EL DIOS CABALLO -- TERROR -- LISA TUTTLE
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EL DIOS
CABALLO
Lisa Tuttle
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La puerta doble del establo estaba cerrada con una cadena gruesa y oxidada,
asegurada con un viejo candado.
Marilyn sostuvo el candado con una mano mientras daba un tirón de la cadena, que
no cedió. Se quedó mirando los tablones astillados de madera grisácea y se preguntó cómo
habían conseguido entrar los niños.
Mientras se limpiaba las manos, llenas de un polvo rojizo, Marilyn recorrió
lentamente el tabique lateral del viejo establo. Bajo sus pies, enfundados en unas botas,
crujieron las hojas muertas y las hierbas secas y la mujer encogió los hombros contra el
viento helado.
—Hay mucho espacio para caballos —había dicho Kelly la noche anterior durante la
cena—. Es un establo perfecto. No se puede decir que no sea práctico tener un caballo ahí.
Kelly era hija de Derek, tenía once años y estaba loca por los caballos.
Aquel establo, pensó Marilyn. había sido utilizado como caballeriza y podía
recuperar tal función, ¿por qué no comprarle un caballo a Kelly? ¿Y por qué no comprarse
otro ella misma? De joven, Marilyn solía ir a montar a Central Park. Contempló la longitud
del establo y advirtió que, por alguna razón desconocida, la puerta de cada caballeriza
estaba cerrada a conciencia con tablones clavados.
La mujer advirtió que estaba temblando y terminó la vuelta al establo con paso
apresurado, para luego regresar al trote hasta la casa.
Esta era grande y sólida, construida en piedra gris 170 años antes. Parecía un error,
un objeto fuera de lugar en aquella tierra fría y vacía. ¿Quién habría escogido instalarse
allí? ¿Quién desearía labrarse un futuro sobre aquella tierra estéril y pedregosa?
El viejo caserón y el paisaje pavorosamente vacío formaban un escenario similar al
imaginado por Marilyn —quien se dedicaba a escribir novelas de misterio— para situar
uno de sus relatos. Sin embargo, la realidad empezaba a resultar mucho menos
encantadora para la mujer de lo que había sido la ficción para la heroína de la historia.
La gran cocina estaba caliente y resultaba acogedora, después de haber pasado aquel
rato a la intemperie. Marilyn se apoyó en el fregadero para recuperar el aliento e intentó
relajarse. Sin embargo, seguía sintiéndose tensa. Ahora que los niños se habían marchado
a la escuela, la casa parecía anormalmente tranquila. Marilyn sonrió, burlándose de sí
misma. Una semana antes, los niños casi la habían vuelto loca con sus ruidos y peticiones
constantes pero —ahora que, por suerte, estaban lejos seis horas al día, en la escuela— se
sentía terriblemente incómoda e inquieta.
De un extremo a otro, pensó Marilyn. Era la historia de su vida.
Hacía apenas un año, ella y Derek, recién casados, empezaban a hacer vagos planes
para tener un hijo —dos, quizás— «algún día».
Y, precisamente entonces, Joan, la ex esposa de Derek, había decidido que ya llevaba
suficientes años ejerciendo de madre; así, casi antes de que Marilyn tuviera tiempo de
pensárselo, se encontró de pronto con una hija a medio crecer.
Y, muy poco después de ese acontecimiento, cuando Marilyn y Kelly todavía no se
habían tomado plena confianza, había fallecido la hermana viuda de Derek, dejando al
cuidado de éste a sus cuatro hijos.
¡Cinco niños! Probablemente, si le hubieran venido de la manera normal, uno cada
vez con el correspondiente intervalo, no le habrían parecido una carga tan abrumadora.
También habían sido los niños quienes habían hecho casi imposible seguir viviendo
en Nueva York. La casona donde estaban había pertenecido a la familia de Derek desde su
construcción, pero hacía muchos años que nadie vivía en ella. De vez en cuando se
utilizaba como casa de veraneo, pero la comarca no tenía lugares interesantes para gente
de vacaciones: no había lagos ni montañas, y el clima solía ser desapacible. Era un país
inhóspito, un rincón olvidado del estado de Nueva York.
Seguramente resultaría un lugar idóneo para escribir, le habían dicho todos sus
amigos. Una casa antigua, de muros preñados de historia, erguida en un terreno
pedregoso y triste, bajo un cielo impoluto y alejada de los ruidos y distracciones de la
ciudad. Sin embargo, Derek era capaz de escribir en cualquier parte, pues llevaba su
propia atmósfera donde iba, como parte de la disciplina profundamente asimilada.
Marilyn, por su parte, necesitaba los bares, restaurantes, museos, tiendas y bibliotecas de
una gran urbe para llenar las horas en que las palabras no querían afluir a su mente.
El silencio era de pronto opresivo, insoportable. Derek no estaba trabajando. Qurizá
deseaba un poco de conversación. Marilyn atravesó el largo y oscuro pasillo pensando
para sí que la casa necesitaba más apliques y lámparas, además de cuadros en las paredes
y alfombras en los fríos suelos de madera.
Derek estaba sentado tras la gran mesa que le servía de escritorio, limpiando una de
sus sesenta y siete pipas. La alfombra, deshilachada pero de dibujos espléndidos, el fulgor
de la lámpara y los libros que cubrían las paredes hacían que aquella estancia, biblioteca y
despacho de Derek a un tiempo, pareciera más cálida y más confortable que el resto de la
casa.
—¿Te apetece que charlemos? —dijo Marilyn, deteniéndose en el umbral con una
mano en el picaporte.
—Claro, entra. Estoy trabado intentando encontrar una manera de meter al esclavo
protagonista con la dueña de la plantación sin hacer que ésta parezca otra típica
ninfómana.
—Haz que la consuele en un momento de debilidad —respondió Marilyn. Cerró tras
ella la puerta del oscuro pasillo y añadió—: Simplemente, el esclavo está cerca en el
momento en que ella recibe una carta informándole de la muerte de su querido hermano.
Rota de dolor, y como afirmación vital, ella y el esclavo acaban juntos en la cama.
—Muy bien —asintió Derek—. ¿Tienes algún problema que pueda ayudarte a
resolver?
—Ninguno que tenga que ver con la literatura —dijo ella cruzando la estancia hasta
llegar a su lado. Derek pasó un brazo por su cintura—. Me preguntaba si no podríamos
conseguir un caballo para Kelly. He salido a inspeccionar el establo, y está totalmente
cerrado y tapiado con maderos, pero estoy segura de que podríamos entrar y
acondicionarlo. Y tampoco creo que nos costase mucho dinero mantener un caballo o dos.
—O dos... —repitió él. Inclinó la cabeza a un lado y dedicó a Marilyn una mirada
socarrona—. ¿Estás segura de querer utilizar un establo con una historia tan macabra
como ése?
—¿A qué te refieres?
—¿No te he contado nunca cómo murió mi, veamos... tío abuelo; sí, supongo que era
mi tío abuelo, Martín?
Marilyn movió la cabeza en señal de negativa, con aire suspicaz.
—Es una historia de los más increíble.
—Derek...
—Es una historia verídica, te lo prometo. Bueno..., ¿recuerdas mi primera novela de
esclavos?
—¿Cómo podría olvidarla? Sirvió para pagar la luna de miel.
—¿Recuerdas el fragmento en que el malvado amo que tortura por igual a sus
esclavos y a sus caballos acaba muerto finalmente por un semental enloquecido?
—Sí —respondió Marilyn con un gesto de desagrado—. Eso fue un poco excesivo,
opino. Los caballos no son carnívoros.
—Saqué la idea del modo en que murió ese tío abuelo, Martín. Aparentemente, sus
caballos, de los que tenía un establo lleno, se volvieron locos. No sé si realmente llegaron a
comérselo, pero cuando encontraron el cuerpo, todo él estaba totalmente destrozado a
mordiscos. —Derek se movió en su asiento—. No hay noticias de que Martín fuera un
hombre cruel con los animales. Y no maltrataba a sus caballos, sino que los adoraba. En
cambio, no apreciaba a los indios; corría la historia de que el gran establo estaba
construido sobre terrenos sagrados de los indios, quienes en correspondencia a tal acción
lanzaron una maldición sobre Martín y sus caballos.
Marilyn movió la cabeza en señal de negativa.
—Una leyenda más. ¿Cuándo sucedió todo eso?
—Hacia 1880.
—¿Y desde entonces permanece cerrado el establo?
—Supongo que sí. Recuerdo que las pocas veces que Anna y yo veníamos por aquí
de niños, nos fue imposible encontrar el modo de entrar. Imaginábamos historias sobre los
fantasmas de los caballos enloquecidos, encerrados todavía en el establo. Pero como eran
fantasmas, las paredes normales no podían retenerlos y por las noches salían a pastar.
Recuerdo algunas noches en que Anna y yo nos acurrucábamos juntos, convencidos de
haber escuchado el piafar de los fantasmas...
Derek tenía la mirada perdida en el vacío. Al recordar cuánto había querido siempre
a su hermana, a Marilyn le remordió la conciencia haber puesto tantos reparos para
aceptar a los hijos de Anna. Después de todo, ellos eran todo cuanto le había dejado su
hermana.
—¿Así que este lugar está embrujado? —dijo, intentando bromear.
Sin embargo, la voz le salió algo agitada.
—La casa, no —respondió rápidamente Derek—. El tío Martín murió en el establo.
—¿Y tus antepasados que vivieron aquí antes del suceso? ,.No les afectó la maldición
india?
—Bien...
—¡Derek! —replicó ella con ademán admonitorio.
—Está bien, allá va: la primera familia, el primer puñado de miembros de la familia
Hoskins que se estableció aquí terminó asesinado por los indios. Los padres y los dos
sirvientes fueron degollados, y los niños fueron raptados. La casa ardió hasta los
cimientos. Evidentemente, no se trata de la misma casa donde ahora estamos.
—Pero está levantada en el mismo lugar.
—No, exactamente. La casa antigua estaba situada al otro lado del establo, aunque
dudo que entonces existiera tal establo. Anna y yo solíamos jugar entre los cimientos. Una
vez encontré allí un cuchillo, y ella encontró una cajita de latón que contenía cenizas y un
anillo de peltre.
—Pero no encontrasteis nunca fantasmas.
Derek alzó la mirada hacia ella.
—¿Los fantasmas siguen merodeando cuando se quema la casa en que moran?
—Quizás.
—Bien, no vimos ninguno. Quizá esos Hoskins estaban demasiado lejos en el tiempo
para preocuparse. Y tampoco vimos fantasmas indios.
—¿Tampoco aparecieron nunca los fantasmas de los caballos?
—¿Aparecer? —Derek pareció pensativo—. No recuerdo. Quizás. Es curioso lo que
puede olvidarse uno de su infancia. Por muy importante que a uno le pareciera algo
entonces.
—Cuando crecemos, nos hacemos personas diferentes —sentenció Marilyn.
Derek permaneció un instante con la mirada perdida en el vacío, se incorporó y
señaló con un gesto la pared repleta de libros que tenía a su espalda.
—Si te interesa la historia de la familia, ese cuadernillo de tapas verdes de cuero fue
escrito por uno de mis tíos y publicado por una revista de sociedad. En él se remonta la
familia Hoskins hasta los tiempos de Shakespeare, si recuerdo bien. La temporada más
larga que he permanecido aquí hasta ahora fue un verano muy lluvioso, cuando tenía
unos doce años... Parecía que llovería eternamente, y leí en esos días la mayor parte de los
libros de la casa, incluidos éstos.
—Me encantaría leerlos.
—Adelante.
Derek la observó cruzar la sala y correr la escalera de la biblioteca hasta la posición
adecuada.
—¡Oye! —dijo entonces—, ¿no estarás pensando en escribir una novela acerca de mi
familia, verdad?
—No. Tengo curiosidad por descubrir qué perversidad llevó a tu antepasado a
decidir la edificación de la casa precisamente aquí. entre todos los lugares de este
continente.
Marilyn pensó en Jane Eyre mientras se instalaba en el asiento al pie de la ventana,
con las pesadas cortinas cayendo detrás de ella, ocultándola a la vista desde la habitación.
Echó un vistazo a la tierra gris y helada y abrió el primer volumen.
James Hoskins ganó el terreno, en la zona rural al norte del estado de Nueva York, en
una partida de cartas. Marilyn imaginó el disgusto del hombre al poner los ojos en lo que
había ganado, pero era un hombre testarudo y, con frecuencia, desafortunado en el juego.
La tierra quizá no fuera gran cosa, pero era suya, y llevó a su familia y sus pertenencias a
una casa de madera que apenas se sostenía. Con el tiempo, se construiría allí una nueva
casa más permanente, más grande y edificada con roca de la propia zona.
Sin embargo. James Hoskins no llegó a verla construida. En una carta a unos
parientes de Filadelfia, Hostins relataba:
La tierra que he ganado es de gran valor, por lo menos para unos cuantos indios
pobres y derrotados que vagabundean por la región. Dos guerreros vinieron ayer a casa y mi
querida esposa estuvo a punto de echarse a llorar ante sus cuentos de magias poderosas y
espíritus vengativos que habitan estas tierras.
Nos dijeron que nos fuéramos porque se trataba de un gran espíritu, antiguo como las
rocas, contra el que no podía protegemos nuestro Dios. Añadieron que estas tierras no son
buenas para la gente de ninguna raza. Un espíritu (cuyo nombre no debe pronunciarse)
sentó sus reales en esta tierra cuando todavía era nueva, y ahora está maldita. Todo esto
dijeron y muchas cosas más del mismo estilo, una y otra vez, hasta que se me agotó la
paciencia y les dije que sería mejor que se largaran antes de que yo también hiciera magia
poderosa con mi vieja «Betsy».
Aunque mi esposa temblaba de miedo, mi hija pequeña demostró tener más valor que
su madre y prometió que haría pedazos a aquel espíritu pagano y se lo tomaría para cenar.
Eso me hizo reír a carcajadas, y los indios desaparecieron a toda prisa, moviendo las cabezas
en señal de negativa.
Marilyn se preguntó qué habría sido de aquella pequeña fierecilla. ¿La habrían
raptado los indios, admirados de su entereza? Continuando con su lectura, encontró los
detalles de la muerte de los incrédulos Hoskins. Los indios no sólo habían prendido fuego
a la modesta casita de madera, sino que previamente habían hecho una carnicería entre
sus habitantes.
«Les abrieron el vientre y les arrancaron las vísceras con cuchillos de la manera más
violenta, salvaje e inhumana que pueda imaginarse, y todo ello por el pecado de vivir en
una tierra sagrada, dedicada a un espíritu sin nombre.»
Marilyn pensó en el cuchillo que, según Derek, había encontrado cuando era niño.
Algo golpeó el cristal de la ventana y Marilyn levantó la cabeza de golpe,
contemplando el exterior. Había empezado a llover y se estaba levantando un viento que
enviaba pequeñas cortinas de agua contra el cristal.
Observó el paisaje, envuelto ahora por la lluvia, y se preguntó por qué considerarían
sagrada aquella tierra rocosa y desolada. Su mente empezó a pensar vagamente en libros
de antropología que la podrían ayudar; quizás algún trabajo sobre los indios de la región
podría informarle más. La biblioteca de Janeville no tenia gran cosa. Ella había estado allí
y no era más que una sala de reducidas dimensiones llena de novelas históricas y textos de
geología. Sin embargo, la bibliotecaria quizá pudiera conseguirle textos de otras
bibliotecas del estado, o quizás incluso de las bibliotecas universitarias.
Bajó la vista al reloj y advirtió que ya hacía un buen rato que había terminado la
escuela; los niños debían de estar esperando en la parada del autobús con aquel tiempo
tan horrible. Descorrió las pesadas cortinas verdes.
—Derek...
La sala estaba vacía. Derek había salido ya en busca de los niños, pensó Marilyn,
aliviada. Desde luego, Derek se tomaba su tarea de padre con mucho más interés que ella.
Naturalmente, Kelly era hija suya, y Derek había tenido años para acoplarse a la
paternidad. Volvió a preguntarse si sería adecuado comprar aquel caballo para la
muchacha, y deseó que Derek se opusiera a la idea.
Quizá fuera una tontería preocuparse por antiguas maldiciones indias y temer que
un acontecimiento ocurrido hacía tanto tiempo volviera a suceder, pero Marilyn no quería
más caballos en un lugar donde los caballos se habían vuelto locos en una ocasión. Ahora
no existían allí indios ni caballos, y quizás estuvieran a salvo.
Marilyn observó los libros que aún se amontonaban a su lado y se propuso buscar la
sección que hablara de caballos. Sin embargo, se arrepintió inmediatamente después de la
idea. Derek ya le había contado la historia y tendría mucho tiempo para comprobar los
datos en otro instante, cuando no estuviera sola en la casa.
Se puso en pie. Iría a la cocina a hacer algo útil, como preparar un chocolate caliente
y unas tostadas con canela para los niños.
El chillido aún resonaba en sus oídos y vibraba a través de su cuerpo. Marilyn
permaneció tumbada, respirando agitadamente y con la mirada puesta en el techo. ¿Qué
había estado soñando?
De nuevo, el sonido llegó hasta ella amortiguado por la distancia, pero cortante como
una hoja de hielo. No era un sueño; alguien, no muy lejos, estaba gritando.
Marilyn imaginó visualmente la casa en un mapa e intentó decirse a sí misma que no
había sido nada, sólo el graznido de algún ave. Allí fuera, a kilómetros de cualquier parte,
no podía haber nadie gritando; no tenía sentido. Y Derek seguía durmiendo, tranquilo y
relajado. La mujer pensó en despertarle, pero finalmente consideró que no merecía la pena
y se contuvo de hacerlo. Se sentó en la cama. Sería mejor que fuera a ver a los niños, por si
era alguno de ellos quien gritaba a causa de una pesadilla. No se acercó a la ventana,
diciéndose a sí misma que fuera no habría nada que ver.
Encontró a Kelly fuera de la cama, con los brazos cruzados alrededor del cuerpo,
junto a la ventana y contemplando el exterior.
—¿Qué sucede? —preguntó Marilyn.
Kelly no apartó la mirada de la ventana.
—He oído un caballo —dijo la niña en voz baja—. He oído un caballo relinchando, y
me he despertado.
—¿Un caballo?
—Debe de ser un animal salvaje. Si consigo capturarlo y domarlo, ¿podré
quedármelo?
Kelly miró por fin a su alrededor, con los ojos resplandecientes bajo la luz de la luna.
—No creo que...
—¡Por favor!
—Kelly, probablemente sólo ha sido un sueño.
—No. Lo he oído. Me ha despertado. Entonces lo he vuelto a oír. No estoy
imaginando cosas —añadió con voz tensa.
—Entonces, probablemente sea un caballo de alguna de las granjas cercanas.
—No creo que sea de nadie.
Marilyn advirtió de repente lo cansada que estaba. Le dolía todo el cuerpo y no
deseaba discutir con Kelly. Quizás hubiera sido realmente un caballo... Un relincho que
sonara como un grito...
—Vuélvete a la cama, Kelly. Por la mañana tienes que ir a la escuela, y ahora no
puedes hacer nada respecto al caballo.
—Pero iré a buscarlo —respondió Kelly mientras regresaba a su lecho—. Y lo
encontraré.
Cuando salió al pasillo, Marilyn pensó que merecía la pena, ya que estaba levantada,
acudir a observar a los demás niños y asegurarse de que todos estuvieran durmiendo.
Para su sorpresa, todos estaban despiertos. Volvieron hacia ella unos ojos
sobresaltados y soñolientos cuando entró en la habitación y murmuraron fragmentos
inconexos de sus sueños mientras ella los besaba a todos por tumo.
Cuando volvió a la cama, Derek se despertó.
—¿Dónde estabas? —preguntó. Después, volviéndose hacia ella, añadió—: ¡Dios
santo, tienes los pies helados!
—Kelly estaba despierta. Creía haber oído el relinchar de un caballo.
—Ya te lo había dicho —murmuró Derek con vanidosa satisfacción—. Ahí tenemos
otra vez a ese caballo fantasma.
El cielo cubierto amenazaba con descargar una nevada; el día era frío y demasiado
tranquilo. Marilyn se levantó de la mesa donde tenía la máquina de escribir y bajó al piso
inferior con aire de fastidio. La casa estaba en silencio salvo por el lejano repiqueteo de la
máquina de Derek.
—¿Dónde están los niños? —preguntó desde el umbral del despacho.
Derek le dirigió una mirada distraída, con las manos posadas todavía sobre las teclas.
—Creo que han salido todos a limpiar el establo.
—Pero si está cerrado casi herméticamente.
—Humm.
Marilyn suspiró y le dejó. Sentía sobre ella el peso de la responsabilidad de cuidar de
los niños. Ojalá pudieran tenerlos todos los días en la escuela, donde estaban seguros y
fuera de su jurisdicción. Pensó en lo fácilmente que los cuerpecillos de los pequeños
podían resultar heridos o muertos en cualquier accidente. Había tantos peligros, se dijo
mientras descolgaba del armario el abrigo de color de coral. ¿Cómo podía la gente afrontar
la tremenda responsabilidad de tener otras vidas bajo su protección? Era una tarea
imposible.
Los niños habían formado un pequeño pero diligente ejército que entraba y salía del
establo con los brazos cargados de heno, tablones y herramientas. Marilyn buscó a Kelly,
quien dirigía las operaciones desde el umbral de la puerta doble del establo.
—Esa puerta estaba cerrada con un candado —dijo, algo confundida—. ¿Cómo
habéis conseguido...?
—Lo he cortado —respondió Kelly—. En el cuarto de las herramientas había una
sierra para cortar metales. —La niña dirigió una mirada de soslayo hacia Marilyn y añadió
—: Papá dijo que podíamos utilizar cualquier herramienta que encontráramos allí.
Marilyn contempló a la pequeña con aire de inquieto respeto, y después se volvió
hacia donde los demás niños se afanaban, con martillos y con las manos, en quitar los
tablones clavados a las puertas de las caballerizas. La oscuridad del establo quedaba
aliviada por un farol de seguridad colgado de un gancho.
—Quien clausuró este establo hizo el trabajo a conciencia —comentó Kelly—. ¿Tú
sabes por qué?
Marilyn titubeó, y finalmente decidió explicárselo.
—Supongo que le pusieron los tablones debido a las circunstancias en que murió
aquí un antepasado vuestro.
El rostro de Kelly se puso en tensión, sumamente interesada por la revelación.
—¿Murió? ¿Cómo? ¿Asesinado?
—No exactamente. Le mataron sus caballos. Una noche, los animales se volvieron
contra él, nadie supo nunca por qué.
En los ojos de Kelly hubo un destello de sagacidad.
—Debía de ser un hombre malísimo, terriblemente cruel, porque los caballos son
capaces de soportar prácticamente cualquier cosa. Debió de hacerles algo y...
—No. Según parece, no se trataba de una persona malvada.
—Quizá no lo fuera con la gente.
—Hubo quien atribuyó su muerte a una maldición india. La tierra donde se levanta
el establo era, al parecer, sagrada; por ello, algunas personas consideraron su muerte como
una venganza del espíritu que moraba en ella.
—¡Bah! Eso son excusas. Ahora voy a continuar el trabajo, ¿de acuerdo?
Una noche, Marilyn soñó que salía a ensillar un caballo. El establo estaba repleto de
ellos, y todos eran suyos. Eran su orgullo y su placer. En el sueño, la mujer alzaba los
brazos para ponerle las bridas a su favorito, un alazán castrado, cuando de pronto notó,
con una incredulidad que casi la hacía insensible al dolor, unos dientes poderosos que le
mordían en el brazo. Marilyn escuchó el ruido del hueso al quebrarse, vio la carne
desgarrada y, por fin, la sangre...
Al levantar la vista, horrorizada, encontró ante ella los ojos extraños e inyectados en
sangre del caballo.
Un golpe inesperado la lanzó hacia delante, haciéndola caer de cara sobre el polvo y
los restos del pienso y la paja con la respiración entrecortada. Otro de los caballos, su
apacible yegua negra, le había atizado una coz en la espalda. Entonces sintió un dolor
lacerante y desgarrador; cuando por fin consiguió moverse, volvió la cabeza y alcanzó a
ver los grandes dientes amarillentos de los dos caballos, manchados con su sangre, que se
dedicaban a devorarla. Y los de más animales del establo, alrededor de la escena, piafaban
y pateaban en sus caballerizas hasta que, por fin, la madera a la que estaban atados se
astillaba y cedía y acudían en tropel a participar del festín.
A la hora del almuerzo, los niños entraron en la casa parloteando animadamente,
dejando un rastro de fango y nieve sobre el suelo recién colocado. Llevaba toda la mañana
nevando, pero los niños no habían hecho el menor caso de ello. Al contrario de lo que
Marilyn había supuesto, no habían salido a jugar con la nieve con su habitual excitación,
sino que habían pasado la mañana en el establo, como venían haciendo todos los fines de
semana desde hacía una temporada. Según anunciaron, el trabajo estaba casi terminado.
Kelly tomó asiento y echó un poco de sal a su sopa.
—Esperad a ver qué hemos encontrado —dijo con voz entrecortada.
—¿Animal, vegetal o mineral? —preguntó Derek.
—Animal y mineral.
—¿Dónde lo habéis encontrado? —preguntó Marilyn.
El menor de los niños derramó la sopa sobre sus pantalones y se echó a llorar.
Cuando Marilyn volvió a la mesa, todos estaban hablando animadamente sobre el
descubrimiento que habían hecho en el establo. Derek parecía intrigado y los niños
jugaban a mantener el misterio.
—Pero ¿de qué se trata? —preguntó Marilyn.
—Es mejor que lo veáis vosotros mismos. Venid con nosotros después de comer.
Los niños habían trabajado a fondo. La mortecina luz invernal se derramaba por el
interior vacío del establo a través de las puertas entreabiertas de las caballerizas. La paja y
el pienso descompuestos y podridos por el paso del tiempo habían desaparecido y el
suelo, antes cubierto de suciedad y de un par de dedos de polvo, había sido barrido y
fregado hasta quedar limpio como si estuviera por estrenar. El gran dibujo aparecía con
todo detalle, limpio y blanco contra la dura tierra.
No era un caballo. Tras examinarlo de cerca, Marilyn se extrañó de haberlo tomado,
en un primer instante, por un semental salvaje y encabritado. Los caballos tienen pezuñas,
y no talones con tres puntas. Y tampoco tienen una cola de felino, parecida a una
serpiente. También las proporciones del cuerpo del animal eran muy distintas a las de un
caballo, si uno se fijaba bien.
Derek se puso en cuclillas y recorrió con el dedo la silueta del extraño animal. Éste
había sido realizado en yeso, pero era mucho más que un mero dibujo. Los autores debían
de haber grabado unas marcas profundas en el suelo, llenando a continuación los huecos
con algún polvo blanco.
—Me parece que es tiza —confirmó Derek—. Me pregunto qué profundidad tendrán
esas marcas.
Se puso a escarbar con el dedo índice uno de los lados de la gruesa línea blanca.
Kelly se inclinó y le asió del brazo.
—No lo estropees.
—No lo haré, cariño.
Derek alzó la cabeza hacia Marilyn, que todavía estaba algo apartada, contemplando
el grabado.
—Debe de ser la maldición india —musitó.
Intentó sonreír, pero sentía una inquietud que podía derivar en temor en cualquier
instante.
—¿Supones que éste es el aspecto del espíritu que tiene hechizada esta tierra? —
preguntó Derek.
—¿Qué otra cosa, si no?
—En tal caso, es extraño que sea un caballo, en lugar de cualquier animal nativo de
esta zona. Eso significa que la leyenda debió de haber surgido después de la llegada del
hombre blanco...
—Pero esa figura no es la de un caballo —replicó Marilyn—. Fíjate bien.
—No es exactamente un caballo, es cierto —reconoció él, al tiempo que se ponía en
pie y se limpiaba el polvo de las manos—. Pero se parece más a un caballo que a ninguna
otra cosa.
—Tiene un aspecto tan fiero —murmuró Marilyn mientras apartaba la vista,
dirigiéndola al excitado rostro de Kelly—. Muy bien, y ahora que habéis terminado de
limpiar todo esto, ¿qué pensáis hacer?
—Ahora vamos a capturar el caballo.
—¿Qué caballo?
—El salvaje, el que oímos por las noches.
—¡Ah, ése! Bueno, quizás esté ya a muchos kilómetros. Seguramente ya debe de estar
en poder de algún granjero.
Kelly movió la cabeza en señal de negativa.
—Anoche volví a oírlo. Estaba prácticamente pegado a mi ventana, pero cuando me
asomé ya se había ido. Hasta conseguí ver sus huellas en la nieve.
—No estaréis pensando en volver a salir, ¿verdad?
Los niños se volvieron hacia Marilyn con mirada neutra, dispuestos a volverse
hostiles o romper a llorar si se ponía difícil.
—Quiero decir —añadió Marilyn, en tono de disculpa— que ya os habéis pasado
toda la mañana fuera, correteando por ahí. Además, está nevando. ¿Por qué no os estáis
tranquilos un rato, mientras hacéis la digestión? Podéis dedicaros a colorear dibujos, o a
algún juego, y así estaréis en casa, calentitos.
—Ahora no podemos dejarlo —dijo Kelly—. Quizá capturemos al caballo esta tarde.
—¿Y si no lo conseguís? ¿Acaso pensáis salir cada día hasta que lo logréis?
—Exacto —respondió Kelly.
Los demás niños asintieron.
Marilyn se encogió de hombros, accediendo.
—Bueno, pero abrigaros bien. Y no os alejéis demasiado de la casa por si se pone a
nevar con más intensidad. Y no estéis mucho rato fuera, u os helaréis.
Todavía no había terminado de hablar y los niños ya estaban lejos. Marilyn pensó,
desesperada, que los pequeños vivían en otro mundo.
Se preguntó cuánto duraría todo aquello. El proyecto de limpiar el establo contenía
en sí mismo un final definido y concreto, pero Marilyn no creía que los niños pudieran
capturar jamás al caballo que buscaban. Ni siquiera creía que allí fuera, en el campo
nevado, existiera realmente el animal que perseguían, aunque también ella se había
despertado más de una vez a medianoche como resultado de algún sonido agudo y
distante que bien pudiera corresponder al relincho de un caballo.
Marilyn se encaminó al despacho de Derek y se colocó otra vez en el asiento de la
ventana, oculta a la vista de todo gracias a la cortina. La tupida tela de ésta amortiguaba el
constante repiqueteo de la máquina de Derek. La nieve que caía, a su vez, amortiguaba los
detalles del paisaje al otro lado de la ventana. Tomó otro de los pequeños volúmenes
verdes de la historia de la familia y se puso a leer.
«Un mes después de su llegada, Martín Hoskins ya era conocido en Janeville por dos
cosas. Una: porque tenía el proyecto de llevar industrias, riqueza y gente a la montaña del
estado de Nueva York, hasta convertir el pueblecito en una gran urbe. Dos: porque
Hoskins no tenía esposa ni hijos, y todo su orgullo, su pasión y su placer lo constituían sus
seis hermoso caballos.
»Martin conocía la leyenda según la cual sus tierras estaban malditas pero, según
escribió a una joven de Nueva York, "Los indios fueron expulsados de estas tierras hace
mucho, y con ellos sus maldiciones. Estoy seguro de ello pues, ¿qué es una maldición
india sin un cuchillo o una flecha que la respalde?".
»Era cierto que las grandes tribus indias habían sido dispersadas o aniquiladas, pero
aún quedaban por la región algunos pieles rojas andrajosos y sin hogar en el mundo del
hombre blanco. Una mañana, Martín Hoskins encontró a uno de aquellos jóvenes, en otros
tiempos guerreros, camino de Janeville.
»—"Debo advertirle de algo, señor —dijo el harapiento pero orgulloso salvaje—. La
tierra en la que habita es la morada de un espíritu muy poderoso."
»—"Ya he oído ese cuento otras veces —respondió Hoskins, con firmeza pero sin ser
desagradable—, pero no creo en vuestros dioses paganos; no les tengo miedo."
»—"Ese espíritu tampoco es uno de nuestros dioses, pero mi pueblo ha conocido su
existencia y lo ha respetado desde que nuestros antepasados vinieron a poblar esta tierra.
No considere a ese espíritu como un dios, sino como una fuerza..., algo de naturaleza muy
poderosa con lo que no se puede razonar y contra lo que no se puede luchar... Algo así
como una tormenta."
»—"¿Y qué sugieres que haga? —preguntó Hoskins."
»—"Deje este lugar. No intente vivir en estas tierras. El espíritu no puede seguirle si
se va, pero tampoco puede ser expulsado. El espíritu pertenece a esta tierra tanto como la
tierra le pertenece a él."
»—"¡Me estás pidiendo que huya de algo en lo que no creo! —replicó Martín con una
áspera carcajada—. Bien, voy a decirte una cosa: desde luego, creo en la existencia de las
tormentas, pero no huyo de ellas. Soy fuerte. Di: ¿qué podría hacerme ese espíritu?"
»—"Ignoro qué puede hacerle —respondió el piel roja al tiempo que movía la cabeza
con aire apesadumbrado—. Sólo sé que le ofenderá si sigue viviendo en el lugar donde él
habita, y cuanto más le ofenda, más seguro es que le destruirá. No intente cultivar las
tierras y criar animales. Esa tierra sólo reconoce a un amo y no aceptará otro. En ella sólo
puede haber una ley y un amo. Usted debe servir al espíritu, o marcharse."
»—"Yo no sirvo a otro dueño que a mí mismo... o a mi Dios —replicó Martín."»
Marilyn cerró el libro sin querer leer el inevitable y terrible final de Martin. Éste
criaba y cuidaba animales, pensó la mujer distraídamente. ¿Y si se hubiera dedicado a la
agricultura? ¿Cómo habría hecho entonces el espíritu para destruirle?
Se asomó a la ventana y vio con alivio que los niños estaban jugando en el exterior.
Finalmente, habían abandonado la persecución del caballo, pensó. Se preguntó cuál sería
el juego al que se dedicaban en aquel instante. ¿Era quizás el de «seguir al rey»? ¿O
estaban bailando una danza india? De pronto, al verles patear el suelo al tiempo que
alzaban la cabeza, reconoció lo que los niños estaban interpretando. Jugaban a imitar a los
caballos.
Marilyn despertó súbitamente en plena noche, atenta a los ruidos. Su cuerpo se
enderezó, con la boca seca y el corazón latiendo demasiado sonoramente. Volvió a
escuchar el salvaje y enloquecido relinchar de un caballo. Ya lo había oído otras noches,
pero jamás tan cerca ni con un sonido tan humano.
Saltó de la cama y se puso a temblar violentamente cuando sus pies tocaron el suelo
frío y desnudo y el viento helado envió ráfagas como agujas afiladas sobre sus brazos al
aire. Se acercó a la ventana, descorrió la cortina y se asomó al exterior.
La noche era serena y clara. A la luna no le faltaba más que unos pocos grados para
completar la redondez de su disco, que refulgía en el firmamento aterciopelado, limpio de
nubes y tachonado de estrellas. Un grupo de pequeñas figuras estaba bailando sobre el
suelo nevado, saltando, haciendo cabriolas y levantando puñados de nieve mediante
patadas. De vez en cuando, una de las figuras emitía un grito espeluznante, mezcla de
relincho de caballo y de lamento humano. Marilyn notó que se le erizaban los cabellos al
reconocer las figuras que, bajo la ventana, danzaban como marionetas: eran los niños.
Estuvo tentada de correr nuevamente la cortina y volver a la cama sin decir ni hacer
nada, de seguir actuando como si no hubiera sucedido nada anormal. Sin embargo,
aquellos niños eran ahora sus hijos, y no podía permitirse actuar con tamaña
irresponsabilidad.
La ventana chirrió cuando intentaba abrirla, y el leve sonido hizo que los niños
detuvieran su danza. Todos ellos se volvieron al unísono hacia la ventana y fijaron sus
miradas en Marilyn.
Ella contuvo la respiración mientras contemplaba sus pequeños rostros, vueltos hacia
la ventana. El silencio era absoluto, como si aquel instante hubiera quedado congelado
dentro de un bloque de hielo. Marilyn no podía hablar; no se le ocurría qué decir.
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CABALLO
Lisa Tuttle
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La puerta doble del establo estaba cerrada con una cadena gruesa y oxidada,
asegurada con un viejo candado.
Marilyn sostuvo el candado con una mano mientras daba un tirón de la cadena, que
no cedió. Se quedó mirando los tablones astillados de madera grisácea y se preguntó cómo
habían conseguido entrar los niños.
Mientras se limpiaba las manos, llenas de un polvo rojizo, Marilyn recorrió
lentamente el tabique lateral del viejo establo. Bajo sus pies, enfundados en unas botas,
crujieron las hojas muertas y las hierbas secas y la mujer encogió los hombros contra el
viento helado.
—Hay mucho espacio para caballos —había dicho Kelly la noche anterior durante la
cena—. Es un establo perfecto. No se puede decir que no sea práctico tener un caballo ahí.
Kelly era hija de Derek, tenía once años y estaba loca por los caballos.
Aquel establo, pensó Marilyn. había sido utilizado como caballeriza y podía
recuperar tal función, ¿por qué no comprarle un caballo a Kelly? ¿Y por qué no comprarse
otro ella misma? De joven, Marilyn solía ir a montar a Central Park. Contempló la longitud
del establo y advirtió que, por alguna razón desconocida, la puerta de cada caballeriza
estaba cerrada a conciencia con tablones clavados.
La mujer advirtió que estaba temblando y terminó la vuelta al establo con paso
apresurado, para luego regresar al trote hasta la casa.
Esta era grande y sólida, construida en piedra gris 170 años antes. Parecía un error,
un objeto fuera de lugar en aquella tierra fría y vacía. ¿Quién habría escogido instalarse
allí? ¿Quién desearía labrarse un futuro sobre aquella tierra estéril y pedregosa?
El viejo caserón y el paisaje pavorosamente vacío formaban un escenario similar al
imaginado por Marilyn —quien se dedicaba a escribir novelas de misterio— para situar
uno de sus relatos. Sin embargo, la realidad empezaba a resultar mucho menos
encantadora para la mujer de lo que había sido la ficción para la heroína de la historia.
La gran cocina estaba caliente y resultaba acogedora, después de haber pasado aquel
rato a la intemperie. Marilyn se apoyó en el fregadero para recuperar el aliento e intentó
relajarse. Sin embargo, seguía sintiéndose tensa. Ahora que los niños se habían marchado
a la escuela, la casa parecía anormalmente tranquila. Marilyn sonrió, burlándose de sí
misma. Una semana antes, los niños casi la habían vuelto loca con sus ruidos y peticiones
constantes pero —ahora que, por suerte, estaban lejos seis horas al día, en la escuela— se
sentía terriblemente incómoda e inquieta.
De un extremo a otro, pensó Marilyn. Era la historia de su vida.
Hacía apenas un año, ella y Derek, recién casados, empezaban a hacer vagos planes
para tener un hijo —dos, quizás— «algún día».
Y, precisamente entonces, Joan, la ex esposa de Derek, había decidido que ya llevaba
suficientes años ejerciendo de madre; así, casi antes de que Marilyn tuviera tiempo de
pensárselo, se encontró de pronto con una hija a medio crecer.
Y, muy poco después de ese acontecimiento, cuando Marilyn y Kelly todavía no se
habían tomado plena confianza, había fallecido la hermana viuda de Derek, dejando al
cuidado de éste a sus cuatro hijos.
¡Cinco niños! Probablemente, si le hubieran venido de la manera normal, uno cada
vez con el correspondiente intervalo, no le habrían parecido una carga tan abrumadora.
También habían sido los niños quienes habían hecho casi imposible seguir viviendo
en Nueva York. La casona donde estaban había pertenecido a la familia de Derek desde su
construcción, pero hacía muchos años que nadie vivía en ella. De vez en cuando se
utilizaba como casa de veraneo, pero la comarca no tenía lugares interesantes para gente
de vacaciones: no había lagos ni montañas, y el clima solía ser desapacible. Era un país
inhóspito, un rincón olvidado del estado de Nueva York.
Seguramente resultaría un lugar idóneo para escribir, le habían dicho todos sus
amigos. Una casa antigua, de muros preñados de historia, erguida en un terreno
pedregoso y triste, bajo un cielo impoluto y alejada de los ruidos y distracciones de la
ciudad. Sin embargo, Derek era capaz de escribir en cualquier parte, pues llevaba su
propia atmósfera donde iba, como parte de la disciplina profundamente asimilada.
Marilyn, por su parte, necesitaba los bares, restaurantes, museos, tiendas y bibliotecas de
una gran urbe para llenar las horas en que las palabras no querían afluir a su mente.
El silencio era de pronto opresivo, insoportable. Derek no estaba trabajando. Qurizá
deseaba un poco de conversación. Marilyn atravesó el largo y oscuro pasillo pensando
para sí que la casa necesitaba más apliques y lámparas, además de cuadros en las paredes
y alfombras en los fríos suelos de madera.
Derek estaba sentado tras la gran mesa que le servía de escritorio, limpiando una de
sus sesenta y siete pipas. La alfombra, deshilachada pero de dibujos espléndidos, el fulgor
de la lámpara y los libros que cubrían las paredes hacían que aquella estancia, biblioteca y
despacho de Derek a un tiempo, pareciera más cálida y más confortable que el resto de la
casa.
—¿Te apetece que charlemos? —dijo Marilyn, deteniéndose en el umbral con una
mano en el picaporte.
—Claro, entra. Estoy trabado intentando encontrar una manera de meter al esclavo
protagonista con la dueña de la plantación sin hacer que ésta parezca otra típica
ninfómana.
—Haz que la consuele en un momento de debilidad —respondió Marilyn. Cerró tras
ella la puerta del oscuro pasillo y añadió—: Simplemente, el esclavo está cerca en el
momento en que ella recibe una carta informándole de la muerte de su querido hermano.
Rota de dolor, y como afirmación vital, ella y el esclavo acaban juntos en la cama.
—Muy bien —asintió Derek—. ¿Tienes algún problema que pueda ayudarte a
resolver?
—Ninguno que tenga que ver con la literatura —dijo ella cruzando la estancia hasta
llegar a su lado. Derek pasó un brazo por su cintura—. Me preguntaba si no podríamos
conseguir un caballo para Kelly. He salido a inspeccionar el establo, y está totalmente
cerrado y tapiado con maderos, pero estoy segura de que podríamos entrar y
acondicionarlo. Y tampoco creo que nos costase mucho dinero mantener un caballo o dos.
—O dos... —repitió él. Inclinó la cabeza a un lado y dedicó a Marilyn una mirada
socarrona—. ¿Estás segura de querer utilizar un establo con una historia tan macabra
como ése?
—¿A qué te refieres?
—¿No te he contado nunca cómo murió mi, veamos... tío abuelo; sí, supongo que era
mi tío abuelo, Martín?
Marilyn movió la cabeza en señal de negativa, con aire suspicaz.
—Es una historia de los más increíble.
—Derek...
—Es una historia verídica, te lo prometo. Bueno..., ¿recuerdas mi primera novela de
esclavos?
—¿Cómo podría olvidarla? Sirvió para pagar la luna de miel.
—¿Recuerdas el fragmento en que el malvado amo que tortura por igual a sus
esclavos y a sus caballos acaba muerto finalmente por un semental enloquecido?
—Sí —respondió Marilyn con un gesto de desagrado—. Eso fue un poco excesivo,
opino. Los caballos no son carnívoros.
—Saqué la idea del modo en que murió ese tío abuelo, Martín. Aparentemente, sus
caballos, de los que tenía un establo lleno, se volvieron locos. No sé si realmente llegaron a
comérselo, pero cuando encontraron el cuerpo, todo él estaba totalmente destrozado a
mordiscos. —Derek se movió en su asiento—. No hay noticias de que Martín fuera un
hombre cruel con los animales. Y no maltrataba a sus caballos, sino que los adoraba. En
cambio, no apreciaba a los indios; corría la historia de que el gran establo estaba
construido sobre terrenos sagrados de los indios, quienes en correspondencia a tal acción
lanzaron una maldición sobre Martín y sus caballos.
Marilyn movió la cabeza en señal de negativa.
—Una leyenda más. ¿Cuándo sucedió todo eso?
—Hacia 1880.
—¿Y desde entonces permanece cerrado el establo?
—Supongo que sí. Recuerdo que las pocas veces que Anna y yo veníamos por aquí
de niños, nos fue imposible encontrar el modo de entrar. Imaginábamos historias sobre los
fantasmas de los caballos enloquecidos, encerrados todavía en el establo. Pero como eran
fantasmas, las paredes normales no podían retenerlos y por las noches salían a pastar.
Recuerdo algunas noches en que Anna y yo nos acurrucábamos juntos, convencidos de
haber escuchado el piafar de los fantasmas...
Derek tenía la mirada perdida en el vacío. Al recordar cuánto había querido siempre
a su hermana, a Marilyn le remordió la conciencia haber puesto tantos reparos para
aceptar a los hijos de Anna. Después de todo, ellos eran todo cuanto le había dejado su
hermana.
—¿Así que este lugar está embrujado? —dijo, intentando bromear.
Sin embargo, la voz le salió algo agitada.
—La casa, no —respondió rápidamente Derek—. El tío Martín murió en el establo.
—¿Y tus antepasados que vivieron aquí antes del suceso? ,.No les afectó la maldición
india?
—Bien...
—¡Derek! —replicó ella con ademán admonitorio.
—Está bien, allá va: la primera familia, el primer puñado de miembros de la familia
Hoskins que se estableció aquí terminó asesinado por los indios. Los padres y los dos
sirvientes fueron degollados, y los niños fueron raptados. La casa ardió hasta los
cimientos. Evidentemente, no se trata de la misma casa donde ahora estamos.
—Pero está levantada en el mismo lugar.
—No, exactamente. La casa antigua estaba situada al otro lado del establo, aunque
dudo que entonces existiera tal establo. Anna y yo solíamos jugar entre los cimientos. Una
vez encontré allí un cuchillo, y ella encontró una cajita de latón que contenía cenizas y un
anillo de peltre.
—Pero no encontrasteis nunca fantasmas.
Derek alzó la mirada hacia ella.
—¿Los fantasmas siguen merodeando cuando se quema la casa en que moran?
—Quizás.
—Bien, no vimos ninguno. Quizá esos Hoskins estaban demasiado lejos en el tiempo
para preocuparse. Y tampoco vimos fantasmas indios.
—¿Tampoco aparecieron nunca los fantasmas de los caballos?
—¿Aparecer? —Derek pareció pensativo—. No recuerdo. Quizás. Es curioso lo que
puede olvidarse uno de su infancia. Por muy importante que a uno le pareciera algo
entonces.
—Cuando crecemos, nos hacemos personas diferentes —sentenció Marilyn.
Derek permaneció un instante con la mirada perdida en el vacío, se incorporó y
señaló con un gesto la pared repleta de libros que tenía a su espalda.
—Si te interesa la historia de la familia, ese cuadernillo de tapas verdes de cuero fue
escrito por uno de mis tíos y publicado por una revista de sociedad. En él se remonta la
familia Hoskins hasta los tiempos de Shakespeare, si recuerdo bien. La temporada más
larga que he permanecido aquí hasta ahora fue un verano muy lluvioso, cuando tenía
unos doce años... Parecía que llovería eternamente, y leí en esos días la mayor parte de los
libros de la casa, incluidos éstos.
—Me encantaría leerlos.
—Adelante.
Derek la observó cruzar la sala y correr la escalera de la biblioteca hasta la posición
adecuada.
—¡Oye! —dijo entonces—, ¿no estarás pensando en escribir una novela acerca de mi
familia, verdad?
—No. Tengo curiosidad por descubrir qué perversidad llevó a tu antepasado a
decidir la edificación de la casa precisamente aquí. entre todos los lugares de este
continente.
Marilyn pensó en Jane Eyre mientras se instalaba en el asiento al pie de la ventana,
con las pesadas cortinas cayendo detrás de ella, ocultándola a la vista desde la habitación.
Echó un vistazo a la tierra gris y helada y abrió el primer volumen.
James Hoskins ganó el terreno, en la zona rural al norte del estado de Nueva York, en
una partida de cartas. Marilyn imaginó el disgusto del hombre al poner los ojos en lo que
había ganado, pero era un hombre testarudo y, con frecuencia, desafortunado en el juego.
La tierra quizá no fuera gran cosa, pero era suya, y llevó a su familia y sus pertenencias a
una casa de madera que apenas se sostenía. Con el tiempo, se construiría allí una nueva
casa más permanente, más grande y edificada con roca de la propia zona.
Sin embargo. James Hoskins no llegó a verla construida. En una carta a unos
parientes de Filadelfia, Hostins relataba:
La tierra que he ganado es de gran valor, por lo menos para unos cuantos indios
pobres y derrotados que vagabundean por la región. Dos guerreros vinieron ayer a casa y mi
querida esposa estuvo a punto de echarse a llorar ante sus cuentos de magias poderosas y
espíritus vengativos que habitan estas tierras.
Nos dijeron que nos fuéramos porque se trataba de un gran espíritu, antiguo como las
rocas, contra el que no podía protegemos nuestro Dios. Añadieron que estas tierras no son
buenas para la gente de ninguna raza. Un espíritu (cuyo nombre no debe pronunciarse)
sentó sus reales en esta tierra cuando todavía era nueva, y ahora está maldita. Todo esto
dijeron y muchas cosas más del mismo estilo, una y otra vez, hasta que se me agotó la
paciencia y les dije que sería mejor que se largaran antes de que yo también hiciera magia
poderosa con mi vieja «Betsy».
Aunque mi esposa temblaba de miedo, mi hija pequeña demostró tener más valor que
su madre y prometió que haría pedazos a aquel espíritu pagano y se lo tomaría para cenar.
Eso me hizo reír a carcajadas, y los indios desaparecieron a toda prisa, moviendo las cabezas
en señal de negativa.
Marilyn se preguntó qué habría sido de aquella pequeña fierecilla. ¿La habrían
raptado los indios, admirados de su entereza? Continuando con su lectura, encontró los
detalles de la muerte de los incrédulos Hoskins. Los indios no sólo habían prendido fuego
a la modesta casita de madera, sino que previamente habían hecho una carnicería entre
sus habitantes.
«Les abrieron el vientre y les arrancaron las vísceras con cuchillos de la manera más
violenta, salvaje e inhumana que pueda imaginarse, y todo ello por el pecado de vivir en
una tierra sagrada, dedicada a un espíritu sin nombre.»
Marilyn pensó en el cuchillo que, según Derek, había encontrado cuando era niño.
Algo golpeó el cristal de la ventana y Marilyn levantó la cabeza de golpe,
contemplando el exterior. Había empezado a llover y se estaba levantando un viento que
enviaba pequeñas cortinas de agua contra el cristal.
Observó el paisaje, envuelto ahora por la lluvia, y se preguntó por qué considerarían
sagrada aquella tierra rocosa y desolada. Su mente empezó a pensar vagamente en libros
de antropología que la podrían ayudar; quizás algún trabajo sobre los indios de la región
podría informarle más. La biblioteca de Janeville no tenia gran cosa. Ella había estado allí
y no era más que una sala de reducidas dimensiones llena de novelas históricas y textos de
geología. Sin embargo, la bibliotecaria quizá pudiera conseguirle textos de otras
bibliotecas del estado, o quizás incluso de las bibliotecas universitarias.
Bajó la vista al reloj y advirtió que ya hacía un buen rato que había terminado la
escuela; los niños debían de estar esperando en la parada del autobús con aquel tiempo
tan horrible. Descorrió las pesadas cortinas verdes.
—Derek...
La sala estaba vacía. Derek había salido ya en busca de los niños, pensó Marilyn,
aliviada. Desde luego, Derek se tomaba su tarea de padre con mucho más interés que ella.
Naturalmente, Kelly era hija suya, y Derek había tenido años para acoplarse a la
paternidad. Volvió a preguntarse si sería adecuado comprar aquel caballo para la
muchacha, y deseó que Derek se opusiera a la idea.
Quizá fuera una tontería preocuparse por antiguas maldiciones indias y temer que
un acontecimiento ocurrido hacía tanto tiempo volviera a suceder, pero Marilyn no quería
más caballos en un lugar donde los caballos se habían vuelto locos en una ocasión. Ahora
no existían allí indios ni caballos, y quizás estuvieran a salvo.
Marilyn observó los libros que aún se amontonaban a su lado y se propuso buscar la
sección que hablara de caballos. Sin embargo, se arrepintió inmediatamente después de la
idea. Derek ya le había contado la historia y tendría mucho tiempo para comprobar los
datos en otro instante, cuando no estuviera sola en la casa.
Se puso en pie. Iría a la cocina a hacer algo útil, como preparar un chocolate caliente
y unas tostadas con canela para los niños.
El chillido aún resonaba en sus oídos y vibraba a través de su cuerpo. Marilyn
permaneció tumbada, respirando agitadamente y con la mirada puesta en el techo. ¿Qué
había estado soñando?
De nuevo, el sonido llegó hasta ella amortiguado por la distancia, pero cortante como
una hoja de hielo. No era un sueño; alguien, no muy lejos, estaba gritando.
Marilyn imaginó visualmente la casa en un mapa e intentó decirse a sí misma que no
había sido nada, sólo el graznido de algún ave. Allí fuera, a kilómetros de cualquier parte,
no podía haber nadie gritando; no tenía sentido. Y Derek seguía durmiendo, tranquilo y
relajado. La mujer pensó en despertarle, pero finalmente consideró que no merecía la pena
y se contuvo de hacerlo. Se sentó en la cama. Sería mejor que fuera a ver a los niños, por si
era alguno de ellos quien gritaba a causa de una pesadilla. No se acercó a la ventana,
diciéndose a sí misma que fuera no habría nada que ver.
Encontró a Kelly fuera de la cama, con los brazos cruzados alrededor del cuerpo,
junto a la ventana y contemplando el exterior.
—¿Qué sucede? —preguntó Marilyn.
Kelly no apartó la mirada de la ventana.
—He oído un caballo —dijo la niña en voz baja—. He oído un caballo relinchando, y
me he despertado.
—¿Un caballo?
—Debe de ser un animal salvaje. Si consigo capturarlo y domarlo, ¿podré
quedármelo?
Kelly miró por fin a su alrededor, con los ojos resplandecientes bajo la luz de la luna.
—No creo que...
—¡Por favor!
—Kelly, probablemente sólo ha sido un sueño.
—No. Lo he oído. Me ha despertado. Entonces lo he vuelto a oír. No estoy
imaginando cosas —añadió con voz tensa.
—Entonces, probablemente sea un caballo de alguna de las granjas cercanas.
—No creo que sea de nadie.
Marilyn advirtió de repente lo cansada que estaba. Le dolía todo el cuerpo y no
deseaba discutir con Kelly. Quizás hubiera sido realmente un caballo... Un relincho que
sonara como un grito...
—Vuélvete a la cama, Kelly. Por la mañana tienes que ir a la escuela, y ahora no
puedes hacer nada respecto al caballo.
—Pero iré a buscarlo —respondió Kelly mientras regresaba a su lecho—. Y lo
encontraré.
Cuando salió al pasillo, Marilyn pensó que merecía la pena, ya que estaba levantada,
acudir a observar a los demás niños y asegurarse de que todos estuvieran durmiendo.
Para su sorpresa, todos estaban despiertos. Volvieron hacia ella unos ojos
sobresaltados y soñolientos cuando entró en la habitación y murmuraron fragmentos
inconexos de sus sueños mientras ella los besaba a todos por tumo.
Cuando volvió a la cama, Derek se despertó.
—¿Dónde estabas? —preguntó. Después, volviéndose hacia ella, añadió—: ¡Dios
santo, tienes los pies helados!
—Kelly estaba despierta. Creía haber oído el relinchar de un caballo.
—Ya te lo había dicho —murmuró Derek con vanidosa satisfacción—. Ahí tenemos
otra vez a ese caballo fantasma.
El cielo cubierto amenazaba con descargar una nevada; el día era frío y demasiado
tranquilo. Marilyn se levantó de la mesa donde tenía la máquina de escribir y bajó al piso
inferior con aire de fastidio. La casa estaba en silencio salvo por el lejano repiqueteo de la
máquina de Derek.
—¿Dónde están los niños? —preguntó desde el umbral del despacho.
Derek le dirigió una mirada distraída, con las manos posadas todavía sobre las teclas.
—Creo que han salido todos a limpiar el establo.
—Pero si está cerrado casi herméticamente.
—Humm.
Marilyn suspiró y le dejó. Sentía sobre ella el peso de la responsabilidad de cuidar de
los niños. Ojalá pudieran tenerlos todos los días en la escuela, donde estaban seguros y
fuera de su jurisdicción. Pensó en lo fácilmente que los cuerpecillos de los pequeños
podían resultar heridos o muertos en cualquier accidente. Había tantos peligros, se dijo
mientras descolgaba del armario el abrigo de color de coral. ¿Cómo podía la gente afrontar
la tremenda responsabilidad de tener otras vidas bajo su protección? Era una tarea
imposible.
Los niños habían formado un pequeño pero diligente ejército que entraba y salía del
establo con los brazos cargados de heno, tablones y herramientas. Marilyn buscó a Kelly,
quien dirigía las operaciones desde el umbral de la puerta doble del establo.
—Esa puerta estaba cerrada con un candado —dijo, algo confundida—. ¿Cómo
habéis conseguido...?
—Lo he cortado —respondió Kelly—. En el cuarto de las herramientas había una
sierra para cortar metales. —La niña dirigió una mirada de soslayo hacia Marilyn y añadió
—: Papá dijo que podíamos utilizar cualquier herramienta que encontráramos allí.
Marilyn contempló a la pequeña con aire de inquieto respeto, y después se volvió
hacia donde los demás niños se afanaban, con martillos y con las manos, en quitar los
tablones clavados a las puertas de las caballerizas. La oscuridad del establo quedaba
aliviada por un farol de seguridad colgado de un gancho.
—Quien clausuró este establo hizo el trabajo a conciencia —comentó Kelly—. ¿Tú
sabes por qué?
Marilyn titubeó, y finalmente decidió explicárselo.
—Supongo que le pusieron los tablones debido a las circunstancias en que murió
aquí un antepasado vuestro.
El rostro de Kelly se puso en tensión, sumamente interesada por la revelación.
—¿Murió? ¿Cómo? ¿Asesinado?
—No exactamente. Le mataron sus caballos. Una noche, los animales se volvieron
contra él, nadie supo nunca por qué.
En los ojos de Kelly hubo un destello de sagacidad.
—Debía de ser un hombre malísimo, terriblemente cruel, porque los caballos son
capaces de soportar prácticamente cualquier cosa. Debió de hacerles algo y...
—No. Según parece, no se trataba de una persona malvada.
—Quizá no lo fuera con la gente.
—Hubo quien atribuyó su muerte a una maldición india. La tierra donde se levanta
el establo era, al parecer, sagrada; por ello, algunas personas consideraron su muerte como
una venganza del espíritu que moraba en ella.
—¡Bah! Eso son excusas. Ahora voy a continuar el trabajo, ¿de acuerdo?
Una noche, Marilyn soñó que salía a ensillar un caballo. El establo estaba repleto de
ellos, y todos eran suyos. Eran su orgullo y su placer. En el sueño, la mujer alzaba los
brazos para ponerle las bridas a su favorito, un alazán castrado, cuando de pronto notó,
con una incredulidad que casi la hacía insensible al dolor, unos dientes poderosos que le
mordían en el brazo. Marilyn escuchó el ruido del hueso al quebrarse, vio la carne
desgarrada y, por fin, la sangre...
Al levantar la vista, horrorizada, encontró ante ella los ojos extraños e inyectados en
sangre del caballo.
Un golpe inesperado la lanzó hacia delante, haciéndola caer de cara sobre el polvo y
los restos del pienso y la paja con la respiración entrecortada. Otro de los caballos, su
apacible yegua negra, le había atizado una coz en la espalda. Entonces sintió un dolor
lacerante y desgarrador; cuando por fin consiguió moverse, volvió la cabeza y alcanzó a
ver los grandes dientes amarillentos de los dos caballos, manchados con su sangre, que se
dedicaban a devorarla. Y los de más animales del establo, alrededor de la escena, piafaban
y pateaban en sus caballerizas hasta que, por fin, la madera a la que estaban atados se
astillaba y cedía y acudían en tropel a participar del festín.
A la hora del almuerzo, los niños entraron en la casa parloteando animadamente,
dejando un rastro de fango y nieve sobre el suelo recién colocado. Llevaba toda la mañana
nevando, pero los niños no habían hecho el menor caso de ello. Al contrario de lo que
Marilyn había supuesto, no habían salido a jugar con la nieve con su habitual excitación,
sino que habían pasado la mañana en el establo, como venían haciendo todos los fines de
semana desde hacía una temporada. Según anunciaron, el trabajo estaba casi terminado.
Kelly tomó asiento y echó un poco de sal a su sopa.
—Esperad a ver qué hemos encontrado —dijo con voz entrecortada.
—¿Animal, vegetal o mineral? —preguntó Derek.
—Animal y mineral.
—¿Dónde lo habéis encontrado? —preguntó Marilyn.
El menor de los niños derramó la sopa sobre sus pantalones y se echó a llorar.
Cuando Marilyn volvió a la mesa, todos estaban hablando animadamente sobre el
descubrimiento que habían hecho en el establo. Derek parecía intrigado y los niños
jugaban a mantener el misterio.
—Pero ¿de qué se trata? —preguntó Marilyn.
—Es mejor que lo veáis vosotros mismos. Venid con nosotros después de comer.
Los niños habían trabajado a fondo. La mortecina luz invernal se derramaba por el
interior vacío del establo a través de las puertas entreabiertas de las caballerizas. La paja y
el pienso descompuestos y podridos por el paso del tiempo habían desaparecido y el
suelo, antes cubierto de suciedad y de un par de dedos de polvo, había sido barrido y
fregado hasta quedar limpio como si estuviera por estrenar. El gran dibujo aparecía con
todo detalle, limpio y blanco contra la dura tierra.
No era un caballo. Tras examinarlo de cerca, Marilyn se extrañó de haberlo tomado,
en un primer instante, por un semental salvaje y encabritado. Los caballos tienen pezuñas,
y no talones con tres puntas. Y tampoco tienen una cola de felino, parecida a una
serpiente. También las proporciones del cuerpo del animal eran muy distintas a las de un
caballo, si uno se fijaba bien.
Derek se puso en cuclillas y recorrió con el dedo la silueta del extraño animal. Éste
había sido realizado en yeso, pero era mucho más que un mero dibujo. Los autores debían
de haber grabado unas marcas profundas en el suelo, llenando a continuación los huecos
con algún polvo blanco.
—Me parece que es tiza —confirmó Derek—. Me pregunto qué profundidad tendrán
esas marcas.
Se puso a escarbar con el dedo índice uno de los lados de la gruesa línea blanca.
Kelly se inclinó y le asió del brazo.
—No lo estropees.
—No lo haré, cariño.
Derek alzó la cabeza hacia Marilyn, que todavía estaba algo apartada, contemplando
el grabado.
—Debe de ser la maldición india —musitó.
Intentó sonreír, pero sentía una inquietud que podía derivar en temor en cualquier
instante.
—¿Supones que éste es el aspecto del espíritu que tiene hechizada esta tierra? —
preguntó Derek.
—¿Qué otra cosa, si no?
—En tal caso, es extraño que sea un caballo, en lugar de cualquier animal nativo de
esta zona. Eso significa que la leyenda debió de haber surgido después de la llegada del
hombre blanco...
—Pero esa figura no es la de un caballo —replicó Marilyn—. Fíjate bien.
—No es exactamente un caballo, es cierto —reconoció él, al tiempo que se ponía en
pie y se limpiaba el polvo de las manos—. Pero se parece más a un caballo que a ninguna
otra cosa.
—Tiene un aspecto tan fiero —murmuró Marilyn mientras apartaba la vista,
dirigiéndola al excitado rostro de Kelly—. Muy bien, y ahora que habéis terminado de
limpiar todo esto, ¿qué pensáis hacer?
—Ahora vamos a capturar el caballo.
—¿Qué caballo?
—El salvaje, el que oímos por las noches.
—¡Ah, ése! Bueno, quizás esté ya a muchos kilómetros. Seguramente ya debe de estar
en poder de algún granjero.
Kelly movió la cabeza en señal de negativa.
—Anoche volví a oírlo. Estaba prácticamente pegado a mi ventana, pero cuando me
asomé ya se había ido. Hasta conseguí ver sus huellas en la nieve.
—No estaréis pensando en volver a salir, ¿verdad?
Los niños se volvieron hacia Marilyn con mirada neutra, dispuestos a volverse
hostiles o romper a llorar si se ponía difícil.
—Quiero decir —añadió Marilyn, en tono de disculpa— que ya os habéis pasado
toda la mañana fuera, correteando por ahí. Además, está nevando. ¿Por qué no os estáis
tranquilos un rato, mientras hacéis la digestión? Podéis dedicaros a colorear dibujos, o a
algún juego, y así estaréis en casa, calentitos.
—Ahora no podemos dejarlo —dijo Kelly—. Quizá capturemos al caballo esta tarde.
—¿Y si no lo conseguís? ¿Acaso pensáis salir cada día hasta que lo logréis?
—Exacto —respondió Kelly.
Los demás niños asintieron.
Marilyn se encogió de hombros, accediendo.
—Bueno, pero abrigaros bien. Y no os alejéis demasiado de la casa por si se pone a
nevar con más intensidad. Y no estéis mucho rato fuera, u os helaréis.
Todavía no había terminado de hablar y los niños ya estaban lejos. Marilyn pensó,
desesperada, que los pequeños vivían en otro mundo.
Se preguntó cuánto duraría todo aquello. El proyecto de limpiar el establo contenía
en sí mismo un final definido y concreto, pero Marilyn no creía que los niños pudieran
capturar jamás al caballo que buscaban. Ni siquiera creía que allí fuera, en el campo
nevado, existiera realmente el animal que perseguían, aunque también ella se había
despertado más de una vez a medianoche como resultado de algún sonido agudo y
distante que bien pudiera corresponder al relincho de un caballo.
Marilyn se encaminó al despacho de Derek y se colocó otra vez en el asiento de la
ventana, oculta a la vista de todo gracias a la cortina. La tupida tela de ésta amortiguaba el
constante repiqueteo de la máquina de Derek. La nieve que caía, a su vez, amortiguaba los
detalles del paisaje al otro lado de la ventana. Tomó otro de los pequeños volúmenes
verdes de la historia de la familia y se puso a leer.
«Un mes después de su llegada, Martín Hoskins ya era conocido en Janeville por dos
cosas. Una: porque tenía el proyecto de llevar industrias, riqueza y gente a la montaña del
estado de Nueva York, hasta convertir el pueblecito en una gran urbe. Dos: porque
Hoskins no tenía esposa ni hijos, y todo su orgullo, su pasión y su placer lo constituían sus
seis hermoso caballos.
»Martin conocía la leyenda según la cual sus tierras estaban malditas pero, según
escribió a una joven de Nueva York, "Los indios fueron expulsados de estas tierras hace
mucho, y con ellos sus maldiciones. Estoy seguro de ello pues, ¿qué es una maldición
india sin un cuchillo o una flecha que la respalde?".
»Era cierto que las grandes tribus indias habían sido dispersadas o aniquiladas, pero
aún quedaban por la región algunos pieles rojas andrajosos y sin hogar en el mundo del
hombre blanco. Una mañana, Martín Hoskins encontró a uno de aquellos jóvenes, en otros
tiempos guerreros, camino de Janeville.
»—"Debo advertirle de algo, señor —dijo el harapiento pero orgulloso salvaje—. La
tierra en la que habita es la morada de un espíritu muy poderoso."
»—"Ya he oído ese cuento otras veces —respondió Hoskins, con firmeza pero sin ser
desagradable—, pero no creo en vuestros dioses paganos; no les tengo miedo."
»—"Ese espíritu tampoco es uno de nuestros dioses, pero mi pueblo ha conocido su
existencia y lo ha respetado desde que nuestros antepasados vinieron a poblar esta tierra.
No considere a ese espíritu como un dios, sino como una fuerza..., algo de naturaleza muy
poderosa con lo que no se puede razonar y contra lo que no se puede luchar... Algo así
como una tormenta."
»—"¿Y qué sugieres que haga? —preguntó Hoskins."
»—"Deje este lugar. No intente vivir en estas tierras. El espíritu no puede seguirle si
se va, pero tampoco puede ser expulsado. El espíritu pertenece a esta tierra tanto como la
tierra le pertenece a él."
»—"¡Me estás pidiendo que huya de algo en lo que no creo! —replicó Martín con una
áspera carcajada—. Bien, voy a decirte una cosa: desde luego, creo en la existencia de las
tormentas, pero no huyo de ellas. Soy fuerte. Di: ¿qué podría hacerme ese espíritu?"
»—"Ignoro qué puede hacerle —respondió el piel roja al tiempo que movía la cabeza
con aire apesadumbrado—. Sólo sé que le ofenderá si sigue viviendo en el lugar donde él
habita, y cuanto más le ofenda, más seguro es que le destruirá. No intente cultivar las
tierras y criar animales. Esa tierra sólo reconoce a un amo y no aceptará otro. En ella sólo
puede haber una ley y un amo. Usted debe servir al espíritu, o marcharse."
»—"Yo no sirvo a otro dueño que a mí mismo... o a mi Dios —replicó Martín."»
Marilyn cerró el libro sin querer leer el inevitable y terrible final de Martin. Éste
criaba y cuidaba animales, pensó la mujer distraídamente. ¿Y si se hubiera dedicado a la
agricultura? ¿Cómo habría hecho entonces el espíritu para destruirle?
Se asomó a la ventana y vio con alivio que los niños estaban jugando en el exterior.
Finalmente, habían abandonado la persecución del caballo, pensó. Se preguntó cuál sería
el juego al que se dedicaban en aquel instante. ¿Era quizás el de «seguir al rey»? ¿O
estaban bailando una danza india? De pronto, al verles patear el suelo al tiempo que
alzaban la cabeza, reconoció lo que los niños estaban interpretando. Jugaban a imitar a los
caballos.
Marilyn despertó súbitamente en plena noche, atenta a los ruidos. Su cuerpo se
enderezó, con la boca seca y el corazón latiendo demasiado sonoramente. Volvió a
escuchar el salvaje y enloquecido relinchar de un caballo. Ya lo había oído otras noches,
pero jamás tan cerca ni con un sonido tan humano.
Saltó de la cama y se puso a temblar violentamente cuando sus pies tocaron el suelo
frío y desnudo y el viento helado envió ráfagas como agujas afiladas sobre sus brazos al
aire. Se acercó a la ventana, descorrió la cortina y se asomó al exterior.
La noche era serena y clara. A la luna no le faltaba más que unos pocos grados para
completar la redondez de su disco, que refulgía en el firmamento aterciopelado, limpio de
nubes y tachonado de estrellas. Un grupo de pequeñas figuras estaba bailando sobre el
suelo nevado, saltando, haciendo cabriolas y levantando puñados de nieve mediante
patadas. De vez en cuando, una de las figuras emitía un grito espeluznante, mezcla de
relincho de caballo y de lamento humano. Marilyn notó que se le erizaban los cabellos al
reconocer las figuras que, bajo la ventana, danzaban como marionetas: eran los niños.
Estuvo tentada de correr nuevamente la cortina y volver a la cama sin decir ni hacer
nada, de seguir actuando como si no hubiera sucedido nada anormal. Sin embargo,
aquellos niños eran ahora sus hijos, y no podía permitirse actuar con tamaña
irresponsabilidad.
La ventana chirrió cuando intentaba abrirla, y el leve sonido hizo que los niños
detuvieran su danza. Todos ellos se volvieron al unísono hacia la ventana y fijaron sus
miradas en Marilyn.
Ella contuvo la respiración mientras contemplaba sus pequeños rostros, vueltos hacia
la ventana. El silencio era absoluto, como si aquel instante hubiera quedado congelado
dentro de un bloque de hielo. Marilyn no podía hablar; no se le ocurría qué decir.
000000000000000000000000000
Se retiró al interior del dormitorio dejando caer la cortina ante la ventana abierta, y
corrió hacia la cama.
—Derek —susurró mientras sacudía a éste por el hombro—. Derek, despierta.
Marilyn no podía detener su temblor. Bajo los párpados aún cerrados, los ojos de
Derek empezaban a moverse.
—Derek —insistió ella con un tono de urgencia en la voz.
El hombre abrió los ojos por fin y, todavía medio adormilado, miró a su esposa.
—¿Qué sucede, querida? —Derek debió de captar el miedo que se reflejaba en su
rostro, pues se incorporó de inmediato, apoyándose en los codos—. ¿Has tenido algún mal
sueño?
—No, no ha sido un sueño. Derek, tu tío Martín... Tu tío habría podido vivir aquí si
no hubiera sido él también un amo, o si no hubiera tenido caballos. Los animales se
volvieron contra él porque habían encontrado otro amo.
—¿De qué estás hablando?
—Del espíritu que vive en esta tierra —respondió ella. Ahora ya no temblaba. Gotas
de sudor perlaban su frente—. Ese espíritu utiliza... a los criados, a los subalternos, a los
mandados o como quieras llamarles... El espíritu no puede tolerar que nadie más dé aquí
la menor orden. Él es el único que puede mandar aquí. Y si nosotros...
—Has tenido una pesadilla, querida —le interrumpió él.
Derek intentó atraerla hacia sí bajo las mantas, pero Marilyn le rechazó. Llegó hasta
sus oídos el ruido de los pequeños en la escalera.
—¿Está cerrada la puerta? —preguntó de pronto.
—Sí, creo que sí —respondió Derek al tiempo que fruncía el ceño—. ¿Has oído algo
extraño? Me ha parecido...
—Los niños son un poco como animales, ¿no crees? Al menos. la gente les trata como
si lo fueran. Los adultos, me refiero. Supongo que los niños...
—Ahora sí que he oído algo. Será mejor que vaya a ver...
—¡No! ¡Derek, no!
El picaporte giró sin éxito y empezó un gran estruendo de golpes contra la puerta.
—¿Quién anda ahí? —preguntó Derek con voz enérgica.
—Son los niños—susurró Marilyn.
La puerta cedió, hecha astillas, antes de que Derek llegara a ella. Los niños
irrumpieron en la habitación. ¡Cuántos eran!, pensó Marilyn mientras aguardaba en el
lecho. Lo único que alcanzó a ver fueron sus dientes, cuadrados, enormes y poderosos.
corrió hacia la cama.
—Derek —susurró mientras sacudía a éste por el hombro—. Derek, despierta.
Marilyn no podía detener su temblor. Bajo los párpados aún cerrados, los ojos de
Derek empezaban a moverse.
—Derek —insistió ella con un tono de urgencia en la voz.
El hombre abrió los ojos por fin y, todavía medio adormilado, miró a su esposa.
—¿Qué sucede, querida? —Derek debió de captar el miedo que se reflejaba en su
rostro, pues se incorporó de inmediato, apoyándose en los codos—. ¿Has tenido algún mal
sueño?
—No, no ha sido un sueño. Derek, tu tío Martín... Tu tío habría podido vivir aquí si
no hubiera sido él también un amo, o si no hubiera tenido caballos. Los animales se
volvieron contra él porque habían encontrado otro amo.
—¿De qué estás hablando?
—Del espíritu que vive en esta tierra —respondió ella. Ahora ya no temblaba. Gotas
de sudor perlaban su frente—. Ese espíritu utiliza... a los criados, a los subalternos, a los
mandados o como quieras llamarles... El espíritu no puede tolerar que nadie más dé aquí
la menor orden. Él es el único que puede mandar aquí. Y si nosotros...
—Has tenido una pesadilla, querida —le interrumpió él.
Derek intentó atraerla hacia sí bajo las mantas, pero Marilyn le rechazó. Llegó hasta
sus oídos el ruido de los pequeños en la escalera.
—¿Está cerrada la puerta? —preguntó de pronto.
—Sí, creo que sí —respondió Derek al tiempo que fruncía el ceño—. ¿Has oído algo
extraño? Me ha parecido...
—Los niños son un poco como animales, ¿no crees? Al menos. la gente les trata como
si lo fueran. Los adultos, me refiero. Supongo que los niños...
—Ahora sí que he oído algo. Será mejor que vaya a ver...
—¡No! ¡Derek, no!
El picaporte giró sin éxito y empezó un gran estruendo de golpes contra la puerta.
—¿Quién anda ahí? —preguntó Derek con voz enérgica.
—Son los niños—susurró Marilyn.
La puerta cedió, hecha astillas, antes de que Derek llegara a ella. Los niños
irrumpieron en la habitación. ¡Cuántos eran!, pensó Marilyn mientras aguardaba en el
lecho. Lo único que alcanzó a ver fueron sus dientes, cuadrados, enormes y poderosos.
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