JAY ANSON
AQUÍ VIVE
EL HORROR
la "casa maldita" de Amityville
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Título original inglés
THE AMITYVILLE HORROR
Los nombres de muchas personas mencionados en este libro han sido cambiados para proteger su intimidad.
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PRÓLOGO
El 5 de febrero de 1976 el noticiero de las 22, (Ten O'clock News) del Canal 5 de Nueva York, anunció que se estaba realizando una encuesta a personas que pretendían poseer percepciones extrasensoriales. La pantalla de televisión mostró al reportero Steve Bauman, quien a la sazón estaba investigando el caso de una mansión aparentemente embrujada en Amityville, Long Island.
Bauman dijo que el 13 de noviembre de 1974 una espaciosa casa de estilo colonial, situada en el número 112 de Ocean Avenue, había sido escena de un asesinato en masa. Un joven de veinticuatro años, Ronald De Feo, había tirado con un rifle de alta potencia sobre sus padres, sus dos hermanos y sus dos hermanas, ultimándolos metódicamente. Posteriormente, De Feo había sido condenado a cadena perpetua.
"Hace dos meses", continuaba diciendo el informe, "la casa fue vendida en la cantidad de 80.000 dólares a una pareja: George y Kathleen Lutz. Los Lutz, enterados de la matanza, no habían sentido al respecto el más leve temor supersticioso, y habían pensado que la casa era muy adecuarla para las cinco personas de la familia: ellos y sus tres hijos.
Los Lutz se mudaron a la nueva casa el 18 de diciembre. Poco tiempo después, dijo Bauman, la pareja había sentido que la vivienda estaba habitada por una cierta fuerza psíquica y había empezado a albergar temores por sus vidas. "Se refirieron a una sensación de algo parecido a una forma de energía dentro de la casa, a una especie de mal contra natura que se volvía cada día más fuerte".
Cuatro semanas después de la mudanza los Lutz abandonaron la casa, llevándose tan sólo unas mudas de ropa. En la actualidad estaban viviendo con unos amigos en un lugar no declarado. Pero antes de desaparecer, según dijo el Canal 5, el caso del matrimonio pudo ser conocido en la zona. Los Lutz habían consultado a la policía, a un sacerdote local y a un grupo de parapsicología. "Hablaron de extrañas voces que, al parecer, venían desde el interior de ellos, de un poder que había logrado hacer levitar a la señora Lutz hasta un placard detrás del cual había un cuarto cuya existencia no estaba marcada en ningún plano".
El reportero Steve Bauman había tomado en cuenta estas afirmaciones. Después de realizar algunas investigaciones en relación a la casa, Bauman descubrió que casi todas las familias que habían habitado esa vivienda se habían visto en situaciones trágicas, del mismo modo que las personas que habían habitado la casa construida anteriormente en ese mismo sitio.
El locutor del Canal 5 declaró que William Weber, el abogado de Ronald De Feo, había iniciado investigaciones con la esperanza de probar que una cierta fuerza había actuado en el comportamiento de todas las personas que habían habitado la casa de 112 Ocean Avenue. Weber sostenía que esa fuerza "podía tener un origen natural" y consideraba que ésta era la prueba que necesitaba su defendido para iniciar un nuevo juicio. Weber, al ser interrogado, manifestó que "estaba enterado de que ciertas casas podían construirse de manera de crear en ellas corrientes eléctricas que actúan en ciertas habitaciones, basándose en la estructura material de la casa." A esto los hombres de ciencia respondieron que "estaban investigando el punto a fin de llegar a una conclusión. Y que, en cuanto se agotaran todas las posibles explicaciones racionales o científicas, el caso habría de ser transferido a otro grupo de investigación en la Universidad de Duke, especializado en los aspectos parapsicológicos de estos fenómenos".
El informe terminaba diciendo que la Iglesia Católica también estaba interesada en el caso. El Canal 5 dijo que dos emisarios del Vaticano se habían hecho presentes en Amityville en diciembre e informaron que habían recomendado a los Lutz que abandonaran inmediatamente la casa. "En la actualidad el tribunal de milagros de la Iglesia estudia el caso y su informe declara que la vivienda situada en 112 Ocean Avenue está en posesión de ciertos espíritus que están más allá del conocimiento humano corriente".
Dos semanas después del anuncio de la televisión, George y Kathy Lutz celebraron una conferencia de prensa en el despacho del abogado William Weber. Este se había puesto en contacto con la pareja tres semanas antes por intermedio de amigos comunes.
George Lutz informó a los reporteros que no iba a pasar otra noche en esa casa, y que tenía la intención de vender el inmueble de 112 Ocean Avenue. Asimismo estaba esperando los resultados de unas pruebas científicas llevadas a cabo por investigadores de parapsicología y otros profesionales dedicados a la investigación de fenómenos ocultos.
Al llegar a este punto, los Lutz nterrumpieron toda comunicación con los medios informativos, pues opinaron que las versiones publicadas estaban deformadas y eran exageradas. Es tan sólo ahora que se puede contar en su totalidad la historia.
I
18 de diciembre de 1975
George y Kathy Lutz se mudaron a la casa número 112 de Ocean Avenue, el 18 de diciembre. Veintiocho días más tarde, aterrados, huyeron del lugar.
George Lee Lutz, ventiocho años, de Deer Park, Long Island, es un hombre con ideas muy claras sobre el valor de los terrenos y las propiedades. Lutz es dueño de una oficina inmobiliaria, llamada William H. Parry, Inc. y hace saber orgullosamente a todo el mundo que su empresa cuenta con tres generaciones de los Lutz: su abuelo, su padre y él.
Entre los meses de julio y noviembre, él y su mujer, Kathleen, veinte años, habían visitado más de cincuenta casas en la costa sur de Long Island, antes de investigar las posibilidades de Amityville. Ninguna de las casas comprendidas entre los treinta y los cincuenta mil dólares había llenado los requisitos: la casa debía tener vista al mar y ser lo bastante amplia para que George pudiera establecer en ella sus oficinas.
Mientras buscaban casa, George fue a la inmobiliaria Conklin, en el parque Massapequa y conversó con la señora Edith Evans. Ésta dijo que podía mostrar una nueva casa a la pareja y llevarla a que la vieran entre las tres y tres y media de la tarde. George fijó la cita y la señora Evans –una mujer afable y simpática– los llevó esa tarde al lugar.
La señora Evans demostró ser cordial y paciente con el joven matrimonio.
–No estoy muy segura de que sea lo que ustedes están buscando –dijo a George y Kathy– pero quiero mostrarles cómo vive la "otra mitad" de Amityville.
La casa del número 112 de Ocean Avenue es una construcción amplia, de tres pisos, con tejas de madera oscura y revestimiento de madera pintada de blanco. El terreno en que se levanta mide quince por setenta metros y los quince metros dan al frente, de tal modo que, cuando se mira la casa desde la vereda de enfrente, la puerta de entrada queda a la derecha. Con la propiedad venía incluido un terreno arbolado –unos diez metros cuadrados– de un soto que llega hasta el río Amityville.
De un farol que está al término de la senda de entrada para coches cuelga un cartelito con el nombre que los antiguos dueños habían dado a la casa: "Grandes Esperanzas".
Un porche cerrado, con un bar, tiene vista sobre una serie de espaciosas residencias. De construcción más vieja. Hay plantas perennes en los terrenos angostos, pero los postigos cerrados son bastante visibles. George echo una mirada en derredor y pensó que esto era extraño. Notó que los postigos de los vecinos estaban cerrados en todas las ventanas que miraban a la casa. Aunque no en el frente ni en la dirección de las casas del otro lado.
La casa había estado en venta desde hacía casi un año.
El aviso no había aparecido en el diario, pero la descripción era completa en la lista que estaba en la agencia inmobiliaria de Edith Evans:
Zona exclusiva de Amityville: 6 dormitorios Colonial Holandés, amplio cuarto de estar, comedor formal, porche cerrado, 3 cuartos de baño y toilette, sótano completo, garaje para dos autos, piscina con agua caliente y amplio galpón para botes. Precio: 80.000 dólares.
¡Ochenta mil dólares! Para que una casa como la descrita pudiera venderse por ese precio era necesario que se estuviera viniendo abajo o que el linotipista se hubiera saltado un "1" antes del "8". Se podía creer que la empleada de la inmobiliaria iba a intentar mostrar la tentadora casa después de haber anochecido, y tan sólo desde afuera, pero lo cierto es que les dejó ver el interior con mucho gusto. Los Lutz hicieron su inspección de modo agradable, rápido pero exhaustivo. La vivienda no sólo respondía a su exigencias y deseos sino que, contrariamente a lo que habían esperado, tanto la casa como los anexos de la propiedad estaban en excelentes condiciones.
Sin vacilar, la señora Evans dijo a la pareja que ésta había sido la casa de los De Feo. Al parecer, todo el mundo en la zona había oído hablar de la tragedia: Ronald De Feo, de veinticuatro años, había matado a su padre, a su madre y a sus cuatro hermanos mientras dormían en la noche del 13 de noviembre de 1974.
Las versiones dadas en los diarios y la televisión se referían a que la policía había descubierto los seis cuerpos acribillados de balas disparadas por un rifle de gran potencia.
Todas las víctimas, como se enteraron los Lutz meses más tarde, estaban echados en la misma postura: boca abajo, con la cabeza descansando sobre los brazos. Al enfrentarse con su masacre, Ronald había confesado finalmente: "La cosa empezó y siguió a tal velocidad que no me pude parar".
Durante el juicio, el abogado nombrado por el tribunal, William Weber, sostuvo que su cliente era insano. "Durante meses antes del hecho", declaró el joven, "he estado oyendo voces. Me daba vuelta pero no veía a nadie. De modo que pensé que Dios me estaba hablando".
Ronald De Feo fue convicto de asesinato y recibió una sentencia de seis condenas consecutivas a cadena perpetua.
–Me pregunto si debí decirles a ustedes qué clase de casa era ésta, antes de mostrarla –dijo la señora Evans–. Lo cierto es que quería hacerme una idea para referencias futuras al tratar con clientes que buscan casas de alrededor de los noventa mil dólares.
Era evidente que ella no creía que los Lutz podían interesarse en una propiedad tan cara. Pero Kathy, después de echar una nueva mirada general a la casa, sonrió y dijo:
–Es la mejor de todas las que hemos visto. Tiene todo lo que queríamos tener.
Evidentemente, no habían contado nunca con vivir en una casa tan hermosa. Pero George se prometió a sí mismo que, si la cosa podía hacerse, ésta era la casa que habría de tener su mujer. La trágica historia que había ocurrido en el número 112 de Ocean Avenue no preocupaba ni a George, ni a Kathy, ni a sus tres hijos. Ésta era la casa con la que ellos siempre habían soñado.
Durante el resto de noviembre y las primeras semanas de diciembre los Lutz dedicaron sus noches a trazar planes de las modificaciones menores que habrían de hacerse en la nueva casa. La experiencia de George con propiedades le facilitaba la tarea de proyectar los planos de los cambios a efectuarse.
Él y Kathy decidieron que uno de los dormitorios del segundo piso habría de ser el de los dos varones: Christofer, de siete años, y Daniel, de nueve. El otro dormitorio del último piso fue asignado a los niños como cuarto de juego. Melissa (Missy) una niña de cinco años, habría de dormir en el primer piso, en un cuarto en diagonal con el dormitorio principal. También iba a haber un cuarto de costura y un amplio cuarto de vestir para George y Kathy en el mismo piso. Chris, Danny y Missy quedaron encantados con las nuevas disposiciones.
Abajo, en la planta de recepción, los Lutz se enfrentaron con un pequeño problema. No tenían muebles de comedor y, finalmente, decidieron que, antes de escriturar, George iba a decirle a la agente de la inmobiliaria que deseaba comprar los muebles de comedor que los De Feo habían dejado en depósito, junto con un juego de dormitorio infantil para Missy, una mesa de televisión y los muebles de dormitorio de Ronald De Feo. Estos objetos y otros, dejados en la casa, como la cama de los De Feo, no estaban incluidos en el precio total. George pagó cuatrocientos dólares adicionales por ellos. También obtuvo, sin aumento de precio, siete acondicionadores de aire, dos lavadoras eléctricas, dos secadores, una heladera nueva y un congelador.
Había que hacer muchas cosas antes del día de la mudanza. Además del traslado material de todas sus posesiones, se presentaban complicadas cuestiones legales que tenían que ver con la transferencia del título de propiedad y que requerían análisis y clasificación. El título de propiedad de la casa estaba hecho a nombre de los padres de Ronald De Feo. Al parecer Ronald, como único sobreviviente, tenía derecho a heredar la propiedad de sus padres, sin tomar en cuenta el hecho de que había quedado convicto del asesinato de los mismos. De ninguno de los objetos podía disponerse antes de que éstos hubieran sido estipulados legalmente en un tribunal. Era un laberinto legal bastante incómodo y los ejecutores tuvieron que atravesarlo, pero el tiempo previsto se alargó: había que tomar decisiones apropiadas respecto de las transacciones hechas con la casa o la propiedad.
Se señaló a los Lutz que era posible encontrar disposiciones para proteger los intereses legales de todas las personas interesadas si se llevaba a cabo la venta de la casa, pero que iba a tomar varias semanas, o más, el hallar el procedimiento adecuado para realizarla. Eventualmente se resolvió que, en el momento de firmar el boleto de compraventa, se entregarían cuarenta mil dólares, hasta que la escritura legal fuera completada y ejecutada.
La fecha de la escrituración se fijó el mismo día en que George y Kathy habrían de mudarse desde Deer Park. El matrimonio había decidido terminar con la venta de la antigua casa el día previo, esperando que todo iba a encontrar su solución; y probablemente movidos por el deseo de establecerse en el nuevo hogar los jóvenes resolvieron hacer un esfuerzo y acabar con todo el mismo día.
La tarea de Kathy iba a consistir esencialmente en empaquetar. Para mantener a los niños lejos de sus actividades y de las de George, Kathy les asignó tareas menores. Debían reunir sus juguetes y poner en orden sus ropas antes de empaquetar. Cuando las tareas estuvieran hechas, debían limpiar sus dormitorios para que la casa antigua presentara un aspecto aceptable a los nuevos propietarios.
George tenía intenciones de cerrar su agencia en Syosset e instalarla en su nueva casa a fin de ahorrarse el dinero del alquiler. Y había incluido este punto en el cálculo original de la forma en que él y Kathy podían permitirse un gasto de ochenta mil dólares, George supuso que el sótano, que tenía una excelente distribución de espacio, podía ser el lugar apropiado. Trasladar su equipo y los muebles iba a llevar bastante tiempo y, en caso de que el sótano llegara a ser la sede de la nueva agencia, iba a ser necesario realizar algunos trabajos de carpintería.
El embarcadero, de seis metros por trece, detrás de la casa y el garaje, no era un decorado gratuito ni un ornamento vano para los Lutz. George era dueño de un yacht de ocho metros de largo y de una lancha de más de cuatro. Las instalaciones de la nueva casa le iban a permitir ahorrar una buena cantidad de dinero que normalmente había que pagar a un club náutico. La tarea de llevar sus embarcaciones a Amityville en un acoplado se convirtió en una obsesión, pese a las prioridades que tanto él como Kathy estaban descubriendo todo el tiempo. Había mucho que hacer en el número 112 de Ocean Avenue, tanto en el interior como en el exterior. Aunque no estaba seguro de dónde iba a sacar el tiempo, George tenía intenciones de dedicarse un poco a cuidar el aspecto del jardín para impedir los daños de las heladas, y colocar tal vez algunas cubiertas de plástico sobre los matorrales, sembrar bulbos y abonar el césped con cal.
Muy atareado con sus herramientas y su equipo. George hizo progresos con algunos de sus proyectos para el interior. De cuando en cuando, acuciado por el tiempo, confundía sus proyectos acariciados con sus tareas inaplazables. Muy pronto dejó todo de lado y se puso a limpiar primero la chimenea y luego la estufa. Después de todo, la Navidad se acercaba.
Hacía mucho frío el día de la mudanza. La familia había hecho las valijas la noche anterior y había dormido sobre el suelo. George se levantó temprano y, con sus propias manos, amontonó la mayor cantidad posible de objetos en el camión de mudanza más voluminoso que pudo alquilar, terminando con su tiempo justo nada más que para asearse y correr con Kathy a firmar la escritura.
Durante el acto legal, los abogados usaron una cantidad algo mayor que la usual de discriminaciones apartados, partes y "otrosí", especificando todo esto en largas hojas de papel dactilografiado. El abogado de los Lutz explicó que, en razón de los impedimentos que había en relación a la casa, el matrimonio no poseía un título claro de propiedad, aunque contaba ya con lo mejor que había podido obtenerse con el pago adelantado. Notablemente, la escrituración ya había terminado unos minutos antes de mediodía. Cuando los Lutz abandonaban la oficina con cierta prisa, el abogado les aseguró que ya no habría problemas y que eventualmente iban a recibir los títulos de propiedad requeridos.
A la una, George tomó por la senda de entrada del número 112 de Ocean Avenue, junto con el acoplado de mudanza, lleno de sus enseres, además de la heladera, la lavadora, el secador y el congelador que los De Feo habían dejado en depósito. Kathy venía detrás con los niños en la camioneta de la familia, con la motocicleta en la parte de atrás. Cuatro amigos de George, hombres de veintitantos años y lo suficientemente fuertes para manejar muebles pesados, estaban esperando. Muebles, cajas, cajones, toneles, valijas, bolsas, juguetes, motocicletas, bicicletas y ropas fueron sacados del acoplado y llevados hasta la explanada de la parte de atrás de la casa y al garaje.
George avanzó hacia la puerta de entrada, buscando la llave en sus bolsillos. Irritado, se volvió hacia el acoplado y siguió buscándola minuciosamente, hasta que debió reconocer ante sus amigos que no la tenía. La señora Evans era la única persona que tenía la llave y se la había llevado con ella después de la firma de los documentos. George telefoneó y la señora Evans volvió a su oficina para recoger la llave.
Cuando la puerta lateral se abrió por fin, los tres niños saltaron de la camioneta y corrieron hacia sus juguetes respectivos e iniciaron sus tareas de cargadores no profesionales dentro y fuera de la casa. Kathy señalaba el destino de cada bulto.
Tomó cierto tiempo subir los enseres por la escalera bastante angosta que llevaba al primero y segundo pisos. Y cuando llegó el padre Mancuso para dar la bendición a la casa, ya era la una y media pasada.
II
18 de diciembre
El padre Frank Mancuso no era un simple sacerdote. Además de atender decididamente sus obligaciones sacerdotales, Mancuso era abogado, juez del tribunal católico y psicoterapeuta en ejercicio.
Esa mañana el padre Mancuso se había despertado con una sensación de malestar. Algo lo molestaba. No hubiera podido precisar la causa de esto, porque no tenía a la sazón preocupaciones especiales. Según sus propias palabras, al volver a considerar esos momentos sólo puede decir que se trataba de una "sensación desagradable".
Durante toda la mañana el sacerdote había recorrido sus habitaciones en la parroquia del Sagrado Corazón en un estado de gran agitación. "Hoy es jueves", pensaba. "Tengo una cita para almorzar en Lindernhurst y luego debo ir a bendecir la nueva casa de los Lutz. De allí iré a comer a casa de mi madre".
El padre había conocido a George Lee Lutz dos años antes. Aunque George era metodista, Mancuso lo había ayudado espiritualmente en los días que habían precedido a su matrimonio. Los tres niños eran hijos de un previo matrimonio, y, en su condición de sacerdote que atiende a niños católicos, el padre Mancuso sentía una necesidad personal de velar por sus intereses.
La joven pareja había invitado con frecuencia a amigo sacerdote, con su barba pulcramente recortada, a almuerzos y cenas en su casa de Deer Park De algún modo, el encuentro nunca se había producido. Y ahora George tenía una razón especial para invitarlo de nuevo: ¿vendría Mancuso a Amityvilh para bendecir la nueva casa? El padre Mancuso prometió estar allí el 18 de diciembre.
Ese mismo día en que el sacerdote aceptó ir a la casa de George, arregló también ir a comer con unos amigos en Lindernhurst, Long Island. Mancuso había tenido allí su primera parroquia. Ahora ocupaba un alto cargo en la diócesis, con sede propia en la parroquia de North Merrick. Como es natural, siempre estaba ocupado y su orden del día era muy nutrido, de tal modo que no se le podía echar la culpa si trataba de matar dos pájaros de un tire, ya que Lindernhurst y Amityville están a pocos kilómetros de distancia.
El sacerdote no lograba librarse de la "sensación desagradable" que se prolongó durante el agradable almuerzo con sus cuatro viejos amigos. Sin embargo, hizo todo lo posible para demorar su partida a Amityville, dándose largas para ponerse en marcha. Sus amigos le preguntaron adónde pensaha ir.
–A Amityville.
–¿A qué lugar en Amityville?
–Es un matrimonio joven... alrededor de treinta años, con tres hijos. Viven en...
El padre Mancuso echó una mirada a un pedacito de papel.
–En 112 Ocean Avenue.
–Ésa es la casa de los De Feo –dijo uno de los amigos.
–No. El nombre es Lutz. George y Kathleen Lutz.
–¿No se acuerda usted de los De Feo, Frank? –preguntó uno de los hombres sentados a la mesa–. El año pasado... Un hijo que mató a toda la familia: al padre, a la madre y a sus cuatro hermanos. Algo atroz. Atroz. Los diarios le dedicaron mucho espacio.
El sacerdote trató de hacer memoria. Rara vez leía las notas cuando echaba la mano a un diario; sólo dos tiras cómicas: "Broomhilda" y "Maní".
–No, no me acuerdo.
De los cuatro hombres sentados a la mesa, tres eran sacerdotes a quienes, al parecer, la cosa no les gustó. El consenso general fue que Mancuso no debía ir.
–Debo ir. Lo he prometido.
En camino a Amityville el padre Mancuso se sentía un poco nervioso. No era el hecho de visitar la casa de los De Feo: de eso estaba seguro. Era otra cosa ...
Llegó después de la una y media. La senda de entrada de los Lutz estaba tan abarrotada que debió estacionar su viejo Vega azul en la calle. Notó que era una casa enorme. ¡Tanto mejor para Kathy y los niños si Lutz había podido permitirse una mansión semejante!
El sacerdote retiró los objetos sagrados del coche y se puso la estola. levantó la botella de agua bendita y entró en la casa para efectuar el rito de bendición. No bien esparció las primeras gotas de agua bendita y pronunció las palabras que acompañan a ese gesto. el padre Mancuso oyó una voz de hombre que decía con claridad impresionante: "¡Fuera!"
El sacerdote giró sobre sus talones. impresionado. Los ojos se abrieron de asombro. La orden llegaba directamente desde atrás, pero él estaba solo en el cuarto. La persona o la entidad que había hablado no se veía por ninguna parte.
Cuando terminó con la ceremonia de la bendición. el sacerdote no mencionó el incidente a los Lutz, quienes le agradecieron su amabilidad y le pidieron que se quedara a comer con ellos, ya que ésa iba a ser la primera noche en la nueva casa. El sacerdote rechazó cortésmente la invitación, explicando que tenía intenciones de comer esa noche con su madre en su casa de Queens, que ella lo estaba esperando, que se hacía tarde y todavía había un viaje largo que hacer.
Kathy deseaba agradecer al padre Mancuso su amabilidad. George le preguntó si no aceptaría un regalo en dinero o una botella de whisky Canadian Club, pero el padre rechazó el ofrecimiento, afirmando que no podía aceptar recompensas de un amigo.
Una vez en su auto, el padre Mancuso bajó el vidrio de la ventanilla. Se repitieron las expresiones de gracias y de buenos deseos, pero mientras hablaba con el matrimonio la expresión de su cara se hizo seria.
–A propósito, George. Estuve almorzando con unos amigos en Lindernhurst antes de venir aquí. Me dijeron que ésta era la casa de los De Feo. ¿Lo sabía usted?
–¡Ah, sí, claro! Creo que por eso me costó tan poco. Hace mucho tiempo que está en oferta. Pero eso no nos preocupa en lo más mínimo. Tiene todo lo que nos hace falta.
–¿No le pareció espantoso? –dijo Kathy–. ¡Esa pobre gente! Piense usted un poco padre! ¡Los seis asesinados mientras dormían!
El sacerdote cabeceó. Luego de despedirse de los tres niños, la familia lo siguió contemplando en el momento en que partió en su auto hacia Queens.
Eran cerca de las cuatro cuando George terminó de sacar los enseres de su primer viaje de furgón. Volvió a Deer Park y enfiló por la vieja senda. Al abrir la puerta del garaje, Harry, su perro, se abalanzó y habría salido disparando en caso de no estar sujeto por una cadena. El perro, a medias Terranova, había sido dejado allí para que protegiera el resto de las posesiones de la familia. Ahora George lo hizo subir con él al camión de mudanza.
En el camino, mientras el padre Mancuso se dirigía a casa de su madre hizo un esfuerzo por formarse una idea de lo que le había ocurrido en casa de los Lutz. ¿Quién o qué podía haberle dicho semejante cosa? Después de todo, él era un psicoterapeuta profesional y, de cuando en cuando, se encontraba con pacientes que afirmaban haber oído voces; esto era un síntoma de psicosis. Pero el padre Mancuso estaba convencido de su propio equilibrio mental.
La madre del sacerdote lo saludó en el umbral de su casa e inmediatamente frunció el ceño.
–¿Qué te pasa, Frank? ¿No te sientes bien? El sacerdote meneó la cabeza.
–¡No me siento demasiado mal!
–¡Ve al cuarto de baño y mírate la cara en el espejo!
Al ver su imagen en el espejo, el padre Mancuso notó dos grandes cercos negruzcos bajo sus ojos, tan oscuros que parecían manchas de hollín. Intentó lavarse con agua y jabón, pero las manchas no se desvanecieron.
De vuelta en Amityville, George llevó al perro a la casilla al lado del garaje y lo ató con una cadena de acero de seis metros de largo. Ya eran más de las seis de la tarde y George, que se sentía muy fatigado, decidió dejar el resto de los objetos en el camión aunque estaba pagando cincuenta dólares diarios por el alquiler del vehículo. Empezó a ordenar los muebles del cuarto de estar, colocando la mayor parte de ellos en sus posiciones aproximadas.
El padre Mancuso dejó la casa de su madre después de las ocho y enderezó hacia la parroquia. En el Pasaje Van Wyck, de Queens, sintió que su coche era literalmente empujado sobre la derecha. Echó una rápida mirada en torno. ¡A una distancia de quince metros a su alrededor no había ningún vehículo!
Poco tiempo después de tomar por la carretera y seguir su camino, el capó se levantó de golpe, chocando contra el cristal delantero. Uno de los goznes soldados se soltó. ¡La portezuela de la derecha se abrió! El padre Mancuso, alarmado, trató de frenar el coche, que se detuvo por sí solo.
Muy perturbado, logró llegar hasta un teléfono y llamó a otro sacerdote que vivía en esas vecindades. Afortunadamente este colega pudo llevar al padre Mancuso a un garaje en donde logró alquilar un camión de remolque para arrastrar su coche accidentado. De vuelta en la carretera, el mecánico del garaje no logró poner en movimiento el automóvil. El padre Mancuso decidió dejar el coche en el garaje y hacerse llevar por su amigo a la parroquia del Sagrado Corazón.
Casi al fin de sus fuerzas, George resolvió terminar sus trabajos del día con algo más agradable. Puso en conexión su aparato estereofónico con el equipo de alta fidelidad que los De Feo habían instalado en la sala. Luego él y Kathy se iban a poner a oír música, gozando de su primera noche en la casa. Apenas había iniciado los trabajos, cuando Harry empezó a aullar atrozmente. Danny irrumpió precipitadamente en la casa, diciendo a gritos que Harry estaba en apuros. George corrió hacia el fondo y se encontró con que el pobre animal se estaba estrangulando: había tratado de saltar la empalizada y había enredado la cadena en la punta de una de las tablas. George libró a Harry y acortó la cadena para que el perro no realizara un nuevo intento. Y volvió a trabajar en su equipo estereofónico.
Una hora después, ya de vuelta en sus habitaciones, el padre Mancuso oyó sonar la campanilla del teléfono. Era el sacerdote que acababa de ayudarlo.
–¿Sabes qué me ocurrió después de separarnos?
El padre Mancuso casi tuvo miedo de preguntar...
–¡Los limpiaparabrisas, Frank! ¡Empezaron a moverse de un lado a otro, como enloquecidos! ¡No pude pararlos! ¡Y no los había puesto en movimiento, Frank! ¿Qué diablos está ocurriendo aquí?
Esa noche, a las once, los Lutz ya se disponían a sentarse tranquilamente para gozar de su primera noche en la casa. La temperatura había bajado afuera hasta los cinco grados bajo cero. George quemó en la chimenea unas cuantas cajas de cartón que ardieron, alegremente. Era el 18 de diciembre de 1975, el primero de sus veintiocho días.
III
Del 19 al 21 de diciembre
George se sentó en la cama, completamente despierto. Había oído un llamado en la puerta del frente.
Escudriñó la oscuridad. Por un instante no supo dónde estaba, pero luego logró situarse. Estaba en el dormitorio principal de su nueva casa. Kathy dormía a su lado, arropada bajo las abrigadas cobijas.
Se oyó un nuevo golpe en la puerta. "¡Santo Dios! ¿Qué es eso?", murmuró.
Tendió un brazo hacia la mesa de noche buscando su reloj de pulsera. ¡Eran las tres y cuarto de la mañana! Otro nuevo golpe, muy recio. Pero esta vez tuvo la impresión de que el ruido no venia de abajo, sino más bien de algún lugar a su izquierda.
George salió de la cama, caminó por el corredor frío, sin moquette, hasta el cuarto de vestir que daba sobre el río Amityville. Miró por la ventana hacia la oscuridad exterior. Oyó de nuevo un golpe. George hizo un esfuerzo por ver algo. "¿En dónde diablos está Harry?"
Desde algún punto que estaba por encima de su cabeza llegó un chirrido. Instintivamente se apartó y luego miró al techo. Oyó un crujido. Los niños, Danny y Chris, se hallaban en el dormitorio que estaba encima del suyo. Probablemente uno de ellos habría arrojado un juguete al suelo al hacer un movimiento mientras dormía.
Descalzo y con los pantalones del piyama como única vestimenta, George empezó a tiritar. Echó una mirada por la ventana. ¡Si, algo se estaba moviendo por el lado del embarcadero! Sin demorarse, levantó el cristal de la ventana y recibió contra la cara la ráfaga de aire frío. "¡Eh! ¿Quién anda ahí?" Harry ladró y se movió. George, tratando de escudriñar la oscuridad, vio que el perro daba un salto. La sombra estaba próxima a Harry.
¡Harry! ¡Agárralo!
Otro golpe se oyó, proveniente del embarcadero, y Harry giró al oírlo. Se echó a correr en torno de la casilla, ladrando fuertemente, tironeando de la cadena.
George cerró la ventana de golpe y corrió hacia su dormitorio. Kathy se había despertado.
–¿Qué ocurre? –preguntó, encendiendo la lámpara de la mesa de noche, mientras George se ponía los pantalones.
–¿George?
Kathy vio la cara barbada que se volvía hacia ella.
–Todo está en orden, querida. Sólo quiero bajar a echar un vistazo. Harry ha descubierto no sé qué junto al embarcadero. Probablemente un gato. Es mejor que lo tranquilice antes de que despierte a todo el vecindario.
Metió los pies en las zapatillas y tanteó en busca de su vieja bata azul marino, que estaba echada sobre una silla.
–Vuelvo en seguida. Sigue durmiendo.
Kathy apagó la luz.
–Ponte la chaqueta.
A la mañana siguiente, Kathy ya no pudo recordar que se había despertado durante la noche.
Cuando George salió por la puerta de la cocina, Harry seguía ladrando a la sombra movediza. Junto al borde de la piscina había una tabla apoyada contra la baranda. George la asió y corrió hacia el galpón de los botes. Entonces vio que la sombra se movía. George asió con más fuerza la tabla. Se oyó otro golpe vigoroso.
–¡Maldición! –exclamó George, dándose cuenta de que el ruido provenía de la puerta del embarcadero; abierta y balanceada por el viento–. ¡Creí que la había cerrado!
Harry ladró de nuevo.
–¡Basta, Harry, basta! ¡Termina de una vez!
Media hora más tarde George se había metido de nuevo en su cama y seguía perfectamente despierto. En esa condición de ex marino, alejado no hacia tanto del servicio, estaba acostumbrado a las llamadas intempestivas. Pero poner en movimiento su sistema de alarma interno le llevaba tiempo.
Mientras esperaba conciliar el sueño, George reflexionó en la situación en que se había metido: un segundo matrimonio con tres hijos que no eran suyos, una nueva casa con una fuerte hipoteca. Los impuestos en Amityville eran tres veces más altos que en Deer Park. ¿Le hacía falta realmente la nueva lancha? ¿Cómo diablos se las iba a arreglar para pagar por todas estas cosas? El negocio de la construcción era muy lerdo en Long Island, por culpa de la rigidez del sistema de pagos, y al parecer la cosa no se iba a arreglar mientras los Bancos no aflojaran las riendas. Si no se construyen casas y la gente no compra propiedades, ¿a quién diablos le hace falta un vendedor de inmuebles?
Kathy se movió en su sueño y dejó caer un brazo en torno del cuello de George. Hundió profundamente la cara en el pecho de él, que sintió el olor del pelo de ella. Sin duda tenía olor a limpio, pensó, y la idea fue de su agrado. También mantenía a sus hijos así: inmaculados. ¿Sus hijos? Los de George, ahora. Cualesquiera que fueran las dificultades, ella y los niños merecían que uno las enfrentara.
George miró el techo. Danny era un buen chico, capaz en todo sentido. Podía encontrar la vuelta para hacer cualquier cosa que se le pidiera. Ahora se estaban haciendo más amigos, Danny había empezado a llamar "papá" a su padrastro: ya no le decía "George". En cierto modo, George se alegraba de no haber conocido nunca al ex marido de Kathy; de este modo Danny era enteramente suyo. Kathy le había dicho que Chris era igual a su padre, que tenía los mismos modales, los mismos cabellos crespos y los mismos ojos. Cuando George le reprochaba algo al niño, la cara de Chris se entristecía, compungida, y el niño lo miraba con ojos muy expresivos. Sin duda el niño sabía usar los ojos.
A él le gustaba la forma en que los dos varones se ocupaban de Missy, una verdadera calamidad, aunque muy despierta para sus seis años. Nunca había tenido dificultades con ella desde el primer día en que había visto a Kathy. Era la nena de papá y nada más. "Me escucha a mí y a Kathy. Lo cierto es que los tres nos escuchan. Son tres chicos buenos".
Después de las seis George logró quedarse dormido. Kathy se despertó unos pocos minutos después y echó una mirada en torno del extraño dormitorio, tratando de poner en orden sus pensamientos. Estaba en el dormitorio de su hermosa casa nueva. Tenía junto a ella a su marido y los tres niños estaban durmiendo en sus propios dormitorios. ¿No era maravilloso esto? Dios había sido bueno con ellos.
Kathy trató de deslizarse bajo el brazo de George. El pobre había trabajado demasiado ayer, pensó Kathy, y hoy tenía más quehaceres por delante. Mejor dejarlo dormir. Ella, en cambio, no podía dormir: había demasiadas cosas que hacer en la cocina y era mejor empezar a moverse antes de que se levantaran los chicos.
Ya abajo, Kathy echó una ojeada a su nueva cocina. Afuera todavía estaba oscuro. Encendió la luz. Sobre el piso y la pileta había cajas apiladas con fuentes, vasos y cacerolas. Las sillas seguían puestas sobre la mesa de cocina. De todos modos, pensó Kathy sonriéndose a sí misma, la cocina iba a ser un cuarto feliz para toda la familia. Tal vez fuera el lugar adecuado para la Meditación Trascendental, que George practicaba desde hacía dos años y Kathy desde hacía un año. Él se había puesto a meditar después del fracaso de su primer matrimonio y había asistido a sesiones de un grupo de terapia. De aquí había nacido su interés en la meditación. Le había hecho conocer el tema a Kathy, pero ahora, atareado con la mudanza, se había olvidado totalmente de su hábito, bien establecido, de encerrarse en su cuarto y meditar unos cuantos minutos cada día.
Kathy lavó su calentador eléctrico; lo llenó, lo enchufó y encendió su primer cigarrillo del día. Mientras bebía el café, sentada a la mesa con un block y un lápiz, empezó a tomar nota de las tareas que debía hacer en la casa. Hoy era viernes 19. Los chicos no habrían de ir a la nueva escuela hasta después de las vacaciones de Navidad. ¡Navidad! ¡Había tanto por hacer aún!
Kathy tuvo la sensación de que alguien la estaba mirando fijamente. Sorprendida, levantó la mirada y se volvió. Su hija menor estaba en el pasillo.
–¡Missy! Me has dado un susto. ¿Qué pasa? ¿Por qué te has levantado tan temprano?
La niña tenía los ojos entornados. Los cabellos rubios le cubrían la cara. Echó una mirada en derredor, como si no se diera cuenta de dónde estaba.
–Quiero ir a casa, mamá.
–Estás en casa, Missy. Ésta es nuestra nueva casa. Ven aquí.
Missy se acercó tambaleando hasta Kathy y subió a su regazo. Las dos damas de la casa permanecieron sentadas en su simpática cocina; Kathy acunó a su hija hasta que ésta quedó dormida.
George bajó después de las nueve. A esta hora los muchachos ya habían terminado el desayuno y estaban fuera, jugando con Harry y haciendo investigaciones. Missy dormía nuevamente en su dormitorio.
Kathy miró a su marido, que llenaba el marco de la puerta con su corpulencia. Notó que no se había afeitado la parte de abajo de la mandíbula y que los cabellos de color rubio oscuro y la barba estaban desgreñados. Todo esto quería decir que no se había dado una ducha.
–¿Qué ocurre? ¿No piensas trabajar hoy? George se sentó pesadamente a la mesa.
–No. Todavía tengo que descargar el camión y volver a Deer Park. Hemos gastado cincuenta dólares más por haberlo retenido toda la noche.
Echó una mirada en derredor, bostezando, y tuvo un escalofrío.
Aquí hace frío. ¿No has puesto la calefacción?
Los muchachos pasaron junto a la pueta de la cocina, gritando detrás de Harry. George levantó la mirada.
–¿Qué les pasa a esos dos? ¿No puedes hacer que se queden quietos?
Ella, de pie junto a la pileta, se volvió.
–¡No tienes que gritarme! ¡El padre eres tú! ¡Hazlos callar!
George golpeó la mesa con la palma de la mano. El ruido hizo dar un salto a Kathy.
–¡Está bien! –gritó.
Abrió la puerta de la cocina y se asomó. Danny, Chris y Harry seguían corriendo de un lado para otro.
–¡Basta! ¡Basta de bochinche! ¡Basta!
Y, sin esperar la reacción de ellos, cerró la puerta de un portazo y salió bruscamente de la cocina.
Kathy quedó sin habla. Era la primera vez que George había salido de sus casillas y había gritado a los niños. ¡Y por tan poca cosa! Ayer no había estado de mal humor.
George descargó con sus propias manos el camión y volvió con él a Deer Park, poniendo la motocicleta en la parte de atrás, para la vuelta a Amityville. No se afeitó, no se duchó y no hizo durante el resto del día nada más que quejarse por la falta de calefacción en la casa y por el ruido que hacían los niños en el cuarto de juegos del piso alto.
Todo ese día, George no hizo más que rezongar y esa noche, a las once más o menos, cuando ya era hora de meterse en cama, Kathy ya estaba harta. Estaba muy cansada de poner una y otra cosa en orden y tratar de mantener a los niños lejos de George. A la mañana siguiente habría de iniciar la limpieza de los cuartos de baño, pero esta noche no podía hacerlo. Ahora se iba a meter en cama.
George se quedó un rato en la sala, echando un leño tras otro en la chimenea. Aunque el termostato marcaba veinte grados, no podía entrar en calor. Probablemente verificó una docena de veces la temperatura del calorífero en el sótano a lo largo del día.
A las doce, finalmente, George fue al dormitorio y se echó a dormir sin más. A las tres y cuarto de la mañana estaba de nuevo despierto y sentado en la cama.
Algo lo estaba preocupando. El embarcadero. ¿Había trancado la puerta... sí o no? No podía recordar. Tuvo que salir a comprobar. La puerta estaba cerrada y trancada.
En los dos días siguientes la familia Lutz pasó por un extraño cambio de personalidad colectiva. Como hubo de decir George más adelante: "No fue algo repentino. Fue en pedacitos: por aquí y por allá." El ni se afeitaba ni se bañaba, como siempre lo había hecho, infaltablemente. Por lo general, George dedicaba todo el tiempo que podía a su trabajo: dos años antes había abierto una segunda oficina en Shirley para atender negocios inmobiliarios en la costa sur. Ahora, en cambio, se conformaba con llamar a Syosset y dar órdenes malhumoradas a sus empleados, exigiéndoles que terminaran con sus tareas de inspección antes de fin de semana, ya que él necesitaba el dinero. En cuanto a la posibilidad de mudar su oficina al nuevo sótano, no lo pensó ni un solo instante.
En cambio, se quejaba constantemente de que la casa estaba fría como una heladera y había que calentarla. Echar leño tras leño a la chimenea le ocupaba la mayor parte del tiempo, salvo en los momentos en que iba al embarcadero, miraba el espacio vacío y volvía a la casa. Ni siquiera al llegar a este punto podía decir qué iba a mirar allí cuando salía. Sólo sabía que se sentía arrastrado a ese lugar. Prácticamente era una compulsión. En la tercera noche que pasaron en la casa, George se despertó nuevamente a las tres y cuarto, muy preocupado con la idea de lo que podía estar ocurriendo.
Los niños también lo irritaban. A partir del momento de la mudanza, se habían convertido en unos mocosos traviesos, unos monstruos malcriados que no oían ninguna advertencia, niños desbandados a quienes había que castigar severamente.
Cuando se trataba de los niños, Kathy tenía la misma impresión. Se sentía crispada por sus relaciones tensas con George y por los esfuerzos que realizaba para poner la casa en orden antes de Navidad. En la cuarta noche que pasaron en la casa. Kathy estalló y, junto con su marido, castigó a Danny, a Chris y a Missy con una correa y un pesado cucharón de madera.
Los niños habían roto accidentalmente el vidrio de una ventana en la banderola semicircular del cuarto de juegos.
IV
22 de diciembre
El lunes, por la mañana temprano en Amityville hacía mucho frío. La ciudad se levanta sobre la costa atlántica de Long Island y el viento marino sopla reciamente. El termómetro marcaba cinco grados bajo cero y los meteorólogos anunciaban una Navidad blanca.
En la casa de Ocean Avenue, Danny, Chris y Missy Lutz estaban en el cuarto de juegos, levemente aplacados después de la llamada al orden de la noche anterior. George todavía no había ido a su oficina y estaba sentado en la sala, poniendo de cuando en cuando un leño en un fuego ya muy vivo. Kathy escribía en su mesita del rincón de la cocina.
Al redactar la lista de las cosas que había que comprar para Navidad, la concentración mental de Kathy empezó a flaquear. Se sentía culpable por haber castigado físicamente a los niños, y, en especial, por la forma en que George y ella habían actuado. Muchos regalos estaban aún por comprarse y Kathy sabía que debía salir a comprarlos. Sin embargo, desde que se había mudado, nunca tenía ganas de salir a la calle. Acababa de escribir el nombre de la tía Theresa cuando de repente sintió que se le enfriaba la sangre y quedó con el lápiz suspendido en el aire.
Alguien había llegado desde atrás y la había abrazado. Luego le había tomado la mano y le había dado una palmada. El contacto era tranquilizador, como dotarlo de una fuerza interior. Kathy, aunque sobresaltada, no tuvo miedo: sintió que ésta era algo así como la caricia de una madre que conforta a su hija. ¡Kathy tuvo la impresión de que una suave mano femenina estrechaba su propia mano!
–¡Mamá! ¡Ven aquí, pronto!
Era la voz de Chris, llamando desde el rellano del último piso.
Kathy levantó la mirada. El hechizo fue interrumpido, el contacto había desaparecido. Subió corriendo las escaleras en busca de sus hijos, que estaban en el cuarto de baño y tenían la mirada clavada en el inodoro. Kathy vio que el interior del inodoro estaba absolutamente negro, como si alguien lo hubiera pintado desde el fondo hasta el borde. Kathy oprimió el botón y el agua bajó de todos lados: el negro permaneció.
Kathy arrancó un pedazo de papel higiénico e intentó vanamente, frotando, hacer desaparecer aquel color.
–¡No puedo creerlo! ¡Ayer froté todo con Clorox. Se volvió hacia los niños con aire acusador: –¿Han echado pintura aquí?
–¡No, mamá, no! –exclamaron los tres al unísono.
Kathy estaba a punto de enloquecer: el incidente ocurrido a la hora del desayuno fue olvidado. Echó una mirada al lavabo y a la bañera: brillaban después del escrupuloso tratamiento que ella había aplicado. Probó los grifos. Salía agua limpia y nada más. Una vez más abrió el depósito de agua, sin esperar ya que desapareciera el horrendo color negro.
Kathy se arrodilló y examinó la base del inodoro para ver si no había una infiltración desde el interior del artefacto. Por último se volvió hacia Danny.
–Tráeme el Clorox del cuarto de baño. Está en el cajoncito debajo del lavabo.
Missy hizo ademán de irse.
–¡Missy: quédate aquí! Deja que Danny haga lo que digo.
El muchacho salió del cuarto de baño.
–¡Y trae también el cepillo de piso –gritó Kathy detrás.
Chris escudriñó la cara de su madre con unos ojos llenos de lágrimas.
–No lo hice. No me pegues de nuevo.
Kathy lo miró y recordó la atroz noche pasada.
–No, querido, no fue culpa tuya. Algo ocurrió con el agua, creo. Tal vez alguna obstrucción de combustible en las cañerías. ¿Nunca has notado nada?
–¡Yo debía ir! ¡Yo lo vi primero! –gritó Missy.
–¿Ajá? Bueno... veamos qué se puede hacer con el Clorox antes de llamar a tu padre y ...
–¡Mamá, mamá! –la voz llegaba ahora de abajo, desde el vestíbulo.
Kathy salió al pasillo del cuarto de baño.
–¿Qué pasa, Danny? ¡Te dije que está debajo del lavabo!
–¡No, mamá, no es eso! Ya lo tengo. Pero tu inodoro también está negro. ¡Y hay mal olor!
El cuarto de baño de Kathy estaba en el extremo más alejado de su dormitorio. Danny estaba en la entrada al dormitorio, apretándose las narices, cuando Kathy y los otros dos niños llegaron corriendo. En cuanto Kathy entró en el dormitorio, sintió el olor: un perfume dulzón. Se paró, husmeó el aire y frunció el ceño.
–¿Qué es esto? ¡No es mi agua de Colonia!
Sin embargo, cuando entró al baño, fue asaltada por un olor totalmente distinto: un hedor espantoso.
Kathy tuvo una arcada y empezó a toser, pero antes de salir corriendo captó una imagen de su inodoro. ¡Estaba completamente negro!
Los niños se apartaron del camino cuando Kathy se preciptó escaleras abajo.
–¡George!
–¿Qué quieres? ¡Estoy ocupado!
Kathy entró como una exhalación en la sala y corrió hacia el lugar en donde estaba George, acurrucado junto a la chimenea.
–¡Ven a ver, por favor! ¡En nuestro cuarto de baño hay olor a rata muerta! ¡Y el inodoro está totalmente negro!
Kathy le agarró una mano y lo sacó vigorosamente del cuarto.
El inodoro del otro cuarto de baño en el piso de arriba también estaba enteramente negro, según comprobó George, pero no hedía. George husmeó el extraño perfume del cuarto.
–¿Qué diablos es este olor?
Y se puso a abrir las ventanas del segundo piso.
–En primer lugar: ¡tenemos que librarnos de este olor asqueroso!
George abrió las ventanas de su dormitorio y tomó por el pasillo en dirección a los otros cuartos. Luego oyó la voz de Kathy.
–¡George! ¡Mira esto!
El cuarto dormitorio del segundo piso –convertido ahora en el cuarto de costura de Kathy– tenía dos ventanas. Una de ellas, la que daba sobre el embarcadero y el río Amityville, era la ventana que George había abierto la primera noche, cuando se había despertado a las tres y cuarto. La otra daba sobre la casa vecina, a la derecha de 112 Ocean Avenue. ¡En esta ventana había centenares de moscas que zumbaban contra los cristales!
–¡Santo Dios! ¡Mira esto! ¿De dónde vienen? Moscas ahora...?
–Tal vez están atraídas por el olor –se aventuró a decir Kathy.
–Sí ... pero no en esta época del año. Las moscas no viven tanto tiempo. No con estas temperaturas. Y... ¿por qué se amontonan todas contra el vidrio de esta ventana?
George echó una mirada a todo el cuarto, tratando de descubrir de dónde venían los insectos. En un rincón había un placard. Abrió la puerta y escudriñó el interior, buscando grietas..., cualquier cosa que pudiera dar una explicación del hecho.
–Si la pared de este placard diera sobre el cuarto de baño, a lo mejor podían ser atraídas por el calor, pero esta pared da a la calle.
George puso la mano sobre la pared.
–Está fría. No veo cómo pueden haber sobrevivido.
Después de hacer pasar a su familia al vestíbulo, George cerró la puerta que llevaba al cuarto de costura. Abrió la otra ventana, la que daba sobre el desembarcadero, recogió algunos periódicos y espantó las moscas que pudo. Mató las que quedaban y luego cerró la ventana. Al llegar a este punto el segundo piso estaba ya muy frío, pero por lo menos el perfume dulzón se había ido. También había disminuido el hedor en el cuarto de baño.
Pero nada de esto ayudó a George en sus esfuerzos por calentar la casa. Aunque nadie se había quejado, verificó el aparato de calefacción en el sótano. Marchaba perfectamente. A las cuatro de la tarde el termómetro de la sala marcaba veinticinco grados, pero George no podía sentir el calor.
Kathy había frotado el fondo de los inodoros con Clorox, Fantastik y Lysol. Los productos de limpieza habían tenido algún efecto, pero en buena parte la tintura negra seguía incrustada en la loza. El peor de todos era el inodoro del segundo cuarto de baño, junto al cuarto de costura.
La temperatura exterior había subido a cuatro grados bajo cero y los niños habían salido y estaban jugando con Harry. Kathy les advirtió que debían mantenerse lejos del embarcadero y la zona arbolada, diciendo que era peligroso jugar allí si no había nadie que los estuviera vigilando.
George había traído algunos leños más del garaje y estaba sentado en la cocina con Kathy. Los dos se pusieron a discutir violentamente, sin ponerse de acuerdo sobre quién habría de efectuar las compras de los regalos de Navidad.
–¿No puedes elegir, por lo menos, un perfume para tu madre? –preguntó George.
–¡Tengo que poner esta casa en orden! –gritó Kathy, enfurecida–. ¿Qué estás haciendo tú, fuera de molestar?
Al cabo de unos minutos la colisión ya había pasado. Kathy se disponía a hablar de la extraña experiencia que había tenido esa mañana en su rincón de la cocina cuando sonó el timbre de entrada.
Un hombre de una edad intermedia entre los treinta y cinco y los cuarenta y cinco años, con una calvicie incipiente, estaba parado en el umbral, con una sonrisa incierta en la cara y una caja con seis latas de cerveza en la mano. Los rasgos eran toscos y la nariz estaba enrojecida por el frío.
–Todos quieren venir a darles la bienvenida al barrio. No lo toman ustedes a mal, ¿verdad?
El hombre tenía puesto un sobretodo de lana de tres cuartos de largo, pantalones de pana y botas claveteadas. A George la pareció que no tenía aire de ser uno de los vecinos que habitaban las mansiones de la zona.
Antes de mudarse a Amityville, George y Kathy habían jugado con la idea de tener casa abierta, pero una vez instalados en el nuevo domicilio, no habían vuelto a hablar del tema. George saludó con un movimiento de cabeza al representante del vecindario.
–No, no nos parece mal. Siempre que no les incomode sentarse en cajas de embalaje, puede usted venir con todos sus amigos.
George lo hizo pasar a la cocina y presentó a su mujer. El hombre repitió su frase ante ella. Kathy hizo un gesto de aprobación y el hombre prosiguió contando a los Lutz que tenía una lancha que guardaba en un embarcadero vecino, varias casas más allá en la misma avenida.
El hombre levantó la caja de las cervezas y dijo:
–Yo la traje y yo me la llevo.
George y Kathy nunca supieron cómo se llamaba. No volvieron a verlo.
Esa noche, cuando fueron a acostarse, George hizo su previa inspección de puertas y ventanas, todos los cerrojos y pestillos de adentro y de afuera, de tal modo que, cuando se despertó una vez más a las tres y cuarto de la mañana, y cedió al impulso que le llevaba a echar una mirada abajo, quedó asombrado al encontrarse con que el portón de madera del frente –que pesaba por lo menos ciento veinte kilos estaba abierto y desquiciado, ¡colgando de un solo gozne!
V
23 de diciembre
Kathy fue despertada por los ruidos que hacía George debatiéndose con el portón desvencijado. Se levantó y, al sentir el frío que había invadido la casa, se echó encima una bata y corrió escaleras abajo. Encontró a su marido haciendo esfuerzos por encajar el pesado portón de madera en su marco.
–¿Qué ha pasado?
–No lo sé –contestó George, logrando por fin cerrar la puerta–. La puerta estaba totalmente abierta y colgada de un gozne, ¡Mira esto!
Y señaló la cerradura metálica. El picaporte estaba completamente fuera de centro. La cubierta metálica estaba levantada, como si alguien hubiera querido arrancarla con una herramienta, ¡desde adentro!
¡Alguien había tratado de salir de la casa, no de entrar!"
–No sé qué está pasando aquí –murmuró George, hablando más para sí mismo que para Kathy–
–Sé que cerré antes de subir. Para abrir la puerta desde adentro bastaba con girar la llave.
–¿Desde afuera es lo mismo?
–No. Afuera no hay ningún desperfecto ni en la cerradura ni en el picaporte. Sólo alguien con una fuerza tremenda puede haber sido capaz de sacar de de sus goznes a un portón tan macizo como éste..
–Tal vez fue el viento, George –dijo Kathy esperanzada– A veces es muy fuerte aquí, ¿sabes?
–Aquí el viento no entra, y mucho menos un huracán. ¡Alguien o algo es el autor de esto!
Los Lutz cambiaron una mirada. Kathy fue la primera en reaccionar. "¡Los chicos!" Se dio vuelta y corrió escaleras arriba hasta el dormitorio de Missy.
Una lucecita en forma de oso estaba enchufada en la pared, cerca de la parte baja de la cama de la niña. A la débil luz, Kathy pudo ver la forma del cuerpo de Missy, echada boca abajo.
–Missy –susurró Kathy, inclinándose sobre la cama.
Missy lanzó un leve gemido y se puso boca arriba. Kathy exhaló un suspiro de alivio y subió las frazadas hasta la barbilla de su hija. El aire frío que había entrado mientras la puerta estaba abierta había enfriado el cuarto. Kathy besó a Missy en la frente y silenciosamente salió del cuarto, dirigiéndose al piso alto.
Danny y Chris dormían profundamente, los dos boca abajo. "Ahora, cuando pienso en ello, dice Kathy, me doy cuenta que fue la primera vez que vi a los chicos dormir en esa postura... Especialmente a los tres al mismo tiempo. Incluso recuerdo que iba a decir algo a George en ese sentido, a decirle que aquello me parecía raro".
Por la mañana la ola de frío que envolvía a Amityville no se había retirado. El cielo estaba nublado y la radio prometió, una vez más, una Navidad con nieve. En el vestíbulo de la casa de los Lutz el termómetro seguía marcando veintidós grados, pero George había vuelto al cuarto de estar y seguía metiendo leños entre las llamaradas de la chimenea. George dijo a Kathy que no podía librarse del frío que lo tenía transido hasta los huesos, y que no entendía por qué razón ella y los niños no sentían tanto frío como él.
La tarea de cambiar el picaporte y la cerradura en la puerta de entrada era demasiado complicada, incluso para un hombre tan avezado como George. El cerrajero local llegó a eso de las doce, como se había convenido. El hombre hizo una inspección larga y minuciosa de los daños dentro de la casa y luego miró a George con una expresión peculiar, sin ofrecer ninguna explicación de los motivos que habían hecho posibles los trastornos relatados.
El hombre terminó su trabajo lenta y tranquilamente. Al retirarse, el cerrajero dijo que, en una ocasión, los De Feo lo habían invitado dos años antes. "Tuvieron algún inconveniente con la cerradura de la casilla de los botes". Lo habían llamado para cambiar el cerrojo, ya que antes la puerta, cuando se cerraba desde adentro se trababa. y la persona que estaba en la casilla no podía salir.
George quiso decir algo más en relación al embarcadero, pero cuando Kathy lo miró se contuvo. Ni él ni ella querían enterarse de las noticias que circulaban a la sazón en Amityville: cosas raras estaban ocurriendo una vez más en el número 112 de Ocean Avenue.
A eso de las dos de la tarde la temperatura empezó a subir. Una leve llovizna bastó para que los niños decidieran quedarse en casa. George, como siempre, no había ido a su oficina y seguía yendo y viniendo entre la sala y el sótano, agregando leños a la chimenea y comprobando el funcionamiento del calefactor. Danny y Chris estaban en el cuarto de juegos del tercer piso y jugaban ruidosamente con sus juguetes. Kathy había vuelto a sus tareas de limpieza y forraba con papel las tablas de los placards. Ya había avanzado hasta su dormitorio del segundo piso Cuando se le ocurrió echar una mirada al cuarto de Missy. La niña estaba sentada en su diminuta hamaca y canturreaba para sí misma una canción mientras miraba por la ventana que daba sobre el embarcadero.
Kathy se disponía ya a decir algo a su hija cuando sonó el teléfono. Tomó el llamado desde el aparato que estaba en su dormitorio. Era su madre, que anunciaba la llegada para el día siguiente –Nochebuena– con el hermano de Kathy, Jimmy, que iba a llevarles un árbol de Navidad como regalo para caldear el ambiente.
Kathy dijo que se sentía muy aliviada de que alguien hubiera pensado finalmente en el árbol, ya que ella y George no se habían sentido capaces de hacer compras de ninguna clase. Luego, con el rabillo del ojo, vio que Missy abandonaba su dormitorio y se dirigía al cuarto de costura. Kathy sólo oía a medias lo que le decía su madre. ¿Qué podía estar haciendo en ese cuarto donde se habían amontonado las moscas el día anterior? Podía escuchar el canturreo de la niña, que se movía entre las cajas de cartón aún no abiertas.
Kathy se disponía ya a interrumpir a su madre cuando vio llegar a Missy desde el cuarto de costura. La niña, al tomar por el pasillo y volver a su dormitorio, dejó de canturrear. Sorprendida por el comportamiento de su hija, Kathy reanudó la conversación con su madre, dándole una vez más las gracias por el árbol. Luego colgó, avanzó sigilosamente hasta el cuarto de Missy y se paró en el umbral.
Missy estaba de vuelta en su mecedora, miraba fijamente a la misma ventana y canturreaba una canción que no parecía del todo conocida. Kathy se disponía a decir algo cuando Missy dejó de canturrear y, sin volver la cabeza, preguntó:
–Mamá... ¿hablan los Angeles?
Kathy miró a su hija. ¡La niña se había dado cuenta que ella estaba allí! Pero antes de que Kathy pudiera entrar al cuarto, fue sorprendida por un estruendo que llegaba desde arriba. ¡Los muchachos estaban en el otro piso! Asustada, subió corriendo las escaleras en dirección al cuarto de juegos. Danny y Chris se revolcaba por el suelo, trenzados, golpeándose y pateándose.
–¿Qué pasa aquí? –preguntó Kathy–. ¡Danny! ¡Chris! ¡Basta! ¿Me oyen?
Trató de separarlos, pero los dos niños trataban de lastimarse, con los ojos relampagueantes de furor, Chris gritaba en medio de su furia. Era la primera vez que los dos hermanos se habían trabado en una pelea.
Kathy dio una bofetada –bastante vigorosa– a cada uno, y exigió que se le explicara cómo se había iniciado la gresca.
–Fue Danny que empezó –dijo Chris lagrimeando.
–¡Mentiroso! ¡Tú empezaste! –exclamó Danny, torciendo la cara.
–¿Qué empezó qué? ¿Por qué están peleando? –preguntó Kathy levantando la voz. Ninguno de los niños contestó. Muy pronto los dos se apartaron de su madre. Kathy sintió que fuera cual fuere la historia entre ellos, era asunto de ellos y no de su madre.
Su paciencia se agotó.
–¿Qué está pasando aquí? Primero Missy con sus ángeles, y ahora ustedes dos, estúpidamente, tratan de matarse. Bueno. ¡Basta por hoy! Veremos qué va a decir papá de todo esto. Los dos recibirán el castigo merecido, pero ahora no quiero oír absolutamente nada de ninguno de los dos. ¿Me oyen? ¡Ni una sola palabra más!
Kathy, temblando, bajó las escaleras y volvió a sus tareas. "Tranquilízate", se dijo a sí misma. Al pasar junto al cuarto de Missy, oyó que la niña canturreaba la misma canción extraña. Kathy estuvo a punto de entrar, pero luego le pareció más oportuno no hacerlo y continuó su camino. Más adelante habría de hablar con George, cuando lograra tener una actitud más calma en relación a todo el asunto.
Kathy recogió un rollo de papel de envolver y abrió la puerta del placard. Inmediatamente le llegó a sus narices un olor rancio. "¡Dios mío! ¿Qué es esto?" Miró de la cadenita que colgaba del techo del placard para encender la luz y miró dentro. El placard estaba vacío, salvo por una sola cosa. El primer día en que los Lutz se habían mudado, Kathy había colgado un crucifijo en la pared interna, frente a la puerta del placard tal como lo había hecho cuando, vivían en Deer Park. Un amigo le había dado el crucifijo como regalo de bodas: era un crucifijo de plata, una obra de buena artesanía, de unos treinta centímetros de largo, que tenía la bendición desde hacía mucho tiempo.
Cuando Kathy lo buscó con la mirada y lo encontró, sus ojos se dilataron de horror. El olor rancio le provocó arcadas, pero no pudo apartar la vista del crucifijo, ¡que colgaba cabeza abajo!
VI
24 de diciembre
Ya hacía casi una semana que el padre Mancuso había estado en la casa de Ocean Avenue. Los inquietantes incidentes de ese día y esa noche seguían presentes en su mente, aunque no los había comentado con nadie: ni siquiera con George y Kathy Lutz, ni siquiera con su superior eclesiástico.
En la noche del 23, el padre Mancuso había tenido un ataque de gripe. El sacerdote había sentido chuchos y sudores ,alternados. Y, cuando finalmente se levantó de la cama y se tomó la temperatura, el termómetro marcaba treinta y nueve grados. Ingirió algunas aspirinas, esperando que le bajaran la fiebre. Esto ocurría en días de Navidad, cuando se presenta una gran cantidad de obligaciones para la gente de iglesia: un tiempo muy inapropiado para caer enfermo.
El padre Mancuso se sumió en un sueño turbulento. A eso de las cuatro de la mañana del día de Nochebuena se despertó y se encontró con que su temperatura estaba en treinta y nueve grados y medio. El padre llamó al párroco a sus habitaciones. Éste decidió llamar al médico. Mientras el padre Mancuso esperaba al médico, empezó a pensar en la familia Lutz.
Había algo que lo inquietaba y, al mismo tiempo, que no podía precisar. Todo el tiempo tenía en la mente la imagen de un cuarto que, según creía él, estaba en el primer piso de la casa. Pese a que era presa de un cierto mareo, el sacerdote podía vislumbrar claramente el cuarto: estaba lleno de cajas sin abrir cuando él había dado la bendición a la casa, y también recordaba haber visto el galpón de los botes desde las ventanas.
El padre Mancuso recuerda que, cuando estaba enfermo en cama, había usado las palabras "el mal" en sus reflexiones, pero cree ahora que la fiebre elevada puede haberle jugado una mala pasada a su imaginación. También recuerda que tuvo un impulso, tan fuerte que podía calificarse de obsesión, de llamar a los Lutz y advertirles que debían mantenerse lejos de ese cuarto por todos los medios.
En esos mismos instantes, en Amityville, Kathy Lutz se había puesto a pensar en el cuarto del primer piso. De cuando en cuando, Kathy sentía la necesidad de estar sola, y para esto debía tener su propio cuarto. El lugar elegido para su meditación podía ser éste, junto con la cocina. Este tercer dormitorio del primer piso podría servir como cuarto de vestir y depósito general para los guardarropas crecientes de ella y de George.
Entre las cajas que estaban en el cuarto de costura había algunas con adornos de Navidad, acumulados a lo largo de los años. Había llegado el momento de desempaquetar las bolas y las velitas, ponerlas en condiciones para colgarlas del árbol que su madre y su hermano habían prometido traer esa tarde. Después del almuerzo Kathy pidió a Danny y a Chris que bajaran las cajas a la sala. George estaba más interesado en los leños de la chimenea y sólo se ocupó distraídamente de las lucecitas de Navidad, probando las bombillas de colores y desenredando los hilos. En las horas que siguieron Kathy y los niños se dedicaron activamente a quitar el papel de seda en que estaban envueltas las bolas de bonitos y brillantes colores, los angelitos de madera y de cristal, los Santa Claus, los patinadores, las bailarinas, los renos y los hombres de las nieves que Kathy iba añadiendo todos los años, a medida que los niños crecían.
Cada niño tenía sus adornos favoritos y los había colocado sobre paños que Kathy había extendido en el suelo. Algunos de estos adornos provenían de la primera Navidad de Danny. Pero en esta ocasión los niños se pusieron a admirar un adorno que George había aportado a su nueva familia. Era una pieza de colección heredada, una espléndida galaxia de lunas crecientes y estrellas forjadas en pura plata y encastradas en un fondo de oro de veinticuatro quilates. La parte de atrás de esta pieza de quince centímetros tenía un gancho que permitía colgarla de un árbol. Esta obra, hecha en Alemania hacía más de cien años, pertenecía a su familia desde mucho tiempo atrás; había sido dada a George por su abuela que, a su vez la había recibido de su propia abuela.
El médico había pasado por la casa parroquial y se había ido, después de confirmar que el padre Mancuso tenía un ataque de gripe y haberle recomendado que guardara cama por un día o dos. La fiebre se había instalado en el organismo y la temperatura iba a seguir siendo alta en las próximas veinticuatro horas.
Al padre Mancuso le irritaba la idea de no tener nada que hacer. ¡En su agenda había tantas cosas por hacer! Convino en que algunos de los casos en su calendario del tribunal podían postergarse una semana, pero había pacientes de psicoterapia que, no estaban en condiciones de permitirse una postergación similar. Sin embargo, tanto el médico como el párroco insistieron en que el padre Mancuso sólo iba a prolongar su enfermedad si insistía en trabajar o salir de su casa.
No obstante, había algo que aún podía hacer: telefonear a George Lutz. La sensación desagradable que experimentara ante el cuarto del primer piso no lo había abandonado y lo inquietaba tanto como la misma enfermedad. Cuando el padre Mancuso decidió hacer el llamado telefónico, eran las cinco de la tarde. Danny atendió el teléfono y corrió a llamar a su padre. A Kathy le sorprendió la llamada, pero no a George. Este, sentado todo el día junto a la chimenea, había estado pensando sin cesar en el sacerdote. George había tenido un impulso de llamar al padre Mancuso, pero finalmente no logró hacerse una idea clara de lo que quería decirle.
George lamentó que el padre Mancuso tuviera un ataque de gripe y preguntó si podía ayudar en algo. Después de oír que nada podía hacerse para aliviar las molestias del sacerdote, George se puso a hablar de lo que estaba ocurriendo en la casa. En un principio, la conversación fue de tono menor. George dijo al sacerdote que iba a bajar los ornamentos para colgar del árbol de Navidad que Jimmy, su cuñado, había regalado a la familia.
El padre Mancuso interrumpió a George:
–Tengo que hablar con usted de algo que me está preocupando mucho. ¿Tiene usted presente el cuarto del primer piso de su casa, el que da sobre el embarcadero...? ¿Ése en donde ustedes han puesto todos esos cajones y cajas de cartón sin abrir?
–Claro que sí, padre. Ése va a ser el cuarto de costura y de meditación de Kathy en cuanto yo tenga unos momentos libres para ponerlo en orden. A propósito, ¿sabe usted lo que encontramos allí el otro día? ¡Moscas! ¡Centenares de moscas! ¿Se imagina usted algo parecido? ¡En pleno invierno!
George esperó la reacción del sacerdote. Y la tuvo.
–George: no quiero que usted, Kathy y los niños vuelvan a entrar en ese cuarto. Deben ustedes mantenerse lejos:
–¿Por qué, padre? ¿Qué hay en ese lugar?
Antes de que el sacerdote pudiera contestar, se oyó, por el teléfono, un crujido estridente. Los dos hombres apartaron el receptor de sus orejas, muy sorprendidos. George no pudo entender las palabras siguientes que dijo el padre Mancuso. Lo único que se oía por el teléfono era un ruido parejo e irritante.
–¿Hola? ¿Hola? ¿Padre? ¡No oigo nada! ¡Algo anda mal en la línea!
Desde su teléfono, también el padre Mancuso realizaba esfuerzos por oír a George y sólo distinguía los lejanos "holas". Por último el sacerdote colgó y volvió a marcar el número de los Lutz. Pudo oír los campanillazos, pero nadie atendió. El sacerdote esperó a que sonaran diez campanillazos antes de renunciar. Quedó muy turbado.
Al no poder oír ya al padre Mancuso a través de los ruidos telefónicos, George también debió colgar, y esperó que el sacerdote llamara de nuevo. Durante varios minutos siguió sentado en la cocina, con la mirada fija en el teléfono quieto. Luego marcó el número privado del padre Mancuso en la rectoría. No hubo respuesta.
En la sala, Kathy empezó a desempaquetar los pocos regalos de Navidad que había juntado antes de venir a Amityville. Había ido a las liquidaciones de Sears y al mercado Green Acres de Valley Stream y había comprado ropa para los niños –ofertas a precios convenientes– y algunas cosas para George y la familia. De todos modos, Kathy notó con tristeza que la cantidad de paquetes era exigua y se reprochó a sí misma por no haber ido de compras. Había pocos juguetes para Danny, Chris y Missy, pero ya era demasiado tarde y nada podía hacerse.
Kathy había enviado los niños al cuarto de juegos a fin de trabajar a solas. Pensaba ahora en Missy. No había contestado la pregunta de su hija cuando ésta se había referido a los ángeles que hablaban: Kathy había eludido la respuesta diciéndole que se lo iba a preguntar a papá. Pero la pregunta no fue formulada de nuevo cuando ella y George fueron a acostarse. ¿Cómo se le había ocurrido a Missy una idea semejante? ¿Tendría algo que ver esto con el extraño comportamiento de la niña ayer, en el dormitorio? Y ¿qué habría estado buscando en el cuarto de costura?
Las reflexiones de Kathy se interrumpieron cuando George volvió después de hablar por teléfono en la cocina. En la cara tenía una expresión extraña y evitaba encontrarle la mirada. Kathy esperó que le contara su conversación con el padre Mancuso, pero en ese instante sonó el timbre de la entrada. Kathy se dio vuelta, sorprendida.
–¡Debe ser mamá! George; ¡ya están aquí y ni siquiera he empezado a cocinar! –Corrió en dirección a la cocina: ¡Abre tú, por favor!
El hermano de Kathy, Jimmy Connors, era un hombre joven, robusto, corpulento, que simpatizaba realmente con George. Esa noche su cara, expresaba una afabilidad y una cordialidad encantadoras. Iba a casarse el día después de Navidad y había pedido a George que fuera su padrino. Pero cuando la madre y el hijo entraron en la casa –Jimmy con un pino de buen tamaño entre los brazos– y vieron a George, las caras cambiaron: George no se había afeitado ni bañado desde hacía casi una semana. La madre de Kathy, Joan, se alarmó.
–¿Dónde están Kathy y los niños? –preguntó a George.
Kathy está preparando la cena y los chicos están en el cuarto de juegos. ¿Por qué?
–No sé ... tuve la sensación de que algo no andaba.
Ésta era la primera vez que su suegra y su cuñado venían a la casa, de tal modo que George procedió a mostrar a su suegra la dirección de la cocina. Luego Jimmy y él llevaron el árbol a la sala.
–¡Caramba! ¡Que fogata hay en esa chimenea!
George explicó que no lograba entrar en calor: no lo había logrado desde el día de la mudanza, pese a que ese día había quemado diez leños.
–Sé... –observó Jimmy– hace más bien frío. Tal vez el quemador o el termostato no anden bien.
–No –contestó George–. El quemador anda perfectamente y el termostato marca veinticuatro grados. Ven conmigo al sótano y te mostraré.
En la casa parroquial el médico del padre Mancuso había advertido a éste que la temperatura del cuerpo sube por lo general después de las cinco de la tarde. Aunque el sacerdote no se sentía bien, y el estómago le ardía, su mente volvía a cavilar en los problemas telefónicos, tan extraños, de la familia Lutz.
Ya eran las ocho de la noche y los repetidos intentos de Mancuso de ponerse en contacto con George habían sido inútiles. Varias veces el sacerdote había solicitado a la telefonista que verificara si el teléfono de los Lutz funcionaba normalmente. Y cada vez que lo hizo la campanilla del teléfono sonó interminablemente, hasta que un inspector lo llamó de vuelta y le informó que no había problemas de servicio con ese número.
¿Por qué no había llamado George de vuelta? El padre Mancuso, estaba seguro de que George había oído lo que él le había dicho sobre el cuarto del primer piso. ¿Habría algo horrible detrás de todo esto? El padre Mancuso no tenía confianza en la casa de Ocean Avenue y ya no fue capaz de seguir esperando.
Llamó a un amigo que tenía en el Departamento de Policía del distrito de Nassau.
El árbol de Navidad ya estaba ubicado en la casa de los Lutz. Danny, Chris y Missy ayudaban a tío Jimmy, que lo estaba engalanando, y cada cuál insistía en que sus ornamentos debían colgarse antes. George había vuelto a su mundo particular junto al fuego. Kathy y su madre charlaban en la cocina. Éste era el "cuarto feliz" de Kathy, el único lugar de la nueva casa en donde se sentía segura.
Kathy se quejó de George a su madre: estaba cambiado desde que se habían instalado en la nueva casa.
–Mamá: no quiere bañarse, no quiere afeitarse. Ni siquiera sale de la casa para ir a la oficina. Lo único que le interesa es estar sentado ante esa maldita chimenea y quejarse del frío. Otra cosa más; no hay noche que no se despierte para hacer una inspección del embarcadero.
–¿Qué va a buscar allí? –preguntó la señora Connors.
–¿Yo qué sé? Se limita a repetir que tiene que echar un vistazo... y cerciorarse de que la lancha está dentro.
–Nada de esto es normal en George. ¿Le has preguntado si hay algo que no anda bien?
–¡Claro que sí! –Kathy levantó las manos–. ¡Y lo único que hace, como respuesta, es echar más leña al fuego! Desde hace una semana hemos gastado una barbaridad de leña.
La madre de Kathy tuvo un escalofrío y trató de ajustarse mejor la tricota al cuerpo.
–Bueno... Lo cierto es que en esta casa hace un poco de frío. Lo he sentido desde que entré.
Jimmy, que se había parado sobre una silla de la sala, se disponía a colgar uno de los adornos de George en la copa del árbol. También él tuvo un escalofrío.
–¡Oye, George! ¿Hay alguna puerta abierta? Siento un soplo de aire en la nuca.
George levantó la mirada.
–No; no creo. He cerrado todas las puertas.
Y sintió un súbito impulso de comprobar el estado del cuarto de costura del primer piso.
–Ya vuelvo.
Kathy y la señora Connors se cruzaron con él en el momento en que salían de la cocina. Él no dijo ni una palabra a ninguna de las dos y corrió escaleras arriba.
–¿Qué le pasa? –preguntó la señora Connors. Kathy se encogió de hombros.
–¿Ves lo que te digo?
Y empezó a colocar los regalos de Navidad debajo del árbol. Cuando Danny, Chris y Missy vieron el negro número de paquetes con bonitos forros que estaban en el suelo, se oyó un coro de voces desilucionadas.
–¿Por qué lloriquean?
Era George, que estaba de vuelta, bajo el dintel de la puerta.
–¡A ver si se callan! Están demasiados malcriados.
Kathy estuvo a punto de contestar de mal tono a su marido por haber gritado a los niños en presencia de su madre y de su hermano, pero se contuvo al ver la expresión de la cara de George.
–Dime: ¿abriste la ventana del cuarto de costura, Kathy?
–¿Yo? ¡No he puesto los pies allí en todo el día! George se volvió hacia los niños, que estaban junto al árbol.
–¿Alguno de ustedes ha ido a ese cuarto después de bajar los paquetes?
Los tres menearon las cabezas. George no se había movido de su lugar bajo el dintel. Y volvió los ojos hacia Kathy.
–George, ¿qué ocurre?
–Hay una ventana abierta. Han vuelto las moscas.
¡Crac! Todos dieron un salto al oír un crujido que venía no se sabe de dónde, afuera. Luego el ruido de un golpe repentino. Harry ladró.
–¡La puerta del embarcadero! ¡Se ha abierto de nuevo!
George se volvió hacia Jimmy.
–¡No los dejes solos! ¡Vuelvo en seguida!
Echó mano a la campera que estaba en el placard del vestíbulo y enderezó hacia la puerta de la cocina. Kathy se echó a llorar.
–Kathy, ¿qué pasa? –preguntó la señora Connors, levantando la voz.
–¡Oh, mamá! ¡No lo sé!
Había un hombre que se puso a observar a George en el momento en que salió por la puerta del costado y corrió hacia los fondos de la casa. El hombre sabía que era la puerta de la cocina, porque ya había estado antes en el número 112 de Ocean Evenue. El hombre estaba sentado dentro de un auto estacionado frente a la casa de los Lutz y contempló a George cuando cerraba la puerta del embarcadero.
Echó una mirada a su reloj. Eran casi las once. El hombre tomó en su mano el micrófono de la radio del auto. "Cammaroto. Habla Al. Llame de nuevo a North Merrick y dígales que la gente que vive en 112 Ocean Avenue está en casa." El sargento Al Gionfriddo, del departamento de policía de Amityville estaba de guardia esa Nochebuena, como lo había estado la noche en que la familia De Feo fue ultimada.
VII
25 de diciembre
Por séptima noche consecutiva George se despertó exactamente a las tres y cuarto. Se sentó en la cama. A la luz de la luna de invierno, que había invadido la habitación, pudo ver claramente a Kathy, que dormía boca abajo.
George tendió la mano para acariciarle la cabeza. En ese instante Kathy se despertó, lanzando una mirada azorada en derredor. George pudo ver el temor en sus ojos.
–¡Le dieron un balazo en la cabeza! –aulló Kathy–. ¡Le dieron un balazo en la cabeza! ¡Sentí los estampidos dentro de mi cabeza!
El detective Gionfriddo habría podido entender lo que había aterrado y despertado a Kathy. Al redactar su informe sobre la encuesta inicial en torno del asesinato de la familia De Feo, Gionfriddo había escrito que Louise, la señora de la casa, había recibido un balazo en la cabeza mientras dormía boca abajo. Todo el mundo, incluso su marido, que yacía a su lado, había recibido un balazo en la espalda mientras estaba durmiendo en esa postura. Esta información había sido incluida en los materiales entregados al equipo de investigación del condado de Suffolk, pero nunca había llegado hasta los medios periodísticos. En realidad, este detalle nunca había sido mencionado, ni siquiera en el juicio de Ronnie De Feo.
Ahora Kathy Lutz sabía ya cómo había muerto esa noche Louise De Feo, que dormía en el mismo dormitorio.
George abrazó a su esposa, que estaba temblando, hasta que se tranquilizó y volvió a dormir. Luego, una vez más, el impulso que lo llevaba a echar un vistazo al embarcadero se apoderó de él y, sigilosamente, se deslizó fuera del cuarto.
Ya casi había llegado a la casilla de Harry, cuando el perro se despertó y saltó sobre sus patas.
–¡Chssst, Harry, quieto, quieto!
El perro volvió a sentarse sobre las patas traseras y contempló a George, que examinaba el portón del embarcadero: cerrado y trancado. Una vez más George se acercó y tranquilizó a Harry.
–Todo está en orden, amigo. Vuelve a dormir.
George se dio vuelta y enderezó hacia la casa.
Contorneó el borde de la piscina. El disco de la luna llena parecía un inmenso reflector que estuviera iluminando el sendero. Levantó la mirada, contempló la casa y quedó paralizado. El corazón le dio un vuelco. En la ventana del primer piso del dormitorio de Missy, George divisó a la niña, que tenía la mirada clavada en él y seguía todos sus movimientos."¡Santo Dios!", murmuró audiblemente. Detrás de su hija, de un modo aterradoramente visible, ¡había una cabeza de cerdo! ¡George estaba absolutamente seguro de que los ojitos rojos que lo miraban eran unos ojos de cerdo!
–¡Missy! –aulló. El sonido de la propia voz aflojó la coraza que oprimía su corazón y su cuerpo. Corrió hacia la casa, subió corriendo las escaleras hasta el dormitorio de Missy y encendió las luces.
Missy estaba en su cama, durmiendo boca abajo. Se aproximó a ella y se inclinó.
–¿Missy?
No hubo respuesta. La niña estaba profundamente dormida. Detrás hubo un crujido. Se dio vuelta. Junto a la ventana que daba sobre el embarcadero estaba la pequeña mecedora de Missy, ¡balanceándose!
Seis horas más tarde, a las nueve y media de la mañana, George y Kathy estaban sentados en la cocina y tomaban el café, confundidos y trastornados por los acontecimientos que se sucedían en la nueva casa. Habían estado comentando algunas de las incidencias de que habían sido testigos, y ahora realizaban un esfuerzo para poner en claro cuál era la parte real y cuál la parte que tal vez habían imaginado. La tarea era abrumadora para ellos.
Era el 25 de diciembre de 1975, día de Navidad en todo el territorio de Estados Unidos. La Navidad blanca no se había materializado todavía en Amityville, pero hacia bastante frío como para esperar una nevada en cualquier instante. En el interior, los tres niños jugaban junto al árbol con los escasos juguetes nuevos que George y Kathy habían logrado reunir antes de mudarse a la nueva casa ocho días antes.
George calculó que, en el curso de la primera semana, había gastado más de cuatrocientos cincuenta litros de gasolina y un camión entero de leña. Alguien iba a tener que salir a comprar más leña y algunos artículos de alimentación, como pan y leche.
George había dicho a Kathy que había intentado comunicarse por teléfono con el padre Mancuso después que éste le hizo una advertencia acerca del cuarto de costura. Kathy marcó el número con su propia mano, pero no obtuvo respuesta. Y llegó a la conclusión de que el sacerdote todavía no estaba en sus habitaciones a causa del día feriado, o por haber ido a verse con los suyos. Luego se ofreció para ir a comprar leña y comida.
El paradero del padre Mancuso, ese día de Navidad, nó presentaba problemas. Estaba en la parroquia del Sagrado Córazón y seguía sufriendo del ataque de gripe. En veinticuatro horas la enfermedad no había menguado, de acuerdo con la opinión del médico, y la fiebre no había bajado de los treinta y nueve grados con décimas.
El sacerdote se paseaba por sus habitaciones como un león enjaulado. Era un hombre enérgico que dedicaba largas horas a su trabajo profesional, y que se negaba a permanecer en la cama. El padre Mancuso tenía un portafolio lleno de casos: los que se presentaban ante él en su condición de juez del tribunal y los casos de sus pacientes de psicoterapia. Pese al pedido que le había hecho el párroco, urgiéndolo a que tornara un descanso, el sacerdote había pensado, trabajar, como siempre, en Navidad. Ante todo, el padre Mancuso no podía librarse de la sensación de incomodidad que sentía en relación a los Lutz y a la casa en que vivían.
George oyó a Kathy, que volvía de hacer sus compras. Y pudo deducir que estaba dando marcha atrás a la camioneta por el ruido crepitante que producían las llantas sobre la nieve de la senda. Por alguna extraña razón, el ruido lo molestó y sintió irritación contra su mujer.
Fue a recibirla, sacó dos leños de la camioneta, los puso en la chimenea y se sentó en el cuarto de estar, negándose a transportar más leños. Kathy tuvo un movimiento íntimo de furor: la actitud y el aspecto de George se le estaban volviendo inaguantables. De alguna manera sentía que se estaba acercando una gran pelea, pero trataba de contener su lengua por el momento. Recogió las bolsas con alimentos de la camioneta y dejó dentro los leños que quedaban. Si George sentía frío, pensó Kathy, los iba a tener que acarrear él mismo.
Ella y George previnieron a Danny, Chris y Missy que debían mantenerse lejos del cuarto de costura, sin darles razones. Esto suscitó la curiosidad de los niños, que deseaban saber qué se ocultaba tras de la puerta, ahora cerrada.
–A lo mejor son regalos de Navidad –sugirió Chris.
Danny estuvo de acuerdo, pero Missy dijo:
–Yo sé por qué no podemos entrar. Jodie está ahí.
–¿Jodie? ¿Quién es Jodie? –preguntó Danny.
–Es un amigo mío. Un cerdo.
–¡Oh, Missy! No eres nada más que una bebita. Siempre dices tonterías –dijo Chris.
Esa tarde, a eso de las seis, Kathy había empezado a preparar la comida para la familia cuando oyó un ruido como el que podría producir un objeto tenue y delicado al golpear contra el vidrio de la ventana de la cocina. Afuera estaba oscuro, pero notó que ya había empezado a nevar. Los copos blancos caían como iluminados por el reflejo de la luz de la cocina, y Kathy se puso a contemplarlos mientras el viento arremolineaba la nieve contra el cristal. "¡Por fin la nieve!", dijo.
La Navidad y la nieve; la asociación trajo una sensación de intimidad familiar a la mujer perturbada, que recordó sus días de infancia. Al parecer, siempre había nieve en Navidad cuando ella era chica. Kathy miraba fijamente los copos. Afuera las luces multicolores de los árboles navideños de las otras casas resplandecían en la noche. Detrás de ella, la radio tocaba carillones. Se sintió apaciguada y feliz en su rinconcito privado de la cocina.
Después de la cena, George y Kathy se sentaron silenciosamente en la sala. El árbol de Navidad estaba iluminado y los adornos que George había puesto en la copa eran un hermoso añadido al resto del decorado. De mala gana había bajado George a traer más leña de la camioneta. Ahora había seis leños fuera de la hoguera, lo suficiente para toda la noche, dado el ritmo de consumo de George.
Kathy se puso a coser ropa de los chicos: aplicó remiendos en los pantalones de los varones, que siempre estaban gastados en las rodillas. Y alargó unos cuantos pantaloncitos de brin de Missy. La niña estaba creciendo y los dobladillos ya no tocaban la punta de los zapatos. A las nueve Kathy subió al cuarto de juegos del segundo piso para preparar a Missy para ir a la cama. Oyó la voz de su hija, que llegaba desde el dormitorio. Missy hablaba en voz alta con alguien que estaba en el cuarto, evidentemente. En un principio Kathy pensó que era uno de los chicos, pero luego oyó decir a Missy:
–Verdad que la nieve es preciosa, Jodie?
Cuando Kathy entró, su hija estaba sentada en la mecedora junto a la ventana y miraba caer la nieve. Kathy echó una mirada en derredor. No había nadie en el cuarto.
–¿Con quién estabas hablando, Missie? ¿Con un ángel?
Missy giró la cabeza y miró a la madre. Luego sus ojos se fijaron de nuevo en un ángulo del cuarto.
–No, mamá. Hablaba con Jodie.
Kathy volvió la cabeza y siguió la mirada de Missy. No había nada en el suelo, salvo unos cuantos juguetes.
–Jodie? ¿Quién es? ¿Una de las nuevas muñecas?
–No. Jodie es un cerdo. Es amigo mío. Sólo yo puedo verlo.
Kathy sabía que Missy, como otros niños de su edad, solía inventar personas y animales con quienes hablaba, de tal modo que pensó que la imaginación de la niña estaba funcionando de nuevo. George no le había contado el incidente de la noche anterior en el cuarto de Missy.
Otra sorpresa esperaba a Kathy al llegar al último piso, unos minutos más tarde. Danny y Chris ya estaban en su dormitorio y se habían puesto sus piyamas. Por lo general los niños hacían esfuerzos por no acostarse antes de las diez. Esa noche, a las nueve y media, se prepararon para ir a la cama sin que fuera necesario decirlo. Kathy se preguntó cuál sería la razón de esto.
–¿Qué les ha pasado hoy? ¿Cómo es posible que no pongan dificultades para meterse en cama?
Los niños se encogieron de hombros y siguieron desvistiéndose.
–Aquí hace menos frío, mamá –dijo Danny–. No queremos jugar más en ese cuarto.
Cuando Kathy fue al cuarto a verificar lo que había oído, quedó impresionada por el intenso frío. Las ventanas no estaban abiertas, pero el cuarto tenía una temperatura glacial. Por cierto, la temperatura no era incómoda en el dormitorio de Danny y Chris y tampoco en el pasillo. Tocó el radiador. ¡Estaba caliente!
Kathy habló a George del frío del cuarto de juegos. George, que se sentía muy cómodo junto al fuego y no deseaba desplazarse, dijo que iría a comprobarlo por la mañana. A medianoche, Kathy y George se acostaron finalmente.
La nieve ya no caía sobre Amityville ni a veinte kilómetros de allí, en la parroquia del Sagrado Corazón de North Merrick. El padre Mancuso se apartó de la ventana. Le dolía la cabeza. Tenía dolor de estómago por culpa de los calambres gripales. El sacerdote estaba cubierto de sudor y la sensación de calor sofocante lo forzó a quitarse la robe de chambre. Y, al quitársela, tuvo una serie de escalofríos incontrolables.
El padre Mancuso no tardó en meterse en cama. Bajo las frazadas hacía frío y se dio cuenta que su aliento formaba humo en el aire. "¿Qué demonios está pasando?", se dijo a sí mismo entre dientes. El sacerdote tendió la mano para tocar el radiador junto a su cama y lo encontró enteramente frío.
El enfermo sintió ahora que su cuerpo empezaba a sudar nuevamente. El padre Mancuso se arropó más entre sus frazadas, formando un verdadero nido. Cerró los ojos y empezó a rezar.
VIII
26 de diciembre
Una noche –George no recuerda exactamente cual– se despertó de nuevo a las tres y cuarto de la mañana. Se vistió, salió y, mientras avanzaba en la helada oscuridad, se preguntó qué había ido a buscar en el desembarcadero. Harry, el vigoroso perro mestizo guardián, ni siquiera se despertó cuando George tropezó con un alambre suelto que estaba cerca de su casilla.
Cuando los Lutz vivían en Deer Park, Harry también tenia su casilla particular, y siempre había dormido fuera con cualquier temperatura. Normalmente permanecía despierto, en guardia, hasta las dos o tres de la mañana, antes de echarse a descansar. Cualquier ruido desusado suscitaba la atención alerta de Harry. Desde que se habían mudado a Ocean Avenue el perro estaba, por lo general, profundamente dormido cada vez que George bajaba al desembarcadero. Y sólo se despertaba cuando el amo lo llamaba.
George recordaba vivamente el día después de Navidad, ya que ésa era la fecha que Jimmy había elegido para su casamiento. También tuvo ese día un violento ataque de diarrea; sintió los primeros síntomas mientras volvía del desembarcadero. Los dolores eran intensos en un primer momento, como si le hubieran dado una puñalada en el estómago. George se asustó al sentir que le subía por la garganta una sensación de náusea. Al entrar de nuevo en la casa, corrió al cuarto de baño de abajo.
Ya apuntaba el día cuando se metió en la cama. Los calambres estomacales eran intensos, pero finalmente –tal vez por puro cansancio– se quedó dormido. Kathy se despertó unos instantes después e inmediatamente lo despertó para recordarle que esa noche tenían el casamiento. Había que tomar varias medidas antes de que su hermano viniera a recogerlos. Kathy iba a tener mucho que hacer con su vestido y su peinado. George, medio dormido, emitió unos gruñidos.
Antes de bajar a preparar su desayuno y el de los niños, Kathy subió al segundo piso para echar una mirada al cuarto de juegos. Todavía estaba frío cuando ella abrió la puerta, aunque no tan gélido como el día anterior. Por mucho que a George no le gustara abandonar su asiento junto al fuego, iba a tener que abandonarlo para controlar el radiador. Éste funcionaba perfectamente, pero el cuarto estaba sin calefacción. Por cierto, los niños no hubieran podido quedarse allí mucho tiempo, y Kathy quería desentenderse de ellos hasta que llegara el momento de vestirlos para la boda. Echó un vistazo por la ventana y notó que el suelo estaba cubierto de agua embarrada, formada por la nieve derretida. Esto la decidió, los tres no iban a salir de la casa en todo el día. Llegó a la conclusión de que los haría jugar en sus propios dormitorios.
Después del desayuno, Missy emprendió obedientemente el camino hacia su dormitorio. Kathy le advirtió que no debía entrar al cuarto de costura; que ni siquiera debía abrir la puerta.
–Está bien, mamá. Jodie quiere jugar en mi cuarto hoy.
–¡Esa es mi nena buenita! –dijo Kathy sonriendo–. Ve y juega con tu amigo.
Los varones querían jugar fuera y dijeron que eran sus vacaciones de Navidad. Insistieron y dieron argumentos, contestaciones, y Kathy se encolerizó. Danny y Chris nunca habían discutido las decisiones de ella hasta ahora y Kathy era cada vez más consciente de que sus dos hijos estaban cambiados desde que se habían mudado a la nueva casa.
Pero Kathy no era aún consciente de los cambios en su propia personalidad; aún no había advertido su impaciencia y su irritabilidad.
–¡Basta! ¡Ya los he aguantado bastante! –gritó a sus hijos–. ¡Me parece que se están buscando otra paliza! ¡Se callan la boca o se van a sus cuartos, como les digo! ¿Me oyen? ¡Fuera!
Muy enfurecidos y con aire torvo Danny y Chris subieron las escaleras hasta el segundo piso, cruzándose con George en el trayecto. George ni los miró y ellos no le dieron los buenos días.
En el comedor de la cocina George bebió un sorbo de café, se apretó el vientre con la mano y volvió a subir las escaleras en dirección al cuarto de baño.
–¡No te olvides que tienes que afeitarte y bañarte! –gritó Kathy detrás de él. Dada la velocidad con que había subido las escaleras, Kathy dudó de que la hubiera oído.
Kathy volvió a su rincón de la cocina. Había estado escribiendo una lista de las compras que había que hacer, verificando lo que faltaba de la heladera y las alacenas. La comida empezaba a escasear de nuevo y Kathy se daba cuenta de que era necesario vestirse y salir de compras. No podía confiar en George a ese respecto. El gran congelador del sótano, uno de los artefactos que habían recibido gratis junto con la casa de los De Feo, estaba vacío y podía llenarse muy bien con carnes y alimentos congelados. El material de limpieza también estaba casi agotado, ya que ella había estado frotando los inodoros todos los días. Por el momento, la negrura había desaparecido casi enteramente.
Kathy tenía intenciones de ir al supermercado de Amityville a la mañana siguiente, sábado. En la lista escribió: "Jugo de naranjas". De repente fue consciente de una presencia en la cocina. En su actual estado de ánimo, turbado por el deterioro que percibía en las relaciones de la familia, el recuerdo del primer contacto sobre su mano volvió a ella, y se puso tiesa. Lentamente, Kathy miró por encima del hombro.
Pudo comprobar que la cocina estaba vacía, pero al mismo tiempo ¡sintió que la presencia se acercaba a ella, que casi estaba directamente detrás de su silla! Hasta sus narices llegó un vaho de perfume dulzón, que reconoció como el que había invadido su dormitorio cuatro días antes.
Sorprendida, Kathy casi sintió el contacto de un cuerpo que se apretaba contra ella, de unos brazos que rodeaban su cintura. La presión era leve, sin embargo, y Kathy se dio cuenta, como antes, que era un contacto femenino o casi tranquilizador. La presencia invisible no le trasmitió una sensación de peligro... en el primer momento.
Luego el olor dulzón se hizo más espeso y, al parecer, empezó a circular por el cuarto, mareándola. Kathy tuvo una arcada e hizo un movimiento para librarse de los brazos que se afirmaban cuanto más se debatía ella. Kathy creyó haber oído un murmullo y recordó luego que algo dentro de ella le había aconsejado que no escuchara.
–¡No! –gritó–. ¡Déjeme en paz!
Y golpeó el aire. El abrazo se hizo más apretado y luego hubo cierta vacilación. Kathy sintió que posaban una mano en su hombro, en un gesto de consuelo natural que ya había sertido por primera vez en la cocina.
¡Y luego se desvaneció! Lo único que quedó fue el olor del perfume barato.
Kathy se echó hacia atrás en la silla, cerró los ojos y se echó a llorar. Una mano le tocó el hombro. Se sobresaltó. "¡Dios mío, no, no!" Y abrió los ojos. Allí estaba Missy, de pie, palmeándole un brazo. –No llores, mamá.
Luego Missy volvió la cabeza y miró hacia el pasillo de la cocina.
Kathy también miró. Pero no había nada que ver.
–Jodie dice que no debes llorar –dijo Missy–. Dice que todo se va a arreglar muy pronto.
A las nueve de esa misma mañana el padre Mancuso se había despertado en la casa parroquial de North Merrick y se había tomado la temperatura. El termómetro seguía marcando treinta y nueve grados y unas líneas. Pero a las once de la mañana el sacerdote se sintió de golpe mejor. Los calambres estomacales desaparecieron y, por primera vez en varios días, sintió la cabeza clara. Sin demora se metió el termómetro bajo la lengua: treinta y siete, dos. ¡La fiebre había desaparecido!
El padre Mancuso, súbitamente, tuvo hambre. Unas ganas muy fuertes de comer glotonamente, pero estaba consciente de que debía seguir su dieta normal. El sacerdote se preparó té y tostadas en su kitchenette; ordenando en su mente todas las cosas que había dejado fuera de su nutrida agenda de tareas. Y se olvidó completamente de George Lutz.
A esa misma hora, las once de la mañana, George Lutz no estaba pensando ni en el padre Mancuso ni en Kathy, ni en el casamiento de su cuñado. Acababa de efectuar su décimo viaje al cuarto de baño, la colitis no cedía.
El casamiento de Jimmy y la reunión subsiguiente muy suntuosa, había sido calculada para unas cincuenta parejas y habría de celebrarse en el Astoria Manor de Queens. George iba a tener mucho que hacer en esa reunión, pero por el momento no se preocupaba en lo más mínimo de ella.
George se arrastró escaleras abajo hasta su sillón junto a la chimenea. Kathy entró a la sala para decirle que acababan de telefonear de su oficina de Syosset. Los compañeros de trabajo querían saber cuándo pensaba George reanudar sus actividades. Había algunos trabajos que requerían su supervisión y los empleados de la inmobiliaria habían empezado a quejarse.
Kathy también quería contarle el segundo extraño incidente de la cocina, pero George la apartó con un gesto. Ella se dio cuenta de que no había ningún sentido en ponerse en contacto con él. Luego, desde arriba, oyó ruidos: provenían del dormitorio de Danny y Chris, que se gritaban en medio de una pelea.
Kathy estaba a punto de gritarles a su vez cuando George se le adelantó en la escalera, subiendo los escalones de a dos. Kathy no tuvo fuerzas para seguir a su marido. Se quedó al pie de la escalera, oyendo los gritos de George. Pasaron unos minutos y todo quedó en silencio. Luego la puerta del dormitorio de Danny y Chris se cerró estruendosamente y Kathy oyó las pisadas de George, que bajaba y se detuvo al ver a Kathy. Los dos se miraron, pero ninguno habló. George se dio vuelta y volvió al primer piso, encerrándose en su dormitorio con un portazo.
George bajó media hora más tarde. Por primera vez en nueve días estaba afeitado y bañado, tenía puesta ropa limpia y entró en la cocina, donde estaba Kathy sentada con Missy. La niña estaba almorzando.
–Debes tenerlos listos para las cinco –dijo. Después de decir esto, George se dio vuelta y se fue.
A las cinco y media, Jimmy llegó a recoger a su hermana, a su padrino y a los niños. Debían estar en el Astoria Manor a las siete. Desde Amityville hasta Queens la ruta más directa es Sunrise Highway y el viaje hasta Astoria lleva, por lo general, una hora a lo sumo. Según los informes, los caminos estaban resbaladizos por la nevada reciente, y era una noche de viernes. El tránsito iba a ser pesado y lento. Jimmy había tomado sus precauciones al llegar con la debida anticipación a casa de los Lutz.
El joven novio resplandecía dentro de su uniforme militar y su rostro brillaba de felicidad. Su hermana lo besó impulsivamente y lo invitó a pasar a la cocina a esperar que George terminara de vestirse.
Jimmy se quitó el impermeable y luego, del bolsillo de su chaqueta, extrajo un sobre que contenía mil quinientos dólares en efectivo. Había pagado la mayor parte del dinero al Manor unos meses antes: esto era el saldo. Dijo que había retirado el dinero de una cuenta de ahorros y que, al hacerlo, había quedado pelado. Jimmy volvió a poner el dinero en el sobre, que metió en el bolsillo de su impermeable, dejando a éste en una silla de la cocina.
George, vestido pulcramente con un smoking, bajó las escaleras. La diarrea lo hacía parecer muy pálido, pero estaba, recién peinado y la barba de un rubio oscuro encuadraba su hermoso rostro. Los dos hombres se dirigieron a la sala. George dejó que los últimos fuegos se consumieran y luego removió las brasas, tratando de encontrar algunos rescoldos no apagados.
Los niños estaban vestidos y listos. Kathy subió en busca de su tapado.
Cuando bajó Jimmy fue a la cocina a traer su impermeable y volvió un instante después con él, sobre los hombros.
–¿Listo? –preguntó George.
–Listo como nunca he estado –dijo Jimmy, tanteando automáticamente su bolsillo para tocar el bulto del sobre con el dinero. La cara de Jimmy se demudó. Metió la mano en el bolsillo y la sacó vacía. Buscó en el otro bolsillo. Una vez más, nada. Se quitó el impermeable, lo sacudió, metió la mano en todos los bolsillos de su uniforme. ¡El dinero había desaparecido!
Jimmy volvió corriendo a la cocina, seguido por Kathy y George. Los tres buscaron por todo el cuarto y luego iniciaron una pesquisa, centímetro a centímetro, de la sala. Parecía imposible, pero los mil quinientos dólares de Jimmy habían desaparecido.
Jimmy perdió la compostura.
–¡George! ¿Qué voy a hacer?
Su cuñado puso una mano sabre el hombro de Jimmy, tratando de calmarlo.
–No te pongas nervioso. El dinero tiene que estar en alguna parte.
George llevó a Jimmy hasta el umbral.
–Vamos. Ya se nos ha hecho tarde. Buscaré de nuevo cuando vuelva. Tiene que estar aquí: no te preocupes.
Todo esto tenía resonancias en Kathy, que se echó a llorar. George miró a su mujer y el letargo que lo había dominado en la última semana se desvaneció. George comprendió que había sido muy cruel con Kathy: por primera vez dejó de pensar en sí mismo. Luego, a pesar de la calamidad que había caído sobre Jimmy, sin tomar en cuenta la debilidad que aún experimentaba en todo su cuerpo por causa de la diarrea, George sintió un deseo carnal de estar con su mujer. No la había tocado desde la mudanza a Ocean Avenue.
–Vamos, querida, vamos.
Y dio a su mujer una palmadita en la nalga.
–Deja todo en mis manos.
George, Kathy y Jimmy se metieron en el auto de este último; los niños se acomodaron en el asiento de atrás. Después de cerrar la puerta, George volvió a bajar.
–Un minuto. Quiero echar un vistazo a Harry. Se dirigió hacia el fondo. Caminó en medio de la oscuridad invernal y gritó:
–¡Harry! ¡Mantén los ojos abiertos! ¿Me oyes? No hubo ningún ladrido de respuesta. George se acercó al alambrado del terrenito de Harry. – ¡Harry! ¿Estás ahí?
Por el reflejo de la luz de una casa vecina, pudo ver que Harry estaba en su casilla. George abrió la puerta y entró al corral.
¿Qué pasa, Harry? ¿Estás enfermo?
-George se agachó. Oyó un lento ronquido canino. ¡No eran nada más que las seis de la tarde y Harry estaba profundamente dormido!
IX
27 de diciembre
Los Lutz volvieron de la boda a las tres de la mañana. La noche había sido larga y se había iniciado con la misteriosa desaparición de los mil quinientos dólares de Jimmy y varios otros incidentes posteriores que no añadieron luces amables a la impresión que tuvo George del feliz acontecimiento.
Antes de la ceremonia nupcial George, los otros padrinos y el novio habían comulgado en una capillita cerca del Manor. Durante el acto, George sintió violentas náuseas. Cuando el padre Santini, que tenía a su cargo la iglesia de Nuestra Señora de los Mártires (católica) , tendió a George el cáliz de vitro para que bebiera, George empezó a balancearse, como mareado, frente al sacerdote. Jimmy tendió un brazo hacia su cuñado, pero George lo apartó bruscamente y se abrió camino hacia los baños que estaban en la parte de atrás de la iglesia.
Después de vomitar y volver al hotel, George contó a Kathy que se había sentido asqueado en el mismo instante en que había entrado a Nuestra Señora de los Mártires.
La recepción transcurrió sin mayores incidencias. Hubo abundante comida y bebida y se bailó tanto como se suele bailar en los casamientos de gente de sangre irlandesa. Todo el mundo, al parecer, lo pasaba muy bien. George debió ir sólo una vez al cuarto de baño, en un momento en que creyó que volvía su diarrea. Pero en general no tuvo mayores molestias. El hermano de Kathy y su novia, Carey, partían en viaje de luna de miel a las Bermudas, directamente desde el Manor, y tenían intenciones de tomar un taxi al aeródromo La Guardia. George iba a llevar a Kathy y a los niños de vuelta en el auto de Jimmy, de modo que trató de no beber de más.
Luego llegó el momento desagradable de arreglar cuentas con el gerente del salón. Jimmy, el flamante suegro y George hablaron al hombre de la inesperada pérdida del dinero y prometieron que le iban a pagar con los regalos de casamiento. Por desgracia, cuando se pronunció el consabido "Se van a leer las felicitaciones" y se empezó a abrir los sobres ante el novio y, la novia, ocurrió que la mayoría de los cheques eran personales. El dinero en efectivo no fue más allá de los quinientos dólares.
El gerente quedó consternado, pero después de unos minutos de regateo convino en aceptar dos cheques de George por quinientos dólares cada uno: uno girado sobre su cuenta personal y otro sobre los fondos de la compañía inmobiliaria de Syosset.
George sabía que no tenía quinientos dólares en su cuenta personal, pero como los días siguientes eran sábado y domingo iba a tener tiempo de hacer un depósito el lunes.
El suegro de Jimmy conferenció rápidamente con sus parientes y logró reunir el dinero suficiente para que su reciente yerno pudiera pagar el viaje de luna de miel. Por suerte, los billetes de avión ya estaban pagos. La reunión se disolvió a eso de las dos de la mañana y los Lutz enfilaron hacia la casa de Ocean Avenue.
Kathy se fue inmediatamente a la cama y George fue a echar una mirada al embarcadero y la casilla del perro. Harry seguía durmiendo y apenas se movió cuando George lo llamó por su nombre. En el momento en que se inclinó para palmear a Harry, a George se le ocurrió pensar que tal vez el animal había ingerido una droga, pero luego desechó la idea. No, probablemente estaba enfermo y nada más. Tal vez había comido algo que había hallado en el suelo. George se irguió. Había que hacerlo ver por un veterinario.
La puerta del embarcadero estaba bien cerrada, de tal modo que George volvió a la casa, trancando la puerta del frente. En el momento de entrar en la cocina echó una mirada al piso, con la esperanza de ver el sobre perdido con el dinero. No había nada.
La puerta de la cocina y las ventanas del piso bajo estaban cerradas. George subió por las escaleras hasta su dormitorio, pensando en su mujer y en su cama suave y caliente. Al pasar frente al cuarto de costura advirtió que la puerta estaba levemente entornada. Pensó en los niños. Probablemente uno de ellos había abierto la puerta antes de irse. Les iba a preguntar mañana de mañana, cuando se despertaran.
Kathy lo estaba esperando, aunque tenía mucho sueño. Esa noche había captado las vibraciones de su marido y ansiaba tener contacto físico con él. George no la había tocado desde el día de la mudanza. Por lo general hacían el amor todas las noches desde su casamiento en el mes de junio. Pero desde el 18 hasta el 27 de diciembre George no había hecho ningún intento en ese sentido. En ese momento los niños estaban profundamente dormidos, cansados de haber trasnochado. Kathy observó a George mientras éste se desvestía y todos sus temores de los últimos días se disolvieron en su mente. Él se metió bajo la gruesa cobija:
–¡Oh, esto sí que es bueno!
Se pegó al calor de Kathy.
–¡Al fin solos!, como dicen.
Esa noche Kathy tuvo un sueño en que intervenía Louise De Feo y un hombre con quien ésta tenía relaciones sexuales en el mismo cuarto que era ahora su dormitorio. Al despertarse por la mañana la visión siguió impregnando sus imágenes. De algún modo Kathy sabía que ese hombre no era el marido de Louise. Hasta varias semanas después no supo –ya se había ido de la casa de Ocean Avenue–por intermedio de un abogado de los De Feo, que Louise tenía un amante, un artista que vivió cierto tiempo con la familia. El señor De Feo se enteró probablemente de estas relaciones e informó a su abogado.
Por la mañana, Kathy subió a la camioneta y se fue de compras por Amityville, mientras que George llevó a los niños en el coche de Jimmy para recoger su correspondencia en la agencia de Syosset. Incluso hizo pasear a Harry e informó a sus empleados que volvería a trabajar con ellos a partir del lunes.
Cuando George volvió a su casa se encontró con Kathy, que estaba poniendo en la heladera de la cocina los alimentos que había comprado. Kathy había traído muchas cosas para poner en el congelador del sótano y se quejó de que los precios fueran más altos en las tiendas de Amityville.
–Ya me lo imaginaba –dijo George, encogiéndose de hombros–. Amityville tiene más categoría que Deer Park.
A todo esto, ya era la una pasada. Aunque Kathy quería preparar el almuerzo, antes tenía que guardar el resto de los alimentos congelados en el congelador del sótano. George propuso hacer unos sandwiches para él y los niños.
Mientras Kathy estaba en el sótano, sonó el timbre de la puerta de entrada. La persona que llamaba era su tía Theresa. George había visto a esta señora sólo una vez en casa de su suegra, antes de casarse con Kathy. Theresa, en un tiempo, había sido monja. Ahora tenía tres hijos, pero George nunca se había enterado de las razones exactas que la llevaron a colgar los hábitos.
La ex monja estaba de pie en el pasillo: una mujer baja, delgada, de unos treinta y tantos años, vestida sencillamente con una chaqueta de lana negra gastada y zapatos de goma. La cara parecía fatigada, pese a estar encendida por el frío. La temperatura marcaba números muy bajos en el termómetro y el aire era claro, punzante.
Theresa dijo a George que había tomado un autobús hasta Amnityville y que había caminado desde la estación.
George levantó la voz para informar a Kathy de la llegada de su tía. Kathy contestó que en seguida estaría disponible y pidió a George que le mostrara la nueva casa a su tía.
Los niños saludaron en silencio a su tía abuela. La cara severa de Theresa cortaba la natural inclinación infantil a la cordialidad. Danny pidió permiso para salir con Chris.
–Está bien –dijo George– pero debes prometerme que no te alejarás de los alrededores de la casa.
Missy corrió escaleras abajo hasta el sótano. George notó que Theresa se ponía muy triste cuando los niños no respondían a sus manifestaciones de afecto.
Mientras George mostraba a Theresa la planta baja, pasando revista al importante comedor y al espacio o cuarto de estar, advirtió el frío,que reinaba en la casa, una especie de humedad fría que no había notado hasta el momento de la llegada de Theresa. Ésta estuvo de acuerdo en que la casa le había parecido fría en el momento de entrar. George echó una mirada al termostato. Marcaba veinticinco grados pero George se dio cuenta de que debía poner más fuego en la chimenea.
Subieron al primer piso. Theresa echó una mirada de reprobación a los espejos esfumados que estaban detrás de la cama de George y Kathy. Él adivinó sus pensamientos –Theresa pensaba que este despliegue de riqueza tenía un dejo de vulgaridad–y estuvo a punto de decirle que los De Feo habían dejado esos espejos. Pero prefirió dejar pasar el punto sin comentarios. ¡En el fondo, la mujer seguía siendo una monja!
Theresa siguió a George por los otros cuartos, admirando el nuevo espacio adquirido, pero cuando franquearon el umbral del cuarto de costura, Theresa pareció vacilar. George le abrió la puerta para que pasara. Theresa retrocedió unos pasos, palideciendo.
–No quiero entrar –dijo, dándole la espalda.
¿Habría visto algo Theresa por la puerta abierta? George echó una mirada al cuarto. Gracias a Dios no había moscas. Si las hubiera habido, la reputación de limpieza de Kathy habría sufrido un golpe irreparable. Pero George pudo comprobar que el cuarto estaba gélido. Miró a Theresa, que seguía de pie, implacable, de espaldas al cuarto. Cerró la puerta y sugirió que echaran un vistazo al último piso.
Cuando llegó el momento de ver el cuarto de juegos, la ex monja hizo una mueca de contrariedad.
–No –dijo– este lugar también es malo. No me gusta.
En el momento en que George y la tía Theresa bajaban, Kathy subía del sótano con Missy. Las dos mujeres se abrazaron y Kathy, llevando su tía a la cocina, dijo:
–George, voy a terminar después con este trabajo. Quiero llevar algunas de las latas que compré a un placard que encontré allá abajo. Lo podemos usar como alacena.
George volvió a la sala para avivar el fuego de la chimenea.
Theresa no había estado nada más que una media hora en la casa, pero declaró que ya era tiempo de irse. Kathy, que había contado con que su tía se quedara a almorzar con ellos, se sintió sorprendida.
–George puede llevarte de vuelta –dijo Kathy, pero Theresa se negó–.
–Aquí hay algo malo, Kathy –dijo, mirando a su alrededor–. Me tengo que ir.
–¿Cómo es posible, tía Theresa? ¡Afuera hace un frío horrible!
La mujer meneó la cabeza, se puso de pie, se echó sobre los hombros el grueso tapado y emprendió la marcha hacia la puerta de entrada cuando Danny y Chris entraron acompañados de otro niño.
Los tres niños vieron que Theresa se despedía con un movimiento de cabeza para George y un tenue beso en la mejilla de su sobrina. Cuando Theresa se acercó a la puerta, Kathy y George cambiaron una mirada, sin encontrar palabras para comentar aquel extraño comportamiento. Por último Kathy fue consciente de sus hijos y del nuevo compañerc de juegos.
–Este es Bobby, mamá –dijo Chris–. Acabamos de conocernos. Vive en la misma calle.
–Hola, Bobby –dijo Kathy, sonriendo.
Era un niño pequeño, de pelo negro, al parecer de la misma edad de Danny. Con aire inseguro, Bobby tendió la mano derecha. Kathy se la estrechó y presentó a George.
–Este es el señor Lutz.
George sonrió al niño y le apretó la mano. –¿Par qué no van arriba a jugar?
Bobby pareció reflexionar, lanzando rápidas miradas al vestíbulo.
–No. Así está bien. Prefiero jugar aquí.
–¿Aquí? –preguntó Kathy–. ¿En el vestíbulo?
–Sí, señora.
Kathy miró a George. En sus ojos estaba escrita la pregunta no formulada: ¿qué hay en esta casa que hace que todo el mundo se sienta tan incómodo?
En la media hora siguiente los tres niños jugaron en el suelo del vestíbulo, con los nuevos juguetes navideños de Danny y Chris. Bobby no se quitó ni una sola vez su abrigada chaqueta. Kathy volvió al sótano a terminar con la tarea de convertir al placard en una alacena y George se acercó de nuevo a su chimenea. Bobby se puso de pie y dijo a Danny y a Chris que quería irse a su casa. Esta fue la primera y la última vez que el niño conocido en la calle pisó el número 112 de Ocean Avenue.
El sótano de la casa de los Lutz medía trece metros por ocho. Cuando George lo vio por primera vez, bajó las escaleras y vio a su derecha unas puertas de resorte que llevaban a la parte en que estaban el quemador de gasolina, el tanque de agua caliente y el congelador, las lavadoras y las secadoras que los De Feo habían dejado.
A su izquierda, pasando otras puertas, había un cuarto de juegos de tres metros por ocho, hermosamente recubierto de un zócalo de madera y luces fluorescentes empotradas en un techo con caída. En frente estaba el área que George tenía intenciones de usar como oficina.
Un pequeño placard se abría en el espacio debajo de las escaleras y entre la escalera y la pared de la derecha había unos tabiques que formaban un placard adicional, que se extendía por unos dos metros, con estantes que bajaban desde el techo hasta el suelo. Este espacio, pensó George, estaba bien distribuido y aprovechaba lo que, en otro caso, habría sido espacio desperdiciado; su cercanía de la cocina lo convertía en una conveniente alacena. Kathy estaba trabajando en estos placards. En el momento en que metía unas latas grandes y pesadas contra la pared del placard, uno de los estantes crujió. El tabique de madera de la pared del fondo pareció ceder un poco. Kathy puso a un lado las latas y empujó el tabique, que se hundió. El placard estaba iluminado por una sola lamparita que colgaba del techo. El reflejo de la lamparita brillaba a través de una hendija que se abría lo suficiente para dar a Kathy la impresión de que había un espacio vacío detrás del placard, bajo la parte más alta de las escaleras.. Kathy llamó a su marido pidiéndole que bajara.
George miró la abertura y empujó el tabique. La pared cedió un poco más.
–Al parecer, no hay nada detrás –dijo a Kathy.
George retiró las cuatro tablas de madera y empujó con fuerza el tabique del fondo, que cedió enteramente y se abrió. ¡Era una puerta secreta!
El cuarto era pequeño: de un metro veinte por un metro y medio. Kathy quedó con la boca abierta. La pintura era roja desde el techo hasta el suelo.
–¿Qué es esto, George?
–No sé –contestó éste, tanteando las sólidas paredes de hormigón–. Al parecer hay un cuarto extra; a lo mejor es un refugio contra bombas. Todo el mundo se puso a fabricarlos a fines de la década del cincuenta. Y sólo puedo decirte que esto no estaba incluido en los planos que la inmobiliaria me mostró.
–¿Crees que lo construyeron los De Feo? –preguntó Kathy, aferrándose nerviosamente al brazo de George.
–Tampoco lo sé, pero lo supongo –dijo, conduciendo a Kathy fuera del cuarto secreto– me pregunto para qué lo usaban.
Y cerró el tabique.
–¿Crees que habrá otros cuartos como éste en el fondo de los placards? –preguntó Kathy.
–No lo sé, Kathy –contestó George–. Voy a tener que examinar pared por pared.
–¿Notaste el olor raro?
–Sí, lo noté –dijo George–. Es olor a sangre. Ella aspiró profundamente.
–George: esta casa me perturba. Ocurren muchas cosas que no entiendo.
George vio que Kathy se llevaba los dedos a la boca: en ella esto era una indicación de miedo. Missy hacía lo mismo cuando estaba asustada, George dio una palmada en la cabeza de su mujer.
–No te preocupes, querida. Voy a averiguar qué diablos hay detrás de todo esto. De todos modos ... ¡lo podemos usar como una alacena extra!
Apagó la luz del placard, dejando a oscuras el tabique del fondo, pero sin desvanecer la fugitiva visión de un rostro que logró divisar en el tabique de madera prensada. ¡George habría de enterarse, al cabo de unos días, que era la cara barbada de Ronnie De Feo!
X
28 de diciembre
El domingo, el padre Frank Mancuso volvió a la casa párroquial después de oficiar misa en la iglesia del Sagrado Corazón. Sólo mediaban unos metros entre uno y otro edificio, pero el sacerdote pudo comprobar su reciente debilidad al avanzar en el frío aire matinal.
En el cuarto de recepción de la rectoría había una visita esperándolo: el sargento Al Gionfriddo, de la policía local. Los dos hombres se dieron la mano y el padre Mancuso hizo pasar a Gionfriddo a sus habitaciones del primer piso.
–Me alegro de que me haya usted llamado –dijo el sacerdote–, y le agradezco su visita.
–No hay de qué, padre. Es mi día libre.
El corpulento detective echó una mirada a la habitación del sacerdote. La sala estaba llena de libros que no cabían en los estantes e invadían mesas y sillas. Retiró una pila de un sillón y se sentó.
El padre Mancuso hubiera querido convidar con algo, pero no tenía bebidas alcohólicas que ofrecer, de tal modo que preparó un poco de té. Mientras se calentaba el agua, fue derecho al grano: el motivo por el cual había solicitado la visita de Gionfriddo.
–Como usted sabe –empezó a decir– estoy preocupado por los Lutz. Por eso le pedí, a Charlie Guarino que se pusiera en contacto con alguien en Amityville capaz de verificar si todo está en orden.
El sacerdote se dirigió a la kitchenette en busca de tazas y platillos.
–Charlie me recordó que esta familia está viviendo en la casa en donde asesinaron a esa pobre familia De Feo. Algunos amigos me han hablado de ese caso, pero no sé realmente cómo ocurrió.
–Yo estuve en ese caso, padre –interrumpió el detective.
–Así me dijo Charlie cuando me visitó la otra noche.
El padre Mancuso trajo el té y se sentó frente a Gionfriddo.
–De todos modos, tuve mucha dificultad en conciliar el sueño anoche. No sé por qué, pero no podía dejar de pensar en los De Feo.
Miró a Gionfriddo, haciendo un esfuerzo por leer la expresión de su cara. Era una tarea difícil, aunque el padre Mancuso contaba con años de experiencia, indagando las personas en busca de hechos reales o imaginarios: de sus pacientes o de los solicitantes que se presentaban a él en los tribunales. El padre no sabía si debía revelar lo que le había ocurrido el primer día que fue a la casa de Ocean Avenue o el incidente de su conversación telefónica con George.
Gionfriddo adivinó rápidamente los pensamientos del sacerdote y resolvió el problema.
–Usted cree que algo raro está pasando en esa casa, ¿verdad, padre?
–No sé. Era lo que quería preguntarle.
El detective puso en el platillo su taza de té.
–¿Qué está usted buscando? ¿Una casa embrujada? ¿Quiere usted que le diga que hay fantasmas en ese lugar?
El sacerdote meneó la cabeza.
–No, pero me haría usted un favor si me cuenta qué ocurrió la noche de la matanza. Tengo entendido que el muchacho dijo haber oído voces.
Gionfriddo miró los ojos penetrantes del sacerdote y se dio cuenta que estaba turbado. Entonces se aclaró la garganta y adoptó su voz oficial.
–Bueno... Fundamentalmente están los hechos. Ronald De Feo hizo tomar un soporífero a su familia durante la comida del 13 de noviembre de 1974 y luego, cuando estaban durmiendo, los baleó con una escopeta de alto poder. Durante el juicio el criminal afirmó que una voz le había dicho que debía proceder de este modo.
El padre Mancuso guardó silencio, esperando oír detalles, pero Gionfriddo había terminado con su informe.
–¿Fue así? –preguntó el sacerdote.
Gionfriddo hizo una señal de afirmación. –Como acabó de decirle, estos son los hechos básicos.
–Supongo que todo el vecindario se despertó, ¿no? –preguntó el padre Mancuso.
–No. Nadie oyó los tiros. Nos enteramos del hecho más tarde, cuando Ronnie fue a The Witches Brew y se lo contó al dueño del bar. The Witches Brew es un bar cerca de Ocean Avenue. El muchacho se emborrachó y habló.
El padre Mancuso quedó atónito.
–¿Quiere usted decirme que este hombre mató a seis personas con una escopeta de alto poder y que nadie oyó el estruendo?
Gionfriddo cree que fue justamente en este instante que empezó a sentir náuseas en casa del sacerdote. Y sintió que tenía que irse.
–Así es. Los vecinos que habitan las casas junto a la casa de los De Feo afirman que esa noche no oyeron nada.
Gionfriddo se puso de pie.
–¿No le parece muy raro?
–Si. Yo también lo he pensado –dijo el detective, poniéndose el abrigo–. Pero debe usted tener presente, padre, que esto ocurre en invierno. Muchas personas duermen con sus ventanas herméticamente cerradas. A las tres y cuarto de la mañana estas personas son inaccesibles al mundo que las rodea.
El sargento Al Gionfriddo sabía que el sacerdote quería hacerle más preguntas, pero a él eso no le importaba. Tenía que irse de aquel lugar. No bien salió de la rectoría, tuvo que vomitar.
En el momento de llegar a Amityville, Gionfriddo sintió que su malestar estaba pasando. En un principio pensó pasar por la casa de Ocean Avenue, pero cambió de idea. En vez de hacer eso, enderezó hacia su casa por Amityville Road. A la derecha de su auto estaba The Witches Brew.
The Witches Brew era un bar en donde se reunían muchos jóvenes de la ciudad, especialmente durante la temporada, cuando Amityville está llena de veraneantes que alquilan casas. Pero ahora, en la tarde de un domingo de diciembre, Amityville Road, la calle que tiene las principales tiendas de la ciudad, estaba vacía. Los aficionados al rugby seguían un partido por las pantallas de televisión y las personas serias estaban en sus casas, pegadas a sus aparatos.
Gionfriddo manejaba su coche y no notó la silueta de una persona que entraba en The Witches Brew. El detective se había pasado ya en unos quince metros antes de girar con su auto policial y frenar. Miró hacia atrás, pero el hombre se había ido. ¡La forma del cuerpo, la barba, el paso jactancioso eran los de Ronnie De Feo!
Gionfriddo siguió con la mirada fija en la entrada del night club. "¡Ah, me estoy poniendo nervioso!", murmuró, ¿qué querrá este cura?" El detective volvió a poner el coche en movimiento y se apartó del cordón de la vereda, raspando las llantas.
En The Witches Brew, George Lutz había pedido su primera cerveza y se preguntaba por qué razón el barman lo había mirado tanto en el momento de sentarse al mostrador. El hombre que estaba abriendo una botella de cerveza y echando el contenido, se interrumpió de golpe y estuvo a punto de decir algo a George, pero luego siguió llenando el vaso.
George miró a su alrededor. The Witches Brew era uno de los tantos bares que George había visto en sus viajes como oficial de la marina y cuando realizaba trabajos de supervisión en las ciudades chicas y las aldeas de Long Island: lóbregamente iluminado, la inevitable juke box de colores chillones, el olor a cerveza rancia y el humo. No había nada más que otro parroquiano en el otro extremo del largo mostrador de caoba, absorbido por la pantalla de televisión, puesta encima del espejo del bar. En ese instante el locutor estaba describiendo la primera parte de un partido de rugby.
George olfateó, bebió un trago de cerveza y se miró en el espejo que estaba detrás del mostrador. Había tenido que salir de la casa, estar a solas consigo mismo. No podía encontrar explicación para lo que estaba ocurriendo a su familia. Las piezas del rompecabezas que más adelante hubo de juntar estaban, por el momento, inconexas.
George no podía entender qué les ocurría a los niños desde que se habían mudado a la nueva casa. A su modo de ver, se estaban portando con rudeza y descortesía. Antes no había sido así: en Deer Park no había sido así.
También pensó en Missy, que estaba muy rara. ¿Realmente habría visto él un cerdo en la ventana de la niña la otra noche? ¿Y a dónde había ido a parar el dinero de Jimmy? ¿Cómo era posible que se hubiera evaporado ante los ojos de todos?
George terminó su cerveza e hizo una seña para que le trajeran otra. Su mirada volvió a la imagen del espejo y recordó que esa misma semana él había estado sentado como un muñeco al lado de la chimenea parándose después y corriendo a ver el galpón de los botes. ¿Por qué? Y ahora estaba esta historia del cuarto rojo en el sótano. ¿Qué demonios significaba todo esto? Bueno, mañana él iba a empezar a indagar los antecedentes de la casa. El primer paso habría de ser una visita a la oficina de catastro de Amityville para averiguar qué mejoras se habían hecho en la propiedad del 112 Ocean Avenue.
"Si", se dijo a sí mismo, "y tengo que pasar por el Banco a cubrir ese cheque. No sea que me lo devuelvan". George bebió el resto de su segundo vaso de cerveza. En un primer momento no advirtió la presencia del barman frente a él. Luego se dio cuenta que el hombre estaba esperando. Y tapó el vaso con la mano, para indicar que no quería otra cerveza.
–Si me permite una pregunta, señor... –dijo el barman–. ¿Usted está de paso?
–No –contestó George– vivo aquí, en Amityville. Nos acabamos de mudar.
El barman hizo un movimiento afirmativo.
–Bueno... Usted es el perfecto sosia de un muchacho que anduvo por estos pagos. Por un instante creí que usted era él.
Metió el dinero de George en la caja registradora. –Ahora se ha ido. No volverá por un rato. Puso el cambio sobre el mostrador y añadió: –Tal vez nunca.
George recogió el dinero y se encogió de hombros. La gente siempre lo estaba confundiendo con otro. Tal vez fuera culpa de la barba, aunque ahora hay tantos hombres con barba.
Bueno... Hasta cualquier momento.
Enderezó hacia la puerta de entrada.
El barman cabeceó afirmativamente.
–Sí, espero que nos veamos de nuevo.
George había llegado a la puerta.
–¡Eh! –gritó el barman– dígame una cosa: ¿adónde se ha mudado?
George se detuvo, se dio vuelta y señaló vagamente hacia el oeste.
–¡Oh, a un par de cuadras de aquí! A la avenida Ocean.
El barman sintió que el vaso de cerveza de George se le deslizaba entre los dedos. Y cuando oyó las últimas palabras de George, "112 Ocean Avenue", el vaso cayó y se hizo añicos contra el suelo.
Kathy estaba esperando que George volviera. Se había sentado en la sala, junto al árbol de Navidad, pues no había querido ubicarse en su rincón favorito de la cocina por temor a encontrarse con aquella presencia invisible que apestaba a perfume barato. Los niños habían ido a su dormitorio y veían un programa de televisión. La mayor parte de la tarde habían estado tranquilos, siguiendo atentamente una película vieja. Las risas alegres que llegaban a los oídos de Kathy la convencieron de que era una película de Abbot y Costello.
Kathy hizo un esfuerzo de concentración mental, pensando en el posible lugar del dinero de Jimmy. Ella y George habían escudriñado cada palmo de la cocina, del comedor, de la sala, los dormitorios y los placards, en busca del sobre. ¡Éste no podía haberse evaporado! Nadie capaz de robarlo había estado presente en la casa en el momento. ¿En dónde diablos se había metido?
Kathy pensó en la presencia que había sentido en la cocina y se estremeció. Trató de pensar en los otros cuartos de la casa: ¿el cuarto de vestir? ¿el cuarto rojo del sótano? Empezó a levantarse de su silla y se interrumpió. Tenía miedo de bajar sola al lugar. De todos modos, pensó mientras volvía a sentarse, ella y su marido no habían visto nada más que las paredes rojas cuando estaban en el sótano.
Miró el reloj. Eran casi las cuatro. ¿Por dónde andaría George? Faltaba de la casa desde hacía una hora. Luego, con el rabillo del ojo derecho, captó un movimiento.
Uno de los primeros regalos de Navidad que Kathy le había hecho a George había sido un gran león de cerámica, de un metro veinte de altura, agazapado y dispuesto a lanzarse sobre una víctima invisible, pintado con colores naturalistas. A George le había parecido muy lindo y lo había puesto en la sala, sobre una mesa grande que estaba junto a la chimenea.
Cuando Kathy se dio vuelta y miró al león, tuvo la sensación de que ¡estaba varios centímetros más cerca de ella!
Después de haberse ido el sargento Gionfriddo de las habitaciones del padre Mancuso esa tarde, el sacerdote se sintió enojado consigo mismo. No le gustaba la forma en que estaba manejando el caso de la familia Lutz, y resolvió poner fin a la obsesión que le provocaba. En las horas siguientes se puso a analizar las situaciones posibles que podían surgir la semana próxima en el tribunal y los casos que se habían ido acumulando.
El padre Mancuso, dándose cuenta que debía tomar decisiones importantes, capaces de afectar vidas ajenas, trató de librar su mente de ciertas abstracciones, como la explicación poco satisfactoria que había dado Gionfriddo del asesinato de la familia De Feo y las dudas que le había suscitado la seguridad de esa casa. A medida que trabajaba, se volvía más consciente de que recobraba sus fuerzas. La debilidad que había sentido en el frío aire invernal ya no estaba en él. Eran las seis y recordó que no había comido ni bebido nada después de la taza de té compartida con Gionfriddo.
El padre Mancuso puso sobre la mesa una gaveta con fichas, enderezó el cuerpo y se dirigió a la cocina. En la sala sonó el teléfono. Era su número particular. Levantó el tubo y dijo:
–¿Hola?
No hubo respuesta: tan sólo un ruido de crepitación en el auricular.
El sacerdote sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Con el teléfono en la mano, empezó a sudar y recordó su última conversación con George Lutz.
George estaba oyendo las descargas de su teléfono, que había sonado mientras él estaba en la cocina con Kathy y los chicos.
Por último, como nadie respondía a sus repetidos "holas", George colgó ruidosamente el receptor en la horquilla.
–¿Qué te parece? ¡Algún imbécil que se divierte con esta clase de bromas!
Kathy miró a su marido. Los dos estaban comiendo y George había aparecido hacía unos instantes, contando a su mujer que había hecho un largo paseo por la ciudad y que estaba convencido de que ellos vivían en la mejor calle de Amityville.
Kathy pensó que George tenía mucho mejor aspecto después de haber andado fuera de la casa. Le pareció tonto de su parte el deseo de mencionar al león, y olvidó el incidente justamente en el momento en que George perdía la compostura.
–¿Qué pasa? –preguntó.
–Nadie en el teléfono: eso es todo. Nada más que los zumbidos.
Y se dispuso a sentarse a la mesa.
–¿Sabes? Ha sido lo mismo que la última vez en que intenté hablar con el padre Mancuso. Me pregunto si no estará tratando de llamarme.
George volvió al teléfono y marcó el número particular del sacerdote.
Esperó unas diez llamadas. No hubo respuesta. Echó una mirada al reloj eléctrico que estaba sobre la pileta de la cocina. Eran exactamente las siete. Tuvo un leve escalofrío.
–¿No te parece que se está poniendo un poco frío, Kathy?
El padre Mancuso acababa de tomarse la temperatura. Treinta y nueve y unas décimas. "¡Oh, no!", gimió, "¡de nuevo!". Y se tomó el pulso, apretando un dedo contra la muñeca. El sacerdote estaba contando cuando el minutero del reloj marcaba exactamente el número doce. Notó que eran las siete.
¡Por un minuto, su corazón tuvo ciento veinte latidos! Normalmente el pulso del padre Mancuso era de ochenta latidos por minuto. Se dio cuenta que estaba por enfermarse otra vez.
George dejó la cocina y pasó a la sala.
–Es mejor poner mas leños en el fuego –dijo.
Kathy siguió con la mirada a George, que salió pesadamente de la cocina. Volvió a tener la antigua sensación de depresión. Luego oyó un ruido repentino en la sala. ¡Era George!
–¿Quién diablos puso a ese maldito león en medio del cuarto? ¡Casi me he roto la cabeza!
XI
Del 29 al 30 de diciembre
Al día siguiente, lunes, George amaneció con el tobillo luxado. Había dado un salto desarcetado para evitar al león de porcelana y había caído con todo su peso sobre los leños que estaban junto a la chimenea. Tenía un tajo encima del ojo derecho, que ya no sangraba porque Kathy le había aplicado un parche. ¡Lo que perturbaba a Kathy era la marca muy clara de unos dientes en el tobillo!
George fue cojeando hasta su camioneta Ford 1974 y tuvo ciertas dificultades para encender el motor enfriado. Con temperaturas bajo cero, George ya sabía que podía enfrentar problemas de carburación. Pero finalmente logró poner en marcha el motor y atravesó la isla en dirección a Syosset. La primera tarea que se había impuesto era cubrir el cheque extendido en favor del Astoria Manor. Esto significaba retirar fondos de la cuenta de William E. Parry, Inc., la compañía inmobiliaria en la que trabajaba.
En mitad del camino a Syosset, en la carretera Sunrise, George percibió un ruido sordo en la parte de atrás del vehículo. Se paró a un lado de la ruta y examinó la cola de la camioneta. Uno de los paragolpes se había aflojado y había caído. George quedó asombrado. Un percance como éste sólo podía ocurrir, en el peor de los casos, cuando los paragolpes están viejos y gastados, pero este vehículo sólo tenía 30.000 kilómetros. Se sentó de nuevo al volante y decidió reemplazar la pieza en cuanto llegara a Amityville.
Después de que George se fuera esa mañana, la madre de Kathy telefoneó para decir a su hija que había recibido una tarjeta de Jimmy y Carey desde las Bermudas.
–¿Por qué no me traes los chicos a casa?
El auto de Jimmy seguía en la senda de entrada a la casa, pero Kathy no tenía ganas de salir. Dijo que tenía mucha ropa que lavar y que George y ella le harían una visita probablemente para Año Nuevo. Por el momento no tenían proyectos e iba a tratar el asunto con George en cuando éste volviera.
Kathy colgó y echó una mirada en derredor, un poco desorientada y sin saber qué había que hacer en ese momento. La sensación opresiva del día anterior no la había abandonado. Tenía miedo de quedarse sola en la cocina o bajar hasta el lavador del sótano. Después del incidente con el león de porcelana, Kathy se sentía inquieta antes de entrar a la sala. Finalmente dio un rodeo y subió al piso alto para estar cerca de los niños. Con ellos, pensó, no se iba a sentir tan sola y tan asustada.
Kathy echó una mirada a Missy en su dormitorio y a Danny y Chris antes de ir a su cuarto y echarse en la cama. Ya había estado dormitando desde hacía unos quince minutos cuando oyó unos ruidos que provenían del cuarto de costura del otro lado del pasillo. Se oían ruidos como los que hace una persona cuando abre y cierra una ventana.
Kathy se levantó de la cama y se acercó a la puerta del cuarto de costura. Seguía cerrada. Se dio cuenta que Missy continuaba en su dormitorio y oyó los ruidos de los varones en el cuarto de arriba.
Se puso a escuchar. Detrás de la puerta cerrada, continuaban los ruidos. Kathy miró fijamente la puerta, pero no se atrevió a abrirla. Se dio vuelta, se dirigió a su dormitorio y se metió de nuevo en cama, echándose la frazada por encima de la cabeza.
En Syosset, George se encontró con una visita que lo estaba esperando. El hombre se presentó como inspector del servicio de impuestos internos y explicó que había venido a revisar los libros de la compañía y las constancias de los últimos pagos de impuestos. George llamó a su contador. El agente habló con él y fijó una nueva cita para el 7 de enero.
Cuando el inspector se fue, George siguió con su lista de quehaceres: debía retirar quinientos dólares de la cuenta de William H. Parry, Inc. y depositarlos en su cuenta personal; debía revisar los planos ya levantados de varios terrenos; debía decidir en qué forma habría de encarar los distintos casos que se habían presentado en la agencia desde que él faltaba: y finalmente debía realizar ciertas investigaciones en torno de la familia De Feo y reunir antecedentes del número 112 de Ocean Avenue.
Cuando los hombres de la inmobiliaria la preguntaron por qué había estado tanto tiempo sin venir, George se limitó a decir que había estado enfermo y que eso era todo. Sabía que tal cosa no era enteramente cierta, pero ¿qué otra explicación podía tener cierto sentido? A eso de la una, George había cumplido ya con sus obligaciones en Syosset. Tenía intenciones de detenerse una vez más antes de regresar a Amityville.
El diario más importante de Long Island, en lo referente al número de páginas, de avisos, y a la circulación, es el "Newsday". George dedujo que el lugar más apropiado para descubrir datos de la familia De Feo tenía que ser el archivo de las oficinas de "Newsday". Éste era el punto de arranque más lógico.
Se lo hizo pasar a la oficina de microfilme y un empleado buscó en los ficheros las fechas del asesinato de los De Feo y del juicio de Ronnie. George sólo recordaba vagamente los detalles de la forma en que Ronnie había asesinado a toda su familia, pero recordaba que el juicio había tenido lugar en Riverherd, Long Island, en uno de los meses del otoño de 1975.
George puso el microfilme del periódico el visor y lo desarrolló hasta llegar al 14 de noviembre de 1974. Una de las primeras cosas que notó fue una fotografía de Ronnie De Feo, tomada en el momento de su arresto, la mañana siguiente al día en que se encontraron los cuerpos baleados en el número 112 de Ocean Avenue. ¡La cara barbada de veinticuatro años que lo miraba desde la fotografía parecía su propia cara! Se disponía a seguir leyendo cuando le pasó por la cabeza que ésta era la cara que había visto fugazmente sobre la pared del depósito del sótano.
Los primeros artículos contaban la forma en que Ronnie había concurrido a un bar cercano a su casa y había pedido auxilio, diciendo que alguien había matado a sus padres y a sus hermanos. Ronald De Feo volvió a su casa con dos amigos y allí se encontró con Ronald padre, de cuarenta y tres años; Louise, de cuarenta y dos; Allison, de trece; Dawn, de dieciocho; Mark, de once, y John, de nueve. Todos estaban en sus camas, baleados por la espalda.
El relato contaba que, en el momento de la detención de De Feo la mañana siguiente, la policía de Amityville declaró que los móviles del crimen habían sido una póliza de seguro de vida por 200.000 dólares y una caja fuerte llena de dinero que los señores De Feo tenían oculta en un armario del dormitorio.
Este último punto explicaba que, cuando se reunió el personal y los elementos requeridos, el juicio hubiera caído bajo la competencia de la Suprema Corte del Estado en Riverhead.
George insertó otro microfilm con una información día a día del juicio de tres semanas, de septiembre a noviembre. La información incluía acusaciones a la policía por procedimientos brutales en la obtención de la confesión de Ronnie De Feo, y continuaba con las imágenes del abogado William Weber, quien hacía subir al estrado de los testigos a médicos psiquiatras que respaldaban su alegato de la supuesta insana de Ronnie. Sin embargo, el jurado llegó a la conclusión de que el joven estaba en sus cabales y era culpable de asesinato. Después de imponer una sentencia de seis cadenas perpetuas consecutivas, el juez de la Suprema Corte estatal, Thomas Salk, calificó la matanza como un "crimen atroz, abominable y horrendo".
George salió de las oficinas del "Newsday" pensando en el informe del juez de turno, quien había fijado las tres y cuarto de la mañana como la hora de la muerte de los De Feo. ¡Éste era el momento exacto en que George se había despertado por las noches desde que ellos se habían mudado a la casa! Tenía que contarle esto a Kathy.
George también pensó que tal vez los De Feo habían utilizado el cuarto rojo del sótano como un escondite secreto para guardar su dinero. Mientras manejaba de vuelta a Amityville, George estaba tan absorto en sus pensamientos que no notó –ni si quiera oyó– que la llanta de la rueda izquierda bailoteaba. En el momento en que se había detenido por una luz roja en la ruta 110, otro auto se le había puesto al lado. El conductor había abierto la ventanilla de la derecha, había sonado la bocina y le había gritado que una de las ruedas estaba floja.
George bajó del auto y examinó la rueda. Todos los pernos estaban flojos. George pudo comprobar que los podía mover fácilmente con los dedos. Como tenía las ventanillas cerradas sólo había oído vagamente el bamboleo y, enfrascado en sus pensamientos, no se le había ocurrido bajar a ver.
¿Qué diablos estaba ocurriendo? En primer lugar se había desprendido el paragolpes. Ahora ocurría esto. ¿Alguien habría estado jugando con la camioneta? Tanto él como Kathy podían muy bien romperse la crisma si la rueda se desprendía mientras el auto marchaba a cierta velocidad.
George se sintió aun más enfadado y contrariado al echar una mirada a la manija del gato que estaba en la parte de atrás del vehículo. ¡Había desaparecido! Se vio obligado a ajustar los pernos con la mano, hasta el momento de llegar a una estación de servicio. Pero entonces iba a ser demasiada tarde para realizar nuevas indagaciones en torno de los antecedentes del 112 Ocean Avenue.
Ese martes, el padre Mancuso ya no pudo pasar por alto las manchas rojas que cubrían las palmas de sus manos, ni el intenso dolor que sentía al tocarlas. Aunque el médico le había dado unas inyecciones antibióticas, no había podido vencer al segundo ataque de gripe. La temperatura seguía siendo alta y los dolores en el cuerpo parecían intensificados y aumentados cien veces más.
El día anterior, lunes, el padre Mancuso había supuesto que la rubicundez de las palmas de sus manos era nada más que una nueva manifestación de la enfermedad. Cuando el peculiar color y la extrema sensibilidad permanecieron sin decrecer y se le volvió doloroso levantar cualquier objeto con las manos, el padre Mancuso empezó a inquietarse seriamente.
Al día siguiente la Sociedad de Historiadores de Amityville brindó a George unas, interesantes informaciones, en especial las referentes a la locación de su casa. Al parecer, los indios Shinnecocks habían utilizado terrenos sabre el río Amityville para reunir en ellos a los enfermos, los locos y los moribundos. Estos desdichados eran acorralados hasta que morían de inanición. Sin embargo, el informe observaba que los Shinnecocks no habían usado esta zona para enterrar a sus muertos, pues creían que estaba invadida por malos espíritus.
Nadie sabía exactamente por cuantos siglos habían actuado de este modo los Shinnecoks; pero hacia fines del siglo XVII los colonos blancos desalojaron a los americanos originarios de la región, haciéndolos retroceder de esa parte de la isla. Hasta la época actual los indios Shinnecocks siguen siendo propietarios de terrenos y de tiendas en el extremo oriental de la isla.
Uno de los colonos más notables entre los que llegaron al pueblo recién llamado Amityville en esos días fue John Catchum o Ketcham, quien se había visto forzado a irse de Salem, Massachussetts, por sus prácticas de brujerías. John estableció su residencia a unos ciento cincuenta metros del sitio que ocupaba actualmente George y continuó practicando sus ritos diabólicos, según se dijo. El informe sostenía, asimismo, que John estaba enterrado en los alrededores del extremo noreste de la propiedad.
De acuerdo con el catastro local –consultado por George– la casa del número 112 de Ocean Avenue había sido edificada en 1928 por un señor Monagham. Había sido propiedad de varias familias hasta el año 1965, cuando los De Feo se la compraron a los Riley. Sin embargo, pese a todo lo que había leído en los últimos dos días, George no había adelantado absolutamente nada en la solución del problema, que consistía en descubrir el uso del misterioso cuarto rojo o la persona que lo había hecho. No había ninguna constancia de mejoras realizadas en la casa que mencionara el añadido de un cuarto en el sótano.
Era la penúltima noche del año. Los Lutz se habían acostado temprano. George había pasado por el cuarto de costura, buscando a Kathy, tal como lo había hecho la noche antes, al volver de las oficinas del "Newsday". Esas dos noches las ventanas habían estado cerradas y con traba.
Un poco antes, la pareja había hablado de los descubrimientos que había hecho George sobre la historia de la propiedad y la casa.
–George –había preguntado nerviosamente Kathy– ¿crees que la casa está embrujada?
–No es posible –había contestado George–. No creo en fantasmas. Por otra parte, todo lo que ha ocurrido aquí debe tener una explicación lógica y científica.
–No estoy tan segura. ¿Qué me dices del león?
–¿Qué dices tú ... de eso? –preguntó George. Antes de hablar, Kathy echó una mirada a la cocina, donde estaban sentados:
–Bueno... ¿qué te parece lo que sentí en esas dos ocasiones? Te lo dije: sentí que me estaban tocando.
George se puso de pie, desperezándose.
–Vamos, vamos, querida, estás imaginando cosas. Tendió una mano hacia la mano de ella.
–Eso mismo me ha ocurrido a veces. He tenido la certidumbre de que mi padre me ponía la mano en el hombro cuando estaba en la oficina. –Hizo levantar a Kathy de su silla.– He tenido la certeza de que estaba a mi lado. A muchos les ha pasado. Pero es... es... Creo que le llaman clarividencia o algo parecido.
Cada uno tenía los brazos puestos sobre la cintura del otro cuando George apagó las luces de la cocina. Pasaron por el cuarto de estar en su camino a las escaleras. Kathy se detuvo. Podía distinguir al león agazapado en la oscuridad del cuarto.
–George: creo que tendríamos que seguir con nuestras meditaciones. Empecemos de nuevo mañana. ¿Te parece bien?
–¿Crees que de ese modo vamos a encontrar una explicación lógica a todo lo que ha ocurrido? –preguntó George, sosteniéndola con su brazo mientras subían.
El padre Frank Mancuso no logró encontrar una explicación lógica o científica hasta el momento en que se disponía a meterse en cama. Acababa de rezar en el altar personal de su cuarto, esforzándose por hallar una respuesta que explicara la sangre que manaba de sus manos.
XII
31 de diciembre
El año 1976 ya estaba a la vuelta de la esquina.
El último día del viejo año amaneció con una fuerte nevisca que, para muchos, fue indicio de un comienzo nítido y claro del nuevo año.
Pero en la casa de los Lutz el estado de ánimo era muy diferente. George no había dormido bien, pese a su actividad de los últimos días, dentro y fuera de la casa. Se había despertado en medio de la noche, había mirado su reloj y le había sorprendido encontrarse con que eran las dos y media en vez de las tres y cuarto, como había supuesto.
George había vuelto a despertarse a las cuatro y media, había visto que la nieve empezaba a caer y había tratado de retomar el sueño arropándose en sus abrigadas cobijas. Sin embargo, después de revolverse cierto tiempo, no logró dar con una postura cómoda. Kathy, en medio de su sueño, era presa de una inquietud que la hacía rodar y chocar a George, empujándolo hacia el borde. Él, enteramente despierto, evocaba visiones de secretas guaridas de dinero que descubría en uno u otro punto de la casa y que resolvían todos sus problemas de finanzas.
George se estaba sintiendo apretado por la presión de las cuentas que aumentaban, por la casa que acababa de comprar y por las actividades de la agencia, donde muy pronto iba a tener que enfrentar un déficit muy serio cuando hubiera que pagar los salarios. Todo el dinero con que contaban Kathy y él había sido comido por los gastos de la escritura, una vieja cuenta de combustible y la compra de lanchas y motocicletas. Ahora acababa de recibir el último golpe: una investigación de sus libros y del pago de réditos por el servicio de rentas internas. No era sorprendente que George soñara con una solución mágica y simple que lo sacara del berenjenal en que se había metido.
Hubiera querido encontrar el dinero de Jimmy. Los mil quinientos dólares habrían sido un salvavidas. George se puso a contemplar los copos de nieve que caían. Había leído un artículo en el diario que se refería a la floreciente situación económica del señor De Feo, quien habría contado con una sustanciosa cuenta bancaria y un excelente empleo, muy bien remunerado, en una agencia de automotores que era propiedad del padre de su mujer.
George había examinado el placard del dormitorio y había descubierto el escondrijo secreto del señor De Feo bajo el marco de la puerta. La policía lo había descubierto por primera vez en el momento del arresto de Ronnie, y el lugar estaba ahora vacío: no era nada más que un agujero en el piso. George hubiera querido saber en qué otro lugar habrían escondido los De Feo parte de sus dineros.
¡El embarcadero! George se incorporó en la cama. Tal vez había habido un sentido oculto en la fuerza que lo arrastraba allí todas las noches. ¿Habría algo? ¿Alguna cosa que lo arrastraba allí? ¿Acaso el muerto, que lo azuzaba para que buscara allí su fortuna? George estaba desesperado y la prueba era que empezaba a acariciar estas ideas demenciales. Pero ¿qué otra explicación podía haber de esa fuerza que lo forzaba a bajar al embarcadero noche tras noche?
A las seis y media George cedió al fin y se levantó de la cama. Ya sabía que no iba a dormir más esa mañana. De modo que salió sigilosamente del cuarto, fue a la cocina y se preparó una taza de café.
Todavía estaba oscuro a esa hora, pero podía ver la nieve que empezaba a acumularse cerca de la puerta de la cocina. Vio una luz en la planta baja de la casa vecina. Tal vez el dueño tenía como él problemas de dinero y no podía dormir, pensó George.
George se dio cuenta que no iba a ir a su oficina ese día. Era el último día del año y, de todos modos, todos se retirarían temprano. Bebió su café y proyectó hacer una excursión al embarcadero y al sótano en busca de indicios. Luego empezó a sentir el frío que reinaba en la casa.
El termómetro descendió bruscamente entre las doce de la noche y las seis de la mañana. Pero en ese instante eran ya casi las siete y la temperatura no aumentaba. George entró en la sala y puso un poco de carbón y papeles en la chimenea. Antes de encender el fuego, notó que la pared de ladrillos estaba ennegrecida por el hollín que se había acumulado a consecuencia de sus continuas e innumerables fogatas.
Un poco después de las ocho, Kathy bajó con Missy. La niña había despertado a su madre profiriendo gritos de placer:
–¡Mamá: mira la nieve! ¿No es preciosa? ¡Hoy quiero salir y jugar en el trineo!
Kathy preparó el desayuno de su hija, pero ella no pudo probar bocado y se limitó a una taza de café y un cigarrillo. Gedrge tampoco tenía ganas de comer y sólo tomó otra taza de café, que él mismo debió ir a buscar a la cocina, ya que Kathy no quería pasar por la sala y le dijo a George que tenía un fuerte dolor de cabeza. Kathy tenía miedo al león de porcelana y albergaba intenciones de librarse de él antes de que terminara el día. Pero el fuerte dolor de cabeza no era inventado.
A eso de las nueve George había logrado encender un crepitante fuego en la chimenea. A las diez seguía nevando. Kathy advirtió a George, gritando desde la cocina, que una emisora local había vaticinado que el río Amityville iba a estar totalmente congelado al fin de la tarde.
George, de mala gana, se levantó de su asiento junto al fuego, se abrigó, se puso las botas y salió en dirección al galpón de los botes. No había tenido bastante plata para retirar su barco del agua y tenerlo guardado durante el invierno. Si el río se congelaba, el hielo iba a romper la quilla, pero él ya estaba preparado para un accidente de esta clase.
La madre de George le había regalado su compresor de pintura y George había hecho agujeros en la manguera de plástico. Echó la manguera al agua, junto al bote, y puso en marcha el compresor. De este modo, las burbujas que se formaban impedían que el agua dentro del embarcadero pudiera congelarse.
Durante toda esa mañana el padre Mancuso se estuvo mirando las manos. Las palmas, que habían empezado a sangrar la noche antes, estaban secas ahora, pero las ampollas enrojecidas, irritadas, no se habían ido.
La fiebre también se mantenía en treinta y nueve y algo. Cuando el párroco pasó a verlo, el padre Mancuso prometió que se iba a quedar en casa el resto del día. El sacerdote no mencionó lo que le estaba ocurriendo con las manos, que mantuvo dentro de su robe de chambre todo el tiempo que el pastor estuvo en sus habitaciones.
El padre Mancuso pensó en estos estigmas, en estas marcas parecidas a las heridas en el cuerpo crucificado de Cristo y que, se decía, se dibujaban sobrenaturalmente en los cuerpos de los santos. Contempló la repulsiva erupción y sintió cólera. El sacerdote estaba preparado a dar a Dios todo lo que Éste solicitara. Pero, si había que sufrir de este modo, pensó finalmente, habría preferido sufrir por la humanidad. Con toda su educación, experiencia, devoción y capacidades como juez y piscoterapeuta, podía haber esperado algo menos trivial que una casa en Amityville. Junto con su ira, que aumentaba, también se intensificaba el ardor en las palmas.
Decidió rezar, solicitando alivio. Y mientras el padre Mancuso pedía alivio, la concentración en sus propias desdichas disminuyó. La dureza de las manos crispadas se aflojó notablemente. Extendió los dedos y se contempló las llagas. El sacerdote suspiró y se arrodilló en su altar privado para dar las gracias a Dios.
Más entrada la tarde, Danny y Chris amenazaron por segunda vez con irse de la casa. La primera vez había ocurrido cuando vivían en la casa de Deer Park. George los había confinado a sus dormitorios durante una semana porque los niños habían estado diciendo unas mentiritas. Los niños se habían rebelado contra la autoridad del padrastro: los dos se negaron a obedecerlo y amenazaron con escaparse si los obligaba a renunciar a la televisión. Al llegar a este punto, George tomó el toro por las astas y dijo a Danny y a Chris que podían irse si no les gustaba la forma en que él dirigía la casa.
Los dos muchachos tomaron sus palabras al pie de la letra. Empaquetaron todas sus posesiones –juguetes, ropas, discos y revistas– en frazadas enrolladas y bajaron los grandes bultos hacia la puerta de entrada. Cuando ya estaban a mitad de la cuadra, haciendo un desesperado esfuerzo por moverse con los pesados bultos, un vecino los divisó y logró hacerles desistir de su empresa. Por un cierto tiempo los niños habían dejado de lado esta comedia, pero ahora acababa de producirse una nueva explosión.
Kathy, al oír gritos de pelea, subió al dormitorio y se encontró con los dos muchachos sobre una de las camas. Chris estaba montado sobre el pecho de Danny, dispuesto a dar cuenta de su hermano mayor.
En la otra cama estaba sentada Missy, con una amplia sonrisa en su carita y batiendo palmas por la excitación.
Kathy separó a los dos muchachos.
–¿Cómo se atreven? –gritó–. ¿Qué les pasa a los dos? ¿Se han vuelto locos?
Missy intervino con su delicada vocecita:
–Danny no quiso limpiar el cuarto, como tú le dijiste que lo hiciera.
Kathy miró severamente al niño.
–¿Por qué no, jovencito? ¿Se da usted cuenta del estado en que está esta habitación?
El cuarto era un asco. Había juguetes desparramados por el suelo, mezclados con ropa tirada. Los pomos de pintura habían sido dejados sin tapitas y el contenido se había volcado sobre la alfombra y los muebles. Unos cuantos juguetes nuevos, regalos de Navidad, estaban rotos y tirados por los rincones del cuarto. Kathy meneó la cabeza.
–No sé qué hacer con ustedes. Compramos esta hermosa casa para que tengan un cuarto de juego. ¡Y ésta es vuestra recompensa!
Danny se desasió de los brazos de su madre. –¿Cómo quieres que juguemos en esa porquería de cuarto?
–¡Sí! –exclamó Chris–. ¡No nos gusta este lugar! ¡No hay nadie con quien jugar!
Kathy y los muchachos intercambiaron frases agrias por cinco minutos más, hasta que Danny arrojó el guante y enfrentó a su madre con una amenaza de huir de la casa. Kathy, por su parte, sugirió que este comportamiento merecía un castigo físico.
–¡Y ya saben quién se los va a dar!
A la hora de la comida, la familia Lutz ya estaba apaciguada. Los muchachos parecían tranquilos ahora, aunque Kathy podía sentir una corriente de tensión por lo bajo, cuando estaban todos sentados a la mesa. George le había dicho a Kathy que prefería quedarse en casa el último día del año para no toparse con borrachos en la calle al volver de la casa de su madre. No habían hecho planes para reunirse con amigos y hacía demasiado frío para ir al cine.
Después de la comida, Kathy convenció a George de que había que llevar el león de cerámica al cuarto de costura. Una vez más se pudo ver unas moscas que revoloteaban contra el cristal de la ventana que daba sobre el río Amityville. George, rabioso las aplastó con un matamoscas y se fue del cuarto dando un portazo.
A eso de las diez de la noche, Missy ya estaba dormida en el suelo de la sala. Missy había arrancado de Kathy la promesa de que la iba a despertar a medianoche, a tiempo para soplar su cornetín. Danny y Chris seguían levantados y jugaban cerca del árbol de Navidad, contemplando la pantalla de televisión. George se ocupaba de su fuego. Kathy se sentó frente a él e intentó levantar su ánimo siguiendo el hilo de una antigua película que pasaban por la pantalla de TV.
A medida que avanzaba la noche, las manos del padre Mancuso se hacían sentir más y más. Las ampollas eran ahora más dolorosas que nunca: unas nuevas habían brotado en el dorso de las manos. No podía aguantar la idea de que habría de pasar toda la noche con el dolor y el susto. Cuando su médico vino a verlo, extendió bruscamente las manos con las palmas hacia arriba y dijo:
–¡Mire!
El médico, cortéstemente, examinó las ampollas.
–Frank, no soy un dermatólogo –dijo–. Esto puede ser cualquier cosa: desde una alergia hasta un ataque de ansiedad. ¿Alguien lo ha estado molestando a usted más de la cuenta?
El padre Mancuso se apartó tristemente del médico y fijó la mirada en lós copos de nieve que caían.
–Creo que sí... Algo ...
El sacerdote volvió a enfrentar al médico con la mirada.
– ... o alguien.
El médico recetó unas tabletas antibióticas, aseguró al sacerdote. que se sentiría aliviado hacia el amanecer y fue a reunirse con unos amigos.
Por la televisión Guy Lombardo saludó al Nuevo Año desde el hotel Waldorf Astoria. Los Lutz contemplaron caer la pelota del Allied Cherjcal Building, en Times Square, pero no acompañaron al animador Ben Grauer cuando éste se puso a contar los últimos diez segundos de 1975.
Danny y Chris ya se habían retirado hacía media hora a su dormitorio, con los ojos enrojecidos por el exceso de TV y el humo de la fogata de George. Kathy ya había acostado a Missy, había bajado las escaleras y había vuelto a sentarse en su silla frente a George.
Eran exactamente las doce y un minuto. Kathy fijó la mirada en la chimenea hipnotizada por las llamas que bailaban. Algo se estaba materializando en esas llamas, un perfil blanco que se recortaba sobre los ladrillos ennegrecidos, algo que se volvía más claro y más nítido cada vez.
Kathy intentó abrir la boca para decir algo a su marido. No pudo hacerlo. Ni siquiera pudo apartar los ojos del demonio con cuernos y un capuchón blanco y puntiagudo en la cabeza. La figura aumentaba de tamaño, avanzaba hacia ella. Y vio que la mitad de la cara le faltaba a esta figura, como si hubiera recibido una ráfaga de ametralladora a quemarropa. Kathy lanzó un grito.
George levantó la mirada.
–¿Qué pasa? –dijo.
Kathy sólo pudo señalar hacia la estufa. George siguió la mirada de ella y también vio una figura blanca que parecía quemada por el hollín y que se destacaba sobre los ladrillos del fondo de la chimenea.
XIII
1 de enero de 1976
George y Kathy fueron finalmente a acostarse a la una de la mañana. Habían estado ya durmiendo por un tiempo que, más adelante, calcularon en no más de cinco minutos, cuando los despertó una ráfaga de viento que pasó rugiendo por el dormitorio.
Las frazadas de la cama fueron arrancadas literalmente de los cuerpos de la pareja, dejando a George y a Kathy tiritando. Todas las ventanas del cuarto quedaron abiertas de par en par y la puerta del dormitorio, bamboleada por las corrientes de aire, se abría y cerraba sin parar.
George saltó fuera de la cama y corrió a cerrar las ventanas. Kathy recogió las frazadas del suelo y volvió a tirarlas sobre la cama. Ambos habían quedado sin aliento por obra de aquel despertar sobresaltado y, aunque la puerta del cuarto se había cerrado ruidosamente, todavía podían oír el viento que rugía en el pasillo del piso de arriba.
George abrió bruscamente la puerta y recibió en el rostro otra ráfaga helada. Encendió la luz en el vestíbulo y quedó sorprendido al ver que las puertas del cuarto de costura y del cuarto de vestir estaban enteramente abiertas, y que el vendaval entraba libremente por ellas. Sólo la puerta del dormitorio de Missy seguía cerrada.
George corrió primero hacia el cuarto de vestir, luchando contra el ventarrón que le daba de frente, y logró con un esfuerzo bajar las ventanas. Luego fue al cuarto de vestir y, con los ojos llenos de lágrimas por causa del frío, cerró una ventana. Pero George no pudo mover la ventana abierta que daba sobre el río Amityville. Golpeó furiosamente el marco con los puños y, por último, la ventana cedió, deslizándose hasta abajo. Él siguió allí parado, tratando de recobrar el aliento, temblando dentro de su piyama. El viento ya no silbaba por los corredores de la casa, pero él podía oír el violento rumor del vendaval afuera. El frío éra el mismo de siempre. George echó una mirada más en torno antes de pensar en Kathy.
–¡Querida! –dijo, levantando la voz–. ¿Estás ahí?
Kathy, que había seguido los pasos de su marido por el pasillo, también había visto las puertas abiertas y la puerta cerrada del dormitorio de Missy. Con el corazón que le latía violentamente, Kathy corrió hasta el dormitorio de su hija y se precipitó dentro. Encendió las luces.
El cuarto estaba caldeado, casi demasiado. Las ventanas estaban cerradas y tramadas, y la niña dormía profundamente en su cama.
Algo se estaba moviendo en el cuarto. Kathy se dio cuenta de que era la hamaca de Missy que balanceaba lentamente, junto a la ventana. Luego oyó la voz de George:
–¡Querida! ¿Estas ahí?
George entró al dormitorio. El calor lo sobresaltó; tuvo la impresión de estar frente a una chimenea encendida. Inmediatamente tomó cuenta de todo... de la niña que dormía tranquilamente, de su mujer, de pie junto a la cama de Missy, de la incrédula expresión de susto en la cara de Kathy y de la pequeña hamaca que se balanceaba.
Dio un paso hacia la hamaca y ésta, inmediatamente, cesó de balancearse. George se detuvo, quedó absolutamente quieto e hizo una señal a Kathy.
–¡Llévala abajo! ¡Date prisa!
Kathy no pidió explicaciones a George. Levantó a la niña de la cama, con frazadas y todo, y salió apresuradamente del cuarto. George marchó detrás de ellas y cerró la puerta dando un portazo, sin incomodarse en apagar las luces.
Kathy empezó a bajar cautelosamente las escaleras hasta el piso bajo. En el pasillo el frío era intenso. George subió corriendo las escaleras hasta el piso más alto, donde dormían Danny y Chris.
Cuando George bajó del último piso, unos minutos más tarde, vio a Kathy sentada en el cuarto de estar, oscurecido, con Missy en sus brazos, profundamente dormida. Encendió la luz y la araña hizo desaparecer las sombras de los rincones.
Kathy se dio vuelta y miró a George con aire interrogativo.
–Están perfectamente –dijo él–. Los dos duermen. Arriba hace frío, pero los chicos están bien.
Kathy echó aire por la boca y notó que el vapor formaba una nube en el aire frío.
George encendió rápidamente el fuego. Los dedos estaban ateridos y se dio cuenta, de repente, que estaba descalzo y que no se había echado nada encima del piyama. Finalmente logró encender un pequeño fuego con un diario y aventó la llama con las manos, hasta que unos rescoldos se encendieron.
De cuclillas frente a la chimenea, podía oír el viento que aullaba fuera. Luego se volvió y miró a Kathy por encima del hombro.
–¿Qué hora es?
Fue lo único que se le ocurrió decir en esa ocasión, comentó más adelante George Lutz. También recuerda la expresión de la cara de Kathy cuando él hizo esa pregunta. Kathy lo miró un instante y luego contestó:
–Creo que son más o menos...
Pero antes de terminar la frase se echó a llorar y todo su cuerpo empezó a temblar convulsivamente. Acunaba a Missy en sus brazos y sollozaba a la vez.
–¡Oh, George! ¡Estoy loca de terror!
George se paró y avanzó en dirección a su mujer y su hija. Se puso en cuclillas frente a la silla y abrazó a ambas.
–No llores, querida –susurró–, yo estoy aquí. Nadie va a hacer daño ni a ti ni a la nena.
Los tres permanecieron en esa postura por cierto tiempo. Lentamente el fuego se fue animando y el cuarto se fue calentando. George tuvo la impresión de que los vientos empezaban a amainar afuera. Cuando oyó que el quemador de combustible emitíasu "clic" en el sótano, supo que eran las seis de la mañana del primer día del año.
A las nueve de la mañana la temperatura en la casa de Ocean Avenue se había elevado hasta veintitrés grados. George realizó una excursión a fin de examinar ventana por ventana, desde la planta baja hasta el último piso. No había evidencias visibles de que alguien hubiera estado jugando con los cierres de los postigos en el piso alto, y George siguió desconcertado: ¿cómo era posible que algo tan estrafalario hubiera ocurrido?
Al pensar nuevamente en aquel episodio, George sostiene que, en aquel momento, él y Kathy no pudieron encontrar ninguna razón para explicar el comportamiento de las ventanas, salvo algún percance natural disparatado: tal vez los vientos huracanados las habían abierto de algún modo. Pero George no sabe por qué esto ocurrió a las ventanas del piso de arriba y no a las otras.
De repente George sintió un intenso deseo de ir a su oficina. Era una día de fiesta; nadie estaba allí, pero tuvo la necesidad de verificar las operaciones comerciales de su agencia.
William H. Parry, Inc., contaba con cuatro equipos de ingenieros y agrimensores en acción. La companía había hecho los proyectos y planos de los complejos de edificios más grandes en la ciudad de Nueva York, de las Glen Oaks Towers en Glen Oaks, Long Island, y también tenía a su cargo el planeamiento de un proyecto de reconstrucción urbana de cuarenta manzanas en Jamaica, Queens. Además, se encargaba de inspecciones menores para otras compañías. La coordinación que requería la labor de cada día era bastante intrincada y en las últimas semanas George había puesto la cosa en manos de uno de sus proyectistas, un empleado experimentado que había trabajado con su padre y su abuelo.
En el último año, después de haber puesto su madre la dirección de la agencia en sus manos, la preocupación principal de George había consistido en cobrar a las compañías de construcción que utilizaban sus servicios. Los salarios y los gastos de la compañía eran mucho mayores que lo que habían sido en los días en que el padre de George estaba vivo. También había que encontrar la manera de pagar por seis autos adquiridos y nuevos equipos para el trabajo in situ. George comprendió que había estado remoloneando, que había bajado la guardia: ya era tiempo de reasumir sus responsabilidades.
A las diez de la mañana el padre Mancuso también estaba despierto. No había podido dormir mucho y se había levantado varias veces en la noche para enjuagarse las manos con el linimento que el médico le había recetado. El sacerdote se había levantado a las siete, aunque se sentía debilitado por la gripe y la posición horizontal le resultaba más llevadera.
El medicamento alivió algo la molestia y la picazón de las palmas de las manos, pero la receta antigripal no tuvo ningún efecto contra la fiebre. Haciendo un esfuerzo por concentrarse en algo que no fuera su misterioso achaque, el padre Mancuso trató de leer algunas revistas médicas y buscó en el índice los artículos de psicoterapia. En las tres horas que llevaba levantado, el sacerdote había encontrado ya más de una docena de artículos nuevos e interesantes sobre ese tema. De repente notó una mancha rojiza en la última revista que había estado leyendo.
El sacerdote puso las palmas de las manos hacia arriba: estaban sucias de sangre. Las llagas supuraban.
Hacia el mediodía, George estaba en Syosset, manejando su máquina de sumar. Acababa de descubrir que el dinero que entraba no se equilibraba con el dinero que salía. Las cuentas en la columna de pagos se estaban volviendo unilaterales y George comprendió que iba a tener que rebajar el número de agentes y de empleados de oficina.
A George no le gustaba nada la idea de quitar a estos hombres su medio de vida, especialmente cuando pensaba que iba a ser muy difícil encontrar nuevos empleos en la declinante industria de la construcción. Pero había que hacerlo, y se estaba preguntando cómo lo iba a hacer y por dónde iba a empezar: De todos modos, no se detuvo demasiado tiempo en el tema, ya que había otros problemas más urgentes. Antes de que terminara la semana bancaria al día siguiente, viernes, iba a tener que transferir fondos de una cuenta de Banco a otro, para cubrir cheques extendidos a los abastecedores.
Sumergido en estos cálculos, George no advirtió el paso del tiempo. Por primera vez, desde el 18 de diciembre, George Lutz no estaba pensando en sí mismo o en la casa de Ocean Avenue.
Pero su mujer estaba pensando muy intensamente en la casa. Kathy no se lo había dicho a George con tantas palabras, pero cada vez estaba más convencida de que los acontecimientos de las últimas semanas habían sido producidos por fuerzas extrañas. Kathy no dudaba de que sus conclusiones eran tontas, y había tenido reparos en contarle a George su encuentro con el león de cerámica.
Pero ahora era consciente de que los fragmentos estaban componiendo un cuadro determinado, aun antes de que lo advirtiera George. Estaba asustada y quería hablar con alguien. Pensó en su madre, pero inmediatamente desechó la idea. Joan Connors era muy religiosa y habría insistido en que había que ponerse en contacto con el viejo sacerdote de su parroquia.
Kathy no estaba del todo preparada para entrar en un mundo de fantasmas y demonios: quería mantener el problema, en un principio, a un nivel más general. En el fondo de su corazón, sin embargo, sabía perfectamente bien adónde habría de llevar el tema.
Fue a la cocina y marcó el número de teléfono de la única persona que podía entender lo que estaba ocurriendo: el padre Mancuso.
Kathy oyó los ruidos de la conexión que se establecía y el primer timbrazo del telétono. Mientras esperaba el segundo timbrazo, advirtió que la cocina estaba invadida por el olor dulzón que ya conocía. Se le puso la piel de gallina, mientras esperaba sentir en el cuerpo el roce consabido.
El teléfono del padre Mancuso sonó otra vez, pero Kathy ya no lo oyó. Había colgado el auricular y había salido corriendo del cuarto.
En la casa parroquial, el padre Mancuso se había enjuagado las manos con un medicamento que había restañado la pérdida de sangre. El sacerdote tenía una toalla entre las manos cuando oyó la campanilla del teléfono en la sala. Levantó el auricular después del segundo timbrazo.
Cuando dijo: "¿Hola?", se encontró con que la comunicación estaba interrumpida. Miró el teléfono. "Bueno, bueno... , ¿qué habrá ahora?" El padre Mancuso pensó en George Lutz y meneó la cabeza. "¡Oh, no! ¡No me voy a ocupar más de esa historia!" Colgó el receptor y volvió al cuarto de baño.
El sacerdote contempló sus llagas. "Repulsivas", pensó. Luego se miró la cara en el espejo. "¿Cuándo terminará todo esto?" decía su imagen en el espejo. Su enfermedad era, por cierto, visible. Las ojeras eran más oscuras y la palidez del cutis era malsana. El padre Mancuso se tanteó la barba con gestos vivaces: hacía falta recortar, pero la mano no era aún bastante firme para sostener un par de tijeras.
El padre Mancuso asegura que, al contemplar su imagen en el espejo, se puso a pensar repentinamente en la demonología. El sacerdote estaba enterado del alcance del tema y de los varios fenómenos ocultos que abarca. Pero nunca le había gustado, ni siquiera cuando había seguido un curso en sus días estudiantiles en el seminario; nunca había intentado profundizar el punto.
El padre Mancuso conoce otros sacerdotes que han dedicado una atención especial a la demonología, pero nunca ha tenido tratos con un exorcista. Cualquier sacerdote está autorizado a practicar ritos de exorcismo, pero la iglesia católica prefiere que esta ceremonia peligrosa quede limitada a los clérigos que se han especializado en enfrentar casos de obsesión y posesión.
El padre Mancuso había mantenido la mirada fija en el espejo del cuarto de baño, pero no había hallado respuestas a su dilema. Y pensó que ya había llegado el momento de abrirse ante su amigo: el párroco de la parroquia del Sagrado Corazón.
La nieve que había caído esa mañana obstruía las carreteras, volviéndolas peligrosas. A medida que avanzaba el día, iba haciendo más y más frío; los autos empezaban a resbalar y patinar en las charcas congeladas que cubrían los caminos de Long Island. Pero la nieve ya había dejado de caer en el momento en que George volvía a Amityville en auto desde su oficina.
El viaje transcurrió sin percances. La senda de entrada a la casa de Ocean Avenue estaba cubierta de nieve reciente. George se dio cuenta que iba a tener que abrir un camino para la camioneta antes de entrar. "Lo haré mañana", se dijo, y dejó el vehículo estacionado en la calle, que un camión municipal de barrido acababa de despejar.
Notó que Danny y Chris habían estado jugando en la nieve. Los trineos de los niños estaban sobre los escalones que llevaban a la puerta de entrada a la cocina. En el momento de entrar en la casa vio que había un reguero de huellas de nieve derretida que atravesaba la cocina y subía los escalones. "Kathy tiene que estar arriba", pensó. En caso de haber visto la mugre que habían dejado en su casa, tan limpia siempre, habría ardido Troya.
George encontró a su mujer en el dormitorio,acostada en la cama y leyendo a Missy uno de los nueve libros de Navidad. Missy batía palmas alegremente.
–¡Hola! –dijo él.
Kathy y Missy levantaron la mirada.
–¡Papá! –exclamaron las dos al unísono, saltando de la cama y rodeando cariñosamente a George.
Por primera vez en mucho, mucho tiempo, como pareció a Kathy, la familia Lutz pudo celebrar una cena feliz. Danny y Chris, advertidos por George y sin ser vistos por su madre, bajaron a la cocina y borraron todas las huellas de su descomedida irrupción. Luego se sentaron a la mesa con caras encendidas por las horas de juego en el frío aire invernal, y devoraron las hamburguesas y las papas fritas que Kathy había preparado especialmente para ellos.
Missy mantenía sonriente a la familia con su cháchara incesante y su robo de las papas fritas de los muchachos cuando éstos no miraban. Si alguna vez era sorprendida, Missy volvía la carita hacia el acusador y le mostraba todos sus dientes, salvo uno, para desarmarlo.
Kathy se sentía más tranquila con George en la casa. Sus miedos se habían desvanecido momentáneamente y no pensaba ya en aquella última ráfaga de perfume a comienzos de la tarde. "Tal vez me estoy dando cuerda con esta historia", pensó, y abarcó la mesa con la mirada. La cálida atmósfera de familia no anunciaba, por cierto, nuevas visitas de fantasmas.
En cuanto a George, había encerrado sus deprimentes operaciones mercantiles en algún cajón secreto de su mente. Se sentía en su casa de Ocean Avenue. Como un hombre que llega a un cálido nido. Esta era la vida que él deseaba tener en la nueva casa. El mundo de afuera podía ofrecer cosas buenas o malas, pero los Lutz iban a examinarlo todo en su hogar. Él y Kathy compartieron un bife. Luego George encendió un cigarrillo y fue al cuarto de estar con los varones.
George había hecho entrar a Harry en la casa para darle de comer y luego le permitió que jugara con sus dos hijos delante de la chimenea. Los Lutz habían comido temprano, de modo que eran las ocho apenas pasadas cuando Danny y Chris empezaron a cabecear.
Mientras los muchachos subían a su dormitorio, seguidos de Missy y Kathy, George llevó a Harry a su casilla. Sorteando la nieve que se había amontonado entre el umbral de la cocina y la casilla del perro, asió la fuerte cadena metálica y ató a Harry. Éste se metió adentro, dio varias vueltas hasta encontrar la posición adecuada y se echó lanzando un breve suspiro. Mientras George estaba allí, los ojos del perro se cerraron. Ya estaba dormido.
–Bueno, bueno –dijo George–. Me lo temía. El sábado vamos a ver al veterinario.
Después de poner a Missy en la cama, Kathy volvió al cuarto de estar. George realizó su habitual recorrido de la casa, examinando atentamente todas las puertas y ventanas. En el momento de sacar a Harry ya había hecho la inspección del garaje y de las puertas del embarcadero.
–Veamos qué ocurre esta noche –dijo a Kathy al volver–. Esta noche no hay nada de viento. A eso de las diez tanto George como Kathy empezaron a tener sueño. El hermoso fuego ya menguaba, pero sentían el calor en los ojos. Kathy esperó a que George apagara los últimos rescoldos y echara agua sobre las cenizas que quedaban. Luego Kathy apagó la araña y miró en derredor, tanteando en lo oscuro para tocar la mano de su marido. Lanzó un grito.
Kathy había mirado por encima del hombro de George a las ventanas de la sala. ¡Y ante ella, mirándola fijamente, habla un par de ojos rojos que no pestañeaban!
Al oír el grito de su mujer, George giró sobre sus talones. Él también vio los duros ojillos que lo miraban directamente. Se acercó de un salto a la llave de luz y los ojos desaparecieron de la ventana.
–¡Eh! –gritó George, precipitándose por la puerta de entrada al jardín nevado.
Las ventanas de la sala daban al frente de la casa. A George no le llevó más de uno o dos segundos llegar allí. Pero no había nada en las ventanas.
–¡Kathy! –gritó–. ¡Tráeme la linterna!
George hacía esfuerzos por divisar el fondo de la casa, la parte que estaba en dirección al río Amityville.
Kathy salió de la casa con la linterna y la campera de él. Bajo la ventana en donde habían visto los ojos se pusieron a remover la nieve recién caída, intacta. Luego el haz amarillo de la linterna iluminó un reguero de pisadas que rodeaban claramente la casa.
Esas pisadas no eran ni de hombre ni de mujer. Las marcas en la nieve eran las que dejan unas patas hendidas, como las de un cerdo enorme.
XIV
2 de enero
Cuando George salió de su casa por la mañana, las huellas de las patas hendidas seguían siendo visibles en la nieve endurecida. Las pisadas del animal pasaban junto al terreno de Harry y terminaban en la entrada del garaje. George quedó sin habla cuando vio que la puerta del garaje estaba casi arrancada de su marco de metal.
George en persona había cerrado y trancado el pesado portón. Para arrancarlo de sus soportes no sólo había que armar una tremenda batahóla, sino que se debía contar con una fuerza muy superior a la de cualquier ser humano.
George se quedó de pie, en la nieve, contemplando las huellas y el portón desencajado. Con la mente volvió a la mañana en que había encontrado arrancada la puerta de entrada y a la noche en que había visto al cerdo parado detrás de Missy, junto a la ventana. Y George recuerda haber dicho en voz alta:
"¿Qué diablos está pasando aquí?" en el momento en que debió escurrirse para contornear la puerta desencajada y entrar al garaje.
George encendió las luces y miró. En el garaje estaban guardadas, con su motocicleta, las bicicletas de los niños y una podadora eléctrica de césped que los De Feo habían dejado, otra vieja podadora que él había traído de Deer Park, muebles de jardín, herramientas varias, latas de pintura y de petróleo. El suelo de hormigón estaba cubierto de una delgada capa de nieve que había entrado por la puerta entreabierta. Era evidente que el portón había estado fuera de sus goznes desde hacía varias horas.
–¿Hay alguien aquí? –preguntó George en voz muy alta. Pero sólo contestó el bramido del viento afuera.
Cuando George subió a su auto y enderezó hacia su agencia, estaba más rabioso que asustado. En caso de haber tenido algún miedo a lo desconocido, éste se había desvanecido ante la idea de lo que iba a costarle la reparación de la puerta dañada. No sabía si el seguro de la compañía habría de pagar por un gasto como éste, y por cierto no le hacía falta el desembolso de doscientos o trecientos dólares más en gastos extras.
George no recuerda ahora cómo logró maniobrar con su camioneta Ford por las peligrosas rutas de Syosset, recubiertas de nieve y de hielo. La frustración que sentía por su incapacidad de entender la mala suerte que lo perseguía no le dejaba atender debidamente a su seguridad. En la oficina se ocupó diligentemente de los problemas inmediatos y en las horas sucesivas logró apartar la mente de lo que estaba ocurriendo en el número 112 de Ocean Avenue.
Antes de salir de casa, George había hablado a Kathy de la puerta del garaje y de las huellas en la nieve. Kathy había intentado telefonear a su madre, pero ésta no había contestado. Kathy recordó que Joan siempre hacía sus compras los viernes por la mañana para evitar las multitudes de los sábados en el supermercado. Subió hasta su dormitorio con la intención de cambiar las sábanas en los cuartos y pasar la aspiradora por las alfombras. La mente de Kathy aceleraba su ritmo al pasar revista a la enérgica limpieza que iba a hacer en su casa por primera vez. Si no encontraba una plena ocupación hasta el instante de la vuelta de George, se iba a venir abajo: lo sabía.
Kathy acababa de poner nuevas fundas en las almohadas y las estaba golpeando cuando sintió que alguien la abrazaba desde atrás. Tuvo un escalofrío e instintivamente gritó:
–¡Danny!
Los brazos que rodeaban su cintura hicieron más presión. Era un abrazo más fuerte que el conocido contacto femenino que había sentido en la cocina. Kathy percibió que era un hombre esta vez, un hombre que había aumentado su presión a medida que ella se debatía.
–¡Déjeme, por favor! –imploró.
La presión, de repente, aflojó y las manos soltaron la cintura. Ahora sintió las manos que subían hasta sus hombros. Lentamente hicieron girar su cuerpo para que enfrentara la presencia invisible.
Aterrada, Kathy fue consciente no obstante del asqueante olor de aquel perfume barato.. Luego otro par de manos la asió por las muñecas. Kathy dice ahora que sintió que se entablaba una lucha por la posesión de su cuerpo, que de algún modo estaba atrapada entre dos fuerzas poderosas. Escapar era imposible y tuvo la sensación de que iba a morirse. La presión que sentía en el cuerpo se volvió abrumadora y Kathy se desvaneció.
Cuando volvió en sí estaba tendida en la cama, con la mitad del cuerpo fuera y tocando casi el suelo con la cabeza. Danny había corrido hasta el cuarto al oír el llamado de ella. Kathy se dio cuenta de que las presencias habían desaparecido. Su desmayo no podía haber durado más de unos segundos.
–Llama a papá a la oficina, Danny. ¡De prisa!
Danny volvió a los pocos minutos.
–El hombre que atendió el teléfono me dijo que papá acaba de irse de Syosset. Que cree que viene a casa.
George no volvió a su casa hasta las primeras horas de la tarde. Cuando llegó a Amityville tomó por Merrick Road, en dirección a su calle, y se bajó frente a The Witches Brew para tomar una cerveza.
El bar estaba bien calentado y vacío. La juke box y la pantalla de televisión estaban apagadas y los únicos ruidos que se oían eran los producidos por el mozo del bar al lavar unos vasos. Al entrar George, el hombre levantó la mirada e inmediatamente reconoció al parroquiano del otro día.
–¡Hola; amigo! ¡Me alegro de verlo por aquí! George contestó el saludo con un movimiento de la cabeza y se paró frente al mostrador.
–Una Miller –pidió.
George observó al mozo cuando éste le llenaba el vaso. Era un joven regordete, de cerca de treinta años, con un prominente estómago que indicaba su afición a probar la cerveza que vendía. George bebió un gran sorbo, vaciando casi el vaso alto antes de ponerlo de vuelta sobre la madera oscura del mostrador.
–Dígame una cosa –dijo George, eructando– ¿usted conocía a los De Feo?
El joven había reanudado la limpieza de los vasos. Hizo un signo afirmativo.
–Si, los he conocido. ¿Por qué?
–Estoy viviendo en la casa que era de ellos y...
–Ya lo sé –dijo el mozo interrumpiendo. George, sorprendido, levantó las cejas.
–La primera vez que vino usted aquí, me dijo que acababa de mudarse al número 112 de Ocean Avenue. Es la casa de los De Feo.
George terminó su cerveza.
–¿Solían venir aquí?
El mozo puso en el mostrador un vaso limpio y se secó las manos en una toalla.
–Únicamente Ronnie. A veces traía a su hermana Dawn. Linda chiquita.
Levantó el vaso vacío de George y dijo:
–¿Sabe una cosa, señor? Usted se parece muchísimo a Ronnie. La barba... Todo. Pero creo que usted tiene unos años más.
–¿Hablaba alguna vez de la casa?
El hombre del bar puso una nueva cerveza delante de George.
–¿De la casa?
–Bueno... sí... ¿No le dijo alguna vez, por ejemplo, que allí ocurrían cosas raras?
George bebió un sorbo.
–¿Usted cree que hay algo raro en ese lugar? ¿Por culpa de la matanza... no?
–No, no.
George levantó una mano.
–Sólo le he preguntado si Ronnie De Feo dijo alguna vez algo antes de esa noche.
El mozo echó una mirada en derredor para cerciorarse de que nadie lo estaba oyendo.
–Ronnie nunca dijo nada por ese estilo a mi... personalmente.
E inclinó la cabeza hacia George.
–Pero le puedo decir una cosa. Yo estuve allí una vez. Habían dado una gran reunión y el padre de Ronnie alquiló mis servicios por el día.
George había terminado la mitad de su segunda cerveza.
–¿Qué impresión le hizo la casa?
El mozo abrió sus gordos brazos en un gesto amplio.
–Magnífica. Una casi realmente magnífica. Sin embargo, no pude verla mucho: todo el tiempo estuve en el sótano. Por cierto que esa noche corrió mucha cerveza, mucho whisky. Era el aniversario del matrimonio De Feo.
Volvió a echar una mirada en torno.
–¿Sabía usted que allí abajo tenían un cuarto secreto?
George fingió ignorancia.
–¡No! ¿Dónde?
–¿Ajá? –dijo el mozo– Eche una mirada detrás de esos placards y va a encontrar alguna cosita que lo va a inquietar.
George se inclinó sobre el mostrador.
–¿Qué?
–Un cuarto. Un cuartito. Lo descubrí esa noche que pasé en el entresuelo. Usted sabe donde está el placard de madera laminada... junto a las escaleras. Yo lo estaba usando para enfriar allí la cerveza. ¿Se da cuenta? Y de repente golpeo un soporte en un rincón del placard y... ¡zas! ... toda la pared retrocede. ¿Me sigue usted? Un tabique secreto, como esos que se veían en las películas viejas.
–¿Y el cuarto? –preguntó George.
El mozo hizo un signo afirmativo.
–Sí ... Bueno. Cuando golpeé el tabique de madera, se abrió y pude ver detrás un espacio oscuro. La lamparita no funcionaba, de modo que encendí un fósforo. Y me encontré con ese siniestro cuartito, enteramente pintado de rojo.
–Usted me está tomando el pelo –dijo George. El hombre se llevó la mano derecha al corazón.
–¡Se lo juro por Dios! ¡Es la pura verdad! ¡Vaya vea usted mismo!
George terminó su segunda cerveza.
–Voy a tener que echar un vistazo al lugar. Puso un dólar sobre el mostrador.
–Esto va por las cervezas. Y esto es para usted. –Bueno, gracias, gracias.
El mozo miró a George.
–¿Quiere que le cuente algo muy raro en relación a ese cuartito? He estado teniendo pesadillas con él.
–¿Pesadillas? ¿Qué clase de pesadillas?
–Bueno... a veces soñaba que unas personas...que no conozco... están allí matando perros y cerdos y usando la sangre de estos animales para no sé qué ceremonias raras...
–¿Perros y cerdos?
–Si.
Y el mozo hizo un gesto de desagrado con la mano.
–Supongo que el lugar, la pintura roja... todo el resto... me impresionó.
Cuando George estuvo de vuelta en su casa, tanto él como Kathy tenían historias que contarse. Kathy describió el aterrador incidente del dormitorio y él contó lo que el mozo de The Witches Brew había dicho sobre el cuarto rojo del sótano. Los Lutz llegaron finalmente a la conclusión de que algo ocurría que estaba más allá del control de ellos.
–Por favor llama al padre Mancuso –dijo Kathy con aire suplicante–. Dile que vuelva a visitarnos.
El superior del padre había quedado preocupado por la salud de éste y había pasado a verlo. El padre Mancuso dijo al obispo que esa mañana se sentía mucho mejor. Los dos hombres habían decidido verse esa mañana para considerar las tareas pendientes en la diócesis. La mayor parte de la lista se redactó rápidamente y pasó a la cartera del obispo. El secretario habría de pasarla a máquina. El padre Mancuso acompañó a su superior hasta la entrada del edificio y regresó a sus habitaciones. El teléfono estaba sonando.
El sacerdote tenía puestos aún unos guantes blancos de cirujano que había encontrado en una gaveta. Al obispo le dijo que estaba enguantado para proteger sus manos del frío pero la causa real era que no quería mostrar la carne enrojecida por las ampollas. El teléfono del sacerdote sonó cinco veces, antes de que pudiera atender.
–¿Hola? Habla el padre Mancuso.
La voz del otro lado sonó fuerte y clara. –¡Padre! ¡Habla George!
El sacerdote no pudo creer lo que oía. Era como si George le estuviera hablando a su lado. Quedó tan sorprendido que sólo atinó a decir:
–¿George?
–George Lutz. ¡El marido de Kathy!
–¡Ah... sí! ¿Cómo le va?
George alejó el receptor de su oreja y miró a Kathy, que estaba a su lado, en la cocina.
–¿A éste qué le pasa? –dijo en voz baja–. Habla como si no me conociera...
El padre Mancuso sabía perfectamente quién era George, pero estaba asombrado de oír la voz de su amigo como si estuviera al lado, no hablando desde un teléfono.
–Perdón, George. No quise ser descortés. Pero no estaba preparado para una llamada de esta clase después de todos los esfuerzos que hice para dar con usted.
–Hum... –contestó George–. Si... ya entiendo.
El padre Mancuso esperó que George siguiera hablando, pero no hubo nada más que silencio.
–¿George? ¿Está usted ahí?
–Si, padre –dijo George–. Yo estoy aquí y Kathy está a mi lado –y miró a su mujer–. Querría que nos visitara usted de nuevo y bendijera la casa.
El padre Mancuso recordó lo que había ocurrido en ocasión de bendecir por primera vez la casa de los Lutz. Se miró las manos enfundadas en sus guantes blancos.
–Padre: ¿podría usted venir en seguida?
El sacerdote vaciló. No quería volver a aquella casa, pero no se lo podía decir a George en estas palabras.
–Bueno, George... –contestó por fin– ...no sé si puedo en este momento. He tenido un nuevo ataque de gripe... y el médico me ha prohibido salir con este frío...
–Bueno... interrumpió George–. ¿Cuándo puede usted venir?
El padre Mancuso se puso a buscar una excusa. –¿Por qué quiere usted que bendiga de nuevo la casa? No es soplar y hacer botellas ... ¿sabe?... George estaba desesperado.
–Padre: estamos en deuda con usted. Le debemos una comida. Venga a vernos y Kathy le va a preparar el bife más sabroso que usted haya comido en su vida. Y puede quedarse a pasar la noche aquí...
–Oh, no, George ... Eso no puedo hacerlo.
–Si, padre. Haremos que chupe tanto que no va a poder negarse...
El padre Mancuso no pudo creer a sus oídos. ¡Esas cosas no se dicen a un sacerdote!
–Dígame, joven. Usted...
–Padre: estamos en un gran apuro. Necesitamos que nos ayude.
La ira del sacerdote se evaporó.
–¿Qué ocurre? –preguntó.
–En esta casa están ocurriendo cosas que no entendemos. Hemos visto machos...
La línea telefónica empezó a crepitar en los dos extremos.
–¿Qué está usted diciendo, George? No lo oigo...
Los dos hombres no pudieron seguir hablando. Ya no pudo oírse absolutamente nada por teléfono, salvo un zumbido fuerte e incesante. Los dos se dieron cuenta que no había nada que hacer y colgaron.
George se volvió hacia Kathy y echó una mirada a la habitación.
–Ya está aquí de nuevo. Ha liquidado el teléfono.
En el momento en que el padre Mancuso colgaba el auricular, las manos le empezaron a arder de nuevo. "Que Dios me perdone", dijo en voz alta, "pero George tendrá que encontrar socorro en otro lugar. ¡Por nada del mundo pondré de nuevo los pies en esa casa!"
XV
Del 2 al 3 de enero
George y Kathy, desilusionados por no haber podido lograr que viniera el padre Mancuso, se pusieron a hablar de otras maneras de obtener auxilio. Los dos estaban de acuerdo en que ahora, después de haberse mudado, habría sido incorrecto solicitar del cura párroco local la bendición de la casa. Además, este sacerdote había sido el confesor de los De Feo, y George recordaba haber leído en los artículos periodísticos que éste era un hombre de cierta edad que se había burlado de la posible existencia, en la casa, de "voces" que habrían indicado a Ronnie lo que debía hacer. Este hombre no creía en los fenómenos ocultos.
Al llegar a cierto punto George mencionó la posibilidad de vandalismo. Tal vez había alguien que intentaba asustarlos para que se fueran de la casa y utilizaba medios drásticos para acelerar esa partida. Kathy tenía sus opiniones particulares. Cuando dijo que algo la había tocado, ¿George había creído que esto no era nada más que imaginaciones de su mujer? No, no lo creía. ¿Podía explicar él la horrenda figura diseñada con hollín en la pared de ladrillos de la chimenea? No, no podía. ¿No habían visto ellos unas pisadas de patas de cerdo en la nieve? Sí, las habían visto. ¿Estaba de acuerdo él en que había una poderosa fuerza en la casa, capaz de hacer daño a la familia? Estaba de acuerdo. ¿Qué iban a hacer? Esa noche, en el momento de meterse en cama, George dijo a su mujer que había decidido ir por la mañana al departamento de policía de Amityville y hacer una denuncia.
En la noche del 2 de enero, George volvió a sentir el urgente deseo de examinar el embarcadero y encontró a Harry profundamente dormido en su casilla. A la mañana siguiente fue con el perro al consultorio de animales de Deer Park, que solía utilizar, y allí se hizo al animal un examen minucioso. Treinta y cinco dólares debió pagar para cerciorarse de que Harry estaba sano y no había recibido ninguna droga o veneno. El veterinario sugirió que la languidez del animal podía tener, como causa posible, un cambio en el régimen de alimentación.
La mañana del 2 de enero, el padre Mancuso volvió a bendecir la casa de los Lutz. La ceremonia no se efectúo en Amityville, sino en la Iglesia del Sagrado Corazón de North Merrick. El sacerdote ofició una misa votiva en la iglesia; una misa que no corresponde a las efemérides del día y que se celebra con una intención especial, a pedido del solicitante.
El padre Mancuso se había quitado los guantes.Se arrodilló ante el altar y abrió su libro de misa, en el cual leyó: "Soy el Salvador de todos los hombres, dice el Señor. Sean cuales fueren sus tribulaciones, Yo responderé a sus clamores y siempre seré el Señor de ellos."
El sacerdote se santiguó y leyó en voz alta el capítulo inicial de la misa: "Padre Nuestro, fuerza nuestra en la adversidad, salud nuestra en la flaqueza, consuelo nuestro en el pesar, apiádate de Tu grey."
El padre Mancuso levantó la mirada hacia la figura clavada en la cruz. "Así como nos has dado el castigo que merecemos, da también nueva vida y esperanza a nos, que confiamos en Tu misericordia. Te lo pedimos ahora y siempre. Amén."
Cerró el misal, pero mantuvo los ojos fijos en la imagen de Jesús.
"Señor: sé compasivo con los Lutz en sus penurias y, por la muerte de Tu hijo, padecida por todos nosotros, aparta de ellos Tu cólera y el castigo que merecen por sus pecados. Te pedimos esto en nombre de Cristo, Nuestro Señor. Amén."
Después de la misa votiva el padre Mancuso volvió a su casa y se encontró ¡con un atroz hedor a excrementos humanos que impregnaba todas las habitaciones de su domicilio!
Tuvo una arcada, pero logró abrir todas las ventanas. El aire helado entró en la casa y trajo un momentáneo alivio, pero el hedor se sobreponía incluso al viento frío. El padre Mancuso corrió hasta el cuarto de baño para ver si el inodoro estaba atascado. No, todo estaba en orden... ¡Mientras uno no intentara respirar!
El sacerdote estaba enterado de que había una letrina debajo del terreno frontal de la rectoría y pozos ciegos detrás del área de estacionamiento. Después de asegurarse la colaboración del plomero del lugar, pudo comprobar que no había ningún animal atrapado en los pozos y que la cámara séptica funcionaba normalmente. Al parecer, tampoco había pérdidas en las cañerías.
Por último, el atroz olor empezó a difundirse por toda la rectoría. Otros sacerdotes, a quienes el mal olor hizo salir de sus habitaciones, se reunieron en el patio principal de la escuela. El párroco estaba extremadamente perturbado por el incidente y sugirió a todo el mundo que quemara incienso para ahuyentar el aire fétido. Hasta este momento tal padre Mancuso no había pensado que sus cuartos eran la causa del hedor. Pero después de encender encienso en su casa y volver a la escuela con los otros, el sacerdote se dio cuenta de que sus cuartos habían sido los primeros en ser atacados, evidentemente mientras había estado celebrando la misa especial para los Lutz. Esto le llevó a establecer un nexo aterrador: una voz desencarnada en la casa de Ocean Avenue le había gritado: "¡Fuera!" Esa voz, fuera de quien fuere, había atravesado claramente el ámbito de la rectoría y le había trasmitido el mismo mensaje.
También había otro nexo que el padre Mancuso intentaba establecer. De este último punto se había vuelto consciente desde el instante en que se había parado ante las ventanas y había contemplado sus habitaciones en la casa parroquial, recordando una de las lecciones de la clase de demonología: ¡el olor a excrementos humanos está siempre asociado a la aparición del diablo!
Esa tarde el sargento detective Pat Cammaroto, del Departamento de Policía de Amityville, fue a la casa de Ocean Avenue con George, vio el portón desgonzado del garaje y las huellas de patas animales visibles aún en la nieve endurecida. Luego entró en la casa y fue presentado a Kathy y a los chicos. Kathy repitió su relato de los roces fantasmales e hizo pasar al sargento al cuarto de estar para mostrarle la imagen marcada con hollín en la pared de la chimenea.
Incluso después de haber mostrado a Camnaroto el cuarto rojo del entresuelo, George y Kathy adivinaron la incredulidad del agente de policía. Éste había escuchado la versión que daba George del nefasto uso del escondrijo, había cabeceado cuando George se había referido a Ronnie De Feo como constructor del cuarto secreto, y finalmente había preguntado a los Lutz si tenían algunos hechos concretos para basar en ellos sus temores.
–No puedo trabajar basándome en lo que ustedes creen haber visto u oído. Me parece que lo que hace falta aquí es un sacerdote. A mi modo de ver, este trabajo es más de su incumbencia que de la mía.
El sargento Pat Cammaroto salió de la casa de los Lutz y se metió en su auto. Sabía que no había ayudado en nada a la joven pareja. Pero lo cierto es que no podía hacer nada por ellos, salvo tal vez mandar una inspección policial de cuando en cuando. No hubiera tenido sentido asustarlos más, se dijo en el momento de arrancar. ¿Por qué empeorar las cosas mencionando que había experimentado unas vibraciones fuertes, muy extrañas, "una sensación indefinible" en el instante de entrar al número 112 de Ocean Avenue?
El sol ya se había puesto y el hedor en la casa parroquial del Sagrado Corazón no había disminuido apreciablemente. El denso humo del incienso quemado se había abierto camino hasta los ojos y los pulmones de todos. Los sacerdotes que seguían en el edificio no sabían ya a ciencia cierta si tenían náuseas por el humo o por el mal olor original.
El padre Mancuso había dejado las ventanas abiertas con la esperanza de que el aire frío barriera eventualmente la fetidez instalada en sus cuartos. Pero la medida fue contraproducente: el viento, al entrar por las ventanas, había cerrado la salida al humo y al hedor. Y el sacerdote podía haber dicho a los otros que estaba enterado de todo lo ocurrido y que conocía el motivo, pero mantuvo el secreto, rogando a Dios que lo librara de esta última humillación lo más pronto posible.
Inmediatamente después de irse Cammaroto, George notó que el compresor que estaba en el embarcadero se había detenido. No había ninguna razón para que la máquina se parara, salvo que los circuitos estuvieran sobrecargados, quemando así un fusible. Esto significaba que tenía que bajar al sótano de la casa y examinar la caja de los fusibles. George sabía que la caja estaba en la zona de los placards de depósito y bajó con una nueva caja de fusibles.
En el sótano descubrió sin demora el fusible quemado y lo cambió. Oyó el ruido del compresor que comenzaba a funcionar de nuevo, muy ruidosamente, al encenderse. Pero esperó un poco para ver si se producía otra sobrecarga. Al cabo de unos instantes quedó satisfecho y enderezó hacia las escaleras.
Habría subido la mitad de los escalones cuando fue consciente de un olor, un olor que no era el de la gasolina.
Había bajado con su linterna, pero las lámparas del sótano estaban encendidas. Desde su lugar en la escalera, George estaba en condiciones de ver casi todo el sótano. Husmeó el aire y percibió que el mal olor provenía de un rincón en el noreste, junto a las placards de madera prensada que formaban el tabique del cuarto rojo secreto.
George volvió a bajar las escaleras y prudentemente se acercó a los placards de depósito. Al detenerse frente a los estantes que tapaban el cuartito, el hedor aumentó. Apretándose las narices George empujó el panel y con el haz de luz de la linterna recorrió las paredes pintadas de rojo.
El hedor a excrementos humanos era muy intenso en el espacio reducido. Formaba una niebla espesa. Asqueado, su estómago tuvo unas convulsiones. Sólo logró poner el panel en su sitio, tapando el vaho antes de vomitar y emporcar sus ropas y el piso.
El padre Mancuso y el párroco de la parroquia del Sagrado Corazón eran amigos desde hacía varios años, cuando el sacerdote había sido nombrado para esa parroquia. Al crecer la reputación y el renombre del padre Mancuso frente a su diócesis, la amistad de los dos hombres había madurado y se había vuelto íntima. Entre ellos se llevaban veinte años, ya que el padre Mancuso tenía cuarenta y dos pero el hiato generacional no se hacía sentir.
Todo esto cambió la noche del 3 de enero. Deprimido por el envolvente y nauseabundo olor que había invadido la rectoría, el pastor se las tomó con el padre Mancuso y la amistad de los dos hombres quedó irrevocablemente destruida.
La cosa empezó en la oficina del párroco, adónde había ido el padre Mancuso para recoger unas informaciones que habían sido dactilografiadas para él. El padre Mancuso se disponía a volver a sus habitaciones en el momento en que entró el párroco, acompañado de otros tres sacerdotes. Los cuatro acababan de almorzar y no habían podido librarse –se podía comprobar– del olor que impregnaba sus ropas. El párroco lanzó una mirada iracunda al padre Mancuso; de pie detrás del escritorio, desde el otro extremo del cuarto.
–No entiendo por qué motivo el obispo le encomienda a usted todos los casos que se presentan –dijo con voz alta y descomedida– ¡yo soy mejor juez que usted! Tengo más experiencia!
El padre Mancuso quedó estupefacto. No podía creer lo que acababa de oír. "¿Cómo es posible que este hombre me tenga envidia?", pensó.
–Si, es muy cierto –contestó afablemente el padre Mancuso–, pero hasta este momento usted no se ha quejado de mi trabajo.
El párroco hizo un gesto con la mano, como dando a entender que no quería oír nada más. Los otros tenían caras asombradas. El párroco nunca había hablado de este modo, especialmente a su amigo intimo. Pero las palabras siguientes del párroco los dejaron aún más confundidos.
–¡Vean, vean ustedes el gran médico de almas! –la cara del párroco estaba enrojecida de furor . ¡Juez! ¡Médico! ¿Cómo es posible que sepa usted tanto?
¿Qué mosca le estaba picando a este hombre? El padre Mancuso miró a los otros sacerdotes, que evitaron su mirada, incómodos de tener que asistir a la escena. Entonces habló.
–Creo que esta historia del mal olor lo ha puesto a usted muy nervioso, amigo. Sería mejor que habláramos en otro momento y en otra ocasión.
Y se levantó para irse del cuarto.
–¡Oh no, Excelencia! –gritó el párroco, adelantándose velozmente para cortar la salida al padre Mancuso–. ¡Terminemos de una vez con eso! ¡Los muchachos aquí presentes podrán ver hasta qué punto es usted un fraude!
–¡Basta, párroco!
El más joven de los tres sacerdotes decidió interponerse entre los adversarios.
–El padre Mancuso tiene razón. Todos estamos perturbados por este olor asqueroso. ¡Lo mejor que podríamos hacer es dedicar todas nuestras energías a librarnos de esta peste, en vez de aumentarla!
Este repentino ataque, que provenía de una fuente inesperada, desinfló al párroco, que retrocedió pero continuó mirando con odio al padre Mancuso. El padre Mancuso está convencido ahora de que tenía en sus ojos una expresión que provenía de algo o de alguien dentro del cuerpo del pastor. Algo había tomado posesión momentánea del prelado y continuaba vomitando ponzoña contra el padre Mancuso, como ya lo había hecho al envilecer la casa parroquial con el olor a excrementos.
George había logrado limpiarse por fin después de su desastrosa excursión al sótano. Él y Kathy estaban sentados en la cocina, tomando café. Eran las once pasadas de la noche y ambos estaban cansados por la tensión nerviosa que habían creado los incidentes, cada vez más numerosos. Tan sólo la cocina parecía segura y ninguno de los dos tenía ganas de meterse en cama.
–Oye –dijo George–, aquí está haciendo frío. Vamos a la sala, que es más caliente, al menos.
Se levantó de la silla, pero Kathy siguió sentada.
–¿Qué vamos a hacer? –preguntó Kathy–. Las cosas están empeorando. Estoy realmente asustada cuando pienso que puede pasarle algo a los chicos.
Kathy miró a su marido.
–Sólo Dios sabe qué habrá de pasar ahora.
–Oye –contestó él– limítate a mantener a los niños fuera del sótano hasta que ponga allí un ventilador. Después voy a emparedar la puerta de ese cuarto, así no nos molesta más.
Tomó a Kathy del brazo e hizo que se levantara.
–También quiero hablar con Eric, en mi oficina. Me dice que su novia ha tenido experiencias muy interesantes al realizar investigaciones de casas embrujadas...
–¿Casas embrujadas? –interrumpió Kathy–. ¿Crees que esta casa está embrujada? ¿Por quién o qué?
Siguió hasta la sala a su marido, pero se detuvo en el umbral.
–Se me ocurre algo, George. ¿No crees que nuestra Meditación Trascendental puede tener algo que ver con todo esto?
George meneó la cabeza.
–No. Absolutamente nada. Lo que sé es que debemos tratar de conseguir auxilio de algún lado. Podría ser que...
Al entrar en la sala el grito que lanzó Kathy ahogó el resto de las palabras de George. Miró hacia el rincón que ella señalaba con la mano. El león de porcelana que George había llevado al cuarto de costura estaba ahora en la mesa contigua a la silla de Kathy, ¡y tenía las fauces abiertas, amenazando a George y a Kathy!
XVI
Del 4 al 5 de enero
George levantó el león de la mesa de la sala y lo tiró a un tacho de basura que estaba fuera de la casa. Le tomó cierto tiempo tranquilizar a Kathy, pues no podía explicar de ningún modo por qué razón la pieza de porcelana había logrado bajar desde el cuarto de costura. Ella insistió en que algo en la casa lo había hecho y que no quería seguir ni un minuto más en el número 112 de Ocean Avenue.
George reconoció a Kathy que también él se había inquietado por la nueva y repentina aparición del león. Pero no estaba de acuerdo en huir sin intentar antes dar la batalla.
–¿Qué batalla puedes dar contra lo que no puedes ver? –preguntó Kathy–. Esta... esta cosa puede hacernos lo que se le ocurra.
–No, querida –dijo George–. No me podrás convencer de que una buena parte de todo esto no es nuestra inspiración. ¡Sencillamente no creo en duendes! ¡De ningún modo, en ninguna forma, en ningún momento!
Finalmente logró convencer a Kathy de ir a la cama con la promesa de que, si no podía obtener ayuda al día siguiente, dejarían la casa por cierto tiempo.
Ambos estaban completamente agotados. Kathy se quedó dormida de pura fatiga. George durmió a ratos, despertándose a cada instante para escuchar algún ruido raro en la casa. ¡Ahora dice que no tiene idea de cuánto tiempo estuvo allí acostado antes de oír una música militar en el piso de abajo!
Su cabeza empezó a marcar el ritmo del tamborileo antes de darse cuenta que estaba oyendo música. Echó una mirada a Kathy para ver si se había despertado y la oyó respirar lentamente. Estaba profundamente dormida.
George salió corriendo del cuarto y en el pasillo pudo oír que el retumbar de las pisadas se hacía más fuerte. "Debe haber por lo menos cincuenta músicos en la planta baja", pensó. Pero en el instante en que llegó al último escalón y encendió la luz del vestíbulo, los ruidos desaparecieron.
George quedó anonadado junto a la escalera, sus ojos y su cabeza giraban locamente en busca de algún indicio de movimiento. Allí no había absolutamente nadie. Al parecer, había entrado a un lugar con eco. Después de la cacofonía de sonidos, el repentino silencio suscitaba escalofríos.
Luego George oyó el rumor de un respirar afanoso y pensó que alguien estaba detrás de él. Giró sobre sus talones. No había nadie, y se dio cuenta que estaba escuchando el aliento de Kathy, que dormía en el piso de arriba.
El temor de que Kathy estuviera sola en el dormitorio movilizó a George. Subió corriendo los escalones de a dos y entró a su cuarto, encendiendo la luz. Allí suspendida en el aire, a un medio metro por encima de la cama, estaba Kathy, alejándose lentamente de él ¡en dirección a las ventanas!
–¡Kathy! –gritó George y saltó sobre la cama para agarrar a su mujer. El cuerpo de ésta estaba duro como madera, pero el movimiento cesó. George sintió una resistencia a su presión y luego un súbito aflojamiento. Él y Kathy cayeron entonces al suelo, pesadamente fuera de la cama. La caída despertó a Kathy.
Al ver en donde estaba, Kathy quedó desconcertada un instante.
–¿En dónde estoy? –gritó–. ¿Qué ha ocurrido? George quiso ayudarla a ponerse de pie. Apenas se sostenía sobre sus piernas.
–No es nada –dijo él para tranquilizarla–. Estabas soñando y te caíste de la cama. Nada más.
Kathy estaba demasiado anonadada para hacer más preguntas a George. Dijo "¡Oh!", volvió a meterse en la cama y a sumergirse en un profundo sueño. George apagó la luz del cuarto, pero no se echó de nuevo junto a su mujer. Se sentó en una silla cerca de las ventanas y no perdió de vista a Kathy mientras contemplaba el cielo del amanecer.
El padre Mancuso también contemplaba el amanecer del nuevo día en la casa de su madre en Queens, adónde había ido poco después de su altercado con el párroco. No había tenido miedo de nuevas explosiones de su amigo, pero le resultó imposible dormir en sus habitaciones impregnadas de olor a excrementos e incienso. Asimismo, creía ahora realmente que era el destinatario de una agresión demoníaca y pensaba que el olor habría de desvanecerse si se alejaba por cierto tiempo de la rectoría.
En un principio el padre Mancuso no las tenía todas consigo por haber ido a casa de su madre, ya que no quería comprometerla en sus problemas. Pero había empezado a sentir síntomas de nueva fiebre y llegó a la conclusión de que, si había de caer enfermo una vez más, lo mejor era ponerse en manos de ella.
No había dormido mucho y se despertó unos minutos antes del alba. Sintió picazón en las palmas de las manos y se quitó los guantes blancos para mirarlas. Pensó que había tenido mucha suerte en un punto: el párroco no se las había visto. El hombre, sin duda, habría aprovechado el hecho para denunciar a su antiguo amigo.
Los cielos estaban surcados de largos cúmulos de nubes blancas. El padre notó que estaban muy bajas y que avanzaban velozmente. Como la ola de frío se mantenía aún en las marcas más bajas esto podía anunciar más nieve. El padre Mancuso se apartó de la ventana y miró el reloj de la mesa de noche. Eran nada más que las siete de la mañana.
"Me gustaría llamar a George Lutz, pensó, para averiguar si la misa suscitó una reacción similar en su casa. Aunque no... a las siete no se puede telefonear." El padre Mancuso decidió esperar un rato y volvió a meterse en cama. Uno se sentía bien y cómodo bajo las frazadas. Soñolientamente oyó los movimientos de su madre en la cocina y de repente, sintió que tenía diez años y que estaba esperando que viniera a despertarlo para ir a la escuela. Las recientes penurias, dolores y humillaciones se desvanecieron de su mente y su cuerpo. El padre Mancuso se echó a dormir serenamente en la vieja cama de la casa de su madre.
A eso de las diez de la mañana Kathy seguía durmiendo profundamente. George había empezado a preocuparse por el estado de su mujer después de la aterradora experiencia de la noche pasada. Y no pudo esperar más. Llamó sin más al padre Mancuso.
Danny y Chris habían dicho a su padre que la radio de Amityville había anunciado que las escuelas iban a permanecer cerradas por un problema de combustible. Los muchachos parecían más bien contrariados por esto, ya que éste iba a ser el primer día en la nueva escuela, después de las vacaciones de Navidad, e implicaba una oportunidad de hacer nuevos amigos.
George pensó que era muy afortunado por no tener que llevar los niños a la escuela, situada en el otro extremo de la ciudad. No le gustaba la idea de dejar solas a Kathy y Missy en la casa. Preparó el desayuno a los niños y los envió al dormitorio a que jugaran. Después volvió junto a la cama de Kathy.
Kathy estaba pálida, tensa, unas profundas arrugas se marcaban en torno de la boca. No quiso despertarla y volvió a la cocina. Cuando vio que eran las once de la mañana, George decidió llamar al sacerdote.
Marcó el número de teléfono del padre Mancuso, pero no hubo respuesta. George llamó luego a la rectoría y allí se le dijo que el padre Mancuso estaba en casa de su madre. No: el número de esta señora no se lo podían dar, pero podían tomar cualquier recado.
George pasó el resto de la mañana en la cocina, esperando la llamada. Pensó que había sido un tonto al declarar que "no creía en duendes". Kathy tenía razón: "¿cómo diablos es posible luchar contra algo que es capaz de levantarnos de la cama como una pajita de escoba?" George Lutz, ex conscripto de la Marina, reconoció que estaba asustado.
Kathy estaba bajando las escaleras en el instante en que sonó el teléfono. El llamado provenía de la oficina de George: querían saber a qué hora se le podía esperar. El agente de réditos iba a pasar de nuevo por allí y ellos no sabían la forma en que George deseaba encarar la situación. George se contrajo. Finalmente dijo a su tenedor de libros que llamara al contador y postergara la cita hasta la semana siguiente. En cuanto a volver al trabajo... dijo que Kathy no se sentía bien y que estaban esperando la visita del médico.
Kathy se sentó junto a George a la mesa de la cocina y miró a su marido con un aire extraño. Repitió la palabra "médico". George meneó la cabeza y terminó la conversación diciendo al empleado de su oficina que iba a pasar más tarde por allá.
–¡Caramba! –dijo a Kathy–. ¡Se están cansando de mí! Voy a tener que ir mañana de todos modos.
Kathy bostezó, se encogió de hombros en un esfuerzo por aliviar la rigidez de su cuerpo.
–¡Vaya! –dijo–. ¡Mira la hora que es! ¿Por qué me dejaste dormir tanto tiempo? ¿Los chicos ya almorzaron? ¿Ya están en la escuela?
George empezó a contar con los dedos.
–Número uno –contestó–: hace semanas que no has dormido tan bien como anoche, y por eso te dejé dormir. –Levantó dos dedos–. Sí: han desayunado.
Tres dedos–: Hoy no hay clases. Les dije que subieran a jugar con Missy.
"Muy bien, pensó para sí. Kathy no recuerda nada de lo que ha ocurrido la noche anterior. Y yo no se lo voy a decir."
–He tratado de nuevo dar con el padre Mancuso siguió diciendo George–. Me dicen que está en casa de su madre. Me va a llamar en cuanto reciba mi recado.
La madre del padre Mancuso no interrumpió el necesario descanso de su hijo hasta casi las tres de la tarde. El sacerdote se dio cuenta de que su fiebre había disminuido, porque ya no sentía el leve mareo de antes. Y quedó doblemente complacido cuando llamó a la rectoría para saber si había algún mensaje. La persona que atendió el teléfono dijo que el incienso había logrado desalojar el horrendo hedor y que todo el mundo estaba de nuevo en sus habitaciones y despachos.
–Padre, también hay un mensaje de George Lutz. Llamó preguntando por usted.
"¡Ah, sí! ", recordó. "Había tenido intenciones de llamarlo, pero me olvidé completamente." El padre Mancuso dijo que volvería a la rectoría a la tardecita. Luego llamó a George.
El receptor fue levantado al primer timbrazo.
–¿George? Habla el padre Mancuso.
–Padre: ¡cómo me alegro que haya llamado! Tenemos que hablar inmediatamente con usted. ¿Podría usted venir aquí en seguida? ¡Se lo ruego!
–¡Yo ya he dado dos veces la bendición a su casa! –contestó el padre Mancuso–. He hecho rezar una misa votiva para usted en la iglesia el otro día. Y, a propósito, ¿hubo algún...?
–No se trata de bendecir la casa –dijo George, interrumpiendo–. ¡Ahora se trata de algo mucho mas importante!
En los minutos que siguieron George contó lo que había ocurrido en su casa de Ocean Avenue desde que ellos se habían mudado. Envió a Kathy arriba con el pretexto de que le trajera cigarrillos y contó al sacerdote la escena de levitación que había presenciado.
Durante todo el relato de George, el padre Mancuso había guardado silencio. Él había creído ser el único destinatario de un ataque demoníaco. Ahora comprendió, avergonzado, que había tratado de evitar lo inevitable."Vamos, hombre, eres un sacerdote", se dijo a sí mismo. "Si no quiero ponerme la sotana y aceptar sus obligaciones... entonces, ¡me valga Dios! , . . el párroco tiene razón. ¡Soy un fraude!"
El padre Mancuso aspiró profundamente.
–Está bien, George. Trataré de ir a su casa y...
George no oyó lo que el padre Mancuso siguió diciendo. De repente se oyeron estridentes gemidos por teléfono y un ruido de descargas que casi le rompió los tímpanos.
–¡Padre! ¡No puedo oírle!
Los gemidos continuaron. Esa fue la única respuesta que obtuvo George.
Del otro lado, el padre Mancuso tuvo la sensación de que le habían dado una bofetada. Colgó el receptor, se llevó la mano a la mejilla y se echó a llorar. "¡Tengo miedo de volver allí!" Miró las palmas de sus manos laceradas y se tapó con ellas la cara. "¡Oh, Dios mío, ayúdame! ¡Ayúdame!"
George sabía que era inútil esperar que el padre Mancuso llamara de nuevo. Aun en el caso de que él lo hiciera, no se les iba a permitir conversar sobre la casa. Pero George albergaba una sola esperanza: estaba seguro de que había oído decir al sacerdote que iba a visitarlo, pero no sabía cuándo. Sólo le quedaba sentarse y esperar.
El padre Mancuso volvió a la parroquia después de las ocho de la noche. Ahora eran casi las diez y el sacerdote se sentó y se puso a mirar el teléfono. El olor a excremento se había desvanecido, como se le había informado, pero el acre perfume del incienso seguía suspendido en el aire. Era un aroma tolerable. Lo que no podía tolerar era su incapacidad de ir a casa de los Lutz. Incluso la idea de que los niños estaban en peligro de asaltos demoníacos no lograba vencer su miedo a lo que podía ocurrirle en el número 112 de Ocean Avenue. Por último el padre Mancuso levantó el tubo de su teléfono y llamó a la oficina del capellán en la diócesis de Rockville Center. Solicitó ver al capellán y se le dijo que pasara al día siguiente, por la mañana. Luego se preparó a meterse en cama. Había dormido bastante ese día en casa de su madre, pero estaba de nuevo exhausto. Antes de ponerse el piyama, entró al cuarto de baño para quitarse los guantes blancos. El linimento había contribuido a curar el ardor y quería mojarse las manos una vez más.
Se quitó los guantes y quedó asombrado. Dio vuelta las manos y examinó las palmas. ¡Ya no había feas manchas ni llagas! No había rastros de sangre. ¡Las llagas habían desaparecido!
Kathy no había estado en sus cabales en ningún momento de ese día y esa noche. Ahora estaba sentada junto a la chimenea del cuarto de estar. George había dado de comer a los niños y los había enviado a la cama. Los chicos no se quejaron de que fuera demasiado temprano pues sabían que debían levantarse para ir a la escuela. Como es lógico, el problema de combustible se había resuelto, porque la emisora de Amityville había anunciado que las escuelas iban a estar abiertas el día siguiente.
George había ayudado incluso a Missy a darse su baño. Y había leído a su hija un cuento antes de que la niña le dejara apagar la luz. Las últimas palabras que dijo Missy antes de que él cerrara la puerta fueron:
–Buenas noches, papá. Buenas noches, Jodie.
Cuando George vio que eran casi las once comprendió que el padre Mancuso no iba a venir esa noche. Kathy se había estado casi cayendo de la silla en la última hora: los ojos se le entrecerraban por el calor del fuego. Por último, anunció a George que se iba a acostar.
George miró a su mujer. Ni una sola vez había dicho Kathy que quería irse de la casa. Parecía como si ninguno de los aterradores incidentes hubieran ocurrido y fuera natural en ella el deseo de acostarse. Los dos subieron al dormitorio.
Kathy masculló que tenía demasiado sueño para tomar un baño ... que lo haría por la mañana. Y se durmió en cuanto recostó la cabeza en la almohada. George quedó un rato sentado en el borde de la cama, observando la profunda respiración de Kathy. Después salió a echar una ojeada a Harry. El perro se había quedado dormido de nuevo, sin tocar siquiera la comida.
George se iba a inclinar para acariciar al animal cuando oyó la banda militar, que estaba tocando una marcha en su casa. Entró corriendo por la puerta de la cocina. Los tambores y las cornetas atronaban en la sala. George oyó las pisadas de innumerables pies mientras avanzaba por el pasillo.
Las luces seguían encendidas, pero notó que no había nadie en el cuarto. En el mismo instante en que miró hacia la sala, la música se interrumpió. George echó una mirada trastornada en derredor.
–Grandísimos canallas ... ¿en dónde están? –gritó.
George tragó grandes bocanadas de aire y comprendió entonces que en la sala pasaba algo raro. Todos los muebles habían cambiado de sitio. La alfombra estaba enrollada, las sillas, el diván y las mesas estaban arrinconados contra las paredes, como si se hubiera querido dejar espacio para una compañía de bailarines... ¡o una banda militar!
XVII
6 de enero
–Su relato es muy interesante, Frank, pero si yo no tomara en cuenta sus antecedentes, que son intachables, creería realmente que usted no está en sus cabales... por darle crédito.
El capellán Ryan se levantó de su escritorio y se acercó a la flamante maquinita de hacer café en el otro extremo del cuarto. El padre Mancuso meneó la cabeza cuando el padre Ryan le invitó. Y entonces el capellán sirvió una taza de café negro para el padre Nuncio –el otro capellán– y otra para sí.
El capellán volvió a sentarse a su escritorio, sorbió un trago de café y empezó a hojear sus notas.
–En su condición de psicoterapeuta, ¿cuántas veces le ha ocurrido dar con personas que vienen a verlo con historias de esta clase? Centenares de veces, me temo.
El capellán Ryan era un hombre extremadamente alto, incluso cuando estaba sentado. Medía más de dos metros y tenía una mata de cabellos blancos que coronaba un rubicundo rostro irlandés. En la diócesis era bien conocido por la manera franca que tenía de hablar con los otros sacerdotes, fueran jóvenes curas párrocos o el obispo en persona.
El capellán Nuncio, en cambio, era todo lo contrario. Rojo, achaparrado, de pelo negro, de aspecto joven a los cuarenta y dos años –el padre Ryan ya había pasado los sesenta– ponía en su trato una seriedad que complementaba las maneras más accesibles del otro capellán.
Los dos habían escuchado el relato hecho por el padre Mancuso de los episodios que, según George Lutz, habían tenido lugar en la casa de Ocean Avenue y que, para propia humillación, incluían el último percance que acababa de ocurrir en la casa parroquial. Los dos hombres quedaron muy asombrados de los temores del padre Mancuso, para quien estos fenómenos tenían un carácter diabólico.
El capellán Ryan levantó la mirada del cuaderno que tenía en su escritorio y habló al perturbado sacerdote.
–Antes de que formulemos algunas sugerencias sobre la forma en que debe usted encarar este asunto, Frank, como participante y como sacerdote, creo que conviene que conozca usted el reglamento.
El padre Ryan hizo un movimiento de cabeza al padre Nuncio. El otro sacerdote dejó su taza de café.
–Al parecer, usted cree que hay un elemento demoníaco en los acontecimientos ocurridos en casa de los Lutz, que el lugar estaría "poseído" de algún modo. Bueno, permítame asegurarle que, ante todo, los lugares y las cosas nunca pueden ser "posesos". Esto sólo puede ocurrir a las personas.
El padre Nuncio hizo una pausa, tanteó su chaqueta y extrajo varios cigarros cortos. Invitó a los otros dos, que no aceptaron. Luego encendió el cigarro, resoplando y hablando al mismo tiempo.
–El punto de vista tradicional de la Iglesia considera al demonio en varios aspectos: el Malo obra mediante la tentación, aguijoneando así a los hombres hacia el pecado, entablando batallas psicológicas que, estoy seguro, usted conoce, perfectamente.
–¡Oh, sí! –dijo el padre Mancuso–. Como ha dicho el padre Ryan, he entrevistado y oído a muchas personas que vienen a consultarme como médico de almas y sacerdote.
El capellán Ryan retomó el hilo.
–Y también están las llamadas actividades extraordinarias del diablo en el mundo: Por lo general, una persona es afectada en forma material: éste podría ser el caso que usted nos cuenta. A esto llamamos nosotros infección. La infección se subdivide en varias categorías que le expondré en seguida.
–La obsesión –dijo el padre Nuncio, interviniendo– es el paso siguiente. En la obsesión la persona es afectada interna o externamente. Y por último está la posesión que hace perder a la persona momentáneamente el dominio de sus facultades y permite al diablo actuar desde ella y por su intermedio.
Cuando el padre Mancuso había entrado al despacho de los capellanes, cumpliendo con la cita, se había sentido un poco tímido en relación a la forma de encarar su problema. Pero se sintió aliviado al notar el intenso interés que demostraban los dos prelados. Ahora, después de haber expuesto ellos las grandes líneas que había que tomar en cuenta en esta clase de situaciones, el padre Mancuso advirtió que aumentaban sus esperanzas de poner fin a sus tribulaciones.
–Al investigar casos de posible interferencia diabólica –prosiguió diciendo el capellán Ryan– debemos tomar en cuenta lo siguiente: primero, fraude y dolo. Segundo, causas científicas naturales. Tercero, causas parapsicológicas. Cuarto, influencias satánicas. Y quinto, el milagro. En el caso que consideramos, el fraude y el dolo no son posibles, al parecer. George y Kathy Lutz son, por lo que se me alcanza, personas normales y equilibradas. Pensamos que también usted lo es. Por lo tanto, las posibilidades quedan reducidas a influencias psicológicas o diabólicas.
–El milagro queda excluido –dijo el padre Nuncio– porque el Ser Divino no puede mezclarse a lo que es trivial y estúpido.
–Muy justo –dijo el padre Ryan–. Por lo tanto la explicación debe incluir la alucinación y la autosugestión ... Por ejemplo, los contactos invisibles que Kathy sintió ... o cuando George cree haber oído las pisadas de los músicos de una orquesta. Pero tomemos en cuenta la explicación parapsicológica. Parapsicólogos como el doctor Rhine, que trabaja en la Universidad Duke, de Carolina del Norte, distinguen cuatro aspectos principales en esta ciencia. Los primeros tres caen bajo el rótulo general de ESP (percepción extrasensorial) . Esto incluye la telepatía mental, la clarividencia y la precognición, que podrían explicar las visiones de George y la "selección" de informaciones que coinciden al parecer con hechos conocidos en la vida de los De Feo. El cuarto aspecto parapsicológico en la llamada psicokinesis, que estudia el movimiento de objetos que, al parecer, se mueven por sí solos. El león de porcelana de los Lutz entraría en esta categoría....si se movió realmente.
El padre Nuncio se levantó para servirse una nueva taza de café.
–Todo lo que hemos dicho, Frank, es parte de las recomendaciones que hacemos a los Lutz. Trate usted de ponerlos en contacto con alguna institución dedicada a estas investigaciones, como la del doctor Rhine, que pueda disponer una inspección de la casa. Ellos están en condiciones de hacer pruebas a fondo y estoy seguro de que llegarán a alguna conclusión que nada tiene que ver con influencias satánicas.
–Y ... ¿en lo que a mí se refiere? Yo ... ¿qué voy a hacer?
El capellán Ryan se aclaró la garganta y miró benévolamente al sacerdote.
–No debe usted volver a esa casa. Puede usted llamar a los Lutz y trasmitirles nuestras propuestas. Pero de ningún modo debe usted poner de nuevo los pies en esa casa.
–Creí que usted me había dicho que yo era un tonto por creer en estas cosas –dijo el padre Mancuso.
–Se lo he dicho –dijo el padre Ryan–. Pero usted está tan perturbado por este asunto que, de momento, lo mejor que puede hacer es desentenderse de los Lutz y del número 112 de Ocean Avenue.
Después del desayuno, Kathy llevó a los niños en auto hasta la nueva escuela y luego siguió con Missy hasta la casa de su madre. George había quedado solo en la casa y bajó al sótano para realizar un intento de dispersar el mal olor con dos ventiladores. Pero al bajar las escaleras no notó ni rastros del atroz olor que le había hecho vomitar el día antes.
Husmeó por todos lados, pero no pudo hallar nada. Incluso fue directamente hasta el cuarto rojo secreto, empujó el tabique de madera prensada y recorrió las paredes rojas con el haz de luz de su linterna. "¿Qué es esto?", se dijo, "¡no es posible que se haya evaporado de esta manera! Debe haber algún agujero en algún sitio, que traga el aire".
George se había puesto a buscar la posible abertura cuando el padre Mancuso marcó su número. Después de la reunión, el sacerdote había vuelto a sus habitaciones en North Merrick con intenciones de llamar a George y trasmitirle las recomendaciones de los capellanes. Oyó sonar diez veces el teléfono antes de colgar. El padre Mancuso pensó que iba a llamar más tarde, cuando los Lutz estuvieran de vuelta.
George estaba en la casa, pero no oyó la campanilla del teléfono. La puerta que llevaba al sótano estaba abierta y, por lo general, la campanilla de teléfono se oía en todas partes de la casa.
George no logró encontrar la abertura por la que podía haber escapado el mal olor, pero en cambio descubrió algo interesante en la zona de los escalones de entrada a la casa. Cuando el constructor había echado los cimientos para la casa de Ocean Avenue, cubrió al parecer un agujero de forma circular con una tapa de cemento. Rastrillando la tierra amontonada sobre esta protuberancia, George aflojó accidentalmente el pedregrullo que estaba en la base y oyó que ésta caía en una sustancia líquida que estaba abajo. Al iluminar con su linterna vio una viga negra y mojada.
–¡Una fuente surgente! –dijo en voz alta–. ¡Esto no estaba en los planos! ¡Debe ser un resto que queda de la antigua casa que habían edificado aquí!
Volvió a la planta baja y echó una mirada al reloj de la cocina. "Es extraño, pensó. Son casi las doce y todavía no tengo noticias del padre. Es mejor que yo llame".
George llamó a la parroquia. El sacerdote atendió al primer timbrazo. George se sorprendió cuando el padre Mancuso le dijo que acababa de llamar y que nadie había contestado. Luego George preguntó al padre Mancuso cuándo pensaba ir a visitarlos y entonces el sacerdote le dio el informe de los capellanes.
Dijo a George que había ido a ver a sus superiores en la diócesis y repitió la recomendación de éstos: los Lutz debían ponerse en contacto con alguna institución que efectuara una inspección de la casa. El padre Mancuso dio a George la dirección de un Instituto de Investigaciones Psíquicas en Carolina del Norte y sugirió que se pusiera inmediatamente al habla con ellos. George estuvo de acuerdo, pero insistió en que el sacerdote fuera a visitarlo.
Muchos meses debieron pasar después de haber dejado él y su familia la casa de Ocean Avenue para que George Lutz se enterara de lo mucho que había sufrido el padre Mancuso, que había dado su bendición original a la casa, y de los tantos sinsabores y humillaciones que había padecido. Por lo tanto, cuando el padre Mancuso se negó una vez más a ir a verlo, George se alteró y dijo que esta visita le hacía falta realmente, mucho más que un equipo de cazadores de fantasmas en algún Estado del Sur. Además, dijo, ¿quién iba a pagar por todo? De todos modos, después de haber prometido que iba a llamar a los parapsicólogos y que mantendría informado al sacerdote de los resultados, George cortó.
Todavía estaba fastidiado en el momento en que llamó a Kathy a casa de su madre. George dijo a su mujer lo que le había recomendado el sacerdote, pero añadió que no pensaba tomarse esa molestia. Kathy, en cambio, opinó que debían seguir las recomendaciones de los capellanes y acatar lo que proponía la Iglesia.
Finalmente George accedió y dijo que pensaba ir a su oficina y escribir una carta a la gente de la Universidad de Carolina del Norte. Pero no dijo que pensaba hablar con Eric, un joven empleado en su agencia, cuya novia tenía condiciones de médium, según él aseguraba.
Después de hablar con George, el padre Mancuso sintió que un tremendo peso se levantaba de sus hombros. El solo hecho de haber podido compartir su carga con otros le aclaró completamente la mente por primera vez en varias semanas: la responsabilidad que debía soportar solo, ahora era compartida por sus superiores.
El sacerdote se puso a preparar su plan de trabajo para la semana venidera. Le llevó varias horas –hasta el momento de la comida– redactar el programa definitivo para atender su consultorio y sus pacientes.
Pidió que le mandaran comida china de un restaurante cercano de North Merrick y la devoró mientras leía sus historias clínicas.
George fue en auto a su agencia y puso en el buzón la carta para los parapsicólogos, utilizando como referencia los nombres de los capellanes. No esperaba, en realidad, una respuesta inmediata a su solicitud, de modo que pegó en el sobre una estampilla de correo regular, no aéreo. Y luego telefoneó a la amiga de Eric, Francine.
La muchacha se mostró muy interesada en lo que él le contó. Estaba segura de que podía ponerse en comunicación con lo que o con la entidad que estaba hostigando la vida de él y la de Kathy, y prometió ir a casa de los Lutz con su novio dentro de un día o dos.
Luego la muchacha dijo algo que hizo parar la oreja a George. Sin que hubiera habido ningún antecedente en la conversación, dijo que George debía ver si en su propiedad no había un pozo viejo, tapado y abandonado. Él no reconoció que ya había encontrado ese pozo, pero preguntó en cambio por qué. Francine quería que él iniciara esa búsqueda.
La respuesta lo dejó estupefacto:
–Creo –dijo Francine– que los espíritus que los están hostigando provienen de un pozo. Naturalmente, ustedes pueden taparlo. Pero me temo que si hay un pozo bajo la casa el pasaje debe ser directo. De algún modo, aunque sea una tenue rajadura, es todo lo que hace falta para que trepe cuando así desee hacerlo.
Después de agradecer a la muchacha y colgar, George telefoneó al Instituto de Investigaciones Psíquicas de Durham, Carolina del Norte, y se refirió a la carta que acababa de enviar. Ellos accedieron a enviar un investigador a la brevedad posible. A cambio de esto, George aceptó pagar los gastos que ocasionara el viaje al investigador.
El padre Mancuso, asimismo, debió una vez más atender el teléfono esa noche. La llamada se produjo después de las once y la persona que llamaba era la misma que lo había ayudado cuando su auto se había quedado parado en el pasaje Van Wyck.
Los dos sacerdotes rememoraron los azarosos acontecimientos de esa noche y el padre Mancuso preguntó a su colega si había tenido nuevas dificultades con su parabrisas.
–No –dijo su amigo–. Es decir, todo ha estado en orden hasta hace unos minutos.
El corazón del padre Mancuso empezó a golpear contra sus costillas.
–Frank –dijo el otro sacerdote–, acabo de recibir una llamada telefónica muy peculiar. No sé quién es, pero el hombre me ha dicho: "Dígale al sacerdote que no vuelva".
–¿De quién estaba hablando? –preguntó el padre Mancuso.
–Se lo pregunté. Dije: "¿De quién está usted hablando?" La voz se limitó a contestar: "Del sacerdote a quien usted ayudó".
–¿El sacerdote a quién usted ayudó"?
–Si. Pensé en estas palabras después que el hombre colgó, y no pude acordarme de nadie, fuera de usted. ¿Cree que se estaba refiriendo a usted, Frank?
–¿En ningún momento le dijo quién era?
–No. Se limitó a decirme: "El sacerdote sabrá quién es".
–¿Cuáles fueron sus palabras exactas?
–Dijo: "Dígale al sacerdote que no vuelva si no quiere morir".
XVIII
Del 6 al 7 de enero
Un poco antes, ese día Kathy había vuelto de la casa de su madre a tiempo para recoger a Danny y Chris en la nueva escuela de Amityville. Los muchachos estaban ansiosos por hablar de los maestros, los condiscípulos y las instalaciones escolares. Habían retirado la nieve del patio y los niños pudieron practicar algunas actividades al aire libre. Missy, envidiosa por tener que quedarse en casa, preguntó repetidas veces a sus hermanos cómo eran las niñas de la escuela primaria.
Toda la familia se reunió a comer a las seis y media. George dijo a Kathy qué medidas había tomado respecto de la sugerencia del padre Mancuso y también contó que había hablado con la muchacha que podía ponerse en contacto con los espíritus. A Kathy le pareció muy bien que hubiera llamado por teléfono a los parapsicólogos en vez de esperar una respuesta a la carta. Pero no le gustó demasiado la idea de una persona extraña que iba a venir a su casa a hablar con los espíritus, particularmente una mujer joven, como Francine.
Cuando terminaron de comer, Kathy dijo a George que su deseo era volver a casa de su madre hasta el momento en que sintiera que la casa ofrecía seguridades para vivir en ella. George le recordó que afuera el termómetro marcaba ocho grados bajo cero y que se había pronosticado una nevada para esa mañana. Aunque East Babylon no estaba demasiado lejos de la carretera, él no creía que ella iba a poder llegar desde la casa de su madre a tiempo para llevar a los chicos al colegio esa mañana.
Danny y Chris dijeron que querían quedarse en casa, tenían deberes de colegio que hacer y, además, la abuela no les permitía ver la televisión después de las ocho. Kathy fue convencida finalmente por sus argumentos, aunque le inquietaba la perspectiva de pasar otra noche en la casa. Y dijo a George que no se creía capaz de pegar los párpados ni una sola vez.
Harry había estado en la cocina con ellos mientras comían, y Kathy le había dado todos los pedazos de carne que habían sobrado. Antes de meterse en cama George pensó que tal vez fuera mejor que Harry durmiera esa noche adentro. El frío era intenso y probablemente iba a aumentar con la nevada. Harry no haba engullido su habitual comida canina, pero George pensó que al animal le hacía falta carne fresca.
Mientras los muchachos hacían sus deberes, Missy hizo pasar a Harry a su cuarto y se puso a jugar, con él. Pero Harry no se quiso quedar: estaba nervioso y movedizo, como notó Kathy, especialmente después que Missy presentó a Harry a su amigo invisible, Jodie. Por último la niña debió cerrar la puerta para impedir que Harry se fuera. El perro se metió bajo la cama y allí se quedó. Por último, Chris vino a buscarlo. Harry salió con aire compungido del cuarto de Missy y subió las escaleras hasta el último piso, donde se quedó el resto de la noche.
A las doce, cuando George y Kathy se acostaron, ella quedó dormida instantáneamente –era ya la tercera noche que le ocurría– sumiéndose en un sueño profundo, respirando con pesadez. Pero George, que estaba a su lado, de espaldas a ella, seguía muy despierto, con el oído atento a cualquier indicio de la banda militar.
Cuando notó por primera vez los copos de nieve que caían, miró su reloj de pulsera: la una de la mañana. Empezaba a levantarse viento, que agitaba los copos. Luego le pareció oír el ruido de una lancha que navegaba por el río Amityville. Pero las ventanas del dormitorio no daban sobre el río y George no tuvo valor para levantarse de su cama caliente y mirar por las ventanas del cuarto de Missy o del cuarto de costura. Además el río estaba congelado, de modo que George atribuyó el sonido a los juegos del viento.
A las dos de la mañana empezó a bostezar, los párpados se le cerraban y sentía el cuerpo rígido de estar siempre en la misma postura. Unos momentos antes había mirado por encima de su hombro a Kathy, que seguía durmiendo con la boca abierta.
De repente George sintió unas ganas inesperadas de levantarse de la cama, bajar e ir a The Witches Brew a tomar una cerveza. Sabía que en la heladera no faltaban las latas de cerveza, pero pensó que estas latas no podían aplacar su sed. Tenía que ir a The Witches Brew y no importaba que fueran las dos de la mañana y la temperatura, polar. Se volvió para despertar a Kathy y decirle que bajaba a dar una vuelta.
En la oscuridad del cuarto, George pudo notar que Kathy no estaba en la cama. ¡Pudo ver que estaba levitando de nuevo, casi treinta centímetros por arriba de él, y alejándose!
Instintivamente George tendió un brazo, la asió de los cabellos y tiró. Kathy avanzó por los aires, flotando, hacia él y luego cayó sobre el colchón. Entonces se despertó.
George encendió la lámpara de la mesa de noche y quedó boquiabierto. ¡Estaba ante una mujer de noventa años: los cabellos en desorden y de un blanco sucio, la cara hecha una pasa, llena de arrugas y feas hendiduras, la barbilla goteando la saliva que se escapaba de la boca desdentada!
George quedó tan horrorizado que quiso irse sin más del cuarto. Los ojos de Kathy, hundidos entre las arrugas, lo miraban con aire sorprendido. George se estremeció. "¡Esta es Kathy!, pensó, ¡ésa es mi mujer! ¡Qué diablos estoy haciendo?"
Kathy notó el terror en la cara de su marido. "¡Dios mío!, ¿qué está viendo?" Saltó de la cama, corrió hacia el cuarto del baño y encendió la lamparilla que estaba encima del espejo, se miró la cara y lanzó un grito.
La vieja arpía vista por George había desaparecido: los cabellos estaban desordenados, pero habían vuelto a ser rubios, los labios ya no babeaban y no estaba arrugada. Pero había marcas profundas y feas en sus mejillas.
George entró al cuarto de báño a la zaga de Kathy y contempló la imagen de su esposa en el espejo. El también vio que el rostro de noventa años se había desvanecido, pero las tajaduras hondas y largas desfiguraban la cara de Kathy.
–¿Qué le pasa a mi cara? –aulló Kathy. Ella se volvió hacia George, que puso su mano sobre la boca de Kathy. Los labios estaban secos y muy calientes. Luego rozó los surcos profundos. Había tres en cada mejilla y se extendían desde abajo de los ojos hasta la línea de la mandíbula.
–No sé, querida –dijo en voz baja.
George trató de borrar los surcos con una toalla que encontró cerca del lavabo. Kathy giró y se miró en el espejo. La cara asustada le devolvía la mirada. Se pasó los dedos por la cara y se echó a llorar.
El desamparo de Kathy conmovió profundamente a George, que le puso las manos sobre los hombros.
–Voy a llamar en seguida al padre Mancuso –dijo.
Kathy meneó la cabeza.
–No, no lo debemos mezclar en esto.
Y miró la cara de George, reflejada en el espejo.
–No sé porqué creo que podría ser dañino para él. Es mejor que vayamos a ver cómo están los chicos –dijo serenamente.
Los niños dormían plácidamente, pero ni George ni Kathy pudieron dormir esa noche. Se quedaron en su dormitorio, con las luces encendidas, contemplando la nieve que caía. De cuando en cuando Kathy se llevaba las manos a la cara para comprobar si los surcos aún estaban allí. Fielmente llegó el frío amanecer. La nevada había cesado y ya había bastante luz para que George pudiera ver a Kathy cuando ésta le tocó el hombro.
–George –dijo Kathy–, ¡mírame la cara!
Él se volvió desde la silla que había puesto junto a la ventana y miró a su mujer. A la débil luz del amanecer George vio que los surcos habían desaparecido. Con los dedos tocó la piel de la cara de ella. Era suave de nuevo y no tenía rostros de los horribles surcos.
–Se han ido, querida –dijo, y sonrió amablemente–. Totalmente desaparecidos.
Pese a lo que Kathy había dicho esa noche, George telefoneó al padre Mancuso por la mañana y lo encontró en el momento en que salía celebrar su misa matinal.
George le dijo que había hablado con Carolina del Norte y que un tal Jerry Solfvin le había prometido enviar inmediatamente un investigador a su casa. Luego habló del incidente de la noche pasada. El padre Mancuso quedó muy turbado al enterarse de la segunda levitación y de las alteraciones en la cara de Kathy.
–George –dijo con voz preocupada–, tengo miedo de lo que pueda venir ahora. ¿Por qué no abandona usted esa casa por cierto tiempo?
George contestó que había estado pensando en hacer eso mismo, pero que antes deseaba saber qué había de decir Francine, la médium. A lo mejor podía ser útil.
–¿Una médium? –preguntó el padre Mancuso–. ¿De qué habla usted, George? ¡Eso no es científico!
–Me ha dicho que puede conversar con espíritus –dijo George–. Lo cierto, padre, es que... ¿Sabe usted qué me dijo ayer? Me dijo que hay un pozo de aguas oculto bajo la casa. ¡Y tiene razón! Ayer descubrí uno... ¡y esa mujer nunca ha puesto los pies aquí!
El padre Mancuso se enojó.
–Oigame una cosa –gritó–. ¡Usted está metido en algo muy peligroso! ¡No sé qué está pasando en su casa, pero es mejor que no siga usted ahí!
–¿Irme... y dejar todo?
–Sí, por un tiempo. Nada más –insistió el sacerdote–. Voy a hablar de nuevo con los capellanes y veré si puedo enviar a alguien, tal vez un sacerdote.
George guardó silencio. Había intentado que el padre Mancuso fuera a la casa y éste se había negado una y otra vez. Los superiores del sacerdote se habían limitado a sugerir que había que ponerse en contacto con una sociedad de investigaciones. Finalmente había encontrado una persona que, al parecer, era capaz de ayudarlo a él y a su mujer. ¿Por que habría de abandonar todo y huir?
–Se lo diré a Kathy, padre –dijo George por fin–. Gracias.
Y se dispuso a cortar.
–George, hay algo más –dijo el padre Mancuso–. Creo recordar que usted y Kathy han estado practicando la Meditación Trascendental a la vez.
–Sí, así es.
–¿La siguen practicando ustedes? –preguntó el sacerdote.
–No... sí. Bueno, en realidad no la hemos practicado desde que nos mudamos –contestó George–. ¿Por qué?
–Curiosidad de saberlo, George, nada más. Me alegro de que no mediten ustedes ya. Se me ocurre que esa práctica podría volverlos más sensibles.
Inmediatamente después de hablar con George el padre Mancuso llamó al vicario en Rockville Center. Por desgracia, los capellanes Ryan y Nuncio no estaban disponibles y el secretario sólo pudo prometer que trataría de que telefonearan al día siguiente. El sacerdote estaba extremadamente turbado y pedía al cielo que la situación no siguiera deteriorándose antes de que la Iglesia lograra reunir fuerzas para enfrentar las potencias malignas que se habían apoderado de la casa de Ocean Avenue.
Movido por la compasión que le inspiraba el aprieto de los Lutz, el padre Mancuso olvidó sus propias tribulaciones. Pero a los pocos minutos algo ocurrió que lo llamó al orden y le recordó que también él era destinatario de la maléfica influencia. Empezó a temblar y estremecerse. El estómago se le contrajo y la garganta se le apretó. El sacerdote estornudó y los ojos lloraron; estornudó de nuevo y pudo ver que había sangre en su pañuelo. La advertencia del capellán Ryan: "¡No debe usted mezclarse más en eso!" le pasó por la cabeza. Pero ya era demasiado tarde. ¡El padre Mancuso. tenia todos los síntomas de otro ataque de gripe!
Más avanzado ese día Eric, el joven ingeniero que trabajaba en la agencia de George, llegó a la casa de los Lutz con su novia, Francine. George hizo pasar inmediatamente a la sala a la pareja, que venía del frío externo, para que se calentara frente a la gran hoguera.
La pareja irradiaba un buen humor contagioso: lo que había estado faltando justamente en la casa de Ocean Avenue. George y Kathy reaccionaron favorablemente y muy pronto los cuatro estaban charlando como viejos amigos. Con todo, había cierta urgencia por debajo de la afabilidad exterior de George: él quería que Francine hiciera una inspección de la casa.
Cuando se disponía a llevar la conversación por el lado de las experiencias de Francine con los espíritus, ella misma se le adelantó. Se levantó del sillón y se acercó a George.
–Ponga usted las manos aquí –dijo.
George se levantó y movió las manos en el punto del espacio que ella había señalado.
–¿Siente usted el aire frío? –preguntó Francine.
–Levemente –contestó George.
–Ha estado sentada aquí. Ahora se ha ido. Camine junto al sofá, ahora. ¿Lo siente aquí?
George acercó la mano a un almohadón.
–¡Sí, está tibio!
Francine hizo una seña a George y a Kathy para que la siguieran. Los tres entraron al comedor, mientras Eric se quedaba en la sala, junto a la chimenea. Francine se paró al lado de la mesa grande.
–Aquí hay un olor extraño –dijo–. No sé dónde situarlo, pero hay un olor. ¡Uf! ¿Pueden ustedes olerlo?
George olfateó.
–Sí, aquí mismo. Es olor a sudor.
La muchacha se dirigió a la cocina, pero vaciló antes de pasar por el rincón favorito de Kathy.
–Hay un viejo y una vieja. Son espíritus perdidos. ¿Huelen ustedes el perfume?
Los ojos de Kathy se agrandaron. Miró a George, que se encogió de hombros.
–Evidentemente estas personas han estado en esta casa alguna vez –siguió diciendo Francine–, pero murieron. No creo que hayan muerto en la casa.
Se volvió hacia George y dijo:
–Ahora querría ver el sótano. ¿De acuerdo?
Cuando George había hablado con Francine por teléfono por primera vez, le había dicho que en su casa habían ocurrido cosas misteriosas, pero no había aclarado qué clase de fenómenos eran, ni tampoco lo que había ocurrido entre Kathy y él. No había hablado de los contactos en la cocina ni del perfume barato que Kathy había olido. En todo caso, Francine había dicho que prefería sacar sus propias conclusiones después de visitar la casa y "haber hablado con los espíritus que viven allí".
Ahora Francine bajó las escaleras hasta el sótano.
–Esta casa ha sido construida sobre un cementerio o algo parecido –dijo. Y señaló la parte del sótano en donde estaban los depósitos.
–¿Eso es nuevo? –preguntó a George.
–No lo creo –contestó él–. Por lo que puedo saber, toda se hizo a la vez.
Francine se detuvo frente a los placards.
–Hay personas enterradas aquí. Hay algo encima de ellas. Hay un olor raro. El aire no debería estar tan pesado.
Y señaló directamente el tabique de madera prensada que disimulaba el cuarto secreto.
–¿Siente usted el frío?
Y empezó a mover las manos, a tocar la madera.
–Aquí han asesinado a alguien. O ha sido enterrado aquí. Tengo la impresión de que hay una nueva parte, una nueva parte que han añadido sobre la tumba.
Kathy tuvo ganas de salir corriendo. Su marido notó que estaba perturbada y le tomó las manos. Francine resolvió el problema de la pareja:
–Este lugar no me gusta nada. Lo mejor es que subamos.
Sin esperar respuesta, se dio vuelta y enderezó hacia la escalera.
En el momento en que subían al primer piso el novio de Francine, Eric, se unió a ellos. Francine se detuvo un momento y se apoyó en la balaustrada.
–Debo decir que, cuando llegué, tuve una sensación de mareo. Sentí una especie de opresión en la parte derecha del tórax.
–¿Dolor? –preguntó Kathy. Francine asintió con la cabeza.
–Muy leve. Muy rápido. Justamente en el instante de doblar. Pasó muy pronto.
Avanzó hacia la puerta cerrada del cuarto de costura.
–Ustedes han tenido problemas aquí.
George y Kathy hicieron un signo afirmativo. Él abrió la puerta, esperando tal vez que el cuarto estuviera lleno de moscas. Pero no las había y él y Francine entraron. Kathy y Eric se quedaron en el umbral. De repente Francine entró en trance, al parecer.
Desde su garganta llegó una voz diferente, más espesa, masculina:
–Querría hacer una advertencia a todos ustedes. La mayor parte de la gente descubre quienes son sus espíritus y terminan haciéndose amigos de ellos. No quieren perderlos y no quieren que se vayan. Pero en este caso, de todos modos, me parece que hay que practicar un exorcismo en esta casa.
La voz que salía de Francine le pareció conocida a George. No pudo situarla de entrada, pero estaba seguro de que la había oído antes.
–Una niña y unos muchachos... Veo manchas de sangre. Algunos se han lastimado aquí. Alguien que ha tratado de matarse o no sé qué...
Francine emergió de su trance.
–Me querría ir ahora –dijo a George y Kathy–. Éste no es un buen momento para intentar hablar con los espíritus. Tengo la sensación de que me debo ir. Nací con un velo veneciano...
George no entendió estas palabras, pero ella prometió que iba a volver en un día o dos... "Cuando las vibraciones sean mejores", explicó. La pareja se fue casi inmediatamente.
De vuelta en la sala, George y Kathy guardaron silencio por un largo rato. Por último Kathy preguntó:
–¿Qué impresión tienes?
–No sé –contestó George–. Simplemente no sé. Todo el tiempo estuvo dando en el clavo.
Se puso de pie y empezó a apagar el fuego. –Tendré que pensar un rato en esto.
Kathy subió a ver qué hacían los niños. Harry estaba de nuevo con ellos, ya que hacía demasiado frío incluso para un perro aguerrido. George hizo su inspección usual de todas las puertas y cerrojos y apagó las luces de la planta baja.
Subió las escaleras en dirección a su dormitorio y se detuvo antes de llegar al rellano del primer piso. George vio que la barandilla había sido arrancada de sus bases, desarraigada casi completamente de su implantación en el piso.
En ese mismo instante supo cuál era la voz que había hablado por intermedio de Francine. ¡La del padre Mancuso!
XIX
8 de enero
El jueves Jimmy y su flamante esposa, Carey, regresaron de su viaje de luna de miel a las Bermudas. Pasaron por casa de Kathy después de visitar a la señora Connors y Jimmy dijo a su hermana que volvería a pasar más tarde, en el día. Una de las primeras preguntas que le hizo fue si George y ella habían encontrado sus mil quinientos dólares. Y quedó muy cariacontecido cuando Kathy contestó que no habían visto ni rastros del sobre.
A George le había llevado toda la mañana componer y volver a poner en sus lugares las columnas de la barandilla rota del primer piso. Cuando los muchachos bajaron a desayunarse, ofrecieron su colaboración, pero George la rechazó y les dijo que debían ir a comprarse zapatos nuevos con su madre.
Ninguno –ni Danny, ni Chris, ni Missy, ni Kathy –habían oído nada de la baranda arrancada de sus quicios durante la noche. La causa de este último atentado seguía siendo misteriosa. George y Kathy tenían sus ideas al respecto, pero no las expusieron delante de los niños.
Por último Kathy juntó fuerzas y junto con su prole subió a la camioneta y se fue de compras. George aprovechó la oportunidad para llamar a Eric. Éste pasó a verlo y George le preguntó si Francine había hecho algún comentario al irse de su casa. George quedó muy confundido al enterarse de que la muchacha había quedado perturbada por lo que había sentido en su casa. Francine le había dicho a Eric que no iba a volver a poner los pies en el lugar: la presencia era demasiado fuerte. Temía que, si trataba de hablar con las presencias que había en casa de los Lutz, se iba a exponer a un ataque físico.
–Eric –preguntó George–: ¿qué es ese velo veneciano del que habló Francine antes de irse?
–De acuerdo con lo que Francine me ha dicho –contestó Eric– es una especie de membrana con que nacen algunos niños ... Una especie de tela, muy fina, un tejido que cubre la cara. Se puede quitar, pero Francine afirma que la persona que nace con él está dotada de un elevado grado de clarividencia.
George cortó y se sentó durante una hora en la cocina, tratando de idear una manera de conseguir auxilio antes de que fuera demasiado tarde.
El teléfono sonó. Era George Kekoris, un investigador del Instituto de Parapsicología de Carolina del Norte, quien se presentó diciendo que se le había dado el nombre de George y deseaba realizar algunas pruebas científicas en casa de los Lutz. Kekoris también declaró que no podía fijar un día ya que llamaba desde Buffalo, pero que iba a tratar de estar allí en la mañana del día siguiente.
Después de hablar con Kekoris, George tuvo la impresión de que hubiera habido un aplazamiento de último momento en su sentencia. Luego, para matar el tiempo hasta la llegada de Kathy, se distrajo retirando los adornos navideños del árbol que estaba en la sala. Cuidadosamente depositó los delicados ornamentos en hojas de diario, para que Kathy los envolviera y guardara en cajas de cartón, prestando especial atención a la hermosa pieza antigua, en oro y plata, de su bisabuela.
Durante toda la mañana y la tarde de ese jueves el padre Mancuso se dedicó a atender un ataque recurrente de la gripe. Ya se había resignado a esta calamidad como una demostración del poder y el desagrado que emanaban de la fuerza maligna que se había desencadenado en el número 112 de Ocean Avenue.
Esta vez no hubo llamadas solícitas del párroco, aunque el padre Mancuso estaba seguro de que su colega había sido informado de la recaída. Permaneció en sus habitaciones, descansando en la cama y tomando los medicamentos que le había dejado el médico en las visitas previas. La fiebre había subido ahora hasta los cuarenta grados, el dolor de estómago era continuo y, a medida que avanzaba el día, pasaba de los escalofríos a los sudores. Por suerte, esta vez no habían aparecido pústulas en las palmas de sus manos, signo que el padre Mancuso interpretó en el sentido que el grado de su castigo era menor por haberse entrometido en la casa de los Lutz.
El padre Mancuso ni siquiera había intentado ponerse en contacto de nuevo con los capellanes. El sacerdote sentía que los sudores y los afanes iban a disminuir eventualmente si lograba suprimir todo pensamiento en relación a los Lutz, de tal modo que esperaba que el padre Ryan o el padre Nuncio se pusieran en contacto con él. Lo cierto es que, en un momento de la tarde, el sacerdote tuvo el deseo de que los prelados pasaran por alto su solicitud de una nueva audiencia. Y para hacer tiempo se puso a leer su breviario.
A eso de las cuatro de la tarde Kathy había vuelto de hacer sus compras. Como los Lutz aún tenían el auto de Jimmy, los recién casados no podían moverse si alguien no pasaba a recogerlos. Kathy se ofreció a hacerlo.
George vetó la sugerencia, las carreteras cubiertas de nieve endurecida hasta la casa de su suegra en East Babylon eran muy peligrosas y el coche de Jimmy tenía un sistema de cambios que Kathy nunca había dominado del todo. George decidió manejar y volvió a Amityville en menos de una hora.
Kathy estaba encantada de volver a ver a Jimmy y a Carey y se pasaron horas muy agradables escuchando el relato minucioso de las experiencias de la pareja en las Bermudas. Los recién casados tenían también una serie de instantáneas tomadas con una Polaroid, que mostraron junto con una detallada explicación de cada foto. A Jimmy no le quedaba ni un centavo, dijo, pero tenía recuerdos que le iban a durar toda la vida. Naturalmente, habían traído algunos regalos para los niños, y esto mantuvo a Danny, a Chris y a Missy lejos de los mayores, una buena parte de la noche.
A fin de no echar a perder esta visita agradable con el relato de sus propias penurias desde el día de la boda, George y Kathy se limitaron a compartir la alegría de la pareja. En un momento, Kathy y su cuñada subieron a cambiar las sábanas de la cama de Missy. Jimmy y Carey iban a pasar la noche en el cuarto de Missy, y la niña habría de dormir en un viejo diván que estaba en el cuarto de vestir.
Jimmy explicó a George sus planes para el momento en que dejara la casa de su madre. Deseaba alquilar un departamento situado exactamente entre la casa de su madre y la de sus suegros, que también vivían en East Babylon; de esta manera, ambas familias quedaban contentas por cierto tiempo.
Todos se retiraron bastante temprano. Antes de acostarse George y Jimmy examinaron la casa de arriba abajo. George mostró a Jimmy la puerta desvencijada del garaje, pero no dio ninguna explicación; probablemente el daño había sido causado por un viento huracanado muy violento. Jimmy, que había perdido su dinero por mediación de un agente misterioso, tenía sospechas de que aquí había algo más, pero guardó silencio y acompañó a George cuando éste bajó a echar un vistazo al embarcadero.
Ya de vuelta en la casa, continuaron con la inspección de puertas y ventanas, hasta que quedaron satisfechos del estado de seguridad de la casa. Eran las once cuando las dos parejas se dieron las buenas noches.
George sabe lo que ocurrió esa noche a las tres y cuarto porque estaba despierto en ese momento y acababa de mirar su reloj de pulsera. Fue entonces cuando Carey se despertó gritando.
–¡Dios mío, no, no, ella no! –murmuró para sí. George saltó de la cama, corrió al cuarto de Missy y encendió la luz. La pareja estaba en la cama, abrazada: Jimmy apaciguaba a su mujer, que estaba llorando.
–¿Qué pasa? –preguntó George–. ¿Qué ha ocurrido?
Carey señaló la pata de la cama de Missy.
–¡Ah... ah... algo estaba sentado ahí... Me tocó... el pie.. .
George se aproximó al lugar que Carey había indicado y tocó la cama con la mano. La cama estaba tibia, como si alguien acabara de estar sentado allí.
–Me desperté –siguió diciendo Carey– y vi un chico. ¡Parecía tan enfermo! Me quería decir que hiciera algo por él...
Y se echó a llorar histéricamente.
Jimmy sacudió un poco a su mujer.
–Vamos, Carey, vamos –dijo con voz tranquilizadora–. Has estado soñando y eso es todo...
–¡No, Jimmy! –protestó Carey–. ¡No fue un sueño! ¡Lo vi! ¡Me habló!
–¿Qué te dijo, Carey? –preguntó George.
Los hombros de Carey seguían temblando, pero poco a poco empezó a mirar un poco en derredor, siempre desde los brazos protectores de su marido. George oyó un ruido detrás de él y sintió que alguien le tocaba el hombro. Dio un salto y luego miró hacia atrás. Era Kathy. Tenía los ojos empañados como si ella también hubiera estado llorando.
–¡Kathy! –gritó Carey.
–¿Qué dijo el chico? –preguntó Kathy.
–¡Me preguntó dónde estaban Missy y Jodie!
Al oír el nombre de Missy, Kathy salió como una exhalación del dormitorio y corrió hasta el otro extremo del pasillo. En el cuarto de vestir la niña estaba profundamente dormida, con un pie colgando fuera de la cama. Kathy levantó la frazada de Missy y metió la pierna bajo las frazadas, se inclinó y besó a la niña en la cabeza. George entró en el cuarto.
–¿Missy está bien?
Kathy hizo un signo de afirmación.
Un cuarto de hora después Carey estaba lo bastante tranquila para echarse a dormir de nuevo. Jimmy estaba nervioso, pero también él se dejó dominar por el sueño.
George y Kathy habían cerrado la puerta del cuarto de la pareja y volvieron a su dormitorio. Kathy fue inmediatamente al placard y sacó de allí el crucifijo que tenía colgado.
–George –dijo–, bendigamos nosotros mismos la casa.
Empezaron por el último piso, en el cuarto de juegos de los niños. En el inquietante silencio que antecede al amanecer en un cuarto frío, George levantó el crucifijo delante de él, mientras Kathy rezaba un padrenuestro. No entraron al cuarto de Danny y de Chris. Kathy dijo que podían esperar hasta el día siguiente para bendecir ese dormitorio y los otros en donde dormían Missy, Jimmy y Carey.
La pareja fue a su dormitorio y luego, al cuarto de costura del primer piso. George, después de advertir a su mujer que debía tener cuidado con la baranda recién compuesta, bajó las escaleras hasta el piso de abajo, blandiendo siempre el crucifijo, como suponía que lo hacían los sacerdotes en las procesiones.
Cuando terminaron de bendecir la cocina y el comedor, la luz del amanecer apuntaba. Aunque no habían encendido las luces, podían ver ya los vagos contornos de la sala. George avanzó entre los muebles y Kathy empezó a recitar: "Padre Nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre..."
Un fuerte zumbido la interrumpió. Kathy quedó callada y miró en derredor. George se detuvo cuando iba a dar un paso y levantó la mirada al techo. El zumbido se intensificó y se convirtió en una algarabia de voces que los sumergió totalmente.
Por último Kathy se tapó las orejas para no oír aquella horrible cacofonía, pero George pudo distinguir claramente estas palabras en medio del estruendoso coro: "¡Terminen de una vez!"
XX
Del 8 al 9 de enero
El padre Mancuso se sentía demasiado débil para oficiar misa en la iglesia, de modo que se quedó en sus habitaciones y rezó en su altar particular. Poco después de la misa el padre Nuncio telefoneó desde la oficina de los capellanes para decirle que el padre Ryan y él estaban dispuesto a recibirlo.
El sacerdote dijo que su enfermedad le impedía trasladarse a Rockville Center, y preguntó si podía tratar por teléfono el caso Lutz. El padre Nuncio accedió y escuchó el relato de los últimos acontecimientos de la casa de Ocean Avenue que el padre Mancuso le hizo. Sin vacilar, el capellán aceptó la opinión del padre Mancuso: los Lutz debían dejar su casa por cierto tiempo. Una vez más el padre Nuncio recomendó a su colega que no fuera a la casa de Amityville y le dijo que se limitara a dejar un recado telefónico.
En Amityville, Kathy y George todavía estaban turbados por el coro invisible que habían oído la noche anterior. Ella había pasado la noche en vela sentada en la cama. George había vuelto a colgar el crucifijo en la pared del placard. Luego los dos se tomaron de la mano e intercambiaron palabras tranquilizadoras y cariñosas para atenuar el mutuo miedo. A las ocho de la mañana Kathy se levantó del borde de la cama y despertó a los niños. Jimmy y Carey salieron del dormitorio de Missy a las ocho y media, vestidos y listos para desayunar.
Después de hablar con el padre Nuncio, el padre Mancuso llamó a George Lutz para trasmitirle la decisión del capellán. Éste oyó sonar un buen rato el teléfono y ya estaba por cortar cuando George atendió. El padre Mancuso había pensado que el instrumento estaba practicando de nuevo sus bromitas y se sorprendió de que no hubiera interferencias en la comunicación.
George dijo que acababan de llevar a Jimmy a East Babylon. Luego George contó los resultados de la ceremonia de bendición que habían improvisado la noche antes. El padre Mancuso, escandalizado, instó a George a tomar en cuenta la advertencia del capellán y a dejar la casa sin demora.
–Y George –dijo– no vuelva usted a hacer eso. Evocar el nombre de Dios en la forma en que usted lo ha hecho sólo puede enconar a esa presencia que está en su casa, sea la que fuere. Eso es algo que corresponde a un sacerdote. Él es el intermediario directo entre el Señor y el diablo.
–¿El diablo? –interrumpió George–. Padre: ¿qué está usted diciendo?
El sacerdote hubiera querido morderse la lengua por su lapso. Los capellanes habían reducido la discusión del caso de los Lutz a términos científicos y debía haber un largo período de investigación antes de que la Iglesia reconociera la existencia de una influencia diabólica. El sacerdote no había querido expresar sus temores personales.
–No estoy seguro –dijo el padre Mancuso, corrigiéndose–; es por eso que les ruego que abadonen esa casa hasta que se pueda llegar a una conclusión, científica o...
El sacerdote vaciló.
–¿O qué? –preguntó George.
–Tal vez sea más peligroso que lo que todos imaginamos –contestó el padre Mancuso–. Oigame, George, hay muchas cosas que ocurren y que ninguno de nosotros puede explicar del todo. Reconozco que estoy muy confundido ante lo que parece ser una fuerza maléfica en su casa. También reconozco que esto puede ser causado por algo más que la imaginación de ustedes.
El sacerdote hizo una pausa.
–¿George? ¿Está usted ahí?
–Si, padre. Estoy escuchando.
–Está bien, entonces –empezó a decir el padre Mancuso–. Por favor, váyase usted de ahí. Deje que las cosas se aplaquen un poco. Si usted sale de ese lugar tal vez podamos descubrir de qué se trata, con un poco más de actividad racional. Trasmitiré a los capellanes lo que ha ocurrido anoche, y tal vez ellos manden alguna persona que...
El padre Mancuso fue interrumpido por un grito de Kathy, que se pudo oír muy bien por el teléfono. George exclamó:
–¡Llamaré de nuevo!
Y el sacerdote oyó que colgaba ruidosamente el auricular. Se quedó en su sala, preguntándose qué incidente contra natura se estaría desenvolviendo en el número 112 de Ocean Avenue. George corrió escaleras arriba hasta el último piso. Al llegar al rellano vio a Kathy en el pasillo, gritando a Danny, a Chris y a Missy.
George se dio cuenta del motivo: en todas las paredes del pasillo había más manchas verdes, gelatinosas, que bajaban desde el techo hasta el piso, formando charcas movientes de barro verde.
–¿Quién de ustedes hizo esto? –preguntó Kathy, enfurecida–. ¡Si no me lo dicen no les voy a dejar un solo hueso sano!
–¡Nosotros no hicimos nada, mamá! –dijeron los tres niños al unísono, esquivando los coscorrones destinados a sus cabezas.
–¡No lo hemos hecho! –gritó Danny–. ¡Vimos eso en el momento en que subíamos!
George se interpuso entre su mujer y los niños.
–Un momento, querida –dijo suavemente–. Tal vez los chicos no lo han hecho. Déjame que mire.
Se acercó a una de las paredes y tocó con el dedo una de las manchas verdes. Miró la sustancia, la olfateó y luego la probó un poquito con la punta de la lengua.
–Parece gelatina –dijo, lamiéndose los labios–pero lo cierto es que no tiene gusto a nada.
Kathy se estaba tranquilizando después de su arrebato.–¿No será tintura?–preguntó.
George meneó la cabeza.
–No.
Y trató de hacerse una idea de la consistencia de la materia fabricando una bolita con la punta de los dedos.
–No sé qué es, pero lo cierto es que ensucia que da miedo.
Miró hacia el techo.
–De allá arriba no parece venir...
George se calló. Miró a su alrededor como si entendiera por primera vez en dónde estaba. De repente recordó la conversación que acababa de tener con el padre Mancuso pocos minutos antes y la temible palabra "diablo" casi salió de sus labios.
–¿Qué dijiste, George? –preguntó Kathy–. ¡No te oí!
George miró a su mujer y a los niños.
–Nada. He estado tratando de hacerme una idea....
Empezó a empujar a su familia hacia las escaleras.
–Oye –dijo–. Tengo hambre. Bajemos a la cocina y comamos algo. Después los muchachos y yo volveremos aquí y limpiaremos esta porquería. ¿Está de acuerdo la tribu?
Jimmy y Carey habían vuelto a East Babylon. Carey estaba contenta de haberse ido del número 112 de Ocean Avenue, aunque eso significaba estar viviendo en casa de su suegra.
–No sé qué me pasa en ese lugar, Jimmy –dijo, en el momento en que bajaban del auto–. ¡Y sé que vi anoche a ese chico! ¡Me digan lo que me digan!
Jimmy dio una palmadita a su mujer en las caderas.
–Bah... ¡Olvídate! –dijo–. ¡No fue nada má que un sueño! Como sabes, no creo en esas cosas.
Carey se contrajo al sentir el contacto de Jimmy y miró en torno para ver si los vecinos estaban observándolos. Pero en el momento en que iba a abrir la puerta para entrar, él la asió por el brazo.
–Oye, Carey –dijo acercándose a ella, hazme un favor. No digas ni una palabra de lo ocurrido delante de mamá. Esas cosas la perturban muchísimo Ya lo único que falta es que venga un cura a la casa.
Carey se mantuvo en sus trece.
–¿Y qué me dices del dinero que perdiste en casa de Kathy? ¿Eso también es un sueño?
El padre Mancuso pasó el resto de la tarde preguntándose por qué motivos George no lo había vuelto a telefonear después de haberse oído el grito de Kathy. Por un momento pensó en llamar al sargento Gionfriddo de la policía de Amityville, y pedirle que hiciera una inspección en casa de los Lutz. Pero un policía que llama inesperadamente a la puerta suele producir más susto que otra cosa. "En fin, pensó, esperemos que nada haya ocurrido." Por último el sacerdote levantó el auricular y marcó el número de George.
No hubo respuesta, toda la familia estaba en el embarcadero y el ruido del compresor ahogaba el de las llamadas telefónicas. George, Danny y Chris estaban echando pedazos de jalea verde en el agua helada, junto a la lancha. La manguera del compresor rompía la gelatina, la mezclaba con el agua helada, esparciéndola por debajo de la capa de hielo.
Cuando los muchachos se pusieron a sacarla del angosto sendero de madera, Kathy se puso a raspar lo que había quedado en los baldes. Missy había abrazado a Harry para que no molestara la tareas de cada uno. George trabajaba en silencio, procurando no trasmitir sus temores a Kathy y a los niños. Por suerte para él, Kathy seguía sospechando que los niños eran los culpables del desaguisado: Kathy no había puesto el incidente de la jalea verde junto a los otros problemas misteriosos que asediaban a la casa.
George había estado tan absorbido en sus pensamientos que se había olvidado del todo de llamar de nuevo al padre Mancuso. Ese anochecer, sentada junto a la estufa, Kathy se declaró partidaria de ir a casa de su madre. Pero cuando propuso irse esa misma noche George, de repente, se encrespó.
–¡La gran puta, no! –gritó, poniéndose de pie de un salto, con la cara roja de furia.
Todas las presiones que se habían hecho sentir dentro de él hacían eclosión al fin.
–¡Todas las porquerías que tenemos están en esta casa! –vociferó–. ¡He puesto demasiado en ella para abandonarla de este modo!
Los niños que aún no se habían acostado, se aterraron y corrieron junto a su madre. La misma Kathy se asustó al entrever un lado de George que nunca había visto. ¡Había vociferado como un poseso!
Pálido, estaba al pie de la escalera y gritaba en tal forma que se podía oírlo en todos los cuartos de la casa.
–¡Hijos de puta! ¡Fuera de mi casa!
Luego corrió escaleras arriba hasta el último piso, entró al cuarto de juegos y abrió enteramente las ventanas.
–¡Fuera! ¡Fuera! ¡En nombre del Señor, fuera!
George corrió hasta el dormitorio de los varones, bajó al dormitorio del primer piso y repitió lo que ya había hecho, levantando la ventana de cada cuarto y vociferando: –¡Fuera de aquí en nombre del Señor! –una y otra vez. Una de las ventanas no cejó ante sus tirones y él golpeó el marco, enfurecido, hasta que la madera se aflojó. El aire frío entraba de afuera y muy pronto la casa estuvo tan gélida como la calle.
Finalmente, George terminó. En el momento en que volvía al piso bajo, la cólera iba abandonandc su cuerpo. Agotado por sus esfuerzos y jadeante, se paró en la mitad de la sala, cerrando las manos en un puño y abriéndolas de nuevo.
Mientras George llevaba a cabo esta santa cruzada; Kathy y los niños se habían quedado como clavados junto a la chimenea. Luego se acercaron a él, lo rodearon y George levantó sus brazos y los tendió sobre aquellas cuatro personas asustadas.
Hubo una quinta persona que intervino en este cuadro vivo, un testigo muy humano, el sargento Al Gionfriddo. Este era el oficial de policía que había querido llamar el padre Mancuso, y que estaba haciendo su último patrullaje de Amityville antes de terminar con sus tareas del día a las nueve de la noche. En el momento de pasar por Ocean Avenue vio algo que le hizo frenar su auto: un loco estaba abriendo las ventanas de la casa número 112 en una de las noches más crudas del invierno.
Gionfriddo se detuvo en la intersección de South Ireland Place y Ocean Avenue, directamente enfrente de la casa de los Lutz. Apagó los faros. Algo le impedía bajar del auto y dirigirse a aquella casa. Realmente no quería investigar por qué razones el dueño estaba actuando como un loco. Gionfriddo siguió sentado en su auto y se puso a contemplar a una mujer que procedió a cerrar todas las ventanas de la casa.
"Esta debe ser la señora Lutz, pensó. Al parecer, por el momento, no les pasa nada. No quiero entrometerme en la cosa." Suspiró y puso en marcha el motor del coche. Siempre con las luces apagadas, el agente retrocedió lentamente por South Ireland Place hasta que pudo doblar a la izquierda en la calle paralela a Ocean. Tan sólo entonces encendió los faros.
En el transcurso de la hora siguiente la casa de Ocean Avenue recobró su temperatura normal. El calor de los radiadores venció finalmente al aire gélido que había invadido las habitaciones y una vez más el termómetro marcó los veintidós grados.
Los muchachos habían estado dormitando frente a la chimenea, mientras Kathy acunaba a Missy, dormida en sus brazos. A las diez Kathy hizo una inspección de los dormitorios de los niños y decidió que ya era hora de que Danny y Chris se fueran a acostar.
Después de su arrebato, George había estado poco comunicativo y miraba en silencio, fijamente, los leños que ardían. Kathy lo dejó en paz, dándose cuenta que su marido estaba tratando de resolver el dilema a su manera. Una vez que los niños estuvieron metidos en cama, Kathy volvió junto a él y trató amablemente de hacerlo salir del cuarto.
George lanzó una mirada a Kathy, y ésta notó la perturbación y el enfado en la cara de él. Los ojos estaban empañados; George había estado llorando, al parecer, de puro despecho. "Hay que dar un descanso a este pobre muchacho", pensó Kathy. Pero él meneó la cabeza cuando ella propuso que se acostaran.
–Acuéstate tú –dijo él en voz baja–. Yo ya voy.
Y los ojos se fijaron de nuevo en las llamas.
En su dormitorio, Kathy dejó encendida la lamparita en la mesa de noche de George. Se desvistió, se metió en la cama y cerró los ojos. Podía oír el viento, que aullaba fuera. Los bramidos la serenaron y, a los pocos minutos, empezó a dormitar.
De repente Kathy se sentó en la cama y miró hacia el lado de George. Él todavía no estaba ahí. Luego dobló lentamente la cabeza y miró detrás. Entonces vio su imagen que se reflejaba en los espejos que cubrían las paredes, desde el techo hasta el piso. Tuvo un impulso de sacar el crucifijo del placard.
Tan fuerte era ese impulso que Kathy ya estaba a medias fuera de la cama cuando se interrumpió y miró nuevamente a los espejos. La imagen que reflejaban parecía haber adquirido una vida propia y Kathy pudo oír que la imagen le decía: "¡No lo hagas! ¡Vas a destruir a todos!"
Cuando George subió al dormitorio, Kathy ya estaba durmiendo. George arregló las frazadas que envolvían a su esposa y luego se acercó a la mesa de noche de ella y sacó la Biblia de un cajón. Apagó la luz y salió sigilosamente del cuarto.
George volvió a su silla de la sala, abrió la Biblia y empezó por el principio: el Génesis. En este primer libro de las revelaciones divinas llegó a unos versículos que le hicieron reflexionar sobre sus tribulaciones. Leyó en voz alta para sí mismo: "Y Jehová Dios dijo a la serpiente: Por cuanto esto hiciste, maldita serás entre todas las bestias y entre todos los animales del campo; sobre tu pecho andarás, y polvo comerás todos los días de tu vida."
George se estremeció. La serpiente es el diablo, pensó. En ese momento sintió una bocanada de aire caliente sobre la cara y apartó velozmente la cabeza del libro. ¡Las llamas de la chimenea querían llegar hasta él!
George retrocedió bruscamente en su silla y saltó. El fuego que él había dejado morir había vuelto a adquirir vida: las llamaradas ocupaban toda la chimenea. Podía sentir el quemante calor. Pero en ese instante sintió que un dedo helado le pinchaba la espalda.
George giró sobre sus talones. No había nadie, pero pudo sentir una corriente de aire. Casi pudo ver esta corriente en forma de una nebulosidad fría ¡que bajaba por las escaleras y avanzaba por el pasillo!
George asió firmemente la Biblia en sus manos y subió los escalones hasta su dormitorio. El frío lo envolvió mientras corría. Se detuvo a la entrada del dormitorio. El cuarto estaba caliente y volvió a sentir el contacto de los dedos helados.
George corrió hasta el dormitorio de Missy y abrió de golpe la puerta. Las ventanas estaban enteramente abiertas y el aire helado entraba.
George tomó a su hija entre sus brazos y la levantó de la cama. Pudo sentir que el cuerpecito estaba helado y tembloroso. Salió velozmente del cuarto. Corrió a su dormitorio y metió a Missy bajo las cobijas. Kathy se despertó.
–¡Hazla entrar en calor! –gritó George–. ¡Se está muriendo de frío!
Sin vacilar, Kathy cubrió a la niña con su propio cuerpo. George salió corriendo del cuarto en dirección al último piso.
Las ventanas dél dormitorio de Danny y Chris, como pudo ver George, también estaban abiertas de par en par. Los muchachos estaban dormidos, pero completamente tapados por las frazadas. Tomó a los dos en sus brazos y bajó las escaleras hasta su dormitorio.
Los dientes de Danny y de Chris castañeteaban por el frío. George los puso en su cama y se metió bajo las frazadas con ellos, cubriéndoles el cuerpo con el suyo.
Los cinco Lutz estaban ahora en la misma cama: los tres niños empezaban a descongelarse lentamente y los dos padres les frotaban las manos y los pies. Llevó casi media hora hacer recobrar a los niños la temperatura normal. Sólo entonces se dio cuenta George que seguía aferrado a la Biblia. Y como ya había recibido algo más que una advertencia, tiró el libro al suelo.
XXI
10 de enero
El sábado por la mañana la madre de Kathy, Joan, recibió una frenética llamada telefónica de su hija.
–Mamá: me haces falta aquí inmediatamente.
Cuando la señora Connors intentó preguntar a Kathy qué ocurría, ésta dijo que no había posibilidades de explicación y que su madre tendría que ver por sí misma. La señora Connors tomó un taxi en East Babylon y dio la dirección de la casa de Amityville.
George hizo pasar a su suegra y le hizo subir las escaleras hasta el dormitorio de Kathy. Luego bajó y advirtió a Danny, Chris y Missy de que debían terminar de desayunarse. Al irse de la cocina para reunirse con las dos mujeres arriba, los niños adoptaron una actitud desusadamente humilde y respetuosa y acataron la orden paterna. Pero a juzgar por la forma en que estaban comiendo, no había duda de que se habían repuesto enteramente de la gélida experiencia de la noche anterior.
Cuando George entró en su dormitorio se encontró con que su suegra estaba examinando a Kathy, en la cama, desnuda bajo la salida de baño abierta. Kathy contemplaba a su madre que, con el dedo, seguía las feas rayas rojas que se extendían desde el vello del pubis hasta el nacimiento de los pechos. Las marcas eran de color fuego, como si la carne hubiera sido quemada con un hierro candente pasado a lo largo del cuerpo.
–¡Auch! –gritó la señora Connors apartando un dedo de una de las marcas en el estómago de Kathy. ¡Me he quemado!
–¡Te dije que tuvieras cuidado, mamá! –gritó Kathy–. ¡A George le pasó lo mismo!
La madre de Kathy lo mira y George hizo un signo afirmativo.
–Traté de aplicar un poco de cold cream a las quemaduras, pero no sirvió de nada. Hay que tocarlas con guantes. No hay otra manera.
–¿Llamaron al médico?
–No, mamá –contestó Kathy.
–Kathy no quiere médico –dijo George, interviniendo–. Sólo quería verla a usted.
–¿Te duele, Kathy?
Ésta, asustada, se echó a llorar. George contestó por su mujer.
–Al parecer, no son dolorosas. Sólo cuando las toca.
La madre de Kathy puso la mano sobre la cabeza de su hija y la acarició.
–Pobre tesoro –dijo–. No te preocupes. Todo va a salir bien.
Se agachó y besó la cara llena de lágrimas de Kathy. Luego cerró la salida de baño, cubriendo delicadamente el vientre inflamado. Se puso de pie.
–Voy a llamar al doctor Aiello.
–¡No! –gritó Kathy. Y miró a su marido con ojos despavoridos.– ¡George!
George se encaró con la señora Connors.
–¿Qué piensa decirle al médico?
La madre de Kathy quedó desconcertada.
–¿Qué me quiere usted decir? –preguntó–. Como puede ver, tiene todo el cuerpo quemado.
George insistió.
–¿Cómo se lo va a explicar, señora? Ni siquiera sabemos la forma en qué ocurrió. Cuando despertó, ya estaba así. ¡El hombre va a creer que estamos locos!
George vaciló. Si decía a la madre de Kathy algo más en relación a lo ocurrido durante la noche, iba a tener que referirse a los incidentes demoníacos que los estaban hostigando. Enterado de que su suegra era una beata, George estaba seguro de que iba a insistir en que Kathy y los niños se fueran de la casa hasta que ella se pusiera al habla con su cura. George había visto una vez a este fraile y pensaba que se parecía mucho al viejo confesor de San Martín de Tours, en Amityville: poco avisado cuando se trataba de algún problema que iba más allá de los deberes parroquiales más elementales. En realidad, George habría recibido con mucho gusto a un sacerdote, pero no a este sacerdote de East Babylon. Y también esperaba recibir noticias de George Kekoris, el investigador de fenómenos metapsíquicos.
–Déjela descansar un poco, Joan –dijo por último–. Las marcas están menos irritadas que antes, me parece. Tal vez desaparezcan pronto.
Estaba pensando en las marcas de tajos en la cara de Kathy.
–Si, mamá –dijo Kathy, que temía comprometer aún más a su madre en el asunto–. Me quedaré aquí descansando un poco más. ¿Puedes acompañarme?
La madre de Kathy miró primero a su hija y después a George. "Hay algo aquí que no me dicen", pensó. Hubiera querido decirle a Kathy que esta casa nunca le había gustado, que cada vez que había venido se había sentido incómoda. No tenía confianza en el número 112 de Ocean Avenue. Sencillamente. La señora Joan Connors, en la actualidad, conoce el motivo de esto.
George dejó a las dos mujeres arriba y bajó a la cocina. Danny, Chris y Missy habían terminado de desayunar e incluso habían levantado los platos de la mesa de la cocina. En el momento de entrar, los miraron con ojos de interrogación.
–Mamá está bien –dijo George–. La abuela se va a quedar con ella.
Puso la mano sobre la cabeza de Missy y la hizo girar, hacia el pasillo.
–Vamos, muchachos –dijo George–, salgamos un ratito. Hay que comprar varias cosas en el almacén y yo quiero pasar por la biblioteca.
Cuando George y los niños se fueron en auto, la madre de Kathy dejó a su hija sola unos minutos y bajó a la cocina para telefonear a Jimmy, que seguramente quería saber por qué razón ella había salido disparando de su casa después de hablar con Kathy, pero ella le había contestado que debía quedarse allí, pues tal vez iba a necesitar alguna cosa que estaba en la casa.
La señora Connors dijo a Jimmy por teléfono que Kathy tenía calambres de estómago y que lo iba a llamar más tarde, en el instante de salir. Jimmy no le creyó y dijo que quería ir allá con Carey. Su madre le gritó que no debía venir y no debía traer a Carey. No quería que se dijera que la familia de Jimmy era lo bastante chiflada para volver a visitar la casa de su cuñado.
Kathy, acostada en la cama, podía oír a su madre abajo, que estaba gritando por teléfono a su hermano. Kathy suspiró y se abrió la salida de baño más de una vez para ver las ardorosas marcas rojas que tenía en el cuerpo. Allí estaban las quemaduras, pero parecían un poco más pálidas. Intentó tocar una de las lastimaduras, bajo el seno derecho. El dedo tocó el punto lacerado. Kathy tuvo la sensación de que estaba un poco mejor. Uno tenía la impresión de meter el dedo en agua muy caliente. Suspiró de nuevo.
Kathy se disponía a cerrar su salida de baño cuando sintió que alguien estaba contemplando su desnudez. La sensación de una presencia provenía de detrás de ella, pero Kathy no logró juntar fuerzas suficientes para darse vuelta y mirar. Sabía que la pared de los espejos estaba allí, y tenía miedo de ver algo horrible en ella. Paralizada de terror, no pudo siquiera mover los brazos para cubrir su desnudez. Y permaneció en esa postura, con el cuerpo enteramente desnudo, con los párpados apretados, con el alma despavorida, esperando el contacto desconocido.
–¡Kathy! ¿Qué estás haciendo? ¡Te vas a pescar una pulmonía!
Era su madre, que volvía de la cocina.
Aun después de haber desaparecido las lastimaduras rojas, la señora Connors no quiso dejar sola a Kathy. Cuando George volvió con los niños, su suegra declaró que toda la familia debía irse de la casa. Él podía quedarse si quería, pero la señora insistió en que Kathy y sus nietos debían irse.
Al llegar a este punto, Kathy estaba durmiendo en su dormitorio y, después del último incidente, George no quería despertarla.
–Déjela dormir un poco más, Joan –dijo George–. Después hablaremos del asunto.
Su suegra aceptó de mala gana, haciéndole prometer que la iba a llamar en cuanto se despertara su hija.
–¡Si no lo hace usted, George, yo volveré de todos modos!
George llamó un taxi para su suegra, que regresó a East Babylon a las cuatro de la tarde.
En la biblioteca de Amityville, George había logrado obtener una tarjeta temporaria que le permitía retirar libros: pidió una monografía sobre brujos y demonios. Y ahora que su suegra se había ido, se sentó a solas en el cuarto de estar y se sumergió en el tema del diablo y sus actividades.
Eran las ocho de la noche pasadas cuando George terminó su libro. Esa tarde la madre de Kathy había cocinado tallarines y albóndigas, que George debía recalentar a la hora de la comida. Danny, Chris y Missy comieron, pero George siguió leyendo. La última vez que había mirado a Kathy, ella se había movido un poco y él pensó que estaba a punto de despertar de aquel necesario descanso. George volvió a la cocina y los tres niños se pusieron a mirar programas de televisión en la sala.
George había tomado notas mientras leía el libro. A partir de este momento se puso a releer lo que había anotado. En su anotador había hecho una lista de los demonios, con nombres que nunca había oído antes. George intentó pronunciarlos en voz alta y las sílabas sonaban extrañamente en su boca. Finalmente decidió llamar al padre Mancuso.
El sacerdote quedó sorprendido de que los Lutz siguieran en la casa de Ocean Avenue.
–Creí que iban ustedes a dejarla –dijo–. Y les dije que ésa era la opinión de los capellanes ...
–Lo sé, padre, lo sé –contestó George–, pero ahora me parece que conozco la manera de enfrentar la cosa.
Y levantó el libro que había dejado sobre la mesa.
He estado leyendo algo sobre la forma en que trabajan los brujos y los diablos ...
"¡Santo Dios!", pensó el padre Mancuso. "Tengo que vérmelas con un niño, con un inocente. La casa de este hombre está a punto de estallar bajo sus pies y los de su familia y él se pone a hablarme de brujos."
–...aquí se dice que si uno practica un encantamiento y repite tres veces los nombres de estos demonios, éstos pueden acudir al llamado –siguió diciendo George–. Aquí describen claramente el procedimiento a seguir en el conjuro. ¡Iscarón, Madeste! –gritó George con voz cantante–. ¡Son los nombres de los demonios, padre!
–¡Ya sé quiénes son! –vociferó al padre Mancuso.
–¡Y también Isabo! Erz... erz... éste si que es difícil de pronunciar... Erzelaide. Este diablo es una dama y tiene algo que ver con el vudú. Y ¡Eslénder!
–¡George! –gritó el sacerdote–. ¡Por amor de Dios! ¡No vuelva usted a invocar esos nombres! ¡Ni ahora ni nunca!
–¿Por qué, padre? –contestó George–. Aquí, en este libro, hablan de la cosa. ¿Qué hay de malo en ... ?
El teléfono quedó muerto en la mano de George. Se oyó un gemido de ultratumba, un "clic" violento y luego el zumbido de la línea interrumpida. "¿Me habrá cortado el padre Mancuso?, se preguntó George. Y, ¿qué le habrá ocurrido a este Kekoris?"
–¿Era mi madre?
George se dio vuelta y vio a Kathy parada bajo el dintel. Ya no tenía puesta la salida de baño: se había peinado y tenía puestos pantalones y un sweater. La cara estaba levemente encendida. George meneó la cabeza.
–¿Cómo te sientes, querida? –preguntó–. ¿Dormiste bien?
Kathy levantó el sweater y dejó ver su ombligo.
–Se ha ido –y se acarició la piel– ¡ya no está más! ¿Dónde andan los chicos?
–Están viendo la televisión –contestó George, tomándole las manos entre las suyas.
–¿Quieres llamar ahora a tu madre?
Kathy hizo un signo afirmativo. Se sentía extrañamente descansada, de un modo casi sensual. A partir del momento en que había tenido la sensación de que alguien observaba su desnudez en la cama, Kathy había experimentado una vaga languidez, como se tiene después de un orgasmo plenamente satisfactorio. Esta sensación había estado con ella incluso en su reciente siesta, poblada de visiones inconexas de contactos sexuales con un hombre ... que no era George.
Kathy marcó el número de su madre, mientras George iba a la sala a reunirse con los niños. Y en ese momento oyó un ruido atronador. Miró por las ventanas y vio que las primeras gotas de lluvia golpeaban los cristales. Luego, a la distancia, un relámpago interrumpió la oscuridad. Pocos instantes después hubo otra salva de truenos. George pudo distinguir las figuras de los árboles balanceadas por las ráfagas de viento.
Kathy entró al cuarto.
–Mamá dice que está lloviendo a cántaros allá –anunció–. Quiere que usemos la camioneta en vez de que Jimmy venga a buscarnos.
La lluvia era mucho más espesa ahora, golpeaba reciamente los cristales de las ventanas y las paredes.
–A juzgar por los ruidos –dijo George– nadie va a salir de su casa por ahora.
En el momento de salir de su dormitorio, Kathy había abierto una rendija en las ventanas para airear el cuarto. Si bien la rendija no era bastante ancha para que entrara por ella el agua de la tormenta, Kathy quería actuar sobre seguro.
–Danny –gritó–. ¡Sube a mi cuarto y cierra bien las ventanas!
El mismo George corrió a traer a Harry a la casa. A pesar de las cortinas de lluvia helada que lo azotaron, George pudo darse cuenta de que la ola de frío se estaba levantando. Las lluvias iban a lavar los montones de nieve sucia acumulada. El hecho de vivir junto al río creaba problemas, porque cuando la lluvia era tan recia podía aumentar excesivamente el caudal de las aguas congeladas y rebasar los muelles.
George volvió a la casa con Harry que se sacudía, lleno de agradecimiento, a tiempo para oír a Danny, desde el piso de arriba, lanzar un grito doloroso. Kathy se adelantó corriendo a George, escaleras arriba, hasta el dormitorio. Danny estaba de pie ante la ventana, con los dedos de la mano derecha atrapados por el marco de la ventana y tratando de levantarlo con la mano izquierda.
George apartó a Kathy, corrió en dirección al niño que gritaba e intentó soltarle los dedos. George trató de levantar la ventana, que se negaba a moverse. Martilleó el marco que, en vez de aflojarse, vibró, lastimando aún más a Danny. En medio de su contrariedad, George se enfureció y empezó a decir malas palabras, vociferando indecencias contra sus enemigos invisibles y desconocidos.
De repente la ventana se abrió por sí sola, levantándose unos cuantos centímetros, y liberando a Danny, que se cubrió los dedos con la otra mano y gritó histéricamente, llamando a su madre. Kathy tomó la mano lastimada entre sus manos. Danny no quería abrir el puño. Y Kathy tuvo que gritarle.
–¡Déjame ver! ¡Abre la mano!
Evitando la mirada, Danny tendió el brazo. Kathy gritó al ver los dedos: todos, salvo el pulgar, estaban anormalmente achatados. Danny, más asustado aún por el grito angustiado de su madre, retiró vivamente la mano.
George estalló. Se puso a correr como loco de cuarto en cuarto, gritando invectivas, desafiando a esa maldita entidad, que perpetraba todo aquello contra su familia, a que se mostrara y peleara con él. La tormenta rugía dentro y fuera del número 112 de Ocean Avenue, mientras Kathy corría detrás de su marido y le gritaba que había que llamar a un médico para Danny .
La rabia de George quedó muy pronto agotada. De repente fue consciente de que su hijo estaba lastimado y necesitaba cuidados médicos. Corrió al teléfono de la cocina y trató de dar con el doctor John Aiello, médico de la familia de su mujer. Pero la línea estaba muerta. Como se enteró más tarde, la tormenta había echado a tierra un poste de teléfono, aislando aún más a los Lutz dentro de su casa.
–Tendré que llevar a Danny al hospital –gritó George–. ¡Ponle la chaqueta!
El hospital Brunswick está en la calle principal de Amityville, a una distancia no superior a un kilómetro y medio de la casa de los Lutz. Como los vientos huracanados soplaban con mucha inclemencia sobre la costa meridional de Long Island, a George le llevó casi un cuarto de hora llegar allí.
El interno de guardia quedó asombrado al ver el estado de los dedos de Danny, que parecían aplastados desde la cutícula hasta la segunda falange. Sin embargo, aunque parecían aplastados y sin posibilidad de compostura, no estaban rotos: no había huesos ni cartílagos deshechos. El médico interno hizo un vendaje firme, dio a George unas aspirinas infantiles para Danny y le sugirió que volviera a su casa. No había nada más que hacer.
Al llegar a este punto el niño estaba más asustado del aspecto de sus dedos que del dolor real. Mientras George manejaba en dirección a su casa, el niño se apretaba la mano contra el pecho, con gesto tieso, sollozando y gimiendo. Le llevó a George cerca de veinte minutos llegar al número 112 de Ocean Avenue. Los vientos hacían golpear la puerta del frente contra el edificio, y George tuvo dificultades cuando quiso cerrarla detrás de él.
Kathy había puesto a Chris y a Missy en su cama y estaba esperando en la sala. Levantó a su hijo mayor y se puso a acunarlo. Danny, siempre llorando, quedó dormido, agotado por el dolor y el miedo.
George llevó a Danny en brazos hasta el dormitorio. Se limitó a quitarle los zapatos y lo metió bajo las frazadas, junto a los otros dos niños. Luego él y Kathy se sentaron en unas sillas junto a las ventanas y se pusieron a contemplar la lluvia que golpeaba los cristales.
Los dos durmieron a ratos durante el resto de la noche. Habían tenido que quedarse en casa: era imposible intentar ir a la casa de la madre de Kathy o a cualquier otro lugar a pasar la noche pero se mantenían alerta ante cualquier peligro posible que amenazara a sus hijos o a ellos mismos. Hacia el amanecer, los dos se quedaron dormidos.
A las seis y media, George fue despertado por la lluvia, que le estaba salpicando la cara. Por un instante pensó que estaba al aire libre, pero no, seguía sentado en su silla junto a la ventana. Se puso de piede un salto y vio que todas las ventanas del cuarto estaban enteramente abiertas y algunos marcos arrancados de sus jambas. Luego oyó el ruido del viento y la lluvia, que penetraban en otras partes de la casa. Salió corriendo del dormitorio.
Todos los cuartos que vio estaban en el mismo estado: los cristales de las ventanas rotos, las puertas del primero y el segundo pisos rotas y arrancadas ... ¡pese a que todas habían sido cerradas con llave y pestillo! La batahola se había producido mientras los Lutz habían estado durmiendo.
XXII
11 de enero
Los Lutz habían estado viviendo veinticinco días en el número 112 de Ocean Avenue. Ese domingo fue uno de los días peores.
Por la mañana descubrieron que la lluvia que había arreciado la noche anterior y el viento habían dejado la casa en un estado espantoso. El agua de la lluvia había manchado paredes, cortinas, muebles, y alfombras desde la planta baja hasta el último piso. Diez de las ventanas tenían rotos los cristales y las cerraduras de varias estaban tan deformadas que se volvía imposible cerrarlas del todo. Las cerraduras de las puertas del cuarto de costura y el cuarto de juegos estaban torcidas y desplazadas de sus encajes metálicos: no era posible cerrarlas. Si la familia tenía intenciones de mudarse a una casa más segura, la idea debía ser archivada, ya que antes era menester recomponer la vivienda y hacerla habitable. En la cocina, las alacenas estaban mojadas y cimbradas. La pintura se había descascarado en los ángulos de casi todos los armarios. Kathy no había pensado en estos problemas todavía: estaba enteramente dedicada a levantar el agua sucia –a una altura de dos centímetros– que se había juntado en el piso de baldosas. Kathy contaba con secar el piso antes de que las baldosas se aflojaran en su lecho de cemento.
Danny y Chris, provistos de dos grandes rollos de toallas de papel, iban de un cuarto a otro secando las paredes. Cuando había que limpiar algún punto más allá del alcance de sus brazos, utilizaban una escalerita de cocina. Missy iba a la zaga de los varones, recogiendo las toallas de papel ya usadas y tirándolas dentro de una gran bolsa de residuos de material plástico.
George retiró casi todos los cortinados y cortinas de sus barras. Parte de esto podía ser lavado a máquina y lo llevó abajo, al lavadero del sótano. Lo que debía lavarse a seco fue apilado en el cuarto más seco de la casa: el comedor.
Los Lutz guardaban un silencio extraño mientras trabajaban esa mañana y esa tarde. El nuevo desastre no había hecho nada más que fortalecer la decisión de ellos de sobrevivir en el número 112 de Ocean Avenue. Nadie lo dijo, pero George, Kathy, Danny, Chris y Missy Lutz estaban ahora preparados para la batalla contra cualquier fuerza: natural o no.
Hasta el mismo Harry había adoptado aires de firmeza. El dogo mestizo seguía atado de su cadena, en su corralito, e iba de un lado a otro, con la cola erecta, mostrando los dientes. Los bufidos y gruñidos que surgían de su robusto pecho eran señales de que el animal estaba dispuesto a hacer pedazos a la primera persona o cosa que no reconociera. De cuando en cuando, Harry se paraba, miraba al embarcadero y emitía un aullido lobuno que suscitaba escalofríos en las espaldas de todas las personas que habitaban Ocean Avenue.
Cuando George terminó con las cortinas empapadas se puso a trabajar en las ventanas. Primero cortó cubiertas de plástico para tapar los vidrios rotos y las afirmó en los marcos con tela adhesiva blanca. No era bonito de ver, ni desde afuera ni de adentro, pero al menos no dejaba entrar a la persistente llovizna.
George había acertado en sus pronósticos del tiempo. La temperatura había subido con la tormenta y ahora estaba por encima del punto de congelación. Muchos daños habían sufrido los árboles y los arbustos de Ocean Avenue y, echando una mirada a South Ireland Place, George pudo comprobar que también aquí el suelo estaba cubierto de ramas rotas. Sin embargo, notó que los vecinos a ambos lados de su casa no tenían ventanas rotas ni habían surgido otros daños exteriores visibles. "Sólo a mí me ocurre", pensó George. "¡Aterrador!"
Las cerraduras de ventanas y puertas presentaban un problema más difícil. George no tenía las herramientas necesarias para reemplazar los encajes de las ventanas, de tal modo que utilizó unas pinzas para torcer los pedazos sueltos de metal. Luego clavó gruesos clavos en los bordes de los marcos de madera y desafió a sus enemigos invisibles: "¡A ver si arrancan éstos, grandísimos canallas!"
Las cerraduras de las puertas del cuarto de vestir y el cuarto de juegos fueron cambiadas. En el sótano, George encontró unos tablones de madera blanca de pino, que resultaron adecuados para sus necesidades. Las puertas se abrían hacia afuera sobre el pasillo, de modo que George clavó tablones en diagonal sobre cada puerta. Él no podía saber qué albergaban los dos cuartos misteriosos, pero en todo caso la salida quedaba clausurada.
George Kekoris telefoneó finalmente para decir que le gustaría ir a visitarlo y pasar la noche en la casa. Esto creaba tan sólo un problema: como Kekoris no estaba provisto del equipo necesario, el Instituto de Investigaciones Metapsíquicas consideraba que su visita tenía un carácter informal. Kekoris tendría que sacar sus conclusiones sin los rigurosos controles que exigen los criterios científicos.
George dijo que no importaba, que tan sólo quería una confirmación de que todos los acontecimientos extraños ocurridos en su casa no eran el producto de su imaginación o de la de su mujer. Kekoris preguntó a George si la casa había sido visitada por algunas personas con dotes parapsicológicas, pero George no entendió el significado de la palabra. El investigador declaró que tratarían el tema cuando fuera a hacerle la visita.
Antes de cortar, Kekoris le preguntó si había un perro en la casa. George contestó que tenía a Harry, un perro de guardia adiestrado. Kekoris dijo que le parecía muy bien, ya que los animales son muy sensibles a los fenómenos psíquicos. Nuevamente George quedó sorprendido... pero, por lo menos, tenía ya una prueba de que el auxilio estaba a punto de llegar.
A las tres de la tarde, el padre Ryan salió del vicariato de Rockville Center. El capellán estaba preocupado por el estado mental del padre Mancuso en relación al caso Lutz, y como una de sus obligaciones en la diócesis era ocuparse de las parroquias, el padre Ryan decidió que había llegado el momento oporturno de visitar la parroquia del Sagrado Corazón, en North Merrick.
Encontró al barbado sacerdote recobrándose de su tercer ataque gripal en las últimas tres semanas. El padre Ryan dijo que estaba perfectamente enterado de la elevada opinión que tenía el obispo del padre Mancuso como abogado. Pero quería saber si el padre Mancuso había pensado que esta enfermedad recurrente podía tener un carácter psicosomático. ¿No tendría su estado emocional una influencia directa sobre estos ataques recurrentes de gripe?
El padre Mancuso protestó: dijo que él era un hombre racional aunque seguía creyendo que ciertas fuerzas maléficas tenían que ver en sus achaques. Y dijo que estaba dispuesto a someterse a un análisis psiquiátrico hecho por cualquier persona elegida por los capellanes.
El capellán no insistió de nuevo en que el padre Mancuso se mantuviera lejos de la casa de Ocean Avenue, pero le dijo que esta decisión debía ser tomada personalmente por él.
El padre Mancuso quedó sorprendido y asustado. Se dio cuenta que lo ponían a prueba: si aceptaba responsabilidades por los Lutz, iba a contar con la aprobación de los capellanes; si no las aceptaba, ellos habrían de entender. Pero no deseaba en ninguna forma comprometerse hasta ese extremo. Estaba profundamente conmovido por la ansiedad y los problemas que asaltaban a los Lutz y no podía, en su condición de sacerdote, parapetarse en su miedo inherente, pero lo cierto es que estaba aterrado.
El padre Mancuso dijo finalmente que, antes de llegar a ninguna decisión sobre el caso, tanto en lo referente a los Lutz como a sí mismo, deseaba hablar con el obispo. El capellán Ryan reconoció la urgencia de la solicitud del sacerdote y dijo que se pondría en contacto con el superior dentro del día. Y que esa noche iba a llamar al padre Mancuso.
La madre de Kathy llamó a las seis de la tarde para saber si su hija y su yerno vendrían a pasar la noche con ella. Kathy asumió la responsabilidad de negarse: la casa seguía en un estado deplorable después de la tormenta y había mucho que lavar al día siguiente. Además, Danny y Chris tenían que ir a la escuela y hacía ya muchos días que estaban faltando.
La señora Connors aceptó de mala gana, pero quiso que Kathy le prometiera que habría de llamar en caso que ocurriera cualquier cosa rara; su madre mandaría entonces a Jimmy a que los recogiera.
Cuando Kathy cortó, le preguntó a George si había obrado bien.
–Vamos a hacer frente a la cosa –dijo George–. Antes de acostar a los chicos, voy a hacer una inspección minuciosa de toda la casa con Harry. Kekoris me ha dicho que los perros son muy sensibles a esta clase de cosas.
–¿Estás seguro de que no los vas a irritar aún más? –preguntó Kathy–. Ya sabes lo que pasó cuando anduvimos de un lado a otro con el crucifijo.
–No, no, Kathy, esto es distinto. Sólo quiero saber si Harry es capaz de oler u oír algo.
–¿Y si así fuera? ¿Qué haríamos en ese caso?
El perro, siempre en actitud agresiva, tenía que estar sujeto. Harry era muy vigoroso y George debía hacer mucha fuerza para que el perro no lo arrastrara.
–Vamos, muchacho –dijo–. ¡A ver si hueles algo! Y salieron en dirección al sótano.
George quitó la cadena del collar de Harry, que dio un salto. El perro dio una vuelta a todo el recinto, olfateando y arañando algunos puntos junto al zócalo. Cuando llegó a los placards de depósito que ocultaban el cuarto rojo, Harry volvió a olfatear la base del tabique. No bien lo hizo metió la cola entre las patas y se echó al suelo, gimoteó y volvió la cabeza hacia George.
–¿Qué ocurre, Harry? –preguntó George–. ¿Has olido algo?
El gimoteo de Harry se intensificó y el animal empezó a arrastrarse y retroceder. Esperó arriba, temblando, hasta que George llegó y le abrió la puerta.
–¿Qué pasó? –preguntó Kathy.
–Harry tiene miedo de acercarse al escondrijo secreto –dijo George. No volvió a ponerle la cadena y atravesó con él la cocina, el comedor, la sala y el porche. El perro se fue reanimando y volvió a olfatear nerviosamente cuarto tras cuarto. Pero cuando George intentó ir con él arriba, Harry se retrajo y no quiso moverse del primer escalón de la escalera.
–Vamos –dijo George, tratando de animarlo–. ¿Qué te pasa?
El perro puso una pata en el segundo escalón, pero ahí se quedó.
–¡Yo puedo hacer que suba! –gritó Danny–. ¡A mí me va a seguir!
El niño se acercó al perro y le hizo una seña. –No, Danny –dijo George–. Tú te quedas aquí. Yo me ocuparé de Harry.
George se agachó y tiró del collar del perro. Harry se movió de mala gana y luego subió los escalones.
El perro anduvo por todos lados del dormitorio principal y el cuarto de vestir. Tan sólo se retrajo al acercarse al cuarto de Missy. George agarró al perro por las ancas y lo empujó, pero el animal no quiso entrar al cuarto. Harry se comportó del mismo modo frente al cuarto de vestir clausurado. Gimoteando y llorando de miedo, Harry trató de refugiarse detrás de George.
–¡Maldición, Harry! –dijo–. ¡Aquí no hay nadie! ¿Qué mosca te ha picado?
Tan pronto como Harry entró al dormitorio de los varones en el último piso, saltó sobre la cama de Chris. George lo hizo bajar. El perro, echado del cuarto, enderezó hacia las escaleras y pasó junto al cuarto de juegos sin dedicarle ni una sola mirada. George no logró alcanzarlo.
George, a la zaga de Harry, llegó abajo.
–¿Qué ha pasado? –preguntó Kathy.
–Nada ha pasado: eso es lo que ha pasado –dijo él.
El padre Mancuso confirmó su cita con el obispo. El prelado telefoneó personalmente y sugirió que, si el sacerdote se sentía con fuerzas para viajar, él podía verlo en la diócesis de Rockville Center a la mañana siguiente.
El padre Mancuso contestó que sólo estaba a una distancia de quince minutos y que su temperatura era normal ahora. Aunque habían pronosticado fuertes vientos, la temperatura habría de mantenerse por encima del punto de congelación, según se anunció. El padre Mancuso dijo a su superior que todo parecía ser favorable para su asistencia a la cita el día siguiente.
En casa de los Lutz, al terminar el día, la familia en pleno se había reunido en el dormitorio principal. Los tres niños estaban en la cama y George y Kathy se habían sentado en unas sillas, junto a las ventanas deterioradas. El cuarto estaba ahora demasiado caldeado y a todos les picaban los ojos. George y Kathy pensaron que era por cansancio. Uno tras otro se fueron quedando dormidos: primero Missy, después Chris, Danny, Kathy y, por último, George. En un plazo de diez minutos, todo el mundo quedó profundamente dormido.
Pero muy pronto un brusco sacudón de Kathy despertó a George. Su mujer y los niños estaban frente a él y tenían los ojos cuajados de lágrimas.
¿Qué pasa? –murmuró con voz soñolienta.
–¡Estabas gritando, George! –dijo Kathy–. ¡Y no te podíamos despertar!
–¡Sí, papá! –gritó Missy–. ¡Hiciste llorar a mamá! George, no del todo despierto, como si hubiera tomado alguna droga, se sintió muy desconcertado.
–¿Te hice daño, Kathy?
–¡Oh, no, querido! –protestó Kathy–. ¡Ni siquiera me has tocado!
–Entonces... ¿qué ocurrió?
Te pusiste a gritar: "¡Me deshago! ¡Me deshago!" ¡Y no podíamos despertarte!
XXIII
12 de enero
George no podía entender. ¿Por qué Kathy había dicho que él gritaba: "¡Me deshago!" El sabía perfectamente bien lo que había dicho: "¡Me despego!"
Y ahora recordó que había estado en la silla y había sentido de repente que una poderosa fuerza levantaba la silla junto con él y lo hacía girar lentamente. Incapaz de moverse, George vio la figura encapuchada vista por primera vez en la chimenea de la sala que lo miraba fijamente con la mitad de la cara deshecha. Los rasgos atrozmente desfigurados se aclararon ante George. "¡Dios me ayude!" gritó. Y vio que su propia cara emergía del capuchón blanco y que estaba hendida en dos. "¡Me despego! ¡Me estoy despegando!", gritó George.
En la actualidad George recuerda, todavía vagamente, que empezó a discutir con Kathy.
–Sé lo que dije –murmuró–. ¡No me digas lo que yo dije!
Los otros no insistieron. "Aún sigue dormido, pensó Kathy, y está en medio de un mal sueño."
–Todo está bien, George –dijo ella dulcemente–, no dijiste nada de eso.
Y llevó la cabeza de él hasta su pecho.
–Papá –dijo Missy–, ven a mi cuarto, Jodie dice que quiere hablar contigo.
La vivacidad del tono de voz de su hija quebró el encantamiento. George se despertó, dio un salto y casi se llevó a Kathy por delante.
–¿Jodie? ¿Quién es Jodie?
–Es el amigo de ella –contestó Kathy–. Ya sabes... Missy imagina personajes. A Jodie no lo puedes ver.
–¡Oh, sí, mamá! –dijo Missy–. ¡Todo el tiempo lo estoy viendo! ¡Es el cerdo más grande que hay! Y Missy salió trotando del cuarto.
George y Kathy cambiaron una mirada.
–¿Un cerdo? –preguntó él. Y la misma idea se les ocurrió a los dos a la vez. "¡El cerdo está en el dormitorio de Missy!" George corrió detrás de Missy.
–¡Quédense aquí! –gritó a Kathy y a los muchachos.
Missy estaba ya subiéndose a la cama cuando George se paró en el umbral de su puerta y no vio ni a Jodie ni a nada que se pareciera a un cerdo. –¿Dónde anda ese Jodie? –preguntó a Missy. –Ya va a venir –contestó la niña, arropándose con las frazadas–. Tuvo que irse un minuto.
George suspiró. Después del extraño sueño con la figura encapuchada, había esperado lo peor al oír la palabra "cerdo". Sintió rígido el pescuezo y lo hizo girar, tratando de aliviar la sensación de endurecimiento.
–¡Todo en orden! –gritó a Kathy–. ¡Jodie no está aquí!
–¡Allí está, papá!
George miró a Missy. Ésta señalaba una de las ventanas con un dedo. Siguió la dirección del dedo de su hija y se sobresaltó. Desde el cristal de una de las ventanas lo estaban mirando dos relampagueantes ojos rojos. No había cara: ¡nada más que los mezquinos ojillos de un cerdo!
–¡Ese es Jodie! –gritó Missy–. ¡Quiere entrar aquí!
Algo pasó junto a George, por el lado izquierdo. Era Kathy, que se había puesto a gritar con una voz aterrorizada. Al acercarse a la ventana, Kathy levantó una de las sillitas de juguete de Missy y la arrojó contra el par de ojos. El golpe hizo trizas el cristal y los añicos cayeron encima de ella.
Se oyó un grito de dolor animal, un hondo gemido... ¡y los ojos desaparecieron!
George corrió hasta lo que quedaba de la ventana del primer piso y miró hacia afuera. Debajo no vio nada, pero seguía oyendo el alarido, que venía al parecer del desembarcadero. Luego un gemido de Kathy llamó la atención de George, que se volvió hacia su mujer.
La cara de Kathy era aterradora. Los ojos estaban despavoridos, la boca torcida y contraída. Trataba de articular con voz sofocada algunas palabras y, finalmente, soltó: "¡Ha estado aquí todo el tiempo! ¡Quise matarlo! ¡Quise matarlo!" Y todo su cuerpo se desplomó.
George levantó en brazos a su mujer, en silencio, y la llevó al dormitorio, seguido de Danny y de Chris. Tan sólo Chris vio a su hermanita salir de la cama, ir hasta la ventana rota y hacer un saludo. Missy se volvió tan sólo cuando George la llamó para que fuera a su dormitorio.
Por la mañana, mientras George y Kathy todavía estaban dormitando en sus sillas y los niños dormían en la cama grande, el padre Mancuso se vistió y enfiló hacia Rockville Center.
El sacerdote tiritaba en el frío y penetrante aire matinal. El padre Mancuso no había salido muchas veces desde comienzos del invierno y después de manejar unas cuadras se sintió un poco mareado. Y también agradecido cuando el secretario del obispo le ofreció una taza de té. El joven sacerdote había hablado muchas veces con el padre Mancuso y había admirado la capacidad jurídica de su colega. Los dos hombres charlaron hasta que el obispo tocó el timbre.
La entrevista fue breve, demasiado breve para lo que tenía pensado el padre Mancuso. El obispo, un venerable anciano de cabellos blancos, era un moralista de reputación nacional. Tenía sobre su escritorio los antecedentes del caso Lutz, que los capellanes le habían pasado. Para sorpresa del padre Mancuso, el obispo había adoptado una actitud cautelosa y llena de reticencias ante el informe.
En un punto el obispo se mostró muy firme: el sacerdote debía disociarse de los Lutz. Él ya había elegido otro hombre de iglesia que habría de continuar con la investigación.
El padre Mancuso no tenía nada que decir a esto.
–Tal vez convendría que usted consultara a un psiquiatra.
Al padre Mancuso no le gustó oír esto.
–Lo consultaré en caso de que pueda elegirlo. El obispo notó el desagrado de su visitante y puso más afabilidad en su voz.
–Oígame una cosa, Frank– dijo–. Estoy actuando así por su bien. Usted está obsesionado con esa idea de las influencias diabólicas. Yo tengo la impresión de que buena parte de esto lo tiene a usted como punto central. Tal vez sea así, tal vez no lo sea.
El obispo se puso de pie, circundó el escritorio hasta la silla en que estaba el padre Mancuso y le puso una mano en el hombro.
–Debe usted dejar que otro hombre soporte esta carga –dijo–. Su salud está sufriendo las consecuencias. Hay aquí demasiadas cosas que yo quiero que usted haga. No lo quiero perder. ¿Me entiende, padre?
La mañana del lunes, Kathy estaba decidida a que Danny y Chris reanudaran sus clases en la escuela. Aunque al borde de un colapso en lo que a sí misma se refería, Kathy lograba endurecerse al concentrarse en sus deberes de madre. Mientras George dormía, despertó a los varones, les dio el desayuno y salió con los tres en la camioneta.
George ya estaba levantado cuando Kathy regresó con Missy. Mientras tomaba el café con él, Kathy se dio cuenta de que su marido seguía con un aspecto de zombie aespués del incidente de la noche anterior. Por el momento, Kathy decidió que debía ser fuerte por los dos. Habló a su marido en términos normales y le recordó que había que arreglar la ventana rota en el dormitorio de Missy. Más adelante habría tiempo para tratar el punto esencial: irse de la casa.
George acababa de clavar unos pedazos de madera prensada en el marco de la ventana rota para proteger al cuarto de las inclemencias del tiempo cuando Kathy llamó desde la cocina, anunciándole que telefoneaban de la oficina de Syosset y preguntaban por él. El contador de la compañía recordó a George que el agente de réditos debía pasar a mediodía. Como George no quería dejar la casa, pidió al contador que se las arreglara solo en la emergencia, pero el hombre se negó. La responsabilidad de decidir la forma en que debían pagarse los impuestos correspondía a George. Y George vaciló con la certeza de que iba a ocurrir algo si él se iba de la casa, pero Kathy le hizo señas de que debía aceptar.
Cuando él cortó, Kathy le dijo que la ausencia no debía prolongarse demasiado. Ella y Missy se las arreglarían muy bien solas. Kathy iba a llamar a un vidriero de Amityville para que compusiera los vidrios de la ventana de Missy y de las otras ventanas. George aceptó dócilmente el consejo de su mujer y partió hacia Syosset. Ninguno de los dos mencionó el nombre de Jodie.
Mientras Kathy daba de almorzar a Missy, George Kekoris telefoneó para excusarse por no haber podido llegar a la hora convenida. Según dijo, creía haber pescado una gripe en Buffalo. El ataque gripal de Kekoris lo había forzado a cancelar todas las citas hechas por cuenta del Instituto de Investigaciones. De todos modos, estaba seguro de estar bien al día siguiente y sus intenciones eran pasar por la casa de los Lutz el miércoles por la noche.
Kathy escuchaba distraídamente sus explicaciones, mientras contemplaba a Missy, que estaba comiendo. La niña parecía haber entablado una conversación secreta con alguien que estaba debajo de la mesa de la cocina. De cuando en cuando Missy llevaba la mano bajo la mesa para ofrecer una parte de su sandwich de jalea y manteca de maní. Al parecer, no advertía que su madre estaba siguiendo todos sus movimientos.
Desde el lugar que ocupaba, Kathy podía comprobar que bajo la mesa no había nada. Pero no quería preguntarle a su hija por Jodie. Por último Kekoris terminó y Kathy cortó.
–Missy –dijo Kathy, sentándose a la mesa– ... ese Jodie, ¿es el ángel de quien siempre me hablas?
La niña, con la cara muy turbada, miró a su madre.
–¿No te acuerdas? –siguió diciendo Kathy–. Una vez me preguntaste si los ángeles hablaban. Los ojos de Missy se iluminaron.
–Sí, mamá –y cabeceó–, Jodie es un ángel: habla conmigo todo el tiempo.
–No entiendo. Tu has visto cuadros de ángeles. ¿No viste los que colgamos en el árbol de Navidad? Missy cabeceó de nuevo.
–¡Y dices que es un cerdo! Entonces, ¿cómo puede ser un ángel?
Las cejas de Missy se juntaron, como si hiciera un esfuerzo por pensar.
–El dice que lo es, mamá.
Y bajó la cabeza varias veces:
–Me lo ha dicho.
Kathy arrastró su silla, acercándose a Missy. –¿Qué dice cuando habla contigo?
Una vez más, la niña pareció turbada.
–Sabes muy bien lo que te estoy preguntando, Missy –dijo Kathy, conminando a su hija–. ¿Tienes juegos con él?
–¡Oh, no! –Missy meneó la cabeza–. Me habla del niño que vivía antes en mi cuarto.
Missy miró en derredor, a fin de ver si alguien estaba escuchando.
–Ese niño murió, mamá –dijo en voz baja–; ese niño se enfermó y murió.
–Ya veo –dijo Kathy– y ¿qué más te dijo? La niña reflexionó un instante.
–Anoche me dijo que va a vivir aquí siempre y así voy a poder jugar con ese niño.
Horrorizada, Kathy se llevó los dedos a la boca para sofocar un grito.
La entrevista de George con el inspector de réditos no fue feliz. El hombre desautorizó todas las deducciones hechas y la única esperanza de George radicaba ahora en la apelación que, según el agente, tenía derecho a iniciar. Por lo menos, esto era un aplazamiento. Cuando el hombre se fue, George llamó a Kathy para decirle que pasaría por la escuela a recoger a los muchachos.
Cuando llegó, después de las tres, Kathy y Missy ya estaban con los abrigos puestos.
–No te quites nada, George –dijo ella–. Vamos en seguida a casa de mi madre.
George y los dos chicos la miraron.
–¿Qué ha pasado? –preguntó George.
–Jodie le dijo a Missy que él es un ángel: eso es lo qué ha pasado.
Empujó a los chicos fuera del cuarto.
–Nos vamos de aquí.
George levantó los brazos.
–¡Un momento, un momento! Supongo que puedes esperar un momento, ¿no? Cuando me dices que es un ángel, ¿qué me quieres decir?
Kathy miró a su hija.
–Missy, dile a tu padre lo que te ha dicho el cerdo.
La niña cabeceó afirmativamente.
–Me dijo que es un ángel, papá. Me lo dijo.
George iba a hacer otra pregunta a su hija cuando fue interrumpido por un ladrido estridente que venía del fondo.
–¡Harry! –gritó–. ¡Nos habíamos olvidado de Harry!
Cuando George y los otros llegaron al embarcadero, Harry estaba ladrando furiosamente, daba vueltas como enloquecido por su corralito y se paraba, sobresaltado, cada vez que llegaba al fin de su cadena de acero.
–¿Qué te pasa, amigo? –dijo George, palmeando el pescuezo del perro– ¿Hay alguien en el embarcadero?
Harry se alejó del alcance de George.
–¡No entres ahí! –gritó Kathy–. ¡Por favor! ¡Vámonos en seguida de aquí!
George vaciló, luego se inclinó y soltó la cadena del collar de Harry. El perro dio un salto hacia adelante, emitiendo un feroz gruñido, y salió corriendo por su puerta. La puerta del embarcadero estaba cerrada y lo más que Harry podía hacer era golpearse contra ella. Una vez más reinició sus estridentes ladridos.
George ya se disponía a quitar el candado a la puerta y abrirla. Pero en ese momento Danny y Chris se le adelantaron, saltaron sobre Harry e hicieron que no se moviera.
–¡No dejes que entre ahí! –gritó Danny–. ¡Lo van a matar!
George asió el collar de Harry y forzó al perro a adoptar la posición echada.
–¡No tengas miedo! –dijo Chris, como tratando de calmar al poderoso animal, muy asustado–. ¡No tengas miedo!
Pero Harry seguía temiendo.
–¡Llevémoslo a la casa! –dijo George, jadeando–. ¡Se va a tranquilizar cuando no vea el embarcadero!
Mientras George y los muchachos llevaban a Harry a la casa, un camión llegó por la senda de entrada. George vio que era un vidriero. Él y Kathy se miraron.
–¡Dios mío! –exclamó Kathy–. ¡Me arrepiento de haberlo llamado!
Ni él ni ella habían esperado tanta celeridad.
La cara chata y el acento espeso revelaban el origen eslavo del hombre.
–Supuse que querían en seguida la compostura–dijo– ... dado este tiempo horrible que tenemos. Sí ... –dijo, abriendo las puertas traseras del camión– lo mejor es arreglar en seguida. Con este tiempo, si los muebles se les mojan, les va a costar más plata.
–Está bien –dijo George–. Entre y le mostraré las ventanas que hay que componer.
–Fue el vendaval de la otra noche... ¿no? –preguntó el hombre.
–Si, el viento –contestó George.
Eran casi las seis de la tarde cuando el hombre terminó. Cuando los nuevos cristales quedaron libres de masilla, el hombre retrocedió para admirar su obra.
–Lo siento –dijo a George– no pude arreglar la ventana en el cuarto de la niña. Tienen que llamar a un carpintero antes. Llámelo y después vengo yo. ¿De acuerdo?
–De acuerdo –dijo George–. Lo llamarémos y después vendrá usted.
Metió una mano en el bolsillo del pantalón. –¿Cuánto le debo?
–¡No, no! –protestó el hombre–. ¡Nada de dinero ahora! Usted es un vecino. Le mandamos la cuenta... ¿de acuerdo?
–De acuerdo –dijo George, aliviado: su dinero al contado no abundaba en ese momento.
De algún modo la afabilidad del vidriero dejó una huella en el ánimo de la pareja esa noche. Cuando el hombre se fue, Kathy, que había estado sentada en la cocina con el abrigo puesto mientras él trabajaba, se levantó de repente y se lo quitó. Sin decir una palabra a George, empezó a preparar la comida.
–No tengo mucho apetito –dijo George–. Con un sandwich caliente de queso me basta y sobra.
Kathy sacó de la heladera carne picada para ella y los niños. Mientras preparaba la comida, quiso que Danny y Chris estuvieran junto a ella en la cocina, insistiendo en que hicieran sus deberes allí mismo. Missy se sentó en el cuarto de estar con George y se puso a mirar la pantalla de televisión, mientras su padre encendíá un fuego en la chimenea.
El vidriero les había dado exactamente la seguridad que necesitaban. Después de todo, nada le había ocurrido a él mientras estuvo en el cuarto de juegos o el cuarto de vestir. Los Lutz comprendieron que tal vez sus imaginaciones estaban sobrexcitadas, que eran presa de pánico. Por el momento dejaron de lado la idea de abandonar su casa.
El padre Mancuso era un hombre que despreciaba a los matasietes: hombres, animales o entidades desconocidas. El sacerdote sentía que la fuerza que se había apoderado del número 112 de Ocean Avenue se estaba propasando en los temores, que inspiraba a los Lutz y a él mismo. Antes de acostarse, la noche del martes, el padre Mancuso rezó para que esta fuerza maligna pudiera atender razones: debía enterarse que era descabellado lo que estaba haciendo. "¿Cómo era posible encontrar placer en el dolor?", se preguntaba el sacerdote. Él sabía que había una sola respuesta a esto: aquí estaba obrando un elemento demoníaco.
A fin de evitar los riesgos, George y Kathy decidieron que los niños habrían de dormir ahora en el dormitorio principal. Con Harry dentro, en el sótano, Danny, Chris y Missy fueron metidos en cama. George y Kathy trataron de estar tan cómodos como era posible: Kathy se tendió sobre dos sillas y George declaró que se sentía muy cómodo en una sola. Dijo a Kathy que tenía intenciones de estar despierto toda la noche y dormir por la mañana.
A las tres y cuarto George oyó la banda militar, que estaba tocando en el piso de abajo. Esta vez no bajó a ver. Se dijo a sí mismo que todo estaba en su cabeza y que, cuando bajara, no iba a ver absolutamente nada. De modo que siguió allí sentado, contemplando a Missy y a los niños, escuchando el ruido que hacían los músicos paseándose por el cuarto de estar y haciendo resonar cornetas y tambores con tanto descomedimiento que se los hubiera podido oír a un kilómetro de distancia. Ni Kathy ni los niños se despertaron mientras duró esta loca función.
Por último, George se quedó dormido en su silla, probablemente, porque Kathy se despertó al oirlo gritar: lanzaba aullidos en dos idiomas distintos, ¡idiomas que Kathy nunca había oído antes!
Kathy corrió hasta la silla en que estaba sentado su marido, del otro lado de la cama, y lo sacudió para despertarlo de su pesadilla.
George empezó a gruñir y, cuando Kathy lo tocó, gritó con una voz que no era la suya:
–¡Está en el cuarto de Chris! ¡Está en el cuarto de Chris! ¡Está en el cuarto de Chris!
XXIV
13 de enero
George está convencido ahora de que no estaba soñando. Desde el lugar en donde estaba, podía ver claramente –está seguro– hasta el dormitorio de los varones en el último piso. Y había visto una figura nebulosa que se aproximaba a la cama de Chris.
George había intentado correr junto a la cama de su hijo y tomarlo en sus brazos para defenderlo de la forma amenazadora. ¡Pero George no había podido levantarse de la silla! Una mano firme se había apoyado en sus hombros y lo había clavado al asiento. Era una lucha que –George sabía– no podía ser ganada.
La sombra revoloteó sobre Chris. George, ya sin fuerza, gritó: "¡Está en el cuarto de Chris!" Pero nadie lo oyó.
–¡Está en el cuarto de Chris! –repitió. Entonces la presión que sentía sobre sus hombros se aflojó y lo empujaron. Los brazos quedaron libres y pudo ver a Chris fuera de la cama, envuelto por la forma oscura.
George agitó las manos y gritó una vez más: "¡Está en el cuarto de Chris!" Y sintió otro empujón violento.
–¡George!
Sus ojos se abrieron de repente. Kathy estaba inclinada sobre él y lo sacudía.
¡George! ¡Despiértate!
George se levantó de un salto de su silla.
–¡Lo tiene a Chris! –aulló–. ¡Tengo que ir! Kathy lo agarró del brazo.
–¡No! ... –Hizo que retrocediera.– ¡Estás soñando! ¡Chris está ahí!
Kathy señaló la cama con la mano. Los tres niños estaban bajo las frazadas. Se habían despertado por los gritos de George y ahora estaban mirando a sus padres. George seguía perturbado.
–No estaba soñando, te digo –insistió–; vi que lo levantaba y ...
–No es posible –dijo Kathy– ha estado aquí, en la cama, todo el tiempo.
–No, mamá. Me había levantado un poco antes para ir al cuarto de baño –dijo Chris, incorporándose en la cama–. Tú y papá estaban dormidos.
–No te oí. ¿Usaste mi cuarto de baño? –preguntó Kathy.
–No. La puerta estaba cerrada con llave y tuve que ir arriba.
George fue al cuarto de baño: la puerta estaba cerrada con llave.
–¿Arriba? –preguntó Kathy.
–Sí –dijo Chris– pero me asusté.
–¿Por qué? –preguntó George.
–Porque podía ver a través del piso y te estaba viendo, papá.
Los Lutz siguieron despiertos el resto de la noche. Sólo Missy logró conciliar el sueño. Por la mañana, George llamó al padre Mancuso.
Unos minutos antes el padre Mancuso había tomado una resolución. La angustia que le inspiraban los hijos de los Lutz y los temores por la seguridad de ellos se impusieron a sus propios temores. El padre Mancuso tenía la impresión de haber actuado cobardemente desde hacía tiempo y resolvió ver de nuevo al obispo y solicitar su permiso pera entrevistarse con George.
Por primera vez en muchos días, se dio una ducha y ya se disponía a afeitarse. En el momento de enchufar la maquinita eléctrica, el padre Mancuso quedó con la boca abierta. Debajo de sus ojos tenía las mismas ojeras negras que había visto por primera vez en el espejo de la casa de su madre. En ese instante sonó el teléfono.
Aun antes de contestar, el sacerdote supo quién estaba llamando.
–¿Si... George? –dijo.
George estaba tan preocupado que no advirtió que el padre Mancuso se había adelantado a reconocerlo. George dijo que Kathy y él habían decidido seguir el consejo del capellán e iban abandonar la casa de Ocean Avenue. Iban a vivir en casa de su madre política hasta que George lograra poner en marcha la investigación. Había demasiados incidentes que afectaban ya a los niños y George pensó que, si seguía demorando su decisión. Danny, Chris y Missy podían verse en situaciones de serio peligro.
El sacerdote no preguntó cuáles eran esos incidentes, y tampoco mencionó la reaparición de las ojeras. Estuvo de acuerdo en que la seguridad de los niños era el punto más importante y que George obraba bien al irse.
–Deje usted que eso que está ahí se quede con el lugar –dijo– pero usted... ¡Váyase!
Danny y Chris no fueron esa mañana a la escuela de Amityville. Kathy hizo que se quedaran una vez más en casa, porque quería empaquetar a la brevedad posible. George dijo que habrían de irse en cuanto avisara a la policía que la familia se ausentaba por cierto tiempo. También quería que la policía tuviera el número de teléfono de la señora Connors por cualquier eventualidad. Pero cuando levantó el tubo del teléfono para marcar el número del departamento de policía, la línea estaba muerta. Cuando George dijo a Kathy que se había descompuesto el teléfono, ella se puso muy nerviosa y luego, sin recoger siquiera una muda de ropa, los hizo subir a la camioneta.
George subió con Harry del sótano y lo puso en la parte de atrás de la camioneta. Luego dio una vuelta a la casa para cerciorarse de que las puertas estaban cerradas con llave. Lo último que vio fue el embarcadero. Y después subió al volante de la camioneta. Abrió la llave del encendido, pero el motor no se puso en marcha.
–¿George? –preguntó la voz de Kathy, temblorosa– ¿qué ocurre?
–No es nada –dijo él– tenemos bastante nafta. Voy a echar un vistazo a la máquina.
Al bajar de la camioneta, miró hacia el cielo. Las nubes se habían puesto oscuras y amenazadoras. George sintió que se estaba levantando un viento frío. En el momento en que levantó el capot cayeron las primeras gotas de lluvia sobre el parabrisas.
George nunca logró saber exactamente qué había causado la obstrucción del motor. Una violenta ráfaga de viento llegó desde el río Amityville y el fondo de la casa cerrando ruidosamente el capot. George apenas logró ponerse a un lado para evitar la la caída de la cubierta cuando un rayo cayó a tierra detrás del garaje. El estruendo fue instantáneo, las nubes se abrieron y una espesa cortina de agua empapó a George.
George corrió hasta la puerta de entrada y la abrió.
–¡Entren! –gritó a su familia, que había subido a la camioneta. Kathy y los niños corrieron hasta la puerta abierta, pero cuando él consiguió cerrar la puerta detrás de ellos, todos estaban empapados. "Estamos atrapados", se dijo a sí mismo, sin atreverse a expresar su pensamiento en voz alta a Kathy. "No va a dejarnos ir".
La lluvia y el viento arreciaron y a la una de la tarde Amityville fue azotada por otra tormenta con vientos huracanados. A las tres de la tarde la electricidad quedó cortada; afortunadamente, la casa se mantuvo caldeada. George encendió la radio portátil en la cocina.
El informe meteorológico anunció seis grados bajo cero y dijo que estaba cayendo granizo sobre la totalidad de Long Island. Como el radar mostraba un sistema de presiones extremadamente bajas que cubría toda la zona metropolitana, la oficina no podía predecir la duración de la tormenta.
George se ocupó de componer como pudo la ventana rota de Missy, metiendo toallas en los espacios donde no había encaje en el marco, y finalmente clavó una frazada vieja que tapó todo el jambaje. Aún no había terminado y sus ropas secas, recién puestas, estaban de nuevo empapadas.
En la cocina George miró el termómetro colgado junto a la puerta de atrás. Marcaba veintiséis grados y la casa se estaba poniendo excesivamente caldeada. Él sabía que, suspendida la electricidad, el termostato del quemador de petróleo no podía funcionar. Pero cuando George miró de nuevo el termómetro, éste marcaba veintinueve grados.
Para refrescar la casa hubo que hacer entrar un poco de aire. Abrió un poco las ventanas del porche interior, el único cuarto que estaba de espaldas a la dirección de la tormenta.
A partir del momento en que estalló la tormenta, el cielo se oscureció y, pese a ser de día, Kathy había encendido unas velas. A las cuatro y media estaba instalada la noche en la casa de Ocean Avenue.
De cuando en cuando, Kathy levantaba el tubo del teléfono para ver si funcionaba de nuevo, pero lo hacía con pocas esperanzas: la tormenta no iba a dejar que las cuadrillas de trabajo salieran a hacer sus reparaciones. Los niños no estaban asustados en lo más mínimo por la oscuridad. Para ellos el accidente era una especie de fiesta, y empezaron a subir y bajar bulliciosamente las escaleras, jugando a las escondidas. Como los varones eran mucho más hábiles para esconderse, por lo general el "hallazgo" era Missy. Harry, muy contento, se unió a la algazara, y logró irritar a George al punto que éste le dio un coscorrón con un diario doblado. Harry huyó y se escondió detrás de Kathy.
A las seis de la tarde la tormenta no había amainado. Al parecer, toda el agua del mundo se precipitaba sobre los techos del número 112 de Ocean Avenue. Y dentro de la casa la temperatura alcanzaba los treinta y dos grados. George bajó al sótano para examinar el quemador de gasolina. Estaba en descanso pero no importaba: el calor continuaba aumentando en todos los cuartos, salvo el de Missy.
Desesperado, George decidió implorar a Dios. Con una vela en la mano, George empezó a pasar de un cuarto a otro, pidiéndole a Dios que echará de su casa a los que no formaban parte de ella. Se sintió levemente tranquilizado al comprobar que no había ninguna reacción siniestra ante sus plegarias.
George había retirado el candado de la puerta del cuarto de juegos cuando éste había quedado dañado en la primera tormenta. Ahora, al acercarse al cuarto recitando su oración, vio que la gelatina verde estaba allí de nuevo y fluía por un agujero de la puerta, derramándose sobre el piso del pasillo. George contempló el charco de sustancia gelatinosa que se extendía lentamente hacia las escaleras.
Arrancó los tablones clavados en las puertas y las abrió, esperando que iba a ver los cuartos llenos de la sustancia gelatinosa. ¡Pero la única fuente de esta sustancia, al parecer, era el agujero abierto en la puerta, donde había estado la cerradura!
George recogió unas toallas en el cuarto de baño del último piso y las metió en el agujero. Las toallas quedaron saturadas muy pronto, pero la gelatina dejó de fluir. Limpió la materia derramada en el pasillo, que había bajado incluso por los escalones. George no tenía intenciones de hablar a su mujer de este último descubrimiento.
Durante todo el tiempo en que su marido iba de un lado a otro de la casa, Kathy había estado sentada junto al teléfono. Había tratado de abrir un poco la puerta de la cocina para que entrara aire. Pero bastaba una simple rendija para que el agua de la lluvia se metiera, inundando el cuarto. Kathy empezó a sentirse soñolienta por culpa de la calefacción excesiva.
Cuando George volvió finalmente a la cocina, Kathy estaba casi dormida, con la cabeza descansando en los brazos sobre la mesa de desayuno de su rincón favorito. Kathy estaba empapada de sudor: cuando él la tocó, notó la nuca húmeda y, cuando trató de despertarla, ella levantó un poco la cabeza, murmuró algo que él no entendió y dejó caer de nuevo la cabeza entre los brazos.
George ya no tuvo necesidad de comprobar si la lluvia y la tormenta habían aumentado. Torrentes de agua seguían volcándose sobre la casa y, de algún modo, él supo que ellos no iban a poder abandonar la casa esa noche. Levantó a Kathy en sus brazos y la llevó al dormitorio, tomando nota de la hora en el reloj de la cocina: eran exactamente las ocho de la noche.
Por último, los treinta y dos grados de calor dieron cuenta de Danny, Chris y Missy. Los correteos por toda la casa a lo largo del día los habían dejado exhaustos, de tal modo que poco después de haber subido George con Kathy, los niños estaban dispuestos a meterse en cama. George se sorprendió al encontrarse con que el cuarto de los varones en el segundo piso estaba algo más fresco. Sabía que el aire calentado siempre sube, y justamente la temperatura es siempre más alta en el último piso.
Missy trepó soñolientamente a la cama, junto a Kathy, pero se negó a que la cubrieran con sábanas o frazadas. Antes de que George bajara de vuelta, ella y los muchachos ya se habían quedado dormidos.
George y Harry estaban ahora solos en el cuarto de estar. Pero esta vez el perro no parecía dispuesto a dormir y seguía con la vista todos los movimientos de su amo. Éste también padecía los efectos del excesivo calor. Cuando George se levantaba de su silla para ir al otro cuarto, Harry no lo seguía y permanecía estirado junto a la rendija respirando el aire fresco que entraba por las ventanas.
George pensó en bajar a ver si el motor de la camioneta se encendía ahora. El vehículo seguía estacionado en la senda de entrada y George calculaba que, a esta altura, el motor debía estar mojado. Pero el factor inhibitorio decisivo era la sospecha de George: "una vez afuera, ya no podré volver a entrar en la casa". Algo dentro de él le decía que no iba a abrir de nuevo la puerta del frente o la de la cocina.
De repente, a las diez de la noche, la temperatura de treinta y dos grados empezó a bajar. Harry fue el primero en notarlo: se incorporó, husmeó el aire, marchó hacia la chimenea apagada, junto a la cual estaba sentado George, y emitió un gemido. El patético sonido interrumpió los pensamientos del amo, concentrados en su camioneta. George tuvo un escalofrío. Había habido un gran bajón en la temperatura de la casa.
Media hora más tarde, el termómetro estaba en los quince grados. George fue al sótano a buscar leños. Harry marchó detrás de él hasta la puerta del sótano, pero no quiso bajar los escalones con George y se quedó en el rellano, girando continuamente la cabeza para ver si alguien venía detrás de él.
George utilizó su linterna para escudriñar todos los rincones del sótano, pero no vio señales de nada desusado. Con unos cuantos leños entre los brazos, George volvió a subir las escaleras e intentó telefonear desde la cocina. La línea seguía muerta. Ya se disponía a encender el fuego en la chimenea cuando creyó oír un grito de Missy.
Al entrar a su dormitorio vio a la niña, que estaba tiritando: se había olvidado de cubrirla en el momento en que la temperatura había empezado a bajar. Kathy, boca abajo, dormía como una persona intoxicada, sin moverse ni revolverse en la cama. George también arropó el cuerpo enfriado de su mujer.
Finalmente, al volver al cuarto de estar, decidió que no iba a encender la chimenea. Quería estar con las manos libres para vigilar junto a Kathy y los niños. "Es mejor, pensó, que esta noche esté preparado para cualquier eventualidad." Puso a Harry el collar con la larga cadena de metal y lo llevó al dormitorio principal. Dejó la puerta abierta, pero midió la cadena suelta en forma de que Harry pudiera bloquear la entrada. George se quitó los zapatos y, sin desvestirse, se deslizó dentro de la cama, junto a Missy y Kathy, pero no se echó a dormir, sino que se sentó, apoyando la espalda en la cabecera.
A la una de la mañana, George sintió que empezaba a congelarse. Los ruidos de la tormenta que se había desatado le indicaban que no había esperanzas de que el calefactor produjera calor esa noche. Y se puso a llorar silenciosamente, pensando en el horrible aprieto en que se habían metido él y su familia. En este instante comprendió que debía haber huido de la casa cuando el padre Mancuso se lo había recomendado. "¡Dios mío, Dios mío! ¡Ayúdanos!" dijo con voz velada.
De repente, Kathy levantó la cabeza. Mientras él la contemplaba, bajó de la cama y se volvió para verse en el espejo de la pared. A la luz del velador, George pudo ver que Kathy tenía los ojos abiertos, pero se dio cuenta de que estaba dormida.
Después de fijar un instante la mirada en su reflejo, Kathy se dirigió a la puerta. Pero se detuvo al topar con un obstáculo: Harry, profundamente dormido, estaba echado a lo largo, cerrándole el paso.
George saltó de la cama y asió a su mujer. Kathy lo miró con ojos que no veían. George pensó que su mujer estaba en un trance.
–¡Kathy! –gritó–. ¡Despiértate!
George la sacudió, pero no hubo ninguna reacción. Luego los ojos se cerraron. Sintió que el cuerpo de Kathy se aflojaba entre sus brazos y, suavemente, la fue llevando, casi levantándola, de vuelta a la cama. Empezó por hacerla sentar, luego le estiró las piernas para que estuviera en posición horizontal. El estado de trance parecía afectar a todo el cuerpo. Al contacto, era una muñeca de trapo.
George notó que Missy, en medio de la cama, había dormido sin parar durante todo el episodio. Pero luego su atención fue atraída por un movimiento que percibió en el umbral. Vio que Harry hacía un esfuerzo por incorporarse, se sacudió violentamente y empezaba a vomitar. El perro vomitó por todo el piso, siguió haciendo arcadas y tratando de arrojar algo que parecía atascado en su garganta. La cadena restringía sus movimientos y el pobre animal se enredaba aún más a cada esfuerzo por liberarse.
El olor del vómito suscitó arcadas en George. Corrió al cuarto de baño, bebió un sorbo de agua, respiró hondamente y salió provisto de unos trapos. Después de limpiar el piso, dejó al perro suelto. Harry miró a George, agitó varias veces la cola y se echó luego sobre el piso del pasillo, cerrando los ojos. "Ahora ya no estás tan mal", farfulló George con voz inaudible.
Se puso a escuchar, pero todo estaba tranquilo ahora en la casa: demasiado tranquilo. Al cabo de unos instantes, George se dio cuenta de que la tormenta había cesado. Ya no había lluvia ni viento. La quietud era tan completa que parecía que alguien hubiera cerrado los grifos abiertos en una pileta. Había un vacío de silencio en la casa de Ocean Avenue.
Al irse la tormenta, la temperatura empezó a descender y, en poco tiempo, la casa estaba helada. George sentía que su dormitorio estaba más frío que nunca. Enteramente vestido, se metió bajo las cobijas.
Por encima de su cabeza oyó un ruido. Levantó la mirada y escuchó. Algo parecía estar rascando el piso del dormitorio de los chicos. El ruido se intensificó y George pudo advertir que el movimiento era ahora más rápido. ¡Si, las camas de los chicos eran arrastradas de un lado a otro!
George logró tirar las frazadas, pero no pudo levantar su cuerpo de la cama. Ahora no había presión, como la había habido antes, en el momento de sentarse en la silla del dormitorio. ¡Sencillamente, George no tenía fuerzas suficientes para moverse!
Y ahora oyó que los cajones del ropero empezaban a abrirse y a cerrarse. Como había dejado una vela encendida en la mesa de noche, pudo ver que los cajones se abrían y cerraban a toda velocidad. Un cajón se abría de repente, luego otro; después, el primero se cerraba estruendosamente. Lágrimas de frustración y de miedo inundaron los ojos de George.
Casi inmediatamente después de esto, hubo voces. Las podía oír en la planta baja, pero no logró distinguir qué estaban diciendo. Sólo notó que era el ruido que hace cierta cantidad de gente reunida en una sala. La cabeza de George empezó a darle vueltas en el momento en que intentó tocar a Missy y a Kathy.
Luego la banda militar inició unos aires y la música ahogó las voces ininteligibles. George pensó que estaba en un manicomio. Podía oír distintamente a los músicos que desfilaban por toda la planta baja, las primeras pisadas de las personas que empezaban a subir las escaleras.
Al llegar a este punto, George intentó gritar, pero de su garganta no salió ningún sonido. Su cuerpo se agitó y pudo sentir la tensión en los músculos de la nuca cuando intentaba vanamente levantar la cabeza de la almohada. Por último abandonó el intento, dándose cuenta de que el colchón estaba empapado.
Las camas del piso de arriba estaban haciendo un ruido de todos los diablos y los cajones del ropero de su cuarto se cerraban y abrían violentamente, mientras los músicos de la banda subían los escalones hacia el primer piso. Y esto no era todo. Pese al ruido, ¡George pudo oír ahora que, las puertas de toda la casa empezaban a abrirse y cerrarse a tambor batiente!
Vio que la puerta del dormitorio se balanceaba locamente, como si alguien la estuviera agitando con fuerza y luego la cerrara de un portazo. También pudo ver que Harry se había echado afuera, en el pasillo, enteramente indiferente al tumulto. "O a este perro le han dado un droga, pensó George, ¡o el que se está volviendo loco soy yo!"
Un relámpago deslumbrador, tremendo, iluminó el dormitorio. George oyó que el rayo golpeaba estruendosamente algún objeto que estaba afuera, muy cerca. Luego se oyó un golpe descomunal, que hizo temblar a toda la casa. Había vuelto la tormenta, con torrentes de lluvia y viento que castigaban la casa de Ocean Avenue desde el techo hasta los pisos.
George siguió tendido, jadeante, mientras el corazón le golpeaba ruidosamente en el pecho. Esperaba, sabía que algo habría de pasar. ¡Entonces George emitió un grito horrible y sofocado! ¡Junto a él, en la cama, había alguien!
¡Sintió que lo estaban pisoteando! Unas patas fuertes, pesadas se apoyaron sobre sus piernas y su cuerpo.
Podía sentir el dolor de los golpes. "Dios mío, pensó ¡Son cascos! ¡Es un animal!"
George debe de haberse desmayado del susto, porque lo primero que recuerda ahora es la imagen de Danny y Chris, parados junto a su cama.
–¡Papá, papá, despiértate! –gritaban–. ¡Hay algo en nuestro cuarto!
Él parpadeó. Pudo divisar una luz afuera. La tormenta había cesado. Los cajones del ropero estaban todos abiertos y sus dos hijos lo instaban a que se levantara.
¡Missy! ¡Kathy! George se volvió a mirarlas. Las dos estaban cerca de él y profundamente dormidas. Se volvió hacia los muchachos, que se esforzaban por arrancarlo de la cama.
–¿Qué ocurre? –preguntó–. ¿Qué hay en vuestro cuarto?
–¡Hay un monstruo! –gritó Danny–. ¡Un monstruo sin cara!
–¡Trató de agarrarnos! –dijo Chris–. ¡Pero nos escapamos! ¡Ven, papá, levántate!
George lo intentó. Casi logró levantar la cabeza de la almohada en el instante en que oyó los ladridos furiosos de Harry. George miró por encima de los muchachos hacia el pasillo abierto. El perro se había parado allí y gruñía y amenazaba junto a la escalera. A pesar de no estar encadenado, Harry no había enderezado hacia las escaleras, sino que permanecía en el pasillo, con los dientes descubiertos, ladrando contra algo o alguien que George no podía ver desde su posición en la cama.
Con un tremendo esfuerzo de voluntad, George logró finalmente levantar su cuerpo del colchón, y lo hizo con tanta brusquedad que se llevó por delante a Danny y a Chris. Luego corrió hasta la puerta abierta y echó una mirada a los escalones.
En el último escalón estaba parada una figura gigantesca, vestida de blanco. George se dio cuenta que era la imagen encapuchada que Kathy había visto por primera vez en la chimenea. ¡Y ese ser tenía una mano tendida hacia él, señalándolo!
George giró sobre sus talones y corrió de vuelta a su dormitorio, levantó a Missy y la puso en brazos de Danny.
–¡Sácala de aquí! –gritó–. ¡Tú, ve con ellos, Chris! Luego se inclinó sobre Kathy y la levantó de la cama.
–¡Pronto! –gritó George detrás de los muchachos. Y en seguida salió corriendo también él del cuarto, con Harry a la zaga.
En la planta baja, George vio que la puerta de entrada estaba abierta: había sido nuevamente arrancada de sus quicios, rota por alguna fuerza poderosa.
Danny, Chris y Missy estaban fuera. La niña, que tan sólo ahora se estaba despertando, se agitaba entre los brazos de su hermano. Y, como no sabía dónde estaba, empezó a llorar de miedo.
George corrió en dirección a la camioneta. Puso a Kathy en el asiento delantero y luego ayudó a los niños a entrar en la parte de atrás. Harry saltó dentro también y George cerró la portezuela del lado de Kathy. Luego fue por el otro lado del vehículo, subió al asiento y oró.
Abrió la llave del motor, que se puso en marcha inmediatamente.
Haciendo crepitar el pedregullo mojado, George fue saliendo de la senda de entrada. Al llegar a la calle patinó, giró el volante y abrió el cebador de la nafta al mismo tiempo. La camioneta vaciló un instante y en seguida las cuatro llantas se movieron y por los escapes salió humo. Al cabo de un intento, la camioneta avanzaba por Ocean Avenue.
Mientras marchaba hacia su refugio. George echó una mirada al visor lateral. Su casa se iba perdiendo rápidamente de vista. "¡Gracias a Dios!", murmuró para sí mismo. "¡Ya nunca te volveré a ver, maldita!"
Eran las siete de la mañana del 14 de enero de 1976, el vigésimo octavo día de la estadía de la familia Lutz en el número 112 de Ocean Avenue.
XXV
15 de enero
Esa mañana, en el mismo instante en que los Lutz huían de su casa, el padre Mancuso tomaba la decisión de irse de la ciudad.
Esperó hasta las once, porque entonces eran las ocho en San Francisco y no quería despertar a su primo con una llamada telefónica intempestiva. El sacerdote anunció que iba a California a tomarse unas vacaciones y que partiría dentro de uno o dos días, probablemente el 16 de enero.
El padre Mancuso colgó el auricular, sintiéndose aliviado. Era la primera medida positiva que había tomado desde hacía semanas. El sacerdote pensaba que una semana bajo el sol de California iba a hacer bien a su estado físico agotado y tal vez lograría curarse de la gripe que se había instalado en su organismo. ¡Que los diabólicos poderes que reinaban en el número 112 de Ocean Avenue se quedaran con la casa y el crudo invierno neoyorquino!
El sacerdote llamo a su oficina en la diócesis de Rockville Center para dar cuenta de sus planes. Había que aplazar las asistencias a la Corte para después del 30 de enero. Por su parte, él se iba a poner en contacto directo con sus pacientes para fijar nuevas horas con ellos.
A medida que avanzaba la mañana el sacerdote se iba sintiendo mejor. Tenía muchas cosas que hacer antes de partir y todos los pensamientos que suscitaba la familia Lutz fueron puestos de lado. Pero a las cuatro de la tarde llamó George Lutz desde la casa de su suegra en East Babylon. Lutz quería informar al padre Mancuso que él, Kathy y los niños iban a seguir allí mientras se realizaran las investigaciones científicas en la casa de Amityville.
–Me parece muy bien, George –dijo el padre Mancuso–, pero esté usted atento a todo lo que pasa en su casa. No deje que conviertan al caso en un número de circo.
–¡Oh, no, padre, no! –contestó George–. No queremos que la gente se entrometa en el lugar. Hemos dejado allí todas nuestras cosas. Nadie podrá entrar a menos que yo lo autorice.
–Está bien –dijo el sacerdote–. Bueno... Siga usted en contacto con los parapsicólogos. Los capellanes opinan que estas personas son las más indicadas cuando se presenta una situación como ésta.
–Sólo hay una cosa –dijo George, interrumpiendo– ... ¿si ellos no encuentran las respuestas?... Y, padre, después de la última noche, no creo francamente que las encuentren. Entonces... ¿qué va a pasar?
El padre Mancuso dejó escapar una bocanada de aire.
–¿Después de la última noche? ¿A qué se refiere usted? ¡No me diga que volvió a pasar allí la noche! Hubo un silencio. Por último George contestó: –No nos dejaba ir. Hasta esta mañana no nos pudimos escapar.
El padre Mancuso sintió que las palmas de sus manos empezaban a picarle. Se miró la mano izquierda: empezaba a ampollarse. "¡Oh, no!, pensó. Dios inío. Dios mío, ¡de nuevo no, de nuevo no! ¡Basta!"
Sin decir una palabra más a George, el sacerdote cortó. Y cruzando los brazos, se metió las manos en los sobacos, tratando de protegérselas. Empezó a balancearse sobre los talones. "Por favor, por favor, imploró, dejadme en paz. Os prometo que no volveré a hablar con él".
George no pudo entender por qué razón el padre Mancuso había colgarlo de golpe. Al oír que ellos se habían ido ya de la casa, el sacerdote habría tenido que alegrarse. George quedó con el receptor en la mano, mirándolo. "Al fin de cuentas, ¿qué dije?", murmuró.
Un tirón brusco de la manga interrumpió los pensamientos de George. Era Missy.
–Mira, papá –dijo–. ¡Dibujé a Jodie, como tu me dijiste!
–¿Qué? –preguntó George. Missy le estaba tendiendo un papel–. ¡Ah, sí! –dijo George–. ¡El retrato de Jodie! Deja que lo vea.
George tomó el papel que le daba Missy. Era el dibujo que un niño puede hacer de un cerdo: deformado sin duda, pero la imagen que de un animal que corre tiene una mente de cinco años.
George levantó las cejas.
–¿Y estas cositas que rodean a Jodie? –preguntó–. Parecen nubecitas.
–Es la nieve, papá –contestó Missy–. ¡Cuando Jodie se fue corriendo en la nieve!
El padre Mancuso decidió tomar el avión de TWA que partía a las veintiuna para San Francisco. Cuando el pánico que le había inspirado la llamada de George se hubo desvanecido, el sacerdote fue al teléfono y habló con la mujer de su primo. Le dijo que había cambiado de idea y que iba a llegar esa misma noche. Quedaron en encontrarse en el aeropuerto internacional de San Francisco.
El padre Mancuso hizo sólo una valija; llamó a su madre, a la oficina de la diócesis y a una compañía de taxímetros. A las ocho de la noche salía ya de la parroquia en dirección al aeropuerto Kennedy. Cuando el sacerdote pasó por la oficina de la companía de aviación, volvió a mirarse las manos. Las ampollas habían desaparecido, pero el miedo estaba instalado en él.
Jimmy y Carey fueron a pasar esa noche a casa de la madre de ella. Pero antes de irse se celebró una fiestecita en casa de la señora Connors. A causa de la intensa, de la dramática sensación de alivio que tenían los Lutz por verse libres de la casa de Ocean Avenue, la reunión tuvo un carácter francamente festivo.
George y Kathy querían hablar ahora de sus experiencias y, rodeados de la familia, eran sensibles a la cordialidad y credulidad de la atmósfera. Los acontecimientos eran relatados en una fluencia sin interrupciones cuando trataban de explicar lo que les había ocurrido. Por último, George reveló que tenía planes de librar a su casa de cualquier fuerza maléfica allí instalada. Dijo a su suegra y a Jimmy que unos grupos de investigación iban a ser invitados a participar, pero que tendrían que llevar a cabo sus trabajos por cuenta propia. En ninguna circunstancia él o Kathy iban a entrar de nuevo en la casa de Ocean Avenue.
Danny, y Chris y Missy iban a dormir en el cuarto de Jimmy. Los varones estaban exhaustos por la aterradora aparición del "monstruo" la noche anterior, y por la excitación traída por la escapada a casa de la abuela. Pero no querían hablar de la demoníaca figura de capuchón blanco. Cuando George los conminó a que dieran su versión, los niños se quedaron callados y en sus caras apareció una expresión de miedo.
Missy, en cambio, parecía ser indemne a toda la historia. Se había adaptado fácilmente a la nueva aventura y se sentía muy cómoda en la nueva casa, con unas muñecas encontradas en casa de su abuela. Ni siquiera pareció perturbada cuando Kathy le hizo algunas preguntas más sobre el retrato de Jodie. La niña se limitó a decir:
–El cerdo es así.
George y Kathy se bañaron muy temprano esa noche. Ambos gozaron del agua caliente y se demoraron un buen rato en la bañera. Era una limpieza doble: limpieza de sus cuerpos y de sus terrores. A las diez de la noche estaban en cama en el cuarto de huéspedes. Por primera vez en casi un mes durmieron el uno en brazos del otro.
George fue el primero en despertar. Tenía la sensación de haber estado soñando, ¡como si hubiera estado flotando en el aire!
La impresión era que su cuerpo se había estado paseando por el cuarto, flotando, y que había aterrizado blandamente en la cama. Siempre en ese estado onírico, George había visto a Kathy levitando sobre la cama. Kathy se había levantado unos treinta centímetros sobre el colchón y se había alejado lentamente de él.
George tendió una mano a su mujer. A sus ojos el propio movimiento aparecía como en ralentisseur, como si su brazo no estuviera unido a su cuerpo. Trató de llamar a Kathy, pero por algún motivo no pudo recordar el nombre de ella. George sólo pudo contemplar a Kathy, levitando cada vez más cerca del techo. Luego sintió que él también se levantaba, la repetida sensación de estar flotando.
Oyó que alguien lo llamaba desde una distancia muy grande, George reconoció la voz, que le sonó muy familiar. Y oyó pronunciar de nuevo su nombre:
–¿George?
De repente recordó. Era Kathy. George miró hacia abajo y vio que Kathy estaba de nuevo en la cama y lo miraba.
Entonces empezó a flotar en dirección a Kathy y sintió que lentamente su cuerpo se depositaba en la cama, al lado del de ella.
–¡George! –gritó Kathy–. ¡Estabas flotando en el aire!
Kathy lo asió por el brazo y lo sacó de la cama.
–¡Ven! –gritó–. ¡Tenemos que salir de este cuarto!
Como un sonámbulo. George siguió a su mujer. En el rellano de la escalera los dos se detuvieron y se echaron hacia atrás horrorizados. ¡Una chorrera avanzaba hacia ellos subiendo las escaleras, formando una especie de serpiente y con la consistencia de una gelatina verdosa y negra!
George se dio cuenta ahora de que no había estado soñando. Todo era real. Eso que él había creído dejar para siempre en el número 112 de Ocean Avenue los estaba siguiendo... ¡los iba a seguir adonde quiera que fueran los Lutz!
EPÍLOGO
El 18 de febrero de 1976 Marvin Scott, del Canal 5 de la Tv de Nueva York, decidió investigar más a fondo los informes que llegaban sobre la así llamada casa embrujada de Amityville, Long Island. La misión se proponía pasar una noche en la casa de 112 Ocean Avenue. Personas con poderes supranormales, clarividentes, parapsicólogos y un demonólogo fueron invitados a participar.
Scott se había puesto previamente en contacto con los últimos locatarios, la familia Lutz, y había solicitado la autorización de éstos para rodar escenas en la casa abandonada. George Lutz accedió y se reunió con Scott en una pizzeria de Amityville. George se negó a entrar de nuevo en la casa de Ocean Avenue, pero dijo que él y su mujer, Kathy, iban a estar esperando a los investigadores, al día siguiente, en el restaurante italiano.
Con el propósito de provocar a la tremenda fuerza que, según se decía, habitaba la casa, se colocó un crucifijo y velas benditas en el centro de la mesa del comedor.
Los investigadores realizaron la primera de tres sesiones a las diez y inedia de la noche. En torno de la mesa estaban sentados Lorraine Warren, una clarividente, y su marido Ed, un demonólogo; los médium Mary Pascarella y Alberta Riley, y George Kekoris, del Instituto de Investigaciones Psíquicas de Durham en Carolina del Norte. Marvin Scott se unió al grupo sentado a la mesa.
Durante la sesión Mary Pascarella se sintió indispuesta y debió abandonar el cuarto. Con voz temblorosa dijo que "detrás de todo parece haber una especie de sombra negra que forma una cabeza que se mueve. Y, cuando se mueve, me siento personalmente amenazada".
La señora Riley, en un trance mediúmnico, empezó a jadear. "Es arriba", dijo, "en el dormitorio. Lo que hay aquí hace latir el corazón con más rapidez. El corazón me golpea el pecho." Ed Warren quiso poner punto final a la sesión. La señora Riley continuó jadeando, pero luego emergió velozmente del trance y recobró su conciencia normal.
En ese momento, George Kekoris, el investigador, se sintió muy indispuesto y debió abandonar la mesa. El observador Mike Linder declaró que había sentido un pasmo repentino, una especie de sensación de frío.
La clarividente Lorraine Warren expresó su opinión personal: "Cualquier entidad que haya aquí es, a mi modo de ver y sin lugar a dudas, de un carácter enteramente negativo. No tiene nada que ver con nadie que haya caminado una vez por la Tierra en forma humana. Proviene directamente de las entrañas de la Tierra".
El fotógrafo de la TV, Steve Petropolis, quien ha cumplido algunas tareas peligrosas en zonas de combate, experimentó palpitaciones cardíacas y falta de aire cuando se puso a examinar el cuarto de costura del piso alto, donde al parecer las fuerzas negativas estarían concentradas. Lorraine Warren y Marvin Scott entraron al cuarto y volvieron a salir en seguida, declarando que habían tenido una sensación repentina de frío.
Lorraine y Ed Warren también percibieron una fuente de sensaciones molestas en la sala. La señora Warren opina que ciertas fuerzas negativas se han concentrado en las estatuas y los objetos sin vida. "Lo que está aquí puede moverse a voluntad. El objeto no tiene que estar aquí, pero creo que éste es un lugar de descanso." También opina que hay algo demoníaco en los objetos inanimados. La señora Warren señaló la chimenea y la barandilla del primer piso, sin que se le advirtiera previamente de la existencia de un nexo con los problemas de los Lutz.
Mientras algunas personas dormían en los dormitorios del primer piso, un fotógrafo tomó fotografías infrarrojas con la vana esperanza de captar alguna imagen fantasmal en la película. Jerry Solfvin, del Instituto de Investigaciones Psíquicas, anduvo dando vueltas por la casa con una linterna a baterías, buscando evidencias físicas.
A las tres y media de la mañana los Warren intentaron realizar otra sesión. Según los informes, no se produjo nada desusado: no hubo sonidos ni fenómenos extraños. Todos los presentes con capacidades psíquicas opinan que el cuarto había sido neutralizado. La atmósfera, según dicen, no estaba bien en ese momento. Pero tuvieron la clara impresión de que la casa de Ocean Avenue albergaba un espíritu diabólico, un espíritu que sólo un exorcista podría arrancar de allí.
Cuando Marvin Scott volvió a la pequeña pizzería, los Lutz ya se habían ido. En marzo ya se habían ido a vivir a California, dejando detrás todas sus posesiones, todos sus bienes materiales y todo el dinero que habían invertido en la casa de sus sueños. Con el único fin de librarse del inmueble, cedieron el cobro de sus intereses al Banco que les había dado la hipoteca. Mientras se espera una venta eventual, las ventanas han sido cubiertas de tablas para precaverse de los vándalos e impedir que los curiosos, los aficionados a lo morboso y los advertidos puedan entrar.
El viernes santo de 1976 el padre Frank Mancuso se recuperó de su pulmonía y en abril fue tranferido a otra parroquia por el obispo de su diócesis. La parroquia no está cerca del número 112 de Ocean Avenue. Y el padre Mancuso tiene aún las cicatrices de la humillación y los temores que allí debió soportar.
En la actualidad Missy se pone inquieta cuando alguien le pregunta por Jodie. Danny y Chris pueden describir aún con detalles precisos el monstruo que los persiguió esa última noche; y Kathy se niega absolutamente a hablar de ese período de su vida. George vendió su parte de intereses a la agencia William H. Parry Inc. Le resulta difícil dejar sola a su familia por mucho tiempo. Pero espera que las personas que se enteren de esta historia habrán de entender hasta qué punto pueden ser peligrosas las entidades negativas para el incauto... o el incrédulo. "Son reales", insiste George, "e infligen el mal cuando la ocasión se presenta".
Nota del autor
En la medida en que he podido comprobarlo, todos los acontecimientos que se cuentan en este libro son verdaderos. George Lee y Kathleen Lutz emprendieron la tarea agotadora y frecuentemente penosa de reconstruir en una cinta grabada los veintiocho días que habían pasado en la casa de Amityville, retocando cada uno los recuerdos del otro, de tal modo que el "diario" oral fue tan completo como era posible hacerlo. No sólo George y Kathy se pusieron de acuerdo entre los dos sobre cada experiencia vivida, sino que muchas de sus impresiones e informes fueron sustanciados por el testimonio de testigos independientes, como el padre Mancuso y algunos oficiales de la policía local. Pero tal vez la prueba definitiva de la veracidad de su relato sea circunstancial: se requiere más que inspiración o un estado nervioso especial para que una familia normal y equilibrada de cinco miembros tome la drástica decisión de abandonar una apetecible casa de dos pisos, que incluye un entrepiso completo, una piscina de natación y un embarcadero, sin detenerse siquiera a retirar sus pertenencias personales.
Debo señalar asimismo que cuando los Lutz huyeron de su casa a principios de 1976, no tenían intenciones de hacer un libro con sus experiencias. Tan sólo cuando la prensa y los medios de difusión empezaron a publicar informes sobre la casa –que los Lutz juzgaron sensacionalistas y deformados–, consintieron ellos en que se publicara su relato. Y tampoco estaban enterados de que muchas de sus aseveraciones iban a ser corroboradas por otros. Además de verificar sus cintas grabadas en todo lo que se refiere a la consistencia interna, he llevado a cabo mis entrevistas personales con las otras personas que intervinieron en el caso, y puedo decir que George y Kathy no se enteraron de las tribulaciones del padre Mancuso hasta que la redacción definitiva de este libro estuvo terminada.
Antes de mudarse a la nueva casa, los Lutz distaban mucho de ser expertos en el tema de los fenómenos supranormales. En la medida en que pueden recordar, los únicos libros leídos que podrían ser conderados "ocultos" son unas cuantas obras que tratan de la Meditación Trascendental. Pero, como he podido comprobar en mis conversaciones con personas bien informadas sobre estos temas, casi todas las declaraciones de la pareja tienen fuertes paralelos con otros informes de casas embrujadas, "invasiones psíquicas y fenómenos semejantes, publicados a lo largo de los años y que provienen de diversas fuentes. Por ejemplo:
El penetrante frío sentido por George y otros es un síndrome repetidamente observado por visitantes de casas embrujadas. Estas personas perciben un "punto frío" o un frío difuso. Los ocultistas piensan que una entidad desencarnada podría alimentarse con la energía térmica y el calor corporal a fin de obtener así el poder necesario para hacerse visible y mover a los objetos.
Es sabido que los animales suelen tener sensaciones de molestia, e incluso de terror, en zonas "habitadas". Esto se cumple sin duda en el caso de Harry, el perro de la familia, sin hablar de los visitantes humanos que nunca habían entrado a la casa: la tía de Kathy, un niño de la vecindad y otros.
La ventana que bajó estruendosamente, aplastando la mano de Danny, tiene un eco en el caso, sucedido en Inglaterra, de la portezuela de un auto que se cerró sola, aplastando la mano de una mujer que llegaba al lugar para investigar unos informes de supuestos hechos paranormales. Minutos más tarde, durante el trayecto hasta el hospital más cercano, la mano de esta mujer readquirió su estado normal.
La vislumbre visionaria de George de lo que más adelante identificó como el rostro de Ronnie de Feo, su repetido despertar a la hora en que se había producido el asesinato de los De Feo, y los sueños eróticos de Kathy tienen su contrapartida en un fenómeno llamado retrocognición: un sitio con cargas emocionales adquiere, al parecer, la capacidad de trasmitir imágenes de su pasado a los visitantes actuales.
Los daños sufridos por las puertas, las ventanas y la balaustrada, el movimiento y la posible teleportación del león de cerámica, el olor nauseabundo en el sótano y la casa parroquial son elementos muy conócidos por todos los lectores de la voluminosa literatura escrita en torno a "poltergeists" o "fantasmas barulleros", cuyo comportamiento ha sido documentado por investigadores profesionales. La "banda militar" también es característica del "poltergeist", que tiene reputación de producir ruidos dramáticamente estridentes. (Una víctima se ha referido al estruendo de "un piano de cola que cae escaleras abajo" sin causas ni perjuicios visibles.)
La mayor parte de las manifestaciones del poltergeist suele ocurrir en presencia de un niño –por lo general una niña– próximo a la pubertad. En este caso ninguno de los niños Lutz tenía edad suficiente para provocar el fenómeno. Además, la mayor parte de las travesuras del poltergeist tiene un carácter de malicia infantil y no suelen ser crueles o dañinas físicamente. Por otra parte, como señala el padre Nicola en su libro Demonical Possession and Exorcism, el poltergeist suele aparecer como primera manifestación de una entidad interesada primordialmente en la posesión diabólica. El crucifijo invertido en el placard de Kathy, las recurrentes moscas y los olores a excremento humano son connotaciones típicas de la infección demoníaca.
Entonces, ¿cómo debemos situar el relato de los Lutz? Existen demasiadas corroboraciones independientes de lo que ellos dicen para suponer que ha sido imaginado o inventado. Ahora bien, suponiendo que las cosas hayan ocurrido como yo las cuento aquí, ¿cómo hemos de interpretarlas?
Lo que sigue es una interpretación, el análisis de un investigador experimentado de fenómenos supranormales:
"El hogar de los Lutz, al parecer, ha albergado tres entidades distintas. Francine, la médium, sintió por lo menos la presencia de dos 'fantasmas' corrientes, es decir, espíritus ligados a la tierra de seres humanos que –por determinadas razones– siguen vinculados a un sitio particular mucho después de su muerte física, y que, por lo general, sólo quieren quedarse solos para gozar de ese lugar al cual se habían acostumbrado en la existencia terrenal. La mujer cuyo contacto y perfume fueron percibidos por Kathy (Francine habla de 'una mujer vieja') puede haber sido la propietaria original de la casa, que sólo quería tranquilizar a la mujer joven, recién llegada, a quien su cocina parecía un lugar tan simpático y atrayente.
"Análogamente, el niño a quien se refieren de manera independiente Missy y la cuñada de Kathy podría ser un espíritu ligado a la Tierra que –siempre de acuerdo con los médium y espiritistas– tal vez no se hubiera dado cuenta de estar muerto. Solitario y desconcertado, en el mundo sin tiempo que sigue a la muerte, habría gravitado naturalmente hacia el cuarto de Missy y se habría sorprendido de que su cama estuviera ocupada por Carey y Jimmy. Pero si pidió ayuda a Carey, no fue él, evidentemente, quien tomó medidas para que Missy llegara a ser su compañera permanente de juegos.
"Más bien, la figura encapuchada y Jodie el Cerdo parecen corresponder a una clase de seres enteramente diferente. Los demonólogos ortodoxos creen que los ángeles caídos pueden manifestarse como animales o como figuras aterradoras según su voluntad; por lo tanto, estas dos apariciones pueden haber sido una y la misma. Aunque George vio los ojos de un cerdo y las huellas de las patas en la nieve, Jodie habló con Missy y, por lo tanto, no era un simple espectro animal. Y la entidad que tiznó su rostro en la pared de la chimenea y planeó sobre el pasillo esa última mañana puede haber adoptado una forma menos aterradora para conversar telepáticamente con una niña de corta edad.
"Parece lógico pensar que esta entidad, junto con las voces que ordenaran al padre Mancuso irse y a George y a Kathy poner fin a su exorcismo improvisado, puede haber sido "invitada" en el curso de ceremonias ocultas oficiales en el sótano o en el terreno original de la casa. Una vez establecidas, las entidades habrían resistido cualquier intento de ser desalojadas y con tanto más vigor que el que podría ejercer un fantasma corriente.
"Los inexplicables trances de George y de Kathy, sus cambios de estado de ánimo, sus repetidas levitaciones, sus extraños sueños y transformaciones físicas pueden interpretarse como síntomas de incipiente posesión. Algunos de los que creen en la reencarnación dicen que pagamos por antiguos errores naciendo en un nuevo cuerpo y experimentando las consecuencias de nuestras acciones. Pero cualquier entidad tan resueltamente malévola como las entidades que atormentaron a los Lutz debe haber comprendido que un retorno a la carne podía significar expiación en forma de deformidad física, enfermedad, sufrimientos y otros 'karmas' negativos. De tal modo, un espíritu especialmente perverso podría evitar totalmente el renacer, apoderándose en cambio de los cuerpos de los vivientes para saborear la comida, el sexo, el alcohol y otros placeres terrenos.
"Evidentemente George Lutz no era el 'caballo' idealmente pasivo para un jinete desencarnado; la amenaza que representó la situación para su mujer y sus hijos lo galvanizó, le hizo devolver el golpe para defenderse. Pero ninguno de sus adversarios invisibles era un alfeñique. La extraordinaria fuerza de estas entidades está indicada por los ataques de largo alcance al auto del padre Mancuso, a su salud, a sus habitaciones, y por la levitación de George y de Kathy, que se produjo incluso después de haber huido la pareja a casa de la madre de ella. En tal caso, ¿por qué los Lutz no han hablado de nuevos trastornos después de su traslado a California?
"Otra antigua tradición oculta según la cual los espíritus no pueden trasmitir sus poderes a través del agua, puede tener aquí cierto sentido. Mientras yo estaba preparando este libro, una de las personas básicamente responsables de su composición sentía una sensación de debilidad y de náusea en el instante de sentarse a trabajar en el manuscrito, todas las veces que lo hacía en su oficina de Long Island. Pero cuando trabajaba en Manhattan del otro lado del East River, no experimentaba nada fuera de lo común".
Naturalmente, no estamos obligados a aceptar ésta o cualquier otra interpretación "psíquica" de los hechos que ocurrieron en la casa de Amityville. Pero cualquier otra hipótesis nos sume inmediatamente en la tarea de construir una serie aún más increíble de extrañas coincidencias, alucinaciones compartidas y grotescas, malas interpretaciones de un hecho. Seria útil poder reproducir, como en un experimento controlado de laboratorio, algunos de los eventos ocurridos a los Lutz. Por supuesto, no podernos hacerlo. Los espíritus desencarnados, si existen, probablemente no sienten ninguna obligación de interpretar sus acciones ante las cámaras y los equipos de grabación de los investigadores responsables.
No hay evidencias de acontecimientos extraños que se hayan producido en el número 112 de Ocean Avenue después del período de tiempo descrito en este libro, pero también esto tiene su sentido: más de un parapsicólogo ha notado que las manifestaciones ocultas, especialmente las que tienen que ver con apariciones de poltergeists, muy a menudo terminan tan bruscamente como se iniciaron, y no vuelven a aparecer. Incluso los cazadores tradicionales de fantasmas aseguran a sus clientes que los cambios estructurales en una casa, incluso un simple cambio en la disposición de los muebles, como el que podría efectuar un nuevo inquilino, traen un rápido fin de todas las manifestaciones supranormales.
En cuanto a George y Kathleen Lutz, por supuesto, su curiosidad ha quedado más que satisfecha. Pero el resto de nosotros se enfrenta con un dilema: cuanto más "racional" la explicación, tanto menos fácil es de sostener. Y lo que yo he llamado Aquí vive el horror sigue siendo uno de esos oscuros misterios que desafían nuestras explicaciones convencionales de lo que este mundo abarca.
AQUÍ VIVE
EL HORROR
la "casa maldita" de Amityville
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Título original inglés
THE AMITYVILLE HORROR
Los nombres de muchas personas mencionados en este libro han sido cambiados para proteger su intimidad.
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PRÓLOGO
El 5 de febrero de 1976 el noticiero de las 22, (Ten O'clock News) del Canal 5 de Nueva York, anunció que se estaba realizando una encuesta a personas que pretendían poseer percepciones extrasensoriales. La pantalla de televisión mostró al reportero Steve Bauman, quien a la sazón estaba investigando el caso de una mansión aparentemente embrujada en Amityville, Long Island.
Bauman dijo que el 13 de noviembre de 1974 una espaciosa casa de estilo colonial, situada en el número 112 de Ocean Avenue, había sido escena de un asesinato en masa. Un joven de veinticuatro años, Ronald De Feo, había tirado con un rifle de alta potencia sobre sus padres, sus dos hermanos y sus dos hermanas, ultimándolos metódicamente. Posteriormente, De Feo había sido condenado a cadena perpetua.
"Hace dos meses", continuaba diciendo el informe, "la casa fue vendida en la cantidad de 80.000 dólares a una pareja: George y Kathleen Lutz. Los Lutz, enterados de la matanza, no habían sentido al respecto el más leve temor supersticioso, y habían pensado que la casa era muy adecuarla para las cinco personas de la familia: ellos y sus tres hijos.
Los Lutz se mudaron a la nueva casa el 18 de diciembre. Poco tiempo después, dijo Bauman, la pareja había sentido que la vivienda estaba habitada por una cierta fuerza psíquica y había empezado a albergar temores por sus vidas. "Se refirieron a una sensación de algo parecido a una forma de energía dentro de la casa, a una especie de mal contra natura que se volvía cada día más fuerte".
Cuatro semanas después de la mudanza los Lutz abandonaron la casa, llevándose tan sólo unas mudas de ropa. En la actualidad estaban viviendo con unos amigos en un lugar no declarado. Pero antes de desaparecer, según dijo el Canal 5, el caso del matrimonio pudo ser conocido en la zona. Los Lutz habían consultado a la policía, a un sacerdote local y a un grupo de parapsicología. "Hablaron de extrañas voces que, al parecer, venían desde el interior de ellos, de un poder que había logrado hacer levitar a la señora Lutz hasta un placard detrás del cual había un cuarto cuya existencia no estaba marcada en ningún plano".
El reportero Steve Bauman había tomado en cuenta estas afirmaciones. Después de realizar algunas investigaciones en relación a la casa, Bauman descubrió que casi todas las familias que habían habitado esa vivienda se habían visto en situaciones trágicas, del mismo modo que las personas que habían habitado la casa construida anteriormente en ese mismo sitio.
El locutor del Canal 5 declaró que William Weber, el abogado de Ronald De Feo, había iniciado investigaciones con la esperanza de probar que una cierta fuerza había actuado en el comportamiento de todas las personas que habían habitado la casa de 112 Ocean Avenue. Weber sostenía que esa fuerza "podía tener un origen natural" y consideraba que ésta era la prueba que necesitaba su defendido para iniciar un nuevo juicio. Weber, al ser interrogado, manifestó que "estaba enterado de que ciertas casas podían construirse de manera de crear en ellas corrientes eléctricas que actúan en ciertas habitaciones, basándose en la estructura material de la casa." A esto los hombres de ciencia respondieron que "estaban investigando el punto a fin de llegar a una conclusión. Y que, en cuanto se agotaran todas las posibles explicaciones racionales o científicas, el caso habría de ser transferido a otro grupo de investigación en la Universidad de Duke, especializado en los aspectos parapsicológicos de estos fenómenos".
El informe terminaba diciendo que la Iglesia Católica también estaba interesada en el caso. El Canal 5 dijo que dos emisarios del Vaticano se habían hecho presentes en Amityville en diciembre e informaron que habían recomendado a los Lutz que abandonaran inmediatamente la casa. "En la actualidad el tribunal de milagros de la Iglesia estudia el caso y su informe declara que la vivienda situada en 112 Ocean Avenue está en posesión de ciertos espíritus que están más allá del conocimiento humano corriente".
Dos semanas después del anuncio de la televisión, George y Kathy Lutz celebraron una conferencia de prensa en el despacho del abogado William Weber. Este se había puesto en contacto con la pareja tres semanas antes por intermedio de amigos comunes.
George Lutz informó a los reporteros que no iba a pasar otra noche en esa casa, y que tenía la intención de vender el inmueble de 112 Ocean Avenue. Asimismo estaba esperando los resultados de unas pruebas científicas llevadas a cabo por investigadores de parapsicología y otros profesionales dedicados a la investigación de fenómenos ocultos.
Al llegar a este punto, los Lutz nterrumpieron toda comunicación con los medios informativos, pues opinaron que las versiones publicadas estaban deformadas y eran exageradas. Es tan sólo ahora que se puede contar en su totalidad la historia.
I
18 de diciembre de 1975
George y Kathy Lutz se mudaron a la casa número 112 de Ocean Avenue, el 18 de diciembre. Veintiocho días más tarde, aterrados, huyeron del lugar.
George Lee Lutz, ventiocho años, de Deer Park, Long Island, es un hombre con ideas muy claras sobre el valor de los terrenos y las propiedades. Lutz es dueño de una oficina inmobiliaria, llamada William H. Parry, Inc. y hace saber orgullosamente a todo el mundo que su empresa cuenta con tres generaciones de los Lutz: su abuelo, su padre y él.
Entre los meses de julio y noviembre, él y su mujer, Kathleen, veinte años, habían visitado más de cincuenta casas en la costa sur de Long Island, antes de investigar las posibilidades de Amityville. Ninguna de las casas comprendidas entre los treinta y los cincuenta mil dólares había llenado los requisitos: la casa debía tener vista al mar y ser lo bastante amplia para que George pudiera establecer en ella sus oficinas.
Mientras buscaban casa, George fue a la inmobiliaria Conklin, en el parque Massapequa y conversó con la señora Edith Evans. Ésta dijo que podía mostrar una nueva casa a la pareja y llevarla a que la vieran entre las tres y tres y media de la tarde. George fijó la cita y la señora Evans –una mujer afable y simpática– los llevó esa tarde al lugar.
La señora Evans demostró ser cordial y paciente con el joven matrimonio.
–No estoy muy segura de que sea lo que ustedes están buscando –dijo a George y Kathy– pero quiero mostrarles cómo vive la "otra mitad" de Amityville.
La casa del número 112 de Ocean Avenue es una construcción amplia, de tres pisos, con tejas de madera oscura y revestimiento de madera pintada de blanco. El terreno en que se levanta mide quince por setenta metros y los quince metros dan al frente, de tal modo que, cuando se mira la casa desde la vereda de enfrente, la puerta de entrada queda a la derecha. Con la propiedad venía incluido un terreno arbolado –unos diez metros cuadrados– de un soto que llega hasta el río Amityville.
De un farol que está al término de la senda de entrada para coches cuelga un cartelito con el nombre que los antiguos dueños habían dado a la casa: "Grandes Esperanzas".
Un porche cerrado, con un bar, tiene vista sobre una serie de espaciosas residencias. De construcción más vieja. Hay plantas perennes en los terrenos angostos, pero los postigos cerrados son bastante visibles. George echo una mirada en derredor y pensó que esto era extraño. Notó que los postigos de los vecinos estaban cerrados en todas las ventanas que miraban a la casa. Aunque no en el frente ni en la dirección de las casas del otro lado.
La casa había estado en venta desde hacía casi un año.
El aviso no había aparecido en el diario, pero la descripción era completa en la lista que estaba en la agencia inmobiliaria de Edith Evans:
Zona exclusiva de Amityville: 6 dormitorios Colonial Holandés, amplio cuarto de estar, comedor formal, porche cerrado, 3 cuartos de baño y toilette, sótano completo, garaje para dos autos, piscina con agua caliente y amplio galpón para botes. Precio: 80.000 dólares.
¡Ochenta mil dólares! Para que una casa como la descrita pudiera venderse por ese precio era necesario que se estuviera viniendo abajo o que el linotipista se hubiera saltado un "1" antes del "8". Se podía creer que la empleada de la inmobiliaria iba a intentar mostrar la tentadora casa después de haber anochecido, y tan sólo desde afuera, pero lo cierto es que les dejó ver el interior con mucho gusto. Los Lutz hicieron su inspección de modo agradable, rápido pero exhaustivo. La vivienda no sólo respondía a su exigencias y deseos sino que, contrariamente a lo que habían esperado, tanto la casa como los anexos de la propiedad estaban en excelentes condiciones.
Sin vacilar, la señora Evans dijo a la pareja que ésta había sido la casa de los De Feo. Al parecer, todo el mundo en la zona había oído hablar de la tragedia: Ronald De Feo, de veinticuatro años, había matado a su padre, a su madre y a sus cuatro hermanos mientras dormían en la noche del 13 de noviembre de 1974.
Las versiones dadas en los diarios y la televisión se referían a que la policía había descubierto los seis cuerpos acribillados de balas disparadas por un rifle de gran potencia.
Todas las víctimas, como se enteraron los Lutz meses más tarde, estaban echados en la misma postura: boca abajo, con la cabeza descansando sobre los brazos. Al enfrentarse con su masacre, Ronald había confesado finalmente: "La cosa empezó y siguió a tal velocidad que no me pude parar".
Durante el juicio, el abogado nombrado por el tribunal, William Weber, sostuvo que su cliente era insano. "Durante meses antes del hecho", declaró el joven, "he estado oyendo voces. Me daba vuelta pero no veía a nadie. De modo que pensé que Dios me estaba hablando".
Ronald De Feo fue convicto de asesinato y recibió una sentencia de seis condenas consecutivas a cadena perpetua.
–Me pregunto si debí decirles a ustedes qué clase de casa era ésta, antes de mostrarla –dijo la señora Evans–. Lo cierto es que quería hacerme una idea para referencias futuras al tratar con clientes que buscan casas de alrededor de los noventa mil dólares.
Era evidente que ella no creía que los Lutz podían interesarse en una propiedad tan cara. Pero Kathy, después de echar una nueva mirada general a la casa, sonrió y dijo:
–Es la mejor de todas las que hemos visto. Tiene todo lo que queríamos tener.
Evidentemente, no habían contado nunca con vivir en una casa tan hermosa. Pero George se prometió a sí mismo que, si la cosa podía hacerse, ésta era la casa que habría de tener su mujer. La trágica historia que había ocurrido en el número 112 de Ocean Avenue no preocupaba ni a George, ni a Kathy, ni a sus tres hijos. Ésta era la casa con la que ellos siempre habían soñado.
Durante el resto de noviembre y las primeras semanas de diciembre los Lutz dedicaron sus noches a trazar planes de las modificaciones menores que habrían de hacerse en la nueva casa. La experiencia de George con propiedades le facilitaba la tarea de proyectar los planos de los cambios a efectuarse.
Él y Kathy decidieron que uno de los dormitorios del segundo piso habría de ser el de los dos varones: Christofer, de siete años, y Daniel, de nueve. El otro dormitorio del último piso fue asignado a los niños como cuarto de juego. Melissa (Missy) una niña de cinco años, habría de dormir en el primer piso, en un cuarto en diagonal con el dormitorio principal. También iba a haber un cuarto de costura y un amplio cuarto de vestir para George y Kathy en el mismo piso. Chris, Danny y Missy quedaron encantados con las nuevas disposiciones.
Abajo, en la planta de recepción, los Lutz se enfrentaron con un pequeño problema. No tenían muebles de comedor y, finalmente, decidieron que, antes de escriturar, George iba a decirle a la agente de la inmobiliaria que deseaba comprar los muebles de comedor que los De Feo habían dejado en depósito, junto con un juego de dormitorio infantil para Missy, una mesa de televisión y los muebles de dormitorio de Ronald De Feo. Estos objetos y otros, dejados en la casa, como la cama de los De Feo, no estaban incluidos en el precio total. George pagó cuatrocientos dólares adicionales por ellos. También obtuvo, sin aumento de precio, siete acondicionadores de aire, dos lavadoras eléctricas, dos secadores, una heladera nueva y un congelador.
Había que hacer muchas cosas antes del día de la mudanza. Además del traslado material de todas sus posesiones, se presentaban complicadas cuestiones legales que tenían que ver con la transferencia del título de propiedad y que requerían análisis y clasificación. El título de propiedad de la casa estaba hecho a nombre de los padres de Ronald De Feo. Al parecer Ronald, como único sobreviviente, tenía derecho a heredar la propiedad de sus padres, sin tomar en cuenta el hecho de que había quedado convicto del asesinato de los mismos. De ninguno de los objetos podía disponerse antes de que éstos hubieran sido estipulados legalmente en un tribunal. Era un laberinto legal bastante incómodo y los ejecutores tuvieron que atravesarlo, pero el tiempo previsto se alargó: había que tomar decisiones apropiadas respecto de las transacciones hechas con la casa o la propiedad.
Se señaló a los Lutz que era posible encontrar disposiciones para proteger los intereses legales de todas las personas interesadas si se llevaba a cabo la venta de la casa, pero que iba a tomar varias semanas, o más, el hallar el procedimiento adecuado para realizarla. Eventualmente se resolvió que, en el momento de firmar el boleto de compraventa, se entregarían cuarenta mil dólares, hasta que la escritura legal fuera completada y ejecutada.
La fecha de la escrituración se fijó el mismo día en que George y Kathy habrían de mudarse desde Deer Park. El matrimonio había decidido terminar con la venta de la antigua casa el día previo, esperando que todo iba a encontrar su solución; y probablemente movidos por el deseo de establecerse en el nuevo hogar los jóvenes resolvieron hacer un esfuerzo y acabar con todo el mismo día.
La tarea de Kathy iba a consistir esencialmente en empaquetar. Para mantener a los niños lejos de sus actividades y de las de George, Kathy les asignó tareas menores. Debían reunir sus juguetes y poner en orden sus ropas antes de empaquetar. Cuando las tareas estuvieran hechas, debían limpiar sus dormitorios para que la casa antigua presentara un aspecto aceptable a los nuevos propietarios.
George tenía intenciones de cerrar su agencia en Syosset e instalarla en su nueva casa a fin de ahorrarse el dinero del alquiler. Y había incluido este punto en el cálculo original de la forma en que él y Kathy podían permitirse un gasto de ochenta mil dólares, George supuso que el sótano, que tenía una excelente distribución de espacio, podía ser el lugar apropiado. Trasladar su equipo y los muebles iba a llevar bastante tiempo y, en caso de que el sótano llegara a ser la sede de la nueva agencia, iba a ser necesario realizar algunos trabajos de carpintería.
El embarcadero, de seis metros por trece, detrás de la casa y el garaje, no era un decorado gratuito ni un ornamento vano para los Lutz. George era dueño de un yacht de ocho metros de largo y de una lancha de más de cuatro. Las instalaciones de la nueva casa le iban a permitir ahorrar una buena cantidad de dinero que normalmente había que pagar a un club náutico. La tarea de llevar sus embarcaciones a Amityville en un acoplado se convirtió en una obsesión, pese a las prioridades que tanto él como Kathy estaban descubriendo todo el tiempo. Había mucho que hacer en el número 112 de Ocean Avenue, tanto en el interior como en el exterior. Aunque no estaba seguro de dónde iba a sacar el tiempo, George tenía intenciones de dedicarse un poco a cuidar el aspecto del jardín para impedir los daños de las heladas, y colocar tal vez algunas cubiertas de plástico sobre los matorrales, sembrar bulbos y abonar el césped con cal.
Muy atareado con sus herramientas y su equipo. George hizo progresos con algunos de sus proyectos para el interior. De cuando en cuando, acuciado por el tiempo, confundía sus proyectos acariciados con sus tareas inaplazables. Muy pronto dejó todo de lado y se puso a limpiar primero la chimenea y luego la estufa. Después de todo, la Navidad se acercaba.
Hacía mucho frío el día de la mudanza. La familia había hecho las valijas la noche anterior y había dormido sobre el suelo. George se levantó temprano y, con sus propias manos, amontonó la mayor cantidad posible de objetos en el camión de mudanza más voluminoso que pudo alquilar, terminando con su tiempo justo nada más que para asearse y correr con Kathy a firmar la escritura.
Durante el acto legal, los abogados usaron una cantidad algo mayor que la usual de discriminaciones apartados, partes y "otrosí", especificando todo esto en largas hojas de papel dactilografiado. El abogado de los Lutz explicó que, en razón de los impedimentos que había en relación a la casa, el matrimonio no poseía un título claro de propiedad, aunque contaba ya con lo mejor que había podido obtenerse con el pago adelantado. Notablemente, la escrituración ya había terminado unos minutos antes de mediodía. Cuando los Lutz abandonaban la oficina con cierta prisa, el abogado les aseguró que ya no habría problemas y que eventualmente iban a recibir los títulos de propiedad requeridos.
A la una, George tomó por la senda de entrada del número 112 de Ocean Avenue, junto con el acoplado de mudanza, lleno de sus enseres, además de la heladera, la lavadora, el secador y el congelador que los De Feo habían dejado en depósito. Kathy venía detrás con los niños en la camioneta de la familia, con la motocicleta en la parte de atrás. Cuatro amigos de George, hombres de veintitantos años y lo suficientemente fuertes para manejar muebles pesados, estaban esperando. Muebles, cajas, cajones, toneles, valijas, bolsas, juguetes, motocicletas, bicicletas y ropas fueron sacados del acoplado y llevados hasta la explanada de la parte de atrás de la casa y al garaje.
George avanzó hacia la puerta de entrada, buscando la llave en sus bolsillos. Irritado, se volvió hacia el acoplado y siguió buscándola minuciosamente, hasta que debió reconocer ante sus amigos que no la tenía. La señora Evans era la única persona que tenía la llave y se la había llevado con ella después de la firma de los documentos. George telefoneó y la señora Evans volvió a su oficina para recoger la llave.
Cuando la puerta lateral se abrió por fin, los tres niños saltaron de la camioneta y corrieron hacia sus juguetes respectivos e iniciaron sus tareas de cargadores no profesionales dentro y fuera de la casa. Kathy señalaba el destino de cada bulto.
Tomó cierto tiempo subir los enseres por la escalera bastante angosta que llevaba al primero y segundo pisos. Y cuando llegó el padre Mancuso para dar la bendición a la casa, ya era la una y media pasada.
II
18 de diciembre
El padre Frank Mancuso no era un simple sacerdote. Además de atender decididamente sus obligaciones sacerdotales, Mancuso era abogado, juez del tribunal católico y psicoterapeuta en ejercicio.
Esa mañana el padre Mancuso se había despertado con una sensación de malestar. Algo lo molestaba. No hubiera podido precisar la causa de esto, porque no tenía a la sazón preocupaciones especiales. Según sus propias palabras, al volver a considerar esos momentos sólo puede decir que se trataba de una "sensación desagradable".
Durante toda la mañana el sacerdote había recorrido sus habitaciones en la parroquia del Sagrado Corazón en un estado de gran agitación. "Hoy es jueves", pensaba. "Tengo una cita para almorzar en Lindernhurst y luego debo ir a bendecir la nueva casa de los Lutz. De allí iré a comer a casa de mi madre".
El padre había conocido a George Lee Lutz dos años antes. Aunque George era metodista, Mancuso lo había ayudado espiritualmente en los días que habían precedido a su matrimonio. Los tres niños eran hijos de un previo matrimonio, y, en su condición de sacerdote que atiende a niños católicos, el padre Mancuso sentía una necesidad personal de velar por sus intereses.
La joven pareja había invitado con frecuencia a amigo sacerdote, con su barba pulcramente recortada, a almuerzos y cenas en su casa de Deer Park De algún modo, el encuentro nunca se había producido. Y ahora George tenía una razón especial para invitarlo de nuevo: ¿vendría Mancuso a Amityvilh para bendecir la nueva casa? El padre Mancuso prometió estar allí el 18 de diciembre.
Ese mismo día en que el sacerdote aceptó ir a la casa de George, arregló también ir a comer con unos amigos en Lindernhurst, Long Island. Mancuso había tenido allí su primera parroquia. Ahora ocupaba un alto cargo en la diócesis, con sede propia en la parroquia de North Merrick. Como es natural, siempre estaba ocupado y su orden del día era muy nutrido, de tal modo que no se le podía echar la culpa si trataba de matar dos pájaros de un tire, ya que Lindernhurst y Amityville están a pocos kilómetros de distancia.
El sacerdote no lograba librarse de la "sensación desagradable" que se prolongó durante el agradable almuerzo con sus cuatro viejos amigos. Sin embargo, hizo todo lo posible para demorar su partida a Amityville, dándose largas para ponerse en marcha. Sus amigos le preguntaron adónde pensaha ir.
–A Amityville.
–¿A qué lugar en Amityville?
–Es un matrimonio joven... alrededor de treinta años, con tres hijos. Viven en...
El padre Mancuso echó una mirada a un pedacito de papel.
–En 112 Ocean Avenue.
–Ésa es la casa de los De Feo –dijo uno de los amigos.
–No. El nombre es Lutz. George y Kathleen Lutz.
–¿No se acuerda usted de los De Feo, Frank? –preguntó uno de los hombres sentados a la mesa–. El año pasado... Un hijo que mató a toda la familia: al padre, a la madre y a sus cuatro hermanos. Algo atroz. Atroz. Los diarios le dedicaron mucho espacio.
El sacerdote trató de hacer memoria. Rara vez leía las notas cuando echaba la mano a un diario; sólo dos tiras cómicas: "Broomhilda" y "Maní".
–No, no me acuerdo.
De los cuatro hombres sentados a la mesa, tres eran sacerdotes a quienes, al parecer, la cosa no les gustó. El consenso general fue que Mancuso no debía ir.
–Debo ir. Lo he prometido.
En camino a Amityville el padre Mancuso se sentía un poco nervioso. No era el hecho de visitar la casa de los De Feo: de eso estaba seguro. Era otra cosa ...
Llegó después de la una y media. La senda de entrada de los Lutz estaba tan abarrotada que debió estacionar su viejo Vega azul en la calle. Notó que era una casa enorme. ¡Tanto mejor para Kathy y los niños si Lutz había podido permitirse una mansión semejante!
El sacerdote retiró los objetos sagrados del coche y se puso la estola. levantó la botella de agua bendita y entró en la casa para efectuar el rito de bendición. No bien esparció las primeras gotas de agua bendita y pronunció las palabras que acompañan a ese gesto. el padre Mancuso oyó una voz de hombre que decía con claridad impresionante: "¡Fuera!"
El sacerdote giró sobre sus talones. impresionado. Los ojos se abrieron de asombro. La orden llegaba directamente desde atrás, pero él estaba solo en el cuarto. La persona o la entidad que había hablado no se veía por ninguna parte.
Cuando terminó con la ceremonia de la bendición. el sacerdote no mencionó el incidente a los Lutz, quienes le agradecieron su amabilidad y le pidieron que se quedara a comer con ellos, ya que ésa iba a ser la primera noche en la nueva casa. El sacerdote rechazó cortésmente la invitación, explicando que tenía intenciones de comer esa noche con su madre en su casa de Queens, que ella lo estaba esperando, que se hacía tarde y todavía había un viaje largo que hacer.
Kathy deseaba agradecer al padre Mancuso su amabilidad. George le preguntó si no aceptaría un regalo en dinero o una botella de whisky Canadian Club, pero el padre rechazó el ofrecimiento, afirmando que no podía aceptar recompensas de un amigo.
Una vez en su auto, el padre Mancuso bajó el vidrio de la ventanilla. Se repitieron las expresiones de gracias y de buenos deseos, pero mientras hablaba con el matrimonio la expresión de su cara se hizo seria.
–A propósito, George. Estuve almorzando con unos amigos en Lindernhurst antes de venir aquí. Me dijeron que ésta era la casa de los De Feo. ¿Lo sabía usted?
–¡Ah, sí, claro! Creo que por eso me costó tan poco. Hace mucho tiempo que está en oferta. Pero eso no nos preocupa en lo más mínimo. Tiene todo lo que nos hace falta.
–¿No le pareció espantoso? –dijo Kathy–. ¡Esa pobre gente! Piense usted un poco padre! ¡Los seis asesinados mientras dormían!
El sacerdote cabeceó. Luego de despedirse de los tres niños, la familia lo siguió contemplando en el momento en que partió en su auto hacia Queens.
Eran cerca de las cuatro cuando George terminó de sacar los enseres de su primer viaje de furgón. Volvió a Deer Park y enfiló por la vieja senda. Al abrir la puerta del garaje, Harry, su perro, se abalanzó y habría salido disparando en caso de no estar sujeto por una cadena. El perro, a medias Terranova, había sido dejado allí para que protegiera el resto de las posesiones de la familia. Ahora George lo hizo subir con él al camión de mudanza.
En el camino, mientras el padre Mancuso se dirigía a casa de su madre hizo un esfuerzo por formarse una idea de lo que le había ocurrido en casa de los Lutz. ¿Quién o qué podía haberle dicho semejante cosa? Después de todo, él era un psicoterapeuta profesional y, de cuando en cuando, se encontraba con pacientes que afirmaban haber oído voces; esto era un síntoma de psicosis. Pero el padre Mancuso estaba convencido de su propio equilibrio mental.
La madre del sacerdote lo saludó en el umbral de su casa e inmediatamente frunció el ceño.
–¿Qué te pasa, Frank? ¿No te sientes bien? El sacerdote meneó la cabeza.
–¡No me siento demasiado mal!
–¡Ve al cuarto de baño y mírate la cara en el espejo!
Al ver su imagen en el espejo, el padre Mancuso notó dos grandes cercos negruzcos bajo sus ojos, tan oscuros que parecían manchas de hollín. Intentó lavarse con agua y jabón, pero las manchas no se desvanecieron.
De vuelta en Amityville, George llevó al perro a la casilla al lado del garaje y lo ató con una cadena de acero de seis metros de largo. Ya eran más de las seis de la tarde y George, que se sentía muy fatigado, decidió dejar el resto de los objetos en el camión aunque estaba pagando cincuenta dólares diarios por el alquiler del vehículo. Empezó a ordenar los muebles del cuarto de estar, colocando la mayor parte de ellos en sus posiciones aproximadas.
El padre Mancuso dejó la casa de su madre después de las ocho y enderezó hacia la parroquia. En el Pasaje Van Wyck, de Queens, sintió que su coche era literalmente empujado sobre la derecha. Echó una rápida mirada en torno. ¡A una distancia de quince metros a su alrededor no había ningún vehículo!
Poco tiempo después de tomar por la carretera y seguir su camino, el capó se levantó de golpe, chocando contra el cristal delantero. Uno de los goznes soldados se soltó. ¡La portezuela de la derecha se abrió! El padre Mancuso, alarmado, trató de frenar el coche, que se detuvo por sí solo.
Muy perturbado, logró llegar hasta un teléfono y llamó a otro sacerdote que vivía en esas vecindades. Afortunadamente este colega pudo llevar al padre Mancuso a un garaje en donde logró alquilar un camión de remolque para arrastrar su coche accidentado. De vuelta en la carretera, el mecánico del garaje no logró poner en movimiento el automóvil. El padre Mancuso decidió dejar el coche en el garaje y hacerse llevar por su amigo a la parroquia del Sagrado Corazón.
Casi al fin de sus fuerzas, George resolvió terminar sus trabajos del día con algo más agradable. Puso en conexión su aparato estereofónico con el equipo de alta fidelidad que los De Feo habían instalado en la sala. Luego él y Kathy se iban a poner a oír música, gozando de su primera noche en la casa. Apenas había iniciado los trabajos, cuando Harry empezó a aullar atrozmente. Danny irrumpió precipitadamente en la casa, diciendo a gritos que Harry estaba en apuros. George corrió hacia el fondo y se encontró con que el pobre animal se estaba estrangulando: había tratado de saltar la empalizada y había enredado la cadena en la punta de una de las tablas. George libró a Harry y acortó la cadena para que el perro no realizara un nuevo intento. Y volvió a trabajar en su equipo estereofónico.
Una hora después, ya de vuelta en sus habitaciones, el padre Mancuso oyó sonar la campanilla del teléfono. Era el sacerdote que acababa de ayudarlo.
–¿Sabes qué me ocurrió después de separarnos?
El padre Mancuso casi tuvo miedo de preguntar...
–¡Los limpiaparabrisas, Frank! ¡Empezaron a moverse de un lado a otro, como enloquecidos! ¡No pude pararlos! ¡Y no los había puesto en movimiento, Frank! ¿Qué diablos está ocurriendo aquí?
Esa noche, a las once, los Lutz ya se disponían a sentarse tranquilamente para gozar de su primera noche en la casa. La temperatura había bajado afuera hasta los cinco grados bajo cero. George quemó en la chimenea unas cuantas cajas de cartón que ardieron, alegremente. Era el 18 de diciembre de 1975, el primero de sus veintiocho días.
III
Del 19 al 21 de diciembre
George se sentó en la cama, completamente despierto. Había oído un llamado en la puerta del frente.
Escudriñó la oscuridad. Por un instante no supo dónde estaba, pero luego logró situarse. Estaba en el dormitorio principal de su nueva casa. Kathy dormía a su lado, arropada bajo las abrigadas cobijas.
Se oyó un nuevo golpe en la puerta. "¡Santo Dios! ¿Qué es eso?", murmuró.
Tendió un brazo hacia la mesa de noche buscando su reloj de pulsera. ¡Eran las tres y cuarto de la mañana! Otro nuevo golpe, muy recio. Pero esta vez tuvo la impresión de que el ruido no venia de abajo, sino más bien de algún lugar a su izquierda.
George salió de la cama, caminó por el corredor frío, sin moquette, hasta el cuarto de vestir que daba sobre el río Amityville. Miró por la ventana hacia la oscuridad exterior. Oyó de nuevo un golpe. George hizo un esfuerzo por ver algo. "¿En dónde diablos está Harry?"
Desde algún punto que estaba por encima de su cabeza llegó un chirrido. Instintivamente se apartó y luego miró al techo. Oyó un crujido. Los niños, Danny y Chris, se hallaban en el dormitorio que estaba encima del suyo. Probablemente uno de ellos habría arrojado un juguete al suelo al hacer un movimiento mientras dormía.
Descalzo y con los pantalones del piyama como única vestimenta, George empezó a tiritar. Echó una mirada por la ventana. ¡Si, algo se estaba moviendo por el lado del embarcadero! Sin demorarse, levantó el cristal de la ventana y recibió contra la cara la ráfaga de aire frío. "¡Eh! ¿Quién anda ahí?" Harry ladró y se movió. George, tratando de escudriñar la oscuridad, vio que el perro daba un salto. La sombra estaba próxima a Harry.
¡Harry! ¡Agárralo!
Otro golpe se oyó, proveniente del embarcadero, y Harry giró al oírlo. Se echó a correr en torno de la casilla, ladrando fuertemente, tironeando de la cadena.
George cerró la ventana de golpe y corrió hacia su dormitorio. Kathy se había despertado.
–¿Qué ocurre? –preguntó, encendiendo la lámpara de la mesa de noche, mientras George se ponía los pantalones.
–¿George?
Kathy vio la cara barbada que se volvía hacia ella.
–Todo está en orden, querida. Sólo quiero bajar a echar un vistazo. Harry ha descubierto no sé qué junto al embarcadero. Probablemente un gato. Es mejor que lo tranquilice antes de que despierte a todo el vecindario.
Metió los pies en las zapatillas y tanteó en busca de su vieja bata azul marino, que estaba echada sobre una silla.
–Vuelvo en seguida. Sigue durmiendo.
Kathy apagó la luz.
–Ponte la chaqueta.
A la mañana siguiente, Kathy ya no pudo recordar que se había despertado durante la noche.
Cuando George salió por la puerta de la cocina, Harry seguía ladrando a la sombra movediza. Junto al borde de la piscina había una tabla apoyada contra la baranda. George la asió y corrió hacia el galpón de los botes. Entonces vio que la sombra se movía. George asió con más fuerza la tabla. Se oyó otro golpe vigoroso.
–¡Maldición! –exclamó George, dándose cuenta de que el ruido provenía de la puerta del embarcadero; abierta y balanceada por el viento–. ¡Creí que la había cerrado!
Harry ladró de nuevo.
–¡Basta, Harry, basta! ¡Termina de una vez!
Media hora más tarde George se había metido de nuevo en su cama y seguía perfectamente despierto. En esa condición de ex marino, alejado no hacia tanto del servicio, estaba acostumbrado a las llamadas intempestivas. Pero poner en movimiento su sistema de alarma interno le llevaba tiempo.
Mientras esperaba conciliar el sueño, George reflexionó en la situación en que se había metido: un segundo matrimonio con tres hijos que no eran suyos, una nueva casa con una fuerte hipoteca. Los impuestos en Amityville eran tres veces más altos que en Deer Park. ¿Le hacía falta realmente la nueva lancha? ¿Cómo diablos se las iba a arreglar para pagar por todas estas cosas? El negocio de la construcción era muy lerdo en Long Island, por culpa de la rigidez del sistema de pagos, y al parecer la cosa no se iba a arreglar mientras los Bancos no aflojaran las riendas. Si no se construyen casas y la gente no compra propiedades, ¿a quién diablos le hace falta un vendedor de inmuebles?
Kathy se movió en su sueño y dejó caer un brazo en torno del cuello de George. Hundió profundamente la cara en el pecho de él, que sintió el olor del pelo de ella. Sin duda tenía olor a limpio, pensó, y la idea fue de su agrado. También mantenía a sus hijos así: inmaculados. ¿Sus hijos? Los de George, ahora. Cualesquiera que fueran las dificultades, ella y los niños merecían que uno las enfrentara.
George miró el techo. Danny era un buen chico, capaz en todo sentido. Podía encontrar la vuelta para hacer cualquier cosa que se le pidiera. Ahora se estaban haciendo más amigos, Danny había empezado a llamar "papá" a su padrastro: ya no le decía "George". En cierto modo, George se alegraba de no haber conocido nunca al ex marido de Kathy; de este modo Danny era enteramente suyo. Kathy le había dicho que Chris era igual a su padre, que tenía los mismos modales, los mismos cabellos crespos y los mismos ojos. Cuando George le reprochaba algo al niño, la cara de Chris se entristecía, compungida, y el niño lo miraba con ojos muy expresivos. Sin duda el niño sabía usar los ojos.
A él le gustaba la forma en que los dos varones se ocupaban de Missy, una verdadera calamidad, aunque muy despierta para sus seis años. Nunca había tenido dificultades con ella desde el primer día en que había visto a Kathy. Era la nena de papá y nada más. "Me escucha a mí y a Kathy. Lo cierto es que los tres nos escuchan. Son tres chicos buenos".
Después de las seis George logró quedarse dormido. Kathy se despertó unos pocos minutos después y echó una mirada en torno del extraño dormitorio, tratando de poner en orden sus pensamientos. Estaba en el dormitorio de su hermosa casa nueva. Tenía junto a ella a su marido y los tres niños estaban durmiendo en sus propios dormitorios. ¿No era maravilloso esto? Dios había sido bueno con ellos.
Kathy trató de deslizarse bajo el brazo de George. El pobre había trabajado demasiado ayer, pensó Kathy, y hoy tenía más quehaceres por delante. Mejor dejarlo dormir. Ella, en cambio, no podía dormir: había demasiadas cosas que hacer en la cocina y era mejor empezar a moverse antes de que se levantaran los chicos.
Ya abajo, Kathy echó una ojeada a su nueva cocina. Afuera todavía estaba oscuro. Encendió la luz. Sobre el piso y la pileta había cajas apiladas con fuentes, vasos y cacerolas. Las sillas seguían puestas sobre la mesa de cocina. De todos modos, pensó Kathy sonriéndose a sí misma, la cocina iba a ser un cuarto feliz para toda la familia. Tal vez fuera el lugar adecuado para la Meditación Trascendental, que George practicaba desde hacía dos años y Kathy desde hacía un año. Él se había puesto a meditar después del fracaso de su primer matrimonio y había asistido a sesiones de un grupo de terapia. De aquí había nacido su interés en la meditación. Le había hecho conocer el tema a Kathy, pero ahora, atareado con la mudanza, se había olvidado totalmente de su hábito, bien establecido, de encerrarse en su cuarto y meditar unos cuantos minutos cada día.
Kathy lavó su calentador eléctrico; lo llenó, lo enchufó y encendió su primer cigarrillo del día. Mientras bebía el café, sentada a la mesa con un block y un lápiz, empezó a tomar nota de las tareas que debía hacer en la casa. Hoy era viernes 19. Los chicos no habrían de ir a la nueva escuela hasta después de las vacaciones de Navidad. ¡Navidad! ¡Había tanto por hacer aún!
Kathy tuvo la sensación de que alguien la estaba mirando fijamente. Sorprendida, levantó la mirada y se volvió. Su hija menor estaba en el pasillo.
–¡Missy! Me has dado un susto. ¿Qué pasa? ¿Por qué te has levantado tan temprano?
La niña tenía los ojos entornados. Los cabellos rubios le cubrían la cara. Echó una mirada en derredor, como si no se diera cuenta de dónde estaba.
–Quiero ir a casa, mamá.
–Estás en casa, Missy. Ésta es nuestra nueva casa. Ven aquí.
Missy se acercó tambaleando hasta Kathy y subió a su regazo. Las dos damas de la casa permanecieron sentadas en su simpática cocina; Kathy acunó a su hija hasta que ésta quedó dormida.
George bajó después de las nueve. A esta hora los muchachos ya habían terminado el desayuno y estaban fuera, jugando con Harry y haciendo investigaciones. Missy dormía nuevamente en su dormitorio.
Kathy miró a su marido, que llenaba el marco de la puerta con su corpulencia. Notó que no se había afeitado la parte de abajo de la mandíbula y que los cabellos de color rubio oscuro y la barba estaban desgreñados. Todo esto quería decir que no se había dado una ducha.
–¿Qué ocurre? ¿No piensas trabajar hoy? George se sentó pesadamente a la mesa.
–No. Todavía tengo que descargar el camión y volver a Deer Park. Hemos gastado cincuenta dólares más por haberlo retenido toda la noche.
Echó una mirada en derredor, bostezando, y tuvo un escalofrío.
Aquí hace frío. ¿No has puesto la calefacción?
Los muchachos pasaron junto a la pueta de la cocina, gritando detrás de Harry. George levantó la mirada.
–¿Qué les pasa a esos dos? ¿No puedes hacer que se queden quietos?
Ella, de pie junto a la pileta, se volvió.
–¡No tienes que gritarme! ¡El padre eres tú! ¡Hazlos callar!
George golpeó la mesa con la palma de la mano. El ruido hizo dar un salto a Kathy.
–¡Está bien! –gritó.
Abrió la puerta de la cocina y se asomó. Danny, Chris y Harry seguían corriendo de un lado para otro.
–¡Basta! ¡Basta de bochinche! ¡Basta!
Y, sin esperar la reacción de ellos, cerró la puerta de un portazo y salió bruscamente de la cocina.
Kathy quedó sin habla. Era la primera vez que George había salido de sus casillas y había gritado a los niños. ¡Y por tan poca cosa! Ayer no había estado de mal humor.
George descargó con sus propias manos el camión y volvió con él a Deer Park, poniendo la motocicleta en la parte de atrás, para la vuelta a Amityville. No se afeitó, no se duchó y no hizo durante el resto del día nada más que quejarse por la falta de calefacción en la casa y por el ruido que hacían los niños en el cuarto de juegos del piso alto.
Todo ese día, George no hizo más que rezongar y esa noche, a las once más o menos, cuando ya era hora de meterse en cama, Kathy ya estaba harta. Estaba muy cansada de poner una y otra cosa en orden y tratar de mantener a los niños lejos de George. A la mañana siguiente habría de iniciar la limpieza de los cuartos de baño, pero esta noche no podía hacerlo. Ahora se iba a meter en cama.
George se quedó un rato en la sala, echando un leño tras otro en la chimenea. Aunque el termostato marcaba veinte grados, no podía entrar en calor. Probablemente verificó una docena de veces la temperatura del calorífero en el sótano a lo largo del día.
A las doce, finalmente, George fue al dormitorio y se echó a dormir sin más. A las tres y cuarto de la mañana estaba de nuevo despierto y sentado en la cama.
Algo lo estaba preocupando. El embarcadero. ¿Había trancado la puerta... sí o no? No podía recordar. Tuvo que salir a comprobar. La puerta estaba cerrada y trancada.
En los dos días siguientes la familia Lutz pasó por un extraño cambio de personalidad colectiva. Como hubo de decir George más adelante: "No fue algo repentino. Fue en pedacitos: por aquí y por allá." El ni se afeitaba ni se bañaba, como siempre lo había hecho, infaltablemente. Por lo general, George dedicaba todo el tiempo que podía a su trabajo: dos años antes había abierto una segunda oficina en Shirley para atender negocios inmobiliarios en la costa sur. Ahora, en cambio, se conformaba con llamar a Syosset y dar órdenes malhumoradas a sus empleados, exigiéndoles que terminaran con sus tareas de inspección antes de fin de semana, ya que él necesitaba el dinero. En cuanto a la posibilidad de mudar su oficina al nuevo sótano, no lo pensó ni un solo instante.
En cambio, se quejaba constantemente de que la casa estaba fría como una heladera y había que calentarla. Echar leño tras leño a la chimenea le ocupaba la mayor parte del tiempo, salvo en los momentos en que iba al embarcadero, miraba el espacio vacío y volvía a la casa. Ni siquiera al llegar a este punto podía decir qué iba a mirar allí cuando salía. Sólo sabía que se sentía arrastrado a ese lugar. Prácticamente era una compulsión. En la tercera noche que pasaron en la casa, George se despertó nuevamente a las tres y cuarto, muy preocupado con la idea de lo que podía estar ocurriendo.
Los niños también lo irritaban. A partir del momento de la mudanza, se habían convertido en unos mocosos traviesos, unos monstruos malcriados que no oían ninguna advertencia, niños desbandados a quienes había que castigar severamente.
Cuando se trataba de los niños, Kathy tenía la misma impresión. Se sentía crispada por sus relaciones tensas con George y por los esfuerzos que realizaba para poner la casa en orden antes de Navidad. En la cuarta noche que pasaron en la casa. Kathy estalló y, junto con su marido, castigó a Danny, a Chris y a Missy con una correa y un pesado cucharón de madera.
Los niños habían roto accidentalmente el vidrio de una ventana en la banderola semicircular del cuarto de juegos.
IV
22 de diciembre
El lunes, por la mañana temprano en Amityville hacía mucho frío. La ciudad se levanta sobre la costa atlántica de Long Island y el viento marino sopla reciamente. El termómetro marcaba cinco grados bajo cero y los meteorólogos anunciaban una Navidad blanca.
En la casa de Ocean Avenue, Danny, Chris y Missy Lutz estaban en el cuarto de juegos, levemente aplacados después de la llamada al orden de la noche anterior. George todavía no había ido a su oficina y estaba sentado en la sala, poniendo de cuando en cuando un leño en un fuego ya muy vivo. Kathy escribía en su mesita del rincón de la cocina.
Al redactar la lista de las cosas que había que comprar para Navidad, la concentración mental de Kathy empezó a flaquear. Se sentía culpable por haber castigado físicamente a los niños, y, en especial, por la forma en que George y ella habían actuado. Muchos regalos estaban aún por comprarse y Kathy sabía que debía salir a comprarlos. Sin embargo, desde que se había mudado, nunca tenía ganas de salir a la calle. Acababa de escribir el nombre de la tía Theresa cuando de repente sintió que se le enfriaba la sangre y quedó con el lápiz suspendido en el aire.
Alguien había llegado desde atrás y la había abrazado. Luego le había tomado la mano y le había dado una palmada. El contacto era tranquilizador, como dotarlo de una fuerza interior. Kathy, aunque sobresaltada, no tuvo miedo: sintió que ésta era algo así como la caricia de una madre que conforta a su hija. ¡Kathy tuvo la impresión de que una suave mano femenina estrechaba su propia mano!
–¡Mamá! ¡Ven aquí, pronto!
Era la voz de Chris, llamando desde el rellano del último piso.
Kathy levantó la mirada. El hechizo fue interrumpido, el contacto había desaparecido. Subió corriendo las escaleras en busca de sus hijos, que estaban en el cuarto de baño y tenían la mirada clavada en el inodoro. Kathy vio que el interior del inodoro estaba absolutamente negro, como si alguien lo hubiera pintado desde el fondo hasta el borde. Kathy oprimió el botón y el agua bajó de todos lados: el negro permaneció.
Kathy arrancó un pedazo de papel higiénico e intentó vanamente, frotando, hacer desaparecer aquel color.
–¡No puedo creerlo! ¡Ayer froté todo con Clorox. Se volvió hacia los niños con aire acusador: –¿Han echado pintura aquí?
–¡No, mamá, no! –exclamaron los tres al unísono.
Kathy estaba a punto de enloquecer: el incidente ocurrido a la hora del desayuno fue olvidado. Echó una mirada al lavabo y a la bañera: brillaban después del escrupuloso tratamiento que ella había aplicado. Probó los grifos. Salía agua limpia y nada más. Una vez más abrió el depósito de agua, sin esperar ya que desapareciera el horrendo color negro.
Kathy se arrodilló y examinó la base del inodoro para ver si no había una infiltración desde el interior del artefacto. Por último se volvió hacia Danny.
–Tráeme el Clorox del cuarto de baño. Está en el cajoncito debajo del lavabo.
Missy hizo ademán de irse.
–¡Missy: quédate aquí! Deja que Danny haga lo que digo.
El muchacho salió del cuarto de baño.
–¡Y trae también el cepillo de piso –gritó Kathy detrás.
Chris escudriñó la cara de su madre con unos ojos llenos de lágrimas.
–No lo hice. No me pegues de nuevo.
Kathy lo miró y recordó la atroz noche pasada.
–No, querido, no fue culpa tuya. Algo ocurrió con el agua, creo. Tal vez alguna obstrucción de combustible en las cañerías. ¿Nunca has notado nada?
–¡Yo debía ir! ¡Yo lo vi primero! –gritó Missy.
–¿Ajá? Bueno... veamos qué se puede hacer con el Clorox antes de llamar a tu padre y ...
–¡Mamá, mamá! –la voz llegaba ahora de abajo, desde el vestíbulo.
Kathy salió al pasillo del cuarto de baño.
–¿Qué pasa, Danny? ¡Te dije que está debajo del lavabo!
–¡No, mamá, no es eso! Ya lo tengo. Pero tu inodoro también está negro. ¡Y hay mal olor!
El cuarto de baño de Kathy estaba en el extremo más alejado de su dormitorio. Danny estaba en la entrada al dormitorio, apretándose las narices, cuando Kathy y los otros dos niños llegaron corriendo. En cuanto Kathy entró en el dormitorio, sintió el olor: un perfume dulzón. Se paró, husmeó el aire y frunció el ceño.
–¿Qué es esto? ¡No es mi agua de Colonia!
Sin embargo, cuando entró al baño, fue asaltada por un olor totalmente distinto: un hedor espantoso.
Kathy tuvo una arcada y empezó a toser, pero antes de salir corriendo captó una imagen de su inodoro. ¡Estaba completamente negro!
Los niños se apartaron del camino cuando Kathy se preciptó escaleras abajo.
–¡George!
–¿Qué quieres? ¡Estoy ocupado!
Kathy entró como una exhalación en la sala y corrió hacia el lugar en donde estaba George, acurrucado junto a la chimenea.
–¡Ven a ver, por favor! ¡En nuestro cuarto de baño hay olor a rata muerta! ¡Y el inodoro está totalmente negro!
Kathy le agarró una mano y lo sacó vigorosamente del cuarto.
El inodoro del otro cuarto de baño en el piso de arriba también estaba enteramente negro, según comprobó George, pero no hedía. George husmeó el extraño perfume del cuarto.
–¿Qué diablos es este olor?
Y se puso a abrir las ventanas del segundo piso.
–En primer lugar: ¡tenemos que librarnos de este olor asqueroso!
George abrió las ventanas de su dormitorio y tomó por el pasillo en dirección a los otros cuartos. Luego oyó la voz de Kathy.
–¡George! ¡Mira esto!
El cuarto dormitorio del segundo piso –convertido ahora en el cuarto de costura de Kathy– tenía dos ventanas. Una de ellas, la que daba sobre el embarcadero y el río Amityville, era la ventana que George había abierto la primera noche, cuando se había despertado a las tres y cuarto. La otra daba sobre la casa vecina, a la derecha de 112 Ocean Avenue. ¡En esta ventana había centenares de moscas que zumbaban contra los cristales!
–¡Santo Dios! ¡Mira esto! ¿De dónde vienen? Moscas ahora...?
–Tal vez están atraídas por el olor –se aventuró a decir Kathy.
–Sí ... pero no en esta época del año. Las moscas no viven tanto tiempo. No con estas temperaturas. Y... ¿por qué se amontonan todas contra el vidrio de esta ventana?
George echó una mirada a todo el cuarto, tratando de descubrir de dónde venían los insectos. En un rincón había un placard. Abrió la puerta y escudriñó el interior, buscando grietas..., cualquier cosa que pudiera dar una explicación del hecho.
–Si la pared de este placard diera sobre el cuarto de baño, a lo mejor podían ser atraídas por el calor, pero esta pared da a la calle.
George puso la mano sobre la pared.
–Está fría. No veo cómo pueden haber sobrevivido.
Después de hacer pasar a su familia al vestíbulo, George cerró la puerta que llevaba al cuarto de costura. Abrió la otra ventana, la que daba sobre el desembarcadero, recogió algunos periódicos y espantó las moscas que pudo. Mató las que quedaban y luego cerró la ventana. Al llegar a este punto el segundo piso estaba ya muy frío, pero por lo menos el perfume dulzón se había ido. También había disminuido el hedor en el cuarto de baño.
Pero nada de esto ayudó a George en sus esfuerzos por calentar la casa. Aunque nadie se había quejado, verificó el aparato de calefacción en el sótano. Marchaba perfectamente. A las cuatro de la tarde el termómetro de la sala marcaba veinticinco grados, pero George no podía sentir el calor.
Kathy había frotado el fondo de los inodoros con Clorox, Fantastik y Lysol. Los productos de limpieza habían tenido algún efecto, pero en buena parte la tintura negra seguía incrustada en la loza. El peor de todos era el inodoro del segundo cuarto de baño, junto al cuarto de costura.
La temperatura exterior había subido a cuatro grados bajo cero y los niños habían salido y estaban jugando con Harry. Kathy les advirtió que debían mantenerse lejos del embarcadero y la zona arbolada, diciendo que era peligroso jugar allí si no había nadie que los estuviera vigilando.
George había traído algunos leños más del garaje y estaba sentado en la cocina con Kathy. Los dos se pusieron a discutir violentamente, sin ponerse de acuerdo sobre quién habría de efectuar las compras de los regalos de Navidad.
–¿No puedes elegir, por lo menos, un perfume para tu madre? –preguntó George.
–¡Tengo que poner esta casa en orden! –gritó Kathy, enfurecida–. ¿Qué estás haciendo tú, fuera de molestar?
Al cabo de unos minutos la colisión ya había pasado. Kathy se disponía a hablar de la extraña experiencia que había tenido esa mañana en su rincón de la cocina cuando sonó el timbre de entrada.
Un hombre de una edad intermedia entre los treinta y cinco y los cuarenta y cinco años, con una calvicie incipiente, estaba parado en el umbral, con una sonrisa incierta en la cara y una caja con seis latas de cerveza en la mano. Los rasgos eran toscos y la nariz estaba enrojecida por el frío.
–Todos quieren venir a darles la bienvenida al barrio. No lo toman ustedes a mal, ¿verdad?
El hombre tenía puesto un sobretodo de lana de tres cuartos de largo, pantalones de pana y botas claveteadas. A George la pareció que no tenía aire de ser uno de los vecinos que habitaban las mansiones de la zona.
Antes de mudarse a Amityville, George y Kathy habían jugado con la idea de tener casa abierta, pero una vez instalados en el nuevo domicilio, no habían vuelto a hablar del tema. George saludó con un movimiento de cabeza al representante del vecindario.
–No, no nos parece mal. Siempre que no les incomode sentarse en cajas de embalaje, puede usted venir con todos sus amigos.
George lo hizo pasar a la cocina y presentó a su mujer. El hombre repitió su frase ante ella. Kathy hizo un gesto de aprobación y el hombre prosiguió contando a los Lutz que tenía una lancha que guardaba en un embarcadero vecino, varias casas más allá en la misma avenida.
El hombre levantó la caja de las cervezas y dijo:
–Yo la traje y yo me la llevo.
George y Kathy nunca supieron cómo se llamaba. No volvieron a verlo.
Esa noche, cuando fueron a acostarse, George hizo su previa inspección de puertas y ventanas, todos los cerrojos y pestillos de adentro y de afuera, de tal modo que, cuando se despertó una vez más a las tres y cuarto de la mañana, y cedió al impulso que le llevaba a echar una mirada abajo, quedó asombrado al encontrarse con que el portón de madera del frente –que pesaba por lo menos ciento veinte kilos estaba abierto y desquiciado, ¡colgando de un solo gozne!
V
23 de diciembre
Kathy fue despertada por los ruidos que hacía George debatiéndose con el portón desvencijado. Se levantó y, al sentir el frío que había invadido la casa, se echó encima una bata y corrió escaleras abajo. Encontró a su marido haciendo esfuerzos por encajar el pesado portón de madera en su marco.
–¿Qué ha pasado?
–No lo sé –contestó George, logrando por fin cerrar la puerta–. La puerta estaba totalmente abierta y colgada de un gozne, ¡Mira esto!
Y señaló la cerradura metálica. El picaporte estaba completamente fuera de centro. La cubierta metálica estaba levantada, como si alguien hubiera querido arrancarla con una herramienta, ¡desde adentro!
¡Alguien había tratado de salir de la casa, no de entrar!"
–No sé qué está pasando aquí –murmuró George, hablando más para sí mismo que para Kathy–
–Sé que cerré antes de subir. Para abrir la puerta desde adentro bastaba con girar la llave.
–¿Desde afuera es lo mismo?
–No. Afuera no hay ningún desperfecto ni en la cerradura ni en el picaporte. Sólo alguien con una fuerza tremenda puede haber sido capaz de sacar de de sus goznes a un portón tan macizo como éste..
–Tal vez fue el viento, George –dijo Kathy esperanzada– A veces es muy fuerte aquí, ¿sabes?
–Aquí el viento no entra, y mucho menos un huracán. ¡Alguien o algo es el autor de esto!
Los Lutz cambiaron una mirada. Kathy fue la primera en reaccionar. "¡Los chicos!" Se dio vuelta y corrió escaleras arriba hasta el dormitorio de Missy.
Una lucecita en forma de oso estaba enchufada en la pared, cerca de la parte baja de la cama de la niña. A la débil luz, Kathy pudo ver la forma del cuerpo de Missy, echada boca abajo.
–Missy –susurró Kathy, inclinándose sobre la cama.
Missy lanzó un leve gemido y se puso boca arriba. Kathy exhaló un suspiro de alivio y subió las frazadas hasta la barbilla de su hija. El aire frío que había entrado mientras la puerta estaba abierta había enfriado el cuarto. Kathy besó a Missy en la frente y silenciosamente salió del cuarto, dirigiéndose al piso alto.
Danny y Chris dormían profundamente, los dos boca abajo. "Ahora, cuando pienso en ello, dice Kathy, me doy cuenta que fue la primera vez que vi a los chicos dormir en esa postura... Especialmente a los tres al mismo tiempo. Incluso recuerdo que iba a decir algo a George en ese sentido, a decirle que aquello me parecía raro".
Por la mañana la ola de frío que envolvía a Amityville no se había retirado. El cielo estaba nublado y la radio prometió, una vez más, una Navidad con nieve. En el vestíbulo de la casa de los Lutz el termómetro seguía marcando veintidós grados, pero George había vuelto al cuarto de estar y seguía metiendo leños entre las llamaradas de la chimenea. George dijo a Kathy que no podía librarse del frío que lo tenía transido hasta los huesos, y que no entendía por qué razón ella y los niños no sentían tanto frío como él.
La tarea de cambiar el picaporte y la cerradura en la puerta de entrada era demasiado complicada, incluso para un hombre tan avezado como George. El cerrajero local llegó a eso de las doce, como se había convenido. El hombre hizo una inspección larga y minuciosa de los daños dentro de la casa y luego miró a George con una expresión peculiar, sin ofrecer ninguna explicación de los motivos que habían hecho posibles los trastornos relatados.
El hombre terminó su trabajo lenta y tranquilamente. Al retirarse, el cerrajero dijo que, en una ocasión, los De Feo lo habían invitado dos años antes. "Tuvieron algún inconveniente con la cerradura de la casilla de los botes". Lo habían llamado para cambiar el cerrojo, ya que antes la puerta, cuando se cerraba desde adentro se trababa. y la persona que estaba en la casilla no podía salir.
George quiso decir algo más en relación al embarcadero, pero cuando Kathy lo miró se contuvo. Ni él ni ella querían enterarse de las noticias que circulaban a la sazón en Amityville: cosas raras estaban ocurriendo una vez más en el número 112 de Ocean Avenue.
A eso de las dos de la tarde la temperatura empezó a subir. Una leve llovizna bastó para que los niños decidieran quedarse en casa. George, como siempre, no había ido a su oficina y seguía yendo y viniendo entre la sala y el sótano, agregando leños a la chimenea y comprobando el funcionamiento del calefactor. Danny y Chris estaban en el cuarto de juegos del tercer piso y jugaban ruidosamente con sus juguetes. Kathy había vuelto a sus tareas de limpieza y forraba con papel las tablas de los placards. Ya había avanzado hasta su dormitorio del segundo piso Cuando se le ocurrió echar una mirada al cuarto de Missy. La niña estaba sentada en su diminuta hamaca y canturreaba para sí misma una canción mientras miraba por la ventana que daba sobre el embarcadero.
Kathy se disponía ya a decir algo a su hija cuando sonó el teléfono. Tomó el llamado desde el aparato que estaba en su dormitorio. Era su madre, que anunciaba la llegada para el día siguiente –Nochebuena– con el hermano de Kathy, Jimmy, que iba a llevarles un árbol de Navidad como regalo para caldear el ambiente.
Kathy dijo que se sentía muy aliviada de que alguien hubiera pensado finalmente en el árbol, ya que ella y George no se habían sentido capaces de hacer compras de ninguna clase. Luego, con el rabillo del ojo, vio que Missy abandonaba su dormitorio y se dirigía al cuarto de costura. Kathy sólo oía a medias lo que le decía su madre. ¿Qué podía estar haciendo en ese cuarto donde se habían amontonado las moscas el día anterior? Podía escuchar el canturreo de la niña, que se movía entre las cajas de cartón aún no abiertas.
Kathy se disponía ya a interrumpir a su madre cuando vio llegar a Missy desde el cuarto de costura. La niña, al tomar por el pasillo y volver a su dormitorio, dejó de canturrear. Sorprendida por el comportamiento de su hija, Kathy reanudó la conversación con su madre, dándole una vez más las gracias por el árbol. Luego colgó, avanzó sigilosamente hasta el cuarto de Missy y se paró en el umbral.
Missy estaba de vuelta en su mecedora, miraba fijamente a la misma ventana y canturreaba una canción que no parecía del todo conocida. Kathy se disponía a decir algo cuando Missy dejó de canturrear y, sin volver la cabeza, preguntó:
–Mamá... ¿hablan los Angeles?
Kathy miró a su hija. ¡La niña se había dado cuenta que ella estaba allí! Pero antes de que Kathy pudiera entrar al cuarto, fue sorprendida por un estruendo que llegaba desde arriba. ¡Los muchachos estaban en el otro piso! Asustada, subió corriendo las escaleras en dirección al cuarto de juegos. Danny y Chris se revolcaba por el suelo, trenzados, golpeándose y pateándose.
–¿Qué pasa aquí? –preguntó Kathy–. ¡Danny! ¡Chris! ¡Basta! ¿Me oyen?
Trató de separarlos, pero los dos niños trataban de lastimarse, con los ojos relampagueantes de furor, Chris gritaba en medio de su furia. Era la primera vez que los dos hermanos se habían trabado en una pelea.
Kathy dio una bofetada –bastante vigorosa– a cada uno, y exigió que se le explicara cómo se había iniciado la gresca.
–Fue Danny que empezó –dijo Chris lagrimeando.
–¡Mentiroso! ¡Tú empezaste! –exclamó Danny, torciendo la cara.
–¿Qué empezó qué? ¿Por qué están peleando? –preguntó Kathy levantando la voz. Ninguno de los niños contestó. Muy pronto los dos se apartaron de su madre. Kathy sintió que fuera cual fuere la historia entre ellos, era asunto de ellos y no de su madre.
Su paciencia se agotó.
–¿Qué está pasando aquí? Primero Missy con sus ángeles, y ahora ustedes dos, estúpidamente, tratan de matarse. Bueno. ¡Basta por hoy! Veremos qué va a decir papá de todo esto. Los dos recibirán el castigo merecido, pero ahora no quiero oír absolutamente nada de ninguno de los dos. ¿Me oyen? ¡Ni una sola palabra más!
Kathy, temblando, bajó las escaleras y volvió a sus tareas. "Tranquilízate", se dijo a sí misma. Al pasar junto al cuarto de Missy, oyó que la niña canturreaba la misma canción extraña. Kathy estuvo a punto de entrar, pero luego le pareció más oportuno no hacerlo y continuó su camino. Más adelante habría de hablar con George, cuando lograra tener una actitud más calma en relación a todo el asunto.
Kathy recogió un rollo de papel de envolver y abrió la puerta del placard. Inmediatamente le llegó a sus narices un olor rancio. "¡Dios mío! ¿Qué es esto?" Miró de la cadenita que colgaba del techo del placard para encender la luz y miró dentro. El placard estaba vacío, salvo por una sola cosa. El primer día en que los Lutz se habían mudado, Kathy había colgado un crucifijo en la pared interna, frente a la puerta del placard tal como lo había hecho cuando, vivían en Deer Park. Un amigo le había dado el crucifijo como regalo de bodas: era un crucifijo de plata, una obra de buena artesanía, de unos treinta centímetros de largo, que tenía la bendición desde hacía mucho tiempo.
Cuando Kathy lo buscó con la mirada y lo encontró, sus ojos se dilataron de horror. El olor rancio le provocó arcadas, pero no pudo apartar la vista del crucifijo, ¡que colgaba cabeza abajo!
VI
24 de diciembre
Ya hacía casi una semana que el padre Mancuso había estado en la casa de Ocean Avenue. Los inquietantes incidentes de ese día y esa noche seguían presentes en su mente, aunque no los había comentado con nadie: ni siquiera con George y Kathy Lutz, ni siquiera con su superior eclesiástico.
En la noche del 23, el padre Mancuso había tenido un ataque de gripe. El sacerdote había sentido chuchos y sudores ,alternados. Y, cuando finalmente se levantó de la cama y se tomó la temperatura, el termómetro marcaba treinta y nueve grados. Ingirió algunas aspirinas, esperando que le bajaran la fiebre. Esto ocurría en días de Navidad, cuando se presenta una gran cantidad de obligaciones para la gente de iglesia: un tiempo muy inapropiado para caer enfermo.
El padre Mancuso se sumió en un sueño turbulento. A eso de las cuatro de la mañana del día de Nochebuena se despertó y se encontró con que su temperatura estaba en treinta y nueve grados y medio. El padre llamó al párroco a sus habitaciones. Éste decidió llamar al médico. Mientras el padre Mancuso esperaba al médico, empezó a pensar en la familia Lutz.
Había algo que lo inquietaba y, al mismo tiempo, que no podía precisar. Todo el tiempo tenía en la mente la imagen de un cuarto que, según creía él, estaba en el primer piso de la casa. Pese a que era presa de un cierto mareo, el sacerdote podía vislumbrar claramente el cuarto: estaba lleno de cajas sin abrir cuando él había dado la bendición a la casa, y también recordaba haber visto el galpón de los botes desde las ventanas.
El padre Mancuso recuerda que, cuando estaba enfermo en cama, había usado las palabras "el mal" en sus reflexiones, pero cree ahora que la fiebre elevada puede haberle jugado una mala pasada a su imaginación. También recuerda que tuvo un impulso, tan fuerte que podía calificarse de obsesión, de llamar a los Lutz y advertirles que debían mantenerse lejos de ese cuarto por todos los medios.
En esos mismos instantes, en Amityville, Kathy Lutz se había puesto a pensar en el cuarto del primer piso. De cuando en cuando, Kathy sentía la necesidad de estar sola, y para esto debía tener su propio cuarto. El lugar elegido para su meditación podía ser éste, junto con la cocina. Este tercer dormitorio del primer piso podría servir como cuarto de vestir y depósito general para los guardarropas crecientes de ella y de George.
Entre las cajas que estaban en el cuarto de costura había algunas con adornos de Navidad, acumulados a lo largo de los años. Había llegado el momento de desempaquetar las bolas y las velitas, ponerlas en condiciones para colgarlas del árbol que su madre y su hermano habían prometido traer esa tarde. Después del almuerzo Kathy pidió a Danny y a Chris que bajaran las cajas a la sala. George estaba más interesado en los leños de la chimenea y sólo se ocupó distraídamente de las lucecitas de Navidad, probando las bombillas de colores y desenredando los hilos. En las horas que siguieron Kathy y los niños se dedicaron activamente a quitar el papel de seda en que estaban envueltas las bolas de bonitos y brillantes colores, los angelitos de madera y de cristal, los Santa Claus, los patinadores, las bailarinas, los renos y los hombres de las nieves que Kathy iba añadiendo todos los años, a medida que los niños crecían.
Cada niño tenía sus adornos favoritos y los había colocado sobre paños que Kathy había extendido en el suelo. Algunos de estos adornos provenían de la primera Navidad de Danny. Pero en esta ocasión los niños se pusieron a admirar un adorno que George había aportado a su nueva familia. Era una pieza de colección heredada, una espléndida galaxia de lunas crecientes y estrellas forjadas en pura plata y encastradas en un fondo de oro de veinticuatro quilates. La parte de atrás de esta pieza de quince centímetros tenía un gancho que permitía colgarla de un árbol. Esta obra, hecha en Alemania hacía más de cien años, pertenecía a su familia desde mucho tiempo atrás; había sido dada a George por su abuela que, a su vez la había recibido de su propia abuela.
El médico había pasado por la casa parroquial y se había ido, después de confirmar que el padre Mancuso tenía un ataque de gripe y haberle recomendado que guardara cama por un día o dos. La fiebre se había instalado en el organismo y la temperatura iba a seguir siendo alta en las próximas veinticuatro horas.
Al padre Mancuso le irritaba la idea de no tener nada que hacer. ¡En su agenda había tantas cosas por hacer! Convino en que algunos de los casos en su calendario del tribunal podían postergarse una semana, pero había pacientes de psicoterapia que, no estaban en condiciones de permitirse una postergación similar. Sin embargo, tanto el médico como el párroco insistieron en que el padre Mancuso sólo iba a prolongar su enfermedad si insistía en trabajar o salir de su casa.
No obstante, había algo que aún podía hacer: telefonear a George Lutz. La sensación desagradable que experimentara ante el cuarto del primer piso no lo había abandonado y lo inquietaba tanto como la misma enfermedad. Cuando el padre Mancuso decidió hacer el llamado telefónico, eran las cinco de la tarde. Danny atendió el teléfono y corrió a llamar a su padre. A Kathy le sorprendió la llamada, pero no a George. Este, sentado todo el día junto a la chimenea, había estado pensando sin cesar en el sacerdote. George había tenido un impulso de llamar al padre Mancuso, pero finalmente no logró hacerse una idea clara de lo que quería decirle.
George lamentó que el padre Mancuso tuviera un ataque de gripe y preguntó si podía ayudar en algo. Después de oír que nada podía hacerse para aliviar las molestias del sacerdote, George se puso a hablar de lo que estaba ocurriendo en la casa. En un principio, la conversación fue de tono menor. George dijo al sacerdote que iba a bajar los ornamentos para colgar del árbol de Navidad que Jimmy, su cuñado, había regalado a la familia.
El padre Mancuso interrumpió a George:
–Tengo que hablar con usted de algo que me está preocupando mucho. ¿Tiene usted presente el cuarto del primer piso de su casa, el que da sobre el embarcadero...? ¿Ése en donde ustedes han puesto todos esos cajones y cajas de cartón sin abrir?
–Claro que sí, padre. Ése va a ser el cuarto de costura y de meditación de Kathy en cuanto yo tenga unos momentos libres para ponerlo en orden. A propósito, ¿sabe usted lo que encontramos allí el otro día? ¡Moscas! ¡Centenares de moscas! ¿Se imagina usted algo parecido? ¡En pleno invierno!
George esperó la reacción del sacerdote. Y la tuvo.
–George: no quiero que usted, Kathy y los niños vuelvan a entrar en ese cuarto. Deben ustedes mantenerse lejos:
–¿Por qué, padre? ¿Qué hay en ese lugar?
Antes de que el sacerdote pudiera contestar, se oyó, por el teléfono, un crujido estridente. Los dos hombres apartaron el receptor de sus orejas, muy sorprendidos. George no pudo entender las palabras siguientes que dijo el padre Mancuso. Lo único que se oía por el teléfono era un ruido parejo e irritante.
–¿Hola? ¿Hola? ¿Padre? ¡No oigo nada! ¡Algo anda mal en la línea!
Desde su teléfono, también el padre Mancuso realizaba esfuerzos por oír a George y sólo distinguía los lejanos "holas". Por último el sacerdote colgó y volvió a marcar el número de los Lutz. Pudo oír los campanillazos, pero nadie atendió. El sacerdote esperó a que sonaran diez campanillazos antes de renunciar. Quedó muy turbado.
Al no poder oír ya al padre Mancuso a través de los ruidos telefónicos, George también debió colgar, y esperó que el sacerdote llamara de nuevo. Durante varios minutos siguió sentado en la cocina, con la mirada fija en el teléfono quieto. Luego marcó el número privado del padre Mancuso en la rectoría. No hubo respuesta.
En la sala, Kathy empezó a desempaquetar los pocos regalos de Navidad que había juntado antes de venir a Amityville. Había ido a las liquidaciones de Sears y al mercado Green Acres de Valley Stream y había comprado ropa para los niños –ofertas a precios convenientes– y algunas cosas para George y la familia. De todos modos, Kathy notó con tristeza que la cantidad de paquetes era exigua y se reprochó a sí misma por no haber ido de compras. Había pocos juguetes para Danny, Chris y Missy, pero ya era demasiado tarde y nada podía hacerse.
Kathy había enviado los niños al cuarto de juegos a fin de trabajar a solas. Pensaba ahora en Missy. No había contestado la pregunta de su hija cuando ésta se había referido a los ángeles que hablaban: Kathy había eludido la respuesta diciéndole que se lo iba a preguntar a papá. Pero la pregunta no fue formulada de nuevo cuando ella y George fueron a acostarse. ¿Cómo se le había ocurrido a Missy una idea semejante? ¿Tendría algo que ver esto con el extraño comportamiento de la niña ayer, en el dormitorio? Y ¿qué habría estado buscando en el cuarto de costura?
Las reflexiones de Kathy se interrumpieron cuando George volvió después de hablar por teléfono en la cocina. En la cara tenía una expresión extraña y evitaba encontrarle la mirada. Kathy esperó que le contara su conversación con el padre Mancuso, pero en ese instante sonó el timbre de la entrada. Kathy se dio vuelta, sorprendida.
–¡Debe ser mamá! George; ¡ya están aquí y ni siquiera he empezado a cocinar! –Corrió en dirección a la cocina: ¡Abre tú, por favor!
El hermano de Kathy, Jimmy Connors, era un hombre joven, robusto, corpulento, que simpatizaba realmente con George. Esa noche su cara, expresaba una afabilidad y una cordialidad encantadoras. Iba a casarse el día después de Navidad y había pedido a George que fuera su padrino. Pero cuando la madre y el hijo entraron en la casa –Jimmy con un pino de buen tamaño entre los brazos– y vieron a George, las caras cambiaron: George no se había afeitado ni bañado desde hacía casi una semana. La madre de Kathy, Joan, se alarmó.
–¿Dónde están Kathy y los niños? –preguntó a George.
Kathy está preparando la cena y los chicos están en el cuarto de juegos. ¿Por qué?
–No sé ... tuve la sensación de que algo no andaba.
Ésta era la primera vez que su suegra y su cuñado venían a la casa, de tal modo que George procedió a mostrar a su suegra la dirección de la cocina. Luego Jimmy y él llevaron el árbol a la sala.
–¡Caramba! ¡Que fogata hay en esa chimenea!
George explicó que no lograba entrar en calor: no lo había logrado desde el día de la mudanza, pese a que ese día había quemado diez leños.
–Sé... –observó Jimmy– hace más bien frío. Tal vez el quemador o el termostato no anden bien.
–No –contestó George–. El quemador anda perfectamente y el termostato marca veinticuatro grados. Ven conmigo al sótano y te mostraré.
En la casa parroquial el médico del padre Mancuso había advertido a éste que la temperatura del cuerpo sube por lo general después de las cinco de la tarde. Aunque el sacerdote no se sentía bien, y el estómago le ardía, su mente volvía a cavilar en los problemas telefónicos, tan extraños, de la familia Lutz.
Ya eran las ocho de la noche y los repetidos intentos de Mancuso de ponerse en contacto con George habían sido inútiles. Varias veces el sacerdote había solicitado a la telefonista que verificara si el teléfono de los Lutz funcionaba normalmente. Y cada vez que lo hizo la campanilla del teléfono sonó interminablemente, hasta que un inspector lo llamó de vuelta y le informó que no había problemas de servicio con ese número.
¿Por qué no había llamado George de vuelta? El padre Mancuso, estaba seguro de que George había oído lo que él le había dicho sobre el cuarto del primer piso. ¿Habría algo horrible detrás de todo esto? El padre Mancuso no tenía confianza en la casa de Ocean Avenue y ya no fue capaz de seguir esperando.
Llamó a un amigo que tenía en el Departamento de Policía del distrito de Nassau.
El árbol de Navidad ya estaba ubicado en la casa de los Lutz. Danny, Chris y Missy ayudaban a tío Jimmy, que lo estaba engalanando, y cada cuál insistía en que sus ornamentos debían colgarse antes. George había vuelto a su mundo particular junto al fuego. Kathy y su madre charlaban en la cocina. Éste era el "cuarto feliz" de Kathy, el único lugar de la nueva casa en donde se sentía segura.
Kathy se quejó de George a su madre: estaba cambiado desde que se habían instalado en la nueva casa.
–Mamá: no quiere bañarse, no quiere afeitarse. Ni siquiera sale de la casa para ir a la oficina. Lo único que le interesa es estar sentado ante esa maldita chimenea y quejarse del frío. Otra cosa más; no hay noche que no se despierte para hacer una inspección del embarcadero.
–¿Qué va a buscar allí? –preguntó la señora Connors.
–¿Yo qué sé? Se limita a repetir que tiene que echar un vistazo... y cerciorarse de que la lancha está dentro.
–Nada de esto es normal en George. ¿Le has preguntado si hay algo que no anda bien?
–¡Claro que sí! –Kathy levantó las manos–. ¡Y lo único que hace, como respuesta, es echar más leña al fuego! Desde hace una semana hemos gastado una barbaridad de leña.
La madre de Kathy tuvo un escalofrío y trató de ajustarse mejor la tricota al cuerpo.
–Bueno... Lo cierto es que en esta casa hace un poco de frío. Lo he sentido desde que entré.
Jimmy, que se había parado sobre una silla de la sala, se disponía a colgar uno de los adornos de George en la copa del árbol. También él tuvo un escalofrío.
–¡Oye, George! ¿Hay alguna puerta abierta? Siento un soplo de aire en la nuca.
George levantó la mirada.
–No; no creo. He cerrado todas las puertas.
Y sintió un súbito impulso de comprobar el estado del cuarto de costura del primer piso.
–Ya vuelvo.
Kathy y la señora Connors se cruzaron con él en el momento en que salían de la cocina. Él no dijo ni una palabra a ninguna de las dos y corrió escaleras arriba.
–¿Qué le pasa? –preguntó la señora Connors. Kathy se encogió de hombros.
–¿Ves lo que te digo?
Y empezó a colocar los regalos de Navidad debajo del árbol. Cuando Danny, Chris y Missy vieron el negro número de paquetes con bonitos forros que estaban en el suelo, se oyó un coro de voces desilucionadas.
–¿Por qué lloriquean?
Era George, que estaba de vuelta, bajo el dintel de la puerta.
–¡A ver si se callan! Están demasiados malcriados.
Kathy estuvo a punto de contestar de mal tono a su marido por haber gritado a los niños en presencia de su madre y de su hermano, pero se contuvo al ver la expresión de la cara de George.
–Dime: ¿abriste la ventana del cuarto de costura, Kathy?
–¿Yo? ¡No he puesto los pies allí en todo el día! George se volvió hacia los niños, que estaban junto al árbol.
–¿Alguno de ustedes ha ido a ese cuarto después de bajar los paquetes?
Los tres menearon las cabezas. George no se había movido de su lugar bajo el dintel. Y volvió los ojos hacia Kathy.
–George, ¿qué ocurre?
–Hay una ventana abierta. Han vuelto las moscas.
¡Crac! Todos dieron un salto al oír un crujido que venía no se sabe de dónde, afuera. Luego el ruido de un golpe repentino. Harry ladró.
–¡La puerta del embarcadero! ¡Se ha abierto de nuevo!
George se volvió hacia Jimmy.
–¡No los dejes solos! ¡Vuelvo en seguida!
Echó mano a la campera que estaba en el placard del vestíbulo y enderezó hacia la puerta de la cocina. Kathy se echó a llorar.
–Kathy, ¿qué pasa? –preguntó la señora Connors, levantando la voz.
–¡Oh, mamá! ¡No lo sé!
Había un hombre que se puso a observar a George en el momento en que salió por la puerta del costado y corrió hacia los fondos de la casa. El hombre sabía que era la puerta de la cocina, porque ya había estado antes en el número 112 de Ocean Evenue. El hombre estaba sentado dentro de un auto estacionado frente a la casa de los Lutz y contempló a George cuando cerraba la puerta del embarcadero.
Echó una mirada a su reloj. Eran casi las once. El hombre tomó en su mano el micrófono de la radio del auto. "Cammaroto. Habla Al. Llame de nuevo a North Merrick y dígales que la gente que vive en 112 Ocean Avenue está en casa." El sargento Al Gionfriddo, del departamento de policía de Amityville estaba de guardia esa Nochebuena, como lo había estado la noche en que la familia De Feo fue ultimada.
VII
25 de diciembre
Por séptima noche consecutiva George se despertó exactamente a las tres y cuarto. Se sentó en la cama. A la luz de la luna de invierno, que había invadido la habitación, pudo ver claramente a Kathy, que dormía boca abajo.
George tendió la mano para acariciarle la cabeza. En ese instante Kathy se despertó, lanzando una mirada azorada en derredor. George pudo ver el temor en sus ojos.
–¡Le dieron un balazo en la cabeza! –aulló Kathy–. ¡Le dieron un balazo en la cabeza! ¡Sentí los estampidos dentro de mi cabeza!
El detective Gionfriddo habría podido entender lo que había aterrado y despertado a Kathy. Al redactar su informe sobre la encuesta inicial en torno del asesinato de la familia De Feo, Gionfriddo había escrito que Louise, la señora de la casa, había recibido un balazo en la cabeza mientras dormía boca abajo. Todo el mundo, incluso su marido, que yacía a su lado, había recibido un balazo en la espalda mientras estaba durmiendo en esa postura. Esta información había sido incluida en los materiales entregados al equipo de investigación del condado de Suffolk, pero nunca había llegado hasta los medios periodísticos. En realidad, este detalle nunca había sido mencionado, ni siquiera en el juicio de Ronnie De Feo.
Ahora Kathy Lutz sabía ya cómo había muerto esa noche Louise De Feo, que dormía en el mismo dormitorio.
George abrazó a su esposa, que estaba temblando, hasta que se tranquilizó y volvió a dormir. Luego, una vez más, el impulso que lo llevaba a echar un vistazo al embarcadero se apoderó de él y, sigilosamente, se deslizó fuera del cuarto.
Ya casi había llegado a la casilla de Harry, cuando el perro se despertó y saltó sobre sus patas.
–¡Chssst, Harry, quieto, quieto!
El perro volvió a sentarse sobre las patas traseras y contempló a George, que examinaba el portón del embarcadero: cerrado y trancado. Una vez más George se acercó y tranquilizó a Harry.
–Todo está en orden, amigo. Vuelve a dormir.
George se dio vuelta y enderezó hacia la casa.
Contorneó el borde de la piscina. El disco de la luna llena parecía un inmenso reflector que estuviera iluminando el sendero. Levantó la mirada, contempló la casa y quedó paralizado. El corazón le dio un vuelco. En la ventana del primer piso del dormitorio de Missy, George divisó a la niña, que tenía la mirada clavada en él y seguía todos sus movimientos."¡Santo Dios!", murmuró audiblemente. Detrás de su hija, de un modo aterradoramente visible, ¡había una cabeza de cerdo! ¡George estaba absolutamente seguro de que los ojitos rojos que lo miraban eran unos ojos de cerdo!
–¡Missy! –aulló. El sonido de la propia voz aflojó la coraza que oprimía su corazón y su cuerpo. Corrió hacia la casa, subió corriendo las escaleras hasta el dormitorio de Missy y encendió las luces.
Missy estaba en su cama, durmiendo boca abajo. Se aproximó a ella y se inclinó.
–¿Missy?
No hubo respuesta. La niña estaba profundamente dormida. Detrás hubo un crujido. Se dio vuelta. Junto a la ventana que daba sobre el embarcadero estaba la pequeña mecedora de Missy, ¡balanceándose!
Seis horas más tarde, a las nueve y media de la mañana, George y Kathy estaban sentados en la cocina y tomaban el café, confundidos y trastornados por los acontecimientos que se sucedían en la nueva casa. Habían estado comentando algunas de las incidencias de que habían sido testigos, y ahora realizaban un esfuerzo para poner en claro cuál era la parte real y cuál la parte que tal vez habían imaginado. La tarea era abrumadora para ellos.
Era el 25 de diciembre de 1975, día de Navidad en todo el territorio de Estados Unidos. La Navidad blanca no se había materializado todavía en Amityville, pero hacia bastante frío como para esperar una nevada en cualquier instante. En el interior, los tres niños jugaban junto al árbol con los escasos juguetes nuevos que George y Kathy habían logrado reunir antes de mudarse a la nueva casa ocho días antes.
George calculó que, en el curso de la primera semana, había gastado más de cuatrocientos cincuenta litros de gasolina y un camión entero de leña. Alguien iba a tener que salir a comprar más leña y algunos artículos de alimentación, como pan y leche.
George había dicho a Kathy que había intentado comunicarse por teléfono con el padre Mancuso después que éste le hizo una advertencia acerca del cuarto de costura. Kathy marcó el número con su propia mano, pero no obtuvo respuesta. Y llegó a la conclusión de que el sacerdote todavía no estaba en sus habitaciones a causa del día feriado, o por haber ido a verse con los suyos. Luego se ofreció para ir a comprar leña y comida.
El paradero del padre Mancuso, ese día de Navidad, nó presentaba problemas. Estaba en la parroquia del Sagrado Córazón y seguía sufriendo del ataque de gripe. En veinticuatro horas la enfermedad no había menguado, de acuerdo con la opinión del médico, y la fiebre no había bajado de los treinta y nueve grados con décimas.
El sacerdote se paseaba por sus habitaciones como un león enjaulado. Era un hombre enérgico que dedicaba largas horas a su trabajo profesional, y que se negaba a permanecer en la cama. El padre Mancuso tenía un portafolio lleno de casos: los que se presentaban ante él en su condición de juez del tribunal y los casos de sus pacientes de psicoterapia. Pese al pedido que le había hecho el párroco, urgiéndolo a que tornara un descanso, el sacerdote había pensado, trabajar, como siempre, en Navidad. Ante todo, el padre Mancuso no podía librarse de la sensación de incomodidad que sentía en relación a los Lutz y a la casa en que vivían.
George oyó a Kathy, que volvía de hacer sus compras. Y pudo deducir que estaba dando marcha atrás a la camioneta por el ruido crepitante que producían las llantas sobre la nieve de la senda. Por alguna extraña razón, el ruido lo molestó y sintió irritación contra su mujer.
Fue a recibirla, sacó dos leños de la camioneta, los puso en la chimenea y se sentó en el cuarto de estar, negándose a transportar más leños. Kathy tuvo un movimiento íntimo de furor: la actitud y el aspecto de George se le estaban volviendo inaguantables. De alguna manera sentía que se estaba acercando una gran pelea, pero trataba de contener su lengua por el momento. Recogió las bolsas con alimentos de la camioneta y dejó dentro los leños que quedaban. Si George sentía frío, pensó Kathy, los iba a tener que acarrear él mismo.
Ella y George previnieron a Danny, Chris y Missy que debían mantenerse lejos del cuarto de costura, sin darles razones. Esto suscitó la curiosidad de los niños, que deseaban saber qué se ocultaba tras de la puerta, ahora cerrada.
–A lo mejor son regalos de Navidad –sugirió Chris.
Danny estuvo de acuerdo, pero Missy dijo:
–Yo sé por qué no podemos entrar. Jodie está ahí.
–¿Jodie? ¿Quién es Jodie? –preguntó Danny.
–Es un amigo mío. Un cerdo.
–¡Oh, Missy! No eres nada más que una bebita. Siempre dices tonterías –dijo Chris.
Esa tarde, a eso de las seis, Kathy había empezado a preparar la comida para la familia cuando oyó un ruido como el que podría producir un objeto tenue y delicado al golpear contra el vidrio de la ventana de la cocina. Afuera estaba oscuro, pero notó que ya había empezado a nevar. Los copos blancos caían como iluminados por el reflejo de la luz de la cocina, y Kathy se puso a contemplarlos mientras el viento arremolineaba la nieve contra el cristal. "¡Por fin la nieve!", dijo.
La Navidad y la nieve; la asociación trajo una sensación de intimidad familiar a la mujer perturbada, que recordó sus días de infancia. Al parecer, siempre había nieve en Navidad cuando ella era chica. Kathy miraba fijamente los copos. Afuera las luces multicolores de los árboles navideños de las otras casas resplandecían en la noche. Detrás de ella, la radio tocaba carillones. Se sintió apaciguada y feliz en su rinconcito privado de la cocina.
Después de la cena, George y Kathy se sentaron silenciosamente en la sala. El árbol de Navidad estaba iluminado y los adornos que George había puesto en la copa eran un hermoso añadido al resto del decorado. De mala gana había bajado George a traer más leña de la camioneta. Ahora había seis leños fuera de la hoguera, lo suficiente para toda la noche, dado el ritmo de consumo de George.
Kathy se puso a coser ropa de los chicos: aplicó remiendos en los pantalones de los varones, que siempre estaban gastados en las rodillas. Y alargó unos cuantos pantaloncitos de brin de Missy. La niña estaba creciendo y los dobladillos ya no tocaban la punta de los zapatos. A las nueve Kathy subió al cuarto de juegos del segundo piso para preparar a Missy para ir a la cama. Oyó la voz de su hija, que llegaba desde el dormitorio. Missy hablaba en voz alta con alguien que estaba en el cuarto, evidentemente. En un principio Kathy pensó que era uno de los chicos, pero luego oyó decir a Missy:
–Verdad que la nieve es preciosa, Jodie?
Cuando Kathy entró, su hija estaba sentada en la mecedora junto a la ventana y miraba caer la nieve. Kathy echó una mirada en derredor. No había nadie en el cuarto.
–¿Con quién estabas hablando, Missie? ¿Con un ángel?
Missy giró la cabeza y miró a la madre. Luego sus ojos se fijaron de nuevo en un ángulo del cuarto.
–No, mamá. Hablaba con Jodie.
Kathy volvió la cabeza y siguió la mirada de Missy. No había nada en el suelo, salvo unos cuantos juguetes.
–Jodie? ¿Quién es? ¿Una de las nuevas muñecas?
–No. Jodie es un cerdo. Es amigo mío. Sólo yo puedo verlo.
Kathy sabía que Missy, como otros niños de su edad, solía inventar personas y animales con quienes hablaba, de tal modo que pensó que la imaginación de la niña estaba funcionando de nuevo. George no le había contado el incidente de la noche anterior en el cuarto de Missy.
Otra sorpresa esperaba a Kathy al llegar al último piso, unos minutos más tarde. Danny y Chris ya estaban en su dormitorio y se habían puesto sus piyamas. Por lo general los niños hacían esfuerzos por no acostarse antes de las diez. Esa noche, a las nueve y media, se prepararon para ir a la cama sin que fuera necesario decirlo. Kathy se preguntó cuál sería la razón de esto.
–¿Qué les ha pasado hoy? ¿Cómo es posible que no pongan dificultades para meterse en cama?
Los niños se encogieron de hombros y siguieron desvistiéndose.
–Aquí hace menos frío, mamá –dijo Danny–. No queremos jugar más en ese cuarto.
Cuando Kathy fue al cuarto a verificar lo que había oído, quedó impresionada por el intenso frío. Las ventanas no estaban abiertas, pero el cuarto tenía una temperatura glacial. Por cierto, la temperatura no era incómoda en el dormitorio de Danny y Chris y tampoco en el pasillo. Tocó el radiador. ¡Estaba caliente!
Kathy habló a George del frío del cuarto de juegos. George, que se sentía muy cómodo junto al fuego y no deseaba desplazarse, dijo que iría a comprobarlo por la mañana. A medianoche, Kathy y George se acostaron finalmente.
La nieve ya no caía sobre Amityville ni a veinte kilómetros de allí, en la parroquia del Sagrado Corazón de North Merrick. El padre Mancuso se apartó de la ventana. Le dolía la cabeza. Tenía dolor de estómago por culpa de los calambres gripales. El sacerdote estaba cubierto de sudor y la sensación de calor sofocante lo forzó a quitarse la robe de chambre. Y, al quitársela, tuvo una serie de escalofríos incontrolables.
El padre Mancuso no tardó en meterse en cama. Bajo las frazadas hacía frío y se dio cuenta que su aliento formaba humo en el aire. "¿Qué demonios está pasando?", se dijo a sí mismo entre dientes. El sacerdote tendió la mano para tocar el radiador junto a su cama y lo encontró enteramente frío.
El enfermo sintió ahora que su cuerpo empezaba a sudar nuevamente. El padre Mancuso se arropó más entre sus frazadas, formando un verdadero nido. Cerró los ojos y empezó a rezar.
VIII
26 de diciembre
Una noche –George no recuerda exactamente cual– se despertó de nuevo a las tres y cuarto de la mañana. Se vistió, salió y, mientras avanzaba en la helada oscuridad, se preguntó qué había ido a buscar en el desembarcadero. Harry, el vigoroso perro mestizo guardián, ni siquiera se despertó cuando George tropezó con un alambre suelto que estaba cerca de su casilla.
Cuando los Lutz vivían en Deer Park, Harry también tenia su casilla particular, y siempre había dormido fuera con cualquier temperatura. Normalmente permanecía despierto, en guardia, hasta las dos o tres de la mañana, antes de echarse a descansar. Cualquier ruido desusado suscitaba la atención alerta de Harry. Desde que se habían mudado a Ocean Avenue el perro estaba, por lo general, profundamente dormido cada vez que George bajaba al desembarcadero. Y sólo se despertaba cuando el amo lo llamaba.
George recordaba vivamente el día después de Navidad, ya que ésa era la fecha que Jimmy había elegido para su casamiento. También tuvo ese día un violento ataque de diarrea; sintió los primeros síntomas mientras volvía del desembarcadero. Los dolores eran intensos en un primer momento, como si le hubieran dado una puñalada en el estómago. George se asustó al sentir que le subía por la garganta una sensación de náusea. Al entrar de nuevo en la casa, corrió al cuarto de baño de abajo.
Ya apuntaba el día cuando se metió en la cama. Los calambres estomacales eran intensos, pero finalmente –tal vez por puro cansancio– se quedó dormido. Kathy se despertó unos instantes después e inmediatamente lo despertó para recordarle que esa noche tenían el casamiento. Había que tomar varias medidas antes de que su hermano viniera a recogerlos. Kathy iba a tener mucho que hacer con su vestido y su peinado. George, medio dormido, emitió unos gruñidos.
Antes de bajar a preparar su desayuno y el de los niños, Kathy subió al segundo piso para echar una mirada al cuarto de juegos. Todavía estaba frío cuando ella abrió la puerta, aunque no tan gélido como el día anterior. Por mucho que a George no le gustara abandonar su asiento junto al fuego, iba a tener que abandonarlo para controlar el radiador. Éste funcionaba perfectamente, pero el cuarto estaba sin calefacción. Por cierto, los niños no hubieran podido quedarse allí mucho tiempo, y Kathy quería desentenderse de ellos hasta que llegara el momento de vestirlos para la boda. Echó un vistazo por la ventana y notó que el suelo estaba cubierto de agua embarrada, formada por la nieve derretida. Esto la decidió, los tres no iban a salir de la casa en todo el día. Llegó a la conclusión de que los haría jugar en sus propios dormitorios.
Después del desayuno, Missy emprendió obedientemente el camino hacia su dormitorio. Kathy le advirtió que no debía entrar al cuarto de costura; que ni siquiera debía abrir la puerta.
–Está bien, mamá. Jodie quiere jugar en mi cuarto hoy.
–¡Esa es mi nena buenita! –dijo Kathy sonriendo–. Ve y juega con tu amigo.
Los varones querían jugar fuera y dijeron que eran sus vacaciones de Navidad. Insistieron y dieron argumentos, contestaciones, y Kathy se encolerizó. Danny y Chris nunca habían discutido las decisiones de ella hasta ahora y Kathy era cada vez más consciente de que sus dos hijos estaban cambiados desde que se habían mudado a la nueva casa.
Pero Kathy no era aún consciente de los cambios en su propia personalidad; aún no había advertido su impaciencia y su irritabilidad.
–¡Basta! ¡Ya los he aguantado bastante! –gritó a sus hijos–. ¡Me parece que se están buscando otra paliza! ¡Se callan la boca o se van a sus cuartos, como les digo! ¿Me oyen? ¡Fuera!
Muy enfurecidos y con aire torvo Danny y Chris subieron las escaleras hasta el segundo piso, cruzándose con George en el trayecto. George ni los miró y ellos no le dieron los buenos días.
En el comedor de la cocina George bebió un sorbo de café, se apretó el vientre con la mano y volvió a subir las escaleras en dirección al cuarto de baño.
–¡No te olvides que tienes que afeitarte y bañarte! –gritó Kathy detrás de él. Dada la velocidad con que había subido las escaleras, Kathy dudó de que la hubiera oído.
Kathy volvió a su rincón de la cocina. Había estado escribiendo una lista de las compras que había que hacer, verificando lo que faltaba de la heladera y las alacenas. La comida empezaba a escasear de nuevo y Kathy se daba cuenta de que era necesario vestirse y salir de compras. No podía confiar en George a ese respecto. El gran congelador del sótano, uno de los artefactos que habían recibido gratis junto con la casa de los De Feo, estaba vacío y podía llenarse muy bien con carnes y alimentos congelados. El material de limpieza también estaba casi agotado, ya que ella había estado frotando los inodoros todos los días. Por el momento, la negrura había desaparecido casi enteramente.
Kathy tenía intenciones de ir al supermercado de Amityville a la mañana siguiente, sábado. En la lista escribió: "Jugo de naranjas". De repente fue consciente de una presencia en la cocina. En su actual estado de ánimo, turbado por el deterioro que percibía en las relaciones de la familia, el recuerdo del primer contacto sobre su mano volvió a ella, y se puso tiesa. Lentamente, Kathy miró por encima del hombro.
Pudo comprobar que la cocina estaba vacía, pero al mismo tiempo ¡sintió que la presencia se acercaba a ella, que casi estaba directamente detrás de su silla! Hasta sus narices llegó un vaho de perfume dulzón, que reconoció como el que había invadido su dormitorio cuatro días antes.
Sorprendida, Kathy casi sintió el contacto de un cuerpo que se apretaba contra ella, de unos brazos que rodeaban su cintura. La presión era leve, sin embargo, y Kathy se dio cuenta, como antes, que era un contacto femenino o casi tranquilizador. La presencia invisible no le trasmitió una sensación de peligro... en el primer momento.
Luego el olor dulzón se hizo más espeso y, al parecer, empezó a circular por el cuarto, mareándola. Kathy tuvo una arcada e hizo un movimiento para librarse de los brazos que se afirmaban cuanto más se debatía ella. Kathy creyó haber oído un murmullo y recordó luego que algo dentro de ella le había aconsejado que no escuchara.
–¡No! –gritó–. ¡Déjeme en paz!
Y golpeó el aire. El abrazo se hizo más apretado y luego hubo cierta vacilación. Kathy sintió que posaban una mano en su hombro, en un gesto de consuelo natural que ya había sertido por primera vez en la cocina.
¡Y luego se desvaneció! Lo único que quedó fue el olor del perfume barato.
Kathy se echó hacia atrás en la silla, cerró los ojos y se echó a llorar. Una mano le tocó el hombro. Se sobresaltó. "¡Dios mío, no, no!" Y abrió los ojos. Allí estaba Missy, de pie, palmeándole un brazo. –No llores, mamá.
Luego Missy volvió la cabeza y miró hacia el pasillo de la cocina.
Kathy también miró. Pero no había nada que ver.
–Jodie dice que no debes llorar –dijo Missy–. Dice que todo se va a arreglar muy pronto.
A las nueve de esa misma mañana el padre Mancuso se había despertado en la casa parroquial de North Merrick y se había tomado la temperatura. El termómetro seguía marcando treinta y nueve grados y unas líneas. Pero a las once de la mañana el sacerdote se sintió de golpe mejor. Los calambres estomacales desaparecieron y, por primera vez en varios días, sintió la cabeza clara. Sin demora se metió el termómetro bajo la lengua: treinta y siete, dos. ¡La fiebre había desaparecido!
El padre Mancuso, súbitamente, tuvo hambre. Unas ganas muy fuertes de comer glotonamente, pero estaba consciente de que debía seguir su dieta normal. El sacerdote se preparó té y tostadas en su kitchenette; ordenando en su mente todas las cosas que había dejado fuera de su nutrida agenda de tareas. Y se olvidó completamente de George Lutz.
A esa misma hora, las once de la mañana, George Lutz no estaba pensando ni en el padre Mancuso ni en Kathy, ni en el casamiento de su cuñado. Acababa de efectuar su décimo viaje al cuarto de baño, la colitis no cedía.
El casamiento de Jimmy y la reunión subsiguiente muy suntuosa, había sido calculada para unas cincuenta parejas y habría de celebrarse en el Astoria Manor de Queens. George iba a tener mucho que hacer en esa reunión, pero por el momento no se preocupaba en lo más mínimo de ella.
George se arrastró escaleras abajo hasta su sillón junto a la chimenea. Kathy entró a la sala para decirle que acababan de telefonear de su oficina de Syosset. Los compañeros de trabajo querían saber cuándo pensaba George reanudar sus actividades. Había algunos trabajos que requerían su supervisión y los empleados de la inmobiliaria habían empezado a quejarse.
Kathy también quería contarle el segundo extraño incidente de la cocina, pero George la apartó con un gesto. Ella se dio cuenta de que no había ningún sentido en ponerse en contacto con él. Luego, desde arriba, oyó ruidos: provenían del dormitorio de Danny y Chris, que se gritaban en medio de una pelea.
Kathy estaba a punto de gritarles a su vez cuando George se le adelantó en la escalera, subiendo los escalones de a dos. Kathy no tuvo fuerzas para seguir a su marido. Se quedó al pie de la escalera, oyendo los gritos de George. Pasaron unos minutos y todo quedó en silencio. Luego la puerta del dormitorio de Danny y Chris se cerró estruendosamente y Kathy oyó las pisadas de George, que bajaba y se detuvo al ver a Kathy. Los dos se miraron, pero ninguno habló. George se dio vuelta y volvió al primer piso, encerrándose en su dormitorio con un portazo.
George bajó media hora más tarde. Por primera vez en nueve días estaba afeitado y bañado, tenía puesta ropa limpia y entró en la cocina, donde estaba Kathy sentada con Missy. La niña estaba almorzando.
–Debes tenerlos listos para las cinco –dijo. Después de decir esto, George se dio vuelta y se fue.
A las cinco y media, Jimmy llegó a recoger a su hermana, a su padrino y a los niños. Debían estar en el Astoria Manor a las siete. Desde Amityville hasta Queens la ruta más directa es Sunrise Highway y el viaje hasta Astoria lleva, por lo general, una hora a lo sumo. Según los informes, los caminos estaban resbaladizos por la nevada reciente, y era una noche de viernes. El tránsito iba a ser pesado y lento. Jimmy había tomado sus precauciones al llegar con la debida anticipación a casa de los Lutz.
El joven novio resplandecía dentro de su uniforme militar y su rostro brillaba de felicidad. Su hermana lo besó impulsivamente y lo invitó a pasar a la cocina a esperar que George terminara de vestirse.
Jimmy se quitó el impermeable y luego, del bolsillo de su chaqueta, extrajo un sobre que contenía mil quinientos dólares en efectivo. Había pagado la mayor parte del dinero al Manor unos meses antes: esto era el saldo. Dijo que había retirado el dinero de una cuenta de ahorros y que, al hacerlo, había quedado pelado. Jimmy volvió a poner el dinero en el sobre, que metió en el bolsillo de su impermeable, dejando a éste en una silla de la cocina.
George, vestido pulcramente con un smoking, bajó las escaleras. La diarrea lo hacía parecer muy pálido, pero estaba, recién peinado y la barba de un rubio oscuro encuadraba su hermoso rostro. Los dos hombres se dirigieron a la sala. George dejó que los últimos fuegos se consumieran y luego removió las brasas, tratando de encontrar algunos rescoldos no apagados.
Los niños estaban vestidos y listos. Kathy subió en busca de su tapado.
Cuando bajó Jimmy fue a la cocina a traer su impermeable y volvió un instante después con él, sobre los hombros.
–¿Listo? –preguntó George.
–Listo como nunca he estado –dijo Jimmy, tanteando automáticamente su bolsillo para tocar el bulto del sobre con el dinero. La cara de Jimmy se demudó. Metió la mano en el bolsillo y la sacó vacía. Buscó en el otro bolsillo. Una vez más, nada. Se quitó el impermeable, lo sacudió, metió la mano en todos los bolsillos de su uniforme. ¡El dinero había desaparecido!
Jimmy volvió corriendo a la cocina, seguido por Kathy y George. Los tres buscaron por todo el cuarto y luego iniciaron una pesquisa, centímetro a centímetro, de la sala. Parecía imposible, pero los mil quinientos dólares de Jimmy habían desaparecido.
Jimmy perdió la compostura.
–¡George! ¿Qué voy a hacer?
Su cuñado puso una mano sabre el hombro de Jimmy, tratando de calmarlo.
–No te pongas nervioso. El dinero tiene que estar en alguna parte.
George llevó a Jimmy hasta el umbral.
–Vamos. Ya se nos ha hecho tarde. Buscaré de nuevo cuando vuelva. Tiene que estar aquí: no te preocupes.
Todo esto tenía resonancias en Kathy, que se echó a llorar. George miró a su mujer y el letargo que lo había dominado en la última semana se desvaneció. George comprendió que había sido muy cruel con Kathy: por primera vez dejó de pensar en sí mismo. Luego, a pesar de la calamidad que había caído sobre Jimmy, sin tomar en cuenta la debilidad que aún experimentaba en todo su cuerpo por causa de la diarrea, George sintió un deseo carnal de estar con su mujer. No la había tocado desde la mudanza a Ocean Avenue.
–Vamos, querida, vamos.
Y dio a su mujer una palmadita en la nalga.
–Deja todo en mis manos.
George, Kathy y Jimmy se metieron en el auto de este último; los niños se acomodaron en el asiento de atrás. Después de cerrar la puerta, George volvió a bajar.
–Un minuto. Quiero echar un vistazo a Harry. Se dirigió hacia el fondo. Caminó en medio de la oscuridad invernal y gritó:
–¡Harry! ¡Mantén los ojos abiertos! ¿Me oyes? No hubo ningún ladrido de respuesta. George se acercó al alambrado del terrenito de Harry. – ¡Harry! ¿Estás ahí?
Por el reflejo de la luz de una casa vecina, pudo ver que Harry estaba en su casilla. George abrió la puerta y entró al corral.
¿Qué pasa, Harry? ¿Estás enfermo?
-George se agachó. Oyó un lento ronquido canino. ¡No eran nada más que las seis de la tarde y Harry estaba profundamente dormido!
IX
27 de diciembre
Los Lutz volvieron de la boda a las tres de la mañana. La noche había sido larga y se había iniciado con la misteriosa desaparición de los mil quinientos dólares de Jimmy y varios otros incidentes posteriores que no añadieron luces amables a la impresión que tuvo George del feliz acontecimiento.
Antes de la ceremonia nupcial George, los otros padrinos y el novio habían comulgado en una capillita cerca del Manor. Durante el acto, George sintió violentas náuseas. Cuando el padre Santini, que tenía a su cargo la iglesia de Nuestra Señora de los Mártires (católica) , tendió a George el cáliz de vitro para que bebiera, George empezó a balancearse, como mareado, frente al sacerdote. Jimmy tendió un brazo hacia su cuñado, pero George lo apartó bruscamente y se abrió camino hacia los baños que estaban en la parte de atrás de la iglesia.
Después de vomitar y volver al hotel, George contó a Kathy que se había sentido asqueado en el mismo instante en que había entrado a Nuestra Señora de los Mártires.
La recepción transcurrió sin mayores incidencias. Hubo abundante comida y bebida y se bailó tanto como se suele bailar en los casamientos de gente de sangre irlandesa. Todo el mundo, al parecer, lo pasaba muy bien. George debió ir sólo una vez al cuarto de baño, en un momento en que creyó que volvía su diarrea. Pero en general no tuvo mayores molestias. El hermano de Kathy y su novia, Carey, partían en viaje de luna de miel a las Bermudas, directamente desde el Manor, y tenían intenciones de tomar un taxi al aeródromo La Guardia. George iba a llevar a Kathy y a los niños de vuelta en el auto de Jimmy, de modo que trató de no beber de más.
Luego llegó el momento desagradable de arreglar cuentas con el gerente del salón. Jimmy, el flamante suegro y George hablaron al hombre de la inesperada pérdida del dinero y prometieron que le iban a pagar con los regalos de casamiento. Por desgracia, cuando se pronunció el consabido "Se van a leer las felicitaciones" y se empezó a abrir los sobres ante el novio y, la novia, ocurrió que la mayoría de los cheques eran personales. El dinero en efectivo no fue más allá de los quinientos dólares.
El gerente quedó consternado, pero después de unos minutos de regateo convino en aceptar dos cheques de George por quinientos dólares cada uno: uno girado sobre su cuenta personal y otro sobre los fondos de la compañía inmobiliaria de Syosset.
George sabía que no tenía quinientos dólares en su cuenta personal, pero como los días siguientes eran sábado y domingo iba a tener tiempo de hacer un depósito el lunes.
El suegro de Jimmy conferenció rápidamente con sus parientes y logró reunir el dinero suficiente para que su reciente yerno pudiera pagar el viaje de luna de miel. Por suerte, los billetes de avión ya estaban pagos. La reunión se disolvió a eso de las dos de la mañana y los Lutz enfilaron hacia la casa de Ocean Avenue.
Kathy se fue inmediatamente a la cama y George fue a echar una mirada al embarcadero y la casilla del perro. Harry seguía durmiendo y apenas se movió cuando George lo llamó por su nombre. En el momento en que se inclinó para palmear a Harry, a George se le ocurrió pensar que tal vez el animal había ingerido una droga, pero luego desechó la idea. No, probablemente estaba enfermo y nada más. Tal vez había comido algo que había hallado en el suelo. George se irguió. Había que hacerlo ver por un veterinario.
La puerta del embarcadero estaba bien cerrada, de tal modo que George volvió a la casa, trancando la puerta del frente. En el momento de entrar en la cocina echó una mirada al piso, con la esperanza de ver el sobre perdido con el dinero. No había nada.
La puerta de la cocina y las ventanas del piso bajo estaban cerradas. George subió por las escaleras hasta su dormitorio, pensando en su mujer y en su cama suave y caliente. Al pasar frente al cuarto de costura advirtió que la puerta estaba levemente entornada. Pensó en los niños. Probablemente uno de ellos había abierto la puerta antes de irse. Les iba a preguntar mañana de mañana, cuando se despertaran.
Kathy lo estaba esperando, aunque tenía mucho sueño. Esa noche había captado las vibraciones de su marido y ansiaba tener contacto físico con él. George no la había tocado desde el día de la mudanza. Por lo general hacían el amor todas las noches desde su casamiento en el mes de junio. Pero desde el 18 hasta el 27 de diciembre George no había hecho ningún intento en ese sentido. En ese momento los niños estaban profundamente dormidos, cansados de haber trasnochado. Kathy observó a George mientras éste se desvestía y todos sus temores de los últimos días se disolvieron en su mente. Él se metió bajo la gruesa cobija:
–¡Oh, esto sí que es bueno!
Se pegó al calor de Kathy.
–¡Al fin solos!, como dicen.
Esa noche Kathy tuvo un sueño en que intervenía Louise De Feo y un hombre con quien ésta tenía relaciones sexuales en el mismo cuarto que era ahora su dormitorio. Al despertarse por la mañana la visión siguió impregnando sus imágenes. De algún modo Kathy sabía que ese hombre no era el marido de Louise. Hasta varias semanas después no supo –ya se había ido de la casa de Ocean Avenue–por intermedio de un abogado de los De Feo, que Louise tenía un amante, un artista que vivió cierto tiempo con la familia. El señor De Feo se enteró probablemente de estas relaciones e informó a su abogado.
Por la mañana, Kathy subió a la camioneta y se fue de compras por Amityville, mientras que George llevó a los niños en el coche de Jimmy para recoger su correspondencia en la agencia de Syosset. Incluso hizo pasear a Harry e informó a sus empleados que volvería a trabajar con ellos a partir del lunes.
Cuando George volvió a su casa se encontró con Kathy, que estaba poniendo en la heladera de la cocina los alimentos que había comprado. Kathy había traído muchas cosas para poner en el congelador del sótano y se quejó de que los precios fueran más altos en las tiendas de Amityville.
–Ya me lo imaginaba –dijo George, encogiéndose de hombros–. Amityville tiene más categoría que Deer Park.
A todo esto, ya era la una pasada. Aunque Kathy quería preparar el almuerzo, antes tenía que guardar el resto de los alimentos congelados en el congelador del sótano. George propuso hacer unos sandwiches para él y los niños.
Mientras Kathy estaba en el sótano, sonó el timbre de la puerta de entrada. La persona que llamaba era su tía Theresa. George había visto a esta señora sólo una vez en casa de su suegra, antes de casarse con Kathy. Theresa, en un tiempo, había sido monja. Ahora tenía tres hijos, pero George nunca se había enterado de las razones exactas que la llevaron a colgar los hábitos.
La ex monja estaba de pie en el pasillo: una mujer baja, delgada, de unos treinta y tantos años, vestida sencillamente con una chaqueta de lana negra gastada y zapatos de goma. La cara parecía fatigada, pese a estar encendida por el frío. La temperatura marcaba números muy bajos en el termómetro y el aire era claro, punzante.
Theresa dijo a George que había tomado un autobús hasta Amnityville y que había caminado desde la estación.
George levantó la voz para informar a Kathy de la llegada de su tía. Kathy contestó que en seguida estaría disponible y pidió a George que le mostrara la nueva casa a su tía.
Los niños saludaron en silencio a su tía abuela. La cara severa de Theresa cortaba la natural inclinación infantil a la cordialidad. Danny pidió permiso para salir con Chris.
–Está bien –dijo George– pero debes prometerme que no te alejarás de los alrededores de la casa.
Missy corrió escaleras abajo hasta el sótano. George notó que Theresa se ponía muy triste cuando los niños no respondían a sus manifestaciones de afecto.
Mientras George mostraba a Theresa la planta baja, pasando revista al importante comedor y al espacio o cuarto de estar, advirtió el frío,que reinaba en la casa, una especie de humedad fría que no había notado hasta el momento de la llegada de Theresa. Ésta estuvo de acuerdo en que la casa le había parecido fría en el momento de entrar. George echó una mirada al termostato. Marcaba veinticinco grados pero George se dio cuenta de que debía poner más fuego en la chimenea.
Subieron al primer piso. Theresa echó una mirada de reprobación a los espejos esfumados que estaban detrás de la cama de George y Kathy. Él adivinó sus pensamientos –Theresa pensaba que este despliegue de riqueza tenía un dejo de vulgaridad–y estuvo a punto de decirle que los De Feo habían dejado esos espejos. Pero prefirió dejar pasar el punto sin comentarios. ¡En el fondo, la mujer seguía siendo una monja!
Theresa siguió a George por los otros cuartos, admirando el nuevo espacio adquirido, pero cuando franquearon el umbral del cuarto de costura, Theresa pareció vacilar. George le abrió la puerta para que pasara. Theresa retrocedió unos pasos, palideciendo.
–No quiero entrar –dijo, dándole la espalda.
¿Habría visto algo Theresa por la puerta abierta? George echó una mirada al cuarto. Gracias a Dios no había moscas. Si las hubiera habido, la reputación de limpieza de Kathy habría sufrido un golpe irreparable. Pero George pudo comprobar que el cuarto estaba gélido. Miró a Theresa, que seguía de pie, implacable, de espaldas al cuarto. Cerró la puerta y sugirió que echaran un vistazo al último piso.
Cuando llegó el momento de ver el cuarto de juegos, la ex monja hizo una mueca de contrariedad.
–No –dijo– este lugar también es malo. No me gusta.
En el momento en que George y la tía Theresa bajaban, Kathy subía del sótano con Missy. Las dos mujeres se abrazaron y Kathy, llevando su tía a la cocina, dijo:
–George, voy a terminar después con este trabajo. Quiero llevar algunas de las latas que compré a un placard que encontré allá abajo. Lo podemos usar como alacena.
George volvió a la sala para avivar el fuego de la chimenea.
Theresa no había estado nada más que una media hora en la casa, pero declaró que ya era tiempo de irse. Kathy, que había contado con que su tía se quedara a almorzar con ellos, se sintió sorprendida.
–George puede llevarte de vuelta –dijo Kathy, pero Theresa se negó–.
–Aquí hay algo malo, Kathy –dijo, mirando a su alrededor–. Me tengo que ir.
–¿Cómo es posible, tía Theresa? ¡Afuera hace un frío horrible!
La mujer meneó la cabeza, se puso de pie, se echó sobre los hombros el grueso tapado y emprendió la marcha hacia la puerta de entrada cuando Danny y Chris entraron acompañados de otro niño.
Los tres niños vieron que Theresa se despedía con un movimiento de cabeza para George y un tenue beso en la mejilla de su sobrina. Cuando Theresa se acercó a la puerta, Kathy y George cambiaron una mirada, sin encontrar palabras para comentar aquel extraño comportamiento. Por último Kathy fue consciente de sus hijos y del nuevo compañerc de juegos.
–Este es Bobby, mamá –dijo Chris–. Acabamos de conocernos. Vive en la misma calle.
–Hola, Bobby –dijo Kathy, sonriendo.
Era un niño pequeño, de pelo negro, al parecer de la misma edad de Danny. Con aire inseguro, Bobby tendió la mano derecha. Kathy se la estrechó y presentó a George.
–Este es el señor Lutz.
George sonrió al niño y le apretó la mano. –¿Par qué no van arriba a jugar?
Bobby pareció reflexionar, lanzando rápidas miradas al vestíbulo.
–No. Así está bien. Prefiero jugar aquí.
–¿Aquí? –preguntó Kathy–. ¿En el vestíbulo?
–Sí, señora.
Kathy miró a George. En sus ojos estaba escrita la pregunta no formulada: ¿qué hay en esta casa que hace que todo el mundo se sienta tan incómodo?
En la media hora siguiente los tres niños jugaron en el suelo del vestíbulo, con los nuevos juguetes navideños de Danny y Chris. Bobby no se quitó ni una sola vez su abrigada chaqueta. Kathy volvió al sótano a terminar con la tarea de convertir al placard en una alacena y George se acercó de nuevo a su chimenea. Bobby se puso de pie y dijo a Danny y a Chris que quería irse a su casa. Esta fue la primera y la última vez que el niño conocido en la calle pisó el número 112 de Ocean Avenue.
El sótano de la casa de los Lutz medía trece metros por ocho. Cuando George lo vio por primera vez, bajó las escaleras y vio a su derecha unas puertas de resorte que llevaban a la parte en que estaban el quemador de gasolina, el tanque de agua caliente y el congelador, las lavadoras y las secadoras que los De Feo habían dejado.
A su izquierda, pasando otras puertas, había un cuarto de juegos de tres metros por ocho, hermosamente recubierto de un zócalo de madera y luces fluorescentes empotradas en un techo con caída. En frente estaba el área que George tenía intenciones de usar como oficina.
Un pequeño placard se abría en el espacio debajo de las escaleras y entre la escalera y la pared de la derecha había unos tabiques que formaban un placard adicional, que se extendía por unos dos metros, con estantes que bajaban desde el techo hasta el suelo. Este espacio, pensó George, estaba bien distribuido y aprovechaba lo que, en otro caso, habría sido espacio desperdiciado; su cercanía de la cocina lo convertía en una conveniente alacena. Kathy estaba trabajando en estos placards. En el momento en que metía unas latas grandes y pesadas contra la pared del placard, uno de los estantes crujió. El tabique de madera de la pared del fondo pareció ceder un poco. Kathy puso a un lado las latas y empujó el tabique, que se hundió. El placard estaba iluminado por una sola lamparita que colgaba del techo. El reflejo de la lamparita brillaba a través de una hendija que se abría lo suficiente para dar a Kathy la impresión de que había un espacio vacío detrás del placard, bajo la parte más alta de las escaleras.. Kathy llamó a su marido pidiéndole que bajara.
George miró la abertura y empujó el tabique. La pared cedió un poco más.
–Al parecer, no hay nada detrás –dijo a Kathy.
George retiró las cuatro tablas de madera y empujó con fuerza el tabique del fondo, que cedió enteramente y se abrió. ¡Era una puerta secreta!
El cuarto era pequeño: de un metro veinte por un metro y medio. Kathy quedó con la boca abierta. La pintura era roja desde el techo hasta el suelo.
–¿Qué es esto, George?
–No sé –contestó éste, tanteando las sólidas paredes de hormigón–. Al parecer hay un cuarto extra; a lo mejor es un refugio contra bombas. Todo el mundo se puso a fabricarlos a fines de la década del cincuenta. Y sólo puedo decirte que esto no estaba incluido en los planos que la inmobiliaria me mostró.
–¿Crees que lo construyeron los De Feo? –preguntó Kathy, aferrándose nerviosamente al brazo de George.
–Tampoco lo sé, pero lo supongo –dijo, conduciendo a Kathy fuera del cuarto secreto– me pregunto para qué lo usaban.
Y cerró el tabique.
–¿Crees que habrá otros cuartos como éste en el fondo de los placards? –preguntó Kathy.
–No lo sé, Kathy –contestó George–. Voy a tener que examinar pared por pared.
–¿Notaste el olor raro?
–Sí, lo noté –dijo George–. Es olor a sangre. Ella aspiró profundamente.
–George: esta casa me perturba. Ocurren muchas cosas que no entiendo.
George vio que Kathy se llevaba los dedos a la boca: en ella esto era una indicación de miedo. Missy hacía lo mismo cuando estaba asustada, George dio una palmada en la cabeza de su mujer.
–No te preocupes, querida. Voy a averiguar qué diablos hay detrás de todo esto. De todos modos ... ¡lo podemos usar como una alacena extra!
Apagó la luz del placard, dejando a oscuras el tabique del fondo, pero sin desvanecer la fugitiva visión de un rostro que logró divisar en el tabique de madera prensada. ¡George habría de enterarse, al cabo de unos días, que era la cara barbada de Ronnie De Feo!
X
28 de diciembre
El domingo, el padre Frank Mancuso volvió a la casa párroquial después de oficiar misa en la iglesia del Sagrado Corazón. Sólo mediaban unos metros entre uno y otro edificio, pero el sacerdote pudo comprobar su reciente debilidad al avanzar en el frío aire matinal.
En el cuarto de recepción de la rectoría había una visita esperándolo: el sargento Al Gionfriddo, de la policía local. Los dos hombres se dieron la mano y el padre Mancuso hizo pasar a Gionfriddo a sus habitaciones del primer piso.
–Me alegro de que me haya usted llamado –dijo el sacerdote–, y le agradezco su visita.
–No hay de qué, padre. Es mi día libre.
El corpulento detective echó una mirada a la habitación del sacerdote. La sala estaba llena de libros que no cabían en los estantes e invadían mesas y sillas. Retiró una pila de un sillón y se sentó.
El padre Mancuso hubiera querido convidar con algo, pero no tenía bebidas alcohólicas que ofrecer, de tal modo que preparó un poco de té. Mientras se calentaba el agua, fue derecho al grano: el motivo por el cual había solicitado la visita de Gionfriddo.
–Como usted sabe –empezó a decir– estoy preocupado por los Lutz. Por eso le pedí, a Charlie Guarino que se pusiera en contacto con alguien en Amityville capaz de verificar si todo está en orden.
El sacerdote se dirigió a la kitchenette en busca de tazas y platillos.
–Charlie me recordó que esta familia está viviendo en la casa en donde asesinaron a esa pobre familia De Feo. Algunos amigos me han hablado de ese caso, pero no sé realmente cómo ocurrió.
–Yo estuve en ese caso, padre –interrumpió el detective.
–Así me dijo Charlie cuando me visitó la otra noche.
El padre Mancuso trajo el té y se sentó frente a Gionfriddo.
–De todos modos, tuve mucha dificultad en conciliar el sueño anoche. No sé por qué, pero no podía dejar de pensar en los De Feo.
Miró a Gionfriddo, haciendo un esfuerzo por leer la expresión de su cara. Era una tarea difícil, aunque el padre Mancuso contaba con años de experiencia, indagando las personas en busca de hechos reales o imaginarios: de sus pacientes o de los solicitantes que se presentaban a él en los tribunales. El padre no sabía si debía revelar lo que le había ocurrido el primer día que fue a la casa de Ocean Avenue o el incidente de su conversación telefónica con George.
Gionfriddo adivinó rápidamente los pensamientos del sacerdote y resolvió el problema.
–Usted cree que algo raro está pasando en esa casa, ¿verdad, padre?
–No sé. Era lo que quería preguntarle.
El detective puso en el platillo su taza de té.
–¿Qué está usted buscando? ¿Una casa embrujada? ¿Quiere usted que le diga que hay fantasmas en ese lugar?
El sacerdote meneó la cabeza.
–No, pero me haría usted un favor si me cuenta qué ocurrió la noche de la matanza. Tengo entendido que el muchacho dijo haber oído voces.
Gionfriddo miró los ojos penetrantes del sacerdote y se dio cuenta que estaba turbado. Entonces se aclaró la garganta y adoptó su voz oficial.
–Bueno... Fundamentalmente están los hechos. Ronald De Feo hizo tomar un soporífero a su familia durante la comida del 13 de noviembre de 1974 y luego, cuando estaban durmiendo, los baleó con una escopeta de alto poder. Durante el juicio el criminal afirmó que una voz le había dicho que debía proceder de este modo.
El padre Mancuso guardó silencio, esperando oír detalles, pero Gionfriddo había terminado con su informe.
–¿Fue así? –preguntó el sacerdote.
Gionfriddo hizo una señal de afirmación. –Como acabó de decirle, estos son los hechos básicos.
–Supongo que todo el vecindario se despertó, ¿no? –preguntó el padre Mancuso.
–No. Nadie oyó los tiros. Nos enteramos del hecho más tarde, cuando Ronnie fue a The Witches Brew y se lo contó al dueño del bar. The Witches Brew es un bar cerca de Ocean Avenue. El muchacho se emborrachó y habló.
El padre Mancuso quedó atónito.
–¿Quiere usted decirme que este hombre mató a seis personas con una escopeta de alto poder y que nadie oyó el estruendo?
Gionfriddo cree que fue justamente en este instante que empezó a sentir náuseas en casa del sacerdote. Y sintió que tenía que irse.
–Así es. Los vecinos que habitan las casas junto a la casa de los De Feo afirman que esa noche no oyeron nada.
Gionfriddo se puso de pie.
–¿No le parece muy raro?
–Si. Yo también lo he pensado –dijo el detective, poniéndose el abrigo–. Pero debe usted tener presente, padre, que esto ocurre en invierno. Muchas personas duermen con sus ventanas herméticamente cerradas. A las tres y cuarto de la mañana estas personas son inaccesibles al mundo que las rodea.
El sargento Al Gionfriddo sabía que el sacerdote quería hacerle más preguntas, pero a él eso no le importaba. Tenía que irse de aquel lugar. No bien salió de la rectoría, tuvo que vomitar.
En el momento de llegar a Amityville, Gionfriddo sintió que su malestar estaba pasando. En un principio pensó pasar por la casa de Ocean Avenue, pero cambió de idea. En vez de hacer eso, enderezó hacia su casa por Amityville Road. A la derecha de su auto estaba The Witches Brew.
The Witches Brew era un bar en donde se reunían muchos jóvenes de la ciudad, especialmente durante la temporada, cuando Amityville está llena de veraneantes que alquilan casas. Pero ahora, en la tarde de un domingo de diciembre, Amityville Road, la calle que tiene las principales tiendas de la ciudad, estaba vacía. Los aficionados al rugby seguían un partido por las pantallas de televisión y las personas serias estaban en sus casas, pegadas a sus aparatos.
Gionfriddo manejaba su coche y no notó la silueta de una persona que entraba en The Witches Brew. El detective se había pasado ya en unos quince metros antes de girar con su auto policial y frenar. Miró hacia atrás, pero el hombre se había ido. ¡La forma del cuerpo, la barba, el paso jactancioso eran los de Ronnie De Feo!
Gionfriddo siguió con la mirada fija en la entrada del night club. "¡Ah, me estoy poniendo nervioso!", murmuró, ¿qué querrá este cura?" El detective volvió a poner el coche en movimiento y se apartó del cordón de la vereda, raspando las llantas.
En The Witches Brew, George Lutz había pedido su primera cerveza y se preguntaba por qué razón el barman lo había mirado tanto en el momento de sentarse al mostrador. El hombre que estaba abriendo una botella de cerveza y echando el contenido, se interrumpió de golpe y estuvo a punto de decir algo a George, pero luego siguió llenando el vaso.
George miró a su alrededor. The Witches Brew era uno de los tantos bares que George había visto en sus viajes como oficial de la marina y cuando realizaba trabajos de supervisión en las ciudades chicas y las aldeas de Long Island: lóbregamente iluminado, la inevitable juke box de colores chillones, el olor a cerveza rancia y el humo. No había nada más que otro parroquiano en el otro extremo del largo mostrador de caoba, absorbido por la pantalla de televisión, puesta encima del espejo del bar. En ese instante el locutor estaba describiendo la primera parte de un partido de rugby.
George olfateó, bebió un trago de cerveza y se miró en el espejo que estaba detrás del mostrador. Había tenido que salir de la casa, estar a solas consigo mismo. No podía encontrar explicación para lo que estaba ocurriendo a su familia. Las piezas del rompecabezas que más adelante hubo de juntar estaban, por el momento, inconexas.
George no podía entender qué les ocurría a los niños desde que se habían mudado a la nueva casa. A su modo de ver, se estaban portando con rudeza y descortesía. Antes no había sido así: en Deer Park no había sido así.
También pensó en Missy, que estaba muy rara. ¿Realmente habría visto él un cerdo en la ventana de la niña la otra noche? ¿Y a dónde había ido a parar el dinero de Jimmy? ¿Cómo era posible que se hubiera evaporado ante los ojos de todos?
George terminó su cerveza e hizo una seña para que le trajeran otra. Su mirada volvió a la imagen del espejo y recordó que esa misma semana él había estado sentado como un muñeco al lado de la chimenea parándose después y corriendo a ver el galpón de los botes. ¿Por qué? Y ahora estaba esta historia del cuarto rojo en el sótano. ¿Qué demonios significaba todo esto? Bueno, mañana él iba a empezar a indagar los antecedentes de la casa. El primer paso habría de ser una visita a la oficina de catastro de Amityville para averiguar qué mejoras se habían hecho en la propiedad del 112 Ocean Avenue.
"Si", se dijo a sí mismo, "y tengo que pasar por el Banco a cubrir ese cheque. No sea que me lo devuelvan". George bebió el resto de su segundo vaso de cerveza. En un primer momento no advirtió la presencia del barman frente a él. Luego se dio cuenta que el hombre estaba esperando. Y tapó el vaso con la mano, para indicar que no quería otra cerveza.
–Si me permite una pregunta, señor... –dijo el barman–. ¿Usted está de paso?
–No –contestó George– vivo aquí, en Amityville. Nos acabamos de mudar.
El barman hizo un movimiento afirmativo.
–Bueno... Usted es el perfecto sosia de un muchacho que anduvo por estos pagos. Por un instante creí que usted era él.
Metió el dinero de George en la caja registradora. –Ahora se ha ido. No volverá por un rato. Puso el cambio sobre el mostrador y añadió: –Tal vez nunca.
George recogió el dinero y se encogió de hombros. La gente siempre lo estaba confundiendo con otro. Tal vez fuera culpa de la barba, aunque ahora hay tantos hombres con barba.
Bueno... Hasta cualquier momento.
Enderezó hacia la puerta de entrada.
El barman cabeceó afirmativamente.
–Sí, espero que nos veamos de nuevo.
George había llegado a la puerta.
–¡Eh! –gritó el barman– dígame una cosa: ¿adónde se ha mudado?
George se detuvo, se dio vuelta y señaló vagamente hacia el oeste.
–¡Oh, a un par de cuadras de aquí! A la avenida Ocean.
El barman sintió que el vaso de cerveza de George se le deslizaba entre los dedos. Y cuando oyó las últimas palabras de George, "112 Ocean Avenue", el vaso cayó y se hizo añicos contra el suelo.
Kathy estaba esperando que George volviera. Se había sentado en la sala, junto al árbol de Navidad, pues no había querido ubicarse en su rincón favorito de la cocina por temor a encontrarse con aquella presencia invisible que apestaba a perfume barato. Los niños habían ido a su dormitorio y veían un programa de televisión. La mayor parte de la tarde habían estado tranquilos, siguiendo atentamente una película vieja. Las risas alegres que llegaban a los oídos de Kathy la convencieron de que era una película de Abbot y Costello.
Kathy hizo un esfuerzo de concentración mental, pensando en el posible lugar del dinero de Jimmy. Ella y George habían escudriñado cada palmo de la cocina, del comedor, de la sala, los dormitorios y los placards, en busca del sobre. ¡Éste no podía haberse evaporado! Nadie capaz de robarlo había estado presente en la casa en el momento. ¿En dónde diablos se había metido?
Kathy pensó en la presencia que había sentido en la cocina y se estremeció. Trató de pensar en los otros cuartos de la casa: ¿el cuarto de vestir? ¿el cuarto rojo del sótano? Empezó a levantarse de su silla y se interrumpió. Tenía miedo de bajar sola al lugar. De todos modos, pensó mientras volvía a sentarse, ella y su marido no habían visto nada más que las paredes rojas cuando estaban en el sótano.
Miró el reloj. Eran casi las cuatro. ¿Por dónde andaría George? Faltaba de la casa desde hacía una hora. Luego, con el rabillo del ojo derecho, captó un movimiento.
Uno de los primeros regalos de Navidad que Kathy le había hecho a George había sido un gran león de cerámica, de un metro veinte de altura, agazapado y dispuesto a lanzarse sobre una víctima invisible, pintado con colores naturalistas. A George le había parecido muy lindo y lo había puesto en la sala, sobre una mesa grande que estaba junto a la chimenea.
Cuando Kathy se dio vuelta y miró al león, tuvo la sensación de que ¡estaba varios centímetros más cerca de ella!
Después de haberse ido el sargento Gionfriddo de las habitaciones del padre Mancuso esa tarde, el sacerdote se sintió enojado consigo mismo. No le gustaba la forma en que estaba manejando el caso de la familia Lutz, y resolvió poner fin a la obsesión que le provocaba. En las horas siguientes se puso a analizar las situaciones posibles que podían surgir la semana próxima en el tribunal y los casos que se habían ido acumulando.
El padre Mancuso, dándose cuenta que debía tomar decisiones importantes, capaces de afectar vidas ajenas, trató de librar su mente de ciertas abstracciones, como la explicación poco satisfactoria que había dado Gionfriddo del asesinato de la familia De Feo y las dudas que le había suscitado la seguridad de esa casa. A medida que trabajaba, se volvía más consciente de que recobraba sus fuerzas. La debilidad que había sentido en el frío aire invernal ya no estaba en él. Eran las seis y recordó que no había comido ni bebido nada después de la taza de té compartida con Gionfriddo.
El padre Mancuso puso sobre la mesa una gaveta con fichas, enderezó el cuerpo y se dirigió a la cocina. En la sala sonó el teléfono. Era su número particular. Levantó el tubo y dijo:
–¿Hola?
No hubo respuesta: tan sólo un ruido de crepitación en el auricular.
El sacerdote sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Con el teléfono en la mano, empezó a sudar y recordó su última conversación con George Lutz.
George estaba oyendo las descargas de su teléfono, que había sonado mientras él estaba en la cocina con Kathy y los chicos.
Por último, como nadie respondía a sus repetidos "holas", George colgó ruidosamente el receptor en la horquilla.
–¿Qué te parece? ¡Algún imbécil que se divierte con esta clase de bromas!
Kathy miró a su marido. Los dos estaban comiendo y George había aparecido hacía unos instantes, contando a su mujer que había hecho un largo paseo por la ciudad y que estaba convencido de que ellos vivían en la mejor calle de Amityville.
Kathy pensó que George tenía mucho mejor aspecto después de haber andado fuera de la casa. Le pareció tonto de su parte el deseo de mencionar al león, y olvidó el incidente justamente en el momento en que George perdía la compostura.
–¿Qué pasa? –preguntó.
–Nadie en el teléfono: eso es todo. Nada más que los zumbidos.
Y se dispuso a sentarse a la mesa.
–¿Sabes? Ha sido lo mismo que la última vez en que intenté hablar con el padre Mancuso. Me pregunto si no estará tratando de llamarme.
George volvió al teléfono y marcó el número particular del sacerdote.
Esperó unas diez llamadas. No hubo respuesta. Echó una mirada al reloj eléctrico que estaba sobre la pileta de la cocina. Eran exactamente las siete. Tuvo un leve escalofrío.
–¿No te parece que se está poniendo un poco frío, Kathy?
El padre Mancuso acababa de tomarse la temperatura. Treinta y nueve y unas décimas. "¡Oh, no!", gimió, "¡de nuevo!". Y se tomó el pulso, apretando un dedo contra la muñeca. El sacerdote estaba contando cuando el minutero del reloj marcaba exactamente el número doce. Notó que eran las siete.
¡Por un minuto, su corazón tuvo ciento veinte latidos! Normalmente el pulso del padre Mancuso era de ochenta latidos por minuto. Se dio cuenta que estaba por enfermarse otra vez.
George dejó la cocina y pasó a la sala.
–Es mejor poner mas leños en el fuego –dijo.
Kathy siguió con la mirada a George, que salió pesadamente de la cocina. Volvió a tener la antigua sensación de depresión. Luego oyó un ruido repentino en la sala. ¡Era George!
–¿Quién diablos puso a ese maldito león en medio del cuarto? ¡Casi me he roto la cabeza!
XI
Del 29 al 30 de diciembre
Al día siguiente, lunes, George amaneció con el tobillo luxado. Había dado un salto desarcetado para evitar al león de porcelana y había caído con todo su peso sobre los leños que estaban junto a la chimenea. Tenía un tajo encima del ojo derecho, que ya no sangraba porque Kathy le había aplicado un parche. ¡Lo que perturbaba a Kathy era la marca muy clara de unos dientes en el tobillo!
George fue cojeando hasta su camioneta Ford 1974 y tuvo ciertas dificultades para encender el motor enfriado. Con temperaturas bajo cero, George ya sabía que podía enfrentar problemas de carburación. Pero finalmente logró poner en marcha el motor y atravesó la isla en dirección a Syosset. La primera tarea que se había impuesto era cubrir el cheque extendido en favor del Astoria Manor. Esto significaba retirar fondos de la cuenta de William E. Parry, Inc., la compañía inmobiliaria en la que trabajaba.
En mitad del camino a Syosset, en la carretera Sunrise, George percibió un ruido sordo en la parte de atrás del vehículo. Se paró a un lado de la ruta y examinó la cola de la camioneta. Uno de los paragolpes se había aflojado y había caído. George quedó asombrado. Un percance como éste sólo podía ocurrir, en el peor de los casos, cuando los paragolpes están viejos y gastados, pero este vehículo sólo tenía 30.000 kilómetros. Se sentó de nuevo al volante y decidió reemplazar la pieza en cuanto llegara a Amityville.
Después de que George se fuera esa mañana, la madre de Kathy telefoneó para decir a su hija que había recibido una tarjeta de Jimmy y Carey desde las Bermudas.
–¿Por qué no me traes los chicos a casa?
El auto de Jimmy seguía en la senda de entrada a la casa, pero Kathy no tenía ganas de salir. Dijo que tenía mucha ropa que lavar y que George y ella le harían una visita probablemente para Año Nuevo. Por el momento no tenían proyectos e iba a tratar el asunto con George en cuando éste volviera.
Kathy colgó y echó una mirada en derredor, un poco desorientada y sin saber qué había que hacer en ese momento. La sensación opresiva del día anterior no la había abandonado. Tenía miedo de quedarse sola en la cocina o bajar hasta el lavador del sótano. Después del incidente con el león de porcelana, Kathy se sentía inquieta antes de entrar a la sala. Finalmente dio un rodeo y subió al piso alto para estar cerca de los niños. Con ellos, pensó, no se iba a sentir tan sola y tan asustada.
Kathy echó una mirada a Missy en su dormitorio y a Danny y Chris antes de ir a su cuarto y echarse en la cama. Ya había estado dormitando desde hacía unos quince minutos cuando oyó unos ruidos que provenían del cuarto de costura del otro lado del pasillo. Se oían ruidos como los que hace una persona cuando abre y cierra una ventana.
Kathy se levantó de la cama y se acercó a la puerta del cuarto de costura. Seguía cerrada. Se dio cuenta que Missy continuaba en su dormitorio y oyó los ruidos de los varones en el cuarto de arriba.
Se puso a escuchar. Detrás de la puerta cerrada, continuaban los ruidos. Kathy miró fijamente la puerta, pero no se atrevió a abrirla. Se dio vuelta, se dirigió a su dormitorio y se metió de nuevo en cama, echándose la frazada por encima de la cabeza.
En Syosset, George se encontró con una visita que lo estaba esperando. El hombre se presentó como inspector del servicio de impuestos internos y explicó que había venido a revisar los libros de la compañía y las constancias de los últimos pagos de impuestos. George llamó a su contador. El agente habló con él y fijó una nueva cita para el 7 de enero.
Cuando el inspector se fue, George siguió con su lista de quehaceres: debía retirar quinientos dólares de la cuenta de William H. Parry, Inc. y depositarlos en su cuenta personal; debía revisar los planos ya levantados de varios terrenos; debía decidir en qué forma habría de encarar los distintos casos que se habían presentado en la agencia desde que él faltaba: y finalmente debía realizar ciertas investigaciones en torno de la familia De Feo y reunir antecedentes del número 112 de Ocean Avenue.
Cuando los hombres de la inmobiliaria la preguntaron por qué había estado tanto tiempo sin venir, George se limitó a decir que había estado enfermo y que eso era todo. Sabía que tal cosa no era enteramente cierta, pero ¿qué otra explicación podía tener cierto sentido? A eso de la una, George había cumplido ya con sus obligaciones en Syosset. Tenía intenciones de detenerse una vez más antes de regresar a Amityville.
El diario más importante de Long Island, en lo referente al número de páginas, de avisos, y a la circulación, es el "Newsday". George dedujo que el lugar más apropiado para descubrir datos de la familia De Feo tenía que ser el archivo de las oficinas de "Newsday". Éste era el punto de arranque más lógico.
Se lo hizo pasar a la oficina de microfilme y un empleado buscó en los ficheros las fechas del asesinato de los De Feo y del juicio de Ronnie. George sólo recordaba vagamente los detalles de la forma en que Ronnie había asesinado a toda su familia, pero recordaba que el juicio había tenido lugar en Riverherd, Long Island, en uno de los meses del otoño de 1975.
George puso el microfilme del periódico el visor y lo desarrolló hasta llegar al 14 de noviembre de 1974. Una de las primeras cosas que notó fue una fotografía de Ronnie De Feo, tomada en el momento de su arresto, la mañana siguiente al día en que se encontraron los cuerpos baleados en el número 112 de Ocean Avenue. ¡La cara barbada de veinticuatro años que lo miraba desde la fotografía parecía su propia cara! Se disponía a seguir leyendo cuando le pasó por la cabeza que ésta era la cara que había visto fugazmente sobre la pared del depósito del sótano.
Los primeros artículos contaban la forma en que Ronnie había concurrido a un bar cercano a su casa y había pedido auxilio, diciendo que alguien había matado a sus padres y a sus hermanos. Ronald De Feo volvió a su casa con dos amigos y allí se encontró con Ronald padre, de cuarenta y tres años; Louise, de cuarenta y dos; Allison, de trece; Dawn, de dieciocho; Mark, de once, y John, de nueve. Todos estaban en sus camas, baleados por la espalda.
El relato contaba que, en el momento de la detención de De Feo la mañana siguiente, la policía de Amityville declaró que los móviles del crimen habían sido una póliza de seguro de vida por 200.000 dólares y una caja fuerte llena de dinero que los señores De Feo tenían oculta en un armario del dormitorio.
Este último punto explicaba que, cuando se reunió el personal y los elementos requeridos, el juicio hubiera caído bajo la competencia de la Suprema Corte del Estado en Riverhead.
George insertó otro microfilm con una información día a día del juicio de tres semanas, de septiembre a noviembre. La información incluía acusaciones a la policía por procedimientos brutales en la obtención de la confesión de Ronnie De Feo, y continuaba con las imágenes del abogado William Weber, quien hacía subir al estrado de los testigos a médicos psiquiatras que respaldaban su alegato de la supuesta insana de Ronnie. Sin embargo, el jurado llegó a la conclusión de que el joven estaba en sus cabales y era culpable de asesinato. Después de imponer una sentencia de seis cadenas perpetuas consecutivas, el juez de la Suprema Corte estatal, Thomas Salk, calificó la matanza como un "crimen atroz, abominable y horrendo".
George salió de las oficinas del "Newsday" pensando en el informe del juez de turno, quien había fijado las tres y cuarto de la mañana como la hora de la muerte de los De Feo. ¡Éste era el momento exacto en que George se había despertado por las noches desde que ellos se habían mudado a la casa! Tenía que contarle esto a Kathy.
George también pensó que tal vez los De Feo habían utilizado el cuarto rojo del sótano como un escondite secreto para guardar su dinero. Mientras manejaba de vuelta a Amityville, George estaba tan absorto en sus pensamientos que no notó –ni si quiera oyó– que la llanta de la rueda izquierda bailoteaba. En el momento en que se había detenido por una luz roja en la ruta 110, otro auto se le había puesto al lado. El conductor había abierto la ventanilla de la derecha, había sonado la bocina y le había gritado que una de las ruedas estaba floja.
George bajó del auto y examinó la rueda. Todos los pernos estaban flojos. George pudo comprobar que los podía mover fácilmente con los dedos. Como tenía las ventanillas cerradas sólo había oído vagamente el bamboleo y, enfrascado en sus pensamientos, no se le había ocurrido bajar a ver.
¿Qué diablos estaba ocurriendo? En primer lugar se había desprendido el paragolpes. Ahora ocurría esto. ¿Alguien habría estado jugando con la camioneta? Tanto él como Kathy podían muy bien romperse la crisma si la rueda se desprendía mientras el auto marchaba a cierta velocidad.
George se sintió aun más enfadado y contrariado al echar una mirada a la manija del gato que estaba en la parte de atrás del vehículo. ¡Había desaparecido! Se vio obligado a ajustar los pernos con la mano, hasta el momento de llegar a una estación de servicio. Pero entonces iba a ser demasiada tarde para realizar nuevas indagaciones en torno de los antecedentes del 112 Ocean Avenue.
Ese martes, el padre Mancuso ya no pudo pasar por alto las manchas rojas que cubrían las palmas de sus manos, ni el intenso dolor que sentía al tocarlas. Aunque el médico le había dado unas inyecciones antibióticas, no había podido vencer al segundo ataque de gripe. La temperatura seguía siendo alta y los dolores en el cuerpo parecían intensificados y aumentados cien veces más.
El día anterior, lunes, el padre Mancuso había supuesto que la rubicundez de las palmas de sus manos era nada más que una nueva manifestación de la enfermedad. Cuando el peculiar color y la extrema sensibilidad permanecieron sin decrecer y se le volvió doloroso levantar cualquier objeto con las manos, el padre Mancuso empezó a inquietarse seriamente.
Al día siguiente la Sociedad de Historiadores de Amityville brindó a George unas, interesantes informaciones, en especial las referentes a la locación de su casa. Al parecer, los indios Shinnecocks habían utilizado terrenos sabre el río Amityville para reunir en ellos a los enfermos, los locos y los moribundos. Estos desdichados eran acorralados hasta que morían de inanición. Sin embargo, el informe observaba que los Shinnecocks no habían usado esta zona para enterrar a sus muertos, pues creían que estaba invadida por malos espíritus.
Nadie sabía exactamente por cuantos siglos habían actuado de este modo los Shinnecoks; pero hacia fines del siglo XVII los colonos blancos desalojaron a los americanos originarios de la región, haciéndolos retroceder de esa parte de la isla. Hasta la época actual los indios Shinnecocks siguen siendo propietarios de terrenos y de tiendas en el extremo oriental de la isla.
Uno de los colonos más notables entre los que llegaron al pueblo recién llamado Amityville en esos días fue John Catchum o Ketcham, quien se había visto forzado a irse de Salem, Massachussetts, por sus prácticas de brujerías. John estableció su residencia a unos ciento cincuenta metros del sitio que ocupaba actualmente George y continuó practicando sus ritos diabólicos, según se dijo. El informe sostenía, asimismo, que John estaba enterrado en los alrededores del extremo noreste de la propiedad.
De acuerdo con el catastro local –consultado por George– la casa del número 112 de Ocean Avenue había sido edificada en 1928 por un señor Monagham. Había sido propiedad de varias familias hasta el año 1965, cuando los De Feo se la compraron a los Riley. Sin embargo, pese a todo lo que había leído en los últimos dos días, George no había adelantado absolutamente nada en la solución del problema, que consistía en descubrir el uso del misterioso cuarto rojo o la persona que lo había hecho. No había ninguna constancia de mejoras realizadas en la casa que mencionara el añadido de un cuarto en el sótano.
Era la penúltima noche del año. Los Lutz se habían acostado temprano. George había pasado por el cuarto de costura, buscando a Kathy, tal como lo había hecho la noche antes, al volver de las oficinas del "Newsday". Esas dos noches las ventanas habían estado cerradas y con traba.
Un poco antes, la pareja había hablado de los descubrimientos que había hecho George sobre la historia de la propiedad y la casa.
–George –había preguntado nerviosamente Kathy– ¿crees que la casa está embrujada?
–No es posible –había contestado George–. No creo en fantasmas. Por otra parte, todo lo que ha ocurrido aquí debe tener una explicación lógica y científica.
–No estoy tan segura. ¿Qué me dices del león?
–¿Qué dices tú ... de eso? –preguntó George. Antes de hablar, Kathy echó una mirada a la cocina, donde estaban sentados:
–Bueno... ¿qué te parece lo que sentí en esas dos ocasiones? Te lo dije: sentí que me estaban tocando.
George se puso de pie, desperezándose.
–Vamos, vamos, querida, estás imaginando cosas. Tendió una mano hacia la mano de ella.
–Eso mismo me ha ocurrido a veces. He tenido la certidumbre de que mi padre me ponía la mano en el hombro cuando estaba en la oficina. –Hizo levantar a Kathy de su silla.– He tenido la certeza de que estaba a mi lado. A muchos les ha pasado. Pero es... es... Creo que le llaman clarividencia o algo parecido.
Cada uno tenía los brazos puestos sobre la cintura del otro cuando George apagó las luces de la cocina. Pasaron por el cuarto de estar en su camino a las escaleras. Kathy se detuvo. Podía distinguir al león agazapado en la oscuridad del cuarto.
–George: creo que tendríamos que seguir con nuestras meditaciones. Empecemos de nuevo mañana. ¿Te parece bien?
–¿Crees que de ese modo vamos a encontrar una explicación lógica a todo lo que ha ocurrido? –preguntó George, sosteniéndola con su brazo mientras subían.
El padre Frank Mancuso no logró encontrar una explicación lógica o científica hasta el momento en que se disponía a meterse en cama. Acababa de rezar en el altar personal de su cuarto, esforzándose por hallar una respuesta que explicara la sangre que manaba de sus manos.
XII
31 de diciembre
El año 1976 ya estaba a la vuelta de la esquina.
El último día del viejo año amaneció con una fuerte nevisca que, para muchos, fue indicio de un comienzo nítido y claro del nuevo año.
Pero en la casa de los Lutz el estado de ánimo era muy diferente. George no había dormido bien, pese a su actividad de los últimos días, dentro y fuera de la casa. Se había despertado en medio de la noche, había mirado su reloj y le había sorprendido encontrarse con que eran las dos y media en vez de las tres y cuarto, como había supuesto.
George había vuelto a despertarse a las cuatro y media, había visto que la nieve empezaba a caer y había tratado de retomar el sueño arropándose en sus abrigadas cobijas. Sin embargo, después de revolverse cierto tiempo, no logró dar con una postura cómoda. Kathy, en medio de su sueño, era presa de una inquietud que la hacía rodar y chocar a George, empujándolo hacia el borde. Él, enteramente despierto, evocaba visiones de secretas guaridas de dinero que descubría en uno u otro punto de la casa y que resolvían todos sus problemas de finanzas.
George se estaba sintiendo apretado por la presión de las cuentas que aumentaban, por la casa que acababa de comprar y por las actividades de la agencia, donde muy pronto iba a tener que enfrentar un déficit muy serio cuando hubiera que pagar los salarios. Todo el dinero con que contaban Kathy y él había sido comido por los gastos de la escritura, una vieja cuenta de combustible y la compra de lanchas y motocicletas. Ahora acababa de recibir el último golpe: una investigación de sus libros y del pago de réditos por el servicio de rentas internas. No era sorprendente que George soñara con una solución mágica y simple que lo sacara del berenjenal en que se había metido.
Hubiera querido encontrar el dinero de Jimmy. Los mil quinientos dólares habrían sido un salvavidas. George se puso a contemplar los copos de nieve que caían. Había leído un artículo en el diario que se refería a la floreciente situación económica del señor De Feo, quien habría contado con una sustanciosa cuenta bancaria y un excelente empleo, muy bien remunerado, en una agencia de automotores que era propiedad del padre de su mujer.
George había examinado el placard del dormitorio y había descubierto el escondrijo secreto del señor De Feo bajo el marco de la puerta. La policía lo había descubierto por primera vez en el momento del arresto de Ronnie, y el lugar estaba ahora vacío: no era nada más que un agujero en el piso. George hubiera querido saber en qué otro lugar habrían escondido los De Feo parte de sus dineros.
¡El embarcadero! George se incorporó en la cama. Tal vez había habido un sentido oculto en la fuerza que lo arrastraba allí todas las noches. ¿Habría algo? ¿Alguna cosa que lo arrastraba allí? ¿Acaso el muerto, que lo azuzaba para que buscara allí su fortuna? George estaba desesperado y la prueba era que empezaba a acariciar estas ideas demenciales. Pero ¿qué otra explicación podía haber de esa fuerza que lo forzaba a bajar al embarcadero noche tras noche?
A las seis y media George cedió al fin y se levantó de la cama. Ya sabía que no iba a dormir más esa mañana. De modo que salió sigilosamente del cuarto, fue a la cocina y se preparó una taza de café.
Todavía estaba oscuro a esa hora, pero podía ver la nieve que empezaba a acumularse cerca de la puerta de la cocina. Vio una luz en la planta baja de la casa vecina. Tal vez el dueño tenía como él problemas de dinero y no podía dormir, pensó George.
George se dio cuenta que no iba a ir a su oficina ese día. Era el último día del año y, de todos modos, todos se retirarían temprano. Bebió su café y proyectó hacer una excursión al embarcadero y al sótano en busca de indicios. Luego empezó a sentir el frío que reinaba en la casa.
El termómetro descendió bruscamente entre las doce de la noche y las seis de la mañana. Pero en ese instante eran ya casi las siete y la temperatura no aumentaba. George entró en la sala y puso un poco de carbón y papeles en la chimenea. Antes de encender el fuego, notó que la pared de ladrillos estaba ennegrecida por el hollín que se había acumulado a consecuencia de sus continuas e innumerables fogatas.
Un poco después de las ocho, Kathy bajó con Missy. La niña había despertado a su madre profiriendo gritos de placer:
–¡Mamá: mira la nieve! ¿No es preciosa? ¡Hoy quiero salir y jugar en el trineo!
Kathy preparó el desayuno de su hija, pero ella no pudo probar bocado y se limitó a una taza de café y un cigarrillo. Gedrge tampoco tenía ganas de comer y sólo tomó otra taza de café, que él mismo debió ir a buscar a la cocina, ya que Kathy no quería pasar por la sala y le dijo a George que tenía un fuerte dolor de cabeza. Kathy tenía miedo al león de porcelana y albergaba intenciones de librarse de él antes de que terminara el día. Pero el fuerte dolor de cabeza no era inventado.
A eso de las nueve George había logrado encender un crepitante fuego en la chimenea. A las diez seguía nevando. Kathy advirtió a George, gritando desde la cocina, que una emisora local había vaticinado que el río Amityville iba a estar totalmente congelado al fin de la tarde.
George, de mala gana, se levantó de su asiento junto al fuego, se abrigó, se puso las botas y salió en dirección al galpón de los botes. No había tenido bastante plata para retirar su barco del agua y tenerlo guardado durante el invierno. Si el río se congelaba, el hielo iba a romper la quilla, pero él ya estaba preparado para un accidente de esta clase.
La madre de George le había regalado su compresor de pintura y George había hecho agujeros en la manguera de plástico. Echó la manguera al agua, junto al bote, y puso en marcha el compresor. De este modo, las burbujas que se formaban impedían que el agua dentro del embarcadero pudiera congelarse.
Durante toda esa mañana el padre Mancuso se estuvo mirando las manos. Las palmas, que habían empezado a sangrar la noche antes, estaban secas ahora, pero las ampollas enrojecidas, irritadas, no se habían ido.
La fiebre también se mantenía en treinta y nueve y algo. Cuando el párroco pasó a verlo, el padre Mancuso prometió que se iba a quedar en casa el resto del día. El sacerdote no mencionó lo que le estaba ocurriendo con las manos, que mantuvo dentro de su robe de chambre todo el tiempo que el pastor estuvo en sus habitaciones.
El padre Mancuso pensó en estos estigmas, en estas marcas parecidas a las heridas en el cuerpo crucificado de Cristo y que, se decía, se dibujaban sobrenaturalmente en los cuerpos de los santos. Contempló la repulsiva erupción y sintió cólera. El sacerdote estaba preparado a dar a Dios todo lo que Éste solicitara. Pero, si había que sufrir de este modo, pensó finalmente, habría preferido sufrir por la humanidad. Con toda su educación, experiencia, devoción y capacidades como juez y piscoterapeuta, podía haber esperado algo menos trivial que una casa en Amityville. Junto con su ira, que aumentaba, también se intensificaba el ardor en las palmas.
Decidió rezar, solicitando alivio. Y mientras el padre Mancuso pedía alivio, la concentración en sus propias desdichas disminuyó. La dureza de las manos crispadas se aflojó notablemente. Extendió los dedos y se contempló las llagas. El sacerdote suspiró y se arrodilló en su altar privado para dar las gracias a Dios.
Más entrada la tarde, Danny y Chris amenazaron por segunda vez con irse de la casa. La primera vez había ocurrido cuando vivían en la casa de Deer Park. George los había confinado a sus dormitorios durante una semana porque los niños habían estado diciendo unas mentiritas. Los niños se habían rebelado contra la autoridad del padrastro: los dos se negaron a obedecerlo y amenazaron con escaparse si los obligaba a renunciar a la televisión. Al llegar a este punto, George tomó el toro por las astas y dijo a Danny y a Chris que podían irse si no les gustaba la forma en que él dirigía la casa.
Los dos muchachos tomaron sus palabras al pie de la letra. Empaquetaron todas sus posesiones –juguetes, ropas, discos y revistas– en frazadas enrolladas y bajaron los grandes bultos hacia la puerta de entrada. Cuando ya estaban a mitad de la cuadra, haciendo un desesperado esfuerzo por moverse con los pesados bultos, un vecino los divisó y logró hacerles desistir de su empresa. Por un cierto tiempo los niños habían dejado de lado esta comedia, pero ahora acababa de producirse una nueva explosión.
Kathy, al oír gritos de pelea, subió al dormitorio y se encontró con los dos muchachos sobre una de las camas. Chris estaba montado sobre el pecho de Danny, dispuesto a dar cuenta de su hermano mayor.
En la otra cama estaba sentada Missy, con una amplia sonrisa en su carita y batiendo palmas por la excitación.
Kathy separó a los dos muchachos.
–¿Cómo se atreven? –gritó–. ¿Qué les pasa a los dos? ¿Se han vuelto locos?
Missy intervino con su delicada vocecita:
–Danny no quiso limpiar el cuarto, como tú le dijiste que lo hiciera.
Kathy miró severamente al niño.
–¿Por qué no, jovencito? ¿Se da usted cuenta del estado en que está esta habitación?
El cuarto era un asco. Había juguetes desparramados por el suelo, mezclados con ropa tirada. Los pomos de pintura habían sido dejados sin tapitas y el contenido se había volcado sobre la alfombra y los muebles. Unos cuantos juguetes nuevos, regalos de Navidad, estaban rotos y tirados por los rincones del cuarto. Kathy meneó la cabeza.
–No sé qué hacer con ustedes. Compramos esta hermosa casa para que tengan un cuarto de juego. ¡Y ésta es vuestra recompensa!
Danny se desasió de los brazos de su madre. –¿Cómo quieres que juguemos en esa porquería de cuarto?
–¡Sí! –exclamó Chris–. ¡No nos gusta este lugar! ¡No hay nadie con quien jugar!
Kathy y los muchachos intercambiaron frases agrias por cinco minutos más, hasta que Danny arrojó el guante y enfrentó a su madre con una amenaza de huir de la casa. Kathy, por su parte, sugirió que este comportamiento merecía un castigo físico.
–¡Y ya saben quién se los va a dar!
A la hora de la comida, la familia Lutz ya estaba apaciguada. Los muchachos parecían tranquilos ahora, aunque Kathy podía sentir una corriente de tensión por lo bajo, cuando estaban todos sentados a la mesa. George le había dicho a Kathy que prefería quedarse en casa el último día del año para no toparse con borrachos en la calle al volver de la casa de su madre. No habían hecho planes para reunirse con amigos y hacía demasiado frío para ir al cine.
Después de la comida, Kathy convenció a George de que había que llevar el león de cerámica al cuarto de costura. Una vez más se pudo ver unas moscas que revoloteaban contra el cristal de la ventana que daba sobre el río Amityville. George, rabioso las aplastó con un matamoscas y se fue del cuarto dando un portazo.
A eso de las diez de la noche, Missy ya estaba dormida en el suelo de la sala. Missy había arrancado de Kathy la promesa de que la iba a despertar a medianoche, a tiempo para soplar su cornetín. Danny y Chris seguían levantados y jugaban cerca del árbol de Navidad, contemplando la pantalla de televisión. George se ocupaba de su fuego. Kathy se sentó frente a él e intentó levantar su ánimo siguiendo el hilo de una antigua película que pasaban por la pantalla de TV.
A medida que avanzaba la noche, las manos del padre Mancuso se hacían sentir más y más. Las ampollas eran ahora más dolorosas que nunca: unas nuevas habían brotado en el dorso de las manos. No podía aguantar la idea de que habría de pasar toda la noche con el dolor y el susto. Cuando su médico vino a verlo, extendió bruscamente las manos con las palmas hacia arriba y dijo:
–¡Mire!
El médico, cortéstemente, examinó las ampollas.
–Frank, no soy un dermatólogo –dijo–. Esto puede ser cualquier cosa: desde una alergia hasta un ataque de ansiedad. ¿Alguien lo ha estado molestando a usted más de la cuenta?
El padre Mancuso se apartó tristemente del médico y fijó la mirada en lós copos de nieve que caían.
–Creo que sí... Algo ...
El sacerdote volvió a enfrentar al médico con la mirada.
– ... o alguien.
El médico recetó unas tabletas antibióticas, aseguró al sacerdote. que se sentiría aliviado hacia el amanecer y fue a reunirse con unos amigos.
Por la televisión Guy Lombardo saludó al Nuevo Año desde el hotel Waldorf Astoria. Los Lutz contemplaron caer la pelota del Allied Cherjcal Building, en Times Square, pero no acompañaron al animador Ben Grauer cuando éste se puso a contar los últimos diez segundos de 1975.
Danny y Chris ya se habían retirado hacía media hora a su dormitorio, con los ojos enrojecidos por el exceso de TV y el humo de la fogata de George. Kathy ya había acostado a Missy, había bajado las escaleras y había vuelto a sentarse en su silla frente a George.
Eran exactamente las doce y un minuto. Kathy fijó la mirada en la chimenea hipnotizada por las llamas que bailaban. Algo se estaba materializando en esas llamas, un perfil blanco que se recortaba sobre los ladrillos ennegrecidos, algo que se volvía más claro y más nítido cada vez.
Kathy intentó abrir la boca para decir algo a su marido. No pudo hacerlo. Ni siquiera pudo apartar los ojos del demonio con cuernos y un capuchón blanco y puntiagudo en la cabeza. La figura aumentaba de tamaño, avanzaba hacia ella. Y vio que la mitad de la cara le faltaba a esta figura, como si hubiera recibido una ráfaga de ametralladora a quemarropa. Kathy lanzó un grito.
George levantó la mirada.
–¿Qué pasa? –dijo.
Kathy sólo pudo señalar hacia la estufa. George siguió la mirada de ella y también vio una figura blanca que parecía quemada por el hollín y que se destacaba sobre los ladrillos del fondo de la chimenea.
XIII
1 de enero de 1976
George y Kathy fueron finalmente a acostarse a la una de la mañana. Habían estado ya durmiendo por un tiempo que, más adelante, calcularon en no más de cinco minutos, cuando los despertó una ráfaga de viento que pasó rugiendo por el dormitorio.
Las frazadas de la cama fueron arrancadas literalmente de los cuerpos de la pareja, dejando a George y a Kathy tiritando. Todas las ventanas del cuarto quedaron abiertas de par en par y la puerta del dormitorio, bamboleada por las corrientes de aire, se abría y cerraba sin parar.
George saltó fuera de la cama y corrió a cerrar las ventanas. Kathy recogió las frazadas del suelo y volvió a tirarlas sobre la cama. Ambos habían quedado sin aliento por obra de aquel despertar sobresaltado y, aunque la puerta del cuarto se había cerrado ruidosamente, todavía podían oír el viento que rugía en el pasillo del piso de arriba.
George abrió bruscamente la puerta y recibió en el rostro otra ráfaga helada. Encendió la luz en el vestíbulo y quedó sorprendido al ver que las puertas del cuarto de costura y del cuarto de vestir estaban enteramente abiertas, y que el vendaval entraba libremente por ellas. Sólo la puerta del dormitorio de Missy seguía cerrada.
George corrió primero hacia el cuarto de vestir, luchando contra el ventarrón que le daba de frente, y logró con un esfuerzo bajar las ventanas. Luego fue al cuarto de vestir y, con los ojos llenos de lágrimas por causa del frío, cerró una ventana. Pero George no pudo mover la ventana abierta que daba sobre el río Amityville. Golpeó furiosamente el marco con los puños y, por último, la ventana cedió, deslizándose hasta abajo. Él siguió allí parado, tratando de recobrar el aliento, temblando dentro de su piyama. El viento ya no silbaba por los corredores de la casa, pero él podía oír el violento rumor del vendaval afuera. El frío éra el mismo de siempre. George echó una mirada más en torno antes de pensar en Kathy.
–¡Querida! –dijo, levantando la voz–. ¿Estás ahí?
Kathy, que había seguido los pasos de su marido por el pasillo, también había visto las puertas abiertas y la puerta cerrada del dormitorio de Missy. Con el corazón que le latía violentamente, Kathy corrió hasta el dormitorio de su hija y se precipitó dentro. Encendió las luces.
El cuarto estaba caldeado, casi demasiado. Las ventanas estaban cerradas y tramadas, y la niña dormía profundamente en su cama.
Algo se estaba moviendo en el cuarto. Kathy se dio cuenta de que era la hamaca de Missy que balanceaba lentamente, junto a la ventana. Luego oyó la voz de George:
–¡Querida! ¿Estas ahí?
George entró al dormitorio. El calor lo sobresaltó; tuvo la impresión de estar frente a una chimenea encendida. Inmediatamente tomó cuenta de todo... de la niña que dormía tranquilamente, de su mujer, de pie junto a la cama de Missy, de la incrédula expresión de susto en la cara de Kathy y de la pequeña hamaca que se balanceaba.
Dio un paso hacia la hamaca y ésta, inmediatamente, cesó de balancearse. George se detuvo, quedó absolutamente quieto e hizo una señal a Kathy.
–¡Llévala abajo! ¡Date prisa!
Kathy no pidió explicaciones a George. Levantó a la niña de la cama, con frazadas y todo, y salió apresuradamente del cuarto. George marchó detrás de ellas y cerró la puerta dando un portazo, sin incomodarse en apagar las luces.
Kathy empezó a bajar cautelosamente las escaleras hasta el piso bajo. En el pasillo el frío era intenso. George subió corriendo las escaleras hasta el piso más alto, donde dormían Danny y Chris.
Cuando George bajó del último piso, unos minutos más tarde, vio a Kathy sentada en el cuarto de estar, oscurecido, con Missy en sus brazos, profundamente dormida. Encendió la luz y la araña hizo desaparecer las sombras de los rincones.
Kathy se dio vuelta y miró a George con aire interrogativo.
–Están perfectamente –dijo él–. Los dos duermen. Arriba hace frío, pero los chicos están bien.
Kathy echó aire por la boca y notó que el vapor formaba una nube en el aire frío.
George encendió rápidamente el fuego. Los dedos estaban ateridos y se dio cuenta, de repente, que estaba descalzo y que no se había echado nada encima del piyama. Finalmente logró encender un pequeño fuego con un diario y aventó la llama con las manos, hasta que unos rescoldos se encendieron.
De cuclillas frente a la chimenea, podía oír el viento que aullaba fuera. Luego se volvió y miró a Kathy por encima del hombro.
–¿Qué hora es?
Fue lo único que se le ocurrió decir en esa ocasión, comentó más adelante George Lutz. También recuerda la expresión de la cara de Kathy cuando él hizo esa pregunta. Kathy lo miró un instante y luego contestó:
–Creo que son más o menos...
Pero antes de terminar la frase se echó a llorar y todo su cuerpo empezó a temblar convulsivamente. Acunaba a Missy en sus brazos y sollozaba a la vez.
–¡Oh, George! ¡Estoy loca de terror!
George se paró y avanzó en dirección a su mujer y su hija. Se puso en cuclillas frente a la silla y abrazó a ambas.
–No llores, querida –susurró–, yo estoy aquí. Nadie va a hacer daño ni a ti ni a la nena.
Los tres permanecieron en esa postura por cierto tiempo. Lentamente el fuego se fue animando y el cuarto se fue calentando. George tuvo la impresión de que los vientos empezaban a amainar afuera. Cuando oyó que el quemador de combustible emitíasu "clic" en el sótano, supo que eran las seis de la mañana del primer día del año.
A las nueve de la mañana la temperatura en la casa de Ocean Avenue se había elevado hasta veintitrés grados. George realizó una excursión a fin de examinar ventana por ventana, desde la planta baja hasta el último piso. No había evidencias visibles de que alguien hubiera estado jugando con los cierres de los postigos en el piso alto, y George siguió desconcertado: ¿cómo era posible que algo tan estrafalario hubiera ocurrido?
Al pensar nuevamente en aquel episodio, George sostiene que, en aquel momento, él y Kathy no pudieron encontrar ninguna razón para explicar el comportamiento de las ventanas, salvo algún percance natural disparatado: tal vez los vientos huracanados las habían abierto de algún modo. Pero George no sabe por qué esto ocurrió a las ventanas del piso de arriba y no a las otras.
De repente George sintió un intenso deseo de ir a su oficina. Era una día de fiesta; nadie estaba allí, pero tuvo la necesidad de verificar las operaciones comerciales de su agencia.
William H. Parry, Inc., contaba con cuatro equipos de ingenieros y agrimensores en acción. La companía había hecho los proyectos y planos de los complejos de edificios más grandes en la ciudad de Nueva York, de las Glen Oaks Towers en Glen Oaks, Long Island, y también tenía a su cargo el planeamiento de un proyecto de reconstrucción urbana de cuarenta manzanas en Jamaica, Queens. Además, se encargaba de inspecciones menores para otras compañías. La coordinación que requería la labor de cada día era bastante intrincada y en las últimas semanas George había puesto la cosa en manos de uno de sus proyectistas, un empleado experimentado que había trabajado con su padre y su abuelo.
En el último año, después de haber puesto su madre la dirección de la agencia en sus manos, la preocupación principal de George había consistido en cobrar a las compañías de construcción que utilizaban sus servicios. Los salarios y los gastos de la compañía eran mucho mayores que lo que habían sido en los días en que el padre de George estaba vivo. También había que encontrar la manera de pagar por seis autos adquiridos y nuevos equipos para el trabajo in situ. George comprendió que había estado remoloneando, que había bajado la guardia: ya era tiempo de reasumir sus responsabilidades.
A las diez de la mañana el padre Mancuso también estaba despierto. No había podido dormir mucho y se había levantado varias veces en la noche para enjuagarse las manos con el linimento que el médico le había recetado. El sacerdote se había levantado a las siete, aunque se sentía debilitado por la gripe y la posición horizontal le resultaba más llevadera.
El medicamento alivió algo la molestia y la picazón de las palmas de las manos, pero la receta antigripal no tuvo ningún efecto contra la fiebre. Haciendo un esfuerzo por concentrarse en algo que no fuera su misterioso achaque, el padre Mancuso trató de leer algunas revistas médicas y buscó en el índice los artículos de psicoterapia. En las tres horas que llevaba levantado, el sacerdote había encontrado ya más de una docena de artículos nuevos e interesantes sobre ese tema. De repente notó una mancha rojiza en la última revista que había estado leyendo.
El sacerdote puso las palmas de las manos hacia arriba: estaban sucias de sangre. Las llagas supuraban.
Hacia el mediodía, George estaba en Syosset, manejando su máquina de sumar. Acababa de descubrir que el dinero que entraba no se equilibraba con el dinero que salía. Las cuentas en la columna de pagos se estaban volviendo unilaterales y George comprendió que iba a tener que rebajar el número de agentes y de empleados de oficina.
A George no le gustaba nada la idea de quitar a estos hombres su medio de vida, especialmente cuando pensaba que iba a ser muy difícil encontrar nuevos empleos en la declinante industria de la construcción. Pero había que hacerlo, y se estaba preguntando cómo lo iba a hacer y por dónde iba a empezar: De todos modos, no se detuvo demasiado tiempo en el tema, ya que había otros problemas más urgentes. Antes de que terminara la semana bancaria al día siguiente, viernes, iba a tener que transferir fondos de una cuenta de Banco a otro, para cubrir cheques extendidos a los abastecedores.
Sumergido en estos cálculos, George no advirtió el paso del tiempo. Por primera vez, desde el 18 de diciembre, George Lutz no estaba pensando en sí mismo o en la casa de Ocean Avenue.
Pero su mujer estaba pensando muy intensamente en la casa. Kathy no se lo había dicho a George con tantas palabras, pero cada vez estaba más convencida de que los acontecimientos de las últimas semanas habían sido producidos por fuerzas extrañas. Kathy no dudaba de que sus conclusiones eran tontas, y había tenido reparos en contarle a George su encuentro con el león de cerámica.
Pero ahora era consciente de que los fragmentos estaban componiendo un cuadro determinado, aun antes de que lo advirtiera George. Estaba asustada y quería hablar con alguien. Pensó en su madre, pero inmediatamente desechó la idea. Joan Connors era muy religiosa y habría insistido en que había que ponerse en contacto con el viejo sacerdote de su parroquia.
Kathy no estaba del todo preparada para entrar en un mundo de fantasmas y demonios: quería mantener el problema, en un principio, a un nivel más general. En el fondo de su corazón, sin embargo, sabía perfectamente bien adónde habría de llevar el tema.
Fue a la cocina y marcó el número de teléfono de la única persona que podía entender lo que estaba ocurriendo: el padre Mancuso.
Kathy oyó los ruidos de la conexión que se establecía y el primer timbrazo del telétono. Mientras esperaba el segundo timbrazo, advirtió que la cocina estaba invadida por el olor dulzón que ya conocía. Se le puso la piel de gallina, mientras esperaba sentir en el cuerpo el roce consabido.
El teléfono del padre Mancuso sonó otra vez, pero Kathy ya no lo oyó. Había colgado el auricular y había salido corriendo del cuarto.
En la casa parroquial, el padre Mancuso se había enjuagado las manos con un medicamento que había restañado la pérdida de sangre. El sacerdote tenía una toalla entre las manos cuando oyó la campanilla del teléfono en la sala. Levantó el auricular después del segundo timbrazo.
Cuando dijo: "¿Hola?", se encontró con que la comunicación estaba interrumpida. Miró el teléfono. "Bueno, bueno... , ¿qué habrá ahora?" El padre Mancuso pensó en George Lutz y meneó la cabeza. "¡Oh, no! ¡No me voy a ocupar más de esa historia!" Colgó el receptor y volvió al cuarto de baño.
El sacerdote contempló sus llagas. "Repulsivas", pensó. Luego se miró la cara en el espejo. "¿Cuándo terminará todo esto?" decía su imagen en el espejo. Su enfermedad era, por cierto, visible. Las ojeras eran más oscuras y la palidez del cutis era malsana. El padre Mancuso se tanteó la barba con gestos vivaces: hacía falta recortar, pero la mano no era aún bastante firme para sostener un par de tijeras.
El padre Mancuso asegura que, al contemplar su imagen en el espejo, se puso a pensar repentinamente en la demonología. El sacerdote estaba enterado del alcance del tema y de los varios fenómenos ocultos que abarca. Pero nunca le había gustado, ni siquiera cuando había seguido un curso en sus días estudiantiles en el seminario; nunca había intentado profundizar el punto.
El padre Mancuso conoce otros sacerdotes que han dedicado una atención especial a la demonología, pero nunca ha tenido tratos con un exorcista. Cualquier sacerdote está autorizado a practicar ritos de exorcismo, pero la iglesia católica prefiere que esta ceremonia peligrosa quede limitada a los clérigos que se han especializado en enfrentar casos de obsesión y posesión.
El padre Mancuso había mantenido la mirada fija en el espejo del cuarto de baño, pero no había hallado respuestas a su dilema. Y pensó que ya había llegado el momento de abrirse ante su amigo: el párroco de la parroquia del Sagrado Corazón.
La nieve que había caído esa mañana obstruía las carreteras, volviéndolas peligrosas. A medida que avanzaba el día, iba haciendo más y más frío; los autos empezaban a resbalar y patinar en las charcas congeladas que cubrían los caminos de Long Island. Pero la nieve ya había dejado de caer en el momento en que George volvía a Amityville en auto desde su oficina.
El viaje transcurrió sin percances. La senda de entrada a la casa de Ocean Avenue estaba cubierta de nieve reciente. George se dio cuenta que iba a tener que abrir un camino para la camioneta antes de entrar. "Lo haré mañana", se dijo, y dejó el vehículo estacionado en la calle, que un camión municipal de barrido acababa de despejar.
Notó que Danny y Chris habían estado jugando en la nieve. Los trineos de los niños estaban sobre los escalones que llevaban a la puerta de entrada a la cocina. En el momento de entrar en la casa vio que había un reguero de huellas de nieve derretida que atravesaba la cocina y subía los escalones. "Kathy tiene que estar arriba", pensó. En caso de haber visto la mugre que habían dejado en su casa, tan limpia siempre, habría ardido Troya.
George encontró a su mujer en el dormitorio,acostada en la cama y leyendo a Missy uno de los nueve libros de Navidad. Missy batía palmas alegremente.
–¡Hola! –dijo él.
Kathy y Missy levantaron la mirada.
–¡Papá! –exclamaron las dos al unísono, saltando de la cama y rodeando cariñosamente a George.
Por primera vez en mucho, mucho tiempo, como pareció a Kathy, la familia Lutz pudo celebrar una cena feliz. Danny y Chris, advertidos por George y sin ser vistos por su madre, bajaron a la cocina y borraron todas las huellas de su descomedida irrupción. Luego se sentaron a la mesa con caras encendidas por las horas de juego en el frío aire invernal, y devoraron las hamburguesas y las papas fritas que Kathy había preparado especialmente para ellos.
Missy mantenía sonriente a la familia con su cháchara incesante y su robo de las papas fritas de los muchachos cuando éstos no miraban. Si alguna vez era sorprendida, Missy volvía la carita hacia el acusador y le mostraba todos sus dientes, salvo uno, para desarmarlo.
Kathy se sentía más tranquila con George en la casa. Sus miedos se habían desvanecido momentáneamente y no pensaba ya en aquella última ráfaga de perfume a comienzos de la tarde. "Tal vez me estoy dando cuerda con esta historia", pensó, y abarcó la mesa con la mirada. La cálida atmósfera de familia no anunciaba, por cierto, nuevas visitas de fantasmas.
En cuanto a George, había encerrado sus deprimentes operaciones mercantiles en algún cajón secreto de su mente. Se sentía en su casa de Ocean Avenue. Como un hombre que llega a un cálido nido. Esta era la vida que él deseaba tener en la nueva casa. El mundo de afuera podía ofrecer cosas buenas o malas, pero los Lutz iban a examinarlo todo en su hogar. Él y Kathy compartieron un bife. Luego George encendió un cigarrillo y fue al cuarto de estar con los varones.
George había hecho entrar a Harry en la casa para darle de comer y luego le permitió que jugara con sus dos hijos delante de la chimenea. Los Lutz habían comido temprano, de modo que eran las ocho apenas pasadas cuando Danny y Chris empezaron a cabecear.
Mientras los muchachos subían a su dormitorio, seguidos de Missy y Kathy, George llevó a Harry a su casilla. Sorteando la nieve que se había amontonado entre el umbral de la cocina y la casilla del perro, asió la fuerte cadena metálica y ató a Harry. Éste se metió adentro, dio varias vueltas hasta encontrar la posición adecuada y se echó lanzando un breve suspiro. Mientras George estaba allí, los ojos del perro se cerraron. Ya estaba dormido.
–Bueno, bueno –dijo George–. Me lo temía. El sábado vamos a ver al veterinario.
Después de poner a Missy en la cama, Kathy volvió al cuarto de estar. George realizó su habitual recorrido de la casa, examinando atentamente todas las puertas y ventanas. En el momento de sacar a Harry ya había hecho la inspección del garaje y de las puertas del embarcadero.
–Veamos qué ocurre esta noche –dijo a Kathy al volver–. Esta noche no hay nada de viento. A eso de las diez tanto George como Kathy empezaron a tener sueño. El hermoso fuego ya menguaba, pero sentían el calor en los ojos. Kathy esperó a que George apagara los últimos rescoldos y echara agua sobre las cenizas que quedaban. Luego Kathy apagó la araña y miró en derredor, tanteando en lo oscuro para tocar la mano de su marido. Lanzó un grito.
Kathy había mirado por encima del hombro de George a las ventanas de la sala. ¡Y ante ella, mirándola fijamente, habla un par de ojos rojos que no pestañeaban!
Al oír el grito de su mujer, George giró sobre sus talones. Él también vio los duros ojillos que lo miraban directamente. Se acercó de un salto a la llave de luz y los ojos desaparecieron de la ventana.
–¡Eh! –gritó George, precipitándose por la puerta de entrada al jardín nevado.
Las ventanas de la sala daban al frente de la casa. A George no le llevó más de uno o dos segundos llegar allí. Pero no había nada en las ventanas.
–¡Kathy! –gritó–. ¡Tráeme la linterna!
George hacía esfuerzos por divisar el fondo de la casa, la parte que estaba en dirección al río Amityville.
Kathy salió de la casa con la linterna y la campera de él. Bajo la ventana en donde habían visto los ojos se pusieron a remover la nieve recién caída, intacta. Luego el haz amarillo de la linterna iluminó un reguero de pisadas que rodeaban claramente la casa.
Esas pisadas no eran ni de hombre ni de mujer. Las marcas en la nieve eran las que dejan unas patas hendidas, como las de un cerdo enorme.
XIV
2 de enero
Cuando George salió de su casa por la mañana, las huellas de las patas hendidas seguían siendo visibles en la nieve endurecida. Las pisadas del animal pasaban junto al terreno de Harry y terminaban en la entrada del garaje. George quedó sin habla cuando vio que la puerta del garaje estaba casi arrancada de su marco de metal.
George en persona había cerrado y trancado el pesado portón. Para arrancarlo de sus soportes no sólo había que armar una tremenda batahóla, sino que se debía contar con una fuerza muy superior a la de cualquier ser humano.
George se quedó de pie, en la nieve, contemplando las huellas y el portón desencajado. Con la mente volvió a la mañana en que había encontrado arrancada la puerta de entrada y a la noche en que había visto al cerdo parado detrás de Missy, junto a la ventana. Y George recuerda haber dicho en voz alta:
"¿Qué diablos está pasando aquí?" en el momento en que debió escurrirse para contornear la puerta desencajada y entrar al garaje.
George encendió las luces y miró. En el garaje estaban guardadas, con su motocicleta, las bicicletas de los niños y una podadora eléctrica de césped que los De Feo habían dejado, otra vieja podadora que él había traído de Deer Park, muebles de jardín, herramientas varias, latas de pintura y de petróleo. El suelo de hormigón estaba cubierto de una delgada capa de nieve que había entrado por la puerta entreabierta. Era evidente que el portón había estado fuera de sus goznes desde hacía varias horas.
–¿Hay alguien aquí? –preguntó George en voz muy alta. Pero sólo contestó el bramido del viento afuera.
Cuando George subió a su auto y enderezó hacia su agencia, estaba más rabioso que asustado. En caso de haber tenido algún miedo a lo desconocido, éste se había desvanecido ante la idea de lo que iba a costarle la reparación de la puerta dañada. No sabía si el seguro de la compañía habría de pagar por un gasto como éste, y por cierto no le hacía falta el desembolso de doscientos o trecientos dólares más en gastos extras.
George no recuerda ahora cómo logró maniobrar con su camioneta Ford por las peligrosas rutas de Syosset, recubiertas de nieve y de hielo. La frustración que sentía por su incapacidad de entender la mala suerte que lo perseguía no le dejaba atender debidamente a su seguridad. En la oficina se ocupó diligentemente de los problemas inmediatos y en las horas sucesivas logró apartar la mente de lo que estaba ocurriendo en el número 112 de Ocean Avenue.
Antes de salir de casa, George había hablado a Kathy de la puerta del garaje y de las huellas en la nieve. Kathy había intentado telefonear a su madre, pero ésta no había contestado. Kathy recordó que Joan siempre hacía sus compras los viernes por la mañana para evitar las multitudes de los sábados en el supermercado. Subió hasta su dormitorio con la intención de cambiar las sábanas en los cuartos y pasar la aspiradora por las alfombras. La mente de Kathy aceleraba su ritmo al pasar revista a la enérgica limpieza que iba a hacer en su casa por primera vez. Si no encontraba una plena ocupación hasta el instante de la vuelta de George, se iba a venir abajo: lo sabía.
Kathy acababa de poner nuevas fundas en las almohadas y las estaba golpeando cuando sintió que alguien la abrazaba desde atrás. Tuvo un escalofrío e instintivamente gritó:
–¡Danny!
Los brazos que rodeaban su cintura hicieron más presión. Era un abrazo más fuerte que el conocido contacto femenino que había sentido en la cocina. Kathy percibió que era un hombre esta vez, un hombre que había aumentado su presión a medida que ella se debatía.
–¡Déjeme, por favor! –imploró.
La presión, de repente, aflojó y las manos soltaron la cintura. Ahora sintió las manos que subían hasta sus hombros. Lentamente hicieron girar su cuerpo para que enfrentara la presencia invisible.
Aterrada, Kathy fue consciente no obstante del asqueante olor de aquel perfume barato.. Luego otro par de manos la asió por las muñecas. Kathy dice ahora que sintió que se entablaba una lucha por la posesión de su cuerpo, que de algún modo estaba atrapada entre dos fuerzas poderosas. Escapar era imposible y tuvo la sensación de que iba a morirse. La presión que sentía en el cuerpo se volvió abrumadora y Kathy se desvaneció.
Cuando volvió en sí estaba tendida en la cama, con la mitad del cuerpo fuera y tocando casi el suelo con la cabeza. Danny había corrido hasta el cuarto al oír el llamado de ella. Kathy se dio cuenta de que las presencias habían desaparecido. Su desmayo no podía haber durado más de unos segundos.
–Llama a papá a la oficina, Danny. ¡De prisa!
Danny volvió a los pocos minutos.
–El hombre que atendió el teléfono me dijo que papá acaba de irse de Syosset. Que cree que viene a casa.
George no volvió a su casa hasta las primeras horas de la tarde. Cuando llegó a Amityville tomó por Merrick Road, en dirección a su calle, y se bajó frente a The Witches Brew para tomar una cerveza.
El bar estaba bien calentado y vacío. La juke box y la pantalla de televisión estaban apagadas y los únicos ruidos que se oían eran los producidos por el mozo del bar al lavar unos vasos. Al entrar George, el hombre levantó la mirada e inmediatamente reconoció al parroquiano del otro día.
–¡Hola; amigo! ¡Me alegro de verlo por aquí! George contestó el saludo con un movimiento de la cabeza y se paró frente al mostrador.
–Una Miller –pidió.
George observó al mozo cuando éste le llenaba el vaso. Era un joven regordete, de cerca de treinta años, con un prominente estómago que indicaba su afición a probar la cerveza que vendía. George bebió un gran sorbo, vaciando casi el vaso alto antes de ponerlo de vuelta sobre la madera oscura del mostrador.
–Dígame una cosa –dijo George, eructando– ¿usted conocía a los De Feo?
El joven había reanudado la limpieza de los vasos. Hizo un signo afirmativo.
–Si, los he conocido. ¿Por qué?
–Estoy viviendo en la casa que era de ellos y...
–Ya lo sé –dijo el mozo interrumpiendo. George, sorprendido, levantó las cejas.
–La primera vez que vino usted aquí, me dijo que acababa de mudarse al número 112 de Ocean Avenue. Es la casa de los De Feo.
George terminó su cerveza.
–¿Solían venir aquí?
El mozo puso en el mostrador un vaso limpio y se secó las manos en una toalla.
–Únicamente Ronnie. A veces traía a su hermana Dawn. Linda chiquita.
Levantó el vaso vacío de George y dijo:
–¿Sabe una cosa, señor? Usted se parece muchísimo a Ronnie. La barba... Todo. Pero creo que usted tiene unos años más.
–¿Hablaba alguna vez de la casa?
El hombre del bar puso una nueva cerveza delante de George.
–¿De la casa?
–Bueno... sí... ¿No le dijo alguna vez, por ejemplo, que allí ocurrían cosas raras?
George bebió un sorbo.
–¿Usted cree que hay algo raro en ese lugar? ¿Por culpa de la matanza... no?
–No, no.
George levantó una mano.
–Sólo le he preguntado si Ronnie De Feo dijo alguna vez algo antes de esa noche.
El mozo echó una mirada en derredor para cerciorarse de que nadie lo estaba oyendo.
–Ronnie nunca dijo nada por ese estilo a mi... personalmente.
E inclinó la cabeza hacia George.
–Pero le puedo decir una cosa. Yo estuve allí una vez. Habían dado una gran reunión y el padre de Ronnie alquiló mis servicios por el día.
George había terminado la mitad de su segunda cerveza.
–¿Qué impresión le hizo la casa?
El mozo abrió sus gordos brazos en un gesto amplio.
–Magnífica. Una casi realmente magnífica. Sin embargo, no pude verla mucho: todo el tiempo estuve en el sótano. Por cierto que esa noche corrió mucha cerveza, mucho whisky. Era el aniversario del matrimonio De Feo.
Volvió a echar una mirada en torno.
–¿Sabía usted que allí abajo tenían un cuarto secreto?
George fingió ignorancia.
–¡No! ¿Dónde?
–¿Ajá? –dijo el mozo– Eche una mirada detrás de esos placards y va a encontrar alguna cosita que lo va a inquietar.
George se inclinó sobre el mostrador.
–¿Qué?
–Un cuarto. Un cuartito. Lo descubrí esa noche que pasé en el entresuelo. Usted sabe donde está el placard de madera laminada... junto a las escaleras. Yo lo estaba usando para enfriar allí la cerveza. ¿Se da cuenta? Y de repente golpeo un soporte en un rincón del placard y... ¡zas! ... toda la pared retrocede. ¿Me sigue usted? Un tabique secreto, como esos que se veían en las películas viejas.
–¿Y el cuarto? –preguntó George.
El mozo hizo un signo afirmativo.
–Sí ... Bueno. Cuando golpeé el tabique de madera, se abrió y pude ver detrás un espacio oscuro. La lamparita no funcionaba, de modo que encendí un fósforo. Y me encontré con ese siniestro cuartito, enteramente pintado de rojo.
–Usted me está tomando el pelo –dijo George. El hombre se llevó la mano derecha al corazón.
–¡Se lo juro por Dios! ¡Es la pura verdad! ¡Vaya vea usted mismo!
George terminó su segunda cerveza.
–Voy a tener que echar un vistazo al lugar. Puso un dólar sobre el mostrador.
–Esto va por las cervezas. Y esto es para usted. –Bueno, gracias, gracias.
El mozo miró a George.
–¿Quiere que le cuente algo muy raro en relación a ese cuartito? He estado teniendo pesadillas con él.
–¿Pesadillas? ¿Qué clase de pesadillas?
–Bueno... a veces soñaba que unas personas...que no conozco... están allí matando perros y cerdos y usando la sangre de estos animales para no sé qué ceremonias raras...
–¿Perros y cerdos?
–Si.
Y el mozo hizo un gesto de desagrado con la mano.
–Supongo que el lugar, la pintura roja... todo el resto... me impresionó.
Cuando George estuvo de vuelta en su casa, tanto él como Kathy tenían historias que contarse. Kathy describió el aterrador incidente del dormitorio y él contó lo que el mozo de The Witches Brew había dicho sobre el cuarto rojo del sótano. Los Lutz llegaron finalmente a la conclusión de que algo ocurría que estaba más allá del control de ellos.
–Por favor llama al padre Mancuso –dijo Kathy con aire suplicante–. Dile que vuelva a visitarnos.
El superior del padre había quedado preocupado por la salud de éste y había pasado a verlo. El padre Mancuso dijo al obispo que esa mañana se sentía mucho mejor. Los dos hombres habían decidido verse esa mañana para considerar las tareas pendientes en la diócesis. La mayor parte de la lista se redactó rápidamente y pasó a la cartera del obispo. El secretario habría de pasarla a máquina. El padre Mancuso acompañó a su superior hasta la entrada del edificio y regresó a sus habitaciones. El teléfono estaba sonando.
El sacerdote tenía puestos aún unos guantes blancos de cirujano que había encontrado en una gaveta. Al obispo le dijo que estaba enguantado para proteger sus manos del frío pero la causa real era que no quería mostrar la carne enrojecida por las ampollas. El teléfono del sacerdote sonó cinco veces, antes de que pudiera atender.
–¿Hola? Habla el padre Mancuso.
La voz del otro lado sonó fuerte y clara. –¡Padre! ¡Habla George!
El sacerdote no pudo creer lo que oía. Era como si George le estuviera hablando a su lado. Quedó tan sorprendido que sólo atinó a decir:
–¿George?
–George Lutz. ¡El marido de Kathy!
–¡Ah... sí! ¿Cómo le va?
George alejó el receptor de su oreja y miró a Kathy, que estaba a su lado, en la cocina.
–¿A éste qué le pasa? –dijo en voz baja–. Habla como si no me conociera...
El padre Mancuso sabía perfectamente quién era George, pero estaba asombrado de oír la voz de su amigo como si estuviera al lado, no hablando desde un teléfono.
–Perdón, George. No quise ser descortés. Pero no estaba preparado para una llamada de esta clase después de todos los esfuerzos que hice para dar con usted.
–Hum... –contestó George–. Si... ya entiendo.
El padre Mancuso esperó que George siguiera hablando, pero no hubo nada más que silencio.
–¿George? ¿Está usted ahí?
–Si, padre –dijo George–. Yo estoy aquí y Kathy está a mi lado –y miró a su mujer–. Querría que nos visitara usted de nuevo y bendijera la casa.
El padre Mancuso recordó lo que había ocurrido en ocasión de bendecir por primera vez la casa de los Lutz. Se miró las manos enfundadas en sus guantes blancos.
–Padre: ¿podría usted venir en seguida?
El sacerdote vaciló. No quería volver a aquella casa, pero no se lo podía decir a George en estas palabras.
–Bueno, George... –contestó por fin– ...no sé si puedo en este momento. He tenido un nuevo ataque de gripe... y el médico me ha prohibido salir con este frío...
–Bueno... interrumpió George–. ¿Cuándo puede usted venir?
El padre Mancuso se puso a buscar una excusa. –¿Por qué quiere usted que bendiga de nuevo la casa? No es soplar y hacer botellas ... ¿sabe?... George estaba desesperado.
–Padre: estamos en deuda con usted. Le debemos una comida. Venga a vernos y Kathy le va a preparar el bife más sabroso que usted haya comido en su vida. Y puede quedarse a pasar la noche aquí...
–Oh, no, George ... Eso no puedo hacerlo.
–Si, padre. Haremos que chupe tanto que no va a poder negarse...
El padre Mancuso no pudo creer a sus oídos. ¡Esas cosas no se dicen a un sacerdote!
–Dígame, joven. Usted...
–Padre: estamos en un gran apuro. Necesitamos que nos ayude.
La ira del sacerdote se evaporó.
–¿Qué ocurre? –preguntó.
–En esta casa están ocurriendo cosas que no entendemos. Hemos visto machos...
La línea telefónica empezó a crepitar en los dos extremos.
–¿Qué está usted diciendo, George? No lo oigo...
Los dos hombres no pudieron seguir hablando. Ya no pudo oírse absolutamente nada por teléfono, salvo un zumbido fuerte e incesante. Los dos se dieron cuenta que no había nada que hacer y colgaron.
George se volvió hacia Kathy y echó una mirada a la habitación.
–Ya está aquí de nuevo. Ha liquidado el teléfono.
En el momento en que el padre Mancuso colgaba el auricular, las manos le empezaron a arder de nuevo. "Que Dios me perdone", dijo en voz alta, "pero George tendrá que encontrar socorro en otro lugar. ¡Por nada del mundo pondré de nuevo los pies en esa casa!"
XV
Del 2 al 3 de enero
George y Kathy, desilusionados por no haber podido lograr que viniera el padre Mancuso, se pusieron a hablar de otras maneras de obtener auxilio. Los dos estaban de acuerdo en que ahora, después de haberse mudado, habría sido incorrecto solicitar del cura párroco local la bendición de la casa. Además, este sacerdote había sido el confesor de los De Feo, y George recordaba haber leído en los artículos periodísticos que éste era un hombre de cierta edad que se había burlado de la posible existencia, en la casa, de "voces" que habrían indicado a Ronnie lo que debía hacer. Este hombre no creía en los fenómenos ocultos.
Al llegar a cierto punto George mencionó la posibilidad de vandalismo. Tal vez había alguien que intentaba asustarlos para que se fueran de la casa y utilizaba medios drásticos para acelerar esa partida. Kathy tenía sus opiniones particulares. Cuando dijo que algo la había tocado, ¿George había creído que esto no era nada más que imaginaciones de su mujer? No, no lo creía. ¿Podía explicar él la horrenda figura diseñada con hollín en la pared de ladrillos de la chimenea? No, no podía. ¿No habían visto ellos unas pisadas de patas de cerdo en la nieve? Sí, las habían visto. ¿Estaba de acuerdo él en que había una poderosa fuerza en la casa, capaz de hacer daño a la familia? Estaba de acuerdo. ¿Qué iban a hacer? Esa noche, en el momento de meterse en cama, George dijo a su mujer que había decidido ir por la mañana al departamento de policía de Amityville y hacer una denuncia.
En la noche del 2 de enero, George volvió a sentir el urgente deseo de examinar el embarcadero y encontró a Harry profundamente dormido en su casilla. A la mañana siguiente fue con el perro al consultorio de animales de Deer Park, que solía utilizar, y allí se hizo al animal un examen minucioso. Treinta y cinco dólares debió pagar para cerciorarse de que Harry estaba sano y no había recibido ninguna droga o veneno. El veterinario sugirió que la languidez del animal podía tener, como causa posible, un cambio en el régimen de alimentación.
La mañana del 2 de enero, el padre Mancuso volvió a bendecir la casa de los Lutz. La ceremonia no se efectúo en Amityville, sino en la Iglesia del Sagrado Corazón de North Merrick. El sacerdote ofició una misa votiva en la iglesia; una misa que no corresponde a las efemérides del día y que se celebra con una intención especial, a pedido del solicitante.
El padre Mancuso se había quitado los guantes.Se arrodilló ante el altar y abrió su libro de misa, en el cual leyó: "Soy el Salvador de todos los hombres, dice el Señor. Sean cuales fueren sus tribulaciones, Yo responderé a sus clamores y siempre seré el Señor de ellos."
El sacerdote se santiguó y leyó en voz alta el capítulo inicial de la misa: "Padre Nuestro, fuerza nuestra en la adversidad, salud nuestra en la flaqueza, consuelo nuestro en el pesar, apiádate de Tu grey."
El padre Mancuso levantó la mirada hacia la figura clavada en la cruz. "Así como nos has dado el castigo que merecemos, da también nueva vida y esperanza a nos, que confiamos en Tu misericordia. Te lo pedimos ahora y siempre. Amén."
Cerró el misal, pero mantuvo los ojos fijos en la imagen de Jesús.
"Señor: sé compasivo con los Lutz en sus penurias y, por la muerte de Tu hijo, padecida por todos nosotros, aparta de ellos Tu cólera y el castigo que merecen por sus pecados. Te pedimos esto en nombre de Cristo, Nuestro Señor. Amén."
Después de la misa votiva el padre Mancuso volvió a su casa y se encontró ¡con un atroz hedor a excrementos humanos que impregnaba todas las habitaciones de su domicilio!
Tuvo una arcada, pero logró abrir todas las ventanas. El aire helado entró en la casa y trajo un momentáneo alivio, pero el hedor se sobreponía incluso al viento frío. El padre Mancuso corrió hasta el cuarto de baño para ver si el inodoro estaba atascado. No, todo estaba en orden... ¡Mientras uno no intentara respirar!
El sacerdote estaba enterado de que había una letrina debajo del terreno frontal de la rectoría y pozos ciegos detrás del área de estacionamiento. Después de asegurarse la colaboración del plomero del lugar, pudo comprobar que no había ningún animal atrapado en los pozos y que la cámara séptica funcionaba normalmente. Al parecer, tampoco había pérdidas en las cañerías.
Por último, el atroz olor empezó a difundirse por toda la rectoría. Otros sacerdotes, a quienes el mal olor hizo salir de sus habitaciones, se reunieron en el patio principal de la escuela. El párroco estaba extremadamente perturbado por el incidente y sugirió a todo el mundo que quemara incienso para ahuyentar el aire fétido. Hasta este momento tal padre Mancuso no había pensado que sus cuartos eran la causa del hedor. Pero después de encender encienso en su casa y volver a la escuela con los otros, el sacerdote se dio cuenta de que sus cuartos habían sido los primeros en ser atacados, evidentemente mientras había estado celebrando la misa especial para los Lutz. Esto le llevó a establecer un nexo aterrador: una voz desencarnada en la casa de Ocean Avenue le había gritado: "¡Fuera!" Esa voz, fuera de quien fuere, había atravesado claramente el ámbito de la rectoría y le había trasmitido el mismo mensaje.
También había otro nexo que el padre Mancuso intentaba establecer. De este último punto se había vuelto consciente desde el instante en que se había parado ante las ventanas y había contemplado sus habitaciones en la casa parroquial, recordando una de las lecciones de la clase de demonología: ¡el olor a excrementos humanos está siempre asociado a la aparición del diablo!
Esa tarde el sargento detective Pat Cammaroto, del Departamento de Policía de Amityville, fue a la casa de Ocean Avenue con George, vio el portón desgonzado del garaje y las huellas de patas animales visibles aún en la nieve endurecida. Luego entró en la casa y fue presentado a Kathy y a los chicos. Kathy repitió su relato de los roces fantasmales e hizo pasar al sargento al cuarto de estar para mostrarle la imagen marcada con hollín en la pared de la chimenea.
Incluso después de haber mostrado a Camnaroto el cuarto rojo del entresuelo, George y Kathy adivinaron la incredulidad del agente de policía. Éste había escuchado la versión que daba George del nefasto uso del escondrijo, había cabeceado cuando George se había referido a Ronnie De Feo como constructor del cuarto secreto, y finalmente había preguntado a los Lutz si tenían algunos hechos concretos para basar en ellos sus temores.
–No puedo trabajar basándome en lo que ustedes creen haber visto u oído. Me parece que lo que hace falta aquí es un sacerdote. A mi modo de ver, este trabajo es más de su incumbencia que de la mía.
El sargento Pat Cammaroto salió de la casa de los Lutz y se metió en su auto. Sabía que no había ayudado en nada a la joven pareja. Pero lo cierto es que no podía hacer nada por ellos, salvo tal vez mandar una inspección policial de cuando en cuando. No hubiera tenido sentido asustarlos más, se dijo en el momento de arrancar. ¿Por qué empeorar las cosas mencionando que había experimentado unas vibraciones fuertes, muy extrañas, "una sensación indefinible" en el instante de entrar al número 112 de Ocean Avenue?
El sol ya se había puesto y el hedor en la casa parroquial del Sagrado Corazón no había disminuido apreciablemente. El denso humo del incienso quemado se había abierto camino hasta los ojos y los pulmones de todos. Los sacerdotes que seguían en el edificio no sabían ya a ciencia cierta si tenían náuseas por el humo o por el mal olor original.
El padre Mancuso había dejado las ventanas abiertas con la esperanza de que el aire frío barriera eventualmente la fetidez instalada en sus cuartos. Pero la medida fue contraproducente: el viento, al entrar por las ventanas, había cerrado la salida al humo y al hedor. Y el sacerdote podía haber dicho a los otros que estaba enterado de todo lo ocurrido y que conocía el motivo, pero mantuvo el secreto, rogando a Dios que lo librara de esta última humillación lo más pronto posible.
Inmediatamente después de irse Cammaroto, George notó que el compresor que estaba en el embarcadero se había detenido. No había ninguna razón para que la máquina se parara, salvo que los circuitos estuvieran sobrecargados, quemando así un fusible. Esto significaba que tenía que bajar al sótano de la casa y examinar la caja de los fusibles. George sabía que la caja estaba en la zona de los placards de depósito y bajó con una nueva caja de fusibles.
En el sótano descubrió sin demora el fusible quemado y lo cambió. Oyó el ruido del compresor que comenzaba a funcionar de nuevo, muy ruidosamente, al encenderse. Pero esperó un poco para ver si se producía otra sobrecarga. Al cabo de unos instantes quedó satisfecho y enderezó hacia las escaleras.
Habría subido la mitad de los escalones cuando fue consciente de un olor, un olor que no era el de la gasolina.
Había bajado con su linterna, pero las lámparas del sótano estaban encendidas. Desde su lugar en la escalera, George estaba en condiciones de ver casi todo el sótano. Husmeó el aire y percibió que el mal olor provenía de un rincón en el noreste, junto a las placards de madera prensada que formaban el tabique del cuarto rojo secreto.
George volvió a bajar las escaleras y prudentemente se acercó a los placards de depósito. Al detenerse frente a los estantes que tapaban el cuartito, el hedor aumentó. Apretándose las narices George empujó el panel y con el haz de luz de la linterna recorrió las paredes pintadas de rojo.
El hedor a excrementos humanos era muy intenso en el espacio reducido. Formaba una niebla espesa. Asqueado, su estómago tuvo unas convulsiones. Sólo logró poner el panel en su sitio, tapando el vaho antes de vomitar y emporcar sus ropas y el piso.
El padre Mancuso y el párroco de la parroquia del Sagrado Corazón eran amigos desde hacía varios años, cuando el sacerdote había sido nombrado para esa parroquia. Al crecer la reputación y el renombre del padre Mancuso frente a su diócesis, la amistad de los dos hombres había madurado y se había vuelto íntima. Entre ellos se llevaban veinte años, ya que el padre Mancuso tenía cuarenta y dos pero el hiato generacional no se hacía sentir.
Todo esto cambió la noche del 3 de enero. Deprimido por el envolvente y nauseabundo olor que había invadido la rectoría, el pastor se las tomó con el padre Mancuso y la amistad de los dos hombres quedó irrevocablemente destruida.
La cosa empezó en la oficina del párroco, adónde había ido el padre Mancuso para recoger unas informaciones que habían sido dactilografiadas para él. El padre Mancuso se disponía a volver a sus habitaciones en el momento en que entró el párroco, acompañado de otros tres sacerdotes. Los cuatro acababan de almorzar y no habían podido librarse –se podía comprobar– del olor que impregnaba sus ropas. El párroco lanzó una mirada iracunda al padre Mancuso; de pie detrás del escritorio, desde el otro extremo del cuarto.
–No entiendo por qué motivo el obispo le encomienda a usted todos los casos que se presentan –dijo con voz alta y descomedida– ¡yo soy mejor juez que usted! Tengo más experiencia!
El padre Mancuso quedó estupefacto. No podía creer lo que acababa de oír. "¿Cómo es posible que este hombre me tenga envidia?", pensó.
–Si, es muy cierto –contestó afablemente el padre Mancuso–, pero hasta este momento usted no se ha quejado de mi trabajo.
El párroco hizo un gesto con la mano, como dando a entender que no quería oír nada más. Los otros tenían caras asombradas. El párroco nunca había hablado de este modo, especialmente a su amigo intimo. Pero las palabras siguientes del párroco los dejaron aún más confundidos.
–¡Vean, vean ustedes el gran médico de almas! –la cara del párroco estaba enrojecida de furor . ¡Juez! ¡Médico! ¿Cómo es posible que sepa usted tanto?
¿Qué mosca le estaba picando a este hombre? El padre Mancuso miró a los otros sacerdotes, que evitaron su mirada, incómodos de tener que asistir a la escena. Entonces habló.
–Creo que esta historia del mal olor lo ha puesto a usted muy nervioso, amigo. Sería mejor que habláramos en otro momento y en otra ocasión.
Y se levantó para irse del cuarto.
–¡Oh no, Excelencia! –gritó el párroco, adelantándose velozmente para cortar la salida al padre Mancuso–. ¡Terminemos de una vez con eso! ¡Los muchachos aquí presentes podrán ver hasta qué punto es usted un fraude!
–¡Basta, párroco!
El más joven de los tres sacerdotes decidió interponerse entre los adversarios.
–El padre Mancuso tiene razón. Todos estamos perturbados por este olor asqueroso. ¡Lo mejor que podríamos hacer es dedicar todas nuestras energías a librarnos de esta peste, en vez de aumentarla!
Este repentino ataque, que provenía de una fuente inesperada, desinfló al párroco, que retrocedió pero continuó mirando con odio al padre Mancuso. El padre Mancuso está convencido ahora de que tenía en sus ojos una expresión que provenía de algo o de alguien dentro del cuerpo del pastor. Algo había tomado posesión momentánea del prelado y continuaba vomitando ponzoña contra el padre Mancuso, como ya lo había hecho al envilecer la casa parroquial con el olor a excrementos.
George había logrado limpiarse por fin después de su desastrosa excursión al sótano. Él y Kathy estaban sentados en la cocina, tomando café. Eran las once pasadas de la noche y ambos estaban cansados por la tensión nerviosa que habían creado los incidentes, cada vez más numerosos. Tan sólo la cocina parecía segura y ninguno de los dos tenía ganas de meterse en cama.
–Oye –dijo George–, aquí está haciendo frío. Vamos a la sala, que es más caliente, al menos.
Se levantó de la silla, pero Kathy siguió sentada.
–¿Qué vamos a hacer? –preguntó Kathy–. Las cosas están empeorando. Estoy realmente asustada cuando pienso que puede pasarle algo a los chicos.
Kathy miró a su marido.
–Sólo Dios sabe qué habrá de pasar ahora.
–Oye –contestó él– limítate a mantener a los niños fuera del sótano hasta que ponga allí un ventilador. Después voy a emparedar la puerta de ese cuarto, así no nos molesta más.
Tomó a Kathy del brazo e hizo que se levantara.
–También quiero hablar con Eric, en mi oficina. Me dice que su novia ha tenido experiencias muy interesantes al realizar investigaciones de casas embrujadas...
–¿Casas embrujadas? –interrumpió Kathy–. ¿Crees que esta casa está embrujada? ¿Por quién o qué?
Siguió hasta la sala a su marido, pero se detuvo en el umbral.
–Se me ocurre algo, George. ¿No crees que nuestra Meditación Trascendental puede tener algo que ver con todo esto?
George meneó la cabeza.
–No. Absolutamente nada. Lo que sé es que debemos tratar de conseguir auxilio de algún lado. Podría ser que...
Al entrar en la sala el grito que lanzó Kathy ahogó el resto de las palabras de George. Miró hacia el rincón que ella señalaba con la mano. El león de porcelana que George había llevado al cuarto de costura estaba ahora en la mesa contigua a la silla de Kathy, ¡y tenía las fauces abiertas, amenazando a George y a Kathy!
XVI
Del 4 al 5 de enero
George levantó el león de la mesa de la sala y lo tiró a un tacho de basura que estaba fuera de la casa. Le tomó cierto tiempo tranquilizar a Kathy, pues no podía explicar de ningún modo por qué razón la pieza de porcelana había logrado bajar desde el cuarto de costura. Ella insistió en que algo en la casa lo había hecho y que no quería seguir ni un minuto más en el número 112 de Ocean Avenue.
George reconoció a Kathy que también él se había inquietado por la nueva y repentina aparición del león. Pero no estaba de acuerdo en huir sin intentar antes dar la batalla.
–¿Qué batalla puedes dar contra lo que no puedes ver? –preguntó Kathy–. Esta... esta cosa puede hacernos lo que se le ocurra.
–No, querida –dijo George–. No me podrás convencer de que una buena parte de todo esto no es nuestra inspiración. ¡Sencillamente no creo en duendes! ¡De ningún modo, en ninguna forma, en ningún momento!
Finalmente logró convencer a Kathy de ir a la cama con la promesa de que, si no podía obtener ayuda al día siguiente, dejarían la casa por cierto tiempo.
Ambos estaban completamente agotados. Kathy se quedó dormida de pura fatiga. George durmió a ratos, despertándose a cada instante para escuchar algún ruido raro en la casa. ¡Ahora dice que no tiene idea de cuánto tiempo estuvo allí acostado antes de oír una música militar en el piso de abajo!
Su cabeza empezó a marcar el ritmo del tamborileo antes de darse cuenta que estaba oyendo música. Echó una mirada a Kathy para ver si se había despertado y la oyó respirar lentamente. Estaba profundamente dormida.
George salió corriendo del cuarto y en el pasillo pudo oír que el retumbar de las pisadas se hacía más fuerte. "Debe haber por lo menos cincuenta músicos en la planta baja", pensó. Pero en el instante en que llegó al último escalón y encendió la luz del vestíbulo, los ruidos desaparecieron.
George quedó anonadado junto a la escalera, sus ojos y su cabeza giraban locamente en busca de algún indicio de movimiento. Allí no había absolutamente nadie. Al parecer, había entrado a un lugar con eco. Después de la cacofonía de sonidos, el repentino silencio suscitaba escalofríos.
Luego George oyó el rumor de un respirar afanoso y pensó que alguien estaba detrás de él. Giró sobre sus talones. No había nadie, y se dio cuenta que estaba escuchando el aliento de Kathy, que dormía en el piso de arriba.
El temor de que Kathy estuviera sola en el dormitorio movilizó a George. Subió corriendo los escalones de a dos y entró a su cuarto, encendiendo la luz. Allí suspendida en el aire, a un medio metro por encima de la cama, estaba Kathy, alejándose lentamente de él ¡en dirección a las ventanas!
–¡Kathy! –gritó George y saltó sobre la cama para agarrar a su mujer. El cuerpo de ésta estaba duro como madera, pero el movimiento cesó. George sintió una resistencia a su presión y luego un súbito aflojamiento. Él y Kathy cayeron entonces al suelo, pesadamente fuera de la cama. La caída despertó a Kathy.
Al ver en donde estaba, Kathy quedó desconcertada un instante.
–¿En dónde estoy? –gritó–. ¿Qué ha ocurrido? George quiso ayudarla a ponerse de pie. Apenas se sostenía sobre sus piernas.
–No es nada –dijo él para tranquilizarla–. Estabas soñando y te caíste de la cama. Nada más.
Kathy estaba demasiado anonadada para hacer más preguntas a George. Dijo "¡Oh!", volvió a meterse en la cama y a sumergirse en un profundo sueño. George apagó la luz del cuarto, pero no se echó de nuevo junto a su mujer. Se sentó en una silla cerca de las ventanas y no perdió de vista a Kathy mientras contemplaba el cielo del amanecer.
El padre Mancuso también contemplaba el amanecer del nuevo día en la casa de su madre en Queens, adónde había ido poco después de su altercado con el párroco. No había tenido miedo de nuevas explosiones de su amigo, pero le resultó imposible dormir en sus habitaciones impregnadas de olor a excrementos e incienso. Asimismo, creía ahora realmente que era el destinatario de una agresión demoníaca y pensaba que el olor habría de desvanecerse si se alejaba por cierto tiempo de la rectoría.
En un principio el padre Mancuso no las tenía todas consigo por haber ido a casa de su madre, ya que no quería comprometerla en sus problemas. Pero había empezado a sentir síntomas de nueva fiebre y llegó a la conclusión de que, si había de caer enfermo una vez más, lo mejor era ponerse en manos de ella.
No había dormido mucho y se despertó unos minutos antes del alba. Sintió picazón en las palmas de las manos y se quitó los guantes blancos para mirarlas. Pensó que había tenido mucha suerte en un punto: el párroco no se las había visto. El hombre, sin duda, habría aprovechado el hecho para denunciar a su antiguo amigo.
Los cielos estaban surcados de largos cúmulos de nubes blancas. El padre notó que estaban muy bajas y que avanzaban velozmente. Como la ola de frío se mantenía aún en las marcas más bajas esto podía anunciar más nieve. El padre Mancuso se apartó de la ventana y miró el reloj de la mesa de noche. Eran nada más que las siete de la mañana.
"Me gustaría llamar a George Lutz, pensó, para averiguar si la misa suscitó una reacción similar en su casa. Aunque no... a las siete no se puede telefonear." El padre Mancuso decidió esperar un rato y volvió a meterse en cama. Uno se sentía bien y cómodo bajo las frazadas. Soñolientamente oyó los movimientos de su madre en la cocina y de repente, sintió que tenía diez años y que estaba esperando que viniera a despertarlo para ir a la escuela. Las recientes penurias, dolores y humillaciones se desvanecieron de su mente y su cuerpo. El padre Mancuso se echó a dormir serenamente en la vieja cama de la casa de su madre.
A eso de las diez de la mañana Kathy seguía durmiendo profundamente. George había empezado a preocuparse por el estado de su mujer después de la aterradora experiencia de la noche pasada. Y no pudo esperar más. Llamó sin más al padre Mancuso.
Danny y Chris habían dicho a su padre que la radio de Amityville había anunciado que las escuelas iban a permanecer cerradas por un problema de combustible. Los muchachos parecían más bien contrariados por esto, ya que éste iba a ser el primer día en la nueva escuela, después de las vacaciones de Navidad, e implicaba una oportunidad de hacer nuevos amigos.
George pensó que era muy afortunado por no tener que llevar los niños a la escuela, situada en el otro extremo de la ciudad. No le gustaba la idea de dejar solas a Kathy y Missy en la casa. Preparó el desayuno a los niños y los envió al dormitorio a que jugaran. Después volvió junto a la cama de Kathy.
Kathy estaba pálida, tensa, unas profundas arrugas se marcaban en torno de la boca. No quiso despertarla y volvió a la cocina. Cuando vio que eran las once de la mañana, George decidió llamar al sacerdote.
Marcó el número de teléfono del padre Mancuso, pero no hubo respuesta. George llamó luego a la rectoría y allí se le dijo que el padre Mancuso estaba en casa de su madre. No: el número de esta señora no se lo podían dar, pero podían tomar cualquier recado.
George pasó el resto de la mañana en la cocina, esperando la llamada. Pensó que había sido un tonto al declarar que "no creía en duendes". Kathy tenía razón: "¿cómo diablos es posible luchar contra algo que es capaz de levantarnos de la cama como una pajita de escoba?" George Lutz, ex conscripto de la Marina, reconoció que estaba asustado.
Kathy estaba bajando las escaleras en el instante en que sonó el teléfono. El llamado provenía de la oficina de George: querían saber a qué hora se le podía esperar. El agente de réditos iba a pasar de nuevo por allí y ellos no sabían la forma en que George deseaba encarar la situación. George se contrajo. Finalmente dijo a su tenedor de libros que llamara al contador y postergara la cita hasta la semana siguiente. En cuanto a volver al trabajo... dijo que Kathy no se sentía bien y que estaban esperando la visita del médico.
Kathy se sentó junto a George a la mesa de la cocina y miró a su marido con un aire extraño. Repitió la palabra "médico". George meneó la cabeza y terminó la conversación diciendo al empleado de su oficina que iba a pasar más tarde por allá.
–¡Caramba! –dijo a Kathy–. ¡Se están cansando de mí! Voy a tener que ir mañana de todos modos.
Kathy bostezó, se encogió de hombros en un esfuerzo por aliviar la rigidez de su cuerpo.
–¡Vaya! –dijo–. ¡Mira la hora que es! ¿Por qué me dejaste dormir tanto tiempo? ¿Los chicos ya almorzaron? ¿Ya están en la escuela?
George empezó a contar con los dedos.
–Número uno –contestó–: hace semanas que no has dormido tan bien como anoche, y por eso te dejé dormir. –Levantó dos dedos–. Sí: han desayunado.
Tres dedos–: Hoy no hay clases. Les dije que subieran a jugar con Missy.
"Muy bien, pensó para sí. Kathy no recuerda nada de lo que ha ocurrido la noche anterior. Y yo no se lo voy a decir."
–He tratado de nuevo dar con el padre Mancuso siguió diciendo George–. Me dicen que está en casa de su madre. Me va a llamar en cuanto reciba mi recado.
La madre del padre Mancuso no interrumpió el necesario descanso de su hijo hasta casi las tres de la tarde. El sacerdote se dio cuenta de que su fiebre había disminuido, porque ya no sentía el leve mareo de antes. Y quedó doblemente complacido cuando llamó a la rectoría para saber si había algún mensaje. La persona que atendió el teléfono dijo que el incienso había logrado desalojar el horrendo hedor y que todo el mundo estaba de nuevo en sus habitaciones y despachos.
–Padre, también hay un mensaje de George Lutz. Llamó preguntando por usted.
"¡Ah, sí! ", recordó. "Había tenido intenciones de llamarlo, pero me olvidé completamente." El padre Mancuso dijo que volvería a la rectoría a la tardecita. Luego llamó a George.
El receptor fue levantado al primer timbrazo.
–¿George? Habla el padre Mancuso.
–Padre: ¡cómo me alegro que haya llamado! Tenemos que hablar inmediatamente con usted. ¿Podría usted venir aquí en seguida? ¡Se lo ruego!
–¡Yo ya he dado dos veces la bendición a su casa! –contestó el padre Mancuso–. He hecho rezar una misa votiva para usted en la iglesia el otro día. Y, a propósito, ¿hubo algún...?
–No se trata de bendecir la casa –dijo George, interrumpiendo–. ¡Ahora se trata de algo mucho mas importante!
En los minutos que siguieron George contó lo que había ocurrido en su casa de Ocean Avenue desde que ellos se habían mudado. Envió a Kathy arriba con el pretexto de que le trajera cigarrillos y contó al sacerdote la escena de levitación que había presenciado.
Durante todo el relato de George, el padre Mancuso había guardado silencio. Él había creído ser el único destinatario de un ataque demoníaco. Ahora comprendió, avergonzado, que había tratado de evitar lo inevitable."Vamos, hombre, eres un sacerdote", se dijo a sí mismo. "Si no quiero ponerme la sotana y aceptar sus obligaciones... entonces, ¡me valga Dios! , . . el párroco tiene razón. ¡Soy un fraude!"
El padre Mancuso aspiró profundamente.
–Está bien, George. Trataré de ir a su casa y...
George no oyó lo que el padre Mancuso siguió diciendo. De repente se oyeron estridentes gemidos por teléfono y un ruido de descargas que casi le rompió los tímpanos.
–¡Padre! ¡No puedo oírle!
Los gemidos continuaron. Esa fue la única respuesta que obtuvo George.
Del otro lado, el padre Mancuso tuvo la sensación de que le habían dado una bofetada. Colgó el receptor, se llevó la mano a la mejilla y se echó a llorar. "¡Tengo miedo de volver allí!" Miró las palmas de sus manos laceradas y se tapó con ellas la cara. "¡Oh, Dios mío, ayúdame! ¡Ayúdame!"
George sabía que era inútil esperar que el padre Mancuso llamara de nuevo. Aun en el caso de que él lo hiciera, no se les iba a permitir conversar sobre la casa. Pero George albergaba una sola esperanza: estaba seguro de que había oído decir al sacerdote que iba a visitarlo, pero no sabía cuándo. Sólo le quedaba sentarse y esperar.
El padre Mancuso volvió a la parroquia después de las ocho de la noche. Ahora eran casi las diez y el sacerdote se sentó y se puso a mirar el teléfono. El olor a excremento se había desvanecido, como se le había informado, pero el acre perfume del incienso seguía suspendido en el aire. Era un aroma tolerable. Lo que no podía tolerar era su incapacidad de ir a casa de los Lutz. Incluso la idea de que los niños estaban en peligro de asaltos demoníacos no lograba vencer su miedo a lo que podía ocurrirle en el número 112 de Ocean Avenue. Por último el padre Mancuso levantó el tubo de su teléfono y llamó a la oficina del capellán en la diócesis de Rockville Center. Solicitó ver al capellán y se le dijo que pasara al día siguiente, por la mañana. Luego se preparó a meterse en cama. Había dormido bastante ese día en casa de su madre, pero estaba de nuevo exhausto. Antes de ponerse el piyama, entró al cuarto de baño para quitarse los guantes blancos. El linimento había contribuido a curar el ardor y quería mojarse las manos una vez más.
Se quitó los guantes y quedó asombrado. Dio vuelta las manos y examinó las palmas. ¡Ya no había feas manchas ni llagas! No había rastros de sangre. ¡Las llagas habían desaparecido!
Kathy no había estado en sus cabales en ningún momento de ese día y esa noche. Ahora estaba sentada junto a la chimenea del cuarto de estar. George había dado de comer a los niños y los había enviado a la cama. Los chicos no se quejaron de que fuera demasiado temprano pues sabían que debían levantarse para ir a la escuela. Como es lógico, el problema de combustible se había resuelto, porque la emisora de Amityville había anunciado que las escuelas iban a estar abiertas el día siguiente.
George había ayudado incluso a Missy a darse su baño. Y había leído a su hija un cuento antes de que la niña le dejara apagar la luz. Las últimas palabras que dijo Missy antes de que él cerrara la puerta fueron:
–Buenas noches, papá. Buenas noches, Jodie.
Cuando George vio que eran casi las once comprendió que el padre Mancuso no iba a venir esa noche. Kathy se había estado casi cayendo de la silla en la última hora: los ojos se le entrecerraban por el calor del fuego. Por último, anunció a George que se iba a acostar.
George miró a su mujer. Ni una sola vez había dicho Kathy que quería irse de la casa. Parecía como si ninguno de los aterradores incidentes hubieran ocurrido y fuera natural en ella el deseo de acostarse. Los dos subieron al dormitorio.
Kathy masculló que tenía demasiado sueño para tomar un baño ... que lo haría por la mañana. Y se durmió en cuanto recostó la cabeza en la almohada. George quedó un rato sentado en el borde de la cama, observando la profunda respiración de Kathy. Después salió a echar una ojeada a Harry. El perro se había quedado dormido de nuevo, sin tocar siquiera la comida.
George se iba a inclinar para acariciar al animal cuando oyó la banda militar, que estaba tocando una marcha en su casa. Entró corriendo por la puerta de la cocina. Los tambores y las cornetas atronaban en la sala. George oyó las pisadas de innumerables pies mientras avanzaba por el pasillo.
Las luces seguían encendidas, pero notó que no había nadie en el cuarto. En el mismo instante en que miró hacia la sala, la música se interrumpió. George echó una mirada trastornada en derredor.
–Grandísimos canallas ... ¿en dónde están? –gritó.
George tragó grandes bocanadas de aire y comprendió entonces que en la sala pasaba algo raro. Todos los muebles habían cambiado de sitio. La alfombra estaba enrollada, las sillas, el diván y las mesas estaban arrinconados contra las paredes, como si se hubiera querido dejar espacio para una compañía de bailarines... ¡o una banda militar!
XVII
6 de enero
–Su relato es muy interesante, Frank, pero si yo no tomara en cuenta sus antecedentes, que son intachables, creería realmente que usted no está en sus cabales... por darle crédito.
El capellán Ryan se levantó de su escritorio y se acercó a la flamante maquinita de hacer café en el otro extremo del cuarto. El padre Mancuso meneó la cabeza cuando el padre Ryan le invitó. Y entonces el capellán sirvió una taza de café negro para el padre Nuncio –el otro capellán– y otra para sí.
El capellán volvió a sentarse a su escritorio, sorbió un trago de café y empezó a hojear sus notas.
–En su condición de psicoterapeuta, ¿cuántas veces le ha ocurrido dar con personas que vienen a verlo con historias de esta clase? Centenares de veces, me temo.
El capellán Ryan era un hombre extremadamente alto, incluso cuando estaba sentado. Medía más de dos metros y tenía una mata de cabellos blancos que coronaba un rubicundo rostro irlandés. En la diócesis era bien conocido por la manera franca que tenía de hablar con los otros sacerdotes, fueran jóvenes curas párrocos o el obispo en persona.
El capellán Nuncio, en cambio, era todo lo contrario. Rojo, achaparrado, de pelo negro, de aspecto joven a los cuarenta y dos años –el padre Ryan ya había pasado los sesenta– ponía en su trato una seriedad que complementaba las maneras más accesibles del otro capellán.
Los dos habían escuchado el relato hecho por el padre Mancuso de los episodios que, según George Lutz, habían tenido lugar en la casa de Ocean Avenue y que, para propia humillación, incluían el último percance que acababa de ocurrir en la casa parroquial. Los dos hombres quedaron muy asombrados de los temores del padre Mancuso, para quien estos fenómenos tenían un carácter diabólico.
El capellán Ryan levantó la mirada del cuaderno que tenía en su escritorio y habló al perturbado sacerdote.
–Antes de que formulemos algunas sugerencias sobre la forma en que debe usted encarar este asunto, Frank, como participante y como sacerdote, creo que conviene que conozca usted el reglamento.
El padre Ryan hizo un movimiento de cabeza al padre Nuncio. El otro sacerdote dejó su taza de café.
–Al parecer, usted cree que hay un elemento demoníaco en los acontecimientos ocurridos en casa de los Lutz, que el lugar estaría "poseído" de algún modo. Bueno, permítame asegurarle que, ante todo, los lugares y las cosas nunca pueden ser "posesos". Esto sólo puede ocurrir a las personas.
El padre Nuncio hizo una pausa, tanteó su chaqueta y extrajo varios cigarros cortos. Invitó a los otros dos, que no aceptaron. Luego encendió el cigarro, resoplando y hablando al mismo tiempo.
–El punto de vista tradicional de la Iglesia considera al demonio en varios aspectos: el Malo obra mediante la tentación, aguijoneando así a los hombres hacia el pecado, entablando batallas psicológicas que, estoy seguro, usted conoce, perfectamente.
–¡Oh, sí! –dijo el padre Mancuso–. Como ha dicho el padre Ryan, he entrevistado y oído a muchas personas que vienen a consultarme como médico de almas y sacerdote.
El capellán Ryan retomó el hilo.
–Y también están las llamadas actividades extraordinarias del diablo en el mundo: Por lo general, una persona es afectada en forma material: éste podría ser el caso que usted nos cuenta. A esto llamamos nosotros infección. La infección se subdivide en varias categorías que le expondré en seguida.
–La obsesión –dijo el padre Nuncio, interviniendo– es el paso siguiente. En la obsesión la persona es afectada interna o externamente. Y por último está la posesión que hace perder a la persona momentáneamente el dominio de sus facultades y permite al diablo actuar desde ella y por su intermedio.
Cuando el padre Mancuso había entrado al despacho de los capellanes, cumpliendo con la cita, se había sentido un poco tímido en relación a la forma de encarar su problema. Pero se sintió aliviado al notar el intenso interés que demostraban los dos prelados. Ahora, después de haber expuesto ellos las grandes líneas que había que tomar en cuenta en esta clase de situaciones, el padre Mancuso advirtió que aumentaban sus esperanzas de poner fin a sus tribulaciones.
–Al investigar casos de posible interferencia diabólica –prosiguió diciendo el capellán Ryan– debemos tomar en cuenta lo siguiente: primero, fraude y dolo. Segundo, causas científicas naturales. Tercero, causas parapsicológicas. Cuarto, influencias satánicas. Y quinto, el milagro. En el caso que consideramos, el fraude y el dolo no son posibles, al parecer. George y Kathy Lutz son, por lo que se me alcanza, personas normales y equilibradas. Pensamos que también usted lo es. Por lo tanto, las posibilidades quedan reducidas a influencias psicológicas o diabólicas.
–El milagro queda excluido –dijo el padre Nuncio– porque el Ser Divino no puede mezclarse a lo que es trivial y estúpido.
–Muy justo –dijo el padre Ryan–. Por lo tanto la explicación debe incluir la alucinación y la autosugestión ... Por ejemplo, los contactos invisibles que Kathy sintió ... o cuando George cree haber oído las pisadas de los músicos de una orquesta. Pero tomemos en cuenta la explicación parapsicológica. Parapsicólogos como el doctor Rhine, que trabaja en la Universidad Duke, de Carolina del Norte, distinguen cuatro aspectos principales en esta ciencia. Los primeros tres caen bajo el rótulo general de ESP (percepción extrasensorial) . Esto incluye la telepatía mental, la clarividencia y la precognición, que podrían explicar las visiones de George y la "selección" de informaciones que coinciden al parecer con hechos conocidos en la vida de los De Feo. El cuarto aspecto parapsicológico en la llamada psicokinesis, que estudia el movimiento de objetos que, al parecer, se mueven por sí solos. El león de porcelana de los Lutz entraría en esta categoría....si se movió realmente.
El padre Nuncio se levantó para servirse una nueva taza de café.
–Todo lo que hemos dicho, Frank, es parte de las recomendaciones que hacemos a los Lutz. Trate usted de ponerlos en contacto con alguna institución dedicada a estas investigaciones, como la del doctor Rhine, que pueda disponer una inspección de la casa. Ellos están en condiciones de hacer pruebas a fondo y estoy seguro de que llegarán a alguna conclusión que nada tiene que ver con influencias satánicas.
–Y ... ¿en lo que a mí se refiere? Yo ... ¿qué voy a hacer?
El capellán Ryan se aclaró la garganta y miró benévolamente al sacerdote.
–No debe usted volver a esa casa. Puede usted llamar a los Lutz y trasmitirles nuestras propuestas. Pero de ningún modo debe usted poner de nuevo los pies en esa casa.
–Creí que usted me había dicho que yo era un tonto por creer en estas cosas –dijo el padre Mancuso.
–Se lo he dicho –dijo el padre Ryan–. Pero usted está tan perturbado por este asunto que, de momento, lo mejor que puede hacer es desentenderse de los Lutz y del número 112 de Ocean Avenue.
Después del desayuno, Kathy llevó a los niños en auto hasta la nueva escuela y luego siguió con Missy hasta la casa de su madre. George había quedado solo en la casa y bajó al sótano para realizar un intento de dispersar el mal olor con dos ventiladores. Pero al bajar las escaleras no notó ni rastros del atroz olor que le había hecho vomitar el día antes.
Husmeó por todos lados, pero no pudo hallar nada. Incluso fue directamente hasta el cuarto rojo secreto, empujó el tabique de madera prensada y recorrió las paredes rojas con el haz de luz de su linterna. "¿Qué es esto?", se dijo, "¡no es posible que se haya evaporado de esta manera! Debe haber algún agujero en algún sitio, que traga el aire".
George se había puesto a buscar la posible abertura cuando el padre Mancuso marcó su número. Después de la reunión, el sacerdote había vuelto a sus habitaciones en North Merrick con intenciones de llamar a George y trasmitirle las recomendaciones de los capellanes. Oyó sonar diez veces el teléfono antes de colgar. El padre Mancuso pensó que iba a llamar más tarde, cuando los Lutz estuvieran de vuelta.
George estaba en la casa, pero no oyó la campanilla del teléfono. La puerta que llevaba al sótano estaba abierta y, por lo general, la campanilla de teléfono se oía en todas partes de la casa.
George no logró encontrar la abertura por la que podía haber escapado el mal olor, pero en cambio descubrió algo interesante en la zona de los escalones de entrada a la casa. Cuando el constructor había echado los cimientos para la casa de Ocean Avenue, cubrió al parecer un agujero de forma circular con una tapa de cemento. Rastrillando la tierra amontonada sobre esta protuberancia, George aflojó accidentalmente el pedregrullo que estaba en la base y oyó que ésta caía en una sustancia líquida que estaba abajo. Al iluminar con su linterna vio una viga negra y mojada.
–¡Una fuente surgente! –dijo en voz alta–. ¡Esto no estaba en los planos! ¡Debe ser un resto que queda de la antigua casa que habían edificado aquí!
Volvió a la planta baja y echó una mirada al reloj de la cocina. "Es extraño, pensó. Son casi las doce y todavía no tengo noticias del padre. Es mejor que yo llame".
George llamó a la parroquia. El sacerdote atendió al primer timbrazo. George se sorprendió cuando el padre Mancuso le dijo que acababa de llamar y que nadie había contestado. Luego George preguntó al padre Mancuso cuándo pensaba ir a visitarlos y entonces el sacerdote le dio el informe de los capellanes.
Dijo a George que había ido a ver a sus superiores en la diócesis y repitió la recomendación de éstos: los Lutz debían ponerse en contacto con alguna institución que efectuara una inspección de la casa. El padre Mancuso dio a George la dirección de un Instituto de Investigaciones Psíquicas en Carolina del Norte y sugirió que se pusiera inmediatamente al habla con ellos. George estuvo de acuerdo, pero insistió en que el sacerdote fuera a visitarlo.
Muchos meses debieron pasar después de haber dejado él y su familia la casa de Ocean Avenue para que George Lutz se enterara de lo mucho que había sufrido el padre Mancuso, que había dado su bendición original a la casa, y de los tantos sinsabores y humillaciones que había padecido. Por lo tanto, cuando el padre Mancuso se negó una vez más a ir a verlo, George se alteró y dijo que esta visita le hacía falta realmente, mucho más que un equipo de cazadores de fantasmas en algún Estado del Sur. Además, dijo, ¿quién iba a pagar por todo? De todos modos, después de haber prometido que iba a llamar a los parapsicólogos y que mantendría informado al sacerdote de los resultados, George cortó.
Todavía estaba fastidiado en el momento en que llamó a Kathy a casa de su madre. George dijo a su mujer lo que le había recomendado el sacerdote, pero añadió que no pensaba tomarse esa molestia. Kathy, en cambio, opinó que debían seguir las recomendaciones de los capellanes y acatar lo que proponía la Iglesia.
Finalmente George accedió y dijo que pensaba ir a su oficina y escribir una carta a la gente de la Universidad de Carolina del Norte. Pero no dijo que pensaba hablar con Eric, un joven empleado en su agencia, cuya novia tenía condiciones de médium, según él aseguraba.
Después de hablar con George, el padre Mancuso sintió que un tremendo peso se levantaba de sus hombros. El solo hecho de haber podido compartir su carga con otros le aclaró completamente la mente por primera vez en varias semanas: la responsabilidad que debía soportar solo, ahora era compartida por sus superiores.
El sacerdote se puso a preparar su plan de trabajo para la semana venidera. Le llevó varias horas –hasta el momento de la comida– redactar el programa definitivo para atender su consultorio y sus pacientes.
Pidió que le mandaran comida china de un restaurante cercano de North Merrick y la devoró mientras leía sus historias clínicas.
George fue en auto a su agencia y puso en el buzón la carta para los parapsicólogos, utilizando como referencia los nombres de los capellanes. No esperaba, en realidad, una respuesta inmediata a su solicitud, de modo que pegó en el sobre una estampilla de correo regular, no aéreo. Y luego telefoneó a la amiga de Eric, Francine.
La muchacha se mostró muy interesada en lo que él le contó. Estaba segura de que podía ponerse en comunicación con lo que o con la entidad que estaba hostigando la vida de él y la de Kathy, y prometió ir a casa de los Lutz con su novio dentro de un día o dos.
Luego la muchacha dijo algo que hizo parar la oreja a George. Sin que hubiera habido ningún antecedente en la conversación, dijo que George debía ver si en su propiedad no había un pozo viejo, tapado y abandonado. Él no reconoció que ya había encontrado ese pozo, pero preguntó en cambio por qué. Francine quería que él iniciara esa búsqueda.
La respuesta lo dejó estupefacto:
–Creo –dijo Francine– que los espíritus que los están hostigando provienen de un pozo. Naturalmente, ustedes pueden taparlo. Pero me temo que si hay un pozo bajo la casa el pasaje debe ser directo. De algún modo, aunque sea una tenue rajadura, es todo lo que hace falta para que trepe cuando así desee hacerlo.
Después de agradecer a la muchacha y colgar, George telefoneó al Instituto de Investigaciones Psíquicas de Durham, Carolina del Norte, y se refirió a la carta que acababa de enviar. Ellos accedieron a enviar un investigador a la brevedad posible. A cambio de esto, George aceptó pagar los gastos que ocasionara el viaje al investigador.
El padre Mancuso, asimismo, debió una vez más atender el teléfono esa noche. La llamada se produjo después de las once y la persona que llamaba era la misma que lo había ayudado cuando su auto se había quedado parado en el pasaje Van Wyck.
Los dos sacerdotes rememoraron los azarosos acontecimientos de esa noche y el padre Mancuso preguntó a su colega si había tenido nuevas dificultades con su parabrisas.
–No –dijo su amigo–. Es decir, todo ha estado en orden hasta hace unos minutos.
El corazón del padre Mancuso empezó a golpear contra sus costillas.
–Frank –dijo el otro sacerdote–, acabo de recibir una llamada telefónica muy peculiar. No sé quién es, pero el hombre me ha dicho: "Dígale al sacerdote que no vuelva".
–¿De quién estaba hablando? –preguntó el padre Mancuso.
–Se lo pregunté. Dije: "¿De quién está usted hablando?" La voz se limitó a contestar: "Del sacerdote a quien usted ayudó".
–¿El sacerdote a quién usted ayudó"?
–Si. Pensé en estas palabras después que el hombre colgó, y no pude acordarme de nadie, fuera de usted. ¿Cree que se estaba refiriendo a usted, Frank?
–¿En ningún momento le dijo quién era?
–No. Se limitó a decirme: "El sacerdote sabrá quién es".
–¿Cuáles fueron sus palabras exactas?
–Dijo: "Dígale al sacerdote que no vuelva si no quiere morir".
XVIII
Del 6 al 7 de enero
Un poco antes, ese día Kathy había vuelto de la casa de su madre a tiempo para recoger a Danny y Chris en la nueva escuela de Amityville. Los muchachos estaban ansiosos por hablar de los maestros, los condiscípulos y las instalaciones escolares. Habían retirado la nieve del patio y los niños pudieron practicar algunas actividades al aire libre. Missy, envidiosa por tener que quedarse en casa, preguntó repetidas veces a sus hermanos cómo eran las niñas de la escuela primaria.
Toda la familia se reunió a comer a las seis y media. George dijo a Kathy qué medidas había tomado respecto de la sugerencia del padre Mancuso y también contó que había hablado con la muchacha que podía ponerse en contacto con los espíritus. A Kathy le pareció muy bien que hubiera llamado por teléfono a los parapsicólogos en vez de esperar una respuesta a la carta. Pero no le gustó demasiado la idea de una persona extraña que iba a venir a su casa a hablar con los espíritus, particularmente una mujer joven, como Francine.
Cuando terminaron de comer, Kathy dijo a George que su deseo era volver a casa de su madre hasta el momento en que sintiera que la casa ofrecía seguridades para vivir en ella. George le recordó que afuera el termómetro marcaba ocho grados bajo cero y que se había pronosticado una nevada para esa mañana. Aunque East Babylon no estaba demasiado lejos de la carretera, él no creía que ella iba a poder llegar desde la casa de su madre a tiempo para llevar a los chicos al colegio esa mañana.
Danny y Chris dijeron que querían quedarse en casa, tenían deberes de colegio que hacer y, además, la abuela no les permitía ver la televisión después de las ocho. Kathy fue convencida finalmente por sus argumentos, aunque le inquietaba la perspectiva de pasar otra noche en la casa. Y dijo a George que no se creía capaz de pegar los párpados ni una sola vez.
Harry había estado en la cocina con ellos mientras comían, y Kathy le había dado todos los pedazos de carne que habían sobrado. Antes de meterse en cama George pensó que tal vez fuera mejor que Harry durmiera esa noche adentro. El frío era intenso y probablemente iba a aumentar con la nevada. Harry no haba engullido su habitual comida canina, pero George pensó que al animal le hacía falta carne fresca.
Mientras los muchachos hacían sus deberes, Missy hizo pasar a Harry a su cuarto y se puso a jugar, con él. Pero Harry no se quiso quedar: estaba nervioso y movedizo, como notó Kathy, especialmente después que Missy presentó a Harry a su amigo invisible, Jodie. Por último la niña debió cerrar la puerta para impedir que Harry se fuera. El perro se metió bajo la cama y allí se quedó. Por último, Chris vino a buscarlo. Harry salió con aire compungido del cuarto de Missy y subió las escaleras hasta el último piso, donde se quedó el resto de la noche.
A las doce, cuando George y Kathy se acostaron, ella quedó dormida instantáneamente –era ya la tercera noche que le ocurría– sumiéndose en un sueño profundo, respirando con pesadez. Pero George, que estaba a su lado, de espaldas a ella, seguía muy despierto, con el oído atento a cualquier indicio de la banda militar.
Cuando notó por primera vez los copos de nieve que caían, miró su reloj de pulsera: la una de la mañana. Empezaba a levantarse viento, que agitaba los copos. Luego le pareció oír el ruido de una lancha que navegaba por el río Amityville. Pero las ventanas del dormitorio no daban sobre el río y George no tuvo valor para levantarse de su cama caliente y mirar por las ventanas del cuarto de Missy o del cuarto de costura. Además el río estaba congelado, de modo que George atribuyó el sonido a los juegos del viento.
A las dos de la mañana empezó a bostezar, los párpados se le cerraban y sentía el cuerpo rígido de estar siempre en la misma postura. Unos momentos antes había mirado por encima de su hombro a Kathy, que seguía durmiendo con la boca abierta.
De repente George sintió unas ganas inesperadas de levantarse de la cama, bajar e ir a The Witches Brew a tomar una cerveza. Sabía que en la heladera no faltaban las latas de cerveza, pero pensó que estas latas no podían aplacar su sed. Tenía que ir a The Witches Brew y no importaba que fueran las dos de la mañana y la temperatura, polar. Se volvió para despertar a Kathy y decirle que bajaba a dar una vuelta.
En la oscuridad del cuarto, George pudo notar que Kathy no estaba en la cama. ¡Pudo ver que estaba levitando de nuevo, casi treinta centímetros por arriba de él, y alejándose!
Instintivamente George tendió un brazo, la asió de los cabellos y tiró. Kathy avanzó por los aires, flotando, hacia él y luego cayó sobre el colchón. Entonces se despertó.
George encendió la lámpara de la mesa de noche y quedó boquiabierto. ¡Estaba ante una mujer de noventa años: los cabellos en desorden y de un blanco sucio, la cara hecha una pasa, llena de arrugas y feas hendiduras, la barbilla goteando la saliva que se escapaba de la boca desdentada!
George quedó tan horrorizado que quiso irse sin más del cuarto. Los ojos de Kathy, hundidos entre las arrugas, lo miraban con aire sorprendido. George se estremeció. "¡Esta es Kathy!, pensó, ¡ésa es mi mujer! ¡Qué diablos estoy haciendo?"
Kathy notó el terror en la cara de su marido. "¡Dios mío!, ¿qué está viendo?" Saltó de la cama, corrió hacia el cuarto del baño y encendió la lamparilla que estaba encima del espejo, se miró la cara y lanzó un grito.
La vieja arpía vista por George había desaparecido: los cabellos estaban desordenados, pero habían vuelto a ser rubios, los labios ya no babeaban y no estaba arrugada. Pero había marcas profundas y feas en sus mejillas.
George entró al cuarto de báño a la zaga de Kathy y contempló la imagen de su esposa en el espejo. El también vio que el rostro de noventa años se había desvanecido, pero las tajaduras hondas y largas desfiguraban la cara de Kathy.
–¿Qué le pasa a mi cara? –aulló Kathy. Ella se volvió hacia George, que puso su mano sobre la boca de Kathy. Los labios estaban secos y muy calientes. Luego rozó los surcos profundos. Había tres en cada mejilla y se extendían desde abajo de los ojos hasta la línea de la mandíbula.
–No sé, querida –dijo en voz baja.
George trató de borrar los surcos con una toalla que encontró cerca del lavabo. Kathy giró y se miró en el espejo. La cara asustada le devolvía la mirada. Se pasó los dedos por la cara y se echó a llorar.
El desamparo de Kathy conmovió profundamente a George, que le puso las manos sobre los hombros.
–Voy a llamar en seguida al padre Mancuso –dijo.
Kathy meneó la cabeza.
–No, no lo debemos mezclar en esto.
Y miró la cara de George, reflejada en el espejo.
–No sé porqué creo que podría ser dañino para él. Es mejor que vayamos a ver cómo están los chicos –dijo serenamente.
Los niños dormían plácidamente, pero ni George ni Kathy pudieron dormir esa noche. Se quedaron en su dormitorio, con las luces encendidas, contemplando la nieve que caía. De cuando en cuando Kathy se llevaba las manos a la cara para comprobar si los surcos aún estaban allí. Fielmente llegó el frío amanecer. La nevada había cesado y ya había bastante luz para que George pudiera ver a Kathy cuando ésta le tocó el hombro.
–George –dijo Kathy–, ¡mírame la cara!
Él se volvió desde la silla que había puesto junto a la ventana y miró a su mujer. A la débil luz del amanecer George vio que los surcos habían desaparecido. Con los dedos tocó la piel de la cara de ella. Era suave de nuevo y no tenía rostros de los horribles surcos.
–Se han ido, querida –dijo, y sonrió amablemente–. Totalmente desaparecidos.
Pese a lo que Kathy había dicho esa noche, George telefoneó al padre Mancuso por la mañana y lo encontró en el momento en que salía celebrar su misa matinal.
George le dijo que había hablado con Carolina del Norte y que un tal Jerry Solfvin le había prometido enviar inmediatamente un investigador a su casa. Luego habló del incidente de la noche pasada. El padre Mancuso quedó muy turbado al enterarse de la segunda levitación y de las alteraciones en la cara de Kathy.
–George –dijo con voz preocupada–, tengo miedo de lo que pueda venir ahora. ¿Por qué no abandona usted esa casa por cierto tiempo?
George contestó que había estado pensando en hacer eso mismo, pero que antes deseaba saber qué había de decir Francine, la médium. A lo mejor podía ser útil.
–¿Una médium? –preguntó el padre Mancuso–. ¿De qué habla usted, George? ¡Eso no es científico!
–Me ha dicho que puede conversar con espíritus –dijo George–. Lo cierto, padre, es que... ¿Sabe usted qué me dijo ayer? Me dijo que hay un pozo de aguas oculto bajo la casa. ¡Y tiene razón! Ayer descubrí uno... ¡y esa mujer nunca ha puesto los pies aquí!
El padre Mancuso se enojó.
–Oigame una cosa –gritó–. ¡Usted está metido en algo muy peligroso! ¡No sé qué está pasando en su casa, pero es mejor que no siga usted ahí!
–¿Irme... y dejar todo?
–Sí, por un tiempo. Nada más –insistió el sacerdote–. Voy a hablar de nuevo con los capellanes y veré si puedo enviar a alguien, tal vez un sacerdote.
George guardó silencio. Había intentado que el padre Mancuso fuera a la casa y éste se había negado una y otra vez. Los superiores del sacerdote se habían limitado a sugerir que había que ponerse en contacto con una sociedad de investigaciones. Finalmente había encontrado una persona que, al parecer, era capaz de ayudarlo a él y a su mujer. ¿Por que habría de abandonar todo y huir?
–Se lo diré a Kathy, padre –dijo George por fin–. Gracias.
Y se dispuso a cortar.
–George, hay algo más –dijo el padre Mancuso–. Creo recordar que usted y Kathy han estado practicando la Meditación Trascendental a la vez.
–Sí, así es.
–¿La siguen practicando ustedes? –preguntó el sacerdote.
–No... sí. Bueno, en realidad no la hemos practicado desde que nos mudamos –contestó George–. ¿Por qué?
–Curiosidad de saberlo, George, nada más. Me alegro de que no mediten ustedes ya. Se me ocurre que esa práctica podría volverlos más sensibles.
Inmediatamente después de hablar con George el padre Mancuso llamó al vicario en Rockville Center. Por desgracia, los capellanes Ryan y Nuncio no estaban disponibles y el secretario sólo pudo prometer que trataría de que telefonearan al día siguiente. El sacerdote estaba extremadamente turbado y pedía al cielo que la situación no siguiera deteriorándose antes de que la Iglesia lograra reunir fuerzas para enfrentar las potencias malignas que se habían apoderado de la casa de Ocean Avenue.
Movido por la compasión que le inspiraba el aprieto de los Lutz, el padre Mancuso olvidó sus propias tribulaciones. Pero a los pocos minutos algo ocurrió que lo llamó al orden y le recordó que también él era destinatario de la maléfica influencia. Empezó a temblar y estremecerse. El estómago se le contrajo y la garganta se le apretó. El sacerdote estornudó y los ojos lloraron; estornudó de nuevo y pudo ver que había sangre en su pañuelo. La advertencia del capellán Ryan: "¡No debe usted mezclarse más en eso!" le pasó por la cabeza. Pero ya era demasiado tarde. ¡El padre Mancuso. tenia todos los síntomas de otro ataque de gripe!
Más avanzado ese día Eric, el joven ingeniero que trabajaba en la agencia de George, llegó a la casa de los Lutz con su novia, Francine. George hizo pasar inmediatamente a la sala a la pareja, que venía del frío externo, para que se calentara frente a la gran hoguera.
La pareja irradiaba un buen humor contagioso: lo que había estado faltando justamente en la casa de Ocean Avenue. George y Kathy reaccionaron favorablemente y muy pronto los cuatro estaban charlando como viejos amigos. Con todo, había cierta urgencia por debajo de la afabilidad exterior de George: él quería que Francine hiciera una inspección de la casa.
Cuando se disponía a llevar la conversación por el lado de las experiencias de Francine con los espíritus, ella misma se le adelantó. Se levantó del sillón y se acercó a George.
–Ponga usted las manos aquí –dijo.
George se levantó y movió las manos en el punto del espacio que ella había señalado.
–¿Siente usted el aire frío? –preguntó Francine.
–Levemente –contestó George.
–Ha estado sentada aquí. Ahora se ha ido. Camine junto al sofá, ahora. ¿Lo siente aquí?
George acercó la mano a un almohadón.
–¡Sí, está tibio!
Francine hizo una seña a George y a Kathy para que la siguieran. Los tres entraron al comedor, mientras Eric se quedaba en la sala, junto a la chimenea. Francine se paró al lado de la mesa grande.
–Aquí hay un olor extraño –dijo–. No sé dónde situarlo, pero hay un olor. ¡Uf! ¿Pueden ustedes olerlo?
George olfateó.
–Sí, aquí mismo. Es olor a sudor.
La muchacha se dirigió a la cocina, pero vaciló antes de pasar por el rincón favorito de Kathy.
–Hay un viejo y una vieja. Son espíritus perdidos. ¿Huelen ustedes el perfume?
Los ojos de Kathy se agrandaron. Miró a George, que se encogió de hombros.
–Evidentemente estas personas han estado en esta casa alguna vez –siguió diciendo Francine–, pero murieron. No creo que hayan muerto en la casa.
Se volvió hacia George y dijo:
–Ahora querría ver el sótano. ¿De acuerdo?
Cuando George había hablado con Francine por teléfono por primera vez, le había dicho que en su casa habían ocurrido cosas misteriosas, pero no había aclarado qué clase de fenómenos eran, ni tampoco lo que había ocurrido entre Kathy y él. No había hablado de los contactos en la cocina ni del perfume barato que Kathy había olido. En todo caso, Francine había dicho que prefería sacar sus propias conclusiones después de visitar la casa y "haber hablado con los espíritus que viven allí".
Ahora Francine bajó las escaleras hasta el sótano.
–Esta casa ha sido construida sobre un cementerio o algo parecido –dijo. Y señaló la parte del sótano en donde estaban los depósitos.
–¿Eso es nuevo? –preguntó a George.
–No lo creo –contestó él–. Por lo que puedo saber, toda se hizo a la vez.
Francine se detuvo frente a los placards.
–Hay personas enterradas aquí. Hay algo encima de ellas. Hay un olor raro. El aire no debería estar tan pesado.
Y señaló directamente el tabique de madera prensada que disimulaba el cuarto secreto.
–¿Siente usted el frío?
Y empezó a mover las manos, a tocar la madera.
–Aquí han asesinado a alguien. O ha sido enterrado aquí. Tengo la impresión de que hay una nueva parte, una nueva parte que han añadido sobre la tumba.
Kathy tuvo ganas de salir corriendo. Su marido notó que estaba perturbada y le tomó las manos. Francine resolvió el problema de la pareja:
–Este lugar no me gusta nada. Lo mejor es que subamos.
Sin esperar respuesta, se dio vuelta y enderezó hacia la escalera.
En el momento en que subían al primer piso el novio de Francine, Eric, se unió a ellos. Francine se detuvo un momento y se apoyó en la balaustrada.
–Debo decir que, cuando llegué, tuve una sensación de mareo. Sentí una especie de opresión en la parte derecha del tórax.
–¿Dolor? –preguntó Kathy. Francine asintió con la cabeza.
–Muy leve. Muy rápido. Justamente en el instante de doblar. Pasó muy pronto.
Avanzó hacia la puerta cerrada del cuarto de costura.
–Ustedes han tenido problemas aquí.
George y Kathy hicieron un signo afirmativo. Él abrió la puerta, esperando tal vez que el cuarto estuviera lleno de moscas. Pero no las había y él y Francine entraron. Kathy y Eric se quedaron en el umbral. De repente Francine entró en trance, al parecer.
Desde su garganta llegó una voz diferente, más espesa, masculina:
–Querría hacer una advertencia a todos ustedes. La mayor parte de la gente descubre quienes son sus espíritus y terminan haciéndose amigos de ellos. No quieren perderlos y no quieren que se vayan. Pero en este caso, de todos modos, me parece que hay que practicar un exorcismo en esta casa.
La voz que salía de Francine le pareció conocida a George. No pudo situarla de entrada, pero estaba seguro de que la había oído antes.
–Una niña y unos muchachos... Veo manchas de sangre. Algunos se han lastimado aquí. Alguien que ha tratado de matarse o no sé qué...
Francine emergió de su trance.
–Me querría ir ahora –dijo a George y Kathy–. Éste no es un buen momento para intentar hablar con los espíritus. Tengo la sensación de que me debo ir. Nací con un velo veneciano...
George no entendió estas palabras, pero ella prometió que iba a volver en un día o dos... "Cuando las vibraciones sean mejores", explicó. La pareja se fue casi inmediatamente.
De vuelta en la sala, George y Kathy guardaron silencio por un largo rato. Por último Kathy preguntó:
–¿Qué impresión tienes?
–No sé –contestó George–. Simplemente no sé. Todo el tiempo estuvo dando en el clavo.
Se puso de pie y empezó a apagar el fuego. –Tendré que pensar un rato en esto.
Kathy subió a ver qué hacían los niños. Harry estaba de nuevo con ellos, ya que hacía demasiado frío incluso para un perro aguerrido. George hizo su inspección usual de todas las puertas y cerrojos y apagó las luces de la planta baja.
Subió las escaleras en dirección a su dormitorio y se detuvo antes de llegar al rellano del primer piso. George vio que la barandilla había sido arrancada de sus bases, desarraigada casi completamente de su implantación en el piso.
En ese mismo instante supo cuál era la voz que había hablado por intermedio de Francine. ¡La del padre Mancuso!
XIX
8 de enero
El jueves Jimmy y su flamante esposa, Carey, regresaron de su viaje de luna de miel a las Bermudas. Pasaron por casa de Kathy después de visitar a la señora Connors y Jimmy dijo a su hermana que volvería a pasar más tarde, en el día. Una de las primeras preguntas que le hizo fue si George y ella habían encontrado sus mil quinientos dólares. Y quedó muy cariacontecido cuando Kathy contestó que no habían visto ni rastros del sobre.
A George le había llevado toda la mañana componer y volver a poner en sus lugares las columnas de la barandilla rota del primer piso. Cuando los muchachos bajaron a desayunarse, ofrecieron su colaboración, pero George la rechazó y les dijo que debían ir a comprarse zapatos nuevos con su madre.
Ninguno –ni Danny, ni Chris, ni Missy, ni Kathy –habían oído nada de la baranda arrancada de sus quicios durante la noche. La causa de este último atentado seguía siendo misteriosa. George y Kathy tenían sus ideas al respecto, pero no las expusieron delante de los niños.
Por último Kathy juntó fuerzas y junto con su prole subió a la camioneta y se fue de compras. George aprovechó la oportunidad para llamar a Eric. Éste pasó a verlo y George le preguntó si Francine había hecho algún comentario al irse de su casa. George quedó muy confundido al enterarse de que la muchacha había quedado perturbada por lo que había sentido en su casa. Francine le había dicho a Eric que no iba a volver a poner los pies en el lugar: la presencia era demasiado fuerte. Temía que, si trataba de hablar con las presencias que había en casa de los Lutz, se iba a exponer a un ataque físico.
–Eric –preguntó George–: ¿qué es ese velo veneciano del que habló Francine antes de irse?
–De acuerdo con lo que Francine me ha dicho –contestó Eric– es una especie de membrana con que nacen algunos niños ... Una especie de tela, muy fina, un tejido que cubre la cara. Se puede quitar, pero Francine afirma que la persona que nace con él está dotada de un elevado grado de clarividencia.
George cortó y se sentó durante una hora en la cocina, tratando de idear una manera de conseguir auxilio antes de que fuera demasiado tarde.
El teléfono sonó. Era George Kekoris, un investigador del Instituto de Parapsicología de Carolina del Norte, quien se presentó diciendo que se le había dado el nombre de George y deseaba realizar algunas pruebas científicas en casa de los Lutz. Kekoris también declaró que no podía fijar un día ya que llamaba desde Buffalo, pero que iba a tratar de estar allí en la mañana del día siguiente.
Después de hablar con Kekoris, George tuvo la impresión de que hubiera habido un aplazamiento de último momento en su sentencia. Luego, para matar el tiempo hasta la llegada de Kathy, se distrajo retirando los adornos navideños del árbol que estaba en la sala. Cuidadosamente depositó los delicados ornamentos en hojas de diario, para que Kathy los envolviera y guardara en cajas de cartón, prestando especial atención a la hermosa pieza antigua, en oro y plata, de su bisabuela.
Durante toda la mañana y la tarde de ese jueves el padre Mancuso se dedicó a atender un ataque recurrente de la gripe. Ya se había resignado a esta calamidad como una demostración del poder y el desagrado que emanaban de la fuerza maligna que se había desencadenado en el número 112 de Ocean Avenue.
Esta vez no hubo llamadas solícitas del párroco, aunque el padre Mancuso estaba seguro de que su colega había sido informado de la recaída. Permaneció en sus habitaciones, descansando en la cama y tomando los medicamentos que le había dejado el médico en las visitas previas. La fiebre había subido ahora hasta los cuarenta grados, el dolor de estómago era continuo y, a medida que avanzaba el día, pasaba de los escalofríos a los sudores. Por suerte, esta vez no habían aparecido pústulas en las palmas de sus manos, signo que el padre Mancuso interpretó en el sentido que el grado de su castigo era menor por haberse entrometido en la casa de los Lutz.
El padre Mancuso ni siquiera había intentado ponerse en contacto de nuevo con los capellanes. El sacerdote sentía que los sudores y los afanes iban a disminuir eventualmente si lograba suprimir todo pensamiento en relación a los Lutz, de tal modo que esperaba que el padre Ryan o el padre Nuncio se pusieran en contacto con él. Lo cierto es que, en un momento de la tarde, el sacerdote tuvo el deseo de que los prelados pasaran por alto su solicitud de una nueva audiencia. Y para hacer tiempo se puso a leer su breviario.
A eso de las cuatro de la tarde Kathy había vuelto de hacer sus compras. Como los Lutz aún tenían el auto de Jimmy, los recién casados no podían moverse si alguien no pasaba a recogerlos. Kathy se ofreció a hacerlo.
George vetó la sugerencia, las carreteras cubiertas de nieve endurecida hasta la casa de su suegra en East Babylon eran muy peligrosas y el coche de Jimmy tenía un sistema de cambios que Kathy nunca había dominado del todo. George decidió manejar y volvió a Amityville en menos de una hora.
Kathy estaba encantada de volver a ver a Jimmy y a Carey y se pasaron horas muy agradables escuchando el relato minucioso de las experiencias de la pareja en las Bermudas. Los recién casados tenían también una serie de instantáneas tomadas con una Polaroid, que mostraron junto con una detallada explicación de cada foto. A Jimmy no le quedaba ni un centavo, dijo, pero tenía recuerdos que le iban a durar toda la vida. Naturalmente, habían traído algunos regalos para los niños, y esto mantuvo a Danny, a Chris y a Missy lejos de los mayores, una buena parte de la noche.
A fin de no echar a perder esta visita agradable con el relato de sus propias penurias desde el día de la boda, George y Kathy se limitaron a compartir la alegría de la pareja. En un momento, Kathy y su cuñada subieron a cambiar las sábanas de la cama de Missy. Jimmy y Carey iban a pasar la noche en el cuarto de Missy, y la niña habría de dormir en un viejo diván que estaba en el cuarto de vestir.
Jimmy explicó a George sus planes para el momento en que dejara la casa de su madre. Deseaba alquilar un departamento situado exactamente entre la casa de su madre y la de sus suegros, que también vivían en East Babylon; de esta manera, ambas familias quedaban contentas por cierto tiempo.
Todos se retiraron bastante temprano. Antes de acostarse George y Jimmy examinaron la casa de arriba abajo. George mostró a Jimmy la puerta desvencijada del garaje, pero no dio ninguna explicación; probablemente el daño había sido causado por un viento huracanado muy violento. Jimmy, que había perdido su dinero por mediación de un agente misterioso, tenía sospechas de que aquí había algo más, pero guardó silencio y acompañó a George cuando éste bajó a echar un vistazo al embarcadero.
Ya de vuelta en la casa, continuaron con la inspección de puertas y ventanas, hasta que quedaron satisfechos del estado de seguridad de la casa. Eran las once cuando las dos parejas se dieron las buenas noches.
George sabe lo que ocurrió esa noche a las tres y cuarto porque estaba despierto en ese momento y acababa de mirar su reloj de pulsera. Fue entonces cuando Carey se despertó gritando.
–¡Dios mío, no, no, ella no! –murmuró para sí. George saltó de la cama, corrió al cuarto de Missy y encendió la luz. La pareja estaba en la cama, abrazada: Jimmy apaciguaba a su mujer, que estaba llorando.
–¿Qué pasa? –preguntó George–. ¿Qué ha ocurrido?
Carey señaló la pata de la cama de Missy.
–¡Ah... ah... algo estaba sentado ahí... Me tocó... el pie.. .
George se aproximó al lugar que Carey había indicado y tocó la cama con la mano. La cama estaba tibia, como si alguien acabara de estar sentado allí.
–Me desperté –siguió diciendo Carey– y vi un chico. ¡Parecía tan enfermo! Me quería decir que hiciera algo por él...
Y se echó a llorar histéricamente.
Jimmy sacudió un poco a su mujer.
–Vamos, Carey, vamos –dijo con voz tranquilizadora–. Has estado soñando y eso es todo...
–¡No, Jimmy! –protestó Carey–. ¡No fue un sueño! ¡Lo vi! ¡Me habló!
–¿Qué te dijo, Carey? –preguntó George.
Los hombros de Carey seguían temblando, pero poco a poco empezó a mirar un poco en derredor, siempre desde los brazos protectores de su marido. George oyó un ruido detrás de él y sintió que alguien le tocaba el hombro. Dio un salto y luego miró hacia atrás. Era Kathy. Tenía los ojos empañados como si ella también hubiera estado llorando.
–¡Kathy! –gritó Carey.
–¿Qué dijo el chico? –preguntó Kathy.
–¡Me preguntó dónde estaban Missy y Jodie!
Al oír el nombre de Missy, Kathy salió como una exhalación del dormitorio y corrió hasta el otro extremo del pasillo. En el cuarto de vestir la niña estaba profundamente dormida, con un pie colgando fuera de la cama. Kathy levantó la frazada de Missy y metió la pierna bajo las frazadas, se inclinó y besó a la niña en la cabeza. George entró en el cuarto.
–¿Missy está bien?
Kathy hizo un signo de afirmación.
Un cuarto de hora después Carey estaba lo bastante tranquila para echarse a dormir de nuevo. Jimmy estaba nervioso, pero también él se dejó dominar por el sueño.
George y Kathy habían cerrado la puerta del cuarto de la pareja y volvieron a su dormitorio. Kathy fue inmediatamente al placard y sacó de allí el crucifijo que tenía colgado.
–George –dijo–, bendigamos nosotros mismos la casa.
Empezaron por el último piso, en el cuarto de juegos de los niños. En el inquietante silencio que antecede al amanecer en un cuarto frío, George levantó el crucifijo delante de él, mientras Kathy rezaba un padrenuestro. No entraron al cuarto de Danny y de Chris. Kathy dijo que podían esperar hasta el día siguiente para bendecir ese dormitorio y los otros en donde dormían Missy, Jimmy y Carey.
La pareja fue a su dormitorio y luego, al cuarto de costura del primer piso. George, después de advertir a su mujer que debía tener cuidado con la baranda recién compuesta, bajó las escaleras hasta el piso de abajo, blandiendo siempre el crucifijo, como suponía que lo hacían los sacerdotes en las procesiones.
Cuando terminaron de bendecir la cocina y el comedor, la luz del amanecer apuntaba. Aunque no habían encendido las luces, podían ver ya los vagos contornos de la sala. George avanzó entre los muebles y Kathy empezó a recitar: "Padre Nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre..."
Un fuerte zumbido la interrumpió. Kathy quedó callada y miró en derredor. George se detuvo cuando iba a dar un paso y levantó la mirada al techo. El zumbido se intensificó y se convirtió en una algarabia de voces que los sumergió totalmente.
Por último Kathy se tapó las orejas para no oír aquella horrible cacofonía, pero George pudo distinguir claramente estas palabras en medio del estruendoso coro: "¡Terminen de una vez!"
XX
Del 8 al 9 de enero
El padre Mancuso se sentía demasiado débil para oficiar misa en la iglesia, de modo que se quedó en sus habitaciones y rezó en su altar particular. Poco después de la misa el padre Nuncio telefoneó desde la oficina de los capellanes para decirle que el padre Ryan y él estaban dispuesto a recibirlo.
El sacerdote dijo que su enfermedad le impedía trasladarse a Rockville Center, y preguntó si podía tratar por teléfono el caso Lutz. El padre Nuncio accedió y escuchó el relato de los últimos acontecimientos de la casa de Ocean Avenue que el padre Mancuso le hizo. Sin vacilar, el capellán aceptó la opinión del padre Mancuso: los Lutz debían dejar su casa por cierto tiempo. Una vez más el padre Nuncio recomendó a su colega que no fuera a la casa de Amityville y le dijo que se limitara a dejar un recado telefónico.
En Amityville, Kathy y George todavía estaban turbados por el coro invisible que habían oído la noche anterior. Ella había pasado la noche en vela sentada en la cama. George había vuelto a colgar el crucifijo en la pared del placard. Luego los dos se tomaron de la mano e intercambiaron palabras tranquilizadoras y cariñosas para atenuar el mutuo miedo. A las ocho de la mañana Kathy se levantó del borde de la cama y despertó a los niños. Jimmy y Carey salieron del dormitorio de Missy a las ocho y media, vestidos y listos para desayunar.
Después de hablar con el padre Nuncio, el padre Mancuso llamó a George Lutz para trasmitirle la decisión del capellán. Éste oyó sonar un buen rato el teléfono y ya estaba por cortar cuando George atendió. El padre Mancuso había pensado que el instrumento estaba practicando de nuevo sus bromitas y se sorprendió de que no hubiera interferencias en la comunicación.
George dijo que acababan de llevar a Jimmy a East Babylon. Luego George contó los resultados de la ceremonia de bendición que habían improvisado la noche antes. El padre Mancuso, escandalizado, instó a George a tomar en cuenta la advertencia del capellán y a dejar la casa sin demora.
–Y George –dijo– no vuelva usted a hacer eso. Evocar el nombre de Dios en la forma en que usted lo ha hecho sólo puede enconar a esa presencia que está en su casa, sea la que fuere. Eso es algo que corresponde a un sacerdote. Él es el intermediario directo entre el Señor y el diablo.
–¿El diablo? –interrumpió George–. Padre: ¿qué está usted diciendo?
El sacerdote hubiera querido morderse la lengua por su lapso. Los capellanes habían reducido la discusión del caso de los Lutz a términos científicos y debía haber un largo período de investigación antes de que la Iglesia reconociera la existencia de una influencia diabólica. El sacerdote no había querido expresar sus temores personales.
–No estoy seguro –dijo el padre Mancuso, corrigiéndose–; es por eso que les ruego que abadonen esa casa hasta que se pueda llegar a una conclusión, científica o...
El sacerdote vaciló.
–¿O qué? –preguntó George.
–Tal vez sea más peligroso que lo que todos imaginamos –contestó el padre Mancuso–. Oigame, George, hay muchas cosas que ocurren y que ninguno de nosotros puede explicar del todo. Reconozco que estoy muy confundido ante lo que parece ser una fuerza maléfica en su casa. También reconozco que esto puede ser causado por algo más que la imaginación de ustedes.
El sacerdote hizo una pausa.
–¿George? ¿Está usted ahí?
–Si, padre. Estoy escuchando.
–Está bien, entonces –empezó a decir el padre Mancuso–. Por favor, váyase usted de ahí. Deje que las cosas se aplaquen un poco. Si usted sale de ese lugar tal vez podamos descubrir de qué se trata, con un poco más de actividad racional. Trasmitiré a los capellanes lo que ha ocurrido anoche, y tal vez ellos manden alguna persona que...
El padre Mancuso fue interrumpido por un grito de Kathy, que se pudo oír muy bien por el teléfono. George exclamó:
–¡Llamaré de nuevo!
Y el sacerdote oyó que colgaba ruidosamente el auricular. Se quedó en su sala, preguntándose qué incidente contra natura se estaría desenvolviendo en el número 112 de Ocean Avenue. George corrió escaleras arriba hasta el último piso. Al llegar al rellano vio a Kathy en el pasillo, gritando a Danny, a Chris y a Missy.
George se dio cuenta del motivo: en todas las paredes del pasillo había más manchas verdes, gelatinosas, que bajaban desde el techo hasta el piso, formando charcas movientes de barro verde.
–¿Quién de ustedes hizo esto? –preguntó Kathy, enfurecida–. ¡Si no me lo dicen no les voy a dejar un solo hueso sano!
–¡Nosotros no hicimos nada, mamá! –dijeron los tres niños al unísono, esquivando los coscorrones destinados a sus cabezas.
–¡No lo hemos hecho! –gritó Danny–. ¡Vimos eso en el momento en que subíamos!
George se interpuso entre su mujer y los niños.
–Un momento, querida –dijo suavemente–. Tal vez los chicos no lo han hecho. Déjame que mire.
Se acercó a una de las paredes y tocó con el dedo una de las manchas verdes. Miró la sustancia, la olfateó y luego la probó un poquito con la punta de la lengua.
–Parece gelatina –dijo, lamiéndose los labios–pero lo cierto es que no tiene gusto a nada.
Kathy se estaba tranquilizando después de su arrebato.–¿No será tintura?–preguntó.
George meneó la cabeza.
–No.
Y trató de hacerse una idea de la consistencia de la materia fabricando una bolita con la punta de los dedos.
–No sé qué es, pero lo cierto es que ensucia que da miedo.
Miró hacia el techo.
–De allá arriba no parece venir...
George se calló. Miró a su alrededor como si entendiera por primera vez en dónde estaba. De repente recordó la conversación que acababa de tener con el padre Mancuso pocos minutos antes y la temible palabra "diablo" casi salió de sus labios.
–¿Qué dijiste, George? –preguntó Kathy–. ¡No te oí!
George miró a su mujer y a los niños.
–Nada. He estado tratando de hacerme una idea....
Empezó a empujar a su familia hacia las escaleras.
–Oye –dijo–. Tengo hambre. Bajemos a la cocina y comamos algo. Después los muchachos y yo volveremos aquí y limpiaremos esta porquería. ¿Está de acuerdo la tribu?
Jimmy y Carey habían vuelto a East Babylon. Carey estaba contenta de haberse ido del número 112 de Ocean Avenue, aunque eso significaba estar viviendo en casa de su suegra.
–No sé qué me pasa en ese lugar, Jimmy –dijo, en el momento en que bajaban del auto–. ¡Y sé que vi anoche a ese chico! ¡Me digan lo que me digan!
Jimmy dio una palmadita a su mujer en las caderas.
–Bah... ¡Olvídate! –dijo–. ¡No fue nada má que un sueño! Como sabes, no creo en esas cosas.
Carey se contrajo al sentir el contacto de Jimmy y miró en torno para ver si los vecinos estaban observándolos. Pero en el momento en que iba a abrir la puerta para entrar, él la asió por el brazo.
–Oye, Carey –dijo acercándose a ella, hazme un favor. No digas ni una palabra de lo ocurrido delante de mamá. Esas cosas la perturban muchísimo Ya lo único que falta es que venga un cura a la casa.
Carey se mantuvo en sus trece.
–¿Y qué me dices del dinero que perdiste en casa de Kathy? ¿Eso también es un sueño?
El padre Mancuso pasó el resto de la tarde preguntándose por qué motivos George no lo había vuelto a telefonear después de haberse oído el grito de Kathy. Por un momento pensó en llamar al sargento Gionfriddo de la policía de Amityville, y pedirle que hiciera una inspección en casa de los Lutz. Pero un policía que llama inesperadamente a la puerta suele producir más susto que otra cosa. "En fin, pensó, esperemos que nada haya ocurrido." Por último el sacerdote levantó el auricular y marcó el número de George.
No hubo respuesta, toda la familia estaba en el embarcadero y el ruido del compresor ahogaba el de las llamadas telefónicas. George, Danny y Chris estaban echando pedazos de jalea verde en el agua helada, junto a la lancha. La manguera del compresor rompía la gelatina, la mezclaba con el agua helada, esparciéndola por debajo de la capa de hielo.
Cuando los muchachos se pusieron a sacarla del angosto sendero de madera, Kathy se puso a raspar lo que había quedado en los baldes. Missy había abrazado a Harry para que no molestara la tareas de cada uno. George trabajaba en silencio, procurando no trasmitir sus temores a Kathy y a los niños. Por suerte para él, Kathy seguía sospechando que los niños eran los culpables del desaguisado: Kathy no había puesto el incidente de la jalea verde junto a los otros problemas misteriosos que asediaban a la casa.
George había estado tan absorbido en sus pensamientos que se había olvidado del todo de llamar de nuevo al padre Mancuso. Ese anochecer, sentada junto a la estufa, Kathy se declaró partidaria de ir a casa de su madre. Pero cuando propuso irse esa misma noche George, de repente, se encrespó.
–¡La gran puta, no! –gritó, poniéndose de pie de un salto, con la cara roja de furia.
Todas las presiones que se habían hecho sentir dentro de él hacían eclosión al fin.
–¡Todas las porquerías que tenemos están en esta casa! –vociferó–. ¡He puesto demasiado en ella para abandonarla de este modo!
Los niños que aún no se habían acostado, se aterraron y corrieron junto a su madre. La misma Kathy se asustó al entrever un lado de George que nunca había visto. ¡Había vociferado como un poseso!
Pálido, estaba al pie de la escalera y gritaba en tal forma que se podía oírlo en todos los cuartos de la casa.
–¡Hijos de puta! ¡Fuera de mi casa!
Luego corrió escaleras arriba hasta el último piso, entró al cuarto de juegos y abrió enteramente las ventanas.
–¡Fuera! ¡Fuera! ¡En nombre del Señor, fuera!
George corrió hasta el dormitorio de los varones, bajó al dormitorio del primer piso y repitió lo que ya había hecho, levantando la ventana de cada cuarto y vociferando: –¡Fuera de aquí en nombre del Señor! –una y otra vez. Una de las ventanas no cejó ante sus tirones y él golpeó el marco, enfurecido, hasta que la madera se aflojó. El aire frío entraba de afuera y muy pronto la casa estuvo tan gélida como la calle.
Finalmente, George terminó. En el momento en que volvía al piso bajo, la cólera iba abandonandc su cuerpo. Agotado por sus esfuerzos y jadeante, se paró en la mitad de la sala, cerrando las manos en un puño y abriéndolas de nuevo.
Mientras George llevaba a cabo esta santa cruzada; Kathy y los niños se habían quedado como clavados junto a la chimenea. Luego se acercaron a él, lo rodearon y George levantó sus brazos y los tendió sobre aquellas cuatro personas asustadas.
Hubo una quinta persona que intervino en este cuadro vivo, un testigo muy humano, el sargento Al Gionfriddo. Este era el oficial de policía que había querido llamar el padre Mancuso, y que estaba haciendo su último patrullaje de Amityville antes de terminar con sus tareas del día a las nueve de la noche. En el momento de pasar por Ocean Avenue vio algo que le hizo frenar su auto: un loco estaba abriendo las ventanas de la casa número 112 en una de las noches más crudas del invierno.
Gionfriddo se detuvo en la intersección de South Ireland Place y Ocean Avenue, directamente enfrente de la casa de los Lutz. Apagó los faros. Algo le impedía bajar del auto y dirigirse a aquella casa. Realmente no quería investigar por qué razones el dueño estaba actuando como un loco. Gionfriddo siguió sentado en su auto y se puso a contemplar a una mujer que procedió a cerrar todas las ventanas de la casa.
"Esta debe ser la señora Lutz, pensó. Al parecer, por el momento, no les pasa nada. No quiero entrometerme en la cosa." Suspiró y puso en marcha el motor del coche. Siempre con las luces apagadas, el agente retrocedió lentamente por South Ireland Place hasta que pudo doblar a la izquierda en la calle paralela a Ocean. Tan sólo entonces encendió los faros.
En el transcurso de la hora siguiente la casa de Ocean Avenue recobró su temperatura normal. El calor de los radiadores venció finalmente al aire gélido que había invadido las habitaciones y una vez más el termómetro marcó los veintidós grados.
Los muchachos habían estado dormitando frente a la chimenea, mientras Kathy acunaba a Missy, dormida en sus brazos. A las diez Kathy hizo una inspección de los dormitorios de los niños y decidió que ya era hora de que Danny y Chris se fueran a acostar.
Después de su arrebato, George había estado poco comunicativo y miraba en silencio, fijamente, los leños que ardían. Kathy lo dejó en paz, dándose cuenta que su marido estaba tratando de resolver el dilema a su manera. Una vez que los niños estuvieron metidos en cama, Kathy volvió junto a él y trató amablemente de hacerlo salir del cuarto.
George lanzó una mirada a Kathy, y ésta notó la perturbación y el enfado en la cara de él. Los ojos estaban empañados; George había estado llorando, al parecer, de puro despecho. "Hay que dar un descanso a este pobre muchacho", pensó Kathy. Pero él meneó la cabeza cuando ella propuso que se acostaran.
–Acuéstate tú –dijo él en voz baja–. Yo ya voy.
Y los ojos se fijaron de nuevo en las llamas.
En su dormitorio, Kathy dejó encendida la lamparita en la mesa de noche de George. Se desvistió, se metió en la cama y cerró los ojos. Podía oír el viento, que aullaba fuera. Los bramidos la serenaron y, a los pocos minutos, empezó a dormitar.
De repente Kathy se sentó en la cama y miró hacia el lado de George. Él todavía no estaba ahí. Luego dobló lentamente la cabeza y miró detrás. Entonces vio su imagen que se reflejaba en los espejos que cubrían las paredes, desde el techo hasta el piso. Tuvo un impulso de sacar el crucifijo del placard.
Tan fuerte era ese impulso que Kathy ya estaba a medias fuera de la cama cuando se interrumpió y miró nuevamente a los espejos. La imagen que reflejaban parecía haber adquirido una vida propia y Kathy pudo oír que la imagen le decía: "¡No lo hagas! ¡Vas a destruir a todos!"
Cuando George subió al dormitorio, Kathy ya estaba durmiendo. George arregló las frazadas que envolvían a su esposa y luego se acercó a la mesa de noche de ella y sacó la Biblia de un cajón. Apagó la luz y salió sigilosamente del cuarto.
George volvió a su silla de la sala, abrió la Biblia y empezó por el principio: el Génesis. En este primer libro de las revelaciones divinas llegó a unos versículos que le hicieron reflexionar sobre sus tribulaciones. Leyó en voz alta para sí mismo: "Y Jehová Dios dijo a la serpiente: Por cuanto esto hiciste, maldita serás entre todas las bestias y entre todos los animales del campo; sobre tu pecho andarás, y polvo comerás todos los días de tu vida."
George se estremeció. La serpiente es el diablo, pensó. En ese momento sintió una bocanada de aire caliente sobre la cara y apartó velozmente la cabeza del libro. ¡Las llamas de la chimenea querían llegar hasta él!
George retrocedió bruscamente en su silla y saltó. El fuego que él había dejado morir había vuelto a adquirir vida: las llamaradas ocupaban toda la chimenea. Podía sentir el quemante calor. Pero en ese instante sintió que un dedo helado le pinchaba la espalda.
George giró sobre sus talones. No había nadie, pero pudo sentir una corriente de aire. Casi pudo ver esta corriente en forma de una nebulosidad fría ¡que bajaba por las escaleras y avanzaba por el pasillo!
George asió firmemente la Biblia en sus manos y subió los escalones hasta su dormitorio. El frío lo envolvió mientras corría. Se detuvo a la entrada del dormitorio. El cuarto estaba caliente y volvió a sentir el contacto de los dedos helados.
George corrió hasta el dormitorio de Missy y abrió de golpe la puerta. Las ventanas estaban enteramente abiertas y el aire helado entraba.
George tomó a su hija entre sus brazos y la levantó de la cama. Pudo sentir que el cuerpecito estaba helado y tembloroso. Salió velozmente del cuarto. Corrió a su dormitorio y metió a Missy bajo las cobijas. Kathy se despertó.
–¡Hazla entrar en calor! –gritó George–. ¡Se está muriendo de frío!
Sin vacilar, Kathy cubrió a la niña con su propio cuerpo. George salió corriendo del cuarto en dirección al último piso.
Las ventanas dél dormitorio de Danny y Chris, como pudo ver George, también estaban abiertas de par en par. Los muchachos estaban dormidos, pero completamente tapados por las frazadas. Tomó a los dos en sus brazos y bajó las escaleras hasta su dormitorio.
Los dientes de Danny y de Chris castañeteaban por el frío. George los puso en su cama y se metió bajo las frazadas con ellos, cubriéndoles el cuerpo con el suyo.
Los cinco Lutz estaban ahora en la misma cama: los tres niños empezaban a descongelarse lentamente y los dos padres les frotaban las manos y los pies. Llevó casi media hora hacer recobrar a los niños la temperatura normal. Sólo entonces se dio cuenta George que seguía aferrado a la Biblia. Y como ya había recibido algo más que una advertencia, tiró el libro al suelo.
XXI
10 de enero
El sábado por la mañana la madre de Kathy, Joan, recibió una frenética llamada telefónica de su hija.
–Mamá: me haces falta aquí inmediatamente.
Cuando la señora Connors intentó preguntar a Kathy qué ocurría, ésta dijo que no había posibilidades de explicación y que su madre tendría que ver por sí misma. La señora Connors tomó un taxi en East Babylon y dio la dirección de la casa de Amityville.
George hizo pasar a su suegra y le hizo subir las escaleras hasta el dormitorio de Kathy. Luego bajó y advirtió a Danny, Chris y Missy de que debían terminar de desayunarse. Al irse de la cocina para reunirse con las dos mujeres arriba, los niños adoptaron una actitud desusadamente humilde y respetuosa y acataron la orden paterna. Pero a juzgar por la forma en que estaban comiendo, no había duda de que se habían repuesto enteramente de la gélida experiencia de la noche anterior.
Cuando George entró en su dormitorio se encontró con que su suegra estaba examinando a Kathy, en la cama, desnuda bajo la salida de baño abierta. Kathy contemplaba a su madre que, con el dedo, seguía las feas rayas rojas que se extendían desde el vello del pubis hasta el nacimiento de los pechos. Las marcas eran de color fuego, como si la carne hubiera sido quemada con un hierro candente pasado a lo largo del cuerpo.
–¡Auch! –gritó la señora Connors apartando un dedo de una de las marcas en el estómago de Kathy. ¡Me he quemado!
–¡Te dije que tuvieras cuidado, mamá! –gritó Kathy–. ¡A George le pasó lo mismo!
La madre de Kathy lo mira y George hizo un signo afirmativo.
–Traté de aplicar un poco de cold cream a las quemaduras, pero no sirvió de nada. Hay que tocarlas con guantes. No hay otra manera.
–¿Llamaron al médico?
–No, mamá –contestó Kathy.
–Kathy no quiere médico –dijo George, interviniendo–. Sólo quería verla a usted.
–¿Te duele, Kathy?
Ésta, asustada, se echó a llorar. George contestó por su mujer.
–Al parecer, no son dolorosas. Sólo cuando las toca.
La madre de Kathy puso la mano sobre la cabeza de su hija y la acarició.
–Pobre tesoro –dijo–. No te preocupes. Todo va a salir bien.
Se agachó y besó la cara llena de lágrimas de Kathy. Luego cerró la salida de baño, cubriendo delicadamente el vientre inflamado. Se puso de pie.
–Voy a llamar al doctor Aiello.
–¡No! –gritó Kathy. Y miró a su marido con ojos despavoridos.– ¡George!
George se encaró con la señora Connors.
–¿Qué piensa decirle al médico?
La madre de Kathy quedó desconcertada.
–¿Qué me quiere usted decir? –preguntó–. Como puede ver, tiene todo el cuerpo quemado.
George insistió.
–¿Cómo se lo va a explicar, señora? Ni siquiera sabemos la forma en qué ocurrió. Cuando despertó, ya estaba así. ¡El hombre va a creer que estamos locos!
George vaciló. Si decía a la madre de Kathy algo más en relación a lo ocurrido durante la noche, iba a tener que referirse a los incidentes demoníacos que los estaban hostigando. Enterado de que su suegra era una beata, George estaba seguro de que iba a insistir en que Kathy y los niños se fueran de la casa hasta que ella se pusiera al habla con su cura. George había visto una vez a este fraile y pensaba que se parecía mucho al viejo confesor de San Martín de Tours, en Amityville: poco avisado cuando se trataba de algún problema que iba más allá de los deberes parroquiales más elementales. En realidad, George habría recibido con mucho gusto a un sacerdote, pero no a este sacerdote de East Babylon. Y también esperaba recibir noticias de George Kekoris, el investigador de fenómenos metapsíquicos.
–Déjela descansar un poco, Joan –dijo por último–. Las marcas están menos irritadas que antes, me parece. Tal vez desaparezcan pronto.
Estaba pensando en las marcas de tajos en la cara de Kathy.
–Si, mamá –dijo Kathy, que temía comprometer aún más a su madre en el asunto–. Me quedaré aquí descansando un poco más. ¿Puedes acompañarme?
La madre de Kathy miró primero a su hija y después a George. "Hay algo aquí que no me dicen", pensó. Hubiera querido decirle a Kathy que esta casa nunca le había gustado, que cada vez que había venido se había sentido incómoda. No tenía confianza en el número 112 de Ocean Avenue. Sencillamente. La señora Joan Connors, en la actualidad, conoce el motivo de esto.
George dejó a las dos mujeres arriba y bajó a la cocina. Danny, Chris y Missy habían terminado de desayunar e incluso habían levantado los platos de la mesa de la cocina. En el momento de entrar, los miraron con ojos de interrogación.
–Mamá está bien –dijo George–. La abuela se va a quedar con ella.
Puso la mano sobre la cabeza de Missy y la hizo girar, hacia el pasillo.
–Vamos, muchachos –dijo George–, salgamos un ratito. Hay que comprar varias cosas en el almacén y yo quiero pasar por la biblioteca.
Cuando George y los niños se fueron en auto, la madre de Kathy dejó a su hija sola unos minutos y bajó a la cocina para telefonear a Jimmy, que seguramente quería saber por qué razón ella había salido disparando de su casa después de hablar con Kathy, pero ella le había contestado que debía quedarse allí, pues tal vez iba a necesitar alguna cosa que estaba en la casa.
La señora Connors dijo a Jimmy por teléfono que Kathy tenía calambres de estómago y que lo iba a llamar más tarde, en el instante de salir. Jimmy no le creyó y dijo que quería ir allá con Carey. Su madre le gritó que no debía venir y no debía traer a Carey. No quería que se dijera que la familia de Jimmy era lo bastante chiflada para volver a visitar la casa de su cuñado.
Kathy, acostada en la cama, podía oír a su madre abajo, que estaba gritando por teléfono a su hermano. Kathy suspiró y se abrió la salida de baño más de una vez para ver las ardorosas marcas rojas que tenía en el cuerpo. Allí estaban las quemaduras, pero parecían un poco más pálidas. Intentó tocar una de las lastimaduras, bajo el seno derecho. El dedo tocó el punto lacerado. Kathy tuvo la sensación de que estaba un poco mejor. Uno tenía la impresión de meter el dedo en agua muy caliente. Suspiró de nuevo.
Kathy se disponía a cerrar su salida de baño cuando sintió que alguien estaba contemplando su desnudez. La sensación de una presencia provenía de detrás de ella, pero Kathy no logró juntar fuerzas suficientes para darse vuelta y mirar. Sabía que la pared de los espejos estaba allí, y tenía miedo de ver algo horrible en ella. Paralizada de terror, no pudo siquiera mover los brazos para cubrir su desnudez. Y permaneció en esa postura, con el cuerpo enteramente desnudo, con los párpados apretados, con el alma despavorida, esperando el contacto desconocido.
–¡Kathy! ¿Qué estás haciendo? ¡Te vas a pescar una pulmonía!
Era su madre, que volvía de la cocina.
Aun después de haber desaparecido las lastimaduras rojas, la señora Connors no quiso dejar sola a Kathy. Cuando George volvió con los niños, su suegra declaró que toda la familia debía irse de la casa. Él podía quedarse si quería, pero la señora insistió en que Kathy y sus nietos debían irse.
Al llegar a este punto, Kathy estaba durmiendo en su dormitorio y, después del último incidente, George no quería despertarla.
–Déjela dormir un poco más, Joan –dijo George–. Después hablaremos del asunto.
Su suegra aceptó de mala gana, haciéndole prometer que la iba a llamar en cuanto se despertara su hija.
–¡Si no lo hace usted, George, yo volveré de todos modos!
George llamó un taxi para su suegra, que regresó a East Babylon a las cuatro de la tarde.
En la biblioteca de Amityville, George había logrado obtener una tarjeta temporaria que le permitía retirar libros: pidió una monografía sobre brujos y demonios. Y ahora que su suegra se había ido, se sentó a solas en el cuarto de estar y se sumergió en el tema del diablo y sus actividades.
Eran las ocho de la noche pasadas cuando George terminó su libro. Esa tarde la madre de Kathy había cocinado tallarines y albóndigas, que George debía recalentar a la hora de la comida. Danny, Chris y Missy comieron, pero George siguió leyendo. La última vez que había mirado a Kathy, ella se había movido un poco y él pensó que estaba a punto de despertar de aquel necesario descanso. George volvió a la cocina y los tres niños se pusieron a mirar programas de televisión en la sala.
George había tomado notas mientras leía el libro. A partir de este momento se puso a releer lo que había anotado. En su anotador había hecho una lista de los demonios, con nombres que nunca había oído antes. George intentó pronunciarlos en voz alta y las sílabas sonaban extrañamente en su boca. Finalmente decidió llamar al padre Mancuso.
El sacerdote quedó sorprendido de que los Lutz siguieran en la casa de Ocean Avenue.
–Creí que iban ustedes a dejarla –dijo–. Y les dije que ésa era la opinión de los capellanes ...
–Lo sé, padre, lo sé –contestó George–, pero ahora me parece que conozco la manera de enfrentar la cosa.
Y levantó el libro que había dejado sobre la mesa.
He estado leyendo algo sobre la forma en que trabajan los brujos y los diablos ...
"¡Santo Dios!", pensó el padre Mancuso. "Tengo que vérmelas con un niño, con un inocente. La casa de este hombre está a punto de estallar bajo sus pies y los de su familia y él se pone a hablarme de brujos."
–...aquí se dice que si uno practica un encantamiento y repite tres veces los nombres de estos demonios, éstos pueden acudir al llamado –siguió diciendo George–. Aquí describen claramente el procedimiento a seguir en el conjuro. ¡Iscarón, Madeste! –gritó George con voz cantante–. ¡Son los nombres de los demonios, padre!
–¡Ya sé quiénes son! –vociferó al padre Mancuso.
–¡Y también Isabo! Erz... erz... éste si que es difícil de pronunciar... Erzelaide. Este diablo es una dama y tiene algo que ver con el vudú. Y ¡Eslénder!
–¡George! –gritó el sacerdote–. ¡Por amor de Dios! ¡No vuelva usted a invocar esos nombres! ¡Ni ahora ni nunca!
–¿Por qué, padre? –contestó George–. Aquí, en este libro, hablan de la cosa. ¿Qué hay de malo en ... ?
El teléfono quedó muerto en la mano de George. Se oyó un gemido de ultratumba, un "clic" violento y luego el zumbido de la línea interrumpida. "¿Me habrá cortado el padre Mancuso?, se preguntó George. Y, ¿qué le habrá ocurrido a este Kekoris?"
–¿Era mi madre?
George se dio vuelta y vio a Kathy parada bajo el dintel. Ya no tenía puesta la salida de baño: se había peinado y tenía puestos pantalones y un sweater. La cara estaba levemente encendida. George meneó la cabeza.
–¿Cómo te sientes, querida? –preguntó–. ¿Dormiste bien?
Kathy levantó el sweater y dejó ver su ombligo.
–Se ha ido –y se acarició la piel– ¡ya no está más! ¿Dónde andan los chicos?
–Están viendo la televisión –contestó George, tomándole las manos entre las suyas.
–¿Quieres llamar ahora a tu madre?
Kathy hizo un signo afirmativo. Se sentía extrañamente descansada, de un modo casi sensual. A partir del momento en que había tenido la sensación de que alguien observaba su desnudez en la cama, Kathy había experimentado una vaga languidez, como se tiene después de un orgasmo plenamente satisfactorio. Esta sensación había estado con ella incluso en su reciente siesta, poblada de visiones inconexas de contactos sexuales con un hombre ... que no era George.
Kathy marcó el número de su madre, mientras George iba a la sala a reunirse con los niños. Y en ese momento oyó un ruido atronador. Miró por las ventanas y vio que las primeras gotas de lluvia golpeaban los cristales. Luego, a la distancia, un relámpago interrumpió la oscuridad. Pocos instantes después hubo otra salva de truenos. George pudo distinguir las figuras de los árboles balanceadas por las ráfagas de viento.
Kathy entró al cuarto.
–Mamá dice que está lloviendo a cántaros allá –anunció–. Quiere que usemos la camioneta en vez de que Jimmy venga a buscarnos.
La lluvia era mucho más espesa ahora, golpeaba reciamente los cristales de las ventanas y las paredes.
–A juzgar por los ruidos –dijo George– nadie va a salir de su casa por ahora.
En el momento de salir de su dormitorio, Kathy había abierto una rendija en las ventanas para airear el cuarto. Si bien la rendija no era bastante ancha para que entrara por ella el agua de la tormenta, Kathy quería actuar sobre seguro.
–Danny –gritó–. ¡Sube a mi cuarto y cierra bien las ventanas!
El mismo George corrió a traer a Harry a la casa. A pesar de las cortinas de lluvia helada que lo azotaron, George pudo darse cuenta de que la ola de frío se estaba levantando. Las lluvias iban a lavar los montones de nieve sucia acumulada. El hecho de vivir junto al río creaba problemas, porque cuando la lluvia era tan recia podía aumentar excesivamente el caudal de las aguas congeladas y rebasar los muelles.
George volvió a la casa con Harry que se sacudía, lleno de agradecimiento, a tiempo para oír a Danny, desde el piso de arriba, lanzar un grito doloroso. Kathy se adelantó corriendo a George, escaleras arriba, hasta el dormitorio. Danny estaba de pie ante la ventana, con los dedos de la mano derecha atrapados por el marco de la ventana y tratando de levantarlo con la mano izquierda.
George apartó a Kathy, corrió en dirección al niño que gritaba e intentó soltarle los dedos. George trató de levantar la ventana, que se negaba a moverse. Martilleó el marco que, en vez de aflojarse, vibró, lastimando aún más a Danny. En medio de su contrariedad, George se enfureció y empezó a decir malas palabras, vociferando indecencias contra sus enemigos invisibles y desconocidos.
De repente la ventana se abrió por sí sola, levantándose unos cuantos centímetros, y liberando a Danny, que se cubrió los dedos con la otra mano y gritó histéricamente, llamando a su madre. Kathy tomó la mano lastimada entre sus manos. Danny no quería abrir el puño. Y Kathy tuvo que gritarle.
–¡Déjame ver! ¡Abre la mano!
Evitando la mirada, Danny tendió el brazo. Kathy gritó al ver los dedos: todos, salvo el pulgar, estaban anormalmente achatados. Danny, más asustado aún por el grito angustiado de su madre, retiró vivamente la mano.
George estalló. Se puso a correr como loco de cuarto en cuarto, gritando invectivas, desafiando a esa maldita entidad, que perpetraba todo aquello contra su familia, a que se mostrara y peleara con él. La tormenta rugía dentro y fuera del número 112 de Ocean Avenue, mientras Kathy corría detrás de su marido y le gritaba que había que llamar a un médico para Danny .
La rabia de George quedó muy pronto agotada. De repente fue consciente de que su hijo estaba lastimado y necesitaba cuidados médicos. Corrió al teléfono de la cocina y trató de dar con el doctor John Aiello, médico de la familia de su mujer. Pero la línea estaba muerta. Como se enteró más tarde, la tormenta había echado a tierra un poste de teléfono, aislando aún más a los Lutz dentro de su casa.
–Tendré que llevar a Danny al hospital –gritó George–. ¡Ponle la chaqueta!
El hospital Brunswick está en la calle principal de Amityville, a una distancia no superior a un kilómetro y medio de la casa de los Lutz. Como los vientos huracanados soplaban con mucha inclemencia sobre la costa meridional de Long Island, a George le llevó casi un cuarto de hora llegar allí.
El interno de guardia quedó asombrado al ver el estado de los dedos de Danny, que parecían aplastados desde la cutícula hasta la segunda falange. Sin embargo, aunque parecían aplastados y sin posibilidad de compostura, no estaban rotos: no había huesos ni cartílagos deshechos. El médico interno hizo un vendaje firme, dio a George unas aspirinas infantiles para Danny y le sugirió que volviera a su casa. No había nada más que hacer.
Al llegar a este punto el niño estaba más asustado del aspecto de sus dedos que del dolor real. Mientras George manejaba en dirección a su casa, el niño se apretaba la mano contra el pecho, con gesto tieso, sollozando y gimiendo. Le llevó a George cerca de veinte minutos llegar al número 112 de Ocean Avenue. Los vientos hacían golpear la puerta del frente contra el edificio, y George tuvo dificultades cuando quiso cerrarla detrás de él.
Kathy había puesto a Chris y a Missy en su cama y estaba esperando en la sala. Levantó a su hijo mayor y se puso a acunarlo. Danny, siempre llorando, quedó dormido, agotado por el dolor y el miedo.
George llevó a Danny en brazos hasta el dormitorio. Se limitó a quitarle los zapatos y lo metió bajo las frazadas, junto a los otros dos niños. Luego él y Kathy se sentaron en unas sillas junto a las ventanas y se pusieron a contemplar la lluvia que golpeaba los cristales.
Los dos durmieron a ratos durante el resto de la noche. Habían tenido que quedarse en casa: era imposible intentar ir a la casa de la madre de Kathy o a cualquier otro lugar a pasar la noche pero se mantenían alerta ante cualquier peligro posible que amenazara a sus hijos o a ellos mismos. Hacia el amanecer, los dos se quedaron dormidos.
A las seis y media, George fue despertado por la lluvia, que le estaba salpicando la cara. Por un instante pensó que estaba al aire libre, pero no, seguía sentado en su silla junto a la ventana. Se puso de piede un salto y vio que todas las ventanas del cuarto estaban enteramente abiertas y algunos marcos arrancados de sus jambas. Luego oyó el ruido del viento y la lluvia, que penetraban en otras partes de la casa. Salió corriendo del dormitorio.
Todos los cuartos que vio estaban en el mismo estado: los cristales de las ventanas rotos, las puertas del primero y el segundo pisos rotas y arrancadas ... ¡pese a que todas habían sido cerradas con llave y pestillo! La batahola se había producido mientras los Lutz habían estado durmiendo.
XXII
11 de enero
Los Lutz habían estado viviendo veinticinco días en el número 112 de Ocean Avenue. Ese domingo fue uno de los días peores.
Por la mañana descubrieron que la lluvia que había arreciado la noche anterior y el viento habían dejado la casa en un estado espantoso. El agua de la lluvia había manchado paredes, cortinas, muebles, y alfombras desde la planta baja hasta el último piso. Diez de las ventanas tenían rotos los cristales y las cerraduras de varias estaban tan deformadas que se volvía imposible cerrarlas del todo. Las cerraduras de las puertas del cuarto de costura y el cuarto de juegos estaban torcidas y desplazadas de sus encajes metálicos: no era posible cerrarlas. Si la familia tenía intenciones de mudarse a una casa más segura, la idea debía ser archivada, ya que antes era menester recomponer la vivienda y hacerla habitable. En la cocina, las alacenas estaban mojadas y cimbradas. La pintura se había descascarado en los ángulos de casi todos los armarios. Kathy no había pensado en estos problemas todavía: estaba enteramente dedicada a levantar el agua sucia –a una altura de dos centímetros– que se había juntado en el piso de baldosas. Kathy contaba con secar el piso antes de que las baldosas se aflojaran en su lecho de cemento.
Danny y Chris, provistos de dos grandes rollos de toallas de papel, iban de un cuarto a otro secando las paredes. Cuando había que limpiar algún punto más allá del alcance de sus brazos, utilizaban una escalerita de cocina. Missy iba a la zaga de los varones, recogiendo las toallas de papel ya usadas y tirándolas dentro de una gran bolsa de residuos de material plástico.
George retiró casi todos los cortinados y cortinas de sus barras. Parte de esto podía ser lavado a máquina y lo llevó abajo, al lavadero del sótano. Lo que debía lavarse a seco fue apilado en el cuarto más seco de la casa: el comedor.
Los Lutz guardaban un silencio extraño mientras trabajaban esa mañana y esa tarde. El nuevo desastre no había hecho nada más que fortalecer la decisión de ellos de sobrevivir en el número 112 de Ocean Avenue. Nadie lo dijo, pero George, Kathy, Danny, Chris y Missy Lutz estaban ahora preparados para la batalla contra cualquier fuerza: natural o no.
Hasta el mismo Harry había adoptado aires de firmeza. El dogo mestizo seguía atado de su cadena, en su corralito, e iba de un lado a otro, con la cola erecta, mostrando los dientes. Los bufidos y gruñidos que surgían de su robusto pecho eran señales de que el animal estaba dispuesto a hacer pedazos a la primera persona o cosa que no reconociera. De cuando en cuando, Harry se paraba, miraba al embarcadero y emitía un aullido lobuno que suscitaba escalofríos en las espaldas de todas las personas que habitaban Ocean Avenue.
Cuando George terminó con las cortinas empapadas se puso a trabajar en las ventanas. Primero cortó cubiertas de plástico para tapar los vidrios rotos y las afirmó en los marcos con tela adhesiva blanca. No era bonito de ver, ni desde afuera ni de adentro, pero al menos no dejaba entrar a la persistente llovizna.
George había acertado en sus pronósticos del tiempo. La temperatura había subido con la tormenta y ahora estaba por encima del punto de congelación. Muchos daños habían sufrido los árboles y los arbustos de Ocean Avenue y, echando una mirada a South Ireland Place, George pudo comprobar que también aquí el suelo estaba cubierto de ramas rotas. Sin embargo, notó que los vecinos a ambos lados de su casa no tenían ventanas rotas ni habían surgido otros daños exteriores visibles. "Sólo a mí me ocurre", pensó George. "¡Aterrador!"
Las cerraduras de ventanas y puertas presentaban un problema más difícil. George no tenía las herramientas necesarias para reemplazar los encajes de las ventanas, de tal modo que utilizó unas pinzas para torcer los pedazos sueltos de metal. Luego clavó gruesos clavos en los bordes de los marcos de madera y desafió a sus enemigos invisibles: "¡A ver si arrancan éstos, grandísimos canallas!"
Las cerraduras de las puertas del cuarto de vestir y el cuarto de juegos fueron cambiadas. En el sótano, George encontró unos tablones de madera blanca de pino, que resultaron adecuados para sus necesidades. Las puertas se abrían hacia afuera sobre el pasillo, de modo que George clavó tablones en diagonal sobre cada puerta. Él no podía saber qué albergaban los dos cuartos misteriosos, pero en todo caso la salida quedaba clausurada.
George Kekoris telefoneó finalmente para decir que le gustaría ir a visitarlo y pasar la noche en la casa. Esto creaba tan sólo un problema: como Kekoris no estaba provisto del equipo necesario, el Instituto de Investigaciones Metapsíquicas consideraba que su visita tenía un carácter informal. Kekoris tendría que sacar sus conclusiones sin los rigurosos controles que exigen los criterios científicos.
George dijo que no importaba, que tan sólo quería una confirmación de que todos los acontecimientos extraños ocurridos en su casa no eran el producto de su imaginación o de la de su mujer. Kekoris preguntó a George si la casa había sido visitada por algunas personas con dotes parapsicológicas, pero George no entendió el significado de la palabra. El investigador declaró que tratarían el tema cuando fuera a hacerle la visita.
Antes de cortar, Kekoris le preguntó si había un perro en la casa. George contestó que tenía a Harry, un perro de guardia adiestrado. Kekoris dijo que le parecía muy bien, ya que los animales son muy sensibles a los fenómenos psíquicos. Nuevamente George quedó sorprendido... pero, por lo menos, tenía ya una prueba de que el auxilio estaba a punto de llegar.
A las tres de la tarde, el padre Ryan salió del vicariato de Rockville Center. El capellán estaba preocupado por el estado mental del padre Mancuso en relación al caso Lutz, y como una de sus obligaciones en la diócesis era ocuparse de las parroquias, el padre Ryan decidió que había llegado el momento oporturno de visitar la parroquia del Sagrado Corazón, en North Merrick.
Encontró al barbado sacerdote recobrándose de su tercer ataque gripal en las últimas tres semanas. El padre Ryan dijo que estaba perfectamente enterado de la elevada opinión que tenía el obispo del padre Mancuso como abogado. Pero quería saber si el padre Mancuso había pensado que esta enfermedad recurrente podía tener un carácter psicosomático. ¿No tendría su estado emocional una influencia directa sobre estos ataques recurrentes de gripe?
El padre Mancuso protestó: dijo que él era un hombre racional aunque seguía creyendo que ciertas fuerzas maléficas tenían que ver en sus achaques. Y dijo que estaba dispuesto a someterse a un análisis psiquiátrico hecho por cualquier persona elegida por los capellanes.
El capellán no insistió de nuevo en que el padre Mancuso se mantuviera lejos de la casa de Ocean Avenue, pero le dijo que esta decisión debía ser tomada personalmente por él.
El padre Mancuso quedó sorprendido y asustado. Se dio cuenta que lo ponían a prueba: si aceptaba responsabilidades por los Lutz, iba a contar con la aprobación de los capellanes; si no las aceptaba, ellos habrían de entender. Pero no deseaba en ninguna forma comprometerse hasta ese extremo. Estaba profundamente conmovido por la ansiedad y los problemas que asaltaban a los Lutz y no podía, en su condición de sacerdote, parapetarse en su miedo inherente, pero lo cierto es que estaba aterrado.
El padre Mancuso dijo finalmente que, antes de llegar a ninguna decisión sobre el caso, tanto en lo referente a los Lutz como a sí mismo, deseaba hablar con el obispo. El capellán Ryan reconoció la urgencia de la solicitud del sacerdote y dijo que se pondría en contacto con el superior dentro del día. Y que esa noche iba a llamar al padre Mancuso.
La madre de Kathy llamó a las seis de la tarde para saber si su hija y su yerno vendrían a pasar la noche con ella. Kathy asumió la responsabilidad de negarse: la casa seguía en un estado deplorable después de la tormenta y había mucho que lavar al día siguiente. Además, Danny y Chris tenían que ir a la escuela y hacía ya muchos días que estaban faltando.
La señora Connors aceptó de mala gana, pero quiso que Kathy le prometiera que habría de llamar en caso que ocurriera cualquier cosa rara; su madre mandaría entonces a Jimmy a que los recogiera.
Cuando Kathy cortó, le preguntó a George si había obrado bien.
–Vamos a hacer frente a la cosa –dijo George–. Antes de acostar a los chicos, voy a hacer una inspección minuciosa de toda la casa con Harry. Kekoris me ha dicho que los perros son muy sensibles a esta clase de cosas.
–¿Estás seguro de que no los vas a irritar aún más? –preguntó Kathy–. Ya sabes lo que pasó cuando anduvimos de un lado a otro con el crucifijo.
–No, no, Kathy, esto es distinto. Sólo quiero saber si Harry es capaz de oler u oír algo.
–¿Y si así fuera? ¿Qué haríamos en ese caso?
El perro, siempre en actitud agresiva, tenía que estar sujeto. Harry era muy vigoroso y George debía hacer mucha fuerza para que el perro no lo arrastrara.
–Vamos, muchacho –dijo–. ¡A ver si hueles algo! Y salieron en dirección al sótano.
George quitó la cadena del collar de Harry, que dio un salto. El perro dio una vuelta a todo el recinto, olfateando y arañando algunos puntos junto al zócalo. Cuando llegó a los placards de depósito que ocultaban el cuarto rojo, Harry volvió a olfatear la base del tabique. No bien lo hizo metió la cola entre las patas y se echó al suelo, gimoteó y volvió la cabeza hacia George.
–¿Qué ocurre, Harry? –preguntó George–. ¿Has olido algo?
El gimoteo de Harry se intensificó y el animal empezó a arrastrarse y retroceder. Esperó arriba, temblando, hasta que George llegó y le abrió la puerta.
–¿Qué pasó? –preguntó Kathy.
–Harry tiene miedo de acercarse al escondrijo secreto –dijo George. No volvió a ponerle la cadena y atravesó con él la cocina, el comedor, la sala y el porche. El perro se fue reanimando y volvió a olfatear nerviosamente cuarto tras cuarto. Pero cuando George intentó ir con él arriba, Harry se retrajo y no quiso moverse del primer escalón de la escalera.
–Vamos –dijo George, tratando de animarlo–. ¿Qué te pasa?
El perro puso una pata en el segundo escalón, pero ahí se quedó.
–¡Yo puedo hacer que suba! –gritó Danny–. ¡A mí me va a seguir!
El niño se acercó al perro y le hizo una seña. –No, Danny –dijo George–. Tú te quedas aquí. Yo me ocuparé de Harry.
George se agachó y tiró del collar del perro. Harry se movió de mala gana y luego subió los escalones.
El perro anduvo por todos lados del dormitorio principal y el cuarto de vestir. Tan sólo se retrajo al acercarse al cuarto de Missy. George agarró al perro por las ancas y lo empujó, pero el animal no quiso entrar al cuarto. Harry se comportó del mismo modo frente al cuarto de vestir clausurado. Gimoteando y llorando de miedo, Harry trató de refugiarse detrás de George.
–¡Maldición, Harry! –dijo–. ¡Aquí no hay nadie! ¿Qué mosca te ha picado?
Tan pronto como Harry entró al dormitorio de los varones en el último piso, saltó sobre la cama de Chris. George lo hizo bajar. El perro, echado del cuarto, enderezó hacia las escaleras y pasó junto al cuarto de juegos sin dedicarle ni una sola mirada. George no logró alcanzarlo.
George, a la zaga de Harry, llegó abajo.
–¿Qué ha pasado? –preguntó Kathy.
–Nada ha pasado: eso es lo que ha pasado –dijo él.
El padre Mancuso confirmó su cita con el obispo. El prelado telefoneó personalmente y sugirió que, si el sacerdote se sentía con fuerzas para viajar, él podía verlo en la diócesis de Rockville Center a la mañana siguiente.
El padre Mancuso contestó que sólo estaba a una distancia de quince minutos y que su temperatura era normal ahora. Aunque habían pronosticado fuertes vientos, la temperatura habría de mantenerse por encima del punto de congelación, según se anunció. El padre Mancuso dijo a su superior que todo parecía ser favorable para su asistencia a la cita el día siguiente.
En casa de los Lutz, al terminar el día, la familia en pleno se había reunido en el dormitorio principal. Los tres niños estaban en la cama y George y Kathy se habían sentado en unas sillas, junto a las ventanas deterioradas. El cuarto estaba ahora demasiado caldeado y a todos les picaban los ojos. George y Kathy pensaron que era por cansancio. Uno tras otro se fueron quedando dormidos: primero Missy, después Chris, Danny, Kathy y, por último, George. En un plazo de diez minutos, todo el mundo quedó profundamente dormido.
Pero muy pronto un brusco sacudón de Kathy despertó a George. Su mujer y los niños estaban frente a él y tenían los ojos cuajados de lágrimas.
¿Qué pasa? –murmuró con voz soñolienta.
–¡Estabas gritando, George! –dijo Kathy–. ¡Y no te podíamos despertar!
–¡Sí, papá! –gritó Missy–. ¡Hiciste llorar a mamá! George, no del todo despierto, como si hubiera tomado alguna droga, se sintió muy desconcertado.
–¿Te hice daño, Kathy?
–¡Oh, no, querido! –protestó Kathy–. ¡Ni siquiera me has tocado!
–Entonces... ¿qué ocurrió?
Te pusiste a gritar: "¡Me deshago! ¡Me deshago!" ¡Y no podíamos despertarte!
XXIII
12 de enero
George no podía entender. ¿Por qué Kathy había dicho que él gritaba: "¡Me deshago!" El sabía perfectamente bien lo que había dicho: "¡Me despego!"
Y ahora recordó que había estado en la silla y había sentido de repente que una poderosa fuerza levantaba la silla junto con él y lo hacía girar lentamente. Incapaz de moverse, George vio la figura encapuchada vista por primera vez en la chimenea de la sala que lo miraba fijamente con la mitad de la cara deshecha. Los rasgos atrozmente desfigurados se aclararon ante George. "¡Dios me ayude!" gritó. Y vio que su propia cara emergía del capuchón blanco y que estaba hendida en dos. "¡Me despego! ¡Me estoy despegando!", gritó George.
En la actualidad George recuerda, todavía vagamente, que empezó a discutir con Kathy.
–Sé lo que dije –murmuró–. ¡No me digas lo que yo dije!
Los otros no insistieron. "Aún sigue dormido, pensó Kathy, y está en medio de un mal sueño."
–Todo está bien, George –dijo ella dulcemente–, no dijiste nada de eso.
Y llevó la cabeza de él hasta su pecho.
–Papá –dijo Missy–, ven a mi cuarto, Jodie dice que quiere hablar contigo.
La vivacidad del tono de voz de su hija quebró el encantamiento. George se despertó, dio un salto y casi se llevó a Kathy por delante.
–¿Jodie? ¿Quién es Jodie?
–Es el amigo de ella –contestó Kathy–. Ya sabes... Missy imagina personajes. A Jodie no lo puedes ver.
–¡Oh, sí, mamá! –dijo Missy–. ¡Todo el tiempo lo estoy viendo! ¡Es el cerdo más grande que hay! Y Missy salió trotando del cuarto.
George y Kathy cambiaron una mirada.
–¿Un cerdo? –preguntó él. Y la misma idea se les ocurrió a los dos a la vez. "¡El cerdo está en el dormitorio de Missy!" George corrió detrás de Missy.
–¡Quédense aquí! –gritó a Kathy y a los muchachos.
Missy estaba ya subiéndose a la cama cuando George se paró en el umbral de su puerta y no vio ni a Jodie ni a nada que se pareciera a un cerdo. –¿Dónde anda ese Jodie? –preguntó a Missy. –Ya va a venir –contestó la niña, arropándose con las frazadas–. Tuvo que irse un minuto.
George suspiró. Después del extraño sueño con la figura encapuchada, había esperado lo peor al oír la palabra "cerdo". Sintió rígido el pescuezo y lo hizo girar, tratando de aliviar la sensación de endurecimiento.
–¡Todo en orden! –gritó a Kathy–. ¡Jodie no está aquí!
–¡Allí está, papá!
George miró a Missy. Ésta señalaba una de las ventanas con un dedo. Siguió la dirección del dedo de su hija y se sobresaltó. Desde el cristal de una de las ventanas lo estaban mirando dos relampagueantes ojos rojos. No había cara: ¡nada más que los mezquinos ojillos de un cerdo!
–¡Ese es Jodie! –gritó Missy–. ¡Quiere entrar aquí!
Algo pasó junto a George, por el lado izquierdo. Era Kathy, que se había puesto a gritar con una voz aterrorizada. Al acercarse a la ventana, Kathy levantó una de las sillitas de juguete de Missy y la arrojó contra el par de ojos. El golpe hizo trizas el cristal y los añicos cayeron encima de ella.
Se oyó un grito de dolor animal, un hondo gemido... ¡y los ojos desaparecieron!
George corrió hasta lo que quedaba de la ventana del primer piso y miró hacia afuera. Debajo no vio nada, pero seguía oyendo el alarido, que venía al parecer del desembarcadero. Luego un gemido de Kathy llamó la atención de George, que se volvió hacia su mujer.
La cara de Kathy era aterradora. Los ojos estaban despavoridos, la boca torcida y contraída. Trataba de articular con voz sofocada algunas palabras y, finalmente, soltó: "¡Ha estado aquí todo el tiempo! ¡Quise matarlo! ¡Quise matarlo!" Y todo su cuerpo se desplomó.
George levantó en brazos a su mujer, en silencio, y la llevó al dormitorio, seguido de Danny y de Chris. Tan sólo Chris vio a su hermanita salir de la cama, ir hasta la ventana rota y hacer un saludo. Missy se volvió tan sólo cuando George la llamó para que fuera a su dormitorio.
Por la mañana, mientras George y Kathy todavía estaban dormitando en sus sillas y los niños dormían en la cama grande, el padre Mancuso se vistió y enfiló hacia Rockville Center.
El sacerdote tiritaba en el frío y penetrante aire matinal. El padre Mancuso no había salido muchas veces desde comienzos del invierno y después de manejar unas cuadras se sintió un poco mareado. Y también agradecido cuando el secretario del obispo le ofreció una taza de té. El joven sacerdote había hablado muchas veces con el padre Mancuso y había admirado la capacidad jurídica de su colega. Los dos hombres charlaron hasta que el obispo tocó el timbre.
La entrevista fue breve, demasiado breve para lo que tenía pensado el padre Mancuso. El obispo, un venerable anciano de cabellos blancos, era un moralista de reputación nacional. Tenía sobre su escritorio los antecedentes del caso Lutz, que los capellanes le habían pasado. Para sorpresa del padre Mancuso, el obispo había adoptado una actitud cautelosa y llena de reticencias ante el informe.
En un punto el obispo se mostró muy firme: el sacerdote debía disociarse de los Lutz. Él ya había elegido otro hombre de iglesia que habría de continuar con la investigación.
El padre Mancuso no tenía nada que decir a esto.
–Tal vez convendría que usted consultara a un psiquiatra.
Al padre Mancuso no le gustó oír esto.
–Lo consultaré en caso de que pueda elegirlo. El obispo notó el desagrado de su visitante y puso más afabilidad en su voz.
–Oígame una cosa, Frank– dijo–. Estoy actuando así por su bien. Usted está obsesionado con esa idea de las influencias diabólicas. Yo tengo la impresión de que buena parte de esto lo tiene a usted como punto central. Tal vez sea así, tal vez no lo sea.
El obispo se puso de pie, circundó el escritorio hasta la silla en que estaba el padre Mancuso y le puso una mano en el hombro.
–Debe usted dejar que otro hombre soporte esta carga –dijo–. Su salud está sufriendo las consecuencias. Hay aquí demasiadas cosas que yo quiero que usted haga. No lo quiero perder. ¿Me entiende, padre?
La mañana del lunes, Kathy estaba decidida a que Danny y Chris reanudaran sus clases en la escuela. Aunque al borde de un colapso en lo que a sí misma se refería, Kathy lograba endurecerse al concentrarse en sus deberes de madre. Mientras George dormía, despertó a los varones, les dio el desayuno y salió con los tres en la camioneta.
George ya estaba levantado cuando Kathy regresó con Missy. Mientras tomaba el café con él, Kathy se dio cuenta de que su marido seguía con un aspecto de zombie aespués del incidente de la noche anterior. Por el momento, Kathy decidió que debía ser fuerte por los dos. Habló a su marido en términos normales y le recordó que había que arreglar la ventana rota en el dormitorio de Missy. Más adelante habría tiempo para tratar el punto esencial: irse de la casa.
George acababa de clavar unos pedazos de madera prensada en el marco de la ventana rota para proteger al cuarto de las inclemencias del tiempo cuando Kathy llamó desde la cocina, anunciándole que telefoneaban de la oficina de Syosset y preguntaban por él. El contador de la compañía recordó a George que el agente de réditos debía pasar a mediodía. Como George no quería dejar la casa, pidió al contador que se las arreglara solo en la emergencia, pero el hombre se negó. La responsabilidad de decidir la forma en que debían pagarse los impuestos correspondía a George. Y George vaciló con la certeza de que iba a ocurrir algo si él se iba de la casa, pero Kathy le hizo señas de que debía aceptar.
Cuando él cortó, Kathy le dijo que la ausencia no debía prolongarse demasiado. Ella y Missy se las arreglarían muy bien solas. Kathy iba a llamar a un vidriero de Amityville para que compusiera los vidrios de la ventana de Missy y de las otras ventanas. George aceptó dócilmente el consejo de su mujer y partió hacia Syosset. Ninguno de los dos mencionó el nombre de Jodie.
Mientras Kathy daba de almorzar a Missy, George Kekoris telefoneó para excusarse por no haber podido llegar a la hora convenida. Según dijo, creía haber pescado una gripe en Buffalo. El ataque gripal de Kekoris lo había forzado a cancelar todas las citas hechas por cuenta del Instituto de Investigaciones. De todos modos, estaba seguro de estar bien al día siguiente y sus intenciones eran pasar por la casa de los Lutz el miércoles por la noche.
Kathy escuchaba distraídamente sus explicaciones, mientras contemplaba a Missy, que estaba comiendo. La niña parecía haber entablado una conversación secreta con alguien que estaba debajo de la mesa de la cocina. De cuando en cuando Missy llevaba la mano bajo la mesa para ofrecer una parte de su sandwich de jalea y manteca de maní. Al parecer, no advertía que su madre estaba siguiendo todos sus movimientos.
Desde el lugar que ocupaba, Kathy podía comprobar que bajo la mesa no había nada. Pero no quería preguntarle a su hija por Jodie. Por último Kekoris terminó y Kathy cortó.
–Missy –dijo Kathy, sentándose a la mesa– ... ese Jodie, ¿es el ángel de quien siempre me hablas?
La niña, con la cara muy turbada, miró a su madre.
–¿No te acuerdas? –siguió diciendo Kathy–. Una vez me preguntaste si los ángeles hablaban. Los ojos de Missy se iluminaron.
–Sí, mamá –y cabeceó–, Jodie es un ángel: habla conmigo todo el tiempo.
–No entiendo. Tu has visto cuadros de ángeles. ¿No viste los que colgamos en el árbol de Navidad? Missy cabeceó de nuevo.
–¡Y dices que es un cerdo! Entonces, ¿cómo puede ser un ángel?
Las cejas de Missy se juntaron, como si hiciera un esfuerzo por pensar.
–El dice que lo es, mamá.
Y bajó la cabeza varias veces:
–Me lo ha dicho.
Kathy arrastró su silla, acercándose a Missy. –¿Qué dice cuando habla contigo?
Una vez más, la niña pareció turbada.
–Sabes muy bien lo que te estoy preguntando, Missy –dijo Kathy, conminando a su hija–. ¿Tienes juegos con él?
–¡Oh, no! –Missy meneó la cabeza–. Me habla del niño que vivía antes en mi cuarto.
Missy miró en derredor, a fin de ver si alguien estaba escuchando.
–Ese niño murió, mamá –dijo en voz baja–; ese niño se enfermó y murió.
–Ya veo –dijo Kathy– y ¿qué más te dijo? La niña reflexionó un instante.
–Anoche me dijo que va a vivir aquí siempre y así voy a poder jugar con ese niño.
Horrorizada, Kathy se llevó los dedos a la boca para sofocar un grito.
La entrevista de George con el inspector de réditos no fue feliz. El hombre desautorizó todas las deducciones hechas y la única esperanza de George radicaba ahora en la apelación que, según el agente, tenía derecho a iniciar. Por lo menos, esto era un aplazamiento. Cuando el hombre se fue, George llamó a Kathy para decirle que pasaría por la escuela a recoger a los muchachos.
Cuando llegó, después de las tres, Kathy y Missy ya estaban con los abrigos puestos.
–No te quites nada, George –dijo ella–. Vamos en seguida a casa de mi madre.
George y los dos chicos la miraron.
–¿Qué ha pasado? –preguntó George.
–Jodie le dijo a Missy que él es un ángel: eso es lo qué ha pasado.
Empujó a los chicos fuera del cuarto.
–Nos vamos de aquí.
George levantó los brazos.
–¡Un momento, un momento! Supongo que puedes esperar un momento, ¿no? Cuando me dices que es un ángel, ¿qué me quieres decir?
Kathy miró a su hija.
–Missy, dile a tu padre lo que te ha dicho el cerdo.
La niña cabeceó afirmativamente.
–Me dijo que es un ángel, papá. Me lo dijo.
George iba a hacer otra pregunta a su hija cuando fue interrumpido por un ladrido estridente que venía del fondo.
–¡Harry! –gritó–. ¡Nos habíamos olvidado de Harry!
Cuando George y los otros llegaron al embarcadero, Harry estaba ladrando furiosamente, daba vueltas como enloquecido por su corralito y se paraba, sobresaltado, cada vez que llegaba al fin de su cadena de acero.
–¿Qué te pasa, amigo? –dijo George, palmeando el pescuezo del perro– ¿Hay alguien en el embarcadero?
Harry se alejó del alcance de George.
–¡No entres ahí! –gritó Kathy–. ¡Por favor! ¡Vámonos en seguida de aquí!
George vaciló, luego se inclinó y soltó la cadena del collar de Harry. El perro dio un salto hacia adelante, emitiendo un feroz gruñido, y salió corriendo por su puerta. La puerta del embarcadero estaba cerrada y lo más que Harry podía hacer era golpearse contra ella. Una vez más reinició sus estridentes ladridos.
George ya se disponía a quitar el candado a la puerta y abrirla. Pero en ese momento Danny y Chris se le adelantaron, saltaron sobre Harry e hicieron que no se moviera.
–¡No dejes que entre ahí! –gritó Danny–. ¡Lo van a matar!
George asió el collar de Harry y forzó al perro a adoptar la posición echada.
–¡No tengas miedo! –dijo Chris, como tratando de calmar al poderoso animal, muy asustado–. ¡No tengas miedo!
Pero Harry seguía temiendo.
–¡Llevémoslo a la casa! –dijo George, jadeando–. ¡Se va a tranquilizar cuando no vea el embarcadero!
Mientras George y los muchachos llevaban a Harry a la casa, un camión llegó por la senda de entrada. George vio que era un vidriero. Él y Kathy se miraron.
–¡Dios mío! –exclamó Kathy–. ¡Me arrepiento de haberlo llamado!
Ni él ni ella habían esperado tanta celeridad.
La cara chata y el acento espeso revelaban el origen eslavo del hombre.
–Supuse que querían en seguida la compostura–dijo– ... dado este tiempo horrible que tenemos. Sí ... –dijo, abriendo las puertas traseras del camión– lo mejor es arreglar en seguida. Con este tiempo, si los muebles se les mojan, les va a costar más plata.
–Está bien –dijo George–. Entre y le mostraré las ventanas que hay que componer.
–Fue el vendaval de la otra noche... ¿no? –preguntó el hombre.
–Si, el viento –contestó George.
Eran casi las seis de la tarde cuando el hombre terminó. Cuando los nuevos cristales quedaron libres de masilla, el hombre retrocedió para admirar su obra.
–Lo siento –dijo a George– no pude arreglar la ventana en el cuarto de la niña. Tienen que llamar a un carpintero antes. Llámelo y después vengo yo. ¿De acuerdo?
–De acuerdo –dijo George–. Lo llamarémos y después vendrá usted.
Metió una mano en el bolsillo del pantalón. –¿Cuánto le debo?
–¡No, no! –protestó el hombre–. ¡Nada de dinero ahora! Usted es un vecino. Le mandamos la cuenta... ¿de acuerdo?
–De acuerdo –dijo George, aliviado: su dinero al contado no abundaba en ese momento.
De algún modo la afabilidad del vidriero dejó una huella en el ánimo de la pareja esa noche. Cuando el hombre se fue, Kathy, que había estado sentada en la cocina con el abrigo puesto mientras él trabajaba, se levantó de repente y se lo quitó. Sin decir una palabra a George, empezó a preparar la comida.
–No tengo mucho apetito –dijo George–. Con un sandwich caliente de queso me basta y sobra.
Kathy sacó de la heladera carne picada para ella y los niños. Mientras preparaba la comida, quiso que Danny y Chris estuvieran junto a ella en la cocina, insistiendo en que hicieran sus deberes allí mismo. Missy se sentó en el cuarto de estar con George y se puso a mirar la pantalla de televisión, mientras su padre encendíá un fuego en la chimenea.
El vidriero les había dado exactamente la seguridad que necesitaban. Después de todo, nada le había ocurrido a él mientras estuvo en el cuarto de juegos o el cuarto de vestir. Los Lutz comprendieron que tal vez sus imaginaciones estaban sobrexcitadas, que eran presa de pánico. Por el momento dejaron de lado la idea de abandonar su casa.
El padre Mancuso era un hombre que despreciaba a los matasietes: hombres, animales o entidades desconocidas. El sacerdote sentía que la fuerza que se había apoderado del número 112 de Ocean Avenue se estaba propasando en los temores, que inspiraba a los Lutz y a él mismo. Antes de acostarse, la noche del martes, el padre Mancuso rezó para que esta fuerza maligna pudiera atender razones: debía enterarse que era descabellado lo que estaba haciendo. "¿Cómo era posible encontrar placer en el dolor?", se preguntaba el sacerdote. Él sabía que había una sola respuesta a esto: aquí estaba obrando un elemento demoníaco.
A fin de evitar los riesgos, George y Kathy decidieron que los niños habrían de dormir ahora en el dormitorio principal. Con Harry dentro, en el sótano, Danny, Chris y Missy fueron metidos en cama. George y Kathy trataron de estar tan cómodos como era posible: Kathy se tendió sobre dos sillas y George declaró que se sentía muy cómodo en una sola. Dijo a Kathy que tenía intenciones de estar despierto toda la noche y dormir por la mañana.
A las tres y cuarto George oyó la banda militar, que estaba tocando en el piso de abajo. Esta vez no bajó a ver. Se dijo a sí mismo que todo estaba en su cabeza y que, cuando bajara, no iba a ver absolutamente nada. De modo que siguió allí sentado, contemplando a Missy y a los niños, escuchando el ruido que hacían los músicos paseándose por el cuarto de estar y haciendo resonar cornetas y tambores con tanto descomedimiento que se los hubiera podido oír a un kilómetro de distancia. Ni Kathy ni los niños se despertaron mientras duró esta loca función.
Por último, George se quedó dormido en su silla, probablemente, porque Kathy se despertó al oirlo gritar: lanzaba aullidos en dos idiomas distintos, ¡idiomas que Kathy nunca había oído antes!
Kathy corrió hasta la silla en que estaba sentado su marido, del otro lado de la cama, y lo sacudió para despertarlo de su pesadilla.
George empezó a gruñir y, cuando Kathy lo tocó, gritó con una voz que no era la suya:
–¡Está en el cuarto de Chris! ¡Está en el cuarto de Chris! ¡Está en el cuarto de Chris!
XXIV
13 de enero
George está convencido ahora de que no estaba soñando. Desde el lugar en donde estaba, podía ver claramente –está seguro– hasta el dormitorio de los varones en el último piso. Y había visto una figura nebulosa que se aproximaba a la cama de Chris.
George había intentado correr junto a la cama de su hijo y tomarlo en sus brazos para defenderlo de la forma amenazadora. ¡Pero George no había podido levantarse de la silla! Una mano firme se había apoyado en sus hombros y lo había clavado al asiento. Era una lucha que –George sabía– no podía ser ganada.
La sombra revoloteó sobre Chris. George, ya sin fuerza, gritó: "¡Está en el cuarto de Chris!" Pero nadie lo oyó.
–¡Está en el cuarto de Chris! –repitió. Entonces la presión que sentía sobre sus hombros se aflojó y lo empujaron. Los brazos quedaron libres y pudo ver a Chris fuera de la cama, envuelto por la forma oscura.
George agitó las manos y gritó una vez más: "¡Está en el cuarto de Chris!" Y sintió otro empujón violento.
–¡George!
Sus ojos se abrieron de repente. Kathy estaba inclinada sobre él y lo sacudía.
¡George! ¡Despiértate!
George se levantó de un salto de su silla.
–¡Lo tiene a Chris! –aulló–. ¡Tengo que ir! Kathy lo agarró del brazo.
–¡No! ... –Hizo que retrocediera.– ¡Estás soñando! ¡Chris está ahí!
Kathy señaló la cama con la mano. Los tres niños estaban bajo las frazadas. Se habían despertado por los gritos de George y ahora estaban mirando a sus padres. George seguía perturbado.
–No estaba soñando, te digo –insistió–; vi que lo levantaba y ...
–No es posible –dijo Kathy– ha estado aquí, en la cama, todo el tiempo.
–No, mamá. Me había levantado un poco antes para ir al cuarto de baño –dijo Chris, incorporándose en la cama–. Tú y papá estaban dormidos.
–No te oí. ¿Usaste mi cuarto de baño? –preguntó Kathy.
–No. La puerta estaba cerrada con llave y tuve que ir arriba.
George fue al cuarto de baño: la puerta estaba cerrada con llave.
–¿Arriba? –preguntó Kathy.
–Sí –dijo Chris– pero me asusté.
–¿Por qué? –preguntó George.
–Porque podía ver a través del piso y te estaba viendo, papá.
Los Lutz siguieron despiertos el resto de la noche. Sólo Missy logró conciliar el sueño. Por la mañana, George llamó al padre Mancuso.
Unos minutos antes el padre Mancuso había tomado una resolución. La angustia que le inspiraban los hijos de los Lutz y los temores por la seguridad de ellos se impusieron a sus propios temores. El padre Mancuso tenía la impresión de haber actuado cobardemente desde hacía tiempo y resolvió ver de nuevo al obispo y solicitar su permiso pera entrevistarse con George.
Por primera vez en muchos días, se dio una ducha y ya se disponía a afeitarse. En el momento de enchufar la maquinita eléctrica, el padre Mancuso quedó con la boca abierta. Debajo de sus ojos tenía las mismas ojeras negras que había visto por primera vez en el espejo de la casa de su madre. En ese instante sonó el teléfono.
Aun antes de contestar, el sacerdote supo quién estaba llamando.
–¿Si... George? –dijo.
George estaba tan preocupado que no advirtió que el padre Mancuso se había adelantado a reconocerlo. George dijo que Kathy y él habían decidido seguir el consejo del capellán e iban abandonar la casa de Ocean Avenue. Iban a vivir en casa de su madre política hasta que George lograra poner en marcha la investigación. Había demasiados incidentes que afectaban ya a los niños y George pensó que, si seguía demorando su decisión. Danny, Chris y Missy podían verse en situaciones de serio peligro.
El sacerdote no preguntó cuáles eran esos incidentes, y tampoco mencionó la reaparición de las ojeras. Estuvo de acuerdo en que la seguridad de los niños era el punto más importante y que George obraba bien al irse.
–Deje usted que eso que está ahí se quede con el lugar –dijo– pero usted... ¡Váyase!
Danny y Chris no fueron esa mañana a la escuela de Amityville. Kathy hizo que se quedaran una vez más en casa, porque quería empaquetar a la brevedad posible. George dijo que habrían de irse en cuanto avisara a la policía que la familia se ausentaba por cierto tiempo. También quería que la policía tuviera el número de teléfono de la señora Connors por cualquier eventualidad. Pero cuando levantó el tubo del teléfono para marcar el número del departamento de policía, la línea estaba muerta. Cuando George dijo a Kathy que se había descompuesto el teléfono, ella se puso muy nerviosa y luego, sin recoger siquiera una muda de ropa, los hizo subir a la camioneta.
George subió con Harry del sótano y lo puso en la parte de atrás de la camioneta. Luego dio una vuelta a la casa para cerciorarse de que las puertas estaban cerradas con llave. Lo último que vio fue el embarcadero. Y después subió al volante de la camioneta. Abrió la llave del encendido, pero el motor no se puso en marcha.
–¿George? –preguntó la voz de Kathy, temblorosa– ¿qué ocurre?
–No es nada –dijo él– tenemos bastante nafta. Voy a echar un vistazo a la máquina.
Al bajar de la camioneta, miró hacia el cielo. Las nubes se habían puesto oscuras y amenazadoras. George sintió que se estaba levantando un viento frío. En el momento en que levantó el capot cayeron las primeras gotas de lluvia sobre el parabrisas.
George nunca logró saber exactamente qué había causado la obstrucción del motor. Una violenta ráfaga de viento llegó desde el río Amityville y el fondo de la casa cerrando ruidosamente el capot. George apenas logró ponerse a un lado para evitar la la caída de la cubierta cuando un rayo cayó a tierra detrás del garaje. El estruendo fue instantáneo, las nubes se abrieron y una espesa cortina de agua empapó a George.
George corrió hasta la puerta de entrada y la abrió.
–¡Entren! –gritó a su familia, que había subido a la camioneta. Kathy y los niños corrieron hasta la puerta abierta, pero cuando él consiguió cerrar la puerta detrás de ellos, todos estaban empapados. "Estamos atrapados", se dijo a sí mismo, sin atreverse a expresar su pensamiento en voz alta a Kathy. "No va a dejarnos ir".
La lluvia y el viento arreciaron y a la una de la tarde Amityville fue azotada por otra tormenta con vientos huracanados. A las tres de la tarde la electricidad quedó cortada; afortunadamente, la casa se mantuvo caldeada. George encendió la radio portátil en la cocina.
El informe meteorológico anunció seis grados bajo cero y dijo que estaba cayendo granizo sobre la totalidad de Long Island. Como el radar mostraba un sistema de presiones extremadamente bajas que cubría toda la zona metropolitana, la oficina no podía predecir la duración de la tormenta.
George se ocupó de componer como pudo la ventana rota de Missy, metiendo toallas en los espacios donde no había encaje en el marco, y finalmente clavó una frazada vieja que tapó todo el jambaje. Aún no había terminado y sus ropas secas, recién puestas, estaban de nuevo empapadas.
En la cocina George miró el termómetro colgado junto a la puerta de atrás. Marcaba veintiséis grados y la casa se estaba poniendo excesivamente caldeada. Él sabía que, suspendida la electricidad, el termostato del quemador de petróleo no podía funcionar. Pero cuando George miró de nuevo el termómetro, éste marcaba veintinueve grados.
Para refrescar la casa hubo que hacer entrar un poco de aire. Abrió un poco las ventanas del porche interior, el único cuarto que estaba de espaldas a la dirección de la tormenta.
A partir del momento en que estalló la tormenta, el cielo se oscureció y, pese a ser de día, Kathy había encendido unas velas. A las cuatro y media estaba instalada la noche en la casa de Ocean Avenue.
De cuando en cuando, Kathy levantaba el tubo del teléfono para ver si funcionaba de nuevo, pero lo hacía con pocas esperanzas: la tormenta no iba a dejar que las cuadrillas de trabajo salieran a hacer sus reparaciones. Los niños no estaban asustados en lo más mínimo por la oscuridad. Para ellos el accidente era una especie de fiesta, y empezaron a subir y bajar bulliciosamente las escaleras, jugando a las escondidas. Como los varones eran mucho más hábiles para esconderse, por lo general el "hallazgo" era Missy. Harry, muy contento, se unió a la algazara, y logró irritar a George al punto que éste le dio un coscorrón con un diario doblado. Harry huyó y se escondió detrás de Kathy.
A las seis de la tarde la tormenta no había amainado. Al parecer, toda el agua del mundo se precipitaba sobre los techos del número 112 de Ocean Avenue. Y dentro de la casa la temperatura alcanzaba los treinta y dos grados. George bajó al sótano para examinar el quemador de gasolina. Estaba en descanso pero no importaba: el calor continuaba aumentando en todos los cuartos, salvo el de Missy.
Desesperado, George decidió implorar a Dios. Con una vela en la mano, George empezó a pasar de un cuarto a otro, pidiéndole a Dios que echará de su casa a los que no formaban parte de ella. Se sintió levemente tranquilizado al comprobar que no había ninguna reacción siniestra ante sus plegarias.
George había retirado el candado de la puerta del cuarto de juegos cuando éste había quedado dañado en la primera tormenta. Ahora, al acercarse al cuarto recitando su oración, vio que la gelatina verde estaba allí de nuevo y fluía por un agujero de la puerta, derramándose sobre el piso del pasillo. George contempló el charco de sustancia gelatinosa que se extendía lentamente hacia las escaleras.
Arrancó los tablones clavados en las puertas y las abrió, esperando que iba a ver los cuartos llenos de la sustancia gelatinosa. ¡Pero la única fuente de esta sustancia, al parecer, era el agujero abierto en la puerta, donde había estado la cerradura!
George recogió unas toallas en el cuarto de baño del último piso y las metió en el agujero. Las toallas quedaron saturadas muy pronto, pero la gelatina dejó de fluir. Limpió la materia derramada en el pasillo, que había bajado incluso por los escalones. George no tenía intenciones de hablar a su mujer de este último descubrimiento.
Durante todo el tiempo en que su marido iba de un lado a otro de la casa, Kathy había estado sentada junto al teléfono. Había tratado de abrir un poco la puerta de la cocina para que entrara aire. Pero bastaba una simple rendija para que el agua de la lluvia se metiera, inundando el cuarto. Kathy empezó a sentirse soñolienta por culpa de la calefacción excesiva.
Cuando George volvió finalmente a la cocina, Kathy estaba casi dormida, con la cabeza descansando en los brazos sobre la mesa de desayuno de su rincón favorito. Kathy estaba empapada de sudor: cuando él la tocó, notó la nuca húmeda y, cuando trató de despertarla, ella levantó un poco la cabeza, murmuró algo que él no entendió y dejó caer de nuevo la cabeza entre los brazos.
George ya no tuvo necesidad de comprobar si la lluvia y la tormenta habían aumentado. Torrentes de agua seguían volcándose sobre la casa y, de algún modo, él supo que ellos no iban a poder abandonar la casa esa noche. Levantó a Kathy en sus brazos y la llevó al dormitorio, tomando nota de la hora en el reloj de la cocina: eran exactamente las ocho de la noche.
Por último, los treinta y dos grados de calor dieron cuenta de Danny, Chris y Missy. Los correteos por toda la casa a lo largo del día los habían dejado exhaustos, de tal modo que poco después de haber subido George con Kathy, los niños estaban dispuestos a meterse en cama. George se sorprendió al encontrarse con que el cuarto de los varones en el segundo piso estaba algo más fresco. Sabía que el aire calentado siempre sube, y justamente la temperatura es siempre más alta en el último piso.
Missy trepó soñolientamente a la cama, junto a Kathy, pero se negó a que la cubrieran con sábanas o frazadas. Antes de que George bajara de vuelta, ella y los muchachos ya se habían quedado dormidos.
George y Harry estaban ahora solos en el cuarto de estar. Pero esta vez el perro no parecía dispuesto a dormir y seguía con la vista todos los movimientos de su amo. Éste también padecía los efectos del excesivo calor. Cuando George se levantaba de su silla para ir al otro cuarto, Harry no lo seguía y permanecía estirado junto a la rendija respirando el aire fresco que entraba por las ventanas.
George pensó en bajar a ver si el motor de la camioneta se encendía ahora. El vehículo seguía estacionado en la senda de entrada y George calculaba que, a esta altura, el motor debía estar mojado. Pero el factor inhibitorio decisivo era la sospecha de George: "una vez afuera, ya no podré volver a entrar en la casa". Algo dentro de él le decía que no iba a abrir de nuevo la puerta del frente o la de la cocina.
De repente, a las diez de la noche, la temperatura de treinta y dos grados empezó a bajar. Harry fue el primero en notarlo: se incorporó, husmeó el aire, marchó hacia la chimenea apagada, junto a la cual estaba sentado George, y emitió un gemido. El patético sonido interrumpió los pensamientos del amo, concentrados en su camioneta. George tuvo un escalofrío. Había habido un gran bajón en la temperatura de la casa.
Media hora más tarde, el termómetro estaba en los quince grados. George fue al sótano a buscar leños. Harry marchó detrás de él hasta la puerta del sótano, pero no quiso bajar los escalones con George y se quedó en el rellano, girando continuamente la cabeza para ver si alguien venía detrás de él.
George utilizó su linterna para escudriñar todos los rincones del sótano, pero no vio señales de nada desusado. Con unos cuantos leños entre los brazos, George volvió a subir las escaleras e intentó telefonear desde la cocina. La línea seguía muerta. Ya se disponía a encender el fuego en la chimenea cuando creyó oír un grito de Missy.
Al entrar a su dormitorio vio a la niña, que estaba tiritando: se había olvidado de cubrirla en el momento en que la temperatura había empezado a bajar. Kathy, boca abajo, dormía como una persona intoxicada, sin moverse ni revolverse en la cama. George también arropó el cuerpo enfriado de su mujer.
Finalmente, al volver al cuarto de estar, decidió que no iba a encender la chimenea. Quería estar con las manos libres para vigilar junto a Kathy y los niños. "Es mejor, pensó, que esta noche esté preparado para cualquier eventualidad." Puso a Harry el collar con la larga cadena de metal y lo llevó al dormitorio principal. Dejó la puerta abierta, pero midió la cadena suelta en forma de que Harry pudiera bloquear la entrada. George se quitó los zapatos y, sin desvestirse, se deslizó dentro de la cama, junto a Missy y Kathy, pero no se echó a dormir, sino que se sentó, apoyando la espalda en la cabecera.
A la una de la mañana, George sintió que empezaba a congelarse. Los ruidos de la tormenta que se había desatado le indicaban que no había esperanzas de que el calefactor produjera calor esa noche. Y se puso a llorar silenciosamente, pensando en el horrible aprieto en que se habían metido él y su familia. En este instante comprendió que debía haber huido de la casa cuando el padre Mancuso se lo había recomendado. "¡Dios mío, Dios mío! ¡Ayúdanos!" dijo con voz velada.
De repente, Kathy levantó la cabeza. Mientras él la contemplaba, bajó de la cama y se volvió para verse en el espejo de la pared. A la luz del velador, George pudo ver que Kathy tenía los ojos abiertos, pero se dio cuenta de que estaba dormida.
Después de fijar un instante la mirada en su reflejo, Kathy se dirigió a la puerta. Pero se detuvo al topar con un obstáculo: Harry, profundamente dormido, estaba echado a lo largo, cerrándole el paso.
George saltó de la cama y asió a su mujer. Kathy lo miró con ojos que no veían. George pensó que su mujer estaba en un trance.
–¡Kathy! –gritó–. ¡Despiértate!
George la sacudió, pero no hubo ninguna reacción. Luego los ojos se cerraron. Sintió que el cuerpo de Kathy se aflojaba entre sus brazos y, suavemente, la fue llevando, casi levantándola, de vuelta a la cama. Empezó por hacerla sentar, luego le estiró las piernas para que estuviera en posición horizontal. El estado de trance parecía afectar a todo el cuerpo. Al contacto, era una muñeca de trapo.
George notó que Missy, en medio de la cama, había dormido sin parar durante todo el episodio. Pero luego su atención fue atraída por un movimiento que percibió en el umbral. Vio que Harry hacía un esfuerzo por incorporarse, se sacudió violentamente y empezaba a vomitar. El perro vomitó por todo el piso, siguió haciendo arcadas y tratando de arrojar algo que parecía atascado en su garganta. La cadena restringía sus movimientos y el pobre animal se enredaba aún más a cada esfuerzo por liberarse.
El olor del vómito suscitó arcadas en George. Corrió al cuarto de baño, bebió un sorbo de agua, respiró hondamente y salió provisto de unos trapos. Después de limpiar el piso, dejó al perro suelto. Harry miró a George, agitó varias veces la cola y se echó luego sobre el piso del pasillo, cerrando los ojos. "Ahora ya no estás tan mal", farfulló George con voz inaudible.
Se puso a escuchar, pero todo estaba tranquilo ahora en la casa: demasiado tranquilo. Al cabo de unos instantes, George se dio cuenta de que la tormenta había cesado. Ya no había lluvia ni viento. La quietud era tan completa que parecía que alguien hubiera cerrado los grifos abiertos en una pileta. Había un vacío de silencio en la casa de Ocean Avenue.
Al irse la tormenta, la temperatura empezó a descender y, en poco tiempo, la casa estaba helada. George sentía que su dormitorio estaba más frío que nunca. Enteramente vestido, se metió bajo las cobijas.
Por encima de su cabeza oyó un ruido. Levantó la mirada y escuchó. Algo parecía estar rascando el piso del dormitorio de los chicos. El ruido se intensificó y George pudo advertir que el movimiento era ahora más rápido. ¡Si, las camas de los chicos eran arrastradas de un lado a otro!
George logró tirar las frazadas, pero no pudo levantar su cuerpo de la cama. Ahora no había presión, como la había habido antes, en el momento de sentarse en la silla del dormitorio. ¡Sencillamente, George no tenía fuerzas suficientes para moverse!
Y ahora oyó que los cajones del ropero empezaban a abrirse y a cerrarse. Como había dejado una vela encendida en la mesa de noche, pudo ver que los cajones se abrían y cerraban a toda velocidad. Un cajón se abría de repente, luego otro; después, el primero se cerraba estruendosamente. Lágrimas de frustración y de miedo inundaron los ojos de George.
Casi inmediatamente después de esto, hubo voces. Las podía oír en la planta baja, pero no logró distinguir qué estaban diciendo. Sólo notó que era el ruido que hace cierta cantidad de gente reunida en una sala. La cabeza de George empezó a darle vueltas en el momento en que intentó tocar a Missy y a Kathy.
Luego la banda militar inició unos aires y la música ahogó las voces ininteligibles. George pensó que estaba en un manicomio. Podía oír distintamente a los músicos que desfilaban por toda la planta baja, las primeras pisadas de las personas que empezaban a subir las escaleras.
Al llegar a este punto, George intentó gritar, pero de su garganta no salió ningún sonido. Su cuerpo se agitó y pudo sentir la tensión en los músculos de la nuca cuando intentaba vanamente levantar la cabeza de la almohada. Por último abandonó el intento, dándose cuenta de que el colchón estaba empapado.
Las camas del piso de arriba estaban haciendo un ruido de todos los diablos y los cajones del ropero de su cuarto se cerraban y abrían violentamente, mientras los músicos de la banda subían los escalones hacia el primer piso. Y esto no era todo. Pese al ruido, ¡George pudo oír ahora que, las puertas de toda la casa empezaban a abrirse y cerrarse a tambor batiente!
Vio que la puerta del dormitorio se balanceaba locamente, como si alguien la estuviera agitando con fuerza y luego la cerrara de un portazo. También pudo ver que Harry se había echado afuera, en el pasillo, enteramente indiferente al tumulto. "O a este perro le han dado un droga, pensó George, ¡o el que se está volviendo loco soy yo!"
Un relámpago deslumbrador, tremendo, iluminó el dormitorio. George oyó que el rayo golpeaba estruendosamente algún objeto que estaba afuera, muy cerca. Luego se oyó un golpe descomunal, que hizo temblar a toda la casa. Había vuelto la tormenta, con torrentes de lluvia y viento que castigaban la casa de Ocean Avenue desde el techo hasta los pisos.
George siguió tendido, jadeante, mientras el corazón le golpeaba ruidosamente en el pecho. Esperaba, sabía que algo habría de pasar. ¡Entonces George emitió un grito horrible y sofocado! ¡Junto a él, en la cama, había alguien!
¡Sintió que lo estaban pisoteando! Unas patas fuertes, pesadas se apoyaron sobre sus piernas y su cuerpo.
Podía sentir el dolor de los golpes. "Dios mío, pensó ¡Son cascos! ¡Es un animal!"
George debe de haberse desmayado del susto, porque lo primero que recuerda ahora es la imagen de Danny y Chris, parados junto a su cama.
–¡Papá, papá, despiértate! –gritaban–. ¡Hay algo en nuestro cuarto!
Él parpadeó. Pudo divisar una luz afuera. La tormenta había cesado. Los cajones del ropero estaban todos abiertos y sus dos hijos lo instaban a que se levantara.
¡Missy! ¡Kathy! George se volvió a mirarlas. Las dos estaban cerca de él y profundamente dormidas. Se volvió hacia los muchachos, que se esforzaban por arrancarlo de la cama.
–¿Qué ocurre? –preguntó–. ¿Qué hay en vuestro cuarto?
–¡Hay un monstruo! –gritó Danny–. ¡Un monstruo sin cara!
–¡Trató de agarrarnos! –dijo Chris–. ¡Pero nos escapamos! ¡Ven, papá, levántate!
George lo intentó. Casi logró levantar la cabeza de la almohada en el instante en que oyó los ladridos furiosos de Harry. George miró por encima de los muchachos hacia el pasillo abierto. El perro se había parado allí y gruñía y amenazaba junto a la escalera. A pesar de no estar encadenado, Harry no había enderezado hacia las escaleras, sino que permanecía en el pasillo, con los dientes descubiertos, ladrando contra algo o alguien que George no podía ver desde su posición en la cama.
Con un tremendo esfuerzo de voluntad, George logró finalmente levantar su cuerpo del colchón, y lo hizo con tanta brusquedad que se llevó por delante a Danny y a Chris. Luego corrió hasta la puerta abierta y echó una mirada a los escalones.
En el último escalón estaba parada una figura gigantesca, vestida de blanco. George se dio cuenta que era la imagen encapuchada que Kathy había visto por primera vez en la chimenea. ¡Y ese ser tenía una mano tendida hacia él, señalándolo!
George giró sobre sus talones y corrió de vuelta a su dormitorio, levantó a Missy y la puso en brazos de Danny.
–¡Sácala de aquí! –gritó–. ¡Tú, ve con ellos, Chris! Luego se inclinó sobre Kathy y la levantó de la cama.
–¡Pronto! –gritó George detrás de los muchachos. Y en seguida salió corriendo también él del cuarto, con Harry a la zaga.
En la planta baja, George vio que la puerta de entrada estaba abierta: había sido nuevamente arrancada de sus quicios, rota por alguna fuerza poderosa.
Danny, Chris y Missy estaban fuera. La niña, que tan sólo ahora se estaba despertando, se agitaba entre los brazos de su hermano. Y, como no sabía dónde estaba, empezó a llorar de miedo.
George corrió en dirección a la camioneta. Puso a Kathy en el asiento delantero y luego ayudó a los niños a entrar en la parte de atrás. Harry saltó dentro también y George cerró la portezuela del lado de Kathy. Luego fue por el otro lado del vehículo, subió al asiento y oró.
Abrió la llave del motor, que se puso en marcha inmediatamente.
Haciendo crepitar el pedregullo mojado, George fue saliendo de la senda de entrada. Al llegar a la calle patinó, giró el volante y abrió el cebador de la nafta al mismo tiempo. La camioneta vaciló un instante y en seguida las cuatro llantas se movieron y por los escapes salió humo. Al cabo de un intento, la camioneta avanzaba por Ocean Avenue.
Mientras marchaba hacia su refugio. George echó una mirada al visor lateral. Su casa se iba perdiendo rápidamente de vista. "¡Gracias a Dios!", murmuró para sí mismo. "¡Ya nunca te volveré a ver, maldita!"
Eran las siete de la mañana del 14 de enero de 1976, el vigésimo octavo día de la estadía de la familia Lutz en el número 112 de Ocean Avenue.
XXV
15 de enero
Esa mañana, en el mismo instante en que los Lutz huían de su casa, el padre Mancuso tomaba la decisión de irse de la ciudad.
Esperó hasta las once, porque entonces eran las ocho en San Francisco y no quería despertar a su primo con una llamada telefónica intempestiva. El sacerdote anunció que iba a California a tomarse unas vacaciones y que partiría dentro de uno o dos días, probablemente el 16 de enero.
El padre Mancuso colgó el auricular, sintiéndose aliviado. Era la primera medida positiva que había tomado desde hacía semanas. El sacerdote pensaba que una semana bajo el sol de California iba a hacer bien a su estado físico agotado y tal vez lograría curarse de la gripe que se había instalado en su organismo. ¡Que los diabólicos poderes que reinaban en el número 112 de Ocean Avenue se quedaran con la casa y el crudo invierno neoyorquino!
El sacerdote llamo a su oficina en la diócesis de Rockville Center para dar cuenta de sus planes. Había que aplazar las asistencias a la Corte para después del 30 de enero. Por su parte, él se iba a poner en contacto directo con sus pacientes para fijar nuevas horas con ellos.
A medida que avanzaba la mañana el sacerdote se iba sintiendo mejor. Tenía muchas cosas que hacer antes de partir y todos los pensamientos que suscitaba la familia Lutz fueron puestos de lado. Pero a las cuatro de la tarde llamó George Lutz desde la casa de su suegra en East Babylon. Lutz quería informar al padre Mancuso que él, Kathy y los niños iban a seguir allí mientras se realizaran las investigaciones científicas en la casa de Amityville.
–Me parece muy bien, George –dijo el padre Mancuso–, pero esté usted atento a todo lo que pasa en su casa. No deje que conviertan al caso en un número de circo.
–¡Oh, no, padre, no! –contestó George–. No queremos que la gente se entrometa en el lugar. Hemos dejado allí todas nuestras cosas. Nadie podrá entrar a menos que yo lo autorice.
–Está bien –dijo el sacerdote–. Bueno... Siga usted en contacto con los parapsicólogos. Los capellanes opinan que estas personas son las más indicadas cuando se presenta una situación como ésta.
–Sólo hay una cosa –dijo George, interrumpiendo– ... ¿si ellos no encuentran las respuestas?... Y, padre, después de la última noche, no creo francamente que las encuentren. Entonces... ¿qué va a pasar?
El padre Mancuso dejó escapar una bocanada de aire.
–¿Después de la última noche? ¿A qué se refiere usted? ¡No me diga que volvió a pasar allí la noche! Hubo un silencio. Por último George contestó: –No nos dejaba ir. Hasta esta mañana no nos pudimos escapar.
El padre Mancuso sintió que las palmas de sus manos empezaban a picarle. Se miró la mano izquierda: empezaba a ampollarse. "¡Oh, no!, pensó. Dios inío. Dios mío, ¡de nuevo no, de nuevo no! ¡Basta!"
Sin decir una palabra más a George, el sacerdote cortó. Y cruzando los brazos, se metió las manos en los sobacos, tratando de protegérselas. Empezó a balancearse sobre los talones. "Por favor, por favor, imploró, dejadme en paz. Os prometo que no volveré a hablar con él".
George no pudo entender por qué razón el padre Mancuso había colgarlo de golpe. Al oír que ellos se habían ido ya de la casa, el sacerdote habría tenido que alegrarse. George quedó con el receptor en la mano, mirándolo. "Al fin de cuentas, ¿qué dije?", murmuró.
Un tirón brusco de la manga interrumpió los pensamientos de George. Era Missy.
–Mira, papá –dijo–. ¡Dibujé a Jodie, como tu me dijiste!
–¿Qué? –preguntó George. Missy le estaba tendiendo un papel–. ¡Ah, sí! –dijo George–. ¡El retrato de Jodie! Deja que lo vea.
George tomó el papel que le daba Missy. Era el dibujo que un niño puede hacer de un cerdo: deformado sin duda, pero la imagen que de un animal que corre tiene una mente de cinco años.
George levantó las cejas.
–¿Y estas cositas que rodean a Jodie? –preguntó–. Parecen nubecitas.
–Es la nieve, papá –contestó Missy–. ¡Cuando Jodie se fue corriendo en la nieve!
El padre Mancuso decidió tomar el avión de TWA que partía a las veintiuna para San Francisco. Cuando el pánico que le había inspirado la llamada de George se hubo desvanecido, el sacerdote fue al teléfono y habló con la mujer de su primo. Le dijo que había cambiado de idea y que iba a llegar esa misma noche. Quedaron en encontrarse en el aeropuerto internacional de San Francisco.
El padre Mancuso hizo sólo una valija; llamó a su madre, a la oficina de la diócesis y a una compañía de taxímetros. A las ocho de la noche salía ya de la parroquia en dirección al aeropuerto Kennedy. Cuando el sacerdote pasó por la oficina de la companía de aviación, volvió a mirarse las manos. Las ampollas habían desaparecido, pero el miedo estaba instalado en él.
Jimmy y Carey fueron a pasar esa noche a casa de la madre de ella. Pero antes de irse se celebró una fiestecita en casa de la señora Connors. A causa de la intensa, de la dramática sensación de alivio que tenían los Lutz por verse libres de la casa de Ocean Avenue, la reunión tuvo un carácter francamente festivo.
George y Kathy querían hablar ahora de sus experiencias y, rodeados de la familia, eran sensibles a la cordialidad y credulidad de la atmósfera. Los acontecimientos eran relatados en una fluencia sin interrupciones cuando trataban de explicar lo que les había ocurrido. Por último, George reveló que tenía planes de librar a su casa de cualquier fuerza maléfica allí instalada. Dijo a su suegra y a Jimmy que unos grupos de investigación iban a ser invitados a participar, pero que tendrían que llevar a cabo sus trabajos por cuenta propia. En ninguna circunstancia él o Kathy iban a entrar de nuevo en la casa de Ocean Avenue.
Danny, y Chris y Missy iban a dormir en el cuarto de Jimmy. Los varones estaban exhaustos por la aterradora aparición del "monstruo" la noche anterior, y por la excitación traída por la escapada a casa de la abuela. Pero no querían hablar de la demoníaca figura de capuchón blanco. Cuando George los conminó a que dieran su versión, los niños se quedaron callados y en sus caras apareció una expresión de miedo.
Missy, en cambio, parecía ser indemne a toda la historia. Se había adaptado fácilmente a la nueva aventura y se sentía muy cómoda en la nueva casa, con unas muñecas encontradas en casa de su abuela. Ni siquiera pareció perturbada cuando Kathy le hizo algunas preguntas más sobre el retrato de Jodie. La niña se limitó a decir:
–El cerdo es así.
George y Kathy se bañaron muy temprano esa noche. Ambos gozaron del agua caliente y se demoraron un buen rato en la bañera. Era una limpieza doble: limpieza de sus cuerpos y de sus terrores. A las diez de la noche estaban en cama en el cuarto de huéspedes. Por primera vez en casi un mes durmieron el uno en brazos del otro.
George fue el primero en despertar. Tenía la sensación de haber estado soñando, ¡como si hubiera estado flotando en el aire!
La impresión era que su cuerpo se había estado paseando por el cuarto, flotando, y que había aterrizado blandamente en la cama. Siempre en ese estado onírico, George había visto a Kathy levitando sobre la cama. Kathy se había levantado unos treinta centímetros sobre el colchón y se había alejado lentamente de él.
George tendió una mano a su mujer. A sus ojos el propio movimiento aparecía como en ralentisseur, como si su brazo no estuviera unido a su cuerpo. Trató de llamar a Kathy, pero por algún motivo no pudo recordar el nombre de ella. George sólo pudo contemplar a Kathy, levitando cada vez más cerca del techo. Luego sintió que él también se levantaba, la repetida sensación de estar flotando.
Oyó que alguien lo llamaba desde una distancia muy grande, George reconoció la voz, que le sonó muy familiar. Y oyó pronunciar de nuevo su nombre:
–¿George?
De repente recordó. Era Kathy. George miró hacia abajo y vio que Kathy estaba de nuevo en la cama y lo miraba.
Entonces empezó a flotar en dirección a Kathy y sintió que lentamente su cuerpo se depositaba en la cama, al lado del de ella.
–¡George! –gritó Kathy–. ¡Estabas flotando en el aire!
Kathy lo asió por el brazo y lo sacó de la cama.
–¡Ven! –gritó–. ¡Tenemos que salir de este cuarto!
Como un sonámbulo. George siguió a su mujer. En el rellano de la escalera los dos se detuvieron y se echaron hacia atrás horrorizados. ¡Una chorrera avanzaba hacia ellos subiendo las escaleras, formando una especie de serpiente y con la consistencia de una gelatina verdosa y negra!
George se dio cuenta ahora de que no había estado soñando. Todo era real. Eso que él había creído dejar para siempre en el número 112 de Ocean Avenue los estaba siguiendo... ¡los iba a seguir adonde quiera que fueran los Lutz!
EPÍLOGO
El 18 de febrero de 1976 Marvin Scott, del Canal 5 de la Tv de Nueva York, decidió investigar más a fondo los informes que llegaban sobre la así llamada casa embrujada de Amityville, Long Island. La misión se proponía pasar una noche en la casa de 112 Ocean Avenue. Personas con poderes supranormales, clarividentes, parapsicólogos y un demonólogo fueron invitados a participar.
Scott se había puesto previamente en contacto con los últimos locatarios, la familia Lutz, y había solicitado la autorización de éstos para rodar escenas en la casa abandonada. George Lutz accedió y se reunió con Scott en una pizzeria de Amityville. George se negó a entrar de nuevo en la casa de Ocean Avenue, pero dijo que él y su mujer, Kathy, iban a estar esperando a los investigadores, al día siguiente, en el restaurante italiano.
Con el propósito de provocar a la tremenda fuerza que, según se decía, habitaba la casa, se colocó un crucifijo y velas benditas en el centro de la mesa del comedor.
Los investigadores realizaron la primera de tres sesiones a las diez y inedia de la noche. En torno de la mesa estaban sentados Lorraine Warren, una clarividente, y su marido Ed, un demonólogo; los médium Mary Pascarella y Alberta Riley, y George Kekoris, del Instituto de Investigaciones Psíquicas de Durham en Carolina del Norte. Marvin Scott se unió al grupo sentado a la mesa.
Durante la sesión Mary Pascarella se sintió indispuesta y debió abandonar el cuarto. Con voz temblorosa dijo que "detrás de todo parece haber una especie de sombra negra que forma una cabeza que se mueve. Y, cuando se mueve, me siento personalmente amenazada".
La señora Riley, en un trance mediúmnico, empezó a jadear. "Es arriba", dijo, "en el dormitorio. Lo que hay aquí hace latir el corazón con más rapidez. El corazón me golpea el pecho." Ed Warren quiso poner punto final a la sesión. La señora Riley continuó jadeando, pero luego emergió velozmente del trance y recobró su conciencia normal.
En ese momento, George Kekoris, el investigador, se sintió muy indispuesto y debió abandonar la mesa. El observador Mike Linder declaró que había sentido un pasmo repentino, una especie de sensación de frío.
La clarividente Lorraine Warren expresó su opinión personal: "Cualquier entidad que haya aquí es, a mi modo de ver y sin lugar a dudas, de un carácter enteramente negativo. No tiene nada que ver con nadie que haya caminado una vez por la Tierra en forma humana. Proviene directamente de las entrañas de la Tierra".
El fotógrafo de la TV, Steve Petropolis, quien ha cumplido algunas tareas peligrosas en zonas de combate, experimentó palpitaciones cardíacas y falta de aire cuando se puso a examinar el cuarto de costura del piso alto, donde al parecer las fuerzas negativas estarían concentradas. Lorraine Warren y Marvin Scott entraron al cuarto y volvieron a salir en seguida, declarando que habían tenido una sensación repentina de frío.
Lorraine y Ed Warren también percibieron una fuente de sensaciones molestas en la sala. La señora Warren opina que ciertas fuerzas negativas se han concentrado en las estatuas y los objetos sin vida. "Lo que está aquí puede moverse a voluntad. El objeto no tiene que estar aquí, pero creo que éste es un lugar de descanso." También opina que hay algo demoníaco en los objetos inanimados. La señora Warren señaló la chimenea y la barandilla del primer piso, sin que se le advirtiera previamente de la existencia de un nexo con los problemas de los Lutz.
Mientras algunas personas dormían en los dormitorios del primer piso, un fotógrafo tomó fotografías infrarrojas con la vana esperanza de captar alguna imagen fantasmal en la película. Jerry Solfvin, del Instituto de Investigaciones Psíquicas, anduvo dando vueltas por la casa con una linterna a baterías, buscando evidencias físicas.
A las tres y media de la mañana los Warren intentaron realizar otra sesión. Según los informes, no se produjo nada desusado: no hubo sonidos ni fenómenos extraños. Todos los presentes con capacidades psíquicas opinan que el cuarto había sido neutralizado. La atmósfera, según dicen, no estaba bien en ese momento. Pero tuvieron la clara impresión de que la casa de Ocean Avenue albergaba un espíritu diabólico, un espíritu que sólo un exorcista podría arrancar de allí.
Cuando Marvin Scott volvió a la pequeña pizzería, los Lutz ya se habían ido. En marzo ya se habían ido a vivir a California, dejando detrás todas sus posesiones, todos sus bienes materiales y todo el dinero que habían invertido en la casa de sus sueños. Con el único fin de librarse del inmueble, cedieron el cobro de sus intereses al Banco que les había dado la hipoteca. Mientras se espera una venta eventual, las ventanas han sido cubiertas de tablas para precaverse de los vándalos e impedir que los curiosos, los aficionados a lo morboso y los advertidos puedan entrar.
El viernes santo de 1976 el padre Frank Mancuso se recuperó de su pulmonía y en abril fue tranferido a otra parroquia por el obispo de su diócesis. La parroquia no está cerca del número 112 de Ocean Avenue. Y el padre Mancuso tiene aún las cicatrices de la humillación y los temores que allí debió soportar.
En la actualidad Missy se pone inquieta cuando alguien le pregunta por Jodie. Danny y Chris pueden describir aún con detalles precisos el monstruo que los persiguió esa última noche; y Kathy se niega absolutamente a hablar de ese período de su vida. George vendió su parte de intereses a la agencia William H. Parry Inc. Le resulta difícil dejar sola a su familia por mucho tiempo. Pero espera que las personas que se enteren de esta historia habrán de entender hasta qué punto pueden ser peligrosas las entidades negativas para el incauto... o el incrédulo. "Son reales", insiste George, "e infligen el mal cuando la ocasión se presenta".
Nota del autor
En la medida en que he podido comprobarlo, todos los acontecimientos que se cuentan en este libro son verdaderos. George Lee y Kathleen Lutz emprendieron la tarea agotadora y frecuentemente penosa de reconstruir en una cinta grabada los veintiocho días que habían pasado en la casa de Amityville, retocando cada uno los recuerdos del otro, de tal modo que el "diario" oral fue tan completo como era posible hacerlo. No sólo George y Kathy se pusieron de acuerdo entre los dos sobre cada experiencia vivida, sino que muchas de sus impresiones e informes fueron sustanciados por el testimonio de testigos independientes, como el padre Mancuso y algunos oficiales de la policía local. Pero tal vez la prueba definitiva de la veracidad de su relato sea circunstancial: se requiere más que inspiración o un estado nervioso especial para que una familia normal y equilibrada de cinco miembros tome la drástica decisión de abandonar una apetecible casa de dos pisos, que incluye un entrepiso completo, una piscina de natación y un embarcadero, sin detenerse siquiera a retirar sus pertenencias personales.
Debo señalar asimismo que cuando los Lutz huyeron de su casa a principios de 1976, no tenían intenciones de hacer un libro con sus experiencias. Tan sólo cuando la prensa y los medios de difusión empezaron a publicar informes sobre la casa –que los Lutz juzgaron sensacionalistas y deformados–, consintieron ellos en que se publicara su relato. Y tampoco estaban enterados de que muchas de sus aseveraciones iban a ser corroboradas por otros. Además de verificar sus cintas grabadas en todo lo que se refiere a la consistencia interna, he llevado a cabo mis entrevistas personales con las otras personas que intervinieron en el caso, y puedo decir que George y Kathy no se enteraron de las tribulaciones del padre Mancuso hasta que la redacción definitiva de este libro estuvo terminada.
Antes de mudarse a la nueva casa, los Lutz distaban mucho de ser expertos en el tema de los fenómenos supranormales. En la medida en que pueden recordar, los únicos libros leídos que podrían ser conderados "ocultos" son unas cuantas obras que tratan de la Meditación Trascendental. Pero, como he podido comprobar en mis conversaciones con personas bien informadas sobre estos temas, casi todas las declaraciones de la pareja tienen fuertes paralelos con otros informes de casas embrujadas, "invasiones psíquicas y fenómenos semejantes, publicados a lo largo de los años y que provienen de diversas fuentes. Por ejemplo:
El penetrante frío sentido por George y otros es un síndrome repetidamente observado por visitantes de casas embrujadas. Estas personas perciben un "punto frío" o un frío difuso. Los ocultistas piensan que una entidad desencarnada podría alimentarse con la energía térmica y el calor corporal a fin de obtener así el poder necesario para hacerse visible y mover a los objetos.
Es sabido que los animales suelen tener sensaciones de molestia, e incluso de terror, en zonas "habitadas". Esto se cumple sin duda en el caso de Harry, el perro de la familia, sin hablar de los visitantes humanos que nunca habían entrado a la casa: la tía de Kathy, un niño de la vecindad y otros.
La ventana que bajó estruendosamente, aplastando la mano de Danny, tiene un eco en el caso, sucedido en Inglaterra, de la portezuela de un auto que se cerró sola, aplastando la mano de una mujer que llegaba al lugar para investigar unos informes de supuestos hechos paranormales. Minutos más tarde, durante el trayecto hasta el hospital más cercano, la mano de esta mujer readquirió su estado normal.
La vislumbre visionaria de George de lo que más adelante identificó como el rostro de Ronnie de Feo, su repetido despertar a la hora en que se había producido el asesinato de los De Feo, y los sueños eróticos de Kathy tienen su contrapartida en un fenómeno llamado retrocognición: un sitio con cargas emocionales adquiere, al parecer, la capacidad de trasmitir imágenes de su pasado a los visitantes actuales.
Los daños sufridos por las puertas, las ventanas y la balaustrada, el movimiento y la posible teleportación del león de cerámica, el olor nauseabundo en el sótano y la casa parroquial son elementos muy conócidos por todos los lectores de la voluminosa literatura escrita en torno a "poltergeists" o "fantasmas barulleros", cuyo comportamiento ha sido documentado por investigadores profesionales. La "banda militar" también es característica del "poltergeist", que tiene reputación de producir ruidos dramáticamente estridentes. (Una víctima se ha referido al estruendo de "un piano de cola que cae escaleras abajo" sin causas ni perjuicios visibles.)
La mayor parte de las manifestaciones del poltergeist suele ocurrir en presencia de un niño –por lo general una niña– próximo a la pubertad. En este caso ninguno de los niños Lutz tenía edad suficiente para provocar el fenómeno. Además, la mayor parte de las travesuras del poltergeist tiene un carácter de malicia infantil y no suelen ser crueles o dañinas físicamente. Por otra parte, como señala el padre Nicola en su libro Demonical Possession and Exorcism, el poltergeist suele aparecer como primera manifestación de una entidad interesada primordialmente en la posesión diabólica. El crucifijo invertido en el placard de Kathy, las recurrentes moscas y los olores a excremento humano son connotaciones típicas de la infección demoníaca.
Entonces, ¿cómo debemos situar el relato de los Lutz? Existen demasiadas corroboraciones independientes de lo que ellos dicen para suponer que ha sido imaginado o inventado. Ahora bien, suponiendo que las cosas hayan ocurrido como yo las cuento aquí, ¿cómo hemos de interpretarlas?
Lo que sigue es una interpretación, el análisis de un investigador experimentado de fenómenos supranormales:
"El hogar de los Lutz, al parecer, ha albergado tres entidades distintas. Francine, la médium, sintió por lo menos la presencia de dos 'fantasmas' corrientes, es decir, espíritus ligados a la tierra de seres humanos que –por determinadas razones– siguen vinculados a un sitio particular mucho después de su muerte física, y que, por lo general, sólo quieren quedarse solos para gozar de ese lugar al cual se habían acostumbrado en la existencia terrenal. La mujer cuyo contacto y perfume fueron percibidos por Kathy (Francine habla de 'una mujer vieja') puede haber sido la propietaria original de la casa, que sólo quería tranquilizar a la mujer joven, recién llegada, a quien su cocina parecía un lugar tan simpático y atrayente.
"Análogamente, el niño a quien se refieren de manera independiente Missy y la cuñada de Kathy podría ser un espíritu ligado a la Tierra que –siempre de acuerdo con los médium y espiritistas– tal vez no se hubiera dado cuenta de estar muerto. Solitario y desconcertado, en el mundo sin tiempo que sigue a la muerte, habría gravitado naturalmente hacia el cuarto de Missy y se habría sorprendido de que su cama estuviera ocupada por Carey y Jimmy. Pero si pidió ayuda a Carey, no fue él, evidentemente, quien tomó medidas para que Missy llegara a ser su compañera permanente de juegos.
"Más bien, la figura encapuchada y Jodie el Cerdo parecen corresponder a una clase de seres enteramente diferente. Los demonólogos ortodoxos creen que los ángeles caídos pueden manifestarse como animales o como figuras aterradoras según su voluntad; por lo tanto, estas dos apariciones pueden haber sido una y la misma. Aunque George vio los ojos de un cerdo y las huellas de las patas en la nieve, Jodie habló con Missy y, por lo tanto, no era un simple espectro animal. Y la entidad que tiznó su rostro en la pared de la chimenea y planeó sobre el pasillo esa última mañana puede haber adoptado una forma menos aterradora para conversar telepáticamente con una niña de corta edad.
"Parece lógico pensar que esta entidad, junto con las voces que ordenaran al padre Mancuso irse y a George y a Kathy poner fin a su exorcismo improvisado, puede haber sido "invitada" en el curso de ceremonias ocultas oficiales en el sótano o en el terreno original de la casa. Una vez establecidas, las entidades habrían resistido cualquier intento de ser desalojadas y con tanto más vigor que el que podría ejercer un fantasma corriente.
"Los inexplicables trances de George y de Kathy, sus cambios de estado de ánimo, sus repetidas levitaciones, sus extraños sueños y transformaciones físicas pueden interpretarse como síntomas de incipiente posesión. Algunos de los que creen en la reencarnación dicen que pagamos por antiguos errores naciendo en un nuevo cuerpo y experimentando las consecuencias de nuestras acciones. Pero cualquier entidad tan resueltamente malévola como las entidades que atormentaron a los Lutz debe haber comprendido que un retorno a la carne podía significar expiación en forma de deformidad física, enfermedad, sufrimientos y otros 'karmas' negativos. De tal modo, un espíritu especialmente perverso podría evitar totalmente el renacer, apoderándose en cambio de los cuerpos de los vivientes para saborear la comida, el sexo, el alcohol y otros placeres terrenos.
"Evidentemente George Lutz no era el 'caballo' idealmente pasivo para un jinete desencarnado; la amenaza que representó la situación para su mujer y sus hijos lo galvanizó, le hizo devolver el golpe para defenderse. Pero ninguno de sus adversarios invisibles era un alfeñique. La extraordinaria fuerza de estas entidades está indicada por los ataques de largo alcance al auto del padre Mancuso, a su salud, a sus habitaciones, y por la levitación de George y de Kathy, que se produjo incluso después de haber huido la pareja a casa de la madre de ella. En tal caso, ¿por qué los Lutz no han hablado de nuevos trastornos después de su traslado a California?
"Otra antigua tradición oculta según la cual los espíritus no pueden trasmitir sus poderes a través del agua, puede tener aquí cierto sentido. Mientras yo estaba preparando este libro, una de las personas básicamente responsables de su composición sentía una sensación de debilidad y de náusea en el instante de sentarse a trabajar en el manuscrito, todas las veces que lo hacía en su oficina de Long Island. Pero cuando trabajaba en Manhattan del otro lado del East River, no experimentaba nada fuera de lo común".
Naturalmente, no estamos obligados a aceptar ésta o cualquier otra interpretación "psíquica" de los hechos que ocurrieron en la casa de Amityville. Pero cualquier otra hipótesis nos sume inmediatamente en la tarea de construir una serie aún más increíble de extrañas coincidencias, alucinaciones compartidas y grotescas, malas interpretaciones de un hecho. Seria útil poder reproducir, como en un experimento controlado de laboratorio, algunos de los eventos ocurridos a los Lutz. Por supuesto, no podernos hacerlo. Los espíritus desencarnados, si existen, probablemente no sienten ninguna obligación de interpretar sus acciones ante las cámaras y los equipos de grabación de los investigadores responsables.
No hay evidencias de acontecimientos extraños que se hayan producido en el número 112 de Ocean Avenue después del período de tiempo descrito en este libro, pero también esto tiene su sentido: más de un parapsicólogo ha notado que las manifestaciones ocultas, especialmente las que tienen que ver con apariciones de poltergeists, muy a menudo terminan tan bruscamente como se iniciaron, y no vuelven a aparecer. Incluso los cazadores tradicionales de fantasmas aseguran a sus clientes que los cambios estructurales en una casa, incluso un simple cambio en la disposición de los muebles, como el que podría efectuar un nuevo inquilino, traen un rápido fin de todas las manifestaciones supranormales.
En cuanto a George y Kathleen Lutz, por supuesto, su curiosidad ha quedado más que satisfecha. Pero el resto de nosotros se enfrenta con un dilema: cuanto más "racional" la explicación, tanto menos fácil es de sostener. Y lo que yo he llamado Aquí vive el horror sigue siendo uno de esos oscuros misterios que desafían nuestras explicaciones convencionales de lo que este mundo abarca.
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