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viernes, 25 de julio de 2008

JOHN MILTON -- EL PARAISO PERDIDO (2ªparte)

JOHN MILTON -- EL PARAISO PERDIDO (2ªparte)

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SEPTIMA PARTE
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ARGUMENTO
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Accediendo a los ruegos de Adán, cuéntale Rafael cómo y por qué fue creado este mundo; que habiendo Dios expulsado del cielo a Satán y a sus ángeles, declaró que le placía crear otro mundo y otras criaturas que habita-sen en él; y así envía a su Hijo circundado de gloria y acompañado de angélicos coros, para que en el espacio de seis días realice la obra de la creación. Al compás de sus himnos celebran los ángeles esta nueva maravilla, y la reascensión del Hijo a los cielos.

Desciende del cielo, Urania, si es bien que te invoque con este nombre. Siguiendo tu voz divina me remonto más allá del Olimpo, sobreponiéndome al cuello de las alas del Pegaso. No me contento empero con invocar tu nombre: invoco tu inspiración, porque ni tú te cuentas entre las nueve Musas, ni moras en la cumbre del antiguo Olimpo. Nacida en el cielo, antes que apareciesen los montes, antes que brotaran las fuentes de sus manantiales, tú conversabas con tu hermana, la divina Sabiduría y con ella te recreabas en presencia del Omnipotente Padre, que se complacía en oír tus celestiales cánticos. Transportado por ti, aunque habitador terrestre, al cielo de los cielos, he respirado el aire empíreo que para mí templabas. Sosténme también ahora, y vuélveme a mi nativo elemento, no sea que al ímpetu de este desenfrenado bridón en que cabalgo, caiga, como Belerofonte un día, bien que él no penetrase en región tan alta, y dé conmigo en los campos aleyos, para vagar allí desamparado y en completo olvido.

Estoy aún a la mitad de mi canto pero reducido ya a límites más estrechos, cuales son los de una divina y vi-sible esfera. He descendido a la tierra, abandonando las regiones allende el polo, y cantaré más seguro y con voz humana, sin temor de que enronquezca ni quede muda, a pesar de habérseme deparado tan aciagos días. ¡Oh!, y ¡qué aciagos, viéndome rodeado de dañinas lenguas, de tinieblas, de peligros y de soledad! Pero no, no estoy solo, que tú me asistes, cuando por la noche cierra mis párpados el sueño, y cuando la mañana ilumina el sonrosado Oriente. Dirige pues mi canto sublime, Urania; dame un auditorio propicio, aunque escaso en núme-ro, y aleja al propio tiempo de mí la bárbara disonancia de Baco y su turbulento séquito, raza de aquella salvaje horda que en el Ródope despedazó al barco de Tracia, cuando sin respeto al que era encanto de los bosques y de las rocas, ahogó con su feroz griterío los ecos de su voz y de su cítara. No pudo Calíope salvar a su hijo, pero tú, Urania, no abandonarás al que implora tus favores porque ella inspiraba vanos sueños, y tú celestial aliento.

Di, ¡oh diosa!, lo que sucedió luego que Rafael, el afable arcángel, previno a Adán que aleccionado por el ejemplo de los apóstatas del cielo, no incurriese en su infidelidad, pues él y su descendencia, a quienes se había mandado que no tocasen al árbol prohibido, se verían sometidos a igual castigo en el Paraíso, si menosprecia-ban e infringían aquel único precepto, tan fácil de cumplir, en medio de la infinita multitud de objetos que se brindaban allí a sus gustos, por extraños que fuesen y caprichosos.

Con profunda atención escucharon Adán y su consorte Eva aquel relato, y quedaron admirados y profunda-mente pensativos al oír cosas tan grandes y tan extrañas, cosas de que no tenían la menor idea, que en el cielo se conociesen odios, y que con semejante confusión anduviesen allí mezcladas la guerra y la paz divina; pero el mal había venido a recaer por fin como desatado torrente sobre sus autores, privándolos para siempre de la bienaventuranza. Disipáronse en Adán las dudas que abrigaba su corazón, y nació en él sin otra intención, el deseo de averiguar lo que más inmediatamente le interesaba: cómo se produjeron el cielo y la tierra, todo este mundo visible; cuándo y de qué fueron creados, y por qué causa; y qué era el Edén y cuanto fuera de él existía antes de la época a que alcanzaba su memoria; semejante a aquel que ha saciado su sed del todo, y que sigue con la vista al arroyuelo que se desliza murmurando, y despierta en él nueva sed con el susurro de su corriente. Dirigióse, pues, a su celeste huésped en estos términos:

«Admirables cosas que no pueden menos de maravillar por lo diferentes que son de las de este mundo, nos has revelado, divino intérprete. Dios nos ha favorecido enviándote desde el Empíreo para advertimos a tiempo de lo que hubiera podido causar nuestra perdición; riesgo que no conocíamos, porque no está al alcance de la inteligencia humana. Por ello debemos gratitud eterna a la infinita bondad, recibiendo sus avisos con el solemne propósito de cumplir siempre su voluntad soberana, único fin con que aquí existimos. Pero ya que para nuestro aprovechamiento has tenido la dignación de descubrirnos cosas tan superiores a la comprensión terrestre pero, que nos conviene conocer como lo ha dispuesto la suprema sabiduría, ten la bondad asimismo de descender más hasta nosotros y de instruirnos en lo que ha de sernos no menos útil, diciéndonos cómo se formó ese cielo que vemos a tan lejana altura, ornado de los innumerables astros que lo recorren, y eso que llena el espacio, todo ese difuso ambiente que abarca la órbita de la florida tierra; qué causa movió al Creador, en medio del santo reposo de que gozaba, por toda una eternidad, a sacar tan tarde su obra del Caos, y cómo una vez empezada, se terminó en tan breve tiempo. A consentírtelo el Señor, manifiéstanos lo que tanto anhelamos averiguar, no para inquirir los secretos de su eterno imperio, sino para más glorificar sus obras. Réstale aún a la gran lumbrera del día, largo espacio de su curso, aunque va declinando ya; pero suspendiéndolo al oírte, al oír tu poderosa voz, te prestará atención, y retrasará su marcha para escuchar cómo refieres su nacimiento, y cómo el de la Naturaleza, al salir por primera vez del oculto abismo; y mientras la estrella y el astro de la noche se apresuran para oír tu narración, la Noche traerá consigo el silencio; el sueño se pondrá en vela con igual intento, o nosotros le ahu-yentaremos hasta que termine tu canto, y podamos despedirte antes que nos sorprenda el brillo de la mañana.»

Esta súplica hizo Adán a su ilustre huésped; y el Ángel divino le contestó con estas dulces palabras: «A tan comedido ruego, justo será acceder, pero, ¿qué encarecimiento, qué lengua seráfica bastará a referir las obras del Omnipotente, ni qué espíritu humano a comprenderlas? Lo que sí puedes conseguir, lo que no será negado a tus oídos, es lo que mejor conduzca a glorificar al Hacedor y más contribuya a labrar tu felicidad. Yo he recibi-do del cielo el encargo de satisfacer tus deseos, como no pasen de ciertos límites; fuera de ellos no indagues más; no desvanes con la esperanza de profundizar misterios ocultos, que el invisible Rey, único que lo sabe todo, ha rodeado de tinieblas tan impenetrables a los que viven en la tierra como en el cielo; y harto te queda en todo lo demás que estudiar y que conocer. Porque el saber es como el alimento; se requiere no menos templanza en la satisfacción del apetito, que en la medida a que debe el espíritu ajustarse, pues la excesiva ciencia embara-za con su demasía y convierte la sabiduría en locura, como el exceso de alimento se trueca en vapor inútil.

«Ahora bien, ten por cierto que apenas cayó Lucifer (a quien se daba este nombre porque resplandecía entre los ángeles mas que la estrella así llamada entre las estrellas), apenas cayó con sus malditas legiones en medio del abismo que les estaba preparado y volvió vencedor el augusto Hijo con el séquito de sus Santos, contempló el Eterno Omnipotente Padre toda aquella muchedumbre desde su trono, y habló así a su Hijo:

«Engañóse por fin nuestro envidioso Enemigo, creyendo que todos habían de seguirlo en su rebeldía y que con su auxilio nos arrancaría la posesión de esta altísima e inaccesible fortaleza, asiento de la suprema Divini-dad. Perdióle su confianza, y arrastró en su catástrofe a muchos que han desaparecido fieles en su puesto, que el cielo está todavía poblado, y que cuenta con suficiente número de habitantes para llenar sus reinos, vastísimos como son, y para desempeñar los sagrados ministerios y solemnes ritos de este sublime templo.

«Mas, para que su soberbia no se lisonjee de haber logrado esta ventaja, de haber despoblado el cielo y loca-mente presuma del detrimento que me ha causado, he de reparar la pérdida, si como tal puede considerarse el perderse uno a sí mismo. Crearé al punto otro mundo, y de un hombre produciré una raza de hombres innume-rables, que habitarán allí, no en este reino, hasta que elevándose gradualmente por sus méritos se abran y ganen al final esta morada, purificados largo tiempo por medio de su obediencia. La tierra entonces se convertirá en cielo, y el cielo en tierra, porque uno y otra formarán un solo imperio donde reinen alegría y unión perpetuas. Entretanto, celestes potestades, gozad de esta mansión con gran holgura. Y tú Verbo mío, hijo por mí engen-drado, por ti se cumple todo esto: habla, y quedará hecho. Contigo envío mi Espíritu, que lo llena todo, contigo mi poder. Parte, pues; manda al abismo que forme el cielo y la tierra dentro de ciertos limites. El abismo no los tiene, porque yo soy quien lleno lo infinito y el espacio no está vacío. Y aunque Yo no reconozco límites en mí mismo, y reduzco y no llevo a todas partes mi bondad, que es libre de obrar o no, ni la necesidad ni el destino influyen nada en mis actos: el hado consiste en lo que yo quiero.»

«Estas palabras dijo el Omnipotente y su Verbo, su filial Divinidad las realizó al punto. Los actos de Dios son inmediatos, más rápidos que el tiempo y el movimiento, y para hacerlos comprensibles al sentido humano, hay que valerse de la sucesión de las palabras, de la lentitud con que procede la terrestre inteligencia. Grande fue el triunfo, extremado el júbilo del cielo, al anunciarse así la voluntad divina. «¡Gloria al Altísimo, decían, y, buena voluntad y paz en la tierra a los futuros hombres! Gloria a Aquél cuya justicia y vengadora cólera ha arrojado a los impíos de su presencia y de la morada de los justos! ¡Gloria y alabanza al Señor, cuya sabiduría ha hecho del mal el bien, y ha destinado a una raza mejor el lugar que ocupaban los espíritus malignos, y difundirá su eterna bondad en los mundos y siglos venideros!»

«Prorrumpieron en este himno las celestes jerarquías, y apareció el Hijo, dispuesto a su grande obra, revesti-do de la Omnipotencia, ciñendo la corona de la Majestad divina. La sabiduría, el amor inmenso, su Padre todo reflejaba en él. Asistían en torno de su carro innumerables querubines serafines, potestades, tronos y virtudes, espíritus alados, carros asimismo con alas, sacados del arsenal de Dios, donde existen millares de siglos ha, entre dos montañas de bronce, preparados para los días solemnes; carrozas celestiales, prontas siempre a volar y que ahora se ofrecían espontáneamente, porque estaban animadas de espíritu vital, atentas al mandato de su Señor. El cielo abrió de par en par sus eternas puertas, que al girar sobre los goznes de oro, produjeron un ar-monioso sonido, para dar paso al Rey de la Gloria, al Verbo poderoso, al espíritu creador de nuevos mundos.

«Detuviéronse en el continente del cielo, y desde sus orillas divisaron el vastísimo inconmensurable abismo, tempestuoso como un océano, lóbrego, horrible, impenetrable, agitado de arriba abajo por furiosos vientos y encrespadas olas, que como montañas se elevaban para escalar los cielos y confundir el centro con los polos.

«¡Basta, revueltas olas! ¡Y tú, abismo, sosiégate; cesen vuestros furores!», exclamó el Verbo creador. Y no se detuvo más; sino que arrebatado en alas de los querubines, se remontó a la gloria paterna por en medio del Caos y del mundo que todavía no era, porque el Caos oyó su voz. Seguíalo su brillante comitiva para presenciar la obra de la creación y las maravillas de su poder; y paró de pronto las ardientes ruedas de su carro, y tomó en la mano el compás de oro, guardado, en los eternos tesoros de Dios, para trazar el círculo de este universo y cuan-tas cosas habían de existir en él; y fijando uno de sus extremos en el centro y volviendo el otro alrededor de la vasta profundidad de las tinieblas: «Aquí, dijo, llegarás, y éstos, ¡oh mundo!, serán tus límites.»

«Así creó Dios el cielo y así la tierra, materia informe y vacía. Cubrían el abismo profundas tinieblas, pero desplegando sus alas paternales sobre las tranquilas aguas el Espíritu de Dios, infundió en ellas la virtud y el calor vital a través de la masa fluida; arrojó a lo más profundo las negras y frías heces infernales, contrarias a la vida; aunó y condensó cuantas cosas se asimilan entre sí; y apartando las demás a diferentes lugares, e introdu-ciendo el aire entre unas y otras, apareció la tierra equilibrándose sobre su centro.

«¡Hágase la luz!», dijo, y la luz fue hecha. Brotó súbitamente del hondo abismo la luz etérea, lo primero de todo, la esencia más pura de las cosas, y desde su nativo oriente comenzó a esparcirse por entre las sombras aéreas, ciñéndola una nube esférica y radiante, porque el sol no existía aún; y, en este nebuloso tabernáculo permaneció algún tiempo. Vio Dios que la luz era buena, y la separó de las tinieblas por medio del hemisferio. Y llamó a la luz día, y a las tinieblas noche; y del espacio que entre uno y otro componen, formó el día primero. El cual no pasó sin ser grandemente festejado y cantado por los coros angelicales; pues, cuando percibieron la primera luz que asomaba por oriente, rompiendo las tinieblas, en aquel natalicio del cielo y de la tierra, llenaron de vivas y aclamaciones la vasta concavidad del universo, y al compás de sus arpas de oro y sus acordados himnos, ensalzaron a Dios juntamente con sus obras proclamándolo Creador cuando llegó la primera noche y cuando rayó la primera aurora.

«Y dijo Dios en seguida: «Que en medio de las ondas se ponga el firmamento y que divida unas aguas de otras.» Y Dios hizo el firmamento, dilatación de un aire fluido, puro, transparente, elemental, que se extiende en redondo hasta la mayor convexidad de aquel anchísimo orbe, división inmutable y segura que separa las aguas de la región inferior y las superiores. Porque así como la tierra, estableció Dios el mundo sobre reposadas aguas, en medio de un vasto océano de cristal, y alejó de él la tumultuosa irregularidad del Caos, para que el contacto de sus violentas extremidades no alterase su estructura. Y dio el nombre de cielo al firmamento; y los coros nocturnos y matutinos cantaron el día segundo.

«La tierra estaba formada, pero sumergida como rudo embrión en el seno de las aguas aún no se descubría. Inundaba toda su superficie el grande Océano, y no en balde, porque se infiltraba en todo su globo un templado y fecundo humor que hacía fermentar y concebir a la madre universal, fertilizada por una humedad vivificadora, cuando dijo Dios: «Aguas que os derramáis por los cielos, congregaos en un lugar y aparezca el continente enjuto.» Y salieron de pronto las enormes montañas, que elevando sus cimas hasta las nubes, tocaban con las estrellas. Y tanto como sus hinchadas moles subían, tanto se ahuecaban y hundían sus cóncavos senos para dejar anchos y profundos lechos por donde las aguas se dilatasen. Y por ellos corrían con bulliciosa rapidez sus turgentes ondas, como inflamadas gotas que ruedan sobre el polvo árido. Unas se elevan cual murallas de cris-tal, otras saltan por encima formando puntiagudos montes; que tan raudo movimiento imprimió el imperioso mandato a sus corrientes. Como en los ejércitos de que ya tienes una idea, acuden a sus filas los soldados al oír el llamamiento de la trompeta, así se precipitan una tras otra las olas por donde más fácil camino encuentran, impetuoso torrente en los despeñaderos, mansas y apacibles en las llanuras. Ni les son de obstáculo alguno las rocas o las montañas; hallan siempre salida, ya introduciéndose subterráneas, ya serpenteando por mil rodeos y abriéndose profundos canales en aquellos terrenos, cenagosos que fácilmente se descomponían antes que Dios les mandase quedar secos y endurecidos, menos los destinados a recibir los ríos, que llevan en pos húmedos despojos perpetuamente. A la parte árida llamó el mismo Señor tierra; al ancho receptáculo en que las aguas se acumulaban, mar. Y vio que aquello era bueno; y dijo: «Que la tierra se vista de verde hierba, de plantas que den simiente, y de árboles con frutos de especies varias, que lleven entre sí su propia semilla, para reproducirse sobre la tierra.»

«No bien dijo estas palabras, cuando de aquella misma tierra, que hasta entonces se mostraba rasa, árida, de-sierta, desagradable sin ornato alguno brotó delicado césped con cuyo verdor, se atavió toda su superficie, lu-ciendo en torno su vistoso esmalte. Viéronse allí las plantas, con su infinita variedad de hojas, florecer de im-proviso, arrebolarse de mil colores y embalsamar el seno de la madre tierra con los aromas dulcísimos que exhalaban. Apenas abrían sus cálices, provocaba la floreciente viña con sus apretados racimos; redondeábase en sus rastreros tallos la calabaza; mecíanse en sus haces formadas en espesas legiones las huecas cañas, y el hu-milde arbusto y la punzante zarza enlazaban sus enmarañadas cabelleras. Alzábanse por fin los arrogantes árbo-les, moviéndose acompasadamente y dilatando sus ramas, unas cubiertas de copiosos frutos, otras matizadas de flores. Erguíanse sobre las colinas gigantescos bosques, y espesas arboledas sobre las cañadas, a las márgenes de las fuentes y en las orillas de los ríos. ¿Qué le faltaba a la tierra para asemejarse al cielo? Bien podían morar en ella los dioses; y recorrerla embelesados, y reposar al amor de sus umbrías sagradas. Dios no le había envia-do aún lluvia que la regase, ni formado al Hombre que había de cultivarla; pero de sus nuevas entrañas fluía un jugoso vapor que abonaba el suelo y alimentaba las plantas antes de que brotasen, y la menuda hierba antes de verdeguear sus tallos. Y vio Dios que esto era bueno; y la mañana y la noche renovaron los cantos del tercer día.

Y volvió a hablar el Altísimo. «Que luzcan astros en el espacio de los cielos para distinguir los días de las noches, y para que marquen las estaciones y los días y el transcurso de los años; y mando que su oficio sea servir de luminares en el cielo y de antorcha para la tierra.» Y así fue hecho. Y puso Dios dos grandes astros, grandes por lo que habían de servir al Hombre, los cuales alternasen, el mayor en presidir al día, y el más pe-queño a la noche. Y también hizo las estrellas, poniéndolas en el firmamento de los cielos a fin de que ilumina-sen la tierra, y regulasen las vicisitudes de los días y de las noches, y diferenciasen la luz de las tinieblas. Y paróse a contemplar su grande obra, y le pareció bien. Porque el primero de aquellos astros fue el sol, cuya inmensa esfera careció en un principio de luz, aunque era de sustancia etérea; y luego formó el globo de la luna y las varias magnitudes de las estrellas, y las sembró por el cielo como en un campo. Y tomando una gran parte de luz de su nebuloso tabernáculo, la trasladó al orbe solar que por sus poros recibe y aspira el brillante líquido, y que con su fuerza retiene la plenitud de sus rayos, siendo a la sazón el gran palacio de la luz. De él, como de su manantial, se mantienen los demás astros, depositando aquella misma luz en sus urnas de oro, y allí abrillan-ta sus cuernos el planeta de la mañana; mientras ellos iluminados por reflejo acrecientan el fulgor escaso que les es propio, aunque a la vista humana aparezcan tan diminutos por la mucha distancia a que los contempla.

«Por vez primera apareció en su oriente el glorioso astro, regulador del día, que derramó sus espléndidos ra-yos por todo el horizonte, ufano al verse recorriendo el sublime cielo en toda su longitud, yendo precedido de la aurora y de las pléyades, que en festivas danzas difundían anticipada su benéfica influencia.

«Menos brillante que él, en la parte opuesta del occidente y a igual altura, alzábase la luna, que recibía de lle-no su claridad, reflejándola como un espejo, no necesitando otra luz en aquella posición y manteniéndose a igual distancia hasta que llego la noche. Asomó entonces por el oriente para dar la vuelta en torno del eje de los cielos, y dividió su imperio con mil astros menores, con mil y mil estrellas que alumbraban a la vez, tachonando la celeste bóveda; con lo que también, por vez primera ornaron el hemisferio, ascendiendo y declinando sucesi-vamente y coronaron con los encantos de la noche y de la mañana el cuarto día.

«Y dijo el Señor: «Que las aguas produzcan reptiles seres vivientes de fecundos gérmenes; y que las aves vuelen sobre la tierra, desplegando sus alas en el libre firmamento de los cielos.» Y creó las ballenas enormes, y todos los seres que viven y nadan, y producen abundantemente las aguas en todas sus especies, y todas las es-pecies también de pájaros alados. Y vio que esto era bueno y los bendijo a todos diciendo: «Creced y multipli-caos, y llenad las aguas de los mares, de los lagos y de los ríos; y vosotras, aves, multiplicaos sobre la tierra.» Y por golfos y mares y calas y bahías bullen al punto cardúmenes innumerables, millones de peces que con sus aletas y escamas relucientes se deslizan entre las verdosas ondas, en muchedumbre tal, que forman a veces inmensos bancos en medio del Océano. Solitarios o en compañía, pacen unos las ovas de que se sustentan, y se pierden entre los enmarañados bosques de coral, o serpentean con la velocidad de un relámpago, luciendo a la luz del sol sus tornasoladas mallas con recamos de oro; otros, reposando tranquilos entre sus conchas de nácar, saborean su líquido alimento; otros, en fin, cubiertos de fuertes armaduras, acechan su presa bajo las rocas. Triscan en tanto sobre la tranquila llanura del mar, las focas y los combados delfines; otros, de prodigioso vo-lumen, moviéndose pesadamente, revuelven el Océano como una tempestad; mientras el leviatán, mayor que ningún otro viviente, tendido como un promontorio sobre aquel abismo, dormita o nada y se asemeja a una flotante playa sorbiendo y arrojando alternativamente todo un mar por sus agallas.

«En las cálidas grutas, en los pantanos y orillas de las aguas, salen al propio tiempo numerosas bandadas de las infinitas crías encerradas en los huevos, que rompiéndose al ser sazón dan a luz sus desnudas avecillas; las cuales tardan poco en vestirse de plumas y en ensayar su vuelo, y se remontan a lo más encumbrado del aire, y cantan su triunfo desdeñándose de la tierra, que cubren con su sombra como una nube. Allí, en la cima de las rocas y de los cedros, labran sus nidos las águilas y las cigüeñas. Aves hay que se mecen solas en la región aérea; más cautas otras, viajan unidamente en formación regular y teniendo en cuenta las estaciones, y dirigen sus caravanas por encima de los mares y de las tierras, prestándose mutua ayuda para facilitar su vuelo. Estri-bando así en los vientos, emprende su viaje anual, la prudente grulla, moviendo y azotando el aire al pasar con sus pobladas alas. Saltando de rama en rama, alegran las arboledas con sus gorjeos los pajarillos, y ejercitan sus pintadas alas durante el día; mas no porque se acerque la noche deja el ruiseñor su solemne canto, antes la em-plea toda en exhalar sus sentidos ayes. En los argentados lagos, como en los ríos, bañan otros el delicado vello de sus gargantas; el cisne enarca su cuello entre las blancas alas, majestuosamente tendidas; luce su pompa haciendo de sus pies remos y cuando abandona el húmedo elemento se lanza en medio de la región del aire; al paso que otros caminan con pie seguro, como el crestudo gallo, que con su clarín anuncia las silenciosas horas, y el que se gallardea con su rica cola sembrada de los colores del iris y estrellados ojos. Así las aguas se pobla-ron de peces y el aire de aves; y la noche y la mañana solemnizaron el quinto día.

«El sexto y último de la creación comenzó al son de las arpas nocturnas y matinales; a tiempo que el Señor dijo: «Que la tierra produzca las especies de animales vivientes, los que andan en rebaños, y los reptiles, y las bestias de la tierra, cada uno según su especie.» Y obedeció la tierra, y abrió de pronto sus fecundos senos y dio de una vez a luz innumerables criaturas vivientes, perfectas en sus formas y en sus miembros completamente organizadas. Y como de sus madrigueras, salieron de las entrañas de la tierra las fieras salvajes, y ganaron los bosques, los matorrales, las espesuras y las cavernas, estableciéndose y viviendo en parejas entre los árboles; y los ganados discurrieron por los campos y verdosas praderas, éstos en corto número y solitarios; aquellos, en grandes rebaños brotando todos de una vez y pastando juntos. Aquí, de entre el tupido césped nacía la ternerue-la; allí asomaba el flaco león y se asía de sus garras para dejar libre el resto de su cuerpo, saltando cual si hubie-se roto sus ligaduras, y sacudiendo su áspera melena; y la onza, el leopardo, el tigre, levantaban la tierra, como el topo escarbando a su alrededor y formando montecillos. El ágil ciervo sacaba de debajo del suelo la enrama-da de su cabeza y Behemot, el más voluminoso engendro de la tierra, podía apenas desembarazar de la que lo cubría su pesada mole. Balando y vestidas de sus vellones, despuntaban, a manera de plantas, las ovejas; y entre el agua y la tierra se mostraban indecisos el caballo acuático y el escamoso cocodrilo.

«Bullía a la vez todo cuanto se arrastra por la tierra, insectos o gusanillos, los unos agitando los flexibles aba-nicos de sus alas y decorando sus diminutos contornos con los pomposos blasones del estío, esmaltados de oro y de púrpura de verde azul; los otros, prolongando como una línea de estrecho cuerpo, y marcando en la tierra su sinuosa huella; y no son éstos los seres más pequeños de la naturaleza. Algunos, de la especie de las serpien-tes, prodigiosos por su longitud y corpulencia, enroscan sus pliegues anulosos y se añaden alas. Es la primera, la económica hormiga próvida de lo futuro, que en un pequeñísimo pecho encierra un gran corazón, modelo quizá de la perfecta igualdad de algún día y que logra establecer en común sus populares tribus. Aparece en seguida el enjambre de la abeja hembra, que alimentando con delicioso manjar a su holgazán esposo, construye de cera sus celdillas y deposita la miel en ellas. Los demás son innumerables. Conoces la naturaleza de cada uno, los nombres que tú mismo les has dado, y no tengo necesidad de repetírtelos. Conoces asimismo a la ser-piente, el animal más astuto de cuantos se crían en los campos, de desmedida longitud a veces, con sus ojos de bronce y la terrible cresta que lleva por cabellera, aunque lejos de serte a ti nociva, se somete dócilmente a tu voluntad.

«Mostrábanse ya en la plenitud de su esplendor los cielos y giraban movidos por el impulso que les comunicó al principio la mano de su gran Motor; ricamente ataviada se sonreía la tierra contemplándose ya perfecta; veí-anse poblados el aire, el agua, la tierna, por las aves, peces y animales, que volaban, nadaban y caminaban; y sin embargo, no estaba aún completo el sexto día. Faltaba la obra maestra, el ser para quien todo aquello se había creado, la criatura que sin encorvarse, sin ser bruta como las demás, dotada de la santidad de la razón, pudiese erguir su cuerpo, alzar su frente serena, avasallarlo todo y conocerse a sí mismo; pudiese elevarse mag-nánimo para desde aquí comunicar con el cielo sus pensamientos, y lleno de gratitud, reconocer la fuente de donde todo su bien emana, y con espíritu devoto dirigir su corazón, su voz, y sus miradas, adorando y tributan-do culto al Supremo Dios que hizo de él la primera de sus obras. Por lo que el Omnipotente y Eterno Padre (que, ¿dónde deja de estar presente?) habló así a su Hijo, siendo oído de todo el mundo:

«Hagamos ahora al hombre a nuestra imagen y semejanza; y que reine sobre los peces del mar y los pájaros del aire, sobre las bestias del campo, sobre la tierra, en fin, y los reptiles que se arrastran por el suelo.»

«Y esto dicho, te formó a ti Adán, a ti Hombre, polvo de la tierra, e inspiró en tu aliento el soplo de la vida, y te creó a su propia imagen, a imagen del mismo Dios, y quedaste hecho alma viviente. Te creó varón, y para perpetuar tu raza creó hembra a tu compañera. Y bendijo al género humano diciendo: «Creced, multiplicaos y llenad la tierra. Dominadla y extended vuestro dominio sobre los peces del mar y los pájaros del aire, y sobre todos los seres vivientes que se mueven sobre la tierra, dondequiera que hayan sido creados, pues no se ha dado aún nombre a región alguna.» En seguida, como sabes, te trasladó a esta deliciosa morada, a este jardín planta-do con los árboles de Dios, no menos gratos a la vista que al paladar, y liberalmente te concedió todos sus sa-brosos frutos por alimento. Aquí están reunidas, en infinita variedad, cuantas especies hay de ellos sobre la tierra; pero del árbol cuyo fruto lleva en sí el conocimiento del bien y del mal debes abstenerte, porque el día que comas de él, morirás; la pena que tienes impuesta es la muerte.

Sé cauto y refrena cuidadosamente tu apetito, para que no te sorprenda el pecado, ni su negra compañera, la muerte. «Aquí terminó Dios su obra, y contempló todo lo que había hecho, y vio que todo era perfectamente bueno; y así la noche y la mañana completaron el sexto día; y el Creador, que cesó en su obra no porque estu-viese cansado, regresó a su mansión sublime, al cielo de los cielos, a lo más alto, para ver desde allí aquel mun-do nuevamente creado, aditamento de su imperio, y qué aspecto ofrecía desde su trono, y cómo en bondad y en hermosura correspondía todo a su grandiosa idea. Y se remontó entre universales aclamaciones al sonoro com-pás de diez mil arpas que rompieron en angélicas armonías: la tierra y los aires las repitieron (y tú las recorda-rás, pues las escuchaste); los cielos y las constelaciones todas se hicieron sus ecos, y los planetas detuvieron su curso para oírlas, mientras la brillante pompa seguía ascendiendo, extática de júbilo.

«¡Abríos eternales puertas!», iban cantando. «¡Cielos, abrid vuestras vivientes puertas, y entrar el Creador glorioso que vuelve terminada ya su obra magnífica, su obra de seis días, el Mundo! Abríos de hoy más con frecuencia; que Dios se dignará de visitar a menudo la morada de los hombres justos, y se complacerá en ello, y enviará a ella, con repetidos mensajes a sus alados nuncios, portadores de su suprema gracia.»

«Así en su ascensión cantaba el glorioso séquito; y atravesando los cielos, que abrían de par en par sus reful-gentes puertas, caminaba el Creador derechamente a la eterna mansión de Dios; suntuoso y ancho camino, en que el polvo es oro y la calzada de estrellas, como las aves en la galaxia o vía láctea que descubres por la noche, a la manera de una zona tachonada de estrellas.

«Extendíase entonces por la tierra del Edén la noche séptima, pues el Sol estaba en su ocaso, y asomaba por oriente el crepúsculo precursor de la oscuridad, cuando llegó a la santa montaña, suprema cumbre del cielo, trono imperial de la Divinidad, por siempre firme e incontrastable, el poderoso Hijo, y tomó asiento con su augusto Padre. El también había asistido invisible, aunque sin moverse (que tal es el privilegio de la Omnipo-tencia) a la ordenada obra, como principio y fin de todas las cosas; y reposando del trabajo, bendijo y santificó el día séptimo, como quien en él descansaba de todo lo hecho; pero no lo santificó en silencio: el arpa cumplió su oficio, y no suspendió sus sones; el tubo dulce y solemne, el órgano con todas sus armonías, con cuantos sonidos salen de la vibrante cuerda o el hilo de oro, acordaron sus suaves tonos, acompañados de voces ya unísonas, ya contrapunteadas; y las nubes de incienso que se desprendían de los áureos incensarios, velaban la montaña toda. Celebraban la Creación y la obra de seis días.

«¡Grandes, ¡oh Jehová!, son tus obras y tu poder infinito! ¿Qué pensamiento puede comprenderte ni qué len-gua expresar tu grandeza? Con más gloria vuelves ahora que cuando volviste vencedor de los ángeles gigantes. Tus truenos aquel día mostraron tu poder; pero hoy eres Creador, y el crear es más que destruir lo creado. ¿Quién puede igualarse a ti, Omnipotente Rey, ni poner límites a tu imperio? Fácilmente desvelaste la soberbia de los espíritus apóstatas, y aniquilaste su vano empeño: presumieron los impíos amenguar tu fuerza y apartar de ti los innumerables adoradores; pero el que intenta contrariar tu poder, labra su propia ruina, y sólo consigue realzarlo más; que con sus mismas armas lo castigas, y del exceso del mal haces un bien mayor. Testimonio es de todo, ese mundo, recién formado, ese otro cielo, no distante de las celestiales puertas, fundado a nuestra vista sobre el claro cristal, sobre el transparente mar, de extensión casi infinita, poblado de multitud de estrellas cada una, de las cuales sea quizás un mundo dispuesto para habitarse, aunque tú solo sepas en qué sazón. En medio se halla la mansión de los hombres, la tierra, con el Océano inferior que la circuye, morada llena de encantos. ¡Dichosos una y mil veces los hombres, y los hijos de los hombres, a quienes Dios tanto ha privilegiado, creán-dolos a su imagen, para que habiten en esos lugares, le rindan culto, y en recompensa, dominen sobre todas sus obras, sobre la tierra, la mar y el aire, y multipliquen la raza de sus santos y justos adoradores! ¡Mil veces di-chosos si comprenden su ventura y perseveran en la virtud!»

«Esto cantaban, resonando por todo el Empíreo las voces de ¡aleluya! Y así fue solemnizado el sábado.

«Creo haberte satisfecho ya en lo que deseabas. Sabes cómo empezó este mundo, el origen de cuanto en él existe, y lo que desde el principio se hizo anterior a tu memoria, para que la posteridad, informada por ti, tenga de todo conocimiento. Si más pretendes saber, con tal que no exceda a la humana capacidad, manifiéstalo.»
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OCTAVA PARTE
ARGUMENTO


Adán hace algunas preguntas sobre los movimientos celestes, a las que contesta el Ángel con palabras dudo-sas, aconsejándole que procure informarse de cosas más dignas de saberse. Persuádese de ello Adán; pero de-seoso de tener a Rafael más tiempo consigo, le refiere todo lo que recuerda su memoria desde que fue creado, y cómo entró en el Paraíso; su conferencia con Dios respecto a la soledad y, a la compañía que pudiera convenir-le; su primer encuentro y su desposorio con Eva; y prosigue discurriendo sobre este punto con el Angel, que después de hacerle algunas amonestaciones, regresa al cielo.

Suspendió el Ángel su relato, y tan dulce impresión dejaron sus palabras en los oídos de Adán que, por algún tiempo, creyendo estarlo oyendo todavía, permanecía inmóvil y atento; hasta que por fin, como quien de pronto vuelve en sí, le dijo en tono de agradecido:

«¿Cómo podré mostrar el debido reconocimiento ni corresponder a la merced que me has dispensado, divino historiador, satisfaciendo cumplidamente el anhelo que tenía de instruirme, y llevando tu amistosa condescen-dencia hasta el punto de revelarme cosas que jamás hubiera podido adivinar? Con asombro, pero con gran de-leite, las he escuchado, y atribuyo al Sumo Hacedor toda su gloria, como es debido. Quédanme, sin embargo, algunas dudas que únicamente tú puedes resolver; porque cuando contemplo esta admirable fábrica, este mundo compuesto de cielo y tierra, y calculo su magnitud, la tierra me parece un grano de arena, un átomo, comparada con el firmamento y todos sus numerosos astros, y que éstos recorren espacios incomprensibles, de lo cual son prueba su distancia y su breve reaparición diurna. Pero, ¿es posible que no tenga otro oficio que difundir la luz alrededor de esta opaca tierra, de este diminuto globo, formando el día y la noche, y que su vasta carrera atienda a objeto tan poco útil? Cuando en esto pienso me maravillo de que la Naturaleza, tan próvida y sabia, incurra en semejantes desproporciones; que con tan pródiga mano haya creado y multiplicado esos sublimes cuerpos, sin otro fin al parecer, y que les imponga tan incesante revolución, que se repite día por día; mientras la sedentaria tierra, que hubiera podido moverse en círculo más estrecho, servida por seres más nobles que ella, realiza su destino sin tanta agitación, y recibe el calor y la luz como un tributo que le presta el incalculable curso de una velocidad que no puede apreciarse, ni hay números que puedan expresarla.»

Habló nuestro padre así, y en su aspecto indicaba estar entregado a profundas reflexiones; lo cual advertido por Eva, que aunque un tanto apartada, se hallaba allí presente, se levantó de su asiento con humilde majestad y con una gracia que inspiraba al que la veía deseos de que permaneciese en aquel lugar, y se dirigió a visitar los frutos y las flores para ver cómo prosperaban sus tiernas y pomposas plantas; y ellas se abrieron al sentir que se acercaba, y crecieron regocijadas al contacto de su hermosa mano. Mas no se retiró disgustada del discurso que había escuchado, ni porque su inteligencia fuese inferior a tan sublimes cosas, sino por reservarse el placer de que Adán se las repitiese, y de ser ella su solo oyente. Prefería oírlas de boca de su esposo más que de la del Ángel, y dirigirle a él sus preguntas, porque estaba segura de que éste añadiría interesantes digresiones, y de que sus conyugales caricias allanarían cuantas dificultades se les ocurrieran; que de sus labios salía otro encanto tan dulce como el de sus palabras. ¡Oh!, ¿dónde hallaríamos hoy semejante consorcio, unido por el amor y el recíproco respeto? Retiróse pues con la dignidad de una diosa, y no sin el correspondiente séquito; que en su compañía iban las gracias seductoras rodeándola como a una reina, brotando en torno y de todos los ojos deste-llos del deseo que de continuo incitaba a complacerla.

A las dudas propuestas por Adán, respondió Rafael con ingenua benevolencia: «No censuro tu anhelo de sa-ber que el cielo es como el libro de Dios, abierto ante tus ojos, en el cual puedes leer sus obras maravillosas, y aprender a distinguir estaciones, horas, días, meses y años. Que sea el cielo el que se mueve, o la tierra, te im-porta poco, con tal que tus cálculos sean exactos; lo demás, sabiamente ha hecho el supremo Artífice en encu-brirlo tanto al hombre como al ángel, no divulgando secretos que son para admirarlos más bien que para escu-driñarse. A los que gustan de desvanecerse en conjeturas, deja Dios que se pierdan en fútiles cuestiones sobre la máquina de los cielos, quizá para burlarse de sus vanas sutilezas; y cuando pretendan estudiar el cielo, y some-ter a cálculo las estrellas, ¡qué no inventarán para ajustarlo todo a una forma! Construyendo unas veces, y des-truyendo otras, se esforzarán en salvar las apariencias, y rodearán la esfera de curvas concéntricas con sus ci-clos y epiciclos, y sus orbes colocados unos dentro de otros. Esto he colegido yo de tus razonamientos, y en esto te seguirán tus descendientes. Supones que los cuerpos mayores y más luminosos no pueden estar subordi-nados a los más pequeños y opacos, ni los cielos girar en tan inmenso espacio mientras la tierra tranquilamente asentada es la única que goza de su tributo; mas considera, en primer lugar, que ni la magnitud, ni la lucidez son indicios de excelencia, porque si bien en comparación del cielo es la tierra tan pequeña, y no ostenta fulgor alguno, puede poseer riquezas de más cuantía y más preciadas que el Sol, el cual brilla, pero estéril, y cuya virtud es tan ineficaz para él cuanto fructuosa para la tierra. Ella es la primera que recibe sus rayos, que de otra suerte serían inútiles, la que se alimenta de su vigor; y todas esas espléndidas luminarias no se han hecho para la tierra, sino para ti, morador terrestre. En cuanto a la vasta redondez del cielo, sobrado alto, proclama la mag-nificencia del Hacedor, que ensanchó tanto su recinto, para que el Hombre comprenda que no habita en man-sión propia edificio por demás anchuroso para él, del cual sólo ocupa una pequeña parte, y el resto está destina-do a usos que únicamente el Señor conoce. La rapidez de esos círculos, por más que sean innumerables, debes atribuirla a su omnipotencia, que añade a sus sustancias corpóreas una actividad casi espiritual. ¿Qué te diré yo de la velocidad con que camino? Partí del cielo en que Dios reside al rayar el alba, antes de mediodía, he llega-do al Edén salvando una distancia que no hay guarismos conocidos con que se indique. Discurro de este modo, admitiendo el movimiento de los cielos, para mostrarte cuán débiles son los fundamentos de tus dudas; pero no lo afirmo, aunque desde la tierra en que vives parezca así. Dios ha puesto los cielos tan distantes de la tierra para que no penetre en sus vías el sentido humano, y para que si los ojos terrestres pretenden alzarse tanto, se pierdan en inútiles esfuerzos por aquellas altas regiones.

«Mas ¿y si el sol es el centro del Universo, y otros astros incitados por su fuerza atractiva y la suya propia, giran en torno de él describiendo varios círculos? Seis de ellos te lo hacen ver en su curso errante, elevándose unas veces, descendiendo otras, adelantándose, retrocediendo, o permaneciendo. ¿Y si el séptimo de esos plane-tas, la tierra, que aparece estable, participase a la vez de tres movimientos imperceptibles, que por otra parte, debieran atribuirse a diferentes esferas obrando en sentido contrario y cruzándose oblicuamente? O eximes de semejante faena al Sol, o supones inalterable a ese veloz rumbo que no ves de día ni de noche, que haces supe-rior a todas las estrellas y semejante a una rueda que gira sin cesar; creencia de que puedes prescindir, si la tierra, industriosa de suyo, busca el día encaminándose al oriente, y si por la parte privada de los rayos del sol halla la noche, reflejando la claridad de la luz en su hemisferio opuesto. ¿Y qué diremos si esa misma luz en-viada por la tierra a través de la atmósfera transparente, fuese como la de un astro para el globo terrestre de la luna, que la iluminase de día, y a su vez fuese iluminada por ella durante la noche? La influencia sería totalmen-te recíproca siendo cierto que la luna contenga campos y aun habitantes; las manchas que ves en ella semejan nubes; las nubes pueden resolverse en lluvia y ésta producir en su jugoso suelo frutos que den alimento a los seres allí nacidos. Un día quizás descubrirás nuevos soles que lleven en pos sus lunas, y se transmitan su luz masculina y femenina; sexos ambos, que animan el universo, y que pueden difundir la vida en cada uno de los orbes donde residen. Que esparcidos por el vasto imperio de la naturaleza, privados de seres vivientes, yermos y desiertos, están limitados estos cuerpos a ostentar su luz, y apenas envíen un destello de ella a los demás orbes, atraídos desde tan lejos hacia la región habitable, que recibe de los mismos su esplendor, será asunto de eterna controversia. Pero que estas opiniones sean o no fundadas; que el Sol predominante en los cielos influya sobre la tierra, o la tierra sobre el Sol; que él dé en el oriente principio a su inflamado curso, o ella emprenda su silen-cioso camino desde el occidente, adelantando lenta sus inofensivos pasos, y gire sobre sú fácil eje conduciéndo-te sin sentir con su apacible aire; ideas son con que no debes atormentar tu pensamiento: deja estos secretos a la sabiduría de Dios; pon tu celo en servirle y en temerle. Que disponga El de sus criaturas, dondequiera que estén, según le plazca; y tú goza de los bienes que te ha otorgado, de este Paraíso y tu hermosa Eva. El Cielo está muy sobre ti para que puedas averiguar lo que acaece en él. Sé humilde en tu ciencia; cuida solamente de ti y de lo que te concierne; no sueñes en otros mundos, ni en las criaturas que puedan morar en ellos, o en su estado, condición y clase; y conténtate con cuanto te ha sido revelado, no sólo respecto a la tierra, sino al más elevado cielo.»

A lo que aclaradas ya sus dudas respondió Adán: «Me has satisfecho plenamente, ¡oh pura inteligencia del Cielo, benigno Angel! Me has librado de incertidumbres, mostrándome el camino más llano de la vida, y ense-ñándome a no acibarar las dulzuras de mi existencia, que Dios ha preservado de angustiosos cuidados y pesares, siempre que nosotros renunciemos a quiméricos pensamientos y nociones vanas. Pero el espíritu o la imagina-ción propenden a lanzarse libres de todo freno en errores interminables, hasta que desengañados o aleccionados por la experiencia, se persuaden de que no consiste el verdadero saber en el profundo conocimiento de cosas inútiles, abstractas e incomprensibles, sino el de todo aquello que está a nuestros alcances y de que hacemos uso todos los días de nuestra vida: lo demás es humo, vanidad, locura, que hace impracticable, que frustra lo que más debe interesarnos, y que empeña más y más nuestra ansiosa solicitud. Descendamos, pues de la altura en que nos hallábamos y tratemos de asuntos tan humildes y provechosos; así tendré ocasión de acertar a dirigirte preguntas que no te parezcan inoportunas, y a que te dignarás replicar benévolamente favoreciéndome como hasta ahora.

«Te he oído referir todo lo que es anterior a mis recuerdos; permíteme que a mi vez te refiera yo mi historia que tal vez te sea desconocida. El día no declina aún, y aprovecharé como ves lo que resta en idear algún recur-so con que entretenerme, invitándote a que oigas mi narración. Sería una insensatez el creer que no he de mere-certe respuesta alguna, porque mientras estoy a tu lado me parece hallarme en el cielo. Tus palabras son a mis oídos más dulces que grato es el fruto de la palmera para aplacar el hambre y la sed, a la hora de la comida, después del trabajo; que aquél, aunque sabroso, al fin llega a cansar y produce hartura; pero tus palabras, dicta-das por la divina gracia, jamás hastían.»

Y le contestó Rafael con celestial agrado: «Tampoco tus labios, padre de los hombres carecen de gracia, ni tu lengua de elocuencia. Dios te ha prodigado, interior y exteriormente, sus dones haciéndote imagen suya, y bien hablando bien permaneciendo en silencio, muestras esa gentileza y bella disposición que acompaña a todas tus palabras, y movimientos. En el cielo te consideramos como nuestro compañero de servicio en la tierra, y nos complacemos en observar las miras de Dios con respecto al Hombre, porque vemos cuánto te ha honrado igua-lándote en el amor con que nos mira a nosotros. Di, pues, cuanto te plazca. Sucedió que aquel día estaba yo ausente, ocupado en un viaje arduo y penoso; para hacer una larga excursión a las puertas del infierno. Iba una legión numerosa según se nos había mandado, con el fin de vigilar todos los pasos e impedir que saliesen espías de los enemigos, mientras el Señor estaba en su obra, no fuese que indignado de tal temeridad destruyese lo que había creado; pues bien que nada pudiesen ellos intentar sin su consentimiento, quiso el supremo monarca en-viarnos a cumplir sus altos mandatos y probar la prontitud de nuestra obediencia. Llegamos en breve; encon-tramos cerradas y fuertemente barreadas las pavorosas puertas; pero antes de aproximarnos oímos dentro un rumor que en nada se parecía a los armónicos sones de los cánticos, ni las danzas, sino a los gritos de los tor-mentos de las lamentaciones y de la furiosa rabia. Volvímonos alegres a las colinas limítrofes de la luz antes que anocheciese el sábado, así como se nos había ordenado. Pero comienza ya tu relato, el cual escucharé con el mismo gusto que tú has escuchado el mío.»

Esto dijo el divino Nuncio; y prosiguió así nuestro primer padre: «Difícil le es al Hombre decir cómo empezó su vida porque, ¿quién conoce su verdadero origen? Pero el deseo de seguir conversando contigo me animará a hacerlo. Cual si nuevamente despertase del más profundo sueño, me hallé muellemente recostado sobre la flori-da hierba; y cubierto de un balsámico sudor, que tardaron poco en enjugar los rayos del Sol, absorbí aquellos húmedos vapores. Volví en seguida hacia el cielo mis ojos asombrados y estuve un rato contemplando el espa-cioso firmamento; hasta que levantándome de pronto, por un movimiento instintivo, salté como esforzándome en llegar a él, y me hallé derecho sobre mis pies que me sostenían. Alrededor vi colinas y valles, umbrosos bosques, llanuras bañadas de sol, líquidos arroyuelos, que murmurando se deslizaban, y por doquiera criaturas que vivían y se movían, que andaban o volaban, y aves que gorjeaban entre el ramaje. Todo se mostraba risueño y mi corazón estaba inundado en fragancia y en alegría.

«Reparé entonces en mí mismo, examiné todos mis miembros, di algunos pasos, y me determiné a correr, va-liéndome de mis sueltas articulaciones, e impelido por la vigorosa fuerza que en mí sentía; pero ¿quién era yo, dónde estaba, por qué existía? De nada tenía noticia. Probé a hablar, y hablé sin dificultad prestándose a ello mi lengua, y poniendo nombre a cuanto veía; y exclamé: «¡Oh Sol, claridad hermosa, y tú Tierra, que recibes su luz, y que tan lozana te ostentas y tan risueña; montes y valles, ríos, bosques y llanuras; y vosotros, los que gozáis de vida y movimiento, bellísimas criaturas! Decidme, decidme si lo sabéis, de dónde procedo y cómo me encuentro aquí. No procedo de mí mismo sino seguramente de un gran Hacedor, tan grande por su bondad como por su poder. Decidme cómo he de conocerlo, cómo podré adorarlo, pues por él gozo de movimiento y vida y me siento más feliz de lo que yo mismo puedo comprender.»

«Y mientras hablaba así, me encaminé sin saber adónde, lejos del sitio donde por vez primera respiré el aire y contemplé esa encantadora luz; y como nadie me respondiese, me senté pensativo en un verde y sombrío riba-zo, bordado todo de flores. Por primera vez también me asaltó el delicioso sueño, que con dulce opresión y sin alarmarme embargó mis sentidos, bien que temí volver a la insensibilidad de mi primer estado, y disolverme repentinamente. Mas en el mismo punto se apoderó de mi mente un sueño, cuya agradable representación vino a hacerme creer que gozaba aún de mi ser, que vivía aún; y figuróseme que llegaba allí alguien de divino aspec-to y que me decía: «Adán tu mansión te llama; levántate, Hombre, destinado a ser el primer padre de innumera-bles hombres. Vengo, llamado por ti, para conducirte al delicioso jardín donde tienes dispuesta tu morada.» Esto diciendo, me asió de la mano, y deslizando por el aire sin dar paso alguno, me transportó por encima de los campos y de las aguas a una selvosa montaña, cuya cima era una llanura, ancho recinto cercado de hermosísi-mos árboles, de calles y de bosques; que de cuanto hasta entonces había visto en la tierra, nada apenas me pare-cía tan agradable. Los frutos, que en extremada abundancia, pendían de cada árbol, incitaban primero a los ojos y encendían después el apetito en deseo de cogerlos y de gustarlos; y en esto desperté, y vi que era realidad lo que con tal viveza el sueño me había pintado. De nuevo hubiera emprendido mi carrera, a no habérseme apare-cido entre los árboles la divina presencia del que en aquel lugar me servía de guía; y lleno de júbilo, pero con respetuoso temor, me prosterné ante sus plantas para adorarle.

«Hízome levantar, y con la mayor dulzura me dijo: «Yo soy el mismo que buscas, el autor de cuanto ves en-cima, debajo y alrededor de ti. Te hago dueño de este Paraíso; tenlo por tuyo para cultivarlo, guardarlo y susten-tarte de sus frutos. De todos los árboles que en este jardín crecen come libremente y con corazón alegre; no padezcas necesidad; pero del que lleva en sí el conocimiento del bien y del mal, que he plantado en medio del jardín, junto al árbol de la vida, y para prueba de tu obediencia y fidelidad (no olvides jamás este precepto) guárdate de gustar, y evita sus funestas consecuencias. Sabe que el día que comas de él, y quebrantes el único mandato que te impongo, morirás infaliblemente, serás mortal desde entonces, perderás tu presente fidelidad, y expulsado de aquí irás a un mundo de desdichas y penalidades.»

«El severo tono con que pronunció esta rigurosa prohibición resuena aún con terrible eco en mis oídos, dado que está en mi mano no incurrir en semejante pena; mas en seguida cobró su risueño aspecto y prosiguió ha-blándome en estos afectuosos términos: «No sólo este encantador recinto, sino la tierra toda, te doy a ti y a tu descendencia. Poseedla como dueños, con todo lo que vive en ella, en el agua y en el aire, animales, peces y aves; en testimonio de lo cual, he ahí a los pájaros y cuadrúpedos, según la especie de cada uno: te los presento para que les impongas sus nombres; y para que con la más sumisa obediencia te rindan homenaje; y lo propio has de entender de los peces, que residen dentro del agua y no comparecen aquí porque no pueden abandonar su elemento, ni respirar este aire, sutil para ellos en demasía.» Y mientras así se expresaba, fueron de dos en dos acercándose a mí las aves y los animales, postrándoseme éstos con mansos halagos, y aquéllas descendiendo sostenidas en sus alas. Ibales dando nombre a medida que pasaban e instruyéndome en su naturaleza, que de tal penetración me había dotado Dios en aquel momento; pero en ninguna de aquellas criaturas hallaba lo que parecía aún faltarme; y así me atreví a preguntar a la celeste visión:

«Y a ti, ¿cómo te llamaré? Porque tú eres superior a todos estos, superior al Hombre, a todo lo que es más que el Hombre, y a cuanto pudiera yo nombrar. ¿Cómo podré adorarte, autor de este Universo y de todo lo que es un bien para el Hombre, cuya felicidad has labrado tan sin medida, disponiéndolo todo para este fin? Pero nadie participa conmigo de tan gran ventura. ¿Qué dicha hay en la soledad? ¿Qué goce es el que se disfruta a solas? Y aun gozando así de todo, ¿cómo puede uno satisfacerse?»

«La presuntuosa resolución con que dije esto sugirió a mi celeste visión una sonrisa que realzó su majestad, y añadió: «¿Qué entiendes por soledad? ¿No están la tierra y el aire poblados de criaturas vivientes, que dóciles a tu voluntad, se muestran contentos con tu presencia? ¿No comprendes su lenguaje y sus instintos? También alcanzan ellos una inteligencia y una razón que no son de despreciar. Recréate con ellos, trátalos como sobera-no dueño de un vasto imperio.»

«Estas palabras del universal Señor me parecieron un mandato; y en tono suplicante, como quien demanda indulgencia, repuse: «¡Que no te ofendan mis palabras, Señor Omnipotente y Hacedor mío! ¡Préstame benignos oídos! ¿No te has dignado hacerme aquí tu representante, y disponer que sean inferiores a mí todas esas criatu-ras? Pues, ¿qué sociedad, qué armonía, qué verdadero placer, puede ser común a los que no se consideran entre sí iguales? No hay mutualidad de afecto si no se da y se recibe en la proporción debida, porque en la desigual-dad que eleva a unos y rebaja a otros, no puede existir perfecto acuerdo y se establece pronto recíproco desvío. Hablo de la sociedad tal como yo la desearía, en que los placeres razonables han de ser comunes, y no pueden serlo en el consorcio del bruto con el hombre. Cada cual busca solaz en los de su especie, como el león en la compañía de la leona, y por eso tú mismo los has unido en parejas; que no sólo es imposible que se entiendan el pájaro y la fiera, o el pez y el ave, mas ni siquiera el simio con el buey, y menos el hombre con el bruto, por ser esto lo más difícil.»
«A lo cual, sin manifestar desagrado, respondió el Todopoderoso: «Veo, Adán, que quieres procurarte una felicidad perfecta y pura en la elección de tus asociados, y que no hallarás placer con encontrarte rodeado de tantos goces, viéndote solitario. ¿Qué juzgas de mí y de mi actual estado? ¿Crees que yo soy completamente feliz o no? Solo estoy toda una eternidad; no reconozco segundo, ni semejante, y mucho menos igual; ¿con quién pues he de comunicarme, sino con los que son hechura mía; inferiores a mí, e infinitamente inferiores a lo que respecto a ti son las demás criaturas?»

«A esta pregunta respondí humildemente: «Soberano del mundo, para concebir la alteza o profundidad de tus eternos designios, ¡qué limitado es el alcance humano! Tú eres perfecto por ti mismo y en ti no cabe la menor falta. No es así el Hombre, que se perfecciona gradualmente con el deseo de asociarse a sus semejantes, para hacer más llevaderos, o mejorar sus defectos. Ni en ti hay la necesidad de reproducirte siendo infinito como eres, y, aunque uno cabal en número. El número es lo que manifiesta en el Hombre su imperfección individual, y así debe producir el semejante de su semejante, y para multiplicar su imagen, imperfecta en la unidad, necesi-ta de un amor mutuo, de una compañía querida, pero tú, aunque solo en tu recóndito alcázar, no has menester mejor acompañamiento que tú mismo; no buscas otra sociedad; y si tal quisieses, sublimarías a una de tus cria-turas hasta unirla o ponerla en comunicación contigo, hasta divinizarla; mientras que yo no puedo levantar al que se arrastra por la tierra para conversar con él, ni hallar en su trato complacencia alguna.»

«Alentado por su bondad, habléle así valiéndome del permiso que me otorgaba; El acogió mi indicación, re-plicando con su graciosa y divina voz: «Me he complacido hasta ahora en probarte, Adán; y advierto que no sólo conoces a los animales, pues has dado a cada cual adecuado nombre, sino que te conoces a ti mismo. Bien descubres el libre espíritu que en tu interior he puesto, la imagen mía, que no he concedido a los brutos, por lo cual no puedes igualarte a ellos. Razón tienes en considerar extraña su sociedad, y piensa siempre del mismo modo. Antes de oírte sabía que no era conveniente al hombre la soledad; mas la compañía que entonces viste no es la que te destino; te la mostré únicamente para probar si juzgabas bien de tu conveniencia y de lo que es justo. La que ahora te presentaré ha de agradarte seguramente; será una semejanza tuya, un sostén a propósito para ti, un segundo tú, exactamente igual a lo que anhela tu corazón.»

«Calló al decir esto, o yo no le oí decir más, porque rendida mi naturaleza terrestre a aquella virtud divina, que por tanto tiempo me había tenido remontado a la excelsa altura de su celestial coloquio, como deslumbrado y oprimido por una fuerza que embarga los sentidos, no pudiendo vencer mi languidez, recurrí al alivio del sueño, y éste acudió al instante, traído en mi auxilio por la naturaleza, y cerró mis párpados, pero dejó clara mi vista interior, la luz de mi fantasía; y arrebatado como en un éxtasis, me pareció percibir, aunque dormido, el mismo glorioso ser que había tenido despierto ante mis ojos; y vi que descendía hasta mí, y que me abría el costado izquierdo y sacaba de él una costilla teñida toda en sangre del corazón, principio y savia de la existen-cia. La herida era profunda, mas de carne nueva y quedó sanada.

«Dispuso la visión creadora y modeló la costilla con sus manos y de ellas salió una criatura semejante al Hombre, diferente sexo, y tan en extremo hermosa que cuanto en el mundo me había parecido bello, dejó de serlo tal desde aquel instante, o más bien lo contemplé cifrado en ella y en el encanto de sus ojos; los cuales llenaron mi corazón de un suave deleite que antes no había sentido, y esparcieron en todo cuanto la rodeaba el espíritu del amor y el más delicioso anhelo. A poco desapareció, privándome de su luz, y desperté y corrí en su busca, resuelto a hallarla o a lamentar su pérdida para siempre y renunciar a toda otra felicidad. Y cuando me-nor era mi esperanza, hela nuevamente a corto trecho de allí, conforme se me había en el sueño aparecido, re-vestida de todas las seducciones que tierra y cielo podían juntar para hacer su beldad más interesante. Llegóse a mí llevada por su creador celestial, que aunque invisible, con su voz, la dirigía habiéndola impuesto ya en los deberes de la santidad nupcial y en los ritos del matrimonio. La gracia acompañaba sus pasos, y el cielo rever-beraba en sus ojos, y la dignidad y el amor presidían a todos sus movimientos. Enajenado de júbilo no pude menos de exclamar así:

«Esta vez colmas mis deseos. Cumpliste ya tu promesa, bondadoso Señor, dispensador de todos los bienes, y de éste en especial, el mayor don que has podido hacerme. ¿Cómo no me lo envidias? Ya veo el hueso de mis huesos, la carne de mi carne: en ella me veo a mí. Mujer es su nombre; del Hombre ha sido sacada; y por esta causa, el Hombre, dejará a su padre y a su madre para unirse con su mujer; y ambos serán una misma carne, un mismo corazón y una sola alma.»

«Ella me oyó; y aunque impulsada hacia mí por una fuerza divina, la inocencia, el pudor virginal, su virtud, la conciencia de su dignidad, que ha de ser requerida antes de conquistada, que no es fácil ni espontánea, sino retraída y cauta, para que su incentivo sea mayor, en suma, la naturaleza, bien que exenta de todo pensamiento pecaminoso, tan poderosamente obró en ella, que al verme se retiró. Yo la seguí; ella, poseída del sentimiento del honor, con majestuosa condescendencia, aprobó la demostración de mi solicitud; y la conduje al lecho nup-cial, arrebolado su rostro con el carmín de la aurora. Los cielos todos, las favorables constelaciones, marcaron aquella hora con su más benigna influencia; congratulóse la tierra; estremeciéronse de gozo sus colinas; las aves gorjearon alborozadas, y el fresco ambiente, y los bullidores céfiros difundieron la nueva entre los bosques, derramando sus alas las rosas y perfumes que habían libado en las aromáticas florestas; hasta que la enamorada avecilla de la noche cantó aquel himeneo, y dio prisa a la estrella de la tarde, para que iluminando la cima de su colina, encendiese la nupcial antorcha.

«Te he dicho, pues, lo que pasó por mí; mi historia te hará ver la felicidad terrestre de que disfruto. Confeso que todo me causa placer aquí, pero un placer que, anhelado o involuntario, ni excita en mí cambio alguno, ni produce mayor deseo, como me sucede con la delicada sensación que comunican a mi paladar, a mi vista, y a mi olfato los frutos, las plantas, y las flores, y lo agradables que me son el paseo y el melodioso cántico de las aves. Enajenado con cuanto veo, enajenado con cuanto toco, nada es sin embargo comparable con la pasión que experimenté por primera vez. ¡Qué conmoción tan extraña! En todos los demás goces me reconozco superior dueño de mí mismo; en éste solamente, en el poder fascinador que sobre mí ejerce el encanto de la belleza, cedo a la debilidad; y bien porque mi naturaleza no sea bastante fuerte para oponer resistencia a su seducción, bien porque en la merma de mi costado haya perdido más de lo necesario, es lo cierto que esa belleza tiene en sí demasiados atractivos, siendo en su exterioridad tan perfecta, aunque interiormente no lo sea tanto. No se me oculta, que atendido el fin primordial de la Naturaleza, la excelencia del espíritu y de las facultades internas es evidente su inferioridad, y que aun considerada en sus formas, se asemeja menos a la imagen del Creador que nos hizo a entrambos, y no corresponde al sello de predominio que llevamos sobre las demás criaturas; pero cuando contemplo de cerca su beldad, me parece tan seductora, tan acabada en sí misma, que su menor deseo, su menor palabra, juzgo que es lo más cuerdo, lo más virtuoso, lo más discreto, y lo mejor que ocurrirse puede. La ciencia más sublime se da ante ella por vencida; el menor razonamiento al lado suyo queda desconcertado y acaba por parecerme un desvarío; síguenla ciegamente la autoridad y la razón, como si hubiera sido ella forma-da la primera, y no después que yo y accidentalmente: en suma, y para decirlo de una vez, en ella moran y ejer-cen su supremo imperio la majestad del alma y la nobleza, que la rodean con la aureola del respeto, como cus-todios angelicales.»

A esto con severo semblante replicó el Ángel: «No acuses a la Naturaleza, que ha hecho cuanto en su mano estaba. Haz tú lo propio, y no desconfíes de la sabiduría que no ha de abandonarte mientras tú no te apartes de ella en el momento de necesitarla más, y mientras no des exagerada importancia a lo que la merece menos, como por ti mismo lo puedes ver porque ¿qué es lo que tanto admiras?; ¿qué es lo que de tal modo te enajena? La belleza es sin duda digna de tu afecto, de tu respeto y de tu amor, mas no de rendimiento tan absoluto. Com-párate con ella, y estímate en lo que vales, que a veces nada es tan provechoso como esa estimación de sí mis-mo bien entendida y puesta en sus justos y razonables límites. Cuanto más procures conocerte a ti, más se per-suadirá ella de tu superioridad, y menos se sobrepondrán a la realidad las apariencias. Dios la hizo seductora para que te inspirase mayor agrado, y al propio tiempo majestuosa para que la honrases con tu amor, que si no procede con cordura tardará poco ella en comprenderlo. Pero cuando el deleite de los sentidos, que sirve para la propagación de la especie, absorbe todos los demás placeres, debe reflexionarse que ese mismo deleite se ha concedido a los irracionales, los cuales no participarían de él si fuese digno de avasallar el alma humana y de que preponderase en ella esta pasión. Sigue amando los encantos, la ternura, la discreción que hallas en tu com-pañera; ámala en este sentido, pero no con pasión, porque no consiste en ella el verdadero amor. El amor purifi-ca el pensamiento y engrandece el corazón; lleva a la razón por guía: préciate de juicioso; sirve de escala para remontarse hasta el amor celeste, y no se mancha con el deleite de la carne; por esto no ha sido sacada tu com-pañera de entre las bestias irracionales. Al oír esto, repuso Adán medio avergonzado: «No es su extrema belle-za, aun siendo tan seductora, ni el deseo de la procreación, común a todos los seres (pues tengo más alta idea del lecho nupcial, que miro con misterioso respeto) lo que me enamora en ella, sino la gracia impresa en todas sus acciones, los mil y mil donaires con que acompaña cuanto dice y cuanto hace, y su amorosa y dulce condes-cendencia; señales, evidentes todas, de la unión que reina en nuestras almas hasta hacer una sola de ambas, y de la armonía en que vivimos los dos esposos, más agradable que la del más armonioso son a nuestros oídos. No es esto lo que me subyuga (nada te oculto de lo que pasa en mí); no estoy ofuscado, porque mis sentidos perciben los objetos conforme a su variedad y a la influencia que ejerce cada uno; me conservo libre para dar la prefe-rencia a lo mejor y para decidirme por lo que prefiero. Tú no me vedas que ame; al contrario, me dices que el amor nos sublima al cielo, y que es quien allá nos encamina y guía. Pues bien, permíteme que te pregunte aho-ra: ¿no aman los espíritus celestiales? Y, ¿cómo expresan su amor? ¿Contemplándose únicamente o por medio de una irradiación mutua, o de un contacto, bien sea virtual, bien inmediato?»

A lo que con celestial semblante, que animaba el sonrosado carmín propio del amor, contestó sonriendo el Ángel: «Bástete saber que somos felices, y que sin amor no hay felicidad. Ese puro, aunque corpóreo deleite de que disfrutas, porque tú has sido creado puro, nosotros lo gozamos en sumo grado; no hallamos embarazo algu-no en las partes de nuestro cuerpo. Si los espíritus se acercan, se confunden totalmente, más que el aire con el aire, aunándose la pureza de sus esencias, y no viéndose en la precisión de juntar la carne con la carne y el alma con el alma. Y ya no puedo retrasarme más: el sol se aleja, trasponiendo el Cabo Verde de la tierra y las islas Hespérides, que es la señal de mi partida. Persevera en el bien, sé feliz y ama; ama sobre todo a Aquel que cifra el amor en la obediencia, y no olvides su mandamiento. Cuida que la pasión no extravíe tu juicio, ni te induzca a hacer nada de lo que repugna a una voluntad libre. En tu mano tienes tu felicidad o desgracia y la de tus hijos; y así procede con gran cautela. En tu perseverancia nos complaceremos no sólo yo sino todos los bienaventura-dos. Mantente firme; que de conservarte en tu actual estado o para siempre perderlo, tú eres exclusivamente árbitro y responsable; y pues Dios te ha hecho perfecto cuanto es menester para que no necesites de ayuda ex-traña, rechaza toda tentación que te aleje de tu obediencia.»

Levantóse el Angel al decir esto, y Adán lo despidió mostrándole su gratitud en estos términos: «Pues ya es forzosa tu ausencia, ve en paz, huésped celestial, divino nuncio de Aquel cuya soberana bondad adoro. ¡Cuán complaciente, cuán amoroso has estado para conmigo! El honor que me has dispensado te agradecerá siempre mi memoria. Sigue siendo el protector y amigo del género humano y visítame con frecuencia.»

Y de esta suerte se separaron en la umbría floresta el Angel volviendo al cielo, y Adán entrándose en su morada.
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NOVENA PARTE
ARGUMENTO

Después de explorar Satán la tierra con la más maligna intención, vuelve de noche al Paraíso introduciéndose en forma de vapor acuoso en el cuerpo de la Serpiente que yacía dormida. Salen Adán y Eva al amanecer para continuar su trabajo, el cual propone Eva que se divida dirigiéndose cada cual a distinto punto; mas Adán no lo aprueba, alegando el peligro que podían correr, y temeroso de que el enemigo contra quien ya estaban preveni-dos, no sedujese a Eva al hallarla sola. Picada ella de que no la creyese bastante cuerda o bastante fuerte, insiste en que se separen, deseando además dar pruebas de su firmeza. Cede por fin Adán; la Serpiente halla sola a su Esposa; acércase cautamente; empieza por contemplarla; le dirige la palabra, y con lisonjeros encarecimientos la declara muy superior a todas las demás criaturas. Admirada Eva de oír hablar a la Serpiente le pregunta cómo ha adquirido aquella facultad humana, y la inteligencia de que carecía antes; la Serpiente responde que habien-do probado el fruto de cierto árbol que allí existía, ha adquirido a un mismo tiempo la palabra y la razón, de que hasta entonces no había gozado. Ruégale Eva que la conduzca adonde está el árbol, y al verlo reconoce que es el de la ciencia prohibida; pero más alentada ya la Serpiente, la induce con mil instancias y artificios a que pruebe el fruto, y hallándolo de un sabor delicioso, reflexiona un momento si debe o no participárselo a Adán; pero al cabo va a presentárselo y le refiere lo que la ha decidido a comer de él. Queda al pronto consternado Adán; pero considerando que su esposa está perdida, resuelve, llevado de su vehemente amor, perecer con ella, y atenuando su falta, come también del mismo fruto. Efectos que ambos experimentan. Procuran encubrir su desnudez, y acaban por reconvenirse y acusarse mutuamente.

Cesen ya las pláticas que Dios o un ángel, huésped del Hombre, sostenían familiarmente con él, como con un amigo, dignándose de sentarse a su lado, de compartir con él su campestre mesa, y de permitirle discurrir senci-llamente sin mostrarse con él severo. Una trágica catástrofe sucederá a esta escena: insensata desconfianza, monstruosa infidelidad, desobediencia y rebelión por parte del Hombre; por parte de Dios, de tal manera olvi-dado, desvío y profundo disgusto, indignación, justísimo rigor y terrible sentencia, que trajo sobre el mundo un cúmulo de males, el pecado y la muerte que le acompaña, y la miseria precursora de la muerte; enojoso empe-ño, pero asunto no menos sublime y más heroico que la cólera del inexorable Aquiles persiguiendo a su enemi-go tres veces fugitivo alrededor de las murallas de Troya, y que el furor de Turno al verse privado de Lavinia, su prometida esposa, y la ira de Neptuno y de Juno, tan pertinaz contra los griegos y contra el hijo de Citerea. Y no me será difícil remontar mi canto a tal altura, si logro el auxilio de mi celeste protectora, que sin ser llamada acude a mí todas las noches, y me dicta entre sueños, o me inspira fáciles rimas en que yo no había pensado.

Largo tiempo ha que por vez primera elegí este asunto para un canto heroico, pero comencé ya tarde. La na-turaleza no me ha dado facilidad para pintar guerras que hasta aquí se han contemplado como el único argu-mento para la poesía heroica: ¡sublime aspiración realzar a fuerza de largos y repugnantes desastres, hazañas de fabulosos caballeros en batallas también supuestas, y no consagrar un solo canto a la verdadera fortaleza, a la paciencia y heroicidad de los mártires; describir evoluciones y juegos, vistosas empalizadas, escudos relum-brantes de empresas, y blasones bridones encubertados, arneses bordados de oro, y arrogantes jinetes entrando en las justas y en los torneos; y luego la suntuosidad de los banquetes servidos en magníficos salones por nume-rosos pajes y escuderos; primores artificiosos y rutinarios, que no pueden dar justo y heroico renombre ni al autor ni a su poema! Pero a mí, que no he puesto mi arte en el estudio, en estas cosas se me ofrece argumento más sublime, bastante por sí solo a granjearme alta reputación, a no ser que la tardanza del tiempo, el hielo del clima o el de mis años entorpezca mis ya rendidas alas; y no podría menos de suceder así, si esta obra fuese exclusivamente mía y del nocturno numen, que sugiere sus cantos a mis oídos.

Hundíase el Sol en el Océano, y con él desaparecía la estrella de Héspero, cuyo oficio es llevar el crepúsculo a la tierra, sirviendo de medianera entre el día y la noche. Del uno al otro extremo del hemisferio extendía ésta su velo en torno del horizonte, a tiempo que Satán, a quién Gabriel había intimidado con sus amenazas y expul-sado del Edén, más diestro ahora en su falacia y malignidad, y más ansioso de la perdición del Hombre, a pesar de que él también a mayor castigo, sin temor se exponía alguno, resolvió penetrar de nuevo en aquellas regio-nes. Era de noche cuando emprendió el vuelo; a la mitad de ella había acabado de dar la vuelta a la tierra, por-que evitaba el día desde que Uriel, que regulaba el movimiento del Sol, lo descubrió al entrar en el Edén, y previno contra sus intentos a los querubines que lo aguardaban. Así expulsado y poseído de mortal angustia, siete noches consecutivas anduvo rodando entre las tinieblas: tres veces recorrió la línea equinoccial, y cuatro, atravesando los coluros, cruzó por el carro de la noche de polo a polo. A la octava noche volvió al Paraíso, y en la parte opuesta a la que guardaban los querubines, descubrió una entrada furtiva, que ellos no conocían, Había allí un lugar (ya no existe, y de esta novedad no fue causa el tiempo, sino el pecado), donde el Tigris se precipi-ta en una profunda sima al pie del Paraíso, refluyendo parte de sus aguas hasta formar una fuente junto al árbol de la vida. En aquel precipicio se arrojó Satán, arrastrado por el río, y entre el salto que sus aguas daban subió al jardín, envuelto en su densa niebla Allí buscó un sitio donde ocultarse. Había recorrido mares y tierras del Edén al Ponto Euxino y la laguna Meótides, y más allá de las riberas del Obi, y descendió al polo Antártico, cruzando al Occidente, desde el Orontes al Océano que se ve atajado por el istmo de Darién, y luego a las re-giones bañadas por el Ganges y por el Indo. Al escudriñar así toda la tierra con minucioso examen y contemplar con profunda atención todas las criaturas, para elegir la que mejor se prestase a sus intentos, halló que la más astuta era la serpiente, y después de prolijas dudas y reflexiones, se convenció de que en ninguna como en ella podría injertar su insidioso espíritu, y en ninguna encubrir mejor sus siniestros odios a la más penetrante vista; porque en la falsedad de la serpiente no había ardid que pareciese impropio, ni cabía sospechar de su natural sutileza y malignidad, al paso que en los demás animales cualquier acto superior a su rudo instinto hubiera podido parecer influencia y sugestión diabólica. Esta fue al cabo su resolución; pero tales y tan desesperados combates traía en su interior que prorrumpió en doloridos ayes, discurriendo así: «¡Oh Tierra! ¡Cuán semejante eres al Cielo, por no decir superior y morada más digna de los dioses, dado que has sido producto de una se-gunda creación, con la cual se perfeccionó la antigua! Porque ¿hubiera Dios después de hacer una obra perfecta, creado otra peor? ¡Oh terrestre cielo alrededor del cual giran otros que brillan únicamente para comunicarte sus resplandores! Sólo para ti existen al parecer, uno y otro astro, y en ti concentran los preciosos detalles de su sagrada influencia. Así como en el cielo Dios es el centro que se difunde por dondequiera así lo eres tú también con respecto a los demás orbes, que tienes por tributarios. En ti que no en ellos aparecen todas las virtudes conocidas, que producen las yerbas y las plantas, y la estirpe más noble de los seres animados de vida gradual se crecen, sienten y raciocinan, dones todos cifrados en el Hombre. ¡Con qué placer, si de algún placer fuese yo capaz, recorrería tus campos contemplando esa deliciosa alternativa de colinas y valles, ríos, bosques y llanuras; tan pronto tierras, tan pronto mares; aquí una ribera al pie de una selva, allá enormes rocas y grutas y cavernas! Pero ninguno de esos lugares me ofrece mansión ni asilo, y cuanto mayores son los encantos que me rodean, más grande es el tormento que llevo dentro de mí, como si fuese yo el odioso objeto de sentimientos tan encon-trados. Toda dulzura se convierte para mí en veneno, y hasta en el cielo mi suerte sería tristísima. Y no es que yo quiera vivir aquí, ni aun en el cielo, de no imperar en él como soberano; porque no es la esperanza de llegar a condición menos miserable la que me anima ahora, sino el deseo de hacer a otros tan desdichados como lo soy yo, aunque redunde en mayor desventura mía; que lo que únicamente halaga mi desasosegado anhelar es la destrucción. Si en efecto, logro destruir, o que él propio labre su total perdición, al hombre para quien todo se ha creado, todo ello lo acompañará en su ruina, como identificado que está en su prosperidad o su infortunio. ¡Sea con su infortunio! ¡Perezca cuanto aquí existe! De todas las potestades infernales, yo seré el único a quien quepa la gloria de haber aniquilado en un día lo que El, el que se llama Omnipotente, ha empleado en crear seis días y seis noches sin interrupción; y ¿quién sabe cuánto tiempo empleara antes en concebirlo? Quizá no tuvo tal pensamiento hasta que yo, en una sola noche, libré de oprobiosa servidumbre casi a la mitad de los que lle-van el nombre de ángeles, reduciendo en proporción la multitud de sus adoradores. En venganza de esto, sin duda, y para reponer sus legiones así mermadas, fuese por haber desmerecido de aquella antigua virtud que poseyó al crear los ángeles si fueron creación suya, fuese para humillarnos más, determinó suplir nuestra falta con un ser formado de tierra, elevándole desde tan vil extracción hasta el punto de concederle nuestra dignidad celeste. Como lo resolvió, lo llevó a cabo; y formó al Hombre, y para él labró todo este magnífico mundo, y le dio por mansión la tierra, proclamándolo rey de ella; y ¡oh indignidad! puso a su servicio las alas de los serafi-nes, y por custodios suyos espíritus de fuego, obligados a desempeñar este terrestre ministerio.

«Temeroso de su vigilancia, y con el fin de eludirla, me he envuelto en los nebulosos vapores de la noche, y deslizándome cautelosamente entre estos matorrales, buscando una serpiente adormecida para introducirme entre sus escamas, y ocultarme, y ocultar mis tenebrosos planes. ¡Oh indigna degradación! ¡Yo, que he lidiado contra los dioses, queriendo sublimarme sobre todos ellos, verme obligado ahora a transformarme en un reptil, a identificarme con su asqueroso cieno, y embrutecer así la pura esencia que aspiraba al más excelso grado de la divinidad! Pero ¿a qué extremo no son capaces de descender la ambición y la venganza? El ambicioso, para lograr su fin, debe rebajarse tanto como ha pretendido elevar sus miras, y por encumbrado que esté, humillarse hasta los mas viles empleos. La venganza tan dulce a primera vista, ¡qué amarga es al fin, pues que recae en el vengativo! Pero no importa: recaiga en mí, con tal que descargue el golpe donde lo asesto; y ya que no puede alcanzar al que está más alto, hiera al menos al que provoca más inmediatamente mi envidia, a ese nuevo favo-rito del cielo, al Hombre formado de barro, hijo del despecho, a quien, para mayor afrenta nuestra, sacó su Hacedor del lodo. No haya más: a ese ensañamiento se responde con la misma saña.»

Esto dijo; y rastreando por entre la maleza ya húmeda, ya árida, en forma de negro vapor, prosiguió su noc-turna excursión por los sitios donde más fácilmente diera con la serpiente, hasta que la descubrió adormecida, enroscada en la multitud de sus complicados pliegues, y en medio su cabeza llena de astutas maquinaciones. No estaba oculta en la siniestra sombra de horrible caverna, sino durmiendo tranquila, ni temerosa, ni terrible, sobre la espesa hierba. Introdújose el demonio por su boca, y apoderándose de su brutal instinto, de su corazón, de su cabeza, impregnó en todo su ser su activa inteligencia, mas sin turbar su sueño, y esperando la llegada de la mañana.

Cuando la sagrada luz comenzó a alborear en el Edén, sobre las húmedas flores, y a exhalar éstas su matinal incienso, cuando todos los seres que respiran elevan al Criador su silencioso homenaje, desde el grande altar de la tierra, con el aroma que le es tan grato, salieron de su mansión nuestros primeros padres y unieron la plegaria de sus labios al coro de las criaturas que carecían de voz; y terminada su oración, recreándose unos instantes con la dulzura del ambiente que el aire les enviaba, acordaron el medio de adelantar en sus incesantes trabajos, los cuales requerían mucho más de lo que ellos dos podían hacer en tan vasto terreno; y así ocurriósele a Eva decir a su esposo:

«Adán, no debemos aflojar en el cultivo de este jardín, sino cuidar de sus plantas, yerbas y flores, que es la agradable tarea que se nos ha impuesto; pero hasta que vengan más brazos en nuestra ayuda, la obra será menor que el trabajo, y cada vez más desproporcionada a la exuberancia con que crece todo. Las ramas que podamos por superfluas, que enderezamos o sujetamos durante el día, en una o dos noches brotan de nuevo y frustran todos nuestros afanes. Quisiera, pues, que para remediarlo, me dieses algún consejo, u oye el que de pronto se ocurre a mi imaginación. Dividamos nuestro trabajo; elige tú el sitio que mejor te parezca, o dedícate a lo que más urgente contemples, ya cubriendo de madreselva esta enramada, ya dirigiendo la yedra a las plantas con que deba unirse, mientras yo, alejándome por aquel lado, iré enderezando los tallos de las rosas mezcladas con los mirtos, en lo cual me ocuparé hasta el mediodía. Porque si seguimos corno hasta aquí, trabajando siempre uno al lado del otro, ¿cómo hemos de evitar, viéndonos juntos, que la distracción de una mirada, de una sonrisa, de la conversación a que da lugar un objeto nuevo, interrumpa nuestra ocupación a cada paso y la haga cundir tan poco, que aunque comenzada muy de mañana, esté sin terminar a la hora de la comida?»

A lo que con cariñosas palabras replicó Adán: «¡Eva mía, mi única compañera de todas las criaturas vivientes, la que más amo, sin comparación alguna! Bueno es tu intento; acertadamente discurres sobre lo que debemos hacer para el mejor desempeño de la tarea que nos ha impuesto el Señor aquí; y no puedo menos de alabar tu celo, porque nada más recomendable en la mujer que el estudio que pone en sus quehaceres y en procurar que su esposo trabaje también con fruto. Pero el mandato de Dios no es tan riguroso que nos vede el descanso indispensable, ora se invierta en alimentar el cuerpo o en pláticas sabrosas, que son el alimento del espíritu, o en la dulce distracción de una mirada, de una sonrisa, placeres concedidos a nuestra razón y negados a los brutos, porque son la expresión de nuestro amor, que no debe considerarse como el fin menos noble de nuestra vida; así que, no nos ha destinado Dios a un trabajo penoso, sino al que puede proporcionarnos aquel gusto que es inse-parable de la razón. Unidas nuestras manos, no dudes que dejarán fácilmente expeditas las enramadas y veredas que frecuentamos en nuestros paseos, hasta que dentro de poco tengamos otros brazos más jóvenes que nos ayuden. Si, después de todo, te molesta el conversar tanto conmigo, consentiré en ausentarme por breve tiempo, que la soledad es a veces, la compañía más agradable y una separación, aunque corta, hace más dulce el placer de volver a verse. Un recelo, sin embargo, me trae inquieto, el riesgo que puedes correr lejos de mí: porque ya sabes lo que se nos ha advertido: sabes que envidioso de nuestra felicidad y desesperando de la suya, un enemi-go perverso está acechándonos para consumar nuestra perdición y mengua, y que vigila no lejos de aquí, tal vez ansioso de realizar su anhelo y aprovechar la ventaja de tenernos separados. Mientras estemos juntos no se atreverá a acercarse, dado que en caso necesario, fácilmente nos podremos prestar auxilio bien intente apartar-nos de nuestra obediencia a Dios, bien perturbar nuestro conyugal amor, que de todas nuestras venturas es quizá la que más envidia. Sea pues éste su intento, sea que abrigue otro mas funesto, no te alejes de quien te ha dado la vida, de quien te ampara y protege aún. La mujer que se ve amenazada de algún peligro o de algún menoscabo en su honra, halla su segura confianza en el esposo, que la defiende y se hace participante de todas sus desgracias y sinsabores.»

Eva con inocente dignidad, mas con severa dulzura, propia de quien ama y se siente contrariado, prosiguió así: «¡Hijo del cielo y de la tierra, señor de la tierra toda! Bien sé que tenemos un enemigo que solicita nuestra ruina. Ya me has informado de esto, y lo he oído además de boca del Angel al despedirse, desde la sombría estancia en que me oculté, regresando precisamente a la caída de la tarde, cuando se cierran los cálices de las flores. Pero ¡sospechar de mi fidelidad para con Dios y para contigo, sólo porque un enemigo intenta ponerla a prueba! Nunca supuse en ti semejante duda. ¿Por qué temer tanto su violencia, si inaccesibles a la muerte y a las penalidades, hemos al cabo de preservarnos de ellas, y aun rechazarlas cuando necesario fuere? Y si lo que verdaderamente temes es su astucia, ¿qué recelo tienes de que venza ni seduzca mi inquebrantable fidelidad ni mi amor sincero? ¿Cómo han podido albergarse en tu corazón tales sentimientos? ¿Cómo pensar tan desfavora-blemente de la que tanto amas?»

A lo cual, tratando de persuadirla, contestó así:

«Hija de Dios y el Hombre, inmortal Eva, porque tal eres, pura de todo pecado y mancha: si pretendo persua-dirte a que no te alejes de mi vista, no es por desconfianza que de ti tenga, sino para evitar las asechanzas con que nos persigue nuestro enemigo, porque el seductor, aunque trabaje en vano, siempre deja alguna mancha en aquel a quien solicita, dando a entender que su entereza no es tal que pueda resistir a la tentación. Tú misma te enojarías y mostrarías tu indignación contra semejante ultraje, aunque resultase sin efecto; y así no interpretes mal el deseo que tengo de preservarte a ti sola de esta ofensa, pues contra los dos a la vez, bien que su audacia sea grande, no la dirigiría; y si a tanto se atreviese, a mí me acometería primero. Ni son para menospreciadas su astucia y perversidad, que poderosas deben ser cuando logró seducir a los ángeles. No juzgues pues inútil mi auxilio. Al influjo de tus miradas, crecerán en mí todas las virtudes; tu presencia me inspirará más cordura, más previsión, más fuerza, si fuese preciso recurrir a ésta, porque la humillación de verme ante ti vencido redoblaría mi vigor al más indecible extremo. ¿Por qué mi presencia no ha de producir en ti un sentimiento igual, ni qué testigo mejor de esta prueba de entereza a que estás resuelta y del triunfo de tu virtud?»

Celoso de lo que tanto le interesaba, expresaba así Adán su conyugal amor; pero atribuyéndolo Eva a desconfianza de su firmeza, le replicó de nuevo, dulcificando su voz: «Si nuestro estado es tal, que hemos de vivir incesantemente estrechados por un enemigo violento o pérfido, y si estando separados no hemos de ser cada cual bastante a defendemos, ¿qué tranquilidad nos espera en medio de tan continuo sobresalto? El castigo no puede preceder al pecado: al tentarnos ese enemigo, nos ultraja ciertamente poniendo en duda nuestra integri-dad, pero de la duda no resulta infamia para nosotros, sino descrédito para él. ¿Por qué pues temerle y huirle tanto? Doble honor será, por el contrario, para nosotros desbaratar sus maquinaciones, y granjearnos así nuestra paz interior, y juntamente el favor del cielo, testigo de nuestra resistencia. ¿Será bien culpar a nuestro sabio Creador de habernos hecho felices tan a medias, que ni juntos ni separados contemos con seguridad alguna? Poco apetecible sería ventura semejante; y, de estar expuestos a un peligro como éste, no merece nuestro Edén tal nombre.»

A lo que con mayor vehemencia contradijo Adán en estos términos: «Mujer, Dios lo hizo todo perfecto, que así lo dispuso su voluntad. Nada salió imperfecto ni defectuoso de sus manos creadoras, y mucho menos el hombre y cuanto puede asegurar su felicidad, preservándolo de toda fuerza exterior, pues aunque lleva consigo el peligro, lleva también los medios de evitarlo. Contra su voluntad ningún mal puede inferírsele, y esta volun-tad es libre, como lo es cuanto obedece a la razón. Esta razón, por otra parte obra con rectitud, pero Dios la manda que esté siempre vigilante y sobre sí, para que no dejándose deslumbrar por una engañosa apariencia de bien se incline al error, y extravíe a la voluntad de manera que ésta incurra en lo que Dios expresamente tiene prohibido. No es, pues, la desconfianza sino es ternura del amor la que nos prescribe a mí que vele por ti, y a ti que veles por mí igualmente. A vueltas de toda muestra firmeza posible es que nos perdamos, porque no es imposible que cegándonos nuestro enemigo con engaños artificiosos, se olvide la razón de la vigilancia a que está obligada y nos induzca en inadvertido yerro. No te expongas a la tentación; vale más evitaría, lo cual más fácilmente conseguirás si no te apartas de mí; pero el peligro vierte sin ser buscado. Pretendes dar pruebas de tu constancia: dalas antes de tu obediencia. ¿Quién testificará de tu triunfo si no ha presenciado nadie tu combate? Pero si presumes que en el imprevisto trance saldremos más airosos de lo que parece estando unidos, ya vas advertida; aléjate, porque permanecer aquí a la fuerza sería tanto como estar ausente. Aléjate con tu nativa inocencia y cobra fuerzas de tu virtud; empléala toda; y pues Dios ha hecho con respecto a ti lo que debía, haz tú también lo que debes.

A estas razones del patriarca del género humano, insistió Eva en replicar; y aunque sumisa, dijo por fin: «Iré, pues, con tu permiso, y sobre todo alentada por la razón que has indicado últimamente; que en un trance imprevisto, quizá nos hallaríamos menos preparados estando juntos. Iré ya más animosa, y sin el recelo de que tan fiero enemigo comience desde su agresión por la parte más débil; y si tal intentase, sería doblemente vergonzo-so su vencimiento.»

Y diciendo esto, retiró suavemente su mano de entre las de su esposo, y como una ninfa de las selvas o dría-da, o del séquito de Diana, se encaminó con ligera planta hacia el bosque, sobrepujando en gentileza y gracia a la misma diosa de Delos, bien que no fuese como ella armada de arcos ni flechas, sino de instrumentos apropia-dos al cultivo de los jardines no pulidos aún por el arte ni por la acción del fuego, y tales como los ángeles se los habían suministrado. Asemejábase en su atavío a Pales o Pomona, a Pomona huyendo de Vertumno y a Ceres, virgen aún antes de tener fruto de Júpiter en Proserpina. Veíala Adán alejarse contemplándola encantado, y fija su ardiente mirada en ella; hubiera sin embargo preferido tenerla a su lado. Una y otra vez la advirtió que regresase en breve, y otras tantas prometió ella volver a su morada al acercarse el mediodía, para disponer lo conveniente a la comida de aquella hora y entregarse luego al reposo.

¡Oh desdichada Eva! ¡Qué amargo desengaño, qué humillación te espera antes de tu imaginado regreso! ¡Oh infame crimen! Desde este momento no hallarás ya en el paraíso ni dulces manjares ni grata tranquilidad. Un lazo te está aguardando oculto entre esas risueñas flores y entre esas sombras, donde el odio infernal se prepara a interceptarte el camino y arrebatarte tu inocencia, tu ventura y tu fidelidad.

Y era así, que desde los primeros albores de la mañana había salido el Enemigo de su escondrijo, disfrazado bajo la apariencia de una serpiente, y con la esperanza más que probable de hallar a los dos únicos representan-tes del género humano, que en realidad equivalían a todo éste; y eran el anhelado objeto de su venganza. Reco-rre florestas y descampados, todos los lugares en que el ramaje forma alguna espesura y ofrece sitios más deli-ciosos y retirados; los busca en las márgenes de las fuentes y en la frescura de los arroyos y las umbrías, pero desea sobre todo hallar a Eva separada de su esposo, aunque no abrigaba la menor esperanza de conseguir tanta ventura; cuando de pronto, realizándose una y otra, la descubre completamente sola, velada por una fragante nube. Divisábasela a medias entre el espeso valladar de encendidas rosas, que en torno la rodeaban, ocupándose en enderezar los delgados tallos de las flores, que aunque ostentaban en toda su viveza brillantes colores de púrpura y azul matizados de oro, se inclinaban lánguidas bajo su peso; y ella las sostenía graciosamente enla-zándolas con mirto, descuidada a la sazón de sí misma, flor más delicada y bella que todas las otras, necesitada también de su natural apoyo, del cual estaba tan lejos, cuando cercana la tempestad que la amenazaba. Allí, a poca distancia, por entre las sombrías calles que formaban los más empinados árboles, los cedros, los pinos y las palmeras, la acechabil la Serpiente ya acercándose resueltamente a ella, ya ocultándose y volviendo a apare-cer, resguardada por la frondosidad del ramaje y las flores que había Eva plantado por su propia mano: pensil más encantador que los fabulosos jardines del resucitado Adonis, o los del famoso Alción, huésped del hijo del viejo Laertes, y más delicioso que los no fingidos, sino verdaderos, donde el rey, sabio por excelencia, se sola-zaba con la bella esposa que debía al Egipto.

Admirado contemplaba Satán aquel lugar, y mucho más la persona de Eva. Hallábase como el que encerrado largo tiempo en una ciudad populosa, cuyas apiñadas chimeneas y fétidos vapores vician el aire, sale una ma-ñana de estío a respirar ambiente más puro en una granja campestre, halagado por el olor de las mieses, de las eras y de los establos, y por el aspecto y bullicio de los campos; y si por dicha acierta a pasar una beldad virgi-nal, graciosa como una ninfa, todo lo que le rodea adquiera por ella mayor encanto, como si en sus ojos se ci-frase todo aquello que lo enajena. Este mismo placer experimentó la Serpiente al contemplar aquel florido ver-gel, dulce retiro de Eva en medio de la soledad de la mañana. Su celestial belleza es la de un ángel aunque, más delicada como de mujer al fin; su graciosa inocencia, cada ademán y hasta el menor de sus movimientos des-conciertan la infernal malicia, y como que la arrebatan algo de la feroz intención que antes la animaba. Así permaneció el malvado unos momentos enajenado del mal que era su esencia y estúpidamente entregado al bien que por entonces le libraba de su enemistad y perfidia, de su odio, de su envidia y de su venganza; mas el fuego del infierno, que interiormente le abrasaba como le hubiera abrasado aun en el cielo, le sacó en breve de su delicioso éxtasis, atormentándole tanto más, cuanto mayor era la felicidad que allí se respiraba, y de que él estaba privado para siempre; lo que renovándose su furioso encono, y entregándose de nuevo a su perversa intención, se complacía en discurrir así:

«¿Adónde me llevas pensamiento? ¿Qué dulce impulso es éste con que me enajenas, hasta el punto de ha-cerme olvidar el fin con que aquí he venido? No ha sido el amor, sino el odio; no la esperanza de trocar el In-fierno en Paraíso, ni la de gozar de ningún placer, sino la de destruir todo goce, excepto el que consiste en la destrucción, pues los demás son para mí extraños. No he de malograr pues la ocasión que ahora me sonríe. Encuentro sola a la mujer, que será dócil a mis sugestiones; mis ojos, de tanta penetración dotados, no alcanzan a ver a su esposo, de cuya superior inteligencia es bien que me recate, porque su fuerza, su altivo denuedo y sus heroicos miembros, aunque formados de deleznable tierra, le hacen un competidor temible. El además es invul-nerable, y yo no; que a tal bajeza me ha traído el infierno, y tanto me han hecho mis dolores desmerecer de lo que era en el cielo. Y ¡qué hermosa, qué divina creación es la mujer! ¡Cuán digna es del amor de los dioses, y cuán poco terrible; por más que sean terribles el amor y la hermosura cuando no son objeto de un odio más poderoso aún, doblemente poderoso si sabe encubrirse con la máscara del amor! Esto, que ha de perderla, voy a intentar ahora.»

Y con esta resolución, el enemigo del género humano introducido en el cuerpo de la serpiente (¡fatal consor-cio!), se dirigió hacia Eva, no arrastrándose por tierra y enroscándose en sí misma, como después lo hizo, sino enhiesta sobre su cola, base circular de múltiples anillos que se elevaban unos sobre otros, y que creciendo cada vez más, formaban con sus escamosos pliegues un confuso laberinto. Erguía su cabeza coronada por una cresta; brillaban sus ojos como dos carbunclos; y alzando entre espirales círculos su cuello con mil vistosos cambiantes de verde y oro, mecíase el resto de su cuerpo sobre la hierba. Nada más bella y graciosa que su figura. Jamás se conocieron serpientes tan seductoras, ni las que en lliria transformaron a Hermione y Cadmo, ni aquella en que se convirtió el dios adorado de Epidauro, ni las que dieron su forma a Júpiter, Ammón o a Júpiter Capitolino, unida la una a Olimpia, la otra a la que fue madre de Escipión, gloria de Roma.

Movióse primero torcidamente, como el que acercándose a otro por temor de importunarle, se vale de rodeos; como el diestro piloto que al llegar con su nave a la corriente de un promontorio, inclina a un lado y otro el timón, y cambia las velas según el viento. Así variaba la Serpiente de dirección, y con sus tortuosas posturas y estudiados ademanes procuraba atraerse las miradas de Eva. pero distraída ésta en su quehacer, aunque oía el movimiento de las hojas, no prestaba atención al ruido, acostumbrada como estaba al jugueteo que por el cam-po traían en su presencia todos los animales más dóciles a su mandato que a la voz de Circe su rebaño transfi-gurado.

Más confiada ya la Serpiente, púsose delante de ella, sin esperar a que la llamase, y quedó inmóvil de admi-ración; inclinó repetidas veces su prominente cresta y su esmaltado y brillante cuello con sumisión cariñosa, lamiendo la tierra en que había fijado Eva su planta, hasta que tantas mudas demostraciones consiguieron por fin su efecto; y satisfecho Satán de haber llamado su atención, valiéndose de la lengua de la serpiente, o por un mero impulso del aire en que iba envuelta su voz, comenzó con insinuante astucia a tentarla así:

«No te maravilles de mí, reina del universo, cuando tú eres aquí la única maravilla. No me rechacen con des-dén esos ojos, que son todo un cielo de dulzura, ni te ofendas de que yo me acerque a ti y no me sacie de con-templarte, que yo solo soy, yo solo, el que no se ha dejado intimidar por tu majestuoso aspecto, más majestuoso ahora en la soledad. ¡Oh imagen, la más perfecta de tu perfecto Hacedor! Todos los seres vivientes se recrean en ti, gloríanse de ser tuyos, y adoran enajenados tu celestial hermosura, cuyo poder es mayor a medida que es objeto de admiración más universal. Y, ¡estar encerrada aquí en este recinto agreste, en medio de salvajes bru-tos incapaces de contemplarte, incapaces de apreciar todo lo bella que eres, a excepción de un hombre que te acompaña! Y, ¿por qué ha de ser uno solo, cuando merecerías ser tenida por diosa entre los dioses y adorada y servida por multitud de ángeles que a todas horas te rodeasen?»

Con tan lisonjeras palabras dio principio a su discurso el Tentador, y halló desde luego cabida en Eva; que aunque en extremo admirada de oír su voz, manifestó su asombro diciendo así:

«¿Qué es esto? ¡El lenguaje del hombre y el pensamiento humano expresados por la lengua de un bruto! Cre-ía yo que a lo menos del primero estaban privados los irracionales, habiéndolos Dios creado mudos e incapaces de articular todo sonido; en cuanto al segundo, ya abrigaba yo dudas al notar que hay mucho de discernimiento en sus miradas y en sus acciones. No ignoraba que tú, Serpiente, eres el más sagaz de todos los animales cam-pestres, más no sabía que estuvieses dotada del habla humana. Repite, pues este milagro, y dime cómo siendo muda has podido adquirir la palabra, y cómo de todas las criaturas que diariamente se ofrecen a mi vista, eres la que conmigo te muestras más afectuosa. Esto deseo saber, que bien lo merece semejante maravilla.»

«¡Reina de este hermoso mundo -contestó el pérfido seductor-, encantadora Eva! Fácil me es hacer lo que or-denas, y justo que en todo seas obedecida. Era yo al principio como los demás animales que pacen la hierba que van pisando; eran mis instintos tan viles y terrestres como mi alimento, y fuera de éste o de la diferencia de sexo, nada sabía discernir, ninguna cosa más alta se me alcanzaba. Pero vagando acaso un día por el campo, acerté a descubrir a lo lejos un hermosísimo árbol cargado de frutos, que resaltaban extraordinariamente por sus colores de carmín y oro. Acerquéme para mejor contemplarlo, y sentí que de sus ramas salía un delicioso per-fume que excitaba el apetito, mas sabroso al olfato que el olor del más dulce hinojo, o el de las ubres de la oveja y la cabra, llenas a la caída de la tarde, de leche que no han mamado aún el cordero ni el cabritillo, distraídos en su retozo. Con la impaciencia de satisfacer el ansia que en mí se despertó, resolví gustar aquel bello fruto; esti-mulábanme el hambre y la sed, poderosos incentivos, a comer una de aquellas manzanas, cuyo aroma me inci-taba tanto. Enrosqué mi cuerpo alrededor del musgoso tronco, pues para alcanzar a sus ramas desde la tierra, es menester tu elevada estatura, o la de Adán. Viéronme con envidia, poseídos de igual deseo, los animales que me rodeaban, imposibilitados de hacer lo mismo; y llegado que hube a la mitad del árbol, del que tan cercana pen-día la seductora abundancia de aquella fruta, arranqué, comí hasta la saciedad, y experimenté un placer que jamás había hallado ni en las más gustosas plantas ni en las más cristalinas fuentes. Satisfecho por fin, experi-menté en mí un extraño cambio; iluminó la razón mis facultades interiores; tardé poco en adquirir el habla, aunque conservando esta misma forma; y desde entonces se elevó mi pensamiento a profundas y sublimes me-ditaciones, y mi espíritu fue capaz de considerar todo lo que hay visible en el cielo, en la tierra y en el aire, todo lo bello y bueno que en el mundo existe. Pero todo lo bueno y lo bello está cifrado en tu divina imagen, junto todo en el celestial destello de tu hermosura, a la cual nada hay que pueda igualarse ni compararse. Ella es la que, aun a riesgo de serte importuno, me ha obligado a venir aquí para contemplar y adorar a la que con tan justo derecho está proclamada como soberana de las criaturas y señora del universo.»

Así habló la Serpiente poseída del maligno espíritu; y doblemente admirada y sin cautela alguna, Eva le re-plicó así: «Serpiente, tus excesivas alabanzas me hacen dudar de la virtud de ese fruto que has sido la primera en probar, mas dime: ¿dónde crece ese árbol? ¿Está muy lejos de aquí? ¡Hay tantos y tan diferentes árboles puestos por Dios en el Paraíso que nos son todavía desconocidos! Con tal abundancia se brindan a nuestra elec-ción, que existen multitud de frutas que no hemos tocado aún y que penden incorruptibles de sus ramas hasta que nazcan otros hombres que se aprovechen de ellas, y otras manos que nos ayuden a aligerar a la naturaleza de tanta fecundidad.»

Lo cual oído por la astuta Serpiente, se apresuró, llena de júbilo a responder. «El camino, gran señora es fácil y nada largo. Al otro lado de una calle de mirtos, en una plazoleta y junto a una fuente, pasado un bosquecillo de balsámica mirra lo encontraremos; por lo que si aceptas mi compañía, te conduciré en seguida». «Condúceme», dijo Eva. Y sin más tardanza se aprestó a hacerlo la Serpiente, arrastrándose con tal rapidez, que su encor-vado cuerpo parecía derecho: tan pronta estaba para la maldad. Incítala la esperanza, y brilla su cresta de ale-gría; como el fuego errante, formado de untuosos vapores, que condensa la noche y sostiene el frío, que con el movimiento, produce llama y que animado, según dicen, por un espíritu maligno, girando y despidiendo falaces fuegos, engaña y extravía al caminante nocturno, llevándolo por bosques y pantanos, hasta que tal vez lo preci-pita en un lago, donde se ahoga privado de todo auxilio. Así brillaba el traidor enemigo, conduciendo engañoso a Eva, nuestra crédula madre, hacia el árbol prohibido, origen de todos nuestros males, la cual así que lo vio, dijo a su guía:

«Serpiente, hubiéramos podido ahorrarnos de venir hasta aquí, diligencia para mí infructuosa, bien que sea tal la abundancia de estos frutos. Admirable es sin duda y si tales efectos producen, guarda su virtud para ti, que nosotros no podemos gustar de ellos, ni tocar a ese árbol. Dios nos lo ha prohibido, único mandamiento que ha salido de sus labios por lo demás, vivimos siendo ley de nosotros mismos: nuestra ley es nuestra razón.»

«¿Eso dices? -replicó astutamente el Seductor. ¡Dios ha mandado que no comáis de todos los frutos de estos árboles, y os ha hecho señores de cuanto hay en la tierra y en los aires!»

Y Eva que todavía no había pecado, contestó: «Podemos comer de los frutos que llevan todos los árboles de este jardín, pero del que da ese hermoso árbol, plantado en medio del Paraíso, ha dicho Dios: «No comeréis, ni llegaréis a él, porque será vuestra muerte».

Y apenas oyó el Seductor esta breve respuesta, fingiendo gran celo y amor por el Hombre, y profunda indig-nación por el agravio que se le hacía, apeló a un nuevo recurso, y como luchando con el sentimiento que le agitaba, tomó al fin una actitud tranquila, y el aire estudiado de quien se preparaba a tratar de un asunto grave. Como cuando en Atenas, en la libre Roma, en tiempo en que florecía aquella elocuencia que no ha vuelto a oírse, se presentaba un orador famoso, encargado de una gran causa, y concentrándose en sí mismo, cautivaba antes de hablar con sus movimientos y gestos al auditorio, y otras veces, para no entretenerse en el exordio, prorrumpía desde luego en altos conceptos, arrebatado por la fuerza de su razón o de la justicia; no de otro modo irguiéndose, agitándose y levantándose a su mayor altura, con toda la vehemencia de su pasión, exclamó el falso Tentador:

«¡Oh sagrada y sabia planta, dispensadora de la sabiduría y madre de la ciencia! En mí siento ya la eficacia de tu poder, que ilumina mi mente, y no sólo me permite discernir las cosas en sus primeras causas, sino los medios de que se valen los agentes superiores, a pesar de su profunda sabiduría. Y tú, reina de este universo no creas en esa terrible amenaza de muerte, que seguramente no se realizará. ¿Quién ha de haceros morir? ¿El fruto de ese árbol, cuando con él se adquiere la vida de la ciencia? ¿El que ha fulminado esa amenaza? Pites, ¿no me veis a mí, a mí que he tocado y gustado ese fruto que se os veda? Y no solamente vivo, sino que gozo de una vida más perfecta que la que el destino me había otorgado, gracias al propósito que formé de sobrepo-nerme a mi condición. ¿Ha de cerrarse para el Hombre el camino que tienen abierto los irracionales? ¿Ha de encenderse la ira de Dios por tan pequeña falta? ¿No aplaudirá más bien vuestro intrépido valor, al ver que ni el temor de la muerte que os pone delante, sea la muerte lo que quiera, os retrae de un empeño que puede propor-cionaros vida más venturosa, el conocimiento del bien y el mal? ¡El bien! ¿Hay nada más justo? ¡El mal! Pues si el mal existe, ¿por qué no conocerlo, y así se evitará mejor? Dios no puede castigaros siendo justo, y si no es justo no es Dios, y dejando de ser Dios no hay para qué temerle ni obedecerle. El mismo temor de la muerte debe induciros a no temerla. Y, ¿por qué os ha impuesto esa prohibición sino para intimidaros, para manteneros en vuestra baja servidumbre, en vuestra ignorancia, y que no dejéis de ser sus adoradores? Sabe bien que el día en que comáis de ese fruto. vuestros ojos, que tan claros parecen ahora, y que sin embargo están rodeados de oscuridad, se abrirán completamente a la luz, y seréis lo que son los dioses, y comprenderéis el bien y el mal como lo comprenden ellos. Llegaréis a ser dioses, como yo he llegado a ser hombre, que hombre soy interior-mente, pues tal es la proporción establecida: el bruto pasa a ser hombre, y el hombre dios. Quizá la muerte consista en esto, en trocar la naturaleza humana por la divina, y si con tal trueque se os amenaza, y es lo peor que puede aconteceros, el morir, ¿no es apetecible? ¿Qué dignidad es la de los dioses, que el Hombre no puede aspirar a ella ni aun participando del alimento divino? Han existido primero, y de esta ventaja se prevalen para hacernos creer que todo procede de ellos, lo cual es muy dudoso al ver esta bellísima tierra caldeada por el sol, tan fecunda de todo mientras ellos nada producen. Si ellos lo han hecho todo, ¿por qué han puesto en este árbol la ciencia del bien y del mal, para que quien quiera que guste de sus frutos obtenga a pesar suyo la sabiduría? Y al adquirir ésta, ¿en qué puede el Hombre ofender a Dios, ni en qué vuestro saber perjudicar al suyo? Y si todo depende de él, ¿cómo este árbol produce una cosa contraria a su voluntad? ¿Será su móvil la envidia? Pero, ¿cabe esta pasión en ánimos celestiales? Estas, éstas razones y otras muchas, os inducen a no privaros de tan precioso fruto. Arráncalo, pues, diosa humana, y come de él sin recelo alguno.»

Concluyó así su razonamiento, y sus pérfidas sugestiones hallaron fácil acogida en el corazón de la incauta Eva. Tenía sus ojos fijos en aquellos frutos, cuyo aspecto era por sí solo harto tentador; resonaba en sus oídos el eco de aquel lenguaje, que a ella le parecía tan persuasivo, tan convincente por su razón y por su verdad. Acercábase por otra parte la hora del mediodía, y despertaba en ella un apetito tanto mayor, cuanto más incitativa era la fragancia de aquella fruta, que un irresistible deseo estimulaba a su vista a coger y saborear, pero se detu-vo un momento, haciéndose a sí propia estas reflexiones:

«Grandes son sin duda tus virtudes, ¡oh el más excelente de los frutos! y aunque vedado al Hombre, digno de la mayor admiración, cuando por tanto tiempo menospreciado, es tu primer efecto dar elocuencia a un mudo y hacer que una lengua incapaz de hablar prorrumpa de este modo en tus alabanzas; alabanzas que no omitió ni aun el mismo por quien nos estás prohibido, en el hecho de llamarte árbol de la ciencia, del bien y del mal. Védanos que te probemos, pero su mandato te hace doblemente apetecible porque, manifiesta el bien que de ti resulta y la necesidad que tenemos de él. El bien que no se conoce, no es tal bien, y el poseer lo que no se apre-cia es como si no se poseyese. En suma, ¿qué nos prohíbe? El saber, es decir, nuestro bien; nos prohíbe adquirir la sabiduría; pero semejante prohibición no puede obligarnos a nosotros. Y si la muerte ha de venir después a esclavizarnos, ¿dé qué nos sirve esa libertad concedida a nuestra naturaleza? El día que comamos de ese fruto es el de nuestra perdición; ¡moriremos! Pero, ¿ha muerto la serpiente? ¿No ha comido de él, y sin embargo vive, y conoce, y habla, y discurre, y raciocina, cuando antes estaba privada de razón? ¿O es que la muerte se ha inventado sólo para nosotros, y que se nos niega el alimento intelectual concedido a los irracionales? Pues si únicamente se concede a éstos, ¿cómo el primero que ha gustado de él, lejos de mostrarse avaro de tal bien, lo ofrece tan espontáneamente, sin interés alguno, por amistad hacia el Hombre, ajeno a toda especulación y enga-ño? ¿Qué tengo, pues, que temer, o más bien, por qué abrigo temor alguno en la ignorancia en que estoy del bien y el mal, de Dios y de la muerte, de la ley y del castigo? Remedio da para todo este divino fruto, tan her-moso a la vista, tan grato al paladar, con su virtud de infundir la ciencia. ¿Quién me impide cogerlo y alimentar con él mi cuerpo y mi espíritu a la vez?»

En mal hora discurrió así; que acabando de decir esto, alargó su temeraria mano, cogió el fruto, y comió de él. En el mismo momento la tierra se sintió herida; la naturaleza toda, estremecida hasta en sus últimos cimien-tos, y exhalando un quejido de cada una de sus obras, anunció con dolorosas angustias que todo se había perdi-do. Ocultóse el perverso reptil en la espesura del bosque, y pudo hacerlo sin que lo advirtiese Eva, que total-mente entregada a la satisfacción de su apetito, a nada más atendía. No había al parecer experimentado hasta entonces placer igual en ningún otro fruto, fuese que realmente lo sintiese así, o que la ilusión de la ciencia que iba a adquirir se lo imaginaba. No se apartaba de su pensamiento la idea de su divinidad; devoraba el fruto con ansioso afán sin conocer que comía su muerte. Y luego que se hubo saciado, cual si estuviese exaltada de em-briaguez, dando rienda suelta a su júbilo, lo expresó así:

«Oh, árbol soberano, en quien tan alta virtud reside el más precioso de todos los del Paraíso! ¡Que siendo tu bendito fruto la sabiduría, haya estado hasta hoy oscurecido, menospreciado, pendiente de ti y creado sin utili-dad alguna! Tú serás mi primer cuidado en lo sucesivo. Al compás de mis cánticos, consagrados, como es justo, a tus alabanzas, todos los días, al venir la aurora, te visitaré, y aligeraré tus ramas del fértil peso de que están cargadas y con que brindas a todos tan liberalmente; hasta que alimentada por ti, adquiera suficiente caudal de ciencia para igualarme a los dioses, a esos dioses dotados del conocimiento de todo, y que envidian a los demás lo que ellos no pueden concederles; que si fuesen suyos los dones que tú das, seguramente no brillarías aquí. Y, ¡cuán reconocida, oh, experiencia no debo estarte desde que eres mi mejor guía! Por no seguirte he estado hasta hoy sumida en la ignorancia; mas ya me abres el camino de la ciencia, y me introduces en el asilo más recóndi-to en que se oculta. Yo quizá estoy oculta también: el cielo está tan alto, que desde su remota esfera no se per-ciben distintamente las cosas de acá abajo, y tal vez, distraído en otros cuidados, nuestro gran Legislador confía su continua vigilancia a los ministros que lo rodean.

«Pero, ¿cómo compareceré ahora yo en presencia de Adán? ¿Le daré conocimiento de la mudanza que hay en mí, lo haré partícipe de toda mi felicidad, o me reservaré la ciencia que he adquirido sin comunicársela? Esto postrero añadirá a mi sexo lo que le falta, acrecentará su amor, y me hará igual a él, y acaso superior, que sin duda es preferible, porque mientras sea inferior ¿qué libertad disfruto? Esto es lo que conviene. Mas, ¿y si me ha visto Dios? ¿Y si me aguarda la muerte? ¡Quedar privada de la existencia! Adán entonces se unirá a otra Eva, y faltando yo, sería feliz con ella. De sólo pensarlo me siento ya morir. No; llevaré a cabo mi resolución. Adán me acompañará en la prosperidad o en el infortunio. Lo amo con tal ternura que arrostraré con él todas las muertes, porque vivir sin él no sería vida.»

Y diciendo esto se apartó del árbol para alejarse, pero antes hizo una profunda reverencia al poderoso ser que residía en él y le infundía la savia de la ciencia, de que manaba el néctar, alimento de los dioses.

Adán, en tanto que impaciente esperaba su vuelta, de las más selectas flores había tejido una guirnalda para adornar los cabellos de la que merecía ver coronadas sus tareas campestres, como cuando los labradores ofrecen una corona a la reina de sus sembrados. Recreábase en mil alegres pensamientos y en el placer con que volvería a verla después de tan larga ausencia y, sin embargo, algo de funesto presentía a veces su corazón en los des-iguales latidos con que palpitaba; y así se adelantó a aguardarla, siguiendo el camino que había tomado al sepa-rarse de él. Conducía éste al árbol de la ciencia, y la encontró a poco de haberlo ella dejado, Vio que llevaba en la mano una rama llena de hermosos frutos cubiertos de brillante vello y que difundían en torno la fragancia de la ambrosía. Apresurose Eva a llegar; antes de hablar, expresaba en el rostro su disculpa y la defensa de su tardanza, y con las cariñosas palabras de que sabía usar, le dijo de esta manera:

«Adán, ¿has extrañado mi larga ausencia? ¡Cuánto te he echado de menos!, y separada de ti, ¡qué lento me ha parecido el tiempo! Agonía de amor semejante, no la he experimentado nunca, ni la experimentaré otra vez, porque no volveré a exponer mi inexperiencia y temeridad al tormento que he sentido en estar lejos de ti; pero el motivo ha sido tal, que te admirarás de oírlo.

«Este árbol no es, como nos habían dicho, peligroso por sus frutos, ni son éstos origen de males desconoci-dos; todo lo contrario; producen un divino efecto, abren los ojos a una nueva luz y se convierten en dioses los que los prueban, como he tenido ocasión de verlo. La sabia serpiente no está sometida al precepto que nosotros, o no se ha sometido a él: ha comido de este fruto, y en vez de hallar la muerte que a nosotros nos amenaza, ha adquirido desde luego el habla humana, el discurso humano y raciocina que es un asombro. Sus persuasiones me han convencido de suerte, que yo también he comido y he experimentado, cuán verdaderos son los efectos: se han abierto mis ojos, cerrados antes; se ha engrandecido mi espíritu, ensanchado mi corazón, y yo elevándo-me a la divinidad; divinidad que anhelo principalmente para ti, y que sin ti no apetecería; porque la ventura, si tú no participas de ella, no me haría a mí venturosa, y el disfrutarla sin ti engendraría en mí hastío y aborreci-miento. Gusta, pues de este fruto para que permanezcamos los dos unidos, y sea igual nuestra suerte, igual nuestro gozo y nuestro amor igual. Si no lo haces, nuestra condición no sería la misma; nos veremos separados, y aunque yo renuncie por ti a la divinidad quizá sea tan tarde que el destino no lo consienta ya.»

Con tan lisonjeras expresiones refería Eva lo acaecido, pero en sus mejillas se notaba cierto tinte de rubor. Adán, por su parte, al oír tan funesta declaración, quedó sorprendido y anonadado; helósele la sangre en las venas, y corrió por todos sus miembros un estremecimiento. Sus manos privadas de acción dejaron caer la guir-nalda que tenía preparada para Eva, cuyas flores esparcidas por el suelo se marchitaron. Permaneció algún tiempo confuso y mudo, hasta que por fin rompió el silencio empezando por decirse a sí mismo:

«¡Oh, hermoso ser, obra la mas acabada y perfecta de la creación, criatura en quien Dios apuró para deleite de los ojos y el pensamiento cuanto hay de santo y divino, de bueno, de afectuoso y de encantador! ¡Que así te hayas perdido! ¡Que en un instante te veas en tan miserable estado, postrada, envilecida y condenada a muerte! ¿Cómo has podido resolverte a infringir tan estrecho mandamiento, y a tocar con sacrílega mano el fruto prohi-bido? Algún falaz artificio de un enemigo a quien no conocías te ha seducido y causado tu perdición y la mía, porque yo estoy resuelto a morir contigo. Privado de ti, ¿cómo he de vivir? ¿Cómo renunciar a tu dulce compa-ñía, al amor que tan estrechamente nos une, ni sobrevivirte en la soledad de estos salvajes bosques? Porque aunque Dios crease otra Eva, producida nuevamente de mi costado, jamás te apartarías tú de mi corazón. No, no; la naturaleza me encadena a ti con indisoluble lazo. Eres la carne de mi carne, el hueso de mis huesos, y en la prosperidad como en el infortunio, mi suerte será siempre la tuya.»

Y profiriendo estas palabras, como quien recobrado de un profundo desmayo, y después de luchar con mil opuestos sentimientos, se somete a lo que parece irremediable, así, con tranquilo ánimo se volvió a Eva, aña-diendo:

¡Qué acción tan temeraria has cometido, irreflexiva Eva, y qué peligro tan grande has arrostrado, no sólo al poner tus ojos en el fruto prohibido, prohibido tan terminantemente, sino lo que es mucho más, en gustar de él cuando nos estaba vedado hasta tocarlo! Pero ¿quién puede anular lo pasado, y no hacer lo que ya se hecho? Ni Dios con todo su poder, ni aun el mismo Hado. Quizá no morirás por esto; quizá tu acción sea menos vitupera-ble por haber gustado antes y profanado ese fruto la serpiente, haciéndolo común a los demás y privándole de su carácter sagrado. Y si para ella no ha sido mortal, sino que vive, y vive, según dices, adquiriendo la vida del Hombre, indicio es muy favorable para nosotros, que con este alimento podemos obtener una superioridad proporcionada a nuestra naturaleza, que necesariamente será de dioses, de ángeles o de semidioses. Ni me re-suelvo yo a creer que Dios, sabio Creador, aunque nos haya amenazado con la muerte, quiere destruimos tan pronto, siendo sus criaturas predilectas y habiéndonos elevado a tanta dignidad sobre todas sus demás obras; las cuales, después de haber sido hechas para nosotros, perecerían, porque dependen de nuestra suerte. ¿Ha de ponerse Dios en contradicción consigo mismo, deshaciendo hoy lo que ayer hizo, y perdiendo el fruto de sus trabajos? ¿Puede concebirse, aunque en su mano esté repetir su obra, que así quiera aniquilarnos? Daría lugar al triunfo de su adversario, y a que dijese éste: «Efímera es la condición de los que más han merecido el favor divino. ¿Quién está seguro de disfrutarlo largo tiempo? Primero me destruyó a mí: ahora a la raza humana; ¿a quién le tocará luego?» Ocasión que no debe darse nunca a un enemigo para que así se mofe. Mi suerte pues está identificada con la tuya; la misma sentencia ha de alcanzar a ambos: si muero contigo, será, para mí la muerte como la vida. Tan fuertes son los lazos con que la Naturaleza ha unido los sentimientos de mi corazón a mi existencia propia; mi existencia eres tú, porque mío es cuanto tú eres; nuestra condición no puede ser distin-ta; los dos somos uno solo, una sola carne; perderte a ti será como perderme yo a mí mismo,»

Y a este razonamiento, respondió así Eva: «¡Oh, prueba insigne de un extremado amor, testimonio ilustre, y sublime ejemplo, que me obliga a imitarte! Destituida de tu perfección ¿cómo he de lograrlo, Adán? Yo que me envanezco de haber salido de tu costado, ¿cómo no he de regocijarme al oírte hablar así de nuestra unión, y al ver que formamos ambos un solo corazón, un alma sola? Bien lo muestras en este día al declarar que antes que la muerte, o cosa más temible que la muerte, pueda separarnos, estás resuelto, llevado de tu entrañable amor, a seguirme en mi falta, y aun en mi crimen; si crimen hay en gustar de este hermoso fruto, cuya virtud, (pues el bien procede siempre del bien, sea directa, sea accidentalmente) me ha suministrado esta preciosa prueba de tu amor, que sin ella quizá no hubiera llegado a manifestárseme tan inmenso. Y si yo hubiera creído que la muerte con que se nos amenaza había de ser la consecuencia de mi temerario intento, yo sola hubiera arrostrado este castigo, sin tratar de exponerte a él; porque antes morir abandonada que obligarte a una acción contraria a tu sosiego, sobre todo después de la completa seguridad que tengo de un cariño tan verdadero, tan profundo, tan incomparable. Yo siento en mí efectos muy distintos; no la muerte, sino una vida más grande, una vista más perspicaz, otras esperanzas, otros goces, y un deleite tal, que cuantos placeres han halagado hasta ahora mis sentidos, me parecen insípidos y hasta ingratos. Come pues siguiendo mi ejemplo, Adán, sin reparo alguno, y da al viento esos mortales temores.»

Estas palabras acompañó con un estrecho abrazo, e inundados sus ojos en lágrimas de alegría. No podía ser mayor su satisfacción, viéndose objeto de un amor que arrostraba por ella la divina cólera o la muerte; y en recompensa (porque a complacencia tal era lo que correspondía) presentó con pródiga mano a Adán los apetito-sos frutos pendientes de su rama, que él no tuvo escrúpulo en comer, contra lo que su razón le sugería, porque no obraba ofuscado, sino seducido por una mujer encantadora.

La tierra temblaba en tanto, alterada hasta, en sus más profundos senos, como acometida de un nuevo vértigo, y la Naturaleza prorrumpió en un segundo gemido. Oscurecióse el firmamento, rugió sordamente el trueno, y el cielo vertió algunas tristes lágrimas al consumarse aquel pecado, que en su origen llevaba ya la muerte; mas nada de esto advirtió Adán, embebido en saborear el funesto fruto. Ni Eva temió reincidir en su atrevimiento, doblemente animada por la complicidad de su compañero; así que embriagados ambos como con un vino nue-vo, se entregaron al más frenético regocijo, imaginándose sentir ya en sus pechos el aliento de la divinidad, que los levantaba sobre la despreciable tierra. Pero aquel fruto engañoso comenzó a despertar en ellos por vez pri-mera otros afectos, encendiéndolos en lúbricos deseos: Adán miró a Eva con lascivos ojos; ella le correspondió con voluptuoso agrado, y en ambos prendió el fuego de la lujuria. El empezó a provocarla así:

«Ahora descubro, Eva, de cuán delicado gusto, de qué gentileza estás dotada, que no es pequeña parte de la sabiduría, pues ahora distinguimos de sabores, y tenemos un buen juez en el paladar. Pero a ti es debida toda la gloria que me has proporcionado en semejante día. ¡Oh! ¡qué de placeres hemos perdido absteniéndonos de este delicioso fruto! Hasta hoy no sabíamos lo que es verdadero gusto; y si tal deleite tienen en sí las cosas que se nos prohíben, debiéramos desear que la prohibición se extendiera a diez árboles en vez de uno. Ven, pues; go-cemos, ya que es nuestro tanto bien, el inefable placer que este nuevo alimento nos promete. Jamás, desde que te vi por primera vez y me desposé contigo, me ha parecido tu hermosura ornada de tanto encanto, ni he sentido deseos tan vehementes de gozar de tu belleza, que me enamora como nunca: influencia sin duda de la virtud de ese árbol.»

Añadió a estas palabras acciones y miradas que indicaban la impaciencia de su amor. No era menor la de Eva, cuyos ojos despedían el fuego que la devoraba. Asióla él de la mano, y sin resistencia alguna la condujo a un verde ribazo cubierto por una espesa enramada que daba sombra a un lecho de flores, pensamientos, viole-tas, gamones y jacintos, el más fresco y muelle regazo de la tierra. Apuraron allí sin tasa sus amorosas ansias y delicias, sellando su mutuo crimen y desquitándose de su pecado, hasta que vencidos por el estupor del sueño, hubieron de renunciar a sus voluptuosos goces.

Luego que fue perdiendo aquel falso fruto la virtud con que sus suaves y penetrantes aromas habían embria-gado sus espíritus y pervertido sus más íntimas facultades, desvaneciéndose el impuro letargo de un sueño que les había representado a lo vivo la enormidad de su falta, se levantaron desasosegados, se miraron uno a otro, y vieron cuán distinto se ofrecía todo a sus ojos, y cuán oscura niebla cubría sus corazones. Había huido de ellos la inocencia, que los preservaba del conocimiento del mal, ocultándoselo como con un velo; la confianza since-ra, la rectitud natural y el honor, lejos ya de su lado, dejaban expuesta su desnudez a la criminal vergüenza que los cubría; pero al que la vergüenza cubre con su máscara, le descubre más. Como el valeroso Danita, el hercú-leo Sansón, que al desasirse de los torpes brazos de la filistea Dalila, despertó ya privado de su fuerza, volvie-ron ellos en sí destituidos de todas sus virtudes; y confusos y silenciosos permanecieron sentados, contemplán-dose largo tiempo, sin atreverse a proferir palabra; hasta que Adán, aunque tan abatido como Eva, prorrumpió al fin en sentidas quejas diciendo:

«¡Oh, Eva! ¡En mal hora diste oídos a aquel falso reptil, que nunca hubiera aprendido a remedar la voz hu-mana! Veraz habría sido en pronosticar nuestra desgracia, no en prometernos una mentida elevación, porque si se han abierto nuestros ojos y sabemos discernir ya lo bueno de lo malo, hemos perdido el bien, y sólo nos queda el mal. ¡Funesto fruto de la ciencia, si consiste en conocer esto, en dejarnos así desnudos privados de nuestro honor, de la inocencia, de la fe y de la pureza, que eran nuestro mejor ornato, ahora manchadas y envi-lecidas! En nuestros rostros aparecen evidentes las huellas de la insensata concupiscencia, origen de nuestros males y de nuestra vergüenza, que es el mayor de todos; que en cuanto a la pérdida del bien, no debe quedarte la menor duda. Y, ¿cómo osaré yo ahora ponerme en presencia de Dios o de los ángeles, a quienes veía antes con tanto júbilo y enajenamiento? Sus celestiales figuras anonadarán con su irresistible esplendor esta materia terrestre. ¡Oh! ¡Si pudiera ocultar mi salvaje existencia en la soledad, en el más oscuro rincón, al abrigo de árboles gigantes, impenetrables a la luz del sol y de los astros, y entre las tinieblas de una oscuridad más pro-funda que la de la noche! ¡Encubridme vosotros, pinos; tapadme, ¡oh cedros!, con vuestras innumerables ramas, donde jamás vuelva a ser visto! Pero, no: en tan miserable estado pensemos qué arbitrio será el mejor por de pronto para ocultar uno a los ojos de otro lo que nos causa mayor vergüenza, lo que más repugnante es a nuestra vista. Busquemos un árbol cuyas anchas y flexibles hojas unidas entre sí y rodeadas a nuestra cintura, nos pre-serven de esta vergüenza que en lo sucesivo ha de acompañarnos siempre, para que no nos dé continuamente en el rostro con nuestra impureza.»

Y practicando el consejo, internáronse ambos en lo más espeso del bosque, y eligieron al efecto la higuera; mas no la que nosotros apreciamos con este nombre y por su celebrado fruto, sino la conocida hoy entre los indios, en la costa de Malabar, o en el Decán, de ramas tan anchas y dilatadas, que colgando hasta el suelo y prendiendo en él, como hijas que crecen alrededor de su madre, forman pilares, bóvedas y muros, dentro de los cuales resuena el eco; donde el pastor indio, huyendo del sol, busca la fresca sombra, y por entre los claros del ramaje vigila a su ganado mientras está pastando.

Cogieron aquellas hojas, anchas como el escudo de una amazona, y con el arte que ya sabían, las juntaron y ciñeron a sus riñones: inútil precaución, si así querían ocultar su crimen y librarse de la vergüenza que los aco-saba. ¡Oh!, ¡cuán menguado reparo, en comparación con su primitiva y gloriosa desnudez! Tales halló en los últimos tiempos Colón a los americanos, cubiertos con una faja de plumas, desnudo lo restante del cuerpo, y viviendo como salvajes en sus islas y entre los bosques de sus playas.

Así disfrazados, y creyendo encubrir parte de su vergüenza, mas no por eso más tranquilos, ni consolados in-teriormente, se sentaron para desahogarse en llanto; y no sólo acudieron las lágrimas a sus ojos, sino que se desencadenó una tempestad furiosa en el fondo de sus corazones; lucha de violentos afectos, de ira, odios, des-confianzas, sospechas y discordias, todos perturbando a la vez lo más íntimo de sus ánimos, en otro tiempo morada pacífica y apacible, y al presente llena de agitaciones y sobresaltos. No les servía ya de guía la inteli-gencia, ni la voluntad se prestaba a sus persuasiones; eran esclavos del apetito sensual, que usurpándoles, a pesar de su inferioridad, la soberanía de la razón, se alzaba con su dominio. En este estado de excitación, torva la mirada y temblorosa la voz, dirigió de nuevo Adán la palabra a Eva:

«¡Oh! ¡Si hubieras dado oído a mis palabras y permanecido a mi lado como te lo rogué, en la infausta hora que te asaltó el necio afán de vagar por esos campos, sugerido no sé por quién! Eramos hasta entonces dicho-sos; no nos veíamos, como ahora, imposibilitados de todo bien, infamados, desnudos, miserables... Que de hoy más nadie pretenda con frívolos pretextos poner a prueba su fidelidad; quien con tal empeño solicita verse en semejante trance muy expuesto está a perecer en él.»

Y sentida Eva de esta reconvención, le replicó: «¿Qué severidad de lenguaje estás empleando Adán? ¿A mi insensatez, o al capricho de vagar por esos campos, como dices atribuyes nuestro infortunio? ¿Quién sabe lo que hubiera acontecido aun estando tú presente, y lo que hubieras tú mismo hecho? Aquí, de igual suerte que allí, no hubieras sospechado la falacia de la Serpiente, al oírla hablar como hablaba, mucho más no mediando entre nosotros y ella motivo alguno de enemistad, ni temor de que quisiese hacerme mal o idease cómo perder-nos. ¡Que no debía separarme de tu lado! ¡Bueno sería yacer siempre inerte como una costilla inanimada! Sien-do así, ¿por qué tú, que eres mi superior, no me prohibiste terminantemente el alejarme., dado que me exponía al riesgo que encareces tanto? Lejos de contrariarme, no opusiste dificultad, despidiéndote de mí cariñosamen-te. Si te hubieras mantenido firme y resuelto en tu negativa, ni yo hubiera faltado a mi deber, ni tú ahora serías mi cómplice.»

Adán, irritado por vez primera: «¡Eva ingrata!», exclamó: «¿Este es tu amor? ¿Así correspondes al mío, que has visto inalterable cuando tú estabas perdida, y yo a salvo aún? ¿No he podido yo vivir y gozar de inmortal ventura, sin arrostrar contigo la muerte voluntariamente? ¿Y me acusas de ser la causa de tu culpa, y crees que no fui bastante severo en lo que te permití? Te advertí, te aconsejé, te predije el riesgo a que te exponías, y que un enemigo oculto estaba acechando para tender sus lazos. Llevar más allá mi celo, hubiera sido violentarte, y emplear la violencia contra el que es libre es un proceder indigno. La confianza es la que te ha cegado, la segu-ridad que abrigabas o de que no corrías peligro alguno, o de que saldrías triunfante de cualquier empeño. Acaso yo erré también cuando admirando más de lo justo lo que me parecía en ti tan perfecto, imaginé que ningún mal se atrevería a llegar hasta ti. Bien pago mi error ahora, que se ha convertido. ¿Y tú eres mi acusadora? Este castigo merece quien por confiar demasiado en la excelencia de la mujer, la deja ejercer imperio; que contraria-da, romperá en freno, y entregada a su albedrío, cuando algún daño le sobrevenga, su primer impulso será acu-sar al hombre de débil e indulgente.»

Así pasaban infructuosamente el tiempo en mutuas reconvenciones; ninguno de los dos se culpaba a sí pro-pio, pareciendo interminables sus estériles altercados.
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DECIMA PARTE
ARGUMENTO

Sabida la desobediencia del Hombre, abandonan los ángeles custodios el Paraíso, y vuelven al cielo para jus-tificar su vigilancia, de la cual se demuestra Dios satisfecho, declarando que no han podido evitar la entrada de Satanás en aquel lugar. Envía en seguida a su Hijo para que juzgue a los culpables, el cual lo verifica, y pronun-cia la debida sentencia. Compadecido de ellos, cubre su desnudez y asciende de nuevo al cielo. El Pecado y la Muerte, que hasta entonces habían permanecido a la puerta del infierno, presintiendo por una maravillosa sim-patía el triunfo de Satanás en aquel mundo nuevo, y el pecado cometido por el Hombre, resuelven no estar más tiempo confinados en aquel lugar, sino seguir a Satanás, su señor, a la morada del Hombre, y para facilitar el tránsito desde el infierno al mundo, abren un anchó camino o un elevado puente sobre el Caos, según el desig-nio primeramente concebido por Satanás; y cuando se disponen a dirigirse a la tierra, se encuentran con él, que envanecido de su triunfo vuelve al infierno. Congratúlanse mutuamente. Llega Satanás al Pandemonio, y en plena asamblea refiere pomposamente el triunfo que ha conseguido sobre el Hombre; pero en vez de aplausos, oye sólo un silbido universal de su auditorio, convertido como él en serpientes, conforme a la sentencia dada en el Paraíso. Engañados por la apariencia del árbol prohibido que se ofrece a su vista, quieren todos ellos probar el fruto, y no comen más que polvo y amarga ceniza. Resolución que forman el Pecado y la Muerte. Dios predi-ce la completa victoria de su Hijo y la regeneración de todas las cosas, pero ordena a sus ángeles que hagan algunas alteraciones en los cielos y en los elementos. Convencido Adán cada vez más de su desgraciada condi-ción, se lamenta tristemente, y rechaza los consuelos de Eva; mas ella insiste, y por fin logra tranquilizarlo. Creyendo evitar la maldición que ha de caer sobre su posteridad, propone varios medios violentos que des-aprueba Adán, porque esperando en la promesa que se les había hecho, de que la raza humana se vengaría de la Serpiente, la exhorta a intentar por medio de la oración y el arrepentimiento la reconciliación con el Señor, tan justamente ofendido.

Súpose al punto en el cielo el acto de odio y desesperación consumado por Satán en el Paraíso, y cómo, dis-frazado de serpiente había seducido a Eva, y ésta a su marido, para comer el funesto fruto, pues, ¿qué cosa puede ocultarse a la vigilancia de Dios que lo ve todo, ni engañar su previsión que a todo alcanza? Sabio y justo el Señor en cuanto dispone, no había impedido a Satán que tentase el ánimo del Hombre, a quien dotó de sufi-ciente fuerza y entera libertad para descubrir y rechazar las astucias de un enemigo o de un falso amigo. Que bien conocían nuestros primeros padres, y no debieron olvidar jamás la suprema prohibición de no tocar a aquel fruto, por más que a ello los incitaran, pues por desobedecer este mandato, incurrieron en tal pena (¿qué menor podían esperarla?) y su crimen, por suponer otros varios, bien merecía tan triste suerte.

Silenciosos y compadecidos del Hombre, se apresuraron a ascender desde el Paraíso al Cielo los ángeles cus-todios. De aquel suceso colegían lo desventurado que iba a ser, y se maravillaban de la sutileza de un enemigo que así les había ocultado sus furtivos pasos.

Luego que tan funestas nuevas llegaron a las puertas del cielo desde la tierra, contristaron a cuantos las oye-ron. Pintóse esta vez en los semblantes celestiales cierta sombría tristeza, que mezclada con un sentimiento de piedad, no bastaba, sin embargo, a turbar su bienaventuranza. Rodearon los eternos moradores a los recién llegados en innumerable multitud, para oír y saber todo lo acaecido; y ellos se dirigieron al punto hacia el su-premo trono, como responsables del hecho, a fin de alegar justos descargos en favor de su extremada vigilancia, que fácilmente podían probar; cuando el Omnipotente y eterno Padre, desde lo interior de su misteriosa nube, y entre truenos hizo así resonar su voz:

«Ángeles aquí reunidos, y vosotros Potestades que volvéis de vuestra infructuosa misión, no os aflijáis ni tur-béis por esas novedades de la tierra, que aun con el más sincero celo, no habéis podido precaver ya os predije no ha mucho tiempo lo que acaba de suceder; cuando por primera vez, salido del infierno, el Tentador atravesó el abismo. Entonces os anuncié que prevalecerían sus intentos; que en breve realizaría su odiosa empresa; que el Hombre sería seducido y se perdería, dando oídos a la lisonja y crédito a la impostura contra su Hacedor. Ninguno de mis decretos ha concurrido a la necesidad de su caída; no he comunicado el más leve impulso al albedrío de su voluntad, que siempre he dejado libre y puesta en el fiel de su balanza. Pero al fin ha caído. ¿Qué resta hacer más que dictar la mortal sentencia que su trasgresión merece, la muerte a que queda sujeto desde este día? Presume que la amenaza será vana e ilusoria, porque no ha sentido ya el golpe inmediatamente como temía; pero en breve verá que el aplazamiento no es perdón, lo cual experimentará hoy mismo. No ha de quedar burlada mi justicia como lo ha quedado mi bondad. Pero ¿a quién enviaré por juez? ¿A quién, sino a ti, Hijo mío, que en mi lugar riges el universo, a ti que ejerces, transmitido por mí, todo juicio en los cielos, en la tierra y en los infiernos? Con esto se persuadirán de que procuro conciliar la misericordia con la justicia al enviarte a ti, amigo del Hombre, mediador suyo, designado para servirle de rescate y ser voluntariamente su Redentor, como estás destinado a convertirte en hombre y a ser juez de su humillación.»

Así habló el Padre; e inclinando a la derecha el esplendor de su gloria, inundó al Hijo con los rayos de su cla-ra divinidad. El reflejó toda la refulgente majestad de su Padre y respondió con inefable dulzura de este modo:

«Eterno Padre: tuyo es el mandato, mío el obedecer tu suprema voluntad en el cielo como en la tierra, porque tú te complaces en mí; que soy siempre tu Hijo por extremo amado. Voy a juzgar en la tierra a los que te han desobedecido; pero tú sabes que cualquiera que sea la sentencia, sobre mí recaerá el mayor castigo cuando se hayan cumplido los tiempos; que ante ti me impuse este sacrificio, y no estoy arrepentido de él, porque así tendré el derecho de mitigar la pena, que ha de refluir en mí. Templaré de tal modo la justicia con la misericor-dia, que realzadas así una y otra; ambas queden satisfechas, y tú desagraviado. Y no he menester para esto de séquito ni aparato alguno: en este juicio sólo han de intervenir el juez y los dos culpables; el tercero está conde-nado por ausente con más rigor; está convicto de su crimen y de su rebeldía a todas las leyes, que en la serpien-te no ha podido obrar convicción alguna.»

Pronunciadas estas palabras, se levantó de su radiante trono, con todo el esplendor de su gloria colateral, y rodeándole los Tronos, las Potestades, los Principados y las Dominaciones, lo acompañaron hasta las celestiales puertas, desde donde se descubre la perspectiva del Edén y de sus confines todos. Rápidamente hizo su descen-so, que no hay tiempo que mida la velocidad de los dioses, por más que vuele en alas de los más raudos minu-tos. Inclinándose a su ocaso, alejábase ya el sol del mediodía, y esparcíanse por la tierra a su hora acostumbrada los blandos céfiros, anunciando la proximidad de la húmeda noche; cuando más tranquilo aún, en medio de su indignación, se acercaba el que como juez e intercesor a un tiempo iba a sentenciar al Hombre. Oyeron los culpables la voz de Dios, que al declinar de la tarde resonaba por el Paraíso llevada a sus oídos por el hálito de los vientos; oyéronla, y Hombre y Mujer huyeron de su presencia, ocultándose entre los árboles más sombríos; pero Dios se acercó, y llamó en alta voz a Adán.

«¿Dónde estás, Adán, que no vienes alegre como acostumbrabas a recibirme así que me veías de lejos? Me disgusta que te ausentes de aquí, y que te entretengas en la soledad, cuando un solícito deber te hacía presentar-te antes sin ser buscado. ¿Vengo yo con menos esplendor? ¿Qué novedad te tiene ausente? ¿Qué causa tu de-tención? Ven al punto.»

Presentóse, y Eva con él, pero más medrosa, a pesar de haber delinquido primero, y ambos confusos y des-concertados. No brillaba ya en sus miradas el amor ni para con Dios, ni el del uno al otro; no se revelaba en sus semblantes sino el crimen, la vergüenza, la turbación, el despecho, la ira, la obstinación, el odio y la hipocresía. Pero al fin, después de muchas vacilaciones respondió Adán:
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«Os vi en el jardín, pero, atemorizado a vuestra voz, como estaba desnudo, me oculté.»

Y el divino Juez, sin reconvenirle contestó: «Pues muchas veces has oído mi voz, que no te infundía temor, antes bien te regocijaba. ¿Cómo es que ahora te causa espanto? ¡Que estás desnudo! Y, ¿quién te lo ha hecho advertir? ¿Has comido acaso el fruto del árbol que te prohibí gustases?»

A lo que acosado de remordimientos, replicó Adán: «¡Oh cielo! ¡En qué trance tan penoso me veo hoy ante mi Juez! O echo sobre mí todo el delito, o tengo que acusar a la que es como yo mismo, a la compañera de mi existencia, cuya falta, dado que no ha querido ofenderme a mí, debiera yo encubrir, y no dar lugar con mis quejas a su castigo. Pero no puedo menos de sucumbir a la dura necesidad, a un imperioso deber, para que no recaigan en mí el pecado y la pena a un tiempo, que para mí solo, serían insoportables. Ni, ¿de qué me serviría obrar de otro modo, si está patente a tus ojos cuanto tratara yo de ocultarte? Esta mujer, a quien tú creaste para descanso mío, que me concediste como el más completo de tus dones, tan buena, tan hermosa, tan encantadora, tan divina, de quien yo no recelaba mal alguno, que en cuanto hacía parecía llevar la justificación de su proce-der, me dio a comer del fruto vedado, y comí.»

Y el Supremo Señor repuso: «¿Era tu Dios, para que así la obedecieses antes que a mí? ¿Fue creada para ser tu guía, ni superior, ni aun igual a ti, que así has abdicado en ella de tu dignidad de hombre, y de la superioridad que respecto a ella debías tener? De ti la formó Dios y para ti, que realmente la aventajas en todo género de excelencias y perfecciones; porque si bien está adornada de belleza y encantos, que la hacen amable y digna de tu amor, no por eso había de avasallarte; que sus cualidades son para obedecer, no para ejercer el mando. Este a ti te correspondía, si tú hubieras sabido conducirte.»

Y en seguida se volvió a Eva sólo para preguntarle: «Y tú, dime, mujer, ¿qué has hecho?»

Anonadada por la vergüenza, sin poder ocultar su crimen, y no atreviéndose a hablar apenas delante de su Juez, llena de confusión respondió Eva: «Me engañó la serpiente, me engañó y comí.»

Lo cual oído por el Señor, procedió sin más dilación a sentenciar a la serpiente, a quien se acusaba, bien que fuese un bruto, incapaz de achacar el crimen a quien lo había hecho instrumento de él, e infamándole, apartán-dolo del fin de su creación; de manera que con razón fue maldito, como pervertido en su naturaleza. No le im-portaba entonces saber más al Hombre, ni supo más, porque esto no aminoraba su delito; y así Dios fulminó su sentencia contra Satán, el primero que había delinquido, aunque en términos misteriosos, que juzgó ser los que convenían, haciendo recaer su maldición sobre la serpiente. «Pues tal maldad has cometido, maldita seas entre todos los animales que pueblan la tierra. Caminarás arrastrando sobre tu vientre; comerás polvo todos los días de tu vida. Interpondré la enemistad entre ti y la mujer, entre su generación y la tuya. Su planta quebrantará tu cabeza, y tú morderás su planta.»

Así habló el oráculo, y así se verificó cuando Jesús, hijo de María, segunda Eva, vio a Satán, príncipe del ai-re, caer del cielo, como un relámpago; y cuando levantándose de su sepulcro, despojó de su poder a aquellos principados y potestades, y triunfó de ellos con excelsa pompa; y luego en su ascensión brillante; llevóse cauti-vo por los aires el cautiverio, el imperio mismo de Satán, usurpado por tanto tiempo; de Satán, a quien por fin pondrá bajo nuestros pies el que aquel día predijo su fatal quebranto.

Y dirigiéndose a la Mujer, pronunció así su sentencia: «Yo multiplicaré tus angustias cuando conciba tu seno, y parirás tus hijos entre dolores, y quedarás sometida a la voluntad de tu marido, y él te dominará.»

Y últimamente condenó a Adán en estos términos: «Por haber escuchado las palabras de tu mujer, y comido del árbol que te había vedado, diciendo: «De ese árbol no comerás», la tierra será maldita a causa de tu pecado; sacarás tu alimento de ella con penoso afán durante tu vida; te producirá por sí cardos y espinas; comerás hierba de los campos, y ganarás el pan con el sudor de tu rostro, hasta que vuelvas al seno de la tierra de que has de saber, saliste; porque polvo eres, y en polvo te volverás.»

Así juzgó Dios al Hombre, siendo a la vez su Juez y su Salvador, y en aquel instante apartó de él el golpe mortal que en el mismo día le amenazaba; y viéndolo desnudo, expuesto a la inclemencia del aire, que había de sufrir grandes alteraciones, se compadeció de él, y no se desdeñó de hacer desde entonces oficio de sirviente suyo, como cuando lavó los pies de los que le servían; y desde luego, con el amor de un padre de familia, cu-brió su desnudez con pieles de animales, unos muertos, otros que, como la culebra, se despojaban de la suya por otra nueva. No se desdeñó tampoco de vestir a sus enemigos; que no sólo cubrió de pieles su desnudez exterior, sino que echó sobre la interior, aún más ignominiosa, el manto de su justicia, defendiéndolos de las miradas de su Padre. Y con rápida ascensión volvió a su bendito seno, y a la plenitud de su gloria, como estaba antes, y refirióle cuanto había pasado con el Hombre, aunque su Padre nada ignoraba, y aplacó su cólera por medio de su amorosa intercesión.

Entretanto, y cuando en la tierra no se había delinquido aún, ni pronunciándose la terrible sentencia, estaban sentados el Pecado y la Muerte dentro de las puertas del infierno, y uno frontero a otro. Hallábanse abiertas las puertas, y de lo interior salían llamas devoradoras que se extendían por el Caos. Habíalas franqueado el Pecado para dar paso a Satán, y ahora decía a la Muerte:

«¿Qué hacemos aquí, hija mía, ociosos y contemplándonos uno a otro, mientras Satán, nuestro gran autor, triunfa en otros mundos y nos procura mansión más venturosa para nosotros, querido linaje suyo? Ni es posible que haya dejado de salir airoso de su empresa, pues de otra suerte ya hubiera vuelto aquí acosado por el furor de sus perseguidores, porque ningún sitio más a propósito que éste para su castigo ni para vengarse de él. Yo sien-to en mí una nueva fuerza, como si me nacieran alas, y que me esperan dominios más extensos fuera de estos abismos: siéntome atraído, sea por simpatía, sea por cierta fuerza connatural, poderosa para unir entre sí a larga distancia con secretos vínculos y por las más ignoradas vías, cosas que se asemejaban. Tú, sombra inseparable mía, debes seguirme, porque no hay poder que pueda divorciar a la Muerte del Pecado; y por si la dificultad de salvar este ciego. e insondable abismo entorpece el regreso de nuestro padre, acometamos una atrevida empre-sa, que no es superior a tu fuerza ni a la mía; echemos un puente desde el infierno a ese nuevo mundo en que impera Satán ahora; monumento que nos granjeará alto concepto entre toda la infernal hueste, pues facilitará su salida de aquí a sus marchas y transmigraciones, dondequiera que la suerte los encamine. Ni puedo yo equivo-carme en el plan que trace, dado que tan certera es la atracción, el instinto que me dirige.»

A lo que contestó el descarnado Esqueleto: «Ve adonde el Hado y tu irresistible impulsión te lleven: yo no he de quedarme atrás ni errar el camino, teniéndote a ti por guía. ¡Qué olor a carne y a innumerables víctimas percibo! ¡Cómo saboreo ya el gusto de la muerte que exhala cuanto en ese mundo vive! No dejaré de ayudar al intento que te propones: cuenta con mi cooperación.»

Y al decir esto, aspiraba con deleite el olor de la mortal descomposición que se efectuaba en la tierra. Como cuando una bandada de carnívoras aves acuden afanosas desde larguísimas distancias la víspera de un combate al campo en que se establecen dos ejércitos enemigos, llevadas por el olor de los cadáveres vivientes que una sangrienta batalla ha de entregar a la muerte el siguiente día: así el repugnante monstruo venteaba su presa, alzando la cóncava nariz, para llenarla de infestado aire y olfatear desde más lejos. Atravesando las puertas del infierno, lanzáronse ambos a la inmensidad y confusión del sombrío Caos, siguiendo distintas direcciones: y haciendo uso de su poder, que era muy grande, se posaron sobre las aguas y juntaron en una masa cuanto en ellas había de sólido o flutinoso, revolviéndolo hacia arriba y hacia abajo, como en proceloso mar, cada cual por su lado, hasta arrojarlo junto a la boca del infierno: no de otro modo que dos vientos polares, cayendo en-contrados sobre el mar Cronio, aglomeran las montañas de hielo que forman hacia el Oriente y mas allá de Petzora, el camino que debe conducir a las opulentas costas del Catay.

Valiéndose la muerte de su pesada, dura y fría maza, como de un tridente, golpeó la amontonada tierra, de-jándola tan firme como la isla de Delos, flotante en otro tiempo, y endureció la materia restante con su mirada, cual si tuviese la propiedad de la de la Gorgona. Trabaron con betún del Asfaltite la ya trazada vía, ancha como las puertas, y profunda como los cimientos del infierno; y levantando sobre el espumoso abismo, en figura de elevados arcos, una inmensa mole, fabricaron un puente de prodigiosa longitud que se apoyaba en la inmóvil muralla de este mundo, abierto y entregado ya a la muerte, y que daba paso ancho, llano, fácil y seguro a los abismos infernales. Si las cosas grandes pueden compararse con las pequeñas, así Jerjes salió de Susa con áni-mo de subyugar la Grecia, y desde el palacio de Memnón se encaminó al mar, y echando un puente sobre el Helesponto, juntó a Europa con el Asia, y azotó con repetidos golpes las indignadas olas.

Prosiguieron, pues, la fábrica de su puente con maravilloso arte, extendiendo una larga cadena de rocas sobre el perturbado abismo, y siguiendo la huella de Satán, hasta el punto mismo en que, parando su vuelo, se vio libre del Caos, y puso su planta en la árida superficie de este mundo esférico; y con diamantinos clavos y cade-nas aseguraron (¡oh funesta seguridad!) su perdurable obra. Y divididos por breve trecho, vieron los confines del Cielo Empíreo y de este mundo, dejando a la izquierda el infierno separado por su anchuroso abismo, con los diferentes caminos que guiaban a cada una de aquellas tres legiones. Tomaron sin vacilar el de la tierra, y dirigieron sus primeros pasos al Paraíso.

En breve descubrieron a Satán bajo la forma de un luminoso ángel, que se remontaba al cenit entre el Centau-ro y el Escorpión, mientras el Sol se levantaba en Aries. Iba así disfrazado, mas no bastaba disfraz alguno para que los hijos desconociesen a su padre. Después de haber seducido a Eva, se alejó, sin ser percibido, por el bosque: cambió de figura para mejor observar los efectos de su crimen; vio que Eva insistía en él, y que, aunque exenta de malicia, había logrado lo mismo de su esposo; observó la vergüenza que los obligaba a cubrirse de un velo inútil; pero al descender el Hijo de Dios a juzgarlos, huyó aterrado, no porque esperase librarse del castigo, sino para diferirlo algún tiempo más. Temía el malvado el que desde luego pudiera imponerle la divina cólera; más no sucediendo así volvió por la noche al sitio en que sentados los desventurado cónyuges discurrían sobre su triste suerte. A vueltas de sus quejas, oyó su propia sentencia, y al saber que no se ejecutaría inmediatamen-te, sino pasado algún tiempo, voló henchido de júbilo al infierno con aquellas nuevas. Al llegar a la entrada del Caos, junto al extremo del nuevo y admirable puente, encontró de improviso a sus amados hijos, que le busca-ban, y los recibió con grande alegría, la cual se acrecentó al ver la estupenda fábrica. Largo rato le duró el asombro, hasta que su digno y encantador hijo, el Pecado, rompió el silencio en estos términos:

«¡Oh padre! Tuya es esta magnífica obra, tuyo este trofeo, que contemplas cual si no se te debiese a ti. Tú eres su autor, su primer arquitecto; porque no bien adivinó mi corazón (que por una secreta armonía se mueve a compás del tuyo, como unidos ambos en íntimo consorcio), no bien adivinó que habías triunfado en la tierra, de lo cual me dan ahora tus ojos evidente indicio, cuando, a pesar de los mundos que nos separaban me sentí atraí-do hacia ti, juntamente con ésta, hija tuya también, que tal es la fatal unión en que los tres vivimos. No podía ya el infierno tenernos más tiempo sujetos en su recinto, ni su lóbrego e intransitable seno impedirnos que siguié-semos tus gloriosas huellas. De cautivos, que hasta ahora hemos estado en lo interior del Orco, nos has sacado a la libertad, y dádonos fuerza para llegar hasta aquí y echar sobre el tenebroso abismo este enorme puente. Todo este mundo es ya tuyo. Tu valor ha conseguido lo que tus manos no habían logrado ejecutar, y tu previsión ganado con creces cuanto con la guerra habías perdido. Ya estás vengado del desastre que en el cielo experi-mentamos. Aquí remas ya como monarca, que allí no podías serlo. Que domine el otro donde la victoria le concedió su imperio, mas que renuncie a este mundo de que su propia sentencia le ha desposeído, y que de hoy más entre conmigo a la parte en la universal soberanía, cuyos límites los formará el Empíreo, siendo ahora suyo el mundo cuadrado, y el mundo circular tuyo. Que se atreva ahora contigo, que tan peligroso eres para su tro-no.»

A lo que placentero repuso el príncipe de las tinieblas: «Hija querida, y tú, que eres a la vez hijo y nieto mío: bien demostráis ahora que sois de la estirpe de Satán, nombre de que me glorío, por ser el antagonista del Om-nipotente Rey de los Cielos; bien merecéis mi gratitud y la del infierno todo, pues con triunfador empeño habéis erigido este monumento triunfal cabe las puertas del mismo cielo, y hecho mía vuestra gloriosa empresa. Ha-béis convertido el cielo y este mundo en un solo imperio, en un imperio y un continente de fácil comunicación; y así, mientras que a través de las tinieblas y a favor del nuevo camino que habéis abierto, descendiendo a dar cuenta a los campeones que siguen mis banderas de todos estos triunfos y a celebrarlos en su compañía, cruzad vosotros esos innumerables orbes, vuestros ya todos, y encaminaos al Paraíso. Fijad en él vuestra mansión, vuestro venturoso reino; ejerced vuestro dominio sobre la tierra, sobre los aires, y especialmente sobre el Hom-bre, único señor de tan vasto imperio. Hacedlo desde luego vuestro esclavo, hasta que por fin acabéis con su existencia. Yo delego en vosotros mis poderes, y os nombro mis representantes en la tierra con toda la autoridad que de mí procede. De vuestras fuerzas ahora unidas depende la conservación de este nuevo imperio, que gra-cias a mí, el Pecado entrega a la muerte. Si juntos lográis vencer, ningún detrimento en su bien tendrá ya que temer el infierno. Id, pues, y desplegad todo vuestro poder.»

Despidiólos así; y ellos, atravesando velozmente la región de los astros, fueron por todas partes derramando su veneno. Emponzoñadas las estrellas, perdieron su lucidez, y hasta los planetas se vieron totalmente eclipsa-dos. Satán, que tomó otro rumbo, se dirigió por la nueva vía a las puertas del infierno. Gemía el Caos sintiéndo-se aprisionado y hendido por uno y otro lado, y al rebotar de sus olas, golpeaba la maciza fábrica en la que no hacían mella alguna sus furores. Entró en su retiro el príncipe de las tinieblas, hallando las puertas de par en par, sin nadie que las guardase, y todo en la más tétrica soledad, porque los que estaban allí para custodiarlas, abandonando su puesto, habían levantado su vuelo a la más alta esfera, y los demás retirándose al interior, al abrigo de los muros del Pandemonio, ciudad y magnífica residencia de Lucifer, que así se llamaba aludiendo a la brillante estrella comparable con Satanás. Vigilaban allí en continua guardia las legiones, mientras los próce-res celebraban un consejo ansioso de saber qué causa podría diferir el regreso de su soberano; por lo demás, observaban fielmente las órdenes que al partir les había dictado. A tal manera que el Tártaro se retira de Astra-cán a sus nevadas llanuras, huyendo de los rusos, sus enemigos, o que el Sofi bactriano retrocede ante la enseña de la turquesa media luna, llevando la devastación hasta más allá del reino de Aladule y se refugia en la ciudad de Tauris o en la del Casbín; veíanse las huestes recién lanzadas del cielo dejar desiertas las inmensas regiones que forman los límites infernales, y acogerse con cuidadosa vigilancia a los muros de su metrópoli, aguardando de hora en hora a su aventurero caudillo, que había partido en busca de ignorados mundos. Llegó; atravesó por en medio de ellas sin darse a conocer, bajo la apariencia de un ángel de ínfimo orden entre la milicia plebeya, y penetrando invisible en el regio salón plutónico, ocupó su elevado trono, suntuosamente erigido en el extremo opuesto bajo un dosel de riquísimo brocado. Sentóse un instante; dirigió en torno una mirada, todavía encubier-to, hasta que de repente, como saliendo de una nube, apareció su fúlgido semblante, con todo el brillo de una estrella, o más esplendoroso aún, y rodeado de aquella gloriosa aureola, pero sólo aparente, que le era permitido ostentar después de su caída. Admirados de tan súbito fulgor los moradores de la Estigia, vuelven los rostros y descubren su anhelado caudillo, que estaba ya entre ellos; con lo que prorrumpieron en ruidosas aclamaciones. Levantáronse apresuradamente de su tenebroso estrado de próceres del consejo, y con general alegría se acerca-ron a felicitarlo. Impúsoles silencio con la mano, y se captó su atención diciendo:

«Tronos, Dominaciones, Principados, Virtudes y Potestades, títulos de que os declaro nuevamente en pose-sión, a más de que de derecho os corresponden: el feliz éxito de mi empresa ha sobrepujado a mis esperanzas. Aquí vuelvo para sacaros triunfantes de esta sentina infernal, abominable, maldita, asilo de la miseria, y prisión de nuestro tirano. Ya poseéis como señores un espacioso mundo, apenas inferior al cielo en que nacisteis, mun-do que os he conquistado con mi esfuerzo, a costa de indecibles riesgos. Sería largo empeño referiros todo lo que he hecho, lo que he sufrido, los obstáculos que he hallado en mi viaje por esos inmensos abismos en que nada hay real, y en que la más horrible confusión domina. Sobre ellos han labrado el Pecado y la Muerte un ancho camino para facilitar vuestra gloriosa marcha; pero, ¡qué de penalidades me ha costado esa vía por nadie transitada aún, viéndome obligado a luchar con un insondable vacío, y sumergirme en el seno de la Noche pri-mitiva y del fiero Caos! Celosos ambos de sus secretos, se oponían a mi extraño viaje, y con espantosos brami-dos protestaban de mi audacia ante el supremo Hado. Llegué por fin a ese mundo nuevamente creado, cuya fama tanto se ha celebrado en el cielo. ¡Oh!, ¡qué fábrica tan maravillosa y tan perfecta! Allí tenía situado su paraíso el Hombre, que era feliz a consecuencia de nuestro destierro. Ya no lo es: mi astucia le ha seducido, le ha divorciado de su Creador, y lo que más debe admiraros, valiéndome para esto no más que de una manzana; de cuya ofensa en castigo (cosa es que os moverá a risa) Dios ha condenado a su querido Hombre, y juntamente con él a todo el mundo, a ser víctimas del Pecado y de la Muerte, es decir, de nosotros, que hemos adquirido este poder sin esfuerzo, ni peligro, ni contratiempo alguno. Allí vamos a trasladarnos, allí nos estableceremos, y mandaremos en el Hombre como mandaba él en todas las cosas. Verdad es que también Dios me ha condenado a mí, o más bien que a mí, a la serpiente en cuyo cuerpo me introduje para engañar al Hombre: la parte que a mí me alcanza de esa sentencia es la enemistad que ha de mediar entre mí y el género humano. Yo morderé sus plantas, y su descendencia hollará mi cabeza, aunque ignoro cuándo; pero en cambio, de la adquisición de un mundo, ¿quién teme tan leve pena ni otra más rigurosa? Ya sabéis, pues, lo que he hecho; ¿qué os resta a voso-tros hacer, ¡oh dioses!, más que lanzaros a la posesión de bien tan incomparable?»

Así dio fin a su arenga, y permaneció algún tiempo inmóvil, esperando que atronasen sus oídos universales aclamaciones y aplausos estrepitosos; mas, en su lugar, sólo resonaron siniestros silbidos, lanzados por todas partes, de aquellas innumerables lenguas, que era demostración harto clara de público menosprecio. Maravilló-se de esto, mas no le duró mucho el asombro, que mayor era el que de sí mismo concibió al sentir que su rostro se adelgazaba prolongándose, que los brazos se le adherían a las costillas, que sus piernas se enlazaban una a otra, hasta que faltándole el apoyo, cayó convertido en monstruosa serpiente, arrastrándose sobre su vientre, y luchando consigo en vano, porque un poder superior lo sujetaba, condenándolo a tomar la figura en que había pecado, y según la sentencia que se le había impuesto. Quiso hablar, y su arponada lengua sólo acertó a contes-tar con silbidos a todas las demás lenguas arponadas como la suya; que todos cual él, quedaron transformados en serpientes, dado que eran cómplices de su inicuo crimen. Horrible fue la silba que se desató por todos los ámbitos del salón; arrastrábanse por él un enjambre de monstruos, revueltos entre sí colas con cabezas, escor-piones, áspides, crueles anfisbenas, comudas cerastes, hidras temibles, élopes y dipsas, que nunca se multiplica-ron muchedumbre tan grande de serpientes ni en la tierra empapada con sangre de la Gorgona, ni en las playas de la isla Ofrusa.

En medio de todos, sobresalía Satán por su magnitud de enorme dragón, más grande que el inmenso Pitón engendrado por el Sol en el cieno del valle Pitio, de suerte que aun así conservaba su superioridad sobre los demás. Todos lo siguieron atropelladamente hasta la llanura en que estaba el rebelde ejército preciso, formado en orden de batalla y con el sublime anhelo de ver llegar en son de triunfo a su glorioso adalid; y vieron en efecto, ¡qué espectáculo tan inesperado!, un tropel de asquerosísimas serpientes. El horror que al principio sintieron acabó por trocarse en no menos horrible simpatía, porque ellos también se convirtieron en aquello mismo que a su vista se presentaba, cayéndoseles de las manos armas, lanzas y broqueles, dando en tierra con sus cuerpos, prorrumpiendo en agudos silbidos, y desapareciendo bajo aquella forma de que habían sido conta-giados; que a crimen igual, correspondía también igual castigo. Así, el aplauso con que contaban, se volvió atronadora silba, y el triunfo en ignominia que lanzaban sobre sí por sus propias bocas. No lejos de allí se ex-tendía un bosque, nacido en el momento de su metamorfosis, y que el Supremo Señor había dispuesto para más agravar su pena, cuyos árboles se veían cargados de hermosos frutos, parecidos a aquellos del Paraíso, con qué el enemigo infernal había seducido a Eva. En aquella extraña novedad se fijaron sus ávidas miradas, figurándo-se que en vez del árbol vedado, se les ofrecían otros muchos que aumentasen sus tormentos y su vergüenza; pero devorados por una sed ardiente y por una hambre rabiosa que Dios les envió a fin de incitarlos más, no pudieron resistir, y enredándose unos en otros, se precipitaron y encaramaron a los árboles, formando madejas más enmarañadas que las de los cabellos de Megera. Abalanzáronse ansiosamente a los frutos, bellísimos a la vista, tan bellos como los que se producían a orillas del bituminoso lago en que ardió Sodoma; frutos que no engañaban el tacto, pero sí el gusto, y de que procuraron saciarse para satisfacer el hambre; mas, en vez de manjar sabroso, comían sólo amarga ceniza, que arrojaban al punto de sus contrariadas bocas entre repugnantes náuseas. Apretados del hambre y de la sed, renovaban frecuentemente su embestida, y siempre experimentaban el mismo sabor asqueroso que les desquiciaba las quijadas, llenas de hollín y ceniza, cayendo repetidas veces en el propio engaño, mientras el Hombre de quien habían triunfado, sólo una había incurrido en su error. Así per-manecieron largo tiempo devorados por el hambre y atormentados por la incesante furia de los silbidos, hasta que les fue dado recobrar su perdida forma; y así quedaron condenados a sufrir todos los años, por cierto núme-ro de días, aquella misma humillación, en pena del orgullo y regocijo que habían sentido al seducir al Hombre. Ellos, sin embargo, difundieron entre los paganos una tradición, inventando la fábula de una serpiente, que llamaron Ofión, la cual, juntamente con Eurínome (quizá la dominadora Eva), se alzó en un principio con el imperio del alto Olimpo, de donde fueron ambos expulsados por Saturno y Rhea, antes que naciese Júpiter Dicteo.

Entretanto llegaba al Paraíso la infernal pareja, y ¡ojalá no hubiese llegado! El Pecado, que primero influía allí con su poder y posteriormente con su acción, ahora se establecía corporalmente para residir en él como constante habitador. Seguíalo en pos y paso a paso la Muerte, que no cabalgaba aún en su pálido caballo; a la cual se dirigió el Pecado diciendo:

«Segundo fruto de Satán, Muerte, que has de avasallarlo todo: ¿qué juzgas ahora de nuestro imperio? Con penosa dificultad hemos llegado a él; pero, ¿no es preferible a aquel umbral tenebroso del infierno, donde está-bamos sentados, siempre vigilando, siempre ignorados y envilecidos, y tú medio extenuado de hambre?»

Y el Monstruo nacido del Pecado le respondió así: «A mí, víctima de un hambre eterna, tanto me da el Infier-no, como el Cielo o el Paraíso. Allí me encontraré mejor donde más tenga que devorar; y esto, aunque tanta abundancia ofrece, paréceme sobrado pequeño para llenar este estómago y este anchuroso cuerpo.»

A lo cual repuso el incestuoso Padre: «Pues desde luego puedes alimentarte de todas estas yerbas, frutos y flores, y no perdonar ni una bestia, ni un pescado, ni un ave, que no es pasto poco apetitoso, y saciarte de cuan-tas cosas ha de destruir al seguir del Tiempo, hasta que apoderado yo del Hombre y de su raza, pervierta sus pensamientos, sus miradas, sus palabras y sus acciones, y le prepare para ser tu postrera y más agradable pre-sa.»

Dicho esto, se separaron, tomando cada cual diverso camino, ambos con el propósito de destruir y hacer pe-recedero todo lo criado, y de disponerlo a la devastación que tarde o temprano había de verificarse: viendo lo cual, el Omnipotente, desde el sublime trono que ocupa rodeado de sus Santos, habló así a todas aquellas es-plendorosas jerarquías:

«Ved con qué rabia se apresuran esos monstruos del infierno a perturbar y destruir ese nuevo mundo que yo he creado tan bello y tan perfecto; y que se mantendría en el mismo estado si la insensatez del Hombre no hu-biera dado entrada en él a esas destructoras furias que me califican de demente; y esto suponen el príncipe del Infierno y sus secuaces, porque cuando les concedo tan llano acceso a ese lugar celestial y consiento que se enseñoreen de él, piensan que condesciendo con las miras de tan menguados enemigos, y se lisonjean de que mi pasión me ciega en términos de abandonarlo todo y entregar el universo a su desconcierto. No conocen esos abortos del infierno que me he valido de ellos y los mantengo esclavizados allí, para que absorban toda la esco-ria e inmundicia con que la impura desobediencia del Hombre ha manchado lo que tan inmaculado era en su origen, hasta que rebosando y ahítos de ese letal veneno, llegue un día en que victorioso brazo, dulcísimo Hijo mío, hunda para siempre en el Caos al Pecado y a la Muerte con su voraz sepulcro, y quede cerrada la boca del infierno, y sus mandíbulas ociosas. Regenerados entonces el cielo y la tierra, se purificarán para santificar lo que no podría ya mancillarse nunca; pero entretanto la maldición que he pronunciado tiene que cumplirse.»

Dijo; y resonando como las olas del mar, prorrumpieron los celestiales coros en cánticos de «aleluya»; y en-tre innumerables himnos repetían: «Justos son tus designios, justos tus decretos en cuanto obras. ¿Quién puede destruirte?» Y celebraban después al Hijo Redentor del género humano, por quien los siglos verán nacer o des-cender de los cielos un nuevo cielo, una nueva tierra.

Esto cantaban; y el Creador llamó por su nombre a sus principales ángeles, y les encargó de diferentes minis-terios, conforme la actual sazón de las cosas lo requería. El primero fue el Sol, a quien prescribió que alterase su movimiento y enviase su luz a la tierra haciendo que alternasen en ella el calor y el frío, hasta el punto de ser casi intolerables ambos; que llevase del Norte al decrépito invierno, y del Mediodía los rigores del abrasado solsticio. A la pálida luna le ordenaron también su curso: a los otros cinco planetas su movimiento y sus varios aspectos, el sextil, el cuadrado, el trino y el opuesto, todos ellos tan nocivos y tan funestos en su conjunción; enseñando a las estrellas fijas a ejercer asimismo su maligna influencia y suscitar tempestades, ya al ascender cuando el sol, ya al declinar con él. A los vientos señalaron sus lugares respectivos. Y cuando enfurecidos debí-an introducir la confusión en el aire, en el mar y a lo largo de sus playas; al trueno, en fin, el tiempo en que había de aterrar los tenebrosos palacios aéreos con su hórrido estampido.

Dicen algunos que el Señor mandó a los ángeles apartar más de dos veces diez grados los polos de la tierra del eje del Sol, y que no sin gran trabajo pudieron poner oblicuo aquel globo central. Otros pretenden que se ordenó al Sol llevar sus riendas a igual distancia de la línea equinoccial por uno y otro lado, pasando por el Tauro, las siete Hermanas Atlánticas y los Gemelos de Esparta, subiendo hasta el trópico de Cáncer, y bajando después por Leo, Virgo y Libra hasta Capricornio, para proporcionar en su curso a cada clima, la variedad de las estaciones. De esta suerte, ornada la tierra de flores inmarcesibles, hubiera gozado de una perpetua primave-ra, y de igual duración en los días y en las noches, excepto en los puntos situados más allá de los círculos pola-res, donde hubiera brillado el día sin noche alguna, mientras que el Sol, para resarcirlos de su alejamiento, gi-rando visible siempre a sus ojos en torno del horizonte, no les hubiera dejado conocer el Oriente ni el Ocaso, ni se hubieran visto envueltos en nieve el yerto Estotiland y los países australes que se extienden más allá del de Magallanes.

Al presenciar la desobediencia de nuestros primeros padres, el Sol retrocedió en su curso como en el festín de Atreo: ¿quién sabe si antes de su pecado se hubiera visto la tierra expuesta, cual hoy, al penetrante frío y a los rigurosísimos calores? Estas vicisitudes de los cielos produjeron, aunque lentamente, iguales efectos en los mares y en la tierra, la influencia de los astros esparció por todas partes vapores, nieblas, ardientes emanacio-nes, corruptas y pestilenciales; desde el norte de Norumbeca y las playas de Samoyeda, rompiendo sus prisiones de bronce, y lanzándose armados dé hielo, nieve y granizo, de huracanes y torbellinos, los furiosos Bóreas y Cecias, Argeste y Tracias, arrasan las selvas y trastornan los mares; saliendo de Sierra Leona con encontrado ímpetu el Africo y el Noto, impelen las negras nubes preñadas de truenos; y a través de ellos, no menos airados, se precipitan de levante a occidente, el Euro y el Céfiro con sus fragorosos colaterales el Siroco y el Libequio. Empezó pues la desolación por las cosas inanimadas. La discordia, hija del Pecado, fue la primera que introdujo la muerte entre los irracionales por medio de una feroz antipatía, y se encendió la guerra entre bruto y bruto, entre ave y ave, entre pescado y pescado, devorándose unos a otros, olvidados de su pasto, y perdido el temor al Hombre, de quien huían, o a quien con gesto amenazador veían pasar, clavando en él aviesas miradas.

Así tuvieron exteriormente principio nuestros males, que Adán pudo ya presenciar en parte, aunque acongo-jado por la mano, se ocultó en la más retirada oscuridad; pero otros mayores sentía dentro de sí; y en la lucha que traía con sus pasiones, procuraba desahogarse, exclamando:
«¡Qué desventura la mía después de tanta felicidad! Este fin ha tenido para mi ese nuevo y glorioso mundo. ¡Y yo, que era la gloria de su gloria, y que gozaba de tal bienaventuranza, ahora me veo maldito! ¡Que tenga que huir de la presencia de Dios, cuando su vista era en otro tiempo mi mayor delicia! Y, ¡si al menos fuera éste él término de mis males! Merecidos los tengo, y justo es que pague lo que merezco; pero no sucederá así, que cuanto coma, cuanto beba, cuanto proceda de mí, sólo servirá para perpetuar mi maldición. ¡Oh! Aquellas pala-bras que antes tanto me deleitaban, aquel «creced y multiplicaos» equivaldrá para mí a una sentencia de muerte. Porque, ¿qué puedo yo multiplicar más que la maldición que llevo sobre mi cabeza? Y de los que en las futuras edades sean mis sucesores, ¿quién al considerar los males que de mí heredan, no execrará mi memoria? «¡Mal-dito seas impuro progenitor! ¡Agradecidos debemos estarte Adán!» Y sus gracias serán otras tantas imprecacio-nes. A la maldición, pues, que sobre mí llevo, deberán agregarse las que por una violenta reacción me alcancen, que hallarán en mí su centro, y aunque estén en su esfera, me abrumarán con su pesadumbre. ¡Oh malogradas dulzuras del Paraíso! ¡Cuán caras me costáis adquiridas a precio de tantos males!

«Pero después de todo, ¿te exigí yo, Creador Omnipotente, que me convirtieses de tierra en Hombre? ¿Te so-licité para que me sacases de las tinieblas, o para que me colocases en este jardín delicioso? Pues si mi voluntad no tuvo parte en mi existencia, lo justo y equitativo sería que me restituyeses a la nada, mayormente cuando mi deseo es resignar y devolver todo lo que he recibido, y cuando es tal mi incapacidad para cumplir con las duras condiciones que se me han impuesto a fin de conservar un bien que no he pretendido. ¿No es suficiente pena la pérdida de este bien? ¿Por qué has de añadir el sentimiento de una desventura eterna? Es, pues, inexplicable tu justicia, aunque a decir verdad, demasiado tarde para prorrumpir en estas quejas. Hubiera debido rehusar tales condiciones, en el momento en que se me propusieron; pero ¡desdichado!, si las aceptaste, ¿cómo quieres gozar del bien y cuestionar sobre ellas? Dices que Dios te ha creado sin tu consentimiento, y si un hijo desobediente, a quien tú reconvinieses te replicara: «Y, ¿por qué me has dado la existencia cuando yo no te la pedía?» ¿acepta-rías tú el menosprecio que hacía de ti y su insolente disculpa? No fue ciertamente creado por tu elección, sino por una necesidad de la naturaleza. Dios te creó por su voluntad y con el fin de que le sirvieses; la recompensa que te otorgaba era una pura gracia; tu castigo el que a su justicia plugo imponerte. Pues bien sometido estoy; su sentencia es equitativa. Polvo soy, y en polvo he de convertirme. ¡Oh felicidad, cuando quiera que acontez-ca! Mas, ¿por qué esta dilación en ejecutar la pena el mismo día que se ha dictado? ¿Por qué he de sobrevivir-me? ¿Por qué ha de burlarse de mí amenazándome con la muerte, y reservandome un castigo perpetuo? ¡Con qué placer cumpliría yo mi sentencia de muerte y me trocaría en tierra insensible, descansando en ella como en el seno de mi madre! Hallaría allí mi reposo, y dormiría tranquilo; no atronaría más que mis oídos aquella tre-menda voz; no abrigaría el temor de mayor desdicha, ni me atormentaría esta expectativa cruel de mi posteri-dad. Pero una duda me asalta aún. ¿Si será que no muera del todo, y que este puro aliento vital, este espíritu del Hombre, que Dios le ha inspirado, no llegue a perecer con el barro de su cuerpo? Y entonces ¿quién sabe si yaceré en el sepulcro o, en otro lugar no menos terrible, y si mi suerte será todavía una especie de vida. Pero, ¿cómo ha de serlo? Si lo que en mí pecó fue ese hálito vital, eso que vive y ha pecado será lo que haya de mo-rir; pero verdaderamente el cuerpo no tiene parte en la vida ni en el pecado. Todo, pues, morirá en mí; resuélva-se así esta duda, quedando tranquilo, dado que no llega a tanto el alcance humano.

«Y porque el Señor sea infinito en todo, ¿ha de serlo también en sus rigores? Aun cuando así sea, el Hombre no lo es, y por lo tanto ha de ser mortal, pues de otra suerte, ¿cómo Dios ha de hacer objeto de su cólera infinita al Hombre, cuyo fin es la muerte? ¿Ha de ser ésta inmortal? Sería una contradicción tan extraña, que no es posible, en el mismo Dios, porque argüiría, no poder, sino debilidad. Y por satisfacer su ira, al castigar al Hom-bre, ¿había de llevar lo finito hasta lo infinito, pretendiendo saciar un rigor que nunca se saciaría? Valdría esto tanto como hacer extensiva su sentencia hasta más allá del polvo, de la nada y de las leyes de la Naturaleza, la cual mide las causas por la energía de la acción que imprimen, no por el círculo de su propia esfera. Mas si la muerte no acabase de un golpe con todo lo que es sentir, como suponía yo, y fuese desde ahora para siempre un mal interminable, mal que empiezo a experimentar en mí, fuera de mí, y por toda una eternidad... ¡oh desdicha-do! Vuelve a espantarme este temor, y de nuevo combate con tempestuosos vértigos mi indefensa fantasía. Sí; la muerte y yo somos incorpóreos: no sólo a mí, sino a toda mi posteridad alcanza la maldición. ¡Envidiable patrimonio os lego, hijos míos! ¡Oh! ¡Si me fuese dado consumirlo todo, y no dejaros la menor parte! ¡Cómo me bendeciríais por esta pérdida en vez de maldecirme! ¿Acaso el Hombre no lo es, y por lo tanto ha de conde-narse a todo el género humano, siendo inocente, por la falta de un solo hombre? ¡Inocente! ¿Lo es, cuando de mi nada puede salir que no sea corrupción, y espíritu y voluntad tan depravados, que no solamente estén dis-puestos a hacer, sino a desear lo que yo he hecho? ¿Qué descargo han de ofrecer cuando comparezcan ante el Señor? Después de todo, yo no puedo menos de absolverlos; todo este laberinto de vanos subterfugios y razonamientos en que me pierdo, me trae otra vez a mi convicción. El primero y el último a quien debe acriminarse, soy yo, sólo yo, raíz y origen de toda corrupción, y sobre mí debe recaer todo el castigo. ¡Ojalá que así sea! ¡Insensato anhelo! ¿Podrías tú soportar esta carga más pesada que la tierra, más pesada que el mundo todo, aun cuando te ayudase a sobrellevarla aquella Mujer infame? De suerte que lo que deseas y lo que temes te da el mismo resultado; viene a destruir todas tus esperanzas de consuelo, y a demostrarte que eres un miserable sin ejemplo en lo pasado ni en lo futuro, comparable sólo a Satán en el crimen y en el castigo. ¡Oh conciencia! ¡En qué abismo de sobresaltos y horrores me has sumergido! No encuentro camino alguno que me ponga a salvo, y de un precipicio doy en otro más insondable.»

De este modo se lamentaba Adán consigo mismo en medio de la soledad de la noche. No era ya ésta, como antes de la caída del Hombre, templada, agradable y serena, sino húmeda, nebulosa y encapotada, que represen-taba doblemente terribles los objetos a la conciencia del criminal. Tendido en tierra, en la yerta tierra, maldecía mil veces la hora en que fue criado, y mil veces también acusaba a la muerte de lenta, desde que sabía que era la consecuencia de su culpa. «Muerte, ¿por que no vienes, decía, con triplicado rigor a acabar conmigo? ¿Faltará la verdad a su promesa, y no se apresurará a ser justa la Divina Justicia? No acude la Muerte a mi llamamien-to, y la Justicia Divina no acelera sus tardíos pasos, a pesar de mis súplicas y clamores. Bosques, fuentes, coli-nas, valles y arboledas: un eco de mi voz bastaba otro tiempo para que vuestros sombríos recintos me respondiesen. ¡De cuán diferente modo entonces resonábais!»

Al verlo tan afligido, la triste Eva, desde el sitio en que su pena la tenía postrada, se acercó a él, y procuró con dulces palabras calmar su arrebatada furia; mas Adán la rechazó con aspereza, diciendo:

«¡Apártate de mí, malvada serpiente, que este nombre es el que te conviene como cómplice suya, no menos falsa y odiosa que ella! Nada más te falta que su figura y color para descubrir tu traidora índole, para que en lo sucesivo se guarden de ti todas las criaturas, y no se dejen deslumbrar de tu celestial apariencia, que oculta la malicia del infierno. ¡Ah!, que sin ti yo hubiera seguido siendo dichoso, a no haber tu soberbia e inquieta vani-dad despreciado mis consejos cuando mayor era el peligro y empeñándote en no creerme. Anhelabas ser vista del Demonio; te prometías vencerle; te engañó y se burló de ti, y yo engañado a mi vez, permitiendo que te alejaras de mi lado, creyéndote prudente, constante, experta y prevenida contra todo género de asechanzas, no conocí que tu virtud, lejos de verdadera, era aparente, y que la naturaleza te formó de una costilla corva, torcida, según veo ahora, hacia el lado siniestro mío, de que saliste. ¡Si al menos me hubiera visto privado de ella por-que sobraba entre las restantes!.

«¡Oh! ¿Por qué Dios, sabio Hacedor, que pobló los altos cielos de espíritus varoniles, introdujo en la tierra este ser nuevo, este bello defecto de la naturaleza, y no llenó el mundo de hombres, como lo está el cielo de ángeles, sin necesidad de mujer alguna? ¿Por qué no halló otro medio de perpetuar la raza humana? No hubiera dado lugar a esta desventura, ni a las muchas que de ella han de originarse; que la tierra experimentará innume-rables males por los artificios de la mujer, y por la íntima unión con su sexo; pues o no hallará el hombre nin-guna que le convenga, sino la que más desdichas y desaciertos le ocasione, o la que desee, le pagará en ingrati-tudes, entregándose a otro peor que él, y si le ama, se verá contrariada por sus padres, o el logro de su mejor elección resultará tardío, y cuando quede unido con el vínculo que anhelaba, lo estará a una pérfida enemiga que sólo le proporcione aborrecimiento y mengua; de donde infinitas calamidades para la vida humana, y dis-turbios sin cuento, en lugar de la paz doméstica.»

Nada más dijo Adán, y se apartó de ella; pero sin mostrarse Eva ofendida bañado el rostro en lágrimas que sin cesar corrían por sus mejillas y suelto y desgreñado el cabello, postrose humilde a sus pies y abrazada a ellos, imploró perdón, exclamando:

«No así me abandones, Adán: el cielo es testigo del sincero amor y respeto que te profesa mi corazón, y de que te he ofendido involuntariamente, por efecto de mi desdicha y del engaño que padecí. Apiádate de mis ruegos; abrazada estoy a tus rodillas; no me prives de lo único que es mi vida, de tus miradas, de tu protección, de tus consejos; que en el colmo de desventura en que me veo, no cuento con otra fuerza ni con otro apoyo. Si tú me abandonas, ¿de quién he de esperar auxilio; ni dónde podré vivir? El tiempo que nos dure la vida. que quizá sean breves momentos, haya al menos paz entre nosotros. Partícipes ambos de esta común afrenta uná-monos también en el odio contra el enemigo que nos ha impuesto nuestra sentencia contra esa cruel serpiente. ¡No me hagas objeto de tu aborrecimiento por una desgracia tan imprevista, cuando ya es segura mi perdición, y cuando soy más miserable que tú mismo! Los dos hemos pecado, tú sólo contra Dios, y yo contra Dios y contra ti. Volveré al lugar en que fui condenada; desde allí importunaré al cielo con mis lamentos; le rogaré que aparte de ti el castigo, y que caiga sobre mí sola, sobre mí, única causa de todos tus males, objeto único de su cólera.»

No la dejaron proseguir sus sollozos; permaneció inmóvil en su humilde actitud, hasta que el perdón que de-mandaba por una falta así confesada y de que estaba tan arrepentida, movió a compasión a su esposo, el cual sintió al punto inclinarse su corazón hacia lo que ha poco era su vida, su mayor delicia, y ahora estaba a sus pies sumisa y acongojada; bellísima criatura, que imploraba la indulgencia, el consejo, la ayuda del mismo a quien había desagradado. El, como quien se encuentra desarmado, no teniendo en qué emplear su cólera, la levantó y consoló con estas afectuosas palabras:

«¡Imprudente! ¡Conque otra vez, como antes, vuelves a desear que el castigo caiga sobre ti sola! ¡Ah!, ¿sufri-rás el que se te imponga, puesto que no eres capaz de sobrellevar la ira que has experimentado no más que una pequeña parte, y que tan insoportable te parece hasta mi disgusto? Si mis ruegos alcanzasen a atenuar el rigor de lo que está ya decretado, yo me apresuraría a adelantarme a ti yendo a aquel lugar, y levantando cuanto me fuera posible la voz para que cayese toda la maldición sobre mi frente, para que fuese perdonada la fragilidad de tu débil sexo, que me estaba confiado y de que cuidé tan mal. Pero levanta: no disputemos más; no nos acri-minemos uno a otro, que harto acriminados estamos ya. Procuremos con el auxilio de un mutuo amor y ayu-dándonos uno a otro, aligerar el peso de la desgracia que nos abruma. Porque el día de nuestra muerte que se nos ha anunciado, o mi previsión es falsa, o no llegará tan pronto, sino que será un mal lento, un morir prolon-gado, que haga mayor nuestra pena, y que trascienda a toda nuestra raza. ¡Oh, raza desventurada!»

Y Eva, para inspirarle ánimo, replicó: «Sé, Adán, por una triste experiencia, cuán ineficaces son mis palabras para contigo, y cuán destituidas las juzgas de razón. ¡Oh! ¡Y si lo acaecido poco ha, no las hubiera hecho ade-más funestas! Sin embargo, a pesar de mi indignidad, alentada por ti, restablecida nuevamente en tu gracia y en la esperanza de recobrar tu amor, único consuelo de mi alma, que viva o muerta, no quiero ocultarte los pensa-mientos que la inquietud de mi ánimo me suscita, y que pueden aliviar nuestros males o darles fin. Violentos y tristes son, pero tolerables, dada la extremidad en que nos vemos, y sobre todo, están más en nuestra mano. Si tanto nos angustia la pena de nuestros descendientes, condenados a una maldición infalible, víctimas al fin de la Muerte (que en efecto, terrible es ser causa de la infelicidad ajena, de la infelicidad de nuestros propios hijos, y lanzar de nuestro propio seno a ese maldito mundo una desdichada raza, para que después de una vida de tor-mentos sea presa de tan repugnante monstruo), de ti depende, ya que aún no se halla en su estado de concep-ción, evitar que esa raza no bendecida llegue a ser engendrada. Sin hijos estás; sin hijos puedes quedarte. Así la Muerte será burlada, y habrá de saciar en nosotros dos su ansia devoradora. Pero si crees que es duro y dificul-toso hablándose, mirándose, amándose, renunciar al sagrado débito del amor, a las dulzuras de los abrazos nupciales, y ahogar sin esperanza alguna el deseo, teniendo a la vista un objeto que arde en el mismo anhelo, tormento no menos irresistible que el que causa nuestros temores, entonces, para librarnos a nosotros, y librar al propio tiempo a los nuestros del mal que nos amenaza, tomemos más pronta resolución y entreguémonos a la Muerte; y si no damos con ella, hagamos en nosotros su oficio con nuestras manos. ¿A qué seguir viviendo con un temor que no promete más término que la Muerte, cuando podemos abreviar el plazo de nuestros días, y destruyéndonos, anticipar nuestra destrucción?»

Esto dijo, añadió otras palabras que indicaban bien su desesperación; y tanto había discurrido sobre la muer-te, que llevaba impresa su palidez en el semblante. No así Adán, que poco convencido de su consejo, y entrega-do con afán a otras esperanzas, contestó a Eva:

«El menosprecio que haces de la vida y del placer parece indicar que hay en ti algo más sublime y excelente que lo que con tal indignación rechazas; pero desde el momento en que recurres a la destrucción de tu existen-cia, tú misma desmientes semejante indicio, porque manifiestas, no desprecio, sino angustia y pena por la pér-dida de una vida y un placer que prefieres a todos los demás bienes. Engañaste si deseas la muerte como térmi-no de tus males y creyendo evadirte así de la pena a que estás condenada, porque Dios no se ha armado tan vigorosamente de su vengadora ira para que se frustre; más temería yo que esa muerte anticipada no nos preser-vase del castigo que nos aguarda, y que semejante obstinación empeñaste al Altísimo en perpetuar la muerte en nuestra vida. Adoptemos, pues, resolución más eficaz: yo creo acertar con ella reflexionando atentamente en aquella profecía de nuestra sentencia: «Tu raza hollará la cabeza de la serpiente»; lo cual sería bien fútil repara-ción, si como presumo, no aludiese a nuestro enemigo Satán, que se valió de este engaño contra nosotros. Ho-llar su cabeza sería en efecto nuestra mejor venganza, que sin duda malograríamos dándonos nosotros mismos la muerte, o resolviéndonos a hacer estériles nuestros días como propones; con lo que nuestro enemigo se libra-ría del castigo que se le ha impuesto, y nosotros sólo conseguiríamos doblar el nuestro. Renunciemos, pues, a toda violencia contra nosotros mismos, o a una infecundidad voluntaria que nos privaría de toda esperanza y no argüiría en nosotros más que rencor, orgullo, impaciencia, despecho y rebeldía contra Dios, que tan justo es imponiéndonos este yugo. Recuerda con qué benignidad y agrado nos escuchó, y cómo pronunció su sentencia sin cólera alguna, sin hacernos reconvenciones. Temíamos una disolución inmediata, y pensábamos que la-amenaza y la muerte tendrían lugar en el mismo día; y ¿a qué se ha reducido? A anunciarnos, a ti, lo penoso que ha de serte llevar en tu seno y dar a luz el fruto de tus entrañas, pena que se compensará con la alegría de verte reproducida, y a mí, la maldición, que de rechazo alcanza a la tierra, de que ganaré mi sustento trabajando: ¡como si fuese esto tan gran desgracia! Mayor lo sería la ociosidad, porque al fin viviré de mi trabajo; y para que el frío y el calor se nos hiciesen más soportables, sus próvidos cuidados atendieron a nuestra necesidad sin que lo solicitásemos, y mientras nos juzgaba, se complacía de nosotros, indignos de su protección, y sus manos nos proporcionaban con qué vestirnos. Pues si le dirigimos nuestras súplicas, ¿cómo ha de cerrar el oído a ellas, ni negar su corazón a la piedad? ¿Cómo dejará de enseñarnos por qué medios hemos de evitar la inclemencia de las estaciones, la lluvia, el hielo, la nieve y el granizo? Ya el cielo con demudada faz empieza a amenazar desde esa montaña con todas estas contrariedades, y los vientos, con su soplo húmedo y destructor, arrancan el follaje de esos hermosos y copudos árboles. Esto nos obliga a procuramos mejor auxilio y algún calor más con que templar nuestros ateridos miembros; y antes que al astro del día reemplace la frialdad de la noche, veamos cómo reflejando junto sus rayos, pueden inflamar la materia seca, o cómo por el frote de dos cuerpos llega a encenderse el aire; a la manera de las nubes, que luchando entre sí hace poco, e impelidas por el aire, con su violento choque, han engendrado el rayo, y precipitándose éste con su sesga llama, ha prendido en la resinosa corteza del pino y del abeto, y esparcido en derredor un calor agradable, que puede suplir al sol. Dios nos ins-truirá en el uso que hemos de hacer de ese fuego, y en todo lo demás que sirva de alivio o preservativo a los males que nuestras culpas han producido; y nos enseñará a orar e implorar su gracia. Auxiliados y alentados por El, no tendremos que temer las incomodidades de la vida, hasta que nos convirtamos por fin en el polvo, última y natural morada nuestra. ¿Qué cosa podemos hacer mejor que volver al lugar en que hemos sido juzgados, postrarnos devotamente ante El, confesar con humildad nuestras culpas y pedirle perdón, regando el suelo con nuestras lágrimas, y exhalando profundos sollozos salidos de nuestros contritos corazones, en señal de sincero arrepentimiento y abnegación completa? Mitigará su rigor sin duda y dará al olvido su desagrado; ¿pues cuando más indignado y justiciero parecía, no brillaba en sus tranquilas miradas el afecto, la gracia y la compasión?»

Así habló nuestro arrepentido padre, y Eva no manifestaba menores remordimientos. Encamináronse sin más tardanza al lugar en que habían sido juzgados, y se prosternaron reverentemente en su presencia. Allí confesa-ron con humildad sus culpas, imploraron perdón, bañaron con sus lágrimas la tierra, y prorrumpieron en pro-fundos sollozos con corazones contritos, en señal de sincero arrepentimiento y de la más completa sumisión.

UNDECIMA PARTE
ARGUMENTO


Transmite el Hijo de Dios a su Padre las súplicas de los dos esposos, ya arrepentidos de su culpa, e intercede por ellos. Acepta Dios sus ruegos, pero declara que no pueden permanecer más tiempo en el Paraíso, y envía a Miguel con algunos querubines para que los expulsen de aquella mansión, y sobre todo, para que revele a Adán los acontecimientos futuros. Llega Miguel a la tierra. Adán muestra a Eva ciertos signos siniestros; observa la llegada de Miguel, y le sale al encuentro. Anúnciale el Angel su partida. Desconsuelo de Eva; Adán suplica y acaba por obedecer. Condúcelo el Angel a la cima de una alta colina, y en una visión le representa lo que ha de suceder hasta el Diluvio.

En esta humilde actitud permanecieron arrepentidos y orando, porque descendiendo del trono de Dios miseri-cordioso la gracia justificante, arrancó el endurecimiento de sus corazones y puso en ellos una nueva carne regeneradora, que prorrumpía en ayes inexplicables, y que inspirada por el espíritu de la oración, se remontaba al cielo con vuelo más veloz que el de la elocuencia más sublime. No era, sin embargo, su aspecto de míseros suplicantes, ni parecía su ruego de menos interés que el de aquellos vetustos cónyuges de las antiguas fábulas, menos antiguas sin embargo, que esta historia Deucalión y la casta Pirra, cuando para reponer la anegada raza humana, se prosternaban devotos ante el santuario de Temis.

Remontáronse al cielo las súplicas de Adán y Eva, sin que los envidiosos vientos las apartaran o privaran de su camino; penetraron por las celestes puertas, como espirituales que eran; y cubriéndolas el gran intercesor con la nube de incienso que humeaba ante el altar de oro, llegaron ante el trono del Padre, donde las presentó el Hijo radiante de júbilo, dando principio a su intercesión en estos términos:

«Mira, Padre mío, los primeros frutos que en la tierra ha producido la gracia con que has animado al Hombre; los sollozos y ruegos que envueltos entre incienso te ofrezco en este incensario de oro, como sacerdote que soy tuyo; frutos cuya semilla echaste en el corazón de Adán a la par que el arrepentimiento, y de más grato sabor que los que sus manos cultivaban, que los que hubieran producido todos los árboles del Paraíso antes de quedar privado aquél de su inocencia. Presta ahora oídos a sus súplicas, y atiende, aunque mudos a sus suspiros; y pues ignora, al dirigirte su oración, de qué palabras ha de valerse, permíteme ser su intérprete, ya que soy su abogado y su víctima expiatoria. Refunde en mí sus obras buenas o malas, que mis méritos perfeccionarán las primeras, y con mi muerte redimiré las otras. Acéptame a mí, y recibe de esos desgraciados, cual si fuese mío, el anhelo de paz para la raza humana. Que por lo menos viva, reconciliado contigo el Hombre, los tristes días que le has concedido, hasta que la muerte a que está condenado, y que yo pido que se difiera, no que se revoque, lo con-duzca a mejor vida, en que todos los redimidos por mí participen de esta paz y bienaventuranza, identificados conmigo, como yo lo estoy contigo.»

A quien el Padre, no velado por nube alguna, respondió sereno:

«Todas tus peticiones acepto, amado Hijo, que todas eran otros tantos decretos míos; pero permanecer más tiempo en el Paraíso, no lo consiente la ley que he impuesto a la naturaleza. Esos puros e inmortales elementos, extraños a toda combinación grosera, a toda mezcla inarmónica e impura, rechazan al Hombre manchado ahora, y se apartan de él como de materia corrompida, para que según su nueva naturaleza se procure un alimento mortal y más propio de la disolución a que lo ha traído su pecado, a consecuencia del cual se pervirtió desde luego todo, y se corrompió lo que de suyo era incorruptible. Creé al Hombre dotándole de dos dones perfectí-simos, la felicidad y la inmortalidad; pero el insensato perdió la una, y la otra sólo serviría para perpetuar sus males; por lo que recurrí a la muerte. La muerte, pues viene a ser su postrer remedio, y después de una vida meritoria a fuerza de penosas tribulaciones, purificada por la fe y por los actos de la misma fe, resucitará el día de la renovación del justo a una nueva vida, elevándose triunfante al renovarse los cielos y la tierra. Convo-quemos ahora el sínodo de todos los bienaventurados en los vastos términos del cielo. No quiero ocultarles mis juicios, sino que vean cómo procedo con el género humano, pues que vieron como procedí con los ángeles rebeldes; y así, aunque se conservan firmes, se afirmarán todavía más en su fidelidad.»

Calló y a la señal que hizo el Hijo al brillante ministro que esperaba sus órdenes, éste tocó su trompeta, la misma quizá que se oyó después en el Oreb cuando descendía Dios, y quizá también la misma que volverá a oírse en el juicio universal. Oyóse al punto la voz del Angel en todas las regiones, y desde sus venturosas mora-das cubiertas de amaranto, desde sus fuentes y manantiales de vida, desde todos los puntos en que reposaban en un goce común, se apresuraron los hijos de la luz a acudir al supremo llamamiento; y todos ocuparon sus sedes, hasta que desde lo alto de su encumbrado trono manifestó así su soberana voluntad el Omnipotente:

«Hijos míos: el Hombre se ha hecho semejante a uno de nosotros y conocedor del bien y el mal desde que probó el fruto prohibido, pero ese conocimiento se limita al bien que ha perdido y al mal que se ha procurado. ¡Qué dichoso sería si se hubiera contentado con conocer el bien por sí mismo, y no tener del mal la menor idea! Al presente se aflige, se arrepiente y ora contrito; yo dirijo sus movimientos; pero más que estos movimientos conozco cuán variable y vano es su corazón entregado a sí mismo. Recelando, pues, que más adelante vuelva a llegar con mano aún más osada al árbol de la vida, y coma su fruto, y viva perpetuamente, o crea por lo menos que su vida ha de ser interminable, he resuelto sacarlo del Paraíso y conducirlo a lugar más a propósito, donde labre la tierra de que fue extraído.

«Miguel, tú quedas encargado de mi mandato. Elige de entre los querubines flamígeros guerreros que llevar contigo, no sea que en favor del Hombre o para asaltar la mansión que queda deshabitada, introduzca el Enemi-go alguna nueva perturbación. Apresúrate, pues, y expulsa del divino Edén a los esposos pecadores; lanza a los profanos de aquel santo lugar y anúnciales a ellos y a toda su descendencia su perpetuo destierro. Mas para que puedan soportar el peso de su rigurosa sentencia, una vez que se muestran humildes y que lloran compungidos su falta, que el terror no los amilane. Si obedecen resignados tu intimación, no des lugar a que partan desconso-lados; revela a Adán lo que sucederá en los tiempos futuros conforme a las advertencias que yo te inspire, y mezcla tus palabras, los con-suelos de mi nueva alianza con la regenerada estirpe de la Mujer; de modo que se despidan tristes, pero tranquilos; Para defender la parte del Edén que más fácil entrada ofrece, pon por la parte de Oriente una guardia de querubines; vibre a larga distancia la llama de una espada que infunda espanto a todo el que trate de aproximarse, y cierra enteramente el paso hacia el árbol de la vida, no sea que, convertido el Paraíso en guarida de espíritus malévolos, inficionen todos aquellos árboles y vuelvan a seducir al Hombre con sus usurpados frutos.»

Apenas dejó de hablar, se preparó a descender prontamente el poderoso Angel, y con él la esplendente legión de los vigilantes querubines. Semejante a un doble Jano, cada uno tenía cuatro rostros; cada cual llevaba cubier-to el cuerpo de ojos más numerosos que los de Argos, y vigilantes hasta el punto de no dejarse adormecer ni por la flauta arcadia, ni por el caramillo pastoril o la soporífera varilla de Mermes.

Despertaba al propio tiempo Leucothea para alegrar de nuevo al mundo con su sagrada luz, y embalsamaba con un fresco rocío la tierra, cuando Adán y nuestra primera madre Eva concluían sus oraciones, y hallaban en sí una fuerza que procedía del cielo. De su misma desesperación sacaban cierta esperanza, cierta tranquilidad que no alejaba, sin embargo, todos sus temores; y Adán repetía así a Eva sus benévolos consuelos:

«Eva, fácilmente admite la fe que todo el bien que disfrutamos procede del cielo; pero que de nosotros as-cienda al cielo algo que prevalezca para con el espíritu de un Dios que es el colmo de toda dicha, o que baste a captarse su voluntad, no parece igualmente creíble; y con todo, esta ferviente oración, estos anhelantes suspiros que nacen de nuestro pecho, llegan hasta el trono del Señor, y desde el momento en que con mis ruegos he procurado aplacar su ofendida divinidad, y postrado ante ella he humillado mi corazón, paréceme que, propicio y afable, inclina hacia mí su oído, y hasta llego a persuadirme de que me oye con favorable disposición. Ello es que mi ánimo recobra su calma, y que acude a mi memoria aquella promesa de que tu raza hollará la cabeza de nuestro enemigo; promesa que no había vuelto a recordar en medio de mi turbación, y que ahora me infunde la esperanza de que ha pasado ya la amargura de la muerte, y de que seguiremos viviendo. Regocíjate, pues, Eva, con razón apellidada madre del género humano, madre de cuanto vive, pues que por ti vivirá el Hombre, y para el Hombre vivirá todo.»

Pero con rostro afectuoso a la vez y triste, le replicó así Eva: «No es digna de ese glorioso título una pecado-ra, que destinada a ser tu ayuda, se convirtió en tu asechanza: improperios, aversión y toda especie de oprobio es lo que merezco; y sin embargo, la misericordia de mi juez es infinita. Yo, que he dado la muerte a todos, vengo a ser por su gracia fuente de vida; y tú, generoso a tu vez también me juzgas digna de tan alto título, cuando yo soy únicamente de otro. Pero ya el campo nos llama al trabajo, que ahora ha de costarnos sudor después de una noche de insomnio. Mas, ¿no ves? Mira cómo la mañana, indiferente a nuestro cansancio, vuel-ve a emprender risueña su rosada vía. Marchemos, pues: no me apartaré más de tu lado, cualquiera que sea el sitio a que nos conduzca nuestra cotidiana faena, que ha de sernos penosa en lo sucesivo, pues ha de durar lo que dure el día; bien, ¿qué trabajo ha de parecernos duro en medio de estos bellos pensiles? Vivamos en ellos y viviremos contentos, aunque hayamos descendido tanto de nuestro estado.»

Así discurría, a medida de sus deseos, profundamente humillada Eva; mas otra era la decisión del Hado, y la Naturaleza tardó poco en manifestarla por medio de las aves, de los brutos y del aire, porque éste eclipsó de repente el purpúreo brillo de la mañana. A su vista, el ave de Júpiter, desde lo más alto de su vuelo, cayó sobre dos pájaros de bellísima pluma a quienes perseguía, y el animal que reina en los bosques, y que por primera vez se hizo entonces cazador, bajando de una colina, se lanzó contra un ciervo y su compañera, la más hermosa pareja de aquellos montes. Huían hacia la puerta oriental del Paraíso; observábalo Adán, y siguiéndolos con sus miradas, dijo conmovido a Eva:

«¡Ay, Eva! Algún próximo contratiempo nos amenaza, cuando por medio de esos mudos indicios de la Natu-raleza nos presagia el cielo sus designios o cuando menos nos da a entender que confiamos demasiado en la remisión de nuestro castigo, porque nuestra muerte se ha diferido algunos días. ¿Quién sabe lo que durarán, ni lo que hasta entonces será nuestra existencia, ni si lo más que averiguaremos es que somos polvo, que polvo volveremos a ser, y que acabaremos? ¿A qué, si no, ponernos delante de ese doble espectáculo, esa súbita per-secución en el aire y en la tierra, ambas en la misma dirección y en el mismo instante? ¿Por qué esa oscuridad del lado de Oriente antes de mediar el día, y ese fulgor matutino, mas vivo que el de la aurora, que ostenta aquella nube hacia el Occidente, esparciendo destellos por el firmamento azul, y descendiendo lentamente cual si trajese una misión del cielo?»

Y no era ofuscación suya; que de aquella parte, reflejando en el Paraíso un resplandor marmóreo y posándose sobre una colina, anunciaba una aparición gloriosa, de que no hubiera dudado Adán, si el humano temor no hubiera puesto en sus ojos sombras. No aparecieron más esplendentes los ángeles cuando se mostraron a Jacob en Mahanain, viéndose cubierto el campo con las tiendas de sus fúlgidas cohortes, ni cuando en Dothán se descubrió flamígera montaña hecho un campo de fuego y amenazando al monarca sirio, que para sorprender a un solo hombre y obrando como asesino, suscitó una guerra sin proclamarla.

Señaló el príncipe de las celestes jerarquías los puestos que habían de ocupar sus brillantes potestades para apoderarse del jardín, y él se adelantó solo, buscando el sitio en que se había refugiado Adán. No se le ocultó a éste, y mientras se acercaba el supremo mensajero, dijo a su esposa: «Disponte ya, Eva, a alguna gran novedad, que quizá ha de cambiar nuestra suerte o imponernos nuevas leyes a que tendremos de someternos, porque veo a lo lejos descender de la fulminante nube que envuelve la colina un guerrero de la legión celeste, y según su apariencia, no de los inferiores. Será algún gran Potentado, alguno de los supremos Tronos; que tal es la majes-tad que lo rodea. No me inspira temor por su terrible aspecto, ni tiene la benigna dulzura de Rafael, que tanta confianza infunde, sino una presencia tan solemne como sublime; y para no ofenderlo, retírate tú; yo con la mayor reverencia le saldré al encuentro.»

Y apenas dijo esto, se le acercó el Arcángel apresuradamente, no en su figura celestial, sino ataviado como un hombre que ha de entenderse con otro hombre. Sobre sus resplandecientes armas flotaba una veste marcial de púrpura, más viva de color que la Melibea, o que la grana de Sarra con que en los tiempos de treguas se ornaban los reyes y antiguos héroes. Isis tejió sus matices; su estrellado yelmo con la visera alzada dejaba ver un rostro en las primicias de la virilidad que acaba de salir de la juventud; a un lado, como un radiante zodíaco, llevaba pendiente la espada, terrible espanto de Satanás, y en su mano empuñaba la lanza. Adán se inclinó profunda-mente; el Arcángel se mantuvo erguido, y con majestuosa dignidad le dio así cuenta de su mensaje:

«Adán, el supremo mandato del cielo no ha menester exordios: baste decirte que tus ruegos han sido oídos, y que la muerte a que estabas sentenciado desde el momento de tu trasgresión retrasará su golpe los largos días que te están concedidos para dar lugar a tu arrepentimiento, y a que borres tu criminal acción con tus buenas obras. Entonces tal vez, desenojado tu Señor, te redimirá enteramente de la instancia con que la muerte te re-clama; pero no te es permitido morar más tiempo en el Paraíso, y yo he venido para sacarte de él y enviarte fuera del Edén a labrar la tierra de que fuiste formado, y a cuyo seno es bien que vuelvas.»

No dijo más; porque al oír Adán estas palabras, sintió sobrecogido su corazón y embargados sus sentidos por el hielo del más acerbo dolor, mas Eva, que aunque oculta, todo lo había escuchado, se denunció a sí misma, prorrumpiendo en gritos y agudos lamentos:

«¡Oh inesperado golpe, más terrible que el de la muerte! ¡Salir de este dulce Paraíso, dejar mi suelo natal y estos dichosos y umbríos vergeles, morada digna de dioses! ¡Y yo que esperaba subsistir aquí tranquila en me-dio de mi tristeza, hasta que llegase el día mortífero para ambos! Flores amadas que no hallaré en ningún otro clima, las primeras a quienes visitaba por la mañana, las últimas de quienes por la tarde me despedía; flores que tanto cuidaba mi cariñosa mano desde que os abríais, y a todas las cuales he dado nombre: ¿quién os enderezará hacia el Sol ahora, y os ordenará por tribus, y os regará con la ambrosía de estos puros manantiales? Y tú, por fin, nupcial gruta, que yo me complacía en embellecer con cuanto puede ser agradable a la vista y al olfato, ¿cómo me alejaré de ti para andar vagando por un mundo inferior, que comparado con éste será salvaje y som-brío? ¿Cómo vivir en un aire menos puro, acostumbrada a estos frutos inmortales?»

Al oír esto el Angel, la interrumpió dulcemente: «No así te lamentes Eva; renuncia con resignación a lo que justamente has perdido; no te apasiones con tanta vehemencia de lo que no es tuyo. Al salir de aquí no vas sola; va contigo tu esposo, a quien estás obligada a seguir, porque donde él habite será tu tierra natal.»

Entonces Adán, volviendo en sí de su repentino e inerte anonadamiento y recobrando el ánimo, dirigió a Mi-guel estas humildes palabras: «Espíritu celestial, bien seas uno de los Tronos, bien lleves el nombre de superior entre ellos, porque tu majestad puede ser propia de un príncipe que impera sobre otros príncipes: bondadosa-mente nos has comunicado tu mensaje, que a hacerlo de otro modo, no hubiéramos resistido a tan duro golpe; mas todo el dolor, todo el abatimiento y desesperación que puede resistir nuestra flaqueza, en tus palabras están cifrados al anunciarnos el destierro de esta feliz morada, que era nuestro dulce asilo, el único consuelo que a nuestras almas estaban acostumbradas. Cualquiera otro lugar nos parecerá inhospitalario y yermo; nos descono-cerá a nosotros y será para nosotros desconocido. ¡Ah! Si a fuerza de incesantes ruegos lograse apiadar la vo-luntad de Aquel que lo puede todo, no cesaría un momento de importunarle con continuos clamores; pero pedir-le lo que se opone a su absoluto decreto, sería tan inútil como querer contrarrestar con nuestro hálito la fuerza del viento, que rechaza sofocante sobre nosotros al exhalarlo. Me someto pues, a su soberano mandato: sólo me aflige la idea de que al partir de aquí, no volveré a ver su rostro, no contaré más que con su bendito auxilio. Aquí hubiera yo recorrido de uno en otro, adorándolos, todos los sitios en que se dignó consolarme con su divi-na presencia; y hubiera dicho a mis hijos: «En este monte se me apareció; bajo este árbol se me hizo visible; entre estos pinos oí su voz; aquí orillas de esta fuente conversé con El.» En muestra de reconocimiento, le hu-biera erigido altares de césped, y hubiera acumulado lustrosas piedras de los arroyos en memoria y monumento para las futuras edades, y derramado sobre ellas el dulce perfume de odoríferas gomas, de los frutos y de las flores. Pero en ese otro ínfimo mundo, ¿dónde hallaré sus brillantes apariciones, ni siquiera señal de la huella de sus plantas? Porque, aunque yo huya de su cólera, una vez recobrada la- vida, y prolongada su duración y lega-da a la posteridad que se me promete, no me queda otro consuelo que alcanzar a ver los destellos últimos de su gloria y adorar de lejos los más leves vestigios de sus pasos.»

«No ignoras, Adán», le replicó Miguel con afectuoso semblante, «que suyo es el cielo, suya la tierra toda, no esta roca solamente que llena con su presencia la tierra, el mar, el aire; todo cuanto vive alentado por el calor de su virtual omnipotencia. Te ha concedido el dominio de la tierra toda para que la poseas y la gobiernes, don que no debes menospreciar; y así, no creas que su presencia está reducida a los estrechos límites del Paraíso o del Edén. Este hubiera sido quizá la cabeza de tu imperio, de donde hubieran salido todas las generaciones, y adon-de hubieran vuelto también de todos los confines de la tierra para ensalzarte y reverenciarte a ti, su ilustre pro-genitor; pero tú has perdido esta preeminencia, decayendo hasta el punto de tener que morar en el mismo suelo que tus hijos. No dudes, pues, de que tan presente como aquí, está Dios en los valles y en las llanuras, de que lo hallarás en todas partes, y de que por donde quiera te seguirán las pruebas de su presencia, y te verás circuido de su bondad y paternal amor, de su verdadera imagen y de las divinas huellas de sus pasos. Y para que puedas creer y asegurarte en esto, antes que de aquí salgas, has de saber que soy enviado para revelarte lo que en los futuros siglos te acontecerá a ti y acontecerá a tu descendencia. Prepárate a presenciar bienes y males, la pugna que se empeñará entre la divina gracia y la perversidad del hombre. Así aprenderás la verdadera resignación, y a moderar la alegría con el temor y un piadoso recogimiento, de modo que te mantengas igualmente sereno en la fortuna y en la adversidad, para que puedas arrostrar más a salvo los trances de la vida, y disponerte mejor al de la muerte cuando sobreviniere. Sube ahora conmigo a esta eminencia; deja aquí a Eva, a quien ya he tranqui-lizado, entregada al sueño, mientras tú, despierto, contemplas el porvenir, como en otro tiempo dormías tú también cuando ella vino a la vida.»

A cuyas palabras agradecido, contestó Adán: «Sube en buena hora, que yo te seguiré como a seguro guía por el camino que me conduzcas; sumiso estoy a la voluntad del cielo en medio de mi castigo. Opondré dócil pecho a todos los males, y me armaré para hacerme superior a todos los sufrimientos y conseguir desde luego la tran-quilidad por medio del trabajo, si así puedo merecerla.»

Y ascendieron ambos a la visión divina. Era aquella montaña la más alta del Paraíso, y desde su cima se des-cubría claramente el hemisferio de la tierra, que se dilataba hasta donde podía alcanzar la vista. No era más elevada ni en torno se extendía más la montaña a donde por diferente causa llevó el Tentador, hallándose en el desierto, al segundo Adán, para mostrarle todos los reinos de la tierra y las grandezas de cada uno.

Desde allí pudo contemplar en su propio asiento las ciudades de antigua o reciente fama, las que eran cabeza de los más insignes imperios, desde los muros destinados a Cambalu, silla del Kan del Caita, y desde Camar-canda, orillas del Oxo y trono de Temir, hasta Pequín, donde reinan los reyes de la China. De aquí corrió su vista hasta Agra y Lahor, propias del gran Mogol, y hasta el Quersoneso Aureo, o hacia Ecbatana la de Persia, después Hispahán, o a Moscú, donde es soberano el zar de Rusia, y a Bizancio, dominada por el Sultán, que nació en el Turquestá. Pudo luego fijar sus ojos en el reino de Nego y su puerto más lejano, Erecco, y los pe-queños estados marítimos de Montzaba, Quiloa, Melinde y Sofala, que algunos creen Ofir, hasta los reinos de Congo y Angola más al Mediodía; y trasladándose del río Niger al monte Atlas, los imperios de Almanzor, de Fez, de Sus, de Marruecos, de Argel y Tremecén. Y desde allí contempló a Europa, y el lugar en que Roma había de dominar al mundo. Y allá en su imaginación quizá descubrió la opulenta Méjico, imperio de Motezu-ma, y el de Cuzco en el Perú, espléndido trono de Atabalipa y la Guyana no despojada aún, a cuya principal ciudad llamaron El Dorado los hijos de Gerión.

Mas para disponerlo a representaciones más sublimes, Miguel levantó de los ojos de Adán el velo que había puesto sobre ellos el falso fruto de que se prometió vista más perspicaz; y luego le purificó el nervio visual con eufrasia y ruda, porque tenía mucho que ver, y le introdujo en él tres gotas de agua sacadas de la fuente de la vida. La virtud de aquellas yerbas penetró de tal manera hasta lo íntimo de la vista intelectual. que precisado Adán a cerrar los ojos, cayó enajenado, cayendo todos sus espíritus en un éxtasis; por lo que el bello Angel le asió de la mano y le hizo al punto volver en sí diciéndole:

«Adán, abre ahora los ojos, y contempla en primer lugar los efectos que tu crimen original ha producido en algunos de los que nacerán de ti; los cuales sin embargo, no han tocado jamás al árbol prohibido, ni conspirado con la serpiente, ni delinquido con tu pecado; pero, a pesar de ello, de ese mismo pecado, heredan la corrupción que ha de precipitarlos en acciones más violentas.»

Abrió los ojos Adán, y vio un campo que, labrado en parte, estaba lleno de haces de paja recién segada; el re-sto quedaba para pasto y rediles de los ganados. En medio, como marcando un límite, se alzaba un altar rústico, hecho de hierba, al cual llegaba de pronto un segador sudoroso, que depositaba en él las primicias de sus frutos, espigas verdes aún y tostados haces, pero revueltos, y según más a mano los había hallado. Inmediato a él se veía un pastor en actitud más humilde, cargado con los recentales más escogidos y mejores de su rebaño, y después de sacrificarlos, extendía las entrañas y la grasa sobre la leña ya preparada, rociándolas con incienso, y practicando todos los demás ritos debidos. De repente bajó del cielo un fuego propicio sobre su ofrenda, y la consumió con presta llama, esparciendo alrededor un grato aroma; pero la ofrenda del otro no se consumió, porque no era sincera; lo cual lo encendió en ira, y según estaba hablando con el pastor, le lanzó en medio del pecho una piedra que le dejó sin vida. Cayó, y cubierto de mortal palidez exhaló el alma entre torrentes de san-gre. Sobrecogido con aquel espectáculo el corazón de Adán, exclamó:

«Maestro mío ¿por qué ha sucedido tan gran desdicha a ese hombre humilde que tan bien ha hecho su sacrifi-cio? ¿Este premio reciben la piedad y una devoción tan pura?»

Y Miguel le respondió conmovido: «Esos dos son hermanos, Adán, y nacerán de ti. El injusto ha matado al justo, por envidia de que el cielo haya aceptado la ofrenda de su hermano; pero esa acción sanguinaria será vengada, y, como tan meritoria, la fe del otro no quedará sin recompensa, aunque lo ves morir aquí cubierto de polvo y sangre.»

«¡Ay!», dijo nuestro padre. «¡Por esa acción y por esa causa! ¿Conque lo que he visto es la muerte? ¡Y por este medio volveré yo a la tierra nativa! ¡Oh espectáculo terrible, que no puede contemplarse sin repugnancia y asombro, ni considerarse sin horror, ni sentirse sin espanto!»

A lo que contestó Miguel: «Ya has visto en el hombre la primera forma de la muerte; pero ¡cuán varias; son las que toma y cuántos los caminos que conducen a su hórrida caverna, y todos ellos tristes! Es sin embargo más pavorosa para los sentidos a la entrada que interiormente. Unos, como acabas de ver, morirán por un golpe violento, otros por el fuego, el agua y el hambre, y muchos por la intemperancia en los manjares y en las bebi-das. Ella propagará por la tierra crueles enfermedades, que en monstruosa multitud se ofrecerán a tu vista para que comprendas cuántas miserias ha acarreado a la humanidad el liviano apetito de Eva.»
Al punto apareció a su vista una mansión triste, repugnante, sombría, parecida a un lazareto, en la cual se veí-an amontonados gran número de pacientes, porque allí se juntaban todas las enfermedades: el horroroso espas-mo, los agudos tormentos, el agonizante desmayo del corazón, toda especie de fiebres, las convulsiones, las epilepsias, los rigurosos catarros, la piedra intestina y las úlceras, los cólicos rabiosos, el infernal frenesí, la siniestra melancolía, la lunática demencia, la lánguida atrofia, con el marasmo, la hidropesía y la peste devasta-dora, y las dopsias, el asma y el reuma que destroza la trabazón de los miembros. Las toses eran crueles, amar-guísimos los suspiros; la desesperación corría de lecho en lecho, acosando a los enfermos, y sobre ellos blandía su dardo la muerte triunfante, pero retardando sus golpes, a pesar de que a todas horas la invocaban con afán, como el supremo bien y la última esperanza.

¿Quién, ni aun el corazón más endurecido, hubiera contemplado, con ojos enjutos espectáculo tan tremendo? A Adán no le era posible, y lloró a pesar de no haber nacido de mujer; predominó la compasión en lo más per-fecto del Hombre, y por algún tiempo se entregó al llanto, aunque acudiendo a su mente, más graves pensa-mientos, moderó su exceso, y así que recobró la palabra, volvió a sus exclamaciones:

«¡Oh miserable especie humana! ¡A qué degradación has llegado! ¡Qué condición tan infeliz te está reserva-da! Más te valiera no haber nacido. ¿Por qué se nos ha impuesto? Si el que la recibe la conociese, ¿cómo había de aceptar semejante oferta y no rechazarla desde luego, prefiriendo quedar en un pacífico olvido? ¿ Es posible que siendo el Hombre imagen de Dios, y habiendo sido formado tan bueno, tan preeminente, aunque después se haya hecho criminal, tenga que pasar por sufrimientos tan terribles a la vista y al ánimo tan intolerables? ¿Por qué, conservando aún el Hombre parte de la semejanza divina, no había de estar libre de semejantes imperfec-ciones, preservándolo de ellas el mismo respeto que se debe a la imagen de su Creador?»

«La imagen de su Creador», replicó Miguel, «se apartó de ellos desde el momento en que se envilecieron al entregarse a sus apetitos desordenados; desde aquel punto se trocaron en la imagen de aquel a quien servían, del vicio brutal que indujo a pecar, sobre todo a Eva, y que los rebajó hasta el punto de hacerlos dignos de su casti-go. Porque no es la imagen de Dios la que han afeado, sino la suya propia, y si alguien ha desvanecido esta semejanza, han sido ellos; y al convertir las saludables leyes de la pura naturaleza en horribles enfermedades, ellos se imponen un castigo justo, por no haber respetado la imagen de Dios que llevaban en sí mismos.»

«Reconozco esa justicia», dijo Adán, «y me someto a ella; pero, ¿no hay otro medio menos doloroso que es-tos, para llegar a la muerte y confundirnos con nuestro ordinario polvo?»

«Uno hay», respondió Miguel, «que consiste en observar la regla de «No excederse», de guardar templanza en lo que se come y bebe, procurándose el alimento preciso, no los deleites de la glotonería; con lo que pasarán multitud de atos sobre tu cabeza. Así podrás vivir hasta que, como el fruto maduro, vuelvas al seno de tu madre; y no serás arrancado violentamente, sino que te desprenderás con facilidad cuando estés sazonado para la muer-te, es decir, en tu ancianidad; y entonces sobreviviendo a tu juventud y a tu robustez, se convertirá en débil y caduca y encanecerá tu belleza; y torpes ya tus sentidos, quedarán yertos para el gusto que ahora sientes en los placeres; y en lugar de ese espíritu juvenil, confiado y vivaz, se inyectará en tu sangre un humor melancólico, frío y estéril, que amenguará tu vigor y acabará por consumir todo el bálsamo de tu vida.»

A lo que repuso nuestro primer padre:

«Pues bien: no esquivaré ya la muerte; no deseo prolongar mucho la vida; dispuesto estoy, por el contrario, a dejar cuan dulce y fácilmente me sea posible esta pesada carga, que debo- tener sobre mí hasta que llegue el día designado para librarme de ella; y esperaré tranquilamente mi disolución.

Y añadió Miguel: «No ames ni aborrezcas la vida, pero mientras te dure, esfuérzate en vivir bien. Si será lar-ga o breve, el cielo ha de decirlo. Y ahora prepárate a presenciar otro espectáculo.»

Miró, y vio una espaciosa llanura llena de tiendas de varios colores: junto a unas pastaban rebaños de gana-dos; de otras salían voces de instrumentos que por sus acordes melodías indicaban ser órganos y arpas; y se descubría el que movía las teclas y pulsaba las cuerdas, cuya ligera mano recorría todos los sonidos desde el más bajo al más alto, produciendo resonantes fugas. En otro lado estaba un hombre trabajando en una fragua con dos pedazos de hierro y cobre que había derretido, y encontrado antes, ya porque un incendio casual abra-sando algún bosque en cualquier montaña o valle; y penetrando por las venas de la tierra, hubiese arrojado el ardiente metal por la boca de una concavidad, ya porque algún torrente hubiese expelido aquellas materias de las profundidades en que se hallaban. Con sólo derramar el líquido en unos moldes que tenía ya preparados, forjó primero sus propias herramientas, y luego las que podían servir para liquidar o labrar los metales mismos.

Después de éstos, aunque no a mucha distancia, bajaron la llanura desde la cima de los altos montes en que moraban, otros hombres de diferente raza. Indicaban en su apariencia ser hombres justos, que ponían su estudio en adorar sinceramente a Dios, y en cuidarse de todo aquello que puede proporcionar a los hombres libertad y paz. Y no habían discurrido largo tiempo por la llanura cuando de pronto salen de las tiendas un tropel de muje-res bellísimas, ricamente ataviadas de joyas y galas seductoras, cantando al compás de las arpas dulces y amo-rosos cánticos y tejiendo vistosas danzas. Aquellos hombres que permanecían graves, las miraron, fijaron en ellas sus ojos sin temor alguno, hasta que prendidos por fin en sus halagüeñas redes, cedieron a su encanto, y cada cual eligió la que le agradaba más; y en amantes coloquios se entretuvieron, hasta que apareció, precursora del amor, la estrella de la noche; y ardiendo entonces en fuego que los devoraba, encendieron las antorchas nupciales, y mandaron que se invocase el himeneo, que por primera vez se invocó en los ritos del matrimonio; y las tiendas todas resonaron en fiestas y ruidosas músicas.

Aquellos inefables coloquios y deleitosos arrobamientos del amor y de la juventud, que no malograban un so-lo instante aquellos cantos y lazos de flores y dulcísimas armonías, de tal modo interesaban el corazón de Adán, de suyo inclinado al placer, irresistible propensión de la naturaleza, que exclamó así:

«Verdaderamente me has abierto los ojos, ¡oh tú el primero de los ángeles benditos! Más grata me parece esta visión, y más esperanzas de pacíficos días me ofrece, que las dos pasadas. En ellas todo era estrago y muerte y tormentos aún más terribles; en ésta la naturaleza parece realizar todos sus designios.»

«No juzgues», le advirtió Miguel, «que lo más placentero es lo mejor, por más que parezca satisfacer a la na-turaleza, y menos debes juzgarlo tú, creado para fin más noble más santo y puro, y más conforme con la divini-dad. Esas tiendas que tan agradables te parecen, son el albergue de la perversidad, y en ellas habitará la raza de aquel que mató a su hermano. Parecen cultivar con afán las artes que embellecen la vida de las que son raros inventores, pero se olvidan de su Creador, cuyo espíritu los ilumina, y no reconocen ninguno de sus beneficios. Nacerá de ellos, sin embargo, una generación hermosa, porque esa turba de mujeres tan bellas que acabas de ver, diosas en la apariencia, amables, alegres, encantadoras, carecen de la bondad que consiste en la honra do-méstica, el principal timbre de una mujer. Destinadas y aderezadas sólo a los apetitos lascivos, servirán no más que para cantar y danzar, y lucir galas, y ejercitar la lengua, y flechar los ojos; y esa sobria raza de hombres cuyas vidas religiosas les hacían dignos del título de hijos de Dios, sacrificarán bajamente toda su virtud, toda su fama a las seducciones y sonrisas de esas bellas artes ateas. Ahora nadan en placeres; nadarán luego en un profundo abismo; y ríen, pero en breve, el mundo se convertirá para ellos en un mundo de lágrimas.»

Frustrada con esto la breve alegría de Adán: «¡Qué lástima y qué vergüenza», exclamó, que los que con tan buenos auspicios entran en la vida, tan fácilmente se aparten de su sendero tomando otros extraviados, o desfa-llezcan a la mitad del camino! Y lo que veo es que siempre los males del hombre tienen un mismo origen, todos provienen de la mujer.»

«Provienen» repuso el Angel, «de la afeminada flaqueza del hombre, que debería conservar más cuerdamente su dignidad, ya que ha recibido dones tan superiores. Pero vas a ser testigo de otra escena.»

Miró, y descubrió un vasto país que delante de él se dilataba, ocupado por pueblos y edificios rurales, y más lejos por ciudades populosas, con sus puertas y fuertes torres y una muchedumbre armada, en cuyos feroces semblantes se retrataba la guerra, gigantes de inmensos cuerpos y osados en sus empresas. Unos blandían sus armas, otros aguijaban a sus fogosos bridones, y así jinetes como infantes, ya diseminados, ya en orden de bata-lla, no desempeñaban allí un ministerio ocioso. Apostados en un camino los escogidos para este fin, acopiaban forraje y recogían gran número de hermosos bueyes y no menos hermosas vacas, que arrebataban a sus suculen-tos pastos, y rebaños enteros de lanudas ovejas y balantes corderillos, rico botín de todos aquellos llanos: ape-nas si lograban escapar con vida los pastores que pedían socorro a gritos. De repente se traba un sangriento combate: chocan entre sí y con cruel furia los escuadrones, y en el sitio mismo en que poco antes yacían los ganados, yacen multitud de cadáveres y armas destrozadas, y la tierra sangrienta se trueca en un desierto. Acampados otros, asedian una población fuerte y la hostilizan con baterías, con minas, con escalas, mientras los sitiados se defienden desde lo alto de las murallas con flechas, jabalinas, piedras y ardiente azufre: horrible mortandad y gigantescas proezas por ambos lados. Más allá los heraldos con sus cetros llaman a consejo en las puertas de la ciudad, y al punto se reúnen varios hombres de cabellos blancos y grave aspecto, mezclándose con los guerreros; hácense oír arengas elocuentes, pero suscítase de pronto una oposición facciosa, hasta que por fin se levanta un personaje de mediana edad; distinguido por su prudencia, que discurre largamente sobre el dere-cho y la sinrazón, la justicia, la religión, la verdad, la paz y el juicio de Dios. Vitupéranlo mozos y viejos, y hubieran puesto sus manos violentamente en él, a no bajar una nube que lo arrebató, desapareciendo a los ojos de aquella multitud. De esta suerte procedían allí la violencia, la tiranía, la luz de la fuerza, y no era dable so-siego alguno en aquella tierra.

Lloraba Adán amargamente, y volviéndose a su guía le preguntó sollozando: «¿Qué gente es ésa, ministros de la Muerte, no hombres, que así se la dan a sus semejantes, y que multiplican diez mil veces el homicidio de su hermano? Porque hermanos suyos son esos a quienes degüellan, hombres que asesinan a otros hombres. Y ese justo, que a pesar de su virtud hubiera perecido, a no haberlo salvado el cielo, ¿quién era?»

«Esos», replicó Miguel, «son los resultados de los torpes matrimonios que has visto. Desde el punto en que se unen el bien y el mal, que recíprocamente se aborrecen, la imprudencia de tal unión produce monstruosos en-gendros de cuerpo y alma. Tales serán esos gigantes, hombres de encumbrada fama, porque en semejantes tiempos sólo se admirará la fuerza, que se llamará valor y virtud heroica. Vencer en las batallas, subyugar na-ciones, volver uno cargado de los despojos de infinitas víctimas inmoladas, se considerará como el más sublime grado de la gloria humana; que todo esto se hará por la gloria del triunfo, para alcanzar el nombre de grandes conquistadores, bienhechores de la humanidad, dioses, hijos de los dioses, cuando más bien debieran llamarse destructores y plagas de la especie humana. Así se adquirirá en la tierra fama y nombradía, y el verdadero méri-to se dará al olvido. Ese, que ha de ser el séptimo de tus descendientes, único justo de esa generación perversa, ya has visto que lo odiaban por eso mismo, y cuán expuesto estuvo entre tantos enemigos, porque se atrevió a ser el único virtuoso y a anunciarles la ingrata verdad de que Dios, rodeado de sus santos, vendría a juzgarlos. Pero el Señor Omnipotente lo ocultó en una nube de perfumes, y sus alados corceles le arrebataron, como has visto, y Dios lo ha recibido en su seno para que goce con él de la salvación en el reino de la bienaventuranza, exento de toda muerte; lo cual te dará a entender el premio reservado para los buenos, y el castigo que a los demás aguarda; y en prueba de ello, dirige allí tus miradas y considera bien lo que vas a ver.»

Y en efecto miró, y vio que todo había variado de aspecto. La boca de bronce de la guerra había cesado de rugir; todo a la sazón respiraba contento y júbilo, lujuria y disolución; todo era fiestas y danzas, matrimonios o prostituciones, según mejor parecía, raptos o adulterios, y por dondequiera que pasaba una mujer hermosa, arrastraba tras sí a los hombres. De las copas del deleite salían las discordias civiles. Por último llegó un vene-rable patriarca, y se mostró indignado con sus vicios, protestando contra su conducta. Frecuentaba sus reunio-nes en que sólo veía triunfos y fiestas, y les predicaba conversión y arrepentimiento, como a almas que gemían encarceladas y en breve habían de sufrir una sentencia terrible. Todo fue en vano; y cuando sintió que se acer-caba la hora, renunció a sus consejos, y mudó lejos de allí sus tiendas.

En seguida, cortando altos troncos de la montaña, comenzó a construir una nave de extraordinarias dimensio-nes; calculó los codos que había de tener en longitud, en anchura y elevación; cubrióla en derredor de betún; abrió una puerta en uno de sus costados, la llenó de abundantes provisiones para hombres y animales, y ¡oh singular prodigio!, de cada especie de animales, aves y pequeños insectos, entraron en ella a setenas y a pares, obedeciendo al precepto que se les había impuesto, y los últimos de todos, el padre, sus tres hijos y sus cuatro mujeres; después de lo cual cerró Dios la puerta.

Al propio tiempo se levantó el viento del Mediodía y desplegando sus inmensas y negras alas, acumuló las nubes que se extendían bajo el cielo, las cuales se aumentaron con todos los vapores, con todas las húmedas y sombrías exhalaciones que inmediatamente les enviaron las montañas. Cerróse el denso firmamento como una lóbrega techumbre, y se desgajó una impetuosa lluvia, que prosiguió cayendo hasta que la tierra se ocultó a la vista. Sobrenadaba el bajel en medio de las aguas y con su enristrada proa se abría seguro paso; las olas habían sepultado ya las demás viviendas, que con todas sus pompas rodaban por el profundo abismo; el mar inundaba al mar, dejándole sin términos y sin playas, y en los palacios que tal magnificencia ostentaban antes, se guarecí-an y propagaban los monstruos marinos. De todo el género humano, ha poco tan numeroso, no quedaba más que lo que iba nadando en aquella frágil embarcación.

¡Qué pena sentiste entonces, Adán, al ver el fin de tu descendencia, fin tan triste, y al considerar tan completa despoblación! Tú también te hallaste sumido en otro diluvio de lágrimas y pesares, anegado y ahogado como tus hijos, hasta que blandamente sostenido por el Angel, pudiste permanecer en pie, bien que inconsolable, como un padre que llora a sus hijos, muertos todos a un tiempo ante sus ojos; tanto, que apenas te quedó fuerza para manifestar así tu dolor al Angel.

«¡Oh visiones en mal hora tenidas! Más dichoso hubiera vivido ignorante del porvenir. Hubiera yo solo parti-cipado de tantos males; que la carga diaria se lleva difícilmente. Estas penas que se reparten en varios siglos y que caen de una vez sobre mí, mi previsión las anticipa y me atormentan con la idea de lo que han de ser antes de que existan. Que ningún hombre pretenda jamás averiguar la suerte que le ha de caber a él y a sus hijos en lo futuro: adquirirá la seguridad de males que su previsión no podrá evitar, y que sólo temerlos serán para él no menos insoportables que si realmente le aconteciesen. Pero ya de esto no debo cuidarme: inútil es en el hombre esa prevención, dado que los pocos que sobrevivan perecerán al cabo, de hambrientos y acongojados, a fuerza de vagar por esos líquidos desiertos. ¡Insensato! Llegué a esperar, al ver que la violencia y la guerra desaparecí-an de la tierra, que todo sería ventura, y que la paz vendría a coronar a la raza humana con largos días de pros-peridad; pero, ¡qué grande fue mi error! Ahora conozco que tanto como corrompe la paz, devasta la guerra. ¿Por qué ha de ser así? Explícamelo, mensajero celestial, y dime si la raza humana perecerá aquí.»

Y Miguel replicó de nuevo: «Esos que ha poco has visto tan triunfantes y tan viciosamente opulentos, son los mismos que viste al principio llevar a cabo eminentes hechos y grandes proezas, pero sin el mérito de la verda-dera virtud. Los cuales después de haber vertido torrentes de sangre, trocado en ruinas las naciones que han sometido y granjeándose por tanto en el mundo fama, insignes títulos y grandes riquezas, han cifrado su bienes-tar en los placeres, la molicie, la ociosidad, la crápula y la concupiscencia, hasta que sus torpezas y su soberbia, de la intimidad en que con él vivían y de su pacífica situación, han extraído sus hostiles hechos. De la propia suerte, los vencidos y los esclavizados por la guerra han perdido, al tiempo que su libertad, toda virtud y el temor de Dios; y aunque con fingida piedad le imploren en el trance de las batallas, no los ayudará el Señor contra los invasores. Tibios así en su celo, procurarán en lo sucesivo vivir tranquilos, licenciosa ~y mundanal-mente, poseyendo lo que les dejen gozar sus dueños, porque la tierra producirá siempre más que lo que la tem-planza exija. Todo, pues, degenerará, llegará a pervertirse todo; yacerán en el olvido la Justicia, la moderación, la verdad, la fe. Un solo hombre quedará exceptuando, único hijo de la luz en un siglo de tinieblas, bueno a pesar de los malos ejemplos de las seducciones, de las costumbres y de un mundo perverso; que superior al temor de los vituperios, de los sarcasmos y de las violencias, los amonestará para que se aparten de sus inicuas vías; que abrirá ante sus pasos las sendas de la rectitud, mucho más seguras y pacíficas; que les anunciará la cólera que amenaza a su impenitencia, y se apartará de ellos porque la escarnecen; Dios lo contemplará como el único justo entre los vivientes; y él, obediente a su mandato, construirá esa arca maravillosa que has visto, para librarse en ella él y su familia de un mundo condenado a universal naufragio.

«No bien, acompañado de los hombres y animales elegidos para transmitir la vida, entre y se guarezca en el arca, cuando instantáneamente se abrirán todas las cataratas del cielo, que noche y día derramarán torrentes de agua sobre la tierra; saldrán de madre las fuentes más profundas; reventará el Océano, cubriendo todas sus playas, hasta que la inundación sobrepuje a los más encumbrados montes. Este del Paraíso, impelido por la fuerza de las olas, y asaltado a la vez por los dos brazos de la corriente, perderá su asiento, y despojado de toda su pompa, arrastrados sus árboles por las aguas, se precipitará por el gran río hasta la boca del golfo, donde se detendrá convertido en isla salada y árida, refugio de focas, orcas y gaviotas de graznido desapacible. Todo lo cual te enseñará que Dios no vincula en lugar alguno la santidad, si no va con los hombres que lo frecuentan o en él habitan. Y ahora presta atención a lo que sigue.»

Miró y vio el arca nadando sobre el agua, que a la sazón iba descendiendo, porque las nubes se alejaban em-pujadas por el viento sutil del norte, cuyo duro soplo rizaba la líquida superficie a medida que decrecía. Un sol radiante reflejaba en las cristalinas ondas, y como tras larga sed se saciaba en ellas ansioso de su frescura; y en breve toda aquella inundación, formando un tranquilo lago, fue disminuyendo y estrechándose más y más, y se retiró por fin al profundo abismo, que había ya abierto sus diques a tiempo que el cielo cerró sus cataratas. Ya no sobrenada el arca, sino que parece afirmada en tierra, y fija en la cima de alguna alta montaña; y ya se des-cubrían como otras tantas rocas las cumbres de las colinas. Las rápidas corrientes sepultan rugiendo sus airadas olas en el mar, que se retira. Sale un cuervo volando del arca; tras él, un mensajero más seguro, una paloma enviada primera y segunda vez en busca de un árbol verde o de terreno donde pudiera asentar sus ligeros pies. Vuelve al segundo viaje, trayendo en el pico una rama de olivo, señal de paz; y al punto aparece seca la tierra; y baja del arca el venerable anciano con toda su familia, y levantando sus manos y sus piadosos ojos al cielo en muestra de gratitud, ve sobre su cabeza una nube de rocío, y en medio de ella un arco formado con tres brillan-tes fajas de varios colores, que indicaban la paz de Dios y una era de nueva alianza: con lo que el corazón de Adán, antes tan triste, se regocijó sobremanera, y expresó su júbilo en estos términos:

«¡Oh tú que puedes representar como presentes las cosas futuras, celestial maestro! Ya con este último espec-táculo me reanimo, seguro como estoy de que vivirá el Hombre y de que subsistirán con sus razas todas las criaturas. Al presente me lamento menos de la destrucción de todo un mundo de hijos criminales, cuanto me regocijo de haber hallado un solo hombre tan perfecto y tan justo, que Dios se haya dignado de hacerle princi-pio de otro mundo, y de dar su cólera al olvido. Mas dime: ¿qué significan esas fajas de color que se enarcan en el cielo, como si el ceño de Dios se hubiese ya apaciguado? ¿Sirven, como una margen florida para detener la fluctuación de esa acuátil nube, por temor de que vuelva a disolverse y anegue otra vez la tierra?»

Y le respondió el Arcángel: «Has acertado en tu conjetura, que Dios ha tenido la benevolencia de redimir sus iras, aunque tan arrepentido estaba últimamente de haber creado al Hombre capaz de depravación. Sintióse apesadumbrado cuando al declinar al mundo su mirada, vio llena la tierra toda de violencias, y que la carne corrompía sus obras. Pero excluidos aquellos impíos, tal gracia ha merecido a sus ojos un hombre justo, que se ha apiadado y no eliminará de la tierra a la raza humana. Consiente en no aniquilar ya el mundo con un nuevo diluvio, en no permitir que el mar traspase sus límites, ni la lluvia sumerja a hombres y animales. Siempre que tienda una nube sobre la tierra, desplegará su arco, y seguirán su invariable curso el día y la noche, la estación de la siembra y de la cosecha, del calor y de los blancos hielos, hasta que el fuego purifique todas las cosas nuevas, y así el cielo como la tierra, donde ha de morar el justo.»

DUODECIMA PARTE
ARGUMENTO

Prosigue el Angel Miguel refiriendo lo que acontecerá después del Diluvio. Al hacer mención a Abraham, re-corre sucesivamente la escala de los siglos hasta venir a explicar quién será el fruto nacido de la Mujer que se había prometido a Adán y Eva culpables ya; su encarnación, muerte, resurrección y ascensión; y el estado de la Iglesia hasta su segunda venida. Completamente satisfecho Adán y tranquilizado con aquellos anuncios y pro-mesas, baja de la montaña con Miguel. Despierta a Eva, que había estado durmiendo todo aquel tiempo, y cu-yos agradables sueños la habían predispuesto a la tranquilidad de ánimo y a la obediencia. Miguel, llevándolos de la mano, los conduce a ambos fuera del Paraíso, y fulmina su ardiente espada, mientras los querubines se colocan en sus respectivos puestos según les había ordenado.

Como el viajero que precisado a caminar de prisa interrumpe, sin embargo, su marcha al mediodía, suspendió aquí el Arcángel su narración, quedando entre el mundo destruido y el mundo restaurado, por si Adán quería además discurrir sobre lo que había oído; pero a poco, valiéndose de una sencilla transición, prosiguió de nue-vo, diciendo:

«Has visto pues, el principio y el fin de un mundo; has visto renacer al Hombre de un tronco; y aún tienes más que ver, pero conozco que tu vista mortal se debilita: estos objetos divinos no pueden menos de deslumbrar y fatigar los sentidos humanos. Lo que ha de acontecer después es mejor que te lo refiera; y así oye y estáme atento.

«Mientras esta segunda generación de hombres se reduzca a corto número, y mientras en sus ánimos subsista el recuerdo de la terrible sentencia que se dictó, vivirán temerosos de Dios, procederán justa y rectamente, y se multiplicarán en breve. La tierra, cultivada por ellos, les dará colmadas cosechas de trigo, vino y aceite; sacrifi-carán a menudo lo más selecto de sus rebaños, el toro, el cabrito, el cordero, prodigando con afectuosa mano sus libaciones; e instituyendo fiestas sagradas, transcurrirán sus días en inocente júbilo, en paz segura, divididos en tribus y familias bajo el mando de paternal autoridad, hasta que se levante un hombre altivo y ambicioso, que enemigo de igualdad tan bella y de tal feliz estado, se arrogue un injusto dominio sobre sus hermanos y ahuyente de la tierra toda concordia, toda ley natural. Empleará sus armas, y no contra las fieras, sino contra los hombres, en guerras y hostiles asechanzas, y cuantos se nieguen a obedecer su tirano imperio; y por esto se apellidará el gran cazador, a despecho del Señor; a despecho también del cielo, pretenderá derivar del mismo su transmitida soberanía, y su nombre equivaldrá al de rebelión, aunque acuse de rebeldes a los demás.

«Acompañado o seguido de una multitud tan ambiciosa como él y no menos propensa a la tiranía, marchando desde el Edén hacia el Occidente, encontrarán una gran llanura, donde de las entrañas de la tierra, verdadera boca del infierno, brotará un betún negro e hirviente, y con él y con ladrillos labrados al intento, procurarán fabricar una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue al cielo. Esta torre tendrá Babel por nombre, no sea que diseminados alguna vez por extrañas tierras, su memoria se dé al olvido, aunque por lo demás no se cuiden de que sea buena o mala esta memoria.

«Pero Dios, que sin ser visto desciende muchas veces a visitar a los hombres, y entra en sus moradas para in-vestigar sus obras, fijó en ellos sus miradas y bajó a aquella ciudad antes de que su torre ocultase las torres del cielo; y burlándose de ellos, puso en sus lenguas espíritus diversos, que alterando por completo su nativo idio-ma, lo convirtieron en un ruido disonante de palabras desconocidas. Pronto se suscitó un confuso y estrepitoso clamoreo entre los constructores; llamábanse unos a otros, pero nadie se entendía, de suerte que redoblando sus gritos enfurecidos, y creyéndose mutuamente injuriados, trabaron entre sí descomunal pelea. ¡Oh!, ¡qué de risas produjo en el cielo aquel espectáculo, con su extraño azoramiento y su horrenda vocería! Cayó así en ridículo y concluyó la soberbia fábrica, que por esta causa fue llamada «Confusión».

Viendo lo cual Adán, exclamó con paternal enojo: «¡Hijo execrable, que así aspira a avasallar a sus herma-nos, apoderándose de una autoridad usurpada que no ha concedido Dios! Sólo nos ha dado dominio absoluto sobre las bestias, los peces y las aves; este derecho tenemos, debido a su bondad; pero no ha hecho al hombre señor de los demás hombres, sino que reservándose este título para sí, dejó a la humanidad libre de toda servi-dumbre humana. Y ese usurpador no se contenta con someter a su orgullo al hombre, porque con su torre pre-tende asaltar y desafiar al cielo. ¡Miserable! ¿Qué alimentos pensará transportar allá arriba para atender a su subsistencia y a la de su temerario ejercito, cuando el aire sutil que reina sobre las nubes seque sus groseras entrañas, y lo prive de respiración ya que no esté privado de sustento?»

A lo que contestó Miguel: «Con razón te indignas contra ese mal hijo que tal perturbación produce en la tran-quila existencia humana, empeñándose en subyugar la libertad, hija de la razón; pero no olvides sin embargo, que desde tu culpa original la verdadera libertad se ha perdido, la libertad gemela de la recta razón, y por consi-guiente partícipe con la de su mismo ser. Una vez oscurecida u olvidada en el hombre la razón, nacen en él los deseos inmoderados, las pasiones violentas que lo privan del imperio que sobre él ejercen aquéllas, y de libre que era, lo reducen a esclavitud. Por lo mismo, desde el momento en que consiente que un poder ominoso ava-salle el albedrío de su razón, Dios le impone el justo castigo de someterlo exteriormente a violentos opresores, que por lo común tiranizan con no menos injusticia su libertad externa; y es bien que exista la tiranía, aunque no por eso sea el tirano disculpable. A veces las naciones decaerán de la virtud, que es la razón, de tal manera que, no la iniquidad, sino la justicia, o la maldición que sobre ellas caiga, las privará de su libertad externa y aun de la que interiormente disfruten. Testigo el hijo irrespetuoso de aquel que fabricó el arca. que a conse-cuencia de la afrenta con que infamó a su padre, oyó fulminar contra su viciosa raza esta maldición terrible: «Serás esclavo de los esclavos».

«Caerá, pues, este último mundo como el primero, de un mal en otro peor, hasta que cansado Dios de tantas maldades, retire su presencia de entre los hombres y aparte de ellos sus santas miradas, resuelto a abandonarlos en sus caminos de perdición, y a elegir entre todas las naciones una sola, que sea la que lo invoque, una nación que proceda del único hombre fiel, el cual mire de la parte de acá del Eúfrates, aunque haya sido criado en el seno de la idolatría.

«¿Podrás creer que esos hombres sean estúpidos, hasta el punto de abandonar al Dios vivo, aun en vida del patriarca preservado del diluvio, y de adorar las obras salidas de sus propias manos, los leños y las piedras, como si fueran dioses? Pues a pesar de esto, el Altísimo Señor se dignará, por medio de una visión, alejar a ese hombre de la casa de su padre, de entre los suyos y del culto de sus falsos dioses, enviándolo a una tierra que le mostrará; y hará que sea principio de una nación poderosa, a la cual colmará de bendiciones, de suerte que todas las demás naciones de su raza lleguen a ser igualmente benditas. Y ese hombre obedece al punto; no co-noce la tierra adonde va, pero abriga una fe ciega; yo estoy viéndolo, aunque tú no puedas verlo; veo la fe con que deja sus dioses, sus amigos, su suelo natal la ciudad Ur de Caldea, pasando el vado para ir a Harán, y lle-vando en pos un séquito embarazoso de ganados y de sirvientes. No camina pobre, mas confía todas sus rique-zas a Dios, que lo llama a una tierra desconocida; y llega a Canaán, donde descubro sus tiendas colocadas alre-dedor de Siquén y en la llanura próxima a Moreh; y allí se le promete para su descendencia la donación de toda aquella tierra, desde Hamath, por la parte del norte, hasta el Desierto, a la del mediodía (distingo los lugares por sus nombres, aunque estos nombres no existan ya), y desde el monte Hermón hasta el anchuroso mar occiden-tal. A este lado Hermón; en el otro el mar. Mira en perspectiva estos puntos según los voy mencionando: en la costa el monte Carmelo; aquí la corriente del Jordán con los manantiales que la alimentan, verdadero límite hacia el Oriente; pero sus hijos se establecerán en Senir, en aquella larga cadena de colinas. Considera bien esto, que todas las naciones de la tierra serán benditas en la descendencia de ese hombre, y que en su descen-dencia está incluido tu gran Libertador, el destinado a hollar la cabeza de la Serpiente; lo cual en breve te será más claramente revelado.

«Este bendito patriarca, que a su tiempo tendrá el nombre de fiel Abraham, dejará un hijo, y este hijo un nie-to, igual a él en fe, en sabiduría y en fama, el cual acompañado de sus doce hijos, partirá de Canaán para una tierra más adelante llamada Egipto, fertilizada y dividida por el río Nilo. Mira por dónde corre éste, y como desagua en el mar por medio de siete bocas. Invitado por el más joven de sus hijos, viene a residir en esta tierra en tiempo de carestía. Ilústrase este hijo por sus hechos, que lo elevan a ser el segundo en el imperio de los Faraones, y muere allí dejando una posteridad que muy pronto llega a ser una nación; la cual, creciendo de día en día, se hace sospechosa a uno de los reyes sucesivos, y éste procura atajar el incremento de aquella gente extraña tan numerosa, convirtiéndola de huéspedes en esclavos, y en vez de hospitalidad dando muerte a todos los hijos varones; pero por último nacen dos hermanos, llamados Moisés y Aarón, enviados por Dios para re-dimir a su pueblo de la esclavitud que regresan llenos de gloria y de despojos a la tierra de promisión.

«Ya antes de esto el pérfido tirano, que renegaba de su Dios y menospreciaba su mensaje, ha de verse amena-zado de señales y anuncios terribles: los ríos se teñirán de sangre, aunque no lleven ninguna; invadirán su pala-cio las ranas, los piojos y las moscas, y lo inundarán todo, y plagarán toda aquella tierra; sus ganados morirán de morriña y peste; su cuerpo y los cuerpos de todos sus súbditos se cubrirán de úlceras y tumores. Mezclado el trueno con el granizo y el granizo con el rayo, despedazarán el cielo de Egipto, devorando la tierra por donde pasen; y lo que no devoren de yerbas, frutos o granos, quedará envuelto en una negra nube de langostas, que formando un inmenso enjambre, consumirán hasta el más pequeño resto de verdura. Veránse sumidos en tinie-blas todos sus reinos; tinieblas palpables que suprimirán tres días; y finalmente, en una misma noche y de un solo golpe morirán todos los recién nacidos de Egipto. Traspasado de diez heridas el dragón del río, consentirá entonces en la partida de sus huéspedes, y con frecuencia humillará su empedernido corazón; mas como el hielo que se endurece de nuevo después de la blandura, sintiéndose poseído de mayor ira, perseguirá a los que ya había dejado libres, y el-mar lo tragará con su hueste, dejando pasar a los viajeros a pie enjuto, entre dos muros cristalinos; y la vara de Moisés tendrá separadas las olas, hasta que el pueblo del Señor llegue a su segura playa.

«Tal es el milagroso poder que Dios concederá a su profeta; y Dios estará presente en su Angel, que caminará delante de ellos en una nube y en una columna de fuego, de día en la nube de noche en la columna, para guiar-los en su camino o ponerse a sus espaldas cuando los persiga el obstinado rey. Y los perseguirá, en efecto, toda una noche; pero se interpondrá la oscuridad para defenderlos hasta que se aproxime el alba; y entonces Dios, dirigiendo sus miradas a través de la columna y de la nube, confundirá a las impías legiones, y hará polvo las ruedas de sus carros, y por su mandato segunda vez tenderá Moisés su poderosa vara sobre la mar, y la mar, obediente a ella, volverá sus olas sobre los ordenados escuadrones, y dejará allí sepultados a sus guerreros. En salvo ya el pueblo escogido, camina desde la playa a Canaán, atravesando el áspero Desierto, pero no directa-mente por temor de que alarmados, los Canaanitas no susciten una guerra que amedrente a gente inexperta en ella, y el miedo la obligue a retroceder a Egipto, prefiriendo la vida menguada de la esclavitud; porque para los nobles como para los que no lo son, la vida más dulce es la más extraña a las armas, cuando no se acude a ellas por un impulso de desesperación.

«La permanencia en el Desierto les será además provechosa, dado que podrán fundar un gobierno, y entre sus doce elegir un gran senado que ejerza su autoridad conforme a ordenadas leyes. Descenderá Dios al monte Sinaí, cuya nebulosa cima lo recibirá temblando, y desde allí entre truenos y relámpagos y estruendoso tañido de trompetas les dictará sus leyes, unas referentes a la justicia civil, otras a los ritos religiosos de los sacrificios, anunciándoles por medio de imágenes y sombras al que está destinado a hollar la cabeza de la Serpiente y el modo con que proveerá a la salvación del género humano. Pero la voz de Dios es temerosa al oído humano, y así le pedirán que les manifieste su voluntad por boca de Moisés, poniendo término a su temor, y Dios accederá a su ruego, una vez persuadidos de que no podrán acercarse a El sin mediador, sublime oficio que desempeña Moisés ahora en figura, para introducir otro gran mediador, cuyo tiempo predecirá; y todos los profetas canta-rán sucesivamente el advenimiento del gran Mesías.

«Establecidos estos ritos y estas leyes, de tal manera se mostrará Dios complaciente con los hombres dóciles a su voluntad, que se dignará de poner su tabernáculo en medio de ellos para que el Unido Santo habite entre los mortales. Al tenor de lo que ha prescrito, se, fabrica un santuario de cedro cubierto de oro, y dentro de él un arca en que se conservarán los testimonios y recuerdos de su alianza; encima se eleva el trono de la misericor-dia, resguardado por las alas de dos fulgentes querubines. Arden delante de este trono siete lámparas que como en un zodíaco, representan las antorchas celestiales; y sobre la tienda permanecerá de día una nube, de noche un flamígero destello, excepto los días en que las tribus estén caminando; las cuales, conducidas por el Angel del Señor, llegarán por fin a la tierra prometida a Abraham y su descendencia.

«Sería muy prolijo referirte todo lo demás, el número de batallas empeñadas, de reyes destronados, de reinos que han de conquistarse; cómo el Sol quedará inmóvil todo un día en el cielo, retrasándose el acostumbrado curso de la noche, y esto a la voz de un hombre que gritara «¡Oh Sol! Párate sobre el Gibeón, y tú, luna, en el valle de Ajalón hasta que Israel haya vencido», que así se llaman e! tercer hijo de Abraham, hijo de Isaac, nom-bre que se transmitirá a su posteridad vencedora de los pueblos de Canaán.»

Al llegar aquí lo interrumpió Adán diciendo:

«¡Oh mensajero del cielo, luz de mis tinieblas! ¡Qué de cosas favorables me has revelado, sobre todo en lo que concierne a Abraham y su descendencia! Por primera vez siento ahora verdaderamente abiertos mis ojos, y menos angustiado mi corazón: hasta el presente todos mis pensamientos eran vacilaciones respecto a la suerte que me estaba reservada, y no sólo a mi, sino a todo el género humano: pero ya veo el día en que serán bende-cidas todas las naciones; merced que yo no merezco, por haber buscado la ciencia prohibida por medios tam-bién ilícitos. No acabo de comprender sin embargo, por qué se imponen tantas y tan diversas leyes a aquellos entre quienes se dignará Dios de residir en la tierra. Esta multitud de leyes supone igual multitud de culpas. ¿Cómo Dios puede habitar entre tales Nombres?»

Respondiole Miguel: «No dudes que entre ellos reinará el pecado que has engendrado tú. La ley se les impo-ne únicamente para evidenciar su natural perversidad, que sin cesar está incitando al pecado a rebelarse contra aquélla; y cuando vean que dicha ley puede poner de manifiesto el pecado, y no borrarlo, excepto por débiles apariencias de expiación, como la sangre de toro o de macho cabrío, deducirán que para satisfacer la deuda del Hombre es menester sangre más preciosa, la del justo por el injusto, a fin de que en esta justicia que ha de im-putárseles por la fe, puedan hallar su justificación para con Dios y la paz de su conciencia, que no bastarían a procurar todas las ceremonias de la ley, cuya parte moral no puede cumplir el Hombre, y no cumpliéndola, no puede vivir. La ley pues, parece imperfecta y únicamente dictada con el objeto de someter a los hombres en la plenitud de los tiempos a una alianza más íntima, y disciplinados ya, hacerlos pasar de las figuras aparentes a la realidad, de la carne al espíritu, de la imposición de una ley estrecha a que libremente acepten una amplia gra-cia, del temor servil al respeto filial, y de las obras de la ley a las obras de la fe. Así que no ser Moisés, aunque tan amado del Señor, pero sólo ministro de la ley, quien conduzca a su pueblo a Canaán, sino Josué, llamado Jesús por los gentiles, y encargado con este nombre de ser quien doblegue a la Serpiente y conduzca con toda seguridad al Hombre, completamente perdido en los desiertos del mundo, al eterno descanso del Paraíso.

«Entretanto, establecidos aquellos en el Canaán terrestre, morarán y prosperarán allí por largo tiempo; mas cuando sus pecados lleguen a perturbar el sosiego público, provocarán a Dios a que les suscite nuevos enemi-gos, de los cuales se verán libres luego que den muestras de arrepentimiento; y esta liber-tad les procurarán primero los jueces. y después los reyes. El segundo de éstos, célebre por su piedad, sus gloriosos hechos, ob-tendrá la irrevocable promesa de que su regio trono ha de subsistir perpetuamente: todas las profecías referirán también que del real trono de David. nombre propio de este rey procederá un Hijo, nacido de la Mujer, el mis-mo que te ha predicho, predicho igualmente a Abraham, como aquel en quien tendrán su esperanza todas las naciones, predicho a los reyes y que será el postrero de éstos, porque su reino no tendrá fin.

«Pero a El ha de preceder una larga sucesión de reyes. El primero, hijo de David, famoso por sus riquezas y sabiduría, colocará en un suntuoso templo rodeado de una nube, el arca del Señor, que hasta entonces habrá andado vagando con sus tiendas. De los demás que han de seguirlo, unos se contarán en el número de los bue-nos, otros en el de los malos reyes. Los malos formarán más larga serie, y sus torpes idolatrías y todos sus otros crímenes añadidos a la perversidad del pueblo, de tal manera irritarán a Dios, que se apartará de ellos y abando-nará su tierra, sus habitaciones, su templo, su santa arca y sus reliquias más sagradas a la befa y rapacidad de la ciudad, cuyos muros has visto entregados a la confusión, de donde le vino el nombre de Babilonia. Allí los dejará en cautiverio por espacio de sesenta años y por fin los sacará de él, recordando su misericordia y la alianza jurada a David, inalterable como los días del cielo. Vueltos de Babilonia, por disposición de los reyes sus señores, que Dios les inspirará, reedificarán ante todo la casa del mismo Dios, y vivirán algún tiempo mode-rada y regularmente, hasta que creciendo en opulencia y número, degeneren en facciosos. Las primeras discor-dias nacerán de los sacerdotes, hombres que-consagrados a los altares, deberían no pensar más que en la paz; sus rencillas llegarán hasta profanar el mismo templo, acabando por arrebatar el cetro, sin hacer caso de ningu-no de los hijos de David, y por último lo perderán. Y pasar a manos de extranjeros, para que el verdadero ungido, el Mesías, nazca privado de sus derechos.

«Nace este rey, sin embargo, y una estrella hasta entonces oculta en los cielos, anuncia su venida y sirve de guía a los sabios de Oriente que lo buscan para ofrecerle incienso, mirra y oro. Un ángel, nuncio de paz, enseña el lugar de su nacimiento á unos sencillos pastores que velaban durante la noche, los cuales acuden transportados de júbilo y oyen los coros de innumerables ángeles que entonan cantos al recién nacido. Su madre es una Virgen; su padre el Altísimo Omnipotente. Subirá al trono hereditario, y se extenderá su reino a los confines más apartados de la tierra, como su gloria a todos los ámbitos de los cielos.»

Calló Miguel al notar en el semblante de Adán una alegría tan viva, que asemejándose al dolor, le hacía ver-ter abundoso llanto y no poder proferir una palabra; mas al fin pronunció las siguientes:

«¡Oh, profeta de faustas nuevas! Has colmado mis mayores esperanzas. Claramente comprendo ahora lo que en mis más profundas meditaciones buscaba en vano: por qué el que con tanta ansia esperamos, debe llamarse fruto de la Mujer. ¡Salve Virgen Madre, que tan encumbrada estás en el amor del cielo! Sin embargo, de mi carne nacerás, y de tu vientre nacerá el Hijo de Dios Altísimo. Así se unirá Dios con el Hombre. Forzoso es que la serpiente aguarde, con mortal angustia, el quebrantamiento de su cabeza. Mas dime: ¿dónde y cuándo será el combate? ¿Qué golpe herirá la planta del vencedor?»

«No te figures», respondió Miguel, «que el combate vaya a ser un duelo, ni que se produzcan realmente las heridas en la planta o en la cabeza: el Hijo no une la humanidad a la divinidad para postrar con más fuerza a tu enemigo; ni quedará así aniquilado Satán, cuando un escarmiento más terrible, su caída del cielo, no le imposibilitó para hacerte a ti una mortal herida. El Mesías, tu Salvador, no te curará destruyendo a Satán, sino destru-yendo en ti y en tu raza las obras de éste, lo cual no puede efectuarse sino perfeccionando lo que a ti te falta, la obediencia a la ley de Dios, impuesta bajo pena de muerte y padeciendo esta muerte que ha merecido tu des-obediencia y la de aquellos que de ti desciendan. Sólo así puede satisfacerse la Suprema Justicia. El cumplirá exactamente la ley de Dios por obediencia y por amor, aunque sólo el amor baste al cumplimiento de esta ley. Sufrirá tu castigo exponiéndose en la carne a una vida perseguida y a una abominable muerte. Prometerá la vida a los que crean en su redención y en que por medio de la fe se les imputará su obediencia, y los méritos para salvarse, no por sus propias obras, aunque se ajusten a la ley. Vivirá en la tierra odiado, blasfemado, prendido por fuerza, juzgado y condenado a muerte, infamado, maldito, enclavado en la cruz por su propia nación, y muerto por haber dispensado la vida.

Pero en su cruz quedarán clavados tus enemigos; con El serán crucificados el castigo que se te ha impuesto, y los pecados de todo el género humano, y ningún daño experimentarán después los que confíen plenamente en su satisfacción. Así morirá, pero resucitando en breve. La muerte no tendrá sobre El poder muy duradero, pues antes de que vuelva a lucir la tercera aurora, le verán los astros de la mañana alzarse de su sepulcro, puro como la naciente luz; y entonces quedará satisfecho el rescate que redime al Hombre de la muerte, y su muerte salvará al Hombre, siempre que no menosprecie una vida así ofrecida, y que contraiga el mérito de la fe acompañada de buenas obras. Este divino acto anula tu sentencia, la muerte que hubieras debido sufrir, envuelto como estabas en el pecado, y eliminado para siempre de la vida; este acto quebrantará la cabeza de Satán y rendirá su fuerza, una vez derrotados el pecado y la muerte, sus dos principales armas, cuyo aguijón se clavará más hondamente en su cabeza que la herida que haga la muerte temporal en la planta del vencedor o de sus rescatados, porque esta muerte es como un sueño de que dulcemente se despierta para pasar a la vida de la inmortalidad.

«Después de su resurrección solo se detendrá en la tierra el tiempo preciso para aparecerse alguna vez a sus discípulos, hombres que durante su vida lo siguieron siempre; y a ellos les encargará que anuncien a las nacio-nes lo que de El y de la salvación humana han aprendido, bautizando en agua corriente a los que crean, señal que purgándolos de la mancha del pecado para la pureza de su vida, los preparará también en espíritu, si fuere menester, para una muerte semejante a la del Redentor. Enseñarán por consiguiente a todas las naciones, porque desde aquél día predicarán la salvación no sólo a los hijos nacidos del seno de Abraham, sino a los que profesen la fe de Abraham, cualquiera que sea el lugar del mundo donde se hallen; y así en su raza serán bendecidas todas las naciones.

«En seguida ascenderá el Salvador al cielo de los cielos, llevando en pos la victoria, triunfante de sus enemi-gos y de los tuyos, en su ascensión sorprenderá a la Serpiente, como que es del aire, y arrastrándola encadenada por todo su imperio, la dejará por último confundida. Entrará luego en su gloria, y recobrará su trono a la dere-cha de Dios, magníficamente exaltado sobre todas las dignidades del cielo; desde donde, cuando ese mundo esté preparado para su disolución, volverá en toda su gloria y majestad a juzgar ä los vivos y a los muertos; juzgará a los muertos apartados de la fe, y recompensará a los fieles recibiéndolos en su bienaventuranza, y así en el cielo como en la tierra, porque toda la tierra será entonces Paraíso, lugar más bienhadado que este Edén, y días aquellos venturosísimos.»

Así habló el arcángel Miguel; y nuestro primer padre, lleno de júbilo y admiración, exclamó: «¡Oh bondad infinita, bondad inmensa, que hasta del mal haces nacer todo este bien, trocando en bienes los males, maravilla más grande que la de la creación al salir la luz de las tinieblas! Cercado me veo ahora de incertidumbres: no sé si arrepentirme del pecado en que he incurrido y a qué he dado ocasión, o si más bien regocijarme, porque de él ha resultado mayor bien, gloria más grande a Dios, a los hombres más benévola protección del cielo, y que a la cólera haya sustituido la gracia. Pero dime, si nuestro Libertador torna a los cielos, ¿qué ser, de ese escaso nú-mero de fieles, abandonados en medio de ese rebaño impío de tantos enemigos de la verdad? ¿ Quién guiará a su pueblo, quién lo defenderá? ¿No serán sus discípulos víctimas de más sañudo rigor que el que con El han empleado?»

«Seguro puedes estar», replicó el Angel, «de que así ha de suceder; pero desde el cielo enviará a los suyos un consolador, el prometido de su Padre, su espíritu, que residirá en ellos, y grabará en sus corazones la ley de la fe por medio del amor, para guiarles con toda verdad; y les infundirá amor espiritual con que puedan resistir las tentaciones de Satán y despuntar sus envenenados dardos. Nada de lo que pueda intentar el hombre contra ellos los intimidará, ni aun la misma muerte, pues recibirán en sus inferiores consuelos la compensación de todas sus crueldades. Su inquebrantable firmeza desarmará a menudo a sus más tenaces perseguidores, porque el Espíritu comunicado primero a los apóstoles, que han de predicar a las naciones el Evangelio, y después a cuantos reci-ban la gracia del bautismo, infundirá en aquéllos el portentoso don de hablar todas las lenguas y de renovar todos los milagros que antes de ellos hizo su Maestro; y así en cada nación persuadirán a una inmensa muche-dumbre a oír embelesada las nuevas venidas del cielo; y finalmente cumplido su ministerio y terminada glorio-samente su carrera, morirán dejando escritas su historia y su doctrina.

«Pero, según lo habían predicho, en lugar de ellos, sucederán los lobos a los pastores; lobos crueles, que em-plearán los sagrados misterios del cielo en saciar su vil ansia de ambición y lucro, y que corromperán con su-persticiones y falsas tradiciones la verdad, que sólo se conserva en las puras palabras de la Escritura, y sólo es comprensible para el espíritu. Entonces procurarán valerse de nombres, dignidades y títulos, y unir el poder secular a estos, aunque fingiendo que únicamente aspiran al espiritual, con lo que se apropiarán el espíritu de Dios prometido y otorgado por igual a todos los creyentes. A favor de tal ficción impondrán leyes espirituales por medio del poder humano a cada conciencia; leyes que nadie hallará escritas en los libros santos, ni entre las que el Espíritu grabó tan profundamente en los corazones. ¿Qué pretenden, pues, más que violentar el espíritu de la Gracia, y esclavizar a su compañera la libertad? ¿Qué otra cosa que destruir los templos vivos edificados por la fe, por su propia fe, y no por ninguna extraña?. Porque, ¿quién puede ser infalible en la tierra, obrando contra la fe y contra la conciencia? Muchos se gloriarán de serlo, y de esta variedad nacerá una rigurosa perse-cución contra los perseverantes adoradores en espíritu y en verdad. El resto, que será el mayor número, creerán cumplir con la religión apelando a demostraciones exteriores y a especiosas formalidades. Hostigada por los dardos de la calumnia, huirá la verdad. y se hallará rara vez la práctica de la fe. De esta suerte el mundo llegará a ser funesto para los buenos, halagüeño para los malos, y se sentirá abrumado bajo su propia pesadumbre, hasta que luzca el día de descanso para el justo, de venganza para el malvado, que será el del advenimiento del Defensor que recientemente se te ha prometido, fruto de una Mujer, vagamente anunciado y a quien no puedes ya menos de conocer como tu Salvador y tu Soberano. Cercado de brillantes nubes, se revelará, por fin, en el cielo, partícipe de la gloria de su Padre, y vendrá a aniquilar a Satán con todo su perverso mundo; y de esta masa candente, purificada por el fuego, sacará nuevos cielos, una nueva tierra, y creará siglos interminables, fundados en la justicia, en la paz y en el amor, que darán frutos de colmado bien y perpetua felicidad.»

Terminó con estas palabras, y Adán también, añadiendo:

«¡Cuán pronto, celestial profeta, has recorrido este mundo transitorio y la serie de los tiempos hasta que lle-guen a fijarse estables! Más allá todo es un abismo, todo una eternidad, cuyo fin no puede alcanzar la vista. Saldré de aquí perfectamente instruido y en paz con mis pensamientos; llevo cuanto puede contener este peque-ño vaso, y mi locura fue aspirar a llenarlo más. Sé para en adelante que lo mejor es obedecer solamente a Dios; amarlo y temerlo a un tiempo; proceder cual si estuviese siempre delante de El; no desconfiar jamás de su Pro-videncia; entregarse del todo a El, que misericordioso en todas sus obras, hace que el bien triunfe del mal, y convierte las cosas más pequeñas en las más grandes, y anonada con el impulso que se cree mas ineficaz los mayores poderes de la tierra, y toda la ciencia mundana con la más humilde sencillez. Sé que el que padece por la verdad adquiere valor bastante para lograr, el supremo triunfo, y que para el fiel, la muerte no es más que la puerta de la vida. Esto he aprendido con el ejemplo de Aquel a quien reconozco ya como mi Redentor siempre bendito.»

Y el Angel por última vez repuso: «Pues sabiendo esto has llegado a la cumbre de la sabiduría y no esperes alcanzarla mayor, aunque conocieses todas las estrellas por su nombre, y todos los poderes etéreos, y los secre-tos del abismo, y las obras todas de la Naturaleza, y las de Dios en el cielo, en el aire, en la tierra y en los ma-res; aunque disfrutases de todas las riquezas de este mundo y lo redujeses todo a tu solo imperio. Añade a tu saber acciones que sean dignas de él; añade la fe, la virtud, la paciencia y la templanza; añade el amor, que algún día será llamado caridad, y que es el alma de todo lo demás; y entonces sentirás menos abandonar este Paraíso, porque dentro de ti hallarás otro mucho más venturoso y bello.

«Pero bajemos ya de esta altura de contemplación, que ha llegado la hora precisa en que es fuerza partir de aquí, y esos vigilantes que ves colocados por mí en aquel collado, aguardan para marcharse. Flamígera espada, signo de proscripción, vibra furiosamente delante de ellos: no podemos permanecer más tiempo. Ve despierta a Eva: también la he tranquilizado a ella con agradables sueños, nuncios consoladores y predispuesto su ánimo a una sumisa resignación.
En ocasión oportuna, tú la harás partícipe de cuanto has oído, y principalmente de lo que le conviene a su fe saber, de la gran redención que su descendencia, la descendencia de la Mujer, traerá a todo el género humano para que podáis vivir, ya que serán largos vuestros días, unidos en una sola fe, bien que tristes, y no sin causa, al recordar los males pasados pero contentos, sin embargo, considerando vuestro dichoso fin.»

Dijo, y bajaron ambos de la colina; y apenas se vio al pie de ella, corrió Adán al lecho en que había dejado a Eva durmiendo, y la encontró despierta y oyó que lo recibía con estas palabras, nada melancólicas por cierto:

«Ya sé de dónde vienes y adónde has ido, porque Dios también nos asiste cuando estamos dormidos y en los sueños se aprende algo, y los que me ha sugerido han sido muy agradables y predíchome grandes bienes, ape-nas abrumada de pesar y con el corazón tan angustiado, cerré los ojos. Sé tú ahora mi guía: no me detendré un momento: ir contigo vale tanto como permanecer aquí; quedarme sin ti sería alejarme contra mi voluntad, por-que tú eres para mi cuanto existe bajo el cielo, y contigo estaré en todos los lugares, contigo, a quien mi crimen voluntario expulsa de esta mansión. Al salir de aquí llevo, sin embargo, el consuelo que más puede tranquili-zarme; que aunque por mí se ha perdido todo, y aunque no merezco favor tan grande, de mí nacerá la prometida estirpe por quien todo ha de restaurarse.»

Así habló nuestra madre Eva; Adán la escuchaba complacido, pero nada le respondió, porque a su lado estaba el Arcángel. De la otra colina, donde estaban colocados, con paso majestuoso descendían los querubines; deslizábanse al andar como fingidos meteoros, cual la niebla de la tarde, que levantándose del río, pasa rozando la superficie de los pantanos, y avanza presurosa hurtando el suelo a las pisadas del labrador, que regresa a su alquería. Levantada delante de ellos, fulguraba la espada del Señor, despidiendo airados resplandores, como un cometa, y su ardiente fuego y los vapores que exhalaba iban acalorando el templado clima del Paraíso, cual el adusto aire de la Libia. El Ángel entonces, asiendo de las manos a nuestros padres, y apresurando sus lentos pasos, los condujo directamente a la puerta oriental, y desde ella con la misma prontitud hasta el pie de' la roca, donde se extendía la llanura Inferior, y desapareció.

Volvieron ellos la vista atrás, y descubrieron toda la parte oriental del Paraíso, venturosa morada suya en otro tiempo, que ondulaba al trémulo movimiento de la fulminante espada, y agrupadas a la puerta figuras de terrible aspecto y relumbrantes armas. Como era natural, arrasáronsele en lágrimas los ojos, que se enjugaron pronto. Delante tenían todo un mundo, donde podían elegir el lugar que más les pluguiera para su reposo, y por guía la Providencia; y estrechándose uno a otro la mano, prosiguieron por en medio del Edén su solitario camino con lentos e inciertos pasos.

FIN

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