entrever dientes amarillentos, horrible contraste con la misteriosa personalidad de su voz, que no conocía endebles alguna. Por el amor de Dios, ¿en qué pensaba al sonreírme? ¿Por qué no se pone a rezar?
—Sabía que iba a venir. —Se quitó las gafas y vi sus ojos vidriosos. ¿Qué estaba viendo? ¿Qué le hacía ver yo? Y yo, que sé manejar a la perfección todos esos elementos, quedé tan desconcertado que me dieron ganas de llorar. —Sí, lo sabía.
— ¿Ah, sí? ¿Y cómo lo supo? —susurré al tiempo que me acercaba, disfrutando la estrechez de la pequeña habitación.
Extendí mis brazos con estos dedos monstruosos, demasiado blancos para ser humanos pero fuertes como para arrancarle la cabeza, y tanteé su garganta diminuta. Olor a perfume Chantilly... o algún otro aroma de farmacia.
—Sí —dijo en tono ligero pero decidido—. Lo supe en todo momento.
—Bésame, entonces. Ámame.
Qué apasionada era, y qué minúsculos sus hombros, qué espléndidos en ese angostamiento final, flor de tonos amarillentos pero llena de fragancia aún, venas de un azul claro bajo su piel fláccida, párpados perfectamente moldeados a sus ojos cuando los cerró, piel que se deslizaba sobre los huesos de su cráneo.
—Llévame al cielo —dijo. Del corazón, le salió la voz. , —No puedo. Ojalá pudiera —le ronroneaba yo en el oído.
La estreché en mis brazos. Froté la nariz contra el nido suave de su pelo canoso. Sentí en el rostro sus dedos como hojas secas, y un estremecimiento frío me recorrió. Ella también temblaba. ¡Ah, cosita tierna y gastada; ah, criatura reducida a pensamiento y voluntad con un cuerpo insustancial como frágil llama! Sólo un "traguito", Lestat, nada más.
Pero era demasiado tarde y lo supe cuando el primer borbotón chocó contra mi lengua. La estaba desangrando. Seguramente mis gemidos la habían asustado, pero ya no podía oír... Una vez que esto empieza, ellos nunca oyen los sonidos verdaderos.
Perdóname. ¡Oh, querida!
Estábamos cayendo juntos sobre la alfombra, amantes en un parche de flores descoloridas. Vi allí el libro caído, y el dibujo de la tapa, pero todo me pareció irreal. La abracé con mucho cuidado, por miedo a que se quebrara. Pero me sentía como una cáscara vacía. La muerte llegaba de prisa, como si la viejecita misma viniera caminando hacia mí por un pasillo ancho, en algún lugar sumamente particular y elegantísimo de
Nueva York; incluso aquí arriba se alcanza a oír el tránsito, y el ruido sordo de alguna puerta que se cierra de golpe en la escalera, al final del pasillo.
—Buenas noches, querido —murmuró ella.
¿Estoy oyendo cosas? ¿Cómo podía aún articular palabras?
Te quiero.
—Yo también te quiero, mi amor.
Ella estaba parada en el vestíbulo. Su pelo era rojizo y sus bonitos rulos le caían hasta los hombros. Sonreía. Sus tacos eran los que habían hecho ese ruido seco y tentador sobre el mármol, pero ahora, mientras los pliegues de su falda de lana aún se movían, sólo había silencio. Me miraba con una expresión muy extraña e inteligente. Levantó un revólver pequeño y me apuntó.
¿Qué diablos haces?
Está muerta. El disparo fue tan fuerte que en un determinado momento no pude oír nada más que un zumbido. Me hallaba tendido en el piso con la mirada inexpresiva clavada en el techo, sintiendo olor a pólvora en un pasillo de Nueva York.
Pero estábamos en Miami. El reloj de la anciana hacía tictac sobre la mesa. Desde el recalentado corazón del televisor me llegó la vocecita de Cary Grana confesándole a Joan Fontaine que la amaba. Y Joan Fontaine se ponía tan contenta... porque antes había creído que pensaba matarla.
Yo también.
SOUTH BEACH. Nuevamente recorrí la franja de neón, sólo que esta vez me alejé de las calles concurridas y llegué hasta la arena, hasta el mar.
Y así seguí hasta que ya no hubo nadie cerca, ni siquiera los que van a pasear a la playa o los nadadores noctámbulos. Sólo la arena, donde la brisa ya había limpiado todas las pisadas del día y el gran mar nocturno color gris, que vomitaba su oleaje interminable sobre la paciente costa.
Qué altos los cielos visibles, cuan llenos de nubes veloces y estrellas lejanas, recatadas.
¿Qué había hecho yo? Había matado a la víctima del asesino; había quitado la vida a la persona que debía salvar. Volví donde ella estaba, me acosté con ella, la tomé, y ella disparó el tiro invisible demasiado tarde.
Y de nuevo me acometía la sed.
Más tarde, la tendí en su cama prolija, sobre el acolchado de nylon; plegué sus brazos y le cerré los ojos.
Dios mío, ayúdame. ¿Dónde están mis santos anónimos? ¿Dónde están los ángeles con sus alas de plumas para transportarme al infierno? Cuando efectivamente vienen, ¿son ellos lo último que uno ve? Cuando nos sumergimos en el lago de fuego, ¿todavía podemos verlos ascender al cielo? ¿Se puede pretender una última visión de sus trompetas de oro, de sus rostros que miran hacia arriba y reflejan el brillo del rostro de Dios?
¿Qué sé yo del cielo?
Largo rato permanecí allí, contemplando el lejano paisaje nocturno de nubes puras; luego, de nuevo las luces de los hoteles flamantes, los destellos de faros de autos.
Parado en la acera remota, un mortal solitario miraba en dirección a mí; pero quizá no advirtió mi presencia, figura minúscula al borde del inmenso mar. A lo mejor sólo miraba hacia el mar tal como lo había hecho yo, como si la costa fuera milagrosa, como si el agua pudiera purificar nuestras almas.
Hubo una época en que el mundo era sólo mar. ¡Cien millones de años, llovió! Pero ahora el cosmos está infestado de monstruos.
Seguía estando allí el mortal solitario que miraba. Y poco a poco fui tomando conciencia de que, desde el otro extremo de la playa vacía y su tenue oscuridad, sus ojos se clavaban con fijeza en los míos. Sí, me miraba.
No lo pensé conscientemente; o sea que lo miraba sólo porque no me tomaba el trabajo de darme vuelta hacia otro lado. Pero luego experimenté una sensación extraña, desconocida hasta ese momento.
Cuando comenzó, sentí un leve vahído, seguido de un hormigueo que me cruzaba el tronco y, luego, las extremidades. Tuve la impresión de que las piernas se me volvían más estrechas, más angostas, que lentamente iban presionando su sustancia interior. De hecho, fue muy vivida la sensación de que las piernas me apretaban y podían terminar saliéndoseme. Y eso me maravilló; le encontré algo en cierto modo fascinante, máxime para un ser tan frío e indiferente a toda sensación como soy yo. Me resultó irresistible, tal como me es irresistible beber sangre, si bien no era algo tan visceral.
Además, no bien lo analicé noté que ya se me había ido.
Me estremecí. ¿Habría sido todo producto de mi imaginación? Seguía contemplando al distante mortal, un pobre tipo que me devolvía la mirada sin sospechar siquiera quién ni qué era yo.
Había una sonrisa en su cara joven, insegura y llena de insensata perplejidad. Y poco a poco fui dándome cuenta de que ya había visto antes ese rostro. Pero me sorprendió advertir que él me reconocía, como también su extraña actitud de expectativa. De pronto levantó la mano derecha y me hizo señas.
Desconcertante.
Pero yo conocía a ese mortal. No, más preciso sería decir que más de una vez lo había vislumbrado. Luego, con total nitidez, me vinieron los únicos recuerdos ciertos.
En Venecia, revoloteando por el borde de la plaza San Marcos, y meses después en Hong Kong, cerca del mercado nocturno. Y en ambas oportunidades yo había reparado expresamente en él porque antes él había reparado en mí. Sí, ahí estaba el mismo cuerpo alto, fornido, el pelo castaño igual de grueso y ondulado.
No era posible. ¿O tendría que decir probable? ¡Porque allí estaba!
Una vez más hizo ademán de saludarme y luego, muy de prisa, torpemente, vino corriendo hacia mí. Se me acercaba cada vez más con su andar desgarbado, mientras yo lo miraba con obstinado asombro.
Le leí la mente. Nada. Trabada por completo. Sólo su rostro sonriente se volvía cada vez más claro, puesto que iba entrando en el resplandor luminoso del mar. El aroma de su pelo y el de su sangre me inundaron. Sí, estaba aterrorizado, y al mismo tiempo con una enorme excitación. Muy tentador me resultó de pronto... otra víctima que casi se arrojaba ella sola en mis brazos.
Brillaban sus grandes ojos pardos. Y qué dientes brillantes, también. Se detuvo un metro antes de llegar, con el corazón que le latía desordenadamente, y me tendió un sobre grueso y arrugado con su mano temblorosa.
Yo seguí mirándolo sin transmitir nada, ni orgullo herido ni respeto por la increíble hazaña de que me hubiera encontrado ahí, de que tuviera el coraje. Confieso que, a esa altura, ya tenía hambre de nuevo como para alzarlo en el acto y volver a alimentarme sin pensarlo dos veces. Ya no razonaba más. Sólo veía sangre.
Como si se hubiera percatado, como si lo hubiera percibido con toda claridad, se puso tieso, me lanzó una mirada de indignación, arrojó el sobre a mis pies y huyó a los brincos por la arena suelta. Daba la impresión de que las piernas podían caérsele, y de hecho casi se desploma en el momento en que giró sobre sus talones y echó a correr.
La sed se me aplacó un tanto. Tal vez yo no razonaba, pero titubeé, y para eso hace falta pensar. ¿Quién era ese hijo de puta audaz?
Procuré leerle de nuevo la mente, sin éxito. Muy raro, en verdad. Pero hay mortales que se ocultan naturalmente, aunque no tengan la menor sospecha de que pueda haber otro espiándoles los pensamientos.
Siguió corriendo con desesperación, de manera poco agraciada, y desapareció en la penumbra de una calle lateral, siempre alejándose de mí.
Pasaron unos instantes.
Ya no podía captar más su aroma; salvo el del sobre, que había quedado donde él lo tiró.
¿Qué podía significar ese episodio? El sabía con certeza quién era yo, sin lugar a dudas. Lo de Venecia y lo de Hong Kong no había sido coincidencia y me lo demostraba al menos con su repentino temor. Pero tuve que sonreír al pensar en su valentía. Qué increíble, ponerse a seguir a alguien como yo.
¿Se trataba de algún fanático enajenado, que venía a golpear las puertas del templo en la esperanza de que yo le diera la Sangre Misteriosa sólo por compasión o como premio por su temeridad? Todo eso me produjo una repentina sensación de enojo, pero luego ya no me importó.
Al recoger el sobre noté que venía en blanco y sin cerrar. Adentro encontré, aunque parezca mentira, un cuento corto, tal vez recortado de un libro en edición rústica.
Eran varias hojas abrochadas en el ángulo superior izquierdo, y no traían ni una notita personal. El autor del cuento era un ser encantador de nombre Howard P. Lovecraft a quien yo conocía muy bien, escritor de textos sobrenaturales y macabros. Más aún, conocía también el cuento y nunca podría olvidar su título: "The Thing on the Doorstep". Me dieron
ganas de reír.
"The Thing on the Doorstep". Sonreí. Sí, recordaba aquella trama ingeniosa, divertida.
Pero, ¿por qué ese extraño mortal me daba semejante cuento? Ridículo.
Entonces volví a enojarme, o al menos a enojarme todo lo que me lo permitió la tristeza.
Guardé con gesto distraído el sobre en el bolsillo y me quedé pensando.
Sí, el tipo decididamente se había ido. Ya ni siquiera podía recoger una imagen suya tomándola de otra persona.
Ah, qué pena que no hubiera venido a tentarme alguna otra noche en que no tuviera el alma fatigada, en que pudiera haberle demostrado algo de interés, tanto como para poder averiguar qué había detrás de todo eso.
Pero ya tenía la impresión de que habían transcurrido eones desde que él llegó y se fue. La noche estaba vacía, salvo por el rugido de la gran ciudad y el estrépito apagado del mar. Hasta las nubes habían raleado y desaparecido. El cielo parecía infinito e inquietante mente sereno.
Levanté mis ojos hacia las duras estrellas brillantes y dejé que el ruido sordo del oleaje me envolviera. Dirigí una última mirada de desconsuelo en dirección a las luces de Miami, la ciudad que tanto amaba.
Luego me elevé, con la misma sencillez con que ascienden los pensamientos, tan de prisa que ningún mortal pudo haber visto esa figura que subía cada vez más alto, que atravesaba el viento ensordecedor, hasta que la gran extensión de la ciudad fue sólo una galaxia distante que lentamente desapareció de la vista.
Qué frío era ese viento alto que no conoce de estaciones... En mi interior, la sangre ya estaba deglutida como si nunca hubiera existido su dulce tibieza, y pronto manos y cara quedaron enfundados en un frío sólido. Y esa funda se internó bajo mi atuendo frágil hasta cubrir toda mi piel.
Pero no me hacía doler. O digamos que no me causaba demasiado dolor.
Mejor dicho, que anuló toda sensación de comodidad. Era algo lúgubre, deprimente, la ausencia de todo lo que hace valiosa la existencia: las llamaradas de tibieza de fuegos y caricias, de besos y peleas, de amor y ansias de sangre.
Oh, los dioses aztecas tienen que haber sido voraces vampiros, para poder convencer a los pobres diablos humanos de que el universo habría de terminar si no corría sangre. Me imagino a mí mismo dirigiéndolo todo desde uno de esos altares, haciendo chasquear los dedos para que me trajeran otro, y otro más, apretando esos corazones chorreantes de sangre fresca y llevándomelos a los labios como racimos de uvas.
Giré, di vueltas con el viento, descendí uno que otro metro, luego volví a ascender. Jugaba a estirar los brazos, después los dejaba caer a los costados. Me puse boca arriba como un nadador seguro y volví a contemplar las estrellas ciegas e indiferentes.
Utilizando sólo el pensamiento me impulsé hacia el este. La noche aún se extendía sobre la ciudad de Londres, si bien los relojes marcaban ya el inicio del amanecer. Londres.
Había tiempo para despedirme de David Talbot, mi amigo mortal. Varios meses habían pasado desde nuestro último encuentro en Amsterdam y yo me había marchado con actitud algo grosera, avergonzado por eso y por causarle tantas molestias. Desde entonces, lo espié, pero no lo estorbé. Y sabía que ahora debía ir a verlo cualquiera fuese mi estado de ánimo. Sin lugar a dudas él querría que yo fuera. Era lo que correspondía, lo más adecuado.
Pensé un momento en mi amado Louis. Seguramente se encontraba en su ruinosa casita con jardín de Nueva Orleáns, leyendo a la luz de la luna como hacía siempre, o rindiéndose a una titilante vela si la noche era oscura y nublada. Pero ya era demasiado tarde para despedirme de él... Si algún ser de los nuestros lo podía entender, era Louis, me dije. Aunque quizá lo contrario estuviera más cerca de la verdad...
Hacia Londres me dirigí.

2

Situada en las afueras de Londres, en un inmenso parque de vetustos robles, se encuentra la Casa Matriz de la Talamasca, con sus techos en pendiente y sus jardines cubiertos por una gruesa capa de nieve limpia.
Se trata de un hermoso edificio de cuatro plantas, con ventana les divididos y chimeneas que eternamente despiden hilos de humo hacia la noche.
Es un sitio de bibliotecas y salas con paredes recubiertas por boiserie, dormitorios de techos artesonados y comedores silenciosos como los de una orden religiosa; sus integrantes son devotos como sacerdotes y monjas y puedan leerle a uno la mente, ver su aura, predecirle el futuro en la palma de la mano y conjeturar quién fue uno en vidas pasadas.
¿Brujos? Bueno, algunos quizá lo sean, pero en general son simples eruditos que dedicaron su vida a estudiar lo oculto en todas sus manifestaciones. Algunos saben más que otros. Algunos creen más que otros. Por ejemplo, hay miembros de esta Casa Matriz —y de otras, ubicadas en Amsterdam, en Roma o en las profundidades de los pantanos de Luisiana— que investigaron a vampiros y lobizones, que padecieron las facultades telequinésicas potencialmente mortíferas de ciertos mortales que saben originar incendios o causar la muerte, que hablaron con fantasmas y recibieron respuestas de ellos, que lucharon contra entes invisibles y ganaron... o perdieron.
La orden perdura desde hace más de mil años. En realidad es más antigua, pero sus orígenes están velados por el misterio. O, para ser más concretos, David no me los quiere contar.
¿De dónde saca el dinero la Talamasca? Hay en sus bóvedas una asombrosa cantidad de oro y joyas. Sus inversiones en los grandes bancos europeos son legendarias. Posee propiedades en todas las ciudades donde está radicada, que alcanzarían para mantenerse aun que no dispusiera de ningún otro bien. Y, por último, están los diversos tesoros de archivo —cuadros, estatuas, tapices, muebles y ornamentos antiguos—, todos ellos adquiridos en relación con distintos casos misteriosos y a los cuales no asigna valor monetario alguno, ya que su valor histórico excede con creces cualquier tasación que se pudiera realizar.
La biblioteca sola vale un Perú en cualquier moneda terrenal. Hay allí manuscritos en todos los idiomas, algunos provenientes de la famosa biblioteca de Alejandría incendiada siglos atrás, y otros de las bibliotecas de los mártires cataros, cuya cultura se extinguió. Hay textos del antiguo Egipto, y con tal de poder echarles un vistazo, hay arqueólogos que estarían dispuestos a cometer un asesinato. Hay textos escritos por seres sobrenaturales de varias especies conocidas, incluso vampiros. Hay en esos archivos cartas y documentos redactados por mí.
Ninguno de esos tesoros me interesa ni me interesó jamás. Oh, en mis épocas más festivas he jugado con la idea de entrar por la fuerza en esas criptas y recuperar varias reliquias, antes pertenecientes a inmortales que amé. Sé que esos eruditos conservan en sus colecciones objetos que yo mismo abandoné: todo lo que había en ciertas habitaciones de París casi a fines del último siglo, los libros y el mobiliario de mi vieja casa de la arbolada calle de Barrio Jardín, debajo de la cual dormí durante décadas sin prestar atención a quienes caminaban arriba, por los pisos podridos.
Sólo Dios sabe qué más han rescatado de las fauces del tiempo, que todo lo consume.
Pero ya no me interesaban esas cosas. Por mí, que se quedaran con todo lo que habían salvado.
Lo que me interesaba era David, el Superior General, que se hizo amigo mío desde la noche en que, sin la menor cortesía, entré impulsivamente por la ventana de sus aposentos, en un cuarto piso.
Qué valiente y sereno estuvo. Y cómo me gustaba mirar a ese hombre alto, su rostro surcado por arrugas, su pelo de un gris acerado. Me pregunté si un hombre joven podría alguna vez poseer tal belleza. Pero el hecho de que me conociera... que supiese lo que yo era, ése fue el mayor encanto que le encontré.
Qué pasaría si te convirtiera en uno de los nuestros. Sabes que podría hacerlo...
Nunca vaciló en su convicción. "Jamás; ni en mi lecho de muerte aceptaré", dijo. Pero le fascinaba mi mera presencia, cosa que no podía ocultar, si bien logró ocultarme sus pensamientos desde esa primera vez.
Tanto es así, que su mente se convirtió en una especie de caja fuerte cuya llave se ha perdido. Por eso me quedé sólo con su expresión facial, radiante y afectuosa, y con su voz suave, culta, capaz de convencer al diablo de que se portara bien.
Era ya el amanecer y, cuando iba llegando a la Casa Matriz en medio de la nieve del invierno inglés, me dirigí a las conocidas ventanas de David; pero encontré las habitaciones vacías.
Rememoré nuestro último encuentro. ¿Se habría ido de nuevo a Amsterdam?
Ese último viaje había sido inesperado, al menos de eso me enteré cuando vine a inquirir por él, antes de que sus astutos compañeros parapsicólogos notaran que yo los espiaba telepáticamente —cosa que hacen con notable eficiencia— y a toda prisa cerraran sus mentes. Al parecer, una diligencia muy importante había requerido la presencia de David en Holanda.
La Casa Matriz holandesa era más antigua que la de Londres y sólo el Superior General tenía llave para acceder a algunas de sus bóvedas. A David se le encomendó que localizara un retrato pinta do por Rembrandt —uno de los tesoros más valiosos en poder de la orden—, lo hiciera copiar y enviara la copia a su amigo íntimo Aaron Lightner, quien la necesitaba para una importantísima investigación paranormal que se estaba llevando a cabo en los Estados Unidos.
Yo había seguido a David hasta Amsterdam y allí lo espié, prometiéndome para mis adentros no molestarlo, como tantas veces había hecho.
Permítaseme relatar ahora esa anécdota.
Cuando, al anochecer, salió a caminar con paso ágil, lo seguí desde una distancia prudencial, disfrazando mis pensamientos con la misma habilidad con que él siempre disfrazaba los suyos. Qué imponente su figura bajo los olmos que flanqueaban el canal Singel cada vez que se detenía para admirar las viejas casas holandesas, angostas, de cuatro pisos, con sus altos gabletes y sus ventanas donde no se ponían cortinas, supuestamente para el placer de los paseantes.
Casi en el acto, detecté un cambio en él. Llevaba como siempre su bastón, aunque era evidente que todavía no lo necesitaba, y con él se daba golpecitos en el hombro. Pero lo noté caviloso; vi en él una profunda insatisfacción. Y siguió caminando hora tras hora, como si el tiempo no tuviera la menor importancia.
Pronto comprendí que iba sumido en sus recuerdos, y de tanto en tanto me las ingeniaba para captar alguna imagen mordaz de su juventud en los trópicos, incluso fogonazos de una jungla lujuriante, tan distinta de esa fría ciudad septentrional donde seguramente nunca hacía calor. Yo aún no había tenido el sueño del tigre. No sabía lo que significaba.
Fue exasperante por lo fragmentario. La capacidad de David de mantener ocultos sus pensamientos era sencillamente extraordinaria.
Sin embargo, siguió caminando, por momentos como si alguien lo impulsara, y yo lo seguí, sintiéndome extrañamente reconfortado con sólo verlo unas cuadras delante de mí.
De no haber sido por las bicicletas que a cada momento pasaban zumbando a su lado, habría parecido un hombre joven. Pero las bicicletas lo sobresaltaban y tenía el típico miedo de los viejos de que alguien los golpee y los haga caer. Miraba con enojo a los jóvenes ciclistas y luego volvía a abstraerse en sus pensamientos.
Regresaba a la Casa Matriz inevitablemente cuando ya casi había amanecido. Y luego, con toda seguridad se echaría a dormir la mayor parte del día.
Otra noche, David ya estaba caminando cuando me puse a la par de él, y una vez más parecía no tener destino fijo. Paseaba por las calles adoquinadas de Amsterdam mostrando el mismo placer que le producía Venecia; y con razón, porque ambas, ciudades densas y de tonos oscuros, han mantenido un encanto similar pese a sus notables diferencias. El hecho de que la una fuera católica, exuberante y plena de una simpática decadencia, y la otra protestante y por ende limpia y eficiente, de vez en cuando me arrancaba una sonrisa.
A la noche siguiente volvió a salir; iba silbando solo mientras cubría los kilómetros a paso vivo y pronto me di cuenta de que estaba esquivando la Casa Matriz. Más aún, parecía ir esquivando todo, y cuando, por casualidad, un viejo amigo suyo —también inglés y miembro de la orden — se encontró inesperadamente con él cerca de una librería, fue evidente, por la conversación, que David venía comportándose de manera extraña desde hacía tiempo.
Los británicos son muy corteses para comentar y diagnosticar esas cuestiones. Pero lo que deduje luego de oír semejante despliegue de diplomacia fue que David estaba descuidando sus tareas de Superior General. Se pasaba el día entero fuera de la Casa Matriz; se le recriminaba que, estando en Inglaterra, fuera cada vez más a menudo a su hogar ancestral ubicado en los Cotswolds. ¿Qué sucedía?
David restó importancia a esas insinuaciones, como si no le interesara la conversación. Hizo una breve alusión a que la Talamasca podía gobernarse sola durante un siglo, que no necesitaba de un Superior General dado lo muy disciplinados, tradicionalistas y abnegados que eran sus integrantes, y luego partió a recorrer la librería, donde adquirió una traducción al inglés del "Fausto" de Goethe. Después cenó solo en un pequeño restaurante indonesio, pero puso el libro parado ante sus ojos y fue leyendo las páginas a medida que consumía su sabroso banquete.
Al verlo ocupado con el cuchillo y el tenedor, yo volví a la librería y compré un ejemplar del mismo título. ¡Qué obra tan extraña!
No puedo decir que la haya entendido, ni que sepa por qué la estaba leyendo David. De hecho, me daba miedo que la razón pudiera ser obvia y quizá por eso rechacé la idea en el acto.
Sin embargo, me gustó; sobre todo el final, por supuesto, cuan do Fausto se va al cielo. No creo que haya ocurrido eso en las leyendas más antiguas. Fausto siempre se iba al infierno. Yo se lo atribuyo al optimismo romántico de Goethe y al hecho de que hubiera sido tan viejo cuando escribió el final. El trabajo de los muy ancianos siempre es vigoroso y fascinante, extremadamente digno de ser analizado, tanto más porque muchos artistas pierden su fibra creativa antes de llegar a la senectud.
Al amanecer, cuando David desaparecía dentro de la Casa Matriz, yo deambulaba solo por la ciudad. Quería conocerla porque él la conocía, porque Amsterdam era parte de su vida.
Recorrí el inmenso Rijksmuseum, contemplé los cuadros de Rembrandt, pintor que siempre me encantó. Me introduje como un ladrón en la casa de Rembrandt de la calle Jodenbree, convertida ahora en un pequeño mausoleo abierto al público durante el día, y caminé por las callecitas angostas de la ciudad sintiendo el resplandor de antiguas épocas. Amsterdam es un lugar cautivante, poblado de gente joven proveniente de toda la nueva Europa homogeneizada, una ciudad que nunca duerme.
Es probable que, de no ser por David, nunca hubiera ido allí. Esa ciudad nunca había gozado de mis preferencias. Ahora, en cambio, me resultaba agradable, ideal para vampiros a causa de sus nutridas muchedumbres nocturnas, pero, desde luego, era a David a quien quería ver. Comprendí que no podía irme sin cambiar al menos unas palabras con él.
Por último, al cabo de una semana de mi arribo lo encontré en el vacío Rijksmuseum poco después del anochecer, sentado en un banco frente al gran cuadro de los Síndicos de la corporación de los pañeros de Amsterdam.
¿Sabía de alguna manera David que yo habría de estar ahí? Imposible; sin embargo, ahí estaba.
Y por la conversación que mantuvo con el guardia —que en ese momento se despedía de él— era evidente que su venerable orden de retrógrados entremetidos había colaborado con las artes en gran medida, en las diversas ciudades donde se asentaban. Por eso les resultaba fácil entrar en los museos a contemplar sus tesoros cuan do el ingreso al público no estaba permitido.
¡Y pensar que yo tenía que entrar en esos lugares como un malviviente!
Cuando llegué adonde estaba mi amigo, reinaba un silencio total en las salas de mármol de altos techos. Lo vi sentado en un banco largo de madera, sosteniendo con aire indiferente el ejemplar del Fausto, ya con las puntas muy dobladas y lleno de señaladores.
Tenía la mirada clavada en el cuadro, ese donde aparecen varios holandeses característicos que, reunidos ante una mesa, tratan sin duda sus asuntos comerciales y, al mismo tiempo, observan serenamente al espectador bajo el ala ancha de sus grandes sombreros negros. Esto que digo no es en absoluto el efecto total del cuadro. Los rostros son de una gran belleza, llenos de sabiduría, bondad y una paciencia casi angelical.
Casi podría decir que esos personajes se parecen más a ángeles que a hombres del común.
Dan la impresión de poseer un gran secreto, y que si todo el mundo lo supiera, no habría más guerras ni maldad sobre la tierra. ¿Cómo fue que esas personas se hicieron miembros de la corporación de pañeros de Amsterdam en los años 1600? Pero me estoy adelantando en el relato...
Cuando lentamente salí de las sombras y me acerqué a él, David dio un respingo. Me senté en el banco, a su lado.
Mi atuendo era el de un vagabundo, porque en realidad no tenía alojamiento en Amsterdam y el viento me había despeinado.
Me quedé muy quieto largo rato, abriendo mi mente con un acto de voluntad semejante a un suspiro humano, y traté de hacerle saber cuánto me preocupaba su bienestar y cómo, por su propio bien, había tratado de dejarlo en paz.
El corazón le latía de prisa. Su rostro, cuando me volví para mirarlo, en el acto se llenó de bondad.
Extendió la mano derecha y me tomó el brazo.
—Me alegro mucho de verte, como siempre.
—Oh, pero te he hecho daño. Sé que es así. —No quería decir le que lo había seguido, que había escuchado la conversación con su compañero, ni tampoco mencionar lo que había visto con mis propios ojos.
Juré no atormentarlo más con mi eterna pregunta. Y sin embargo, vi la muerte cuando lo miré, quizá más aún a causa de su inteligencia y su jovialidad, a la fuerza de sus ojos.
Me dirigió una larga, pensativa mirada; acto seguido retiró su mano y sus ojos volvieron a posarse en el cuadro.
— ¿Existen vampiros con esas caras? —preguntó, al tiempo que señalaba con un gesto a los hombres que nos observaban desde la tela—. Me refiero a la sabiduría y la comprensión que se advierte en esos rostros, algo más indicativo de inmortalidad que un cuerpo preternatural anatómicamente dependiente de la posibilidad de beber sangre humana.
— ¿Vampiros con esas caras? —repetí—. David, no seas  injusto. Ni siquiera hay hombres con tales caras. Jamás los hubo. Fíjate en cualquiera de las obras de Rembrandt. Es un absurdo suponer que puedan haber existido personas así, y más aún que Amsterdam haya estado lleno de ellas en esa época, que todo hombre o mujer con que se topaba fuera un ángel. No; esos rostros son los del propio Rembrandt; y Rembrandt, por supuesto, es inmortal.
David sonrió.
—No es verdad lo que dices. Y qué soledad extrema emana de tu persona.
¿No comprendes que no puedo aceptar, tu don? Y si lo aceptara, ¿qué pensarías de mí? ¿Seguirías anhelando mi compañía? ¿Anhelaría yo la tuya?
Casi no oí esas últimas palabras. Estaba mirando el cuadro, esos hombres que realmente parecían ángeles. Me invadió un enojo sordo y no quise quedarme más ahí. Yo había jurado solemnemente no atacarlo y, a pesar de ello, él se había defendido de mí. No, no debí haber ido.
Espiarlo sí, pero no quedarme más de lo debido. Y una vez más hice ademán de irme.
Eso la enfureció. Oí retumbar su voz en el amplio espacio vacío.
— ¡No es justo que te marches de esta manera! ¡Es decididamente grosero que lo hagas! ¿Es que no tienes honor? ¿Y además del honor has perdido los modales? —De pronto se interrumpió, porque yo no estaba cerca — fue como si me hubiese evaporado—, y quedó hablando solo, en voz alta, en el museo inmenso y frío.
Sentí vergüenza, pero me había ofendido mucho, aunque no sé bien por qué. ¿Qué le había hecho a ese ser? ¡Cómo me regañaría Marius por eso! Deambulé por Amsterdam durante horas. Hurté papel de escribir grueso, del tipo pergamino, que es el que más me gusta, y una lapicera automática de punta fina, de ésas que arrojan tinta todo el tiempo; después busqué, en el antiguo barrio de prostitutas y jóvenes drogados, una taberna ruidosa y siniestra donde poder escribir una carta a David, un lugar donde nadie repararía en mí siempre y cuando conservara un jarro de cerveza a mi lado.
No sabía lo que iba a ponerle; lo único que quería era pedirle perdón por mi conducta y decirle que algo había afectado mi alma al contemplar el cuadro de Rembrandt; por eso, en un estilo presuroso, compulsivo, escribí esta suerte de narración: Tienes razón. Te abandoné de manera despreciable. Peor aún, cobarde. Te prometo que, cuando volvamos a encontrarnos, te dejaré decir todo lo que quieras.
Tengo una teoría propia sobre Rembrandt. He pasado largas horas estudiando los cuadros suyos que hay en varias partes —en Amsterdam,
Chicago, Nueva York o dondequiera que encuentre uno— y creo haberte dicho que no pueden haber existido tantas almas buenas como las obras de Rembrandt nos quieren hacer creer.
Esta es mi teoría y, cuando la leas, por favor ten presente que da cabida a todos los elementos involucrados. Y esta característica de darles cabida solía ser la medida de la elegancia de una teoría... antes de que la palabra "ciencia" adquiriera el significado que tiene hoy.
Creo que, de joven, Rembrandt vendió su alma al diablo. Fue un acuerdo sencillo. El diablo le prometió convertirlo en el pintor más famoso de su época, y le envió hordas de mortales para sus cuadros. Le concedió fortuna, le dio una hermosa casa en Amsterdam, una mujer y luego una amante, porque sabía que a la larga se iba a quedar con el alma del pintor.
Pero el encuentro con el diablo cambió a Rembrandt. Después de ver pruebas tan innegables de la existencia del mal, se obsesionó con la pregunta: "¿Qué es el bien?". Rastreó en el semblante de sus sujetos su divinidad interior y, azorado, creyó ver la chispa de esa divinidad en los hombres más indignos.
Fue tal su destreza —compréndeme, por favor, que la destreza no la obtuvo del diablo sino que la tenía de antes—, que no sólo vio esa bondad sino que pudo pintarla; pudo dejar que su conocimiento de ella, su fe en ella, afluyera en toda su obra.
Con cada retrato que hacía, iba penetrando más y más hondo en la gracia y bondad del ser humano. Comprendió la capacidad de compasión y sabiduría que habita en toda alma. A medida que continuaba, su destreza iba en aumento; el fogonazo del infinito se volvió cada vez más sutil; su índole, más particular; y más grandiosa, serena y magnífica cada una de sus obras.
Ninguno de los rostros que pintó eran de carne y hueso. Eran semblantes espirituales, retratos de lo que hay dentro del cuerpo del hombre o la mujer; visiones de lo que era esa persona en su momento más sublime, en qué estaba destinada a convertirse.
Por eso es que los comerciantes de la Corporación de los Pañeros se asemejan a los santos más antiguos y sabios de Dios.
Pero en ningún lado se nota tan a las claras esa profundidad espiritual como en sus autorretratos. Y sin duda has de saber que de ellos nos dejó alrededor de ciento veinte.
¿Por qué supones que pintó tantos? Fueron su plegaria a Dios para que reparara en el avance de ese hombre que, por haber observado atentamente a otros como él, había sufrido una transformación religiosa total. "Esta es mi visión", le decía a Dios.
Hacia el final de la vida del pintor, el diablo empezó a sospechar. No quería que su esbirro creara obras tan magníficas, tan llenas de amor y bondad. El creía que los holandeses eran personas materialistas y, por ende, mundanas. Pero en esos cuadros llenos de espléndidos atuendos y costosas pertenencias brillaba la prueba innegable de que el ser humano
es completamente distinto de cualquier otro animal del cosmos, que es una mezcla .preciada de carne y fuego inmortal.
Bueno, Rembrandt sufrió todos los ultrajes que le envió el diablo. Perdió su hermosa casa. Perdió a su amante y, al final, perdió incluso a su hijo.
No obstante, siguió pintando sin cesar, sin el menor rastro de amargura o perversidad; y nunca dejó de poner amor en sus obras.
Por último, cuando estaba en su lecho de muerte, el diablo revoloteaba feliz a su alrededor, listo para apoderarse del alma de Rembrandt. Pero ángeles y santos imploraron a Dios que interviniera.
"¿Quién en el mundo sabe de bondad más que él?", pregunta ron, señalando al pintor moribundo. "¿Quién ha mostrado más que este artista? Cuando queremos ver lo divino que hay en el hombre, miramos sus cuadros."
Entonces Dios quebró el pacto entre Rembrandt y el diablo. Se llevó para sí el alma del pintor, y el demonio, al que no hacía mucho tiempo Fausto había engañado de igual manera, enloqueció de indignación. Bueno, entonces enterraría la vida de Rembrandt en la oscuridad. Se encargaría de que todas sus pertenencias y constancias escritas fueran devoradas por el flujo del tiempo. Y por supuesto, es por eso que no sabemos casi nada sobre la verdadera vida del artista, ni qué clase de persona era.
Pero el diablo no pudo decidir la suerte de los cuadros. Por más que lo intentó, no logró que la gente los quemara, que los arrojara a la basura o los hiciera a un lado demostrando preferencia por pintores más nuevos y de moda. De hecho, ocurrió algo curioso: Rembrandt se convirtió en el más admirado, el mejor pintor de todos los tiempos.
Esta es mi teoría sobre él y esos rostros.
Ahora bien: si yo fuera mortal, escribiría una novela sobre Rembrandt centrándola en este tema. Pero no soy mortal. No puedo salvar mi alma mediante obras de arte ni obras de bien. Soy una criatura semejante al demonio, con una diferencia: ¡a mí me encantan los cuadros de Rembrandt!
Sin embargo, me parte el alma mirarlos. Me entristeció mucho verte ahí, en el museo. Y tenías toda la razón en pensar que no hay vampiros con rostros como los santos de la Corporación de los Pañeros.
Por eso te abandoné tan cortesmente. No fue por furia demoníaca; sólo fue por pesar.
Una vez más te prometo que, cuando volvamos a encontrarnos, te dejaré decir todo lo que quieras.
Anoté al pie de la carta el número de mi agente de París junto con el domicilio postal, como hacía siempre que le escribía a David, pero él nunca me contestó.
Luego inicié una especie de peregrinaje con el propósito de volver a ver las obras de Rembrandt en las grandes colecciones mundiales. No vi en mis viajes nada que me quitara mi convencimiento acerca de la bondad del pintor. La peregrinación resultó más bien una penitencia, porque me aferré a mi idea sobre Rembrandt. Pero también renovó mi intención de no molestar a David nunca más.
Después tuve el sueño. Tigre, tigre... David en peligro. Desperté sobresaltado en mi sillón, en la pequeña choza de Louis... como si una mano me hubiera sacudido a manera de advertencia.
En Inglaterra, la noche casi había terminado. Tenía que apresurarme.
Pero por fin encontré a David en una pequeña taberna de un pueblito de los Cotswolds, a la que sólo se puede acceder por un camino angosto y peligroso.
Leyendo la mente de quienes lo rodeaban, muy pronto me enteré de que era su pueblo natal, próximo a su antigua heredad, una aldea diminuta con edificación del siglo XVI y una taberna que en la actualidad dependía de la veleidad de los turistas. David la había restaurado de su propio bolsillo visitándola cada vez más a menudo para escapar de la vida en Londres.
¡Un lugar decididamente misterioso!
Sin embargo, lo único que hacía David era beber sin mesura su amado whisky escocés y dibujar en servilletitas la figura del diablo. ¿Mefistófeles con su laúd? ¿Satanás con cuernos bailando a la luz de la luna?
Seguramente lo que percibí a la distancia fue su abatimiento, o más bien la inquietud de quienes lo observaban. Lo que yo había captado era la imagen de él en la mente de los otros.
Sentí deseos de hablarle pero no me atreví por miedo a armar demasiado revuelo en la taberna, donde el preocupado propietario y sus dos robustos sobrinos permanecían despiertos, fumando sus olorosas pipas, sólo como homenaje a la presencia augusta del lord local, ¡que se estaba emborrachando como un beduino!
Me quedé más o menos una hora espiando por la ventanita. Después me fui.
Ahora, transcurridos muchos, muchos meses, mientras caía la nieve sobre Londres, mientras caía en callados copos sobre la fachada de la Casa Matriz de la Talamasca, lo busqué, sumido en un estado de embotamiento, pensando que si a alguien en el mundo tenía que ver, era él. Espié la mente de todos los miembros, los dormidos y los despiertos.
Los despabilé. Los oí. prestar atención con la misma claridad que, si al levantarse de la cama, hubiesen encendido la luz.
Pero pude averiguar lo que quería antes de que cerraran sus mentes.
David se había marchado a la finca de su heredad en los Cotswolds, que quedaba próxima a ese pueblo raro y su extraña taberna.
Bueno, podía ubicar la casa, ¿no? Hacia allí partí en su busca.
La nieve caía más copiosa mientras me desplazaba a ras del suelo, con frío, enojado, borrado ya todo recuerdo de la sangre que había bebido.
Otros sueños acudieron a mi mente, como suele ocurrirme en los inviernos rigurosos: las nieves duras, miserables, de mi infancia humana, las heladas habitaciones de piedra del castillo paterno, el fuego tenue, mis grandes mastines que roncaban a mi lado en la parva de heno, dándome abrigo y calor.
A esos perros se los había asesinado durante mi última cacería de lobos.
No me gustaba recordarla, pero siempre era placentero pensar que estaba nuevamente ahí —con el aroma puro del fuego suave y de esos poderosos perros tumbados contra mí, y que yo estaba vivo, ¡verdaderamente vivo!— y que la cacería nunca había tenido lugar. Yo nunca había ido a París, nunca seduje a Magnus, ese vampiro poderoso y demente.
La pequeña habitación de piedra se hallaba impregnada del agradable olor de los perros y ahora podía dormir al lado de ellos y sentirme seguro.
Por último, me aproximé a una pequeña mansión isabelina, una bellísima construcción de piedra con techos de mucha caída, gabletes angostos y ventanas empotradas de gruesos vidrios, mucho más reducida que la Casa Matriz aunque grandiosa en su escala.
Sólo algunas ventanas se encontraban iluminadas, y al acercarme vi que se trataba de la biblioteca y que allí estaba David, sentado junto a un fuego chisporroteante.
Tenía en la mano su consabido diario íntimo encuadernado en cuero, y estaba escribiendo muy de prisa con una lapicera. No reparaba en absoluto en que alguien lo observaba. De vez en cuando consultaba otro libro forrado en cuero que había a un lado, sobre una mesita. Me resultó fácil darme cuenta de que era la Biblia cristiana, con sus dobles columnas de letras menudas y sus páginas de canto dorado, además de la cinta que obraba de señalador.
Con mínimo esfuerzo noté que era el Génesis lo que leía, del que aparentemente tomaba apuntes. También tenía a mano su ejemplar del "Fausto". ¿Qué diablos le interesaba en esos textos?
La habitación estaba recubierta de libros. Una única lámpara lo alumbraba por encima del hombro. La biblioteca se parecía a muchas similares de los climas nórdicos: confortable y acogedora, de techos bajos con vigas y cómodos sillones antiguos de cuero.
Pero lo que la hacía atípica eran las reliquias de una existencia vivida en otro clima. Estaban ahí los recuerdos de esos años rememorados.
Sobre el hogar encendido, la cabeza de un leopardo a motas y, sobre la pared de la derecha, la enorme cabeza negra de un búfalo. Numerosas estatuillas hindúes de bronce estaban diseminadas por doquier, en repisas y mesas, además de pequeñas alfombritas indias sobre la alfombra marrón, delante de la chimenea, la puerta y las ventanas.
Y el cuero largo y llameante de su tigre de Bengala yacía estirado en el centro mismo de la habitación, la cabeza bien conserva da, con los ojos de vidrio y los inmensos colmillos que yo había visto en el sueño con espantosa nitidez.
A este último trofeo dirigió de pronto David su atención; después, apartando sus ojos de él con dificultad, siguió escribiendo. Traté de leerle la mente, pero no pude. ¿Para qué me habré tomado el trabajo? Ni el menor indicio de los bosques de mangles donde pudo haber asesinado a semejante bestia. Miró una vez más al tigre, hasta que, olvidando la
pluma, quedó abstraído en sus pensamientos.
Por supuesto, me reconfortó el sólo mirarlo, como siempre. Divisé en la penumbra varias fotos en sus marcos: tomas de David cuando era joven y muchas que a todas luces le habían sido sacadas en la India, frente a un bello bungalow de anchas galerías y techos altos. Retratos de su madre y su padre. Retratos de él con los animales que había matado. ¿Explicaba eso mi sueño?
No presté atención a la nieve que caía a mí alrededor, cubriéndome el pelo y los hombros e incluso los brazos que tenía plegados. Por último, me moví. Quedaba apenas una hora para el amanecer.
Di la vuelta por el otro lado de la casa, encontré una puerta en el fondo,  ordené al cerrojo que se abriera, y entré en el pequeño vestíbulo de techos bajos. Había allí viejas maderas con capas de laca o aceite. Apoyé las manos sobre los tableros de la puerta y se me presentó la imagen de un gran bosque de robles bañado en luz de sol. Luego, sólo me rodearon las sombras. Me llegó el aroma del fuego lejano.
Noté que David estaba parado en la otra punta del pasillo, haciéndome señas de que me acercara. Pero hubo algo en mi aspecto que lo sobresaltó. Claro, yo estaba cubierto de nieve y de una delgada capa de hielo.
Entramos juntos en la biblioteca y me ubiqué en el sillón frente a él. Se marchó un instante, y me quedé ahí mirando el fuego, sintiendo que derretía la nievecilla que me cubría. Pensaba yo en el motivo de mi visita y cómo haría para decírselo. Mis manos estaban blancas como blanca era la nieve.
Cuando David regresó, traía un toallón tibio que usé para secarme la cara, el pelo y por último las manos. Qué agradable sensación.
—Gracias —le dije.
—Parecías una estatua.
—Sí, ahora tengo ese aspecto, ¿no? Sigo viaje.
—No te entiendo. —Se sentó frente a mí. —Explícate.
—Me voy a un sitio desértico. Creo haber encontrado la forma de terminar con todo. No es nada sencillo.
— ¿Por qué quieres hacerlo?
—No quiero estar más con vida. Esa parte es fácil. No ansió la muerte, como haces tú; no es eso. Esta noche... —Me interrumpí. Vi la imagen de la anciana en su cama prolija, vestida con su bata floreada contra el nylon acolchado. Después vi al extraño hombre de pelo castaño que me observaba, el que se me acercó en la playa y me dio el cuento que aún llevaba, todo arrugado, dentro del abrigo-
Una insensatez. Llegas demasiado tarde, quienquiera que seas.
¿A qué molestarme en explicar?
De repente vi a Claudia como si estuviera contemplándome desde otro reino, esperando que yo la viera. Qué ingenioso que nuestras mentes puedan evocar una imagen de apariencia tan real. Bien podía ella estar ahí, junto al escritorio de David, en la penumbra. Claudia, que me había clavado un puñal en el pecho. "Te mandaré a tu ataúd para siempre, padre." Pero también era cierto qué últimamente la veía de continuo, en sueño tras sueño...
—No vayas —dijo David.
—Llegó la hora —le respondí en un susurro, pensando en forma vaga lo desilusionado que quedaría Marius.
¿Me habría oído David? A lo mejor hablé en voz demasiado baja. Se oyó un crepitar del fuego, algún trozo de madera encendida que se caía o savia húmeda que chisporroteaba dentro del inmenso leño. Volví a ver ese dormitorio frío de mi infancia y de pronto rodeé con mi brazo a uno de los perros enormes, esos perros indolentes y cariñosos. ¡Es terrible ver que un lobo mata a un perro!
Debí haber muerto, aquel día. Ni el mejor cazador debería ser capaz de matar a una manada de lobos. Y tal vez fue ése el error cósmico. Mi destino era marcharme, si de hecho existe tal continuidad, y por excederme atraje la atención del diablo. "Asesino de lobos", había dicho el vampiro Magnus con mucho cariño, al tiempo que me llevaba a su cueva.
David volvió a hundirse en su sillón; con ademán distraído apoyó un pie sobre el guardafuego y clavó sus ojos en las llamas. Estaba profundamente perturbado, hasta un tanto desequilibrado, aunque lo ocultaba muy bien.
— ¿No te va a doler? —preguntó, mirándome.
Por un momento no supe qué me quería decir. Después recordé.
Solté una risita.
—Vine a despedirme de ti, a preguntar te si estás seguro de tu decisión. Me pareció que lo correcto era avisarte que me marchaba, que ésta era tu última oportunidad. Pensé que correspondía. ¿Me comprendes o crees que es sólo un pretexto más? En realidad, no importa.
—Como el Magnus de tu historia. Dejarías a tu heredero y luego desaparecerías dentro del fuego. •
—No era una simple historia —repuse, sin ganas de ponerme polémico pero preguntándome por qué sonaba como si lo fuera—. Y en efecto, quizá sea así. Sinceramente, no sé.
— ¿Por qué quieres autodestruir te? —Le noté un tono desesperado.
Cómo había herido a ese hombre.
Miré el tigre del piso con sus magníficas rayas negras y su piel de un naranja intenso.
—Ese era un antropófago, ¿no?
Vaciló como si no comprendiera del todo la pregunta; después dio la impresión de despertar se y asintió.
—Sí. —Miró primero al tigre, y luego a mí. —No quiero que lo hagas.
Déjalo para más adelante, por el amor del cielo. No lo hagas. Y después de todo, ¿por qué precisamente esta noche? Me hizo reír contra mi voluntad.
—Esta noche es un buen momento para hacerlo—dije—. No; me voy. — ¡De pronto experimenté un enorme júbilo porque me di cuenta de que lo decía en serio! No era sólo una fantasía. De haberlo sido, jamás se lo habría contado. —
Se me ocurrió un método. Voy a ascender lo más que pueda antes de que salga el sol por el horizonte. No habrá manera de encontrar refugio. Allí el desierto es muy severo.
Y moriré en medio del fuego. No del frío, como había estado en aquella montaña cuando me rodearon los lobos. En calor, como había muerto Claudia.
—No, no lo hagas. —Con cuánta convicción lo dijo. Pero de nada valió.
— ¿Quieres la sangre? —le pregunté—. No insume mucho tiempo y el dolor es mínimo. Confío en que los demás no te agredan. Te haré tan fuerte, que mejor que ni lo intenten.
Sinceramente, me estaba pareciendo mucho a Magnus, que me dejó huérfano sin advertirme siquiera que Armand y sus acólitos me iban a perseguir, a maldecir, que querrían tronchar mi vida recién nacida.
Magnus sabía que yo iba a vencer.
—Lestat, no quiero la sangre, pero quiero que te quedes aquí.
Dame nada más que unas pocas noches. En nombre de nuestra amistad, Lestat, quédate ahora conmigo. ¿No puedes concederme esas pocas horas? Después, si todavía deseas hacerlo, no voy a poner reparos.
— ¿Por qué?
Parecía dolido, y demoró unos instantes en responder.
—Déjame hablarte, convencerte para que cambies de parecer.
—Tú mataste al tigre cuando eras muy joven, ¿no? Fue en la India. —Paseé la vista por los otros trofeos. —Vi al tigre en un sueño.
No me respondió. Se lo veía ansioso, perplejo.
—Te he hecho daño —proseguí—. Te traje a la memoria recuerdos de tu juventud. Te obligué a tomar conciencia del tiempo, y antes no reparabas en ello.
Algo ocurrió en su rostro. Era evidente que mis palabras lo habían ofendido. Sin embargo, negó moviendo la cabeza.
—David, ¡toma mi sangre antes de que me vaya! —susurré de pronto, ansioso—. No te queda ni un año. ¡Lo oigo cuando estoy cerca de ti! Alcanzo a percibir la fragilidad de tu corazón.
—Eso no lo sabes, amigo —repuso él, paciente—. Quédate aquí conmigo y te contaré lo del tigre, todo lo de aquella época en la India. También fui de cacería al África, y una vez al Amazonas. Grandes aventuras. En aquel entonces, yo no era un erudito mohoso como ahora...
—Lo sé. —Sonreí. Jamás me había hablado de esa manera; nunca me ofreció tanto. —Demasiado tarde, David. —Una vez más vi el sueño. Vi la cadenita de oro que David llevaba al cuello. ¿Era esa cadenita lo que atraía al tigre? Parecía una insensatez. Lo que quedaba era la sensación de peligro.
Contemplé la piel del animal. Qué expresión maligna la de su cara.
— ¿Fue divertido matarlo?
Dudó; luego se esforzó por contestar.
—Era un tigre antropófago y le encantaban los niños. Sí, supongo que me divirtió.
Solté una risita.
—Bueno, entonces tenemos eso en común, el tigre y yo. Y Claudia está esperándome.
—No me irás a decir que crees eso, ¿verdad?
—No. Supongo que, si lo creyera, tendría miedo de morir. —Vi a Claudia con total nitidez... un diminuto retrato de porcelana, con pelo áureo, ojos azules. Algo impetuoso y veraz en la expresión pese a los colores dulzones y el marco ovalado. ¿Había poseído yo alguna vez un relicario como ése? Porque era, ciertamente, un relicario. Me estremecí al recordar la textura de su pelo y una vez más me invadió la sensación de que la tenía muy cerca. Si giraba la cabeza quizá la viera entre las sombras, con la mano apoyada sobre el respaldo de mi sillón. Me di vuelta, pero no estaba. Iba a perder el temple si no me marchaba de inmediato.
— ¡Lestat! —exclamó David en tono imperioso. Me estaba escrutando, pensando con desesperación qué otra cosa podía decir. Señaló mi abrigo.
— ¿Qué llevas en el bolsillo? ¿Una nota que escribiste? ¿Piensas dejármela?
¿Me permites leerla ahora?
—Ah, este extraño cuentito. Toma, puedes quedártelo. Te lo lego. Debería estar en una biblioteca, calzado tal vez en alguno de esos estantes. —
Saqué el sobre doblado y lo miré. —Sí, lo leí. Es bastante divertido. —Se lo arrojé a la falda. —Me lo dio un mortal muy tonto , una pobre alma trasnochada que sabía quién era yo y tuvo coraje apenas para dejarlo caer a mis pies.
—Explícame eso —dijo David, y abrió las hojas—. ¿Por qué lo llevas contigo? Dios santo... Lovecraft. —Sacudió levemente la cabeza.
—Te lo acabo de explicar. De nada vale, David. No voy a cambiar de idea.
Me voy. Además, la historia es intrascendente. Un pobre tonto...
Ese hombre tenía ojos tan extraños, tan brillantes. ¿Qué tuvo de raro la forma en que vino corriendo hacia mí por la arena, o la torpeza con que huyó dominado por el pánico? ¡Sus modales habían dado a entender tal importancia! Ah, pero eso era absurdo. No me importaba, sabía que no me importaba. Yo sabía lo que quería hacer.
— ¡Lestat, quédate! Me prometiste que la próxima vez que nos encontráramos ibas a permitirme decir todo lo que quisiera. Eso me dijiste por carta, ¿recuerdas? No te retractarás de tu palabra, ¿verdad?
—Voy a retractarme, David. Y tendrás que disculparme, porque me voy.
Tal vez no haya cielo ni infierno y te vea del otro lado.
— ¿Y qué pasará si existen ambos?
—Has estado leyendo demasiado la Biblia. Lee el cuento de Lovecraft. —
Volví a soltar una risita y le señalé las hojas que tenía en la mano. —Será lo mejor para la paz de tu espíritu. Y no toques el "Fausto", por el amor de
Dios. ¿Sinceramente crees que al final vendrán ángeles a llevarnos?
Bueno, a mí no. ¿A ti sí?
—No te vayas —repitió, con una voz tan tenue y suplicante que me quitó el aliento.
Pero ya me estaba yendo.
Apenas si lo oí cuando gritó:
—Lestat, te necesito. Eres el único amigo que tengo.
¡Qué palabras trágicas! Me dieron ganas de decirle que lo lamentaba, que lamentaba todo, pero ya era tarde. Además, creo que él lo sabía.
Me lancé hacia arriba en la fría oscuridad, desplazándome entre la nieve que caía. La vida entera me parecía insoportable, tanto en su horror como en su esplendor. Abajo, la casita parecía cálida; su luz se derramaba sobre el suelo blanco y de su chimenea partía un hilito de humo azul.
Pensé en David, que de nuevo recorrería solo las calles de Amsterdam, pero después evoqué los retratos de Rembrandt. Entonces volví a ver la cara de mi amigo junto al fuego de la biblioteca. Parecía un hombre pintado por Rembrandt. Desde que lo conocí tuvo siempre ese aspecto. ¿Y qué aspecto teníamos nosotros, congelados para siempre con la forma que teníamos cuando la Sangre Misteriosa entró en nuestras venas? Claudia fue durante décadas esa niña pintada en porcelana. Y yo me asemejaba a una de las estatuas de Miguel Ángel, puesto que me volví
blanco como el mármol. E igual de frío.
Yo sabía que iba a cumplir mi palabra.
Pero hay una mentira terrible en todo esto. En realidad, ya no creía que el sol pudiera matarme. Pero lo mismo me propuse intentarlo.

3

Desierto de Gobi. Eones atrás, en esa era que los hombres denominaron cauria, enormes lagartos murieron por millares en esta insólita zona del mundo. Nadie sabe por qué vinieron aquí ni por qué perecieron. ¿Era un reino de árboles tropicales y pantanos humeantes? No lo sabemos. Ahora lo único que queda es el desierto y millones de fósiles narrándonos un relato fragmentario acerca de reptiles gigantescos que, con toda seguridad, hacían temblar la tierra cada vez que daban un paso.
Por lo tanto, el desierto de Gobi es un inmenso cementerio y el lugar apropiado para que yo mirara el sol de frente. Largo rato estuve tendido en la arena antes del amanecer, poniendo en orden mis últimos pensamientos.
Lo que haría sería ascender hasta el límite mismo de la atmósfera, internarme en el sol naciente, por así decirlo. Después, cuando perdiera el conocimiento, me desplomaría bajo el calor terrible y mi cuerpo se destrozaría contra el suelo del desierto al caer desde semejante altura.
Imposible, entonces, que este cuerpo mío cavara bajo la superficie, cosa que sí podría hacer —por propia y maligna volición— en caso de estar entero y sobre un terreno blando.
Además, si la descarga de luz tenía fuerza suficiente como para consumirme con su fuego, es probable que, hallándome desnudo y a tal altura sobre la tierra, yo ya estuviera totalmente muerto antes de que mis restos chocaran contra el duro lecho de arena.

Me pareció una buena idea, en su momento, y creo que nada ni nadie habría podido disuadirme. Sin embargo, me preguntaba si los demás inmortales sabían lo que yo planeaba hacer, y si les preocupaba en lo más mínimo. Por cierto no les envié mensajes de despedida; no dejé escapar imágenes aleatorias de mis intenciones.
Finalmente, la gran tibieza del alba fue cubriendo el desierto. Me puse de rodillas, me quité la ropa y comencé a ascender, sintiendo que ya me ardían los ojos hasta con esa luz tan tenue.
Subí y subí hasta mucho más allá del punto donde la tendencia natural de mi cuerpo habría sido la de no impulsarse más y seguir flotando solo. Al final ya no podía respirar, porque el aire era muy poco denso, y me costaba un enorme esfuerzo mantenerme a semejante altura.
Luego llegó la luz. Tan inmensa, tan cálida y enceguecedora que, más que una visión, lo que colmaba mis ojos parecía un ruido rugiente. Vi todo cubierto por un fuego amarillo y naranja. Lo miré de frente, aunque la sensación fue de que me echaban agua hirviendo en los ojos. ¡Creo que hasta abrí la boca como para tragar ese fuego divino! De pronto el sol era mío. Lo estaba viendo, me estiraba para alcanzarlo. Después, la luz me cubrió como plomo fundido, me paralizó y torturó hasta que no pude resistir más, y mis propios gritos llenaron mis oídos. Aún no desviaba la mirada, ¡aún no caía!
¡Así te desafío, cielo! De pronto no hubo palabras ni pensamientos. Yo me retorcía, nadaba dentro de ello. Y cuando la oscuridad y el frío ya subían para envolverme —no fue nada más que el haber perdido el conocimiento —, comprendí que había empezado a caer.
El sonido era el del aire que pasaba zumbando a mi lado; y tuve la sensación de que las voces de otros me llamaban y, en me dio de aquella repulsiva mezcolanza, distinguí una vocecita infantil.
Después, nada...
¿Soñaba, acaso?
Estábamos en un recinto pequeño y cerrado, un hospital con olor a enfermedad y muerte, y yo señalaba la cama. Y sobre la almohada, a la niña que yacía, pequeña, blanca, medio muerta.
Se oyó una risa clara. Sentí olor a lámpara de aceite, ese olor típico del momento en que uno sopla y apaga el pabilo.
—Lestat. —Qué hermosa su vocecita.
Traté de explicar lo del castillo de mi padre, lo de que estaba nevando y que mis perros me esperaban allí. A ese lugar quería ir. De repente alcancé a oír los ladridos lastimeros de los mastines que resonaban por las lomas cubiertas de nieve, y casi pude ver las torres mismas del castillo.
Pero luego ella dijo:
—Todavía no.
Era otra vez noche cuando desperté, tendido en el suelo desértico.
Agitadas por el viento, las dunas me salpicaron su arena suave. Sentía dolor en todo el cuerpo, hasta en las raíces del pelo. Era tal el dolor, que no podía juntar voluntad para moverme.
Durante horas, estuve allí tendido. De tanto en tanto dejaba escapar algún gemido que en nada aliviaba mi sufrimiento. Cuando movía las extremidades, aunque fuera un poquito, sentía la arena como partículas de vidrio filoso clavadas en la espalda, las pantorrillas y los talones.
Pensé en todos aquellos a quienes podía haber llamado para pedir ayuda pero no llamé. Sólo poco a poco fui dándome cuenta de que, si me quedaba ahí, volvería el sol, como era natural, y una vez más me consumiría con su fuego. Y aun así era probable que no muriera.
Tenía que quedarme, ¿no? ¿Acaso era un cobarde, para pensar en buscar refugio?
Pero sólo con mirarme las manos a la luz de las estrellas supe que no iba a morir. Estaba quemado, sí; tenía la piel marrón, arrugada, dolorida, pero lejos estaba de morir.
Por último, rodé y traté de apoyar la cara contra la arena, cosa que no me trajo mucho más alivio que mirar de frente a las estrellas.
Luego sentí que salía el sol. Lloré cuando la gran luz anaranjada se derramó sobre el mundo. El primer dolor lo sentí en la espalda; después pensé que mi cabeza se incendiaba, que iba a explotar, que el fuego consumía mis ojos. Cuando me llegó la penumbra del olvido estaba loco, totalmente loco.
A la noche siguiente desperté y sentí arena en la boca, arena que me cubría en mi dolor. Debido a esa locura, al parecer me había enterrado vivo.
Permanecí en la misma posición durante horas, pensando sólo que ese sufrimiento era más de lo que cualquier criatura podía soportar.
Al final llegué esforzadamente a la superficie, gimoteando como un animal ya que cada gesto era un tirón que intensificaba el dolor; luego me induje a ascender y comencé el lento viaje hacia occidente, internándome en la noche.
Mis poderes no habían disminuido. Ah, sólo la superficie de mi cuerpo había sufrido daños profundos.
El viento era infinitamente más suave que la arena. Sin embargo, trajo su propio tormento, semejante a dedos que acariciaban mi piel quemada, que tiraban de las raíces quemadas de mi pelo, me pinchaba en los párpados quemados, me raspaba en las rodillas quemadas.
Viajé con toda calma durante muchas horas. Me había propuesto llegar una vez más a casa de David, y sentí un instante de alivio esplendoroso cuando descendí en medio de la nieve fría y húmeda. Estaba por amanecer en Inglaterra.
Entré por la puerta del fondo como la vez anterior; cada paso que daba era un suplicio. Casi a ciegas encontré la biblioteca, entré, me puse de rodillas y, sin prestar atención al dolor, me desplomé sobre el cuero del tigre.
Apoyé la cabeza junto a la del animal y la mejilla contra sus fauces abiertas. ¡Qué piel suave, tupida! Estiré los brazos sobre sus patas y sentí sus garras duras bajo las muñecas. El dolor me acometió en oleadas. La piel era casi sedosa, y fría la habitación en penumbras. En tenues destellos de visiones silenciosas imaginé los bosques de mangles de la India, vi rostros oscuros y me llegaron voces lejanas. Y por un momento vi nítidamente a David cuando joven, tal como lo había visto en el sueño.

Me pareció un milagro ese muchacho viviente, lleno de sangre y tejido, y esas hazañas milagrosas que son los ojos, un corazón que late y cinco dedos en cada mano esbelta.
Me vi a mí mismo caminando por París en los viejos tiempos, cuando yo estaba vivo. Llevaba una capa de pana roja, forrada con la piel de los lobos que había matado en mi nativa Auvernia, sin soñar jamás que hubiera cosas acechando entre las sombras, cosas que podían verlo a uno y enamorar se sólo porque uno era joven, cosas que podían quitamos la vida sólo porque nos amaban y por que uno había matado a una manada entera de lobos...
¡David, el cazador! De chaqueta color caqui con cinturón, y ese rifle magnífico.
Lentamente tomé conciencia de que el dolor ya no era tanto. El viejo y querido Lestat, el dios, se curaba con velocidad sobrenatural. El dolor era como un brillo intenso que se asentaba sobre mi cuerpo. Me imaginé a mí mismo despidiendo una luz cálida a toda la habitación.
Percibí el aroma de mortales. Un sirviente había entrado en el cuarto y vuelto rápidamente a salir. Pobre tipo. Me dieron ganas de reírme solo en mi sopor, al pensar en lo que vio: un hombre desnudo, de piel oscura y pelo rubio desordenado, tendido sobre el tigre de David en la habitación a oscuras.
De pronto capté el aroma de David y oí de nuevo el conocido retumbar de sangre en el interior de venas mortales. Sangre. Tenía tanta sed de sangre.
Mi piel quemada clamaba por ella, lo mismo que mis ojos ardidos.
Alguien tendió sobre mí una manta suave, que me resultó liviana, fresca.
Luego hubo una seguidilla de sonidos. David oscurecía el cuarto corriendo las pesadas cortinas de pana, cosa que no se había molestado en hacer en todo el invierno. Estaba maniobrando con la tela para que no quedara ni una hendija de luz.
—Lestat —susurró—, déjame llevarte al sótano, donde estarás a salvo.
—No importa, David. ¿Puedo permanecer aquí?
—Por supuesto que puedes. —Qué solícito.
—Gracias, David. —Volví a dormirne y vi soplar la nieve por la ventana de mi habitación del castillo, pero luego fue algo totalmente distinto. Vi una vez más la camita de hospital, pero la niña no estaba en ella, y gracias a Dios no se encontraba ahí la enfermera sino que había ido a calmar al que lloraba. Oh, qué sonido tan tremendo. Me parecía espantoso. Me habría gustado estar... ¿dónde? En casa, en pleno invierno francés, desde luego.
Esa vez alguien estaba encendiendo, no apagando, la lámpara de aceite.
—Te dije que no había llegado el momento. —El vestido era de un blanco perfecto. ¡Qué minúsculos los botoncitos de perla! Y qué hermosa la corona de rosas que lleva en la cabeza.
—Pero, ¿por qué? —pregunté.
— ¿Qué dijiste? —quiso saber David.
—Hablaba con Claudia —le expliqué. Estaba sentada en el sillón tapizado en petit - point estirando las piernas hacia adelante. ¿Tenía puestos esos escarpines de raso? Le tomé el tobillo y se lo besé, y cuando levanté la mirada vi su mentón y sus pestañas en el momento en que ella echaba la cabeza hacia atrás para reír. Una risa exquisita, ronca.
—Hay otros ahí afuera —me advirtió David.
Abrí los ojos y me dolió, me dolió ver las formas mortecinas de la habitación. Estaba por salir el sol. Sentí las garras del tigre bajo mis dedos. Ah, bestia preciada. Desde la ventana, David espiaba por una hendija abierta entre ambos paños del cortinado.
—Ahí afuera —prosiguió—. Han venido a cerciorarse de que estás bien.
¿Qué les parece?
— ¿Quiénes son? —No alcanzaba a oírlos, no quería oírlos. ¿Era Marius?
No los más antiguos, con toda seguridad. ¿Por qué habría de importarles semejante cosa?
—No sé —me contestó—. Pero están.
—Ya sabes lo que se suele decir: no les hagas caso y se marcharán. —De todos modos ya era casi el amanecer. Tienen que irse. Y por cierto que no te harán daño, David.
—Lo sé.
—No me leas la mente si no me dejas leer la tuya.
—No te enojes. No entrará nadie en esta habitación a molestarte.
—Sí; puedo ser un peligro aun en reposo... —Quise decir algo más, transmitirle otra advertencia, pero me di cuenta de que David era el único mortal que no precisaba de tal advertencia. Talamasca. Estudiosos de lo paranormal. El sabía.
—Duerme, ahora.
No pude menos que reírme al oír eso. ¿Qué otra cosa puedo hacer cuando sale el sol? Aun cuando me dé de lleno en la cara. Pero sus palabras fueron firmes, tranquilizadoras.
Pensar que en los viejos tiempos yo siempre tenía el ataúd, y a veces lo lustraba hasta dejar bien brillosa la madera; después lustraba el minúsculo crucifijo que había sobre la tapa y sonreía para mis adentros al pensar en el esmero con que pulía el pequeño cuerpo retorcido de Cristo, el hijo de Dios, asesinado. Me encantaba el forro de raso del cajón. Me encantaba la forma, y el acto crepuscular de elevarme de entre los muertos. Pero ya no más...
Realmente estaba saliendo el sol, el sol del frío invierno inglés. Lo sentía con certeza, y de pronto me dio miedo. Sentí la luz que avanzaba a hurtadillas fuera de la casa y golpeaba contra las ventanas. Pero de este lado de las cortinas reinaba la oscuridad.
Vi que la llamita en la lámpara de aceite subía. Me asusté, sólo porque sentía tantos dolores y porque eso era una llama. Los deditos femeninos sobre la llave dorada, y ese anillo que le regalé, con un pequeño brillante engarzado en perlas. ¿Y el relicario? ¿Debo preguntarle por él? Claudia, ¿alguna vez hubo un relicario de oro?
La llama crecía, crecía. Otra vez el olor. Su manita con hoyuelos. Todo a lo largo del departamento de la calle Royale se podía percibir el aroma del aceite. Ah, el viejo empapelado de la pared, los bellos muebles hechos a mano, Louis sentado a su escritorio, escribiendo... Y el olor áspero de la tinta negra, el rasgueo de la pluma...

La pequeña mano femenina, tan deliciosamente fría, tocaba mi mejilla y sentí esa emoción incierta que me recorre cuando alguno de los demás me toca, nuestra piel.
— ¿Por qué habría de querer nadie que yo viviera? —pregunté. Al menos eso fue lo que empecé a preguntar... porque después me desvanecí.

4

Crepúsculo. No quería moverme, ya que el dolor seguía siendo intenso. En el pecho y las piernas la piel empezaba a ponérseme tensa, y el hormigueo constituía apenas una variación del dolor.
Ni la sed de sangre, con toda su furia, ni su olor en los sirvientes de la casa lograron que me moviera. Sabía que David estaba ahí, pero no le hablé. Pensé que, si intentaba hablar, me iba a echar a llorar de dolor.
Dormí y sé que soñé, pero al despertar no recordaba los sueños. Veía de nuevo la lámpara de aceite y la luz seguía dándome miedo. Lo mismo que la voz de Claudia.
En una oportunidad desperté hablándole en la oscuridad. "¿Por qué tú, nada menos? ¿Por qué tú en mis sueños? ¿Dónde está tu puñal ensangrentado?"
Agradecí la llegada del alba. A veces, con un gran esfuerzo cerraba deliberadamente la boca para no gritar de dolor.
Cuando desperté, la segunda noche, el dolor ya no era tanto.
Tenía todo el cuerpo inflamado —lo que los mortales llaman en carne viva—, pero lo más insoportable había pasado. Estaba muy quieto, tendido sobre la piel del tigre, y sentí la habitación fría por demás.
Había leños en el hogar de piedra, retirados del frente, bien apoyados contra los ladrillos ennegrecidos del fondo. Todo estaba listo para ser encendido; incluso había un bollo de diario preparado. Hmmm. Alguien se me había acercado peligrosamente mientras dormía. Esperaba de verdad no haber extendido los brazos, como solemos hacer cuando estamos en trance, para sujetar a esa pobre criatura.
Cerré los ojos y presté atención a los sonidos. Nieve que caía sobre el techo, nieve que entraba por la chimenea. Volví a abrirlos y noté los trocitos de humedad en los leños.
Después me concentré, y la energía brotó de mí en forma de una larga lengua que llegó a tocar los troncos. En el acto se encendieron las Mamitas danzarinas. La corteza gruesa de los leños comenzó a calentarse, a ampollarse. La fogata venía en camino.
A medida que la luz se hacía más intensa, sentí que un dolor exquisito surgía en mis mejillas y sobre mi frente. Interesante. Me incorporé de rodillas, me levanté. Estaba solo en el cuarto. Miré la lámpara de bronce que había junto al sillón de David. Con una orden mental hice que se encendiera sola.
Sobre el sillón había ropa: un pantalón de franela gruesa, una camisa blanca de algodón, una chaqueta algo deforme de vieja lana. Todas las prendas me quedaban un poco grandes, pues habían sido de David. Hasta las pantuflas forradas en piel me iban grandes. Pero yo quería estar vestido. Había también ropa interior de esa que todo el mundo usa en el siglo XX, y un peine.
Me tomé mi tiempo para todo, notando tan sólo un ardor al calzarme la ropa sobre la piel. Cuando me peiné, me dolió el cuero cabelludo y opté por sacudirme el pelo hasta quitarle todo el polvo y la arena, que cayeron sobre la gruesa alfombra y desaparecieron discretamente de la vista.
Ponerme las pantuflas fue un placer. Lo que quise entonces fue un espejo.
Encontré uno en el pasillo, de grueso marco dorado. Por la puerta abierta de la biblioteca llegaba luz suficiente, o sea que pude verme bastante bien.
En un primer momento, no pude creer lo que contemplaban mis ojos.
Tenía la piel suave, inmaculada como antes, sólo que ahora poseía un tono ámbar, el mismo color del marco del espejo, y un brillo tenue, semejante al de cualquier mortal que pasa una larga temporada en los mares tropicales.
Brillaban mis cejas y pestañas, como ocurre siempre con los pelos rubios de esos individuos bronceados, y las pocas arrugas de la cara que el Don Misterioso me dejó se notaban un poquito más marcadas que antes. Me refiero a dos pequeñas comas en las comisuras de los labios, producto de sonreír tanto cuando estaba vivo, unas patas de gallo mínimas, y una o dos arrugas en la frente. Me gustó tenerlas de nuevo, pues hacía mucho que no las veía.
Mis manos habían sufrido más. Estaban más oscuras que el rostro y con numerosas arruguitas que les daban un aspecto más humano, lo cual enseguida me hizo pensar en las numerosas arrugas finas que tienen las manos de los mortales.
Las uñas aún brillaban de una manera que podía alarmar a los mortales, pero sin duda bastaría con frotármelas un poco con ceniza. Los ojos, desde luego, eran otra cosa. Nunca los había visto tan brillosos e iridiscentes, pero para eso lo único que me hacía falta eran unas gafas apenas ahumadas. Ya no necesitaría la otra máscara (los anteojos totalmente negros) para cubrir la piel blanca.
"Oh, dioses, qué maravilloso", pensé, admirando mi imagen. ¡Pareces casi humano! ¡Casi un hombre! Sentía un dolor mortecino en los tejidos quemados pero me gustó, porque lo tomé como algo que me recordaba la forma de mi cuerpo, sus límites humanos.
Tuve deseos de gritar; en cambio, oré. Que esto dure, y si no dura, con gusto repetiría todo el proceso.
Luego me puse a pensar que en realidad yo no estaba perfeccionando mi aspecto para poder desplazarme mejor entre los hombres, sino destruyéndome. Tenía que estar muriéndome Y si no me había matado el sol del desierto... si no lo había conseguido tendiéndome todo un día al sol, ni luego con el segundo amanecer...
Ah, cobarde, pensé, ¡podrías haber encontrado la forma de mantener te sobre la superficie y no esconder te, ese segundo día! ¿O no?
—Bueno, gracias a Dios elegiste volver.
Giré y vi que David se acercaba por el pasillo. Acababa de regresar a casa, pues tenía el abrigo húmedo por la nieve y ni siquiera se había sacado las botas.
Se detuvo en seco y me inspeccionó de pies a cabeza, esforzándose por ver en la penumbra.
—La ropa está bien —aprobó—. Pareces uno de esos muchachos que hacen surf, esos que viven eternamente en la playa.
Sonreí.
Extendió un brazo —gesto bastante audaz, pensé—, me tomó de la mano y me condujo a la biblioteca, donde el fuego ya ardía con bríos. Una vez más estudió mi semblante.
—Ya no hay dolor —dijo, como si dudara.
—Hay sensación, pero no exactamente lo que se dice dolor. Voy a salir un rato. Oh, no te preocupes; regresaré. Me muero de sed. Tengo que cazar.
Su rostro palideció, pero no tanto, ya que de todos modos pude ver la sangre de sus mejillas, las venitas de sus ojos.
—Bueno, ¿qué pensabas? —dije—. ¿Qué ya no lo iba a hacer más?
—No, no, claro.
— ¿Quieres venir a ver?
No dijo nada, pero noté que lo había asustado.
—No olvides lo que soy. Cuando me ayudas, estás ayudando al diablo. —
Señalé el ejemplar del "Fausto", que seguía sobre la mesa. También estaba ese cuento de Lovecraft. Hmmm.
—No es indispensable que quites la vida, para hacerlo, ¿no? —preguntó, serio.
Pero qué pregunta grosera.
Solté un ruidito desdeñoso.
—Me gusta quitar la vida. —Con un ademán señalé al tigre. —Soy cazador, como lo fuiste tú en una época. Me resulta divertido.
Me miró un largo rato con la perplejidad pintada en el rostro, y luego asintió lentamente, como con aceptación. Pero lejos estaba de aceptarlo.
—Aprovecha para comer, ahora que me voy —le dije—. Me doy cuenta de que tienes hambre y siento el olor a carne que están cocinando en la casa. Y puedes estar seguro de que cenaré antes de volver.
—Te has propuesto que te conozca como realmente eres, ¿en?, que no haya el menor error o sentimentalismo.
—Exacto. —Estiré los labios y le mostré los colmillos un instante. En realidad son muy pequeños, ínfimos en comparación con los del leopardo y el tigre, cuya compañía buscaba él obviamente por gusto. Pero esa mueca siempre atemoriza a los mortales. Más que atemorizarlos, los espanta. Creo que les produce en el organismo una reacción primitiva de alarma que nada tiene que ver con el coraje racional.
Se puso blanco y, sin hacer el menor movimiento, permaneció unos segundos mirándome, hasta que su rostro recobró su expresión de calidez.
—Muy bien —dijo—. Voy a estar aquí cuando vuelvas. ¡Y si no vuelves, me pondré furioso! Juro que nunca más te dirigiré la palabra. Si esta noche desapareces, jamás volveré tan siquiera a saludar te. Consideraré que has despreciado mi hospitalidad. ¿Entendido?
— ¡De acuerdo, de acuerdo! —exclamé, encogiéndome de hombros, aunque en el fondo me emocionaba que quisiera tenerme allí. Yo no había estado tan seguro. Por otra parte, me había mostrado muy descortés hacia él. —
Volveré. Además, quiero saber.
— ¿Qué?
—Por qué no tienes miedo a morir.
—Bueno, tú tampoco le tienes miedo, por lo que veo.
No respondí. Recordé el sol, la gran bola ígnea que se convertía en tierra y cielo, y me estremecí. Luego vi la lámpara de aceite del sueño.
— ¿Qué pasa? —quiso saber.
—Tengo miedo a morir —repuse, sacudiendo la cabeza para transmitir más énfasis—. Todas mis ilusiones se están haciendo añicos.
— ¿Es que tienes ilusiones? —preguntó, con sincero asombro.
—Por supuesto. Una de ellas era que nadie podía rechazar el Don Misterioso; al menos, no a sabiendas.
—Permíteme recordar te que tú mismo lo rechazas te, Lestat.
—David, yo era un niño y me estaban forzando. Luché casi por instinto.
Pero eso no tuvo nada que ver con el hecho de saber.
—No te subestimes. Creo que te habrías negado aunque lo hubieras comprendido cabalmente.
—Esas son ilusiones tuyas —dije—. Tengo hambre. Apártate de mi camino o te mato.
—No te creo. Y más vale que regreses.
—Volveré. Esta vez cumpliré la promesa que te hice por carta. Podrás decirme todo lo que quieras.
Salí a recorrer las calles apartadas de Londres. Anduve deambulando por la estación Charing Cross en busca de algún malviviente para alimentarme, por más que sus ambiciones subalternas pudieran irritarme.
Pero las cosas no resultaron como suponía.
Encontré a una anciana que caminaba arrastrando los pies. Vestía un abrigo mugriento y llevaba los pies envueltos en trapos. Estaba loca y calada de frío, y con seguridad iba a morir antes de la mañana. Se había fugado por la puerta del fondo de no sé qué lugar donde la tenían recluida, o al menos eso gritaba a quien quisiera oírla, decidida a no dejarse encerrar nunca más.
¡Fuimos fantásticos amantes! Ella me dio un racimo de recuerdos y ahí estuvimos, bailando juntos por los barrios bajos, ella y yo, teniéndola largamente entre mis brazos. Estaba muy bien alimentada, como muchos pordioseros de este siglo en que tanto abunda la comida en los países occidentales. Y bebí con gran lentitud, saboreando la sangre, sintiendo que recorría toda mi piel quemada.
Cuando terminó todo, tomé conciencia de que sentía muchísimo el frío, y que lo había sentido desde el principio. Es decir, estaba percibiendo más nítidamente los cambios de temperatura. Interesante.
El viento me golpeaba, cosa que me desagradó. A lo mejor la quemazón me había quitado una capa de piel. No lo sabía. Sentía los pies húmedos, y las manos me dolían tanto que por fuerza tuve que meterlas en los bolsillos. Una vez más volvieron a mi mente los recuerdos del invierno francés de mi último año en casa, del joven lord mortal en una cama de
heno y los perros por toda compañía. De pronto, ya no me bastaba con toda la sangre del mundo. Hora de volver a alimentarme, una y otra vez.
Fueron todos menesterosos, inducidos a abandonar sus precarias chozas de cartón e internar se en la gélida penumbra, y eran seres condenados, o al menos eso pensé mientras me deleitaba con el festín en medio del rancio hedor a sudores, orín y flema. Pero la sangre era la sangre.
Cuando los relojes dieron las diez, seguía aún con apetito y había víctimas en abundancia, pero me cansé y ya no me importó más.
Recorrí varias cuadras, llegué al distinguido West End y entré en una pequeña tienda sumida en la oscuridad, colmada de ropa masculina elegante, de buen corte —ah, los tesoros de confección de esta era—, y me equipé con pantalones grises de tweed, un abrigo con cinturón, pulóver grueso de lana y hasta un par de anteojos de vidrio levemente coloreado y fino marco de metal. Y ahí partí, a lanzarme de nuevo a la  noche fría con sus remolinos de nieve, cantando solo y arriesgando unos pasitos de zapateo americano bajo un farol de la calle, tal como solía hacerlo para Claudia y... ¡Pum! De pronto apareció un joven bello y feroz, con aliento a vino, un sinvergüenza que me amenazó con un cuchillo, dispuesto a matarme por el dinero que yo no tenía, lo cual me recordó que, por haber robado un guardar ropa de finas prendas irlandesas, acababa de convertirme en un vil ladrón. Hmmm. Pero una vez más me dejé llevar en el abrazo estrecho, le quebré las costillas al hijo de puta, lo dejé seco como rata muerta en un altillo de verano, y él cayó azorado, en éxtasis, con una mano aferrando penosamente mi pelo hasta último momento.
El sí, llevaba algún dinero en los bolsillos. Qué suerte. Al dueño de la tienda donde había robado le dejé esa suma, que me pare ció más que adecuada cuando hice las cuentas, si bien la aritmética no es mi fuerte, poderes preternaturales o no. También le dejé una notita de agradecimiento; sin firma, desde luego. Por último, cerré la tienda dando varias vueltas telepáticas de llave, y me marché.

5

Era exactamente la medianoche cuando llegué a Talbot Manor, la residencia de David. Me dio la impresión de estar viendo el sitio por primera vez. Tuve tiempo para recorrer el laberinto en la nieve, apreciar detenidamente el diseño de los arbustos podados e imaginar cómo sería el jardín en primavera. Un lugar espléndido.
Luego reparé en las habitaciones mismas, pequeñas y oscuras, construidas para no dejar pasar el crudo invierno inglés, y en las ventanitas con maineles, muchas de ellas a plena luz en ese momento y sumamente tentadoras en la penumbra nevada.
David había terminado de cenar y los sirvientes —un hombre y una mujer — estaban trabajando en la cocina de la planta baja mientras el amo se cambiaba de ropa en su dormitorio del primer piso.
Observé cómo se ponía, sobre el pijama, una bata negra larga con solapas de terciopelo del mismo color y lazo a la cintura, lo cual le daba un aspecto clerical por más que el diseño de la tela fuera demasiado rebuscado como para ser una casulla, máxime con el pañuelo blanco de seda calzado en el escote.
Después bajó la escalera.
Yo entré por mi puerta preferida del fondo del pasillo y, cuan do él se agachó para atizar el fuego en la biblioteca, aparecí a su lado.
—Ah, volviste —exclamó, tratando de disimular su agrado—. Dios santo, ¡no haces nada de ruido para ir y venir!
—Así es. Fastidioso, ¿no? —Miré la Biblia que estaba en la mesita, el ejemplar del "Fausto" y el cuento de Lovecraft aún abrochado pero con sus páginas alisadas. También estaba allí el botellón de whisky y un bonito vaso de cristal de base gruesa.
Con los ojos fijos en el cuento, me asaltó el recuerdo del muchacho ansioso. Qué extraña su manera de caminar. Me recorrió un leve estremecimiento al pensar en el hecho de que me hubiera ubicado en tres lugares tan distintos. Lo más probable era que no volviera a verlo nunca más. Aunque, por otra parte... Pero ya habría tiempo para ocuparme de ese pelmazo. Por ahora, en mi mente estaba David en la agradable perspectiva de tener toda la noche para conversar.
— ¿De dónde sacaste esa ropa tan fina? —Sus ojos me inspeccionaron lentamente y, al parecer, no reparó en la atención que yo prestaba a sus libros.
—Oh, por ahí, en una tienda. Nunca le robo la ropa a mis víctimas, si es eso lo que quieres saber. Además, soy adicto a los habitantes de barrios bajos y ellos no visten tan bien.
Tomé asiento en el sillón frente al suyo, que ahora supuse era mi sillón.
Mullido, de blando cuero, resortes que chirriaban pero muy cómodo, con respaldo alto y anchos apoyabrazos. El sillón de él no hacía juego con el mío, pero también era bueno, aunque un poco más gastado.
Se hallaba de pie ante el fuego, todavía observándome. Luego se sentó a su vez. Destapó el botellón de cristal, llenó su vaso y lo levantó a guisa de pequeño brindis.
Bebió un largo sorbo e hizo una mínima mueca cuando fue obvio que el líquido le calentó la garganta.
De pronto recordé vividamente esa sensación. Recordé haber estado en el henal de un granero de mis tierras, en Francia, bebiendo coñac de esa misma manera, incluso haciendo el mismo gesto, y a Nicki, mi amiga y amante mortal, arrebatándome la botella de las manos con expresión ávida.
—Veo que has vuelto a ser el de siempre —dijo David con repentina calidez, bajando un tanto la voz y sin dejar de mirarme. Se recostó contra el respaldo y colocó el vaso sobre el apoyabrazos derecho de su sillón.
Tenía un aspecto señorial, aunque más sereno del que jamás le había visto. Su pelo era ondulado, espeso, y había adquirido una hermosa tonalidad gris.
— ¿Parezco el de siempre?
—Tienes esa expresión de picardía en los ojos —respondió en voz baja, sin dejar de atisbarme—. Veo un amago de sonrisa en tus labios, que no se te va ni cuando hablas. Y la piel... totalmente distinta. Espero que no te duela. ¿Te duele?
Hice un ademán como restándole importancia. Alcanzaba a oír los latidos de su corazón, apenas más débiles que en Amsterdam. Y de vez en cuando, irregulares también.
— ¿Cuánto tiempo te va a durar la piel así de oscura?
—Años, tal vez; al menos eso me dijo uno de mis compañeros más antiguos. ¿No mencioné este tema en "La reina de los conde nados'"I —
Pensé en Marius y en lo enojado que estaba conmigo. Cómo iba a criticarlo que hice.
—Lo dijo Maharet, tu amiga pelirroja —recordó David—. En tu libro, ella asegura haber hecho exactamente eso sólo para oscurecerse la piel.
—Qué coraje —susurré—. Y no crees en su existencia, ¿verdad? Aunque yo esté aquí sentado, frente a ti.
— ¡Claro que creo en ella! Creo en todo lo que has escrito. ¡Pero te conozco Dime, ¿qué fue lo que pasó en el desierto? ¿Realmente creíste que te ibas a morir?
—No me extraña que hagas esa pregunta, David; y así, a boca de jarro. —
Suspiré. —Bueno, no puedo decir que lo haya creído del todo.
Probablemente estuviera jugando a uno de mis típicos jueguitos. Juro por Dios que a los demás no les digo mentiras. Pero me miento a mí mismo. No creo que pueda morir ahora, al menos de una manera que yo pudiera planear.
Dejó escapar un largo suspiro.
—Y dime, David. ¿Por qué no le tienes tú miedo a morir, David? No lo digo para atormentar te con mi ofrecimiento de siempre. En verdad no lo comprendo. No tienes el menor miedo a la muerte, y eso no lo puedo entender. Porque puedes morir, por supuesto.
¿Lo dudaba acaso? No me respondió en el acto. Sin embargo, se lo notaba enormemente estimulado. Casi podía oír cómo le funcionaba el cerebro, aunque por supuesto no le oía los pensamientos.
— ¿A qué se debe el "Fausto", David? ¿Crees que soy Mefis- tófeles? ¿Eres tú Fausto?
Negó con la cabeza.
—Quizá yo sea Fausto —dijo por fin, al tiempo que bebía otro sorbo de whisky—, pero está claro que tú no eres el diablo. —Suspiró.
—Te he arruinado la vida, ¿no, David? Lo supe en Amsterdam. Ya no te quedas en la Casa Matriz a menos que sea imprescindible. No te he vuelto loco, pero te he hecho mal, ¿verdad?
Otra vez se tomó unos instantes para responder. Me miraba con sus grandes ojos negros, y obviamente analizaba la pregunta desde todos sus ángulos. Las marcadas arrugas de su rostro —en la frente, a los costados de la boca y las patas de gallo— acentuaban su expresión afable, franca.
Aquel ser no tenía nada de agrio, pero bajo su fachada escondía cierta infelicidad, mezclada con profundas reflexiones  que se remontaban a toda su vida pasada.
—Habría ocurrido de todas maneras, Lestat—dijo al final—.Existen razones para que ya no sea tan eficiente como Superior General. Habría ocurrido de todas maneras; de eso estoy bastante seguro.
— ¿Por qué no me lo explicas? Yo creía que estabas en las entrañas mismas de la orden, que eso era tu vida.
Sacudió la cabeza.
—Siempre fui un candidato improbable para la Talamasca. Alguna vez te dije que pasé mi juventud en la India. Podía haber vivido la vida entera de ese modo. No soy un erudito en el sentido convencional de la palabra; nunca lo fui. Sin embargo, me parezco al Fausto de la obra. Soy viejo y no he descubierto los secretos del universo; en absoluto. Pensé que lo había hecho cuando era joven, la primera vez que tuve... una visión. La primera vez que vi a una bruja, la primera vez que oí la voz de un espíritu, la primera vez que convoqué a un espíritu e hice que me obedeciera, ¡pensé que lo había descubierto! Pero no fue nada. Esas son cosas pedestres... misterios prosaicos. O misterios que de todos modos jamás voy a resolver.
Hizo una pausa como si quisiera agregar algo más, algo en particular, pero luego levantó el vaso y bebió casi con gesto distraído, sin la mueca esta vez, porque evidentemente la mueca había sido para el primer trago de la noche. Clavó la mirada en el vaso y acto seguido procedió a llenarlo de nuevo.
Me disgustaba no poder leerle los pensamientos, no captar ni la más leve emanación tras sus palabras.
— ¿Sabes por qué me hice miembro de la Talamasca? No tuvo nada que ver con la erudición. Jamás supuse que me iba a recluir en la Casa Matriz, que iba a manejar papeles, a guardar archivos en la computadora, a enviar faxes a todas partes del mundo. Nada por el estilo. Todo comenzó con otra cacería, una nueva frontera, por así decir, un viaje al lejano Brasil. Fue allí donde descubrí lo oculto en las callecitas sinuosas del viejo Río, que me resultó tan emocionan te y peligroso como mis antiguas cacerías del tigre. Eso fue lo que me atrajo: el peligro. Y cómo terminé tan lejos de ello, no lo sé.
Yo nada dije, pero si algo me quedó claro fue que conocerme a mí le significó un riesgo. Le gustaba el peligro, sin duda. Me había parecido que él encaraba la relación con la ingenuidad del erudito, pero ahora veía que no.
—Sí —aseguró casi al instante, y sus ojos se ensancharon al sonreír—.
Exacto. Aunque honestamente no puedo creer que puedas hacerme daño nunca.
—No te engañes —rebatí—. Porque es indudable que te ilusionas. Cometes el viejo pecado de creer en lo que ves, y yo no soy lo que ves.
— ¿Ah, no?
—Vamos... tengo aspecto de ángel, pero no lo soy. Las viejas reglas de la naturaleza incluyen a muchas criaturas como yo. Somos bellos como la serpiente de cascabel, o el tigre a - ayas, pero también somos asesinos implacables. Te dejas engañar por tus ojos. Pero no quiero pelear contigo.
Cuéntame la historia. ¿Qué pasó en Río? Me muero por saberlo.
Un dejo de tristeza se apoderó de mí al pronunciar esas palabras. Hubiera querido decirle: si no puedo tenerte como compañero vampiro, permíteme conocerte como mortal. Me colmaba de una emoción casi palpable el estar sentados ahí los dos, tal como estábamos.
—De acuerdo —dijo—. Ya expusiste tu idea y me doy por enterado. Sentí, es verdad, la tentación del peligro cuando, años atrás, me acerqué a ti en el auditorio donde cantabas, cuando te vi la primera vez que viniste a mí.
Y el hecho de que me tientes con tu ofrecimiento... eso también es peligroso, porque soy humano, como ambos sabemos.
Me recosté contra el respaldo, algo más feliz; levanté la pierna y apoyé el talón en el asiento de cuero del viejo sillón.
—Me gusta que la gente me tenga un poco de miedo —dije, encogiéndome de hombros—. Pero, ¿qué pasó en Río?
—Me topé cara a cara con la religión de los espíritus. El candomblé. ¿Conoces la palabra?
Volví a encogerme de hombros.
—La oí una o dos veces —expliqué—. Pienso ir allí algún día, quizá pronto. —Imaginé las grandes ciudades de Sudamérica, los bosques, el Amazonas. Sí, me apetecía tal aventura, y la desesperación que me había llevado hasta el Gobi me parecía ya muy lejana. Me alegraba estar vivo aún, y en silencio me negué a sentirme avergonzado.
—Ah, si pudiera volver a ver Río —dijo David, más para sí mismo que dirigiéndose a mí—. Por supuesto, Río no es lo que era en aquel entonces.
Ahora es un mundo de rascacielos y enormes hoteles de lujo. Pero me encantaría ver de nuevo esa costa en curva, el Cristo en la cima del Corcovado. Creo que no hay geografía más deslumbrante en el mundo entero. ¿Por qué dejé pasar tantos años sin regresar a Río?
— ¿Acaso no puedes ir cuando te plazca? —Sentí de pronto gran des ansias de protegerlo. —Supongo que esos monjes de Londres no pueden impedirte que vayas. Además, eres el jefe.
Rió en un estilo muy caballeresco.
—No, no me lo impedirían —dijo—. Es cuestión de tener, o no, los bríos, tanto físicos como mentales. Pero la cuestión no es ésa; sólo quería contarte lo que pasó. O tal vez sí tenga que ver... No lo sé.
— ¿Cuentas con medios como para viajar a Brasil, si quisieras?
—Sí, eso nunca fue problema. En cuestiones de dinero, mi padre fue muy inteligente y, en consecuencia, nunca tuve que preocuparme demasiado.
—Si no tuvieras el dinero, yo te lo pondría en las manos.
Me obsequió una de sus sonrisas más tolerantes y afables.
—Me he puesto viejo —dijo—. Estoy solo y algo tonto, como debe serlo todo hombre con algo de sabiduría. Pero pobre no soy, gracias a Dios.
— ¿Y bien? ¿Qué pasó en Brasil? ¿Cómo empezó todo?
Iba a hablar, pero guardó silencio.
— ¿De veras piensas quedar te aquí a escucharme? —dijo, después.
—Sí —respondí de inmediato—. Por favor. —Comprendí que nada ansiaba tanto en el mundo. No tenía un solo plan ni ambición en el corazón, ni otro pensamiento que no fuera estar allí, con él. Algo tan simple como eso me dejó un poco perplejo.
Así y todo lo noté reacio a confiar en mí. Luego se produjo un cambio sutil en él, una especie de relajación, un entregarse, quizá.
Hasta que por fin comenzó.
—Ocurrió después de la Segunda Guerra Mundial. La India de mi niñez ya no existía. Además, yo anhelaba nuevos horizontes. Entonces organicé con mis amigos una expedición para ir a cazar al Amazonas. Me obsesionaba la perspectiva de la selva amazónica. Queríamos cazar el gran jaguar sudamericano. —Señaló un rincón de la habitación donde, montada sobre un pedestal, se veía una piel moteada de felino en la que yo no había reparado. —No te imaginas las ganas que tenía de atraparlo.
—Parece que lo conseguiste.
—No de inmediato —aclaró con una risita irónica—. Decidimos empezar la expedición pasando primero unas hermosas vacaciones en Río, dos semanas para recorrer la playa de Copacabana y los lugares históricos: monasterios, iglesias, etcétera. Ten en cuenta que en esa época el centro de la ciudad era muy distinto, una conejera de callecitas angostas y
maravillosa arquitectura. ¡Yo estaba anhelante, me emocionaba mucho la perspectiva de hacer algo tan insólito! Eso es lo que nos impulsa a los ingleses a ir a los trópicos.
Sentimos la necesidad de alejamos de los cánones sociales, de la tradición... y sumergimos en alguna cultura al parecer salvaje a la que nunca podemos domesticar ni comprender.
A medida que hablaba todo su porte iba cambiando; se lo notaba más vigoroso, le brillaban los ojos y las palabras le fluían más rápidamente con ese marcado acento británico que tanto me gustaba.
—Bueno, la ciudad superó todas nuestras expectativas, desde luego, pero mucho más fascinante aún fue su gente. Los brasileños. no se parecen a nadie que uno conozca. Para empezar, son bellísimos, y si bien todos coinciden en este punto, nadie sabe el porqué. No; lo digo en serio — aseguró cuando me vio sonreír—. Tal vez sea la mezcla de portugués con africano y el añadido de sangre indígena. No lo sé. Lo cierto es que son muy atractivos y tienen una voz muy sensual. Uno puede enamorar se de esas voces... puedes besar esas voces... Y la música, la bossanova, es su lenguaje.
—Deberías haberte quedado allí.
— ¡No, no! —protestó, y bebió otro sorbito de whisky—. Bueno, continúo: tuve una relación apasionada con un muchacho de nombre Carlos, ya desde la primera semana. Quedé embelesado. Nos dedicamos a beber y hacer el amor día y noche sin cesar, en mi suite del Palace Hotel. Una verdadera indecencia.
— ¿Tus amigos te esperaron?
—No; me emplazaron: o vienes ya mismo con nosotros o te abandonamos. Pero no tenían inconveniente en que Carlos se incorporara al grupo. —Hizo un ademán. —Eran hombres muy mundanos, desde luego.
—Me imagino.
—Sin embargo, la decisión de llevar a Carlos fue un tremendo error. Su madre era sacerdotisa del candomblé, cosa de la que yo no tenía ni la más remota idea. Ella no quería que su hijo viajara a la selva amazónica; quería que fuera al colegio. Entonces me hizo perseguir por los espíritus.
Hizo una pausa y me miró, quizá para medir mi reacción.
—Tiene que haber sido divertido.
—Me daban golpes de puño en la oscuridad. ¡Levantaban mi cama y me arrojaban al piso! Cuando me duchaba, hacían girar los grifos y casi me quemaban vivo. Me llenaban la taza de té con orines. Al cabo de siete días ya me estaba volviendo loco. Primero sentí fastidio, luego incredulidad y de ahí pasé al terror. Volaban los platos de la mesa ante mis ojos.
Sonaban timbres en mis oídos. Las botellas se caían de los estantes y se hacían añicos. Dondequiera que iba, veía personas de tez oscura que me observaban.
— ¿Sabías que era esa mujer?
—Al principio, no. Pero por último Carlos me confesó todo. Su madre no pensaba levantar la maldición hasta que no me fuera. Bueno, esa misma noche me marché.
"Regresé a Londres exhausto y medio loco, pero las cosas no mejoraron, porque los espíritus vinieron conmigo. Y empezaron a producirse los mismos fenómenos aquí, en Talbot Manor. Puertas que se golpeaban, muebles que se movían, timbres que sonaban constantemente en las dependencias de servicio. Ya todos estábamos perdiendo el juicio. Y mi madre —siempre tuvo inclinaciones espiritistas— vivía corriendo de una médium a otra por todo Londres. Fue ella la que llamó a la Talamasca. Yo les conté la historia completa y ellos empezaron a explicarme lo que era el espiritismo y el candomblé. — ¿Exorcizaron a los demonios?
—No. Pero al cabo de una semana de intensos estudios en la biblioteca de la Casa Matriz y prolongadas entrevistas con los pocos miembros que conocían Río, los pude dominar. Todos quedaron muy sorprendidos.
Después, cuando resolví volver a Río, los des concerté. Me advirtieron que esa sacerdotisa tenía facultades suficientes como para matarme.
«Precisamente —les dije—; pretendo tener yo esos mismos dones. Voy a ser su alumno. Quiero que ella me enseñe». Me imploraron que no fuera y les contesté que a la vuelta les iba a presentar un informe escrito. Te imaginarás cómo me sentía. Yo había visto cómo trabajaban esos entes invisibles. Había sentido que me tocaban. Había visto objetos que se lanzaban por los aires. Pensaba que ante mí se abría el gran mundo de lo invisible. Tenía que viajar. Nada me habría podido disuadir. Nada en absoluto.
—Entiendo. Fue tan emocionante como una expedición de caza mayor.
—Así es. —Sacudió la cabeza. —Qué épocas. Seguramente pensaba que, si no me había matado la guerra, ya nada podría hacerlo. —De pronto se dejó llevar por los recuerdos y no me permitió compartirlos.
— ¿Te enfrentaste a la mujer?
—La enfrenté y la dejé impresionada; después la soborné de mil maneras.
Le dije que quería ser su aprendiz; le juré de rodillas que deseaba aprender, que no me iba a ir hasta no haber comprendido el misterio, y aprendido todo lo posible. —Soltó una risita. —Creo que ella nunca había conocido a un antropólogo, ni siquiera aficionado, y se puede decir que yo era eso. Sea como fuere, me quedé un año en Río y créeme que fue el más notable de mi vida. Al final, me marché sólo porque sabía que, si no me iba en ese momento, no me iba más. Habría sido el fin de David
Talbot, el inglés.
— ¿Aprendiste a convocar a los espíritus?
Asintió. Una vez más estaba rememorando, viendo imágenes que me estaban vedadas. Lo noté perturbado, tristón.
—Escribí un relato completo —dijo finalmente—, que está en los archivos de la Casa Matriz. A lo largo de estos años, muchas, muchísimas personas lo leyeron.
— ¿Nunca te tentó la posibilidad de publicarlo?
—No puedo. Es una exigencia de la Talamasca. Jamás publicamos para afuera.
—Temes haber malgastado tu vida, ¿no es así?
—No. Sinceramente, no... Aunque es verdad lo que te dije antes. No descubrí los secretos del universo. Jamás avancé más allá del punto al que llegué en el Brasil. Oh, después hubo espeluznantes revelaciones.
Recuerdo mi incredulidad de la primera noche, cuando leí los archivos sobre los vampiros; y la sensación extraña que me produjo bajar a las criptas a revisar las pruebas. Pero en definitiva me pasó lo mismo que con el candomblé: pude llegar hasta un determinado punto y no más.
—Créeme que lo sé. David, el mundo tiene que seguir siendo un misterio.
Si hay una explicación, no la vamos a encontrar nosotros; de eso estoy seguro.
—Es cierto —coincidió, apesadumbrado.
—Y pienso que le tienes más miedo a la muerte de lo que admites.
Conmigo has asumido una actitud porfiada, de orden moral, y no te culpo. A lo mejor tienes edad y criterio como para saber positivamente que no quieres convertirte en uno de los míos, pero no hables de la muerte como si ella pudiera darte las respuestas. Yo sospecho que la muerte es espantosa. Uno se termina, no hay más vida, ninguna posibilidad de saber más nada.
—En eso no estoy de acuerdo, Lestat. Imposible darte la razón. —Estaba mirando nuevamente al tigre; luego dijo: —Alguien creó la simetría perfecta, Lestat. Eso tuvo que hacerlo alguien. El tigre y la C'A2ja... no puede haber sucedido solo.
Hice un gesto de negación sin despegar los labios.
—Se puso más inteligencia en la creación de ese viejo poema, de la que jamás se haya empleado en la creación del mundo. Cuando hablas así pareces episcopal. Pero entiendo lo que dices.
Yo también a veces he pensado igual: tiene que haber algo que lo explique todo. ¡Tiene que haberlo! Faltan tantas piezas del rompe cabezas.
Cuanto más lo piensas, más tienes la impresión de que los ateos hablan como fanáticos religiosos. Pero yo creo que es una falsa ilusión. Todo es proceso y nada más.
—Piezas que faltan, Lestat. ¡Desde luego! Imagina por un instante que yo fabricara un robot, una réplica perfecta de mí mismo. Supon que le diera todas las enciclopedias de información posibles; es decir, que se las programara en su cerebro- computadora. Bueno, sólo sería una cuestión de tiempo, porque en algún momento vendría a preguntarme: "¿Dónde está lo demás, David? ¡Quiero la explicación! ¿Cómo empezó todo? ¿Por qué omitiste explicar la razón de que haya habido un big bang en primer lugar o qué fue lo que ocurrió cuando los minerales y demás compuestos inertes de pronto evolucionaron y se convirtieron en células orgánicas?
¿Cómo se explica la enorme brecha en el registro de los fósiles?".
Me reí complacido.
—Entonces tendría que confesarle al pobre tipo —prosiguió— que no hay explicación alguna, que no tengo las piezas que faltan.
—David, nadie las tiene ni las tendrá.
—No estés tan seguro.
—Eso es lo que esperas, ¿verdad? ¿Por eso estás leyendo la Biblia?
¿Vuelves a Dios porque no pudiste desentrañar los misterios del universo?
—Dios es el secreto oculto del universo —expresó, pensativo, con el rostro muy sereno, casi juvenil. Tenía los ojos clavados en el vaso, admirando quizá la forma en que concentraba la luz sobre el cristal. No sé. Tuve que esperar unos instantes para que continuara. —Creo que la respuesta podría estar en el Génesis —dijo por fin—. Sinceramente lo creo.
—Me dejas azorado, David. Hablas de piezas que faltan y mencionas el
Génesis, que no es más que un puñado de fragmentos.
—Sí, pero fragmentos reveladores que quedaron para nosotros, Lestat.
Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, y sospecho que ésa es la clave. Nadie sabe con certeza lo que eso significa. Los hebreos no creían que Dios fuera un hombre.
— ¿Por qué supones que puede ser la clave?
—Dios es una fuerza creativa, Lestat, y nosotros también. A Adán le ordenó: "Creced y multiplicaos". Eso fue lo que hicieron las primeras células orgánicas: crecieron y se multiplicaron. No cambiaron meramente de forma sino que se reprodujeron. Dios es una fuerza creativa. El hizo todo el universo partiendo de sí mismo mediante la división celular. Por eso los demonios están tan llenos de envidia... me refiero a los ángeles malos: porque no son fuerzas creativas; no tienen cuerpo ni células; son espíritus. Y presumo que lo que sintieron no fue envidia sino más bien una forma de desconfianza, porque vieron que Dios estaba cometiendo un error al construir otro motor de creatividad —Adán— tan parecido a El. Quiero decir que los ángeles probablemente pensaron que ya bastante malo era el universo físico, con todas las células que se reproducían, como para que encima tuvieran que aceptar a seres que hablaban y pensaban, que además podían crecer y multiplicarse. Sin duda el experimento los indignó, y ése fue su pecado.
—Entonces lo que dices es que Dios no es puro espíritu.
—En efecto. Dios tiene cuerpo; siempre lo tuvo. El secreto de las células que se dividen y producen vida reside en el mismo Dios. Y todas las células vivas llevan dentro de sí una minúscula parte del espíritu divino, Lestat: ésa es la pieza que falta, la que produce vida en primer lugar, la que separa a la vida de la no vida. Lo mismo ocurre con tu génesis de vampiro. Dices que el espíritu de Amel —un ente perverso— imbuyó los cuerpos de todos los vampiros... Bueno, de la misma manera los hombres comparten el espíritu de Dios.
—Santo cielo. Creo que te estás volviendo loco, David. Los vampiros somos una mutación.
—Ah, sí, pero existen en nuestro universo y su mutación refleja la mutación que somos nosotros. Además, hay otros que sustentan la misma teoría. Dios es el fuego y nosotros minúsculas llamitas; y cuando morimos, las llamitas regresan al fuego de Dios. ¡Pero lo importante es comprender que Dios mismo es cuerpo y alma! Absolutamente.
"La civilización occidental se ha asentado sobre un trastrocamiento. Pero creo, con toda honestidad, que en nuestras acciones diarias conocemos y honramos la verdad. Sólo al hablar de religión afirmamos que Dios es espíritu puro, que siempre lo fue y siempre lo será, y que la carne es pecado. La verdad está en el Génesis. Y te digo lo que fue el big bang,
Lestat: fue el momento en que las células de Dios comenzaron a dividirse.
—Es una bella teoría, David. ¿Se sorprendió Dios?
—No, pero los ángeles sí. Lo digo en serio. Y ahora te digo la parte supersticiosa: la creencia religiosa de que Dios es perfecto. Obviamente, no lo es.
—Qué alivio. Así se explican muchas cosas.
—Te estás riendo de mí y no te culpo. Pero es así como dices: eso lo explica todo. Dios cometió muchos, muchísimos errores. ¡Y por cierto El mismo lo sabe! Yo sospecho que los ángeles trataron de advertírselo. El diablo se convirtió en diablo porque trató de poner sobre aviso a Dios.
Dios es amor, sí, pero no estoy seguro de que sea sumamente talentoso.
Traté de contener la risa pero no lo logré del todo.
—David, si sigues con estos planteos, te partirá un rayo.
—Tonterías. Dios quiere que nosotros lo comprendamos.
—No. Eso no lo puedo aceptar.
— ¿Quiere decir que aceptas todo lo demás? —dijo, con otra risita—. No, hablo muy en serio. La religión es primitiva por las conclusiones ilógicas a que arriba. Imagínate a un Dios perfecto que permite que surja un demonio. No; eso nunca tuvo sentido.
"La gran falla de la Biblia es el concepto de que Dios es perfecto.
Representa una falta de imaginación por parte de los antiguos eruditos. Y esa falla explica todas las utopías teológicas sobre el bien y el mal con que venimos luchando desde hace siglos. Sin embargo, Dios es bueno, maravillosamente bueno. Sí, Dios es amor, pero ninguna fuerza creativa es perfecta. Eso está claro.
— ¿Y el diablo? ¿Hay algún planteo nuevo sobre él?
Me observó un instante con un dejo de impaciencia.
—Eres tan cínico —susurró.
—No, no lo soy. De verdad quiero saber. Tengo un interés particular en el diablo, por supuesto. Hablo de él con mucho más asiduidad que de Dios.
No entiendo por qué los mortales lo aman tanto; es decir, por qué les encanta la idea de que exista. Es así.
—Porque no creen en él. Porque la idea de un diablo totalmente maligno tiene menos sentido aún que la de un Dios perfecto. No se puede creer que durante todo este tiempo el diablo no haya aprendido nada, que todavía quiera seguir siendo diablo. Semejante idea es un agravio a nuestro intelecto.
—Entonces, ¿cuál es la verdad que ves tras la mentira?
—Que él no es totalmente irredimible. Es tan sólo una parte del plan de Dios, un espíritu con permiso para tentar y poner a prueba a los humanos. El diablo está en contra de los humanos, del experimento en su totalidad. Precisamente ése fue el carácter de la Caída, como lo veo yo.
Nunca pensó que la idea fuera a dar resultado. ¡Pero la clave, Lestat, es comprender que Dios es materia! Dios es un ser físico, es el amo de la división celular, y el diablo no quiere permitir una desenfrenada división de las células.
Hizo otra de sus pausas enloquecedoras, volvió a abrir los ojos con expresión de asombro y continuó:
—Tengo otra teoría respecto del demonio.
—Dime.
—Que existe más de uno. Y a ninguno le gusta mucho el trabajo. —Eso lo dijo casi en un murmullo. Estaba abstraído, como si quisiera agregar algo más, pero no lo hizo.
Yo reaccioné con una risa franca.
—Eso sí lo entiendo —dije—. ¿A quién puede gustarle el trabajo de diablo?
Y pensar que uno nunca va a poder ganar, sobre todo teniendo en cuenta que el diablo empezó siendo un ángel; y muy inteligente, según dicen.
—Exacto. —Me señaló con un dedo. —En cuanto a tu teoría sobre Rembrandt, te digo que, si el diablo tuviera cerebro, debería haber advertido el genio de Rembrandt.
—Y la bondad de Fausto.
—Ah, sí; me viste leyendo el "Fausto" en Amsterdam, ¿no? Y en consecuencia te compraste un ejemplar.
— ¿Cómo lo sabes?
—Me lo contó al día siguiente el dueño de la librería. Dijo que, segundos después de marcharme yo, entró un francés joven, rubio de aspecto extraño, compró el mismísimo libro y se quedó media hora leyéndolo en la calle, sin moverse. Tenía la piel más blanca que jamás hubiese visto. No podía ser otro que tú, por supuesto.
Sacudí la cabeza y sonreí.
—Suelo cometer esas torpezas. Me llama la atención que algún científico no me haya cazado aún con una red.
—Esto no es chiste, amigo mío. Noches atrás fuiste muy negligente en Miami. Dejaste a dos víctimas sin una gota de sangre.
Sus palabras me llenaron de perplejidad y al principio no supe qué decir; después, sólo comenté mi asombro de que la noticia hubiese cruzado hasta este lado del océano y me sumí en la desesperanza.
—Los asesinatos raros llegan a los titulares internacionales. Además, la Talamasca recibe informes de todo tipo de cosas. Tenemos gente que, desde el mundo entero, nos manda recortes sobre cualquier aspecto de lo paranormal. "Asesino vampiro ataca dos veces en Miami". Varias personas nos lo enviaron.
—Pero realmente no creen que haya sido un vampiro; tú sabes que no lo creen.
—No; pero si insistes con lo mismo, van a terminar creyéndolo. Eso era lo que pretendías antes de iniciar tu breve carrera de cantan te de rock.
Querías hacerles entender. No es algo impensable. ¡Y esa predilección que demuestras por los asesinos múltiples! Estás dejando una pista demasiado clara.
Sinceramente, me sorprendió. Para dar caza a los asesinos tuve que ir y venir por los continentes. Nunca pensé que nadie —salvo Marius, desde luego— fuera a relacionar esas muertes tan separadas unas de otras.
— ¿Cómo fue que lo dedujiste?
—Ya te dije que esas historias llegan a nuestras manos. Todo lo que tenga que ver con el satanismo, el vampirismo, el vudú, los lobizones todo viene a parar a mi escritorio. Gran parte de ese material termina en el cesto de papeles, por supuesto, pero yo me doy cuenta cuando algo es verdad. Y tus homicidios son fáciles de detectar.
"Ya hace un tiempo que te dedicas a perseguir asesinos múltiples. No ocultas los cadáveres. El último lo dejaste en un hotel, donde alguien lo encontró apenas una hora después. En cuanto a la anciana, ¡fuiste muy descuidado! El hijo la halló al día siguiente. El forense no encontró heridas en ninguna de las dos víctimas. Eres una celebridad anónima en Miami, que eclipsa hasta la mala fama del pobre muerto del hotel.
—No me importa una mierda —reaccioné. Pero vaya si me importaba.
Pese a que deploraba mi propia negligencia, no hacía nada para corregirla.
Bueno, tenía que proponerme cambiar. Esa misma noche, por ejemplo, ¿había obrado mejor? Me pareció cobarde buscar excusas para justificar ese tipo de cosas.
David me observaba atentamente. Si había algo que lo distinguía, era su característica de estar alerta.
—No me llamaría la atención —dijo— que te apresaran.
Solté una risa despectiva, como descartando esa posibilidad.
—Podrían encerrarte en un laboratorio, estudiar te en una jaula de cristal.
—Imposible. Pero qué idea interesante.
— ¡Tenía razón yo! Querías que pasara eso.
Me encogí de hombros.
—Podría ser divertido por poco tiempo. Pero te aseguro que es absolutamente imposible. La noche de mi única aparición como cantante de rock sucedieron muchas cosas insólitas. Cuando terminó todo, el mundo mortal se limitó a pasar la escoba y no se volvió a hablar más del asunto. En cuanto a la mujer de Miami, fue un percance terrible. Jamás tendría que haber sucedido... —Me interrumpí. ¿Y los que habían muerto esa misma noche en Londres?
—Pero disfrutas matando. Dijiste que era divertido.
Sentí un dolor tan grande que me dieron ganas de huir. Pero como había prometido no irme, me quedé mirando el fuego, pensando en el desierto de Gobi, en los huesos de enormes saurios, en cómo la luz había llenado el mundo entero. Pensé en Claudia. Sentí el olor del pabilo de la lámpara.
—Lo siento. No quiero ser cruel contigo —dijo.
—Bueno, ¿por qué diablos no? No se me ocurre una forma más fina de crueldad. Aparte, yo no soy siempre amable contigo.
— ¿Qué es lo que quieres realmente? ¿Cuál es tu mayor pasión?
Pensé en Marius y en Louis, que muchas veces me habían hecho la misma pregunta.
— ¿Cómo puedo expiar el acto que cometí? Mi intención era terminar con el asesino. Ese hombre era un tigre antropófago, hermano. Lo aceché. En cambio la anciana... era una niña en el desierto, nada más. Pero, ¿qué importa? —Pensé en los pobres a los que había dado muerte un rato antes, esa misma noche. ¡Semejante carnicería como dejé en los callejones de Londres! —Me gustaría poder recordar que no importa. A ella quise salvarla. Pero, ¿qué tiene de bueno un acto de compasión frente a todo lo que he hecho? Si existe un Dios o un diablo, estoy condenado. ¿Por qué no continúas con tu charla religiosa? Lo raro del caso es que hablar de Dios y el diablo me seda. Cuéntame más sobre el diablo. Es inconstante, ¿no? E inteligente. Debe ser capaz de sentir. ¿Por qué habría de permanecer estático?
—Exacto. Ya sabes lo que dice el Libro de Job.
—Recuérdamelo.
—Bueno, Satanás está en el cielo con Dios. Dios le pregunta: "¿Dónde anduviste?". Y él le responde: "¡Paseando por la tierra!". Se trata de una conversación habitual. Entonces empiezan a discutir sobre Job. Satanás cree que la bondad de Job se basa enteramente en su buena suerte. Y Dios accede a que Satanás atormente a Job. Esta es la imagen más próxima a la verdad que poseemos. Dios no lo sabe todo. El diablo es íntimo amigo suyo. Y toda esta cosa es un experimento. Pero ese Satanás no tiene nada que ver con el diablo tal como lo conocemos ahora en cualquier parte del
mundo.
—Hablas de esas ideas como si fueran seres reales...
—Creo que son reales —sostuvo, y su voz se fue apagando a medida que iba sumiéndose en sus pensamientos. Luego se despabiló. —Quiero contarte una cosa. En realidad, tendría que habértela confesado antes. En cierto sentido, soy supersticioso y religioso como cualquiera. Porque todo esto se asienta en una especie de visión... tú sabes, ese tipo de
Revelaciones que afectan a nuestro intelecto.
—No, no sé. Yo tengo sueños sin revelación. Explícame, por favor.
Con la mirada fija en el fuego, se entregó de nuevo a sus cavilaciones.
—No me excluyas —le pedí en tono quedo.
—Hmmm. Tienes razón. Estaba pensando en cómo relatarlo. Bueno, tú sabes que sigo siendo sacerdote del candomblé. Es decir, puedo convocar a fuerzas invisibles: espíritus fastidiosos o como uno quiera llamarlos..., fantasmas, fenómenos psikinésicos. Eso significa que seguramente tuve siempre una capacidad latente para ver a los espíritus.
—Me imagino que sí.
—Bueno, en una oportunidad vi algo... inexplicable, antes de haber ido nunca a Brasil.
— ¿Ah, sí?
—Antes de Brasil, yo prácticamente no le había dado importancia. De hecho, me resultaba tan inquietante, tan inexplicable, que para la época en que viajé a Río había logrado borrarlo de mi mente. Ahora, sin embargo, pienso todo el tiempo en ello. No me lo puedo sacar de la cabeza. Por eso es que volví a la Biblia, para ver si allí encuentro la respuesta.
—Cuéntame.
—Ocurrió antes de la guerra, en París, a donde había ido con mi madre.
Estaba sentado en un café sobre la orilla izquierda del Sena. No sé qué café era; sólo recuerdo que era un hermoso día primaveral, una época magnífica para estar en París, como dicen todas las canciones. Estaba bebiendo una cerveza, leyendo los diarios ingleses, cuando de pronto me di cuenta de que, sin querer, oía una conversación. —Una vez más quedó absorto. —Ojalá supiera lo que pasó —confesó en un murmullo.
Se inclinó hacia adelante, tomó el atizador y se. puso a revolver los leños, con lo cual se elevaron chispas ardientes por los ladrillos oscuros.
Me dieron unas ganas intensas de sacudirlo, pero preferí esperar, hasta que por fin prosiguió.
—Como te dije, estaba en un café.
—Sí.
—Y empecé a escuchar una conversación... que no era en inglés ni en francés... hasta que poco a poco tomé conciencia de que no era en ningún idioma, y sin embargo la entendía perfectamente. Dejé el diario y me concentré. Era una especie de discusión. De repente ya no sabía si las voces eran audibles en un sentido convencional. ¡No estaba seguro de que nadie más pudiera oírlas! Levanté la mirada y, sin apresurarme, giré en redondo.
"Y ahí estaban... dos seres sentados a una mesa, conversando; por un momento me pareció algo normal: simplemente dos hombres charlando.
Volví a mirar el diario y me invadió una sensación de estar nadando. Tuve que anclarme a algo, concentrarme un instante en el diario, en la mesa, para que cesara ese nadar. Entonces regresó el ruido del café como si fuera una orquesta entera. Pero sabía que lo que acababa de ver eran dos seres que no eran huma nos.
"Me di vuelta de nuevo y me esforcé por prestar atención, por captar lo más posible. Ellos seguían en su lugar y yo comprendí que eran ilusorios.
Evidentemente no eran del mismo paño que todo lo demás. ¿Comprendes lo que te digo? Puedo desglosártelo por partes. No estaban iluminados por la misma luz, por ejemplo. Existían en un reino donde la luz provenía de otra fuente.
—Como la luz en Rembrandt.
—Sí, como eso. Sus rostros eran más tersos que los de los humanos. Toda la visión tenía una textura distinta, uniforme en todos sus detalles.
— ¿Te vieron ellos a ti?
—No. Es decir, no me miraron ni se dieron por enterados de mi presencia.
Se miraban uno al otro, siguieron hablando y yo retomé el hilo al instante.
Era Dios diciéndole al diablo que debía proseguir con su labor, y el diablo no quería hacerlo. Explicaba que ya llevaba demasiado tiempo trabajando.
Lo mismo que le pasaba a él le pasaba a todos los demás. Dios dijo que El entendía, pero que el diablo debía saber lo importante que él —el diablo— era, que no podía eludir sus obligaciones, que no era tan sencillo. En definitiva, le decía que debía ser fuerte, todo dicho en tono muy amistoso.
— ¿Qué aspecto tenían?
—Esa es la peor parte: no sé. E n ese momento yo vi dos figuras grandes, decididamente masculinas, o que asumían forma masculina, por así decirlo, de agradable apariencia; en absoluto monstruosos ni fuera de lo común. No me di cuenta de que faltaran detalles, como por ejemplo color del pelo, facciones, esas cosas. Las dos siluetas parecían completas. Pero cuando después quise reconstruir el episodio, ¡no me acordaba de las particularidades! No creo que la ilusión fuera tan completa. Creo que me dejó satisfecho, pero esa sensación provino de algo distinto.
— ¿De qué?
—Del contenido, de la significación, desde luego.
—Ellos no te vieron, no supieron que estabas ahí.
—Mi querido amigo, tienen que haber sabido que estaba. Tienen que haberlo sabido. ¡Seguramente lo hacían para mí! ¿Cómo, si no, se me permitió verlo?
—No sé, David. A lo mejor no tenían la intención de que los vieras. Tal vez algunas personas pueden ver, y otras no. O quizá fuera un rasgón en la otra trama, la trama de todo lo demás que había en el café.
—Podría ser, pero me temo que no fue eso. Me temo que la intención haya sido que los viera, producir un efecto en mí. Y ése es el horror, Lestat: que no me produjo un buen efecto.
—No te hizo cambiar de vida.
—Oh, no, en absoluto. Más aún: a los dos días ya dudaba hasta de haberlos visto. Cada vez que se lo contaba a alguien, cada vez que me decían "David, estás chiflado", el episodio se volvía más impreciso y dudoso. No; nunca obré en consecuencia.
—Pero, ¿qué podías haber hecho? ¿Qué puede hacer una persona que ha tenido una revelación, salvo llevar una buena vida? Me imagino, David, que se lo habrás contado a tus compañeros de la Talamasca.
—Sí, sí, se lo conté. Pero eso fue mucho más tarde, después de lo de Brasil, cuando presenté mis memorias como debe hacer todo buen integrante. Desde luego, relaté la historia completa tal como ocurrió.
— ¿Y qué te dijeron?
—Lestat, la Talamasca nunca dice mucho sobre nada; eso hay que saberlo.
"Nosotros observamos y estamos siempre alertas." A decir verdad, no era una visión que muchos de mis compañeros quisieran escuchar. En Brasil, si hablas de espíritus enseguida tienes público. Pero menciona al Dios cristiano y al diablo... En cierto modo, la Talamasca está regida por prejuicios y hasta por modas, como cualquier institución. La historia provocó cierta perplejidad. No recuerdo mucho más. Pero, ¿qué se puede esperar de caballeros que han visto lobizones, que han sido seducidos por vampiros, que lucharon contra brujas y hablaron con fantasmas?
—Pero Dios y el diablo —dije, riendo— son las estrellas del elenco. ¿No será que tus compañeros te envidiaron más de lo que supones?
—No; no lo tomaron en serio —dijo, aceptando mi humorada con una risita—. Para serte franco, me llama la atención que tú lo hayas tomado tan al pie de la letra.
De pronto se levantó agitado, se encaminó a la ventana, descorrió la cortina y trató de mirar afuera, a la noche cubierta de nieve.
—David, esas apariciones... ¿qué crees que pretendían de ti?
—No lo sé —reconoció con voz de desaliento—. A eso quiero llegar. Ya tengo setenta y cuatro años, y no lo sé. Voy a morirme sin saberlo. Y si no puedo esclarecerme, que así sea. Eso en sí mismo es una respuesta, con independencia de que tome suficiente conciencia de ello o no.
—Ven aquí y siéntate, por favor. Me gusta verte la cara cuando hablas.
Obedeció casi automáticamente. Se sentó y volvió a tomar el vaso vacío, al tiempo que sus ojos se posaban en el fuego una vez más.
— ¿Qué opinas, Lestat? De verdad, en tu interior. ¿Existe un Dios o un diablo? Dime con sinceridad lo que piensas.
Me tomé un largo rato para responder.
—Honestamente, creo que Dios existe. No me gusta decirlo, pero lo creo.
Y es probable que exista también alguna forma de diablo. Reconozco que hay piezas que faltan, como hemos dicho. Y podría ser que en ese café de París hubieras visto al Ser Supremo y a su adversario. Pero el hecho de que nunca podamos descifrar el misterio es parte del juego enloquecedor de ambos. ¿Buscas una explicación posible de su conducta, saber por qué te permitieron vislumbrar algo? ¡Querían que tuvieras una reacción de tipo religioso! Juegan con nosotros de esa manera. Lanzan visiones, milagros, trocitos de revelación divina; entonces nosotros nos llenamos de fervor y fundamos una iglesia. Todo es parte de su juego, de su charla interminable. ¿Y sabes una cosa? Creo que la visión que tienes tú de ellos —la de un Dios imperfecto y un diablo que está aprendiendo— es una interpretación tan buena como cualquier otra. Creo que has dado en la tecla.
Me miraba con gran atención, pero no respondió.
—No —continué—. La intención no es que conozcamos las respuestas, que sepamos si nuestras almas viajan de un cuerpo a otro, y a otro más a través de la reencarnación. Nunca vamos a saber si Dios hizo el mundo, si es Alá, Yahvé, Siva o Cristo. El siembra dudas de la misma manera como siembra revelaciones. Nosotros somos sus tontos.
Seguía sin abrir la boca.
—Abandona la Talamasca, David. Vete a Brasil antes de que seas demasiado viejo. Regresa a la India. Ve a todos los sitios que quieres conocer.
—Sí, tal vez debiera hacerlo —repuso suavemente—. Y ellos se ocuparán de todo por mí. El consejo ya se ha reunido para tratar el tema de mis recientes ausencias de la Casa Matriz. Me jubilarán con una buena suma, desde luego.
— ¿Ellos saben que me has visto?
—Oh, sí. Eso es parte del problema, porque me prohibieron tomar contacto contigo. Lo cual es muy divertido, realmente, puesto que están ansiosos por verte ellos mismos. Saben cuándo andas por la Casa Matriz, desde luego.
—Ya sé que se dan cuenta. ¿Qué es eso de que te prohibieron el contacto?
—Oh, la admonición de rigor —respondió, con los ojos aún posados en los leños—. Todo muy medieval y basado en una antigua directiva: "No debes alentar a ese ser; no debes entablar ni prolongar la conversación con él. Si insiste en sus visitas, harás lo posible por llevarlo a un sitio muy poblado, porque sabido es que a esas criaturas no les gusta atacar si están rodeadas de mortales. Y nunca jamás tratarás de sonsacarle secretos, ni creerás por un instante que cualquier emoción revelada por él sea genuina, porque saben fingir con singular astucia y se sabe de casos en que, por razones imposibles de analizar, han llevado a mortales a la locura. Esa suerte han corrido notables investigadores y pobres inocentes con quienes los vampiros establecen contacto. Debes informar al consejo, sin la menor dilación, de todo encuentro, avistamiento, etcétera".
— ¿Realmente lo sabes de memoria?
—Yo mismo lo redacté —reconoció con una sonrisa—. A través de los años he impartido la directiva a muchos otros miembros.
—Seguro que saben de mi presencia aquí, ahora.
—No, claro que no. Hace tiempo ya que dejé de informar nuestros encuentros. —Volvió a sumirse en sus pensamientos. — ¿Buscas a Dios? — preguntó luego.
—Por cierto que no —respondí—. Es una gran pérdida de tiempo, aun cuando uno tenga siglos para derrochar. Ya no emprendo más •esas búsquedas. Miro el mundo que me rodea para encontrar las verdades, verdades encerradas en lo físico y lo estético, verdades que puedo abrazar plenamente. La visión que tuviste me interesa porque es tuya, porque me la relataste y porque te quiero mucho, pero nada más.
Volvió a echarse hacia atrás, con la mirada perdida en la penumbra.
—No va a importar, David. Va a llegar un momento en que morirás, y yo' también, con toda probabilidad.
Su sonrisa volvió a ser cálida, como si sólo pudiera aceptar eso como una suerte de broma.
Se produjo un largo silencio, que él aprovechó para servirse más whisky y beberlo con más lentitud que antes. No estaba ni siquiera un poco ebrio, porque expresamente se proponía no llegar hasta ese punto.
Cuando yo era mortal, siempre bebía para emborracharme. Pero en ese entonces yo era muy joven y muy pobre, castillo o no castillo, y la mayoría de las bebidas eran malas.
—Tú buscas a Dios —sentenció, haciendo gestos de afirmación con la cabeza.
—Maldito si es así. Lo dices por tu propia experiencia, pero sabes perfectamente bien que no soy el muchacho que ves aquí.
—Ah, es verdad que no debo olvidarme de eso. Pero nunca toleraste la maldad. Si es verdad aunque más no fuera la mitad de lo que escribiste en tus libros, es evidente que siempre te asqueó todo lo relacionado con el mal. Darías cualquier cosa por descubrir lo que Dios quiere de ti, y cumplir sus designios.
—Te estás poniendo chocho, David. Redacta tu testamento.
—Oh, qué cruel —se quejó con su sonrisa franca.
Estuve a punto de decirle algo más, pero me distraje al oír ciertos sonidos en mi mente. Un auto que pasaba a marcha lenta por un camino angosto de la lejana aldea, en medio de una nieve enceguecedora.
Efectué una exploración mental pero no encontré nada, sólo más nieve que caía y el auto que avanzaba con dificultad. Pobre mortal, tener que atravesar el campo a las cuatro de la madrugada.
—Ya es muy tarde —dije—, y tengo que irme. No quiero pasar otra noche aquí, aunque estuviste sumamente amable.
 Esto no tiene nada que ver con que alguien esté enterado. Es sólo que prefiero...
—Te entiendo. ¿Cuándo volveré a verte?
—Tal vez antes de lo que crees. Dime, David, la otra noche, cuando me fui como un atolondrado a asarme en el Gobi, ¿por qué dijiste que yo era tu único amigo?
—Lo eres.
Permanecimos unos instantes en silencio.
—Tú también eres mi único amigo, David.
— ¿Adonde vas ahora?
—No sé. Quizá vuelva a Londres. Te voy a avisar cuando cruce de nuevo el Atlántico. ¿De acuerdo?
—Sí, avísame. No... no creas nunca que no quiero verte; no vuelvas a abandonarme más.
—Si creyera ser una buena influencia para ti, si pensara que te conviene dejar la orden y volver a viajar...
—Claro que me conviene. Mi lugar ya no está en la Talamasca. Ni siquiera estoy seguro de seguir confiando en la institución... ni de creer en sus objetivos.
Yo deseaba decirle mucho más; cuánto lo quería, que nunca olvidaría cómo me protegió cuando busqué refugio bajo su techo, que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa que me pidiera, lo que fuese.
Pero me pareció inútil. No sé si me habría creído, ni qué valor habrían tenido mis palabras. Yo aún estaba convencido de que no le convenía verme. Y a él no le quedaba mucho en esta vida.
—Todo eso lo sé -—dijo quedamente, obsequiándome de nuevo su sonrisa.
—David, ¿tienes aquí una copia del informe que presentas te sobre  tus aventuras en Brasil? ¿Puedo leerlo?
Se levantó y caminó hasta una biblioteca con puertas de vidrio. Revisó unos instantes la gran cantidad de material que allí guardaba y retiró dos gruesas carpetas de cuero.
—Aquí está mi vida en Brasil, lo que escribí posteriormente en la selva usando una destartalada máquina de escribir portátil, sobre una mesita de campamento, antes de volver a Inglaterra. Salí a cazar un jaguar, desde luego. Tuve que hacerlo. Pero la cacería no fue nada en comparación con las experiencias que viví en Río; no fue absolutamente nada.
Ese fue el momento crítico. Creo que el hecho mismo de redactar esto fue un intento de volver a convertirme en un inglés, de poner distancia con la gente del candomblé, con el tipo de vida que había llevado con ellos. El informe que presenté a la Talamasca se basó en este material.
Lo recibí agradecido.
—Y esto —agregó, refiriéndose a la otra carpeta— es un breve resumen de mis días en África y la India.
—También me gustaría leerlo.
—Son en su mayor parte viejas historias de cacerías. Era muy joven cuando las escribí. ¡No hablo más que de armas y es pura acción! Fue antes de la guerra.
Recibí también la segunda carpeta. Luego me puse de pie en un estilo muy caballeresco.
—Me pasé la noche entera hablando yo —dijo de pronto—; muy desatento de mi parte. A lo mejor tú tenías cosas que contar.
—No, ninguna. Fue exactamente lo que yo quería. —Le tendí la mano y él me la tomó. Asombrosa la sensación de su roce contra mi carne quemada.
—Lestat... ese cuento de Lovecraft... ¿lo quieres o prefieres que te lo guarde?
—Ah... es una historia bastante interesante... quiero decir, la forma como llegó a mis manos.
Cuando me lo entregó, lo guardé dentro del abrigo. A lo mejor volvía a leerlo. Recobré la curiosidad y junto con ella una suerte de recelo temeroso. Venecia, Hong Kong, Miami. ¡Cómo había hecho ese insólito mortal para localizarme en los tres lugares, y cómo consiguió que lo ubicara yo a él!
— ¿Quieres hablarme de eso? —preguntó David, gentil.
—Cuando tengamos más tiempo, te contaré. —Sobre todo si vuelvo a ver a ese tipo, pensé. ¿Cómo lo hizo?
Salí de manera civilizada, haciendo adrede algo de ruido al cerrar la puerta lateral de la casa.
Estaba por amanecer cuando llegué a Londres. Y, por primera vez en muchas noches, me alegré de mis inmensos poderes y de la enorme sensación de seguridad que me transmitían. No necesitaba yo ataúdes, sitios oscuros donde esconderme, sino sólo una habitación donde no entraran los rayos del sol. Un elegante hotel con gruesas cortinas me brindaría paz y comodidad.
Disponía de algún tiempo para instalarme bajo la cálida luz de la lámpara y comenzar a leer las aventuras de David en Brasil, cosa que ansiaba hacer con suma complacencia.
Dada mi ligereza y mi locura, casi no llevaba dinero encima, por lo que tuve que usar todo mi poder de persuasión con los empleados del venerable Claridge para que aceptaran el número de mi tarjeta de crédito pese a no tener ninguna tarjeta para exhibir; y cuan do firmé con uno de mis seudónimos preferidos —Sebastian Mel- moth—, me acompañaron a una preciosa suite con bellísimos muebles estilo Reina Ana y equipada con todas las comodidades que uno pudiera desear.
Coloqué el cortés cartelito impreso de que no me molestaran, avisé también en mesa de entradas que no quería ser molestado hasta el anochecer y luego trabé todas las puertas desde adentro. Sinceramente, no tenía tiempo para leer. Estaba llegando la mañana tras el cielo gris y la nieve seguía cayendo en copos grandes, húmedos. Corrí todas las cortinas salvo una (para poder contemplar el cielo), y ahí me quedé, esperando el espectáculo de la llegada de la luz y todavía un tanto atemorizado por su furia. El dolor de la piel se me estaba intensificando, debido, más que nada, a ese miedo.
El recuerdo de David ocupaba mi mente; de hecho, desde que nos habíamos separado no pude dejar de pensar en él. Seguía oyendo su voz y trataba de imaginar su visión fragmentaria de Dios y del diablo en el café de París. Pero mi posición en cuanto a todo ese tema era sencilla y predecible. Creía que lo de David eran delirios muy reconfortantes. Y pronto él ya no estaría conmigo pues se lo llevaría la muerte. Y de su vida, sólo me iban a quedar esos manuscritos. Ni aun proponiéndomelo, podía creer que él sabría algo más cuando estuviera muerto.
No obstante, me asombraba el giro que había tomado la conversación, los bríos de David, las cosas peculiares que habían dicho.
Me hallaba muy cómodo con esos pensamientos, contemplando el cielo plomizo y la nieve que se acumulaba abajo, en las aceras, cuando de pronto sufrí un mareo; más aún, un momento de total desorientación, como si estuviera por quedarme dormido. Me resultó muy agradable la sensación de sutil vibración, acompañada por cierta ingravidez, como si en efecto estuviera abandonando la forma física y entrando en mis sueños. Luego vino esa presión que con tanta nitidez experimenté en Miami: se me comprimían las piernas, todo mi cuerpo presionaba hacia adentro, me volvía más estrecho y, de repente, ¡la atemorizante imagen de que se me forzaba a salir por la coronilla!
¿Por qué me pasaba eso? Me estremecí, tal como hice la vez anterior en la playa solitaria de Florida. Y en el acto se disipó la sensación. Volví a ser el de antes, pero quedé con un dejo de fastidio.
¿Pasaba algo malo con mi bella y deforme anatomía? Imposible. No necesitaba que los más antiguos me cerciorasen de esa verdad. No había resuelto aún si debía preocuparme por ello u olvidar lo, o si debía tratar de volver a inducirlo, cuando un golpe en la puerta me hizo olvidar la preocupación.
Sumamente enojoso.
—Mensaje para usted, señor. El caballero solicitó que se lo entregara en sus propias manos.
Tenía que haber algún error. Sin embargo, abrí la puerta.
El joven me entregó un sobre grueso, abultado. Durante un instante sólo atiné a mirarlo. Como me quedaba un billete de una libra —del ladronzuelo al que había dado muerte más temprano—, se lo di y volví a encerrarme.
Se trataba del mismo tipo de sobre que me había dado en Miami aquel mortal .loco que se me acercó corriendo por la arena. ¡Y la sensación! La misma cosa extraña que había experimentado en el instante en que mis ojos se posaron en aquella criatura. Ah, pero no era posible...
Rasgué el sobre con manos repentinamente temblorosas. ¡Era otro cuento corto impreso, recortado de algún libro igual al primero y abrochado de la misma manera, en el ángulo superior izquierdo!
Quedé desconcertado. ¿Cómo diablos había hecho ese ser para seguirme?
¡Nadie sabía que me encontraba ahí! ¡Ni siquiera David! Claro que estaba el número de la tarjeta de crédito, pero por Dios, cualquier mortal habría demorado horas en ubicarme por ese medio, suponiendo que fuera posible; que no lo era.
¿Y qué tenía que ver con ello la sensación, esa rara vibración, la presión que parecía sentir dentro mismo de mis extremidades?
Pero no había tiempo para analizarlo. ¡Ya era casi de mañana!
De inmediato capté el peligro de la situación. ¿Cómo no lo había advertido antes? Ese ser decididamente tenía algún medio para saber dónde estaba yo, ¡incluso dónde elegía ocultarme durante el día! ¡Tenía que abandonar esos aposentos! ¡Qué ultraje! Temblando de indignación, hice un esfuerzo y eché un vistazo al cuento, de unas pocas páginas de largo. El autor era Robert Bloch, y el título, "Los ojos de la momia". Un título ingenioso, pero ¿qué podía significar para mí? Pensé en el de Lovecraft, que era mucho más extenso y, al parecer, totalmente distinto. ¿Qué quería decir todo eso? La aparente idiotez del asunto me enloquecía.
Pero ya era muy tarde para seguir cavilando. Recogí los manuscritos de David, dejé las habitaciones, me fui por la salida de incendios y subí al techo. Oteé la noche en todas las direcciones. ¡No pude ver al muy maldito! Suerte para él, porque, si lo veía, lo mataba. Cuando se trata de defender mi refugio, tengo poca paciencia o moderación.
Ascendí y recorrí los kilómetros a la mayor velocidad posible. Por último descendí en un bosque cubierto de nieve, lejos de Londres en dirección al norte, y allí cavé mi propia tumba en la tierra congelada como tantas veces había hecho con anterioridad.
Me puso furioso tener que hacerlo, realmente furioso. Voy a matar a ese hijo de puta, quienquiera que sea, pensé. ¡Cómo se atreve a acecharme, a darme esos cuentos! Sí, eso voy a hacer: apenas lo agarre, lo mato.
Pero luego me acometió el mareo, el embotamiento, y pronto ya nada importó...
Una vez más estaba soñando, y ella estaba ahí, encendiendo la lámpara de aceite, diciendo: "Ah, la llama ya no te asusta..."
—Te estás burlando de mí —dije, sintiéndome desdichado. Había estado llorando.
—Caramba, Lestat, tú sí que te repones rápido de esos ataques cósmicos de desesperanza. Te vi en Londres, bailando bajo los faroles de la calle. ¡Qué barbaridad!
Quise protestar, pero como estaba llorando, no me salían las palabras...
En un último lapso de conciencia, vi a ese mortal en Venecia... bajo las arcadas de San Marcos, donde por primera vez reparé en él... Vi sus ojos pardos y su boca joven, tersa.
¿Qué quieres?, exigí saber.
Ah, lo mismo que tú, pareció responder.

6

Cuando desperté ya no estaba tan furioso contra el extraño. En realidad, lo que sentía era una gran intriga. Pero luego había caído la noche, y eso a mí me dio ventaja.
Decidí hacer un experimento. Me dirigí a París, para lo cual realicé el cruce a toda velocidad, y solo.
Permítaseme ahora una pequeña digresión para explicar que en los últimos años he evitado París por todos los medios, y lo cierto es que nunca la había visto como ciudad del siglo XX. Las razones quizá sean obvias. Había sufrido mucho allí, en épocas pretéritas, y estaba precavido contra el espectáculo de modernos edificios en torno del cementerio de Pére- Lachaise, o de ruedas mágicas de diversión con luces eléctricas en las Tullerías. Pero, en lo más recóndito, siempre había añorado volver.
¿Cómo podía ser de otra manera?
Y ese pequeño experimento me dio coraje y una excusa perfecta. Redujo el dolor que con toda certeza habrían de producirme mis observaciones, ya que me llevaba un propósito. Pero a los pocos instantes de llegar me percaté de que realmente estaba en París —que esa ciudad no podía ser otra—, y una alegría sobrecogedora me inundó cuando caminé por los amplios bulevares y tuve que pasar por el sitio donde en una época se levantaba el Teatro de los Vampiros.
En efecto, sobrevivían varios teatros de ese período y ahí estaban, imponentes, recargados, convocando aún a sus públicos entre modernos edificios que los rodeaban por todos lados.
Mientras paseaba por los muy iluminados Campos Elíseos __congestionados por automóviles veloces y millares de peatones— (comprendí que París no era una ciudad de museo, como Venecia. Era una ciudad viva, como lo fue durante los últimos dos siglos. Una capital. Un sitio todavía moderno, de valientes innovaciones y cambios. Me maravillé ante el austero esplendor del Centro Georges Pompidou, que se eleva, audaz, no lejos de los arcos de Notre Dame. Ah, qué feliz me hacía estar de regreso.
Pero tenía una tarea, ¿no es así?
A nadie le conté, mortal ni inmortal, que estaba allí. No llamé a mi abogado de París, por más que me habría hecho mucha falta. Preferí, por el contrario, obtener una gran suma de dinero de la manera habitual: sacándosela a dos criminales desagradables y opulentos, que fueron mis víctimas en calles oscuras.
Luego enfilé hacia la nevada Place Vendóme, que albergaba los mismos palacios que en mis épocas, y bajo el nombre ficticio de barón Van Kindergarten me oculté en una magnífica suite del Ritz.
Recluido allí durante dos noches, evité la ciudad envuelto en un lujo y esplendor dignos del Versailles de María Antonieta. De hecho, asomaban lágrimas a mis ojos al ver la excesiva ornamentación parisiense que me rodeaba, los fabulosos sillones Luis XVI, la magnífica boiserie repujada de las paredes. Ah, París. ¿En qué otro lugar puede estar la madera pintada como oro y seguir siendo bella?
Tendido en un sofá estilo Directorio, de inmediato me puse a leer los manuscritos de David, interrumpiéndome sólo de tanto en tanto para caminar por las silenciosas habitaciones, o bien para abrir una puerta - ventana y contemplar el jardín trasero del hotel, tan formal, tan callado y orgulloso.
El relato de David me fascinó, a tal punto que pronto me sentí más cerca de él que nunca.
Lo que estaba claro era que en su juventud había sido un hombre de acción y nada más que acción, que sólo tenía contacto con libros que narraban acción, y que su mayor placer había sido siempre la cacería.
Mató su primer animal cuando sólo contaba diez años. En los relatos acerca de cómo daba muerte a los tigres de Bengala se advertía el entusiasmo por la persecución misma y los riesgos que debió enfrentar.
Como se acercaba mucho a la bestia antes de disparar, más de una vez estuvo a punto de sucumbir él mismo.
Se enamoró del África, como también de la India; cazó elefantes en la época en que nadie soñaba que la especie pudiera correr Peligro de extinción. En numerosas oportunidades fue atacado por esas enormes bestias antes de poder derribarlas. Y cuando cazaba leones en la planicie de Serengeti corrió riesgos similares.
Con esfuerzo recorrió arduos senderos de montaña, nadó en ríos inseguros, apoyó la mano sobre la dura piel del cocodrilo, venció su innata repulsión por las serpientes. Le encantaba dormir a la intemperie, hacer anotaciones en su diario a la luz de las velas o las lámparas de aceite, comer sólo la carne de los animales que cazaba, aunque fueran pocos, y desollar a esas fieras sin ayuda.
Su poder de descripción no era muy notable. No tenía paciencia con la palabra escrita, especialmente cuando era joven. Sin embargo, en sus memorias se podía sentir el calor de los trópicos, oír el zumbido de los mosquitos. Parecía inconcebible que un hombre como él hubiera disfrutado alguna vez del invernal solaz de Talbot Manor, o de los lujos de las casas matrices de la orden, a las cuales ahora parecía haberse vuelto adicto.
Pero muchos otros caballeros británicos habían tenido alguna vez tales opciones e hicieron lo que consideraron adecuado a su edad y posición social.
En cuanto a la aventura en Brasil, parecía escrita por otro hombre. El vocabulario era igual de escaso y preciso y, por supuesto, se advertía la misma avidez de peligro, pero al manifestarse en él la inclinación hacia lo sobrenatural surgió un individuo mucho más cerebral, más inteligente. En realidad, el léxico mismo cambió, puesto que incorporó muchas palabras desconocidas de origen portugués y africano, para definir conceptos y sensaciones físicas imposibles de describir de otra manera.
Pero el meollo era que David había desarrollado sus notables poderes telepáticos merced a una serie de encuentros aterradores y primitivos con sacerdotisas brasileñas, como también con espíritus, o sea que su cuerpo se convirtió en mero instrumento de sus facultades parapsicológicas. Esta experiencia preparó el camino para el erudito que habría de ser en años posteriores.
Había mucha descripción física en las memorias del Brasil. Se hablaba allí de pequeñas chozas campestres, donde los fieles del candomblé se reunían para encender velas ante estatuas de santos católicos y dioses autóctonos. Se hablaba de tambores y de danzas, y del inevitable trance en que caían algunos miembros del grupo cuando, al convertirse en huéspedes inconscientes de los espíritus, adquirían los atributos de una determinada deidad durante largos lapsos que luego borraban de su memoria.
Pero el acento caía sobre lo invisible, sobre la percepción de una fuerza interior y la lucha contra las fuerzas externas. Ya no existía el joven aventurero que buscaba la verdad puramente en lo físico, en el olor de la bestia, en el sendero de la jungla, en el chasquido de un arma o la caída de una presa.
Cuando se marchó de Río, David era otra persona. Si bien con posterioridad su relato fue pulido —e indudablemente sufrió también correcciones—, incluía de todos modos grandes fragmentos del diario que había escrito en el momento mismo. No cabe duda de que estuvo al borde de la demencia en el sentido convencional. Cuando miraba a su alrededor ya no veía edificios, calles y personas sino espíritus, dioses, poderes invisibles que emanaban de otros, como también diversos niveles de resistencia espiritual, tanto consciente como inconsciente, que ponían los humanos ante todas esas cosas. De hecho, si no se hubiera internado en la selva amazónica, si no se hubiera esforzado por volver a ser el cazador
británico, quizá se habría perdido para siempre de su viejo mundo.
Fue, durante meses, un ser demacrado, quemado por el sol, que deambuló por Río en mangas de camisa y pantalones sucios en busca de una experiencia espiritual mayor, un hombre que cortó todo vínculo con sus compatriotas pese a lo mucho que ellos insistían en mantener el contacto.

Después se abasteció del atuendo color caqui de rigor, tomó sus armas largas, consiguió los mejores pertrechos británicos para campamento y partió a reivindicarse, para lo cual mató al jaguar moteado y luego lo desolló con su propio puñal.
Realmente no era tan inverosímil que en todos esos años no hubiera regresado a Río de Janeiro, ya que, de haberlo hecho, tal vez nunca habría podido marcharse.
Sin embargo, no le bastaba con ser un adepto del candomblé. Los héroes buscan la aventura, pero la aventura sola no les alcanza.
Cómo aumentó mi cariño por él al enterarme de esas experiencias, y cuánto me entristeció pensar que pasó el resto de su vida en la Talamasca. No me pareció algo digno de él o, más bien, no me pareció que fuese lo mejor para hacerlo feliz, por mucho que dijera que eso era lo que quería. Me dio la impresión de que fue lo peor que pudo hacer.
Y, por supuesto, el hecho de conocerlo más en profundidad me hizo añorarlo más. Una vez más reflexioné que en mi lóbrega juventud preternatural me rodeé de seres que nunca podían haber sido verdaderos compañeros: Gabrielle, que no me necesitaba; Nicolás, que se volvió loco; Louis, que nunca me perdonó por haberlo seducido para entrar en el reino de los inmortales, pese a que él mismo lo quiso.
La única excepción fue Claudia —mi pequeña e intrépida Claudia, compañera de caza y matadora de víctimas fortuitas—, vampira por excelencia. Su fascinante fortaleza fue lo que la indujo a volverse contra su hacedor. Sí, ella fue la única verdaderamente parecida a mí, como se dice en esta era. Quizá sea por eso que en la actualidad su recuerdo me atormenta.
¡Sin duda eso tenía cierta relación con mi amor por David! Y antes no me había dado cuenta. Cuánto lo amaba, y qué profunda la sensación de vacío que experimenté cuando Claudia se volvió contra mí y dejó de ser mi compañera.
Esos manuscritos me sirvieron también para esclarecer otro punto. David iba a rechazar el Don Misterioso siempre, hasta las últimas consecuencias. Ese hombre no le temía a nada. No le gustaba la muerte, pero no le tenía miedo. Jamás se lo tuvo.
Pero yo no había ido a París sólo para leer sus memorias; tenía otro propósito en mi mente. Abandoné el bendito confinamiento del hotel y salí a deambular lenta, visiblemente.
En la calle Madeleine me compré ropa de categoría, incluso un abrigo cruzado azul marino de cachemira. Luego pasé horas en la margen izquierda recorriendo sus tentadores cafés, rememorando la anécdota de David sobre Dios y el diablo, preguntándome qué habría sido lo que vio.
Desde luego, París sería un lugar excelente para Dios y el diablo, pero...
Viajé en subterráneo y me puse a observar los rostros de los pasajeros, tratando de determinar por qué los parisienses eran tan diferentes. ¿Sería su expresión avispada, su vigor, la forma en que eludían la mirada de los demás? No podía precisarlo. Pero eran muy distintos de los norteamericanos —eso había notado yo en todas partes—, y me di cuenta de que los comprendía. Además, me caían bien.
El hecho de que París fuese una ciudad tan opulenta, tan llena de costosos abrigos de piel, alhajas e innumerables boutiques me dejó levemente azorado. Me pareció hasta más rica que las ciudades de los Estados Unidos. No me había resultado menos rica en mis tiempos, quizá, con sus coches de cristal y sus barrenderos uniformados de blanco. Pero también había visto pobres, incluso moribundos, por las calles. Pero ahora yo sólo veía ricos y, por momentos, esa ciudad con sus millones de autos, sus numerosas casas de piedra, sus hoteles y mansiones me parecía inverosímil.
Desde luego, cacé. Me alimenté.
Al día siguiente, a la hora del crepúsculo, me instalé en el piso superior del Pompidou bajo un cielo tan violeta como el de mi querida Nueva Orleáns y vi cómo se encendían todas las luces de la gran ciudad. A lo lejos, la torre Eiffel se elevaba claramente en la divina penumbra.
¡Ah, París! Yo sabía que iba a volver, sí, y pronto. Alguna noche del futuro me fabricaría una cueva en la isla St. Louis, que siempre me encantó. Al diablo con las mansiones de la avenida Foch. Buscaría la casa donde cierta vez Gabrielle y yo hicimos actuar juntos la Magia Misteriosa, donde ella —mi madre— me pidió que la convirtiera en hija mía, y la vida mortal la soltó, dejándola ir como si esa vida fuera una simple mano cuya muñeca yo hubiera aferra do.
Pensé en traer de vuelta a Louis, Louis que tanto había amado esa ciudad antes de perder a Claudia. Sí, debía invitarlo a que volviera a amar París. Entretanto, caminaría sin prisa hasta el Café de la Paix, en el gran hotel donde Louis y Claudia se habían alojado durante ese año tan trágico del reinado de Napoleón III, y allí, sentado con mi vaso de vino sin tocarlo, haría el esfuerzo de pensar serenamente en todo eso... y en que ya estaba concluido.
Bueno, era evidente que el suplicio del desierto me había fortalecido; sobre eso no cabía duda. Ya me sentía con ganas de que sucediera algo...
...Hasta que por fin, en las primeras horas de la mañana, un tanto melancólico al no ver los viejos edificios de la década de 1780, cuando ya se cernían brumas sobre el río semicongelado y estaba asomado al parapeto de la orilla, muy cerca del puente que lleva a la ile de la Cité, divisé a mi hombre.
Primero experimenté la sensación, y esta vez la reconocí en el acto. Fui analizándola a medida que la sentía: el permitirme una leve desorientación sin perder nunca el control; las deliciosas ondas vibratorias y, luego, la intensa constricción, la opresión de mi cuerpo entero —dedos de las manos y de los pies, brazos, piernas, tronco—, igual que antes. Sí, como si mi cuerpo retuviera sus proporciones y al mismo  tiempo se volviera cada vez más pequeño, ¡obligándome a salir de ese contorno! En el instante mismo en que ya me parecía imposible permanecer dentro de mí, se despejó mi mente y las sensaciones se terminaron.
Exactamente lo que me había pasado la vez anterior. Me quedé ahí, en el puente, sacando conclusiones, memorizando los pormenores.
Luego reparé en un autito desvencijado que se detuvo en la margen opuesta del río. De él bajó el joven de pelo castaño,  con los mismos movimientos torpes. Se enderezó con aire tímido cuan alto era y posó en mí sus ojos vidriosos.
Había dejado el motor en marcha. Al igual que la vez anterior, pude oler su miedo. Evidentemente sabía que yo lo había visto; en eso no podía equivocarme. Supuse que también se habría dado cuenta de que yo llevaba allí dos horas, esperando que me encontrara.
Por último se armó de coraje y cruzó el puente en medio de la niebla, imponente con su largo sobretodo y echarpe blanca al cuello; medio caminando y medio corriendo, se detuvo a escasos centímetros de mí, de la fría mirada que yo, acodado en la baranda, le lanzaba. Me arrojó otro sobre y yo le aferré la mano.
— ¡No se apresure, señor de Lioncourt! —murmuró con desesperación.
Acento británico de clase alta, muy semejante al de David, e imitaba casi a la perfección las sílabas del francés. Estaba poco menos que descompuesto de miedo.
— ¿Quién diablos es usted? —exigí saber.
— ¡Tengo una cosa que proponerle! Sería muy tonto que no me escuchara.
Se trata de algo que usted desea mucho. ¡Y le aseguro que no hay nadie en el mundo que pueda ofrecérsela!
Lo solté, dio un salto atrás y se tambaleó, por lo que estiró una mano para sujetarse de la baranda. ¿Qué tenían de raro sus movimientos? Pese a ser de fuerte contextura se movía como un ser inseguro, cosa que me llamaba mucho la atención.
— ¡Explíqueme ya mismo su propuesta! —dije, y alcancé a sentir que, dentro de su pecho, el corazón se le detenía.
—No —se opuso—. Pero hablaremos muy pronto. —Tenía una voz culta, refinada.
Demasiado refinada para esos enormes ojos vidriosos y esa cara juvenil, tersa y robusta. ¿Sería una planta de invernadero, que alcanzó un tamaño prodigioso en compañía de gente mayor, sin haber tenido nunca contacto con personas de su edad?
— ¡No se apresure! —volvió a gritar, y salió corriendo; trastabilló y se enderezó, luego su físico alto y torpe entró en el pequeño vehículo, y se marchó en medio de la nieve congelada.
Iba a tanta velocidad cuando desapareció en St. Germain que no pude menos que pensar que se estrellaría.
Miré el sobre; sin duda, otro maldito cuento. Lo abrí enojado, no muy convencido de haber hecho bien en dejarlo ir y al mismo tiempo disfrutando del jueguito, disfrutando incluso la indignación que me daba su astucia y su habilidad para seguirme los pasos.
Comprobé entonces que era un video de una película reciente. El título, "Viceversa". ¿Por qué diablos...? Lo di vuelta y leí la tapa. Un filme cómico.
Regresé al hotel y allí encontré esperándome otro paquete. Otro video, titulado "All of Me". Una vez más, la descripción que traía la cubierta de plástico me dio una idea del tema.
Subí a mis habitaciones. ¡No tenía reproductor de video! Ni siquiera en el Ritz. Llamé a David por teléfono pese a que ya era casi el alba.
— ¿Por qué no vienes a París? Yo me encargo de organizar te todo. Te espero a cenar, mañana a las ocho en el comedor de la planta baja.
Luego llamé a mi agente mortal, lo levanté de la cama y le di instrucciones para que se ocupara del pasaje de David, de la limosina, la suite y todo lo demás. Tenía que esperarlo con dinero en efectivo, enviarle flores y champaña frío. Después salí a buscar un lugar seguro donde dormir.
Pero una hora más tarde, hallándome en el sótano húmedo de una vieja casa abandonada, me pregunté si ese mortal hijo de puta no me estaría viendo en ese momento, si no sabría dónde dormía yo de día, si no podría hacer entrar la luz del sol para que me afectara, como cualquier vulgar cazador de vampiros de película mala, sin el menor respeto por lo misterioso.
Me oculté en lo más profundo, debajo del sótano. Ningún mortal podría encontrarme ahí sin ayuda. Y si me encontraba, aun dormido yo podría haberlo estrangulado sin enterarme jamás de ello.
— ¿Qué conclusión sacas de todo esto? —le pregunté a David. El comedor estaba elegantemente decorado y semivacío. Ahí estaba yo sentado a la luz de las velas, vistiendo traje de etiqueta y camisa de pechera almidonada, con los brazos plegados por delante, disfrutando del hecho de que ahora sólo necesitaba los anteojos de leve tinte violáceo para  disimular mis ojos. Qué bien alcanzaba a ver los cortinados y el jardín a oscuras del otro lado de las ventanas.
David comía con placer. Le había encantado la idea de venir a París; le agradó mucho la suite del Place Vendóme, con sus alfombras aterciopeladas y sus muebles dorados a la hoja, y se pasó la tarde entera en el Louvre.
—Comprendes cuál es el tema, ¿no?
—No estoy seguro —respondí—. Veo ciertos elementos comunes, desde luego, pero esos cuentos son totalmente diferentes.
— ¿En qué sentido?
—Bueno, en el de Lovecraft, Asenath, una mujer diabólica, cambia de cuerpo con su marido. Sale a recorrer la ciudad usando el cuerpo masculino, mientras él queda en la casa, desdichado y perplejo, dentro del cuerpo de ella. Me pareció muy cómico, muy astuto. Y, por supuesto,
Asenath no es Asenath, si mal no recuerdo, sino su padre, que antes había cambiado el cuerpo con ella. Después todo se vuelve muy típico de Lovecraft, con viles demonios semihumanos y cosas por el estilo.
—Quizás ésa sea la parte que no viene al caso. ¿Y el cuento egipcio?
—Otra cosa. Los muertos convertidos en polvo pero que aún poseen vida, tú sabes...
—Sí, pero la trama...
—Bueno, el alma de la momia logra apoderarse del cuerpo de un arqueólogo, y él, pobre diablo, termina dentro del cadáver podrido de una momia...
— ¿Sí?
—Dios santo, ahora entiendo lo que dices. ¡Después, la película "Viceversa”, que trata sobre las almas de un niño y de un hombre que intercambian los cuerpos! Se arma un lío de todos los demonios hasta que logran hacer el cambio de vuelta. Y la película "All ofMe" también trata sobre cambio de cuerpos. Tienes toda la razón. Las cuatro historias giran en torno de lo mismo.
—Exacto.
—Por Dios, David... Ahora lo veo claro. No sé cómo no caí antes. Pero...
—El hombre trata de hacerte creer que sabe algo sobre este asunto de cambiar de cuerpo. Está tratando de tentar te dando a entender que se puede hacer semejante cosa.
— ¡Pero claro! Eso explica su forma de moverse, de caminar, de correr.
- ¿Qué?
Azorado, antes de responder evoqué unos instantes la imagen de la bestia; traté de recordar su figura desde todos los ángulos que me permitía la memoria. Sí, hasta en Venecia le había notado esa torpeza de movimientos.
—David, él puede hacerlo.
— ¡No saques una conclusión tan alocada, Lestat! A lo mejor cree que puede hacerlo; quizá hasta lo intente. Es probable que esté viviendo enteramente en un mundo de delirio...
—No. Esa es su proposición, David, ¡la proposición que, según él, voy a querer oír! ¡Es capaz de cambiar de cuerpo con otras personas!
—No me digas que crees...
— ¡Eso- es lo que le noto de raro! Desde que lo vi en la playa de Miami he tratado de comprender qué le pasaba. ¡No está dentro de su cuerpo! ¡Por eso no puede usar sus músculos ni su... estatura!
Por eso trastabilla cuando corre. No puede dominar esas piernas lar gas y fuertes. Santo cielo, ese hombre está ocupando el cuerpo de otro.
Y la voz, David... eso yo te lo comenté. No es una voz de muchacho. ¡Así se explica todo! ¿Sabes lo que pienso? Que eligió ese físico en particular porque yo iba a reparar en él. Y te digo algo más: ya trató incluso de hacer conmigo ese truco del cambio y le fracasó.
No pude continuar. Me deslumbraba demasiado la posibilidad.
— ¿Cómo es eso de que trató!
Le relaté las sensaciones peculiares, la vibración y la contracción, aquello de que literalmente se me obligaba a abandonar mi yo físico.
No hizo comentarios a mis palabras, pero me di cuenta del efecto que le habían causado. Estaba inmóvil, con los ojos entornados, la mano derecha semicerrada y apoyada cerca de su plato.
—Fue una agresión contra mí, ¿no? Intentó sacarme de mi cuerpo, quizá para introducirse él. Y, desde luego, no lo pudo hacer. Pero, ¿cómo es que se arriesgó a ofenderme mortalmente con su acto?
— ¿Te ofendió mortalmente?
—No; sólo me dejó con más curiosidad, ¡una gran curiosidad!
—Ahí tienes la respuesta. Creo que te conoce muy bien.
— ¿Qué? —Oí lo que había dicho, pero no pude responderle en el momento pues me puse a evocar las sensaciones. —Ese sentimiento es muy intenso. ¿No ves lo que está haciendo? Me da a entender que puede intercambiar conmigo. Me ofrece esa bella osamenta de mortal.
—Sí —repuso David, sin matices—. Creo que tienes razón.
— ¿Por qué, si no, iba a permanecer en ese cuerpo? Es obvio que se halla incómodo en él y quiere cambiar. ¡Me está diciendo que puede hacer el trueque! Por eso corrió el riesgo. Debe saber que a mí me resultaría fácil matarlo, reventarlo como si fuera un insecto. Ni siquiera me agrada su... manera de ser. El cuerpo es excelente. Sí, es eso. Lo puede hacer, David; conoce el modo.
— ¡Ni lo pienses! No puedes ponerlo a prueba.
— ¿Por qué no? ¿Dices que no se puede hacer, que en ningún archivo de la Talamasca hay constancias de...? David, sé que ese hombre lo hizo. Lo que no pudo es obligarme a mí, pero por cierto que cambió de cuerpo con otro mortal.
—Lestat, cuando sucede eso decimos que hay posesión. ¡Se trata de un accidente parapsicológico! El alma de un muerto se apodera de un cuerpo vivo. Es un espíritu que posee a un ser humano y al que hay que persuadir de que lo abandone. Los seres vivos no andan haciéndolo por ahí ex profeso, concertando acuerdos. No, creo que no es posible. ¡No creo que haya casos semejantes! No... —Se interrumpió, dubitativo.
—Sabes que ha habido casos. Debe haberlos.
—Esto es muy peligroso, Lestat, es un riesgo demasiado gran de para cualquier tipo de prueba.
—Mira, si puede ocurrir circunstancialmente también puede ocurrir de esta manera. Si lo puede, hacer el alma de un muerto, ¿por qué no un vivo? Yo sé lo que es viajar fuera de mi cuerpo. Tú también lo sabes; lo aprendiste en Brasil y lo describiste con lujo de detalles. Muchos, muchos humanos lo saben. Las religiones antiguas lo practicaban. No es inconcebible que uno pueda regresar a otro cuerpo y tratar de retenerlo mientras el otro trata en vano de recuperarlo.
—Qué idea tan abominable.
Volví a explicarle lo de las sensaciones y lo intensas que habían sido.
— ¡David, es posible que haya robado ese físico!
—Sencillamente encantador.
Una vez más recordé la sensación de opresión, la impresión aterradora pero a la vez extrañamente placentera de que mi cuerpo se apretaba y pugnaba por salir a través de mi coronilla. ¡Qué cosa rara! Si ese ser era capaz de hacerme sentir eso, seguro que podía lograr también que un mortal saliera de sí mismo, máxime si ese mortal no tenía ni la más leve idea de lo que estaba pasando.
—Serénate, Lestat —exclamó mi amigo, disgustado, y apoyó el pesado tenedor sobre el plato casi vacío—. Pensémoslo un poco más. A lo mejor se puede hacer ese cambio por unos minutos, ¿pero te imaginas permanecer dentro de ese nuevo cuerpo, funcionando allí día tras día?
No. Significaría funcionar también cuando estás dormido, no sólo cuando estás despierto. Estás hablando de algo totalmente distinto y a todas luces riesgoso. Con esto no se puede experimentar. ¿Y si diera resultado?
—Exacto. Si diera resultado, yo podría meterme dentro de ese cuerpo. — Callé un momento. No me atrevía a decirlo, pero al final lo solté: —David, podría volver a ser mortal.
Me quedé sin aliento. Transcurrió un instante de silencio, durante el cual nos miramos con fijeza. La ligera expresión de temor de sus ojos no alcanzó a aplacar mi entusiasmo.
—Yo sabría usar ese cuerpo —proseguí en un susurro—. Sabría cómo utilizar esos músculos, esas piernas largas. Oh, sí, seguramente eligió ese cuerpo porque supuso que me parecería posible, muy posible...
— ¡Lestat, no puedes seguir con esto! ¡Esa persona habla de cambiar un cuerpo por otro! ¡No puedes permitirle que se quede con el tuyo! La idea es monstruosa. ¡Ya es bastante con que tú te encuentres dentro de este cuerpo!
Impresionado, hice silencio.
—Mira —prosiguió, tratando de acapararme otra vez—, te pido que me perdones por hablar como superior general de una orden religiosa, ¡pero esto no lo puedes hacer! Por empezar, ¿de dónde sacó él ese cuerpo? ¿Y si lo hubiera robado? ¡No pensarás que un muchacho se lo entregó alegremente, sin protestar! Se trata de un ser siniestro y eso hay que reconocerlo. No puedes entregarle un cuerpo poderoso como el tuyo.
Yo escuché todo, lo comprendí, pero no me convenció.
—Piénsalo, David —dije, sabiendo que mis palabras parecían locas, incoherentes—. Me permitiría ser mortal.
—Te pido por favor que despiertes y me prestes atención. Esto no es una obra cómica ni un cuento gótico de Lovecraft. —Se limpió la boca con la servilleta y, enojado, bebió un sorbo de vino. Luego estiró una mano sobre la mesa y la apoyó sobre mi muñeca.
Tendría que haberle permitido que la levantara y me la sujetara, pero no cedí y al instante se dio cuenta de que querer mover mi mano era como pretender movérsela a una estatua de granito.
— ¡No puedes jugar con esto! No puedes correr el riesgo de que dé resultado, porque ese ser malévolo, quienquiera que sea, luego tendrá tu fuerza.
Hice un gesto de negación.
—Entiendo lo que dices, David, pero piensa un poco. ¡Tengo que hablar con él! Tengo que encontrarlo y averiguar si eso se puede hacer. El no importa; lo importante es el proceso, saber si se puede hacer.
—Te lo suplico: no investigues más. ¡Vas a cometer otro error atroz!
— ¿A qué te refieres? —Me costaba prestarle atención. ¿Dónde estaba ahora ese depravado ladino? Pensé en sus ojos, en lo bonitos que serían si no fuese él quien mirara por ellos. Sí- , ¡era un hermoso cuerpo para el experimento! ¿De dónde lo habría sacado? Me pro puse averiguarlo.
—David, te dejo.
— ¡No, tú no te vas! ¡Si no te quedas donde estás, te juro que te hago perseguir por una legión de los espíritus más malignos con que tuve trato en Río de Janeiro! Ahora escúchame.
Me reí.
—No levantes la voz o nos echan del Ritz —le pedí.
—Bueno, hagamos un trato. Yo vuelvo a Londres, enciendo la computadora y busco todos los casos de mutación de cuerpos que figuren en nuestros archivos. Vaya uno a saber con qué me voy a encontrar. Lestat, puede ocurrir que él esté dentro de ese cuerpo, que el cuerpo se le esté deteriorando y él no pueda salir ni detener el deterioro.
¿No pensaste en esa posibilidad?
—No se está deteriorando; en tal caso, yo habría percibido el olor. Ese cuerpo no tiene nada de malo.
—Salvo que quizá se lo haya robado a su legítimo propietario y el pobre diablo ahora anda a los tumbos en el del otro, y no tenemos ni el menor indicio.
—Tranquilízate, David, por favor. Tú regresas a Londres y te pones a investigar en los archivos. Yo empiezo a buscar a este hijo de puta porque quiero ver lo que me dice. ¡No te preocupes! No voy a seguir adelante sin consultar te. Y si decido...
— ¡No decidirás nada! Por lo menos, sin haber hablado conmigo.
—De acuerdo.
— ¿Me lo prometes?
—Sí, por mi honor de asesino sanguinario.
—Dame un número telefónico en Nueva Orleáns.
Lo miré un instante sin pestañear.
—Está bien. No lo he hecho nunca, pero aquí lo tienes. —Le di el número de mis aposentos en el barrio francés. — ¿No lo vas a anotar?
—Ya lo memoricé.
— ¡Entonces hasta luego!
Me levanté de la mesa y, pese a mi excitación, traté de caminar como un humano. Oh, poder moverse como un humano, estar dentro de un cuerpo humano... ¡Ver el sol, ver de veras ese círculo brillan te en un cielo azul!
—Ah, David, casi me olvidaba. Ya está todo pago. Llama a mi representante; él se ocupará de tu vuelo...
—Eso no me preocupa. Escúchame, Lestat: quiero que ya mismo me digas cuándo vamos a reunimos para seguir hablando de esto. Si te esfumas, jamás te...
Yo seguía de pie y le sonreí. Me di cuenta de que lo estaba hechizando.
Por supuesto que no me iba a amenazar con no dirigirme más la. palabra.
Qué absurdo.
—Errores atroces —dije, sin poder abandonar la sonrisa—. Claro que los cometo, ¿verdad?
— ¿Qué te dirán... los otros... tu bienamado Marius, los mayo res, si haces semejante cosa?
—Quizá te dieran una sorpresa, David. A lo mejor lo que más desean es volver a ser humanos. Tal vez sea eso lo que todos deseamos: tener otra oportunidad. —Pensé en Louis, que estaba en su casa de Nueva Orleáns.
Dios santo, ¿qué pensaría cuando se lo contase?
David murmuró algo por lo bajo, impaciente e irritado, pero con expresión de afecto y preocupación.
Hice ademán de mandarle un pequeño beso y me marché.
Había pasado escasamente una hora cuando tomé conciencia de que no podría encontrar al depravado ladino. Si se hallaba en París, estaría escondido de modo de no dejarme captar ni el menor indicio de su presencia. Y tampoco capté una imagen de él en la mente de otros.
Eso no quería decir que no estuviera en la ciudad. La telepatía tiene mucho de azar y París era una ciudad inmensa, rebosante de personas provenientes de todos los países.
Por último, regresé al hotel y me enteré de que David ya había partido, dejándome sus diversos números telefónicos para comunicarme por fax, por computadora o por línea común.
"Por favor, llámame mañana a la noche", me escribió, "porque para ese entonces ya tendré noticias."
Subí a prepararme para regresar. No veía la hora de encontrar me de nuevo con ese loco mortal. Y Louis... Tenía que contárselo todo a él.
Desde luego, no lo creería posible; eso iba a ser lo primero que diría. Pero sentiría la tentación. Sí, claro que sí.
No hacía ni un minuto que estaba en la habitación tratando de decidir si tenía que llevarme alguna cosa de allí —ah, sí, los manuscritos de David— cuando en la mesita de luz vi un sobre liso, apoyado contra un enorme florero. Decía "Conde van Kindergarten", escrito con trazos firmes, masculinos.
Apenas lo vi supe que era una nota de él. El mensaje estaba escrito a mano, con la misma letra firme, rebuscada.
No se apresure. Y tampoco le haga caso a ese tonto amigo suyo de la Talamasca. Nos vemos mañana a la noche en Nueva Orleáns. No me defraude. Plaza Jackson. Allí nos pondremos de acuerdo para elaborar una pequeña alquimia propia. Creo que comprenderá lo que está en juego.
Atentamente
, Raglán
James

"Raglán James", murmuré en voz alta. Raglán James. No me gustaba el nombre porque se parecía a él.
Marqué el número de la conserjería.
—Ese sistema de'fax que acaba de inventarse —dije en francés—, ¿lo tienen ya aquí? Explíquemelo, por favor.
Tal como suponía, a través de una línea telefónica se podía enviar desde el hotel un facsímil completo de esta notita hasta el aparato que tenía David en Londres. Entonces mi amigo no sólo recibiría la información sino también la caligrafía, si es que podía servirle de algo.
Recogí los manuscritos, pasé por la oficina con la nota de Raglán James, la hice enviar por fax, volví a guardármela y por último me dirigí a Notre  Dame porque quería despedirme de París con una plegaria.
Me sentía loco, totalmente loco. ¡Cuándo había experimentado semejante grado de felicidad! En la penumbra de la catedral —cerrada en ese momento por la hora que era— recordé la primera vez que había estado allí, muchas décadas atrás. En ese entonces no existía la gran plaza frente al atrio; sólo la pequeña Place de Gréve rodea da de edificios maltrechos; tampoco existían los grandes bulevares como los que hay actualmente en París, sino sólo calles anchas de tierra, que nos parecían majestuosas.
Pensé en aquellos cielos azules, en cómo era la sensación de tener hambre, mucha hambre de pan y de carne, recordé cómo era querer embriagarme con un buen vino. Pensé en Nicolás, mi amigo mortal a quien tanto amé, y en lo fría que era antes nuestra piecita del desván.
¡Nicki y yo discutiendo como habíamos discutido David y yo! Oh, sí.
Tenía la impresión de que mi prolongada existencia había sido una pesadilla desde aquella época, una pesadilla llena de gigantes, ¿de monstruos y de horribles máscaras tras las cuales se escondían seres que me amenazaban en la oscuridad eterna. Noté que temblaba. Estaba llorando. Ser humano, pensé. Volver a ser humano. Creo que pronuncié en voz alta las palabras.
De pronto, el susurro de una risa me sobresaltó. Era una niña pequeña en medio de la penumbra.
Me volví. Estaba casi seguro de haberla visto: una silueta diminuta que avanzaba a toda velocidad por un pasillo, hacia un altar lateral, y después desaparecía de la vista. Sus pisadas habían sido apenas audibles. Pero seguramente debía tratarse de un error. No había olor, no había una verdadera presencia. Era una ilusión.
Sin embargo, exclamé: — ¡Claudia!
Y mi voz rebotó en una suerte de áspero eco. No había nadie allí, desde luego.
Recordé las palabras de David: "¡Vas a cometer otro error atroz!".
Sí, no voy a negar que he cometido errores atroces, terribles. Volví a sentir el clima de mis sueños recientes, pero no en profundidad; sólo me quedaba una vaga sensación de estar con ella. La imagen de una lámpara de aceite y ella riéndose de mí.
Rememoré una vez más cómo se la había ejecutado: el pozo de ventilación con paredes de ladrillo, el sol que se acercaba, lo pequeña que era ella; luego se mezcló también el recuerdo del sufrimiento en el desierto de Gobi y ya no pude soportarlo más. Advertí que, con mis brazos, estrechaba mi propio pecho, que temblaba, que mi cuerpo estaba rígido como si padeciera el tormento de un shock eléctrico. Oh, pero ella no debe haber sufrido. Seguramente fue una muerte instantánea por tratarse de una niña tan pequeña y tierna. Polvo eres...
La angustia fue total. No eran esas épocas las que quería recordar, pese a que un rato antes me había demorado en el Café de la Paix, y pese a que creía haberme vuelto muy fuerte. Lo que añoraba era el París mío, el París anterior al Teatro de los Vampiros, cuando yo era inocente y tenía vida.

Permanecí unos minutos más entre las sombras, contemplando simplemente las grandes arcadas. Qué iglesia majestuosa era, incluso ahora, con el ruido de fondo de los autos. Se parecía a un bosque de piedra.
Le tiré un beso, tal como había hecho con David. Y partí a emprender el largo regreso a casa.

7

Nueva Orleáns. Arribé a primera hora de la noche puesto que volvía hacia atrás en horario, en sentido inverso a la rotación del mundo. El clima era frío, tonificante, pero no cruel, aunque se avecinaban intensos vientos helados del norte. No había ni una nube en el firmamento, pero sí innumerables estrellas, muy nítidas.
De inmediato me dirigí a mi pequeña pent house del barrio francés flue, a pesar de todo su encanto no era demasiado alta ya que se hallaba en un edificio de apenas cuatro plantas, construido mucho antes de la Guerra Civil. Tenía una vista un tanto íntima del río y sus hermosos puentes gemelos y, cuando dejaba las ventanas abiertas, me llegaban los ruidos del colmado Café du Monde y los concurridos negocios y calles de la plaza Jackson.
Tenía que encontrarme con el señor Raglán James sólo al día siguiente. Y aunque estaba impaciente por verlo, me resultaba cómodo haber fijado ese día, pues primero quería reunirme con Louis.
Pero antes me di el típico lujo mortal de una ducha caliente; luego me puse un sencillo traje de pana negra —atuendo parecido al que había usado en Miami— y un par de botas negras nuevas. Y pese a que estaba cansado —si me hubiese quedado en Europa ya estaría durmiendo dentro de la tierra—, salí a recorrer la ciudad, caminando como un humano.
Por motivos que no podía precisar, pasé por el viejo domicilio de la calle Royale donde en una época vivimos Claudia, Louis y yo. En realidad eso lo hacía a menudo, aunque nunca me permitía pensarlo hasta que ya estaba a mitad de camino.
En ese simpático departamento tuvimos nuestro reducto duran te más de cincuenta años. Un dato que por cierto habrá que tener en cuenta cuando se me juzgue por mis errores, ya sea que me condene yo solo o que lo  hagan los demás. Reconozco que Louis y Claudia fueron hechos por y para mí. Sin embargo, nuestra existencia fue extrañamente brillante y placentera hasta que Claudia resolvió que yo debía pagar por mis creaciones con la vida.
Las habitaciones en ese entonces estaban colmadas de todos los adornos y lujos de la época. Teníamos un carruaje, una yunta de caballos en los establos contiguos, y los sirvientes vivían en los aposentos del fondo, pasando el patio. Pero los antiguos edificios ya estaban algo deslucidos y últimamente el departamento no estaba habitado por nadie —salvo por espíritus, quizá—; la tienda del subsuelo se había alquilado a un librero que nunca se tomaba el trabajo de quitar el polvo a los libros de la vidriera ni a los de adentro. De vez en cuando él me conseguía tratados sobre la naturaleza del mal, escritos por el historiador Jeffrey Burton Russell, o las maravillosas obras filosóficas de Mircea Eliade, como también ejemplares antiguos de las novelas que más me gustaban.
El viejo casualmente estaba ahí adentro, leyendo, y lo observé unos minutos a través del vidrio. Qué distintos eran los ciudadanos de Nueva Orleáns de los del resto de Norteamérica. A ese hombre, ganar dinero le  tenía sin cuidado.
Me incorporé y miré, allá arriba, las balaustradas de hierro fundido. Me vinieron a la mente los sueños perturbadores, la lámpara de aceite, la voz de Claudia. ¿Por qué me estaba persiguiendo, más implacablemente que nunca?
Cerré los ojos y alcancé a oírla de nuevo; su voz me hablaba, pero no percibí la naturaleza de sus palabras. Y de pronto me encontré rememorando una vez más su vida y su muerte.
Ya no quedaban ni rastros de la choza donde la encontré por primera vez en los brazos de Louis. En esa casa había estado la peste, por lo que sólo un vampiro se habría atrevido a entrar. Ningún ladrón osó siquiera robar la cadena de oro que la madre llevaba puesta al morir. Y qué avergonzado se sintió Louis de haber elegido como víctima a una niña pequeñita. Pero yo lo comprendí. Tampoco quedaban huellas del viejo hospital a donde posteriormente la llevaron. Qué angosta calle de tierra había atravesado yo con ese cuerpecito tibio en mis brazos, seguido de prisa por Louis, que me suplicaba que le dijera lo que pensaba hacer.
Una ráfaga de viento frío me sobresaltó.
Alcancé a oír música proveniente de las tabernas de la calle Bourbon, a escasos cien metros de distancia. Y gente que caminaba frente a la catedral... una risa de mujer... la bocina de un auto en la penumbra. El tenue latido electrónico de un teléfono moderno.
En el interior de la librería, el viejo estaba moviendo el dial de la radio y pasó del dixieland a la música clásica y por último a una voz plañidera que entonaba poesía con fondo de canciones de un compositor inglés...
¿Qué me llevó a ese antiguo edificio, que se erguía desampara do e indiferente como una lápida de tumba, con sus letras y fechas ya borradas?
Después, ya no quise demorar más.
Había estado jugando con el entusiasmo loco que me producía lo que acababa de suceder en París y enfilé hacia el sector alto de la ciudad para buscar a Louis y exponerle todo.
Una vez más preferí caminar. Preferí sentir la tierra, medirla con mis pies.
En mi época —fines del siglo XVIII—, el sector alto de la ciudad no existía como tal sino que era campo abierto. Aún había plantaciones, y era difícil transitar por los caminos pues, además de angostos, estaban cubiertos sólo con conchillas.
Hacia fines del siglo XIX, luego de destruido nuestro pequeño refugio y resultar yo con heridas y quebraduras, cuando me marché a París en busca de Claudia y Louis, el sector alto y sus pueblitos ya estaban unidos a la gran ciudad y se habían construido muchas hermosas casas de madera, en estilo Victoriano.
Algunas de esas casas  son inmensas y, a su manera, tan monumentales como las grandiosas residencias en estilo renacimiento, anteriores a la Guerra Civil, que se pueden encontrar en el Barrio Jardín y siempre me recordaron a templos, o como las imponentes residencias del propio barrio francés.

Pero gran parte del sector alto, con sus chalecitos de madera al igual que las grandes casas, aún conserva aspecto rural, con enormes robles y magnolias que sobresalen tras los techos por doquier, con calles sin aceras donde las cunetas no son más que zanjas llenas de flores silvestres que brotan a pesar del frío invernal.
Incluso las callecitas comerciales —un trecho aquí y allá de edificios contiguos— no se parecen al barrio francés, con sus fachadas de piedra y su sofisticación propia del viejo mundo, sino que hacen acordar de la típica "calle principal" de las aldeas rurales norteamericanas.
Es un lugar fantástico para caminar de noche. Se oye allí el trino de los pájaros como no se lo oirá nunca en el Vieux Carré; y sobre los techos de los galpones situados a lo largo del sinuoso río, el crepúsculo dura una eternidad, resplandece entremedio de las gruesas ramas de los árboles.
Uno puede encontrar espléndidas mansiones con galerías ruinosas y decoración cursi, casas con torrecillas y gabletes, y algunas con miradores. Hay grandes hamacas tras las barandas recién pintadas de los porches. Hay vallas blancas hechas con estacas puntiagudas, y anchas avenidas de césped bien cortado.
Los chalecitos exhiben una variedad infinita. Algunos están bien pintados con colores intensos, según la moda; otros, más maltrechos pero no menos bellos, lucen el hermoso tono gris de la madera flotante, estado al que fácilmente puede llegar cualquier casa en este clima tropical.
Aquí y allá se encuentra algún tramo de calle con tan abundan te vegetación, que cuesta creer que aún se esté dentro de una ciudad.
Arreboleras silvestres y dentelarias azules oscurecen las cercas que delimitan las propiedades. Las ramas de los robles se inclinan de tal manera que obligan a los peatones a agacharse. Aun en sus inviernos más fríos, Nueva, Orleáns está siempre verde. La helada no puede matar las camelias, aunque a veces las quema un poco. El jazmín amarillo y la buganvilla púrpura cubren paredes y cercas.
En uno de esos trechos de suave penumbra umbría, tras una larga hilera de inmensas magnolias, fue donde Louis armó su hogar secreto.
Detrás del portón oxidado, la inmensa mansión victoriana se hallaba desocupada, su pintura amarilla casi totalmente descasca rada. Sólo de tanto en tanto Louis la recorría con una vela en la mano. Pero su verdadero lugar de residencia era una cabaña ubicada al fondo —cubierta por montañas de informes enredaderas—, un sitio lleno de libros y objetos diversos que había coleccionado a través de los años. Desde la calle no podían verse sus ventanas; más aún, no creo que nadie supiese siquiera que existía la casa. Los vecinos no podían verla tras los altos muros de ladrillo, la espesura del follaje y las adelfas silvestres que crecían en derredor. Además, no había un sendero marcado en medio del césped alto.
Cuando lo divisé, todas las puertas y ventanas de las sencillas habitaciones estaban abiertas. El se hallaba sentado a su escritorio, leyendo a la luz de una única vela.
Lo espié largo rato, cosa que me encantaba hacer. A menudo, cuando salía de caza, lo seguía, simplemente para observar cómo se alimentaba. A Louis el mundo moderno no le interesa para nada; él recorre las calles como un fantasma, sin producir ruido, atraído únicamente por quienes acogen la muerte con beneplácito, o que parecen hacerlo. (No estoy seguro de que nadie pueda acoger nunca la muerte con beneplácito.) Y cuando se alimenta, es algo indoloro, delicado y veloz. Siempre tiene que matar pues no sabe salvar la vida de la víctima. Nunca tuvo la fortaleza necesaria como para beber sólo el "traguito" con que subsisto yo tantas noches, o más bien con que subsistía antes de convertirme en un dios voraz.
Su vestimenta es siempre anticuada. Al igual que muchos de nosotros, busca ropa en estilo parecido al que se usaba cuando él era mortal. Las camisas sueltas con puños fruncidos lo fascinan, lo mismo que los pantalones ajustados. Cuando usa abrigo —rara vez— es siempre entallado como los que elijo yo: chaqueta de jinete, muy larga, y amplia al llegar al ruedo.
A veces le llevo de regalo ropa de ese tipo, para que no tenga que usar hasta dejarlas hechas harapos las pocas prendas que posee. Alguna vez estuve tentado de acomodarle la casa, colgarle los cuadros, poner bellos adornos, rodearlo del lujo embriagador que yo tenía en el pasado.
El sin duda hubiera querido que lo hiciera, pero nunca lo confesó. Vivía sin electricidad ni calefacción moderna, deambulando en el caos y fingiendo que se sentía plenamente satisfecho.
Algunas ventanas de su casa no tenían vidrio, y sólo de tanto en tanto cerraba las anticuadas persianas de tablitas. No parecía importarle si entraba lluvia sobre sus pertenencias, porque no eran realmente pertenencias sino sólo basura amontonada sin orden ni concierto.
Repito: creo que quería que yo hiciera algo para solucionárselo. Muy a menudo venía a visitarme a mis aposentos del centro, super calefaccionados y con excelente iluminación. Allí se quedaba, mirando mi pantalla gigante de televisión. A veces traía sus propias películas para pasar en disco o en cinta. "La bella y la bestia”, una película francesa de Jean Cocteau, le agradaba mucho. También estaba "The Dead", de John Huston, basada en un cuento de James Joyce. Y entiéndaseme, por favor, que esta película no tiene nada que ver con los de mi especie; trata acerca de un grupo muy común de mortales de la Irlanda de principios de siglo, que se reúnen a celebrar una jovial cena de Navidad. Había muchas otras películas que le atraían. Pero esas visitas nunca se producían porque yo las ordenara y nunca duraban demasiado. A menudo él deploraba el "grosero materia lismo" en que yo me "regodeaba" y demostraba desprecio por mis almohadones de pana, la gruesa alfombra del piso y el espléndido baño de mármol. Entonces se iba, regresaba a su choza desolada, cubierta de enredaderas.
Esa noche lo encontré en su trasnochada gloria, con una mancha de tinta en la mejilla, leyendo un grueso tomo de la biografía de Dickens escrita hace poco por un novelista inglés, mientras pasaba lentamente las páginas, pues no lee con más velocidad que la mayoría de los mortales.
De hecho, de todos los que quedamos sobrevivientes, el que se asemeja más a los humanos es él. Y eso es por propia elección.
Muchas veces le ofrecí mi sangre más poderosa y siempre la rechazó. El sol del desierto de Gobi lo habría convertido en cenizas. Sus sentidos son vampíricos y bien afinados, pero no como los de un Hijo de los Milenios.
No tiene mucha capacidad para leer los pensamientos de otra persona.
Cuando pone a algún mortal en trance, siempre es por error.
Y, desde luego, no puedo leerle los pensamientos porque yo a él lo creé, y los pensamientos del discípulo y el maestro son siempre cercanos, aunque el porqué ninguno de nosotros lo sabe. Mi sospecha es que conocemos mucho los sentimientos y anhelos del otro; sólo que la amplificación es demasiado estridente como para que pueda aparecer alguna imagen con nitidez. Todo teoría. A lo mejor algún día nos estudian en laboratorios. Si eso ocurre, vamos a implorar por víctimas vivientes a través de las gruesas paredes de vidrio de nuestras cárceles, mientras nos acosan con preguntas y nos extraen muestras de sangre de las venas. Oh, ¿pero cómo hacerle eso a Lestat, que es capaz de reducir a otro a cenizas apenas con un pensamiento enérgico?
Louis no oyó que estaba entre el pasto crecido, fuera de la casa.
Entré en la habitación creando una enorme sombra indirecta, y ya estaba sentado en mi bergére preferida de pana roja —tiempo atrás la había llevado ahí para que la usara yo— cuando él levantó la mirada.
— ¡Ah, tú! —dijo en el acto, y cerró el libro.
Su rostro, enjuto por naturaleza, de facciones finas —muy delicado pese a su obvia fuerza—, estaba bellamente sonrosado. Eso quería decir que había cazado un rato antes y yo no lo sabía. Durante un momento quedé anonadado.
Sin embargo, era emocionante verlo tan revitalizado por el lento latido de la sangre humana. Yo también alcanzaba a olería, lo cual añadía una extraña dimensión al hecho de estar cerca de él. Su belleza siempre me había enloquecido. Cuando no estoy con él, creo que lo idealizo, pero después, al verlo, de nuevo me siento desarmado.
Sin duda fue su hermosura lo que me atrajo durante mis primeras noches en Luisiana, cuando esto era una colonia salvaje y anárquica y él un tonto borracho y temerario que jugaba por dinero y se metía en peleas en las tabernas, que hacía todo lo posible para provocar su propia muerte.
Bueno, consiguió más o menos lo que creía desear.
En un primer momento no comprendí su expresión de horror al mirarme, ni por qué se levantó de pronto, se acercó a mí, se agachó y me tocó la cara. Entonces recordé: era mi tez bronceada.
— ¿Qué hiciste? —murmuró. Se arrodilló junto a mi sillón y siguió mirándome, apoyándome levemente la mano sobre el hombro. Hermoso gesto de intimidad, pero yo no iba a reconocerlo. Por eso me quedé sereno en mi sitio.
—No es nada; ya pasó. Me fui a un lugar desierto... quería ver lo que ocurría...
— ¿Querías ver lo que ocurría? —Se puso de pie, dio un paso atrás y me miró indignado. —Querías autodestruir te, ¿verdad?
—No, no. Me quedé tendido a la luz un día entero. A la segunda mañana, no sé cómo hice, pero debo haber cavado y me enterré en la arena.
Permaneció un largo instante mirándome como si estuviera por reaccionar con desaprobación; luego volvió a su escritorio, se sentó en forma bastante ruidosa tratándose de alguien tan delicado, acomodó las manos sobre el libro cerrado y me miró con expresión perversa y llena de furia.
— ¿Por qué lo hiciste?
—Louis, tengo algo más importante que contar te. No hablemos más de ese asunto. —Hice un ademán señalando mi cara. —Ha sucedido algo notable y tengo que contártelo todo. —Me levanté sin poder contenerme y comencé a pasearme con cuidado para no tropezar con las abominables pilas de basura que había por todas partes, además de sentirme levemente enloquecido por la luz de la vela, no porque no me alcanzara para ver sino porque era tan tenue y a mí me gusta la luz.
Le relaté todo: que había visto a ese tal Raglán James en Venecia y en Hong Kong, después en Miami, y cómo él me había enviado el mensaje en Londres y luego me siguió hasta París, tal como supuse que haría. Ahora habíamos quedado en encontrarnos al día siguiente en la plaza. Le expliqué lo de los cuentos y su significación. Mencioné lo que le encontraba de raro al muchacho, le dije que el cuerpo donde ese tipo estaba no era el suyo y que, en mi opinión, era capaz de hacer el cambia.
—Estás loco —me dijo.
—No te apresures.
— ¿Me dices a mí las mismas palabras que él a ti? Destruyelo. Termina con él. Búscalo esta noche y elimínalo si puedes.
—Por el amor de Dios, Louis...
—Si ese hombre puede encontrar te a voluntad, Lestat, significa que sabe dónde te entierras. Lo has traído hasta aquí y ahora sabe dónde me entierro yo. ¡Es el peor de los enemigos! Mon Dieu, ¿por qué siempre buscas la adversidad? No hay nada sobre la tierra que pueda destruir te; ni aun los Hijos de los Milenios tienen fuerza para hacerlo. No te destruyó ni el sol del mediodía en el desierto... y provocas al enemigo que tiene poder sobre ti. Un. mortal que puede caminar a la luz del día. Un hombre capaz de lograr un dominio total sobre tu persona cuando estás sin una pizca de conciencia o voluntad. No, aniquílalo; es demasiado peligroso. Si lo veo, lo destruyo yo.
—Louis, ese hombre puede darme un cuerpo humano. ¿No escuchaste todo lo que dije?
— ¡Un cuerpo humano! ¡No podemos convertirnos en humanos simplemente apoderándonos de un cuerpo! ¡Tú no eras humano cuan do vivías! Naciste monstruo, y lo sabes. Cómo diablos puedes engañarte así,
—Si no te callas, voy a llorar.
—Llora, que me gustaría verte. He leído mucho sobre tu llanto en tus libros, pero jamás te vi hacerlo personalmente.
—Ah, con eso demuestras ser un perfecto embustero —me indigné—. ¡En tus miserables memorias describes mi llanto en una escena que tú y yo sabemos que no existió!
— ¡Lestat, mata a ese ser! Es una locura que lo dejes acercarse para hablarte.
Me sentía aturdido, totalmente aturdido. Volví a desplomarme en el sillón y quedé con la mirada ausente. Afuera, la noche parecía respirar con ritmo suave y encantador; la fragancia de las flores era apenas un toquecito en el aire frío y húmedo. Una tenue incandescencia emanaba del rostro de Louis, de sus manos plegadas sobre el escritorio. Se hallaba
envuelto en un manto de silencio, aguardando mi respuesta, supongo, aunque yo no sabía bien por qué.
—Nunca esperé esto de ti —reconocí abatido—. Esperaba oír una larga diatriba filosófica, como esas insensateces que escribiste en tus memorias, pero esto...
Seguía sentado en silencio, observándome fijo; la luz brilló un instante en sus ojos pensativos. Parecía profundamente atormenta do, como si mis palabras lo hubiesen hecho sufrir. Por cierto no lo afectaba mi crítica a su libro, pues era algo que yo vivía haciendo. Eso era una broma. Bueno, una especie de broma.
No supe qué decir ni qué hacer. Louis me estaba poniendo nervioso.
Cuando habló, lo hizo con voz muy baja.
—Tú no quieres realmente ser humano. No me digas que crees eso...
— ¡Sí, lo creo! —respondí, humillado por la carga de afecto que puse en mis palabras—. ¿Cómo puedes no creerlo tú?—Me levanté y empecé a pasearme de nuevo. Hice un circuito alrededor de la pequeña casa y me interné en el jardín selvático, para lo cual tuve que despejar el camino empujando las enredaderas. Me hallaba en tal estado de desconcierto que ya no podía hablar más con Louis.
Pensaba en mi vida de mortal tratando en vano de no convertir la en mito, pero no podía desprenderme de esos recuerdos: la última cacería de lobos, mis perros muriendo en la nieve. París. El teatro del bulevar.
Realmente no quieres ser humano. ¿Cómo pudo decir semejante cosa?
Me pareció que había transcurrido una eternidad en el jardín hasta que, finalmente, para mejor o para peor, volví a entrar. Louis estaba sentado aún a su escritorio y me miró con desánimo, casi con tristeza.
—Mira —le dije—, hay dos cosas que creo. Primero, que ningún mortal puede rechazar el Don Misterioso si en verdad llega a saber lo que es. Y no me hables de que David Talbot sigue negándose, porque David no es un ser común. Segundo, que si se nos diera la oportunidad, todos nosotros querríamos volver a ser huma nos. Esos son mis principios. Nada más.
Hizo un pequeño ademán de aceptación y se recostó contra el respaldo de su sillón. La madera crujió levemente bajo su peso; luego levantó la mano derecha con gesto lánguido, sin tener conciencia en absoluto de lo seductor que era ese pequeño ademán, y se pasó los dedos por el pelo oscuro, suelto.
Me atenaceó entonces el recuerdo de la noche en que le di la sangre, cómo discutió conmigo hasta último momento para disuadirme, cómo al final se rindió. Yo ya se lo había explicado todo perfectamente, cuando él era todavía un joven hacendado febril y borracho que, en su lecho de enfermo, tenía el rosario enrollado en el poste de la cama. ¡Pero es tan
difícil explicar una cosa así! Y él, ¡tan amargo, tan consumido, tan joven!, se convenció de que quería venir conmigo y de que la vida humana ya no le atraía.
¿Qué sabía él en aquel entonces? ¿Había oído alguna vez un poema de Milton, o escuchado una sonata de Mozart? ¿Le decía algo el nombre de Marco Aurelio? Lo más probable es que lo considerara un nombre rebuscado de algún esclavo negro. Oh, aquellos dueños de plantaciones,  fanfarrones e indómitos, con sus espadines y sus pistolas incrustadas en
plata. Lo que sí apreciaban era el exceso; pensándolo retrospectivamente, eso tengo que reconocérselo.
Pero ahora él estaba lejos de aquellos tiempos, ¿no? Era autor de "Entrevista con el vampiro" (habráse visto título más ridículo). Traté de serenarme. Lo amaba tanto que no podía menos que ser paciente y esperar hasta que él volviera a hablar. ¿Acaso no lo había hecho yo de carne y sangre humanas, convirtiéndolo en mi torturador preternatural?
—Eso no es tan fácil —dijo, despertándome de mi ensueño. Su voz fue premeditadamente suave, con un tono casi conciliatorio o suplicante. — No puede ser tan sencillo. Tú no puedes cambiar de cuerpo con un mortal. Para serte sincero, no creo que sea posible, pero aunque lo fuera...
No respondí. Tuve deseos de decir: "Pero, ¿y si lo fuera? ¿Si pudiera sentir de nuevo lo que significa estar vivo?".
—Además, ¿qué pasaría con tu cuerpo? —prosiguió, conteniendo hábilmente su indignación—. No irás a dejar todos tus poderes a disposición- de ese ser, brujo o lo que sea. Nuestros compañeros aseguran que tus poderes son tan inmensos que ni siquiera se atreven a calcularlos. Oh, no. La idea es aterradora. Dime, ¿cómo hace para encontrar te? Eso es lo más importante.
—Al contrario, es lo menos importante. "Pero es obvio que, si puede hacer un intercambio de cuerpos, puede abandonar el suyo. Puede desplazar se como un espíritu el tiempo necesario para rastrearme y encontrarme. Yo debo resultarle muy visible cuando se halla en ese estado, teniendo en cuenta lo que soy. Eso en sí mismo no es un milagro, si me comprendes.
—Lo sé. O al menos de eso me entero por lo que leo y por lo que me dicen. Creo que te has topado con un ser muy peligroso, mucho peor que nosotros.
— ¿Peor en qué sentido?
— ¡Es otro intento desesperado de alcanzarla inmortalidad! ¿Acaso crees que ese mortal, quienquiera que sea, planea envejecer dentro de ese o de otro cuerpo y morir?
Debo confesar que su razonamiento me llegó. Luego le hablé de la voz de ese hombre, que sonaba culta, de su marcado acento británico, de cómo no parecía la voz de una persona joven.
Se estremeció.
—Probablemente pertenezca a la Talamasca. Debe ser ahí don de se enteró de tu existencia.
—Lo único que tuvo que hacer para saber de mí fue comprar una novela en rústica...
—Sí, pero no para creer, Lestat, no para creer que era cierto.
Le conté que había hablado con David y que él había quedado en averiguar si el tipo pertenecía a su orden, pero yo suponía que no. Esos eruditos jamás harían semejante cosa. Además, el tipo tenía algo de siniestro. Los de la Talamasca eran tan rectos que ya aburrían. Pero qué importaba: yo estaba dispuesto a conversar con el hombre para formarme mi propia idea.
Lo noté meditabundo una vez más, y muy triste. Mirarlo casi me hacía sufrir. Me dieron ganas de tomarlo por los hombros y sacudirlo, pero con eso sólo iba a conseguir irritarlo más.
—Te amo —confesó con voz queda.
Yo lo miré azorado.
—Vives buscando la manera de triunfar —continuó—. Jamás te rindes.
Pero la forma de triunfar no existe. Estamos metidos en el purgatorio, tú y yo. Y encima hay que agradecer que no sea el infierno.
—No; eso no lo creo —lo contradije—. Mira, no importa lo que digas ni lo que pueda haber opinado David: voy a hablar con Raglán James. ¡Quiero enterarme de todo y nadie me lo va a impedir!
—Ah, de modo que David Talbot también te previno contra ese individuo.
— ¡No escojas a tus aliados entre mis amigos!
—Lestat, si ese humano se me acerca, y si creo que representa un peligro para mí, ten por seguro que lo destruyo.
—Sí, claro. Pero él no se te acercaría. Me eligió a mí, y con razón.
—Te eligió porque eres despreocupado y ostentoso. No te lo digo para ofender te, de verdad. Anhelas que te vean, que te rodeen, que te comprendan; te gusta hacer picardías y armar revuelos para ver si baja Dios a salvarte por un pelo. Bueno, Dios no existe. Dios bien podrías ser tú.
—Tú y David... la misma cantilena, las mismas admoniciones, aunque él asegura haber visto a Dios y tú no crees que exista.
— ¿David vio a Dios? —preguntó con acento de respeto.
—No, no —murmuré, e hice un gesto desdeñoso—. Pero los dos me regañan de la misma manera. Igual que Marius.
—Y por supuesto, tú eliges las voces que te reprenden. Siempre lo has hecho, del mismo modo como eliges a quienes luego se vuelven contra ti y te clavan un puñal en el corazón.
Se refería a Claudia, pero no se atrevió a pronunciar su nombre. Yo sabía que, de haberlo querido, podía herirlo lanzándole una maldición, diciéndole cosas como por ejemplo: "¡Tú participaste de aquello! Estabas presente cuando lo hice, ¡y también cuando ella blandió el puñal!".
— ¡No quiero oírte más, Louis! Vas a pasar te la vida entonando la canción de las limitaciones. Bueno, yo no soy Dios. Y tampoco soy el diablo, aunque a veces finjo serlo. Tampoco soy el artero Yago. No tramo situaciones espeluznantes y perversas. Y no puedo poner freno a mi curiosidad o mi espíritu. Sí, quiero saber si ese hombre es capaz de hacerlo. Quiero saber lo que va a pasar. Y no me daré por vencido.
—Y entonarás eternamente la canción de la victoria aunque no exista tal victoria.
—Pero es que existe. Tiene que existir.
—No. Cuanto más conocimiento adquirimos, más nos damos cuenta de que no existen las victorias. ¿Por qué no podemos recurrir a la naturaleza, hacer lo que se debe hacer para perdurar y nada más?
—Esa es la más indigna definición de la naturaleza que he escuchado en mi vida. Fíjate bien, no en la poesía sino en el mundo exterior. ¿Qué ves en la naturaleza? ¿Quién hizo a las arañas que se meten bajo las húmedas maderas de los pisos? ¿Quién creó a las mariposas con sus alas multicolores, que parecen grandes flores malignas en la penumbra? El tiburón del mar, ¿por qué existe?
__Me adelanté, apoyé ambas manos en el escritorio y lo miré a la cara - —Estaba tan seguro de que ibas a entender esto. Y a propósito, ¡yo no nací monstruo! Cuando nací era un niño mortal, lo mismo que tú. ¡Más fuerte que tú! ¡Con más deseos de vivir que tú! Eso que dijiste fue cruel.
—Lo sé. A veces me asustas tanto, que te ataco con palos y piedras. Es una tontería. Me alegro de verte, aunque no me atrevo a reconocerlo. ¡Me estremezco de sólo pensar que pudieras haber puesto fin a tu vida en el desierto! ¡No soporto la idea de la existencia sin ti! ¡Me pones furioso! ¿Por qué no te ríes de mí? No sería la primera vez.
Me enderecé, le di la espalda y me puse a contemplar el césped mecido suavemente por la brisa del río, los retoños de la enredadera que cubrían como un velo el hueco de la puerta.
—No me río. Pero esto lo voy a llevar adelante; de nada vale que te mienta. Dios santo, ¿es que no lo ves? Si llego a estar en un cuerpo humano aunque más no sea cinco minutos, ¿de qué no podría enterarme?
—De acuerdo —aceptó, desalentado—. Espero que descubras que el hombre te sedujo con una sarta de mentiras, que lo único que desea es la Sangre Misteriosa y que lo envíes directamente al infierno. Permíteme advertirte una vez más: si lo veo, si me llega a amenazar, te juro que lo mato. Yo no tengo tu fuerza. Dependo de la posibilidad de mantenerme
anónimo. Mis pequeñas memorias, como tú las llamas, parecían tan alejadas del mundo moderno que nadie las tomó en serio.
—No le permitiré que te haga daño, Louis. —Giré y le dirigí una mirada aviesa. —Jamás habría permitido que nadie te hiciera daño.
Dicho lo cual, me marché.
Por supuesto, eso fue una acusación, y antes de dar media vuelta e irme, vi con placer que le había clavado un dardo.
La noche en que Claudia se rebeló contra mí, él se había quedado ahí, cual impotente testigo, reprobatorio pero sin intervenir, ni siquiera cuando lo llamé.
Luego alzó lo que supuso era mi cuerpo sin vida y lo arrojó al Pantano.
Oh, vástagos ingenuos, pensar que podían eliminarme tan fácilmente.
Pero, ¿para qué recordarlo ahora? En ese entonces él me amaba, con independencia de que lo supiera o no. En cuanto a mi amor por él y por esa niña enojada e infeliz, jamás tuve la menor duda.
El se condolió de mí; eso tengo que reconocérselo. ¡Pero es tan bueno para condolerse! Usa el infortunio como otros usan el terciopelo; el sufrimiento lo favorece como la luz de las velas; las lágrimas le sientan como alhajas.
Bueno, conmigo no da resultado ninguna de esas tonterías.
Regresé a mi morada de la azotea, encendí todas mis bellas lámparas eléctricas y me quedé durante dos horas regodeándome con el grosero materialismo. Miré un desfile interminable de imágenes de video en la pantalla gigante y por último dormí un rato en mi mullido sofá antes de salir a cazar.
Me sentía cansado, fuera de mi horario. Y con sed también.
Reinaba el silencio allende las luces del barrio francés y los rascacielos del centro de la ciudad, eternamente iluminados. Nueva Orleáns cae en sombras muy rápido, tanto en las calles rurales que ya he descrito como entre las viejas casas y edificios de ladrillos del centro.
Recorrí esas zonas comerciales desiertas, con sus fábricas y galpones cerrados, sus desoladas casitas de madera, y llegué hasta un lugar maravilloso próximo al río que quizá no tenga significado alguno para nadie, salvo para mí.
Se trata de los terrenos aledaños a los muelles, bajo los enormes pilotes de las autopistas que llevan hasta dos altos puentes de río que para mí, desde el primer instante en que los contemplé, fueron siempre los Portales del Sur.
Debo confesar que el mundo oficial ha puesto otro nombre a esos puentes, mucho menos simpático. Pero yo presto escasa atención al mundo oficial. Para mí siempre serán los Portales del Sur y, cada vez que regreso a esta ciudad, salgo enseguida a caminar, llego hasta ellos, y me embeleso con el parpadeo de sus miles de lucecitas.
Quiero dejar bien en claro que no se trata de finas creaciones estéticas como el puente de Brooklyn, que incitó el amor del poeta Hart Crane.
Tampoco tienen la solemne grandiosidad del Golden Gate de San Francisco.
No- obstante ello, son puentes, y todos los puentes me resultan hermosos, estimulantes para mi pensamiento; y cuando están totalmente iluminados como ésos, sus innumerables vigas y varillas adquieren una suerte de mística grandiosa...
Quiero agregar aquí que el mismo milagro de luz se produce en la negra campiña nocturna del sur, con sus inmensas refinerías de petróleo y sus usinas eléctricas que se alzan con llamativo esplendor desde la tierra plana e invisible. Y éstas tienen además la gloria de sus chimeneas y sus llamas eternamente encendidas. La Torre Eiffel no es ahora un simple andamiaje de hierro sino una escultura de deslumbrante luz eléctrica.
Pero volviendo a Nueva Orleáns, me puse a recorrer ese páramo ribereño, flanqueado por chozas ordinarias de un lado, por galpones abandonados del otro, y en el extremo norte por los maravillosos depósitos de maquinarias en desuso y sus cercos de alambre cubiertos por las infaltables enredaderas en flor.
Oh, campos del pensamiento y campos de la desesperanza. Me encantaba caminar por ahí, sobre la tierra yerma y blanda, en medio de las malezas altas y los trozos de vidrio roto, para escuchar el pulso débil del río aunque no pudiera verlo, para contemplar el lejano resplandor rosado del centro de la ciudad.
Ese lugar horrible, atroz y olvidado, esa enorme brecha en medio de pintorescos edificios viejos, donde sólo de tanto en tanto aparecía un auto, en las calles desiertas y supuestamente peligrosas, me pareció la esencia del mundo moderno.
No quiero olvidarme mencionar que esa zona, pese a los tenebrosos senderos que a ella conducían, en realidad nunca estaba del todo oscura.
Un torrente de iluminación pareja llegaba desde los faroles de las autopistas, como también de las escasas luces de la calle, y todo creaba un aspecto lóbrego constante, de origen al parecer des conocido.
Dan ganas de ir ahí corriendo, ¿no es cierto? ¿No se muere usted por ir a merodear en medio de esa mugre?
Ahora, en serio, es divinamente triste estar ahí parado, ser una silueta diminuta dentro del cosmos que se estremece al oír los ruidos apagados de la ciudad, las imponentes máquinas que gimen en lejanos complejos industriales, el rugido de ocasionales camiones sobre nuestras cabezas.
A pocos pasos del lugar había unos edificios de viviendas abandonados.
En sus habitaciones convertidas en basurales encontré a dos asesinos, embotadas de narcóticos sus mentes, con quienes me alimenté lenta y calladamente dejándolos sin conocimiento pero con vida.
Retorné al campo vacío y solitario y me puse a recorrerlo con las manos en los bolsillos, pateando las latas que encontraba a mi paso. Durante largo rato di vueltas bajo las autopistas propiamente dichas; luego pegué un salto y me marché por el brazo norte del Portón más cercano.
Qué profundo y turbio mi río. El aire estaba fresco sobre las aguas y, pese a la deprimente niebla que lo cubría, alcanzaba a ver profusión de estrellas crueles y diminutas.
Largo rato permanecí cavilando acerca de todo lo que me había dicho Louis y todo lo que David me había dicho, pero aún seguía entusiasmado con la idea de encontrarme a la noche siguiente con Raglan James.
Por último, me aburrí hasta del hermoso río. Revisé mentalmente la ciudad en busca del loco espía mortal, pero no lo pwie hallar. Exploré el sector alto de la ciudad y tampoco lo encontré. Pero no estaba del todo seguro.
Cuando ya terminaba la noche regresé a la casa de Louis — ahora vacía y a oscuras— y paseé por las callejuelas buscando de tanto en tanto al mortal espía, siempre en guardia. Con seguridad Louis estaba a salvo en su refugio Secreto, oculto dentro del ataúd donde se escondía todos los días antes del amanecer.
Luego volví caminando al campo una vez más, cantando solo, y pensé que los Portales del Sur, con todas esas luces, me recordaban aquellos bonitos vapores del siglo XVIII que parecían enormes tortas de bodas. flotantes, adornadas con velitas. ¿Es esto una metáfora mixta? No me interesa.
Mentalmente oía la música de los vapores.
Traté de imaginar el siglo venidero, con qué formas nos recibiría, cómo combinaría la fealdad y la belleza con la nueva violencia, tal como lo hacía cada siglo. Contemplé los pilotes de las autopistas, gráciles arcos elevados de acero y hormigón, pulidos como esculturas, sencillos y monstruosos, hojas de pasto incoloro suavemente doblegadas.
Hasta que por fin llegó el tren, traqueteando por la lejana vía delante de los galpones, con su tediosa sarta de vagones sucios, odioso, perturbador, enviando con el chillido de su silbato señales de peligro a mi alma demasiado humana.
Cuando terminó de retumbar el último traqueteo, la noche replicó con total vacuidad. No había autos visibles que se desplazaran sobre los puentes y una niebla espesa avanzaba silenciosa todo a lo ancho del río, ocultando las estrellas esfumadas.
Una vez más me encontré llorando. Pensaba en Louis, en sus advertencias. Pero, ¿qué podía hacer? Yo no sabía lo que era la resignación; jamás lo iba a saber. Si el miserable de Raglan James no aparecía a la noche siguiente, lo buscaría por el mundo entero.
No quería hablar más con David; no quería oír sus consejos, no podía escucharlo. Sabía que debía seguir adelante con esto.
Continué con la mirada clavada en los Portales del Sur. No podía sacarme de la mente la belleza de sus luces titilantes. Me dieron ganas de ver una iglesia con velas, montones de velas encendidas como las que había visto en Notre Dame. Y elevarse, cual plegarías, el humo de los pabilos.
Una hora aún para el amanecer. Tiempo suficiente. Lentamente me encaminé al centro de la ciudad.
La catedral de San Luis había estado cerrada toda la noche, pero esas cerraduras no eran nada para mí.
Me paré a la entrada misma de la iglesia y clavé los ojos en una hilera de velas encendidas que había bajo la estatua de la Virgen. Antes de encenderlas, los fieles dejaban su óbolo en una alcancía de cobre. Velas de vigilia, les decían.
A menudo me sentaba en la plaza al anochecer y escuchaba el ir y venir de esas personas. Me gustaba el olor a cera; me gustaba la iglesita en penumbras que parecía no haber cambiado un ápice en más de un siglo.
Respiré hondo; luego metí la mano en el bolsillo, saqué un par de arrugados billetes de dólar y los introduje en la ranura.
Tomé una mecha larga, la acerqué a una llama ya encendida, la llevé a una vela nueva y observé cómo la lengüita se ponía anaranjada, luminosa.
Qué milagro, pensé, que una sola llamita pudiera hacer tantas llamas. Una llamita podía prender fuego al mundo entero. Con ese simple gesto yo acababa de aumentar la cantidad total de luz en el universo, ¿o no?
Notable milagro, para el cual no habrá nunca explicación, nunca una charla de Dios y el diablo en un café de París. Sin embargo, las alocadas teorías de David me tranquilizaban cuando las rememoraba. “Creced y multiplicaos», dijo el Señor, Yahvé; de la carne de los dos, multitudes de descendientes, como nace un gran fuego a partir de dos pequeñas
llamas...
De pronto se produjo un ruido nítido, que resonó por la iglesia Como si fuera un paso marcado ex profeso. Quedé petrificado, sorprendido de no haberme dado cuenta antes de que allí había alguien. entonces recordé Notre Dame y los pasos infantiles sobre el piso de Piedra. Un repentino temor me invadió. Ella estaba ahí, ¿verdad? Si ¡De daba vuelta a mirar, esta vez la vería con la capotita puesta, quizá, con los bucles desordenados por el viento y las manos enfundadas en mitones de lana, y ella me miraría con esos ojazos. Pelo dorado y hermosos ojos.
De nuevo el sonido. ¡Cómo odiaba ese miedo!
Me volví y divisé la silueta inconfundible de Louis que emergía de entre las sombras. Sólo Louis. La luz de las velas lentamente me fue revelando su rostro plácido y algo demacrado.
Llevaba puesto un detestable saco sucio y abierta la gastada camisa, y parecía tener algo de frío. Se acercó sin prisa y me aferró con fuerza del hombro.
—Te va a volver a pasar algo espantoso —dijo, al tiempo que la luz de las velas jugueteaba primorosamente en sus ojos verde oscuro—. Vas a hacer todo lo posible; lo sé.
—Voy a triunfar —respondí con una risita incierta, un tanto aturdido por la alegría de verlo. Luego me encogí de hombros—. ¿Acaso no lo sabes todavía? Siempre gano.
Pero me llamaba la atención que me hubiera hallado ahí, que hubiera venido tan cerca del amanecer. Y aún me encontraba temblando a causa de mis locas imaginaciones de que ella hubiera vuelto, como había vuelto en mis sueños, y yo hubiera querido saber por qué.
De repente me preocupé por él; lo vi tan frágil con su piel blanca y sus manos largas y delicadas. Empero, alcancé a percibir la aplomada fortaleza que emanaba de él, como siempre lo hice, la fuerza del reflexivo que nada hace por impulso, la persona que ve desde todos los ángulos, que elige con cuidado sus palabras. El que nunca juega con el sol naciente.
Se alejó de mí bruscamente y en silencio salió por la puerta. Fui tras él, pero no cerré la puerta al salir, lo cual me pareció imperdonable porque nunca hay que perturbar la paz de las iglesias. Lo observé alejarse en la mañana fría y negra, por la acera de los departamentos Pontalba, al otro lado de la plaza.
Iba de prisa, con su estilo etéreo, dando pasos largos, leves. La luz, gris y letal, se acercaba tiñiendo las vidrieras con un resplandor apagado. Yo podría soportarlo una media hora más, tal vez. El no.
Tomé conciencia de que no sabía dónde estaba escondido su ataúd, ni la distancia que debía recorrer para llegar hasta él. No tenía ni la más leve idea.
Antes de llegar a la esquina más próxima al río, se volvió. Me envió un pequeño saludo con la mano y noté en ese gesto más cariño que en todo lo que me había dicho antes.
Regresé para cerrar la iglesia.

8

A la noche siguiente, me dirigí sin demora a la plaza Jackson. Finalmente se había abatido sobre Nueva Orleáns el tremendo temporal del norte, trayendo consigo un viento helado. Ese tipo de fenómeno puede presentar se en cualquier momento  durante los meses de invierno, si bien algunos años no ocurre en absoluto. Yo había pasado por mi departamento para ponerme un sobretodo grueso de lana, feliz de experimentar como antes esa sen sació en mi piel recientemente bronceada.
Unos pocos turistas desafiaban las inclemencias del tiempo y entraban en los bares y panaderías próximos a la catedral que aún estaban abiertos; el tránsito nocturno era veloz, ruidoso. El viejo y grasiento Café du Monde se encontraba colmado y tenía sus puertas cerradas.
A él lo vi de inmediato. Qué suerte.
Habían rodeado el perímetro de la plaza con cadenas, como se acostumbra hacer ahora al atardecer - qué fastidio- , y él se hallaba del  lado de afuera, frente a la catedral, mirando nervioso a su alrededor.
Dispuse de un momento para observarlo antes de que notara mi presencia Era algo más alto que yo —un metro noventa, le calculé- y de excelente contextura, como ya había advertido. No me equivoqué en cuanto a la edad. Ese cuerpo no podía tener más de Veinticinco años. Iba vestido con ropa muy cara: impermeable forrado en piel, de muy buen corte, y una gruesa bufanda de cachemira colorada.
Noté que, al yerme, lo recorría un espasmo, mezcla de ansiedad Y satisfacción. Se dibujó en su rostro una horrible sonrisa resplandeciente y, tratando en vano de disimular su pánico, me miró fijo Cuando me le  acerqué remedando el paso de los humanos.
—Oh, pero parece usted un ángel, señor de Lioncour t —murmuró—. - . Y qué estupendo el bronceado de su piel. Perdóneme que no se lo haya elogiado antes.
• —Conque ha venido, señor James —dije, enarcando las cejas—. ¿Qué me va a proponer? Hable rápido, porque usted no me cae bien.
—No sea descortés, señor de Lioncour t. Sería un lamentable error que me ofendiera; sinceramente se lo digo. —Sí, voz igualita a la de David. De la misma generación, lo más probable. Y sin duda, con un dejo de acento de la India.
—En eso tiene razón —prosiguió——; viví muchos años en la India. Y un tiempo en Australia y en Africa también.
—Ah, veo que puede leerme los pensamientos con facilidad.
—No con tanta como supone, y ahora quizá no podré hacerlo más.
—Lo voy a matar si no me dice cómo hizo para seguirme y qué es lo que quiere.
—Usted sabe lo que quiero —repuso, soltando una risita poco alegre, ansiosa. Posó sus ojos en mí y luego desvió la mirada. —Ya se lo dije a través de los cuentos, pero no puedo hablar aquí, con tanto frío. Esto es peor que Georgetown, que es donde vivo, dicho sea de paso. Tenía la esperanza de poder escapar de este clima. ¿Por qué me arrastró a Londres y a París en esta época del año? —Más espasmos de risa seca.
Evidentemente no podía mirarme más de un minuto sin tener que desviar los ojos como si yo lo encandilara.
—Hacía un frío espantoso en Londres, y yo odio el frío. Aquí estamos cerca del trópico, ¿no? Ah, usted y sus recuerdos sentimentales de la nieve invernal.
Este último comentario me dejó azorado y no lo pude disimular. Tuve un momento de indignación, hasta que conseguí dominarme.
—Vamos al café —le propuse, señalando el viejo mercado francés al otro lado de la plaza. Caminé de prisa por la acera. Estaba tan perplejo y agitado que no quería arriesgarme a pronunciar ni una palabra más.
El ambiente del café era ruidoso pero cálido. Entré primero y me encaminé hacia una mesa en el extremo más alejado de la puerta, pedí el famoso café au lait para los dos y me quedé sentado en rígido silencio, algo distraído por el hecho de que la mesa estaba pegajosa. Fascinado, vi que él se estremecía, se quitaba la echarpe con gesto nervioso, volvía a ponérsela, se sacaba los guantes de fino cuero, se los guardaba en el  bolsillo, luego volvía a sacárselos, se ponía uno, dejaba el otro sobre la mesa, hasta que por último lo tomó nuevamente y se lo calzó también.
Había sin lugar a dudas algo de horrible en ese individuo, algo en el modo en que ese cuerpo espléndido se inflaba con su espíritu tortuoso e inquieto, en sus cínicos ataques de risa. Sin embargo, no podía apartar mis ojos de él. Experimentaba un placer en cierto modo diabólico al observarlo. Y creo que él lo sabía.
Detrás de ese rostro bello, perfecto, se ocultaba una inteligencia provocativa. El me hizo tomar conciencia de lo intolerante que me había vuelto para con los que eran jóvenes de verdad.
En eso nos sirvieron el café, y yo rodeé con ambas manos la taza caliente.
Dejé que el vapor me subiera a la cara, operación que observó con sus grandes ojos castaños como si fuera él quien estaba fascinado. Trató de mantener mi mirada sin apartar la suya, lo cual le costó bastante. Boca deliciosa, pestañas bonitas, dientes perfectos.
—Qué diablos le pasa? —pregunté.
—Usted lo sabe; ya lo adivinó. No me gusta este cuerpo, señor de Lioncour t. Un ladrón de cuerpos tiene sus pequeños problemas.
—Eso es lo que usted es?
—Sí, un ladrón de cuerpos de primera categoría. ¿Acaso no lo sabía ya cuando accedió a verme? Tendrá que perdonar mi ocasional torpeza.
Durante la mayor parte de mi vida he sido un hombre delgado, casi piel y huesos. Nunca tuve buena salud. —Lanzó un suspiro y, por un instante su rostro juvenil se apesadumbró.
—Pero ese capítulo de mi vida ya está cerrado —agregó con repentino fastidio—. Permítame ir derecho al grano, por respeto a su notable intelecto preternatural y amplia experiencia...
—No se burle de mí, sinvergüenza! —musité por lo bajo—. Está jugando conmigo, y yo lo voy a matar despacito. Ya le dije que no me cae bien. Ni siquiera me gusta el título que se adjudica.
Eso lo hizo guardar silencio y serenarse. A lo mejor perdió el temple, o quedó petrificado de terror. Creo que sencillamente dejó de tener tanto miedo y se enojó.
—De acuerdo —murmuro con tono serio, sin el furor de antes—. Quiero permutar cuerpos con usted. Quiero que me dé el suyo por una semana, y yo me encargaría de darle el mío, un cuerpo joven, que goza de perfecta salud. Es evidente que a usted le gusta mi físico. Puedo mostrarle varios certificados de buena salud, si lo desea. Este cuerpo fue examinado exhaustivamente antes de que me apoderara de él. O de que lo robara. Es muy robusto, como puede apreciar.
—Cómo lo hace?
—Lo hacemos juntos, señor de Lioncourt —respondió él, cortés. Su tono se iba volviendo más amable con cada frase que pronunciaba. — Tratándose de un ser como usted, imposible que yo le robe el cuerpo.
—Pero intentó hacerlo, ¿no es así?
Me observó un instante, sin saber muy bien qué responder.
—Bueno, no puede culparme por eso ahora, ¿verdad? —me pidió en tono suplicante—. Como tampoco puedo culparlo yo porque beba sangre. — Sonrió al pronunciar la palabra “sangre”. —Pero yo en realidad lo que estaba haciendo era tratar de que me prestara atención, lo cual no es nada fácil. —Parecía pensativo, y muy sincero.
—Además, siempre es necesaria la colaboración en algún plano, por oculto que éste pueda ser.
—Sí. Pero, ¿cuál es la mecánica, si no le molesta la palabra? ¿Cómo colaboramos uno con el otro? Sea concreto, porque me resisto a creer que se pueda hacer.
—Vamos, vamos, claro que lo cree —apuntó, calmo, como si fuera un maestro muy paciente. Parecía casi una personificación de David, pero sin el vigor de mi amigo. —De qué otra manera podría haberme apoderado de este cuerpo? —Hizo un pequeño gesto ilustrativo y continuó. —Nos reuniremos en el sitio adecuado. Después nos elevaremos y saldremos de nuestros cuerpos, cosa que usted sabe hacer a la perfección y ha descrito con gran elocuencia en sus libros. Después cada uno tomará posesión del cuerpo del otro. No es nada complicado; lo único que se requiere es coraje y un acto de voluntad. —Levantó la taza con mano muy temblorosa y bebió un sorbo de café caliente. —Para usted, la prueba será el coraje, nada más.
—Qué será lo que me retenga dentro del nuevo cuerpo?
—Señor de Lioncourt, no habrá nadie allí adentro que quiera desplazarlo.
Comprenda, que esto no tiene nada que ver con la posesión. Oh, la posesión es una lucha. Cuando entre en este cuerpo, no encontrará la menor resistencia. Puede permanecer en él hasta que decida retirarse.
—Es demasiado enigmático! —expresé, molesto—. Sé que se ha escrito mucho sobre estas cuestiones, pero hay algo que no...
—Déjeme ponerlo en perspectiva —dijo con voz queda y elegante condescendencia—. Estamos hablando de ciencia, pero de una ciencia aún no del todo codificada por los científicos. Lo que tenemos son las memorias de poetas y aventureros de lo oculto, totalmente incapaces de analizar el proceso.
—Exacto. Como usted ha señalado, yo mismo me atreví a salir del cuerpo.
Sin embargo, no sé qué es lo que sucede. No entiendo por qué el cuerpo no se muere cuando uno lo abandona.
—El alma tiene más de una parte, igual que el cerebro. Como usted sabrá, un fliño puede nacer sin cerebelo y, sin embargo, si tiene lo que se denomina tallo cerebral, el cuerpo puede vivir igualmente.
—Qué idea desagradable.
——Es un caso muy frecuente, se lo aseguro. Quienes a causa de un accidente sufrieron daños cerebrales irreversibles pueden continuar respirando e incluso bostezar en su sopor, mientras les siga el bulbo raquídeo funcionando.
—Y usted puede poseer esos cuerpos?
—Oh, no. Para tomar posesión total, necesito que el cerebro esté sano.
Deben funcionar a la perfección todas sus neuronas y ser capaces de interrelacionarse dentro de la mente invasora. Fíjese bien, señor de Lioncour t, que cerebro y mente son cosas distintas. Además recuerde que no estamos hablando de posesión sino de algo infinitamente más delicado. Permítame continuar, por favor.
—Adelante.
—Como le iba diciendo, el alma consta de más de una parte, lo mismo que el cerebro. La de mayor tamaño —la identidad, la personalidad la conciencia silo desea— es lo que se desprende y viaja pero siempre queda una pequeña parte residual, que es lo que mantiene con vida el cuerpo vacío, por así decirlo, porque, de lo contrario, al quedar vacío se produciría la muerte, sin duda.
—Entiendo. Lo que me está diciendo es que el alma residual da vida al tallo cerebral.
—Sí. Cuando usted salga de su cuerpo, dejará adentro un alma residual. Y cuando entre en éste, encontrará también un alma residual.
Lo mismo hallé yo cuando tomé posesión. Y esa alma se enlaza automáticamente con cualquier alma superior, quiere abarcar a esa alma superior. Sin ella, se siente incompleta.
—Y cuando se produce la muerte, ¿ambas almas parten?
—Así es. Ambas, la residual y la mayor, se marchan juntas en violenta evacuación; entonces el cuerpo queda como una cáscara inerte y comienza su descomposición. —Aguardó, mirándome con el mis m aire de infinita paciencia; luego agregó: —Créame que la fuerza de la verdadera muerte es mucho más intensa. No existe el menor peligro en lo que nos proponemos hacer.
—Pero si esa pequeña alma residual es tan perspicaz, ¿por qué no puedo yo, con todos mis poderes, sacar a un mortal de su pellejo y entrar en él?
—Porque el alma mayor trataría de recuperar el cuerpo. Aunque no hubiera una comprensión del proceso, lo intentaría una y Otra vez. A las almas no les gusta estar sin cuerpo. Y si bien el alma residual recibe de buen grado al invasor, dentro de ella hay algo que siempre reconoce al alma particular de la cual antes formaba parte Si hubiera una lucha, se inclinaría por esa otra alma Y hasta un alma desconcertada puede realizar un fuerte intento de recobrar su esqueleto humano.
Nada dije, pero por más que sospechaba de él, por más que procuraba estar siempre en guardia, encontraba sentido a sus palabras.
—La posesión es siempre una lucha sangrienta —reiteró——. Mire lo que pasa con los espíritus malignos, los fantasmas, ese tipo de cosas. A ellos siempre se los erradica, aunque el vencedor nunca sepa qué fue lo que ocurrió. Cuando viene el sacerdote con el incienso y todo ese asunto del agua bendita, apela al alma residual para que expulse al intruso y haga volver a la vieja alma.
—Pero con el enfoque cooperativo, ambas almas tienen cuerpos nuevos.
—Precisamente. Créame; si piensa que puede meterse dentro de un humano sin ayuda mía, bueno, inténtelo y ya va a ver lo que le digo.
Jamás podrá experimentar a fondo los cinco sentidos de un mortal mientras adentro se libre una batalla.
Su tono se volvió aún más cauteloso, confidencial.
—Mire este cuerpo de nuevo, señor de Lioncour t —dijo con engañosa dulzura—. Puede ser suyo, absolutamente suyo. —Su pausa de pronto me resultó tan precisa como sus palabras. —Hace un año lo vio por primera vez en Venecia. Durante todo este tiempo, sin interrupción, ha albergado a un intruso. Lo albergará a usted.
—De dónde lo sacó?
—Ya le dije que lo robé. Su antiguo dueño murió.
—Quiero datos más concretos.
—Le es necesario? No me gusta quedar comprometido.
—No soy un mortal funcionario de la ley, señor James. Soy vampiro.
Hábleme con palabras que me resulten comprensibles.
Soltó una risita irónica.
—El cuerpo fue elegido con sumo cuidado —dijo—. A su antiguo dueño ya no le quedaba mente. Oh, no tenía nada de malo en lo orgánico, porque, como le dije, se le habían practicado exámenes exhaustivos. Se había convertido en una especie de gran animal de laboratorio. No se movía nunca. No hablaba. Había perdido irremediablemente la razón, por más que las neuronas sanas continuaran reproduciéndose, como suelen hacer.
Logré hacer el cambio por etapas. Expulsarlo a él de su cuerpo fue fácil.
Lo que requirió una gran habilidad fue tentarlo para que ingresara en mi antiguo cuerpo y luego dejarlo allí.
—Dónde está ahora su viejo cuerpo?
—Señor de Lioncourt, es del todo imposible que la vieja alma venga nunca a golpear las puertas, se lo garantizo.
—Quiero ver una foto de su viejo cuerpo.
—Para qué?
—Porque me va a decir cosas sobre su persona, quizá más de lo que me dice con palabras. Se lo exijo; no pienso seguir sin ver una foto.
—Ah, no? —Conservaba su sonrisa amable. —Y si me levanto y me voy?
—Mataré su espléndido físico nuevo no bien lo intente, y nadie se dará cuenta. Creerán que está borracho, que por eso lo sostengo entre mis brazos. Esas cosas las hago todo el tiempo.
Se quedó callado, pero noté que hacía cálculos febriles. Luego caí en la cuenta de lo mucho que él saboreaba la situación, cómo la había disfrutado desde el principio. Se asemejaba a un gran actor, inmerso por completo en el personaje más importante de su carrera.
Me sonrió, asombrosamente seductor; luego se quitó el guante derecho, sacó algo del bolsillo y me lo puso en la mano. Una foto vieja de un hombre delgado, de pelo canoso, ondulado. Le calculé unos cincuenta años. Llevaba una especie de uniforme blanco y corbata negra de moño.
En realidad tenía un aspecto agradable, mucho más fino que David aunque con el mismo estilo británico de elegancia, y una linda sonrisa.
Estaba apoyado contra una barandilla que parecía de barco. Sí, era un barco.
—Usted sabía que le iba a pedir una foto, ¿no?
—Tarde o temprano...
—Cuándo fue tomada?
—No tiene importancia. ¿Para qué diablos lo quiere saber?
—Dejó traslucir algo de impaciencia, que de inmediato disimuló.
—Fue hace diez años —precisó, bajando un tanto la voz—. ¿Le basta Con eso?
—Quiere decir que andaría por los..., sesenta y tantos?
—Digamos que sí —aceptó, con una ancha sonrisa.
—Cómo hizo para enterarse de esto? ¿Por qué no hubo otros que perfeccionaran la técnica?
Me miró de arriba abajo con cierto desagrado y me pareció que Podía llegar a perder la compostura. Luego volvió a asumir los modales corteses.
—Muchos lo han hecho —repuso, adoptando un tono confidencial—. Eso se lo podía haber dicho su amigo David Talbot, pero no quiso. El miente, como todos los brujos de la Talamasca. Son religiosos. Creen que pueden dominar a las personas; usan sus conocimientos para dominar.
—Cómo es que los conoce?
—Porque fui miembro de la orden —explicó con picardía, y volvió a sonreír—. Me expulsaron acusándome de utilizar mis poderes en mi propio provecho. ¿Para qué, si no? Por ejemplo usted, señor de Lioncour t, ¿para qué usa sus facultades si no en su propio beneficio?
De modo que Louis había acertado. No respondí. Traté de leerle la mente, pero fue inútil. En cambio, me afectó profundamente su presencia física, el calor que emanaba de él, la fuente cálida de su sangre. Suculento, sería un buen término para calificar su cuerpo, más allá de lo que pudiera opinarse sobre su espíritu. No me agradaba la sensación porque me dieron deseos de matarlo en ese mismo instante.
—Me enteré de lo de usted a través de la Talamasca —prosiguió, retomando el mismo tono confidencial—. Desde luego, yo estaba al tanto de sus pequeñas obras de ficción. Suelo leer ese tipo de literatura. Por eso me valí de los cuentos para comunicarme con usted. Pero fue en los archivos de la Talamasca donde descubrí que sus ficciones no eran tales.
Me indigné con Louis para mis adentros, por haber acertado.
—De acuerdo —dije—. Entiendo todo lo del cerebro dividido y el alma dividida, pero ¿y si después de hacer el cambio usted no quiere devolverme el cuerpo, y yo no tengo fuerza suficiente para recuperarlo?
¿Cómo puedo impedirle que se lo quede para siempre?
Permaneció un largo instante en silencio; luego respondió midiendo sus palabras:
—Con un buen soborno.
- Ah.
—Una cuenta bancaria de diez millones de dólares aguardándome para cuando vuelva a poseer mi cuerpo. —Volvió a meter la mano en el bolsillo y extrajo una tarjetita plástica con una pequeña foto de su nueva cara.
También había una huella digital además de su nombre, Raglan James, y un domicilio en Washington.
“Eso usted seguramente puede arreglarlo. Una fortuna que sólo pueda cobrar la persona que tenga este rostro y esta huella digital. No pensará que voy a despreciar semejante fortuna, ¿verdad? Además, no quiero su físico para siempre. Bastante elocuente ha sido usted al describir sus sufrimientos, su desasosiego, su ruidoso descenso al infierno, etcétera.
No. Su cuerpo lo quiero por un breve lapso, nada más. Hay ahí afuera muchos cuerpos esperando que los posea, muchas clases de aventura.
Examiné la tarjetita.
—Diez millones —repetí—. Es una suma abultada.
—No es nada para una persona como usted, que tiene miles de millones ocultos en bancos internacionales bajo todos sus nombres ficticios. Un ser con sus formidables facultades puede adquirir todas las riquezas del mundo. Sólo los vampiros de las películas de segunda deambulan durante toda la eternidad llevando unas vidas paupérrimas como sabemos.
Se limpió puntillosamente los labios con un pañuelo de hilo; luego bebió un sorbo de café.
—Quedé sumamente intrigado —continuó—— con sus descripciones del vampiro Armand en “La reina de los condenados”, cómo usó sus poderes para amasar una fortuna y construir una gran empresa, la Isla de la Noche..., hermoso nombre... Me dejó muy impresionado. —Sonrió un instante y luego prosiguió con la misma amabilidad. —No me costó mucho reunir datos sobre las afirmaciones que usted hace, aunque como ambos sabemos, su misterioso compañero hace tiempo ya que se marchó de la Isla de la Noche y desapareció de los archivos informáticos.., al menos que yo sepa.
No dije nada.
—Además, por lo que le estoy ofreciendo, diez millones es un regalo.
¿Quién otro le ha ofrecido tanto? No existe nadie, en este momento al menos, que pueda brindárselo.
—Y si fuera yo el que no quiere volver a lo de antes al concluir la semana?
Supongamos que quiera seguir siendo humano siempre.
—Por mí, no hay ningún problema, porque puedo desprenderme de su cuerpo en cualquier momento. Muchos estarían dispuestos a sacármelo de las manos. —Me obsequió una sonrisa respetuosa, de admiración,
—‘-Qué va a hacer con mi cuerpo?
—Disfrutarlo, ¡Disfrutar la fortaleza, el poder! Ya he tenido lo que puede ofrecer un cuerpo humano: juventud, belleza, elasticidad. También he estado en un cuerpo de mujer. Dicho sea de paso, no se lo recomiendo.
Por eso ahora quiero lo que usted tiene para ofrecer.
—Entrecerró los ojos e inclinó la cabeza. —Si hubiera por aquí algún ángel corpóreo, quizá también me le acercaría.
—No hay en la Talamasca registros de ángeles? Vaciló un instante y luego soltó una risita
—Los ángeles son espíritu puro, señor de Lioncourt, y nosotros estamos hablando de cuerpos, ¿verdad? Me apasionan los placeres de la carne. Y los vampiros son monstruos de carne, ¿no? Medran con la sangre. —Una vez más le noté un brillo especial en los ojos al pronunciar la palabra “sangre”.
—Qué es lo que persigue realmente? ¿Cuál es su pasión? No puede ser el dinero. ¿Para qué sirve el dinero? ¿Qué puede comprar con él?
¿Experiencias que no ha tenido?
—Sí, podríamos decir que es eso. Experiencias que no he tenido.
Obviamente soy un sensual, por así decirlo, pero si quiere que le diga la verdad —y no veo por qué debería haber mentiras entre nosotros—, soy en todo sentido un ladrón. No disfruto algo si no lo he obtenido regateando, engañando a alguien o robándolo. Es mi forma de encontrarle utilidad a todo, podríamos decir, ¡lo que me asemeja a Dios!
Se interrumpió como si se hubiera impresionado tanto con lo que había dicho, que tuvo que recobrar el aliento. Su mirada saltaba de un lado a otro; luego miró la taza de café semivacía y esbozó una sonrisita secreta.
—Me sigue, ¿verdad? Esta ropa la robé. Todo lo que tengo en mi casa de
Georgetown, cada mueble, cuadro y objeto de arte es robado. Hasta la casa misma es robada, o digamos que me fue transferida en una maraña de falsas impresiones y falsas esperanza s. Creo que lo llaman estafa. Es todo la misma cosa. —Nuevamente sonrió con aire de orgullo y, al parecer, con tal profundidad de sentimiento que me dejó impresionado.
—Todo el dinero que poseo es robado, lo mismo que el auto que conduzco en Georgetown. También los pasajes de avión que usé para perseguirlo a usted por todo el mundo.
No respondí. Qué extraño era, pensé, intrigado y al mismo tiempo repelido por él pese a su simpatía y aparente honestidad. Era un acto estudiado, casi perfecto. Y esa cara cautivante, que con cada nueva revelación parecía más expresiva, más dúctil. Más cosas me faltaba saber.
—Cómo consiguió seguirme a todas partes? ¿Cómo sabía dónde encontrarme?
—De dos maneras, para serle sincero. La primera es evidente. Poseo la facultad de abandonar mi cuerpo por períodos breves, durante los cuales puedo buscarlo atravesando enormes distancias. Pero no me gusta ese tipo de viaje incorpóreo. Además, usted no es fácil de encontrar. Se oculta durante largos períodos; después resplandece en una visibilidad total. Y, desde luego, se desplaza sin seguir esquema alguno. A menudo, cuando lo localizo y llevo mi cuerpo hasta el lugar, usted ya se ha marchado.
“Después hay otra manera, casi tan mágica como la anterior: los sistemas de informática. Usted usa varios nombres ficticios. Yo ya le descubrí cuatro. A menudo no soy lo suficientemente rápido y no puedo localizarlo a través de la computadora, pero puedo estudiar sus huellas. Y cuando decide volver al punto de partida, sé dónde ubicarlo.
Yo guardaba silencio, maravillándome una vez más de lo mucho que él disfrutaba todo eso.
—Tengo el mismo gusto que usted para las ciudades —dijo. —. Su mismo gusto en cuanto a hoteles: el Hassler en Roma, el Ritz en París, el Stanhope en Nueva York. Y desde luego, el Park Central en Miami, un hotelito muy simpático. No, no se ponga tan desconfiado. No tiene nada de raro perseguir a personas mediante la computadora. No tiene nada de especial sobornar a empleados para que nos muestren un comprobante de tarjeta de crédito o nos revelen datos que no deben dar a conocer. Con los trucos eso se consigue muy bien. No hace falta ser un asesino pretematural para lograrlo. En absoluto.
—Roba usted por computadora?
—Cuando puedo —admitió, haciendo una pequeña mueca—. Robo de diversas maneras. Nada me resulta indigno. Pero en modo alguno tengo la capacidad de alzarme con diez millones de dólares. Si la tuviera, no estaría aquí, ¿no le parece? No soy tan inteligente. En dos oportunidades me pescaron y caí preso. Ahí fue donde perfeccioné la forma de viajar fuera del cuerpo, ya que no tenía otra manera —La sonrisa que esbozó fue irónica.
—Por qué me cuenta todo esto?
—Porque su amigo David Talbot se lo va a decir, y porque creo que usted y yo deberíamos entendernos. Ya estoy cansado de correr riesgos. La gran razón que me anima es el cuerpo suyo, y los diez millones cuando se lo devuelva.
—Me suena todo tan trivial, tan prosaico
—Diez millones le parecen prosaicos”
—Sí. Cambió un cuerpo viejo por uno nuevo. ¡Volvió a ser joven!
‘Y el próximo paso, si yo acepto, será mi cuerpo, mis poderes. Sin embargo, lo que le importa es el dinero nada más.
—Ambas cosas! —protestó, desafiante—. Son cosas muy parecidas. —Con esfuerzo deliberado recobró la compostura. —Usted no se da cuenta porque adquirió al mismo tiempo el dinero y sus facultades. La inmortalidad es un gran féretro lleno de oro y piedras preciosas ¿No fue así como lo contó? Usted salió de la torre del Magnus convenido en inmortal y con una fortuna. O acaso esa historia es mentira? Aunque usted evidentemente es real, no sé si creer todas las cosas que escribió.
Pero tiene que comprender lo que le digo, porque usted también es ladrón.
Mi reacción inmediata fue de indignación. De pronto me resultó mucho más desagradable que al principio, cuando estaba tan nervioso.
—No soy un ladrón —murmuré a media voz.
—Sí lo es. Siempre les roba algo a sus víctimas. Sé que lo hace.
—No, nunca, salvo que... no quede otro remedio.
—Como usted diga. Yo, sin embargo, creo que lo es. —Se inclinó hacia adelante con los ojos nuevamente brillosos y me habló en tono tranquilizador: —Roba la sangre que bebe; eso no lo puede negar.
—Cómo fue el incidente que tuvo con la Talamasca?
—Ya le conté que me echaron, acusándome de usar mis dones para obtener información con fines personales. Me acusaron de engaño... y de robo, desde luego. Fueron muy tontos y miopes esos amigos suyos de la Talamasca. Me subestimaron totalmente. Tendrían que haberme valorado.
Tendrían que haberme estudiado, haberme implorado que les enseñe lo que sé.
“En cambio, me echaron y me pagaron seis meses de indemnización. Una miseria. Y me negaron mi último deseo... un pasaje en primera clase a los Estados Unidos en el Queen Elizabeth II. Habría sido tan sencillo que me lo concedieran. Además, estaban en deuda conmigo por todas las cosas que les revelé. Tendrían que habérmelo dado. —Suspiró, me lanzó una miradita y luego posó sus ojos en el local. —Pequeñas cosas que importan en este mundo. Importan mucho.
No le respondí. Volví a mirar la foto, la imagen que aparecía en la cubierta del barco, pero no estoy seguro de que él se haya dado cuenta. Tenía la mirada perdida en el ruidoso resplandor del local; sus ojos recorrían las paredes, el techo, se posaban en algún turista ocasional, pero no registraban nada.
—Traté de llegar a un acuerdo con ellos —continuó con la misma voz mesurada de antes—. Es decir, les pregunté si querían que les devolviera algunos objetos, que les aclarase ciertos interrogantes... usted sabe. ¡Pero no quisieron entender razones! Además, para ellos el dinero no tiene importancia, lo mismo que para usted. Son tan tacaños que ni siquiera analizaron la posibilidad. Me dieron un pasaje de avión en clase turista y un cheque por seis meses de sueldo. ¡Seis meses! ¡Ah, estoy tan cansado de estas vicisitudes!
—Qué le hizo pensar que podía ser más astuto que ellos?
—Es que lo fui! —exclamó, con una sonrisita—. No son muy cuidadosos con sus cosas. Usted no se da una idea de la cantidad de pequeños tesoros que les robé. Nunca se lo van a imaginar. Desde luego, el robo más importante fue usted, énterarme de que existía. Oh, descubrir esa cripta llena de reliquias fue pura buena suerte. Quiero que sepa que no me llevé ninguno de sus antiguos bienes: levitas ya podridas de sus placares de Nueva Orleáns, pergaminos con su firma rebuscada... hasta había un relicario con una pintura en miniatura de esa niña detestable...
—Cuide su vocabulario —susurré.
Se quedó muy callado.
—Perdone. No quise ofenderlo.
—Qué relicario? —quise saber. ¿Se habría percatado de que el corazón me latía con más fuerza? Procuré calmarme, no dejar que me subiera el sentimiento a la cara.
Qué sumiso parecía cuando respondió.
—Un relicario de oro con su cadena, que adentro tenía una miniatura ovalada. No quise robarlo, se lo juro. Lo dejé donde estaba. Todavía sigue en la cripta. Pregúntele a su amigo Talbot.
Ordené a mi corazón que se quedara quieto, al tiempo que borraba de mi mente todas las imágenes del relicario.
—Lo cierto es —dije luego— que la Talamasca lo pescó y lo puso de patitas en la calle.
—No veo por qué me sigue ofendiendo —musitó, humilde—.Usted y yo podemos llegar a un acuerdo sin necesidad de ser antipáticos. Lamento haber mencionado lo del relicario...
—Quiero pensar un poco su propuesta —dije.
—Podría ser un error.
—Por qué?
—Corra el riesgo! No se demore. Y tenga presente que, si me hace daño, desperdiciará esta oportunidad para siempre. Yo soy el único que puede brindarle esta experiencia; sin mí, no podrá saber Jamás qué se siente siendo de nuevo un ser humano. —Se me acercó, pero tanto que alcancé a sentir su aliento en mi mejilla. —Nunca va a saber lo que es caminar al sol, disfrutar una comida de verdaderos alimentos, hacer el amor con una mujer o un hombre.
—Quiero que salga ya mismo de aquí. Váyase de la ciudad y no regrese nunca. Yo iré a Georgetown a reunirme con usted cuando me sienta preparado. Y por tratarse de la primera vez, el cambio de cuerpo no será por una semana. Será...
—Puedo sugerirle dos días?
No le contesté.
—Y si empezamos con un día? —propuso—. Si le gusta, después podemos arreglar por un período más largo.
—Un día —dije, y mi voz sonó extraña aún para mis propios oídos—. Un período de veinticuatro horas... por ser la primera vez.
—Un día y dos noches. Le sugiero que sea este mismo miércoles, apenas se ponga el sol. El segundo cambio lo haríamos el viernes, antes del amanecer.
Nada dije.
—Tiene la noche de hoy y la de mañana para prepararse —agregó, queriendo engatusarme—. Después de hacer la mutación, va a tener toda la noche del miércoles y el jueves entero, podría ser hasta... ¿Le parece bien dos horas antes de salir el sol el viernes? Le tiene que resultar cómodo así. —Me observó detenidamente y luego, con una pizca de ansiedad. —Ah, y tráigame uno de sus pasaportes, cualquiera que sea; también una tarjeta de crédito y en los bolsillos, una suma de dinero además de los diez millones. ¿Comprendido?
Seguí sin responder.
—Usted sabe que esto va a andar bien.
Continué callado.
—Créame que todo lo que le dije es verdad. Pregúntele a Talbot. Yo no nací apuesto como me ve ahora. Y este cuerpo está ya mismo, en este instante, a su disposición.
No hablé.
—Venga a yerme el miércoles. Se va a alegrar de haberlo hecho.
—Se interrumpió, y sus modales se suavizaron aún más. —Mire... Me da la sensación de que lo conozco —aseguró, su voz apenas un susurro—. ¡Sé lo que quiere! Es espantoso desear algo y no tenerlo. Ah, pero cuando uno después sabe que lo puede conseguir...
Lo miré a los ojos. Su rostro atractivo estaba sereno, sin la menor expresión, y los ojos parecían maravillosos por su fragilidad y su precisión. La piel parecía tener elasticidad y pensé que sería sedosa al tacto. Luego me llegó una vez más su voz, una especie de cuchicheo seductor en el cual las palabras trasuntaban un dejo de tristeza.
—Esto es algo que sólo podemos hacer usted y yo —dijo—. En cierto sentido, se trata de un milagro que únicamente usted y yo somos capaces de comprender.
La cara, con su tranquila belleza, me pareció en ese momento monstruosa, lo mismo que la voz, con su timbre encantador, con su elocuencia, con su manera de expresar empatía y hasta afecto, quizá hasta amor.
Sentí un deseo imperioso de aferrarlo por el cuello, de sacudirlo hasta que perdiera la compostura y dejara de fingir un sentimiento profundo, pero de ninguna manera lo iba a hacer. Me sentía cautivado por los ojos y la voz. Me estaba dejando hechizar, del mismo modo que antes me había dejado invadir por las sensaciones físicas de agresión. Eso se debía, supuse, a que ese individuo parecía frágil y ridículo y yo, en cambio, estaba seguro de mi propia fortaleza.
Pero era mentira. ¡Yo quería hacer el experimento! Quería hacer el cambio. Sólo al rato él desprendió su mirada y la paseó por el local. ¿Estaría esperando su oportunidad? ¿Qué pasaba por su alma artera y totalmente encubierta? ¡Un hombre que podía robar cuerpos, vivir dentro de la carne de otros!
Con gestos despaciosos, sacó una lapicera, arrancó una servilletita de papel y escribió el nombre y la dirección de un banco. Me dio el papel y lo guardé en el bolsillo sin abrir la boca.
—Antes de hacer el cambio —me advirtió— le daré mi pasaporte; el que tiene la cara correcta, desde luego. A usted lo dejaré cómodamente instalado en mi casa. Supongo que llevará dinero consigo... siempre lleva.
Mi casa le resultará muy acógedora. Georgetown le va a gustar. —Sus palabras me producían una sensación de dedos suaves recorriendo el dorso de mi mano, algo fastidioso y emocionante a la vez. —Es un sitio antiguo, muy civilizado. Por supuesto, allí ahora nieva. Hace mucho frío.
Si quisiera hacer el cambio en un lugar más cálido...
—No me molesta la nieve —dije por lo bajo.
—Me imagino. Bueno, de todos modos le dejaré mucha ropa de abrigo — agregó en el mismo tono conciliatorio.
—Ninguno de esos detalles me importa. —Qué tonto era al suponer que me interesaban. El corazón me latía desordenadamente.
—Oh, eso no lo sé. Cuando sea humano tal vez note que empiezan a importarle muchas cosas.
A usted, puede ser, pensé. A mí lo único que me importa es estar en ese cuerpo, sentirme vivo. Rememoré la nevada del último invierno en Auvernia. Vi el sol que caía desde las montañas... Vi al cura del pueblo, temblando en el gran hall en el momento en que se quejaba ante mí de los lobos que bajaban a la aldea por las noches. Por Supuesto, me comprometí a darles caza. Era mi obligación.
No me molestó que pudiera haberme leído esos pensamientos.
—Y no quiere probar la buena comida, un buen vino? ¿Qué me dice de tener relaciones con una mujer, o con un hombre si o prefiere? Para eso necesitará dinero y una casa agradable.
No le respondí. Vi el sol sobre la nieve. Lentamente mis ojos • ascendieron hasta el rostro de ese ser. Me llamó la atención lo atractivo que resultaba por el hecho de haber adoptado ese nuevo modo de Persuasión, cuánto se parecía a David.
Cuando vi que estaba por seguir hablándome de lujos, le hice señas de que callara.
—De acuerdo —acepté—. Creo que me verá el miércoles. ¿Digamos una  hora después de caer el sol? Ah, y le advierto que esa fortuna de diez millones de dólares estará a su disposición la mañana del viernes sólo por un período de dos horas. Tendrá que ir en persona a retirarla. —Lo toqué con suavidad en el hombro. —A esta persona me refiero.
—Por supuesto. Con todo gusto.
—Además, va a necesitar una contraseña para efectuar la transacción. Esa contraseña la sabrá cuando me devuelva mi cuerpo según lo convenido.
—No, nada de contraseñas. La transferencia de fondos debe estar terminada antes de que cierre el banco, el miércoles por la tarde, para que lo único que tenga que hacer el viernes sea presentarme ante su representante, dejarme tomar las impresiones digitales si usted insiste en ello, y que luego él me pueda firmar la cesión del dinero.
Yo estaba callado, reflexionando.
—Al fin y al cabo, mi apuesto amigo, ¿qué pasa si no le gusta su experiencia de un día como ser humano, si le parece que no valió la pena?
..Si, va a valer la pena —murmuré, más hablando conmigo mismo que con él.
—Nada de contraseñas —repitió.
Lo escruté en silencio. Cuando me sonrió, le noté un aspecto casi inocente y muy juvenil. Dios santo, tuvo que haber sido muy importante para él haber conseguido ese vigor juvenil. No podía ser que no se hubiera deslumbrado, aunque más no fuera durante un rato. Al principio debe haber pensado que había obtenido lo que siempre ambicionó.
—Lejos de eso! —exclamó de repente, como si no pudiera impedir que le salieran las palabras de la boca.
No pude menos que reírme.
—Le voy a contar un pequeño secreto sobre la juventud —dijo, con súbita sequedad—. Bernard Shaw dijo que la juventud se desperdicia en los jóvenes. ¿Recuerda ese comentario al que siempre le asignó tanto valor?
—Sí.
—Bueno, no es así. Los jóvenes saben lo difícil y terrible que puede ser la juventud. La juventud se desperdicia en todos los demás: ése es el horror.
Los jóvenes no tienen autoridad, no tienen respeto.
- Está loco. Creo que UD no usa bien lo que roba. ¿Como puede no emocionarse ante el vigor? ¿Cómo puede no regocijarse con la belleza que ve reflejada en los ojos de quienes lo miran?
Sacudió la cabeza.
—Eso lo disfrutará usted —repuso——. El cuerpo es joven, tiene toda la - juventud que usted siempre quiso. Sin duda se emocionará con el vigor, como dice; se regocijará con esas miradas de aprobación. —Calló. Bebió un último sorbo de café y quedó con la mirada clavada en el pocillo. —
Nada de contraseñas —añadió.
—De acuerdo.
—Ah, bueno —dijo, y una sonrisa esplendorosa se pintó en su rostro—. Recuerde que por esta suma yo le ofrecí una semana. Fue usted quien prefirió aceptar un día, no más. Quién sabe, cuando le tome el gustito, querrá prolongarlo más tiempo.
—Quien sabe. —Otra vez me distraje con sólo mirarlo, al ver la mano grande y tibia que en ese momento cubrió con el guante.
—Y si quiere hacer otra mutación, le costará otra suma abultada de dinero —expresó alegremente, todo sonrisas, acomodándose la bufanda dentro de las solapas.
—Sí, claro.
—Para usted el dinero no significa nada, ¿no es así?
—Nada en absoluto. —Qué trágico, pensé, que para él signifique tanto.
—Bueno, ahora me voy. Lo dejo que se vaya preparando. Nos vemos el miércoles, como quedamos.
—No trate de huir de mí —le advertí en voz baja, inclinándome un poco hacia adelante. Luego levanté la mano y le toqué la cara.
El gesto evidentemente lo sobresaltó, porque se quedó inmóvil, como un animal que, en el bosque, de pronto percibe que puede haber peligro donde antes no lo había. Pero su expresión siguió siendo Calma cuando dejé los dedos apoyados contra su cutis afeitado.
Poco a poco fui bajando la mano, y entonces sentí la solidez de Su mentón. Dejé la mano en su cuello. También por allí había pasado la afeitadora dejando su huella tenue; la piel era muy firme y emanó de ella un aroma joven en el momento en que brotaron gotas de sudor de su frente y sus labios se plegaban para formar una sonrisa.
—Supongo que habrá disfrutado aunque sea un poco siendo joven
—aventuré.
Sonrió, como si supiera cuánto podía seducir con esa sonrisa.
—Sueño los sueños de los jóvenes —confesó- -—, o sea que siempre sueño con ser mayor, más rico, más sensato, más fuerte.
Solté una risita.
—Lo espero el miércoles por la noche —dijo con la misma elocuencia—.
De eso puede estar seguro. Venga. Sucederá, se lo prometo. —
Inclinándose hacia adelante, susurró: —iVa a habitar en este físico! —Y una vez más me dirigió una sonrisa cautivante.
—Ya va a ver.
—Quiero que se marche ya mismo de Nueva Orleáns.
—Oh, sí, enseguida —aceptó. Y sin decir media palabra más, se puso de pie alejándose de mí, tratando de disimular su repentino temor. —Tengo listo el pasaje. No me agrada su sucio reducto caribeño.
—Lanzó una risita humilde. Luego prosiguió con aire de maestro que amonesta a un alumno. —Hablaremos más cuando usted venga a Georgetown. Y mientras tanto, no trate de espiarme porque me voy a dar cuenta. Tengo una gran capacidad para advertir esas cosas. Hasta la Talamasca se asombró de mis poderes. ¡Tendrían que haberme conservado en su rebaño! ¡Tendrían que haberme estudiado! —Se cortó. —Lo voy a espiar de todas maneras —dije, imitando su tono de voz bajo y medido—. Y no me importa que se entere.

Volvió a reírse, pero en un tono levemente aplacado; luego con una pequeña inclinación de cabeza, se encaminó de prisa hacia la puerta. Era de nuevo un ser desgarbado y torpe, poseído por un loco entusiasmo. Y qué trágico me pareció, porque ese cuerpo, con otro espíritu en su interior, seguramente podría haberse movido como una gacela.
Lo alcancé cuando iba por la acera y casi se muere de espanto.
—Qué quiere hacer con mi cuerpo? —le pregunté—. Me refiero a otra cosa además de huir del sol por las mañanas como si fuera un insecto nocturno o una babosa gigante.
—Qué le parece? —dijo, asumiendo un aire de caballero inglés y al mismo tiempo con total sinceridad—. Quiero beber sangre. —Abrió mucho los ojos y se me acercó más. —Quiero quitar la vida en el acto de beberla. Ese es el atractivo, ¿no? Lo que a usted más le atrae no es la sangre sino la vida de esas personas. Yo nunca le he robado a nadie nada de valor. —Me dirigió una sonrisa de complicidad. —El cuerpo, sí, pero no la sangre y la vida.
Lo dejé ir, para lo cual hice un ademán visible de echarme hacia atrás, como un momento antes él había hecho conmigo. El corazón me latía con fuerza y temblé de arriba abajo al observar su rostro bello y en apariencia inocente.
No se le borró la sonrisa.
—Usted es ladrón por excelencia —me espetó—. ¡Cada vida que quita es robada! Sí, anhelo tener su cuerpo; tengo que vivir esa experiencia.
Introducirme en los archivos de vampiros de la Talamasca fue un triunfo, pero poseer su cuerpo, ¡y robar sangre estando en él! ¡Oh, sería todo un logro!
—Aléjese de mí! —musité.
—Vamos, vamos, no sea tan quisquilloso. No le gusta cuando otros se lo hacen a usted. Lo considero un ser privilegiado, Lestat de Lioncour t. Encontró lo que buscaba Diógenes. ¡un hombre honesto!
—Otra amplia sonrisa y luego una andanada de risas, como si ya no pudiera contenerlas mas. —Lo veo el miércoles. Venga temprano, porque quiero que me quede la mayor cantidad de noche posible.
Dio media vuelta y se alejó presuroso. Hizo señas enérgicas a un taxi; luego se lanzó contra el tránsito para introducirse en un coche que acababa de detenerse, obviamente para otra persona. Hubo una pequeña discusión que él ganó de inmediato, por lo que cerró con fuerza la puerta y el vehículo se alejó a toda velocidad. Vi por la ventanilla sucia que me
guiñaba un ojo, y saludaba con la mano. Un instante después, él y el auto habían desaparecido.
Incapaz de reaccionar, quedé sumido en el desconcierto. Pese al frío nocturno, había mucho movimiento, vocerío de turistas, autos que reducían la velocidad al pasar por la plaza. Sin un designio expreso, sin palabras, traté de pensar en cómo podía ser el paisaje durante el día; traté de imaginar los cielos sobre ese punto de un impreciso tono azul.
Después, me subí lentamente el cuello del sobretodo.
Horas y horas caminé, sintiendo en mis oídos la voz culta, refinada.
Lo que a usted más le atrae no es la sangre sino la vida de esas personas.
Yo nunca le he robado a nadie nada de valor. El cuerpo, sí, pero no la sangre y la vida.
No me sentía con coraje para enfrentar a Louis. No soportaba la idea de conversar con David. Y si Marius se enteraba de mi proyecto, más me valdría ni empezarlo. ¡Quién sabe lo que Marius podía llegar a hacerme sólo por haber albergado semejante idea! Sin embargo él, con su amplia experiencia, sabría si eso era verdad o fantasía. Oh, dioses, ¿es que nunca quiso hacerlo él mismo?
Por último regresé a mi departamento, apagué las luces y me desplomé sobre el muelle sofá de pana que, ubicado frente a la ventana de vidrio, permitía ver allá abajo la ciudad.
Tenga presente que, si me hace daño, desperdiciará esta oportunidad para siempre... Sin mí no podrá saber jamás qué se siente Siendo de nuevo un ser humano... Nunca va a saber lo que es caminar al sol, disfrutar una comida de verdaderos alimentos, hacer el amor con una mujer o un hombre.
Pensé en la facultad de elevarme y abandonar el cuerpo material. No me gustaba ese don, y esa posibilidad de realizar el viaje incorpóreo, como se la llamaba, tampoco me salía espontáneamente. De hecho, podía contar con los dedos de una mano las pocas veces que la había usado.

Y con todo lo que padecí en el Gobi, nunca traté de abandonar mi forma material; ni siquiera se me ocurrió elevarme y salir del cuerpo.
Es más, la idea de estar desconectado de mi cuerpo, de flotar a la deriva sin poder encontrar la puerta del cielo o del infierno, me resultaba aterradora. Y la evidencia de que esa alma errante no podía trasponer el portal de la muerte a voluntad, se me presentó con toda nitidez desde la primera vez que experimenté con el truco. ¡Pero introducirme en el cuerpo de un mortal! Quedar anclado ahí, caminar, sentir, ver como mortal... Ah, no podía contener la emoción, una emoción que se estaba convirtiendo en puro dolor.
Después de hacer la mutación, va a tener toda la noche del miércoles y el jueves entero. El jueves entero, entero...
Por último, un rato antes del amanecer, llamé a mi agente de Nueva York.
Ese hombre no sabía de la existencia de mi agente de París. Me conocía sólo con dos nombres, y hacía mucho que yo no usaba ninguno de los dos. Era muy improbable que Raglan James conociera esas identidades y sus diversos recursos. Me pareció la ruta más sencilla a seguir.
—Tengo un trabajito que encargarle, algo muy complicado que es preciso realizar de inmediato.
—Sí, señor, como usted diga.
—Le daré el nombre y domicilio de un banco de. Washington. Quiero que lo anote...


9

A la noche siguiente, completada la documentación necesaria para transferir los diez millones de dólares, la envié por mensajero al banco de Washington junto con la tarjeta de fotoidentificación del señor Reglan James, además de una reiteración total de las instrucciones, de mi puño y  letra, y la firma de Lestan Gregor, que, por diversas razones, era el mejor nombre para usar en toda esa cuestión.
Mi representante en Nueva York también me conocía por otro seudónimo, al que convinimos no hacer figurar en ningún momento  de la transacción; por otra parte, si necesitaba ponerme en contacto con él, ese otro nombre, y dos contraseñas nuevas, lo autorizarían para realizar transferencias de dinero, bastando para ello sólo una orden verbal de mi parte.

En cuanto al nombre Lestan Gregor, desaparecería por completo de toda documentación no bien los diez millones pasaran a poder del señor James. Los restantes bienes del señor Gregor quedaban transferidos a mi otro nombre, que, dicho sea de paso, era Stanford Wilde.
Todos mis representantes están habituados a recibir instrucciones así de insólitas: cesiones de dinero, abandono de identidades, orden de girarme fondos adondequiera que me encuentre, mediante apenas un llamado telefónico. Pero ajusté el sistema. Di contraseñas raras, difíciles de pronunciar. En suma, hice todo lo posible por mejorar la cuestión de la seguridad en torno de mis identidades, como también para dejar totalmente establecidas las condiciones para la transferencia de los diez millones.
Desde el mediodía del miércoles el dinero estaría en una cuenta fiduciaria en el banco de Washington, del cual sólo podría retirarlo el señor Reglan James y únicamente entre las diez y las doce del viernes siguiente. El señor James demostraría su identidad si su aspecto coincidía con la foto, además de su huella digital y su firma, antes de que el dinero pasara a su cuenta. A las doce y un minuto toda la transacción quedaría sin efecto y el dinero regresaría a Nueva York.
Al señor James debían presentársele las condiciones a más tardar el miércoles por la tarde y se le habría de asegurar que, en caso de cumplirse con todos los requisitos, el dinero le sería transferido según lo pactado.
Me pareció que era un convenio riguroso, pero yo no era ladrón no obstante lo que pensara el señor James. Sabiendo que él sí lo era, revisé varias veces hasta el último detalle, en forma algo Compulsiva, para no darle ventaja alguna.
Luego me pregunté por qué todavía me estaba engañando con que no iba a realizar el experimento, si ya tenía decidido hacerlo.
Entretanto, a cada rato sonaba el teléfono de mi departamento, Ya que David trataba desesperadamente de comunicarse conmigo; Pero yo me quedé sentado en la oscuridad, sin atender, un tanto fastidiado con los timbrazos, hasta que por fin desconecté el aparato.
Lo que me proponía hacer era despreciable. Ese canalla sin duda usaría mi cuerpo para los crímenes más crueles y abyectos. ¿Y yo iba a permitir que sucedieran sólo para poder ser humano? Era difícil justificarlo desde todo punto de vista.
Cada vez que pensaba en la posibilidad de que mis compañeros — cualquiera de ellos— pudieran descubrir la verdad, me estremecía y trataba de pensar en otra cosa. Ojalá estuvieran muy ocupados con sus forzosas actividades en todo el mundo ancho y hostil.
Cuánto mejor pensar en toda la propuesta con creciente emoción. Y el señor James sin duda estaba en lo cierto respecto al tema del dinero. Diez millones no significaban absolutamente nada para mí. A través de los siglos amasé una gran fortuna que fui aumentando de diversas maneras, y yo mismo no sabía a cuánto ascendía.

Por mucho que entendiera lo distinto que era el mundo para un mortal, aún no comprendía del todo por qué a James le importaba tanto el dinero. Al fin y al cabo, estábamos hablando de una magia potente, de enormes poderes sobrenaturales, de percepciones espirituales potencialmente abrumadoras, de hechos demoníacos, cuando no heroicos. Pero era obvio que lo que el hijo de puta deseaba era dinero.
Pese a todo, no tenía otro interés que el dinero. Y quizá fuese mejor así.
Pensemos en lo peligroso que podía ser en caso de tener grandes ambiciones. Pero no las tenía.
Y yo ansiaba ese cuerpo humano: en definitiva era eso.
Lo demás, en el mejor de los casos, eran racionalizaciones. Y a medida que iban pasando las horas, eso era lo que más hacía.
Me planteé, por ejemplo, si entregar mi poderoso cuerpo era un acto tan vil. Ese idiota no era capaz de usar el cuerpo humano que tenía. En la mesa del café, durante media hora estuvo hecho un verdadero gentleman, pero, no bien se levantó, arruinó todo con sus gestos poco elegantes.
Jamás podría aprovechar mi fortaleza física. Tampoco podría orientar mis facultades telekinésicas por más parapsicólogo que dijera ser. A lo mejor podía usar la telepatía, pero en cuanto a poner en estado hipnótico o hechizar, seguramente no podría siquiera empezar a usar esos dones.
Dudo que hubiera logrado desplazar se con velocidad. Por el contrario, iba a ser lento, torpe. Le sería imposible volar y quizá hasta se metería en apuros.
Sí, mejor que fuese un maquinador vil y no uno de esos tipos violentos que se creen dioses. Y yo, ¿qué pensaba hacer?
¡La casa en Georgetown, el auto y las demás cosas no me importaban en absoluto! Fui sincero al decírselo. ¡Quería sentirme vivo! Claro que iba a necesitar algo de dinero para bebidas y alimentos, pero ver la luz del día no costaba nada. Más aún, para esa vivencia no hacían falta grandes lujos ni un confort especial. Yo sólo anhelaba la experiencia física y espiritual de ser nuevamente de carne y • hueso. ¡Me consideraba totalmente distinto de ese miserable Ladrón de Cuerpos!
Pero me quedaba una duda. ¿Y si no bastaban diez millones para que me devolviera mi físico? Tal vez me convenía duplicar el monto. Para alguien tan estrecho de miras como él, una fortuna de • veinte millones sería una gran tentación. Y, en el pasado, siempre me había dado buenos resultados duplicar las sumas que cualquiera me cobraba por sus servicios; así, obtenía una lealtad que ni ellos • mismos habrían creído posible jamás.

Volví a llamar a Nueva York y dupliqué la cifra. Como era de prever, mi agente creyó que me estaba volviendo loco. Usamos las nuevas contraseñas para confirmar la validez de la transacción. Después corté.
Ya era hora de conversar con David o ir a Georgetown. Además le había hecho una promesa a David. Me quedé muy quieto,
esperando que sonara el teléfono. Cuando sonó, lo atendí.
—Gracias a Dios que te encuentro.
—Qué pasa? —le pregunté.
—Reconocí en el acto el nombre Raglan James, y tenías toda la razón. ¡Ese tipo no está dentro de su cuerpo! La persona de que hablas tiene sesenta y siete años. Nació en la India, se crió en Londres, y estuvo cinco veces preso. Es un ladrón conocido por todos los organismos de seguridad de Europa, un estafador. También tiene notables poderes parapsicológicos, de magia negra... de los más arteros que se conocen.
—Sí, me contó. Consiguió infiltrarse en la orden.
—Así es; fue uno de los errores más grandes que cometimos.
Pero ese tipo es capaz de seducir a la Virgen María, de robarle el reloj al mismísimo Dios. Sin embargo, en pocos meses se cayó su Propia fosa y ése es el quid de la cuestión. Escúchame bien, Lestat.
¡Los que hacen magia negra o hechicerías siempre se hacen mal a sí mismos! Con esos dones podía habernos tenido engañados toda la vida; ¡en cambio los utilizó para desplumar a los otros miembros Y saquear las criptas!
—También me lo contó. En cuanto al asunto de cambiar de cuerpo, ¿puede quedar alguna duda?
—Descríbeme al hombre tal como lo viste.
Así lo hice. Recalqué el dato de la estatura y la contextura robusta. El pelo grueso y brillante, la piel extrañamente tersa y satinada.
Su excepcional belleza.
—En este mismo instante estoy mirando una foto suya.
—A ver, dime —le pedí.
—Estuvo un tiempo recluido en un hospital de Londres para dementes criminales. La madre era anglo- india, lo cual explica su tez excepcional, que aquí también se advierte. El padre era taxista. El tipo mismo trabajaba en un taller donde arreglaban autos sumamente caros. Como actividad secundaria comercializaba drogas para poder comprarse él también esos coches. Un día asesinó a toda su familia —la mujer, dos hijos, el cuñado y la madre—, y luego se entregó a la policía. Se le encontró en la sangre una aterradora mezcla de alucinógenos y gran cantidad de alcohol. Eran las mismas drogas que solfa vender a los jóvenes del barrio.
—Trastorno de los sentidos pero nada malo en el cerebro.
—Precisamente, esa furia homicida se la provocaron las drogas, según pudieron comprobar las autoridades. Después del incidente, el hombre no volvió a abrir la boca. Permaneció inmune a todo estímulo hasta tres semanas después de haber sido internado, momento en el cual se escapó misteriosamente, dejando en su habitación a un enfermero asesinado. ¿A
que no te imaginas quién era el enfermero?
—James.
—Exacto. En la autopsia se realizó la identificación mediante las huellas digitales, dato que luego fue corroborado por la Interpol y Scotland Yard.
James había estado trabajando en el hospital con nombre falso durante un mes, ¡sin duda esperando que arribara tal cuerpo! Después asesinó alegremente su propio cuerpo. Un tipo de acero, el hijo de puta, para haber podido hacer eso.
“Claro que era un cuerpo muy enfermo, se estaba muriendo de cáncer. La autopsia determinó que no habría vivido más de seis meses. Lestat, bien puede ser posible que. James haya ayudado a cometer los crímenes mediante los cuales pudo disponer luego del cuerpo del joven. Si no hubiese robado ese físico, habría conseguido otro de manera similar. Y
una vez que mató su propio cuerpo, éste se fue a la tumba llevándose consigo todo el prontuario criminal de James.
—Por qué me dio su nombre verdadero, David? ¿Por qué me contó que perteneció a la Talamasca?
—Para que yo pudiera confirmar su versión. Todo lo que hace está calculado. Tú no sabes lo astuto que es. ¡Quiere que sepas que puede hacer todo lo que dice! Y que el antiguo dueño de ese cuerpo joven ya no puede causar trastornos.
—Pero David, aún hay ciertos aspectos que me desconciertan. El alma del otro hombre, ¿murió en el cuerpo viejo? ¿Por qué no... salió?
—El pobre diablo no debe ni haber sabido que era posible semejante cosa.
Es indudable que James orquestó el cambio. Mira, tengo aquí todo un legajo con testimonios de otros miembros de la orden. Ellos dicen que ese individuo los forzó a salir de sus cuerpos y se apoderó luego de ellos durante breves lapsos.
“Esas sensaciones que experimentabas —la vibración, la contracción— las sintieron también ellos. Y hablo de miembros de la Talamasca, toda gente culta. Este mecánico de taller no entendía de esas cosas.
“Su experiencia con lo pretematural se limitaba a las drogas, y sólo Dios sabe qué otras ideas andaban rondando por ahí. Además, durante todo el proceso James trató con un hombre en grave estado de shock.
—Y si todo fuera una especie de astuta artimaña? —sugerí.
—Descríbeme al James que tú conocías.
—Flaco, casi demacrado, ojos de mirada intensa, pelo canoso, abundante.
Aspecto bastante agradable. Recuerdo que tenía una voz hermosa.
—Es él.
—Lestat, esa nota que me enviaste por fax desde París..., no deja dudas. Es la letra de James, es su firma. ¿No ves? ¡Se enteró de que existías a través de la orden! Para mí ése es el aspecto más perturbador: que localizó nuestros archivos.
—Eso me dijo.
—Ingresó en la orden para tener acceso a esos secretos. Entró ilegalmente en nuestro sistema de computación. Quién sabe cuántas cosas habrá descubierto. Pero no pudo resistir la tentación: le robó un reloj pulsera de plata a uno de los miembros y sustrajo un collar de brillantes de las criptas. Tuvo una actitud osada con los demás. Les robó cosas de sus habitaciones. ¡No debes tener más trato con esa persona!
—Me estás hablando como superior general, David.
—Lo que está en juego es un cambio de cuerpo, poner todos tus poderes a disposición de ese individuo!
—Lo sé.
—No debes hacerlo. Permíteme hacerte una sugerencia terrible. Si disfrutas quitando la vida, como me has dicho, ¿por qué no asesinas cuanto antes a este sujeto tan nefasto?
——-David, hablas por orgullo herido. ¡Y me parece terrible lo que propones!
—No juegues conmigo. No hay tiempo. ¿No te das cuenta de que este  personaje es tan taimado que debe estar especulando con tu carácter veleidoso? Te eligió a propósito, tal como eligió al pobre mecánico de Londres. Ha estudiado los datos que hay sobre tu impulsividad, tu audacia. Y puede suponer con fundamento que no vas a hacer caso de mis advertencias.
—Interesante.
—Habla más alto, que no te oigo.
—Qué más me puedes decir?
—Qué más te hace falta saber?
—Quiero entender esto.
—Por qué?
—David, comprendo que el pobre mecánico haya estado confundido, pero, ¿por qué el alma no salió del cuerpo canceroso cuando James le asestó el golpe de gracia en la cabeza?
—Tú mismo lo has dicho, Lestat. Porque el golpe fue en la cabeza. El alma  ya se había enredado con el nuevo cerebro. No hubo un momento de claridad o de voluntad en el cual pudiera haber salido en libertad. Hasta en los hechiceros astutos como James, si les produces daños graves en el tejido cerebral, el alma no tiene tiempo de liberarse y se produce la muerte física, que se lleva de este mundo el alma entera. Si decides ultimar a este monstruo, atácalo por sorpresa y destrózale el cráneo como si aplastaras un huevo.
Me reí.
—David, nunca te oí tan exasperado.
—Porque te conozco, porque sé que quieres hacer la mutación y no deberías!
—Contéstame unas preguntas más. Quiero analizar todas las posibilidades.
—No.
—La experiencia de estar próximo a la muerte... Me refiero a esa pobre gente que tiene un infarto, atraviesa un túnel, vé una luz y después vuelve a la vida. ¿Qué les pasa a ellos?
—Sólo tengo conjeturas.
—No te creo. —Le conté lo mejor que pude lo que había mencionado James acerca del tallo cerebral y el alma residual. —En las experiencias de acercarse a la muerte, ¿quedó una parte del alma?
—Puede ser, o quizás esos individuos mueren de verdad, cruzan realmente al otro lado; pero el alma íntegra, intacta, es enviada de retomo.
—Sea como fuere. uno no muere por el simple hecho de haber salido de su cuerpo, ¿no? Si en el desierto de Gobi yo hubiera salido de mi Cuerpo, no podría haber encontrado el portón de entrada, ¿verdad? El portón no habría estado allí. Sólo se abre para el alma entera.
—Sí; que yo sepa, sí. —No habló durante un instante. —Por qué me lo preguntas? —dijo luego—. ¿Todavía sueñas con morir?
No lo creo; te veo muy desesperado por vivir.
—Hace dos siglos que estoy muerto, David. ¿Qué me dices de los fantasmas, los espíritus que habitan en la tierra?
—No pudieron encontrar el portón, por más que se les abrió. O bien ellos se negaron a trasponerlo. Mira, si quieres podemos charlar sobre todas estas cosas alguna noche, paseando por las callecitas de Río o donde te parezca. Lo importante es que me jures que no vas a tener más tratos con ese brujo, si es que no quieres aceptar mi consejo de ultimarlo cuanto antes.
—Por qué le tienes tanto miedo?
• —Tú no entiendes lo destructivo y depravado que es. ¡No puedes entregar tu cuerpo a semejante individuo! Y eso es lo que pretende hacer.
¡Si te propusieras poseer un cuerpo mortal durante un tiempo, yo me opondría por ser algo antinatural, diabólico! ¡Pero entregárselo a ese demente! Oh, ¿por qué no vienes a Londres? Quiero convencerte de que no lo hagas. ¡Estás en deuda conmigo!
—David, tú lo investigaste antes de que entrara en la orden, ¿no? ¿Qué clase de hombre es? Es decir, ¿cómo fue que se convirtió en una especie de brujo?
—Nos engañó con complicadas maquinaciones y documentación falsa en una escala difícil de imaginar. Le encantan esas con fabulaciones Además es un genio de la informática. La investigación más importante la practicamos después de que se hubo ido.
—Y cómo fueron sus comienzos?
—Venía de una familia rica de comerciantes. Hicieron mucho dinero antes de la guerra. La madre era una famosa medium, al parecer honesta y abnegada, que cobraba una suma módica por sus servicios. Todo el mundo la conocía en Londres. Recuerdo haber oído hablar de ella mucho antes de interesarme por estas cosas. La Talamasca confirmó en más de una ocasión que era auténtica, pero ella nunca quiso prestarse para que la estudiaran. Era una mujer frágil, y amaba entrañablemente a su único hijo varón.
—Raglan —acoté.
—Sí. Murió de cáncer con terribles dolores. La hija mujer se hizo costurera y hasta el día de hoy trabaja en Londres, en una tienda para novias. Hace unos trabajos finísimos. Sufrió mucho con la muerte de su problemático hermano, pero también siente alivio. Hablé con ella esta mañana y me contó que el hermano había quedado destruido con la pérdida de la madre, que murió cuando él era muy joven.
—Es comprensible.
—El padre trabajó casi toda su vida en la empresa naviera Cunard, y los últimos años fue camarero de primera clase en el Queen Elizabeth II. Muy orgulloso de su desempeño. Gran escándalo no hace muchos años, cuando, por recomendación del padre, también contrataron a James, y le robó cuatrocientas libras a un pasajero. El padre lo repudió y fue rehabilitado por la Cunard antes de morir. Al hijo, jamás volvió a dirigirle la palabra.
—Ah, la foto en el barco.
— ¡Cómo?
—Y cuando ustedes lo echaron, quiso viajar en ese mismo buque de regreso a los Estados Unidos, ¿verdad?
—El te contó eso? Es posible. Yo no me ocupé de los detalles.
—No importa. Continúa. ¿Cómo es que se dedicó a lo oculto?
—Era un hombre muy instruido. Estuvo varios años en Oxford, aunque a veces llevaba una vida paupérrima. Empezó a practicar la labor de medium incluso antes de que muriera la madre. No demostró sus habilidades hasta la década del cincuenta, en París, donde enseguida tuvo muchísimos adeptos a los que timó de las maneras más burdas imaginables, y terminó preso.
“Más o menos lo mismo le pasó después en Oslo. Luego de tener diversos trabajos, incluso algunos muy serviles, fundó una suerte de iglesia espiritista, le robó sus ahorros a una viuda y fue deportado. Después trabajó en Viena como camarero en un hotel de primera, hasta que en cuestión de semanas se convirtió en parapsicólogo de gente rica. También hizo una rápida retirada antes de que lo detuvieran. En Milán le robó miles a un miembro de la antigua aristocracia y tuvo que huir de la ciudad a medianoche. Su nuevo destino fue Berlín, donde lo arrestaron pero consiguió salir; luego regresó a Londres, y allí fue de nuevo a la cárcel.
—Vicisitudes —comenté, recordando su expresión.
—El esquema es siempre el mismo. Tiene un empleo muy subalterno, asciende y llega a vivir con gran lujo, acumula deudas absurdas por la compra de ropa fina, autos, excursiones en jet a todas partes y por último todo se derrumba cuando se descubren sus delitos Y traiciones. No puede cortar el ciclo. Siempre termina derrotado.
—Eso parece.
—Lestat, este ser tiene algo de estúpido. Habla ocho idiomas, es capaz de ingresar ilegalmente en cualquier red de informática Y de apoderarse del cuerpo de otras personas el tiempo necesario para saquearles las cajas fuertes —tiene una obsesión casi erótica con las cajas fuertes!—, pero después les hace trucos tontos a la gente y termina esposado. Los objetos que se llevó de nuestros tesoros eran imposibles de vender, de modo que tuvo que entregarlos por una miseria en el mercado negro. En realidad es un idiota.
Solté una risita contenida.
—Los robos son simbólicos, David. Se trata de un ser dominado por la compulsión y la obsesión. Todo es un juego. Por eso no puede quedarse con lo que roba. Lo que le importa más que nada es el proceso.
—Pero Lestat, es un juego totalmente destructivo.
—Entiendo, David. Gracias por la información. Te llamo cuanto antes.
—Espera un minuto. No puedes cortarme así, no lo voy a permitir. ¿Es que no te das cuenta de...?
—Claro que sí, David.
—Lestat, hay un dicho muy común en el mundo de lo oculto: lo igual atrae a lo igual. ¿Entiendes lo que significa?
—Por qué tengo que saber yo sobre lo oculto, David? Ese es  tu campo, noel mío.
—No es momento para ironías.
—Perdón. ¿Qué significa?
—Cuando un hechicero usa sus facultades de manera vil y egoísta, la magia siempre se vuelve contra él.
—Eso es superstición.
—Es un principio tan viejo como la misma magia.
—El no es mago, David, sino sólo un ser con ciertos poderes parapsicológicos definidos y mensurables. Tiene la facultad de poseer a otras personas. En un caso que conocemos, realmente efectuó ese cambio.
—lEs la misma cosa! Si se usan esos poderes para tratar de Causar daño a otros, el daño se revierte sobre uno.
—David, yo soy la prueba de que ese concepto es falso. Después me vas a explicar la teoría del karma y lentamente me voy a quedar dormido.
—James es la quintaesencia del hechicero malvado! Ya derrotó una vez a la muerte a costa de otro ser humano. Hay que detenerlo.
—Por qué no trataste de detenerme a mí cuando tuviste la Oportunidad?
Estuve a tu merced en Talbot Manor. Podías haber encontrado la forma.
—No me alejes con tus acusaciones!
—Te amo, David. Te vuelvo a llamar pronto. —Estaba a punto de cortar cuando me acordé de algo. —David, quiero preguntar te otra cosa.
—sí. ¿Qué? —Qué alivio de que yo no hubiera cortado.
—Ustedes tienen reliquias que eran nuestras... viejas pertenencias guardadas en sus bóvedas.
—Sí. —Incomodidad. También cierta vergüenza, al parecer.
—Un relicario... ¿no has visto un relicario con la imagen de Claudia?
—Creo que sí. Después de que viniste a yerme por primera vez, verifiqué el inventario de todos esos objetos, y creo que sí, que había un relicario.
Estoy casi seguro. Tendría que habértelo dicho antes, claro.
—No, no importa. ¿Era uno con cadena, de ésos que suelen usar las mujeres?
—Sí. ¿Quieres que te lo busque? Si lo encuentro, te lo doy, por supuesto.
—No, ahora no lo busques. Tal vez más adelante. Adiós, David. Pronto tendrás noticias mías.
Corté y desconecté el teléfono de la pared. Así que había habido un relicario de mujer. Pero, ¿para quién fue hecho? ¿Y por qué aparecía en mis sueños? Claudia no habría llevado puesto su propio retrato. Además, de ser así yo lo recordaría. Cuando traté de evocarlo me inundó una mezcla de tristeza y miedo. Me dio la impresión de hallarme cerca de un lugar oscuro, lleno de muerte. Y como sucede a menudo en mis recuerdos, oí risas. Sólo que esta vez no fue la de Claudia sino la mía.

Percibí una sensación de juventud sobrenatural y posibilidades ilimitadas.
En una palabra, estaba recordando al vampiro joven que era o en los viejos días del siglo XVIII, antes de que el tiempo hubiera asestado sus golpes.
Bueno, ¿qué me importaba ese maldito relicario? A lo mejor tomé la imagen del cerebro de James cuando éste me perseguía. Seguramente él lo usó como arma para tentarme, y la verdad era que yo nunca había visto el relicario. Mejor que hubiera elegido algún otro objeto que en un tiempo me había pertenecido. No, esta última explicación me pareció demasiado fácil, y la imagen era muy vívida. Además, la había visto en sueños antes de que entrara James en mis aventuras. De pronto sentí enojo. En ese momento tenía que pensar en otras cosas, ¿no? Atrás, Claudia. Toma tu relicario, machérie, y vete, por favor.
Largo rato permanecí en la penumbra, consciente del tic tac del reloj sobre la repisa del hogar, escuchando el ruido ocasional del transito que me llegaba desde la calle.
Traté de analizar los reparos que me había puesto David. Traté, pero lo único que pensaba era..., así que James puede hacerlo, hacerlo de veras. Es el hombre canoso de la foto y, efectivamente, realizó el cambio con el mecánico en el hospital de Londres. ¡Se puede hacer! De tanto en tanto aparecía en mi mente la imagen del relicario. Veía la miniatura de Claudia pintada artísticamente al óleo. Pero no despertaba en mí emoción alguna: ni pena, ni enojo, ni dolor.
Era James quien me interesaba. ¡James sabe hacerlo! ¡Puedo vivir y respirar dentro de ese cuerpo! Y cuando esa mañana saliera el sol sobre Georgetown, lo vería con esos ojos.
Llegué a Washington a la una de la madrugada. Había estado nevando toda la noche; en las calles la nieve formaba grandes pilas limpias, hermosas. También se acumulaba contra las puertas de las casas, y aquí y allá realzaba en blanco las barandas negras de hierro y las salientes profundas de las ventanas.
La ciudad estaba inmaculada, encantadora. Las casas eran en su mayoría de madera, en elegante estilo federal, es decir con la línea fina del siglo XVIII, tan propenso al orden y el equilibrio, aunque muchas se habían construido en las primeras décadas del siglo siguiente. Deambulé largo rato por la desierta calle M, con sus numerosas tiendas; luego atravesé el campus silencioso de una universidad cercana y por último las calles del cerro, alegremente iluminadas.

La residencia de Raglan James era de las más bellas. De ladrillo y construida con vista a la calle. Tenía una hermosa puerta con gruesa aldaba de bronce y dos alegres faroles a gas. En las ventanas, persianas anticuadas, y en la parte superior de la puerta, un Simpático montante.
Las ventanas estaban limpias pese a la nieve de las salientes, y alcance a ver desde afuera las habitaciones, muy ordenadas. El aspecto del interior era atractivo: muebles tapizados en cuero blanco de extrema severidad moderna, obviamente costosos. Numerosos Cuadros en las paredes: Picasso, de Kooning, Jasper Johns, Andy Wartp y mezcladas con esas telas multimillonarias, varias fotos de gran tamaño y caros marcos, con barcos modernos. De hecho, había también en algunas vitrinas varias réplicas de enormes transatlánticos Los pisos tenían un reluciente plastificado. Por doquier alfombras orientales de diseños geométricos, y los numerosos adornos que había sobre mesitas de cristal y anuarios con incrustaciones eran casi todos de origen chino.

Podía definirse el ambiente diciendo que era elegante, caro y sumamente personal. Me pareció que tenía el mismo aspecto que todas las viviendas de los mortales: como una serie de decorados de teatro. Imposible creer que yo pudiera ser mortal y sentirme bien en esa casa, ni siquiera por una hora.
En realidad, las pequeñas habitaciones eran tan relucientes que no daban la impresión de estar habitadas. La cocina estaba llena de brillantes ollas de cobre, artefactos negros, armarios sin manijas visibles y platos de cerámica rojo intenso.
Pese a la hora que era, James no aparecía por ninguna parte.
Entré en la casa.
En un segundo piso se hallaba el dormitorio, donde había una moderna cama baja —apenas una armazón de madera con un colchón— cubierta por un acolchado de dibujos geométricos y muchos almohadones blancos, austera y elegante como todo lo demás. El armario estaba atiborrado de ropa cara, como asimismo los cajones de la cómoda china y de otro mueble tallado a mano que había junto a la cama.

Otras habitaciones también estaban vacías, pero ninguna con aspecto de descuido. Ni huellas de una computadora. Sin duda debía tenerla en otro sitio.
En uno de esos cuartos guardé una suma abultada de dinero para usar después; la escondí dentro de la chimenea del hogar, que no se utilizaba.
También escondí algo de dinero en otro baño en desuso, detrás del espejo
de la pared.
Fueron simples precauciones. Lo cierto es que no tenía idea de cómo era sentirse humano. A lo mejor me sentía desvalido. Lo ignoraba.
Hecho eso, me subí al tejado. Alcancé a ver a James al pie del cerro, cargado de paquetes, doblando desde la calle M. Indudablemente había ido a robar, porque no había ningún negocio abierto a esa hora de la noche. Lo perdí de vista cuando inició el ascenso. Pero también apareció otro visitante, sin hacer el menor ruido audible para un mortal. Se trataba de un enorme perro que no sé de dónde salió y se dirigió al patio trasero.
Yo había captado su aroma no bien se acercó, pero no lo ví i hasta que no subí al techo por el fondo de la casa. Qué raro que no lo hubiera oído antes, porque él debió de haberme olido y haberse dado cuenta instintivamente que yo no era humano; qué raro que no diera la alarma ladrando y gruñendo.
Muchas veces, a través de los siglos, los perros me han hecho eso, aunque no siempre. En ocasiones los hipnotizo y quedan a mi merced. Pero yo temía el rechazo instintivo, que siempre me causó una enorme pena.
Ese perro no había ladrado ni dado muestras de saber que yo estaba ahí.
Miraba fijamente la puerta del fondo de la casa y los cuadrados amarillos de luz que caían sobre la nieve profunda desde la ventanita superior de la puerta.

Tuve oportunidad de observarlo en silencio y me pareció uno de los perros más hermosos que jamás hubiera visto.
Tenía la piel suave, afelpada, de un precioso tono dorado en algunas partes y pelos negros más largos en el lomo. La forma del animal me recordaba la del lobo, pero era demasiado grande y no tenía nada de furtivo ni taimado para ser lobo. Por el contrario, su porte, parado allí junto a la puerta, me pareció majestuoso.
Al observarlo más atentamente vi que se asemejaba a un enorme ovejero alemán, con su característico hocico negro y expresión alerta.
Cuando me acerqué al borde del techo y él por fin me miró, me emocionó la inteligencia feroz que vi brillar en sus ojos almendrados.
Seguía sin ladrar ni gruñir. Parecía tener una comprensión casi humana.
Pero, ¿cómo explicar su silencio? Yo nada había hecho para subyugarlo, para tentarlo ni obnubilar su mente. No. No había en él ni la menor aversión instintiva.
Salté y caí a su lado en la nieve, mientras él se limitaba a seguir mirándome con esos ojos expresivos y misteriosos. Era tan inmenso, tan tranquilo y seguro de sí mismo que reí para mis adentros.
* No aguanté la tentación de acariciar su pelo suave.
Inclinó la cabeza a un lado sin dejar de mirarme gesto que me resultó enternecedor. Después, cuando levantó una enorme pata para. acariciar mi sobretodo me maravilló aún más. Era de huesos tan grandes y pesados que me hizo acordar de los que antiguamente fueron mis mastines. Al moverse, tenía como ellos la misma gracia lenta. Le tendí los brazos para estrecharlo, admirando su fuerza y su pesadez; él se paró sobre las patas traseras, apoyó sus manazas en mis hombros y me pasó por la cara su lengua de color jamón.
Eso me produjo una felicidad maravillosa que casi me hace llorar, y a continuación reír vertiginosamente. Froté mi nariz contra su Cuerpo, lo abracé, lo acaricié encantado por su pelo sedoso, le di besos en el hocico negro hasta que por fin lo miré a los ojos.
Esto es lo que vio Caperucita Roja —pensé— cuando se presentó ante el lobo, ataviado con el camisón y la gorra de dormir de la abuelita. Me causaba mucha gracia la expresión extraordinaria y penetrante de su cara oscura.
— ¿Es que no sabes lo que soy? —pregunté. Después, cuando volvió a quedar en majestuosa posición de sentado y me miró casi obediente, pensé que ese perro era un presagio.
No; “presagio” no es la palabra adecuada. Fue, sencillamente, algo que me hizo pensar en lo que estaba por hacer, por qué quería hacerlo, y lo poco que me importaban los riesgos implícitos.
Pasaba el tiempo y yo seguía ahí parado, acariciándolo. Era un jardín pequeño; la nieve había empezado a caer de nuevo, se hacía más profunda a nuestro alrededor y el dolor frío que sentía en mi piel se volvía también más profundo. Los árboles eran siluetas desnudas, negras, en la callada tormenta. Si es que había césped o flores, por supuesto no se veían; pero varias estatuas de cemento y unos arbustos densos —ahora sólo ramitas peladas y nieve— marcaban un claro diseño rectangular dentro del todo.
Debo haber pasado quizá tres minutos con el perro hasta que descubrí con la mano la chapita plateada que le colgaba del collar y la levanté para acercarla a la luz.
Mojo. Yo conocía esa palabra. Mojo. Tenía que ver con el vudú, con los amuletos y los hechizos. El mojo era un hechizo bueno, protector. Como nombre de perro me pareció adecuado; más aún, estupendo, y cuando lo llamé Mojo se excitó y volvió a acariciarme con su pata ansiosa.
—Así que te llamas Mojo, ¿eh? —repetí—. Hermoso nombre.
—Lo besé y sentí el roce de su nariz. Sin embargo, en la chapita había algo más escrito: la dirección de esa casa.
De improviso, el perro se puso tenso; lenta, elegantemente, se levantó y quedó en posición de alerta. Vi que estaba llegando James. Oí el ruido de sus pasos en la nieve. Oí su llave en la cerradura. Percibí que de pronto él se percataba de que me tenía cerca.
El perro dejó escapar un gruñido feroz y se encaminó a la puerta del fondo con movimientos pausados. Luego llegó el ruido de la madera del piso que crujía bajo los pies pesados de James.
El perro lanzó un ladrido de irritación. James abrió la puerta posó sobre mí su mirada loca, sonrió y luego arrojó un objeto duro al animal, pero éste lo esquivó con facilidad.
—iMe alegro de verlo! Pero vino antes de tiempo —dijo.
No le respondí. Como el perro le gruñía con la misma expresión amenazadora, tuvo que volver a prestarle atención, con gran fastidio de su parte.
_Sáqueselo de encima! —exclamó, furioso—. ¡Mátelo!
—A mí me habla? —dije. Volví a apoyar la mano sobre la cabeza del animal, lo acaricié, le susurré que se quedara quieto, y él reaccionó acercándoseme más, frotando su cuerpo contra mí, hasta que por último se sentó a mi lado.
James observó la escena nervioso, temblando de frío. De pronto se levantó el cuello para defenderse del viento y plegó los brazos. La nieve, como polvo blanco, se le adhería a las cejas marrones, al pelo.
—Es de la casa, ¿no es cierto? —dije, frío—. Esta casa, que usted robó.
Me observó sin disimular su odio y luego esbozó una de sus típicas sonrisas siniestras. Deseé en verdad que volviera a comportar se como caballero inglés. Me hacía tanto más fácil todo... Pensé fugazmente que era una deshonestidad tener que tratar con él. Me pregunté si a Saul le habría resultado tan desagradable la Bruja de Endor. Pero el cuerpo, ah, el cuerpo, qué espléndido era.
Ni siquiera en su resentimiento, con los ojos posados en el perro, el podía afear del todo la belleza de ese físico.
—Bueno, parece que también se robó al perro —dije.
—Me lo voy a sacar de encima —murmuró, mirándolo de nuevo con un desprecio feroz—. ¿Y usted? ¿En qué quedó? No va a tener toda la vida para decidirse. No me ha dado una respuesta concreta. Quiero que me conteste ya mismo.
—Vaya a su banco mañana por la mañana —dije—. Lo veo después de caer el sol. Ah, pero hay una condición más.
—Cuál? —exclamó apretando los dientes.
—Déle de comer al animal. Consígale carne.
Luego emprendí la retirada con tanta velocidad que él no alcanzó a advertirlo, y al volver la mirada y notar que Mojo me observaba en medio de la oscuridad nevada, no pude menos que sonreír pensando que, pese a lo rápido que había sido el movimiento, el Perro pudo verlo El ultimo sonido que oí fue a James lanzando improperios sin la menor elegancia en el momento en que cerraba la puerta

Una hora más tarde estaba tendido en la penumbra, a la espera del Sol, rememorando una vez más mi juventud en Francia los perros tendidos a mi lado, la última cacería con los dos enormes mastines que avanzaban lentamente entre la nieve profunda.
Y el rostro del vampiro espiándome desde las tinieblas en París, llamándome con veneración “asesino de lobos” antes de clavarme los colmil1os en el cuello.
Mojo. Un presagio.
Metemos la mano en algo que es un caos, tomamos algún pequeño objeto que brilla, nos aferramos a él y nos convencemos de que tiene un significado, de que el mundo es bueno y nosotros no somos malos, y que al final todos vamos a volver a nuestras casas.
Mañana a la noche —pensé—. Si ese hijo de puta me mintió, le parto el pecho, le arranco el corazón y se lo doy a comer a ese hermoso perro.
Pase lo que pase, voy a quedarme con ese animal.
Y así fue.
Pero antes de que avance más en la historia, permítaseme agregar algo sobre el perro. En este libro, él no va a hacer nada. No va a salvar a un bebé que se está ahogando ni va a entrar en un edificio en llamas para despertar a sus moradores de su sueño casi fatal. No está poseído por un espíritu maligno ni es un perro vampiro. Aparece en el relato sencillamente porque lo encontré en la nieve, detrás de esa casa de Georgetown, y me encariñé con él, y desde el primer momento él también dio la impresión de quererme. Todo se ajustó a las ciegas e implacables leyes en las que creo: las leyes de la naturaleza, como dicen los hombres; o las leyes del Jardín Salvaje, como las llamo yo. Mojo amaba mi fortaleza; yo amaba su hermosura. Y ninguna otra cosa importaba en absoluto.

10

Quiero que me cuente en detalle —dije— cómo lo obligó a salir de su cuerpo y cómo pudo hacerlo entrar en el suyo.
Miércoles, por fin. No había pasado ni media hora desde la puesta del sol.
Lo sobresalté cuando aparecí por la puerta del fondo.
Estábamos en la inmaculada cocina blanca, habitación por cierto desprovista de misterio para una reunión tan esotérica. Una única lamparita en un aplique de cobre iluminaba la mesa con un resplandor rosado, brindando intimidad a la escena.
Seguía nevando y en el subsuelo la caldera emitía un rugido continuo. Yo había llevado conmigo al perro, con gran disgusto del dueño de casa, y luego de tranquilizarlo un poco, el animal se quedó tendido como esfinge egipcia, con las patas delanteras estiradas sobre el piso encerado, mirándonos. De vez en cuando James le lanzaba una miradita nerviosa, y con razón, porque parecía que el perro tenía el demonio adentro y que el demonio conocía toda la historia.
Noté a James mucho más relajado que en Nueva Orleáns. Había vuelto a ser el gentleman inglés, lo cual realzaba su cuerpo alto y juvenil. Tenía puesto un suéter gris que se adhería atractivamente a su pecho ancho, y pantalones oscuros.
Llevaba anillos de plata en los dedos y, en la muñeca, un reloj ordinario.
No me acordaba de esos objetos. James me miraba con expresión chispeante, lo cual me resultaba mucho más fácil de soportar que sus horribles sonrisas iracundas. No podía quitarle los ojos de encima, no podía dejar de mirar ese cuerpo que pronto podría ser mío.
Alcancé a oler la sangre dentro del cuerpo, por supuesto, y ello me hizo arder de pasión. Cuanto más lo miraba, más me preguntaba qué sentiría si bebía su sangre y terminaba ahí mismo con el asunto. ¿Trataría él de huir del cuerpo y me dejaría aferrando una mera cáscara con respiración?
Lo miré a los ojos, pensé “brujo”, y una excitación nada habitual me quitó el hambre. Sin embargo, no sé si lo creía capaz de hacer lo que decía.

Pensé que esa noche iba a terminar dándome un gran festín y nada más.
Le aclaré la pregunta.
—Cómo fue que encontró este cuerpo? ¿Cómo consiguió que el alma entrara en el suyo?
—Yo había estado buscando un espécimen así; es decir, un hombre que psicológicamente hubiera perdido la voluntad y la capacidad de raciocinio, pero que tuviera sano el cerebro. En esas cuestiones, la telepatía es una gran ayuda, porque sólo mediante ella se podía llegar hasta los restos de inteligencia enterrados aún en su interior. Tuve que convencerlo en el nivel más profundo del inconsciente, por así decirlo, de que acudía en su ayuda, que me constaba que era una buena persona, que estaba de su parte. Y una vez que llegué a ese núcleo rudimentario, fue bastante fácil robarle los recuerdos e instarlo a la obediencia. —Se encogió de hombros. —Pobre tipo. Sus respuestas eran totalmente supersticiosas. Creo que hasta último momento pensó que yo era su ángel de la guarda.
—Y lo sedujo para que saliera de su cuerpo?
—Sí, eso fue exactamente lo que hice, valiéndome de sugerencias un tanto rebuscadas. Una vez más, mi aliada fue la telepatía. hay que ser vidente para manipular de esa manera a los demás. La Primera vez se levantó quizá cuarenta o cincuenta centímetros, pero Volvía a caer dentro de la carne. Era más un reflejo que una decisión. Pero tuve paciencia, mucha paciencia. Cuando por fin logré tentarlo para que saliera por espacio de unos segundos, eso me bastó para meterme yo adentro y al mismo tiempo centrar toda mi energía en hacerlo entrar a él en lo que quedaba de mi viejo yo.
—Qué hermosa manera de expresarlo.
—Bueno, usted sabe que somos cuerpo y alma —aseguró con una sonrisa plácida—. Pero, ¿qué necesidad de hablar de todo esto ahora? Usted sabe salir de su cuerpo, de modo que no le resultará difícil.
—Podría llegar a sorprenderlo. ¿Qué pasó cuando él ya estuvo en el cuerpo de usted? ¿Se dio cuenta de lo que había pasado?
—En absoluto. Debe comprender que el hombre estaba muy deteriorado psicológicamente. Y por supuesto, era un ignorante.
—Además, no le dio tiempo para nada, ¿verdad? Lo mató.
—Señor de Lioncourt, lo que hice fue un acto de piedad! ¡Qué terrible dejarlo dentro de ese cuerpo, confundido como estaba! Comprenda que él no se iba a recuperar, con independencia del cuerpo que habitara. Había matado a toda su familia, hasta al bebé en su cunita.
—Usted tomó parte en ese hecho?
—Qué pobre opinión tiene de mí! No, en absoluto. Yo andaba vigilando los hospitales en busca de un espécimen porque sabía que alguno iba a aparecer. Pero, ¿a qué vienen estas últimas preguntas? ¿Acaso David Talbot no le dijo que en la Talamasca hay numerosos casos de transmutación registrados?
David no me lo había dicho, pero no podía culparlo por ello.
—En todos hubo un asesinato de por medio?
—No. Algunos se hicieron a través de un trato como el que convinimos usted y yo.
—Estaba pensando... usted y yo somos muy distintos.
—Sí, pero no me va a decir que no nos complementamos. Este cuerpo que le ofrezco es muy bello —dijo, poniéndose la mano contra el pecho—. No tanto como el suyo, sin duda, ¡pero muy bueno! Además, es exactamente lo que precisa. En cuanto al suyo, ¿qué más puedo decir? Espero que no haya oído hablar de mí a David Talbot, que ha cometido tantos errores trágicos.
—A qué se refiere?
—Es un esclavo de esa funesta organización —dijo—. Ellos lo dominan.
¡Qué pena que no pude hablar con él al final, porque así se habría convencido de lo que yo podía ofrecerle, lo que podía enseñarle. ¿Le habló de sus aventuras en Río? Sí, una persona excepcional, a la que me habría gustado conocer. Pero le advierto que no conviene cruzarse con él.
—Cómo se puede impedir que usted me mate no bien intercambiemos nuestros cuerpos? Eso fue lo que hizo con ese individuo al que tentó para que le diera su cuerpo, asestándole un rápido golpe en la cabeza.
—Ah, veo que conversó con Talbot —repuso, dispuesto a no dejarse afectar—. ¿O acaso investigó por su cuenta? Veinte millones de dólares me impedirán matarlo. Necesito el cuerpo para ir al banco, no se olvide.
Maravilloso de su parte que haya duplicado la suma, pero le aseguro que habría mantenido mi palabra por diez. Ah, usted me ha liberado, señor de Lioncour t. A partir del viernes, a la misma hora en que clavaron a Cristo en la cruz, no voy a tener que robar nunca más.
Bebió un sorbo de té. Dejando de lado la fachada que mostrase iba poniendo cada vez más nervioso. Y algo similar me ocurría a mí. Y si da resultado?
—Claro que dará resultado —aseguró con esa manera suya tan intensa—.
Y hay otras razones de peso para que no intente hacerle daño. Veámoslas una por una.
—De acuerdo.
—Bueno, usted podría decidir salir del cuerpo ante una agresión física mía. Ya le expliqué que necesito su colaboración.
—Y si no me da tiempo?
—Eso es una cuestión teórica. Jamás me atreveré a hacerle daño, ya que sus compañeros se enterarían. En la medida en que usted esté aquí, dentro de un cuerpo humano sano, a sus compañeros no se les ocurrirá destruir su cuerpo pretematural por más que sea yo el que esté adentro.
Eso no lo harían, ¿no le parece? Pero si lo mato... es decir, si le destrozo la cara o lo que sea sin darle tiempo a desligarse — y créame que es una posibilidad, lo sé muy bien!— tarde O temprano sus amigos averiguarán que soy un impostor y me ultimarán sin más trámite Con toda probabilidad percibirían su muerte L Cuando ésta se produjera, ,no cree?
—No sé, pero con el tiempo descubrirían todo
— ¡Desde luego!
—Es fundamental que usted no aparezca por Nueva Orleáns mientras esté dentro de mi cuerpo, que no se acerque a ningún bebedor de sangre, ni siquiera a los más débiles. Debe usar su capacidad para encubrirse, como comprenderá.
—Sí, claro. Tenga la seguridad de que he analizado todo. Si se me Ocurriera quemar vivo a su bello Louis de Pointe du Lac, los Otros se enterarían de inmediato, ¿no es así? Y terminaría siendo yo Próxima hoguera que arda en la noche.
No le respondí. Sentí la ira como si fuera un líquido helado que me recorría, de arriba abajo, anulando toda esperanza, todo c6raje. ¡Pero yo quería eso! ¡Lo quería y lo tenía al alcance de la mano!
—No se complique con esas tonterías —me suplicó. Sus modales eran tan parecidos a los de David Talbot... A lo mejor lo hacía adrede. Tal vez usaba de modelo a David. Sin embargo, me pareció que era más bien una cuestión de educación similar y cierto instinto para la persuasión que ni siquiera David poseía. —No, yo no soy asesino —declaró, con repentina intensidad—. Lo que más importa es lo que se adquiere, y yo deseo rodearme de confort, de belleza, de todo el lujo imaginable, poder irme a vivir donde me agrade.
—Quiere que le dé instrucciones?
—Sobre qué?
—Sobre qué hacer cuando esté dentro de mi cuerpo.
—Ya me ha dado las instrucciones, mí estimado amigo: leí sus libros. —
Me obsequió una ancha sonrisa, inclinó levemente la cabeza y me miró como si me estuviera tentando para que me fuera con él a la cama. —
También he leído hasta el último documento de los archivos de la Talamasca.
—Qué clase de documentos?
—Descripciones pormenorizadas de la anatomía de los vampiros, los límites obvios que ustedes tienen, ese tipo de cosas. Debería leerlos usted también. Tal vez los tomara a risa. Los artículos más antiguos se escribieron en la época del oscurantismo y dicen tantas tonterías que hasta Aristóteles se habría puesto a llorar. Pero los legajos más recientes son científicos y muy precisos.
No me gustaba el giro que iba tomando la conversación. No me gustaba nada de lo que estaba pasando. Tentado estuve de dar todo por terminado en ese momento. Pero de repente supe que iba a llevar a cabo la experiencia. Tuve la certeza.
Una extraña serenidad se apoderó de mí. Sí, íbamos a hacerlo en cuestión de minutos. Y daría resultado. Sentí que se me iba el color de la cara: un imperceptible enfriamiento de la piel, que aún me dolía por el suplicio padecido bajo el sol.
Dudo que él haya notado el cambio o un endurecimiento en mi expresión, porque siguió hablando como antes.
—Las observaciones escritas en la década de 1970, luego de publicado
“Entrevista con el vampiro”, son muy interesantes. Y los últimos capítulos, inspirados en la rebuscada historia que narró usted sobre la especie... Sí, sé todo lo que hay que saber sobre su cuerpo, quizá hasta más que usted mismo. ¿Sabe lo que pretende la Talamasca? ¡Conseguir una muestra de sus tejidos, de sus células vampíricas! Yo en su lugar no permitiría jamás que obtuvieran un espécimen. Usted no ha tenido el menor cuidado con Talbot. Tal vez él le haya cortado las uñas o algún mechón de pelo cuando lo tuvo durmiendo bajo su techo.
Mechón de pelo. ¿No había un mechón rubio en el relicario?
¡Tenía que ser pelo de vampiro! El pelo de Claudia. Me estremecí, me replegué más dentro de mí mismo y no le permití entrar en mi mente.
Siglos atrás, hubo una noche fatídica en la que Gabrielle, mi madre mortal e hija vampírica recién nacida, se cortó el pelo. Pero durante las largas horas del día que transcurrió en el ataúd, le volvía a crecer. Yo no quería recordar los gritos que dio cuando descubrió esos magníficos rizos largos que de nuevo le llegaban a los hombros; no quería pensar en ella ni en lo que podría decirme sobre esto que me proponía hacer. Hacía años que no posaba mis ojos en ella. Podían pasar siglos hasta que volviera a verla.
Volví a mirar a James quien, con expresión radiante de esperanza trataba de parecer sereno.
—Olvídese de la Talamasca —murmuré por lo bajo—. ¿Por qué le cuesta tanto estar en ese cuerpo? Se lo nota torpe. Sólo se siente cómodo cuando está sentado y puede dejar todo librado a su cara y su voz.
—Muy perceptivo —comentó, con inconmovible decoro.
—No lo creo. Es muy evidente.
—El cuerpo me queda demasiado grande, eso es todo —explicó tranquilo —, Demasiado fornido..., atlético, por así decirlo. Pero para usted es perfecto.
Hizo una pausa, miró la taza con aire pensativo y luego posó en mí sus ojos, tan sinceros en apariencia.
—Vamos, Lestat —dijo—- - . ¿Por qué estamos perdiendo el tiempo con esta conversación? Una vez que esté dentro de usted, mi intención no es bailar con el Royal Ballet sino disfrutar la experiencia, hacer cosas nuevas, ver el mundo a través de sus ojos. —Miró brevemente la hora. —Bueno, le ofrecería algo de beber para darle más Coraje, pero eso a la larga sería contraproducente, ¿verdad? Ah, antes de que me olvide: el pasaporte. ¿Pudo conseguirlo? ¿Recuerda que le pedí Uno?
Espero que no lo haya olvidado; desde luego, yo también tengo un para usted, aunque me imagino que no irá a ninguna parte con este temporal...
Dejé mi pasaporte sobre la mesita, El se metió la mano debajo del Pulóver, sacó el suyo del bolsillo de la camisa y me lo entregó en la mano.
Lo revisé. Era norteamericano, y falso. Incluso la fecha de emisión, de dos años atrás, era falsa. Raglan James. Edad, veintiséis. Foto correcta. Buena foto. El domicilio de Georgetown.
El estaba observando el pasaporte mío, también falso. su piel bronceada!
Se ve que lo hizo confeccionar ex profeso... seguramente anoche mismo.
No me tomé el trabajo de contestarle.
—Qué inteligente de su parte, y qué buena la foto. —La miró con detenimiento. —Clarence Oddbody. ¿Cómo se le ocurrió semejante nombre?
—Es un chiste privado. ¿Qué importa? Lo tendrá únicamente esta noche y mañana a la noche. —Me encogí de hombros.
—Es cierto, muy cierto.
—Lo espero aquí de regreso el viernes temprano, entre las tres y las cuatro de la madrugada.
—Excelente. —Iba ya a guardar el pasaporte, pero se contuvo y soltó una risita áspera. Luego sus ojos me escrutaron con expresión de genuino placer. —Está listo?
—Todavía no. —Saqué la billetera, la abrí, extraje alrededor de la mitad del dinero que llevaba y se la entregué.
—Ah, sí, el dinero para gastos menores. Muy amable en recordarlo. Yo, con la emoción, me estoy olvidando de todos los detalles importantes lo cual es imperdonable. Y usted, tan caballero...
Recogió los billetes y una vez más se contuvo cuando ya estaba por guardárselos en el bolsillo. Volvió a dejarlos sobre la mesa y sonrió.
Yo apoyé la mano sobre la billetera.
—El resto es para mí —dije—, para después de que hagamos el intercambio. Espero que esté satisfecho con la suma. ¿El ladronzuelo que hay en usted no se sentirá tentado de alzarse con lo que queda?
—Haré lo posible por comportarme bien —respondió chispeante—. Ahora bien, ¿quiere que me cambie de ropa? Estas prendas las robé especialmente para usted.
—Están bien.
—Quiere que vacíe mi vejiga? ¿O prefiere hacerlo usted?
—Prefiero hacerlo yo.
Asintió.
—Estoy con hambre. Pensé que eso a usted le agradaría. Hay un restaurante muy bueno por esta misma calle. Paolo’s. Sirven unos estupendos spaghetti alla carbonara. Puede ir caminando a pesar de la nieve.
—Maravilloso. Yo no tengo hambre porque me pareció que así le resultaría más sencillo. Mencionó usted un auto. ¿Dónde está?
—Ah, sí, el auto. Saliendo por el frente, a la izquierda de la escalera de entrada. Es un Porsche deportivo color rojo, que supuse le agradaría. Aquí están las llaves. Pero tenga cuidado...
—Con qué?
—Bueno, obviamente con la nieve. A lo mejor ni siquiera consigue moverlo.
—Le agradezco la advertencia.
—No quiero que se haga daño. Si usted no aparece por aquí el viernes, podría costarme veinte millones. De todos modos, en el escritorio que hay en la sala encontrará el registro de conductor con la foto correcta. ¿Qué pasa?
—No se me ocurrió traer ropa para usted. Sólo tengo ésta que llevo puesta.
—Oh, no, eso yo ya lo pensé hace mucho, cuando estuve curioseando en su habitación del hotel de Nueva York. Tengo mi guardar ropa, no se preocupe, y me agrada ese traje negro de pana. Viste usted muy bien.
Siempre vistió con elegancia, ¿no? Pero claro, proviene de una época en que se usaban atuendos tan suntuosos. La actual debe parecerle aburrida.
¿Esos botones son antiguos? Bueno, ya tendré oportunidad de mirarlos con más atención.
—Adónde piensa ir?
—Adondequiera, desde luego. ¿Está perdiendo el coraje?
—No.
—Sabe conducir autos?
—Sí. Pero si no supiera, me arreglaría lo mismo.
—iLe parece? ¿Cree que va a tener su inteligencia sobrenatural cuando esté en este cuerpo? No lo sé. No estoy seguro. A lo mejor las pequeñas sinapsis del cerebro no le funcionan con tanta rapidez.
—No sé nada sobre sinapsis.
—Está bien. Empecemos, entonces.
—Sí, creo que ahora sí. —Dentro de mi pecho, el corazón se me hizo un nudo, pero en el acto James adoptó un tono autoritario.
—Escúcheme atentamente —dijo——. Quiero que salga y se eleve de su cuerpo, pero no antes de que yo haya terminado de hablar. Tiene que ascender. Recuerde que ya lo ha hecho antes. Antes de llegar al techo, cuando esté justo encima de nosotros dos, hará el esfuerzo de introducirse en este cuerpo. No debe pensar en ninguna Otra cosa. No
permita que el miedo lo desconcentre. No se ponga a Pensar cómo es que sucede esto. Lo que debe hacer es descender, entrar en este cuerpo y conectarse de inmediato con cada fibra, con cada célula. ¡Represéntese la escena mientras la vive! Imagine que ya esta adentro.
—Sí, le entiendo.
—Como le anticipé, va a encontrar algo invisible, algo que queda del ocupante original, y ese algo anhela sentirse completo de nuevo... con el alma de usted.
Le indiqué con un gesto que comprendía.
—Quizás experimente diversas sensaciones desagradables —prosiguió—.
Cuando entre en este cuerpo, lo notará muy compacto, apretado, pero no titubee. Hágase a la idea de que su espíritu va ingresando en los dedos de ambas manos, en los dedos de los pies. Mire a través de los ojos. Eso es lo más importante, porque los ojos forman parte del cerebro. Cuando mire por ellos, estará asentándose dentro del cerebro. De allí no se desprenderá, eso es seguro. Una vez que esté adentro, va a hacer falta un gran esfuerzo para sacarlo de allí.
—Lo veré a usted en espíritu cuando estemos haciendo el cambio?
—No. Se podría hacer, pero gran parte de la concentración se apartaría del objetivo inmediato. Usted no necesita ver nada más que este cuerpo; tiene que entrar en él, empezar a moverlo, respirar con él y ver con él, como le dije.
—Sí.
—Ahora bien. Una cosa que le dará temor será ver su propio cuerpo inerte, o habitado por mí. No se deje apabullar por esa impresión, para lo cual tendrá que hacer uso de cierta dosis de confianza y humildad.
Créame que voy a efectuar la posesión sin dañar su cuerpo, y me marcharé de inmediato para que, cuando me mire, no recuerde constantemente lo que hizo. No volverá a verme hasta el viernes por la mañana como convinimos. Tampoco le hablaré, porque quizá no le guste oír mi voz saliendo de su boca y se distraiga. ¿Me entiende?
—Qué sonido tendrá su voz? ¿Qué sonido tendrá la mía?
Una vez más echó un rápido vistazo a la hora, y luego nuevamente a mí.
—Habrá diferencias —respondió——. El tamaño de la laringe es distinto.
Este hombre, por ejemplo, le dio a mi voz un tono más grave que yo antes no tenía. Usted conservará su ritmo, su acento, sus pautas lingüísticas, por supuesto, pero el timbre será distinto.
Lo miré con atención.
—Es importante que yo crea que esto se puede realizar?
—No —repuso, con una ancha sonrisa—. No va a ser una sesión espiritista. No tiene que atizar el fuego para la medium con su propia fe.
Ya lo verá dentro de un instante. ¿Qué más queda por decir? —Algo más tenso, se adelantó en su sillón.
De pronto el perro lanzó un gruñido áspero, y yo estiré una mano para tranquilizarlo.
—Vamos! —me apuró James, su voz un susurro—. ¡Salga ya de su cuerpo!
Me eché hacia atrás e hice una seña al perro para que se quedara quieto.
Luego me propuse mentalmente elevarme y sentí que una vibración recorría todo mi cuerpo. Después vino la maravillosa sensación de estar elevándome como espíritu ingrávido, libre, mientras aún podía ver mi forma masculina, con sus brazos y piernas extendidos, muy próxima al techo blanco, y cuando miré hacia abajo observé el asombroso espectáculo de mi propio cuerpo sentado todavía en el sillón. ¡Ah, qué gloriosa la sensación, como si pudiera ir a cualquier parte en un instante!
Como si no necesitara el cuerpo y mi vínculo con él hubiera sido un engaño desde el momento de nacer.
El cuerpo físico de James cayó levemente hacia adelante y sus dedos comenzaron a moverse hacia afuera sobre la mesa blanca. No tenía que distraerme. ¡Lo importante era la mutación!
—Debo bajar y meterme en ese cuerpo! —expresé en voz alta, pero no hubo una voz audible; después, sin palabras, logré caer verticalmente y fusionarme con esa carne nueva, con esa forma física.
Un sonido estentóreo inundó mis oídos; luego experimenté una sensación de constreñimiento, como si todo mi ser se viera forzado a recorrer un tubo angosto y resbaladizo. ¡Dolorosísimo! Ansié la libertad, pero en cambio sentí que iba llenando los brazos y piernas vacíos; sentí el hormigueo y el peso de la carne que me cercaba, y sensaciones similares sobre mi rostro.
Con esfuerzo abrí los ojos antes de darme cuenta siquiera de que estaba moviendo los párpados de ese cuerpo mortal, que de hecho estaba parpadeando, mirando la habitación en penumbras con ojos humanos, y vi ante mí mi viejo cuerpo y mi vieja piel bronceada, mis ojos azules que a su vez me miraban a través de los vidrios color violeta.
Sentía que me ahogaba —tenía que escapar!—, pero al mismo tiempo tomé conciencia de que ¡había entrado! ¡Estaba dentro del Otro cuerpo! Se había operado el cambio. No pude dejar de inhalar Una bocanada de aire gruesa, pesada, y al hacerlo moví esa monstruosa osamenta de carne.
Luego me di una palmada en el pecho y Consternado noté lo sólido que era, al tiempo que oía el paso húmedo de la sangre por el corazón.
—Dios santo, estoy adentro —exclamé, luchando por despejar la penumbra que me envolvía, el velo oscuro que me impedía ver con más nitidez la silueta que tenía ante mí y que en ese momento cobró vida.
Mi viejo cuerpo pegó un salto y se elevó con los brazos en alto, en ademán de horror. Una de las manos chocó contra la luz del techo e hizo explotar la lamparita, al tiempo que el sillón caía ruidosamente contra el piso. El perro se incorporó y emitió una suerte de aterradora melodía de ladridos guturales.
—No, Mojo, no. ¡Siéntate! —me oí clamar con mi gruesa garganta de mortal, tratando aún de ver en las tinieblas pero sin poder hacerlo, y dándome cuenta de que era mi mano la que lo sujetaba del collar y le pegaba un tirón para que no atacara al viejo cuerpo vampírico, cuerpo que a su vez contemplaba al perro con enorme perplejidad, con un brillo feroz en los ojos azules desmesuradamente abiertos, ausentes.
—Sí, mátelo! —profirió, estentórea, la voz de James saliendo de mi vieja boca preternatural.
De inmediato me tapé los oídos con las manos para protegerme del sonido. El perro volvió a adelantarse, y una vez más lo aferré del collar.
Me dolieron los dedos al sujetar los eslabones y me llamó la atención la fuerza del animal como asimismo la poca resistencia de mis brazos mortales. ¡Oh, dioses, tenía que hacer funcionar este cuerpo! El no era más que un perro, ¡y yo, un fornido humano!
—Basta, Mojo! —le imploré en el momento en que me arrastraba del sillón haciéndome caer de rodillas—. ¡Y usted, váyase de aquí! —me indigné. Me dolían terriblemente las rodillas. La voz me pareció insignificante, opaca.
—Váyase! —repetí.
El ser que yo había sido pasó a mi lado sacudiendo aún los brazos, se estrelló contra la puerta del fondo e hizo astillas los cristales, por lo cual entró una ráfaga de viento frío. El perro estaba enloquecido, y yo ya casi no lo podía dominar.
—Váyase! —grité una vez más y, consternado, observé que el ser retrocedía y atravesaba la puerta, que despedazaba la madera Y lo que quedaba de vidrio, y en el porche se elevaba para internarse en la noche nevada.
Lo vi un último instante, repugnante aparición suspendida en el aire sobre los escaloncitos del fondo, mientras la nieve se arremolinaba en derredor. Sacudía sus extremidades rítmicamente, cual nadador en un mar invisible. Sus ojos azules seguían muy abiertos e insensibles, como si la carne pretematural que los rodeaba fuese incapaz de formar una expresión, Y brillantes como dos gemas incandescentes. Su boca —mi vieja boca— se había estirado en una sonrisa insensata.

Al instante desapareció.
Me quedé sin aliento. La habitación estaba helada a causa del viento que entraba por todos los rincones, haciendo caer las ollas de cobre de su elegante soporte mientras se precipitaba contra la puerta del comedor. Y de pronto el perro se sosegó.
Tomé conciencia de que yo estaba en el piso a su lado, que le había pasado el brazo derecho por el cuello y que, con el izquierdo, le rodeaba el pecho peludo. Cada respiración me hacía doler, forzosamente tenía que entornar los párpados para que la nieve traída por el viento no me entrara en los ojos, me sentía atrapado en ese cuerpo extraño relleno con pesos de plomo, y el aire frío eran punzadas que sentía en cara y manos.
—Dios santo, Mojo —murmuré en su oreja suave, rosada—. Dios santo, ¡sucedió! Ya soy un hombre mortal.

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