BLOOD

william hill

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sábado, 7 de marzo de 2009

JUSTINE --- SADE

Justine
o
Los infortunios de la
virtud
Marqués de Sade


*
A mi buena amiga
Sí, Constance, a ti dirijo esta obra; a la vez el ejemplo y el honor de tu sexo,
sumando al alma más sensible la mente más justa y la mejor iluminada, sólo a ti
corresponde conocer la dulzura de las lágrimas que arranca la Virtud
infortunada. Detestando los sofismas del libertinaje y de la irreligión,
combatiéndolos incesantemente con tus actos y tus discursos, no temo en
absoluto para ti los que ha necesitado en estas memorias el tipo de personajes
trazados; el cinismo de algunas plumas (suavizadas sin embargo lo más posible)
no te horrorizará más; es el Vicio el que, gimiendo por ser desvelado, se
escandaliza así que se le ataca. El proceso de Tartufo fue incoado por unos
santurrones; el de Justine será obra de los libertinos. Me inspiran escaso temor:
mis razones, desveladas por ti, no serán condenadas; tu opinión basta para mi
gloria, y debo, después de haberte gustado, o gustar a todo el mundo, o consolarme
de todas las censuras.
La intención de esta novela (no tan novela como parece) es nueva sin duda; el
ascendiente de la Virtud sobre el Vicio, la recompensa del bien, el castigo del
mal, suele ser el desarrollo normal de todas las obras de este tipo; ¿no es algo
demasiado manido?
Pero ofrecer por doquier el Vicio triunfante y la Virtud víctima de sus sacrificios;
mostrar a una desdichada yendo de infortunio en infortunio; juguete de la mal
dad; peto de todos los excesos; blanco de los gustos más bárbaros y más
monstruosos; aturdida por los sofismas mas osados, más retorcidos; víctima de
las seducciones más arteras, de los sobornos más irresistibles; teniendo
únicamente para oponer a tantos reveses, a tantos males, para rechazar tanta
corrupción, un espíritu sensible, una inteligencia natural y mucho valor; arrostrar
en una palabra las pinturas más atrevidas, las situaciones más extraordinarias,
las máximas más espantosas, las pinceladas más enérgicas, con la única intención
de obtener de todo ello una de las más sublimes lecciones de moral que el
hombre haya recibido: convendremos que era llegar al objetivo por un camino
poco transitado hasta ahora.
¿Lo habré conseguido, Constance? ¿Provocará una lágrima de tus ojos mi
triunfo? En una palabra, después de haber leído Justine, dirás: «¡Oh, cuán
orgullosa de amar la Virtud me siento con estos cuadros del Crimen! ¡Cuán
sublime es en las lágrimas! ¡Cómo la embellecen los infortunios!».
¡Oh, Constance! Que se te escapen estas palabras, y mis trabajos serán
coronados.
EXPLICACION DE LA ESTAMPA
La Virtud, entre la Lujuria y la Irreligión. A su izquierda está la Lujuria, bajo la
figura de un joven cuya pierna rodea una serpiente, símbolo del autor de
nuestros males; aparta con una mano el velo del Pudor, que protegía a la Virtud
de las miradas de los profanos, y con la otra, así como con su pie derecho, dirige
la caída en la que quiere hacerla sucumbir. A la derecha está la Irreligión que
retiene con fuerza uno de los brazos de la Virtud, mientras que con mano pérfida
saca una serpiente de su seno para envenenarla. El abismo del Crimen se
entreabre bajo sus pasos. La Virtud, siempre dueña de su conciencia, alza la
mirada al Eterno, y parece decir:
¡Quién sabe, cuando el Cielo nos hiere con sus golpes, si la mayor desgracia
no es un bien para nosotros!
Edipo en casa de Admeto
¡Oh amigo mío! La prosperidad
del Crimen es como el rayo,
cuyos resplandores engañosos
sólo embellecen un instante la
atmósfera para precipitar en los
abismos de la muerte al
desdichado que han deslumbrado.
Primera parte
La obra maestra de la filosofia sería desarrollar los medios de que se sirve la
Providencia para alcanzar los fines que se propone sobre el hombre, y trazar, a
partir de ahí, unos planes de conducta que puedan hacer conocer a ese
desdichado individuo bípedo el modo en que debe avanzar en la espinosa
carrera de la vida a fin de prevenir los caprichos extravagantes de esta fatalidad
a la que se dan veinte nombres diferentes, sin haber llegado todavía a conocerla
ni a definirla.
Si, llenos de respeto por nuestras convenciones sociales, y sin apartarnos
jamás de los diques que nos imponen, ocurre, aun así, que sólo encontramos
zarzas cuando los malvados sólo recogen rosas, personas carentes de un fondo
de virtudes lo bastante probado como para superar tales observaciones ¿no
considerarán entonces que es preferible abandonarse al torrente que resistirlo?
¿No dirán que la virtud, por hermosa que sea, se vuelve sin embargo el peor
partido que pueda tomarse, si resulta demasiado débil para luchar contra el
vacío, y que, en un siglo totalmente corrompido, lo más seguro es actuar como
los demás? Algo más instruidos, si se quiere, y abusando de las luces que han
adquirido, ¿no dirán con el ángel Jesrad, de Zadig, que no hay mal que por bien
no venga, y que pueden, a partir de ahí, entregarse al mal, ya que de hecho sólo
es una de las maneras de producir el bien? ¿No añadirán que es indiferente al
plan general que tal o cual sea preferentemente bueno o malo; que si el infortunio
persigue a la virtud y la prosperidad acompaña al crimen, siendo ambas
cosas iguales para los proyectos de la naturaleza, es infinitamente mejor tomar
partido entre los malvados, que prosperan, ' que entre los virtuosos, que
fracasan? Así pues, es importante prevenir esos peligrosos sofismas de una
falsa filosofia; esencial demostrar que los ejemplos de virtud infortunada presentados
a un alma corrompida, en la que permanecen sin embargo unos
cuantos buenos principios, pueden devolver esta alma al bien con tanta
seguridad como si se le hubiera mostrado en el camino de la virtud las palmas
más brillantes y las más halagüeñas recompensas. Es cruel, sin duda, tener que
describir un montón de infortunios abrumando a la mujer dulce y sensible que
mejor respeta la virtud, y por otra parte la afluencia de prosperidades sobre
quienes aplastan o mortifican a esa misma mujer. Pero si nace, no obstante, un
bien del cuadro de esas fatalidades, ¿sentiremos remordimientos por haberlas
ofrecido? ¿Podrá alguien molestarse por haber compuesto unos hechos de los
que se derivan para el sensato que lee con provecho la muy útil lección de la
sumisión a las órdenes de la Providencia, y la advertencia fatal de que, a
menudo, para devolvernos a nuestros deberes, el cielo golpea a nuestro lado al
ser que se nos antoja haber cumplido mejor los suyos?
Tales son los sentimientos que dirigirán nuestros trabajos, y en consideración a
esos motivos pedimos indulgencia al lector por los sistemas erróneos que
aparecen en boca de varios de nuestros personajes, y por las situaciones a
veces algo fuertes que, por amor a la verdad, hemos tenido que colocar ante sus
ojos.
La señora condesa de Lorsange era una de esas sacerdotisas de Venus cuya
fortuna es obra de una bonita cara y de una mala conducta, y cuyos títulos, por
pomposos que sean, sólo se encuentran en los archivos de Citeres, forjados por
la impertinencia con que los toma, y mantenidos en la necia credulidad que los
concede: morena, hermoso talle, ojos con una singular expresión; con esta
incredulidad muy de moda, que, confiriendo un atractivo más a las pasiones,
hace buscar con mayor ahínco a las mujeres en quienes se supone; un poco
malvada, sin principio alguno, no viendo mal en nada, y sin embargo sin la
suficiente depravación en el corazón como para haber extinguido la sensibilidad;
orgullosa, libertina: así era la señora de Lorsange.
Esta mujer había recibido, no obstante, la mejor educación: hija de un
importantísimo banquero de París, había sido educada con una hermana
llamada Justine, tres años menor que ella, en una de las más famosas abadías
de esta capital, donde hasta las edades de doce y quince años, ningún consejo,
ningún maestro, ningún libro, ningún talento habían sido negados a ambas
hermanas.
En esta época, fatal para la virtud de las dos jóvenes, todo lo perdieron en un
solo día: una espantosa bancarrota precipitó a su padre en una situación tan
cruel que murió de pena. Su mujer le siguió un mes después a la tumba. Dos
parientes fríos y lejanos deliberaron acerca de lo que harían con las jóvenes
huérfanas; la parte que a cada una le correspondía de la herencia, mermada por
las deudas, escasamente llegaba a cien escudos. Como nadie se preocupaba
de su custodia, les abrieron la puerta del convento, les entregaron su dote y las
dejaron libres de ser lo que quisieran.
La señora de Lorsange, entonces llamada Juliette, y de un carácter e
inteligencia prácticamente tan formados como a los treinta años ––edad que
alcanzaba en el momento que arranca la historia que vamos a relatar––, sólo
pareció sensible al placer de ser libre, sin meditar un instante en las crueles
desgracias que habían roto sus cadenas. A Justine, con doce años de edad
como ya hemos dicho, su carácter sombrío y melancólico le hizo percibir mucho
mejor todo el horror de su situación. Dotada de una ternura y una sensibilidad
sorprendentes, en lugar de la maña y sutileza de su hermana sólo contaba con
una ingenuidad y un candor que presagiaba que cayera en muchas trampas.
Esta joven sumaba a tantas cualidades una fisonomía dulce, absolutamente
diferente de aquella con que la naturaleza había embellecido a Juliette; de igual
manera que se percibía el artificio, la astucia, la coquetería en los rasgos de
ésta, se admiraba el pudor, la decencia y la timidez en la otra; un aire de virgen,
unos grandes ojos azules, llenos de sentimiento y de interés, una piel deslumbrante,
un talle grácil y flexible, una voz conmovedora, unos dientes de marfil y
los más bellos cabellos rubios, así era el retrato de esta encantadora menor,
cuyas gracias ingenuas y rasgos delicados superan nuestros pinceles.
Les dieron a ambas veinticuatro horas para abandonar el convento, dejándoles
la tarea de instalarse, con sus cien escudos, donde se les antojara. Juliette,
encantada de ser su propia dueña, quiso por un momento enjugar las lágrimas
de Justine, viendo después que no lo conseguiría, comenzó a reñirla en vez de
consolarla; le dijo, con una filosofía muy superior a su edad, que en este mundo
sólo había que afligirse por lo que nos afectaba personalmente; que era posible
encontrar en sí misma unas sensaciones fisicas de una voluptuosidad harto
intensa como para poder apagar todos los afectos morales cuyo choque podría
ser doloroso; que era absolutamente esencial poner en práctica este
procedimiento dado que la verdadera sabiduría consistía infinitamente más en
doblar la suma de los placeres que en multiplicar la de las penas... En una
palabra, que nada había que no se debiera hacer para borrar en uno mismo esta
pérfida sensibilidad, de la que únicamente se aprovechan los demás, mientras
que a uno sólo le aporta pesares. Pero difícilmente se endurece un buen corazón,
pues resiste a los razonamientos de una mala cabeza, consolándose en
sus propios goces de las falsas brillanteces de una mente instruida.
Utilizando otros recursos, Juliette dijo entonces a su hermana que, con la edad
y la cara que una y otra tenían, era imposible que se murieran de hambre. Citó a
la hija de una de sus vecinas, quien, habiéndose escapado de la casa paterna,
estaba hoy ricamente mantenida y mucho más dichosa, sin duda, que si hubiera
seguido en el seno de su familia; que había que dejar de creer que era el
matrimonio lo que hacía feliz a una joven; que, cautiva bajo las leyes del
himeneo, sólo tendría, a cambio de muchos malos humores que soportar, una
levísima dosis de placeres; mientras que, entregadas al libertinaje, podrían
siempre asegurarse del humor de los amantes, o consolarse de él mediante el
número de éstos.
Justine sintió horror de tales discursos; dijo que prefería la muerte a la
ignominia y, pese a las nuevas peticiones que le formuló su hermana, se negó
insistente mente a vivir con ella en cuanto la vio decidida a una conducta que la
hacía estremecerse.
Por consiguiente, las dos jóvenes se separaron, sin ninguna promesa de volver
a verse, dado que sus intenciones se revelaban tan diferentes. Juliette que,
según pretendía, se convertiría en una gran dama, ¿accedería a recibir a una
muchacha cuyas inclinaciones, virtuosas pero humildes, podrían deshonrarla? Y
por su parte, ¿Justine aceptaría poner en peligro sus costumbres con la
compañía de una criatura perversa, que acabaría siendo víctima de la crápula y
del desenfreno público? Ambas se dieron, pues, un eterno adiós, y ambas abandonaron
el convento al día siguiente.
Mimada desde su infancia por la costurera de su madre, Justine cree que esta
mujer será sensible a su desdicha; la visita, le comunica sus infortunios, le pide
trabajo... Pero casi no la reconoce y la despiden duramente.
––¡Oh, cielos! ––dice la pobre criatura––, íes preciso que los primeros pasos
que doy por el mundo estén ya marcados por la desgracia! Esta mujer me quería
antes, ¿por qué me rechaza hoy? ¡Ay!, porque soy huérfana y pobre; porque ya
no tengo recursos en el mundo, y sólo se aprecia a las personas por las ayudas
y los agrados que se espera recibir de ellas.
Justine, llorosa, visita a su sacerdote; le describe su estado con el enérgico
candor de su edad... Llevaba un vestidito blanco; sus hermosos cabellos
descuidadamente recogidos bajo una gran cofia; su seno apenas insinuado,
oculto debajo de dos o tres varas de gasa; su linda cara algo pálida a causa de
las penas que la devoraban; algunas lágrimas caían de sus ojos y les conferían
aún mayor expresión.
––Me veis, señor... ––le dijo al santo eclesiástico––, sí, me veis en una
situación muy lamentable para una joven; he perdido a mi padre y mi madre... El
cielo me los arrebata en la edad en que más necesitaba su ayuda... Han muerto
arruinados, señor; no tenemos nada... Eso es todo lo que me han dejado ––
prosiguió, mostrando sus doce luises––... y ni un rincón donde reposar mi pobre
cabeza... Os apiadaréis de mí, ¿verdad, señor? Sois ministro de la religión, y la
religión siempre fue la virtud de mi corazón; en nombre del Dios que adoro y del
que sois la voz, decidme, como un segundo padre, ¿qué debo hacer... qué tengo
que ser?
El caritativo sacerdote contestó, examinando a Justine, que la parroquia estaba
muy cargada; que era difícil que pudiera hacerse cargo de nuevas limosnas,
pero que, si Justine quería servirle, si quería trabajar duro, siempre habría en su
cocina un pedazo de pan para ella. Y, mientras le decía eso, el intérprete de los
dioses le había pasado la mano bajo la barbilla, dándole un beso excesivamente
mundano para un hombre de Iglesia. Justine, que le había entendido demasiado
bien, le rechazó diciéndole:
––Señor, yo no os pido limosna ni un puesto de criada; hace demasiado poco
que he abandonado un estado por encima del que puede hacer desear esas dos
mercedes para verme reducida a implorarlas; solicito los consejos que mi
juventud y mis desgracias necesitan, y queréis hacérmelos comprar tal vez
demasiado caros.
El pastor, avergonzado de verse descubierto, rápidamente expulsó a la joven
criatura, y la desdichada Justine, dos veces rechazada en el primer día en que
se vio condenada al aislamiento, entra en una casa en la que ve un cartel,
alquila un pequeño apartamento amueblado en la quinta planta, lo paga de
antemano, y en él se entrega a unas lágrimas aún más amargas por lo sensible
que es y porque su pequeño orgullo acaba de ser cruelmente maltratado.
¿Se nos permitirá abandonarla por algún tiempo aquí, para regresar a Juliette,
y para explicar cómo, del simple estado del que la vimos salir, y sin tener más
recursos que su hermana, llegó a ser, sin embargo, en quince años, mujer con
título, propietaria de una renta de treinta mil libras, bellísimas joyas, dos o tres
casas tanto en la ciudad como en el campo, y, por el instante, el corazón, la
fortuna y la confianza del señor de Corville, consejero de Estado, hombre del
mayor crédito y ministro en ciernes? No hay la menor duda de que su carrera fue
espinosa: esas damiselas prosperan gracias al aprendizaje más vergonzoso y
más duro; y una que ahora está en el lecho de un príncipe todavía lleva
seguramente encima las marcas humillantes de la brutalidad de los libertinos
entre cuyas manos la arrojaron su juventud e inexperiencia.
Al salir del convento, Juliette buscó a una mujer de la que había oído hablar a
una joven amiga vecina; pervertida como ella deseaba ser y pervertida por
aquella mujer, la aborda con su hatillo bajo el brazo, una levita azul muy
desordenada, los cabellos sueltos, la más bonita cara del mundo, si es cierto
que ante determinados ojos la indecencia pueda ser atractiva; cuenta su historia
a esta mujer, y le suplica que la proteja como ha hecho con su antigua amiga.
––¿Qué edad tienes? ––le pregunta la Duvergier.
––Quince años dentro de unos días, señora ––contestó Juliette.
––Y jamás ningún mortal... ––prosiguió la matrona.
––¡Oh no, señora!, se lo juro ––replicó Juliette.
––Pero es que a veces en esos conventos ––dijo la vieja––... un confesor, una
religiosa, una compañera... Necesito pruebas seguras.
No tiene usted más que buscarlas, señora ––contestó Juliette sonrojándose.
Y proveyéndose la dueña de unos lentes, y después de haber examinado
minuciosamente las cosas por todos los lados:
––Vamos ––le dijo a la joven––, bastará con que te quedes aquí, prestes
mucha atención a mis consejos, presentes un gran fondo de complacencia y de
sumisión con mis clientes, limpieza, economía, franqueza conmigo, habilidad
con tus compañeras y astucia con los hombres, y antes de diez años te pondré
en situación de retirarte a un tercero con una cómoda, dos habitaciones, una
criada; y el arte que habrás adquirido en mi casa te servirá para procurarte el
resto.
Hechas estas recomendaciones, la Duvergier se apodera del hatillo de Juliette;
le pregunta si tiene dinero y, como ésta le confiesa con excesiva sinceridad que
tenía cien escudos, la querida mamá se los confisca asegurando a su nueva
pensionista que invertirá este pequeño capital en la lotería para ella, pero que no
conviene que una joven tenga dinero.
––Es ––le dice–– un medio de hacer el mal, y en un siglo tan corrompido una
muchacha buena y bien nacida debe evitar cuidadosamente cuanto pueda
arrastrar la hacia alguna trampa. Te lo digo por tu bien, pequeña ––añadió la
dueña––, y debes agradecerme lo que hago. Acabado este sermón, la nueva es
presentada a sus compañeras; le indican su habitación en la casa, y a partir del
día siguiente sus primicias están en venta.
En cuatro meses, la mercancía es vendida sucesivamente a cerca de cien
personas; unas se contentan con la rosa, otras más delicadas o más depravadas
(pues la cuestión no está zanjada) quieren abrir el capullo que florece al lado. En
cada ocasión, la Duvergier encoge, reajusta, y durante cuatro meses son
siempre las primicias lo que la bribona ofrece al público. Al término de este
espinoso noviciado, Juliette alcanza finalmente la condición de hermana
conversa; a partir de este momento, es oficialmente admitida como pupila de la
casa, y comparte sus penas y sus beneficios. Otro aprendizaje: si en la primera
escuela, con escasas excepciones, Juliette ha servido a la naturaleza, olvida sus
leyes en la segunda y corrompe por entero sus costumbres; el triunfo que ve
cómo obtiene el vicio degrada por completo su alma; siente que, nacida para el
crimen, por lo menos debe llegar al mayor de ellos y renunciar a languidecer en
un estado subalterno que, haciéndole cometer las mismas faltas, envileciéndola
igualmente, no le acarrea, ni mucho menos, el mismo beneficio. Gusta a un
anciano caballero muy libertino que, en un principio, sólo la reclama
esporádicamente; ella posee el arte de hacerse mantener magníficamente por
él; aparece finalmente en los espectáculos, en los paseos, al lado de las figuras
de la orden de Citeres; la miran, la citan, la envidian, y la inteligente criatura
sabe hacerlo tan bien que en menos de cuatro años arruina a seis hombres, el
más pobre de los cuales tenía cien mil escudos de renta. No necesitaba más
para crearse una reputación; la ceguera de la gente de mundo es tal que cuanta
mayor deshonestidad ha demostrado una de esas criaturas, más deseosos
están de constar en su lista; parece que el grado de su envilecimiento y de su
corrupción se convierte en la medida de los sentimientos que se atreven a
mostrar por ella.
Juliette acababa de alcanzar sus veinte años cuando un tal conde de
Lorsange, gentilhombre angevino, de unos cuarenta años de edad, se enamoró
tanto de ella que decidió darle su apellido: le reconoció doce mil libras de renta,
le aseguró el resto de su fortuna si moría antes que ella; le dio una casa,
servicio, distinción, y una especie de consideración en la sociedad que en dos o
tres años consiguió hacer olvidar sus comienzos.
Fue entonces cuando la desdichada Juliette, olvidando todos los sentimientos
de su nacimiento y de su buena educación, pervertida por malos consejos y
libros peligrosos, apresurada por disfrutar a solas, llevar un nombre y ninguna
cadena, osó entregarse a la culpable idea de abreviar los días de su marido.
Una vez concebido este odioso proyecto, lo mimó y lo consolidó desafortunadamente
en uno de esos momentos peligrosos en que las acciones
físicas se ven impelidas por los errores de la moral; instantes en que no nos
negamos a casi nada ni nada se opone a la irregularidad de las ansias o a la
impetuosidad de los deseos, y se aviva la voluptuosidad recibida en proporción a
la cantidad de los frenos que rompe, o a su pureza. Desvanecido el sueño, si
nos volviéramos buenos, el inconveniente seria insignificante, sólo se trataría de
la historia de los errores de entendimiento; sabemos perfectamente que no
ofenden a nadie, pero, desgraciadamente, se llega mas lejos. ¿Qué significará –
–nos atrevemos a preguntarnos––, la realización de esta idea, si su mera
presencia nos exalta, nos emociona tan intensamente? Entonces damos vida a
la maldita quimera, y su existencia acaba siendo un crimen.
La señora de Lorsange lo ejecutó, afortunadamente para ella, con tanto
secreto que estuvo al amparo de cualquier persecución, y sepultó junto con su
esposo las huellas del espantoso delito que le precipitaba a la tumba.
Viéndose libre y condesa, la señora de Lorsange recuperó sus antiguos
hábitos; pero creyéndose algo en el mundo, puso en su conducta un tanto
menos de indecencia. Ya no era una muchacha mantenida, era una rica viuda
que daba estupendas cenas, a las que tanto nobles como burgueses les
encantaba ser admitidos; mujer decente en una palabra, pero que aun así se
acostaba por doscientos luises, y se entregaba por quinientos al mes.
Hasta los veintiséis años, la señora de Lorsange siguió haciendo brillantes
conquistas; arruinó a tres embajadores extranjeros, cuatro recaudadores de im
puestos, dos obispos, un cardenal y tres caballeros de las órdenes reales; pero
como es inusual pararse después de un primer delito, sobre todo cuando se ha
coronado felizmente, la desgraciada Juliette se denigró con dos nuevos
crímenes semejantes al primero; uno para robar a uno de sus amantes, que le
había confiado una suma considerable, ignorada por la familia de ese hombre, y
que la señora de Lorsange pudo ocultar gracias a esta espantosa acción; el otro,
para poseer cuanto antes un legado de cien mil francos que uno de sus adoradores
le hacía en nombre de un tercero, encargado de devolver la cantidad
después de la defunción. A esos horrores, la señora de Lorsange juntaba tres o
cuatro infanticidios. El temor de estropear su bonito talle, el deseo de ocultar una
doble intriga, todo ello le hizo tomar la decisión de sofocar en su seno el fruto de
sus excesos; y esas fechorías, tan desconocidas como las anteriores, no fueron
óbice para que esta mujer artera y ambiciosa encontrara diariamente nuevas
víctimas.
Es cierto, por tanto, que la prosperidad puede acompañar la peor conducta, y
que en el mismo centro del desorden y de la corrupción, cuanto los hombres
denominan la felicidad puede esparcirse sobre la vida; pero que no nos alarme
esta cruel y fatal verdad; que el ejemplo de la desdicha, persiguiendo por
doquier a la virtud, como no tardaremos en ofrecer, no atormente más a las
personas honradas. Esta felicidad del crimen es engañosa, sólo aparente;
además del castigo reservado sin duda por la Providencia a quienes han seducido
sus éxitos, ¿no alimentan en el fondo de sus almas un gusano que,
royéndolos incesantemente, les impide regocijarse con estos falsos fulgores, y
sólo deja en sus almas, en lugar de delicias, el recuerdo desgarrador de los
crímenes que les han llevado donde están? En cambio, el infortunado al que la
suerte persigue, tiene su corazón como consuelo, y los goces interiores que le
procuran sus virtudes le compensan muy pronto de la injusticia de los hombres.
Esa era, pues, la situación de la señora de Lorsange cuando el señor de
Corville, de cincuenta años de edad, gozando del crédito y de la consideración
que antes hemos descrito, decidió sacrificarse enteramente por esa mujer y
retenerla para siempre con él. Sea por las atenciones recibidas, sea por los
procedimientos empleados, o bien por la habilidad de la señora de Lorsange, el
señor de Corville lo había conseguido, y llevaba cuatro años viviendo con ella,
exactamente como con una esposa legítima, cuando la adquisición de una
bellísima finca cerca de Montargis les obligó a ambos a pasar algún tiempo en
esa provincia.
Un atardecer, en que la bondad de la temperatura les animó a prolongar su
paseo desde la propiedad que habitaban hasta Montargis, encontrándose
demasiado cansados para decidir volver tal como habían venido, se detuvieron
en la posada donde para la diligencia de Lyon, con la intención de enviar desde
ahí un hombre a caballo a buscarles un coche. Reposaban en una sala baja y
fresca, que daba al patio de esta casa, cuando la diligencia de la que acabamos
de hablar entró en la hospedería.
Es una diversión bastante natural contemplar cómo descienden los pasajeros
de una diligencia; es posible apostar por el tipo de personajes que salen de allí
y, si uno ha nombrado una ramera, un oficial, unos cuantos curas y un fraile,
puede estar casi siempre seguro de ganar. La señora de Lorsange se levanta, el
señor de Corville la sigue, y los dos se divierten viendo entrar en la posada al
traqueteado grupo. Parecía que ya no quedaba nadie en el coche cuando un
jinete de la gendarmería, bajando del pescante, recibió en sus brazos de uno de
sus compañeros, también situado en el mismo lugar, una joven de veintiséis a
veintisiete años, vestida con una mala chambra de india y envuelta hasta las
cejas por una gran manteleta de tafetán negro. Estaba maniatada como una
criminal, y tan débil, que seguramente habría caído si sus guardianes no la
hubieran sostenido. Ante el grito de sorpresa y de horror que suelta la señora de
Lorsange, la joven se gira, y deja ver junto al más bello talle del mundo, el rostro
más noble, más agradable, más interesante, todos los atractivos en suma más
placenteros, hechos mil veces aún más excitantes por la tierna y conmovedora
aflicción que la inocencia añade a los rasgos de la belleza.
El señor de Corville y su amante no pueden dejar de interesarse por la
miserable joven. Se acercan, preguntan a uno de los guardias qué ha hecho la
infortunada.
––Se la acusa de tres delitos ––contesta el jinete––: de asesinato, de robo y de
incendio; pero os confieso que mi compañero y yo jamás hemos conducido a un
criminal con tanta desgana; es la criatura más dulce, y aparentemente la más
honesta.
––¡Ya, ya! ––dijo el señor de Corville––, ¿no podría tratarse de uno de esos
errores habituales de los tribunales de segundo orden?... i.Y dónde se ha
cometido el delito?
––En una posada a pocas leguas de Lyon; la han juzgado en esta ciudad y,
siguiendo la costumbre, la trasladamos a París para la confirmación de su
sentencia, ya que volverá a Lyon para ser ejecutada.
La señora de Lorsange, que se había acercado y escuchaba este relato,
comentó al señor de Corville que desearía enterarse por boca de la propia joven
de la his toria de sus desdichas, y el señor de Corville, que compartía también el
mismo deseo, lo comunicó a los dos guardias presentándose ante ellos. Estos
no consideraron necesario oponerse. Decidieron que convenía pasar la noche
en Montargis; pidieron un alojamiento cómodo; el señor de Corville respondió de
la prisionera, la desataron; y cuando le hicieron tomar algunos alimentos, la
señora de Lorsange, que no podía dejar de sentir por ella el más vivo interés, y
que sin duda se decía a sí misma: «Esta criatura, tal vez inocente, es tratada, sin
embargo, como una criminal, mientras que alrededor de mí... que me he
manchado con crímenes y horrores, todo prospera», la señora de Lorsange,
digo, al ver a la pobre muchacha algo mejorada, algo consolada por las caricias
que se apresuraban a hacerle, le rogó que contara por qué acontecimiento, con
una apariencia tan dulce, se hallaba en una circunstancia tan funesta.
––Contaros la historia de mi vida, señora ––dijo la bella infortunada,
dirigiéndose a la condesa––, es ofreceros el ejemplo más sorprendente de las
desdichas de la inocencia, es acusar a la mano del cielo, es quejarse de las
voluntades del Ser Supremo, es una especie de rebelión contra sus sagrados
designios... No me atrevo...
Brotaron entonces abundantes lágrimas de los ojos de la interesante
muchacha y, después de haberlas dejado correr un instante, comenzó su relato
en los siguientes términos:
––Me permitiréis, señora, ocultar mi nombre y mi origen; sin ––ser ilustres,
fueron honrados, y en nada me destinaban a la humillación en la que me veis
reducida. Perdí muy joven a mis padres; creí que con la poca ayuda ––que me
habían dejado podría aguardar un empleo conveniente y, rechazando todos los
que no lo eran, me comí sin darme cuenta, en París, donde he nacido, lo poco
que poseía; cuanto más pobre me volvía, más despreciada era; cuanto más
apoyo necesitaba, menos confiaba en obtenerlo; pero de todas las durezas que
experimenté en los comienzos de mi infortunada situación, de todas las frases
horribles que me dirigieron, sólo os citaré lo que me ocurrió en casa del señor
Dubourg, uno de los más ricos comerciantes de la capital. La mujer en cuya
casa me alojaba me encaminó hacia él, pues su crédito y riquezas podían
suavizar seguramente el rigor de mi suerte. Después de una larga espera en la
antecámara de ese hombre, me hicieron pasar: el señor Dubourg, de cuarenta y
ocho años de edad, acababa de salir de la cama, envuelto en una bata flotante
que apenas ocultaba su agitación; se disponían a peinarle, ordenó que se
retiraran y me preguntó qué quería.
––¡Ay!, señor ––le contesté confusísima––, soy una pobre huérfana que
todavía no tiene catorce años y que ya conoce todos los grados del infortunio.
Imploro vuestra conmiseración, tened piedad de mí, os lo ruego.
Y entonces le detallé todos mis males, la dificultad de encontrar un trabajo,
quizás incluso la pena que sentía en buscarlo, al no haber nacido para ese
estado. La desgracia que había tenido, durante todo eso, de comerme lo poco
que tenía... La falta de trabajo. La esperanza que tenía de que él podría
facilitarme los medios de vivir. En suma, todo lo que dicta la elocuencia del
infortunio, siempre presta en un alma sensible, siempre remisa en la opulencia...
Después de haberme escuchado con escasa atención, el señor Dubourg me
preguntó si yo había sido siempre buena.
No estaría tan pobre ni tan preocupada, señor ––le contesté––, si hubiera
querido dejar de serlo.
––¿A título de qué ––me replicó a eso el señor Dubourg–– pretendes que las
personas ricas te ayuden si tú no les sirves para nada?
––¿Y a qué servicio se refiere usted, señor? ––contesté––. No pido otra cosa
que prestar aquello que la decencia y mi edad me permiten cumplir.
––Los servicios de una criatura como tú son poco útiles en una casa ––me
contestó Dubourg––. No tienes edad ni constitución para colocarte como pides.
Mejor harías en ocuparte de gustar a los hombres, y de trabajar en encontrar a
alguien que quiera ocuparse de ti. Esta virtud que tanto exhibes no sirve de nada
en el mundo; por mucho que te arrodilles ante sus altares, su inútil incienso no te
alimentará. La cosa que menos halaga a los hombres, aquella a la que prestan
menos atención, la que desprecian más soberanamente, es la decencia de
vuestro sexo: aquí sólo se aprecia, hija mía, lo que beneficia o lo que deleita. ¿Y
qué beneficio puede significar para nosotros la virtud de las mujeres? Son sus
desórdenes los que nos sirven y nos divierten, pero su castidad es lo que menos
nos interesa. En una palabra, cuando las personas de nuestra clase dan, sólo es
para recibir. Ahora bien, ¿cómo una chiquilla como tú puede agradecer lo que se
hace por ella si no es abandonando cuanto se quiera su cuerpo?
––¡Oh, señor! ––contesté con el corazón henchido de suspiros––. ¿Ya no
existe honradez ni beneficencia entre los hombres?
––Muy pocas ––replicó Dubourg––. Si se habla tanto de ellas, ¿cómo quieres
que existan? Estamos de vuelta de esta manía de ayudar a los demás
gratuitamente; se ha reconocido que los placeres de la caridad sólo eran goces
del orgullo y, como nada se disipa con mayor rapidez, se han querido
sensaciones más reales. Se ha visto que con una criatura como tú, por ejemplo,
era mucho mejor quedarse como anticipo con todos los placeres que puede
ofrecer la lujuria que con los muy fríos y muy futiles de aliviarla de manera
desinteresada. La reputación de un hombre liberal, caritativo, generoso, no es
nada comparada, en el instante en que mejor se disfruta, con el más ligero
placer de los sentidos.
––¡Oh, señor! ¡Con semejantes principios, es necesario pues que el
infortunado perezca!
––Qué más da, hay un exceso de súbditos en Francia. Con tal de que la
máquina tenga siempre la misma elasticidad, ¿qué le importa al Estado el mayor
o menor número de los individuos que la aprietan?
––Pero ¿creéis que los hijos, cuando son así maltratados, respetarán a sus
padres?
––¡¿Qué le importa a un padre el amor de unos hijos que le estorban?
––¡Sería mejor entonces que nos hubieran ahogado en la cuna!
––Probablemente. Es lo que se hace en muchos países; era la costumbre de
los griegos y es la de los chinos: allí los niños desgraciados son abandonados o
se les da muerte. ¿Para qué dejar vivir unas criaturas que ya no pueden contar
con la ayuda de sus padres, porque carecen de ellos, o porque no han sido
reconocidos, cuando en tal caso sólo sirven para sobrecargar al Estado con un
producto que ya le sobra? Los bastardos, los huérfanos, los niños deformes,
deberían ser condenados a muerte desde su nacimiento. Los primeros y los
segundos porque, al no tener a nadie que quiera o que pueda ocuparse de ellos,
manchan la sociedad con unas heces que un día u otro tiene que resultarle
funesta; y los otros porque no pueden resultarle de ninguna utilidad. Las dos
clases son para la sociedad como excrecencias de la carne que, alimentándose
del jugo de los miembros sanos, los degradan y los debilitan, o, si lo prefieres,
como esos vegetales parásitos que, juntándose a las plantas buenas, las
deterioran y las roen adaptándose su simiente nutritiva. A esas limosnas
destinadas a alimentar a semejante escoria, esas casas dotadas de todos los
lujos que se tiene la extravagancia de construirles, son abusos escandalosos.
¡Como si la especie de los hombres fuera tan escasa, tan preciosa que hubiera
que conservar hasta su más vil porción! Pero dejemos una política de la que no
debes de entender nada, hija mía: ¿por qué quejarse de su suerte cuando sólo
corresponde a uno mismo remediarla?
––¡A qué precio, santo cielo!
––Al de una quimera, algo que sólo tiene el valor que tu orgullo le atribuye. Por
lo demás ––prosiguió el bárbaro al mismo tiempo que se levantaba y abría la
puerta––, eso es todo lo que puedo hacer por ti. Consiente, o libérame de tu
presencia. No me gustan los mendigos...
Corrieron mis lágrimas, fue imposible retenerlas, y creeréis, señora, que en
lugar de enternecer a aquel hombre lo irritaron. Cierra la puerta y agarrándome
por el cuello del vestido, me dice brutalmente que me obligará a hacer a la
fuerza lo que no quiero concederle de buen grado. En este instante cruel, mi
desgracia me insufla valor. Me libero de sus manos y, abalanzándome hacia la
puerta, le digo mientras escapo:
––¡Hombre odioso, ojalá el cielo, tan gravemente ofendido por ti, te castigue un
día como mereces, por tu execrable crueldad! No eres digno ni de tus riquezas,
de las que haces tan vil uso, ni siquiera del aire que respiras en un mundo
manchado por tus barbaries. Me apresuré a contar a mi hospedera la acogida de
la persona a la que me había enviado, pero cual fue mi sorpresa al ver a esa
miserable abrumarme con reproches en lugar de compartir mi dolor.
––Miserable criatura ––me dijo encolerizada––, ¿imaginas que los hombres
son tan necios como para dar limosnas a unas muchachitas como tú, sin exigir el
interés de su dinero? El señor Dubourg es demasiado bueno por haberse
portado como lo ha hecho; en su lugar yo no te habría dejado salir de mi casa
sin haberme contentado. Pero ya que no quieres aprovechar las ayudas que te
ofrezco, arréglatelas como quieras. Me debes dinero: o me lo das mañana, o te
envío a la cárcel.
––Señora, tened piedad...
––Sí, sí, piedad... ¡Con la piedad uno se muere de hambre!
––Pero ¿qué queréis que haga?
––Volver a casa de Dubourg, satisfacerle y traerme dinero. Yo le veré y le
avisaré. Enmendaré, si puedo, tus tonterías. Le daré excusas tuyas, pero piensa
en comportarte mejor.
Avergonzada, desesperada, sin saber qué hacer, viéndome duramente
rechazada por todo el mundo, casi sin recursos, le dije a la señora Desroches
(era el nombre de mi hospedera) que estaba decidida a todo para satisfacerla.
Se fue a casa del financiero, y, a la vuelta, me dijo que lo había encontrado muy
irritado; que con mucho esfuerzo había conseguido inclinarlo a mi favor; que a
fuerza de súplicas había conseguido, sin embargo, convencerle de que volviera
a verme la mañana siguiente; pero que tuviera cuidado con mi conducta porque
si la desobedecía una vez más, ella misma se encargaría de hacerme encarcelar
de por vida.
Llegué a su casa muy turbada. Dubourg estaba a solas, en un estado aún más
indecente que la víspera. La brutalidad, el libertinaje, todas las características
del exceso estallaban en sus miradas hipócritas.
––Agradece a la Desroches ––me dice duramente–– que quiera en su favor
concederte por un instante mis bondades. Tienes que sentir lo indigna que eres
de ello después de tu conducta de ayer. Desnúdate, y si sigues ofreciendo la
más ligera resistencia a mis deseos, dos hombres te esperan en mi antecámara
para llevarte a un lugar del que no saldrás en toda tu vida.
––¡Oh, señor! ––digo llorando y precipitándome a las rodillas de aquel hombre
bárbaro––, cambiad de idea, os lo suplico. Mostraos generoso para ayudarme
sin exigir de mí lo que me cuesta tanto que os ofrecería mi vida antes que
someterme a ello... Sí, prefiero morir mil veces que infringir los principios que he
recibido en mi infancia... Señor, señor, no me obliguéis, os lo suplico. ¿Podéis
concebir la dicha en medio de disgustos y de lágrimas? ¿Os atrevéis a esperar
el placer donde sólo veréis repugnancias? Así que hayáis consumado vuestro
crimen el espectáculo de mi desesperación os colmará de remordimientos...
Pero las infamias a las que se entregaba Dubourg me impidieron continuar.
¿Cómo había podido creerme capaz de enternecer a un hombre que ya
encontraba en mi propio dolor un acicate más a sus horribles pasiones?
¡Creeréis, señora, que inflamándose con los agudos acentos de mis lamentos,
saboreándolos con inhumanidad, el indigno se preparaba él mismo para sus
criminales tentativas! Se levanta, y mostrándose finalmente ante mí en un
estado en el que la razón triunfa raras veces, y en el que la resistencia del objeto
que la hace perder no es si no un alimento más al delirio, me agarra con
brutalidad, aparta impetuosamente los velos que todavía siguen ocultando
aquello de lo que arde por disfrutar. Sucesivamente, me injuria... me halaga...
me maltrata y me acaricia... ¡Oh, qué escena, Dios mío! ¡Qué mezcla increíble
de crueldad... de lujuria! ¡Parecía que el Ser Supremo quisiera, en esta primera
circunstancia de mi vida, grabar para siempre en mí todo el horror que yo debía
sentir por un tipo de delito del que debía nacer la afluencia de los males que me
amenazaban! Pero ¿debía de quejarme de ello entonces? No, sin duda; a sus
excesos debo mi salvación. Con menos desenfreno, yo habría sido una
muchacha manchada. Los ardores de Dubourg se apagaron en la efervescencia
de sus empresas, el cielo me vengó de las ofensas a las que el monstruo iba a
entregarse, y la pérdida de sus fuerzas, antes del sacrificio, me preservó de ser
su víctima.
Con ello, Dubourg se volvió mas insolente. Me acusó de los daños de su
debilidad... Quiso repararlos con nuevos ultrajes y con invectivas aún más
mortificadoras. No hubo nada que no me dijera; nada que no intentara, nada que
la pérfida imaginación, la dureza de su carácter y la depravación de sus
costumbres no le hiciera emprender. Mi torpeza le impacientó; yo estaba lejos de
querer actuar, ya hacía mucho con prestarme: mis remordimientos no se han
extinguido... Sin embargo, no consiguió nada, mi sumisión dejó de enardecerle.
Por mucho que pasara sucesivamente de la ternura al rigor... de la esclavitud a
la tiranía... de la apariencia de la decencia a los excesos de la crápula, ambos
nos encontramos agotados, sin que, afortunadamente, él consiguiera recuperar
lo que debía para asestarme más peligrosos ataques. Renunció a ello, me hizo
prometer que volvería al día siguiente, y para obligarme con mayor seguridad
sólo quiso darme la cantidad que yo debía a la Desroches. Así que regresé a
casa de esa mujer, ultrajada por semejante aventura y totalmente decidida,
sucediera lo que sucediera, a no exponerme a ella por tercera vez. Se lo advertí
al pagarle, mientras echaba todo tipo de maldiciones sobre ese malvado capaz
de abusar tan cruelmente de mi miseria. Pero mis imprecaciones, lejos de atraer
sobre él la cólera de Dios, sólo consiguieron aportarle fortuna: ocho días
después, supe que el insigne libertino acababa de obtener del gobierno un cargo
de administrador general que aumentaba sus ingresos en más de cuatrocientas
mil libras de rentas. Yo me encontraba absorbida en las reflexiones que nacen
inevitablemente de semejantes inconsecuencias de la suerte, cuando un rayo de
esperanza pareció relucir un instante ante mis ojos.
La Desroches me dijo un día que finalmente había encontrado una casa en la
que me recibirían con placer, siempre que me portara bien.
––¡Gracias a Dios, señora! ––le dije, arrojándome entusiasmada a sus brazos–
–. Esta es la condición que yo misma pondría, ¡figuraos si la acepto con gusto!
El hombre al que debía servir era un famoso usurero de París, que se había
enriquecido no sólo prestando con fianza, sino también robando impunemente a
sus clientes siempre que no corriera ningún peligro en ello. Vivía en un segundo
piso de la Rue Quincampoix, con una mujer de cincuenta años, a la que llamaba
su esposa, y que era no menos malvada que él.
––Thérèse ––me dijo el avaro (ese era el nombre que yo había adoptado para
ocultar el mío)––, Thérèse, la primera virtud de mi casa, es la probidad. Si
alguna vez os lleváis de aquí la décima parte de un denario, os haré ahorcar, ya
veis, hija mía. El escaso bienestar del que disfrutamos mi mujer y yo, es el fruto
de nuestros inmensos trabajos y de nuestra perfecta sobriedad... ¡,Comes
mucho, pequeña?
––Unas cuantas onzas de pan al día, señor ––le contesté––, agua y un poco
de sopa, cuando soy tan afortunada de poder tomarla.
––¡Sopa, diantre, sopa! Oíd esto, amiga mía ––dijo el usurero a su mujer––,
asombraos ante los progresos del lujo: está buscando colocación, se muere de
hambre desde hace un año, y quiere comer sopa. Nosotros, que trabajamos
como galeotes, apenas la cocinamos una vez cada domingo. Hija mía, tendrás
tres onzas de pan al día, media botella de agua de río, un viejo traje de mi mujer
cada dieciocho meses, y tres escudos de sueldo al cabo del año, siempre que
estemos contentos de tus servicios, que tu economía responda a la nuestra, y
que finalmente hagas prosperar la casa con el orden y el arreglo. Tu trabajo es
poca cosa, se hace en un abrir y cerrar de ojos. Se trata de fregar y limpiar tres
veces por semana este apartamento de seis habitaciones, de hacer las camas,
de contestar a la puerta, de empolvar mi peluca, de peinar a mi mujer, de cuidar
del perro y de la cotorra, de fregar la cocina y la vajilla, de ayudar a mi mujer
cuando cocine, y de emplear cuatro o cinco horas al día en coser ropa, medias,
gorros y otras cositas de la casa. Ya ves que no es nada, Thérèse; te sobrará
mucho tiempo, te permitiremos utilizarlo por tu cuenta, siempre que seas buena,
hija mía, discreta y sobre todo ahorrativa, que es lo esencial.
Podéis imaginar fácilmente, señora, que había que estar en estado tan horrible
como en el que yo me hallaba para aceptar semejante empleo. No sólo había
infinitamente más trabajo del que mis fuerzas me permitían emprender, sino que
¿cómo podía yo vivir con lo que me ofrecían? Sin embargo, procuré no ofrecer
resistencia, y me instalé aquella misma noche.
Si mi cruel situación me permitiera divertiros un instante, señora, cuando sólo
debo pensar en enterneceros, me atrevería a contaros alguno de los rasgos de
avari cia de que fui testigo en aquella casa; pero a partir del segundo año me
aguardaba una catástrofe tan terrible que me resulta muy difícil detenerme en
unos detalles divertidos antes de relataros mis infortunios.
Sabréis, sin embargo, señora, que jamás había otra iluminación, en el
apartamento del señor Du Harpin que la que robaba a la farola felizmente
colocada frente a su habitación; jamás ninguno de los dos utilizaba ropa interior:
almacenaban la que yo cosía, no la tocaban en la vida; las mangas de la casaca
del señor, así como las del traje de la señora, llevaban un viejo par de manguitos
cosidos encima de la tela, que yo lavaba todos los sábados por la noche; nada
de sábanas, nada de toallas, para así evitar el lavado. En su casa jamás se
bebía vino, pues el agua clara, como decía la señora Du Harpin, es la bebida
natural del hombre, la más sana y menos peligrosa. Siempre que cortaban el
pan colocaban una cesta debajo del cuchillo, a fin de recoger las migas que
caían: les añadían puntualmente todos los restos que quedaban de las comidas,
y este manjar, frito el domingo con un poco de mantequilla, componía el yantar
de los días festivos. Nunca había que sacudir las ropas o los muebles, por miedo
a gastarlos, sólo rozarlos ligeramente con un plumero. Los zapatos del señor,
así como los de la señora, reforzados con hierro, eran los mismos que calzaron
el día de su boda. Pero una práctica mucho más extravagante era la que me
obligaban a hacer una vez por semana: había en el apartamento un gabinete
bastante grande cuyas paredes no estaban tapizadas; con un cuchillo tenía que
raspar una cierta cantidad de yeso de esas paredes, que luego pasaba por un
fino tamiz: el resultado de esta operación eran los polvos de tocador con que yo
cubría cada mañana tanto la peluca del señor como el moño de la señora. ¡Pero,
ay, ojalá hubiera querido Dios que ésas fueran las únicas torpezas a las que se
entregaban esos malvados! Nada hay más natural que el deseo de conservar los
bienes, pero no lo es tanto el de aumentarlos con los del prójimo. Y no tardé
mucho en descubrir que sólo así se enriquecía Du Harpin.
En el piso de arriba vivía una persona muy acomodada, que poseía unas
alhajas bastante bonitas, y cuyas pertenencias, sea a causa de la vecindad, sea
por haber pasado por las manos de mi amo, eran muy conocidas por él; le oía a
menudo lamentarse con su mujer de una cierta caja de oro de treinta a cuarenta
luises, con la que se habría quedado, decía, de haber sabido actuar con mayor
destreza. Para consolarse al fin de haber devuelto esa caja, el honrado señor Du
Harpin proyectó robarla, y a mí se me encargó la negociación.
Después de haberme hecho un gran discurso sobre la indiferencia del robo,
sobre la utilidad misma que ejercía en el mundo, ya que restablecía en él una
espe cie de equilibrio, que alteraba por completo la desigualdad de las riquezas;
sobre la escasez de los castigos, ya que estaba demostrado que de veinte
ladrones no perecían más de dos; después de haberme demostrado, con una
erudición de la que no habría creído capaz al señor Du Harpin, que el robo era
honrado en toda Grecia, que varios pueblos seguían admitiéndolo, favoreciéndolo
y recompensándolo como una acción atrevida que demostraba tanto el valor
como la destreza (dos virtudes esenciales para cualquier nación guerrera); en
una palabra, después de haberme garantizado que, si era descubierta, su
crédito me salvaría de todo, el señor Du Harpin me entregó dos llaves falsas una
de las cuales debía abrir el apartamento del vecino y la otra el escritorio donde
se hallaba la caja en cuestión, y me rogó insistentemente que encontrara esa
caja, porque por un servicio tan esencial aumentaría mi sueldo en un escudo
durante dos años.
––¡Oh, señor! ––exclamé estremeciéndome ante su proposición––. ¿Cómo es
posible que un amo se atreva a corromper así a su criado? ¿Qué me impedirá
volver contra vos las armas que ponéis en mis manos, y qué podríais objetarme
si un día os hiciera víctima de vuestros propios métodos?
Du Harpin, confundido, se refugió en un torpe subterfugio: me dijo que sólo lo
había hecho con la intención de ponerme a prueba, que tenía mucha suerte de
haber resistido a sus proposiciones... que estaría perdida si hubiera sucumbido...
Me conformé con esta mentira, pero descubrí inmediatamente el error que había
cometido al responder con tanta firmeza: a los malhechores no les gusta
encontrar resistencia en quienes intentan seducir. No existe desdichadamente
un punto medio, en cuanto tienes la mala suerte de haber recibido sus
proposiciones: tienes que convertirte necesariamente en su cómplice ––lo cual
es peligroso––, o en su enemigo ––que todavía lo es más––. Con algo más de
experiencia, yo habría abandonado la casa a partir de ese instante, ¡pero ya
estaba escrito en el cielo que cada uno de mis gestos honestos sería
recompensado con nuevos infortunios!
El señor Du Harpin dejó pasar cerca de un mes, o sea más o menos hasta la
época del final del segundo año de mi estancia en su casa, sin decir palabra y
sin mostrar el más ligero resentimiento por el rechazo que había recibido, pero
una noche, cuando me retiraba a mi habitación para saborear unas horas de
reposo, oí de repente que abrían mi puerta, y vi, no sin terror, al señor Du Harpin
acompañado de un comisario y cuatro soldados de patrulla frente a mi cama.
––Cumplid con vuestro deber, señor ––dijo al hombre de la justicia––. Esta
desgraciada me ha robado un diamante de mil escudos. Lo encontraréis en su
aposento o entre sus ropas, el hecho es seguro.
––¿Robaros yo, señor? ––dije, saltando turbadísima de mi cama––. ¡Yo, santo
Dios! ¡Ay! ¿Quién mejor que vos sabe lo contrario? ¿Quién puede estar más
convencido que vos de cuánto me repugna esta acción y saber mejor la
imposibilidad de que yo la haya cometido?
Pero el señor Du Harpin, haciendo mucho ruido para que mis palabras no
fueran oídas, siguió ordenando los registros, y el maldito anillo apareció en mi
colchón. Ante pruebas de esta categoría, no había nada que replicar. Al instante
fui prendida, agarrotada y llevada a la cárcel, sin que me fuera posible hacer
escuchar una sola palabra en mi favor.
El proceso de una desdichada que carece de crédito y protección no lleva
mucho tiempo en un país donde se considera a la virtud incompatible con la
miseria, donde el infortunio es una prueba decisiva contra el acusado. En esa
cuestión, una injusta prevención lleva a creer que el que ha debido de cometer el
crimen, lo ha cometido; los sentimientos se miden por el estado en que se
encuentra el culpable; y a partir del momento que el oro o los títulos no
establecen su inocencia, la imposibilidad de que pueda ser inocente queda
entonces demostrada.*
* ¡Siglos venideros! Ya no veréis ese cúmulo de horrores y de infamias. (N. del
A.)
Por mucho que me defendiera, por mucho que ofreciera los mejores
argumentos al abogado de oficio que me dieron por un instante, mi amo me
acusaba, el dia mante había sido hallado en mi habitación: estaba claro que yo
lo había robado. Cuando quise mencionar el horrible proyecto del señor Du
Harpin, y demostrar que la desdicha que me sobrevenía sólo era el fruto de su
venganza y la consecuencia del deseo que tenía de deshacerse de una criatura
que, poseedora de su secreto, se convertía en su dueña, trataron mis protestas
de recriminación, me dijeron que el señor Du Harpin era reconocido desde hacía
más de veinte años como un hombre íntegro, incapaz de semejante horror. Fui
trasladada a la Conciergerie, donde me vi en la situación de tener que pagar con
mi vida el rechazo de participar en un crimen; iba a morir; sólo un nuevo delito
podía salvarme: la providencia quiso que el crimen sirviera, por lo menos una
vez, de égida a la virtud, que la preservara del abismo donde iba a arrojarla la
inepcia de los jueces.
Tenía a mi lado una mujer de unos cuarenta años, tan celebrada por su belleza
como por la variedad y cantidad de sus fechorías; la llamaban Dubois, y estaba,
al igual que la desdichada Thérése, en vísperas de su ejecución: sólo el método
preocupaba a los jueces. Habiéndose manifestado culpable de todos los
crímenes imaginables, estaban casi obligados a inventar para ella un suplicio
nuevo, o a hacerle sufrir uno del que está exento nuestro sexo. Yo había
inspirado una especie de interés en aquella mujer, interés criminal, sin duda, ya
que su fundamento era, como después supe, el extremo deseo de convertirme
en su prosélita.
Una noche, tal vez dos días antes de aquel en que ambas debíamos perder la
vida, la Dubois me dijo que no me acostara, y que con ella aguardase lo más
cerca posible de las puertas de la prisión.
––Entre las siete y las ocho ––prosiguió–– el fuego prenderá en la
Conciergerie, me he encargado de que así sea. Sin duda, muchas personas se
abrasarán, pero no importa, Thérèse ––se atrevió a decirme la malvada––. La
suerte de los demás no cuenta cuando se trata de nuestra propia salvación. Lo
seguro es que nos salvaremos; cuatro hombres, cómplices y amigos, se reunirán
con nosotras, y yo respondo de tu libertad.
Ya os he dicho, señora, que la mano del cielo que acababa de castigar mi
inocencia, sirvió al crimen favoreciendo a mi protectora. El fuego prendió, el
incendio fue horrible, hubo veintiuna personas abrasadas, pero nosotras
escapamos. Aquel mismo día llegamos a la choza de un cazador furtivo del
bosque de Bondy, íntimo amigo de nuestra banda.
––Ya estás libre, Thérèse ––me dijo entonces la Dubois––, ahora puedes
elegir el tipo de vida que te guste, pero si tuviera que darte un consejo, te diría
que renunciaras a unas prácticas virtuosas que, como ves, jamás te han
favorecido. Una delicadeza impropia te ha llevado a los pies del cadalso, un
crimen espantoso te salva de él: mira de qué sirven las buenas acciones en el
mundo, ¡y si vale la pena inmolarse por ellas! Eres joven y bonita, Thérèse: en
dos años yo me hago cargo de tu fortuna. Pero no imagines que te conduciré a
su templo por los senderos de la virtud: cuando alguien quiere abrirse paso, mi
querida muchacha, hay que emprender más de un oficio y servirse de más de
una intriga. Así que decídete, en esta choza no estamos seguras y tenemos que
irnos dentro de pocas horas.
––¡Oh, señora! ––le dije a mi bienhechora––, os debo grandes favores, y nada
mas lejos que querer olvidarlos. Me habéis salvado la vida, y es espantoso para
mí que haya sido gracias a un crimen. Creed que si hubiera tenido que
cometerlo, habría preferido mil muertes al dolor de participar en él. Soy
consciente de todos los peligros que he corrido por haberme abandonado a los
sentimientos honrados que siempre permanecerán en mi corazón. Pero sean
cuales sean, señora, las espinas de la virtud, las preferiré en cualquier momento
a los peligrosos favores que acompañan al crimen. Tengo grabados unos
principios religiosos que, gracias al cielo, no me abandonarán jamás. Si la
Providencia me hace penosa la carrera de la vida, es para compensarme de ello
en un mundo mejor. Esta esperanza me consuela, endulza mis penas, apacigua
mis quejas, me refuerza en la adversidad, y me lleva a desafiar todos los males
que Dios quiera enviarme. Esta alegría se apagaría inmediatamente en mi alma
si yo acabara por mancillarla con crímenes, y junto al temor de los castigos de
este mundo, me perseguiría la dolorosa visión de los suplicios del otro, que no
me abandonaría un instante en la tranquilidad que deseo.
––Son sistemas absurdos que no tardarán en llevarte al hospicio, hija mía ––
replicó la Dubois enarcando las cejas––. Créeme, deja de lado la justicia de
Dios, sus castigos o sus recompensas futuras. Todas esas tonterías sólo sirven
para que muramos de hambre. ¡Oh, Thérèse!, la dureza de los ricos legitima el
mal comportamiento de los pobres: que sus bolsas se abran a nuestras necesidades,
que la humanidad reine en su corazón, y las virtudes podrán
establecerse en el nuestro; pero en tanto que nuestro infortunio, nuestra
paciencia para soportarlo, nuestra buena fe, nuestra servidumbre, sólo sirvan
para aumentar nuestros grilletes, nuestros crímenes son obra suya, y seríamos
muy tontos en negárnoslos cuando pueden aliviar el yugo con que su crueldad
nos sobrecarga. La naturaleza nos ha hecho nacer a todos iguales, Thérèse; si
la suerte se complace en estorbar este primer plan de las leyes generales, a
nosotros nos corresponde corregir sus caprichos y reparar, mediante nuestra
habilidad, las usurpaciones del más fuerte. Me gusta oír a la gente rica, a la
gente con título, a los magistrados, a los curas, ¡me gusta verles predicarnos la
virtud! Es muy difícil asegurarse contra el robo cuando se tiene tres veces más
de lo que hace falta para vivir; muy incómodo no concebir jamás el asesinato,
cuando se está rodeado de aduladores o de esclavos para quienes nuestras
voluntades son leyes; muy penoso, a decir verdad, ser moderado y sobrio,
cuando a cada hora se está rodeado de los manjares más suculentos; les cuesta
mucho ser sinceros, ¡cuando no tienen ningún interés en mentir!... Pero
nosotros, Thérèse, nosotros a quienes esta Providencia bárbara, con la que
cometes la locura de convertirla en tu ídolo, ha condenado a arrastrarnos por la
humillación como la serpiente por la hierba; nosotros, a los que se nos mira sólo
con menosprecio, porque somos pobres; a los que se tiraniza, porque somos
débiles; nosotros, cuyos labios sólo prueban la hiel, y cuyos pasos sólo
encuentran abrojos, ¡quieres que nos privemos del crimen cuando sólo su mano
nos abre la puerta de la vida, nos mantiene en ella, nos conserva en ella, y nos
impide perderla! ¡Quieres que perpetuamente sometidos y degradados, mientras
la clase que nos domina tiene para sí todos los favores de la Fortuna, nos
reservemos sólo la pena, el abatimiento y el dolor, la necesidad y las lágrimas, la
deshonra y el cadalso! No, Thérèse, no: o esta Providencia que tú reverencias
sólo merece nuestro desprecio, o no son éstas en absoluto sus voluntades.
Conócela mejor, hija mía, y convéncete de que si nos pone en situaciones en las
que el mal nos resulta necesario, y nos deja al mismo tiempo la posibilidad de
ejercerlo, es porque ese mal sirve tanto a sus leyes como el bien, y gana tanto
con uno como con el otro. Si nos ha creado a todos en el estado de la igualdad,
quien la altera no es más culpable que quien procura restablecerla. Ambos
actúan de acuerdo con los impulsos recibidos, ambos deben seguirlos y
disfrutar.
Confieso que si alguna vez me sentí perturbada fue por las seducciones de
esta mujer astuta, pero una voz, más fuerte que ella, combatía estos sofismas
en mi corazón. A ella me rendí y manifesté a la Dubois que estaba decidida a no
dejarme corromper jamás.
––¡Bien! ––me contestó––, haz lo que quieras. Te abandono a tu mala suerte.
Pero si alguna vez te atrapan y te llevan a la horca, destino del que probable
mente no podrás escapar, por esa fatalidad que salva inevitablemente al crimen
inmolando a la virtud, acuérdate por lo menos de no hablar jamás de nosotros.
Mientras razonábamos así, los cuatro compañeros de la Dubois bebían con el
cazador furtivo, y como el vino apresta el alma del malhechor a nuevos crímenes
y le hace olvidar los antiguos, al enterarse los malvados de mis resoluciones
decidieron convertirme en una víctima, ya que no podían tenerme como
cómplice. Sus principios, sus costumbres, el sombrío reducto en que estábamos,
la especie de seguridad en la que se creían, su borrachera, mi edad, mi
inocencia, todo les estimuló. Se alzan de la mesa, celebran consejo, consultan a
la Dubois, actitudes cuyo lúgubre misterio me hace estremecer de horror, y
toman el acuerdo de que tengo que prestarme inmediatamente a satisfacer los
deseos de los cuatro, de buen grado, o a la fuerza. Si lo hago de buen grado,
cada uno de ellos me pagará un escudo para mis propios usos; si tienen que
utilizar la violencia, lo harán igual, pero, para que el secreto quede mejor
guardado, me apuñalarán después de haberse solazado y me enterrarán al pie
de un árbol.
No necesito describiros el efecto que me causó esta cruel proposición, señora,
lo comprendéis fácilmente. Me arrojé a las rodillas de la Dubois, le imploré que
fuera por segunda vez mi protectora. La deshonesta criatura sólo se rió de mis
lágrimas.
––¡Oh, pero vamos! ––me dijo––, ¡vaya desgracia la tuya!... ¡,Cómo? ¿Te
estremeces ante la obligación de servir sucesivamente a cuatro buenos mozos
como éstos? ¡No sabes que hay diez mil mujeres en París que darían la mitad
de su oro o de sus joyas por ocupar tu lugar! Escucha ––añadió sin embargo
después de una breve reflexión––, yo tengo bastante dominio sobre esos
truhanes para conseguir tu perdón, siempre que te hagas digna de él.
––¡Ay, señora! ¿Qué debo hacer? ––exclamé llorando––. Ordenádmelo, estoy
dispuesta a todo. ––Seguirnos, alistarte con nosotros, y cometer los mismos
actos sin la más ligera repugnancia: sólo a este precio yo te libraré del resto.
Creí que no debía titubear. Al aceptar esta cruel condición, corría nuevos
peligros, de acuerdo, pero serían menos perentorios que éstos. Es posible que
pudiera prevenirlos, mientras que nada era capaz de sustraerme a los que me
amenazaban.
––Iré a todas partes, señora ––dije apresuradamente a la Dubois––, iré a todas
partes, os lo prometo. Sal
vadme de la furia de estos hombres, y no os abandonaré en toda mi vida.
––Hijos míos ––dijo la Dubois a los cuatro bandidos––, esta joven ya es de la
banda, yo la recibo y protejo en ella. Os suplico que no la violentéis. No la
asqueemos de su oficio desde el primer día. Ya veis que su edad y su aspecto
pueden sernos útiles, utilicémosla para nuestros intereses y no la sacrifiquemos
a nuestros placeres.
Pero las pasiones llegan a tener un grado de intensidad en el hombre en el que
ya nada puede retenerlas. Las personas que tenía enfrente eran incapaces de
atender a nada, me rodearon los cuatro, devorándome con sus miradas
inflamadas, amenazándome de una manera aún más terrible, dispuestos a
atraparme, dispuestos a inmolarme.
––Es preciso que pase por ahí ––dijo uno de ellos––, no podemos darle
cuartel, ¿o es que para formar parte de una banda de ladrones hay que dar
pruebas de virtud? ¿No nos será igual de útil desvirgada que virgen? Ya os dais
cuenta, señora, de que suavizo las expresiones. Atenuaré de igual manera las
descripciones, porque, ¡ay!, la obscenidad de su color es tal que vuestro pudor
sufriría con su crudeza tanto como mi timidez. Víctima dulce y temblorosa, ¡ay!,
yo me estremecía aterrorizada. Apenas tenía fuerzas de respirar. Arrodillada
ante los cuatro, a veces mis débiles brazos se levantaban para implorarles y
otras para conmover a la Dubois.
––Un momento ––dijo un tal «Corazón-de-Hierro» que parecía el jefe de la
banda, hombre de treinta y seis años, con la fuerza de un toro y apariencia de
sátiro––; un momento, amigos míos. Podemos contentar a todo el mundo. Como
la virtud de esta chiquilla le es tan preciosa, y, si como dice muy bien la Dubois,
esta cualidad, utilizada de otra manera, podría resultarnos necesaria, dejémosla.
Ahora es preciso que nos apacigüemos. No perdamos la calma, Dubois, porque
en el estado en que nos encontramos, es posible incluso que te degolláramos si
te opusieras a nuestros deseos.
Que Thérése se quede al instante tan desnuda como el día que vino al mundo,
y que se preste de ese modo a las diferentes posiciones que se nos antoje
exigirle, mientras, la Dubois apagará nuestros ardores y quemará el incienso en
esos altares cuya entrada nos niega esta criatura.
––¡Desnudarme! ––exclamé––. ¡Oh, cielos! ¿Qué me exigís? Cuando me vea
entregada de esta manera a vuestras miradas, ¿quién podrá asegurarme que...?
Pero «Corazón-de-Hierro», que no parecía de humor para mas concesiones ni
de retener sus deseos, me maltrató golpeándome de una manera tan brutal que
comprendí que la obediencia era la única solución. Se entregó en manos de la
Dubois, puesta por él más o menos en el mismo desorden que yo, y así que
estuve como él deseaba, después de hacerme colocar los brazos en el suelo, lo
que me dejaba en una posición parecida a un animal, la Dubois apagó sus
ardores acercando a una especie de monstruo exactamente a los peristilos de
uno y otro altar de la naturaleza, de tal modo que a cada sacudida ella tuvo que
golpear fuertemente estas partes con su mano abierta, al igual que antaño el
ariete las puertas de las ciudades asediadas. La violencia de los primeros
ataques me hizo recular; «Corazón-de-Hierro», enfurecido, me amenazó con
tratamientos más duros si me sustraía a aquéllos. La Dubois recibe la orden de
empujar con mayor fuerza, uno de esos libertinos sujeta mis hombros y me
impide tambalearme a causa de los empujones: son tan rudos que acabo magullada,
y sin poder evitar ninguno.
––A decir verdad ––dijo «Corazón-de-Hierro» balbuceando––, en su lugar,
preferiría abrir las puertas que verlas así quebrantadas, pero si no quiere, no
asistiremos a su rendición... ¡Con fuerza... con fuerza, Dubois!...
Y el estallido de los fuegos de ese libertino, casi tan violento como el del rayo,
se aniquiló sobre las brechas que embistió sin llegarlas a entreabrir.
El segundo me hizo arrodillar entre sus piernas, y mientras la Dubois le
apaciguaba como al otro, dos acciones le ocupaban por entero: a veces
golpeaba con la palma abierta, pero de manera muy nerviosa, bien mis mejillas o
bien mi seno, y otras su boca impura hurgaba en la mía. Mi rostro y mi pecho se
volvieron al instante del color de la púrpura... Yo sufría, le pedía gracia, y las
lágrimas caían de mis ojos. Le irritaron; aumentó su esfuerzo. En ese momento,
me mordió la lengua, y las dos fresas de mis senos estaban tan magulladas que
me eché hacia atrás, pero algo me sujetaba. Me echaron sobre él, me sentí
abrazada con mayor fuerza por todas partes, y alcanzó el éxtasis...
El tercero me hizo subir a dos sillas alejadas, y sentándose debajo, excitado
por la Dubois colocada entre sus piernas, me obligó a agacharme hasta que su
boca quedara perpendicular al templo de la naturaleza. No podéis imaginaros,
señora, lo que este obsceno se atrevió a desear: con ganas o sin ellas, tuve que
satisfacer mis necesidades menores... ¡Santo cielo! ¡Qué hombre tan depravado
puede sentir un instante de placer en semejantes cosas!... Hice lo que quería, lo
inundé, y mi absoluta sumisión consiguió de ese malvado una ebriedad que
nada habría logrado sin esta infamia.
El cuarto me ató unos cordeles a todas las partes donde era posible fijarlos y
sostenía el ovillo en su mano, sentado a siete u ocho pies de mi cuerpo, fuertemente
excitado por los manoseos y los besos de la Dubois. Yo estaba de pie,
y el salvaje aumentaba su placer tirando fuertemente de cada una de las
cuerdas. Me tambaleaba, perdía a cada instante el equilibrio, y él se extasiaba
con cada uno de mis traspiés. Al fin, tiró de todos los cabos a un tiempo, con
tanta precipitación, que caí al suelo a su lado. Ese era su único objetivo, y mi
frente, mi seno y mis mejillas recibieron las pruebas de un delirio que sólo debía
a esta manía.
Eso fue lo que soporté, señora, pero mi honor se vio por lo menos respetado,
aunque mi pudor no lo fuera. Algo más calmados, los bandidos hablaron de reanudar
el camino, y aquella misma noche llegaron al Tremblay con la intención de
acercarse a los bosques de Chantilly, donde confiaban dar algunos buenos
golpes.
Nada igualaba mi desesperación al verme obligada a acompañarlos, y sólo lo
hice absolutamente decidida a abandonarlos en cuanto pudiera hacerlo sin
riesgos. Al día siguiente nos acostamos en los alrededores de Louvres, en unos
almiares. Yo quise ampararme en la Dubois, y pasar la noche a su lado, pero me
pareció que ella tenía la intención de dedicarla a una cosa distinta a preservar mi
virtud de los ataques que yo temía. La rodearon tres, y la abominable criatura se
entregó a los tres al mismo tiempo. El cuarto se acercó a mí, era el jefe.
––Hermosa Thérése ––me dijo––, confío en que no me negaras por lo menos
el placer de pasar la noche a tu lado. ––Y como se dio cuenta de mi
extraordinaria repugnancia, añadió––: No temas, charlaremos, y no haré nada
en contra de tu voluntad. Pero, Thérèse ––continuó abrazándome––, ¿no es una
gran insensatez tu pretensión de mantenerte pura con nosotros? Aunque llegáramos
a consentirlo, ¿cómo compaginarlo con los intereses de la banda? Es
inútil que te lo ocultemos, querida niña, pero hemos pensado que, cuando
vivamos en las ciudades, cazaremos a nuestras víctimas con las trampas de tus
encantos.
––Pues bien, señor ––contesté––, ya que está claro que preferiré la muerte a
esos horrores, ¿para qué puedo serviros?, ¿por qué os oponéis a mi huida?
––Claro que nos oponemos a eso, ángel mío ––contestó «Corazón-de-
Hierro»––, tienes que servir a nuestros intereses o a nuestros placeres. Tus
desgracias te impo nen ese yugo, debes sufrirlo. Pero ya sabes, Thérèse, que
no hay nada en el mundo que no tenga remedio. Atiéndeme, pues, y decide tú
misma tu suerte: accede a vivir conmigo, querida, consiente en pertenecerme y
te evitaré el triste papel que tienes adjudicado.
––¡Yo, señor! ––exclamé––, ¡convertirme en la querida de un...!
––Pronuncia la palabra, Thérèse, pronúnciala, de un bribón, ¿no es cierto? Lo
confieso, pero no puedo ofrecerte otros títulos. Ya puedes imaginarte que
nosotros no nos casamos. El himeneo es un sacramento, Thérèse, y puesto que
sentimos igual desprecio por todos, jamás nos acercamos a ninguno. Sin
embargo, razona un poco: en la inevitable necesidad en que te hallas de perder
lo que tanto quieres, ¿no es mejor sacrificarlo a un solo hombre, que se
convertirá a partir de entonces en tu apoyo y tu protector, que prostituirse a
todos?
––Pero ¿cómo es posible ––contesté–– que no haya otra solución?
––Porque estás en nuestras manos, Thérèse, y la razón del más fuerte
siempre es la mejor, como dijo hace tiempo La Fontaine. A decir verdad ––
prosiguió rápidamente––, ¿no es una ridícula extravagancia conceder, como tú
haces, tanto valor a la más banal de las cosas? ¿Cómo puede ser una
muchacha tan necia como para creer que la virtud depende de una mayor o
menor amplitud en una de las partes de su cuerpo? ¿Eh? ¿Qué puede importar
a los hombres o a Dios que esta parte esté intacta o ajada? Y te digo más: si la
intención de la naturaleza es que cada individuo cumpla aquí abajo las funciones
para las que ha sido formado, y la única razón de existir de las mujeres es servir
de goce a los hombres, resistir de ese modo a la función que te ha
encomendado es insultarla abiertamente. Es querer ser una criatura inútil para el
mundo y, por consiguiente, despreciable. Esta quimérica castidad, que desde tu
infancia han cometido la absurdidad de presentártela como una virtud y que,
muy lejos de ser útil a la naturaleza y a la sociedad, ultrajaba visiblemente a
ambas, no es más que una testarudez reprensible de la que una persona tan
inteligente como tú no debiera sentirse culpable. Pero no importa y sigue
escuchándome, querida muchacha, porque voy a demostrarte el deseo que
tengo de complacerte y de respetar tu debilidad. No tocaré, Thérèse, ese
fantasma cuya posesión tanto te deleita. Una muchacha tiene más de un favor
que conceder, y Venus puede ser celebrada en ella en más de un templo. Me
contentaré con el más mediocre. Ya sabes, querida, que al lado de los altares de
Cipris, hay un antro oscuro donde acuden a aislarse los Amores para seducirnos
con mayor energía; ese será el altar donde quemaré el incienso. Allí no hay el
menor inconveniente. Si los embarazos te asustan, Thérèse, de esa manera no
pueden producirse: tu bonito talle no se deformará jamás. Y las primicias que te
resultan tan dulces se conservarán sin quebranto, y sea cual sea el uso que de
ellas quieras hacer, podrás ofrecerlas puras. Nada puede traicionar a una
muchacha desde ese punto de vista, por rudos y múltiples que sean los ataques.
Así que la abeja ha libado el jugo, el cáliz de la rosa se cierra, y nadie es capaz
de imaginar que alguna vez haya podido entreabrirse. Hay muchachas que han
disfrutado diez años de esta manera, e incluso con varios hombres, y no por ello
han dejado de casarse después y pasado por intactas. ¡Cuántos padres, cuántos
hermanos, han abusado así de sus hijas o de sus hermanas, sin que ellas se
hayan vuelto menos dignas de sacrificar después su himeneo! ¡A cuántos
confesores también no ha servido esta misma ruta para solazarse, sin que los
padres tuvieran la menor idea! En una palabra, es el asilo del misterio, donde se
encadena a los Amores con los vínculos de la prudencia... ¿Tengo que decirte
más, Thérèse? Aunque este templo sea el más secreto, también es el más
voluptuoso. Ahí sólo se encuentra lo necesario para la felicidad, y la vasta
comodidad de su vecino está muy lejos de valer los excitantes atractivos de un
local que se alcanza con esfuerzo, y en el que te alojas con trabajo. Hasta las
mujeres ganan con ello, y aquellas a las que la razón obliga a conocer este tipo
de placeres, jamás lamentarán los otros. Pruébalo, Thérèse, pruébalo, y los dos
estaremos contentos.
––¡Oh, señor! ––contesté––, no tengo ninguna experiencia sobre ese terreno,
pero he oído decir que el extravío que preconizáis, señor, ultraja a las mujeres
de una manera aún más sensible... ofende más gravemente la naturaleza. La
mano del cielo se venga en este mundo, y Sodoma puede servir de ejemplo.
––¡Qué inocencia, querida, qué chiquillada! ––prosiguió el libertino––. ¿Quién
te ha enseñado estas cosas? Préstame un poco más de atención, Thérèse, y te
haré cambiar de idea. La pérdida de la semilla destinada a propagar la especie
humana, hija mía, es el único crimen posible. En este caso, si esta semilla ha
sido metida en nuestro cuerpo con el único fin de la propagación, acepto que
desviarla sea una ofensa. Pero si queda demostrado que al colocar esta semilla
en nuestros riñones, la naturaleza está muy lejos de haber tenido el objetivo de
emplearla por entero en la propagación, ¿qué más da, en este caso, Thérèse,
que se pierda en un lugar o en otro? El hombre que entonces la desvía no ocasiona
mayor daño que la naturaleza, que tampoco la emplea. Ahora bien, estas
pérdidas de la naturaleza que a nosotros sólo nos corresponde imitar, ¿acaso no
se producen en muchísimos casos? En principio, la posibilidad de hacerlas es
una primera prueba de que no la ofenden en absoluto. Estaría en contra de
todas las leyes de la equidad y de la profunda sabiduría, que le reconocemos en
todo, que permitiera lo que la ofende. En segundo lugar, estas pérdidas son
ejecutadas cien y hasta cien millones de veces todos los días por ella misma.
Las poluciones nocturnas, la inutilidad de la semilla en la época de los
embarazos de la mujer, ¿no son pérdidas autorizadas por sus leyes? Las cuales
nos demuestran que, indiferente al destino de este licor al que cometemos la
estupidez de conceder tanta importancia, nos permite malgastarlo con la misma
despreocupación con que ella la practica todos los días; que tolera la propagación,
pero siempre que la propagación entre en sus cálculos; que sí quiere
que nos multipliquemos, pero que, no ganando más en este acto que en su
contrario, la elección que nosotros hagamos le es indiferente; que, dejándonos
dueños de crear, de no crear o de destruir, no la contentaremos ni la
ofenderemos en mayor medida adoptando, ante una u otra opción, la que más
nos convenga; y que la que elijamos, al no ser más que el resultado de su poder
y de su acción sobre nosotros, es mucho más probable que le guste que
susceptible de ofenderle. Ah, puedes creer, Thérèse, que la naturaleza se
inquieta muy poco ante esos misterios a los que nosotros cometemos la
extravagancia de consagrarles un culto. Sea cual sea el templo en el que se sacrifica,
si permite que el incienso arda en él, es que el homenaje no la ofende. El
mal uso o las pérdidas de la semilla que sirve para la reproducción, la extinción
de esta semilla cuando ha germinado, el aniquilamiento de este germen incluso
mucho tiempo después de su formación, todo eso, Thérèse, son crímenes imaginarios
que no interesan para nada a la naturaleza, y de los que se ríe como de
todas nuestras instituciones que, con frecuencia, la ultrajan en lugar de servirla.
«Corazón-de-Hierro» se excitaba al exponer sus pérfidas máximas, y no tardé
en verle en el estado que tanto me había asustado la víspera. Quiso, para dar
más peso a la lección, juntar inmediatamente la práctica al precepto; y sus
manos, pese a mis resistencias, se perdían hacia el altar por donde el traidor
quería penetrar... ¿Tendré que confesároslo, señora? Pues bien, obcecada por
las seducciones de aquel malvado; contenta, al ceder un poco, de salvar lo que
parecía más esencial; sin pensar ni en las inconsecuencias de sus sofismas, ni
en lo que yo misma iba a arriesgar, ya que aquel deshonesto hombre, poseedor
de unas medidas gigantescas, ni siquiera tenía la posibilidad de visitar una mujer
en el lugar más permitido, y llevado por su maldad natural, no tenía seguramente
otro objetivo que el de lisiarme; con los ojos fascinados por todo eso, digo,
estaba a punto de abandonarme y, por virtud, convertirme en criminal; mis
resistencias se debilitaban; ya dueño del trono, el insolente vencedor sólo se
ocupaba de instalarse en él, cuando en el camino real se oyó el rumor de un
carruaje. «Corazón-de-Hierro» abandona al instante sus placeres por sus
deberes, reúne a sus gentes y vuela hacia nuevos crímenes. Poco después
oímos unos gritos, y los malvados, ensangrentados, regresan triunfantes y
cargados de trofeos.
Huyamos rápidamente ––dijo «Corazón-de-Hierro»––, hemos matado a tres
hombres, los cadáveres están en el camino y ya no hay seguridad para
nosotros.
Reparten el botín. «Corazón-de-Hierro» quiere que yo tenga mi parte.
Ascendía a veinte luises, y me fuerzan a tomarlos. Yo me estremezco ante la
obligación de conservar ese dinero; sin embargo, nos acucian, todos se
preparan y partimos.
Al día siguiente nos encontrábamos a resguardo en el bosque de Chantilly.
Durante la cena, contaron lo que les había valido su última operación, y evaluando
sólo en doscientos luises la totalidad de la presa, uno de ellos dijo:
––¡A decir verdad, no valía la pena cometer tres asesinatos por una suma tan
pequeña!
––Calma, amigos míos ––contestó la Dubois––. No era por la cantidad por lo
que yo misma os he exhortado a no perdonar a esos viajeros, sino sólo por
nuestra seguridad. Son las leyes las culpables de estos crímenes, no nosotros:
mientras ajusticien tanto a los ladrones como a los asesinos, jamás se
cometerán robos sin asesinatos. Como los dos delitos se castigan en igual
medida, ¿por qué negarse al segundo si puede encubrir el primero? ¿De dónde
sacáis además ––prosiguió esta horrible criatura–– que doscientos luises no
valgan tres asesinatos? Siempre hay que calcular las cosas por la relación que
guardan con nuestros intereses. La pérdida de la vida de cada uno de los seres
sacrificados tiene un valor nulo en relación con nosotros. Probablemente no
daríamos ni un óbolo para que esos individuos siguieran vivos o en la tumba; por
consiguiente, si el interés más mínimo se nos ofrece con uno de los casos,
debemos sin ningún remordimiento decidirlo preferentemente a nuestro favor;
pues, ante una cosa totalmente indiferente, debemos, si somos prudentes y
podemos permitírnoslo, inclinarla claramente del lado que nos resulte ventajoso,
pasando por alto todo lo que en ella pueda perder el adversario, porque no hay
ninguna proporción razonable entre lo que nos afecta y lo que afecta a los
demás. Lo primero lo sentimos físicamente, lo segundo sólo moralmente, y las
sensaciones morales son engañosas mientras que la verdad sólo está en las
sensaciones físicas. Así, no sólo doscientos luises compensan los tres
asesinatos, sino que treinta sueldos también los habrían compensado, pues los
treinta sueldos nos habrían procurado una satisfacción que, aunque pequeña,
debe de todos modos afectarnos mucho más vivamente de lo que puedan
hacerlo los tres asesinatos, que para nosotros no son nada, y de cuya lesión
sólo nos llega un rasguño. La debilidad de nuestras voces, la ausencia de
reflexión, los malditos prejuicios en los que se nos ha educado, los vanos
terrores de la religión o de las leyes, eso es lo que frena a los necios en la
carrera del crimen, lo que les impide ir a lo grande. Pero todo individuo dotado
de fuerza y de vigor, provisto de un espíritu enérgicamente organizado, que se
prefiere, como es debido, a los demás, sabrá sopesar sus intereses en la
balanza de los propios, burlarse de Dios y de los hombres, desafiar la muerte y
despreciar las leyes; y totalmente convencido de que sólo a él debe referirlo
todo, sentirá que el número más amplio imaginable de lesiones ajenas, que no le
duelen fisicamente en absoluto, no puede ser comparado con el más leve de los
goces comprados con este conjunto increíble de fechorías. El placer le halaga,
está en su interior: el efecto del crimen no le afecta, está fuera de él. Ahora bien,
yo os pregunto ¿qué hombre razonable no preferirá lo que lo deleita a lo que le
es extraño, y no accederá a cometer esta cosa extraña que no le produce
ninguna molestia, para granjearse aquella que lo conmueve agradablemente?
––¡Oh, señora! ––dije a la Dubois, pidiéndole permiso para responder a sus
execrables sofismas––, ¿no os dais cuenta de que vuestra condena está escrita
en lo que se os acaba de escapar? Sólo a un ser tan poderoso como para no
tener que temer nada de los demás podrían convenir semejantes principios, pero
nosotros, señores, perpetuamente en el temor y la humillación, nosotros,
proscritos de todas las gentes honradas, condenados por todas las leyes,
¿debemos admitir estos sistemas que sólo pueden afilar contra nosotros la
espada que cuelga sobre nuestras cabezas? Si no nos encontráramos en esta
triste posición, si estuviéramos en el centro de la sociedad... si nos halláramos,
en fin, donde deberíamos hallarnos, sin nuestra mala conducta y sin nuestras
desdichas, ¿no creéis que tales máximas podrían resultarnos más
convenientes? ¿Cómo queréis que no perezca aquel que, por un ciego egoísmo,
pretende luchar a solas contra los intereses de los demás? ¿Acaso la sociedad
no está autorizada a no soportar jamás en su seno al que se manifiesta en
contra de ella? Y el individuo que se aísla, ¿puede luchar contra todos?, ¿puede
vanagloriarse de vivir feliz y tranquilo si, por no aceptar el pacto social, no
consiente en ceder una pequeña ––parte de su felicidad para garantizar la
restante? La sociedad sólo se sostiene mediante intercambios perpetuos de
favores, que son los vínculos que la cimentan; aquel que, en lugar de esos
favores, sólo ofrezca crímenes, deberá ser temido a partir de entonces, y será
necesariamente atacado, si es el más fuerte, y sacrificado por el primero al que
ofenda, si es el más débil; pero destruido en cualquier caso por la poderosa
razón que obliga al hombre a asegurar su reposo y a dañar a los que quieren
turbarlo. Esta es la razón que hace casi imposible la duración de las
asociaciones criminales: al oponer únicamente unas puntas aceradas a los
intereses de los demás, todos deben reunirse sin demora para mellar su aguijón.
Incluso entre nosotros, señora, me atrevo a añadir, ¿cómo os vanagloriaréis de
mantener la concordia cuando aconsejáis a cada uno que atienda únicamente
sus propios intereses? ¿Podréis a partir de entonces objetar algo justo a aquel
de nosotros que quiera apuñalar a los demás, y que lo haga, para hacerse sólo
él con la parte de sus compañeros? ¡Ay! ¡Qué mejor elogio de la virtud que la
prueba de su necesidad, incluso en una sociedad criminal... que la certidumbre
de que esa sociedad no se sostendría ni un momento sin la virtud!
––Eso que argumentas, Thérèse, sí que son sofismas terció «Corazón-de-
Hierro»––, y no lo que había dicho la Dubois. No es en absoluto la virtud lo que
sostiene nuestras asociaciones criminales: es el interés, el egoísmo. Así que es
totalmente falso ese elogio de la virtud que has deducido de una hipótesis
quimérica. En absoluto es por virtud por lo que, creyéndome, como supongo, el
más fuerte de la banda, no apuñalo a mis camaradas para arrebatarles su parte;
es, más bien, porque, encontrándome solo, me privaría de los medios que
espero de su ayuda para asegurarme la fortuna. Este motivo es, igualmente, el
único que retiene su brazo en contra de mí. Ahora bien, como ves, Thérèse, este
motivo sólo es egoísta y no tiene la mas ligera apariencia de virtud. Dices que
quien quiere luchar a solas contra los intereses de la sociedad tiene que dar por
supuesto que perecerá. ¿No perecerá con mucha mayor seguridad si sólo tiene
para existir su miseria y el abandono de los demás? Lo que llamamos interés de
la sociedad no es otra cosa que la suma de los intereses particulares reunidos,
pero sólo cediendo este interés particular se puede coincidir y colaborar con los
intereses generales. Ahora bien, ¿qué quieres que ceda el que no tiene nada? Si
lo hace, no me negaras que su error ha sido mucho mayor al dar infinitamente
más de lo que recibe, y en tal caso la desigualdad de la transacción debe
impedir que la cumpla. Atrapado en esta situación, lo mejor que puede hacer ese
hombre ¿no es alejarse de esta sociedad injusta para conceder los derechos a
una sociedad diferente que, situada en la misma posición que él, tenga interés
en combatir, con la reunión de sus pequeños poderes, el poder más amplio que
quería obligar al desdichado a ceder lo poco que tenía para no recibir nada de
los demás? Pero de ahí nacerá, me dirás, un estado de guerra perpetuo. ¡De
acuerdo! ¿Acaso no es el de la naturaleza? ¿El único que nos conviene
realmente? Todos los hombres nacieron aislados, envidiosos, crueles y
déspotas, deseosos de tenerlo todo y no ceder nada, y luchando incesantemente
por mantener tanto su ambición como sus derechos. Llegó el legislador y
dijo: «Dejad de enfrentaros así; al ceder un poco de uno y otro lado, renacerá la
tranquilidad». Yo no censuro en absoluto la existencia de este pacto, pero
sostengo que hay dos tipos de individuos que jamás debieron someterse a él:
aquellos que, sintiéndose más fuertes, no tenían necesidad de ceder nada para
ser felices, y aquellos que, siendo los más débiles, tenían que ceder
infinitamente más de lo que se les otorgaba. Y el caso es que la sociedad sólo
está compuesta de seres débiles y de seres fuertes. Ahora bien, si el pacto tuvo
que disgustar a los fuertes y a los débiles, estaba claro que no convenía a la
sociedad, y el estado de guerra, que existía antes, debía resultar infinitamente
preferible, ya que dejaba a cada cual el libre ejercicio de sus fuerzas y de su
ingenio, de los que se veían privados por el pacto injusto de una sociedad, que
siempre quitaba demasiado a uno y jamás concedía suficiente a otro. Así que el
ser realmente sensato es aquel que, con el riesgo de reanudar el estado de
guerra que reinaba antes del pacto, se revuelve irrevocablemente contra él, lo
viola cuanto puede, convencido de que lo que obtendrá de estas lesiones
siempre será superior a lo que podrá perder, si es el más débil, pues también lo
era respetando el pacto: puede convertirse en el más fuerte violándolo y, si las
leyes lo devuelven a la clase de la que ha querido escapar, el mal menor es
perder la vida, que representa una desdicha infinitamente menor que la de vivir
en el oprobio y la miseria. Esas son, pues, las dos alternativas para nosotros: o
el crimen que nos hace felices, o el cadalso que nos impide ser desgraciados.
Pregunto si cabe titubear, hermosa Thérèse. ¿Descubrirá tu inteligencia un
razonamiento capaz de rebatir éste?
––¡Oh, señor! ––contesté con la vehemencia que da tener la razón––, hay mil,
pero, por otra parte, ¿debe ser esta vida el único objetivo del hombre? ¿Es algo
más que un pasaje del que cada uno de los peldaños que recorre debe, si es
razonable, conducirle a la felicidad eterna, premio garantizado de la virtud?
Supongo con vos (lo que, sin embargo, es raro y choca con todas las luces de la
razón, pero no importa), os concedo por un instante que el crimen pueda hacer
feliz en este mundo al malvado que se abandona a él: ¿imagináis que la justicia
de Dios no espera a este hombre deshonesto en el otro mundo para vengar lo
que ha hecho en éste?... Ay, no creáis lo contrario, señor, no lo creáis ––añadí
sollozando––, es el único consuelo del infortunado, no se lo arrebatéis; cuando
los hombres nos abandonan, ¿quién nos vengará si no es Dios?
––¿Quién? Nadie, Thérèse, nadie en absoluto. No es de ningún modo
necesario que el infortunio sea vengado. Tú te ufanas de ello porque lo deseas,
esta idea te consuela, pero no por ello es menos falsa. Más aún, es esencial que
el infortunado sufra; su humillación y sus dolores figuran entre las leyes de la
naturaleza, y su existencia es útil al plan general, tanto como la de la
prosperidad de quien lo aplasta. Esta es la verdad, que debe sofocar el
remordimiento tanto en el alma del tirano como en la del malhechor. Que no se
coarte, que se entregue ciegamente a cuantas maldades se le ocurran: la voz de
la naturaleza sólo le sugiere esta idea, el único modo posible con que ella nos
convierte en agentes de sus leyes. Cuando sus inspiraciones secretas nos
predisponen al mal, es porque el mal le es necesario, lo quiere, lo exige, porque
no siendo la suma de crímenes completa ni suficiente para las leyes del equilibrio,
las únicas que la gobiernan, exige un mayor número de éstos para el
complemento de la balanza. Por consiguiente, que no se asuste ni se detenga
aquel cuya alma se sienta inclinada al mal; que lo cometa sin temor, en el
momento en que ha sentido su impulso: sólo resistiéndosele ofendería a la
naturaleza. Pero abandonemos por un instante la moral, ya que prefieres la
teología. Debes saber pues, joven inocente, que la religión en la que te amparas,
no siendo más que la relación del hombre con Dios, culto que la criatura creyó
deber rendir a su creador, quedó aniquilada en cuanto la propia existencia de tal
creador fue demostrada como quimérica. Los primeros hombres, asustados por
unos fenómenos que los impresionaron, tuvieron que creer necesariamente que
un ser sublime y desconocido por ellos había dirigido su marcha y su influencia.
Es propio de la debilidad suponer o temer la fuerza. La mente del hombre,
todavía demasiado infantil para buscar y para encontrar en el seno de la
naturaleza las leyes del movimiento, único resorte de todo el mecanismo que le
asombraba, creyó más simple suponer un motor a esta naturaleza que verla
motora de sí misma, y sin pensar que le costaría un esfuerzo mucho mayor
edificar y definir este amo gigantesco que buscar en el estudio de la naturaleza
la causa de lo que le sorprendía, admitió el ser soberano y le dedicó sus cultos.
A partir de ese momento, cada nación los compuso análogos a sus costumbres,
a sus conocimientos y a su clima. No tardaron en haber en la Tierra tantas
religiones como pueblos, tantos dioses como familias. Sin embargo, debajo de
todos esos ídolos era fácil reconocer al fantasma absurdo, fruto primero de la
ceguera humana. Lo vestían de diferente manera, pero siempre era lo mismo.
Ahora bien, dime, Thérèse: porque unos imbéciles construyan disparates sobre
la erección de una indigna quimera y sobre la manera de servirla, ¿hay que
deducir que el hombre sensato deba renunciar a la dicha segura y presente de
su vida? ¿Debe, como el perro de Esopo, abandonar el hueso a cambio de su
sombra, y renunciar a sus placeres reales a cambio de unas ilusiones? No,
Thérèse, no, Dios no existe: la naturaleza se basta a sí misma. No tiene ninguna
necesidad de autor. Este supuesto autor no es más que una descomposición de
sus propias fuerzas, más que lo que en la escuela llamamos una petición de
principios. Un Dios supone una creación, o sea un instante en el que no hubo
nada, o bien un instante en el que todo estuvo en el caos. Si uno u otro de esos
estados era un mal, ¿por qué tu Dios lo dejaba subsistir? Si era un bien, ¿por
qué lo cambia? Ahora bien, si es inútil, ¿puede ser poderoso? Y si no es
poderoso, ¿puede ser Dios? Si la naturaleza se mueve a sí misma, ¿de qué
sirve el motor? Y si el motor actúa sobre la materia moviéndola, ¿cómo no es
materia él mismo? ¿Puedes concebir el efecto del espíritu sobre la materia, y la
materia recibiendo el movimiento de un espíritu que carece en sí mismo de
movimiento? Examina por un instante, con frialdad, todas las cualidades
ridículas y contradictorias con que los fabricantes de esta execrable quimera se
han visto obligados a revestirla, y comprobaras que se destruyen y anulan
mutuamente; admitirás que este fantasma deificado, nacido del temor de unos y
de la ignorancia de todos, no es mas que una simpleza escandalosa, que no
merece de nosotros ni un instante de fe ni un minuto de examen; una miserable
extravagancia que repugna a la mente, que escandaliza el corazón, y que sólo
emergió de las tinieblas para volver a hundirse en ellas para siempre jamás.
»Así pues, no te inquietes, Thérèse, con la esperanza o el temor de un mundo
futuro, fruto de estas primeras mentiras, y deja sobre todo de considerarlos
como frenos para nosotros. Débiles porciones de una materia vil y bruta, cuando
muramos, es decir, en la reunión de los elementos que nos componen con los
elementos de la masa general, aniquilados para siempre cualquiera que haya
sido nuestro comportamiento, pasaremos durante un instante por el crisol de la
naturaleza para resurgir bajo otras formas, y eso sin que haya más prerrogativas
para el que ha incensado de manera insensata la virtud como para el que se ha
entregado a los más vergonzosos excesos, porque no hay nada que ofenda a la
naturaleza, y todos los hombres igualmente salidos de su seno, que han actuado
durante su vida a partir de sus impulsos, encontrarán después de su existencia
el mismo final y la misma suerte.
Me disponía a seguir contestando a estas espantosas blasfemias cuando el
rumor de un jinete se hizo oír cerca de nosotros. «¡A las armas!», exclamó
«Corazón-de-Hierro», más deseoso de poner en práctica sus sistemas que de
consolidar sus fundamentos. Vuelan... y al cabo de un instante traen a un
infortunado viajero al bosquecillo donde se hallaba nuestro campamento.
Interrogado acerca del motivo que le llevaba a viajar solo y tan de madrugada
por un camino aislado, y acerca de su edad y profesión, el caballero respondió
que se llamaba Saint-Florent, uno de los primeros negociantes de Lyon, que
tenía treinta y seis años, y regresaba de Flandes por unos asuntos relacionados
con su comercio; llevaba poco dinero encima pero sí muchos pagarés. Añadió
que su lacayo le había abandonado la víspera, y que, para evitar el calor, viajaba
de noche con la intención de llegar aquel mismo día a París, donde tomaría un
nuevo criado y concluiría una parte de sus negocios; si, además, seguía un
camino solitario, continuó, era porque, según creía, se había dormido sobre su
caballo y se había extraviado. Y dicho eso, pide la vida, ofreciendo a cambio
todo lo que poseía. Examinaron su cartera y contaron su dinero: la presa no
podía ser mejor. Saint-Florent llevaba cerca de medio millón pagable a su
presentación en la capital, unas cuantas joyas y alrededor de cien luises.
––Amigo ––le dijo «Corazón-de-Hierro», acercándole la punta de la pistola a
las narices––, comprenderéis que después de un robo semejante no podemos
dejaros en vida.
––¡Oh, señor! ––exclamé arrojándome a los pies de aquel malvado––, os lo
imploro, no me hagáis presenciar, el día de mi incorporación a la banda, el
horrible espectáculo de la muerte de este desdichado. Dejadle con vida, no me
neguéis el primer favor que os pido.
Y, recurriendo inmediatamente a una astucia bastante singular, a fin de
legitimar el interés que parecía sentir por aquel hombre, añadí calurosamente:
––El apellido que acaba de pronunciar el caballero me lleva a creer que es un
deudo bastante próximo. No os asombréis, señor ––añadí dirigiéndome al
viajero––, de encontrar una pariente en esta situación. Ya os lo explicaré más
adelante. Por esta razón ––seguí implorando de nuevo a nuestro jefe––, por esta
razón, señor, concededme la vida de este miserable. Agradeceré este favor con
la entrega mas absoluta a todo lo que pueda servir vuestros intereses.
––Ya sabes con qué condiciones puedo concederte el favor que me pides,
Thérèse ––me contestó «Corazón-de-Hierro»––, ya sabes lo que exijo de ti...
––Bien, señor, lo haré todo ––exclamé interponiéndome entre aquel
desdichado y nuestro jefe, siempre dispuesto a degollarlo...––. Sí, lo haré todo,
señor, lo haré todo, salvadle.
––Dejadlo con vida ––dijo «Corazón-de Hierro»––, pero que se enrole con
nosotros. Esta última cláusula es indispensable. No puedo hacer nada sin ella,
mis camaradas se opondrían.
El sorprendido comerciante no entendía nada del parentesco que yo
establecía, pero, al ver salvada la vida si aceptaba sus proposiciones, creyó que
no debía titu bear ni un instante. Le dejaron descansar y, como nuestra gente
sólo quería abandonar aquel lugar de día, «Corazón-de-Hierro» me dijo:
––Thérèse, recojo tu promesa, pero como esta noche estoy agotado descansa
tranquila al lado de la Dubois. Te llamaré cuando se haga de día, y si titubeas, la
vida de este bellaco me vengará de tu artimaña.
––Dormid, señor, dormid ––contesté––, y creed que ésta, a la que habéis
colmado de agradecimiento, no tiene más deseo que el de cumplir.
Nada más lejos de mis intenciones, pero si alguna vez creí permitido el
fingimiento era exactamente en esta ocasión. Nuestros bribones, llenos de una
confianza excesiva, siguen bebiendo y se duermen, dejándome en plena libertad
al lado de la Dubois que, borracha como los demás, no tardó en cerrar
igualmente los ojos.
Aprovechando entonces con vivacidad el primer momento del sueño de los
malvados que nos rodeaban, le dije al joven lionés:
––Señor, la más horrible de las catástrofes me ha arrojado a pesar mío entre
estos ladrones. Los detesto tanto como al instante fatal que me trajo a su banda.
La verdad es que no tengo el honor de ser pariente vuestra. He utilizado esta
treta para salvaros y escapar con vos, si os parece bien, de estos miserables. El
momento es propicio ––proseguí––, huyamos. Veo vuestra cartera, recojámosla;
renunciemos al dinero en metálico, está en sus bolsillos y no conseguiríamos
recuperarlo sin peligro. Vayámonos, señor, vayámonos. Ya veis lo que hago por
vos, me entrego a vuestras manos, tened piedad de mi suerte. No seáis, sobre
todo, más cruel que esta gente. Dignaos a respetar mi honor, os lo confío, pues
es mi único tesoro. Dejádmelo, ellos no me lo han arrebatado.
Me costaría trabajo describir el supuesto agradecimiento de Saint––Florent. No
sabía qué términos emplear para demostrármelo, pero no teníamos tiempo de
hablar: se trataba de huir. Me apodero diestramente de la cartera, se la doy y,
franqueando rápidamente el bosquecillo y abandonando el caballo, por miedo a
que el ruido que habría hecho despertara a nuestras gentes, nos dirigimos, con
diligencia, al sendero que debía sacarnos del bosque. Tuvimos la suerte de salir
de él cuando amanecía, y sin que nadie nos siguiera. Llegamos antes de las
diez de la mañana a Luzarches, y allí, al abrigo de cualquier temor, sólo
pensamos en descansar.
Hay momentos en la vida en que te consideras muy rico sin tener, no obstante,
nada de qué vivir: era el caso de Saint-Florent. Llevaba quinientos mil francos en
su cartera, y ni un escudo en su faltriquera. Esta reflexión le detuvo antes de
entrar en la posada...
––Tranquilícese, señor ––le dije al ver su apuro––, los ladrones que abandono
no me han dejado sin dinero. Ahí tenéis veinte luises, tomadlos, por favor,
utilizadlos y dad el resto a los pobres. Por nada en el mundo querría yo
conservar un oro adquirido mediante asesinatos. Saint––Florent, que fingía
delicadeza, pero que estaba muy lejos de tener la que yo le suponía, no quiso en
absoluto tomar lo que le ofrecí. Me preguntó qué proyectos tenía, me dijo que se
obligaba a cumplirlos, y que no deseaba otra cosa que quedar en paz conmigo.
––Os debo la fortuna y la vida, Thérèse ––añadió besándome las manos––.
¿Qué mejor puedo hacer que ofreceros la una y la otra? Aceptadlas, os lo ruego,
y permitid que el Dios del himeneo estreche los nudos de la amistad.
No sé bien si por presentimiento o simple frialdad, yo estaba tan lejos de creer
que lo que había hecho por aquel joven pudiera provocar tales sentimientos por
su parte, que le dejé leer en mi semblante el rechazo que no me atrevía a
expresar. Lo entendió, no insistió más, y se limitó a preguntarme únicamente
qué podía hacer por mí.
––Señor ––le dije––, si realmente mi actuación no carece de méritos a
vuestros ojos, os pido por toda recompensa que me llevéis con vos a Lyon, y
que allí me coloquéis en alguna casa honesta, donde mi pudor ya no tenga que
sufrir.
––Es lo mejor que podríais hacer ––contestó Saint-Florent––, y nadie mas
capacitado que yo para prestaros ese servicio: tengo veinte parientes en esa
ciudad.
Y el joven comerciante me rogó entonces que le contara las razones que me
llevaban a alejarme de París, donde le había dicho que había nacido. Lo hice
con tanta confianza como ingenuidad.
––Bien, si sólo es eso ––dijo el joven––, podré seros útil antes de llegar a
Lyon. No temáis nada, Thérèse, vuestro caso estará olvidado. Ya nadie os
buscará, y menos que en ningún lugar, seguramente, en el asilo donde voy a
colocaros. Tengo una pariente cerca de Bondy, vive en una campiña
encantadora de los alrededores. Estoy seguro de que sentirá un gran placer de
teneros a su lado; mañana os la presento.
Llena de agradecimiento a mi vez, acepto un proyecto que tanto me conviene.
Descansamos el resto del día en Luzarches, y al día siguiente nos proponemos
llegar a Bondy, que sólo está a seis leguas de allí. ––Hace buen tiempo ––me
dijo Saint-Florent––. Si os parece, Thérèse, nos dirigiremos a pie al castillo de mi
pariente. Le contaremos nuestra aventura, y creo que esta manera imprevista de
llegar despertará su interés hacia vos.
Muy alejada de sospechar las intenciones de aquel monstruo y de imaginar
que me ofrecía aún menos seguridad que la infame compañía que abandonaba,
lo acepto todo sin temor, sin ninguna repugnancia. Almorzamos y comemos
juntos. No se opone en absoluto a que para la noche tome una habitación
separada de la suya, y después de haber dejado pasar el mayor calor, segura
por lo que dice de que bastan cuatro o cinco horas para llegar a casa de su
pariente, abandonamos Luzarches y nos dirigimos a pie a Bondy.
Alrededor de las cinco de la tarde entramos en el bosque. Saint––Florent
todavía no se había descubierto ni por un instante: siempre la misma
honestidad, siempre el mismo deseo de demostrarme su agradecimiento. De
haber estado con mi padre, no me habría creído más segura. Las sombras de la
noche comenzaban a esparcir por el bosque aquella especie de horror religioso
que hace nacer simultáneamente el temor en las almas tímidas y el proyecto del
crimen en los corazones feroces. Sólo caminábamos por senderos, y yo delante.
Me vuelvo para preguntar a Saint––Florent si realmente hay que seguir esos
caminos apartados, si por casualidad no se ha extraviado, si cree, en fin, que
falta mucho para llegar.
––Ya hemos llegado, puta ––me contestó aquel malvado, arrojándome al suelo
de un bastonazo en la cabeza que me priva del conocimiento...
¡Oh, señora!, yo no sé lo que dijo ni lo que hizo aquel hombre; pero el estado
en que me encontré me obligó a saber hasta qué punto había sido su víctima.
Cuando recuperé el sentido era totalmente de noche; estaba al pie de un árbol,
al margen de todos los caminos, magullada, ensangrentada... deshonrada, señora.
Esta era la recompensa por cuanto acababa de hacer por aquel
desalmado; y, llevando la infamia al máximo, el malvado, después de haber
hecho conmigo todo lo que había querido, después de haber abusado de todas
las maneras, hasta de aquella que más ultraja la naturaleza, se había llevado mi
bolsa... aquel mismo dinero que yo le había ofrecido tan generosamente. Había
desgarrado mis ropas, la mayoría estaban hechas girones a mi lado, iba casi
desnuda, y con varias partes de mi cuerpo ámoratadas. Podéis imaginaros mi
situación: rodeada de tinieblas, sin recursos, sin honor, sin esperanza, expuesta
a todos los peligros. Quise terminar con mis días: si me hubieran ofrecido un
arma, la habría empuñado y abreviado esta desdichada vida, que sólo me
ofrecía calamidades.
«¡Qué monstruo! ¿Qué le habré hecho yo», me decía, «para merecer por su
parte un trato tan cruel? Le salvo la vida, le devuelvo su fortuna, ¡me arrebata lo
que más quiero! ¡Hasta un animal salvaje hubiera sido menos cruel! ¡Oh
hombre, así eres cuando sólo atiendes a tus pasiones! Los tigres en el fondo de
los desiertos más salvajes se horrorizarían de tus fechorías.»
Unos minutos de abatimiento siguieron a mis primeros impulsos de dolor; mis
ojos, anegados en lágrimas, se elevaron maquinalmente al cielo; mi corazón se
lanzó a los pies del Maestro que lo habita... Aquella bóveda pura y brillante... el
silencio imponente de la noche... el terror que helaba mis sentidos... aquella
imagen de la naturaleza en paz, comparada con la alteración de mi alma
extraviada, todo esparce en mí un tenebroso horror del que no tarda en nacer la
necesidad de rezar. Me precipito a las rodillas de ese Dios poderoso, negado por
los impíos, esperanza del pobre y del afligido.
––Ser santo y majestuoso ––exclamé entre lágrimas––, tú que te dignas llenar
en este momento terrible mi alma de una alegría celestial, que, sin duda, me has
impedido atentar contra mis días, oh, mi protector y guía, aspiro a tus bondades,
imploro tu clemencia: contempla mi miseria y mis tormentos, mi resignación y
mis deseos. ¡Dios omnipotente! Tú sabes que soy inocente y débil, que he sido
traicionada y maltratada; he querido hacer el bien a ejemplo tuyo, y tu voluntad
me castiga. ¡Que se cumpla, oh, Dios mío! Amo todos sus sagrados efectos, los
respeto y ceso de quejarme; pero si aquí en la tierra sólo debo encontrar
abrojos, ¿será ofenderte, oh, mi soberano Maestro, suplicar que tu poder me
llame hacia ti, para rezarte sin turbación, para adorarte lejos de esos hombres
perversos que, ¡ay de mí!, sólo me han hecho conocer males, y cuyas manos
sanguinarias y pérfidas hunden a placer mis tristes días en el torrente de las
lágrimas y en el abismo de los dolores?
La oración es el más dulce consuelo del desdichado; se siente más fuerte
cuando ha cumplido con este deber. Me alzo llena de valor, recojo los harapos
que el malvado me ha dejado, y me introduzco en un bosquecillo para pasar la
noche con menos riesgo. La seguridad en que me hallaba, la satisfacción que
acababa de saborear acercándome a mi Dios, todo ello contribuyó a hacerme
reposar unas cuantas horas, y el sol ya estaba alto cuando mis ojos se volvieron
a abrir: el instante del despertar es espantoso para los infortunados; la imaginación,
refrescada por las dulzuras del sueño, se ocupa con mucha mayor
rapidez y más lúgubremente de los males cuyo recuerdo le han hecho perder
unos instantes de un reposo engañoso.
«Bien», me dije entonces examinándome, «ies cierto, por tanto, que existen
criaturas humanas a las que la naturaleza rebaja a la misma condición que las
bestias feroces! Oculta en mi reducto, huyendo como ellas de los hombres, ¿qué
diferencia existe ahora entre ellas y yo? ¿Vale la pena nacer para una suerte tan
lastimera?...» Y mis lágrimas corrieron en abundancia mientras formulaba estas
tristes reflexiones; acababa de terminarlas cuando oigo un ruido a mi alrededor;
poco a poco, distingo a dos hombres. Presto atención:
––Ven, querido amigo ––dice uno de ellos––. Aquí estaremos a las mil
maravillas. La cruel y fatal presencia de una tía que aborrezco no me impedirá
saborear un momento contigo esos placeres que me resultan tan dulces.
Se acercan, se colocan tan enfrente de mí que ninguna de sus frases, ninguno
de sus movimientos, puede escapárseme, y veo... ¡Santo cielo, señora! ––dijo
Thérèse interrumpiéndose––, ¡cómo es posible que la suerte me haya colocado
siempre en situaciones tan críticas, que resulte tan difícil a la virtud escuchar su
relato como al pudor hacerlo! Aquel crimen horrible que ultraja tanto la
naturaleza como las convenciones sociales, aquella fechoría, en una palabra,
sobre la cual la mano de Dios ha caído tantas veces, legitimada por «Corazónde-
Hierro», propuesta por él a la desdichada Thérèse, consumada sobre ella
involuntariamente por el verdugo que acaba de inmolarla, aquella execración
repugnante en fin, ¡la vi practicar bajo mis ojos con todas las desviaciones
impuras, todos los episodios espantosos, que puede introducir en ella la
depravación más exquisita! Uno de los hombres, el que se ofrecía, tenía
veinticuatro años de edad, suficientemente bien vestido como para hacer pensar
en la elevación de su rango, y el otro, más o menos de su misma edad, parecía
uno de sus criados. El acto fue escandaloso y prolongado. Con las manos
apoyadas en la cresta de un pequeño montículo frente al bosquecillo donde yo
me hallaba, el joven amo exponía desnudo a su compañero de libertinaje el
impío altar del sacrificio, y éste, lleno de ardor ante el espectáculo, acariciaba a
su ídolo, a punto de inmolarlo con un puñal mucho más espantoso y mucho más
gigantesco que aquel con el que yo había sido amenazada por el jefe de los
bandidos de Bondy; pero el joven amo, en absoluto temeroso, parece desafiar
impunemente la espada que se le presenta; la provoca, la excita, la cubre de
besos, se apodera de ella, se la introduce él mismo, se deleita absorbiéndola.
Entusiasmado por sus criminales caricias, el infame se debate bajo ella y parece
lamentar que no sea aún más imponente; desafía sus golpes, los previene, los
rechaza... Dos tiernos y legítimos esposos se acariciarían con menos ardor...
Sus bocas se juntan, sus suspiros se confunden, sus lenguas se entrelazan, y
los veo a los dos, ebrios de lujuria, encontrar en el centro de las delicias el complemento
de sus pérfidos horrores. El homenaje se renueva, y, para encender de
nuevo el incienso, todo es válido para el que lo exige; besos, manoseos, masturbaciones,
refinamientos del más insigne libertinaje, todo se utiliza para
devolver las fuerzas que se apagan, y con ello consigue reanimarlas por cinco
veces consecutivas, pero sin que ninguno de los dos cambiara de papel. El
joven amo fue siempre mujer, y aunque se pudiera descubrir en él la posibilidad
de ser hombre a su vez, ni siquiera tuvo la apariencia de concebir por un
instante tal deseo. Si bien visitó el otro altar semejante a aquel donde se
sacrificaba en él, fue en favor del otro ídolo, y jamás ningún ataque tuvo el aire
de amenazarlo.
¡Qué largo se me hizo el tiempo! No me atrevía a moverme, por miedo a que
me descubrieran. Finalmente, los criminales actores de esta indecente esce na,
ahítos sin duda, se levantaron para volver al camino que debía conducirlos a su
casa cuando el amo se acerca al bosquecillo que me protege; mi gorro me
traiciona... Lo ve...
––Jasmín ––dice a su criado––, nos han descubierto... Una joven ha visto
nuestros secretos... Acércate, saquemos de ahí a esa buscona, y averigüemos
qué hace aquí.
Les ahorré la molestia de sacarme de mi refugio abandonándolo
inmediatamente yo misma y, cayendo a sus pies, exclamé, extendiendo los
brazos hacia ellos:
––Oh, señores, dignaos a compadeceros de una desdichada cuya suerte es
más lamentable de lo que suponéis. Existen pocos reveses capaces de igualar
los míos; que la situación en que me habéis encontrado no os despierte ninguna
sospecha sobre mí. Es consecuencia de mi miseria, mucho más que de mis
errores. Lejos de aumentar los males que me abruman, dignaos a disminuirlos
facilitándome los medios de escapar de las calamidades que me persiguen.
El corazón del conde de Bressac (así se llamaba el joven), en cuyas manos
caí, con un gran fondo de maldad y de libertinaje en la mente, no estaba dotado
precisamente de una gran dosis de conmiseración. Por desgracia es muy común
ver cómo el libertinaje ahoga la piedad en el hombre y habitualmente sólo sirve
para endurecerlo: sea porque la mayor parte de sus extravíos necesita la apatía
del alma, sea porque la violenta sacudida que esta pasión imprime a la masa de
los nervios disminuye la fuerza de su acción, la verdad es que un libertino rara
vez es un hombre sensible. Pero a esta dureza, natural en la clase de personas
cuyo carácter esbozo, se unía además en el señor de Bressac una repugnancia
tan inveterada por nuestro sexo, un odio tan fuerte por todo lo que lo
caracterizaba, que era muy difícil que yo consiguiera introducir en su alma los
sentimientos con los que quería conmoverla.
––Tórtola del bosque ––me dijo el conde con dureza––, si buscas víctimas, has
elegido mal: ni mi amigo ni yo sacrificamos jamás en el templo impuro de tu
sexo. Si es limosna lo que pides, busca personas que amen las buenas obras,
nosotros jamás las hacemos de ese tipo... Pero habla, miserable, ¿has visto lo
que ha ocurrido entre el señor y yo?
––Os he visto charlar sobre la hierba ––contesté––, nada más, señor, os lo
aseguro.
––Por tu bien, quiero creerlo ––dijo el joven conde––. Si imaginara que podías
haber visto otra cosa, jamás saldrías de este matorral... Jasmín, es pronto,
tenemos tiempo de escuchar las aventuras de esta joven, y después veremos lo
que hay que hacer.
Se sientan, me ordenan que me coloque cerca de ellos, y ahí les relato con
ingenuidad todas las desdichas que me abruman desde que estoy en el mundo.
––Vamos, Jasmín ––dice el señor de Bressac levantándose cuando hube
terminado––, seamos justos por una vez. Si la equitativa Temis ha condenado a
esta criatara, no toleremos que los deseos de la diosa se vean tan cruelmente
frustrados. Hagamos sufrir a la delincuente la condena de muerte en que había
incurrido. Este homicidio, muy lejos de ser un crimen, será una reparación del
orden moral. Ya que a veces tenemos la desgracia de alterarlo,
restablezcámoslo valerosamente por lo menos cuando se presenta la ocasión...
Y los crueles, arrebatándome de mi sitio, me arrastran hacia el bosque,
riéndose de mis lloros y de mis gritos.
––Atémosla por los cuatro miembros a cuatro árboles que formen un extenso
cuadrado ––dice Bressac, desnudándome.
Luego, con sus corbatas, sus pañuelos y sus ligas, confeccionan unas cuerdas
con las que me atan al instante como han previsto, esto es en la más cruel y
más dolorosa actitud que quepa imaginar. Imposible explicar lo que sufrí; me
parecía que me arrancaban los miembros, y que mi estómago, que estaba en el
aire, dirigido por su peso hacia el suelo, tuviera que entreabrirse a cada instante.
El sudor caía de mi frente, yo sólo existía por la violencia de mi dolor; si éste
hubiera dejado de comprimirme los nervios, me habría invadido una angustia
mortal. Los desalmados se divirtieron con esta posición, me contemplaban y
aplaudían.
––Ya basta ––dijo finalmente Bressac––, permito que por una vez le baste con
el miedo. Thérèse ––prosiguió mientras me desataba y ordenaba que me
vistiera––, sé discreta y síguenos: si quieres unirte a mí, no tendrás ocasión de
arrepentirte. Mi tía necesita una segunda doncella, voy a creerme tu relato y
presentarte a ella. Le responderé de tu conducta, pero si abusas de mis
bondades, si traicionas mi confianza, o no te sometes a mis propósitos, mira
estos cuatro árboles, Thérèse, fijate en el terreno que limitan, y que debía
servirte de sepulcro. Recuerda que este funesto lugar sólo está a una legua del
castillo donde te llevo y que, a la más ligera falta, volverás aquí al instante.
Olvido de inmediato mis desgracias, me arrojo a las rodillas del conde, le
prometo, entre lágrimas, un buen comportamiento, pero, tan insensible a mi
alegría como a mi dolor, Bressac añade:
––Vámonos, tu comportamiento hablará por ti, sólo de él dependerá tu suerte.
Nos vamos. Jasmín y su amo hablan en voz baja, yo los sigo humildemente sin
decir palabra. En algo menos de una hora llegamos al castillo de la señora
marquesa de Bressac, cuya magnificencia y multitud de lacayos me hacen
suponer que cualquier puesto que tenga en esta casa será, sin duda, más
ventajoso para mí que el de gobernanta del señor Du Harpin. Me hacen esperar
en una antecocina, donde Jasmín me ofrece amablemente cuanto puede
reconfortarme. El joven conde entra en los aposentos de su tía, la avisa, y él
mismo viene a buscarme media hora después para presentarme a la marquesa.
La señora de Bressac era una mujer de cuarenta y seis años, todavía muy
hermosa, y que me pareció honesta y sensible, aunque introdujera una cierta
severidad en sus normas y en su conversación. Viuda desde hacía dos años del
tío del joven conde, que se había casado con ella sin mayor fortuna que el bello
apellido que le daba, de ella dependían todos los bienes que podía esperar el
señor de Bressac, pues lo que había recibido de su padre apenas servía para
pagar sus placeres. La señora de Bressac le pasaba una pensión considerable,
pero aun así insuficiente: nada hay tan caro como las voluptuosidades del
conde; es posible que se paguen menos que las otras, pero se multiplican
mucho mas. En aquella casa había cincuenta mil escudos de renta, y todos
debían ser para el señor de Bressac. Jamas habían podido convencerle a hacer
algo; todo lo que le apartaba de su libertinaje le resultaba tan insoportable que
no podía aceptar la sujección. La marquesa habitaba aquella propiedad tres
meses al año, y pasaba el resto del tiempo en París; y los tres meses que exigía
que su sobrino estuviera con ella eran una especie de suplicio para un hombre
que aborrecía a su tía y que consideraba como perdidos todos los momentos
que pasaba alejado de una ciudad que significaba para él el centro de sus
placeres.
El joven conde me ordenó que contara a la marquesa las cosas que yo le
había relatado, y una vez hube terminado la señora de Bressac me dijo:
––Tu candor y tu ingenuidad no me permiten dudar de que dices la verdad. No
pediré más informaciones sobre ti que la de saber si eres realmente la hija del
hombre que me indicas. Si es así, yo he conocido a tu padre, y será para mí una
razón de más para interesarme por tu persona. En cuanto al caso de Du Harpin,
me encargo de resolverlo en dos visitas a casa del canciller, amigo mío desde
hace siglos. Es el hombre más íntegro que existe en el mundo; basta con
demostrarle tu inocencia para anular todo lo que se ha hecho en tu contra. Pero
piénsatelo bien, Thérèse. Todo lo que te prometo en este momento sólo es a
cambio de una conducta intachable; de modo que los efectos del agradecimiento
que exijo se volverán siempre en tu favor.
Me arrojé a los pies de la marquesa, le aseguré que quedaría satisfecha de mí;
me hizo levantar con bondad y me confió inmediatamente el puesto de segunda
camarera a su servicio.
Al cabo de tres días, llegaron las informaciones pedidas a París por la señora
de Bressac; eran tal como yo podía desear. La marquesa me elogió por no
haberla engañado, y todas las sombras de desgracias se desvanecieron
finalmente de mi espíritu para ser sustituidas únicamente por la esperanza de los
más dulces consuelos que cabía esperar. Sin embargo, no estaba escrito en el
cielo que la pobre Thérèse tuviera que ser feliz alguna vez, y si unos pocos
momentos de paz nacían fortuitamente para ella era sólo para hacerle más
amargos los de horror que debían seguirlos.
Apenas llegamos a París la señora de Bressac se apresuró a intervenir en mi
favor. El primer presidente quiso verme y escuchó con interés el relato de mis
infortunios; las calumnias de Du Harpin fueron reconocidas aunque en vano
quisieron castigarlo: Du Harpin, que había organizado un negocio de billetes
falsos con el que arruinaba a tres o cuatro familias, y ganaba él cerca de dos
millones, acababa de irse a Inglaterra. Respecto al incendio de las prisiones de
París, se convencieron de que, si bien yo me había aprovechado de este
acontecimiento, no había participado para nada en él, y mi caso fue sobreseído,
sin que los magistrados que se ocupaban de él creyeran tener que emplear más
formalidades, según me explicaron. No supe nada más y me contenté con lo que
me dijeron: no tardaréis en comprobar hasta qué punto me equivoqué.
Es fácil imaginar cómo semejantes favores me obligaban a la señora de
Bressac. Aunque no hubiera tenido conmigo, además, todo tipo de bondades,
¿cómo no iban a unirme semejantes acciones para siempre a una tan preciosa
protectora? Muy lejos, sin embargo, de la intención del conde encadenarme tan
íntimamente a su tía... Pero ha llegado el momento de describiros a ese
monstruo.
El señor de Bressac unía a los encantos de la juventud el más seductor de los
rostros; si su talle o sus facciones tenían algunos defectos, era porque se
parecían en exceso al desenfado y la blandura propia de las mujeres. Parecía
que prestándole los atributos de aquel sexo, la naturaleza le hubiera inspirado
también sus gustos... ¡Qué alma, sin embargo, rodeaba estos atractivos
femeninos! Aparecían en ella todos los vicios que caracterizan la de los
desalmados: jamás nadie llevó tan lejos la maldad, la venganza, la crueldad, el
ateísmo, el desenfreno, el menosprecio de todos los deberes, y principalmente
de aquellos con los que la naturaleza parece deleitarnos. Además de todas sus
culpas, el señor de Bressac contaba fundamentalmente con la de detestar a su
tía. La marquesa hacía cuanto podía por encaminar a su sobrino por los
senderos de la virtud: puede que utilizara para ello un rigor excesivo. Resultaba
de ahí que el conde, más excitado por los efectos mismos
de esta severidad, se entregaba a sus gustos aún con mayor ímpetu, y la
pobre marquesa sólo obtenía de sus insistencias un odio más encarnizado.
––No te creas ––me decía muy frecuentemente el conde–– que por su natural
mi tía interviene en todo lo que te concierne, Thérèse. Si yo no la acuciara en
todo momento, ella apenas se acordaría de las atenciones que te ha prometido.
Presume ante ti de todos sus pasos, mientras que en realidad son obra mía. Sí,
Thérèse, sí, sólo a mí debes agradecimiento, y el que exijo de ti debe parecerte
tanto más desinteresado cuando, por muy bella que seas, sabes muy bien que
no son tus favores lo que pretendo. No, Thérèse, los servicios que espero de ti
son muy diferentes, y cuando estés totalmente convencida de lo que he hecho
para tu tranquilidad, confío en que encontraré en tu alma lo que tengo derecho a
esperar.
Estos discursos me parecían tan oscuros que no sabía qué respuesta darles.
La daba, sin embargo, por si acaso, y tal vez con excesiva facilidad. ¿Tengo que
confesároslo? ¡Ay de mí, sí! Disimularos mis culpas sería engañar vuestra
confianza y responder mal al interés que mis desdichas os han inspirado. Sabed
pues, señora, la única falta voluntaria que puedo reprocharme... ¿Digo una falta?
Una locura, una extravagancia... como no hubo jamás otra, pero por lo menos no
es un crimen, es un simple error, que sólo me ha castigado a mí, y del que
parece que la mano justiciera del cielo se ha servido para sumirme en el abismo
que se abrió poco después bajo mis pasos. Cualesquiera que fueren los
indignos comportamientos que el conde de Bressac tuvo conmigo el primer día
que lo conocí, me había sido imposible verlo, sin embargo, sin sentirme atraída
hacia él por un invencible sentimiento de ternura que nada había podido vencer.
Pese a todas las reflexiones sobre su crueldad, sobre su alejamiento de las
mujeres, sobre la depravación de sus gustos, sobre las distancias morales que
nos separaban, nada del mundo conseguía apagar esta pasión naciente, y si el
conde me hubiera pedido mi vida, se la habría sacrificado mil veces. Estaba
lejos de sospechar mis sentimientos... Estaba lejos, el ingrato, de descubrir la
causa de las lágrimas que derramaba todos los días; pero le resultaba imposible,
no obstante, ignorar el deseo que sentía de ir al encuentro de cualquier cosa que
pudiera gustarle. Era imposible que no entreviera mis deferencias; demasiado
ciegas, sin duda, llegaban al punto de servir a sus errores, en la medida que
podía permitírmelo la decencia, y de disimularlos siempre ante su tía. En cierta
manera, esta conducta me había granjeado su confianza, y todo lo que venía de
él me era tan precioso y estaba tan ciega respecto a lo poco que me ofrecía su
corazón que a veces tuve la debilidad de creer que yo no le era indiferente.
¡Pero el exceso de sus desórdenes no tardaba en desengañarme! Eran tales
que llegaban a alterar su salud. A veces me tomaba la libertad de comentarle los
inconvenientes de su conducta; él me escuchaba sin molestarse y acababa por
decirme que nadie se corregía de su vicio predilecto.
––¡Ah, Thérèse! ––exclamó un día, entusiasmado––, ¡si conocieras los
encantos de esta fantasía, y pudieras entender la dulce ilusión de ser
únicamente una mujer! ¡Increíble extravío de la mente! ¡Aborrecer ese sexo y
querer imitarlo! ¡Ah, qué dulce es conseguirlo, Thérèse! ¡Qué delicioso ser la
puta de todos los que te desean y llevando a ese punto, al último extremo, el
delirio y la prostitución, ser sucesivamente en el mismo día la querida de un
mozo de cuerda, de un marqués, de un lacayo, de un fraile, ser sucesivamente
por ellos amado, acariciado, deseado, amenazado, golpeado, a veces victorioso
en sus brazos, y, otras, víctima a sus pies, enterneciéndolos con caricias,
reanimándolos con excesos...! ¡Oh, no, no! Tú no entiendes, Thérèse, lo que
significa este placer para una cabeza organizada como la mía... Pero, dejando a
un lado la moral, ¡si te imaginaras las sensaciones físicas de ese divino gusto!
Es imposible resistirlo... Es un cosquilleo tan vivo, unas titilaciones voluptuosas
tan excitantes... pierdes la cabeza... te vuelves loco... Mil besos a cual más
tierno no exaltan con suficiente ardor la ebriedad en que nos sumerge un
compañero... Estrechado por sus brazos, con las bocas pegadas, nos gustaría
que toda nuestra existencia pudiera incorporarse a la suya; nos gustaría formar
con él un único ser; si nos atrevemos a quejarnos, es de ser olvidados; nos
gustaría que, más robusto que Hércules, nos ensanchara, nos penetrara; que
esta preciosa simiente, arrojada ardiendo en el fondo de nuestras entrañas,
consiguiera, con su calor y su fuerza, hacer brotar la nuestra en sus manos... No
te imagines, Thérèse, que estamos hechos como los demás hombres: se trata
de una construcción totalmente diferente, y el cielo al crearnos adornó los altares
en donde nuestros enamorados sacrifican con la membrana cosquillosa que
tapiza en vosotros el templo de Venus. Somos, sin duda, tan mujeres como
vosotras lo sois en el santuario de la generación; y no dejamos de sentir ni uno
de vuestros placeres, no hay ni uno del que no sepamos disfrutar; pero tenemos,
además, los propios, y esta reunión voluptuosa es lo que nos convierte en los
hombres de la Tierra más sensibles a la voluptuosidad, los mejor creados para
sentirla. Esta hechicera reunión es la que hace imposible la rectificación de
nuestros gustos, lo que nos convertiría en unos entusiastas y en unos frenéticos
si se cometiera la estupidez de castigarnos... ¡lo que nos hace adorar, hasta la
tumba finalmente, al dios encantador que nos encadena!
Así se expresaba el conde, preconizando sus desmanes. Yo intentaba hablarle
del ser al que se lo debía todo, y de los pesares que semejantes extravíos
provocaban en su respetable tía, pero sólo descubría en él despecho y
malhumor, y sobre todo impaciencia por ver tanto tiempo, en tales manos, unas
riquezas que, según decía, debían pertenecerle. Sólo veía en él el odio más
inveterado contra una mujer tan honesta, la rebelión más clara contra todos los
sentimientos de la naturaleza. ¡,Será cierto, pues, que cuando se ha llegado a
transgredir tan formalmente en los propios gustos el sagrado instinto de esta ley,
la consecuencia necesaria de este primer crimen en una espantosa inclinación a
cometer después todos los demás?
A veces me servía de los medios de la religión; casi siempre consolada por
ella, intentaba hacer llegar sus dulzuras al alma de aquel perverso,
prácticamente segura de atraerle con sus lazos si conseguía hacerle compartir
sus atractivos. Pero el conde no me dejó emplear largo tiempo esas armas.
Enemigo declarado de nuestros más santos misterios, crítico obstinado de la
pureza de nuestros dogmas, antagonista indignado de la existencia de un Ser
Supremo, el señor de Bressac, en lugar de dejarse convertir por mí, intentó más
bien corromperme.
––Todas las religiones parten de un principio falso, Thérèse ––me decía––.
Todas suponen como necesario el culto de un Ser creador, pero este creador no
existió jamás. Recuerda en eso los sensatos preceptos de aquel «Corazón-de-
Hierro» que, según me contaste, había trabajado como yo tu mente. Nada más
justo que los principios de ese hombre, y el envilecimiento en que se comete la
tontería de mantenerle no le quita el derecho de razonar bien.
»Si todo lo que produce la naturaleza es el resultado de las leyes que la
dominan; si su acción y su reacción perpetuas suponen el movimiento necesario
para su existencia, ¿en qué queda el soberano dueño que le atribuyen
gratuitamente los necios? Eso es lo que te decía tu sabio maestro, querida
muchacha. Así pues, ¿qué son las religiones, a partir de ahí, sino el freno con
que la tiranía del más fuerte quiso someter al más débil? Imbuido de este
designio, se atrevió a decir al que pretendía dominar que un Dios forjaba los
grilletes con que la crueldad lo rodeaba; y éste, embrutecido por su miseria,
creyó indistintamente todo lo que el otro quiso. ¿Pueden las religiones, nacidas
de estas artimañas, merecer algún respeto? ¿Existe una sola, Thérèse, que no
lleve el emblema de la impostura y de la estupidez? ¿Qué veo en todas? Unos
misterios que hacen estremecer la razón, unos dogmas que insultan la naturaleza,
y unas ceremonias grotescas que sólo inspiran mofa y repugnancia. Pero
si, entre todas ellas, hay una que merezca más especialmente nuestro desprecio
y nuestro odio, Thérèse, ¿no es esta ley bárbara del cristianismo en la que los
dos hemos nacido? ¿Existe otra más odiosa?... ¿Alguna que asquee más el
corazón y el entendimiento?
»¿Cómo unos hombres razonables pueden seguir creyendo en las palabras
oscuras, en los supuestos milagros del vil inventor de este culto espantoso?
¿Existió alguna vez un farsante que mereciera más indignación pública? ¡Quién
es ese judío leproso que, nacido de una puta y de un soldado, en el más
miserable rincón del universo, se atreve a presentarse como la voz de aquel
que, según se dice, ha creado el mundo! Estarás de acuerdo conmigo, Thérése,
en que para unas pretensiones tan elevadas hacía falta, por lo menos, algunos
títulos. ¿Cuáles son los de tu ridículo embajador? ¿Qué hará para demostrar su
misión? ¿La tierra cambiará de aspecto; las plagas que la afligen
desaparecerán; el sol la iluminará noche y día? ¿Los vicios dejarán de mancharla?
¿Veremos reinar finalmente la felicidad?... Nada de eso, el enviado de
Dios se anuncia al universo con juegos de manos, brincos y calambures;* el
Ministro del cielo se presenta a manifestar su grandeza en la respetable
compañía de braceros, de artesanos y de rameras; emborrachándose con unos
y acostándose con las otras el amigo de un Dios, Dios también él, decide
someter a sus leyes al pecador empedernido; inventando para sus farsas todo lo
que puede satisfacer su lujuria o su glotonería así es como el bribón demuestra
su misión. En cualquier caso, tiene suerte; se unen al farsante unos cuantos
satélites mediocres; se forma una secta; los dogmas de esta canalla consiguen
seducir a unos cuantos judíos: esclavos del poder romano, debían abrazar con
júbilo una religión que, liberándolos de sus grilletes, sólo los doblegaba al freno
religioso. Adivinan sus motivos, desvelan su indocilidad; detienen a los sediciosos;
perece su jefe, pero de una muerte excesivamente suave, sin duda,
para su tipo de crimen, y por una imperdonable falta de reflexión dejan dispersar
a los discípulos de ese patán, en lugar de degollarlos con él. El fanatismo se
apodera de las mentes, las mujeres gritan, los locos se agitan, los imbéciles
creen, y ya tenemos al más despreciable de los seres, al más torpe de los
bribones, al más grosero impostor que jamás haya existido, convertido en Dios,
en hijo de Dios, igual a su padre. ¡Todas sus fantasías consagradas, todas sus
palabras convertidas en dogmas, y sus simplezas en misterios! ¡El seno de su
fabuloso Padre se abre para recibirle, y el Creador, antes único, se convierte en
triple para complacer a ese hijo digno de su grandeza! ¿Pero se conformará ese
santo Dios con tanto? No, nada de eso, su celeste poder se prestará a favores
mucho mayores. Por la voluntad de un sacerdote, o sea, de un truhán cubierto
de mentiras y de crímenes, ese gran Dios creador de todo lo que vemos se
humillará hasta el punto de descender diez o doce millones de veces cada
mañana a un pedazo de harina amasada que, debiendo ser engullido por los
fieles, se transmutará inmediatamente en el fondo de sus entrañas en sus más
viles excrementos, y eso para la satisfacción de su tierno hijo, odioso inventor de
tan monstruosa impiedad, en una cena tabernaria. Pero como lo dijo, así tiene
que cumplirse. Dijo: «Este pan que veis será mi carne y como tal la comeréis.
Ahora bien, como yo soy Dios, os comeréis a Dios, con lo cual el Creador del
cielo y de la Tierra se convertirá, porque yo lo he dicho, en la materia más vil que
pueda desprenderse del cuerpo del hombre, y el hombre se comerá a Dios, porque
Dios es bueno y es omnipotente». Aunque parezca imposible, estas
estupideces se propagan; se atribuye su extensión a su verdad, a su grandeza,
a su sublimidad, al poder de quien las introduce, mientras que las causas más
simples redoblan su fuerza, y el crédito adquirido por el error sólo encontró a
truhanes por una parte y a imbéciles por otra. Esta infame religión llega
finalmente al trono, y un emperador débil, cruel, ignorante y fanático
revistiéndola con el estandarte real, mancha con ella los dos extremos de la
Tierra. Sin embargo, Thérèse, ¿qué peso pueden tener estas razones para una
mente analítica y filosófica? ¿Puede ver el sabio otra cosa en este revoltijo de
fábulas espantosas que el fruto de la impostura de unos cuantos hombres y la
falsa credulidad de muchos más? Si Dios hubiera querido que tuviéramos alguna
religión, y fuera realmente poderoso, o, en otras palabras, si fuera realmente un
Dios, ¿nos hubiera participado sus órdenes a través de medios tan absurdos?,
¿nos hubiera mostrado cómo había que servirle a través de la voz de un
despreciable bandido? Si es supremo, si es poderoso, si es justo, si es bueno,
¿querrá ese Dios del que me hablas enseñarme a servirle y conocerle a través
de enigmas y de farsas? Motor soberano de los astros y del corazón de los
hombres, ¿no puede instruirnos sirviéndose de los primeros o convencernos
grabándose en el segundo? Que acuñe un día en trazos de fuego, en el centro
del Sol, la ley que puede complacerle y desee imponernos; al leerla y contemplarla
a un tiempo, todos los hombres de un extremo al otro del universo,
serán culpables si entonces no la siguen. Pero indicar únicamente sus deseos
en un rincón ignorado de Asia; elegir como seguidor al pueblo más trapacero y
más visionario; por sustituto, al más vil artesano, al más absurdo y pillo;
embrollar hasta tal punto la doctrina que se hace imposible comprenderla;
insuflar su conocimiento a un pequeño número de individuos; mantener a los
restantes en el error, y castigarlos por haber permanecido en él... ¡No, Thérèse,
no, no! Tantas atrocidades no pueden guiarnos; preferiría mil veces morir antes
que creerlas. Cuando el ateísmo necesite mártires, que los designe y mi sangre
estará dispuesta. Detestemos esos horrores, Thérèse; que los improperios más
duros cimenten el desprecio que merecen... Apenas comenzaba yo a abrir los
ojos y ya detestaba estas groseras fantasías; juré entonces que las pisotearía y
me prometí no volver jamás a ellas. Imítame, si quieres ser feliz; detesta, abjura
y profana al igual que yo tanto el objeto odioso de este culto horrible como el
propio culto, creado para una quimera, hecho, como ellas, para ser envilecido
por todo lo que pretende alcanzar la sabiduría.
* El marqués de Bièvre jamás llegó a hacer ninguno que valiera el del
Nazareno a su discípulo: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra alzaré mi Iglesia».
¡Y que se nos venga a decir ahora que los calambures son de nuestro siglo! (N.
del A.)
––¡Oh, señor! ––contesté llorando––, privaríais a una desdichada de su más
dulce esperanza si marchitarais en su corazón esta religión que la consuela.
Firmemente encariñada con lo que enseña y absolutamente convencida de que
los ataques que recibe sólo son consecuencia del libertinaje y de las pasiones,
¿podría sacrificar a unas blasfemias y a unos sofismas que me horrorizan, la
más querida idea de mi espíritu, el más dulce alimento de mi corazón?
Añadí mil razonamientos a éstos, que sólo provocaban la hilaridad del conde;
de este modo sus capciosos principios alimentado por una elocuencia más viril,
apoyados en lecturas que afortunadamente yo jamás había hecho, atacaban
cada día todos los míos, pero sin quebrantarlos. La señora de Bressac, llena de
virtud y de piedad, no ignoraba que su sobrino defendía sus extravíos con todas
las paradojas de moda. A menudo se quejaba de ello conmigo, y, como se
dignaba juzgarme algo más sensata que sus restantes doncellas, le gustaba
confiarme sus penas.
No había, sin embargo, límites a las malas acciones de su sobrino. El conde
había llegado al punto de no ocultar nada. No sólo había rodeado a su tía de
toda la peligrosa chusma que utilizaba para sus placeres, sino que había llevado
su osadía hasta el punto de decirle delante de mí que, si seguía contrariando
sus gustos, la convencería de los encantos que contenían entregándose a ellos
ante sus propios ojos.
Esta conducta me horrorizaba y afligía. Intentaba encontrar en ella motivos
para sofocar en mi alma la desdichada pasión que la hacía arder, pero ¿es el
amor un mal del que pueda sanarse? Todo lo que intentaba oponerle sólo servía
para atizar más vivamente su llama, y el pérfido conde jamás me parecía tan
amable como cuando reunía ante mí todo lo que debía empujarme a odiarle.
Ya llevaba cuatro años en aquella casa, siempre perseguida por los mismos
pesares y siempre consolada por las mismas dulzuras, cuando aquel hombre
abominable, creyéndose al fin seguro de mí, osó desvelarme sus infames
intenciones. Vivíamos entonces en el campo, y yo estaba a solas con la
condesa: su primera doncella había pedido permiso para seguir en París durante
el verano, por unos asuntos de su marido. Una noche, poco después de que me
retirara, mientras me refrescaba en un balcón de mi habitación sin decidirme, a
causa del extremo calor, a acostarme, de repente el conde llama a la puerta y
me ruega que le deje charlar conmigo. ¡Ay de mí! Todos los instantes que me
concedía el cruel autor de mis males me parecían demasiado preciosos para
que me atreviera a rechazar uno solo; entra, cierra con cuidado la puerta, y
sentándose en un sillón a mi lado me dijo con un cierto embarazo:
––Atiéndeme, Thérèse... tengo que contarte unas cosas de la mayor
importancia. Júrame que jamás revelarás nada.
––¡Oh, señor! ––contesté––, ¿podéis creerme capaz de abusar de vuestra
confianza?
––Tú no sabes el peligro que correría si acabaras por demostrarme que me
había equivocado al concedértela... ––La peor de todas mis penas sería haberla
perdido, no necesito mayores amenazas...
––Pues bien, Thérèse, he condenado mi tía a muerte... y pienso utilizar tu
mano para ello.
––¡Mi mano! ––exclamé retrocediendo horrorizada...¡Pero, señor!, ¿cómo
habéis podido concebir semejante proyecto?... No, no, disponed de mi vida si la
queréis, pero no imaginéis jamás que obtendréis de mí el horror que me
proponéis.
––Atiende, Thérèse ––me dijo el conde, tranquilizándome––, estaba seguro de
tu reticencia, pero como eres inteligente estoy convencido de poder vencerla, de
demostrarte que este crimen, que te parece tan enorme, sólo es en el fondo una
cosa muy sencilla.
»Dos desmanes se ofrecen aquí, Thérèse, a tus ojos poco filosóficos: la
destrucción de una criatura que se nos asemeja, y el mal que aumenta esta
destrucción, cuando esta criatura está próxima a nosotros. Respecto al crimen
de la destrucción de un semejante, tenlo por seguro, querida muchacha, es
puramente quimérico. El poder de destruir no se le ha concedido al hombre;
posee, como máximo, el de variar las formas, pero no el de aniquilarlas. Ahora
bien, cualquier forma es equivalente a los ojos de la naturaleza; nada se pierde
en el crisol inmenso donde se ejecutan esas variaciones. Todas las porciones de
materia que caen de él resurgen incesantemente bajo otras figuras y, sean
cuales fueren nuestros procedimientos sobre eso, ninguno la ultraja sin duda,
ninguno es capaz de ofenderla. Nuestras destrucciones reavivan su poder;
mantienen su energía, pero ninguna la atenúa, no es contrariada por ninguna.
¿Qué importa a su mano siempre creadora que esta masa de carne que
compone hoy un individuo bípedo se reproduzca mañana bajo la forma de mil
insectos diferentes? ¿Nos atreveremos a afirmar que la construcción de un
animal con dos pies le cuesta más que la de un gusanillo, y que siente por aquél
un mayor interés? Si, por consiguiente, el grado de adhesión, o más bien de
indiferencia, es el mismo, ¿qué puede importarle que la espada de un hombre
convierta a otro hombre en mosca o en hierba? Cuando me hayan convencido
de la sublimidad de nuestra especie, cuando me hayan demostrado que es tan
importante para la naturaleza que, necesariamente, sus leyes se irritan ante esta
transmutación, podré creer entonces que el homicidio es un crimen; pero cuando
el estudio más profundo me ha demostrado que todo lo que vegeta en este
globo, la más imperfecta de las obras de la naturaleza, tiene un precio
equivalente a sus ojos, jamás admitiré que el cambio de uno de esos seres en
mil otros pueda alterar en nada sus designios. Entonces me digo: todos los
hombres, todos los animales, todas las plantas crecen, se alimentan, se
destruyen, se reproducen por los mismos medios, y no reciben jamás una
muerte real sino una simple variación en lo que las modifica. Todos, digo, los
que aparecen hoy bajo una forma y unos años después bajo otra, pueden, al
capricho del ser que quiere moverlos, cambiar mil y mil veces en un día, sin que
una sola ley de la naturaleza se vea afectada un solo instante. ¿Qué digo? Sin
que este transmutador haya hecho otra cosa que un bien, ya que al descomponer
unos individuos cuyas bases vuelven a ser necesarias para la
naturaleza, no hace más que devolverle mediante esta acción, impropiamente
calificada de criminal, la energía creadora de la que le priva necesariamente
aquel que, por una estúpida indiferencia, no se atreve a emprender jamás
ninguna alteración. Ay, Thérèse, sólo el orgullo del hombre convirtió el homicidio
en crimen. Esta vana criatura, imaginándose la más sublime del globo,
creyéndose la más esencial, partió de este falso principio para asegurar que la
acción que la destruyera sólo podía ser infame; pero su vanidad y su demencia
no cambia en nada las leyes de la naturaleza. No existe ningún ser que no
sienta en el fondo de su corazón el deseo más vehemente de deshacerse que
aquellos que lo estorban, o de cuya muerte puede sacar algún provecho; y del
deseo al hecho, ¿supones tú, Thérèse, que la diferencia es muy grande? Ahora
bien, si estas impresiones nos vienen de la naturaleza, ¿es presumible que la
irriten? ¿Podría inspirarnos algo que la degradara? ¡Ah!, tranquilízate, querida
niña, nosotros no sentimos nada que no le sirva; todos los impulsos que
despierta en nosotros son las voces de sus leyes; las pasiones del hombre son
los medios que utiliza para alcanzar sus designios. ¿Necesita individuos? Nos
inspira el amor, y por tanto la procreación. ¿Precisa destrucciones? Coloca en
nuestros corazones la venganza, la avaricia, la lujuria, la ambición, y de ahí los
homicidios. Pero siempre ha trabajado en su favor, y nos hemos convertido, sin
darnos cuenta, en los crédulos agentes de sus caprichos.
»¡Ah, no, no, Thérèse, no! La naturaleza no abandona en nuestras manos la
posibilidad de unos crímenes que turbarían su economía. ¿Es sensato que el
más dé bil pueda realmente ofender al más fuerte? ¿Qué somos respecto a ella?
¿Es posible que, al crearnos, haya depositado en nosotros algo capaz de
perjudicarla? ¿Esta imbécil suposición puede avenirse con la manera sublime y
segura con que la vemos alcanzar sus fines? Si el homicidio no fuera, ay, una de
las acciones del hombre que mejor satisface sus intenciones, ¿permitiría que se
realizara? ¿Imitarla puede perjudicarla? ¿Puede ofenderse por ver que el
hombre hace a su semejante lo que ella misma le hace todos los días? Ya que
está demostrado que sólo puede reproducirse mediante destrucciones, ¿no es
actuar de acuerdo con sus miras multiplicarlas incesantemente? En ese sentido,
el hombre que se entregue a ello con el mayor ardor será incontestablemente el
que mejor la servirá, ya que será aquel que más cooperará con los designios
que ella manifiesta en todos los instantes. La primera y más hermosa cualidad
de la naturaleza es el movimiento que la agita incesantemente, pero este
movimiento no es más que una serie perpetua de crímenes, sólo mediante
crímenes lo conserva. Así pues, el ser que más se le parezca y, por
consiguiente, el ser más perfecto, será necesariamente aquel cuya agitación
más activa será la causa de muchos crímenes, mientras que, repito, el ser
inactivo o indolente, es decir, el ser virtuoso, debe de ser para ella, sin duda, el
menos perfecto ya que sólo tiende a la apatía, a la tranquilidad, que volvería a
sumir incesantemente todo en el caos, si llegara a predominar. Es preciso que el
equilibrio se mantenga; sólo los crímenes pueden conseguirlo. Por consiguiente,
los crímenes sirven a la naturaleza. Si la sirven, si los exige, si los desea,
¿pueden ofenderla? ¿Y quién puede sentirse ofendido, si ella no lo está?
»En este caso la criatura que destruyo es mi tía... Pero, oh, Thérèse, ¡cuán
frívolos son esos vínculos a los ojos de un filósofo! Permíteme que ni te hable de
ellos, de lo fútiles que son. Estas despreciables cadenas, fruto de nuestras leyes
y de nuestras instituciones políticas, ¿pueden significar algo a los ojos de la
naturaleza?
»Así que deja ahí tus prejuicios, Thérèse, y sírveme: habrás hecho tu fortuna.
––¡Oh, señor! ––contesté completamente horrorizada al conde de Bressac––,
esta indiferencia que suponéis a la naturaleza sólo obedece a los sofismas de
vuestra mente. Dignaos más bien a atender a vuestro corazón, y oiréis como
condenará todos los falsos razonamientos del libertinaje. Este corazón, a cuyo
tribunal os remito, ¿no es, pues, el santuario donde la naturaleza que ultrajáis
quiere que se la escuche y se la respete? Si imprime en él el más fuerte horror
por el crimen que preparáis, ¿no admitiréis que es condenable? Sé que ahora os
ciegan las pasiones, pero tan pronto como se acallen, ¿hasta qué punto os
desgarrarán los remordimientos? Cuanto mayor sea vuestra sensibilidad, más os
atormentará su aguijón... ¡Oh, señor! Conservad y respetad los días de nuestra
preciosa y tierna amiga; no la sacrifiquéis, ¡la desesperación os haría perecer!
Cada día, a cada instante, veríais ante vuestros ojos a la tía querida que vuestro
ciego furor habría sepultado en la tumba; oiríais cómo su voz quejumbrosa sigue
pronunciando los dulces nombres que alegraban vuestra infancia; se os aparecería
en vuestras vigilias y os atormentaría en vuestros sueños; abriría con sus
dedos ensangrentados las heridas con que la habríais desgarrado; ni un instante
dichoso, a partir de entonces, luciría para vos en la Tierra; todos vuestros
placeres quedarían manchados, todas vuestras ideas se turbarían; una mano
celeste, cuyo poder desconocéis, vengaría los días que habríais destruido,
envenenando todos los vuestros; y sin haber disfrutado de vuestras fechorías,
pereceríais del mortal remordimiento de haberos atrevido a realizarlas.
Yo lloraba mientras pronunciaba estas palabras, arrodillada a los pies del
conde. Le conjuraba, por todo lo que para él podía haber de más sagrado, a
olvidar ese extravío infame que juraba ocultar toda mi vida... Pero yo no conocía
al hombre con el que estaba tratando; no sabía hasta qué punto las pasiones
reforzaban el crimen en su alma perversa. El conde se levantó fríamente.
––Veo perfectamente que me he equivocado, Thérése ––me dijo––. Quizá me
siento más molesto por ti que por mí. Da igual, ya encontraré otros medios y tú
habrás perdido mucho sin que tu ama haya ganado nada.
Esta amenaza cambió todas mis ideas: al no aceptar el crimen que me
proponía, yo arriesgaba mucho por mi cuenta mientras mi señora perecía
infaliblemente; consintiendo la complicidad, me ponía a cubierto de las iras del
conde, y salvaba probablemente a su tía. Esta reflexión, obra de un instante, me
decidió a aceptarlo todo. Pero como un cambio tan repentino habría podido
parecer sospechoso, tardé un tiempo en mostrar mi derrota: obligué al conde a
repetir más de una vez sus sofismas, y adopté poco a poco la actitud de no
saber ya qué responderles. Bressac me creyó vencida, legitimé mi debilidad con
la fuerza de su arte y al final me rendí. El conde se arroja a mis brazos. ¡Cómo
me habría colmado de satisfacción este gesto si hubiera tenido otra causa!...
¿Qué digo? Ya era demasiado tarde: su horrible comportamiento, sus bárbaros
proyectos, habían aniquilado todos los sentimientos que mi débil corazón osaba
concebir, y sólo veía en él a un monstruo...
––Tú eres la primera mujer que abrazo ––me dijo el conde––, y, a decir
verdad, con toda mi alma... Eres deliciosa, hija mía. ¡Al fin un rayo de sabiduría
ha penetrado en tu mente! ¡Cómo es posible que esta encantadora cabeza haya
permanecido tanto tiempo en las tinieblas!
Y después nos pusimos de acuerdo respecto a los hechos. En más o menos
dos o tres días, de acuerdo con las facilidades que yo encontrara, debía disolver
una bolsita de veneno, que me entregó Bressac, en la taza de chocolate que la
señora tenía por costumbre tomar cada mañana. El conde me cubría de todas
las consecuencias, y me entregaba un contrato de dos mil escudos de renta el
mismo día de la ejecución. Me firmó estas promesas sin especificar lo que debía
llevarme a disfrutarlas, y nos separamos.
Ocurrió mientras tanto algo harto singular, muy apropiado para desvelaros el
alma atroz del monstruo con el que yo trataba, para que yo interrumpa un mi
nuto, contándooslo, el relato que sin duda esperáis del desenlace de la aventura
en la que me había metido.
Dos días después de nuestro pacto criminal, el conde supo que un tío, sobre
cuya sucesión no contaba en absoluto, acababa de dejarle ochenta mil libras de
renta... ¡Oh, cielos!, me dije al enterarme de la noticia, ¡así es como la justicia
celestial castiga la conspiración de fechorías! Y arrepintiéndome inmediatamente
de esta blasfemia hacia la Providencia, me arrodillo, pido perdón, y me
congratulo de que este inesperado acontecimiento pueda cambiar por lo menos
los proyectos del conde... ¡Cuál era mi error!
––¡Oh, mi querida Thérèse! ––me dijo acudiendo aquella misma noche a mi
habitación––. ¡Cómo llueven sobre mí las prosperidades! Ya te lo he dicho más
de una vez: la idea de un crimen, o su ejecución, es el medio más seguro de
atraer la felicidad. Así les ocurre, por lo menos, a los malvados.
––¿Cómo, señor? ––contesté––. Esta fortuna con la que no contabais ¿no os
decide a esperar pacientemente la muerte que queríais precipitar?
––¿Esperar? ––replicó bruscamente el conde––, no esperaría ni dos minutos,
Thérèse. ¿No te das cuenta de que tengo veintiocho años, y a mi edad es duro
esperar?... No, que esto no cambie en nada nuestros proyectos, por favor, y
dame el consuelo de verlo todo terminado antes de que volvamos a París...
Mañana, pasado mañana a más tardar... Ya estoy impaciente por darte un
cuarto de tus rentas... por entregarte el acta que te las garantiza...
Hice cuanto pude por disimular el terror que me inspiraba aquel ensañamiento,
y reanudé mis reflexiones de la víspera, convencidísima de que, si no ejecutaba
el crimen horrible que me habían encargado, el conde no tardaría en darse
cuenta de que le engañaba, y de que, si advertía a la señora de Bressac, fuera
cual fuere la decisión que le hiciera tomar la revelación de ese proyecto, el joven
conde, viéndose siempre engañado, adoptaría inmediatamente unos medios
más seguros que, haciendo perecer igualmente a la tía, me exponían a toda la
venganza del sobrino. Me restaba la vía de la justicia, pero nada en el mundo
habría podido resolverme a tomarla. Así que me decidí a avisar a la marquesa;
de todas las opciones posibles, es la que me pareció mejor y como tal la adopté.
––Señora ––dije al día siguiente de mi última entrevista con el conde––, tengo
que revelaros algo de la mayor importancia, pero, por mucho que eso pueda
interesaros, estoy decidida al silencio si no me dais, antes, vuestra palabra de
honor de no demostrar ningún resentimiento a vuestro señor sobrino por lo que
tiene la audacia de proyectar... Actuaréis, señora, y tomaréis las medidas que os
parezca, pero no diréis palabra. Dignaos a prometérmelo, o me callo.
La señora de Bressac, que creyó que sólo se trataba de alguna de las
extravagancias habituales de su sobrino, se comprometió con el juramento que
yo le exigía, y se lo revelé todo. La desdichada mujer se fundió en lágrimas al
enterarse de esta infamia.
––¡Monstruo! ––exclamó––. ¡,Qué he hecho yo si no procurar siempre su bien?
Si he pretendido prevenir sus vicios, o corregirlos, ¿qué otro motivo que su
felicidad podía obligarme a esta severidad?... Y esta herencia que acaba de
recibir, ¡,acaso no se la debe a mis cuidados? ¡Ah, Thérèse, Thérèse,
demuéstrame la realidad de este proyecto!... Haz que no pueda dudar de él.
Necesito todo lo que pueda acabar de apagar en mí los sentimientos que mi
corazón ciego todavía se atreve a conservar hacia este monstruo...
Y entonces le mostré la bolsa de veneno; era difícil presentarle una
demostración mejor. La marquesa quiso hacer pruebas. Hicimos tragar una
pequeña dosis a un perro que encerramos, y murió al cabo de dos horas con
unas espantosas convulsiones. La señora de Bressac, que ya no podía dudar,
se decidió. Me ordenó que le entregara el resto del veneno, y escribió inmediatamente
a través de un correo al duque de Sonzeval, pariente suyo, que se
presentara en secreto al ministro y que le comunicara la atrocidad de un sobrino
del que estaba en vísperas de convertirse en víctima; que se proveyera de una
carta de encarcelamiento; y que corriera a sus tierras para liberarla lo antes
posible del malvado que conspiraba tan cruelmente contra sus días.
Pero el abominable crimen debía consumarse; fue preciso que, por un
inconcebible permiso del cielo, la virtud cediera a los esfuerzos de la maldad. El
animal sobre el que habíamos efectuado la prueba nos acusó ante el conde. Lo
oyó aullar y, sabiendo que ese perro era querido por su tía, preguntó qué le
habían hecho. Aquellos a quienes se dirigió, que lo ignoraban todo, no le
contestaron con claridad. A partir de ese momento, concibió sospechas; no dijo
nada, pero yo le vi turbado. Comuniqué su estado a la marquesa, ella aún se
inquietó más, sin poder pensar, de todos modos, en otra cosa que en adelantar
la marcha del correo, y en que ocultara aún mejor, si cabía, el objeto de su
misión. Contó a su sobrino que lo enviaba en diligencia a París para rogar al
duque de Sonzeval que se ocupara inmediatamente de la sucesión del tío del
que acababa de heredar, porque si nadie aparecía eran de temer unos
procesos. Añadió que pedía al duque que viniera él mismo a rendir cuentas de
todo, para que ella se decidiera a irse en compañía de su sobrino, si el caso lo
exigía. El conde, demasiado buen fisonomista para no descubrir el malestar en
el rostro de su tía y no observar un poco de confusión en el mío, lo aceptó todo y
se puso en guardia. Bajo el pretexto de un paseo, se aleja del castillo y espera al
correo en un lugar por el que tenía que pasar inevitablemente. Aquel hombre,
mucho más suyo que de su tía, no pone ninguna dificultad en entregarle sus
misivas, y Bressac, convencido de lo que llama sin duda mi traición, da cien
luises al correo con la orden de no regresar jamás a casa de la tía. Vuelve al
castillo, con la rabia en el corazón; sin embargo, se contiene. Me encuentra, me
habla como de costumbre, me pregunta si será para mañana, me hace notar que
es esencial que se produzca antes de que llegue el duque, y después se
acuesta con un aire tranquilo y sin demostrar nada. Yo no supe nada entonces,
me engañó por completo. Si el espantoso crimen se consumó, como el conde
me contó después, lo cometió él sin duda, pero ignoro cómo. Formulé muchas
conjeturas, ¿de qué serviría comunicároslas? Pasemos más bien a la cruel
manera con que fui castigada por no haber querido encargarme de él. Al día
siguiente de la detención del correo, la señora tomó su chocolate como de
costumbre, se levantó, pasó al tocador, me pareció nerviosa y se sentó a la
mesa. Así que desaparece, el conde me aborda y, con la mayor de las flemas,
me dice:
––Thérèse, he descubierto un medio más seguro del que te había propuesto
para llevar a cabo nuestros proyectos, pero exige detalles y no me atrevo a ir tan
a menudo a tu habitación. Dirígete a las cinco en punto al extremo del parque, te
recogeré y daremos un paseo por el bosque, durante el cual te lo contaré todo.
Le confieso, señora, que sea permiso de la Providencia, sea exceso de candor
o sea ceguera, nada me anunció la espantosa desgracia que me esperaba. Yo
me creía tan segura del secreto y de las disposiciones de la marquesa, que
jamás imaginé que el conde hubiera podido descubrirlas. Sin embargo, me
sentía alterada.
«El perjurio es virtud cuando se promete el crimen», ha dicho uno de nuestros
poetas trágicos, pero el perjurio siempre es odioso para el alma delicada y
sensible que se ve obligada a recurrir a él. Mi papel me alteraba.
En cualquier caso, acudí a la cita. El conde no tarda en aparecer, llega a mí
con un aire despreocupado y jovial, y caminamos por el bosque sin hacer otra
cosa que reír y ~bromear, como solía hacer conmigo. Cuando yo quería llevar la
conversación al tema que le había hecho pedir nuestro encuentro, me decía
siempre que esperara, que temía que nos estuvieran observando, y que todavía
no estábamos en lugar seguro. Sin darme cuenta, llegamos a los cuatro árboles
donde había sido tan cruelmente amarrada. Al volver a ver aquel lugar, me
estremecí; se ofreció entonces ante mis miradas todo el horror de mi destino, y
podéis suponer como aumentó mi espanto cuando vi la preparación de aquel
lugar fatal. De uno de los árboles colgaban unas cuerdas; tres monstruosos
dogos ingleses estaban atados a los otros tres, y parecían estar esperándome
para entregarse a la necesidad de comer que anunciaban sus fauces espumeantes
y abiertas. Uno de los favoritos del conde los guardaba.
Entonces, el pérfido, utilizando conmigo los más groseros epítetos, me dijo:
––Bribona, ¿reconoces el matorral del que te saqué como una fiera salvaje
para devolverte a la vida que habías merecido perder?... ¿Reconoces los
árboles donde amenacé con devolverte si alguna vez me obligabas a
arrepentirme de mis bondades? ¿Por qué aceptaste los servicios que te pedía
contra mi tía si tenías la intención de traicionarme, y cómo has imaginado servir
a la virtud arriesgando la libertad de aquel a quien debías la felicidad? Situada
necesariamente entre esos dos crímenes, ¿por qué has elegido el más
abominable?
––¡Ay de mí! ¿No he elegido el que lo era menos?
––Tenías que negarte ––continuó el furioso conde, cogiéndome por un brazo y
zarandeándome con violencia––, sí, sin duda, negarte y no aceptar para traicionarme.
Entonces el señor de Bressac me contó todo lo que había hecho para
sorprender las misivas de la señora, y cómo había nacido la sospecha que le
había llevado a desviarlas.
––¡.Qué has conseguido con tu falsedad, criatura indigna? ––prosiguió––. Has
arriesgado tus días sin conservar los de mi tía. El golpe está dado. Mi regreso al
castillo me ofrecerá sus frutos. Pero es preciso que perezcas, es preciso que
aprendas, antes de expirar, que el camino de la virtud no siempre es el más
seguro, y que existen circunstancias en el mundo en las que la complicidad con
un crimen es preferible a su delación.
Y sin darme tiempo a contestar, sin demostrar la menor piedad por el cruel
estado en que me hallaba, me arrastra hacia el árbol que me estaba destinado y
donde aguardaba su favorito.
––Ahí tienes ––le dijo–– a la que ha querido envenenar a mi tía, y que quizás
ya ha cometido el horrible crimen, pese a mis esfuerzos por prevenirla. Sin duda
habría hecho mejor en entregarla en manos de la justicia, pero allí habría
perdido su vida, y yo quiero dejársela para que sufra más tiempo.
Entonces los dos malvados se apoderan de mí y me desnudan en un instante.
––¡Qué hermosas nalgas! ––decía el conde con un tono de la más cruel ironía
y manipulándolas con brutalidad––. ¡Qué soberbias carnes!... ¡Un excelente almuerzo
para mis dogos!
Cuando ya no llevo encima ninguna ropa, me atan al árbol con una cuerda que
rodea mi cintura, dejándome los brazos libres para que pueda defenderme lo
mejor posible; y por la distancia que dejan a la cuerda puedo avanzar y
retroceder unos seis pies. Una vez ahí, el conde, muy excitado, acude a
observar mi actitud. Gira a mi alrededor. Por la ruda manera con que me toca,
parece que sus manos asesinas quisieran competir con la rabia de los colmillos
acerados de sus perros.
––¡Vamos! ––le dice a su ayudante––, suelta a los animales, ya es hora.
Les desencadenan, el conde los excita, los tres se arrojan sobre mi desdichado
cuerpo. Diríase que se lo reparten para que ninguna de sus partes quede exenta
de sus furiosos asaltos. Por mucho que los rechace, me desgarran cada vez con
mayor furia, y a lo largo de esta escena horrible, Bressac, el indigno Bressac,
como si mis tormentos hubieran encendido su pérfida lujuria... ¡infame!, se
ofrecía, examinándome, a las criminales caricias de su favorito.
––Ya basta ––dijo, al cabo de unos minutos––, ata a los perros y abandona
esta desgraciada a su mala suerte. ––¡Bien, Thérèse! ––me dijo en voz baja,
rompiendo mis ataduras––. Como ves, a veces la virtud cuesta muy cara.
¡,Crees que dos mil escudos de pensión no eran mejor que los mordiscos que
ahora te cubren?
Pero en el horrible estado en que me encuentro, apenas puedo oírle. Me arrojo
a los pies del árbol y estoy a punto de perder el conocimiento.
––Soy muy bueno al salvarte la vida ––dice el traidor, al que mis males irritan–
–, vigila por lo menos el uso que harás de este favor...
Después me ordena que me levante, que recoja mis ropas y que abandone
cuanto antes el lugar. Como la sangre mana de todas partes, a fin de que mi
vestido, el único que me queda, no se manche, arranco hierba para refrescarme
y después secarme, mientras Bressac se pasea de un lado a otro, mucho más
ocupado en sus ideas que en mí.
La hinchazón de mis carnes, la sangre que sigue manando, los espantosos
dolores que soporto, hacen que me resulte casi imposible la operación de
vestirme, sin que en ningún momento el deshonesto hombre que acaba de
situarme en tan cruel estado... él, por el que antes yo habría sacrificado mi vida,
se dignara concederme la menor señal de conmiseración. Así que estuve
preparada, me dijo:
––Ve donde quieras. Debe quedarte dinero, no te lo quito, pero procura no
volver a aparecer por ninguna de mis casas, tanto en la ciudad como en el
campo. Hay dos poderosas razones en contra. En primer lugar, conviene que
sepas que el proceso que creías terminado no lo está. Se te ha dicho que había
sido sobreseído, te han engañado. El decreto sigue vigente. Te dejaban en esta
situación para ver cómo te portabas. En segundo lugar, aparecerás
públicamente como la asesina de la marquesa. Si sigue en vida, haré que se
vaya con esta idea a la tumba, y lo sabrá toda la casa. Así que te enfrentas a
dos procesos en lugar de uno, y en lugar de un vil usurero tendrás como
adversario a un hombre rico y poderoso, decidido a perseguirte hasta el infierno,
si abusas de la vida que su piedad te ha concedido.
––Pero, señor ––contesté––, cualesquiera que sean vuestros rigores hacia mí,
no temáis nada de mis pasos. He creído que debía actuar contra vos cuando se
tra taba de la vida de vuestra tía, jamás emprenderé nada cuando sólo se trate
de la desdichada Thérèse. Adiós, señor, ¡ojalá vuestros crímenes os hagan tan
feliz como tormentos me ocasionan vuestras crueldades! Y sea cual sea la
suerte que me depare el cielo, en tanto que quiera conservar mis deplorables
días sólo los utilizaré en rezar por vos.
El conde alzó la cabeza. No le quedaba más remedio que mirarme ante estas
palabras, y como me vio vacilante y cubierta de lágrimas, por el temor de con
moverse sin duda, el cruel se alejó y ya no volví a verle. Totalmente entregada a
mi dolor, me dejé caer al pie del árbol, y allí, dándoles el más libre curso, hice
resonar el bosque con mis gemidos. Abracé la tierra con mi desdichado cuerpo,
y regué la hierba con mis lágrimas.
––¡Oh, Dios mío! ––exclamé––, vos lo habéis querido; estaba escrito en
vuestros eternos decretos que el inocente fuera la presa del culpable. Disponed
de mí, Señor, todavía estoy muy lejos de los males que habéis sufrido por
nosotros. ¡Ojalá los que yo soporto adorándoos me hagan digna un día de las
recompensas que prometéis al débil, cuando os tiene por objeto en sus
tribulaciones y os glorifica en sus penas!
Caía la noche. Se me hacía imposible proseguir; apenas podía sostenerme.
Dirigí la mirada al matorral donde me había acostado cuatro años antes; como
pude me arrastré hasta él y, colocándome en el mismo lugar, atormentada por
mis heridas todavía sangrantes, abrumada por los males de mi espíritu y por las
penas de mi corazón, pasé la noche más cruel que quepa imaginar.
Como el vigor de mi edad y de mi temperamento me habían devuelto un poco
de fuerza al apuntar el día, demasiado asustada por la vecindad de aquel cruel
cas tillo, me alejé rápidamente de él. Abandoné el bosque y, decidida a ocupar,
al riesgo que fuera, la primera habitación que encontrara, entré en la aldea de
Saint-Marcel, a unas cinco leguas de París. Pregunté por la casa del cirujano y
me la indicaron. Le rogué que curara mis heridas y le conté que, al escapar por
una historia de amor de la casa de mi madre en París, había sido asaltada de
noche por unos bandidos en el bosque que, para vengarse de las resistencias
que había opuesto a sus deseos, me habían hecho tratar así por sus perros.
Rodin, así se llamaba aquel artista, me examinó con la mayor atención y no
descubrió nada peligroso en mis llagas. Me dijo que habría garantizado
devolverme en menos de quince días tan fresca como antes de mi aventura si
hubiera llegado a su casa en el mismo instante; pero la noche y la angustia
habían emponzoñado las heridas y tardaría un mes en restablecerme. Rodin me
alojó en su casa, me dio todos los cuidados posibles, y al día treinta ya no
quedaba en mi cuerpo ningún vestigio de las crueldades del señor de Bressac.
Tan pronto como el estado en que me hallaba me permitió tomar aire, mi
primera preocupación fue intentar encontrar en la aldea una joven
suficientemente hábil e inteligente para ir al castillo de la marquesa para
informarme de todas las novedades ocurridas desde mi marcha. La curiosidad
no era el verdadero motivo que me impulsaba a este paso. Esta curiosidad,
probablemente peligrosa, habría estado con toda seguridad muy fuera de lugar;
pero todo lo que había ganado con la marquesa seguía en mi habitación, apenas
llevaba seis luises encima, y poseía más de cuarenta en el castillo. No me
imaginaba que el conde fuera tan cruel como para negarme lo que me
pertenecía tan legítimamente. Persuadida de que pasado el primer furor, no
querría cometer conmigo semejante injusticia, escribí una carta lo más
conmovedora posible. Le oculté cuidadosamente el lugar donde vivía, y le
supliqué que me enviara mis ropas junto con el escaso dinero que tenía en mi
habitación. Una campesina de veinticinco años, despierta e inteligente, se
encargó de mi carta, y me prometió informarse bajo mano para comunicarme a
su vuelta los diferentes temas cuyo esclarecimiento le dejé ver que me resultaba
necesario. Le recomendé, por encima de todo, que ocultara el nombre del lugar
donde me hallaba, que no hablara de mí para nada, y que dijera que había
recibido la carta de un hombre que la traía de más allá de quince leguas.
Jeannette se fue, y, veinticuatro horas después, me trajo la respuesta. Todavía
existe, aquí está, señora, pero permitidme contaros, antes de leérosla, lo que
había ocurrido en casa del conde desde mi ausencia.
La marquesa de Bressac había caído gravemente enferma el mismo día de mi
desaparición del castillo, y murió dos días después en medio de unos dolores y
unas convulsiones espantosas. Acudieron los parientes, y el sobrino, que
parecía sumido en la mayor desolación, pretendió que su tía había sido
envenenada por una camarera que se había evadido aquel mismo día. La
estaban buscando, y tenían la intención de dar muerte a esa desdichada si la
encontraban. Por otra parte, gracias a esta sucesión, el conde acabó siendo
mucho más rico de lo que había creído. La caja fuerte, la cartera y las joyas de
la condesa, objetos todos ellos de los que no se tenía conocimiento, ponían a su
sobrino, al margen de las rentas, en posesión de mas de seiscientos mil francos.
En medio de su afectado dolor, al joven le costaba mucho esfuerzo, se decía,
ocultar su alegría, y los parientes, convocados para la exhumación del cuerpo
exigida por el conde, después de haber deplorado la suerte de la desdichada
marquesa, y jurado vengarla si la culpable caía en sus manos, lo dejaron en la
plena y tranquila posesión de su maldad. El propio señor de Bressac habló con
Jeannette y le formuló varias preguntas, pero como la joven había contestado
con tanta franqueza y firmeza, finalmente se decidió a darle su respuesta sin
acuciarla más.
––Aquí tenéis esta carta fatal ––dijo Thérèse entregándola a la señora de
Lorsange––, sí, ahí la tenéis, señora, a veces mi corazón sigue necesitándola, y
la conservaré hasta mi muerte. Si podéis, leedla sin estremeceros.
La señora de Lorsange, después de recoger la nota de manos de nuestra bella
aventurera, leyó en ella las palabras siguientes:
«La desalmada que ha envenenado a mi tía tiene la osadía de atreverse a
escribirme después de su execrable delito. Lo mejor que hace es ocultarme su
retiro; puede estar segura de que lo pasará mal si la descubrimos. ¿Qué se
atreve a reclamar? ¿Cómo habla de dinero? El que haya podido dejar equivale a
los robos que ha cometido, tanto durante su estancia en la casa como al
consumar su último crimen. Que evite un segundo envío semejante a éste, pues
se le comunica que se arrestaría a su portador hasta que el lugar que encubre a
la culpable fuera conocido por la justicia».
––Proseguid, querida niña ––dijo la señora de Lorsange devolviendo la nota a
Thérèse––, son actitudes que horrorizan. Nadar en oro, y negar a una
desdichada que no ha querido cometer un crimen lo que ha ganado
legítimamente, es una infamia gratuita que carece de parangón.
––¡Ay, señora! ––continuó Thérèse, retomando el hilo de su historia––, pasé
dos días llorando con esta malaventurada carta. Gemí mucho más por el
comportamiento horrible que demostraba que por los rechazos que contenía.
¡Así que era culpable!, exclamé, ¡denunciada por segunda vez a la justicia por
haber sabido respetar en exceso sus leyes! De acuerdo, no me arrepiento: por
muchas cosas que puedan ocurrirme, jamás conoceré los remordimientos
mientras mi alma siga pura y no haya cometido otro mal que el de haber
atendido en exceso los sentimientos equitativos y virtuosos que jamás me
abandonarán.
Me resulta imposible creer, sin embargo, que las investigaciones de que me
hablaba el conde fueran reales. Eran tan poco verosímiles, resultaba tan
peligroso para él hacerme aparecer ante la justicia que supuse que, en el fondo
de sí mismo, él debía estar mucho más asustado de verme que yo temblorosa
por sus amenazas. Estas reflexiones me decidieron a seguir donde estaba, e
incluso a instalarme allí si era posible, hasta que mis fondos crecieran y me
permitieran alejarme. Comuniqué mi proyecto a Rodin, que lo aprobó, y hasta
me propuso que permaneciera en su casa; pero antes de contaros la decisión
que tomé, es necesario daros una idea de ese hombre y de su entorno.
Rodin era un hombre de cuarenta años, moreno, de cejas espesas, mirada
viva, apariencia vigorosa y saludable, pero al mismo tiempo libertina. Muy por
encima de su estado, y poseyendo de diez a doce mil libras de rentas, Rodin
sólo ejercía el arte de la cirugía por gusto. Tenía una preciosa casa en Saint––
Marcel que sólo ocupaba, habiendo perdido a su mujer desde hacía unos años,
con dos jóvenes para servirle y su hija. Esta joven, llamada Rosalie, acababa de
cumplir catorce años; reunía todos los encantos más atractivos: un talle de ninfa,
una cara redonda, fresca, extraordinariamente animada, de rasgos amables y
pícaros, la más bonita boca posible, unos grandes ojos negros, llenos de
expresión y de sentimiento, unos cabellos castaños que caían hasta su cintura,
la piel de un resplandor... de una finura increíbles; además, los más bellos senos
del mundo; aparte de la inteligencia, vivacidad, y una de las almas más bellas
que haya podido crear la naturaleza. En cuanto a las compañeras con las que
debía servir en esta casa, eran dos campesinas, de las que una hacía de gobernanta
y la otra de cocinera. La que desempeñaba el primer cometido podía tener
veinticinco años, la otra tenía dieciocho o veinte, y ambas eran
extraordinariamente bonitas; esta elección despertó mis sospechas sobre el
deseo que manifestó Rodin de conservarme. ¿Qué necesidad tiene de una
tercera doncella, me decía, y por qué las quiere bonitas? Seguramente,
continuaba, en todo eso hay algo poco conforme con las costumbres regulares
de las que no quiero apartarme jamás; examinémoslo.
Rogué, en consecuencia, al señor Rodin que me dejara seguir recuperándome
una semana más en su casa, asegurándole que antes del final de este período
le daría mi respuesta sobre lo que me quería proponer.
Aproveché este intervalo para relacionarme más estrechamente con Rosalie,
decidida a no establecerme en casa de su padre mientras hubiera algo en ella
que pudiera molestarme. Examinándolo todo con esta intención, descubrí al
siguiente día que aquel hombre tenía un arreglo que a partir de entonces me
inspiró furiosas sospechas sobre su conducta.
El señor Rodin tenía en su casa una pensión de niños de ambos sexos; había
obtenido ese privilegio en vida de su mujer y no creyeron que debían privarle de
él cuando la había perdido. Los pupilos del señor Rodin eran poco numerosos,
pero escogidos; eran en total catorce muchachas y catorce muchachos. Jamás
los admitía con menos de doce años, y siempre eran despedidos a los dieciséis.
Nada tan lindo como los adolescentes que admitía Rodin. Si se le presentaba
alguno que tuviera algunos defectos corporales, o fuera feo, tenía el arte de
rechazarlo con veinte pretextos, siempre teñidos de sofismas a los que nadie
podía responder. Así, o el número de sus pensionistas no estaba completo, o lo
que había era siempre encantador. Los niños no comían en su casa, pero iban a
ella dos veces al día, de siete a once por la mañana y de cuatro a ocho por la
tarde. Si hasta entonces todavía no había visto todo este pequeño alboroto era
porque, llegada a casa de ese hombre durante las vacaciones, los escolares
estaban fuera; reaparecieron en el momento de mi convalecencia.
El propio Rodin se ocupaba de la enseñanza; su gobernanta se encargaba de
la de las muchachas, a la que él pasaba así que había terminado la instrucción
de los muchachos. Enseñaba a los jóvenes alumnos a escribir, aritmética, un
poco de historia, dibujo, música, y no utilizaba para todo eso otros maestros que
él.
Manifesté en primer lugar mi asombro a Rosalie de que, ejerciendo su padre la
función de cirujano, pudiera al mismo tiempo desempeñar la de maestro de
escue la. Le dije que me parecía extraño que, pudiendo vivir acomodadamente
sin practicar ninguna de las dos profesiones, se tomara el trabajo de
consagrarse a ellas. Rosalie, con la que ya me entendía muy bien, se rió de mi
reflexión; la manera como ella acogió lo que le decía me inspiró aún más
curiosidad, y le supliqué que se confiara enteramente conmigo.
––Escucha, Thérèse ––me dijo la encantadora muchacha con todo el candor
de su edad y toda la ingenuidad de su amable carácter––, escucha, te lo contaré
todo, veo que eres una joven honesta... incapaz de traicionar el secreto que voy
a confiarte. Muy probablemente, querida amiga, mi padre puede prescindir de
todo esto, y que ejerza los dos oficios que tú le ves hacer se explica por dos
motivos que voy a revelarte. Practica la cirugía por gusto, por el mero placer de
realizar en su arte nuevos descubrimientos. Ha hecho tantos, ha publicado sobre
su especialidad unas obras tan apreciadas, que pasa generalmente por ser el
hombre más hábil que existe ahora en Francia. Ha trabajado veinte años en
París, y se ha retirado al campo por voluntad propia. El verdadero cirujano de
Saint––Marcel es un tal Rombeau, que él ha tomado bajo su protección, y al que
asocia a sus experiencias. ¿Quieres saber ahora, Thérèse, lo que le lleva a
tener pensionistas?... El libertinaje, hija mía, sólo el libertinaje, pasión que él
lleva al máximo. Mi padre encuentra en sus escolares de ambos sexos unos
objetos que la dependencia somete a sus inclinaciones, y él se aprovecha...
Pero ven... sígueme ––me dijo Rosalie––, hoy viernes es precisamente uno de
los tres días de la semana en que castiga a los que han cometido faltas. En ese
tipo de castigo es donde mi padre encuentra sus placeres. Sígueme, te digo, y
verás lo que hace. Se puede observar todo desde el cuarto de aseo de mi
habitación, contiguo al de sus maniobras. Vayamos allí sin hacer ruido, y procura
sobre todo no decir jamás una palabra, tanto de lo que te he contado como de lo
que verás.
Era demasiado importante para mí conocer las costumbres del nuevo
personaje que me ofrecía un asilo para que descuidase nada de lo que podía
desvelármelas. Sigo los pasos de Rosalie, me coloca al lado de un tabique
bastante mal hecho que deja, entre los tablones que lo forman, varias rendijas
que bastan para distinguir todo lo que ocurre en la habitación vecina.
Apenas nos hemos apostado entra Rodin, trayendo consigo a una muchacha
de catorce años, blanca y bonita como el Amor. La pobre criatura hecha un mar
de lágrimas, desgraciadamente al corriente de lo que la espera, acompaña
gimiendo a su duro maestro, y se arroja a sus pies, implora su perdón, pero
Rodin, inflexible, enciende en su propia severidad las primeras chispas de su
placer que ya brotan de su corazón a través de sus feroces miradas...
––¡Oh, no, no! ––exclama él–– ¡No, no! Son ya demasiadas veces lo mismo,
Julie. Me arrepiento de mis bondades, sólo han servido para sumirte en nuevas
faltas, pero ¿la gravedad de ésta podría dejarme utilizar la clemencia, en el
supuesto de que lo quisiera?... ¡Darle una nota a un muchacho al entrar en
clase!
––¡Señor, le prometo que no!
––¡Cómo! Yo lo he visto, lo he visto. No te creas nada ––me dijo en este
momento Rosalie––, son faltas que él inventa para apoyar sus pretextos. Esta
pequeña es un ángel y, como se le resiste, la trata con dureza.
Y mientras tanto, Rodin, muy nervioso, coge las manos de la muchacha, las
sube hasta atarlas a la argolla de una columna colocada en el centro de la
cámara de castigo. Julie está indefensa... sólo... su hermosa cabeza
lánguidamente vuelta hacia su verdugo, los soberbios cabellos en desorden, y
unas lágrimas que inundan el más bello rostro del mundo... el más dulce... el
más interesante. Rodin contempla esta escena y se excita. Coloca una venda
sobre los ojos que le imploran. Julie ya no ve nada Rodin, más a sus anchas,
desprende los velos del pudor, la camisa arremangada bajo el corsé sube hasta
la mitad de las caderas... ¡Cuánta blancura, cuántas bellezas! Son rosas
deshojadas sobre lirios por las propias manos de las Gracias. ¿Quién será,
pues, tan duro como para condenar al tormento unos encantos tan frescos... tan
excitantes? ¿Qué monstruo puede buscar el placer en el seno de las lágrimas y
del dolor? Rodin la mira... su mirada extraviada le recorre de arriba abajo, sus
manos se atreven a profanar las flores que sus crueldades marchitarán.
Totalmente de frente, no puede escapársenos ningún gesto. A veces el libertino
entreabre y otras oculta los lindos encantos que le fascinan; nos los ofrece bajo
todas sus formas, pero sólo se limita a eso. Aunque el auténtico templo del amor
esté a su alcance, Rodin, fiel a su culto, no le dirige ni una sola mirada, teme
incluso su aparición. Si la actitud lo expone, él lo encubre. La más leve digresión
turbaría su homenaje, no quiere que nada lo distraiga... Al fin su furor supera los
límites, lo expresa primeramente con insultos, colma de amenazas y de frases
soeces a la pobrecita desdichada, temblorosa bajo los golpes con que se ve a
punto de ser desgarrada. Rodin ya está fuera de sí, coge un puñado de varas de
una cuba, donde adquieren, en el vinagre que las empapa, mayor humedad y
penetración...
Vamos ––dice acercándose a su víctima––, prepárate, hay que sufrir...
Y el cruel, dejando caer con un brazo vigoroso los haces a plomo sobre todas
las partes que se le ofrecen, comienza por asestar veinticinco vergajazos que no
tar dan en colorear de bermellón el tierno rosicler de esa piel tan fresca.
Julie grita... unos gritos tan agudos que desgarraban mi alma... las lágrimas
manan bajo su vendas y caen como perlas sobre sus hermosas mejillas. Rodin
aún se enfurece más... Lleva sus manos a las partes maltratadas, las toca, las
aprieta, parece prepararlas para nuevos asaltos. No tardan en seguir a los
primeros, Rodin comienza de nuevo, no asesta un solo golpe que no vaya
precedido de un insulto, de una amenaza o de un reproche... aparece la
sangre... Rodin se extasía; se deleita contemplando las pruebas palpables de su
ferocidad. Ya no puede contenerse, el estado más indecente manifiesta su
llama; ya no teme descubrirse del todo. Julie no puede verle... Por un instante se
acerca a la brecha, le gustaría encaramarse sobre ella como un vencedor, pero
no se atreve. Recomenzando nuevas tiranías, Rodin fustiga con toda su fuerza.
Acaba por entreabrir a fuerza de cintarazos el asilo de las gracias y de la
voluptuosidad... Está totalmente fuera de sí; su borrachera ha llegado al punto
de impedirle el uso de la razón: jura, blasfema, vocifera, nada escapa a sus bárbaros
golpes, todo cuanto se ve es tratado con el mismo rigor; pero el malvado
consigue dominarse, percibe la imposibilidad de ir más lejos sin el peligro de
perder unas fuerzas que le son necesarias para nuevas operaciones.
––Vístete ––le dice a Julie, desatándola y vistiéndose también él––. Si vuelves
a repetirlo, piensa que no te escaparás con tan poco.
Devuelta Julie a su clase, Rodin va a la de los muchachos. Trae consigo
inmediatamente un joven escolar de quince años, hermoso como el día. Rodin lo
regaña; más cómodo con él sin duda, lo mima, lo besa mientras le sermonea:
––Mereces ser castigado ––le dice––, y lo serás...
Después de estas palabras, supera con el niño todos los límites del pudor.
Pero aquí todo le interesa, no se excluye nada, lo velos se alzan, todo se palpa
indistintamente. Rodin amenaza, acaricia, besa, insulta. Sus dedos impíos
intentan hacer nacer en el muchacho los sentimientos de voluptuosidad que
también le exige.
––Vaya ––le dice el sátiro, al contemplar su éxito––, te veo en el estado que te
había prohibido... Apuesto a que con dos sacudidas mas me lo echarás todo
encima...
Harto seguro de las titilaciones que produce, el libertino se acerca para recoger
el homenaje, y su boca es el templo ofrecido al dulce incienso. Sus manos
provocan los chorros, los atrae, los devora, él mismo está a punto de estallar,
pero quiere llegar al final.
––¡Ah! Voy a castigarte por esta tontería ––dice levantándose.
Inmoviliza las dos manos del joven y se ofrece por entero el altar donde quiere
sacrificar su furor. Lo entreabre, sus besos lo recorren, su lengua se hunde y se
pierde en él. Rodin, ebrio de amor y de ferocidad, mezcla ambas expresiones y
sentimientos...
––¡Ah!, briboncillo ––exclama––, tengo que vengarme de la ilusión que me
procuras.
Enarbola las varas. Rodin fustiga; más excitado sin duda que con la vestal, sus
golpes se tornan mucho más fuertes y mucho más numerosos; el niño llora,
Rodin se extasía, pero nuevos placeres le reclaman, suelta al niño y vuela hacia
otros sacrificios. Una chiquilla de trece años sucede al muchacho, y a ésa otro
escolar, seguido de una muchacha. Rodin azota a nueve, cinco muchachos y
cuatro muchachas; el último es un chiquillo de catorce años, con una cara
deliciosa: Rodin quiere disfrutar de él, el escolar se defiende; extraviado por la
lujuria, lo azota, y el malvado, que ya está fuera de sí, lanza los chorros
espumosos de su llama sobre las partes maltratadas de su joven alumno, lo
moja de las caderas a los talones: nuestro corrector, furioso por no haber tenido
la fuerza suficiente para contenerse por lo menos hasta el final, suelta al niño de
mala gana, y lo devuelve a la clase asegurándole que no le pasará nada. Eso
fue lo que escuché y las escenas que me sorprendieron.
––¡Oh, cielos! ––le dije a Rosalie cuando las espantosas escenas terminaron–
–, ¿cómo puede entregarse a semejantes excesos? ¿Cómo puede deleitarse
con los tormentos que inflige?
––Aún no lo sabes todo ––me contesta Rosalie––; escucha ––me dice
regresando conmigo a su habitación––, lo qué has visto puede hacerte entender
que, cuando mi padre halla algunas facilidades en sus jóvenes alumnos, lleva
sus horrores mucho más lejos. Abusa de las jóvenes de la misma manera que
de los muchachos ––de aquella criminal manera, me dio a entender Rosalie, que
yo misma había pensado llegar a ser víctima con el jefe de los bandidos, en
cuyas manos había caído después de mi evasión de la Conciergerie, y con la
que había sido manchada por el negociante de Lyon––. Con ello ––prosiguió la
joven––, las jóvenes no quedan deshonradas, ningún embarazo a temer, y nada
les impide encontrar esposo; no hay año que no corrompa así a todos los
muchachos, y por lo menos a la mitad de las restantes criaturas. De las catorce
muchachas que has visto, ocho ya han sido marchitadas de esta manera, y ha
disfrutado de nueve muchachos; las dos mujeres que le sirven son sometidas a
los mismos horrores... Oh, Thérèse ––añadió Rosalie precipitándose a mis
brazos––, oh, querida amiga, yo también, también a mí me ha seducido desde
mi tierna infancia; apenas tenía once años cuando ya era su víctima... lo era, ¡ay
de mí!, sin poder defenderme...
––Pero, señorita ––le interrumpí, asustada...––, ¿y la religión? Os quedaba por
lo menos este camino... ¿No podíais consultar con un director y confesárselo
todo?
––¡Ah! ¿No sabes, pues, que a medida que nos pervierte, sofoca en nosotros
todas las semillas de la religión, y nos prohibe todas sus prácticas?... Y además,
¿qué podía hacer yo? Casi no me ha instruido. Lo poco que me ha contado
sobre esas materias sólo ha sido por el temor de que mi ignorancia traicionara
su impiedad. Pero jamás me he confesado, nunca he hecho mi primera
comunión; sabe ridiculizar tan bien todas estas cosas, absorber en nosotros
hasta las menores ideas, que aleja para siempre de sus deberes a las que ha
sobornado; o, si se ven obligadas a cumplirlos a causa de su familia, es con una
tibieza y una indiferencia tan totales que no teme nada de su indiscreción. Pero
convéncete, Thérèse, convéncete con tus propios ojos ––prosigue
empujándome rápidamente al retrete de donde salíamos–– ven, esa habitación
en la que castiga a los escolares es la misma en la que disfruta de nosotras; ya
ha terminado la clase, es la hora en que, excitado por los preliminares, vendrá a
desquitarse de la presión que le impone a veces su prudencia. Regresa al lugar
donde estabas, querida amiga, y tus ojos lo descubrirán todo.
Por escasa curiosidad que sintiera por esos nuevos horrores, era mejor para
mí, sin embargo, ocultarme en ese retrete que dejarme sorprender con Rosalie
durante las clases. Rodin infaliblemente habría concebido sospechas. Así que
me siento. Apenas he entrado, aparece Rodin con su hija. La conduce al lugar
donde ha estado antes, y acuden también las dos doncellas. Allí, el impúdico
Rodin, libre ya de medidas que guardar, se entrega a sus anchas y sin el menor
velo a todas las irregularidades de su desenfreno. Las dos campesinas,
completamente desnudas, son azotadas con todas las fuerzas. Mientras actúa
sobre una, la otra se lo devuelve, y, en el intervalo, abruma con las más sucias
caricias, las más desenfrenadas, las más asquerosas, el mismo altar que
Rosalie, subida a un sillón, le presenta un poco inclinada. Le llega finalmente el
turno a esa desdichada: Rodin la ata al poste como a sus escolares, y mientras
que una tras otra, y a veces las dos juntas, sus doncellas le desgarran a él, él
azota a su hija y la golpea desde la mitad de los riñones hasta el final de los
muslos, extasiándose de placer. Su agitación es extrema, aúlla, blasfema,
flagela; apenas sus varas se graban en algún lugar, sus labios se pegan a él. Y
el interior del altar, y la boca de la víctima... todo, excepto la parte delantera,
todo es devorado a chupetones. Pronto, sin variar de posición, limitándose a
situárselo más fácil, Rodin penetra en el asilo estrecho de los placeres; y el
mismo trono, durante ese tiempo, es ofrecido a sus besos por su gobernanta,
mientras la otra muchacha le azota con todas sus fuerzas. Rodin está en la
gloria, atraviesa, desgarra, mil besos a cual más cálido expresan su ardor sobre
lo que se ofrece a su lujuria: la bomba estalla, y el embriagado libertino se atreve
a saborear los más dulces placeres en el seno del incesto y de la infamia.
Tras esto se marchó a comer: después de tales hazañas, necesitaba
reponerse. Por la tarde continuaba tanto la clase como la corrección. De haberlo
deseado, podía contemplar las nuevas escenas, pero fueron suficientes para
convencerme y decidir mi respuesta a las ofertas de aquel malvado. La época en
que debía dársela se aproximaba. Dos días después de estos acontecimientos,
él mismo vino a pedírmela a mi habitación. Me sorprendió en la cama. El
pretexto de ver si quedaba alguna huella de mis heridas le ofreció, sin que yo
pudiera oponerme, el derecho de examinarme desnuda, y como llevaba
haciéndolo por lo menos dos veces al día desde hacía un mes, sin que yo
hubiera notado en él nada que pudiera herir mi pudor, no creí que debiera
resistirme. Pero, esta vez, Rodin tenía otras intenciones: cuando ha llegado al
objeto de su culto, pasa uno de sus muslos alrededor de mi cintura, y lo aprieta
tanto que me encuentro, por decirlo de algún modo, indefensa.
––Thérèse ––me dice entonces paseando sus manos de modo como para
despojarme de toda duda––, ya estás restablecida, querida, ahora puedes
demostrarme la gra titud que veo que rebosa tú corazón. La manera es fácil,
sólo necesito esto ––prosiguió el traidor inmovilizándome con todas las fuerzas
de que disponía...––. Sí, sólo esto, esta es mi recompensa, nunca exijo otra
cosa de las mujeres... Pero ––prosiguió–– es de los más hermosos que he visto
en mi vida... ¡Qué redondeces!... i qué elasticidad!... ¡qué piel tan fina!... ¡Oh,
qué ganas tengo de disfrutarlo!...
Al decir eso, Rodin, verosímilmente ya dispuesto a la ejecución de sus
proyectos, se ve obligado a soltarme un momento para acabar de realizarlos. Yo
aprovecho la libertad que me concede, y, soltándome de sus brazos, le digo:
––Señor, le ruego que se convenza de que no hay nada en el mundo que
pueda obligarme a los horrores que parecéis desear. Estoy de acuerdo en que
os debo agradecimiento, pero no lo satisfaré al precio de un crimen. Soy pobre y
muy desdichada, sin duda; pero no importa, ahí tenéis el escaso dinero que
poseo ––continué ofreciéndole mi miserable bolsa––, tomad el que consideréis
oportuno, y dejadme abandonar esta casa, por favor, ya que estoy en
condiciones de hacerlo.
Rodin, sorprendido de una resistencia que no esperaba en una joven
desprovista de recursos, y que, según una injusticia común en los hombres,
suponía desho nesta por el solo hecho de que se hallaba en la miseria, Rodin,
digo, me mira con atención:
––Thérèse ––continúa al cabo de un instante––, es bastante inoportuno que te
hagas la vestal conmigo... Creo que tenía derecho a algunas complacencias por
tu parte. No importa, conserva tu dinero, pero no me abandones. Me satisface
mucho tener a una joven decente en mi casa, ¡las que me rodean lo son tan
poco!... Ya que si en este caso te muestras tan virtuosa, confío en que lo serás
también en todos. Mis intereses coincidirán, mi hija te quiere, acaba de
suplicarme hace sólo un momento que te pidiera que no nos abandonaras.
Quédate, pues, con nosotros, te invito a ello.
––Señor ––le contesté––, no sería feliz. Las dos mujeres que os sirven aspiran
a todos los sentimientos que vos queráis concederles. Me verían con celos, y
tarde o temprano me vería obligada a abandonaros. ––No te preocupes ––me
contestó Rodin––, no temas ninguno de los efectos de los celos de estas
mujeres. Yo sabré mantenerlas en su sitio guardando el tuyo, y sólo tú poseerás
mi confianza sin que ello te procure ningún riesgo. Pero para seguir siendo digna
de ella, es bueno que sepas que la primera cualidad que exijo de ti, Thérèse, es
una discreción a toda prueba. Aquí ocurren muchas cosas, muchas que
contrariarán tus principios virtuosos. Hay que verlo todo, hija mía, oírlo todo, y
jamás decir nada... Quédate conmigo, Thérèse. Quédate, hija mía. Recibiré con
alegría que no te marches. En medio de los muchos vicios a que me arrastran
un temperamento fogoso, una mente desenfrenada y un corazón muy inclinado
al vicio, tendré por lo menos el consuelo de contar con un ser virtuoso cerca de
mí, y en cuyo seno me arrojaré como a los pies de un dios, cuando esté ahíto de
mis excesos...
«¡Oh, cielos!», pensé en aquel momento, «así que la virtud es necesaria,
indispensable para el hombre, ¡ya que el propio vicioso se siente obligado a
tranquilizarse con ella, y utilizarla como amparo!» Recordando a continuación las
peticiones que me había hecho Rosalie de que no la abandonara, y creyendo
descubrir en Rodin algunos buenos principios, me comprometí decididamente a
seguir en su casa.
––Thérèse ––me dijo Rodin al cabo de unos días––, voy a colocarte al lado de
mi hija. Así, no tendrás que mezclarte con mis otras dos doncellas, y te doy trescientas
libras de sueldo.
Una colocación semejante era una especie de fortuna en mi situación.
Inflamada por el deseo de devolver a Rosalie al bien, y tal vez a su mismo
padre, si adquiría algún poder sobre él, no me arrepentí en absoluto de lo que
acababa de hacer... Después de hacerme vestir, Rodin me llevó al instante ante
su hija, anunciándole que me entregaba a ella. Rosalie me recibió con exaltadas
muestras de júbilo, y me instalé inmediatamente.
No pasaron ocho días sin que comenzara a trabajar en las conversiones que
deseaba, pero el empecinamiento de Rodin rompía todas mis medidas.
––No creas ––contestaba a mis sabios consejos–– que la especie de
homenaje que he rendido a la virtud en tu persona sea una prueba de que la
aprecio, ni de que la prefiero al vicio. Si así lo supusieras, Thérèse, te equivocarías.
Aquellos que, a partir de lo que he hecho contigo, sostuvieran por esa
actitud la importancia o la necesidad de la virtud, caerían en un gran error, y me
molestaría mucho que tú creyeras que esta es mi manera de pensar. La caseta
que me sirve de amparo en la caza cuando los rayos ardientes del sol se clavan
a plomo en mi persona, no es ciertamente un monumento útil, su necesidad sólo
es circunstancial. Yo me expongo a una especie de peligro, encuentro algo que
me proteje de él, lo utilizo, pero ¿es por ello menos inútil?, ¿puede ser menos
despreciable? En una sociedad totalmente viciosa, la virtud no serviría de nada.
Como las nuestras no son así, es absolutamente preciso burlarla, o utilizarla, a
fin de tener menos que temer de los que la siguen. Si nadie la adoptara, se
volvería inútil. Así que no me equivoco cuando sostengo que su necesidad sólo
depende de la opinión o de las circunstancias. La virtud no es una cosa de un
valor incontestable, sólo es una manera de comportarse, que varía según los
climas y que, por consiguiente, no tiene nada de real: eso basta para entender
su futilidad. Sólo lo constante es realmente bueno; lo que cambia perpetuamente
no puede aspirar al carácter de bondad. He ahí por qué se ha puesto la
inmutabilidad en el rango de las perfecciones de lo Eterno. Pero la virtud está
totalmente privada de esta característica: no existen dos pueblos en la superficie
del globo que sean virtuosos de la misma manera. Así que la virtud no tiene
nada de real, nada de intrínsecamente bueno, y no merece para nada nuestro
culto. Hay que utilizarla como un apoyo, adoptar astutamente la del país en que
se vive, a fin de que los que la practican por gusto, o deben reverenciarla por su
condición, nos dejen tranquilos, y a fin de que esta virtud, respetada donde vivís,
nos proteja, por su preponderancia como convención social de los atentados de
quienes profesan el vicio. Pero repito una vez más que todo eso es
circunstancial, y nada de ello asigna un mérito real a la virtud. Virtud que, por
otra parte, resulta imposible para determinados hombres. Ahora bien, ¿cómo me
convencerás de que una virtud que combate o que contraría las pasiones puede
hallarse en la naturaleza? Y si no está ahí, ¿cómo puede ser buena? Serán, sin
duda, los hombres movidos por los vicios opuestos a esas virtudes los
preferibles, ya que serán los únicos modos... las únicas maneras de ser que se
adecuarán mejor a su fisico o a sus órganos; existirán, pues, según esta
hipótesis, unos vicios muy útiles. No obstante, ¿cómo lo será la virtud si me
demuestras que pueden serlo sus contrarios? Te han argumentado en contra de
eso que la virtud es útil para los demás, y, en ese sentido, es buena; pues si se
da por supuesto que sólo se hace lo que es bueno para los demás, yo, a mi vez,
sólo recibiré de ellos el bien. Este razonamiento es un sofisma; a cambio del
poco bien que recibo de los demás, debido a que practican la virtud, con la
obligación de practicarla a mi vez me creo un millón de sacrificios que no
compensan en absoluto. De modo que, al recibir menos de lo que doy, hago un
mal negocio; sufro más de las privaciones que soporto por ser virtuoso que
bienes recibo de los que lo son; al no ser en absoluto equitativo el acuerdo, no
debo someterme a él, y convencido, siendo virtuoso, de no hacer a los demás
tanto bien como pesares recibiré obligándome a serlo, ¿no será mejor que
renuncie a procurarles una dicha que debe costarme tanto mal? Resta ahora el
daño que puedo hacer a los demás siendo vicioso, y el mal que a mi vez recibiré
si todo el mundo se me asemeja. Estoy de acuerdo en que al admitir una total
circulación de los vicios, corro seguramente un peligro; pero el pesar provocado
por lo que arriesgo está compensado por el placer de lo que hago arriesgar a los
demás; con lo que ya tenemos la igualdad restablecida, a partir de entonces
todo el mundo es más o menos igualmente feliz: cosa que no ocurre, y no podría
ocurrir, en una sociedad en la que unos son buenos y los otros malos, porque
esta mezcla crea trampas perpetuas que no existen en el otro caso. En la
sociedad mezclada, todos los intereses son diversos: ahí está la fuente de una
infinidad de desdichas. En la otra asociación, todos los intereses son iguales,
cada individuo que la compone está dotado de los mismos gustos, de las
mismas inclinaciones, todos caminan hacia el mismo objetivo, todos son
dichosos. Pero, os dicen los necios, «el mal no nos hace felices». No, cuando se
ha convenido ensalzar el bien; pero despreciad, envileced lo que llamáis el bien,
y sólo reverenciaréis lo que cometíais la necedad de llamar el mal. Todos los
hombres sentirán placer en cometerlo, no porque esté permitido (eso sería a
veces una razón para disminuir su atractivo), sino porque las leyes ya no lo
castigarán, y disminuyen, por el temor que inspiran, el placer con que la
naturaleza ha dotado al crimen.
»Imagino una sociedad en la que se convenga que el incesto (supongamos
este delito entre otros muchos), que el incesto, digo, sea un crimen: los que se
entre guen a él serán desdichados, porque la opinión, las leyes, el culto, todo
acudirá a condenar sus placeres; y los que deseen cometer este mal, y no se
atrevan por culpa de esos frenos, serán igualmente desdichados. Así que la ley
que proscriba el incesto, sólo habrá ocasionado infortunados. Que en la
sociedad vecina el incesto no sea en absoluto un crimen, los que no lo deseen
no serán desdichados, y los que lo deseen serán dichosos. Así que la sociedad
que haya permitido esta acción será más conveniente para los hombres que la
que la haya convertido en crimen. Ocurre lo mismo con todas las restantes
acciones torpemente consideradas como criminales: observándolas bajo este
punto de vista, creáis una multitud de desdichados; permitiéndolas, nadie se
queja; pues el que ama una acción determinada se entrega a ella en paz, y
aquel a quien no le interesa, o permanece en una especie de indiferencia que no
es nada dolorosa, o se compensa de la lesión que ha podido recibir por la
multitud de otras lesiones con que carga a su vez a aquellos de los que ha
tenido queja. Por consiguiente todo el mundo, en una sociedad criminal, se
siente o muy feliz, o en un estado de despreocupación que no tiene nada de
penoso; así que no hay nada bueno, nada respetable, nada adecuado para
causar la felicidad en lo que se denomina la virtud. Que los que la sigan no se
enorgullezcan, por tanto, de esta especie de homenaje que el tipo de
constitución de nuestras sociedades nos obliga a tributarle: es un asunto
meramente circunstancial y convencional; pero, en realidad, este culto es
quimérico, y la virtud que lo alcanza un instante no es por ello más hermosa.
Tal era la lógica infernal de las desdichadas pasiones de Rodin, pero Rosalie,
más dulce y mucho menos corrompida, Rosalie, que detestaba los horrores a
que era sometida, se entregaba más dócilmente a mis opiniones. Yo deseaba
ardorosamente hacerle cumplir sus primeros deberes religiosos; para ello habría
debido confiarme a algún sacerdote, y Rodin no quería ninguno en su casa; le
horrorizaban tanto como el culto que profesaban: por nada en el mundo habría
soportado a alguno cerca de su hija; y acompañar a esta joven a un director era
igualmente imposible: Rodin jamás dejaba salir a Rosalie sin compañía. Hubo
que esperar, pues, a que se presentara alguna ocasión; y, mientras llegaba, yo
instruía a la joven. Enseñándole a saborear las virtudes, le descubría las de la
religión, le desvelaba sus santos dogmas y sus sublimes misterios: juntaba de tal
modo esos dos sentimientos en su joven corazón que los hacía indispensables
para la dicha de su vida.
––Señorita ––le decía un día recogiendo las lágrimas de su compunción––,
¿puede el hombre cegarse hasta el punto de creer que no está destinado a un
fin mejor? ¿No basta con que haya sido dotado del poder y de la facultad de
conocer a su Dios para convencerse de que este favor sólo le ha sido concedido
para cumplir los deberes que le impone? Ahora bien, ¿cuál puede ser la base
del culto debido al Eterno, si no es la virtud de la que él mismo es el ejemplo?
¿Puede el Creador de tantas maravillas tener otras leyes que el bien? Y nuestros
corazones ¿pueden complacerle si el bien no es su elemento? Me parece
que con las almas sensibles no cabría utilizar otros motivos de amor hacia este
Ser supremo que los que inspira la gratitud. ¿No es un favor habernos hecho
disfrutar de las bellezas de este universo, y no le debemos alguna gratitud por tal
beneficio? Pero una razón aún más poderosa establece y verifica la cadena
universal de nuestros deberes; ¿por qué nos negaríamos a cumplir los que exige
su ley, si son los mismos que consolidan nuestra dicha con los hombres? ¿No
es dulce sentir que nos hacemos dignos del Ser supremo sólo con ejercer las
virtudes que deben realizar nuestro contento en la Tierra, y los medios que nos
hacen dignos de vivir con nuestros semejantes son los mismos que nos dan
después de esta vida la seguridad de renacer al lado del trono de Dios? ¡Ah,
Rosalie, cómo se ciegan los que quieren arrebatarnos esta esperanza!
Engañados, seducidos por sus miserables pasiones, prefieren negar las virtudes
eternas que abandonar lo que puede hacerles dignos de ellas. Prefieren decir:
«Nos engañan», que confesar que se engañan ellos mismos. La idea de las
pérdidas que deparan turbaría sus indignas voluptuosidades; ¿les parece menos
espantoso aniquilar la esperanza del cielo que privarse de lo que debe
ganársela? Pero cuando estas tiránicas pasiones se debilitan en ellos, cuando el
velo se desgarra, cuando ya nada contraste en su corazón corrompido aquella
voz imperiosa de Dios que su delirio desconocía, ¡cómo debe ser, oh, Rosalie, el
cruel retorno a ellos mismos! ¡Y cómo el remordimiento que lo acompaña debe
hacerles pagar caro el instante de error que los cegaba! Ese es el estado en el
que hay que juzgar al hombre para regular su propia conducta: no es ni en la
ebriedad, ni en el arrebato de una fiebre ardiente donde debemos creer lo que
dice, sino cuando su razón apaciguada, gozando de toda su energía, busca la
verdad, la adivina y la ve. Entonces deseamos por noso
tros mismos al Ser santo antes desconocido; le imploramos, nos consuela; le
rezamos, nos escucha. ¿Eh? ¿Por qué negaría entonces, por qué desconocería,
ese objeto tan necesario para la felicidad? ¿Por qué preferiría decir con el
hombre extraviado: «No hay Dios», cuando el corazón del hombre razonable me
ofrece, en cualquier instante, las pruebas de la existencia de ese Ser divino?
¿No es mejor, pues, soñar con los locos que pensar justamente con los
cuerdos? Todo se desprende, en cualquier caso, de este primer principio: en
tanto que existe un Dios, ese Dios merece un culto, y la base principal de ese
culto es incontestablemente la virtud.
De estas primeras verdades, yo deducía fácilmente las demás, y Rosalie,
deísta, no tardó en ser cristiana. Pero ¿qué medio, repito, para añadir un poco
de prác tica a la moral? Rosalie, obligada a obedecer a su padre, ya no podía
hacerlo sin mostrar repugnancia, y, con un hombre como Rodin, ¿no podía ser
eso peligroso? Era intratable; ninguno de mis razonamientos se sostenía contra
él, pero, si bien yo no conseguía convencerle, por lo menos no me quebrantaba.
Sin embargo, una escuela semejante, unos peligros tan permanentes y tan
reales, me hicieron temblar por Rosalie, hasta el punto que no me creí nada
culpable comprometiéndola a escapar de esa casa perversa. Me parecía que
existía un menor daño en arrancarla del seno de su incestuoso padre que en
dejarla al arbitrio de todos los riesgos que podía correr. Ya había abordado
ligeramente esta materia, y puede que no estuviera muy lejos de conseguirlo
cuando, de repente, Rosalie desapareció de la casa, sin que me fuera posible
saber su paradero. Interrogué a las mujeres de la casa, o al propio Rodin; y me
aseguraron que había ido a pasar el verano a casa de una parienta, a diez
leguas de allí. Me informé en la vecindad, donde primero se asombraron ante
semejante pregunta hecha por alguien de la casa, y luego me contestaron lo
mismo que Rodin y sus criadas: la habían visto, la habían abrazado la víspera, el
mismo día de su partida; y en todas partes recibía las mismas respuestas.
Cuando preguntaba a Rodin por qué me había sido ocultada esta partida, por
qué no había seguido a mi ama, me aseguraba que la única razón había sido
evitar una escena dolorosa para ambas, y que seguramente no tardaría en ver a
la que amaba. Tuve que conformarme con estas respuestas, pero convencerme
era más difícil. ¿Era presumible que Rosalie, Rosalie que me quería tanto,
hubiera consentido en abandonarme sin decirme una palabra? Y, a partir de lo
que yo sabía del carácter de Rodin, ¿no había que temer por la suerte de la
desdichada? Así que decidí ponerlo todo en práctica para saber qué había sido
de ella, y para conseguirlo todos los medios me parecieron buenos.
Desde la mañana siguiente, hallándome sola en casa, recorro cuidadosamente
todos los rincones; creo escuchar unos gemidos en el fondo de una bodega muy
oscura... Me acerco, una pila de madera parece ocultar una puerta estrecha y
hundida; avanzo apartando todos los obstáculos... se oyen nuevos sonidos; creo
descubrir la voz... Pongo mayor atención... ya no dudo.
––¡Thérèse! ––escucho finalmente––, oh, Thérèse, ¿eres tú?
––Sí, mi querida y tierna amiga... ––exclamo, reconociendo la voz de Rosalie–
–, sí, soy Thérèse que el cielo envía a ayudarte...
Y mis múltiples preguntas apenas dejan a la cautivadora joven el tiempo de
contestarme. Me entero finalmente de que unas horas antes de su desaparición,
Rombeau, el amigo, el colega de Rodin, la había examinado desnuda, y que
había recibido de su padre la orden de prestarse, con ese Rambeau, a los
mismos horrores que Rodin exigía cada día de ella; que se había resistido, pero
que Rodin, furioso, la había agarrado y presentado él mismo a los desbordados
ataques de su colega; que, después, los dos amigos habían hablado largo rato
en voz baja, dejándola siempre desnuda, y apareciendo a intervalos a
examinarla de nuevo, a disfrutarla siempre de la misma manera criminal, o maltratarla
de cien maneras diferentes; que definitivamente, después de cuatro o
cinco horas de esta sesión, Rodin le había dicho que la enviaría al campo a casa
de una de sus parientas; pero que era preciso irse inmediatamente y sin hablar
con Thérèse, por unas razones que le explicaría al día siguiente en ese lugar,
donde no tardaría en acompañarla. Había dado a entender a Rosalie que se
trataba de una boda para ella, y que por esa razón su amigo Rambeau la había
examinado, a fin de ver si estaba capacitada para ser madre. Rosalie había
partido efectivamente acompañada de una anciana; había cruzado la aldea y se
había despedido de pasada de varios conocidos; pero al echarse la noche, su
guía la había devuelto a la casa de su padre donde había entrado a
medianoche. Rodin, que la esperaba, la había agarrado, le había tapado la boca
con la mano y, sin decir palabra, la había enterrado en esta bodega; allí, por otra
parte, la habían alimentado y tratado bastante bien.
––Me temo lo peor ––añadió la pobre muchacha––; el comportamiento de mi
padre conmigo desde hace un tiempo, sus discursos, lo que ha precedido al
examen de Rambeau, todo, Thérèse, demuestra que esos monstruos quieren
utilizarme para algunas de sus experiencias, y terminarán con tu pobre Rosalie.
Tras de las lágrimas que corrieron abundantemente por mis ojos, pregunté a la
pobre muchacha si sabía dónde guardaban la llave de la bodega: lo ignoraba,
pero no creía, sin embargo, que tuvieran la costumbre de llevársela. La busqué
por todas partes; fue inútil; y llegó la hora de reaparecer sin que yo pudiera dar a
la querida niña más ayuda que unos consuelos, algunas esperanzas, y lágrimas.
Me hizo jurar que volvería al día siguiente; se lo prometí, asegurándole incluso
que si, por aquel entonces, no había descubierto nada satisfactorio en lo que la
concernía, abandonaría inmediatamente la casa, presentaría una denuncia, y la
sustraería, al precio que fuera, a la suerte horrible que la amenazaba.
Subo; Rombeau cenaba aquella noche con Rodin. Decidida a todo para
esclarecer la suerte de mi ama, me oculto cerca de la habitación donde se
hallaban los dos amigos, y su conversación basta para convencerme del
proyecto horrible que les ocupa a ambos.
––Jamás ––dijo Rodin–– la anatomía llegará a su último grado de perfección
sin que se realice el examen de los vasos de una niña de catorce o quince años,
expirada de una muerte cruel. Sólo de esta contracción podemos obtener un
análisis completo de una parte tan interesante.
––Ocurre lo mismo ––prosiguió Rombeau–– con la membrana que asegura la
virginidad; es absolutamente necesaria una muchacha para este examen. ¿Qué
se observa en la edad de la pubertad? Nada; las menstruaciones desgarran el
himen, y todas las investigaciones son inexactas. Tu hija es exactamente lo que
necesitamos; aunque tenga quince años, todavía no ha tenido las primeras
reglas; el modo en que hemos gozado de ella no acarrea ningún daño a esta
membrana, y la trataremos con toda comodidad. Me encanta que al fin te hayas
decidido.
––Así es ––replicó Rodin––; es odioso que unas fútiles consideraciones
detengan el progreso de las ciencias. ¿Se dejaron los grandes hombres cautivar
por tan despreciables cadenas? Y cuando Miguel Angel quiso pintar un Cristo al
natural, ¿se torturó la conciencia por crucificar a un joven, y copiarlo en sus
angustias? Pero cuando se trata de los progresos de nuestro arte, ¡de qué gran
necesidad deben ser estos mismos medios! ¡Y cómo puede haber el menor mal
en permitírselos! Un individuo sacrificado para salvar a un millón; ¿podemos
vacilar a este precio? El homicidio tratado por las leyes no tiene nada en común
con el que vamos a cometer, y acaso el objetivo de estas leyes, que se
consideran tan sabias, ¿no es el sacrificio de uno para salvar a mil?
––Es la única manera de instruirse ––dijo Rombeau––, y en los hospitales,
donde yo he trabajado toda mi juventud, he visto hacer mil experiencias
semejantes. A causa de los vínculos que te encadenan a esta criatura, confieso
que temía que te echaras atrás.
––¡Cómo! ¡,Porque es mi hija? ¡Menudo motivo! ––exclamó Rodin––. ¡,Qué
rango imaginas, pues, que este título debe tener en mi corazón? La contemplo
como un poco de semen fructificado con el mismo origen y más o menos el
mismo peso que aquel que me gusta perder en mis placeres. Jamás he hecho
más caso de uno que de otro. Somos dueños de recuperar lo que hemos dado;
jamás el derecho de disponer de sus hijos ha sido negado por ningún pueblo de
la Tierra. Los persas, los medas, los armenios, los griegos lo disfrutaban en toda
su amplitud. Las leyes de Licurgo, el modelo de los legisladores, no sólo dejaban
a los padres todos los derechos sobre sus hijos, sino que condenaban incluso a
muerte a aquellos que los padres no querían alimentar, o a los que estaban mal
conformados. Una gran parte de los salvajes matan a sus hijos al poco de nacer.
Casi todas las mujeres de Asia, de Africa y de América abortan sin que nadie las
censure; Cook descubrió esta costumbre en todas las islas de los mares del Sur.
Rómulo permitió el infanticidio; la ley de las Doce Tablas también lo toleró y,
hasta Constantino, los romanos exponían o mataban impunemente a sus criaturas.
Aristóteles aconseja este supuesto crimen; la secta de los estoicos lo
consideraba elogiable; todavía es muy practicado en China. Cada día se
encuentran en las calles sobre los canales de Pekín más de diez mil individuos
inmolados o abandonados por sus padres, y sea cual sea la edad del hijo, en
este sabio imperio, un padre, para librarse de él, sólo necesita ponerlo en manos
de un juez. Según las leyes de los partos, se mataba al hijo, a la hija o al
hermano, incluso en la edad núbil; César encontró esta costumbre generalizada
entre los galos; varios pasajes del Pentateuco demuestran que estaba permitido
matar a los hijos en el pueblo de Dios; y el propio Dios, en suma, se lo exigió a
Abraham. Durante mucho tiempo se creyó, afirma un famoso moderno, que la
prosperidad de los imperios dependía de la esclavitud de los hijos; esta opinión
tenía como base los principios de la más sana razón. ¡Sería un contrasentido
que un monarca se sintiera autorizado a sacrificar veinte o treinta mil súbditos
suyos en un solo día por su propia causa, y un padre no pueda, cuando lo
estime conveniente, convertirse en dueño de la vida de sus hijos! ¡Qué absurdo!
¡Qué inconsecuencia y qué debilidad en los que están atados a semejantes
cadenas! La autoridad del padre sobre sus hijos, la única real, la única que ha
servido de base a todas las demás, nos es dictada por la voz de la misma
naturaleza, y el estudio profundo de sus operaciones nos ofrece en todos los
instantes ejemplos de ello. El zar Pedro no dudaba en absoluto de este derecho;
lo utilizó, y dirigió una declaración pública a todas las jerarquías de su imperio
por la que decía que, de acuerdo con las leyes divinas y humanas, un padre
tenía el derecho total y absoluto de condenar a muerte a sus hijos, sin apelación
ni consulta con nadie. Sólo en nuestra bárbara Francia una falsa y ridícula
piedad creyó tener que arrumbar este derecho. No ––prosiguió Rodin acaloradamente––,
no, amigo mío, jamás entenderé que un padre que quiso dar la vida
no sea libre de dar la muerte. El valor ridículo que concedemos a esta vida es lo
que nos hace disparatar el tipo de acción que lleva a un hombre a librarse de su
semejante. Creyendo que la existencia es el mayor de los bienes, imaginamos
estúpidamente que es un crimen sustraerlo a los que la disfrutan; pero el cese
de esta existencia, o por lo menos lo que le sigue, no es un mal, de la misma
manera que la vida no es un bien; o mejor dicho si nada muere, si nada se
destruye, si nada se pierde en la naturaleza, si todas las partes descompuestas
de cualquier cuerpo sólo esperan la disolución para reaparecer inmediatamente
bajo nuevas formas, ¿qué indiferencia no habrá en la acción del homicidio, y
cómo se osará considerarla mal? Aunque sólo se debiera a mi sola fantasía, lo
vería como algo de lo más simple: con mucha mayor razón cuando se hace
necesaria para un arte tan útil a los hombres...
Cuando puede ofrecer luces tan grandes, ya no es un mal, amigo mío, ya no
es una fechoría, es la mejor, la más sabia, la más útil de las acciones, y sólo en
negársela podría existir un crimen.
––¡Ah! ––dijo Rombeau, lleno de entusiasmo por tan horribles máximas––,
estoy de acuerdo contigo, querido mío. Me encanta tu sensatez, pero me
asombra tu indiferencia, te creía enamorado.
––¡Yo! ¿Prendado de una joven?... Vamos, Rombeau, suponía que me
conocías mejor; me sirvo de esas criaturas cuando no tengo nada mejor; la
extrema inclina ción que siento por los placeres del tipo que tú me ves saborear
me hace apreciar todos los templos donde este tipo de incienso puede
ofrecerse, y para multiplicarlos asimilo a veces una joven a un hermoso
muchacho; pero por poco que uno de esos individuos hembras haya
desgraciadamente alimentado demasiado tiempo mi ilusión, experimento una
fuerte repugnancia, y sólo conozco un medio de satisfacerla deliciosamente... Ya
me entiendes, Rombeau; Chilperico, el más voluptuoso de los reyes de Francia,
pensaba lo mismo. Decía claramente que en último término se podía utilizar una
mujer, pero con la expresa condición de exterminarla una vez se hubiera gozado
de ella.* Desde hace cinco años esta putita sirve a mis placeres: ya es hora de
que pague el cese de mi ebriedad con el de su existencia.
* Ved una obrita titulada Los jesuitas de buen humor. (N. del A.)
La cena terminaba; por las actitudes de aquellos dos elementos, por sus
frases, por sus actos, por sus preparativos, por su estado, en fin, que bordeaba
el delirio, vi perfectamente que no había un instante que perder, y que el
momento de la destrucción de la desdichada Rosalie estaba fijado para aquella
misma noche. Corro a la bodega, decidida a morir o a liberarla.
––Oh, querida amiga ––exclamé––, no podemos entretenernos ni un minuto...
¡esos monstruos!... es para esta noche... están a punto de llegar...
Y diciendo eso, hago los más violentos esfuerzos por derribar la puerta. Uno
de mis empujones hace caer algo, acerco la mano, es la llave, la recojo, me
apresuro a abrir... abrazo a Rosalie, la urjo a escapar, le digo que me siga, se
precipita... ¡Santo cielo! estaba escrito que la virtud debía sucumbir, y que los
sentimientos de la más tierna compasión serían duramente castigados... Rodin y
Rombeau, informados por la gobernanta, aparecen repentinamente; el primero
cogió a su hija en el momento en que franqueó el umbral de la puerta, más allá
de la cual sólo le faltaban unos pasos para hallar la libertad.
––¿Dónde vas, desgraciada? ––exclama Rodin deteniéndola, mientras
Rombeau se apodera de mí...–– ¡Vaya, vaya! ––prosigue mirándome––, ¡esta
bribona es la que favorecía tu huida! Thérèse, éste es el resultado de tus
grandes principios virtuosos... ¡arrebatar una hija a su padre!
––Sin duda ––contesté con firmeza––, y seguiré haciéndolo mientras ese
padre sea tan bárbaro como para conspirar contra los días de su hija.
––¡Ah, ah!, espionaje y seducción ––continuó Rodin––; ¡los vicios más
peligrosos en una criada! Subamos, subamos, hay que juzgar ese caso.
Rosalie y yo, arrastradas por los dos malvados, subimos a los aposentos; las
puertas se cierran. La desdichada hija de Rodin es atada a las columnas de una
cama, y toda la rabia de esos dementes se dirige contra mí; me veo abrumada
por las más duras invectivas, y se dictan las más horribles sentencias; se trata
nada menos que de diseccionarme en vida, para examinar los latidos de mi
corazón, y realizar sobre esta parte unas observaciones impracticables sobre un
cadáver. Mientras tanto me desnudan, y me convierto en la víctima de los
manoseos más impúdicos.
––En primer lugar ––dice Rombeau––, soy de la opinión de atacar fuertemente
la fortaleza que tus buenas acciones respetaron... ¡Es soberbia!, admira la
suavidad, la blancura de esas dos medias lunas que impiden la entrada: no hubo
jamás virgen más fresca.
––¡Virgen! Casi lo es ––dice Rodin––. Sólo una vez, a pesar suyo, la violaron,
y a partir de entonces nada. Cédeme el lugar un instante...
Y el cruel introduce el homenaje de esas caricias duras y feroces que
degradan al ídolo en lugar de honrarlo. Si allí hubiera habido varas, habría sido
cruel mente tratada. Las mencionaron, pero no las encontraron, se contentaron
con lo que la mano es capaz de hacer; me dejaron en carne viva... cuanto más
me defendía, más me sujetaban; y al ver, no obstante, que iban a decidirse por
cosas más serias, me arrojé a los pies de mis verdugos, les ofrecí mi vida, y les
pedí el honor.
––Pero si ya no eres virgen ––dijo Rombeau––, ¿qué importa? No serás
culpable de nada, vamos a violarte como ya lo has sido, y por tanto ni el menor
pecadillo sobre tu conciencia; te lo habrán arrebatado todo por la fuerza...
Y el infame, consolándome de tan cruel manera, ya me colocaba sobre un
canapé.
––No ––dijo Rodin frenando la efervescencia de su compadre de quien yo
estaba a punto de convertirme en víctima––, no, no perdamos nuestras fuerzas
con esta criatura, piensa que no podemos dejar para otro momento las
operaciones proyectadas sobre Rosalie, y necesitamos nuestro vigor para
realizarlas: castiguemos de otro modo a esta desdichada. ––Diciendo esto,
Rodin pone un hierro al fuego––. Sí ––prosigue––, castiguémosla mil veces más
que si arrebatáramos su vida, marquémosla, manchémosla: este envilecimiento,
unido a todas las cicatrices que tiene en el cuerpo, la llevará a la horca o a morir
de hambre; por lo menos sufrirá hasta entonces, y nuestra venganza por más
prolongada será más deliciosa.
Rombeau me coge, y el abominable Rodin me aplica debajo del hombro el
hierro candente con que se señala a los ladrones.
––Y ahora que esta puta se atreva a que la vean ––prosigue el monstruo––,
que se atreva, y mostrando esta letra ignominiosa, legitimaré suficientemente los
motivos que me han llevado a despedirla con tanto secreto y prontitud.
Me vendan, me visten, me tonifican con unas gotas de licor, y, aprovechando
la oscuridad de la noche, los dos amigos me conducen al linde del bosque y allí
me abandonan cruelmente, después de haberme mostrado una vez más el
peligro de una recriminación, si me atrevo a realizarla en el estado de
envilecimiento en que me hallo.
Cualquier otra persona se habría preocupado muy poco de esta amenaza;
dado que me era posible demostrar que el tratamiento que acababa de sufrir no
era obra de ningún tribunal, ¿qué podía temer? Pero mi debilidad, mi timidez
natural, el miedo a mis infortunios de París y del castillo de Bressac, todo ello me
aturdió y me asustó; sólo pensé en huir, mucho más afectada por el dolor de
abandonar a una víctima inocente en manos de esos dos depravados dispuestos
sin duda a inmolarla, que herida por mis propios males. Más horrorizada, más
afligida que físicamente maltratada, me puse en marcha a partir de aquel mismo
instante; pero, al no orientarme y no preguntar nada, no hice sino girar alrededor
de París, y al cuarto día de mi viaje sólo me encontraba en Lieursaint. Sabiendo
que ese camino podía llevarme a las provincias meridionales, decidí entonces
seguirlo y alcanzar así, cuando pudiera, esas tierras lejanas, imaginándome que
la paz y el reposo tan cruelmente negados en mi patria me esperaban quizás en
el extremo de Francia. ¡Error fatal! ¡Cuántos infortunios me quedaban todavía
por sufrir!
Por muchas penas que hubiera soportado hasta entonces, conservaba por lo
menos mi inocencia. Víctima únicamente de los atentados de vacíos monstruos,
prácticamente podía seguir creyéndome dentro de la clase de las jóvenes
honradas. En realidad, sólo había sido realmente mancillada por una violación
cometida cinco años atrás, cuyas huellas se habían cerrado... Una violación
consumada en un instante en que mis sentidos abotargados ni siquiera me
habían permitido sentirla. ¡.Qué más podía reprocharme? Nada, ay, nada sin
duda, y mi corazón era puro; eso me enorgullecía en exceso, mi presunción
tenía que ser castigada, y los ultrajes que me esperaban serían tales que pronto
ya no me sería posible, por poco que participara en ellos, albergar en el fondo de
mi corazón los mismos motivos de consuelo.
Esta vez llevaba toda mi fortuna encima: unos cien escudos, suma resultante
de lo que había salvado de casa de Bressac y de lo que había ganado en la de
Ro din. En el colmo de mi infortunio, seguía sintiéndome contenta de que no me
hubieran arrebatado esos recursos; me congratulaba de que con la frugalidad, la
templanza y la economía a las que estaba acostumbrada, con ese dinero me
mantendría por lo menos hasta que me hallara en situación de conseguir alguna
nueva colocación. La abominación que acababan de cometer conmigo no se
veía; imaginaba que podría disimularla siempre y que esta mancha no me
impediría ganarme la vida. Tenía veintidós años, buena salud, una cara que,
para mi desdicha, sólo recibía elogios; unas virtudes que, aunque siempre me
hubieran perjudicado, seguían consolándome, como acabo de deciros, y me
hacían confiar en que al fin el cielo les concedería si no recompensa, por lo
menos alguna interrupción a los males que me habían procurado. Llena de
esperanza y de coraje, seguí mi camino hasta Sens, donde descansé unos días.
En una semana me repuse por entero; tal vez podría encontrar una colocación
en esa ciudad, pero imbuida de la necesidad de alejarme, reanudé la marcha
con la intención de buscar fortuna en. el Delfinesado; había oído hablar mucho
de esa tierra, me imaginaba encontrar en ella la felicidad. Veremos cómo lo
conseguí.
En ninguna circunstancia de mi vida, me habían abandonado los sentimientos
religiosos. Despreciando los vanos sofismas de los incrédulos, creyéndolos
todos emanados del libertinaje mucho más que de una firme persuasión, les
oponía mi conciencia y mi corazón, y en ambos encontré todo lo que necesitaba
para responder a ellos. Forzada a menudo por mis desdichas a descuidar mis
deberes piadosos, reparaba esos errores tan pronto como encontraba la
ocasión.
Salí de Auxerre el 7 de agosto, jamás olvidaré la fecha; cuando había recorrido
unas dos leguas, y el calor comenzaba a incomodarme, subí a una pequeña
prominencia cubierta de un bosquecillo, poco alejada del camino, con la
intención de refrescarme y dormitar un par de horas, con menos gasto que en
una posada y mayor seguridad que en el camino real; me instalé al pie de una
encina, y después de un almuerzo frugal, me entrego a las dulzuras del sueño.
Lo había disfrutado largo rato con tranquilidad, cuando al reabrirse mis ojos me
complazco en contemplar el paisaje que se presenta a mí en la lontananza. En
medio de un bosque, que se extendía a la derecha, creí ver a unas tres o cuatro
leguas de mí un pequeño campanario que se alzaba modestamente en el aire...
«¡Amable soledad», me dije, «cómo envidio tu morada! Debes de ser el asilo de
algunas dulces y virtuosas reclusas que sólo se ocupan de Dios... de sus
deberes; o de algunos santos eremitas consagrados únicamente a la religión...
Alejados de esta sociedad perniciosa en la que el crimen vigilando incesantemente
en torno de la inocencia la degrada y la aniquila... ¡Ah!, estoy segura
de que todas las virtudes deben habitar ahí, y cuando los crímenes del hombre
las exilian de la superficie de la Tierra, allí, en ese retiro solitario, es donde van a
sepultarse en el seno de unos seres afortunados que las miman y las cultivan
día a día.»
Estaba ensimismada en estas reflexiones, cuando una joven de mi edad, que
pastoreaba unos corderos en la planicie, se ofreció de repente a mi vista; la
interrogo sobre aquella morada, me dice que lo que veo es un convento de
benedictinos, ocupado por cuatro solitarios cuya religión, continencia y sobriedad
nada iguala. «Una vez por año», me dice la joven, «hay una peregrinación a una
Virgen milagrosa, de la que las personas piadosas obtienen cuanto quieren.»
Singularmente conmovida por el deseo de ir cuanto antes a implorar algunas
ayudas a los pies de esta santa Madre de Dios, le pregunto a la joven si ella
quiere acompañarme a rezar; me contesta que le es imposible porque su madre
la espera, pero que el camino es fácil. Me lo indica, me asegura que el superior
de aquella casa, el más respetable y el más santo de los hombres, me recibirá
maravillosamente bien, y me ofrecerá todas las ayudas que pueda necesitar.
––Se llama padre Severino ––continuó la joven––; es italiano, pariente próximo
del Papa que le colma de favores; es dulce, honesto, servicial, de cincuenta y
cinco años de edad, de los que ha pasado más de dos tercios en Francia...
Estaréis contenta, señorita ––prosiguió la pastora––; os edificaréis en esa santa
soledad, y volveréis de ella mejor que nunca.
Inflamando aún más ese relato mi celo, me resultó imposible resistir el violento
deseo que sentía de visitar aquella santa iglesia y reparar allí con algunos actos
piadosos las negligencias de que era culpable. Por mucha necesidad que tuviera
yo misma de caridades, le di un escudo a la joven, y me puse en camino de
Santa María de los Bosques: así se llamaba el convento al que dirigía mis
pasos.
Tan pronto como hube descendido a la llanura, ya no divisé el campanario;
sólo tenía para guiarme el bosque, y comencé entonces a creer que la lejanía de
la que había olvidado de informarme era muy diferente al cálculo que había
hecho de ella; pero nada me desanima, llego al límite del bosque, y viendo que
todavía queda bastante luz, decido sumirme en él, imaginando siempre que
conseguiría llegar al convento antes de la noche. Sin embargo ninguna traza
humana se presenta ante mis ojos... Ni una casa, y por todo camino un sendero
poco hollado que seguía al azar. Había ya recorrido por lo menos cinco leguas y
todavía no veía nada delante de mí, cuando, habiendo cesado el astro de iluminar
por completo el universo, me pareció escuchar el tañido de una
campana... Atiendo, camino hacia el ruido, me apresuro; el sendero se ensancha
un poco, descubro al fin unos setos e, inmediatamente después, el convento.
Nada tan agreste como aquella soledad, sin ninguna vivienda en la vecindad, la
más próxima a seis leguas, y unos bosques inmensos rodeaban la casa por
todos lados; estaba situada en una hondonada, había tenido que descender
mucho para alcanzarla, y ésa era la razón que me había hecho perder de vista el
campanario, una vez llegué a la llanura. La cabaña de un jardinero se levantaba
junto a los muros del convento; allí había que dirigirse antes de entrar. Pregunto
a esa especie de portero si me permite hablar con el superior; se informa de qué
quiero de él; le explico que un deber religioso me atrae a ese piadoso retiro, que
me sentiría muy consolada de todos los esfuerzos realizados para llegar allí si
pudiera arrojarme un instante a los pies de la milagrosa Virgen y de los santos
eclesiásticos en cuya casa se conserva la divina imagen. El jardinero llama, y
entra en el convento; pero como es tarde y los padres cenaban, tarda algún
tiempo en regresar. Reaparece al fin con uno de los religiosos:
––Señorita ––me dice––, ahí tiene al padre Clément, ecónomo de la casa;
viene a comprobar si lo que desea merece interrumpir al superior.
Clément, cuyo nombre no se ajustaba de ningún modo a su rostro, era un
hombre de cuarenta y ocho años, de una gordura inmensa y una estatura
gigantesca, la mirada sombría y feroz, que sólo se expresaba con palabras
duras y voz ronca, una verdadera cara de sátiro, el exterior de un tirano; me
eché a temblar... Entonces, sin que me fuera imposible impedirlo, el recuerdo de
mis antiguos infortunios se ofreció en rasgos ensangrentados a mi memoria
turbada...
––¿Qué deseas? ––me dice el monje, con cara de pocos amigos––. ¿Te
parece que éstas son horas de acudir a una iglesia con ese aire de aventurera
que presentas?
––Santo varón ––digo prosternándome––, he creído que siempre era hora de
presentarse en la casa de Dios; vengo de muy lejos para llegar a ella, llena de
fervor y de devoción, quiero confesarme si es posible, y cuando el interior de mi
conciencia os sea conocido, veréis si soy digna o no de prosternarme ante los
pies de la santa Imagen.
––Pero no es hora de confesarse ––dice el monje suavizándose––; ¿dónde
pasarás la noche? No tenemos hospicio... hubiera sido mejor que vinieras por la
mañana.
Le cuento entonces los motivos que lo habían impedido, y, sin contestarme,
Clément se fue a referirlo al superior. Unos minutos después, se abre la iglesia;
el propio padre Severino sale a mi encuentro frente a la cabaña del jardinero, y
me invita a entrar con 61 en el templo.
El padre Severino, del que conviene daros una idea inmediatamente, era un
hombre de cincuenta y cinco años, tal como me habían dicho, pero con una
hermosa fisonomía, el aspecto todavía lozano, de complexión vigorosa,
membrudo como Hércules, y todo ello sin dureza; una especie de elegancia y de
blandura reinaba en su conjunto, y permitía ver que había debido poseer, en su
juventud, todos los atractivos que forman un buen mozo. Tenía los ojos más
hermosos del mundo, nobleza en las facciones, y el tono más honesto, gracioso
y educado. Un cierto acento agradable que no alteraba ninguna de sus palabras
permitía reconocer, sin embargo, su patria, y confieso que todas las gracias
externas de ese religioso me repusieron un poco del miedo que me había
ocasionado el otro.
––Querida hija ––me dijo graciosamente––, aunque la hora no sea adecuada,
y no tengamos la costumbre de recibir tan tarde, oiré sin embargo tu confesión, y
pensaremos después en los medios de hacerte pasar la noche decentemente,
hasta el momento en que mañana puedas saludar a la santa Imagen que te ha
traído hasta aquí.
Entramos en la iglesia, las puertas se cierran, se enciende una lámpara cerca
del confesonario. Severino me dice que me coloque; se sienta y me invita a confiarme
a él con total seguridad.
Absolutamente tranquila con un hombre que me parecía tan dulce, después de
haberme arrodillado, no le oculto nada. Le confieso todas mis faltas; le comu
nico todos mis infortunios; le muestro incluso la marca vergonzosa con que me
ha señalado el bárbaro Rodin. Severino lo escucha todo con la mayor atención,
me hace incluso repetir algunos detalles con aire de piedad y de interés; pero,
sin embargo, algunos gestos y algunas palabras lo traicionaron: ¡ay de mí!, sólo
después me di cuenta; cuando me sentí más tranquila respecto a este
acontecimiento, me resultó imposible no recordar que el monje se había
permitido repetidas veces unos gestos que demostraban que la pasión tenía
mucho que ver en las preguntas que me hacía, y que esas preguntas no sólo se
detenían con complacencia en los detalles obscenos, sino que se demoraban
incluso con afectación sobre los cinco puntos siguientes:
Primero, si era cierto que yo era huérfana y nacida en París. Segundo, si era
verdad que no tenía parientes, ni amigos, ni protección, ni nadie a quien pudiera
escri bir. Tercero, si sólo había confiado a la pastora que me había hablado del
convento la intención que tenía de ir allí, y si no había acordado con ella
reencontrarme a la vuelta. Cuarto, si era cierto que no había visto a nadie
después de mi violación, y si estaba segura de que el hombre que había
abusado de mí lo había hecho tanto del lado que la naturaleza condena como
del que permite. Quinto, si creía que no había sido seguida, y que nadie me
había visto entrar en el convento.
Después de haber contestado a esas preguntas, con el aire más modesto, más
sincero y más ingenuo, el monje, levantándose y cogiéndome de la mano, me
dijo:
––¡Bien! Ven, hija mía, te proporcionaré la dulce satisfacción de comulgar
mañana a los pies de la Imagen que acabas de visitar: comencemos por proveer
tus primeras necesidades.
Y me lleva al fondo de la iglesia...
––¡Cómo! ––le dije entonces con una especie de inquietud que me dominaba a
pesar mío...
–– ¡Cómo, padre! ¿En el interior del templo?
––¿Dónde si no, encantadora peregrina? ––me respondió el monje,
introduciéndome en la sacristía...–– ¡Acaso tienes miedo de pasar la noche con
cuatro santos eremitas!... Oh, ya verás cómo encontraremos los medios de
distraerte, querido ángel; y aunque no te procuremos grandes placeres, por lo
menos servirás a los nuestros en muy amplia medida.
Estas palabras me sobresaltan; un sudor frío se apodera de mí, me tambaleo;
era de noche, ninguna luz guía nuestros pasos, mi imaginación horrorizada me
hace ver el espectro de la muerte moviendo su guadaña sobre mi cabeza; mis
rodillas flaquean... En este instante el lenguaje del monje cambia de repente, me
sostiene, insultándome:
––Puta ––me dice––, hay que seguir; no intentes aquí ni quejas ni resistencias,
todo sería inútil.
Las crueles palabras me devuelven las fuerzas, siento que estoy perdida si
desfallezco; me levanto...
––¡Ay, cielos! ––digo al traidor––, ¡tendré que ser de nuevo la víctima de mis
buenos sentimientos, será de nuevo castigado como un crimen mi deseo de
acercarme a lo que la religión tiene de más respetable!...
Seguimos caminando, y nos metemos por pasillos oscuros de los que nada
puede hacerme conocer la situación ni las salidas. Yo precedía al padre
Severino; su respiración era profunda, no paraba de hablar; parecía borracho; de
cuando en cuando, me paraba con el brazo izquierdo enlazado en torno a mi
cuerpo, mientras su mano derecha, deslizándose por detrás debajo de mis
faldas, recorría con impudor esa parte deshonesta–– que, asimilándonos a los
hombres, es el único objeto de los homenajes de aquellos que prefieren ese
sexo en sus vergonzosos placeres. En varias ocasiones la boca del libertino se
atreve incluso a recorrer esos lugares, hasta su reducto más secreto; después
reanudamos la marcha. Aparece una escalera; al cabo de treinta o cuarenta
escalones, se abre una puerta, unos reflejos de luz golpean mis ojos, entramos
en una sala fascinante y magníficamente iluminada; allí veo tres monjes y cuatro
muchachas en torno a una mesa servida por otras cuatro mujeres
completamente desnudas: el espectáculo me hace temblar. Severino me
empuja, y entro en la sala con él.
––Señores ––dice al entrar––, permitid que os presente un auténtico
fenómeno. Aquí tenéis una Lucrecia que lleva a la vez sobre sus hombros la
marca de las mujeres de mala vida, y en la conciencia todo el candor y toda la
ingenuidad de una virgen... Una sola violación, amigos míos, y de eso hace seis
años; de modo que es casi una vestal... a decir verdad, como tal os la entrego...
y, además, de las más hermosas... i Oh! Clément, ¡cómo te perderás en esas
bellas masas!... ¡qué elasticidad, amigo mío!, ¡qué encarnación!
––¡Ah!, ¡s...! ––dice Clément, medio borracho, levantándose y avanzando
hacia mí––; el encuentro es agradable, y quiero examinar los hechos.
Os dejaré el menor tiempo posible en suspenso sobre mi situación, señora, dijo
Thérèse, pero la necesidad en que estoy de describir las nuevas personas con
las que me encuentro me obliga a cortar por un instante el hilo del relato. Ya
conocéis al padre Severino, y sospecháis sus gustos; ¡ay!, su depravación en
esa materia era tal que jamás había saboreado otros placeres; y ¡qué
inconsecuencia, sin embargo, en las operaciones de la naturaleza, ya que junto
a la extravagante fantasía de elegir únicamente los senderos, ese monstruo
estaba dotado de facultades tan gigantescas que hasta las rutas más holladas le
hubieran parecido demasiado estrechas!
Ya os dibujé antes el esbozo de Clément. Sumad, al exterior que he descrito,
la ferocidad, la provocación, la trapacería más peligrosa, la intemperancia en
todos los puntos, el ingenio satírico y mordaz, el corazón corrompido, los gustos
crueles de Rodin con sus escolares, ningún sentimiento, ninguna delicadeza, ni
pizca de religión, un temperamento tan gastado que desde hacía cinco años era
incapaz de buscar otros placeres que aquellos que le aconsejaba la barbarie, y
tendréis la más completa imagen de ese depravado.
Antonin, el tercer actor de las detestables orgías, tenía cuarenta años;
pequeño, flaco, muy vigoroso, tan temiblemente dotado como Severino y casi
tan malvado como Clément; entusiasta de los placeres de su colega, pero por lo
menos entregándose a ellos con una intención menos feroz; pues si Clément, al
utilizar la extravagante manía, sólo tenía el objetivo de vejar y de tiranizar a una
mujer, sin poder disfrutar de ella de otra manera, Antonin, usándolo con deleite
en toda la pureza de la naturaleza, sólo ponía en práctica el episodio flagelante
para dar a la que honraba con sus favores más fogosidad y más energía. El uno,
en una palabra, era brutal por gusto, y el otro por refinamiento.
Jérôme, el más anciano de los cuatro solitarios, también era el más
desenfrenado; todos los gustos, todas las pasiones, todas las desviaciones más
monstruosas, se daban cita en el alma de ese fraile; juntaba a los caprichos de
los demás el de gustarle recibir en su cuerpo lo que sus compañeros distribuían
a las mujeres, y si azotaba (cosa que ocurría frecuentemente) era siempre a
condición de ser tratado, a su vez, de igual manera; por otra parte, todos los
templos de Venus le resultaban semejantes, pero como sus fuerzas comenzaban
a flaquear, prefería de todos modos, desde hacía unos años, aquel que,
sin exigir nada del agente, dejaba al otro la tarea de despertar las sensaciones y
producir el éxtasis. La boca era su templo favorito y, mientras se entregaba a
sus placeres predilectos, una segunda mujer se ocupaba de excitarlo con ayuda
de las varas. El _carácter de ese hombre era, además, tan hipócrita y tan
malvado como el de los otros, y fuera cual fuese el aspecto que el vicio podía
mostrar estaba seguro de encontrar seguidores y templos en esa infernal casa.
Lo entenderéis más fácilmente, señora, cuando os explique cómo estaba
montada. Se habían reunido unos fondos prodigiosos para dotar a la orden con
ese retiro obsceno que contaba con más de cien años de antigüedad, y que
estaba siempre ocupado por los cuatro religiosos más ricos, más prominentes de
la orden, los de mejor cuna, y de un libertinaje harto importante como para exigir
ser sepultados en ese oscuro refugio, del que jamás salía el secreto, como
veréis después de las explicaciones que restan por daros. Volvamos a los
retratos.
Las ocho mujeres que se hallaban entonces en la cena eran tan dispares por la
edad que me resultaría imposible haceros un retrato de conjunto; me veo
necesariamente obligada a unos cuantos detalles. Esta singularidad me
asombró. Las describiré por el orden de su juventud.
La más joven de las mujeres tenía apenas diez años: una carita agraciada,
bonitos rasgos, el aire humillado de su suerte, triste y asustada.
La segunda tenía quince años: la misma turbación en el semblante, el aire del
pudor envilecido, pero una cara encantadora, y en su conjunto muy seductora.
La tercera tenía veinte años: digna de un pintor, rubia, los más bellos cabellos
del mundo, de finas facciones, regulares y dulces; parecía la más domesticada.
La cuarta tenía treinta años: era una de las más bellas mujeres que jamás
había visto; adornada con el candor, la honestidad, la decencia en el porte, y
todas las virtudes de un alma dulce.
La quinta era una mujer de treinta y seis años, preñada de tres meses;
morena, muy vivaracha, con hermosos ojos, pero que había perdido, por lo que
me pareció, cualquier remordimiento, cualquier decencia, cualquier
comedimiento.
La sexta era de la misma edad: gruesa como una torre, alta en proporción, con
bellos rasgos, un auténtico coloso cuyas formas estaban degradadas por la gordura.
Como estaba desnuda cuando la vi, distinguí fácilmente que no había una
sola parte de su enorme cuerpo que no mostrara la huella de la brutalidad de los
depravados cuyos placeres le hacía servir su mala estrella.
La séptima y la octava eran dos bellísimas mujeres de unos cuarenta años.
Prosigamos ahora la historia de mi llegada a aquel impuro lugar.
Como ya os he dicho, entre todos avanzaron hacia mí; Clément es el más
atrevido y su infecta boca no tarda en pegarse a la mía; me aparto con horror,
pero me dan a entender que todas mis resistencias no son más que remilgos
inútiles, y que lo mejor que puedo hacer es imitar a mis compañeras.
––Ya puedes imaginar ––me dice el padre Severino–– que no serviría de nada
intentar resistirte en el retiro inabordable en que te hallas. Dices que has pasado
muchas desgracias; para una joven virtuosa faltaba, sin embargo, la mayor de
todas ellas en la lista de tus infortunios. ¿No era ya hora de que esa altiva virtud
naufragara?, ¿es posible seguir siendo casi virgen a los veintidós años? Aquí
tienes compañeras que, como tú, quisieron resistirse al entrar y que, como tú
harás prudentemente, acabaron por someterse cuando vieron que su defensa
sólo podía llevarlas a malos tratos. Pues es bueno decírtelo, Thérèse ––continuó
el superior, mostrándome disciplinas, varas, férulas, azotes, cuerdas y otras mil
variedades de instrumentos de tortura...––. Sí, es bueno que lo sepas: eso es lo
que utilizamos con las muchachas rebeldes; tú misma comprobarás si merece la
pena que te convenzamos de ello. Por otra parte, ¿qué reclamarías aquí? ¿La
equidad?, no la conocemos; ¿la humanidad?, nuestro único placer es violar sus
leyes; ¿la religión?, no existe para nosotros, nuestro desprecio por ella aumenta
debido a que la conocemos más; ¿parientes... amigos... jueces? No hay nada de
todo eso en este lugar, querida muchacha; sólo encontrarás aquí el egoísmo, la
crueldad, el desenfreno, y la impiedad más argumentada. De modo que tu única
salida es la sumisión más absoluta; dirige tus miradas al asilo impenetrable en
que te encuentras, jamás ningún mortal apareció por estos lugares; aunque el
convento fuera tomado, registrado, quemado, nadie descubriría este retiro: es un
pabellón aislado, enterrado, rodeado por todas partes por seis muros de un
increíble espesor, y tú estás en él, hija mía, en medio de cuatro libertinos que
seguramente no tienen ganas de perdonarte nada y a los que tus ruegos, tus
lágrimas, tus palabras, tus genuflexiones o tus gritos sólo conseguirán excitar
más. ¿A quién recurrirás, por consiguiente? ¿Será a ese Dios al que acabas de
implorar con tanto celo, y que, para recompensarte de tu fervor, te precipita aún
con mayor decisión en la trampa? ¿A ese Dios quimérico al que nosotros
mismos ofendemos aquí cada día insultando sus vanas leyes?... Date cuenta de
una vez, Thérèse, de que no existe ningún poder, sea cual sea la naturaleza que
quieras suponerle, que pueda conseguir arrancarte de nuestras manos, y no
existe, ni en el orden de las cosas posibles ni en el de los milagros, ningún tipo
de medio que pueda conseguirte conservar por más tiempo esta virtud de la que
te sientes tan orgullosa; que pueda, en fin, impedir que te conviertas en todos los
sentidos, y de todas las maneras, en víctima propiciatoria de los excesos libidinosos
a los que los cuatro vamos a abandonarnos contigo... Así que
desnúdate, puta, ofrece tu cuerpo a nuestras lujurias, que sea mancillado al
instante, o los tratos mas crueles te demostrarán los riesgos en que incurre una
miserable como tú al desobedecernos.
Sentía que este discurso... esta orden terrible me dejaba sin recursos; pero
¿no me habría convertido en culpable si no intentara lo que me sugería mi
corazón, y aun permitía mi estado? Así que me arrojo a los pies del padre
Severino, utilizo toda la elocuencia de un alma desesperada, para suplicarle que
no abuse de mi situación. Los lloros más amargos acaban por inundar sus
rodillas, y me atrevo a intentar con ese hombre cuanto imagino de más fuerte,
cuanto creo más patético... ¿De qué servía todo ello, Dios mío? ¿Acaso podía
yo ignorar que las lágrimas son un incentivo más a los ojos del libertino?, ¿podía
dudar de que todo lo que hiciera para conmover a esos bárbaros no conseguiría
más que excitarlos?...
––Atrápala... ––dice Severino enfurecido––, apodérate de ella, Clément, que
se desnude en un minuto, y que aprenda que entre personas como nosotros la
compasión no sirve para sofocar la naturaleza.
Clément echa espumarajos; mis . resistencias lo habían enardecido; me atrapa
con un movimiento seco y nervioso; salpicando sus frases y sus gestos con
espan tosas blasfemias, en un minuto hace saltar mis ropas. ––Hermosa criatura
––dice el superior paseando sus dedos por mis caderas––; ¡que me aplaste Dios
si jamás he visto otra mejor hecha! Amigos ––prosigue el monje––, pongamos
orden en nuestras acciones; ya conocéis nuestras fórmulas de acogida, que las
sufra todas, sin la menor excepción. Y que mientras tanto las otras ocho mujeres
se coloquen alrededor de nosotros, para prevenir las necesidades, o para
excitarlas.
Inmediatamente forman un círculo, me sitúan en el centro, y allí, durante más
de dos horas, soy examinada, valorada, manoseada por los cuatro frailes,
recibiendo sucesivamente de cada uno de ellos elogios o críticas.
––Me permitiréis, señora, ––dijo sonrojándose nuestra bella prisionera––,
ocultaros una parte de los detalles obscenos de la odiosa ceremonia. Que
vuestra imaginación suponga todo lo que el desenfreno puede dictar en tal caso
a unos malvados; que los vea pasar sucesivamente de mis compañeras a mí,
comparar, relacionar, confrontar, discurrir, y sólo obtendrá verosímilmente una
débil imagen de lo que realizaron en estas primeras orgías, muy suaves, sin
duda, en comparación con todos los horrores que no tardaría en experimentar.
––Vamos ––dice Severino cuyos deseos prodigiosamente exaltados ya no
pueden contenerse, y que en este horrible estado parece un tigre dispuesto a
devorar a su víctima––, que cada uno de nosotros la someta a su placer favorito.
Y el infame, colocándose en un canapé en la actitud propicia para sus
execrables proyectos, haciéndome sostener por dos de sus frailes, intenta
solazarse conmigo de aquella manera criminal y perversa que sólo nos hace
semejarnos al sexo que no poseemos degradando el propio. Pero, o ese
impúdico está demasiado vigorosamente dotado, o la naturaleza se rebela en mí
ante la mera sospecha de esos placeres: no consigue vencer los obstáculos; tan
pronto como se presenta, es inmediatamente rechazado... Abre, empuja,
desgarra, todos sus esfuerzos son inútiles; el furor de ese monstruo se dirige
contra el altar que sus deseos no pueden alcanzar; lo golpea, lo pellizca, lo
muerde. Nuevas posibilidades nacen del seno de tales brutalidades; las carnes
reblandecidas ceden, el sendero se entreabre, el ariete penetra. Yo lanzo unos
gritos espantosos. La masa entera no tarda en ser engullida, y la culebra,
arrojando inmediatamente un veneno que le arrebata las fuerzas, cede
finalmente, llorando de rabia, a los movimientos que yo hago para soltarme. En
toda mi vida no había sufrido tanto.
Se adelanta Clément; está armado con varas; sus pérfidas intenciones estallan
en sus ojos:
––Me toca a mí ––le dice a Severino––, me toca a mí vengaros, padre mío; me
toca a mí corregir a esta pécora por resistirse a vuestros placeres.
No necesita que nadie me sostenga; uno de sus brazos me rodea y me aprieta
contra una de sus rodillas, de manera que, presionando mi vientre, pone mas al
descubierto lo que servirá a sus caprichos. Al principio tantea sus golpes, parece
que sólo tenga la intención de prepararse; pronto, inflamado de lujuria, el
depravado golpea con todas sus fuerzas: nada queda a salvo de su ferocidad;
de la mitad de las caderas hasta las pantorrillas, todo es recorrido por el traidor;
atreviéndose a mezclar el amor con esos crueles momentos, su boca se pega a
la mía y quiere absorber los suspiros que los dolores me arrancan... Mis
lágrimas corren, las devora, sucesivamente besa y amenaza, pero sigue golpeando;
mientras actúa, una de las mujeres le excita; arrodillada delante de él, lo
trabaja diferentemente con cada una de sus manos, y cuanto más lo consigue,
con más violencia me llegan sus golpes. Estoy a punto de ser desgarrada
cuando nada anuncia todavía el final de mis males: de nada sirve que se
prodigue por todas partes. El final que yo espero sólo dependerá de su delirio.
Una nueva crueldad lo determina: mi pecho está a la merced de ese hombre
brutal, le excita, hunde en él sus dientes, el antropófago lo muerde: este exceso
provoca la crisis, el incienso se escapa. Unos gritos espantosos y unas terribles
blasfemias han señalado su arrebato, y el fatigado monje me abandona a
Jérôme.
No seré más peligroso para tu virtud que Clément ––me dice el libertino
acariciando el altar ensangrentado donde acaba de sacrificar el otro fraile––,
pero quiero besar esos surcos; si yo también soy capaz de entreabrirlos, les
debo algún honor. Quiero aún más ––prosigue; hundiendo uno de sus dedos en
el lugar donde se había metido Severino––, quiero que la gallina ponga, y quiero
devorar su huevo... ¿Está ahí?... ¡Sí, pardiez!... ¡Oh, hija mía, qué delicado es!...
Su boca sustituye los dedos... Me explican lo que tengo que hacer, lo hago con
asco. En la situación en que me encuentro, ¡ay de mí, no me está permitido
negarme! El indigno está contento... traga, y después, haciéndome arrodillar
delante de él, se pega a mí en esa posición; su ignominiosa pasión se satisface
en un lugar que me impide cualquier protesta. Mientras actúa así, la mujer gorda
lo azota, y otra, situada a la altura de su boca, cumple el mismo deber al que yo
he acabado de ser sometida.
No basta ––dice el infame––, quiero que cada una de mis manos... siempre
nos quedamos cortos...
Las dos jóvenes más bonitas se acercan, obedecen: estos son los excesos a
que la saciedad ha conducido a Jérôme. En cualquier caso, las impurezas le
llenan de felicidad, y mi boca, al cabo de media hora, recibe finalmente, con una
repugnancia que os será fácil adivinar, el asqueroso homenaje de aquel hombre
depravado.
Aparece Antonin.
––Vamos a ver ––dice–– esta virtud tan pura; estropeada por un solo asalto, ya
no debe notarse.
Sus armas están en ristre, se serviría gustosamente de los procedimientos de
Clément. Ya os he dicho que la fustigación activa le gusta tanto como al otro
monje, pero como está apresurado le parece suficiente el estado en que me ha
dejado su compañero. Me examina, disfruta, y dejándome en la postura que
todos ellos prefieren, manosea un instante las dos medias lunas que impiden la
entrada. Zarandea furiosamente los pórticos del templo, no tarda en llegar al
santuario: el asalto, aunque tan violento como el de Severino, realizado en un
sendero menos estrecho, no es sin embargo tan rudo de soportar. El vigoroso
atleta coge mis dos caderas, y supliendo los movimientos que yo no puedo
hacer me sacude contra su cuerpo con vigor; diríase, por los esfuerzos
redoblados de ese Hércules, que, no contento con ser dueño de la plaza, quiere
reducirla a polvo. Unos ataques tan terribles, y tan nuevos para mí, me hacen
sucumbir; pero, sin inquietarse por mis penas, el cruel vencedor sólo piensa en
aumentar sus placeres; todo le circunda, todo le excita, todo contribuye a sus
voluptuosidades. Frente a él, subida a mis caderas, la joven de quince años, con
las piernas abiertas, ofrece a su boca el mismo altar en el que realiza su
sacrificio conmigo, sorbe gustosamente el precioso jugo de la naturaleza cuya
emisión acaba ésta de conceder a la chiquilla. Una de las viejas, arrodillada
delante de las caderas de mi vencedor, las mueve, y avivando sus deseos con
su lengua impura, consigue su éxtasis, mientras que para calentarse aún más el
libertino excita a una mujer con cada una de sus manos. No hay uno de sus
sentidos que no sea provocado, ni uno que no contribuya a la perfección de su
delirio; lo alcanza, pero mi constante horror por todas sus infamias me impide
compartirlo... Lo consigue solo, sus gestos, sus gritos, todo lo anuncia, y me
siento inundada, a pesar mío, por las pruebas de una llama que sólo contribuyo
a encender en una sexta parte. Me desplomo finalmente sobre el trono donde
acabo de ser inmolada, sintiendo únicamente mi existencia a través del dolor y
de las lágrimas... de la desesperación y de los remordimientos...
Entonces el padre Severino ordena a las mujeres que me den de comer, pero
muy lejos de prestarme a estas atenciones, un acceso de furiosa pena asalta mi
alma. Yo, que ponía toda mi gloria, toda mi felicidad, en mi virtud, yo, que me
consolaba de todos los males de la fortuna, con tal de ser siempre decente, no
puedo soportar la horrible idea de verme tan cruelmente mancillada por aquellos
de quienes debía esperar el máximo socorro y consuelo: mis lágrimas manan en
abundancia y mis gritos hacen resonar la bóveda. Ruedo por los suelos, me
golpeo los pechos, me meso los cabellos, invoco a mis verdugos, y les suplico
que me den muerte... ¿Creeréis, señora, que tan espantoso espectáculo sólo
consigue excitarlos más?
––¡Ah! ––dice Severino––, nunca he disfrutado de una escena más hermosa.
Ved, amigos míos, en qué estado me pone; es increíble lo que consiguen de mí
los dolores femeninos.
––Sigamos con ella ––dice Clément––, y para enseñarle a gritar de este modo
que, en este segundo asalto, la bribona sea tratada con mayor crueldad.
Dicho y hecho; Severino toma la iniciativa pero, por mucho que dijera, sus
deseos necesitaban un grado de excitación superior, y, sólo después de haber
utilizado los crueles medios de Clément, consiguió reunir las fuerzas necesarias
para la realización de su nuevo crimen. ¡Qué exceso de ferocidad, Dios mío!
¡Cómo era posible que esos monstruos la llevaran al punto de elegir el instante
de una crisis de dolor moral por la violencia que sentía para hacerme sufrir otro
dolor fisico tan bárbaro!
––Sería injusto que no utilizara como principal con esta novicia lo que tanto
nos sirve como accesorio ––dice Clément comenzando a actuar––, y os aseguro
que no la trataré mejor que vosotros.
––Un momento ––dice Antonin al superior al que veía a punto de cogerme de
nuevo––; mientras vuestro celo va a exhalarse en las partes traseras de esta
hermosa joven, me parece que yo puedo incensar al Dios opuesto; la
pondremos entre los dos.
Me colocan de tal manera que todavía puedo ofrecer la boca a Jérôme; se lo
exigen. Clément se coloca en mis manos; me veo obligada a masturbarlo. Todas
las sacerdotisas rodean el espantoso grupo. Cada una de ellas presta a los
actores lo que sabe que más debe enardecerlo. Sin embargo, yo soporto todo; el
peso entero recae exclusivamente sobre mí. Severino da la señal, los tres
restantes no tardan en seguirle, y ya me tenéis, por segunda vez, indignamente
mancillada por las pruebas de la repugnante lujuria de unos indignos bribones.
––Es más que suficiente para un primer día ––dice el superior––; ahora hay
que demostrarle que sus compañeras no son mejor tratadas que ella.
Me suben a un sillón elevado, y, desde allí, me veo obligada a presenciar los
nuevos horrores con los que terminan las orgías.
Los frailes forman un pasillo; todas las hermanas desfilan delante, y reciben un
azote de cada uno de ellos; después son obligadas a excitar sus verdugos con la
boca mientras éstos las atormentan y las insultan.
La más niña, la de diez años, se coloca sobre el canapé, y cada religioso
acude a hacerle sufrir el suplicio que prefiera; a su lado se pone la joven de
quince años, con la que aquel que acaba de infligir el castigo debe disfrutar
inmediatamente a su capricho; hace de comodín: la mas vieja debe acompañar
al fraile que actúa, a fin de servirle, bien en esta operación, bien en el acto que
debe concluirla. Severino sólo utiliza la mano para golpear a la que se le ofrece,
y corre a englutirse en el santuario que le deleita y que le presenta la que han
colocado a su lado; armada con un manojo de ortigas, la vieja le devuelve lo que
acaba de hacer; del interior de esas dolorosas titilaciones nace la ebriedad del
libertino... Preguntado si se consideraría cruel, aducirá que no ha hecho nada
que él mismo no haya previamente soportado.
Clément pellizca levemente las carnes de la chiquilla: el goce ofrecido al lado
le resulta prohibido, pero le tratan como él ha tratado; y deja a los pies del ídolo
el incienso que ya no tiene fuerzas para arrojar dentro del santuario.
Antonin se divierte magullando fuertemente las partes carnosas del cuerpo de
su víctima; excitado por los saltos que da, se abalanza a la parte ofrecida a sus
placeres predilectos. Es, a su vez, magullado y golpeado, y su ebriedad es el
fruto de los tormentos.
El viejo Jérôme sólo se sirve de sus dientes, pero cada mordisco deja una
huella de la que la sangre mana inmediatamente; después de una docena, el
comodín le presenta la boca; satisface en ella su furia, mientras que él mismo es
mordido con idéntica fuerza.
Los monjes beben y recuperan las fuerzas.
La mujer de treinta y seis años, preñada de tres meses, tal como os he
contado, es encaramada sobre un pedestal de ocho pies de altura, en el que
sólo puede colocar una pierna, viéndose obligada a tener la otra suspendida en
el aire; a su alrededor hay unos colchones rellenos de espinos, de acebos, de
abrojos, de tres pies de espesor; y se le ha dado una vara flexible para sostenerse.
Es fácil ver, por una parte, el esfuerzo que pone en no caer, y, por otra,
la imposibilidad de mantener el equilibrio: esta alternativa divierte a los frailes.
Alineados los cuatro a su alrededor, cada uno de ellos tiene una o dos mujeres
que los excitan de maneras diversas durante el espectáculo. Por muy
embarazada que esté, la desdichada permanece en esa actitud durante un
cuarto de hora; al fin le fallan las fuerzas, cae sobre los espinos, y nuestros
malvados, borrachos de lujuria, ofrecerán por última vez sobre su cuerpo el
abominable homenaje de su ferocidad... Luego se retiran.
El superior me confia a manos de aquella mujer, de treinta años de edad, de la
que ya os he hablado: la llamaban Omphale. Le habían asignado el cometido de
instruirme y de instalarme en mi nuevo domicilio, pero aquella primera noche no
vi ni escuché nada. Anonadada y desesperada, sólo quería reposar un poco.
Descubrí en la habitación adonde me destinaba a otras mujeres que no
estuvieron en la cena; dejé para el día siguiente el examen de todos esos
nuevos cuerpos, y sólo me ocupé de buscar un poco de descanso. Omphale me
dejó tranquila, y se acostó en su cama. Así que estoy en la mía, todo el horror de
mi suerte se presenta aún más vivamente ante mí; no acababa de creerme
todas las abominaciones que había sufrido, ni aquellas de las que había sido
testigo. ¡Ay de mí!, si alguna vez mi imaginación se había extraviado por esos
placeres, yo los creía castos como el Dios que los inspiraba, ofrecidos por la
naturaleza para servir de consuelo a los humanos, los suponía nacidos del amor
y de la delicadeza. Estaba muy lejos de creer que el hombre, a ejemplo de los
animales feroces, sólo pudiera disfrutar haciendo temblar a su compañera...
Después, volviendo sobre la fatalidad de mi suerte... «¡Oh, justo cielo!», me
decía, «¡así que ahora es absolutamente cierto que ningún acto virtuoso
emanará de mi corazón sin que vaya inmediatamente seguido de un dolor! ¿Y
qué daño hacía yo, Dios santo, deseando cumplimentar en este convento
algunos deberes religiosos? ¿He ofendido al cielo por querer rezar?
¡Incomprensibles designios de la Providencia, dignaos», proseguí, «mostraros a
mis ojos si no queréis que me rebele contra vosotros!» Unas amargas lágrimas
siguieron a estas reflexiones, y todavía estaba inundada por ellas cuando se
hizo de día; entonces Omphale se acercó a mi cama.
––Querida compañera ––me dijo––, vengo a exhortarte que tengas valor. Yo
lloré como tú los primeros días, y ahora me he acostumbrado. Tú te
acostumbrarás como yo he hecho. Los comienzos son terribles. No es únicamente
la necesidad de satisfacer las pasiones de esos depravados lo que
constituye el suplicio de nuestra vida, es la pérdida de nuestra libertad, la
manera cruel con que se nos trata en esta espantosa casa.
Los infelices se consuelan al ver a otros a su lado. Por agudos que fueran mis
dolores, los mitigué un instante, para rogar a mi compañera que me informara de
los males que debía esperar.
––Un momento ––me dijo mi maestra––, levántate, comencemos por recorrer
nuestro retiro, contempla a las nuevas compañeras, y después hablaremos.
Obedeciendo los consejos de Omphale, vi que estaba en una cámara muy
grande en la que había ocho camitas de indiana bastante limpias; al lado de
cada cama había un cuarto de aseo, pero todas las ventanas que iluminaban
tanto los cuartos como la cámara distaban dos metros del suelo y estaban
provistos de barrotes por dentro y por fuera. En el centro de la cámara principal
había una gran mesa clavada en el suelo, para comer o para trabajar; tres
puertas más forradas de hierro cerraban la cámara; ninguna cerradura a nuestro
lado, cerrojos enormes al otro.
––¿Esta es nuestra prisión? ––le dije a Omphale.
––¡Sí, querida mía! ––me contestó––; es nuestra única vivienda; las ocho
mujeres restantes tienen cerca de aquí una cámara semejante, y sólo nos
comunicamos cuando les place a los monjes reunirnos.
Entré en el cuarto de aseo que me estaba destinado; ocupaba unos tres
metros cuadrados; la luz procedía, como en la otra habitación, de una ventana
altísima y totalmente recubierta de hierro. Los únicos muebles eran un bidé, un
lavabo y un retrete. Salí; mis compañeras, impacientes por verme, me rodearon;
eran siete: yo hacía la octava. Omphale, que vivía en la otra cámara, sólo estaba
en ésta para instruirme; se quedaría allí si yo lo quería, y una de las de esta
cámara la sustituiría en la suya; exigí este arreglo, y así se hizo. Pero antes de
pasar al relato de Omphale, me parece esencial describiros las siete nuevas
compañeras que me deparaba la suerte; lo haré por orden de edad, como en el
caso de las primeras.
La más joven tenía doce años, una fisonomía muy viva y muy graciosa, los
más hermosos cabellos y la boca más bonita.
La segunda tenía dieciséis años; era una de las rubias más hermosas que
nunca había visto, unas facciones realmente deliciosas, y todas las gracias, toda
la gentileza de su edad, mezcladas con una especie de expresión, fruto de su
tristeza, que la hacía aún mil veces más bella.
La tercera tenía veintitrés años; muy bonita, pero un exceso de descaro y de
impudor degradaba, en mi opinión, los encantos con que la había dotado la naturaleza.
La cuarta tenía veintiséis años; estaba moldeada como una Venus; con unas
formas, sin embargo, un tanto exageradas; una blancura deslumbrante; la fiso
nomía dulce, franca y risueña, hermosos ojos, la boca un poco grande, pero con
una dentadura admirable, y soberbios cabellos rubios.
La quinta tenía treinta y dos años; estaba preñada de cuatro meses, un rostro
ovalado, un poco triste, con grandes ojos llenos de expresión, muy pálida, una
salud delicada, una voz tierna, y escasa lozanía; libertina por naturaleza: se
agotaba, me dijeron, a sí misma.
La sexta tenía treinta y tres años; una mujer alta, bien plantada, el rostro más
hermoso del mundo, bellas carnes.
La séptima tenía treinta y ocho años; un auténtico modelo de estatura y de
belleza; era la decana de mi cámara; Omphale me previno de su maldad, y
principalmente del gusto que sentía por las mujeres.
––Ceder es la auténtica manera de gustarle ––me dijo mi compañera––;
resistírsele es concitar sobre la propia cabeza todos los males que pueden
afligirnos en esta casa. Ya verás qué haces.
Omphale pidió a Ursule, que así se llamaba la decana, permiso para
instruirme; Ursule le consintió con la condición de que fuera a besarla. Me
acerqué a ella: su lengua impura quiso reunirse con la mía, mientras sus dedos
se empeñaban en provocar unas sensaciones que estaba muy lejos de
conseguir. A pesar mío, sin embargo, tuve que prestarme a todo, y cuando creyó
haber vencido, me despidió a mi cuarto de aseo, donde Omphale me habló de la
siguiente manera:
––Todas las mujeres que viste ayer, querida Thérèse, y las que acabas de ver,
se dividen en cuatro clases de cuatro mujeres cada una de ellas. La primera es
llamada la clase de la infancia: abarca las mujeres desde la más tierna edad
hasta los dieciséis años; las distingue un traje blanco.
»La segunda clase, cuyo color es el verde, se llama la clase de la juventud;
comprende las mujeres de dieciséis a veinte años.
»La tercera clase es la edad del juicio; viste de azul; va de los veintiuno a los
treinta; es en la que estamos nosotras dos.
»La cuarta clase, vestida de castaño dorado, está destinada a la edad madura;
la forman todas las que pasan de los treinta años.
»Estas mujeres o bien se mezclan indistintamente en las cenas de los
reverendos padres, o aparecen allí por clases: todo depende del capricho de los
frailes, pero, al margen de las cenas, están mezcladas en las dos cámaras,
como puedes juzgar por las que ocupan la nuestra.
»La instrucción que tengo que darte, me dijo Omphale, se resume en cuatro
capítulos principales: en el primero trataremos de lo que se refiere a la casa; en
el segundo, pondremos lo que concierne al comportamiento de las mujeres, sus
castigos, su nutrición, etcétera, etcétera; el tercer capítulo te instruirá acerca de
la organización de los placeres de los monjes, de la manera como las mujeres lo
ejecutan; el cuarto te expondrá la historia de las bajas y de los cambios.
»No te describiré en absoluto, Thérèse, los alrededores de esta horrible casa,
los conoces tan bien como yo; te hablaré sólo del interior; me lo han mostrado a
fin de que pueda dar su imagen a las recién llegadas, de cuya educación me
encargo, y quitarles mediante esta descripción cualquier deseo de evadirse.
Ayer, Severino te explicó una parte: no te engañó en absoluto, querida mía. La
iglesia y el pabellón contiguo forman lo que es propiamente el convento; pero tú
ignoras cómo está situado el cuerpo de edificio que habitamos, cómo se llega a
él; es así. En el fondo de la sacristía, detrás del altar, hay una puerta oculta en el
revestimiento de madera que se abre mediante un resorte; esa puerta es la
entrada de un estrecho pasillo, tan oscuro como largo, con unas sinuosidades
que tu terror al entrar te impidieron, sin duda, descubrir; al principio ese pasillo
desciende, porque es preciso que pase debajo de un foso de diez metros de
profundidad, luego sube a lo largo de la anchura del foso, y sólo queda a seis
pies debajo del suelo; así es como llega a los subterráneos de nuestro pabellón,
alejado del otro aproximadamente un cuarto de legua. Seis espesos recintos
impiden que sea posible descubrir el alojamiento, incluso para alguien
encaramado al campanario de la iglesia; la razón de eso es muy sencilla: el
pabellón es muy bajo, no alcanza los ocho metros, y los recintos, compuestos
unos de murallas, otros de seto vivo muy espeso, tienen cada uno de ellos más
de quince de altura: desde cualquier lugar que se mire, esta parte sólo puede ser
tomada, por tanto, como un bosquecillo, pero jamás como una vivienda; tal como
acabo de decir, la salida del oscuro pasillo que te he mencionado se efectúa por
una trampilla que da a los subterráneos, y de la que es imposible que te
acuerdes por el estado en que debías estar al cruzarla. Este pabellón, querida
mía, se compone en conjunto de unos subterráneos, una planta baja, un
entresuelo y un primer piso; la parte superior es una bóveda muy espesa
cubierta por una cubeta de plomo llena de tierra, en la que están plantados unos
arbustos siempre verdes que, combinando con los setos que nos rodean,
confieren al conjunto un aspecto de macizo aún más real. El subterráneo consta
de una gran sala en el centro y ocho gabinetes alrededor, dos de los cuales sirven
de calabozos para las mujeres que han merecido tal castigo, y los seis
restantes de bodegas; encima se encuentran la sala de las cenas, las cocinas,
las antecocinas, y dos gabinetes donde van los frailes cuando quieren aislar sus
placeres y saborearlos con nosotras, al margen de las miradas de sus
compañeros. El entresuelo se compone de ocho cámaras, cuatro de las cuales
disponen de un cuarto de baño; son las celdas donde duermen los monjes, y
donde nos introducen cuando su lubricidad nos destina a compartir sus camas;
las otras cuatro son las de los hermanos legos, uno de los cuales es nuestro
carcelero, el segundo el criado de los frailes, el tercero el cirujano, que tiene en
su celda cuanto se necesita para las necesidades urgentes, y el cuarto el
cocinero; estos cuatro hermanos son sordomudos; así que dificilmente
esperarás de ellos, como ves, consuelo o ayuda; además, jamás se paran con
nosotras, y nos está prohibidísimo hablarles. La parte superior del entresuelo
forma los dos serrallos; absolutamente idénticos entre sí; son, como ves, una
gran cámara en la que hay ocho cuartos de aseo. Así que imagina, querida hija,
en el supuesto de que rompiéramos las rejas de nuestras ventanas, y bajáramos
por ellas, todavía estaríamos lejos de poder escapar, ya que restarían por
franquear cinco setos vivos, una gruesa muralla y un amplio foso: si llegáramos
a vencer estos obstáculos, ¿dónde daríamos entonces? En el patio del convento
que, cuidadosamente cerrado, no nos ofrecería tampoco en un primer momento
una salida muy segura. Confieso que otro medio de evasión, menos peligroso
quizá, consistiría en encontrar en los subterráneos la boca del pasillo que
conduce a él; pero ¿cómo llegar a esos subterráneos, perpetuamente
encerradas como estamos? E incluso en el caso de que halláramos esa
abertura, lleva a un rincón perdido, desconocido por nosotras y protegido asimismo
por rejas cuya llave sólo tienen ellos. Y si pese a todo llegáramos a
vencer todos estos inconvenientes y alcanzáramos el pasadizo, no por ello el
camino sería más seguro para nosotras; está lleno de trampas que sólo ellos
conocen, y en las que quedarían inevitablemente atrapadas las personas que
quisieran recorrerlo sin ellos. Así pues, hay que renunciar a la evasión, es
imposible, Thérèse; cree que si fuera practicable, hace mucho tiempo que yo
habría abandonado este detestable lugar, pero no se puede. Los que están aquí
sólo salen con la muerte; y de ahí nace la impudicia, la crueldad y la tiranía con
que nos tratan esos malvados; nada les inflama, nada les excita más la
imaginación que la impunidad que les promete este inabordable retiro; seguros
de no tener más testigos de sus excesos que las mismas víctimas que los
satisfacen, convencidísimos de que sus extravíos jamás serán revelados, los
llevan a los más odiosos extremos; liberados del freno de las leyes, después de
haber roto los de la religión y desconocer los del remordimiento, no hay atrocidad
que no se permitan, y en esta apatía criminal sus abominables pasiones
se sienten tan voluptuosamente estimuladas que nada les excita tanto, dicen,
como la soledad y el silencio, como la debilidad de una parte y la impunidad de
la otra. Los frailes se acuestan regularmente todas las noches en este pabellón,
se dirigen a él a las cinco de la tarde, y regresan al convento a la mañana
siguiente a eso de las nueve, a excepción de uno que, por turno, pasa aquí el
día: se le llama el regente de guardia. Pronto veremos su función. En cuanto a
los cuatro hermanos, no se mueven jamás; tenemos en cada cámara un timbre
que comunica con la celda del carcelero; sólo la decana tiene derecho a
apretarlo, pero cuando lo hace debido a sus necesidades, o a las nuestras,
acude al instante. Los propios padres traen al regresar cada día las provisiones
necesarias, y las entregan al cocinero que las utiliza de acuerdo con sus
órdenes; en los subterráneos hay un manantial, y abundancia de vinos de todo
tipo en las bodegas.
»Pasemos al segundo capítulo, que se refiere al comportamiento de las
mujeres, a su alimento, a su castigo.
»Nuestro número es siempre el mismo; se toman las disposiciones necesarias
para que siempre seamos dieciséis: ocho en cada cámara; y, como ves, siempre
con el uniforme de nuestra clase. No acabará el día sin que te den los hábitos de
aquella en la que tú ingresas; pasamos todo el día en una bata del color que nos
corresponde; de noche, en levita del mismo color, peinadas lo mejor que
podemos. La decana de la cámara tiene todo el poder sobre nosotras,
desobedecerla es un crimen; está encargada de la tarea de inspeccionarnos
antes de que nos dirijamos a las orgías, y si algo no está en el estado deseado,
ella y nosotras somos castigadas. Podemos cometer varios tipos de faltas. Cada
una de ellas tiene su castigo especial cuya tarifa se exhibe en las dos cámaras;
el regente de día, el que viene, como te explicaré inmediatamente, a darnos
órdenes, designar las mujeres de la cena, visitar nuestras habitaciones, y recibir
las quejas de la decana, este fraile, digo, es el que reparte de noche el castigo
que cada una ha merecido. He aquí el inventario de los castigos al lado de las
culpas que nos los procuran.
»No levantarse por la mañana a la hora debida: treinta latigazos (pues casi
siempre nos castigan con este suplicio; era bastante lógico que un episodio de
los placeres de esos libertinos se convirtiera en su corrección predilecta);
ofrecer, bien por error, bien por cualquier otra causa posible, una parte del
cuerpo, en el acto de los placeres, distinta a la que deseaban: cincuenta latigazos;
ir mal vestida, o mal peinada: veinte latigazos; no haber avisado de que
se tiene la regla: sesenta latigazos; el día en que el cirujano ha comprobado tu
preñez: cien latigazos; negligencia, imposibilidad, o rechazo en las proposiciones
lujuriosas: doscientos latigazos. ¡Y cuántas veces su infernal maldad nos atrapa
en falta sobre eso, sin que nosotras tengamos el más mínimo yerro! ¡Cuántas
veces uno de ellos pide de repente lo que sabe perfectamente que se acaba de
conceder a otro, y que no se puede repetir inmediatamente! No por ello hay que
dejar de sufrir el castigo; jamás son escuchadas nuestras protestas, o nuestras
quejas; hay que obedecer o aceptar el castigo. Faltas de conducta en la cámara
o desobediencia a la decana: sesenta latigazos; la apariencia de lloros, de pena,
de remordimiento, la sospecha misma del más mínimo retorno a la religión:
doscientos latizagos. Si un monje te elige para saborear contigo la última crisis
del placer y él no puede alcanzarla, sea falta suya, cosa que es muy común, o
tuya: al acto, trescientos latigazos. La más mínima apariencia de repugnancia a
las proposiciones de los monjes, sean de la naturaleza que sean: doscientos
latizagos; un intento de evasión, una revuelta: nueve días de calabozo,
completamente desnuda, y trescientos latigazos por día; murmuraciones, malos
consejos, malas conversaciones entre nosotras, así que son descubiertos: trescientos
latigazos; proyectos de suicidio, negativa a alimentarse como es debido:
doscientos latigazos; faltar al respeto a los frailes: ciento ochenta latigazos. Esos
son nuestros únicos delitos, por el resto podemos hacer lo que queramos,
acostarnos juntas, pelearnos, pegarnos, llegar a los últimos excesos de la
ebriedad y de la gula, jurar, blasfemar: todo eso da igual, nada se nos dice por
esas faltas; sólo somos reprendidas por las que acabo de mencionarte, pero las
decanas pueden evitarnos muchos de esos inconvenientes, si quieren.
Desgraciadamente, esta protección sólo se compra con unas complacencias a
menudo más molestas que las penas por ellas garantizadas; las de ambas salas
tienen los mismos gustos, y sólo concediéndoles favores se consigue controlarlas.
Si se les niegan, multiplican sin motivo la suma de tus errores, y los
monjes a los que servimos, lloviendo sobre mojado, lejos de reprocharles su
injusticia, las estimulan incesantemente a repetirla; ellas mismas están
sometidas a todas estas reglas, y además muy severamente castigadas, si se
las sospecha indulgentes. No es que estos libertinos necesiten todo eso para
torturarnos, pero les resulta muy cómodo dotarse de pretextos; este aire de
naturalidad presta encantos a su voluptuosidad, y la incrementa. Al entrar aquí
cada una de nosotras tiene una pequeña provisión de ropa; nos dan media
docena de cada cosa, y nos la renuevan cada año, pero hay que entregar lo que
nosotras traemos; no se nos permite conservar nada. Las quejas de los cuatro
legos de que te he hablado son atendidas como las de la decana; basta su
simple delación para que se nos castigue; pero por lo menos no nos piden nada,
y no son tan temibles como las decanas, muy exigentes y muy peligrosas
cuando el capricho o la venganza dirige sus comportamientos. Nuestro alimento
es muy bueno y siempre muy abundante; si de ello no obtuvieran unas dosis de
voluptuosidad, es posible que este tema no funcionara tan bien, pero como sus
sucios desenfrenos ganan con ello, no descuidan nada para atiborrarnos de
comida: los que prefieren azotamos, nos tienen más rollizas, más gordas, y los
que, como te decía Jerôme ayer, prefieren ver poner la gallina, están seguros,
mediante una alimentación abundante, de una mayor cantidad de huevos. En
consecuencia, nos sirven cuatro veces al día; para desayunar, entre las nueve y
las diez, nos dan siempre un ave con arroz, frutas frescas o compotas, té, café o
chocolate; a la una se nos sirve el almuerzo; cada mesa de ocho es servida de
igual manera: un sabroso potaje, cuatro entrantes, un asado y cuatro dulces;
postres en cualquier estación. A las cinco y media, se sirve la merienda: pasteles
o frutas; la cena es sin duda excelente, si es la de los monjes; si no asistimos a
ella, como entonces sólo somos cuatro por cámara, se nos sirve a la vez tres
platos de asado y cuatro postres; tenemos cada una de nosotras una botella de
vino blanco, otra de tinto, y media botella de licor al día; las que no beben son
libres de dárselo a las demás; las hay entre nosotras muy glotonas que beben
enormemente, que se emborrachan, y todo eso sin que nadie las riña; las hay
también a las que estas cuatro comidas no bastan; no tienen más que llamar, y
se les trae inmediatamente lo que piden.
»Las decanas obligan a comer en las comidas, y si se persistiera en no querer
hacerlo, por el motivo que fuera, a la tercera vez serás severamente castigada.
La cena de los monjes se compone de tres platos de asado, de seis entrantes
seguidos por una pieza fría y ocho postres, fruta, tres tipos de vinos, café y
licores. A veces, nos sentamos las ocho a la mesa con ellos; otras obligan a
cuatro de nosotras a servirles, y cenamos después; ocurre también de vez en
cuando que sólo toman cuatro mujeres para cenar; en tal caso, suelen ser
clases enteras, y cuando somos ocho, siempre hay dos de cada clase. Inútil
decirte que jamás nos visita nadie; ningún extraño, bajo ningún pretexto, entra
en este pabellón. Si caemos enfermas, nos cuida el único lego cirujano, y si
morimos, es sin ninguna ayuda religiosa; nos arrojan a uno de los espacios
formados por los setos, y eso es todo; pero por una insigne crueldad, si la
enfermedad llega a ser demasiado grave, o se teme el contagio, no esperan a
que muramos para enterrarnos; se nos llevan y nos colocan donde te he dicho,
todavía en vida; desde los dieciocho años estoy aquí, he visto más de diez
ejemplos de esta insigne ferocidad; dicen a eso que es mejor perder una que
arriesgar dieciséis; que, además, la pérdida de una mujer es tan leve, tan fácilmente
reparable, que no hay por qué lamentarla.
»Pasemos a la satisfacción de los placeres de los frailes y a todo lo que se
refiere a esta parte.
»Aquí nos levantamos a las nueve en punto de la mañana, en cualquier
estación; nos acostamos más o menos tarde, según la cena de los monjes.
Apenas nos hemos levantado, viene a visitarnos el regente de día, se sienta en
un gran sillón, y allí, cada una de nosotras está obligada a colocarse delante de
él con las faldas arremangadas por el lado que prefiere; toca, besa, examina, y
cuando todas han cumplido este deber, designa a las que deben asistir a la
cena; les ordena el estado en que deben encontrarse, recoge las quejas por
parte de la decana, y se imponen los castigos. Rara vez sale sin una escena de
lujuria en la que utiliza habitualmente a las ocho. La decana dirige estos actos
libidinosos, y por nuestra parte reina la más total sumisión. Antes del desayuno,
ocurre con frecuencia que uno de los reverendos padres reclama en su cama a
una de nosotras; el hermano carcelero trae un papel con el nombre de la que
quiere; aunque el regente de día la ocupara entonces, no tiene derecho a
retenerla, se va, y regresa cuando la despiden. Acabada esta primera
ceremonia, desayunamos; desde ese momento hasta la noche, ya no tenemos
nada que hacer; pero a las siete en verano y a las seis en invierno, vienen a
buscar a las que han sido designadas; el propio hermano carcelero las conduce,
y, después de la cena, las que no han sido retenidas por la noche vuelven al
serrallo. Con frecuencia no queda ninguna, y envían a buscar para la noche a
otras nuevas; y se las avisa igualmente, con varias horas de antelación, del traje
con que deben presentarse; a veces sólo se acuesta la mujer de retén.
––La mujer de retén ––la interrumpí––, ¿qué es este nuevo cargo?
––Ahora te lo digo ––me contestó mi narradora––. Todos los primeros de mes,
cada fraile adopta una mujer que durante este período debe servirle tanto de
criada como de comodín a sus indignos deseos; sólo están exceptuadas las
decanas, debido al deber de su cámara. No pueden cambiarlas a lo largo del
mes, ni retenerlas dos meses seguidos; nada tan cruel ni tan duro como las
tareas de ese servicio, y no sé cómo te acostumbrarás a él. Así que suenan las
cinco de la tarde, la mujer de retén baja al lado del monje que sirve, y ya no le
abandona hasta la mañana siguiente, a la hora en que él pasa al convento. Ella
lo recupera a su vuelta; estas pocas horas las utiliza en comer y en descansar,
pues tiene que velar las noches que pasa al lado de su amo; te lo repito, esta
desdichada está ahí para servir de comodín a todos los caprichos que se le
pueden ocurrir al libertino: bofetones, azotes, insultos, placeres, tiene que
soportarlo todo; debe pasar de pie la noche en la habitación de su dueño y
siempre dispuesta a ofrecerse a las pasiones que puedan agitar al tirano; pero la
más cruel, la más ignominiosa de estas servidumbres, es la terrible obligación
que tiene de presentar su boca o su pecho a una u otra necesidad de ese
monstruo; no utiliza jamás ningún otro recipiente: tiene que recibirlo todo, y la
más leve repugnancia es castigada inmediatamente con los tormentos más
bárbaros. En todas las escenas de lujuria, son esas mujeres las que ayudan a
los placeres, las que los cuidan y limpian todo lo que ha podido ser manchado:
¿un monje lo ha sido al acabar de gozar de una mujer? A la boca de la siguiente
le corresponde reparar este desorden. ¿Quiere ser excitado? Es tarea de esta
desdichada; lo acompaña a todos los lugares, lo viste, lo desnuda, le sirve, en
una palabra, en todos sus instantes, siempre lo hace mal, y siempre la pegan; en
las cenas, su lugar está, o detrás de la silla de su amo, o, como un perro, a sus
pies, debajo de la mesa, o de rodillas, entre sus muslos, excitándole con la boca;
a veces le sirve de asiento o de candelabro; otras veces estarán las cuatro
alrededor de la mesa, en las actitudes más lujuriosas, pero al mismo tiempo más
incómodas. Si pierden el equilibrio, corren el peligro de caer sobre unas espinas
puestas cerca de allí, o de partirse un miembro, o incluso de matarse, cosa de la
que ya hay algún ejemplo; y durante ese tiempo los malvados se divierten, se
propasan, se embriagan a placer de comida, de vino, de lujuria y de crueldad.
––¡Oh, cielo santo! ––––dije a mi compañera estremeciéndome horrorizada––.
¡Cómo es posible llegar a tales excesos! ¡Qué infierno!
––Escucha, Thérèse, escucha, criatura, estás lejos todavía de saberlo todo ––
dijo Omphale––. El estado de preñez, reverenciado en el mundo, es una
reprobación segura entre esos infames, no evita los castigos, ni las guardias; es,
por el contrario, un vehículo para las penas, las humillaciones, los pesares.
¡Cuántas veces a fuerza de golpes hacen abortar a aquellas cuyo fruto no están
decididos a recoger! Y si lo recogen, es para disfrutar de él: lo que ahora te digo
debe bastarte para pensar en evitar este estado el mayor tiempo posible.
––Pero ¿se puede hacer?
––Sin duda, hay unas esponjas... Pero si Antonin las descubre, no hay modo
de escapar a su indignación; lo más seguro es sofocar la impresión de la
naturaleza desarmando la imaginación y, con semejantes malvados, eso no es
difícil.
»Por otra parte ––prosiguió mi maestra––, aquí hay relaciones y parentescos
que tú no imaginas, y que es bueno explicarte, pero esto al entrar en el cuarto
capí tulo, o sea el de nuestras reclutas, nuestras bajas y nuestros cambios, voy
a iniciarlo para incluir en él este pequeño detalle.
»No ignoras, Thérèse, que los cuatro monjes que forman este convento están
a la cabeza de la orden, los cuatro son de familias distinguidas, y los cuatro muy
ricos por cuenta propia. Al margen de los fondos considerables puestos por la
orden de los benedictinos para el mantenimiento de este voluptuoso retiro, al
que todos tienen la esperanza de llegar algún día, los que están aquí añaden
además a esos fondos una parte considerable de sus bienes; ambas cosas
reunidas alcanzan a más de cien mil escudos por año, que sólo sirven para el
reclutamiento o los gastos de la casa. Cuentan con doce mujeres de absoluta
confianza, encargadas únicamente de la tarea de entregarles cada mes una
persona, entre los doce y los treinta años, ni por debajo, ni por encima. La
persona debe estar carente de cualquier defecto y dotada de las máximas
cualidades posibles, pero principalmente de un origen distinguido. Estos
secuestros, bien pagados, y siempre realizados muy lejos de aquí, no provocan
ningún inconveniente; jamás he visto que surgieran quejas. Sus extremas
precauciones les ponen al cubierto de todo; no aspiran en absoluto a las
primicias; una joven ya seducida, o una mujer casada, les gusta igualmente;
pero es preciso que el rapto se haya producido, que sea comprobado; esta circunstancia
les excita; quieren estar seguros de que sus crímenes cuestan
lágrimas; devolverían a una joven que se entregara a ellos voluntariamente; si tú
no te hubieras defendido prodigiosamente, si no hubieran descubierto un fondo
real de virtud en ti, y por consiguiente la certeza de un crimen, no te hubieran
conservado ni veinticuatro horas. Así, pues, todo lo que hay aquí, Thérése, es de
la mejor cuna; ahí donde me ves, querida amiga, yo soy la hija única del conde
de ***, secuestrada en París a la edad de doce años, y destinada a poseer un
día cien mil escudos de dote; fui arrebatada de los brazos de mi gobernanta que
me devolvía a solas en un coche, de una finca de mi padre a la abadía de
Panthémont, en donde era educada; mi gobernanta desapareció; verosímilmente
estaba comprada; me trajeron aquí en diligencia. Todas las demás están en el
mismo caso. La muchacha de veinte años pertenece a unas de las familias más
distinguidas del Poitou. La de dieciséis es hija del barón de ***, uno de los más
grandes señores de la Lorena; condes, duques y marqueses son los padres de
la de veintitrés, de la de doce y de la de treinta y dos; ni una, en suma, que no
pueda reclamar los títulos más importantes, y ni una que no sea tratada con la
más extrema ignominia. Pero estos infames no se contentan con tamaños
horrores; han querido deshonrar el seno mismo de su propia familia. La joven de
veintiséis, una de las más bellas sin duda, es la sobrina de Clément, y la de
treinta y seis es la sobrina de Jérôme.
»En cuanto una nueva joven llega a esta cloaca impura, en cuanto está
sustraída para siempre del universo, dan de baja inmediatamente a otra, y ahí
está, querida muchacha, ahí está el complemento de nuestros dolores; el más
cruel de nuestros males es ignorar lo que nos ocurre, en estas terribles e
inquietantes bajas. Es absolutamente imposible decir lo que pasa al abandonar
estos lugares. Tenemos todas las pruebas que nuestra soledad nos permite
adquirir de que las mujeres dadas de baja por los monjes no reaparecen jamás;
ellos mismos nos previenen, no nos ocultan que este retiro es nuestra tumba;
pero ¿nos asesinan? ¡Justo cielo!, ¿el homicidio, el más execrable de los
crímenes sería, pues, para ellos, como para aquel célebre mariscal de Retz,*
una especie de placer cuya crueldad, exaltando su pérfida imaginación,
consigue sumir sus sentidos en la más viva ebriedad? Acostumbrados a disfrutar
únicamente con el dolor, a deleitarse sólo con los tormentos y los suplicios, ¿es
posible que se extravíen hasta el punto de creer que redoblándolos, que
mejorando la primera causa del delirio, tuvieran inevitablemente que hacerlo
más perfecto, y entonces, tan sin principios como sin fe, tan sin modales como
sin virtudes, los tunantes, abusando de las desdichas en que sus primeros
desmanes nos sumieron, se solacen con unos segundos que nos arrancan la
vida? No sé... Si se les pregunta sobre ello, balbucean y a veces dicen que no y
a veces que sí; lo que hay de seguro es que ninguna de las que han salido, por
muchas promesas que nos hayan hecho de denunciar a estas personas y de
contribuir a nuestra liberación, ninguna, repito, ha cumplido su palabra... Una vez
más, ¿acallan nuestras denuncias, o nos colocan fuera de la situación de
hacerlas? Cuando preguntamos a las que llegan noticias de las que nos han
abandonado, jamás saben nada. ¿Qué les ocurre, pues, a estas desdichadas?
Eso es lo que nos atormenta, Thérése, ahí está la fatal incertidumbre que
amarga nuestros días. Llevo dieciocho años en esta casa, he visto salir de ella
más de doscientas mujeres... ¿Dónde están? ¿Por qué todas han jurado
ayudarnos y ninguna ha mantenido su palabra?
* Ved la Historia de Bretaña, por mosén Lobineau. (N. del A.)
»Nada, además, justifica nuestra jubilación; la edad, el cambio de facciones,
todo da igual, el capricho es su única regla. Hoy despedirán a las que
acariciaron ayer; y conservarán durante diez años a aquellas de las que están
más hartos; ésta es la historia de la decana de nuestra sala; lleva doce años en
la casa, la siguen celebrando, y he visto, para mantenerla, despedir a criaturas
de quince años cuya belleza habría puesto celosas a las Gracias. La que se fue,
hace ocho días, no tenía dieciséis años cumplidos: hermosa como la propia
Venus, sólo llevaban un año disfrutando de ella, pero quedó preñada, y ya te he
dicho, Thérése, en esta casa es una gran culpa. El mes pasado, despidieron a
una de diecisiete años. Hace un año, a una de veinte, preñada de ocho meses; y
últimamente a otra en el instante en que sentía los primeros dolores del parto.
No te imagines que el comportamiento tenga alguna importancia: las he visto
que se adelantaban a sus deseos, y que se iban al cabo de seis meses; y a
otras, malhumoradas y embusteras, las conservaban un gran número de años.
Así que es inútil recomendar a las recién llegadas un tipo cualquiera de
conducta; la fantasía de estos monstruos rompe todos los frenos y se convierte
en la única ley de sus actos.
»Cuando debes ser despedida, te avisan por la mañana, nunca antes, el
regente del día aparece a las nueve como de costumbre, y supongo que te dice:
"Omphale, el convento te despide, vendré a buscarte por la noche". Después
prosigue su tarea. Pero en el examen ya no te ofreces a él, luego sale; la
despedida abraza a sus compañeras, les promete mil y mil veces que las
ayudará, que presentará una denuncia, que contará lo que ocurre; suena la
hora, aparece el fraile, la mujer se va, y ya no se vuelve a oír hablar más de ella.
Sin embargo, la cena se celebra como de costumbre, las únicas observaciones
que hemos hecho esos días es que los monjes llegan rara vez a los últimos episodios
del placer, diríase que se cuidan, sin embargo beben mucho más, a
veces hasta la ebriedad; nos despiden mucho antes, no se queda ninguna mujer
para acostarse, y las muchachas de retén se retiran al serrallo.
––Bueno, bueno ––le dije a mi compañera––, si nadie os ha ayudado es
porque sólo habéis tratado con criaturas débiles, intimidadas, o con niñas que no
se han atrevido a nada por vosotras. Yo no tengo miedo de que nos maten, por
lo menos no lo creo, es imposible que unos seres razonables puedan llevar el
crimen hasta este punto... Sé muy bien que... Después de todo lo que he visto,
quizá no debiera justificar a los hombres como lo hago, pero es imposible,
querida, que puedan realizar unos horrores cuya misma idea es inconcebible.
¡Oh!, querida compañera ––continué con calor––, ¿quieres hacer conmigo esta
promesa a la que juro no faltar?... ¿Quieres?
––Sí.
––¡Pues bien! Te juro por lo más sagrado, por el Dios que me anima y al que
únicamente adoro..., te prometo que o moriré en el empeño, o destruiré a estos
infames; ¿me prometes tú otro tanto?
––¿Lo dudas? ––me contestó Omphale––, pero puedes estar segura de la
inutilidad de tus promesas. Otras más indignadas que tú, más firmes, mejor
preparadas, ami gas perfectas, en una palabra, que habrían dado su sangre por
nosotras, han faltado a los mismos juramentos. Permíteme pues, querida
Thérèse, permite a mi cruel experiencia que considere los nuestros como
inútiles, y que no cuente con ellos.
––¿Y los monjes ––dije a mi compañera–– también cambian, llegan a menudo
otros nuevos?
––No ––me contestó––. Hace diez años que Antonin está aquí, Clément lleva
dieciocho viviendo, Jérôme está aquí desde hace treinta, y Severino desde hace
veinticinco. Este superior, nacido en Italia, es pariente próximo del Papa, con el
que mantiene muy buenas relaciones, y sólo desde que él está aquí los
supuestos milagros de la Virgen aseguran la reputación del convento e impiden
a los maldicientes examinar desde demasiado cerca lo que ocurre aquí; pero la
casa ya estaba montada como la ves, cuando él llegó. Hace más de cien años
que subsiste igual y todos los superiores que han venido han conservado un
orden tan ventajoso para sus placeres. Severino, el hombre más libertino de su
siglo, se hizo instalar aquí para llevar una vida acorde con sus gustos. Su
intención es mantener los privilegios secretos de esta abadía todo el tiempo que
pueda. Pertenecemos a la diócesis de Auxerre, pero lo sepa el obispo o no,
jamás lo vemos aparecer, jamás pone los pies en el convento. En general, aquí
viene muy poca gente, salvo en época de la fiesta, que es la de la Virgen de
agosto. Por lo que dicen los monjes, en esta casa no aparecen diez personas
por año; sin embargo, es verosímil que cuando se presentan algunos extraños,
el superior se preocupe de recibirlos bien; los impresiona con sus apariencias de
religión y de austeridad, se van contentos, elogiando el monasterio, y la impunidad
de estos malvados se apuntala así sobre la buena fe del pueblo y la
credulidad de los devotos.
Omphale acababa de terminar su instrucción, cuando sonaron las nueve. La
decana no tardó en llamarnos, y llegó, en efecto, el regente de día. Era Antonin,
y nos colocamos en fila según la costumbre. Arrojó una breve mirada sobre el
conjunto, nos contó, y después se sentó; entonces fuimos una tras otra a
arremangar nuestras faldas delante de él, de un lado por encima del ombligo, del
otro hasta la mitad de la cintura. Antonin recibió este homenaje con la
indiferencia de la saciedad, no se alteró; después, mirándome, me preguntó
cómo me sentía en la aventura. Al verme contestar con unas lágrimas, dijo
riendo:
––Se acostumbrará; no hay casa en Francia donde se forme mejor a las
jóvenes que en ésta.
Tomó la lista de las culpables de manos de la decana, y, después, dirigiéndose
de nuevo a mí, me hizo estremecer. Cada gesto, cada movimiento con que
parecía que debía someterme a esos libertinos, era para mí como una sentencia
de muerte. Antonin me ordena que me siente en el borde de una cama, y, en
esta posición, dice a la decana que venga a desnudar mi garganta y levantar mis
faldas hasta debajo de mi seno; él mismo abre mis piernas al máximo, se sienta
delante de este panorama, una de mis compañeras se coloca sobre mí en la
misma postura, de modo que es el altar de la generación lo que se ofrece a
Antonin en lugar de mi cara, y si disfruta, tendrá estos encantos a la altura de su
boca. Una tercera joven, arrodillada delante de él, le excita con la mano, y una
cuarta, totalmente desnuda, le señala con los dedos, encima de mi cuerpo,
donde debe pegarme. Insensiblemente esta joven me masturba a mí, y lo que
ella me hace, Antonin, con cada una de sus manos, lo hace igualmente a
derecha
e izquierda a las otras dos jóvenes. Imposible imaginar los disparates, los
discursos obscenos con que se excita el depravado; alcanza finalmente el
estado que desea, le conducen a mí. Pero todas le siguen, todas intentan
inflamarle mientras se dispone a gozar, dejando totalmente al desnudo sus
partes posteriores. Omphale, que se apodera de ellas, no omite nada para
excitarlas: frotes, besos, masturbaciones, lo hace todo. Antonin encendido se
precipita sobre mí...
––Quiero preñarla de golpe ––dice enfurecido.
Estos extravíos determinan lo fisico. Antonin, cuya costumbre era prorrumpir
en gritos terribles en este último instante de su ebriedad, los lanza espantosos:
todas lo rodean, todas le sirven, todas colaboran en incrementar su éxtasis, y el
libertino lo alcanza en medio de los episodios más extravagantes de la lujuria y
de la depravación.
Este tipo de grupos se producía con frecuencia; era una regla que cuando un
monje disfrutara del modo que fuera, todas las jóvenes lo rodearan, a fin de
abarcar sus sentidos por todas partes, y de que la voluptuosidad pudiera, si se
me permite expresarme así, penetrar más seguramente en él por todos sus
poros.
Antonin salió, trajeron el desayuno; mis compañeras me obligaron a comer, yo
lo hice para no disgustarlas. Apenas habíamos terminado cuando el superior
entró: al vernos todavía a la mesa, nos dispensó de las ceremonias que debían
ser para él las mismas que acabábamos de ejecutar para Antonin.
––Hay que pensar en vestirla ––dijo al verme.
Al mismo tiempo, abre un armario y arroja sobre mi cama varios trajes del color
indicado para mi clase y unos cuantos montones de ropa blanca.
––Pruébate todo eso ––me dijo––, y entrégame lo que te pertenece.
Le obedezco, pero, imaginando lo que iba a ocurrir, había apartado
prudentemente mi dinero durante la noche y lo había ocultado en mis cabellos. A
cada pieza de ropa que me saco, las ardientes miradas de Severino se dirigen al
atractivo descubierto, y sus manos no tardan en pasearse por él. Al fin, medio
desnuda, el fraile me coge, me coloca en la posición útil para sus placeres, o sea
exactamente opuesta a la que acaba de colocarme Antonin; quiero pedirle
gracia, pero viendo ya el furor en sus ojos, pienso que es más segura la
obediencia; me paro, lo rodean, sólo ve a su alrededor el altar obsceno que le
deleita; sus manos lo aprietan, su boca se pega a él, sus miradas lo devoran...
llega al colmo del placer.
––Si os parece bien, señora ––dijo la bella Thérèse––, voy a limitarme a
explicaros aquí la historia resumida del primer mes que pasé en ese convento, o
sea las anécdotas principales de ese período; el resto sería una repetición. La
monotonía de aquella estancia la arrojaría sobre mis relatos, e inmediatamente
después debo pasar, según creo, al acontecimiento que al fin me sacó de
aquella impura cloaca.
Aquel primer día no estaba en la cena, se habían limitado a nombrarme para
pasar la noche con el padre Clément; siguiendo la costumbre, me dirigí a su
celda instantes antes de que él regresara, y el hermano carcelero me condujo y
me encerró allí.
Llega, tan excitado por el vino como por la lujuria, seguido de la joven de
veintiséis años que tenía entonces de retén a su lado. Sabedora de lo que tengo
que hacer, me arrodillo así que le oigo. Se me acerca, me contempla en esta
humillación, me ordena después que me levante y que lo bese en la boca;
saborea ese beso varios minutos y le da toda la expresión... toda la expresión
que pueda imaginarse. Durante ese tiempo, Armande (era el nombre de la que
le servía) me desnudaba minuciosamente, cuando la parte inferior de los
riñones, por la que había comenzado, queda al descubierto, se apresura a
darme la vuelta y a exponer a su tío el lado predilecto de sus gustos. Clément lo
examina, lo toca, luego, sentándose en un sillón, me ordena que me acerque
para dárselo a besar; Armande está ante sus rodillas, le excita con la boca,
Clément coloca la suya en el santuario del templo que le ofrezco, y su lengua se
pierde en el sendero que halla en el centro; sus manos apretaban los mismos
altares en Armande, pero, como las ropas que la joven conservaba le molestaban,
le ordena que se las quite, lo que hizo inmediatamente, y la dócil criatura
recuperó al lado de su tío una posición en la cual, excitándolo únicamente con la
mano, estaba más al alcance de la de Clément. El monje impuro, siempre
ocupado conmigo, me ordena entonces que de en su boca libre curso a las
ventosidades que pudieran llenar mis entrañas; esta fantasía me pareció
repugnante, pero aún estaba lejos de conocer todas las irregularidades del
desenfreno: obedezco y me resiento inmediatamente del efecto de esta
intemperancia. El monje, más excitado, se vuelve más ardiente, muerde súbitamente
en seis lugares los globos de carne que le presento; lanzo un grito y
doy un salto, se levanta, se me acerca, con la cólera en los ojos, y me pregunta
si sé lo que he arriesgado estorbándole: le doy mil excusas, me agarra por el
corsé que todavía llevaba en el pecho y lo arranca, junto con mi camisa, en
menos tiempo del que tardo en contarlo... Agarra mi pecho con ferocidad, y lo
aprieta a la vez que me insulta; Armande le desnuda, y ya estamos los tres
desnudos. Por un instante, se ocupa de Armande; le asesta con la mano unas
furiosas bofetadas; la besa en la boca, le muerde la lengua y los labios, ella
grita, a veces el dolor arranca de los ojos de la joven unas lágrimas
involuntarias; la hace subir a una silla y exige de ella la misma acción que ha
deseado conmigo. Armande le satisface, yo le masturbo con una mano; durante
esta lujuria, le azoto ligeramente con la otra, muerde igualmente a Armande,
pero ella se contiene y no se atreve a moverse. Sin embargo, los dientes del
monstruo aparecen grabados en las carnes de la hermosa joven. Se ven en
varios lugares; volviéndose después bruscamente me dijo:
––Thérèse, vas a sufrir cruelmente ––no necesitaba decirlo, su mirada lo
anunciaba en exceso––; te azotaré por todas partes, sin exceptuar nada.
Y al decir eso, había vuelto a agarrar mi pecho que manoseaba con brutalidad;
frotaba los pezones con las puntas de sus dedos y me producía unos dolores
muy vivos. Yo no me atrevía a decirle nada por miedo a irritarle aún más, pero el
sudor cubría mi frente, y mis ojos, a pesar mío, se cubrían de lágrimas. Me gira,
me obliga a arrodillarme en el borde de una silla, con las manos sosteniendo el
respaldo, sin soltarlo ni un minuto, bajo las penas más graves. Viéndome al fin
así, perfectamente a su alcance, ordena a Armande que le traiga unas varas,
ella le ofrece un fino y largo puñado; Clément las coge, y ordenándome que no
me mueva, comienza con una veintena de golpes en los hombros y en la parte
superior de los riñones; me deja un instante, va a coger a Armande y la coloca a
seis pies de mí, también de rodillas, en el borde de una silla. Nos dice que nos
azotará a las dos juntas, y que la primera de las dos que soltará la silla, lanzará
un grito, o derramará una lágrima será inmediatamente sometida por él al
suplicio que le parezca. Propina a Armande el mismo número de golpes que
acaba de darme a mí, y exactamente en los mismos sitios; me toma de nuevo,
besa todo lo que acaba de herir, y alzando sus varas me dice:
––Pórtate bien, tunanta, serás tratada como la peor de las miserables.
Con estas palabras recibo cincuenta golpes, pero que sólo van,
exclusivamente, de la mitad de la espalda hasta la parte inferior de los riñones.
Corre hacia mi compañera y la trata igual; no decíamos palabra; sólo se oían
unos gemidos sordos y contenidos, y teníamos la suficiente fuerza para contener
las lágrimas. Por mucho que estuvieran muy inflamadas las pasiones del fraile,
no se percibía todavía, sin embargo, ninguna señal; a intervalos se masturbaba
fuertemente sin que nada se levantara. Acercándose a mí, observa por unos
minutos los dos globos de carne todavía intactos y que iban a soportar a su vez
el suplicio, los manosea, no puede dejar de entreabrirlos, de cosquillearlos, de
besarlos mil veces más.
––Vamos ––dice––, valor...
Una granizada de golpes cae: al instante sobre esas masas y las magulla
hasta los muslos. Extremadamente animado por los saltos, sobresaltos,
rechinamientos, con torsiones que el dolor me arranca, examinándolos y
cogiéndolos con deleite, se precipita a expresar, sobre mi boca que besa con
ardor, las sensaciones que le agitan...
––Esta muchacha me gusta ––exclama––, ¡jamás había fustigado a ninguna
que me diera tanto placer!
Y retorna a la sobrina, a la que trata con idéntica barbarie. Quedaba la parte
inferior, desde la superior de los muslos hasta las pantorrillas, y golpea ambas
cosas con el mismo ardor.
––¡Vamos! ––sigue diciendo, dándome la vuelta––. Cambiemos de mano y
visitemos esto.
Me da una veintena de golpes, desde el centro del vientre hasta la parte
inferior de los muslos, y después, obligándome a separarlos, golpeó rudamente
el interior del antro que yo le abría con mi actitud.
––Ahí está ––dijo–– el pájaro que voy a desplumar. Como algunos azotes,
pese a las precauciones que tomaba, habían penetrado muy adentro, no pude
retener mis gritos.
––¡Ja, ja! ––dijo riendo el malvado––. He descubierto el lugar sensible; pronto,
pronto, lo visitaremos con más detenimiento.
Mientras tanto, su sobrina es colocada en la misma postura y tratada de la
misma manera; la golpea igualmente en los lugares más delicados del cuerpo de
una mujer; pero sea por costumbre, sea por valor, sea por el miedo de recibir
tratamientos más rudos, tiene la fuerza de contenerse, y sólo se le descubren
algunos estremecimientos y algunas contorsiones involuntarias. Se veía, sin
embargo, un cierto cambio en el estado fisico del libertino, y aunque las cosas
tuvieran todavía muy poca consistencia, a fuerza de sacudidas la anunciaban
incesantemente.
––Arrodíllate ––me dijo el monje––, voy a azotarte en el pecho.
––¿En el pecho, padre?
––Sí, en esas dos masas lúbricas que sólo azotadas me excitan.
Y las apretaba, las comprimía violentamente mientras hablaba.
––¡Oh, padre! Esta parte es muy delicada, me mataréis.
––¡,Qué importa, con tal de satisfacerme?
Y me asesta cinco o seis golpes que afortunadamente detengo con las manos.
Al verlo, las ata a mi espalda; sólo dispongo de las expresiones de mi rostro y de
mis lágrimas para implorar gracia, ya que me había ordenado duramente que me
callara. Así que intenté enternecerlo... pero en vano. Suelta fuertemente una
docena de golpes sobre mis dos senos a los que ya nada protege; los
espantosos cintarazos imprimen inmediatamente unos trazos de sangre; el dolor
me arrancaba unas lágrimas que caían sobre las huellas de la rabia de aquel
monstruo, y las hacían, decía, mil veces más atractivas todavía... Las besaba,
las devoraba, y volvía de cuando en cuando a mi boca, a mis ojos inundados por
los lloros, que chupaba con la misma lubricidad.
Armande se presenta, le ata las manos, ofrece un seno de alabastro y de la
más hermosa redondez; Clément hace como si lo besara, pero en realidad lo
muerde... Y después golpea, y las bellas carnes tan blancas y tan rollizas, no
tardan en ofrecer a los ojos de su verdugo más que heridas y surcos
ensangrentados.
––Un momento ––dijo el fraile enfurecido––, quiero fustigar a un tiempo el más
hermoso de los traseros y el más dulce de los senos.
Me pone de rodillas, y colocando a Armande delante de mí, le hace abrir las
piernas, de manera que mi boca se halla a la altura de su bajo vientre, y mi
pecho entre sus muslos, debajo de su trasero. Con ello, el monje tiene lo que
quiere al alcance de la mano, tiene bajo el mismo punto de vista las nalgas de
Armande y mis pechos; golpea unas y otros con encarnizamiento, pero mi
compañera, para protegerme de unos golpes que son mucho más peligrosos
para mí que para ella, tiene la amabilidad de agacharse y así protegerme,
recibiendo ella misma unos azotes que sin duda me hubieran herido. Clément
descubre la artimaña y cambia de posición.
No conseguirás nada ––dijo encolerizado––, y si hoy quiero perdonarle esa
parte, sólo será para maltratarle otra por lo menos tan delicada.
Al levantarme, vi que tantas infamias no habían sido inútiles: el libertino se
encontraba en el más brillante de los estados, pero no por ello menos furioso.
Cambia de arma, abre un armario que contiene varias disciplinas, saca una con
puntas de hierro que me hace estremecer.
––Mira, Thérèse ––me dice mostrándomela––, ya verás lo delicioso que es
azotar con eso... ya lo notarás, ya lo notarás, bribona, pero de momento prefiero
utilizar éste...
Era de cuerdecillas anudadas en doce cabos; al final de cada uno había un
nudo más fuerte que los demás y del grosor de un hueso de ciruela.
––¡Venga, el galope...!, ¡el galope! ––le dijo a su sobrina.
Esta, que sabía de qué se trataba, se pone inmediatamente de cuatro patas,
con la grupa lo más elevada posible, y me dice que la imite: lo hago. Clément
cabalga sobre mis riñones, con la cabeza del lado de mi grupa; Armande,
ofreciendo la suya, está frente a él: el malvado, viéndonos a ambas
perfectamente a su alcance, lanza unos golpes furiosos sobre los encantos que
le ofrecemos; pero como, en esta postura, abrimos al máximo la delicada parte
que diferencia nuestro sexo del de los hombres, el bárbaro dirige allí sus golpes,
las ramas largas y flexibles del látigo que utiliza penetran en el interior con
mucha mayor facilidad que las varillas, y dejan allí las huellas profundas de su
rabia. Golpea alternativamente a una y a otra: tan buen jinete como intrépido
fustigador, . cambia varias veces de montura: estamos agotadas, y las
titilaciones de dolor alcanzan tal violencia que ya casi no es posible soportarlas.
––¡Levantaos! ––nos dice entonces recuperando las varas––, sí, levantaos y
temedme.
Sus ojos brillan, saca espuma por la boca. Igualmente amenazadas en todo el
cuerpo, lo esquivamos..., corremos como locas por toda la habitación, nos sigue,
golpeando indistintamente a cualquiera de las dos. El malvado nos llena de
sangre; al final nos arrincona a ambas entre la cama y la pared. Los golpes
aumentan: la desdichada Armande recibe uno en el pecho que la hace
tambalearse: este último horror determina el éxtasis, y mientras mi espalda
recibe sus efectos crueles, mis riñones se inundan con las pruebas de un delirio
cuyos resultados son tan peligrosos.
––Acostémonos ––me dice al fin Clément––. Puede que haya sido demasiado
para ti, Thérèse, y ciertamente no suficiente para mí. Jamás me canso de esta
manía, aunque sólo sea una imagen imperfecta de lo que quisiera realmente
hacer. ¡Ah!, querida, no sabes hasta dónde nos lleva :esta depravación, la
ebriedad en que nos sume, la violenta conmoción que provoca, por el fluido
eléctrico, la excitación producida por el dolor sobre el objeto que sirve nuestras
pasiones. ¡Cómo me estimulan sus males! El deseo de aumentarlos..., ahí está
el escollo de esta fantasía, ya lo sé, pero ¿este escollo es temible para quien se
mofa de todo?
Aunque la mente de Clément siguiera entusiasmada, al ver sus sentidos algo
más apaciguados, me atreví, contestando a lo que acababa de decir, a
reprocharle la depravación de sus gustos; y creo que la manera como ese
libertino los justificó merece tener un espacio en las confesiones que exigís de
mí.
––La cosa, sin duda, más ridícula del mundo, mi querida Thérèse ––me dijo
Clément––, es querer discutir sobre los gustos del hombre, contrariarlos,
censurarlos o castigarlos, si no encajan en las leyes del país en que se vive, o
en sus convenciones sociales. ¡Y qué! ¡Los hombres jamás entenderán que no
hay ningún tipo de gusto, por extravagante, por criminal incluso que quepa
suponerlo, que no dependa del tipo de estructura que hemos recibido de la
naturaleza! Dicho eso, me pregunto con qué derecho un hombre se atreverá a
exigir a otro que cambie sus gustos o que los adecue al orden social. ¿Con qué
derecho incluso las leyes, que sólo están hechas para la felicidad del hombre, se
atreverán a sancionar a quien no puede corregirse, o que sólo lo conseguiría a
expensas de esa felicidad que deben conservarle las leyes? Incluso en el caso
de que deseara cambiar de gustos, ¿podría hacerlo? ¡,Está en nuestra mano
modificarnos? ¿Podemos ser otra cosa de lo que somos? ¿Se lo exigirías a un
hombre contrahecho, y esta inconformidad de nuestros gustos es algo diferente
respecto a la moral de lo que es respecto al fisico la imperfección del hombre
contrahecho?
»Te concedo que entremos en detalles. La inteligencia que te reconozco,
Thérèse, te pone en situación de entenderlos. Veo que dos irregularidades te
han sor prendido entre nosotros. Te maravillas de la sensación estimulante
experimentada por algunos de nuestros compañeros por cosas vulgarmente
reconocidas como fétidas o impuras, y también te extraña que nuestras facultades
voluptuosas puedan ser estimuladas por unas acciones que, en tu
opinión, sólo llevan el emblema de la crueldad. Analicemos ambos gustos, e
intentemos, si es posible, convencerte de que no hay nada mas sencillo en el
mundo que los placeres que provocan.
»Tú pretendes que es extraño que unas cosas sucias y crapulosas puedan
producir en nuestros sentidos la excitación esencial para el complemento de su
delirio; pero antes de asombrarse por ello, querida Thérèse, hay que entender
que los objetos no tienen más valor ante nuestros ojos que el que les da nuestra
imaginación. Así que es muy posible, a partir de esta verdad constante, que no
sólo las cosas más extravagantes, sino incluso las más viles y más horribles,
puedan afectarnos muy sensiblemente. La imaginación del hombre es una
facultad de su mente a la que, mediante el órgano de los sentidos, van a
pintarse y modificarse los objetos, para formar a continuación sus pensamientos,
debido a la primera impresión de estos objetos. Pero esta imaginación,
resultante ella misma del tipo de organización de que está dotado el hombre,
sólo adopta los objetos recibidos de tal o cual manera, y sólo crea a continuación
los pensamientos a partir de los efectos producidos por el choque de los objetos
percibidos. Una comparación facilitará ante tus ojos lo que te expongo. ¿Has
visto, Thérèse, espejos de formas diferentes? Unos disminuyen los objetos,
otros los aumentan. Los hay que los vuelven espantosos, y otros que les prestan
encantos. ¿Te imaginas ahora que si cada uno de esos espejos uniera la
facultad creadora a la facultad objetiva ofrecería, de un mismo hombre que se
contemplara en él, retratos totalmente diferentes? ¿Y estos retratos responderían
a la manera como ha percibido el objeto? Si a las dos facultades que
acabamos de atribuir a este espejo, uniéramos ahora la de la sensibilidad, ¿no
tendría hacia este hombre, visto por él de tal o cual manera, el tipo de
sentimiento que le fuera posible concebir para la clase de ser que habría
descubierto? El espejo que lo hubiera visto bello, lo amaría; el que lo hubiera
visto espantoso, lo odiaría. Y, sin embargo, se trataría siempre del mismo
individuo.
»Así es la imaginación del hombre, Thérèse; el mismo objeto se representa
para ella bajo tantas formas como diferentes modos posee, y es a partir del
efecto recibido por esta imaginación del objeto, sea cual fuere, que se decide a
amarlo o a odiarlo. Si el choque del objeto percibido le sorprende de manera
agradable, lo ama, lo prefiere, aunque ese objeto no contenga en sí ningún
atractivo real; y si dicho objeto, aunque de un valor seguro a los ojos de otro,
sólo ha afectado la imaginación a que nos referimos de manera desagradable,
se alejará de él, porque cualquiera de nuestros sentimientos se forma y se
realiza debido al producto de los diferentes objetos sobre la imaginación. Nada
sorprendente, a partir de ahí, que lo que gusta vivamente a unos pueda
disgustar a otros, e, inversamente, que la cosa más extravagante encuentre, sin
embargo, partidarios... El hombre contrahecho también encuentra unos espejos
que lo hacen bello.
»Ahora bien, si admitimos que el goce de los sentidos depende siempre de la
imaginación, y está regulado siempre por la imaginación, ya no habrá que
sorprenderse de las numerosas variaciones que la imaginación sugerirá en tales
goces, de la infinita variedad de gustos y de pasiones diferentes que parirán las
diferentes desviaciones de esta imaginación. Dichos gustos, aunque lujuriosos,
no deberán sorprender más que los de tipo sencillo; no hay ninguna razón para
considerar una fantasía de mesa menos extraordinaria que una fantasía de
cama; y en uno u otro género, no es más asombroso idolatrar una cosa que la
generalidad de los hombres considera detestable de lo que lo es amar otra
generalmente reconocida como buena. La unanimidad demuestra la
conformidad en los órganos, pero nada en favor de la cosa amada. Las tres
cuartas partes del universo pueden considerar delicioso el aroma de una rosa,
sin que eso pueda servir de prueba, ni para condenar a la cuarta parte que
podría considerarlo malo, ni para demostrar que ese aroma sea realmente agradable.
»Así pues, si existen seres en el mundo cuyos gustos chocan con todos los
prejuicios admitidos, no sólo no hay que asombrarse en absoluto de ellos, no
sólo no hay que sermonearlos, ni castigarlos; sino que hay que servirlos,
contentarlos, aniquilar todos los frenos que los estorban, y darles, si se quiere
ser justo, todos los medios de satisfacerse sin peligro; porque ha dependido tan
poco de ellos tener este gusto extravagante como ha dependido de ti ser
inteligente o estúpido, estar bien hecho o ser jorobado. En el seno de la madre
se fabrican los órganos que deben hacernos susceptibles de tal o cual fantasía;
los primeros objetos descubiertos, las primeras conversaciones oídas acaban de
determinar el resorte: se forman los gustos, y ya nada en el mundo puede
destruirlos. Por mucho que se empeñe la educación, no cambia nada, y el que
debe ser un malvado lo es con tanta seguridad, por buena que sea la educación
que se le haya dado, como corre con toda seguridad hacia la virtud aquel cuyos
órganos se encuentran dispuestos para el bien, aunque el maestro haya fallado.
Ambos han actuado de acuerdo con su estructura, de acuerdo con las
impresiones que habían recibido de la naturaleza, y el primero es tan poco digno
de castigo como el segundo de recompensa.
»Lo más singular es que, en tanto que sólo se trata de cosas fútiles, no nos
asombramos de la diferencia de gustos, pero así que se trata de la lujuria, he
aquí que todo se alborota. Las mujeres siempre preocupadas de sus derechos,
las mujeres, a las que su debilidad y su escaso valor obligan a no perder nada,
se estremecen a cada instante de que se les quite algo, y si desgraciadamente
se ponen en práctica en el goce unos procedimientos que chocan su culto, lo
llaman crímenes dignos del cadalso. Y, sin embargo, ¡qué injusticia! ¿El placer
de los sentidos debe hacer mejor a un hombre que los restantes placeres de la
vida? En pocas palabras, ¿el templo de la generación debe fijar mejor nuestras
inclinaciones, despertar con mayor seguridad nuestros deseos, que la parte del
cuerpo, o más contraria o más alejada de él, que la emanación de ese cuerpo, o
más fétida o más repugnante? ¡Me parece que no tiene por qué parecer más
asombroso ver a un hombre practicar la singularidad en los placeres del
libertinaje de lo que debe serlo verle utilizarla en las otras funciones de la vida!
Una vez más, en ambos casos su singularidad es el resultado de sus órganos:
¿es culpa suya que lo que os afecta sea nulo para él, o que sólo se conmueva
con lo que os repugna? ¿Qué hombre no reformaría al instante sus gustos, sus
afectos, sus inclinaciones en el plano general, y no le gustaría ser como todo el
mundo en lugar de singularizarse, si fuera dueño de hacerlo? Pretender castigar
a un hombre semejante es la más estúpida y la más bárbara de las intolerancias;
no es mas culpable hacia la sociedad, sean cuales fueren sus extravíos, de lo
que lo es, como acabo de decir, aquel que llegó al mundo tuerto o tullido. Y es
tan injusto castigar o burlarse de éste como afligir al otro o reírse de él. El
hombre dotado de gustos singulares es un enfermo; es, si lo prefieres, una mujer
con humores histéricos. ¿Se te ha ocurrido jamás la idea de castigar o contrariar
a ninguno de los dos? Seamos igualmente justos con el hombre cuyos caprichos
nos sorprenden; absolutamente semejante al enfermo o a la histérica, es como
ellos digno de compasión y no de censura. Esta es, en el plano moral, la excusa
de las personas de que tratamos; sin duda, en el plano fisico, la encontraríamos
con idéntica facilidad, y cuando la anatomía se perfeccione se demostrará
fácilmente, a través de ella, la relación de la estructura del hombre con los
gustos que la habrán afectado. Pedantes, verdugos, carceleros, legisladores,
canalla tonsurada, ¿qué haréis cuando lleguemos a ese punto? ¿En qué se
convertirán vuestras leyes, vuestra moral, vuestra religión, vuestras horcas,
vuestro paraíso, vuestros dioses, vuestro infierno, cuando se demuestre que tal
o cual curso de licores, tal suerte de fibras, tal grado de acritud en la sangre o en
los humores animales bastan para convertir a un hombre en el objeto de
vuestros castigos o de vuestras recompensas? Prosigamos: ¿los gustos crueles
te asombran?
¿Cuál es el objetivo del hombre que disfruta? ¿No es el de dar a sus sentidos
toda la excitación de que son capaces, a fin de llegar mejor y más cálidamente,
por medio de ello, a la última crisis... crisis preciosa que caracteriza el placer de
bueno o de malo, según la mayor o menor actividad con que se ha alcanzado
esta crisis? Ahora bien, ¿no es un sofisma insostenible atreverse a afirmar que
es necesario para mejorarla que sea compartida por la mujer? ¿Acaso no es
evidente que la mujer no puede compartir nada con nosotros sin arrebatárnoslo,
y que todo lo que ella roba debe ser necesariamente a nuestras expensas? Y
me pregunto entonces, ¿qué necesidad hay de que una mujer goce cuando
nosotros gozamos? ¿Existe en esta actitud otro sentimiento que el halago que
recibe el orgullo? ¿Y no se obtiene de una manera mucho más estimulante la.
percepción de este sentimiento orgulloso obligando, al contrario, con dureza a
esta mujer a dejar de gozar, a fin de hacernos gozar, a fin de que nada le impida
ocuparse de nuestro goce? ¿La tiranía no halaga el orgullo de una manera
mucho más viva que las buenas obras? En una palabra, ¿el que impone no es el
amo con mucha mayor seguridad que el que comparte? Pero ¿cómo se le pudo
ocurrir a un hombre razonable que la delicadeza tuviera algún valor en materia
de placer? Es absurdo querer defender que sea necesaria; jamás añade nada al
placer de los sentidos: digo más, lo perjudica. Amar es una cosa muy diferente a
disfrutar; la prueba está en que se ama todos los días sin disfrutar, y con mayor
frecuencia aún se disfruta sin amar. Toda la delicadeza que mezclemos a las
voluptuosidades de que hablamos sólo puede darse al goce de la mujer a
expensas del goce del hombre, y mientras éste se procura por hacer gozar,
seguramente no goza, o su goce sólo es intelectual, o sea quimérico y muy
inferior al de los sentidos. No, Thérèse, no, no cesaré de repetirlo, es
completamente inútil que un goce sea compartido para ser vivo; y para que este
tipo de placer sea tan excitante como puede llegar a ser, es, por el contrario,
muy esencial que el hombre sólo goce a expensas de la mujer, que tome de ella
(sea cual fuere la sensación que ella experimente) todo cuanto pueda incrementar
la voluptuosidad que él quiere disfrutar, sin la más leve consideración a los
efectos que pueda provocar en la mujer, pues estas consideraciones le turbarán:
o querrá que la mujer comparta, y entonces él ya no goza, o temerá que ella
sufra, y ya le tenemos alterado. Si el egoísmo es la primera ley de la naturaleza,
es muy probablemente en los placeres de la lubricidad más que en cualquier
otro lugar que esta celeste madre desea que sea nuestro único móvil. Es una
desdicha despreciable que, para el incremento de la voluptuosidad del hombre,
tenga que descuidar o turbar la de la mujer, pues si bien esta turbación le hace
ganar algo, lo que pierde el objeto que le sirve no le afecta en nada. Debe resultarle
indiferente que este objeto sea feliz o desdichado, con tal de que le resulte
deleitable; no existe realmente ningún tipo de relación entre este objeto y él.
Sería, pues, una locura ocuparse de las sensaciones de este objeto a expensas
de las propias; absolutamente imbécil si, para modificar estas sensaciones
ajenas, renuncia al mejoramiento de las propias. Dicho eso, si el individuo de
que hablamos está desdichadamente estructurado de manera que sólo se
conmueve si produce, en el objeto que le sirve, sensaciones dolorosas,
confesarás que debe entregarse a ellas sin remordimientos, ya que está ahí para
disfrutar, prescindiendo de todo lo que pueda resultar para ese objeto...
Insistiremos sobre este punto: sigamos avanzando por orden.
»Así pues, los placeres aislados tienen atractivos, pueden tener más que todos
los restantes. ¡Vaya!, si no fuera así, ¿cómo gozarían tantos ancianos, tantas
personas o contrahechas o llenas de defectos? Están más que seguras de que
no son amadas; más que convencidas de que es imposible que se comparta lo
que ellos sienten: ¿sienten por ello menor voluptuosidad? ¿Desean únicamente
la ilusión? Totalmente egoístas en sus placeres, sólo les ves ocupados en tomar,
sacrificarlo todo para recibir, sin sospechar jamás, en el objeto que les sirve,
otras propiedades que las pasivas. Así que no es en absoluto necesario dar
placer para recibirlo; y, por tanto, la situación feliz o desgraciada de la víctima de
nuestro desenfreno es completamente indiferente para la satisfacción de
nuestros sentidos. No tiene ninguna importancia el estado en que pueda hallarse
su corazón y su mente; da igual que a este objeto le guste o le horrorice lo que
le hacéis, puede amarte o detestarte: todas estas consideraciones son inútiles
en tanto que sólo se trata de los sentidos. Estoy de acuerdo en que las mujeres
pueden establecer unas máximas contrarias; pero las mujeres, que sólo son las
máquinas de la voluptuosidad, que sólo deben de ser sus comodines, son
recusables siempre que sea preciso establecer un sistema real sobre este tipo
de placer. ¡,Existe un solo hombre razonable que esté deseoso de hacer
compartir su goce a las prostitutas? ¿Y no existen, en cambio, millones de
hombres que reciben grandes placeres de estas criaturas? Son otros tantos
individuos persuadidos de lo que digo, que lo ponen en práctica, sin dudarlo, y
que censuran ridículamente a aquellos que legitiman sus acciones por buenos
principios, porque el universo está lleno de estatuas en movimiento que van,
vienen, actúan, comen, digieren, sin enterarse jamás de nada.
»Una vez demostrado que los placeres aislados son tan deliciosos como los
otros, y probablemente mucho más, es mucho más sencillo entonces, por
consiguiente, que este goce, tomado independientemente del objeto que nos
sirve, no sólo esté muy alejado de lo que pueda gustarle, sino que sea incluso
contrario a sus placeres. Voy más lejos: puede llegar a ser un dolor impuesto,
una vejación, un suplicio, sin que eso tenga nada de extraordinario, sin que de
ahí resulte otra cosa que un incremento de placer mucho más seguro para el
déspota que atormenta o veja. Intentemos demostrarlo.
»La emoción de la voluptuosidad sobre nuestra alma no es más que una
especie de vibración producida por medio de unas sacudidas que la imaginación
inflamada por el recuerdo de un objeto lúbrico hace experimentar a nuestros
sentidos, bien a través de la presencia de este objeto, o bien, y aún mejor, por la
irritación que siente este objeto en el género que nos conmueve más
fuertemente. Así pues, nuestra voluptuosidad, ese cosquilleo inefable que nos
extravía, que nos transporta al punto más elevado de felicidad que pueda
alcanzar el hombre, sólo se encenderá siempre por dos causas: ya
descubriendo real o ficticiamente en el objeto que nos sirve el tipo de belleza
que más nos halaga, ya viendo experimentar a este objeto la más fuerte
sensación posible. Ahora bien, no hay ningún tipo de sensación más viva que la
del dolor; sus impresiones son seguras, jamás engañan como las del placer,
perpetuamente interpretadas por las mujeres y casi nunca sentidas. ¡Cuánto
amor propio, por otra parte, cuánta juventud, fuerza, salud hace falta para estar
seguro de producir en una mujer esta dudosa y poco satisfactoria impresión de
placer! La de dolor, por el contrario, no exige nada: cuantos más defectos tenga
un hombre, cuanto más viejo y menos seductor sea mejor la conseguirá.
Respecto al objetivo, será alcanzado con mucha mayor seguridad, ya que
hemos establecido que no le afecta, quiero decir que jamás se excitan mejor los
sentidos que cuando se ha producido en el objeto que nos sirve la mayor
impresión posible, no importa por qué camino. Así pues, quien haga nacer en
una mujer la impresión más tumultuosa, quien altere al máximo toda la estructura
de esta mujer, habrá conseguido decididamente asegurarse la mayor dosis
posible de voluptuosidad, porque el choque resultante de las impresiones de los
demás sobre nosotros, que debe estar en proporción con la impresión
producida, será necesariamente más activo si la impresión de los demás ha sido
penosa que si ha sido suave y blanda. Y, a partir de ahí, el egoísta voluptuoso
que está persuadido de que sus placeres sólo serán vivos en la medida que
sean enteros, impondrá, pues, cuando sea su dueño, la más fuerte dosis posible
de dolor al objeto que le sirve, absolutamente seguro de que la voluptuosidad
que obtendrá estará en proporción con la más viva impresión que habrá producido.
––Estos sistemas son espantosos, padre ––le dije a Clément––, llevan a unos
gustos crueles, a unos gustos horribles.
––¿Y qué importa? ––contestó el bárbaro––. Una vez más, ¡,somos los dueños
de nuestros gustos? ¿No debemos ceder al dominio de los que hemos recibido
de la naturaleza de igual manera que la orgullosa cabeza del roble se dobla bajo
la tempestad que la azota? Si la naturaleza se sintiera ofendida por esos gustos,
no nos los inspiraría; es imposible que podamos recibir de ella un sentimiento
hecho para ultrajarla, y, en esta extrema certidumbre, podemos entregarnos a
nuestras pasiones, del tipo que sean, por mucha violencia que puedan contener,
segurísimos de que todos los inconvenientes que provoca su choque no son
más que unos designios de la naturaleza de los que somos los órganos
involuntarios. ¿Y qué nos importan las consecuencias de estas pasiones?
Cuando queremos deleitarnos con una acción cualquiera, nadie piensa en las
consecuencias.
No os hablo de las consecuencias ––le interrumpí bruscamente––, se trata de
la cosa en sí. Seguramente si sois el más fuerte, y por unos atroces principios de
crueldad sólo os gusta disfrutar a través del dolor, con la intención de aumentar
vuestras sensaciones, llegaréis insensiblemente a producirlas sobre el objeto
que os sirve con un grado de violencia capaz de arrebatarle la vida.
––De acuerdo; eso significa que por unos gustos concedidos por la naturaleza
yo habré servido sus designios porque ella, que siempre opera sus creaciones a
través de destrucciones, sólo me inspira la idea de éstas últimas cuando
necesita las primeras. Significa que de una porción de materia oblonga habré
formado tres o cuatro mil redondas o cuadradas. ¡Oh, Thérèse! ¡,Eso son
crímenes? ¿Se puede denominar así lo que sirve a la naturaleza? ¿El hombre
tiene la potestad de cometer crímenes? Y cuando, prefiriendo su felicidad a la de
los demás, derriba o destruye todo lo que encuentra a su paso, ¿ha hecho otra
cosa que servir a la naturaleza cuyas primeras y más seguras inspiraciones le
dictan ser feliz, sin que importe a expensas de quien? El sistema del amor al
prójimo es una quimera que debemos al cristianismo y no a la naturaleza; el
secuaz del Nazareno, atormentado, desdichado y por consiguiente en un estado
de debilidad que debía hacerle reclamar la tolerancia y la humanidad, tuvo que
establecer necesariamente esta relación fabulosa entre un ser y otro: preservaba
su vida consiguiendo que triunfara. Pero el filósofo no admite estas relaciones
gigantescas; ve y considera sólo a sí mismo en el universo, y sólo a sí mismo lo
refiere todo. Si perdona o acaricia un instante a los demás, sólo es en relación
con el provecho que cree sacar de ello. ¿No los necesita, predomina con su
fuerza? Entonces abjura para siempre jamás de esos bonitos sistemas de
humanidad y de beneficencia a los cuales sólo se sometía por política. Ya no
teme quedarse con todo, hacerse con todo lo que le rodea, y pese a lo que
puedan costar a los demás sus goces, los satisface sin examen ni
remordimientos.
––¡Pero el hombre de quien habláis es un monstruo!
––El hombre de quien hablo es el de la naturaleza.
––¡Es un animal feroz!
––Bien, el tigre o el leopardo de los que este hombre es, si te parece, la
imagen, ¿no han sido como él creados por la naturaleza y creados para cumplir
las intenciones de la naturaleza? El lobo que devora al cordero cumple los
proyectos de esta madre común, de la misma manera que el malhechor que
destruye el objeto de su venganza o de su lubricidad.
––¡Oh! Por mucho que digáis, padre, jamás admitiré esta lubricidad
destructiva.
––Porque temes convertirte en objeto de ella: eso es egoísmo. Cambiemos de
papel y la concebirás; pregunta al cordero, tampoco querrá que el lobo pueda
devorarlo; pregunta al lobo para qué sirve el cordero: «Para alimentarme»,
contestará. Unos lobos que comen corderos, unos corderos devorados por los
lobos, el fuerte que sacrifica al débil, el débil víctima del fuerte, así es la
naturaleza, así son sus opiniones, así sus planes: una acción y una reacción
perpetuas, una multitud de vicios y de virtudes, un perfecto equilibrio, en una
palabra, resultante de la igualdad del bien y del mal en la Tierra; equilibrio
esencial para el mantenimiento de los astros, de la vegetación, y sin el cual todo
sería inmediatamente destruido. Oh, Thérèse, la naturaleza se sentiría muy
sorprendida si pudiera por un instante razonar con nosotros, y le dijéramos que
esos crímenes que la sirven, que esos desmanes que exige y que ella nos
inspira, están castigados por unas leyes que se nos asegura que son la imagen
de las suyas. Imbéciles, nos contestaría, duerme, bebe, come y comete sin
miedo tales crímenes cuando te parezca: todas tus supuestas infamias me
complacen, y las quiero, ya que te las inspiro. ¡A ti te corresponde decidir lo que
me irrita, o lo que me deleita! Entérate de que no hay nada en ti que no me
pertenezca, nada que yo no haya colocado ahí por unas razones que no te
conviene conocer; que la más abominable de tus acciones sólo es, al igual que
la más virtuosa de otra persona, una de las maneras de servirme. Así que no te
contengas, búrlate de tus leyes, de tus convenciones sociales y de tus dioses;
atiéndeme sólo a mí, y convéncete de que si existe un crimen que me afecta, es
la oposición que pusieras con tu resistencia o tus sofismas a lo que te inspiro.
––¡Oh, santo cielo! ––exclamé––, hacéis que me estremezca. Si no hubiera
crímenes contra la naturaleza, ¿de dónde procedería la invencible repugnancia
que experimentamos por ciertos delitos?
––Esta repugnancia no está dictada por la naturaleza ––replicó vivamente el
malvado––; no tiene otra fuente que la falta de costumbre. ¿Acaso no ocurre lo
mismo con determinados manjares? Aunque sean excelentes, ¿no nos
repugnan sólo por la falta de costumbre? ¿Nos atreveremos a decir, a partir de
ahí, que esos manjares no son buenos? Intentemos dominarnos, y no tardaremos
en apreciar su sabor. Nos repugnan los medicamentos, aunque, sin
embargo, nos resulten saludables. Acostumbrémonos también al mal, y no
tardaremos en encontrarle sólo encantos. Esta repugnancia momentánea es
más una astucia, una coquetería de la naturaleza, que una advertencia de que la
cosa la ultraja: así nos prepara a los placeres del triunfo; con ello aumenta los de
la acción misma. Hay más, Thérèse, hay más: cuanto más espantosa nos
parece una acción, cuanto más contraría nuestros hábitos y nuestras
costumbres, cuantos más frenos rompe, cuanto más sorprende nuestras
convenciones sociales, cuanto más hiere lo que creemos ser las leyes de la
naturaleza, más útil es, por el contrario, a esta misma naturaleza. Siempre
recupera los derechos que le arrebata sin cesar la virtud con los crímenes. Si el
crimen es liviano, y difiere, por tanto, menos de la virtud, restablecerá mas
lentamente el equilibrio indispensable para la naturaleza; pero cuanto mas
capital sea, más iguala los pesos, más ataca el dominio de la virtud, que sin ello
lo destruiría todo. Que cese, pues, de asustarse el que medita una fechoría, o el
que acaba de cometerla: cuanta más amplitud tenga su crimen, mejor habrá
servido a la naturaleza.
Estos espantosos sistemas me hicieron pensar inmediatamente en los
sentimientos de Omphale sobre la manera de cómo saldríamos de aquella
terrible casa. Así que fue a partir de entonces cuando adopté los proyectos que
me veréis ejecutar a continuación. De todos modos, para acabar de aclararme,
no pude dejar de seguir planteando algunas preguntas al padre Clément.
––Por lo menos ––le dije–– no seguís manteniendo eternamente a las
desdichadas víctimas de vuestras pasiones. Cuando os cansáis de ellas, ¿las
despedís?
––Seguro, Thérèse ––me contestó el monje––, tú sólo has entrado en esta
casa para salir de ella, cuando los cuatro nos pongamos de acuerdo en
concederte el retiro. Lo tendrás sin duda.
––¿Pero no teméis ––continué–– que mujeres más jóvenes y menos discretas
puedan revelar a voces lo que ocurre aquí?
––Es imposible.
––¿Imposible?
––Por completo.
––¿Podríais explicármelo?
––No, ahí está nuestro secreto; pero todo cuanto puedo asegurarte es que,
discreta o no, te será absolutamente imposible, cuando estés fuera de aquí,
decir una sola palabra sobre lo que ocurre. De modo que ya ves, Thérèse, no te
recomiendo ninguna discreción; una política forzosa no encadena en absoluto
mis deseos...
Y, con estas palabras, el fraile se durmió. A partir de ese instante ya me resultó
imposible dejar de ver que las medidas mas violentas se tomaban con las des
dichadas despedidas y que la terrible seguridad de que se vanagloriaba sólo era
el fruto de su muerte. Me afiancé más que nunca en mi decisión; no tardaremos
en ver el efecto.
Así que Clément se durmió, Armande se acercó a mí.
––No tardará en despertarse enfurecido ––me dijo––; la naturaleza sólo
adormece sus sentidos para otorgarles, después de un poco de reposo, una
energía mucho mayor; una escena más, y quedaremos tranquilas hasta
mañana.
––Pero ––le dije a mi compañera–– ¿tú no duermes unos instantes?
––¿Puedo hacerlo? ––me contestó Armande––, si no velara de pie alrededor
de su cama, y mi negligencia fuera descubierta, sería capaz de apuñalarme.
––¡Cielos! ––exclamé––. ¡Cómo! Incluso durmiendo, ¿este malvado quiere que
lo que le rodea siga sufriendo?
––Sí ––me contestó mi compañera––, la barbarie de esta idea es lo que le
proporciona el furioso despertar que vas a ver. En eso es como aquellos
escritores perversos cuya corrupción es tan peligrosa, tan activa, que sólo tienen
por objetivo, al imprimir sus espantosos sistemas, extender más allá de su vida
la suma de sus crímenes. Ya no pueden cometer más, pero sus malditos
escritos harán cometerlos, y esta dulce idea que se llevan a la tumba les
consuela de la obligación en que les pone la muerte de renunciar al mal.
––¡Qué monstruos! ––exclamé.
Armande, que era una criatura muy dulce, me besó derramando unas cuantas
lágrimas, y después comenzó a pasear alrededor de la cama de aquel
desalmado.
En efecto, al cabo de dos horas el monje se despertó con una prodigiosa
agitación, y me tomó con tanta fuerza que creí que iba a ahogarme. Su
respiración era viva y jadeante, sus ojos brillaban, pronunciaba sin parar
palabras que no eran más que blasfemias o invectivas libertinas. Llama a
Armande, le pide las varas, y vuelve a fustigarnos a las dos, pero de una manera
aún mas vigorosa de como lo había hecho antes de dormirse. Tenía el aspecto
de querer terminar conmigo; yo lanzo unos agudos gritos; para abreviar mis
penas, Armande le excita violentamente, él se extravía, y el monstruo, al fin
determinado por las más violentas sensaciones, pierde con los chorros
abrasadores de su semen tanto su ardor como sus deseos.
El resto de la noche todo fue tranquilo. Al levantarse, el monje se contentó con
tocarnos y examinamos a las dos; y como se iba a decir su misa, regresamos al
serrallo. A la decana se le antojó desearme en el estado de inflamación en que
suponía que yo debía hallarme; anonadada como estaba, ¿podía defenderme?
Hizo lo que quiso, lo suficiente para convencerme de que hasta una mujer, en
semejante escuela, perdiendo inmediatamente toda la delicadeza y todo el pudor
de su sexo, sólo podía volverse, a ejemplo de sus tiranos, obscena o cruel.
Dos noches después, me acosté con Jérôme; no os describiré sus horrores,
fueron aún más espantosos. ¡Qué escuela, Dios mío! Finalmente, al cabo de una
semana, pasé por todos. Entonces Omphale me preguntó si no era cierto que
Clément era el más temible de todos.
––¡Ay! ––contesté––, en medio de una multitud de horrores y de porquerías
que tanto repugnan y tanto indignan, es muy difícil que me pronuncie sobre el
mas odioso de estos malvados. Estoy harta de todos, y quisiera ya verme fuera,
sea cual sea el destino que me espera.
––Es posible que no tarden en satisfacerte ––me contestó mi compañera––.
Estamos cerca de la época de la fiesta: rara vez se produce esta circunstancia
sin pro porcionarles víctimas. O seducen a unas jóvenes a través del
confesonario, o, si pueden, las secuestran. Unas cuantas nuevas reclutas que
siempre suponen otros tantos despidos...
La famosa fiesta llegó... ¿Podéis creer, señora, a qué monstruosa impiedad se
entregaron los monjes para este acontecimiento? Pensaron que un milagro
visible au mentaría el brillo de su reputación; en consecuencia revistieron a
Florette, la más joven de las mujeres, con todos los ornamentos de la Virgen; y
por medio de unos cordones que no se veían la ataron a la pared de la
hornacina, y le ordenaron que, de repente, alzara los brazos compungida hacia
el cielo cuando se elevara la hostia. Como esta criaturita estaba amenazada con
los peores castigos si pronunciaba la más mínima palabra, o interpretaba mal su
papel, lo hizo a las mil maravillas, y el simulacro tuvo todo el éxito que cabía
esperar. El pueblo proclamó el milagro, dejó ricas ofrendas a la Virgen, y se fue
más convencido que nunca de la eficacia de las gracias de la madre celestial.
Nuestros libertinos quisieron, para redoblar sus impiedades, que Florette
apareciera en las orgías de la noche con las mismas ropas que le habían
proporcionado tantos homenajes, y cada uno de ellos inflamó sus odiosos
deseos al someterla, bajo este disfraz, a la irregularidad de sus caprichos.
Excitados por este primer crimen, los sacrílegos no se contentaron con él: hacen
desnudar a la niña, la acuestan boca abajo sobre una gran mesa, encienden
unos velones, colocan la imagen de nuestro Salvador en medio del lomo de la
joven y se atreven a consumar sobre sus nalgas el más tremendo de nuestros
misterios. Yo me desvanecí ante este espectáculo horrible, me fue imposible
soportarlo. Severino, al verme en ese estado, dice que para domarme era
preciso que yo sirviera de altar a mi vez. Se apoderan de mí; me colocan en el
mismo lugar que Florette; el sacrificio se consuma, y la hostia... ese símbolo
sagrado de nuestra augusta religión... Severino se apodera de ella, la hunde en
el local obsceno de sus placeres sodomitas..., la oprime injuriosamente..., la
aprieta ignominiosamente bajo los golpes redoblados de su dardo monstruoso,
¡y arroja, blasfemando, sobre el cuerpo mismo de su Salvador, los chorros
impuros del torrente de su lubricidad!
Me retiraron inmóvil de sus manos; tuvieron que transportarme a mi habitación
donde lloré ocho días consecutivos el horrible crimen para el que había servido a
pesar mío. Este recuerdo sigue destrozando mi alma, no puedo pensar en ello
sin estremecerme... Para mí la religión es el efecto del sentimiento; todo lo que
la ofende, o la ultraja, hace brotar la sangre de mi corazón.
La época de la renovación mensual estaba a punto de llegar, cuando Severino
entra una mañana, a eso de las nueve, en nuestra habitación. Parecía muy
excitado; una especie de extravío se dibujaba en sus ojos. Nos examina, nos
coloca sucesivamente en su posición predilecta, y se detiene especialmente en
Omphale. Permanece varios minutos contemplándola en esta posición, se excita
sordamente, besa lo que se le presenta, hace ver que está en estado de
consumar, y no consuma nada. Después la hace levantar, dirige sobre ella unas
miradas en las que se dibujan la rabia y la maldad; luego, soltándole un vigoroso
puntapié en el bajo vientre, la manda a veinte pasos de distancia.
––La sociedad te despide, ramera ––le dijo––; está harta de ti. Prepárate para
la entrada de la noche, yo mismo vendré a buscarte.
Y sale. Así que se ha ido, Omphale se levanta; se arroja llorando a mis brazos.
––¡Ya ves! ––me dijo––. Por la infamia, por la crueldad de los preliminares,
¿puedes no imaginarte todavía los finales? ¡Qué será de mí, Dios mío!
––Cálmate ––le dije a la desdichada––, ahora estoy decidida a todo. Sólo
aguardo la oportunidad, y es posible que se presente antes de lo que crees.
Divulgaré estos horrores; y si es cierto que su comportamiento es tan cruel como
tenemos motivo para pensar, intenta ganar un poco de tiempo, y te arrancaré de
sus manos.
En el caso de que Omphale quedara en libertad, juró también que me
ayudaría, y lloramos las dos. La jornada pasó sin novedades; a eso de las cinco,
subió el propio Severino.
––Vamos ––le dijo bruscamente a Omphale––, ¿estás preparada?
––Sí, padre ––contestó ella sollozando––; permitidme que abrace a mis
compañeras.
––Es inútil ––dijo el monje––, no tenemos tiempo para una escena de llantos.
Nos esperan, vayámonos. Entonces ella preguntó si tenía que llevarse su ropa.
––No ––dijo el superior––, ¿acaso no es todo de la casa? Ya no necesitarás
nada de eso.
Rectificando después, como alguien que ha hablado demasiado:
––Esta ropa te será inútil, ya encargarás a medida otra que te sentará mejor.
Limítate, pues, únicamente a lo que llevas encima.
Le pregunté al monje si quería permitirme acompañar a Omphale sólo hasta la
puerta de la casa... Me contestó con una mirada que me hizo retroceder de
terror... Omphale sale, arroja sobre nosotras una mirada llena de inquietud y de
lágrimas, y así que se ha ido, me precipito desesperada sobre mi cama.
Habituadas a estos acontecimientos, o cegadas respecto a sus consecuencias,
mis compañeras se emocionaron menos que yo, y el superior regresó al cabo de
una hora: venía a buscar las de la cena. Yo formaba parte de ellas; sólo debía
haber cuatro mujeres, la joven de doce años, la de dieciséis, la de veintitrés y yo.
Todo se desarrolló más o menos como los otros días; observé únicamente que
las mujeres de guardia no estaban, que los monjes se hablaron con frecuencia al
oído, que bebieron mucho, que se limitaron a excitar violentamente sus deseos,
sin permitirse jamás consumarlos, y que nos despidieron a una hora muy
temprana, sin quedarse con ninguna para dormir... ¿Qué deducciones extraer de
estas observaciones? Las hice porque en semejantes circunstancias te fijas en
todo, pero ¿qué augurar de ahí? ¡Ah!, era tal mi perplejidad que no se presentaba
ninguna idea a mi mente sin que fuera inmediatamente rebatida por otra;
acordándome de las frases de Clément estaba autorizada a temerlo todo; y
luego, la esperanza... esa engañosa esperanza que nos consuela, que nos ciega
y que de ese modo nos hace casi tanto bien como daño, finalmente llegaba la
esperanza para tranquilizarme... ¡Esos horrores quedaban tan lejos de mí que
me resultaba imposible suponerlos! Me acosté en este terrible estado;
persuadida a veces de que Omphale no faltaría al juramento; convencida al
instante siguiente de que los crueles procedimientos que adoptarían con ella le
quitarían cualquier capacidad de sernos útil. Y esa fue mi última opinión cuando
vi terminar el tercer día sin haber oído hablar todavía de nada.
Al cuarto día volví a estar entre las de la cena; eran numerosas y selectas.
Aquel día estaban allí las ocho mujeres más hermosas; me habían hecho el
honor de incluirme entre ellas. También estaban las mujeres de retén. Nada más
entrar vimos a nuestra nueva compañera.
––Aquí tenéis a la que la sociedad destina como sustituta de Omphale,
señoritas ––nos dijo Severino.
Y diciendo eso, arrancó del busto de la joven las mantillas y las gasas que lo
cubrían, y vimos a una joven de quince años, con la más agradable y más
delicada de las caras: alzó graciosamente sus bellos ojos sobre cada una de
nosotras; aún seguían húmedos de lágrimas, pero con expresión más viva; su
talle era flexible y ligero, su piel de una blancura deslumbrante, los más
hermosos cabellos del mundo, y algo tan seductor en su conjunto que era
imposible verla sin sentirse inmediatamente atraído hacia ella. Se llamaba
Octavie; no tardamos en saber que era hija de excelente familia, nacida en París
y saliendo del convento para casarse con el conde de ***: había. sido raptada en
su carruaje con dos gobernantas y tres lacayos; ignoraba qué había sido de su
séquito; la habían tomado sola a la entrada de la noche, y, después de haberle
vendado los ojos, la habían llevado donde la veíamos sin que le hubiera
resultado posible saber nada más.
Nadie le había dicho todavía una palabra. Nuestros cuatro libertinos, un
instante en éxtasis ante tantos encantos, sólo tuvieron fuerza para admirarlos. El
imperio de la belleza obliga al respeto; a pesar de su corazón, el malvado más
corrompido le rinde una especie de culto que jamás infringe sin remordimientos;
pero unos monstruos como los que tratábamos languidecen poco debajo de
tales frenos.
Vamos, bella criatura ––dijo el superior atrayéndola con impudor hacia el sillón
en el que se hallaba sentado––, vamos, muéstranos si el resto de tus encantos
responde a los que la naturaleza ha colocado con tanta abundancia en tu
fisonomía.
Y como la hermosa muchacha se turbaba y se sonrojaba, e intentaba alejarse,
Severino, agarrándola bruscamente por el cuerpo, le dijo:
––Comprende, mi pequeña e ingenua Agnès, que lo que quiero decirte es que
te desnudes inmediatamente. Y el libertino, con estas palabras, le mete una
mano debajo de las faldas sosteniéndola con la otra; se acerca Clément,
arremanga hasta encima de los riñones las ropas de Octavie, y expone, con este
gesto, los atractivos más dulces y más apetitosos que sea posible ver; Severino,
que toca, pero que no ve, se agacha para mirar, y ya los tenemos a los cuatro de
acuerdo en que jamás han visto nada tan hermoso. Sin embargo, la modesta
Octavie, poco acostumbrada a semejantes ultrajes, derrama lágrimas y se
defiende:
––Desnudémosla, desnudémosla dice Antonin––, es imposible ver algo
semejante.
Ayuda a Severino, y al instante los encantos de la joven aparecen ante
nuestros ojos, sin velo. Jamás hubo sin duda una piel más blanca, jamás unas
formas tan afortunadas... ¡Dios, qué crimen!... ¡Tanta belleza, tanta frescura,
tanta inocencia y tanta delicadeza tenían que convertirse en la presa de aquellos
bárbaros! Octavie, avergonzada, no sabe dónde escapar para ocultar sus
encantos, por doquier sólo encuentra unos ojos que los devoran, unas manos
brutales que los manosean; se forma un corro alrededor de ella, y, al igual que
yo había hecho, lo recorre en todos los sentidos. El brutal Antonin no tiene la
fuerza de resistir; un cruel atentado decide el homenaje, y el incienso humea a
los pies del dios. Jérôme la compara con nuestra joven compañera de dieciséis
años, la más bonita del serrallo sin duda; y empareja los dos altares de su culto.
––¡Ah! ¡Cuánta blancura y cuánta gracia! ––dice, tocando a Octavie––. ¡Pero
cuánta gentileza y frescura hay también en éste! A decir verdad ––prosigue el
fraile al rojo vivo––, estoy indeciso.
Después, apretando su boca sobre los atractivos que sus ojos comparan,
exclamó:
––Octavie, tú tendrás la manzana; sólo depende de ti, dame el precioso fruto
de este árbol adorado por mi corazón... ¡Oh!, sí, sí, dádmelo una de las dos, y
aseguro para siempre el premio de la belleza a la que me haya servido antes.
Severino ve que ya es hora de pensar en cosas más serias: absolutamente
incapaz de esperar, se apodera de la infortunada, y la coloca de acuerdo con
sus deseos. Sin confiar todavía demasiado en sus capacidades, reclama la
ayuda de Clément. Octavie llora y nadie la escucha; el fuego reluce en las
miradas del impúdico monje, señor de la plaza, diríase que sólo examina las
entradas para atacar con mayor seguridad; no utiliza ningún truco, ningún
preparativo; ¿se cogerían las rosas con tanto gusto, si se apartaran las espinas?
Por enorme que sea la desproporción entre la conquista y el asaltante, éste
emprende inmediatamente el combate; un grito desgarrador anuncia la victoria,
pero nada enternece al enemigo. Cuanta más gracia implora la cautiva, con
mayor fuerza la empuja, y por mucho que la desdichada se debata, no tarda en
ser sacrificada.
––Jamás hubo laurel más difícil ––dice Severino al retirarse––; por vez primera
en mi vida he llegado a pensar que zozobraría cerca del puerto... ¡Ah, qué
angosto y qué caluroso! Es el Ganímedes de los dioses.
––Tengo que devolverla al sexo que tú acabas de manchar ––dijo Antonin,
cogiéndola por allí, y sin dejar que se levantara––. Hay más de una brecha en la
muralla.
Y acercándose con fiereza, en un instante llega al santuario. Se escuchan
nuevos gritos.
––¡Dios sea loado! ––dijo el libertino––. Habría dudado de mi éxito sin los
gemidos de la víctima, pero mi triunfo está asegurado, pues veo sangre y
lágrimas.
––A decir verdad ––dijo Clément, adelantándose con las varas en la mano––,
yo tampoco alteraré esta dulce posición, favorece en demasía mis deseos.
La mujer de retén de Jérôme y la de treinta años sostenían a Octavie: Clément
mira, toca; la joven asustada le implora y no le enternece.
––¡Oh, amigos míos! ––dice el monje exaltado––. ¡,Cómo no fustigar a la
colegiala que nos muestra un culo tan hermoso?
El aire comenzó a sonar inmediatamente con los silbidos de las varas y el
sordo ruido de sus azotes sobre las bellas carnes; se mezclan a ellos los gritos
de Octa vie y les responden las blasfemias del monje; ¡qué escena para esos
libertinos entregados, en medio de todas nosotras, a mil obscenidades!
Aplauden, le animan: mientras tanto la piel de Octavie cambia de color, los tintes
del rosicler más vivo se juntan con el resplandor de los lirios; pero lo que tal vez
divertiría un instante al Amor, si la moderación dirigiera el sacrificio, se vuelve a
fuerza de rigor en un crimen espantoso contra sus leyes. Ya nada detiene al
pérfido monje; cuanto más se queja la joven alumna, más estalla la severidad
del regente; desde la mitad de los riñones hasta la parte baja de los muslos, todo
es tratado con idéntica severidad, y al fin sobre los vestigios sangrantes de sus
placeres el pérfido apaga sus fuegos.
––Yo seré menos salvaje que todo eso ––dijo Jérôme agarrando a la bella, y
pegándose a sus labios de coral––. Este es el templo donde voy a sacrificar... y
en esta boca encantadora...
Me callo... Es el reptil impuro ajando una rosa, mi comparación os lo dice todo.
El resto de la velada fue semejante a todo lo que ya sabéis, de no ser que la
belleza, la edad conmovedora de la joven, excitando aún más a esos malvados,
redoblaron todas sus infamias, y la saciedad mucho más que la conmiseración,
llevando a la desdichada a su cámara, le devolvió al menos por unas pocas
horas la calma que necesitaba.
Yo habría deseado poder consolarla esa primera noche, pero obligada a
pasarla con Severino, era yo, por el contrario, la que se hallaba en el caso de
sentir gran necesidad de ayuda. Había tenido la desgracia, no de gustar, la
palabra no sería adecuada, sino de excitar más vivamente que cualquier otra los
infames deseos de este sodomita; ahora me deseaba casi todas las noches.
Agotado por ésta, sintió necesidad de experimentos: temiendo sin duda no
haberme hecho todavía suficiente daño con la espantosa espada de que estaba
dotado, imaginó esta vez perforarme con uno de esos artefactos de religiosas
que la decencia no me permite nombrar y que era de un grosor desmesurado.
Hubo que prestarse a todo. El mismo hacía penetrar el arma en su querido
templo; a fuerza de empujones entró muy adentro; grito: el monje se divierte;
después de unas cuantas idas y venidas, retira de golpe y con violencia el
instrumento y se engulle él mismo en la sima que acaba de entreabrir... ¡Vaya
capricho! ¿No es exactamente lo contrario de todo lo que los hombres pueden
desear? Pero ¡,quién puede definir el alma de un libertino? Hace mucho que
sabemos que allí está el enigma de la naturaleza: todavía no nos ha dado la
clave.
A la mañana, encontrándose algo más fresco, quiso probar otro suplicio. Me
mostró una máquina mucho más gruesa todavía: estaba hueca y provista de un
émbolo que despedía el agua con una fuerza increíble por una abertura que
daba al chorro más de tres pulgadas de circunferencia. Este enorme instrumento
tenía nueve de perímetro por doce de largo. Severino lo hizo llenar de agua muy
caliente y quiso hundírmelo por delante. Horrorizada ante semejante proyecto,
me arrojo a sus rodillas para pedirle gracia, pero él se halla en una de esas
malditas situaciones en las que la piedad ya no se atiende, y en las que las
pasiones, mucho más elocuentes, ponen en su lugar, sofocándola, una crueldad
muchas veces peligrosa. El fraile me amenaza con toda su cólera si no me
presto; debo obedecer. La pérfida máquina penetra dos tercios, y el desgarro
que me produce unido a su extremo calor, están a punto de desmayarme.
Durante ese tiempo, el superior, sin cesar de insultar las partes que ofende, se
hace masturbar por su doncella. Después de un cuarto de hora de este frote que
me lacera, suelta el émbolo que arroja el agua hirviente a lo más profundo de la
matriz... Me desvanezco. Severino se extasiaba... Había alcanzado un delirio por
lo menos igual a mi dolor.
––Eso no es nada ––dijo el traidor, cuando hube recuperado los sentidos––,
aquí a veces tratamos estos encantos con mucha mayor dureza... Una ensalada
de espinas, ¡diantre!, con su pimienta, con su vinagre, hundida dentro con la
punta de un cuchillo, eso es lo que les conviene para remozarlos. A la primera
falta que cometas, te condeno a ello–– dijo el malvado manoseando una vez
más el único objeto de su culto.
Pero dos o tres homenajes, después de los excesos de la víspera, le habían
dejado para el arrastre: me despidió.
Al regresar, encontré a mi nueva compañera hecha un mar de lágrimas; hice
cuanto pude por calmarla, pero no es fácil entender rápidamente un cambio de
situación tan espantoso. Esta joven poseía, además, un gran fondo de religión,
de virtud y de sensibilidad, con lo que su estado le parecía aún más terrible.
Omphale tenía razón al decirme que la veteranía no influía en nada en los
despidos; que dictados simplemente por la fantasía de los monjes, o por su
temor de algunas pesquisas posteriores, cabía sufrirlo tanto al cabo de ocho
días como al cabo de veinte años. Octavie sólo llevaba cuatro meses con
nosotras, cuando Jéróme vino a anunciarle su partida, aunque fuera él quien
más había gozado de ella durante su estancia en el convento, y hubiera podido
quererla y desearla más. La pobre niña se fue, haciéndonos las mismas
promesas que Omphale; tampoco ella las cumplió.
A partir de entonces, sólo me ocupé del proyecto que había concebido desde
la partida de Omphale; decidida a todo por escapar de esa guarida salvaje, nada
me asustó para conseguirlo. ¿Qué podía temer llevando a cabo mi intención? La
muerte. ¿Y de qué estaba segura permaneciendo? De la muerte. Y si lo
conseguía, me salvaba. Así que no había nada que discutir, pero necesitaba,
antes de esta empresa, que los funestos ejemplos del vicio recompensado se
reprodujeran una vez más bajo mis ojos; estaba escrito en el gran libro de los
destinos, en ese libro oscuro que ningún mortal alcanza a comprender, estaba
grabado en él, digo, que todos aquellos que me habían atormentado, humillado,
esclavizado, pagaran incesantemente ante mis miradas el precio de sus
fechorías, como si la Providencia se empeñara en mostrarme la inutilidad de la
virtud... Funestas lecciones que, sin embargo, no me corrigieron, y que, aunque
tuviera que seguir escapando de la espada colgada sobre mi cabeza, no me
impedirían seguir siendo siempre la esclava de esta divinidad de mi corazón.
Una mañana, sin que lo esperáramos, Antonin apareció en nuestra habitación
y nos anunció que el reverendo padre Severino, pariente y protegido del Papa,
acababa de ser nombrado por Su Santidad general de la orden de los
benedictinos. Y al día siguiente, en efecto, el religioso partió sin vernos:
esperaban, nos dijeron, otro muy superior en los excesos a todos los que se
quedaban; nuevos motivos para acelerar mis gestiones.
El día después de la marcha de Severino, los monjes se habían decidido a
licenciar a otra de mis compañeras; elegí para mi evasión el mismo día en que
vinieron a anunciar la baja de aquella miserable, a fin de que los monjes más
ocupados se fijaran menos en mí.
Estábamos al comienzo de la primavera; la longitud de las noches todavía
favorecía en algo mis diligencias. Llevaba dos meses preparándolas sin que
nadie se lo imaginara; serraba poco a poco, con una mediocre tijera que había
encontrado, las rejas de mi cuarto de aseo; mi cabeza ya pasaba fácilmente por
ellas, y, con la ropa de cama que me daban, había trenzado una cuerda más
que suficiente para salvar los siete u ocho metros de altura que Omphale me
había dicho que tenía el edificio. Cuando se llevaron mis ropas, había tenido la
precaución, como ya os dije, de apartar mi pequeña fortuna que ascendía a
cerca de seis luises, y siempre la había ocultado cuidadosamente. La escondí en
el pelo y, como casi toda nuestra cámara estaba en la cena aquella noche, a
solas con una de mis compañeras que se acostó así que las otras hubieron
bajado, entré en el cuarto de aseo; allí, destapando el agujero que había tenido
el cuidado de cubrir todos los días, até mi cuerda a uno de los barrotes que
estaba intacto, y, dejándome deslizar por ese medio, no tardé en tocar el suelo.
No era eso lo que más me preocupaba: los seis recintos de muros o de setos
vivos, de que me había hablado mi compañera, me inquietaban mucho más.
Una vez allí, descubrí que cada espacio o avenida circular dejado entre uno y
otro seto no tenía más de ocho pies de anchura, y esta proximidad permitía ima
ginar a primera vista que todo lo que se hallaba en este lado sólo era un macizo
boscoso. La noche era muy oscura; al contornear la primera avenida circular
para investigar si encontraría una abertura en el seto, pasé por debajo de la sala
de las cenas. Ya no estaban allí; mi inquietud aumentó; proseguí, sin embargo,
mis investigaciones. Llegué así a la altura de la ventana de la gran sala
subterránea que se hallaba debajo de la de las orgías ordinarias. Descubrí en
ella mucha luz, fui lo bastante atrevida como para acercarme; por mi situación,
tenía que agacharme. Mi desdichada compañera estaba tendida sobre un
caballete, los cabellos sueltos y destinada sin duda a algún espantoso suplicio
en el que encontraría, como libertad, el eterno fin de sus desgracias... Me
estremecí, pero lo que mis miradas acabaron de descubrir aún me asombró
más: Omphale, o no lo sabía todo, o había callado algo; descubrí en ese subterráneo
cuatro jóvenes desnudas, que me parecieron muy hermosas y muy
jóvenes, y que sin duda no eran de las nuestras. Así que en este horrible asilo
había más víctimas de la lubricidad de esos monstruos... otras desdichadas
desconocidas por nosotras... Me apresuré a huir, y seguí girando hasta llegar al
lado opuesto del subterráneo: no habiendo encontrado todavía la brecha, decidí
hacer una. Sin que nadie se hubiera dado cuenta, me había provisto de un largo
cuchillo: trabajé. Pese a mis guantes, mis manos no tardaron en quedar desgarradas,
pero nada me detuvo. El seto tenía más de dos pies de espesor, lo
entreabrí, y ya estaba en la segunda avenida. Allí me sorprendió notar bajo mis
pies una tierra blanda y flexible en la que me hundía hasta el tobillo: cuanto más
avanzaba por el tupido bosquecillo, más profunda era la oscuridad. Curiosa por
saber a qué obedecía el cambio del suelo, lo toco con mis manos... ¡Oh, santo
cielo! ¡Cojo la cabeza de un cadáver! ¡Dios mío!, pensé asustada, es aquí sin
duda, como me habían dicho, el cementerio donde esos verdugos arrojan a sus
víctimas; ¡casi ni se toman la molestia de cubrirlas de tierra!... ¡Puede que este
cráneo sea el de mi querida Omphale, o el de la desdichada Octavie, tan
hermosa, tan dulce, tan buena, y que sólo ha aparecido en la tierra como las
rosas de las que sus encantos era la imagen! ¡Yo misma, ay, aquel hubiera sido
mi lugar! ¡Por qué no sufrir mi suerte! ¡,Qué ganaría en ir a buscar nuevos
reveses? ¡,Acaso no he cometido ya suficientes males? ¿No me he convertido
en el motivo de un número más que suficiente de crímenes? ¡Ah, cumplamos mi
destino! ¡Oh, tierra, ábrete para engullirme! ¡Cuando alguien se halla tan
desamparada, tan pobre, tan abandonada como yo, por qué hay que tomarse
tantos trabajos para seguir vegetando unos instantes más entre los monstruos!...
Pero no, debo vengar la virtud aherrojada... Ella lo espera de mi valor... No nos
dejemos abatir... sigamos: es esencial que el universo se libre de unos malvados
tan peligrosos como éstos. ¿Debo temer perder a tres o cuatro hombres a
cambio de salvar a millones de individuos que su política o su ferocidad
sacrifica?
Atravieso, pues, el seto en que me encuentro; era más espeso que el anterior;
a medida que iba avanzando eran más impenetrables. Consigo, sin embargo,
aguje rearlo, y más allá un suelo firme... ya nada que me anunciara los mismos
horrores que acababa de encontrar. Alcanzo de ese modo el borde del foso sin
haber descubierto la muralla que me había anunciado Omphale; seguramente
no existía, y es verosímil que los monjes hablaran de ella para aterrorizarnos
aún más. Menos encerrada más allá del séxtuplo recinto, diferenciaba mejor los
objetos: la iglesia y el cuerpo de un edificio que tenía adosado se ofrecieron
inmediatamente a mis miradas. El foso bordeaba uno y otro. Evité intentar
franquearlo por este lado; recorrí los bordes, y viéndome al fin ante uno de los
senderos del bosque, decidí cruzarlo por allí e introducirme por ese sendero una
vez que hubiera pasado al otro lado. El foso era muy profundo, pero, para mi
suerte, estaba seco. Como el revestimiento era de ladrillo, no había ningún
medio de deslizarme por él, así que me arrojé. Un poco aturdida por la caída,
tardé unos instantes en levantarme... Prosigo, alcanzo el otro lado sin obstáculo,
pero ¿cómo trepar por él? A fuerza de buscar un lugar accesible, encuentro al
final uno donde unos cuantos ladrillos rotos me permitían a la vez la facilidad de
servirme de los otros como escalones y la de hundir, para sostenerme, la punta
de mi pie en el suelo. Ya estaba casi en la cima, cuando, desmoronándose todo
bajo mi peso, caigo al foso debajo de los escombros que había arrastrado. Me
creí muerta. Aquella caída, realizada involuntariamente, había sido más ruda
que la anterior. Además, estaba enteramente recubierta de los materiales que
me habían seguido; algunos de ellos me habían golpeado la cabeza, me sentía
totalmente fracasada... «¡Oh, Dios mío!», me dije desesperada; «no sigamos;
quedémonos aquí; es una advertencia del cielo; no quiere que siga: mis ideas
me engañan sin duda; es posible que el mal sea útil en la Tierra, y cuando la
mano de Dios lo desea, ¡quizás es un error oponerse a él!» Pero, prontamente
rebelada contra un sistema demasiado desdichado fruto de la corrupción que me
había rodeado, me libero de los escombros que me cubren, y encontrando
mayor facilidad en subir por la brecha que acabo de hacer, a causa de los
nuevos agujeros que se han formado en ella, lo intento una vez más, me animo,
me hallo en un instante en la cima. Todo eso me había alejado del sendero que
había descubierto, pero habiéndome fijado bien en él, lo alcanzo de nuevo y
escapo a la carrera. Antes del final del día, ya me hallaba fuera del bosque, y a
no tardar sobre aquel montículo desde el cual, seis meses atrás, para mi
desdicha, había divisado el terrible convento. Descanso allí unos minutos,
estaba empapada; mi primera preocupación es arrojarme de rodillas y de nuevo
pedir perdón a Dios por las faltas involuntarias que había cometido en aquel
odioso receptáculo del crimen y de la impureza; lágrimas de pesar no tardaron
en manar de mis ojos. «¡Ay!», me dije «¡yo era mucho menos criminal cuando
abandoné, el pasado año, este mismo sendero, guiada por un principio de
devoción tan funestamente burlado! ¡Oh, Dios, en qué estado puedo
contemplarme ahora!» Levemente calmadas estas funestas reflexiones por el
placer de verme libre, proseguí mi camino hacia Dijon, imaginando que sólo en
esa capital mis denuncias podían ser legítimamente admitidas...
Aquí la señora de Lorsange quiso obligar a Thérèse a recuperar el aliento, por
lo menos durante unos minutos; lo necesitaba; el calor que ponía en su
narración, las llagas que esos funestos relatos volvían a abrir en su alma, todo,
en fin, la obligaba a unos cuantos momentos de tregua. El señor de Corville hizo
traer unos refrescos, y al cabo de un poco de reposo, nuestra heroína prosiguió,
como veremos a continuación, el detalle de sus deplorables aventuras.
Segunda parte
Estaba en mi segundo día, absolutamente tranquila respecto a los temores que
había sentido al principio de ser perseguida; hacía un calor extraordinario, y
siguiendo mi costumbre ahorrativa, me había alejado del camino para encontrar
una sombra donde pudiera efectuar una ligera comida que me permitiera
aguardar la noche. Un bosquecillo a la derecha del camino, en medio del cual
serpenteaba un límpido arroyuelo, me pareció adecuado para refrescarme.
Tranquilizada por el agua pura y fresca, alimentada con un poco de pan, la
espalda apoyada en un árbol, dejaba circular por mis venas un aire puro y
sereno que me descansaba, y calmaba mis sentidos. Allí, meditaba sobre
aquella fatalidad casi sin parangón que, pese a las espinas que me rodeaban en
la carrera de la virtud, me llevaba siempre, sea como fuere, al culto de esa
divinidad, y a unos actos de amor y de resignación hacia el Ser Supremo del que
emana, y del cual es la imagen. Una especie de entusiasmo acababa de
apoderarse de mí: «¡Ay!», me decía, «ese buen Dios al que adoro no me
abandona, ya que en ese mismo instante acabo de encontrar los medios para
reparar mis fuerzas. ¿Acaso no le debo a El este favor? ¿Y no existen en la
Tierra seres a los que se les niega? Así que no soy totalmente desgraciada, ya
que los hay que todavía son más de compadecer que yo... ¡Ah! ¿Acaso no lo
soy mucho menos que las desdichadas a las que dejo en esa guarida del vicio
de la que la bondad de Dios me ha hecho salir como por una especie de
milagro? ... ». Y llena de gratitud, me había prosternado; contemplando el sol
como la obra mas hermosa de la divinidad, como la que mejor manifiesta su
grandeza, arrancaba de la sublimidad de ese astro nuevos motivos de oraciones
y de acciones de gracias, cuando de repente me siento agarrada por dos hombres
que, después de cubrirme la cabeza para impedirme ver y gritar, me atan
como a una criminal y me arrastran sin decir palabra.
Caminamos así cerca de dos horas sin que me sea posible ver qué camino
emprendemos, cuando uno de mis guías, oyéndome respirar con esfuerzo,
propone a su camarada liberarme del velo que me oprime la cabeza; él lo
permite, respiro y descubro finalmente que estamos en medio de un bosque
donde seguimos un camino bastante ancho, aunque poco frecuentado. Mil
funestas ideas se presentan entonces a mi mente, temo que se han apoderado
de mí los agentes de aquellos indignos frailes... temo que me devuelven a su
odioso convento.
––¡Ah! ––le digo a uno de mis guías––, señor, ¿puedo suplicaros que me
digáis dónde me lleváis? ¡.Puedo preguntaros qué pretendéis hacer conmigo?
––Cálmate, hija mía ––me dice el hombre––, y no te asustes por las
precauciones que nos vemos obligados a tomar. Te llevamos hacia un buen
amo. Gra ves problemas le obligan a buscar camareras para su esposa sólo con
este aparatoso misterio, pero estarás bien allí.
––¡Ay, señores! ––contesté––, si estáis procurando mi felicidad, es inútil que
me forcéis: soy una pobre huérfana, muy digna de compasión, sin duda. No pido
más que un empleo: si me lo dais, ¡,por qué teméis que pueda escapar?
––Tiene razón ––dice uno de los guías––, dejémosla más cómoda, atémosle
solamente las manos.
Lo hacen, y prosigue la caminata. Al verme tranquila, responden incluso a mis
preguntas, y acabo por enterarme de que el amo al que me destinan se llama el
conde de Gernande, nacido en París, pero propietario de considerables bienes
en esta comarca, y con más de quinientas mil libras de renta, que come a solas,
me dice uno de los guías.
––¿A solas?
––Sí, es un hombre solitario, un filósofo; jamás ve a nadie. A cambio, es uno
de los mayores glotones de Europa; no existe otro en el mundo que sea capaz
de competir con él. Es inútil que te lo cuente, ya lo verás.
––Pero ¿qué significan estas precauciones, señor?
––Te lo cuento. Nuestro amo tiene la desgracia de tener una mujer que se ha
vuelto loca. Hay que vigilarla, no sale jamás de su habitación, nadie quiere servirla.
Por mucho que te lo hubiéramos propuesto, si hubieras sabido algo, jamás
habrías aceptado. Nos vemos obligados a secuestrar jóvenes a la fuerza para
ejercer este funesto empleo.
––¡Cómo! ¡,Estaré cautiva al lado de esa dama?
––A decir verdad, sí, por eso te tenemos así, pero estarás bien... tranquilízate,
perfectamente bien. Salvo esa molestia, no te faltará nada.
––¡Ah, justo cielo! ¡Qué opresión!
––Vamos, vamos, criatura, valor, un día saldrás y con una fortuna encima.
Mi guía no había terminado sus palabras, cuando descubrimos el castillo. Era
un soberbio y vasto edificio en medio del bosque, pero le faltaba mucho a ese
gran edificio para estar tan poblado como su tamaño permitía. Sólo vi un poco
de movimiento, un poco de afluencia en torno de las colinas situadas en unos
porches, en la mitad del cuerpo del edificio. Todo el resto estaba tan solitario
como la situación del castillo: nadie se fijó en nosotros cuando entramos; uno de
mis guías se fue a las cocinas, y el otro me presentó al conde. Estaba en el
fondo de un vasto y soberbio aposento, envuelto en un batín de satén de las
Indias, echado en una otomana, y tenía a su lado dos jóvenes tan indecentemente,
o, mejor dicho, tan ridículamente vestidos, peinados con tanta
elegancia y tanto arte, que al principio los tomé por muchachas; un examen más
detenido me hizo finalmente reconocerlos como dos muchachos, uno de los
cuales podía tener quince años, y el otro dieciséis. Me pareció que tenían un
rostro encantador, pero en tal estado de blandura y de abandono, que al
principio creí que estaban enfermos.
––Aquí tenéis a una joven, monseñor ––dijo mi guía––. Nos parece que os
conviene: es dulce, honrada, y sólo pide colocarse. Confiamos en que os
contentará.
––Está bien ––dijo el conde, sin mirarme apenas––. Al retirarte, cierra la
puerta, Saint-Louis, y di que nadie entre si no llamo.
Después el conde se levantó y se acercó a examinarme. Mientras él me
observa, yo puedo describiroslo: la singularidad del retrato merece por un
instante vues tras miradas. El señor de Gemande era entonces un hombre de
cincuenta años, de unos seis pies de altura, y una obesidad monstruosa. Nada
más terrible que su rostro, la longitud de su nariz, la espesa oscuridad de sus
cejas, sus ojos negros y malvados, su gran boca casi desdentada, su frente
tenebrosa y desnuda, el sonido de su voz terrible y ronca, sus enormes brazos y
manos; todo contribuye a hacer de él un individuo gigantesco, cuya cercanía
inspira más miedo que seguridad. No tardaremos en ver si la moral y los actos
de esta especie de centauro respondían a su terrible caricatura. Después de un
examen de lo más brusco y de lo más insolente, el conde me preguntó mi edad.
Y añadió a esta primera pregunta otras sobre mi persona. Le puse al corriente
de todo lo que me concernía. Ni siquiera olvidé la deshonra que había recibido
de Rodin; y cuando le hube descrito mi miseria, cuando le hube demostrado que
la desdicha me había perseguido constantemente, el malvado me dijo con
dureza:
––¡Tanto mejor, tanto mejor! Así serás más flexible aquí. Es un minúsculo
inconveniente que la desdicha persiga a esta raza abyecta del pueblo que la
naturaleza condena a arrastrarse cerca de nosotros por el mismo suelo: así es
más activa y menos insolente, cumple mejor sus deberes hacia nosotros.
––Pero, señor, ya os he contado mi cuna, no es en absoluto abyecta.
––Sí, sí, ya me conozco la historia. Siempre se hace uno pasar por mucho
cuando no es nada, o está en la miseria. Es preciso que las ilusiones del orgullo
acudan a consolar de los embates de la fortuna; luego nos toca a nosotros
creernos lo que nos parezca de esas cunas abatidas por los golpes de la suerte.
Por otra parte, todo eso me da igual: te he encontrado al aire libre, y más o
menos vestida como una sirvienta. De modo que así te tomo, si te parece bien.
Sin embargo ––prosiguió con dureza aquel hombre––, sólo de ti depende ser
feliz; ten paciencia, discreción, y en unos pocos años te despediré de aquí en
situación de prescindir de servir.
Entonces cogió mis dos brazos, y arremangándome las mangas hasta el codo,
los examinó con atención preguntándome cuántas veces me habían sangrado.
––Dos veces, señor ––le contesté, bastante sorprendida por esa pregunta; y le
cité las épocas, refiriéndole las circunstancias de mi vida en que eso había
ocurrido.
Apoya sus dedos sobre las venas como cuando se quiere hincharlas para
realizar esa operación, y cuando alcanzan el punto que él desea, les aplica la
boca chu pándolas. A partir de entonces, ya no dudé de que el libertinaje estaba
relacionado con las prácticas de ese mal hombre, y los tormentos de la inquietud
se despertaron en mi corazón.
––Tengo que saber cómo estás hecha ––prosiguió el conde, mirándome con
un aire que me hizo temblar––. Para el puesto que vas a ocupar, es preciso que
no tengas ningún defecto. Así que muéstrame cómo eres.
Me defendí; pero el conde, entregando a la cólera todos los músculos de su
terrible rostro, me anuncia duramente que me aconseja que no me haga la mojigata
con él, porque dispone de medios seguros para convencer a las mujeres.
––Lo que me has contado ––me dijo–– no anuncia una virtud muy elevada. Así
que tus resistencias quedarían tan fuera de lugar como ridículas.
Con esas palabras, hace un signo a sus muchachos, que, acercándoseme
inmediatamente, se ocupan de desnudarme. Con unos individuos tan débiles,
tan des madejados como los que me rodean, la defensa no es seguramente
difícil; pero ¿de qué serviría? El antropófago que me los enviaba me habría
pulverizado, de haber querido, de un puñetazo. Así que comprendí que tenía
que ceder. Me desnudan en un instante. Tan pronto como acaban, descubro que
provoco las risas de los dos Ganímedes.
––Amigo mío ––le decía el más joven al otro––, ¡no está mal una joven!...
¡Pero qué lástima que ahí esté vacía!
––¡Oh! ––decía el otro––, no hay nada tan infame como ese vacío. No tocaría
a una mujer ni que me fuera la fortuna en ello.
Y mientras mi parte delantera era tan ridiculizada por sus sarcasmos, el conde,
íntimo partidario del trasero (¡ay!, desdichadamente como todos los libertinos),
examinaba el mío con la mayor atención. Lo manipulaba duramente, lo
manoseaba con fuerza; y, pellizcando unos trozos de carne con sus cinco
dedos, los reblandecía hasta magullarlos. Después me ordenó caminar unos
pasos, y volver hacia él a reculones, a fin de no perder la perspectiva que se le
ofrecía. Cuando llegué a su lado, me hizo agachar, levantar, apretar, abrir. A menudo
se arrodillaba ante esta parte que era la única que le interesaba. La
besaba en varios lugares diferentes, a veces incluso en el orificio más secreto;
pero todos estos besos eran del tipo de la succión, no daba ni uno que no
tuviera esta acción por objetivo: era como si mamara de cada una de las partes
donde se posaban sus labios. Fue durante este examen cuando me preguntó
muchos detalles sobre lo que me habían hecho en el convento de Santa María
de los Bosques, y sin darme cuenta de que lo excitaba doblemente con esos
relatos, tuve el candor de hacérselos todos con ingenuidad. Hizo acercar a uno
de los jóvenes y, colocándolo a mi lado, soltó el nudo corredizo de un gran lazo
de cinta rosa que sostenía un calzón de gasa blanca, y dejó al descubierto todos
los encantos velados por esa prenda. Después de unas suaves caricias en el
mismo altar donde el conde sacrificaba conmigo, cambió de repente de objeto y
comenzó a chupar al muchacho en la parte que caracterizaba su sexo. No
dejaba de tocarme: fuera costumbre en el joven, fuera habilidad por parte del
sátiro, en muy pocos minutos, la naturaleza vencida derramó en la boca de uno
lo que salía del miembro del otro. Así es como ese libertino agotaba a los
desdichados niños que tenía consigo, cuyo nombre no tardaremos en conocer;
así es como los debilitaba, y ésta era la causa del estado de languidez en que
los había encontrado. Veamos ahora qué hacía para poner a las mujeres en el
mismo estado, y cuál era la auténtica razón del retiro en que tenía a la suya.
El homenaje que me había rendido el conde había sido largo, pero sin la
menor infidelidad al templo que había elegido para sí: ni sus manos, ni sus
besos, ni sus deseos se apartaron de él un solo instante. Después de haber
igualmente chupado al otro joven, y haber recogido y devorado de la misma
manera su semen, me dijo, llevándome a un gabinete vecino, sin dejarme recoger
mis ropas.
––Ven, voy a mostrarte de qué se trata.
No conseguí disimular mi turbación, fue espantoso; pero no había manera de
hacer cambiar la cara a mi suerte, tenía que beber hasta la hez el cáliz que me
habían ofrecido.
Otros dos jóvenes de dieciséis años, no menos bellos ni exhaustos que los dos
primeros que habíamos dejado en el salón, tejían un tapiz en aquel gabinete. Se
levantaron cuando entramos.
Narcisse ––le dijo el conde a uno de ellos––, ésta es la nueva camarera de la
condesa. Tengo que probarla, dame mis lancetas.
Narcisse abre un armario, y saca inmediatamente de él todo lo necesario para
sangrar. Dejo que vos misma penséis cómo me puse. Mi verdugo vio mi apuro, y
se limitó a reírse.
––Colócala, Zéphire ––dijo el señor de Gernande al otro joven.
Y aquel niño, al acercarse a mí, me dijo sonriendo: No tenga miedo, señorita,
eso sólo puede hacerle bien. Póngase así.
Se trataba de estar ligeramente apoyada sobre las rodillas, en el borde de un
taburete colocado en el centro de la habitación, con los brazos atados por dos
cintas colgadas del techo.
Así que estoy colocada, el conde se me acerca, con la lanceta en la mano.
Apenas respiraba, sus ojos soltaban chispas, su rostro daba miedo. Venda mis
dos brazos, y en menos de un abrir y cerrar de ojos pincha los dos. Tan pronto
como ve la sangre, lanza un grito acompañado de dos o tres blasfemias. Se
sienta a seis pies, frente a mí. El ligero ropaje que le cubre no tarda en abrirse:
Zéphire se arrodilla entre sus piernas, le chupa; y Narcisse, con los dos pies
sobre el sillón de su amo, le presenta para mamar el mismo objeto que él ofrece
a chupar al otro. Gernande agarraba los riñones de Zéphire, lo abrazaba, lo
apretaba contra sí, pero lo abandonaba de vez en cuando para arrojarme unas
miradas encendidas. Mientras tanto mi sangre manaba a grandes chorros y caía
sobre dos cuencos blancos colocados debajo de mis brazos. No tardé en debilitarme.
––¡Señor, señor! ––exclamé––, tened piedad de mí, me mareo...
Y me tambaleé; retenida por las cintas, no pude caer; pero como mis brazos se
movían y mi cabeza flotaba sobre mis hombros, mi cara se inundó de sangre. El
conde estaba en plena ebriedad... Sin embargo, no presencié el final de la
operación, me desmayé antes de que llegara a buen fin; ¿es posible que sólo
pudiera alcanzarlo viéndome en este estado, es posible que su éxtasis supremo
dependiera de este cuadro de muerte? Sea como fuere, cuando recuperé el
sentido, me encontré en una cama excelente y con dos viejas a mi lado. Así que
me vieron con los ojos abiertos, me ofrecieron un caldo, y cada tres horas,
durante dos días, sabrosas sopas. En aquel momento, el señor de Gernande me
hizo decir que me levantara y que fuera a hablarle al mismo salón donde me
había recibido al llegar. Me acompañaron allí: seguía estando un poco débil,
pero por lo demás bastante bien; llegué.
––Thérèse ––me dijo el conde, haciéndome sentar––, repetiré muy pocas
veces pruebas semejantes contigo; tu persona me es útil para otros menesteres;
pero era esencial que te hiciera conocer mis gustos y la manera como acabarás
un día en esta casa, si me traicionas, si desgraciadamente te dejas sobornar por
la mujer a cuyo lado voy a colocarte.
»Esta mujer es la mía, Thérése, y este título es sin duda el más funesto que
pueda tener, ya que le obliga a prestarse a la pasión extravagante de la que tú
acabas de ser víctima. No imagines que la trato así por venganza, por desprecio,
o por algún sentimiento de odio: es simplemente la historia de las pasiones.
Nada iguala el placer que experimento al derramar su sangre... cuando mana
me siento embriagado; jamás he disfrutado de ninguna mujer de otra manera.
Hace tres años que me casé con ella y exactamente cada cuatro días sufre el
tratamiento que tú has experimentado. Su gran juventud (sólo tiene veinte años)
y los cuidados especiales que se le dan, todo eso la sostiene; y como se la
repara en la misma medida de lo que se la obliga a perder, se va manteniendo
bastante bien. Con una sujeccion semejante, ya puedes darte cuenta de que no
puedo dejarla salir, ni dejar que nadie la vea. Así que la hago pasar por loca, y
su madre, la única pariente que le queda, que vive en su castillo a seis leguas de
aquí, está tan convencida de ello que ni siquiera se atreve a venir a verla. La
condesa implora con mucha frecuencia su perdón, no hay nada que no haga por
enternecerme; pero jamás lo conseguirá. Mi lujuria ha decretado su arresto, es
invariable, seguirá así mientras pueda: nada le faltará en toda su vida, y como
me gusta agotarla, la aguantaré lo más posible; cuando ya no pueda aguantar,
¡mala suerte! Es la cuarta, pronto tendré una quinta, nada me inquieta tan poco
como la suerte de una mujer; ¡hay tantas en el mundo, y es tan agradable
cambiarlas!
»En cualquier caso, Thérèse, tu trabajo es cuidarla: pierde regularmente dos
paletas de sangre cada cuatro días, ahora ya no se desmaya; la costumbre le
confiere fuerzas, su agotamiento dura veinticuatro horas, está bien los tres días
restantes. Pero puedes entender fácilmente que esta vida le disgusta; no hay
nada que no haga por librarse de ella, nada que no emprenda para conseguir
comunicar su auténtica situación a su madre. Ya ha seducido a dos de sus
camareras, pero sus maniobras fueron descubiertas con el tiempo suficiente
para impedir que triunfaran: ella ha sido la causa de la pérdida de las dos
desdichadas, ahora se arrepiente de ello, y, aceptando la invariabilidad de su
suerte, ha tomado una decisión, y promete no volver a intentar seducir las
personas de las que la rodearé. Pero este secreto, lo que puede ocurrir si me
traicionan, todo eso, Thérèse, me obliga a colocar a su lado a personas
secuestradas como tú lo has sido, a fin de evitar con ello las persecuciones. No
habiéndote quitado a nadie, no teniendo que responder de ti a nadie, estoy más
capacitado para castigarte, si lo mereces, de una manera que, aunque te
arrebate la vida, no me pueda suponer pesquisas ni ningún tipo de sospechas. A
partir de este momento, ya no existes en el mundo, dado que puedes
desaparecer de él por el más ligero acto de mi voluntad: esta es tu suerte, hija
mía, ya ves; afortunada si te portas bien, muerta si intentas traicionarme. En
cualquier otro caso, te pediría una respuesta: en la situación en que te
encuentras no tengo ninguna necesidad de hacerlo; estás en mi poder, tienes
que obedecerme, Thérèse... Pasemos a ver a mi mujer.
Sin nada que objetar a un discurso tan preciso, seguí a mi amo. Cruzamos una
larga galería, tan sombría y tan solitaria como el resto del castillo; se abre una
puerta, entramos en una antecámara en la que reconozco a las dos viejas que
me atendieron durante mi desfallecimiento. Se levantaron y nos introdujeron en
un soberbio aposento donde encontramos a la desdichada condesa bordando en
un bastidor sobre una tumbona; se levantó cuando vio a su marido.
––Sentaos ––le dijo el conde––, os permito que me escuchéis así. Aquí está, al
fin, una camarera que os he encontrado, señora ––prosiguió––. Confío en que
os acor daréis de la suerte que habéis hecho correr a las otras, y que no
intentaréis sumir a ésta en las mismas desdichas.
––Eso sería inútil ––dije entonces, llena de deseos de servir a esa infortunada,
y queriendo disimular mis intenciones––; sí, señora, me atrevo a asegurarlo
delan te de vos, sería inútil, no diréis una sola palabra sin que yo la comunique
inmediatamente a vuestro señor esposo, y tened por seguro que no arriesgaré
mi vida por serviros.
––No intentaré nada que pueda colocaros en esa situación, señorita ––dijo la
pobre mujer, que todavía no entendía los motivos que me hacían hablar así––;
estad tranquila: sólo pido vuestros cuidados.
––Serán enteramente para vos, señora ––contesté––, pero nada más.
Y el conde, encantado conmigo, me estrechó la mano diciéndome al oído:
––Bien, Thérèse, has hecho tu fortuna si te portas como dices.
Después el conde me mostró mi habitación, contigua a la de la condesa, y me
hizo observar que el conjunto de este apartamento, cerrado por unas puertas
excelentes y rodeado de dobles rejas en todas sus aberturas, no dejaba ninguna
esperanza de evasión.
––Aquí hay una terraza ––prosiguió el señor de Gernande, acompañándome a
un pequeño jardín que estaba a la altura del apartamento––, pero no creo que
su altura te dé ganas de medir sus muros. La condesa puede venir a respirar el
aire fresco siempre que quiera, tú la acompañaras... Adiós.
Regresé al lado de mi dueña, y como en un principio las dos nos examinamos
sin hablar, en este primer instante la estudié lo bastante bien como para poder
describirla.
La señora de Gernande, con diecinueve años y medio de edad, poseía el mas
bello talle, el más noble y más majestuoso que había podido ver; ni uno de sus
gestos, ni uno de sus ademanes que no fuera una gracia, ni una de sus miradas
que no fuera un sentimiento. Sus ojos eran de la más bella negrura: aunque
fuera rubia, nada igualaba su expresión; pero una especie de languidez,
consecuencia de sus infortunios, que suavizaba su resplandor, los hacía mil
veces más interesantes; tenía la piel muy blanca, y los más hermosos cabellos,
la boca muy pequeña, demasiado quizá, me hubiera sorprendido un poco que le
hubieran encontrado este defecto: era una bonita rosa todavía poco crecida,
pero los dientes de una frescura... ¡los labios de un rosicler!... diríase que el
Amor la había coloreado con matices robados a la diosa de las flores. Su nariz
era aquilina, estrecha, ceñida por arriba, y coronada por dos cejas de ébano; la
barbilla perfectamente bonita, un rostro, en una palabra, bellamente ovalado, en
cuyo conjunto reinaba una especie de encanto, de ingenuidad, de candor, que
habrían hecho tomar esa cara encantadora, más por la de un ángel que por la
fisonomía de una mortal. Sus brazos, su seno, su trasero eran de un esplendor...
de una redondez capaz de servir de modelo a los artistas; un vello suave y negro
cubría el monte de Venus, sostenido por dos muslos torneados; y, cosa que me
sorprendió, pese a la ligereza del talle de la condesa, pese a sus desdichas,
nada alteraba su lozanía: sus nalgas redondas y rollizas eran tan carnosas, tan
abundantes, tan firmes como si su cintura hubiera sido más marcada y ella
hubiera vivido siempre en el seno de la felicidad. Mostraba, sin embargo, sobre
todo ello espantosas marcas del libertinaje de su esposo, pero, lo repito, nada
alterado... la imagen de un bello lirio donde la abeja ha dejado algunas manchas.
A tantos dones, la señora de Gemande sumaba un carácter dulce, una mente
novelesca y tierna, ¡un corazón de una sensibilidad!... Instruida, con talento... un
arte innato para la seducción, a la que sólo su infame esposo era capaz de
resistir, un sonido de voz encantador y mucha piedad. Así era la desdichada
esposa del conde de Gernande, así era la criatura angelical contra la que había
conspirado; parecía que cuantas más cosas inspiraba, más encendía su ferocidad,
y que la abundancia de dones que había recibido de la naturaleza sólo
servía de motivos suplementarios para las crueldades de aquel malvado.
––¿Qué día fuisteis sangrada, señora? ––le dije, a fin de mostrarle que estaba
al corriente de todo.
––Hace tres días ––me dijo––, y me toca mañana...
––A continuación, con un suspiro––: Sí, mañana... señorita, mañana... seréis
testigo de esa bonita escena.
––¿Y la señora no se debilita?
––¡Oh, cielos! Aún no he cumplido veinte años, y estoy segura de que no se
está más débil a los setenta. Pero me consuela saber que eso terminará; es
absolu tamente imposible que viva mucho tiempo así: iré a reunirme con mi
padre, iré a buscar en los brazos del Ser Supremo un reposo que los hombres
me han negado tan cruelmente en la Tierra.
Estas palabras me rasgaron el corazón; queriendo mantener mi personaje,
disimulé mi turbación, pero, en el fondo de mí misma, me prometí a partir de
entonces perder mil veces la vida, si era preciso, a cambio de arrebatar del
infortunio a esta desdichada víctima de los excesos de un monstruo.
Era el momento de la cena de la condesa. Las dos viejas vinieron a avisarme
de que la hiciera pasar a su gabinete: se lo dije. Ella estaba acostumbrada a
todo aquello, salió inmediatamente, y las dos viejas, ayudadas por los dos
lacayos que me habían detenido, sirvieron una comida suntuosa en una mesa
donde mi cubierto estaba colocado en frente del de mi dueña. Los lacayos se
retiraron, y las dos viejas me avisaron de que ellas no se moverían de la
antecámara a fin de estar a disposición de recibir las órdenes de la señora sobre
todo lo que ella pudiera desear. Advertí a la condesa, se sentó, y me invitó a
hacer lo mismo con un aire de amistad y de afabilidad que acabó de
conquistarme el alma. Sobre la mesa había por lo menos veinte platos.
––A este respecto, ya veis que me cuidan, señorita ––me dijo.
––Sí, señora ––contesté––, y sé que la voluntad del señor conde es que no os
falte nada.
––¡Oh, sí! Pero como los motivos de estas atenciones son tan crueles, me
conmueven poco.
La señora de Gernande agotada, y vivamente estimulada por la naturaleza a
unas constantes reparaciones, comió mucho. Quiso unas perdices y un ánade
de Rouen que le sirvieron inmediatamente. Después de la comida, fue a tomar el
aire en la terraza, pero cogida de mi mano: le hubiera sido imposible dar diez
pasos sin esta ayuda. Fue en ese momento cuando me enseñó todas las partes
de su cuerpo que acabo de describiros; me mostró sus brazos, estaban llenos
de cicatrices.
––¡Ah!, no acaba ahí ––me dijo––, no hay una sola parte de mi desdichada
persona de la que no le guste ver correr la sangre.
Y me mostró sus pies, su cuello, la parte inferior de su seno y otras zonas
carnosas igualmente cubiertas de cicatrices. El primer día me limité a algunas
protestas suaves, y nos acostamos.
El siguiente era el día fatal de la condesa. El señor de Gernande, que sólo
realizada esta operación al final de su cena, terminada siempre antes que su
mujer, me hizo decir que me sentara a la mesa con él; allí fue, señora, donde vi
operar a aquel ogro de una manera tan terrible que, pese a estar viéndolo, me
costó esfuerzo creerlo. Cuatro lacayos, entre los que estaban los dos que me
habían conducido al castillo, servían la asombrosa comida. Merece ser
detallada: voy a hacerlo sin exagerar; seguramente no habían añadido nada
para mí. Así que lo que vi era la historia de todos los días.
Sirvieron dos sopas, una de pasta al azafrán, y la otra de cangrejos con caldo
de jamón; en medio un solomillo de buey a la inglesa, ocho entremeses, cinco
grandes entrantes, cinco disfrazados y más ligeros, una cabeza de jabalí en
medio de ocho platos de asados, a los que siguieron dos servicios de dulces, y
dieciséis platos de frutas; helados, seis tipos de vino, cuatro clases de licores, y
café. El señor de Gernande probó todos los platos, y algunos los vació por
completo; bebió doce botellas de vino, cuatro de Borgoña, con los primeros
platos, y cuatro de champagne en el asado; el tokai, el mulseau, el hermitage y
el madeira fueron consumidos con la fruta. Terminó con dos botellas de licores
de las Islas y diez tazas de café.
Tan fresco al levantarse como si acabara de despertarse, el señor de
Gernande me dijo:
––Vamos a sangrar a tu ama; te pido que me digas si lo hago tan bien con ella
como contigo.
Dos muchachos a los que todavía no había visto, de la misma edad que los
anteriores, nos esperaban a la puerta de los aposentos de la condesa: fue allí
donde el conde me contó que tenía doce que le cambiaban cada año. Estos me
parecieron aún más lindos que ninguno de los que había visto anteriormente:
estaban menos exhaustos que los demás; entramos... Todas las ceremonias
que aquí voy a detallaros, eran las que exigía el conde: se respetaban
regularmente todos los días, y lo máximo que se cambiaba era el local de las
sangrías.
La condesa, envuelta simplemente en una tela de muselina flotante, se
arrodilló así que el conde entró. ––¿Estáis preparada? ––le preguntó su esposo.
––A todo, señor ––contestó humildemente––: sabéis perfectamente que soy
vuestra víctima, y que no tenéis más que mandar.
Entonces el señor de Gernande me dijo que desnudara a su mujer y que se la
trajera. Por mucha repugnancia que yo sintiera ante todos estos horrores, ya
sabéis señora, que no tenía otra opción que la más total resignación. Vedme
siempre, os lo suplico, como una esclava en todo lo que os he contado y en todo
lo que me queda por referiros: sólo me prestaba a ello cuando no podía hacer
otra cosa, pero no actuaba de buena gana en nada de todo ello.
Así que despojé a mi ama de su túnica y la conduje desnuda al lado de su
esposo, ya instalado en un gran sillón: al corriente del ceremonial, ella se subió
al sillón, y ella misma le presentó a besar aquella parte favorita que tanto había
celebrado en mí, y que me parecía interesarle igualmente en todos los seres y
en todos los sexos.
––Abrase pues, señora ––le dijo brutalmente el conde...
Y celebró largo tiempo lo que deseaba ver haciéndole tomar sucesivamente
diferentes posiciones. Entreabría, cerraba; con la punta del dedo, o con la
lengua, cosquilleaba el estrecho orificio; y otras veces, arrastrado por la
ferocidad de sus pasiones, cogía un pellizco de carne, lo apretaba y lo arañaba.
Así que había producido una leve herida, su boca se posaba inmediatamente
sobre ella. Durante estos crueles preliminares, yo aguantaba a su desdichada
víctima, y los dos garzones completamente desnudos se relevaban a su lado;
sucesivamente de rodillas entre sus piernas, utilizaban las bocas para excitarlo.
Fue entonces cuando vi, no sin una asombrosa sorpresa, que aquel gigante,
aquella especie de monstruo, cuyo mero aspecto bastaba para echarse a
temblar, apenas era, sin embargo, un hombre: la más menuda, la más ligera
excrecencia de carne, o, para que la comparación sea más exacta, lo que se le
vería a un niño de tres años, era lo máximo que se descubría en aquel individuo
tan enorme y tan corpulento, por otra parte, en todo; pero no por ello sus
sensaciones eran menos vivas, y cada vibración de placer significaba para él un
ataque de espasmo. Después de esta primera sesión, se tendió sobre el canapé,
y quiso que su mujer, a caballo sobre él, mantuviera el trasero sobre su cara,
mientras que con su boca le devolvería, por medio de la succión, los mismos
ultrajes que acababa de recibir de los jóvenes Ganímedes, los cuales eran
excitados, a derecha e izquierda, con sus manos; las mías trabajaban durante
ese rato en su trasero: lo cosquilleaba, lo masturbaba en todos los sentidos.
Como esta actitud, proseguida durante más de un cuarto de hora, no producía
ningún efecto, hubo que cambiarla; por orden del conde, tendí a la condesa
sobre una tumbona, acostada de espaldas, con los muslos abiertos al máximo.
La visión de lo que se entreabría colocó al conde en una especie de rabia;
mira... sus miradas despiden fuego, blasfema; se precipita como un loco furioso
sobre su mujer, la pincha con su lanceta en cinco o seis lugares del cuerpo, pero
todas estas heridas eran superficiales, apenas dejaban escapar una o dos gotas
de sangre. Estas primeras crueldades cesaron finalmente para ser sustituidas
por otras. El conde se tranquiliza, deja respirar un instante a su mujer; y
ocupándose de sus dos favoritos, los obligaba a chuparse mutuamente, o bien
los colocaba de tal modo que a la vez que él chupaba a uno, el otro le chupaba a
él, y el que le chupaba volvía con su boca a prestar el mismo servicio al que era
chupado: el conde recibía mucho, pero no daba nada. Su saciedad y su
impotencia eran tales que ni los mayores esfuerzos conseguían sacarle de su
embotamiento: parecía sentir unas titilaciones muy violentas, pero no se
manifestaba nada; a veces me ordenaba que yo misma chupara a sus miñones
y que corriera inmediatamente a devolver a su boca el incienso que recogiera. Al
fin los arroja a los dos sobre la desdichada condesa. Los jóvenes se acercan, la
insultan, llevan su insolencia hasta golpearla, y abofetearla, y cuanto más la
molestan, más elogiados y aplaudidos son por el conde.
Gernande estaba entonces ocupado conmigo; yo me colocaba frente a él, con
mis riñones a la altura de su cara, y él rendía homenaje a su dios, pero no me
hizo daño; no sé por qué tampoco atormentó a sus Ganímedes: sólo se metía
con la condesa. Es posible que el honor de pertenecerle fuera un título para ser
maltratada por él; es posible que sólo le impulsaran a la crueldad los vínculos
que conferían fuerza a sus ultrajes. Cabe suponerlo todo en semejantes
cabezas, y apostar casi siempre a que lo que les parezca un crimen mayor será
lo que más los excite. Al fin nos coloca a sus jóvenes y a mí a los lados de su
mujer, entremezclados los unos con los otros: aquí un hombre, allí una mujer, y
los cuatro ofreciéndole el trasero; los examina primero de frente, un poco
distante, después se acerca, toca, compara, acaricia; los jóvenes y yo no
teníamos que sufrir nada, pero cada vez que llegaba a su mujer, la molestaba, la
vejaba de una u otra manera. La escena cambia de nuevo: hace colocar a la
condesa boca abajo sobre un canapé, y tomando sucesivamente a cada uno de
los jóvenes, él mismo los introduce en el estrecho camino ofrecido por la
posición de la señora de Gernande: les permite calentarse, pero el sacrificio sólo
debe consumarse en su boca; los chupa igualmente a medida que sale. Mientras
el uno actúa, se hace chupar por el otro, y su lengua se pierde en el trono de
voluptuosidad que le presenta el agente. Este acto es largo, el conde se enfada,
se levanta, y quiere que yo sustituya a la condesa; le suplico insistentemente
que no me lo exija, no hay manera. Coloca a su mujer de espaldas a lo largo del
canapé, me hace pegarme a ella, con los riñones vueltos hacia él, y allí ordena a
sus muchachos que me sondeen por el camino prohibido: me los presenta, sólo
se introducen guiados por sus manos; es preciso entonces que yo excite a la
condesa con mis dedos, y que la bese en la boca. Para él, su ofrenda es la
misma; como cada uno de sus miñones sólo puede actuar mostrándole uno de
los más dulces objetos de su culto, lo aprovecha lo mejor que puede, y al igual
que con la condesa hace que el que me perfora, después de unas cuantas idas
y venidas, acuda a derramar en su boca el incienso encendido por mí. Cuando
los jóvenes han terminado, se pega a mis riñones y parece querer sustituirlos.
––¡Esfuerzos superfluos! ––exclama––... ¡No es eso lo que necesito!...
¡Acción!... ¡Acción!... Por lamentable que parezca mi estado... ya no aguanto
más... ¡Vamos, condesa, vuestros brazos!
La cogió entonces con ferocidad, la coloca como había hecho conmigo, los
brazos colgados del techo por dos cintas negras: yo estoy encargada de
colocarle las vendas; examina las ataduras: viéndolas poco apretadas, las
aprieta más, a fin, dice, de que la sangre salga con mayor fuerza; pulsa las
venas, y pincha las dos casi al mismo tiempo. La sangre salta muy lejos: él se
extasía; y colocándose de nuevo de frente, mientras que los dos manantiales
manan, me hace arrodillarme entre sus piernas, a fin de que le chupe; él hace lo
mismo a cada uno de sus queridos, sucesivamente, sin apartar la mirada de los
chorros de sangre que lo excitan. Por mi parte, convencida de que el instante en
que la crisis que espera se produzca significará el cese de los tormentos de la
condesa, pongo todo mi esfuerzo en precipitar esa crisis, y me vuelvo, como
veis, señora, ramera por beneficencia y libertina por virtud. Al fin llega el
desenlace tan esperado, del que yo no conocía ni sus peligros ni su violencia; la
última vez que se había producido, estaba desvanecida... ¡Oh, señora! ¡Qué
extravío! Gernande llevaba cerca de diez minutos en pleno delirio, debatiéndose
como un hombre enfermo de epilepsia, y lanzando unos gritos que se oirían a
una legua de distancia; sus juramentos eran excesivos, y golpeando todo lo que
le rodeaba, desplegaba unos esfuerzos terribles. Los dos miñones caen patas
arriba; quiere arrojarse sobre su mujer, le retengo; acabo de chupársela: la
necesidad que siente de mí hace que me respete; al fin lo devuelvo a la razón,
desprendiéndole de aquel fluido encendido, cuyo calor, cuyo espesor, y sobre
todo cuya abundancia, le ponen en tal estado de frenesí, que yo creía que iba a
expirar; siete u ocho cucharas apenas habrían bastado para contener la dosis, y
el potaje más espeso describiría mal su consistencia; con todo ello nada de
erección, la apariencia misma del agotamiento: son unas contradicciones que
explicarán los médicos mejor que yo. El conde comía en exceso, y sólo se desahogaba
cada vez que sangraba a su mujer, o sea cada cuatro días. ¿Estaba
ahí la causa del fenómeno? Lo ignoro, y no atreviéndome a explicar lo que no
entiendo, me limitaré a referir lo que vi.
Mientras tanto corro hacia la condesa, restaño su sangre, la desato y la coloco
sobre un canapé en un gran estado de debilidad; pero el conde, sin
preocuparse, sin dignarse arrojar ni una mirada sobre la desdichada víctima de
su rabia, sale bruscamente con sus miñones, dejándome ordenarlo todo como
yo quiera. Esta es la fatal indiferencia que caracteriza, mejor que cualquier otra
cosa, el alma de un auténtico libertino: ¿sólo está arrastrado por la fogosidad de
sus pasiones? El remordimiento se dibujará en su rostro, cuando vea en estado
de calma los funestos efectos del delirio; ¿su alma está enteramente
corrompida? Semejantes consecuencias no le horrorizarán en absoluto: las
contemplará sin pena y sin pesar, quizás incluso todavía con alguna emoción
por las infames voluptuosidades que las produjeron.
Hice acostar a la señora de Gernande. Por lo que ella me dijo, esta vez había
perdido mucho más que de costumbre; pero se le prodigaron tantos cuidados y
tantos reconstituyentes que, al cabo de dos días, ya no lo parecía. Aquella
misma noche, así que ya no tuve nada que hacer al lado de la condesa,
Gernande me comunicó que fuera a hablar con él. Cenaba; yo tenía que servir
aquella cena consumida por él con aún mayor intemperancia que el almuerzo;
cuatro de sus miñones se sentaban a su mesa, y allí, regularmente todas las
noches, el libertino bebía hasta emborracharse: pero veinte botellas de los más
excelentes vinos apenas bastaban para conseguirlo, y más de una vez le vi
vaciar treinta. Sostenido por sus favoritos, el libertino se acostaba luego cada
noche en la cama con dos de ellos. Pero él no daba nada por su parte, y todo
ello no eran más que vehículos que le preparaban para la gran escena.
Mientras tanto, yo había descubierto el secreto de agradar de manera increíble
a aquel hombre: confesaba espontáneamente que pocas mujeres le habían
gustado tanto. Con ello adquirí derecho a su confianza, de la que sólo me
aproveché para servir a mi ama.
Una mañana que Gernande me había hecho ir a su gabinete para
comunicarme unos nuevos proyectos de libertinaje, después de haberle
escuchado y aplaudido calurosamente, quise, viéndole bastante tranquilo, intentar
enternecerle sobre la suerte de su desdichada esposa:
––¿Es posible, señor ––le dije––, que podáis tratar a una mujer de esta
manera, independientemente de todos sus vínculos con vos? Dignaos pensar en
las gracias conmovedoras de su sexo.
––¡Oh, Thérèse! ––me contestó el conde––. Sé inteligente. ¿Cómo puedes
utilizar como razones para calmarme las que precisamente más me excitan?
Atiéndeme, querida muchacha ––prosiguió haciéndome sentar a su lado––, sean
cuales sean los insultos que me oirás proferir contra tu sexo, no te acalores.
Dame razones, y si son buenas, me rendiré a ellas.
»¿Con qué derecho, por favor, pretendes, Thérèse, que un marido esté
obligado a procurar la felicidad de su mujer? ¿Y qué títulos se atreve a alegar
esa mujer para exigirlo de su marido? La necesidad de hacerse recíprocamente
felices sólo puede existir legalmente entre dos seres igualmente dotados de la
facultad de hacerse daño, y por consiguiente entre dos seres de idéntica fuerza.
Una asociación semejante sólo puede producirse si se establece
inmediatamente el pacto entre esos dos seres de comportarse entre sí de modo
que el uso de sus respectivas fuerzas no pueda dañar a ninguno de los dos;
pero es imposible que exista esta convención entre el ser fuerte y el ser débil.
¿Con qué derecho exigirá el último que el otro le trate con miramientos? ¿Y por
qué imbecilidad se comprometería el primero a hacerlo? Puedo consentir en no
utilizar mis fuerzas contra aquel que es capaz de hacérseme temible con las
suyas; pero ¿por qué motivo debilitaría sus efectos con el ser cuya naturaleza
me sirve? Tú me contestarás: ¿por piedad? Ese sentimiento sólo es compatible
con el ser que se me asemeja, y como es egoísta su efecto sólo se produce con
la condición tácita de que el individuo que me inspirará conmiseración también la
sienta respecto a mí: pero si yo lo domino constantemente con mi superioridad,
al serme inútil su conmiseración, jamás debo, por poseerla, consentir en ningún
sacrificio. ¿No sería un engaño sentir piedad del pollo que degüellan para mi
cena? Un individuo tan inferior a mí, privado de cualquier relación conmigo,
jamás puede inspirarme ningún sentimiento. Pues bien, las relaciones de la
esposa con el marido no tienen una consecuencia diferente que la del pollo
conmigo; ambos son unos animales familiares que hay que utilizar, que hay que
emplear para el uso indicado por la naturaleza, sin diferenciarlos en lo más
mínimo. Vaya, me pregunto que si la intención de la naturaleza fuera la de que
vuestro sexo hubiera sido creado para la dicha del nuestro, y viceversa, ¿habría
cometido, esta naturaleza ciega, tantas inepcias en la construcción de uno y otro
sexo?, ¿les habría conferido mutuamente unos errores tan graves de los que
debían resultar indefectiblemente el alejamiento y la antipatía mutuas? Sin ir a
buscar unos ejemplos más lejos, con la conformación que tú me conoces, dime,
por favor, Thérèse, ¿a qué mujer podría yo hacer feliz, y, a la inversa, qué
hombre podrá encontrar dulce el goce de una mujer, si no está dotado de las
gigantescas proporciones necesarias para contentarla? ¿Serán, en tu opinión,
las cualidades morales las que la compensarán de los defectos fisicos? ¿Y qué
ser razonable, conociendo una mujer a fondo, no exclamará con Eurípides:
«Aquel de los dioses que ha puesto la mujer en el mundo, puede vanagloriarse
de haber producido la peor de todas las criaturas, y la más molesta para el hombre?
». Si, por consiguiente, está demostrado que los dos sexos no se convienen
mutuamente en absoluto, y que no existe querella fundada, por parte de uno,
que no convenga inmediatamente al otro, es falso, pues, a partir de ahí, que la
naturaleza los haya creado para su felicidad recíproca. Puede haberles permitido
el deseo de juntarse para concurrir al objetivo de la propagación, pero en
absoluto el de unirse con la intención de que el uno procure la felicidad del otro.
Así, pues, no teniendo el más débil ningún título a reclamar para obtener la
piedad del más fuerte, y no pudiendo ya oponerle que puede hallar su felicidad
en él, no tiene otra opción que la sumisión; y como, pese a la dificultad de esta
felicidad mutua, está en la esencia de los individuos de uno y otro sexo trabajar
en procurársela, el más débil debe reunir sobre él, mediante esta sumisión, la
única dosis de felicidad que le sea dable recoger, y el más fuerte debe trabajar
en la propia, por la vía de opresión que le plazca emplear, ya que está
demostrado que la única dicha de la fuerza reside en el ejercicio de las
facultades del fuerte, es decir en la más completa opresión. Así, esa felicidad
que los dos sexos no pueden encontrar conjuntamente, la encontrarán, el uno
con su obediencia ciega, el otro con la más absoluta energía de su dominación.
¡Qué!, si no estuviera en la intención de la naturaleza que uno de los sexos
tiranizara al otro, ¿acaso no los habría creado de fuerza igual? Al hacer a uno de
ellos inferior al otro en todos los puntos, ¿no ha indicado de manera suficiente
que su voluntad era que el más fuerte utilizara los derechos que ella le daba?
Cuanto más extiende éste su autoridad, más desdichada hace, con ello, a la
mujer unida a su suerte, y mejor ejecuta así los designios de la naturaleza. No
es a partir de las quejas del ser débil que hay que juzgar el procedimiento; en tal
caso los juicios sólo podrían ser viciosos, ya que sólo tomaríais, al hacerlos, las
ideas del débil: hay que juzgar la acción por el poder del fuerte, por la amplitud
que ha dado a su poder, y cuando los efectos de esta fuerza recaen sobre una
mujer, examinar entonces lo que es una mujer, la manera como este ser
despreciable ha sido vista, tanto en la antigüedad como en nuestros días, por las
tres cuartas partes de los pueblos de la Tierra.
»Ahora bien, ¿qué veo al proceder con sangre fría a este examen? Una
criatura enclenque, siempre inferior al hombre, infinitamente menos hermosa
que él, menos ingeniosa, menos buena, constituida de una manera asquerosa,
enteramente opuesta a lo que puede gustar al hombre, a lo que debe
deleitarle..., un ser malsano las tres cuartas partes de su vida, incapaz de
satisfacer a su esposo todo el tiempo en que la naturaleza le obliga al embarazo,
de un humor agrio, desabrido, imperioso; tirana, si se le conceden unos
derechos, baja y rastrera si se la cautiva; pero siempre falsa, siempre malvada,
siempre peligrosa; una criatura tan perversa en fin, que fue muy seriamente
discutido durante varias sesiones del concilio de Mâcon, si este individuo extravagante,
tan diferente del hombre como del hombre lo es el simio de la selva,
podía pretender al título de criatura humana, y se debía razonablemente
concedérselo. Pero ¿fue esto un error del siglo, y la mujer había sido mejor vista
en los que lo precedieron? ¿Los persas, los medas, los babilonios, los griegos,
los romanos honraban a este sexo odioso que hoy nos atrevemos a convertir en
nuestro ídolo? ¡Ay!, lo veo oprimido en todas partes, en todas partes alejado
rigurosamente de la administración, en todas partes despreciado, envilecido, encerrado;
en una palabra, tratadas en todas partes las mujeres como unas bestias
que se utilizaban en el instante necesario, y que se encierran acto seguido en el
redil. Si me detengo un momento en Roma, oigo al sabio Catón gritarme desde
el seno de la antigua capital del mundo: "Si los hombres estuvieran sin mujeres,
seguirían conversando con los dioses". Escucho a un senador romano comenzar
su arenga con estas palabras: "Señores, si nos fuera posible vivir sin mujeres,
entonces conoceríamos la auténtica felicidad". Oigo a los poetas cantar en los
teatros de Grecia: "¡Oh, Júpiter! ¿Qué razón pudo obligarte a crear mujeres?
¿No podías dar el ser a los humanos por unos caminos mejores y más cuerdos,
por unos medios, en una palabra, que nos hubieran evitado el azote de las
mujeres?". Veo a estos mismos pueblos, los griegos, sentir por ese sexo tal desprecio
que se precisan leyes para obligar a un espartano a la propagación, y que
una de las penas de estas sabias repúblicas es obligar al malhechor a vestirse
de mujer, es decir, a disfrazarse del ser más vil y más despreciado que conocen.
»Sin seguir buscando ejemplos en unos siglos tan alejados de nosotros, ¿con
qué mirada este desgraciado sexo es visto todavía ahora en la superficie del
globo? ¿Cómo es tratado? Lo veo, encerrado en toda Asia, servir allí de esclavo
a los bárbaros caprichos de un déspota que lo molesta, lo atormenta, y se ríe de
sus dolores. En América, veo unos pueblos naturalmente humanos, los
esquimales, practicar entre los hombres todos los actos posibles de
beneficencia, y tratar a las mujeres con toda la dureza imaginable; las veo humilladas,
prostituidas a los extranjeros en una parte del universo, servir de moneda
en otra. En Africa, mucho más envilecidas sin duda, las veo ejerciendo la función
de bestias de carga, trabajar la tierra, sembrarla y servir a sus maridos de
rodillas. ¿Seguiré al capitán Cook en sus nuevos descubrimientos? ¿La
encantadora isla de Otaïti, donde el embarazo es un crimen que vale a veces la
muerte a la madre, y casi siempre al hijo, me ofrecerá unas mujeres más
dichosas? En otras islas descubiertas por ese mismo marino, las veo golpeadas
y vejadas por sus propios hijos, y al propio marido juntarse a su familia para
atormentarla con mayor rigor.
»i Oh, Thérèse!, no te asombres en absoluto de todo eso, no te sorprendas
más del derecho absoluto que tuvieron, en todos los tiempos, los esposos sobre
sus mu jeres: cuanto más próximos están los pueblos a la naturaleza, mejor
siguen sus leyes; la mujer no puede tener con su marido otras relaciones que las
del esclavo con su dueño; carece decididamente de ningún derecho para
pretender a títulos más queridos. No hay que confundir con unos derechos
algunos ridículos abusos que, degradando nuestro sexo, enaltecieron por un instante
el vuestro: hay que buscar la causa de estos abusos, proclamarla, y
retornar más constantemente después a los sabios consejos de la razón. Y ahí
tienes, Thérèse, la causa del respeto momentáneo que obtuvo tiempo atrás tu
sexo, y que sigue engañando, sin que se den cuenta, a los que prolongan este
respeto.
»Antaño en las Galias, o sea en la única parte del mundo que no trataba del
todo a las mujeres como esclavas, ellas tenían el hábito de profetizar, de decir la
buena ventura: el pueblo se imaginó que triunfaban en este oficio gracias al
comercio íntimo que sostenían sin duda con los dioses; a partir de ahí fueron,
por decirlo de algún modo, asociadas al sacerdocio, y disfrutaron de una parte
de la consideración dedicada a los sacerdotes. La Caballería se estableció en
Francia sobre estos prejuicios, y considerándolos favorables a su espíritu, los
adoptó; pero ocurrió con esto como con todo: las causas se apagaron y los
efectos se mantuvieron; la Caballería desapareció, y los prejuicios que había
alimentado se incrementaron. El antiguo respeto concedido a unos títulos
quiméricos no pudo ni siquiera aniquilarse, cuando se disipó lo que sustentaba
estos títulos: dejamos de respetar a las brujas, pero se veneró a las rameras, y
lo que es peor, seguimos degollándonos por ellas. Que semejantes banalidades
cesen de influir sobre la mente de los filósofos, y, devolviendo las mujeres a su
auténtico lugar, vean únicamente en ellas, tal como indica la naturaleza, tal
como admiten los pueblos más sabios, unos individuos creados para sus
placeres, sometidos a sus caprichos, cuya debilidad y maldad sólo deben
merecer de ellos el desprecio.
»Pero no únicamente, Thérèse, todos los pueblos de la tierra disfrutaron de los
derechos más amplios sobre sus mujeres, ocurrió incluso que las condenaban a
muerte así que venían al mundo, conservando únicamente el pequeño número
necesario para la reproducción de la especie. Los árabes, conocidos con el nombre
de koreihs, enterraban a sus hijas a partir de la edad de siete años, en una
montaña cerca de La Meca, porque un sexo tan vil les parecía, decía, indigno de
ver el día. En el serrallo del rey de Aquem, por la mera sospecha de infidelidad,
por la más ligera desobediencia en el servicio de las voluptuosidades del
príncipe, o tan pronto como inspiran repugnancia, los más espantosos suplicios
les sirven al instante de castigo. En las orillas del Ganges, están obligadas a
inmolarse ellas mismas sobre las cenizas de sus esposos, como inútiles al
mundo, así que sus amos ya no pueden disfrutar de ellas. En otras partes se las
expulsa como animales salvajes, y es un honor matar muchas de ellas; en
Egipto, se las inmola a los dioses; en Formosa, se las pisotea si quedan
embarazadas. Las leyes germanas sólo condenaban a diez escudos de multa a
quien mataba a una mujer ajena, a nada si era la propia o una cortesana. En
todas partes, repito, en una palabra, en todas partes, veo las mujeres
humilladas, maltratadas, por doquier sacrificadas a la superstición de los
sacerdotes, a la barbarie de los esposos o a los caprichos de los libertinos. Y
porque yo tenga la desdicha de vivir en un pueblo todavía lo bastante grosero
como para no atreverse a abolir el más ridículo de los prejuicios, ¿me privaré de
los derechos que la naturaleza me concede sobre ese sexo?, ¿renunciaré a
todos los placeres que nacen de esos derechos?... No, no, Thérèse, eso no es
justo: ocultaré mi conducta, ya que es necesario, pero me desquitaré en silencio,
en el retiro en que me exilio, de las cadenas absurdas a que me condena la
legislación, y allí trataré a mi mujer como autoriza el derecho en todos los
códigos del universo, en mi corazón y en la naturaleza.
––¡Oh, señor! ––le dije––, vuestra conversión es imposible.
––Por consiguiente no te aconsejo que la emprendas, Thérèse ––me contestó
Gernande––: el árbol es demasiado viejo para ser doblegado; a mis años es posi
ble dar unos cuantos pasos más en el camino del mal, pero ni uno solo en el del
bien. Mis principios y mis gustos hicieron mi felicidad desde mi infancia, fueron
siempre la única base de mi comportamiento y de mis acciones: tal vez vaya
más lejos, percibo que es posible, pero retroceder, no; siento demasiado horror
por los prejuicios de los hombres, odio con excesiva sinceridad su civilización,
sus virtudes y sus dioses, para sacrificarles jamás mis inclinaciones.
A partir de este momento vi perfectamente que no tenía otra posición que
tomar, tanto para escapar de esta casa como para liberar a la condesa, que
utilizar la astucia y ponerme de acuerdo con ella.
Al cabo de un año de estar a su lado, yo le había dejado leer en demasía en mi
corazón como para que ella no se convenciera del deseo que yo sentía de ser
virla, y como para que no adivinara lo que en un principio me había hecho actuar
de manera diferente. Me abrí más, ella se entregó: acordamos nuestros planes.
Se trataba de informar a su madre, de abrirle los ojos sobre las infamias del
conde. La señora de Gemande no tenía la menor duda de que esta dama
infortunada correría inmediatamente a romper las cadenas de su hija; pero cómo
conseguirlo, ¡estábamos tan bien encerradas, tan vigiladas! Acostumbrada a
salvar muros, medí con la mirada los de la terraza: apenas tenían treinta pies;
ninguna valla apareció ante mis ojos; creo que una vez al pie de esas murallas,
nos hallábamos en los caminos del bosque; pero como la condesa había llegado
de noche a su apartamento, y jamás había salido de él, no pudo confirmar mis
ideas. Me decidí a intentar la escalada. La señora de Gernande escribió a su
madre la carta más idónea del mundo para enternecerla y decidirla a acudir en
ayuda de una hija tan desdichada; yo metí la carta en mi seno, abracé a la
querida y cautivadora mujer, y ayudada después por nuestras sábanas, así que
se hizo de noche, me dejé deslizar a la parte inferior de esa fortaleza. ¡Qué fue
de mí, oh, cielos, cuando descubrí que faltaba mucho para que estuviera fuera
del recinto! Sólo me hallaba en el parque, y en un parque rodeado de muros
cuya visión me había sido ocultada por el espesor de los árboles y por su cantidad:
esos muros tenían más de cuarenta pies de altura, completamente
sembrados de cristales en la cresta, y de un espesor prodigioso... ¿Qué sería de
mí? El día estaba a punto de aparecer: ¿qué pensarían de mí al verme en un
lugar en el que sólo podía estar con el proyecto seguro de una evasión? ¿Podía
escapar al furor del conde? ¿Qué probabilidad había de que aquel ogro no se
abrevara con mi sangre para castigarme por una falta semejante? Regresar era
imposible, la condesa había retirado las sábanas; llamar a las puertas, significaba
traicionarse aún con mayor seguridad: poco faltó entonces para que no
perdiera la cabeza por completo y no cediera con violencia a los efectos de la
desesperación. Si había descubierto alguna compasión en el alma del conde, es
posible que la esperanza me hubiera engañado por un instante, pero un tirano,
un bárbaro, un hombre que detestaba a las mujeres y que, decía, llevaba mucho
tiempo buscando la ocasión de inmolar una, haciéndole perder su sangre, gota a
gota, para ver cuántas horas podría vivir así... Era indudable que yo iba a servir
para la prueba. Sin saber, pues, qué hacer conmigo, descubriendo peligros en
todas partes, me arrojé a los pies de un árbol, decidida a esperar mi suerte, y
resignándome en silencio a las voluntades del Eterno... Llega al fin el día: ¡santo
cielo!, el primer objeto que se presenta ante mí... es el propio conde: había
hecho un calor terrible durante la noche; había salido para tomar el aire. Cree
engañarse, cree ver un espectro, retrocede: rara vez es el valor la virtud de los
traidores. Me levanto temblorosa, me precipito a sus rodillas.
––¿Qué haces ahí, Thérèse? ––me dice.
––¡Oh, señor, castigadme! ––contesté––, soy culpable, y no tengo nada que
decir.
Desgraciadamente había olvidado, en mi turbación, romper la carta de la
condesa: se lo imagina, me la pide, quiero negarme; pero Gernande, viendo
asomar la carta fatal por el pañuelo de mi seno, la coge, la devora, y me ordena
que le siga.
Regresamos al castillo por una escalera oculta que daba debajo de los
porches; todavía reinaba en él el mayor de los silencios; después de unos
cuantos rodeos, el conde abre un calabozo y me arroja a él.
––Joven imprudente ––me dijo entonces––, ya te había prevenido de que el
crimen que acabas de cometer se castigaba aquí con la muerte: prepárate,
pues, a sufrir el castigo en que has querido incurrir. Mañana, al levantarme de la
mesa, vendré a despedirte.
Me precipito de nuevo a sus rodillas, pero cogiéndome por los cabellos, me
arrastra por el suelo, me obliga a dar así dos o tres vueltas a mi prisión, y acaba
por arrojarme contra las paredes como para aplastarme.
––Merecerías que te abriera ahora mismo las cuatro venas ––dijo al cerrar la
puerta––, y si demoro tu suplicio, puedes estar bien segura de que sólo es para
hacerlo más horrible.
Está fuera, y yo en la más violenta agitación. No os describo la noche que
pasé; los tormentos de la imaginación unidos a los males fisicos que las
primeras cruel dades de aquel monstruo acababan de hacerme padecer, la
convirtieron en una de las más espantosas de mi vida. No es posible imaginar
las angustias de un desdichado que espera su suplicio en cualquier momento, a
quien se le ha arrebatado la esperanza, y que no sabe si el minuto que respira
será el último de sus días. Inseguro acerca de su suplicio, se lo imagina de mil
maneras a cual más horrible; el más mínimo ruido que escucha le parece ser el
de sus verdugos; su sangre se detiene, su corazón se apaga, y la espada que
terminará con sus días es menos cruel que esos funestos instantes en que la
muerte le amenaza.
Es muy probable que el conde comenzara por vengarse de su mujer; el
acontecimiento que me salvó os convencerá de ello como a mí: ya llevaba
treinta y seis horas en la crisis que acabo de describiros sin que me hubiera
llegado la menor ayuda, cuando se abrió mi puerta y apareció el conde; estaba
solo, el furor brillaba en sus ojos.
––Ya debes imaginarte ––me dijo–– el tipo de muerte que sufrirás: es preciso
que tu sangre perversa mane con todo detalle; serás sangrada tres veces por
día, quiero ver cuanto tiempo podrás vivir de esta manera. Es una experiencia
que ardía en deseos de hacer, ya lo sabes, te agradezco que me ofrezcas los
medios.
Y el monstruo, sin ocuparse de momento de más pasiones que de su
venganza, me hace tender un brazo, me pincha, y venda la herida después de
dos paletas de sangre. Apenas había terminado, cuando se oyen unos gritos.
––¡Señor!... ¡señor! ––le dijo al aparecer una de las viejas que nos servían––,
venid cuanto antes, la señora se muere, quiere hablar con vos antes de entregar
su alma.
Y la vieja regresa corriendo al lado de su ama.
Por acostumbrado que esté al crimen, es raro que la noticia de su
cumplimiento no asuste al que acaba de cometerlo. Este terror venga a la virtud:
es el instante en que recupera sus derechos. Gemande sale desorientado, se
olvida de cerrar las puertas. Me aprovecho de la circunstancia, por más
debilitada que esté por un ayuno de más de cuarenta horas y por una sangría:
me precipito fuera de mi calabozo, todo está abierto, atravieso los patios, y ya
estoy en el bosque sin que nadie me haya descubierto. «Adelante», me dije,
«adelante con valor; si el fuerte desprecia al débil, existe un Dios poderoso que
protege a éste y que no le abandona jamás.» Pletórica con estas ideas, avanzo
con ardor, y antes de que la noche se cierre, me encuentro en una choza a
cuatro leguas del castillo. Me restaba un poco de dinero, me hice cuidar lo mejor
que pude: unas pocas horas me restablecieron. Salí de allí al arrancar el día, y
habiéndome hecho indicar el camino, y renunciando a todos los proyectos de
denuncias, tanto antiguas como nuevas, me encaminé hacia Lyon adonde llegué
al octavo día, muy débil, muy enferma, pero afortunadamente sin ser
perseguida. Allí sólo pensé en restablecerme antes de llegar a Grenoble, donde
siempre había pensado que me aguardaba la felicidad.
Un día que hojeaba por casualidad una gaceta extranjera, ¡cuál no sería mi
sorpresa al reconocer una vez mas en ella el crimen coronado, y descubrir en lo
más alto a uno de los principales autores de mis males! Rodin, aquel cirujano de
Saint––Marcel, aquel infame que me había castigado tan cruelmente por haber
querido evitarle el asesinato de su hija, acababa, decía el diario, de ser
nombrado primer cirujano de la emperatriz de Rusia, con unos emolumentos
considerables. «¡Que sea afortunado el malvado», me dije, «que lo sea, ya que
así lo quiere la Providencia! Y tú, desdichada criatura, sufre, sufre sin quejarte,
ya que está dicho que las tribulaciones y las penas deben ser el espantoso
patrimonio de la virtud; no importa, jamás me cansaré de ella.»
No habían terminado todavía para mí esos ejemplos sorprendentes del triunfo
de los vicios, ejemplos tan descorazonadores para la virtud, y la prosperidad del
personaje que estaba a punto de reencontrar tenía que contrariarme y
sorprenderme más que cualquier otra, sin duda, ya que era uno de los hombres
de los que había recibido los más sangrantes ultrajes. Sólo me ocupaba ya de
mi partida, cuando recibí una noche un billete que me fue entregado por un
lacayo vestido de gris, absolutamente desconocido por mí; al entregármelo, me
dijo que su amo le había encarecido que obtuviera sin falta una respuesta mía.
El billete decía así:
«Un hombre que tiene algunas deudas con vos, que cree haberos reconocido
en la plaza de Bellecour, arde en deseos de veros y reparar su conducta:
apresuraos a encontrarle; tiene cosas que deciros, que tal vez le absolverán de
lo que os debe».
El billete no iba firmado, y el lacayo no daba mayores explicaciones. Después
de comunicarle que estaba decidida a no responder nada si no sabía quién era
su amo, me dijo:
––Es el señor de Saint––Florent, señorita. Tuvo el honor de conoceros hace
tiempo en los alrededores de París. Según dice, le prestasteis unos servicios de
los que arde en deseos de compensaros. Ahora está a la cabeza del comercio
de esta ciudad, y disfruta a la vez de una consideración y de un patrimonio que
le ponen en la situación de demostraros su gratitud. Os espera.
No tardé en tomar una decisión. Si este hombre no tenía buenas intenciones
conmigo, me decía, ¿sería verosímil que me escribiera, que me hablara de esta
manera? Siente remordimientos por sus infamias anteriores, recuerda con
espanto haberme arrancado lo que yo más quería, y haberme reducido, por el
encadenamiento de sus horrores, al más cruel estado en que pueda hallarse una
mujer... Sí, sí, no hay duda, son remordimientos, sería culpable hacia el Ser
supremo si no me prestara a aplacarlos. ¿Me hallo en situación, además, de
rechazar la ayuda que se presenta? ¿No debo más bien apresurarme a coger
todo lo que se me ofrece para consolarme? Este hombre quiere verme en su
mansión: su fortuna debe rodearle de personas delante de las cuales se
respetará demasiado para atreverse a faltarme una vez más, y en el estado en
que me hallo, ¡Dios mío!, ¡,puedo inspirarle otra cosa que conmiseración?
Aseguré, pues, al lacayo de Saint––Florent que a las once de la mañana del día
siguiente tendría el placer de ir a saludar a su amo, que lo felicitaba por los
favores que había recibido de la Fortuna, que estaba muy lejos de haberme
tratado a mí como a él.
Regresé a la posada, pero tan preocupada por lo que quería contarme aquel
hombre que no pegué ojo en toda la noche. Llego finalmente a la dirección
indicada: una mansión soberbia, una multitud de lacayos, las miradas
humillantes de esta rica canalla sobre el infortunio que desprecia, todo ello se
impone y estoy a punto de retirarme, cuando el mismo lacayo que me había
hablado la víspera me aborda y me conduce, tranquilizándome, a un suntuoso
gabinete donde reconozco perfectamente a mi verdugo, aunque entonces con
cuarenta y cinco años de edad, y cerca de nueve sin haberlo visto. No se levanta
en absoluto, pero ordena que nos dejen solos, y me indica con un gesto
que vaya a sentarme en una silla al lado del vasto sillón que lo contiene.
––He querido volverte a ver, hija mía ––dijo, con el tono humillante de la
superioridad––, no porque crea tener grandes deudas contigo, ni porque una
molesta reminiscencia me obligue a unas reparaciones de las cuales me creo
por encima; sino porque recuerdo que en el escaso tiempo en que nos
conocimos, me demostraste tu inteligencia: la necesitarás para lo que voy a proponerte,
y si aceptas, la necesidad que entonces tendré de ti te permitirá
encontrar en mi fortuna los recursos que te son necesarios, y que en vano
podrías contar sin eso.
Quise contestar con algunos reproches a la frivolidad de este comienzo; Saint–
–Florent me impuso silencio. ––Dejemos a un lado lo ocurrido ––me dijo––, es la
historia de las pasiones, y mis principios me llevan a creer que ningún freno
debe detener su fogosidad; cuando hablan, hay que servirlas, ésa es mi ley.
Cuando los ladrones con los que estabas me atraparon, ¿me viste quejarme de
mi suerte? Consolarse y actuar astutamente, si se es el más débil, disfrutar de
todos sus derechos si se es el más fuerte, ése es mi sistema. Tú eras joven y
bonita, Thérèse, nos hallábamos en el fondo de un bosque, no hay
voluptuosidad en el mundo que inflame mis sentidos como la violación de una
virgen: lo eras, te violé; es posible que hubiera hecho algo peor, si lo que
intentaba no hubiera tenido éxito, y tú me hubieras puesto resistencia. Pero te
robé, te dejé sin recursos en plena noche, en un camino peligroso; dos motivos
provocaron este nuevo delito: necesitaba dinero, no lo tenía; en cuanto a la otra
razón que pudo llevarme a esta actitud, te la explicaría inútilmente, Thérèse, y
no la entenderías. Sólo los seres que conocen el corazón del hombre, que han
estudiado sus dobleces, que han desenredado los rincones más impenetrables
de este dédalo oscuro, podrían explicarte esta especie de extravío.
––¡Cómo, señor!, os había ofrecido dinero... acababa de haceros un favor...
ser pagada por todo lo que había hecho por vos con una traición tan negra...
¿decís que es algo que puede entenderse, que puede justificarse?
––¡Pues sí, Thérèse, pues sí! La prueba de que es algo que puede justificarse
es que al acabar de robarte, de maltratarte... (porque te pegué, Thérèse), ¡pues
bien!, a veinte pasos de allí, pensando en el estado en que te dejaba, reencontré
inmediatamente en esas ideas fuerzas para nuevos ultrajes, que, sin eso, tal vez
jamás hubiera hecho. Tú sólo habías perdido una de tus primicias... ya me iba,
retrocedí, y te hice perder la otra... ¡Así que es cierto que en determinadas almas
la voluptuosidad puede nacer en el seno del crimen! ¿Qué digo? Lo cierto es
que sólo el crimen la despierta y determina, y que no existe una sola
voluptuosidad en el mundo que no inflame y que no mejore...
––¡Oh, señor, qué horror!
––¿Acaso no podía cometer otro mayor?... Estuve a punto, te lo confieso; pero
estaba convencido de que ibas a quedar reducida a los últimos extremos: esta
idea me satisfizo, te abandoné. Dejemos eso, Thérèse, y pasemos al objeto que
me ha hecho desear verte.
»Este gusto increíble que siento por las dos virginidades de una jovencita no
me ha abandonado en absoluto, Thérèse ––continuó Saint––Florent ; ocurre con
esto como con todos las restantes extravíos del libertinaje: cuanto más
envejeces, más fuerza adquieren; de los antiguos delitos nacen nuevos deseos,
y nuevos crímenes de estos deseos. Todo eso carecería de importancia,
querida, si lo que se utiliza para satisfacerlo no fuera en sí mismo muy culpable.
Pero como la necesidad del mal es el primer móvil de nuestros caprichos, cuanto
más criminal es lo que nos empuja, más excitados nos sentimos. Una vez ahí,
sólo deploramos la mediocridad de los medios: cuanto más se extiende su
atrocidad, más excitante se vuelve nuestra voluptuosidad, y más nos hundimos
así en el cenagal sin el más leve deseo de salir de él.
»Es mi historia, Thérèse; cada día, mis sacrificios precisan dos jovencitas. ¿He
disfrutado?, no sólo no vuelvo a ver los objetos, sino que se hace incluso
esencial para la absoluta satisfacción de mis fantasías que estos objetos salgan
inmediatamente de la ciudad: saborearía mal los placeres del día siguiente si
imaginara que las víctimas de la víspera siguen respirando el mismo aire que yo.
El medio de liberarme de ellas es fácil. ¿Lo creerías, Thérése? Son mis excesos
los que llenan el Languedoc y la Provenza de la multitud de objetos de libertinaje
que encierra su seno:* una hora después de que estas jovencitas me hayan
servido, unos emisarios de confianza las embarcan y las venden a las alcahuetas
de Nîmes, de Montpellier, de Toulouse, de Aix y de Marsella. Este comercio,
en el que llevo dos tercios del beneficio, me compensa ampliamente de lo que
los sujetos me cuestan, y así satisfago dos de mis más queridas pasiones, la
lujuria y la codicia. Pero los descubrimientos y las seducciones me dan trabajo;
además, la clase de sujetos es extremadamente importante para mi lubricidad:
quiero que todas ellas procedan de estos asilos de la miseria en los que la
necesidad de vivir y la imposibilidad de conseguirlo, absorbiendo el valor, el
orgullo y la delicadeza, enervando finalmente el alma, determina, en la
esperanza de una subsistencia indispensable, a todo lo que parece tener que
asegurarla. Hurgo despiadadamente en todos estos reductos: no puedes
imaginar lo que me dan. Voy más lejos, Thérèse: la actividad, la industria, un
poco de bienestar, enfrentándose a mis sobornos, me arrebatarían una gran
parte de los sujetos; yo opongo a estos escollos el crédito de que disfruto en
esta ciudad, provoco unas oscilaciones en el comercio, o unas carestías en los
víveres, que, multiplicando las clases de pobreza, quitándole por una parte los
medios de trabajo, y dificultándole por otra los de la vida, aumentan en
proporción igual la suma de los sujetos que la miseria me entrega. La astucia es
conocida, Thérèse: estas escaseces de leña, de trigo y de otros comestibles,
que han estremecido a París durante tantos años, no tenían otro objetivo que los
que me animan; la avaricia, el libertinaje, estas son las pasiones que, desde el
seno de los dorados artesonados, tienden una maraña de redes hasta el humilde
techo del pobre. Pero, por mucha habilidad que ponga en práctica para apretar
por un lado, si mis manos diestras no arrancan rápidamente del otro, me quedo
sin nada que llevarme a la boca, y la máquina funciona tan mal como si yo no
agotara mi imaginación en recursos y mi crédito en operaciones. Así que
necesito una mujer lista, joven, inteligente, que, habiendo pasado ella misma por
los espinosos senderos de la miseria, conozca mejor que nadie los medios de
seducir a las que transitan por ellos; una mujer cuya mirada penetrante adivine
la adversidad en sus géneros más tenebrosos, y cuya mente sobornadora
decida a las víctimas a escapar de la opresión por los medios que yo presento;
una mujer inteligente finalmente, tan carente de escrúpulos como de piedad, que
no descuide nada para triunfar, ni siquiera cortar los escasos recursos que,
apoyando todavía la esperanza de estas infortunadas, les impide decidirse. Yo
tenía una excelente, y segura: acaba de morir. Es imposible imaginar hasta
donde llevaba esta inteligente criatura su desvergüenza; no solamente aislaba a
esas miserables hasta el punto de obligarlas a acudir a implorarlas de rodillas,
sino que si esos medios no aparecían con suficiente rapidez para acelerar su
caída, la malvada no vacilaba en robarlas. Era un tesoro: yo sólo necesito dos
sujetos por día, ella me hubiera dado diez, de haberlos querido. Se deducía de
ahí que yo tenía las mejores opciones, y que la superabundancia de materia
prima de mis operaciones me compensaba de la mano de obra. A esa mujer hay
que sustituir, querida; tendrás cuatro a tus órdenes, y dos mil escudos de emolumentos:
ya te lo he dicho, contesta, Thérèse, y sobre todo que unas quimeras
no te impidan aceptar tu dicha cuando el azar y mi mano te la ofrecen.
* Que no se tome esto por una fábula: este desdichado personaje ha existido
en el mismo Lyon. Lo que se cuenta aquí de sus maniobras es exacto: ha
costado el honor de quince o veinte mil pequeñas desdichadas: terminada su
operación, las embarcaban sobre el Ródano, y las ciudades que se mencionan
han sido durante treinta años pobladas de objetos de excesos por las víctimas
de este malvado. En este episodio, sólo hay de novelesco el nombre. (N. del A.)
––¡Oh, señor! ––dije a aquel hombre deshonesto, estremeciéndome ante sus
discursos––, ¿cómo es posible que podáis concebir tales voluptuosidades, y que
os atre váis a proponerme servirlas? ¡Qué horrores acabáis de hacerme oír!
Hombre cruel, bastaría con que fuerais desdichado sólo dos días y veríais como
estos sistemas de inhumanidad no tardarían en aniquilarse en vuestro corazón:
la prosperidad es lo que os ciega y os endurece; os aburrís con el espectáculo
de los males de los que os creéis al amparo, y como confiáis en no sentirlos
jamás, os suponéis en el derecho de infligirlos; ¡ojalá jamás me llegue la
felicidad si es capaz de corromperme hasta este punto! ¡Oh, cielo santo! ¡No
contentarse con abusar del infortunio! ¡Llevar la audacia y la ferocidad hasta
incrementarlo, hasta prolongarlo, por la única satisfacción de vuestros deseos!
¡Qué crueldad, señor! Los animales más feroces no nos dan ejemplos de una
barbarie semejante.
––Te equivocas, Thérèse, no hay astucias que el lobo no invente para atraer al
cordero a sus trampas: estas tretas están en la naturaleza, y la beneficencia no
cuen ta entre ellas; sólo es una característica de la debilidad preconizada por el
esclavo para enternecer a su amo y predisponerle a una mayor dulzura. Sólo se
anuncia en el hombre en dos casos: si es el más débil, o si teme serlo. La
prueba de que esta supuesta virtud no existe en la naturaleza es que es
ignorada por el hombre más próximo a ella. El salvaje, despreciándola, mata sin
piedad a su semejante, bien por venganza, bien por avidez... ¿Acaso no
respetaría esa virtud si estuviera inscrita en su corazón? Pero jamás apareció,
jamás se encontrará allí donde los hombres sean iguales. La civilización, al
depurar a los individuos, al distinguir los rangos, al ofrecer un pobre a los ojos de
un rico, al hacer temer a éste una variación de estado que podía precipitarle en
la nada del otro, colocó inmediatamente en su mente el deseo de aliviar al
infortunado para ser aliviado a su vez, en el caso de que perdiera sus riquezas.
Entonces nació la beneficencia, fruto de la civilización y del temor: así pues, sólo
es una virtud circunstancial, pero no, en absoluto, un sentimiento de la naturaleza
que jamás emplazó en nosotros otro deseo que el de satisfacernos, al
precio que fuera. Sólo confundiendo así todos los sentimientos, y sin analizar
jamás nada, podemos cegarnos sobre todo y privarnos de todos los goces.
––¡Ah, señor! ––le interrumpí acaloradamente––. ¿Puede haber alguno más
dulce que el de aliviar el infortunio? Dejemos a un lado el horror de sufrirlo uno
mismo: ¿existe una satisfacción más grande que la de complacer?... Disfrutar de
las lágrimas de la gratitud, compartir el bienestar que se acaba de esparcir entre
unos desdichados que, semejantes a vos, carecían sin embargo de las cosas
que para vos son vuestras primeras necesidades, oírles entonar vuestros elogios
y llamaros padre, reinstaurar la serenidad sobre unas frentes oscurecidas por el
desfallecimiento, por el abandono y por la desesperación. No, señor, ninguna
voluptuosidad en el mundo puede igualarla: es la de la propia divinidad, y la
dicha que promete a quienes la hayan servido en la tierra sólo será la de ver o
de hacer dichosos en el cielo. Todas las virtudes nacen de ésa, señor; se es
mejor padre, mejor hijo, mejor esposo, cuando se conoce el encanto de aliviar el
infortunio. Al igual que los rayos del sol, diríase que la presencia del hombre
caritativo esparce, en todo lo que lo rodea, la fertilidad, la dulzura y la alegría; y
el milagro de la naturaleza, a partir de este foco de la luz celeste, es el alma
honesta, delicada y sensible cuya felicidad suprema es trabajar en favor de la de
los demás.
––¡Cuentos, Thérèse! Los placeres del hombre están en relación con el tipo de
órganos que ha recibido de la naturaleza; los del individuo débil, y por
consiguiente de todas las mujeres, deben llevar a unas voluptuosidades
morales, más excitantes, para tales seres, que las que sólo influirían sobre un
fisico totalmente desprovisto de energía: ocurre lo contrario con las almas
fuertes, que, mucho mejor complacidas con los choques vigorosos impresos
sobre lo que las rodea de lo que lo estarían por las impresiones delicadas
percibidas por esos mismos seres que existen a su alrededor, prefieren
inevitablemente, a partir de esta constitución, lo que afecta a los demás en
sentido doloroso a lo que sólo los conmovería de una manera más dulce. Esta
es la única diferencia entre las personas crueles y las personas bondadosas;
unas y otras están dotadas de sensibilidad, pero cada cual a su manera. Yo no
niego que existan goces en ambas clases, pero sostengo, al igual que, sin duda,
muchos filósofos, que los del individuo constituido de la manera más vigorosa
serán incontestablemente más vivos que todos los de su adversario; y una vez
establecidos estos sistemas, puede y debe encontrarse un tipo de hombres que
encuentre tanto placer en todo lo que inspira la crueldad como los otros lo
saborean en la beneficencia. Pero estos serán unos placeres suaves, y los otros
unos placeres muy vivos: los primeros serán los más seguros, los más auténticos
sin duda, ya que caracterizan las inclinaciones de todos los hombres todavía
en la cuna de la naturaleza, y de los mismos niños, antes de que hayan
conocido el dominio de la civilización; los otros sólo serán el efecto de esta
civilización, y por tanto unas voluptuosidades engañosas y sin ninguna finura.
Por otra parte, hija mía, como estamos aquí menos para filosofar que para consolidar
una determinación, sé tan amable como para darme tu última palabra...
¿Aceptas, o no, el encargo que te propongo?
––Con toda seguridad lo rechazo, señor ––respondí levantándome––... Soy
muy pobre... ¡oh, sí, muy pobre, señor!; pero, más rica por los sentimientos de
mi corazón que por todos los dones de la Fortuna, jamas sacrificaré los primeros
para poseer los otros: sabré morir en la indigencia, pero no traicionaré la virtud.
––Vete ––me dijo fríamente aquel hombre detestable––, y sobre todo que no
tenga que temer indiscreciones tuyas: no tardarías en ir a dar a un lugar donde
ya no tendría que temerlas.
Nada estimula tanto la virtud como los temores del vicio: mucho menos tímida
de lo que habría supuesto, me atreví, prometiéndole que no tendría nada que
temer de mí, a recordarle el robo que me había hecho en el bosque de Bondy, y
contarle que, en la circunstancia en que me hallaba, ese dinero me resultaba
indispensable. Entonces el monstruo me contestó duramente que sólo de mí
dependía ganarlo, y que me negaba a ello.
––No, señor ––contesté con firmez os lo repito, moriré mil veces antes que
salvar mis días a este precio.
Y yo ––dijo Saint––Florent no hay nada que no prefiriera a la pena de dar mi
dinero sin que se lo ganen: pese al rechazo que has tenido la insolencia de
darme, quiero pasar todavía un cuarto de hora contigo. Vamos, pues, al tocador,
y unos instantes de obediencia pondrán tus fondos en una mejor situación.
––Tengo tan pocas ganas de servir a vuestros excesos en un sentido como en
otro, señor ––repliqué altivamente––: no es caridad lo que os pido, hombre cruel;
no, no os concedo este goce; sólo reclamo lo que se me debe, lo que me
robasteis de la más cruel de las maneras... Quédatelo, cruel, quédatelo, si te
parece: contempla sin compasión mis lágrimas; escucha sin conmoverte, si eres
capaz, los tristes acentos de la necesidad, pero recuerda que si cometes esta
nueva infamia, habré comprado, al precio que vale, el derecho de despreciarte
para siempre.
Furioso, Saint––Florent me ordenó que saliera, y pude leer en su horrible cara
que, sin las confidencias que me había hecho, y cuya propagación temía, tal vez
hu biera pagado con algunas brutalidades de su parte el atrevimiento de haberle
hablado demasiado sinceramente... Salí. En aquel mismo instante llevaban al
libertino una de las desdichadas víctimas de su sórdida crápula. Una de aquellas
mujeres, cuya horrible condición me proponía compartir, le traía una pobre
chiquilla de unos nueve años, con todos los atributos del infortunio y de la
languidez... «¡Oh, cielos!» pensé al verlo, «¡cómo es posible que semejantes
objetos puedan inspirar otros sentimientos que la piedad! ¡Infeliz el ser
depravado que pueda sospechar unos placeres en un seno consumido por la
necesidad; que quiera recoger besos de una boca reseca por el hambre, y que
sólo se abre para maldecirlo!»
Corrieron mis lágrimas: hubiera querido arrebatar esta víctima al tigre que la
esperaba, pero no me atreví. ¿Habría podido? Regresé rápidamente a mi
posada, tan humillada por un infortunio que me suscitaban tales proposiciones
como rebelada contra la opulencia que se atrevía a hacerlas.
Salí de Lyon al día siguiente para tomar el camino del Delfinesado, imbuida
siempre de la loca esperanza de que un poco de dicha me aguardaba en esta
provincia. Así que estuve a dos leguas de Lyon, a pie como de costumbre, con
un par de camisas y unos cuantos pañuelos en mis bolsillos, me encontré con
una anciana que me abordó con aire de dolor y que me imploró una limosna.
Lejos de la dureza de la que tan crueles ejemplos acababa de recibir, sin
conocer otra dicha en el mundo que la de complacer a un desdichado, saqué al
instante mi bolsa con la intención de sacar de ella un escudo y dárselo a esta
mujer; pero la indigna criatura, mucho más rápida que yo, aunque en un primer
momento la hubiera juzgado vieja y sin fuerzas, salta ágilmente sobre mi bolsa,
se apodera de ella, me derriba de un vigoroso puñetazo en el estómago, y sólo
reaparece a mis ojos a cien pasos de allí, rodeada de cuatro tunantes que me
amenazan si me atrevo a avanzar.
«¡Dios mío!», exclamo con amargura, «¡así que es imposible que mi alma se
abra a algún sentimiento virtuoso sin que yo sea al instante castigada con los
más severos castigos!» En ese momento fatal me abandonó todo mi valor:
todavía hoy pido muy sinceramente perdón al cielo; pero la desesperación me
cegó. Me sentí tentada de abandonar una carrera en la que se ofrecían tantas
espinas: se presentaban dos opciones, la de juntarme con los bribones que
acababan de robarme, o la de retroceder a Lyon para aceptar allí la proposición
de Saint-Florent. Dios me concedió la gracia de no sucumbir, y aunque la
esperanza que encendió de nuevo en mí fuera engañosa, ya que me seguían
esperando tantas adversidades, le agradezco, sin embargo, que me hubiera
apoyado: la fatal estrella que me condujo, aunque inocente, al cadalso, no me
valdrá más que la muerte; otras opciones me hubiesen valido la infamia y la primera
es mucho menos cruel que las restantes.
Sigo dirigiendo mis pasos hacia la ciudad de Vienne, decidida, para llegar a
Grenoble, a vender allí lo que me quedaba. Caminaba entristecida, cuando, a un
cuarto de legua de esa ciudad, descubro en la llanura, a la derecha del camino,
dos jinetes que maltrataban a un hombre a los pies de sus caballos, y que,
después de haberlo dejado como muerto, escaparon a galope tendido; este
espantoso espectáculo me enterneció hasta las lágrimas. «¡Ay!», me dije, «he
aquí un hombre más digno de lástima que yo; a mí me queda por lo menos la
salud y la fuerza, puedo ganarme la vida, y si este desdichado no es rico, ¿qué
será de él?»
Por mucho que hubiera debido precaverme de los impulsos de la
conmiseración, por funesta que resultara para mí entregarme a ellos, no pude
vencer el extremo deseo que experimentaba de acercarme a ese hombre y de
prodigarle mis auxilios. Corro hacia él, respira gracias a mis cuidados un poco de
aguardiente que llevaba conmigo: abre finalmente los ojos, y sus primeras
palabras son de agradecimiento; todavía más deseosa de serle útil, desgarro
una de mis camisas para vendar sus heridas y restañar su sangre: sacrifico por
este desgraciado una de las pocas pertenencias que me quedan. Cumplidos
estos primeros cuidados, le hago beber un poco de vino; el infortunado ha
recuperado por completo el sentido; lo observo y le conozco mejor. Aunque
fuera a pie, y con un equipaje bastante ligero, no parecía sin embargo de pobre
condición, tenía algunos objetos de valor, unas sortijas, un reloj, unas cajas,
aunque todo ello muy estropeado por su aventura. Me pregunta, así que puede
hablar, quién es el ángel benefactor que le aporta esta ayuda, y qué puede
hacer por demostrarle su gratitud. Poseyendo todavía la simplicidad de creer
que un alma encadenada por el reconocimiento debería ser mía sin rodeos, creo
poder disfrutar con seguridad del dulce placer de hacer compartir mis lágrimas a
quien acaba de derramarlas en mis brazos: le pongo al corriente de mis
desdichas, las escucha con interés, y cuando he llegado a la última catástrofe
que acaba de sucederme, cuyo relato le permite ver el estado de miseria en que
me hallo, exclama:
––¡Qué feliz soy de poder por lo menos agradecer cuanto acabáis de hacer por
mí! Me llamo Roland ––prosigue el aventurero––, poseo un castillo muy hermoso
en la montaña, a unas quince leguas de aquí, os invito a seguirme; y para que
esta propuesta no alarme vuestra delicadeza, voy a contaros inmediatamente en
qué me seréis útil. Yo soy soltero, pero tengo una hermana a la que amo
apasionadamente, que se ha entregado a mi soledad, y que la comparte
conmigo: necesito alguien para servirla; acabamos de perder a la que
desempeñaba este empleo, os ofrezco su puesto.
Di las gracias a mi protector, y me tomé la libertad de preguntarle por qué
eventualidad un hombre como él se exponía a viajar sin séquito, y, tal como
acababa de ocurrirle, a ser molestado por unos malandrines.
––Un poco cargado de peso, aunque joven y vigoroso, hace varios años ––me
dijo Roland–– que tengo la costumbre de viajar de mi casa a Vienne de esta
manera. Con ello mejoran mi salud y mi bolsa: no es que esté en la obligación
de vigilar mis gastos, porque soy rico; no tardaréis en ver la prueba, si me hacéis
el favor de venir a mi casa; pero el ahorro jamás estropea nada. En cuanto a los
dos hombres que acaban de ofenderme, son dos gentilhombres del cantón, a los
que gané cien luises la pasada semana, en una casa de juego de Vienne; me
conformo con su palabra, hoy los encuentro, les pido lo que me deben, y así es
como me tratan.
Yo deploraba con ese hombre la doble desgracia de que era víctima, cuando
me propuso continuar el viaje: ––Gracias a vuestros cuidados, me siento algo
mejor ––me dijo Roland––; la noche se acerca, lleguemos a una posada que
debe estar a dos leguas de aquí. Mediante los caballos que allí tomaremos
mañana, podremos llegar a mi casa por la noche.
Absolutamente decidida a aprovechar unos auxilios que el cielo parecía
enviarme, ayudo a Roland a ponerse en marcha, le sostengo durante el camino,
y encontramos efectivamente a dos leguas de allí la posada que había indicado.
Allí cenamos correctamente los dos juntos; después de la comida, Roland me
confía a la dueña de la posada, y de mañana, montando dos mulas de alquiler
que escoltaba el criado de la posada, cruzamos la frontera del Delfinesado,
encaminándonos siempre hacia las montañas. Como la tirada era demasiado
larga para hacerla en un día, nos detuvimos en Virieu, donde recibí los mismos
cuidados y las mismas consideraciones de mi amo, y al día siguiente proseguimos
nuestra marcha siempre en la misma dirección. A las cuatro de la tarde,
llegamos al pie de las montañas: allí, haciéndose el camino casi impracticable,
Roland recomendó al mulero que no se separara de mí por miedo a un
accidente y penetramos en las gargantas. No hicimos más que dar vueltas, subir
y bajar durante más de cuatro leguas, y hasta tal punto habíamos abandonado
cualquier morada y cualquier camino hollado, que me creí al final del universo. A
mi pesar, una cierta inquietud se apoderó de mí; Roland no pudo dejar de
notarla, pero no decía palabra, y su silencio aún me asustaba más. Al fin
divisamos un castillo encaramado en la cresta de una montaña, al borde de un
precipio espantoso, en el que parecía a punto de desplomarse: ningún camino
parecía llevar a él; el que seguíamos, utilizado únicamente por las cabras,
totalmente lleno de guijarros, llegaba sin embargo a esa terrorífica guarida, que
se parecía más a un asilo de ladrones que a la morada de personas virtuosas.
––Ahí está mi casa ––me dijo Roland, así que creyó que el castillo había
tropezado con mis miradas.
Y cuando yo le expliqué mi asombro por verle habitar una soledad semejante,
me constestó con brusquedad:
––Es lo que me conviene.
Esta respuesta reduplicó mis temores: nada escapa en la desdicha; una
palabra, una inflexión más o menos acusada en aquellos de quienes
dependemos, sofoca o reanima la esperanza. Pero como ya no podía tomar una
opción diferente, me contuve. A fuerza de dar vueltas, la antigua mansión
apareció de repente ante nosotros: a lo máximo nos separaba de ella un cuarto
de legua. Roland se apeó de su mula, y, diciéndome que hiciera otro tanto,
devolvió las dos al criado, le pagó y le ordenó que se volviera. Este nuevo gesto
aún me inquietó más; Roland se dio cuenta.
––¿Qué os pasa, Thérèse? ––me dijo, mientras nos encaminábamos a su
casa––. No os halláis fuera de Francia; este castillo está en las fronteras del
Delfmesado, depende de Grenoble.
––De acuerdo, señor ––contesté––; pero ¿cómo se os ha ocurrido
estableceros en un sitio tan peligroso?
––Es que los que lo habitan no son personas muy honradas ––dijo Roland––;
es muy posible que no te sientas edificada por su conducta.
––¡Ah, señor! ––le dije temblando––. Me hacéis estremecer, ¿adónde me
estáis llevando?
––Te llevo a servir unos monederos falsos de los que soy el jefe ––me dijo
Roland, cogiéndome del brazo y haciéndome cruzar a la fuerza un pequeño
puente levadizo que se bajó a nuestra llegada y se alzó inmediatamente
después––. ¿Ves este pozo? ––prosiguió así que hubimos entrado,
mostrándome una grande y profunda gruta situada en el fondo del patio, donde
cuatro mujeres desnudas y encadenadas hacían mover una rueda––; ahí tienes
a tus compañeras, y ahí tienes tu trabajo, gracias a que trabajarás diariamente
diez horas en hacer girar esta rueda, y satisfarás al igual que esas mujeres
todos los caprichos a los que me complazca someterte, se te darán seis onzas
de pan negro y un plato de habas por día. En cuanto a tu libertad, renuncia a
ella; no la tendrás jamás. Cuando mueras agotada, serás arrojada al agujero que
ves al lado del pozo, con otras sesenta u ochenta bribonas de tu ralea que allí te
esperan, y sustituida por una nueva.
––¡Oh, Dios todopoderoso! ––exclamé, arrojándome a los pies de Roland––.
Dignaos recordar, señor, que os he salvado la vida; que, conmovido un instante
por el agradecimiento, parecisteis ofrecerme la dicha, y que compensáis mis
servicios precipitándome a un eterno abismo de males. ¿Es justo lo que estáis
haciendo, y el remordimiento no acude ya a vengarme en el fondo de vuestro
corazón?
––¿Qué entiendes, dime, por este sentimiento de agradecimiento con el que
imaginas haberme cautivado? ––dijo Roland––. Razona mejor, pobre criatura;
¿qué hiciste cuando acudiste en mi ayuda? Entre la posibilidad de proseguir tu
camino y la de acercarte a mí, ¿no elegiste la última como un gesto inspirado
por tu corazón? Te entregabas, pues, a un goce. ¿Por qué diablos pretendes
que yo estoy obligado a recompensarte por los placeres que te concedes? ¿Y
cómo se te ocurrió jamás que un hombre que, como yo, nada en el oro y en la
opulencia, se dignara rebajarse a deber algo a una miserable de tu ralea?
Aunque me hubieras devuelto la vida, yo no te debería nada, ya que sólo has
actuado por y para ti: is trabajar, esclava, a trabajar! Descubre que la civilización,
incluso alterando los principios de la naturaleza, no le arrebata, sin embargo, sus
derechos. Creó en su origen unos seres fuertes y unos seres débiles, con la
intención de que éstos estuvieran siempre subordinados a los otros. La astucia y
la inteligencia del hombre variaron la posición de los individuos, y ya no fue la
fuerza fisica la que determinó los rangos, sino la del oro; el hombre más rico se
convirtió en el más fuerte, y el más pobre en el más débil. Pese a los cambios de
los motivos que sustentaban el poder, la prioridad del fuerte siempre estuvo en
las leyes de la naturaleza, a la que le daba igual que la cadena que cautivaba al
débil fuera sostenida por el más rico o por el más vigoroso, y que aplastara al
más débil o al más pobre. Pero, Thérèse, la naturaleza desconoce estos gestos
de gratitud con los que tú quieres crearme unas obligaciones; jamás constó
entre sus leyes que el placer a que uno se entregaba complaciendo a otro, se
convirtiera en un motivo para el que recibía de relajar sus derechos respecto al
primero. ¿Ves en los animales, que nos sirven de ejemplo, estos sentimientos
que tú reclamas? Cuando yo te domino por mis riquezas o por mi fuerza, Les
natural que te abandone mis derechos, bien porque has disfrutado
complaciéndome, o bien porque, siendo desafortunada, has imaginado que
ganarías algo con tu actitud? Aunque el servicio fuera prestado de igual a igual,
jamás el orgullo de un alma elevada se dejará inclinar por la gratitud; ¿no queda
para siempre humillado el que recibe?, ¿y la humillación que experimenta no
compensa suficientemente al bienhechor que, sólo por ello, se sitúa encima del
otro? ¿No es un goce para el orgullo elevarse por encima de su semejante?
¿Necesita todavía más el que complace? Y si el complacimiento, humillando a
quien lo recibe, se convierte en un fardo para él, ¿con qué derecho obligarlo a
conservarlo? ¿Por qué tengo yo que consentir en dejarme humillar cada vez que
me encuentran las miradas del que me ha complacido? Así pues, la ingratitud,
en lugar de ser un vicio, es la virtud de las almas altivas, con tanta seguridad
como la gratitud es la de las almas débiles: que me complazcan tanto como
quieran, si alguien descubre en ello un placer, pero que no exijan nada de mí.
Después de estas palabras, a las que Roland no me dio tiempo de contestar,
obedeciendo sus órdenes dos
criados se apoderan de mí, me desnudan, y me encadenan con mis
compañeras, a las que me veo obligada a ayudar inmediatamente, sin que ni
siquiera se me permita descansar de la extenuante marcha que acabo de hacer.
Roland se me acerca entonces, me manosea brutalmente en todas las partes
que el pudor impide nombrar, me abruma con sarcasmos e impertinencias respecto
a la marca infamante e inmerecida que Rodin había grabado sobre mí, y
armándose después con un vergajo que estaba siempre ahí me propina veinte
vergajazos en el trasero.
––Así es como serás tratada, bribona ––me dijo––, cuando faltes a tu deber.
No te hago esto por ninguna falta que ya hayas cometido, sino sólo para
mostrarte cómo me comporto con las que las cometen.
Lanzo unos gritos estridentes debatiéndome bajo mis grilletes; mis
contorsiones, mis aullidos, mis lágrimas, las crueles expresiones de mi dolor sólo
sirven de diversión a mi verdugo...
––¡Ah!, ya verás lo que te espera, buscona ––dijo Roland––. Tus penas no han
hecho sino comenzar, y quiero que conozcas hasta los más bárbaros
refinamientos de la desdicha.
Me deja.
Seis oscuros reductos, situados debajo de una gruta alrededor del vasto pozo,
y que se cerraban como calabozos, nos servían de retiro durante la noche.
Como ésta llegó poco después de que yo estuviera en la funesta cadena,
vinieron a soltarme, igual que a mis compañeras, y nos encerraron después de
darnos la ración de agua, de habas y de pan que había mencionado Roland.
Apenas estuve sola, me abandoné a mis anchas al horror de mi situación. ¿Es
posible, me decía, que existan hombres tan duros como para sofocar en su interior
el sentimiento de la gratitud?... Una virtud a la que yo me entregaría con
tanto placer, si alguna vez un alma honrada me colocara en el caso de sentirla,
¿es posible, pues, que sea ignorada por algunos seres, y quienes la sofocan con
tanta inhumanidad pueden ser otra cosa que unos monstruos?
Estaba sumida en esas reflexiones, cuando de repente oigo abrir la puerta de
mi calabozo: es Roland. El malvado viene a acabar de ultrajarme utilizándome
para sus odiosos caprichos: ya podéis suponer, señora, que debían ser tan
feroces como sus actitudes, y que para un hombre semejante los placeres del
amor mostraban necesariamente los tintes de su odioso carácter. Pero ¿cómo
abusar de vuestra paciencia para contaros nuevos horrores? ¿Acaso ya no he
manchado en exceso vuestra imaginación con infames relatos? ¿Debo atreverme
a más?
––Sí, Thérèse ––dijo el señor de Corville––, sí, exigimos de ti estos detalles, tú
los enmascaras con una decencia que lima todo su horror, y sólo queda lo que
es útil para quien quiera conocer al hombre. Nadie imagina lo útiles que son
estas descripciones para el desarrollo del espíritu. Es posible que sigamos
siendo tan ignorantes en esta ciencia por el estúpido pudor de quienes quisieron
escribir sobre estas materias. Encadenados por absurdos temores, sólo nos
hablan de unas puerilidades conocidas por todos los necios, y no se atreven,
llevando una mano osada al corazón humano, a ofrecer ante nuestros ojos sus
gigantescos extravíos.
––Bien, señor, voy a obedeceros ––continuó Thérèse conmovida––, y
comportándome como ya he hecho, intentaré ofrecer mis esbozos bajo los
colores menos repugnantes.
Roland, a quien tengo que comenzar por describiros, era un hombre pequeño,
rechoncho, de treinta y cinco años de edad, de un vigor incomprensible, velludo
como un oso, el aspecto sombrío, la mirada feroz, muy moreno, de facciones
viriles, una nariz larga, la barba hasta los ojos, cejas negras y espesas, y esa
parte que diferencia a los hombres de nuestro sexo de una tal longitud y de un
grosor tan desmesurado, que no sólo jamás nada semejante se había ofrecido a
mis ojos, sino que incluso era absolutamente cierto que jamás la naturaleza
había. creado nada tan prodigioso: mis dos manos apenas podían abrazarlo, y
su longitud era la de mi antebrazo. A ese fisico, Roland sumaba todos los vicios
que pueden ser los frutos de un temperamento fogoso, de mucha imaginación, y
de una opulencia siempre excesivamente considerable para no haberle sumido
en grandes defectos. Roland consumía su fortuna; su padre, que la había
comenzado, le había dejado muy rico, con lo cual ese joven ya había vivido
mucho: hastiado de los placeres normales, ya sólo recurría a los horrores; sólo
ellos conseguían devolverle unos deseos extenuados por un exceso de goces;
todas las mujeres que le servían estaban entregadas a sus excesos secretos, y
para satisfacer los placeres algo menos deshonestos en los que el libertino
pudiera encontrar la sal del crimen que le deleitaba más que nada, Roland tenía
su propia hermana como querida, y era con ella que acababa de apagar las
pasiones que encendía a nuestro lado.
Estaba casi desnudo cuando entró; su rostro, muy inflamado, mostraba a un
tiempo pruebas de la gula intemperante a la que acababa de entregarse, y de la
abominable lujuria que le dominaba. Me mira un instante con unos ojos que me
hacen estremecer.
––Quítate la ropa ––me dijo, arrancándome él mismo la que había recuperado
para cubrirme durante la noche––... sí, quítate todo eso y sígueme. Antes te he
hecho sentir lo que arriesgabas dándote a la pereza; pero si te entraran ganas
de traicionarnos, como el crimen sería mucho mayor, el castigo debería ser
proporcional. Así pues, ven a ver de qué tipo sería.
Yo me hallaba en un estado difícil de describir, pero Roland, sin dar a mi ánimo
el tiempo de estallar, me coge inmediatamente del brazo y me arrastra. Me
conducía con la mano derecha; con la izquierda sostenía una pequeña linterna
que nos iluminaba débilmente. Después de varias vueltas nos hallamos a la
puerta de una bodega; la abre, y haciéndome pasar en primer lugar, me dice que
baje mientras él cierra esta primera cerca; obedezco. A unos cien peldaños
hallamos una segunda, que se abre y cierra de la misma manera; pero después
de ésta, ya no había escalera: sólo un pequeño camino tallado en la roca, lleno
de sinuosidades, y cuya pendiente era extremadamente pronunciada. Roland no
decía palabra, su silencio aún me horrorizaba más. Nos iluminaba con su
linterna. Así viajamos cerca de un cuarto de hora. El estado en que me
encontraba me hacía sufrir aún más vivamente la horrible humedad de aquellos
subterráneos. Al final habíamos bajado tanto, que no temo exagerar afirmando
que el lugar al que llegamos debía estar a más de ochocientos pies en las
entrañas de la tierra. A derecha e izquierda del sendero que recorríamos había
varios nichos, en los que vi unos cofres que contenían las riquezas de aquellos
malhechores. Al final se presenta una última puerta de bronce, y estuve a punto
de quedarme patidifusa al descubrir el espantoso local al que me conducía aquel
indecente; viéndome vacilar, me empuja con rudeza, y así entro, sin quererlo, en
aquel espantoso sepulcro. Imaginaos, señora, un panteón redondo, de
veinticinco pies de diámetro, cuyos muros tapizados de negro sólo estaban
decorados por los más lúgubres objetos, esqueletos de todo tipo de tamaños,
osamentas en forma de aspa, cráneos, haces de varas y de látigos, sables,
puñales, pistolas: ésos eran los horrores que se veían en los muros que
iluminaba una lámpara de tres mechas, colgada de una de las esquinas de la
bóveda. De la cimbra partía una larga soga que caía a tres o cuatro metros del
suelo en medio de aquel calabozo, y que, como no tardaréis en ver, sólo estaba
ahí para servir espantosas maniobras. A la derecha había un ataúd que
entreabría el espectro de la Muerte armado con una guadaña amenazadora;
tenía al lado un reclinatorio; y encima se veía un crucifijo, colocado entre dos
velones negros. A la izquierda, la efigie en cera de una mujer desnuda, tan
natural que durante largo rato me confundió: estaba atada a una cruz por la
parte delantera, de modo que se veían fácilmente todas sus partes posteriores,
cruelmente magulladas; la sangre parecía manar de varias heridas y correr a lo
largo de sus muslos; mostraba la más bella cabellera del mundo, su hermosa
cabeza estaba vuelta hacia nosotros y parecía implorar su merced: se
distinguían todas las contorsiones del dolor grabarías en su bello rostro, y hasta
las lágrimas que lo inundaban. Ante el aspecto de la terrible imagen, estuve a
punto de desmayarme por segunda vez; el fondo del panteón estaba ocupado
por un amplio sofá negro, desde el cual se abrían a las miradas todas las atrocidades
de aquel lúgubre lugar.
––Aquí es donde perecerás, Thérèse ––me dijo Roland––, si alguna vez
concibes la fatal idea de abandonar mi casa. Sí, aquí es donde yo mismo vendré
a matarte, donde te haré sentir las angustias de la muerte mediante todo lo más
duro que me resulte posible inventar.
Al pronunciar esta amenaza, Roland se excitó; su agitación y su desorden le
asemejaban al tigre dispuesto a devorar su presa: fue entonces cuando
descubrió el temible miembro de que estaba dotado; me lo hizo tocar y me
preguntó si había visto algo semejante. ––Tal como es, puta ––me dijo
enfurecido––, te lo meteré, sin embargo, por la parte más estrecha de tu cuerpo,
aunque tenga que partirte en dos. Mi hermana, mucho más joven que tú, lo
sostiene en ese mismo lugar. Yo jamás disfruto de otra manera de las mujeres:
así que también tendré que perforarte.
Y para no dejarme dudas sobre el local a que se refería, introdujo en él tres
dedos armados con uñas muy largas, diciéndome:
––Sí, ahí, Thérèse, ahí hundiré inmediatamente ese miembro que te espanta.
Penetrará en toda su longitud, te desgarrará, te ensangrentará, y yo me sentiré
lleno de ebriedad.
Echaba espumarajos de la boca al decir estas palabras, mezcladas con
juramentos y blasfemias odiosas. La mano con la que rozaba el templo que
parecía querer atacar se extravió entonces por todas las partes contiguas, las
arañaba. Me hizo lo mismo en el pecho, lo magulló de tal manera que durante
quince días sufrí unos dolores horribles. Después me colocó en el borde del
sofá, frotó con alcohol aquel musgo con que la naturaleza adornó el altar donde
nuestra especie se regenera. Le prendió fuego y lo quemó. Sus dedos agarraron
la excrecencia de carne que corona ese mismo altar, la restregó con dureza;
desde allí, metió sus dedos en el interior, y sus uñas irritaban la membrana que
lo tapiza. Ya sin poder contenerse, me dijo que puesto que me tenía en su
guarida, era mejor que ya no me saliera de ella, que eso le evitaría el esfuerzo
de bajarme de nuevo. Me arrojé a sus rodillas, me atreví a recordarle una vez
más los servicios que yo le había prestado... Descubrí que le excitaba aún más
al volver a hablarle de unos derechos que yo suponía a su piedad; me dijo que
me callara, derribándome sobre las baldosas de un rodillazo asestado con todas
sus fuerzas en el hueco de mi estómago.
––¡Vamos! ––me dijo, levantándome por los cabellos––, ¡vamos! Prepárate; es
seguro que voy a inmolarte...
––¡Ay, señor!
––No, no, tienes que morir. No quiero oírte reprocharme más tus miserables
favores; no me gusta deber nada a nadie, son los demás quienes deben
depender por completo de mí... Morirás, te digo, métete en este ataúd, que yo
vea si cabes en él.
Me lleva allí, me encierra, luego sale del panteón, y finge que me deja allí.
Jamás me había creído tan cerca de la muerte. ¡Ay!, no tardaría en verla, sin
embargo, bajo un aspecto todavía más real. Roland regresa, me saca del ataúd.
––Estarás muy bien ahí dentro ––me dice––; diríase que está hecho a tu
medida; pero dejarte acabar ahí tranquilamente, sería una muerte demasiado
hermosa. Voy a hacerte sentir otra diferente que no deja de tener también sus
dulzuras. ¡Vamos!, implora a tu Dios, ramera, ruégale que acuda a vengarte, si
realmente tiene poder...
Me arrojo sobre el reclinatorio y mientras en voz alta abro mi corazón al Eterno,
Roland incrementa sobre las partes traseras que le expongo sus vejaciones y
sus suplicios de una manera aún más cruel. Con todas sus fuerzas flagela estas
partes con unas disciplinas armadas con puntas de acero, cada uno de cuyos
azotes hacía saltar mi sangre hasta la bóveda.
––¡Así que tu Dios no te ayuda! ––proseguía blasfemando––. Permite sufrir a
la virtud infortunada, la abandona en manos de la maldad. ¡Ah! ¡Qué Dios,
Thérèse, qué clase de Dios es ese Dios! Ven ––me dijo a continuación––, ven,
ramera, ya has rezado bastante ––y al mismo tiempo me coloca sobre el
estómago, en el borde del sofá que estaba al fondo del gabinete––; ya te lo he
dicho, Thérèse, ¡tienes que morir!
Se apodera de mis brazos, los ata sobre mis riñones, luego pasa alrededor de
mi cuello un cordón de seda negra cuyos dos extremos, siempre sostenidos por
él, pueden, apretándolos a su voluntad, comprimir mi respiración y mandarme al
otro mundo en el mayor o menor tiempo que se le antoje.
––Este tormento es más dulce de lo que te crees, Thérèse ––me dijo Roland––
; sólo sentirás la muerte en medio de inefables sensaciones de placer. La
compresión que esta cuerda efectuará sobre la masa de tus nervios encenderá
los órganos de la voluptuosidad. Es un efecto seguro. Si todas las personas
condenadas a este suplicio supieran en qué ebriedad hace morir, menos asustados
de este castigo que de sus crímenes, los cometerían con mayor frecuencia
y con mucha mayor seguridad. Esta deliciosa operación, Thérèse, al comprimir
también el local donde voy a introducirme ––añade acercándose a una ruta
criminal, tan digna de semejante malvado––, doblará también mis placeres.
Pero inútilmente intenta abrirla; por más que prepare los accesos, demasiado
monstruosamente proporcionado para conseguirlo, sus intentos son siempre
rechazados. Entonces es cuando su furor supera los límites; sus uñas, sus
manos, sus pies sirven para vengarle de las resistencias que le opone la
naturaleza. Se acerca de nuevo, la espada encendida resbala por los bordes del
canal vecino, y del vigor del empujón penetra en él cerca de la mitad; yo lanzo
un grito. Roland, furioso por el error, se retira con rabia, y en esta ocasión golpea
la otra puerta con tanto vigor que el dardo humedecido se sume en ella
desgarrándome. Roland aprovecha los éxitos de este primer empujón; sus
esfuerzos se hacen más violentos; gana terreno; a medida que avanza, el
cordón fatal que me ha pasado alrededor del cuello se estrecha, yo lanzo unos
aullidos espantosos; el feroz Roland, a quien le divierten, me anima a
aumentarlos, demasiado seguro de su insuficiencia, demasiado dueño de
detenerlos cuando quiera; se excita con sus sonidos agudos. Sin embargo, la
ebriedad está a punto de apoderarse de él, las compresiones del cordón se
modulan según los grados de su placer; poco a poco mi voz se apaga; los
apretones se hacen entonces tan vivos que mis sentidos flaquean sin perder por
ello la sensibilidad; rudamente zarandeada por el enorme miembro con que
Roland desgarra mis entrañas, pese al espantoso estado en que me encuentro,
me siento inundada por los chorros de su lujuria; todavía oigo los gritos que
lanza al derramarlos. Le sucede un instante de estupor, no sé lo que me pasa,
pero pronto mis ojos vuelven a abrirse a la luz, me siento libre, despejada, y mis
órganos parecen renacer.
––Así me gusta, Thérèse ––me dice mi verdugo––. Apuesto a que, si quieres
ser sincera, sólo has sentido placer.
––¡Horror, señor, repugnancia, angustia y desesperación!
––Me engañas, conozco los efectos que acabas de sentir; pero me da igual
cuáles hayan sido. Me imagino que ya debes conocerme bastante como para
estar bien segura de que, en lo que hago contigo, tu voluptuosidad me preocupa
infinitamente menos que la mía, y la voluptuosidad que busco ha sido tan
intensa, que voy a seguir con ella un rato más. Sólo de ti, ahora, Thérèse ––me
dijo el insigne libertino––, sólo de ti dependerá tu vida.
Pasa entonces alrededor de mi cuello la cuerda que colgaba del techo; una vez
fuertemente fijada, ata al taburete sobre el que yo ponía los pies y que me había
levantado hasta allí, un cordel cuyo cabo sostiene, y se coloca en un sillón frente
a mí. Yo tengo en las manos una afilada podadera que debo utilizar para cortar
la cuerda en el momento en que, mediante el cordel que él empuña, tire del
taburete debajo de mis pies.
Ya lo ves, Thérèse ––me dijo entonces––, si tú fallas, yo no fallaré. Así que no
me equivoco al decirte que tu vida depende de ti.
Se excita; llega el momento de su ebriedad en que debe tirar del taburete cuya
desaparición me deja colgada del techo. Hace cuanto puede por disimular ese
instan te; estaría encantado si yo careciera de maña; pero por mucho que haga,
lo adivino, la violencia de su éxtasis lo traiciona, le veo realizar el fatal
movimiento, el taburete se escapa, yo corto la cuerda y caigo al suelo, totalmente
suelta; allí, aunque a más de doce pies de él; ¿lo creeríais, señora?,
siento mi cuerpo inundado por las pruebas de su delirio y de su frenesí.
Otra en mi lugar, aprovechando el arma que tenía en las manos, se hubiera sin
duda arrojado sobre aquel monstruo; pero ¿de qué me habría valido ese rasgo
de valor? Sin contar con las llaves de aquellos subterráneos, ignorando sus
vericuetos, moriría antes de conseguir salir de ellos; además Roland iba armado;
así que me levanté, dejando el arma en el suelo, para que él no concibiera sobre
mí la más ligera sospecha; no la tuvo; había saboreado el placer en toda su
amplitud, y contento de mi dulzura, de mi resignación, mucho más quizá que de
mi destreza, me indicó que saliera, y subimos.
Al día siguiente, examiné mejor a mis compañeras. Las cuatro mujeres tenían
de veinticinco a treinta años; aunque embrutecidas por la miseria y deformadas
por el exceso de trabajo, conservaban todavía algunos restos de belleza; sus
talles eran bellos, y la más joven, llamada Suzanne, con unos ojos
encantadores, conservaba una bellísima cabellera; Roland la había tomado en
Lyon, había conseguido sus primicias, y después de haberla arrebatado a su
familia, bajo los juramentos de desposarla, la había traído a aquel espantoso
castillo. Llevaba allí tres años, y, aún más que sus compañeras, era el objeto de
las ferocidades del monstruo: a fuerza de vergajazos, sus nalgas se habían
vuelto tan callosas y duras como una piel de vaca secada al sol; tenía un cáncer
en el seno izquierdo y un absceso en la matriz que le causaba unos dolores
increíbles. Todo eso era la obra del pérfido Roland; cada uno de aquellos
horrores era el fruto de sus lubricidades.
Fue ella quien me contó que Roland estaba en vísperas de irse a Venecia, si
las sumas considerables que acababa de hacer llegar últimamente a España le
reportaban las letras de cambio que esperaba para Italia, porque jamás quiso
transportar su oro al otro lado de las montañas; no lo enviaba nunca: hacía llegar
sus monedas falsas a un país diferente de aquel donde se proponía habitar; de
ese modo, poseedor únicamente en el lugar donde quería establecerse de los
papeles de otro reino, sus bribonadas jamás podían descubrirse. Pero todo
podía fallar en un instante, y el retiro que meditaba dependía absolutamente de
esta última negociación, en la que había comprometido la mayor parte de sus
tesoros. Si Cádiz aceptaba sus piastras, sus cequíes, sus luises falsos, y le
mandaba a cambio de ello unas letras sobre Venecia, Roland viviría feliz el resto
de su vida; si el fraude era descubierto, bastaba un solo día para poner patas
arriba el endeble edificio de su fortuna.
––¡Ay! ––dije al enterarme de esos detalles––, por una vez la Providencia será
justa, no permitirá el éxito de un monstruo semejante, y todas nosotras seremos
vengadas...
¡Dios mío! ¡Cómo podía razonar así a partir de la experiencia que había
adquirido!
Al mediodía, nos daban dos horas de reposo que aprovechábamos para ir,
siempre por separado, a respirar y comer en nuestras habitaciones; a las dos,
nos ataban de nuevo y nos hacían trabajar hasta la noche, sin que jamás se nos
permitiera entrar en el castillo. Si íbamos desnudas, no sólo era a causa del
calor, sino más aún a fin de poder recibir mejor los vergajazos que de vez en
cuando venía a asestarnos nuestro feroz amo. En invierno, nos daban un
pantalón y un chaleco tan ajustados a la piel, que no por ello nuestros cuerpos
quedaban menos expuestos a los golpes de un malvado cuyo único placer
consistía en torturarnos.
Pasaron ocho días sin que viera a Roland; al noveno, se presentó en el
trabajo, y pretendiendo que Suzanne y yo girábamos la rueda con excesiva
laxitud, nos repar tió treinta vergajazos a cada una, desde la mitad de los riñones
hasta las pantorrillas.
A la medianoche de aquel mismo día, el malvado vino a visitarme a mi
calabozo, y excitándose con el espectáculo de sus crueldades, introdujo de
nuevo su terrible porra en el antro tenebroso que yo le exponía por la postura en
que me tenía examinando los vestigios de su rabia. Cuando sus pasiones
quedaron satisfechas, quise aprovechar el instante de calma para suplicarle que
cambiara mi suerte. ¡Ay! Yo ignoraba que si en tales almas el momento del
delirio hace aún más activa la inclinación que sienten por la crueldad, no por ello
la calma les devuelve en mayor medida a las dulces virtudes del hombre
honesto; es un fuego más o menos avivado por los alimentos con que se le
alimenta, pero que debajo de la ceniza no para de arder.
––¿Y con qué derecho pretendes que alivie tus cadenas? ––me contestó
Roland––. ¿Se debe a las fantasías que se me antoja pasar contigo? ¿Acaso
me pros terno a tus pies para pedirte unos favores por cuya concesión tú puedas
implorar algunas compensaciones? Yo no te pido nada, lo tomo, y no veo por
qué, dado que utilizo un derecho sobre ti, deba resultar de ahí que tenga que
abstenerme de un segundo. No existe el más mínimo amor en mi acción: el
amor es un sentimiento caballeresco al que soberanamente desprecio, y cuyas
influencias jamás conoció mi corazón. Me sirvo de una mujer por necesidad, de
la misma manera que para una necesidad diferente nos servimos de un
recipiente redondo y hueco, pero sin conceder jamás a ese individuo, que mi
dinero y mi autoridad someten a mis deseos, ni estima ni ternura; debiendo
únicamente lo que me quito de mí mismo, y sin exigir otra cosa de él que la
sumisión, no puedo estar obligado a partir de ahí a concederle ninguna gratitud.
Pregunto a los que quisieran obligarme a ello si un ladrón que arrebata la bolsa
a un hombre en un bosque, porque es más fuerte que él, debe algún
reconocimiento a ese hombre por el mal que acaba de ocasionarle. Ocurre lo
mismo con el ultraje hecho a una mujer: puede ser un motivo para hacerle un
segundo, pero jamás una razón suficiente para otorgarle compensaciones.
––¡Oh, señor! ––le dije––. ¿Hasta qué punto lleváis vuestra maldad?
––Hasta la última fase ––me contestó Roland––: no existe un único extravío en
el mundo a que no me haya entregado, ni un crimen que no haya cometido, así
como tampoco ninguno que mis principios no excusen o legitimen. He sentido
incesantemente por el mal una especie de atracción que siempre redundaba en
beneficio de mi voluptuosidad; el crimen enciende mi lujuria; cuanto más
espantoso es, más me excita; disfruto cometiéndolo del mismo tipo de placer
que la gente normal saborea únicamente en la lubricidad, y me he encontrado
cien veces, pensando en el crimen, entregándome a él, o acabando de
cometerlo, completamente en el mismo estado en que se está al lado de una
hermosa mujer desnuda; excitaba mis sentidos de la misma manera, y lo
cometía para inflamarme, al igual que uno se acerca a un bello objeto con las
intenciones de la impudicia.
––¡Oh, señor!, lo que decís es espantoso, pero he visto ejemplos de ello.
––Hay mil, Thérèse. No debemos imaginar que sea la belleza de una mujer lo
que más excita la mente de un libertino: es más bien el tipo de crimen a que han
vinculado las leyes su posesión. La prueba está en que, cuanto más criminal es
esa posesión, más excitados nos sentimos. El hombre que disfruta de una mujer
que roba a su marido, de una hija que arrebata a sus padres, se siente mucho
más complacido sin duda que el marido que disfruta de su mujer; y cuanto más
respetables parecen los vínculos que rompe, más aumenta la voluptuosidad. Si
es su madre, si es su hermana, si es su hija, añade nuevos atractivos a los
placeres experimentados. ¿Alguien ha saboreado todo eso? Quisiéramos que
los diques aumentaran aún para encontrar más dificultades y más atractivos en
salvarlas. Ahora bien, si el crimen sazona un goce, es posible también que,
separado de él, él mismo sea goce; así pues, existirá entonces un goce seguro
exclusivamente en el crimen. Pues es imposible que lo que resulta picante, no lo
contenga en sí, y en gran cantidad. Por lo que supongo que el rapto de una
joven para uno mismo proporcionará un placer muy vivo, pero el rapto por
cuenta ajena dará todo el placer con que el goce de esa joven se veía mejorado
por el rapto. El rapto de un reloj, de una bolsa, lo darán igualmente, y si he
habituado mis sentidos a sentirse conmovidos por una cierta voluptuosidad por
el rapto de una joven, en tanto que rapto, este mismo placer y esta misma
voluptuosidad aparecerán en el rapto del reloj, en el de la bolsa, etc. Y eso es lo
que explica la fantasía de tantas personas honradas que roban sin necesitarlo.
Nada más simple, a partir de ahí, tanto que se saborean los mayores placeres
en todo lo que sea criminal como que se conviertan, por todo lo que cabe
imaginar, los goces simples en lo más criminales posible. Comportándose así,
no se hace más que añadir a este goce la dosis de picante que le faltaba y que
era indispensable para la perfección de la felicidad. Ya sé que tales sistemas
llevan muy lejos, y es posible incluso que dentro de poco te lo demuestre,
Thérèse, pero ¿qué importa con tal de que se disfrute? ¿Hay, por ejemplo,
querida joven, algo más simple y mas natural que verme gozar de ti? Pero tú te
opones, me pides que no lo haga; diríase que por las obligaciones que tengo
contigo tuviera que concederte lo que exiges. Sin embargo, no me rindo a nada,
no escucho nada, rompo todos los nudos que cautivan a los necios, te someto a
mis deseos, y convierto el más simple y más monótono de los goces en otro
realmente delicioso. Sométete, pues, Thérèse, sométete; y, si alguna vez
regresas a este mundo bajo el carácter del más fuerte, abusa de tus derechos, y
conocerás el más vivo y picante de todos los placeres.
Después de decir estas palabras Roland salió, y me dejó en unas reflexiones
que, como podéis imaginar, no eran nada favorables para él.
Ya llevaba seis meses en esa casa, sirviendo de cuando en cuando los
insignes excesos de aquel malvado, cuando una noche le vi entrar en mi
habitación con Suzanne.
––Acompáñame, Thérèse ––me dijo––, me parece que ya hace mucho que no
te he hecho bajar al panteón que tanto te asustaba. Seguidme las dos, pero no
con fiéis en subir. Es absolutamente necesario que allí se quede una; ya
veremos sobre cuál caerá la suerte. Me levanto, dirijo unos ojos alarmados
sobre mi compañera, veo que las lágrimas ruedan de los suyos... salimos.
Tan pronto como nos encerramos en el subterráneo, Roland nos examina a las
dos con miradas feroces. Se complacía en repetirnos nuestra sentencia y en con
vencernos a ambas de que allí se quedaría con toda seguridad una de las dos.
––Vamos ––dijo sentándose y haciéndonos permanecer de pie delante de él––
, ocupaos cada una de vosotras sucesivamente del desencantamiento de este
tullido, y ay de la que consiga devolverle su energía.
––Es una injusticia ––dijo Suzanne––; la que mejor os excite debe ser la que
obtenga el perdón.
––En absoluto ––dijo Roland––; así que quede demostrado quién es la que me
inflama mejor, se afirma que es la misma cuya muerte me proporcionará más
placer... y a mí sólo me interesa el placer. Por otra parte, si concediera el perdón
a la que me excite antes, lo intentaríais una y otra con tal ardor que es posible
que sumierais mis sentidos en el éxtasis antes de que el sacrificio fuera
consumado, y no debe ser así.
––Es querer el mal por el mal, señor ––le dije a Roland––. El complemento de
vuestro éxtasis es lo único que debéis desear, y si lo conseguís sin crimen, ¿por
qué queréis cometerlo?
––Porque sólo así lo alcanzaré de manera deliciosa, y porque jamás desciendo
a esta bodega si no es para cometer uno. Sé perfectamente bien que lo
conseguiría sin eso, pero lo quiero para conseguirlo.
Y, durante este diálogo, habiéndome elegido para comenzar, lo excito por
delante con una mano, con la otra por detrás, mientras él toca a su capricho
todas las partes de mi cuerpo que se le ofrecen a través de mi desnudez.
––Todavía falta mucho, Thérèse ––me dijo tocándome las nalgas–– para que
estas hermosas carnes estén en el mismo estado de callosidad y de
mortificación que las de Suzanne. Aunque abrasáramos las de esta querida
joven, seguro que no lo notaría; pero tú, Thérèse, pero tú.... son todavía rosas
que abrazan lirios: ya lo conseguiremos, ya lo conseguiremos.
No podéis imaginaros, señora, cómo me tranquilizó esta amenaza: sin duda
Roland no se daba cuenta, al hacerla, de la tranquilidad que esparcía en mí,
pero ¿acaso no quedaba claro que, si proyectaba someterme a nuevas
crueldades, no tenía ganas todavía de inmolarme? Ya os he dicho, señora, que
todo afecta en la desgracia, y a partir de entonces me sentí aliviada. ¡Otro
incremento de dicha! Yo no conseguía nada, y aquella masa enorme,
blandamente replegada debajo de sí misma, resistía a todas mis sacudidas.
Suzanne, en la misma posición, era manoseada en los mismos lugares; pero
como sus carnes estaban mucho más endurecidas; Roland la trataba aún con
menos consideraciones, pese a que Suzanne fuera más joven.
––Estoy convencido ––decía nuestro perseguidor–– de que ni los látigos más
terribles conseguirían ahora arrancar una gota de sangre de ese culo.
Nos hizo agachar a las dos, y alcanzando con nuestra posición inclinada los
cuatro caminos del placer, su lengua coleó en los dos más estrechos, y el
malvado escupió en los otros. Nos cogió por delante, nos hizo arrodillarnos entre
sus muslos, de modo que nuestros pechos se hallaran a la altura de lo que le
excitábamos.
––¡Oh!, en lo que se refiere al pecho ––dijo Roland–– Suzanne te gana. Jamás
tuviste unas tetas tan hermosas. ¡Mira, fljate lo dotada que está!
Y diciendo eso, apretaba el seno de aquella desdichada hasta magullarlo entre
sus dedos. Entonces ya no era yo quien lo excitaba, Suzanne me había
sustituido. Apenas se encontró en sus manos cuando el dardo, saliendo del
carcaj, ya amenazaba vivamente todo lo que lo rodeaba.
––Suzanne ––dijo Roland––, un éxito terrible... Me temo, Suzanne, que es tu
sentencia ––proseguía aquel hombre feroz pellizcándole y arañándole los
pezones.
En cuanto a los míos, sólo los chupaba y mordisqueaba. Coloca finalmente a
Suzanne de rodillas en el borde del sofá. Le hace agachar la cabeza, y disfruta
de ella en esta posición, de la espantosa manera que le es natural: reavivada
por nuevos dolores, Suzanne se debate, y Roland, que sólo quiere
escaramuzas, satisfecho con algunas correrías, viene a refugiarse en mí en el
mismo templo donde ha sacrificado en el de mi compañera, a la que no cesa de
vejar y de maltratar durante todo ese rato.
––Es una buscona que me excita cruelmente ––me dijo––; no sé lo que me
gustaría hacerle.
––¡Oh, señor, tened piedad de ella! ––le dije––. Es imposible que sus dolores
sean más intensos.
––¡Oh, claro que sí! ––dijo el malvado––. Se podría... ¡Ah!, si yo tuviera aquí al
famoso emperador Kie, uno de los peores malvados que la China haya visto en
el trono,* está claro que haríamos algo más. Entre su mujer y él, inmolando cada
día sus víctimas, se dice que los dos las hacían vivir veinticuatro horas en las
más crueles angustias de la muerte, y en tal estado de dolor que en todo
momento estaban dispuestas a entregar el alma sin llegar a conseguirlo, gracias
a los cuidados crueles de esos monstruos que, haciéndolas flotar de ayudas en
tormentos, sólo les recordaban este minuto a la luz para ofrecerles la muerte en
el siguiente... Yo soy demasido suave, Thérèse, no sé nada de todo eso, sólo
soy un colegial.
* El emperador chino Kie tenía una mujer tan cruel y tan disoluta como él; no
les costaba nada derramar sangre, y por su exclusivo placer, hacían correr
todos los días raudales; tenían, en el interior de su palacio, un gabinete secreto
donde las víctimas eran inmoladas bajo sus ojos mientras ellos gozaban. Théo,
uno de los sucesores de ese príncipe, tuvo como él una mujer muy cruel;
habían inventado una columna de bronce que ponían al rojo vivo, y a la que
ataban a las infortunadas bajo sus ojos: «La princesa, cuenta el historiador de
quien sacamos estas líneas, se divertía infinitamente con las contorsiones y los
gritos de las tristes víctimas; no estaba contenta si su marido no le ofrecía
frecuentemente este espectáculo». (Hist. des Conj., tomo VII, página 43.) (N.
del A.)
Roland se retira sin concluir el sacrificio, y me hace casi tanto daño con esta
precipitada retirada como el que había hecho al introducirse. Se arroja a los
brazos de Suzanne, y, sumando el sarcasmo al ultraje, le dijo:
––¡Amable criatura, con qué delicia recuerdo los primeros instantes de nuestra
unión! ¡Jamás mujer alguna me dio placeres más intensos; jamás amé a nadie
como
a ti!... Abracémonos, Suzanne, vamos a separarnos, por mucho tiempo quizá.
––Monstruo ––le dijo mi compañera rechazándole horrorizada–– aléjate; no
sumes a los tormentos que me inflinjes la desesperación de oír tus horribles
palabras. Tigre, satisfaz tu rabia, pero respeta por lo menos mis desdichas.
Roland la tomó, la acostó sobre el sofá, con los muslos muy abiertos, y el
taller de la generación absolutamente a su alcance.
––Templo de mis antiguos placeres ––exclamó el infame––, tú que me
procuraste algunos tan dulces cuando recogí tus primeras rosas, es preciso que
te haga también mis adioses...
¡Malvado! Introdujo sus uñas, y revolviéndolas durante varios minutos en el
interior, a lo largo de los cuales Suzanne lanzaba los gritos más agudos, las
retiró cubiertas de sangre. Saciado por esos horrores, y notando que ya no le
era posible contenerse, me dijo:
––Vamos, Thérèse, vamos, querida muchacha, acabemos todo esto con una
pequeña escena del juego de cortar la cuerda.*
Este juego, que ha sido descrito anteriormente, era muy utilizado por los celtas
de los que descendemos (vease la Histoire des Celtes, del Sr. Peloutier); casi
todos esos extravíos de excesos, estas pasiones singulares del libertinaje, en
parte descritas en este libro, y que hoy provocan ridículamente la atención de
las leyes, era antes o unos juegos de nuestros antepasados que valían mas
que nosotros, o unas costumbres legales, o unas ceremonias religiosas: ahora
las convertimos en crímenes. ¡En cuántas ceremonias piadosas de los
paganos se utilizaba la fustigación! Varios pueblos utilizaban estos mismos tormentos
o pasiones para instalar a sus guerreros, eso se llamaba Huscanaver
(véanse las ceremonias religiosas de todos los pueblos de la tierra). Estas
bromas, cuyo inconveniente puede ser como máximo la muerte de una ramera,
¡son ahora crímenes capitales! ¡Vivan los progresos de la civilización! ¡Cómo
cooperan a la felicidad del hombre, y cuánto más afortunados somos que
nuestros abuelos! (N. del A.)
Ese era el nombre de la funesta broma que ya os he descrito, la primera vez
que os hablé de la bodega de Roland. Me subo al trípode, el malvado me ata la
cuerda al cuello, se coloca frente a mí; Suzanne, aunque en un estado
espantoso, le excita con sus manos; al cabo de un instante, él tira del taburete
sobre el que se posan mis pies, pero armada con la podadera, corto
inmediatamente la cuerda y caigo al suelo sin el menor daño.
––Bien, bien ––dijo Roland––, ahora te toca a ti, Suzanne. Todo está dicho, y
te perdono si te salvas con la misma destreza.
Suzanne se coloca en mi lugar. ¡Oh, señora!, permitid que pase por alto los
pormenores de esa espantosa escena... La desdichada ya no volvió.
––Salgamos, Thérèse ––me dijo Roland––; sólo volverás aquí cuando sea tu
turno.
––Cuando queráis, señor, cuando queráis ––contesté––. Prefiero la muerte a
la vida espantosa que me dais. ¿Acaso puede resultarnos valiosa la vida a unas
desdichadas como nosotras?...
Y Roland me encerró en mi calabozo. Al día siguiente mis compañeras me
preguntaron qué había pasado con Suzanne. Se lo conté. No se asombraron;
todas esperaban la misma suerte, y todas, siguiendo mi ejemplo, viendo en ello
el fin de sus males, la deseaban con urgencia.
Así pasaron dos años, Roland en sus excesos habituales, yo en la horrible
perspectiva de una muerte cruel, cuando finalmente se divulgó por el castillo la
noticia de que no sólo los deseos de nuestro amo habían sido satisfechos, no
sólo recibía con destino a Venecia la inmensa cantidad de pagarés que había
deseado, sino que le pedían otros seis millones más de falsas monedas cuyos
fondos le harían llegar a su voluntad a Italia. Era imposible que el malvado
gozara de una suerte mayor; se iba con más de dos millones de renta, sin contar
las esperanzas que podía concebir. Este era el nuevo ejemplo que me ofrecía la
Providencia, la nueva manera con la que quería convencerme una vez más de
que la prosperidad sólo correspondía al crimen y el infortunio a la virtud.
Así estaban las cosas cuando Roland vino a buscarme para bajar por tercera
vez a la bodega. Me estremecí al recordar las amenazas que me había hecho la
última vez que habíamos ido allí.
––Tranquilízate ––me dijo––, no tienes nada que temer, se trata de algo que
sólo me concierne a mí... una voluptuosidad especial de la que quiero disfrutar y
que no te hará correr ningún riesgo.
Le sigo. Así que ha cerrado todas las puertas, Roland me dice:
––Thérèse, en toda la casa sólo me atrevo a confiar en ti para este asunto.
Necesitaba una mujer muy honrada... Confieso que sólo te he encontrado a ti, a
quien prefiero antes incluso que a mi hermana...
Llena de sorpresa, le ruego que se explique.
––Escúchame ––me dice––; mi fortuna está hecha, pero por muchos favores
que haya recibido de la suerte, ésta puede abandonarme de un momento a otro.
Es posible que me espíen, es posible que se apoderen de mí en el traslado que
voy a hacer de mis riquezas, y, si esta desgracia se produce, lo que me espera,
Thérèse, es la soga; el mismo placer que me encanta hacer saborear a las
mujeres me servirá de castigo. Estoy convencido, en la medida en que es
posible estarlo, de que esta muerte es infinitamente más dulce que cruel; pero,
como las mujeres a las que he hecho experimentar las primeras angustias jamás
han querido ser sinceras conmigo, quiero conocer la sensación sobre mi propia
persona. Quiero saber, por mi propia experiencia, si es o no cierto que esta
compresión determina, en el que la experimenta, el nervio erector de la
eyaculación. Una vez convencido de que esta muerte no es más que un juego,
la afrontaré con mucho mayor valor, pues no es el final de mi existencia lo que
me asusta: mis principios están basados en eso, y absolutamente convencido de
que la materia sólo puede convertirse en materia, temo tan poco el infierno como
espero el paraíso; pero sí me asustan los tormentos de una muerte cruel; no me
gustaría sufrir al morir: probémoslo pues. Tú harás conmigo todo lo que he
hecho contigo; voy a desnudarme; subiré al taburete, atarás la cuerda, me
excitaré un momento, luego, así que veas que las cosas adquieren una cierta
consistencia, retirarás el taburete, y quedaré colgado. Me dejarás así hasta que
veas o la emisión de mi semen o los síntomas del dolor. En el segundo caso, me
soltarás inmediatamente; en el otro, dejarás actuar la naturaleza, y no me
soltarás hasta después. Ya ves, Thérèse, voy a poner mi vida en tus manos: tu
libertad, tu fortuna, será el precio de tu buen comportamiento.
––¡Ah, señor! ––le contesté––, qué proposición tan extravagante.
––No, Thérèse, te lo exijo ––replicó desnudándose––, pero pórtate bien. ¡Ya
ves qué prueba te doy de mi confianza y de mi estima!
¿De qué hubiera servido titubear? ¿Acaso no era mi dueño? Por otra parte, me
parecía que el daño que me disponía a hacer sería inmediatamente
compensado por el extremo cuidado que pondría en preservarle la vida. Yo iba a
ser la dueña de su vida, pero pese a cualesquiera que fueran sus intenciones
respecto a mí, con toda seguridad sólo serviría para devolvérsela.
Nos preparamos: Roland se calienta con algunas de sus caricias normales;
sube al taburete, yo lo ato; quiere que durante ese tiempo lo insulte, le reproche
todos los horrores de su vida: lo hago. Su dardo no tarda en amenazar el cielo...
él mismo me indica que retire el taburete..., obedezco. Creedme, señora, nada
más cierto que lo que había imaginado Roland: en su rostro sólo se dibujaron
unos síntomas de placer, y casi al mismo instante unos chorros rápidos de
semen se lanzaron a la bóveda. Cuando todo está esparcido, sin que yo haya
ayudado en nada, corro a soltarlo, cae desvanecido, pero a fuerza de cuidados
consigo que pronto recupere el sentido.
––¡Oh, Thérèse! ––me dijo al volver a abrir los ojos––, no puedes imaginarte
qué sensaciones; están por encima de todo lo que se pueda decir: que hagan
ahora con migo lo que quieran, desafío la espada de Temis. Me creerás aún
más culpable hacia la gratitud, Thérèse ––me dijo Roland atándome las manos a
la espalda––, pero qué quieres, querida mía, a mi edad nadie se corrige...
Querida criatura, acabas de devolverme a la vida, y jamás he conspirado tan
fuertemente contra la tuya; lamentaste la suerte de Suzanne, pues bien, voy a
reunirte con ella; voy a sepultarte viva en la bodega donde ella expiró.
No os describiré mi estado, señora, podéis imaginarlo. Por más que llore, por
más que gima, ya no me escucha. Roland abre el panteón fatal, hace descender
una lámpara, a fin de que yo pueda divisar mejor la multitud de cadáveres que lo
llenan, pasa después una cuerda por debajo de mis brazos, atados, como ya os
he dicho, a mi espalda, y mediante esta cuerda me baja a veinte pies del fondo
del panteón y a unos treinta de donde él estaba: en esta posición sufría
horriblemente, era como si me arrancaran los brazos. ¡Qué espanto se
apoderaba de mí, y qué perspectiva se me ofrecía! ¡Trozos de cadáveres en
medio de los cuales acabaría mis días y cuyo olor ya me infectaba! Roland
amarra la cuerda a un bastón fijado a través del agujero y, después, armado con
un cuchillo, oigo que se excita.
Vamos, Thérèse ––me dice––, encomienda tu alma a Dios, el instante de mi
delirio coincidirá con aquel en que te arrojaré a este sepulcro, donde te sumiré
en el eterno abismo que te espera. ¡Ah, ah... Thérèse, ah...! Y noté mi cabeza
cubierta de las pruebas de su éxtasis sin que, afortunadamente, hubiera cortado
la cuerda: me saca de allí.
––¡Bien! ––me dice––, ¿has sentido miedo?
––¡Oh, señor!
––Así es como morirás, Thérèse, tenlo por seguro, y me encanta
acostumbrarte a ello.
Subimos... ¿Tenía que quejarme, tenía que alegrarme? ¡Vaya recompensa por
lo que acababa de hacer por él! Pero ¿podía hacer otra cosa el monstruo?
¿Acaso no podía arrebatarme la vida? ¡Oh, qué hombre!
Roland preparó al fin su marcha. Vino a verme la víspera a medianoche; me
arrojo a sus pies, le conjuro con las más vivas instancias que me devuelva la
liber tad y que le añada el mínimo dinero necesario para llevarme a Grenoble.
––¡A Grenoble! Claro que no, Thérèse, nos denunciarías.
––¡Bien, señor! ––le dije regando sus rodillas con mis lágrimas––, os juro que
jamás iré allí, y para que os convenzáis, dignaos a llevarme con vos a Venecia;
es posible que allí encuentre unos corazones menos duros que en mi patria, y
una vez que os hayáis decidido a llevarme allí, os juro por lo más santo que hay
en el mundo que jamás volveré a importunaros.
––No te daré ni una ayuda ni un céntimo ––me contestó duramente aquel
insigne tunante––; todo lo que atañe a la piedad, a la conmiseración, a la
gratitud, queda tan lejos de mi corazón que, aunque fuera tres veces más rico de
lo que soy, nadie me vería dar un escudo a un pobre: el espectáculo del
infortunio me excita, me divierte, y cuando no puedo hacer el mal por mí mismo,
disfruto deliciosamente del que comete la mano de la suerte. Sobre ese punto
tengo unos principios de los que no me apartaré, Thérèse; el pobre está en el
orden de la naturaleza: al crear a los hombres con fuerzas dispares, ésta nos ha
convencido del deseo que tenía de que esta desigualdad se mantuviera, incluso
en los cambios que nuestra civilización aportara a sus leyes; aliviar al individuo
es aniquilar el orden establecido; es oponerse al de la naturaleza, es invertir el
equilibiro que es la base de sus más sublimes acuerdos; es contribuir a una
igualdad peligrosa para la sociedad; es estimular la indolencia y la holgazanería;
es enseñar al pobre a robar al rico, cuando a éste se le antoje rehusar su ayuda.
Y ello a través de la costumbre en que esas ayudas habrán puesto al pobre de
obtenerlas sin trabajo.
––¡Oh, señor, qué duros son estos principios! ¿Hablaríais de igual manera si
no hubierais sido siempre rico?
––Es posible,Thérèse; cada cual tiene su manera de ver las cosas; ésta es la
mía, y no la cambiaré. Nos quejamos de los mendigos en Francia: si
quisiéramos, pronto no quedaría ni uno; bastaría con ahorcar a siete u ocho mil
para que esta infame calaña no tardara en desaparecer. El cuerpo político debe
tener sobre eso las mismas reglas que el cuerpo fisico. ¿Un hombre devorado
por los parásitos los dejaría subsistir sobre él por conmiseración? ¿Acaso no
arrancamos en nuestros jardines la planta parásita que daña al vegetal útil?
¿Por qué, en este caso, querer actuar de manera diferente?
––Pero la religión ––exclamé––, señor, la beneficencia, la humanidad...
––Son los escollos de todo lo que aspira a la felicidad ––dijo Roland––. Si yo
he consolidado la mía, sólo es sobre los escombros de todos estos infames
prejuicios del hombre; sólo es burlándome de las leyes divinas y humanas; sólo
es sacrificando al débil siempre que lo encontraba en mi camino; sólo abusando
de la buena fe pública; sólo arruinando al pobre y robando al rico, he alcanzado
el escarpado templo de la divinidad que incensaba. ¡,Por qué no me imitaste? El
estrecho sendero de ese templo se ofrecía tanto a mis ojos como a los tuyos.
Las quiméricas virtudes que tú le has preferido ¿te han consolado de tus
sacrificios? Ya no tienes tiempo, desdichada, ya no tienes tiempo, llora sobre tus
faltas, sufre e intenta encontrar, si es que puedes, en el seno de los fantasmas
que reverencias, lo que el culto que tú les has dado te ha hecho perder.
Con estas palabras, el cruel Roland se precipita sobre mí y me veo obligada a
servir una vez más a las indignas voluptuosidades de un monstruo que aborre
cía con tanta razón; esta vez creía que iba a estrangularme. Cuando su pasión
quedó satisfecha, tomó el vergajo y me asestó más de cien latigazos por todo el
cuerpo, asegurándome que tenía mucha suerte de que no dispusiera de tiempo
para ir más lejos.
Al día siguiente, antes de irse, aquel desdichado nos ofreció una nueva escena
de crueldad y de barbarie, como ninguna de las que brindan los anales de los
Andrónico, de los Nerón, de los Tiberio y de los Venceslao. Todo el mundo en el
castillo creía que la hermana de Roland se iría con él: la había hecho vestir en
consecuencia, pero en el momento de subir al caballo, la lleva hacia nosotras.
––Ese es tu lugar, vil criatura ––le dijo, ordenándole que se desnudara––.
Quiero que mis camaradas se acuerden de mí dejándoles en prenda la mujer de
la que me creían más enamorado; pero como aquí sólo se precisan un número
determinado, ya que voy a emprender un camino peligroso en el que tal vez mis
armas me resulten útiles, tengo que probar mis pistolas sobre una de esas
busconas.
Al decir esto, amartilla una de sus armas, la acerca al pecho de cada una de
nosotras y, regresando finalmente a su hermana, dijo, abrasándole los sesos:
––¡Vete, puta, vete a contarle al diablo que Roland, el más rico de los
malvados de la Tierra, es el que desaha con mayor insolencia tanto la mano del
cielo como la suya!
La infortunada, que no expiró inmediatamente, se debatió largo rato bajo sus
grilletes: horrible espectáculo que el infame contempló con sangre fría y del que
se apartó para alejarse definitivamente de nosotras.
Todo cambió al día siguiente de la marcha de Roland. Su sucesor, hombre
dulce y razonable, nos hizo soltar al instante.
––Este no es trabajo para un sexo débil y delicado ––nos dijo con bondad––;
es cosa de animales hacer funcionar esta máquina. El oficio que tenemos es
bastante criminal sin necesidad de ofender aún más al Ser supremo con unas
atrocidades gratuitas.
Nos instaló en el castillo, y me colocó, sin exigir nada de mí, en posesión de
las tareas que realizaba la hermana de Roland. Las restantes mujeres fueron
ocupadas en la talla de piezas de moneda, tarea mucho menos fatigante sin
duda y de la que, sin embargo, se veían recompensadas, al igual que yo, con
buenas habitaciones y una excelente nutrición.
Al cabo de dos meses, Dalville, sucesor de Roland, nos informó de la feliz
llegada de su colega a Venecia: ya estaba instalado, había hecho su fortuna,
disfrutaba de todo el descanso y de toda la felicidad que había podido desear.
La suerte del que le sustituía no fue ni con mucho la misma. El desdichado
Dalville era honesto en su profesión: y eso bastaba para que no tardaran en
aplastarlo.
Un día que todo estaba tranquilo en el castillo, pues bajo las leyes de aquel
buen amo, el trabajo, aunque criminal, se efectuaba, sin embargo, con alegría,
las puertas fueron reventadas, los fosos escalados y la casa, antes de que
nuestra gente pudiera pensar en su defensa, se llenó con más de sesenta
jinetes de la gendarmería. Hubo que rendirse; no cabía hacer otra cosa. Nos
encadenaron como animales; nos ataron sobre unos caballos y nos llevaron a
Grenoble. «¡Oh, santo cielo!», me dije al entrar allí, «será, pues, el cadalso mi
suerte en esta ciudad en la que había cometido la locura de creer que la
felicidad debía nacer para mí... ¡Oh, presentimientos humanos, qué engañosos
sois!»
El proceso de los monederos falsos no tardó en ser sentenciado; todos fueron
condenados a la horca. Cuando vieron la marca que yo llevaba, casi ni se toma
ron el esfuerzo de interrogarme, y ya iba a ser tratada como los demás, cuando
finalmente intenté conseguir alguna compasión del magistrado famoso, honra de
aquel tribunal, juez íntegro, ciudadano querido, filósofo iluminado, cuya sabiduría
y cuya beneficiencia grabarán para siempre su célebre nombre en letras de oro
en el templo de Temis. Me escuchó; convencido de mi buena fe y de la verdad
de mis desdichas, se dignó poner en mi proceso algo más de atención que sus
colegas... Oh, gran hombre, te debo mi homenaje, la gratitud de una infortunada
no será nada onerosa para ti, y el tributo que te ofrezco, dando a conocer tu
corazón, será siempre el más dulce goce del suyo.
El señor S*** se convirtió en mi propio abogado; mis protestas fueron
atendidas, y su viril elocuencia iluminó las mentes. Las declaraciones generales
de los monede ros falsos que iban a ejecutar acabaron por apoyar el celo del
que quería interesarse por mí: fui declarada seducida, inocente, plenamente
liberada de acusación, con una total libertad de hacer lo que se me antojara. Mi
protector sumó a estos servicios el de conseguirme una colecta que me valió
más de cincuenta luises; al fin veía brillar ante mis ojos la aurora de la felicidad;
al fin mis presentimientos parecían cumplirse, y me creía al término de mis
males cuando le agradó a la Providencia convencerme de que todavía me
hallaba muy lejos de ello.
Al salir de la cárcel, me había alojado en una posada delante del puente del
Isère, al lado de los arrabales, donde me habían asegurado que viviría
honestamente. Mi intención, de acuerdo con el consejo del señor S***, era
permanecer allí un tiempo para intentar colocarme en la ciudad, o regresar a
Lyon, si no lo conseguía, con las cartas de recomendación que el señor S***
tenía la bondad de ofrecerme. En esta posada comía en lo que se llama la mesa
redonda, cuando al segundo día descubrí que era extremadamente observada
por una gruesa señora muy bien vestida, que se hacía dar el título de baronesa:
a fuerza de examinarla a mi vez, creí reconocerla y nos dirigimos
simultáneamente una hacia la otra, como dos personas que se han conocido,
pero que no pueden recordar dónde.
Al fin, la baronesa, llevándome aparte, me dijo:
––Thérèse, ¿me equivoco? ¿No sois la que salvé hace diez años de la
Conciergerie, y no reconocéis a la Dubois?
Poco contenta con este descubrimiento, contesté, sin embargo, con cortesía,
pues estaba tratando con la mujer más inteligente y más astuta que existió en
Francia: no hubo manera de escapársele. La Dubois me colmó de amabilidades,
me dijo que se había interesado por mi suerte como toda la ciudad, pero que si
hubiera sabido que se trataba de mí, no habría habido ningún tipo de gestiones
que no hubiera hecho ante los magistrados, varios de los cuales, según
pretendía, eran amigos suyos. Débil como de costumbre, me dejé llevar a la
habitación de esa mujer y le conté mis desdichas.
––Querida amiga ––me dijo, abrazándome una vez más––, si he deseado
verte con mayor intimidad es para contarte que disfruto de una gran fortuna, y
que cuanto tengo está a tu servicio; mira ––me dijo, abriéndome unos joyeros
llenos de oro y de diamantes––, ahí están los frutos de mi ingenio; si hubiera
incensado la virtud como tú, a estas alturas estaría encerrada o ahorcada.
––Oh, señora ––le dije––, si sólo debéis todo eso a unos crímenes, la
Providencia, que siempre acaba por ser justa, no os lo dejará disfrutar largo
tiempo.
––Estás en un error ––me dijo la Dubois––, no te creas que la Providencia
favorece siempre la virtud; que un breve instante de prosperidad no te ciegue
hasta este punto. Para el mantenimiento de las leyes de la Providencia tanto da
que Pablo siga el mal, como que Pedro se entregue al bien; la naturaleza
necesita una suma igual de uno y de otro, y una mayor práctica del crimen que
de la virtud es la cosa del mundo que le resulta más indiferente. Escucha,
Thérèse, escúchame con un poco de atención ––prosiguió esa corruptora, sentándose
y haciéndome poner a su lado––; tú eres inteligente, hija mía, y me
gustaría convencerte de una vez.
»No es la opción que el hombre hace de la virtud lo que le permite encontrar la
felicidad, querida muchacha, pues la virtud sólo es, al igual que el vicio, una de
las maneras de comportarse en el mundo; así pues, no se trata de seguir la una
más que la otra; se trata de caminar siempre por el camino principal; el que se
aparta de él siempre se equivoca. En un mundo enteramente virtuoso, yo te
aconsejaría la virtud, porque al estar las recompensas vinculadas a ella, allí
reside infaliblemente la felicidad; en un mundo totalmente corrompido, siempre
te aconsejaré el vicio. El que no sigue el camino de los demás perece
inevitablemente; choca con todo lo que encuentra, y como es el más débil, es
absolutamente inevitable que no resista. Las leyes quieren restablecer el orden y
encaminar los hombres a la virtud, pero es en vano; demasiado prevaricadoras
para conseguirlo, demasiado insuficientes para alcanzarlo, los apartarán un
instante del camino hollado, pero jamás llegarán a hacerlos abandonar. Cuando
el interés general de los hombres les llevará a la corrupción, el que no quiera
corromperse con ellos luchará, pues, en contra del interés general; ahora bien,
¿qué felicidad puede esperar aquel que contraría perpetuamente el interés de
los demás? Me dirás que es el vicio lo que contraría el interés de los hombres.
Te lo concedería en un mundo compuesto de una parte igual de buenos y de
malvados, porque entonces el interés de unos choca visiblemente con el de los
otros. Pero eso no es así en una sociedad totalmente corrompida; mis vicios,
entonces, al ofender únicamente al vicioso, determinan en él otros vicios que le
compensan, y los dos nos sentimos dichosos. La vibración se hace general; es
una multitud de choques. y de lesiones mutuas en las que cada cual,
recuperando inmediatamente lo que acaba de perder, se encuentra
incesantemente en una posición dichosa. El vicio sólo es peligroso para la virtud
que, débil y tímida, jamás se atreve a emprender nada; pero cuando ya no exista
en la Tierra, cuando su fastidioso reinado haya concluido, el vicio entonces,
ofendiendo únicamente al vicioso, hará aflorar otros vicios, pero ya no alterará
las virtudes. ¿Cómo no ibas a fracasar mil veces en tu vida, Thérèse, adoptando
continuamente a contrapelo el camino contrario al que seguía todo el mundo? Si
te hubieras entregado al torrente, habrías encontrado, como yo, un puerto. Aquel
que quiere remontar un río ¿recorrerá en un mismo día tanto camino como el
que lo desciende? Me hablas siempre de la Providencia; pues bien, ¿quién te
demuestra que esta Providencia prefiere el orden y, por consiguiente, la virtud?
¿No te ofrece ejemplos incesantes de sus injusticias e irregularidades? Enviando
a los hombres la guerra, la peste y el hambre, habiendo creado un universo
vicioso en su totalidad, ¿manifiesta ante tus ojos su extremo amor por el bien?,
¿por qué quieres que los individuos viciosos le disgusten si ella misma sólo
actúa a través de vicios, cuando todo es vicio y corrupción en sus obras, todo
crimen y desorden en sus voluntades? Pero ¿de dónde provienen, además,
esos impulsos que nos arrastran al mal? ¿No es su mano la que nos los ofrece?
¿Hay una sola de nuestras sensaciones que no provenga de ella? ¿Uno solo de
nuestros deseos que no sea obra suya? ¿Es razonable, por tanto, decir que nos
permitiría o nos daría inclinaciones hacia algo que le perjudicaría, o que le
resultaría inútil? Así pues, si los vicios le sirven, ¿por qué querríamos nosotros
resistirnos? ¿Con qué derecho nos empeñaríamos en destruirlos? ¿Y a santo de
qué sofocaríamos su voz? Un poco más de filosofía en el mundo no tardaría en
ponerlo todo en orden, y haría ver a los magistrados y a los legisladores que los
crímenes que censuran y castigan con tanto rigor tienen a veces un grado de
utilidad mucho mayor que esas virtudes que predican sin practicarlas ellos
mismos y sin recompensarlas jamás.
––Pero aunque yo fuera lo bastante débil, señora ––contesté––, para abrazar
vuestros espantosos sistemas, ¿cómo conseguiríais sofocar el remordimiento
que harían nacer a cada instante en mi corazón?
––El remordimiento es una quimera ––me dice la Dubois––; sólo es, mi querida
Thérèse, el murmullo imbécil de un alma bastante tímida como para no atreverse
a aniquilarlo.
––¿Aniquilarlo? ¿Es posible?
––Nada más fácil. Sólo nos arrepentimos de lo que no solemos hacer; repite
con frecuencia lo que te ocasiona remordimientos y no tardarás en apagar los;
enfréntales la llama de las pasiones, las poderosas leyes del interés, y no
tardarás en disiparlos. El remordimiento no demuestra el crimen, denota
únicamente un alma fácil de subyugar; si llega una orden absurda que te prohibe
salir al instante de esta habitación, tú no saldrás de ella sin remordimientos, por
muy claro que esté que no haces, sin embargo, ningún mal en salir de ella. Así
pues, no es cierto que sólo el crimen provoca remordimientos. Convenciéndose
de la nulidad de los crímenes, de lo necesarios que son respecto al orden
general de la naturaleza, sería posible, por tanto, vencer con tanta facilidad el
remordimiento que se sentiría después de haberlos cometido como podrías tú
sofocar el que nacería de tu salida de esta habitación después de la orden ilegal
que habrías recibido de permanecer en ella. Es necesario comenzar por un
análisis exacto de todo lo que los hombres denominan crimen para convencerse
de que sólo caracterizan así la infracción de sus leyes y de sus costumbres
nacionales; lo que se denomina crimen en Francia, deja de serlo a doscientas
leguas de allí; no existe ninguna acción que sea real y universalmente
considerada como crimen en toda la Tierra; ninguna que, viciosa o criminal aquí,
no sea loable y virtuosa a algunas millas de aquí; todo es cuestión de opinión y
de geografia, y es absurdo, por tanto, querer limitarse a practicar unas virtudes
que son crímenes en otro lugar, y escapar de unos crímenes que son acciones
excelentes bajo otro clima. Ahora te pregunto si puedes, después de estas
reflexiones, conservar todavía remordimientos por haber cometido, por placer o
por interés, un crimen en Francia que es una virtud en la China; si debo sentirme
muy desdichada, molestarme prodigiosamente, por practicar en Francia unas
acciones que me harían quemar en el Siam. Ahora bien, si el remordimiento sólo
existe en razón de la prohibición, si sólo nace de los restos del freno y en
absoluto de la acción cometida, ¿es un gesto muy sabio dejarlo subsistir en sí?
¿No es estúpido no sofocarlo inmediatamente? Si nos acostumbramos a considerar
como indiferente la acción que tiende a provocar remordimientos; si la
juzgamos así gracias al estudio reflexivo de los hábitos y costumbres de todas
las naciones de la Tierra; y, como consecuencia de este esfuerzo, repetimos
esta acción, sea cual sea, con la mayor frecuencia posible; o, mejor aún, la
realizamos con mayor fuerza que la que tratamos, a fin de acostumbrarnos
mejor a ella, el hábito y la razón no tardarán en destruir el remordimiento; no
tardarán en aniquilar ese movimiento tenebroso, fruto exclusivo de la ignorancia
y de la educación. Sentiremos a partir de entonces que nada es un crimen real,
arrepentirse, una estupidez, y una pusilanimidad no atreverse a hacer todo lo
que pueda sernos útil o agradable, sean cuales sean los diques que haya que
abatir para conseguirlo. Tengo cuarenta y cinco años, Thérèse; cometí mi primer
crimen a los catorce años. Aquél me liberó de todos los lazos que me
estorbaban; a partir de entonces no he cesado de correr en pos de la fortuna por
un camino que estuvo sembrado de crímenes; no hay ni uno que no haya
cometido, o hecho cometer... y jamás he conocido el remordimiento. Sea como
fuere, llego al final, dos o tres golpes afortunados más y salto, del estado de
mediocridad en que debía acabar mis días, a más de cincuenta mil libras de
renta. Te lo repito, querida, jamás en esta ruta afortunadamente recorrida el
remordimiento me ha hecho sentir sus espinas; un espantoso revés me sumiría
al instante de la cima al abismo, no lo lamentaría, me quejaría de los hombres o
de mi torpeza, pero siempre quedaría en paz con mi conciencia.
––De acuerdo, señora ––contesté––, pero razonemos un instante a partir de
vuestros mismos principios; ¿con qué derecho pretendéis exigir que mi
conciencia sea tan firme como la vuestra, cuando no ha estado acostumbrada
desde la infancia a vencer los mismos prejuicios? ¿A título de qué exigís que mi
mente, que no está organizada como la vuestra, pueda adoptar los mismos sistemas?
Admitís que existe una suma de bien y de mal en la naturaleza, y que se
precisa, por consiguiente, una cierta cantidad de seres que practican el bien, y
otra que se entregan al mal. Así pues, la opción que yo tomo está en la
naturaleza; y ¿de dónde exigiríais a partir de ahí que yo me apartara de las
reglas que prescribe? Encontráis, me decís, la dicha en el camino que recorréis:
¡bien!, señora, ¿por qué yo no puedo encontrarla igualmente en el que yo sigo?
No creáis por otra parte que la vigilancia de las leyes deje en reposo largo
tiempo al que las infringe; acabáis de ver un ejemplo clamoroso de ello: de los
quince bribones con los que yo vivía, uno se salva, catorce perecen
ignominiosamente...
––¿Y eso es lo que tú llamas una desgracia? ––continuó la Dubois––. Pero
¿qué significa esta ignominia para el que ya no tiene principios? Cuando se ha
superado todo, cuando el honor sólo es para nosotros un prejuicio, la reputación,
algo indiferente, la religión, una quimera, la muerte, un aniquilamiento total, ¿no
es lo mismo perecer en un cadalso que en la cama? En el mundo hay dos tipos
de malvados, Thérèse: aquel a quien una fortuna poderosa, un crédito
prodigioso, pone al amparo de este fin trágico, y aquel que no lo evitará si lo
atrapan. Este último, nacido sin bienes, debe tener un único deseo, si es
inteligente: llegar a rico al precio que sea. Si lo consigue, tiene lo que ha querido,
debe estar contento; si es ajusticiado, ¿qué lamentará, ya que no tiene nada que
perder? Así pues, las leyes son nulas a los malvados, puesto que no alcanzan al
que es poderoso, y es imposible que las tema el miserable, ya que su espada es
su único recurso.
––¿Y creéis ––continué–– que la Justicia celestial no espera en el otro mundo
al que el crimen no ha atemorizado en éste?
––Creo ––replicó la peligrosa mujer–– que si existiera un Dios, habría menos
mal en la Tierra; creo que si este mal existe, o estos desórdenes han sido
ordenados por ese Dios, y se trata entonces de un ser bárbaro, o es incapaz de
impedirlos: a partir de ese momento, se trata de un dios débil, y en ambos casos
de un ser abominable, un ser cuya cólera debo desafiar y cuyas leyes despreciar.
Ay, Thérèse. ¿No es mejor el ateísmo que uno u otro de ambos
extremos? Ese es mi sistema, querida muchacha, lo sigo desde la infancia, y
seguramente no renunciaré a él en toda la vida.
––Me hacéis estremecer, señora ––dije levantándome––, perdonad que no
pueda seguir escuchando ni vuestros sofismas ni vuestras blasfemias.
––Un momento, Thérèse ––dijo la Dubois, reteniéndome––, si no puedo vencer
tu razón, que cautive por lo menos tu corazón. Te necesito, no me niegues tu
ayuda; ahí tienes mil luises, te pertenecerán así que el golpe esté dado.
Escuchando aquí únicamente mi inclinación a hacer el bien, pregunté
inmediatamente a la Dubois de qué se trataba, a fin de prevenir, si podía, el
crimen que se disponía a cometer.
––Es lo siguiente ––me dijo––: ¿te has fijado en el joven negociante de Lyon
que lleva cuatro o cinco días comiendo aquí?
––¿Quién? ¿Dubreuil?
––Exactamente.
––¿Y qué?
––Está enamorado de ti, me lo ha contado en secreto; tu aire modesto y dulce
le gusta infinitamente, ama tu candor y le encanta tu virtud. Este amante
novelesco tiene ochocientos mil francos en oro o en papel moneda en un
cofrecito al lado de su cama. Déjame hacer creer a este hombre que tú
consientes en escucharle: que eso sea cierto o no, ¿qué te importa? Yo le
animaré a proponerte un paseo fuera de la ciudad, le convenceré de que su
historia contigo progresará durante ese paseo; tú le entretienes, le mantienes
alejado el mayor tiempo posible, intervalo durante el cual yo le robaré, sin llegar
a escapar; sus pertenencias ya estarán en Turín, y yo seguiré todavía en
Grenoble. Emplearemos toda la astucia posible en disuadirle de que se fije en
nosotras, aparentaremos ayudarle en sus pesquisas; mientras tanto anunciaré
mi marcha, a él no le asombrará nada; tú me seguirás, y los mil luises te serán
entregados al tocar las tierras del Piamonte.
––Acepto, señora ––le dije a la Dubois, absolutamente decidida a avisar a
Dubreuil del robo que querían hacerle––; pero ¿os dais cuenta ––añadí para
engañar mejor
a la malvada–– que si Dubreuil está enamorado de mí, puedo, avisándole, o
entregándome a él, sacar mucho más de lo que me ofrecéis por traicionarle?
––¡Bravo! ––me dijo la Dubois––, eso es lo que yo llamo una buena alumna.
Empiezo a creer que el cielo te ha dado más arte que a mí para el crimen. Bien –
–prosiguió ella escribiendo––, ahí tienes mi billete de veinte mil escudos:
atrévete a negarte ahora.
––Me guardaré mucho, señora ––dije recogiendo el billete––, pero atribuid
únicamente a mi desdichado estado y a mi debilidad el error que cometo en rendirme
a vuestras seducciones.
––Yo quería rendir un homenaje a tu inteligencia ––me dijo la Dubois––, si
prefieres que acuse de ello a tu desdicha, haré lo que quieras. Sírveme siempre,
y estarás contenta.
Todo se arregló; a partir de aquella misma noche, yo comencé a poner mejor
cara a Dubreuil, y descubrí efectivamente que sentía alguna predilección por mí.
Nada más molesto que mi situación: sin duda estaba muy lejos de prestarme al
crimen propuesto, aunque me hubieran ofrecido una cantidad diez mil veces
mayor de oro; pero denunciar a aquella mujer era penoso para mí; me
repugnaba extremadamente exponer a morir a una criatura a la que diez años
antes había debido mi libertad. Habría querido encontrar el medio de impedir el
crimen sin provocar su castigo, y con cualquier otra que no una consumada
malvada como la Dubois, lo habría conseguido. Eso fue, pues, lo que decidí,
ignorando que las sordas maniobras de aquella horrible mujer no sólo
derrumbarían todo el edificio de mis honestos proyectos, sino que me
castigarían incluso por haberlo concebido.
En el día prescrito para el proyectado paseo, la Dubois nos invitó a los dos a
cenar en su habitación; aceptamos, y terminada la cena, Dubreuil y yo bajamos
para ocupar el carruaje que nos habían preparado; como la Dubois no nos
acompañó, me encontré a solas con Dubreuil un instante antes de partir.
––Señor ––le dije apresuradamente––, escuchadme con atención; no digáis
nada, y sobre todo cumplid rigurosamente lo que voy a aconsejaros: ¿tenéis
algún amigo seguro en esta posada?
––Sí, tengo un joven socio con el que puedo contar como si fuera yo mismo.
––Bien, señor, id inmediatamente a ordenarle que no abandone vuestra
habitación ni un minuto mientras nosotros estemos de paseo.
––Pero yo tengo la llave de esa habitación. ¿Qué significa este exceso de
precaución?
––Es más esencial de lo que creéis, señor: tomadla, os lo ruego, o no salgo
con vos. La mujer con la que hemos cenado es una malvada: organiza la
excursión que vamos a hacer juntos para robaros con mayor comodidad durante
ese tiempo. Apresuraos, señor, nos está observando, es peligrosa. Entregad la
llave a vuestro amigo; que se instale en vuestra habitación, y que no se mueva
hasta que nosotros no hayamos vuelto. Os explicaré todo el resto así que
estemos en el coche.
Dubreuil me hace caso, me estrecha la mano para darme las gracias, corre a
dar las órdenes relativas al aviso que recibe, y regresa. Salimos, durante el
camino le relato toda la aventura, le cuento las mías, y le informo acerca de las
desdichadas circunstancias de mi vida que me han hecho conocer a una mujer
semejante. Aquel joven honrado y sensible me demuestra el más vivo
agradecimiento por el servicio que quiero prestarle; se interesa por mis
infortunios, y me propone suavizarlos con el don de su mano.
––Me siento demasiado feliz de poder reparar los errores que la Fortuna ha
cometido con vos, señorita ––me dice––; yo soy mi propio dueño, no dependo
de nadie. Me voy a Ginebra para una inversión considerable de unas cantidades
que vuestros buenos consejos me salvan, así que vendréis conmigo. Al llegar
allí me convertiré en vuestro esposo, y sólo apareceréis en Lyon bajo este título,
o si lo preferís, señorita, si sentís alguna desconfianza, sólo en mi propia patria
os daré mi apellido.
Tal ofrecimiento me halagaba demasiado para que me atreviera a rechazarlo;
pero tampoco me convenía aceptarlo sin hacer escuchar a Dubreuil todo lo que
podría hacerle arrepentirse; me agradeció mi delicadeza, y me urgió con mayor
insistencia... ¡Qué infeliz criatura era yo! ¡Era preciso que la dicha sólo se me
ofreciera para llenarme más vivamente de pena al no poderla aprovechar jamás!
¡Era preciso que ninguna virtud pudiera nacer en mi corazón sin ocasionarme
tormentos!
Nuestra conversación ya nos había llevado a dos leguas de la ciudad, y nos
disponíamos a bajar para disfrutar de la frescura de unas alamedas al borde del
Isère, por las que teníamos la intención de pasear, cuando de repente Dubreuil
me dice que se sentía muy mal... Baja, y le sorprenden unos espantosos
vómitos; le hago subir inmediatamente al coche, y regresamos apresuradamente
a la ciudad. Dubreuil está tan mal que hay que llevarle a su habitación; su estado
sorprende a su socio al que encontramos allí, y que, siguiendo sus órdenes, no
había salido de ella. Llega un médico. ¡Cielos, Dubreuil está envenenado! Así
que me entero de la fatal noticia, corro al apartamento de la Dubois. ¡La infame
había desaparecido! Entro en mi habitación, el armario ha sido forzado, el poco
dinero y las ropas que poseo desaparecidos. Me aseguran que la Dubois
emprendió hace tres horas el viaje a Turín. No había ninguna duda de que era la
autora de esta multitud de crímenes: se había presentado en el cuarto de
Dubreuil; irritada por encontrar gente, se había vengado conmigo, y había
envenenado a Dubreuil, cenando, para que, a la vuelta, si hubiera conseguido
robarle, aquel desdichado joven, más preocupado por su vida que por perseguir
a la que robaba su fortuna, la dejara escapar con seguridad, y yo pudiera
resultar más sospechosa que ella en vista de que el accidente de su muerte
ocurría en mis brazos. Nada nos probó sus combinaciones, pero ¿cabía imaginar
que fueran otras?
Vuelvo corriendo a ver a Dubreuil: no me dejan aproximarme; protesto por esta
negativa, me cuentan la causa. El desdichado expira, y ya sólo se ocupa de
Dios. Sin embargo, me ha exculpado; yo soy inocente, asegura; prohibe
expresamente que me persigan; muere. Apenas ha cerrado los ojos, su socio se
apresura a darme la noticia, rogándome que esté tranquila. ¡Ay! ¿Podía estarlo?
¿Podía no llorar amargamente la muerte de un hombre que se había ofrecido
tan generosamente a sacarme del infortunio? ¿Podía dejar de deplorar un robo
que me devolvía a la miseria, de la que acababa de salir? «¡Espantosa
criatura!», exclamé; «si es ahí donde conducen tus principios, ¿hay que
sorprenderse de que los aborrezcamos, y las personas honradas los
castiguen?» Pero yo razonaba en tanto que parte lesionada, y la Dubois, que
sólo veía su dicha y su interés en lo que había hecho, sacaba sin duda otras
conclusiones.
Se lo confié todo al socio de Dubreuil, que se apellidaba Valbois, tanto lo que
habían urdido contra su amigo como lo que me había ocurrido a mí misma. Se
compadeció de mí, lamentó muy sinceramente las desgracias de Dubreuil y
censuró el exceso de delicadeza que me había impedido ir a denunciar el caso
tan pronto como me hube enterado de los proyectos de la Dubois. Decidimos
que aquel monstruo, que sólo necesitaba cuatro horas para ponerse en país
seguro, llegaría allí antes de que nosotros avisáramos para hacerla perseguir;
que nos costaría mucho dinero; que el dueño de la posada, vivamente
comprometido en la denuncia que hiciéramos, y defendiéndose con violencia,
acabaría tal vez por aplastarme a mí, a mí... que sólo parecía respirar en
Grenoble como escapada del cadalso. Estas razones me convencieron y me
asustaron tanto que decidí abandonar esta ciudad sin despedirme del señor
S***, mi protector. El amigo de Dubreuil aprobó esta decisión; no me ocultó que
si toda esta aventura se desvelaba, las declaraciones que se vería obligado a
hacer me comprometerían, fueran cuales fuesen sus precauciones, tanto a
causa de mi intimidad con la Dubois como por mi último paseo con su amigo;
que me aconsejaba, por consiguiente, a partir de ahí, que me fuera
inmediatamente sin ver a nadie, convencida de que por su parte jamás actuaría
en contra de mí, pues me creía inocente, y sólo culpable de mostrar debilidad en
todo lo que acababa de ocurrir.
Al pensar en las opiniones de Valbois admití que eran buenas, en la medida en
que estaba tan convencido de que yo tenía un aspecto culpable, como seguro
de que no lo era; que lo único que hablaba en mi favor, la recomendación hecha
a Dubreuil en el instante del paseo, mal explicada, se me había dicho, por él en
el momento de su muerte, no llegaría a ser una prueba tan triunfante como para
que yo contara con ella; con lo cual me decidí prontamente. Se lo comuniqué a
Valbois.
––Me gustaría ––me dijo–– que mi amigo me hubiera encargado algunas
disposiciones favorables para vos, las cumpliría con el mayor placer, me
gustaría también que me hubiera dicho que era a vos a quien debía el consejo
de vigilar su habitación; pero no ha hecho nada de todo eso. Así que me veo
obligado a limitarme a la mera ejecución de sus órdenes. Las desgracias que habéis
sufrido por él me decidirían, si pudiera, a hacer algo por mi cuenta, señorita,
pero comienzo el comercio, soy joven, mi fortuna es limitada, estoy obligado a
rendir al instante las cuentas de Dubreuil a su familia; permitidme, pues, que me
ciña al único pequeño servicio que os ruego que aceptéis: aquí tenéis cinco
luises, y allí una honrada comerciante de Chalon––sur––Saône, mi patria. Esta
regresa allí tras haber parado veinticuatro horas en Lyon donde la reclaman
algunos asuntos; os pongo en sus manos. Señora Bertrand ––continuó Valbois,
llevándome hacia esta mujer––, ésta es la joven de la que os hablé; os la
recomiendo, desea colocarse. Os ruego con la misma insistencia que si se
tratara de mi propia hermana que os toméis todas las molestias posibles para
encontrarle en nuestra ciudad algo que convenga a su persona, a su nacimiento
y educación; para que hasta entonces no le suponga ningún gasto, yo os
responderé de todo la primera vez que nos veamos. Adiós, señorita ––prosiguió
Valbois pidiéndome permiso para abrazarme––; la señora Bertrand parte
mañana al despuntar el día; seguidla, y que algo más de felicidad pueda
acompañaros en una ciudad donde tal vez tenga la satisfacción de volveros a
ver pronto.
La honradez de ese joven, que básicamente no me debía nada, me hizo
derramar lágrimas. Los buenos tratos son muy dulces cuando se lleva tanto
tiempo experimentando otros odiosos. Acepté sus dones jurándole que
trabajaría hasta estar en situación de podérselos devolver algún día. «¡Ay!»,
pensé al retirarme, «aunque la práctica de una nueva virtud acaba de
precipitarme en el infortunio, por lo menos, por primera vez en mi vida, la
esperanza de un consuelo se ofrece en ese abismo espantoso de males, donde
la virtud sigue precipitándome.»
Era pronto: la necesidad de respirar me hizo bajar al muelle del Isère, con la
intención de pasear por él unos instantes; y, como ocurre casi siempre en tales
casos, mis reflexiones me llevaron muy lejos. Encontrándome en un lugar
aislado, me senté allí para pensar con mayor comodidad. Mientras tanto llegó la
noche sin que yo pensara en retirarme, cuando de repente me sentí agarrada
por tres hombres. Uno me coloca la mano en la boca, y los otros dos me arrojan
precipitadamente a un carruaje, suben a él conmigo, y hendimos los aires
durante tres horas largas, sin que ninguno de esos bandidos se dignara a
decirme una sola palabra ni contestar a ninguna de mis preguntas. Las cortinas
están bajadas, no veía nada. El carruaje llega cerca de una casa, se abren las
puertas para recibirlo, y se cierran inmediatamente. Mis guías me arrastran, me
hacen atravesar así estancias sombrías, y me dejan finalmente en una, cerca de
la cual hay una habitación en la que descubro luz.
––Quédate ahí ––me dijo uno de mis raptores retirándose con sus
compañeros––, no tardarás en ver a conocidos tuyos.
Y desaparecen, cerrando con cuidado todas las puertas. Casi al mismo tiempo,
la de la habitación en la que percibía la claridad se abre, y veo salir de ella, con
una vela en la mano... ¡oh, señora!, adivinad quién podía ser... ¡la Dubois!... la
Dubois en persona, aquel monstruo espantoso, devorado sin duda por el más
ardiente deseo de venganza.
––Ven, encantadora joven ––me dijo arrogantemente––, ven a recibir la
recompensa de las virtudes a que te has entregado a mi costa... ––Y
estrechándome la mano con cólera––: ¡Ah, malvada! ¡Te enseñaré a traicionarme!
––No, no señora ––le dije precipitadamente––, no, yo no os he traicionado en
absoluto. Informaos, no he hecho la menor denuncia que pueda preocuparos, no
he dicho la mas mínima palabra que pueda comprometeros.
––Pero ¿acaso no te has opuesto al crimen que preparaba? ¿No lo has
impedido, indigna criatura? Es preciso que recibas tu castigo...
Y como ya entrábamos, no tuvo tiempo de decir más. La estancia donde me
hacían pasar era tan suntuosa como magníficamente iluminada. Al fondo, sobre
una otomana, había un hombre con una bata de tafetán flotante, de unos
cuarenta años, y al que no tardaré en describiros.
––Monseñor ––dijo la Dubois presentándome a él––, aquí tenéis a la joven que
queríais, aquella por la que se interesa todo Grenoble... la famosa Thérèse, en
una palabra, condenada a ser colgada con los monederos falsos, liberada
después a causa de su inocencia y de su virtud. Admitid mi habilidad en serviros,
monseñor; hace cuatro días me hablasteis del extremo deseo que teníais de
inmolarla a vuestras pasiones; y hoy os la entrego. Es posible que la prefiráis a
la bonita pensionista del convento de las benedictinas de Lyon, que también
habéis deseado, y que nos llegará dentro de un instante: aquélla tiene su virtud
fisica y moral, ésta sólo tiene la de los sentimientos; pero forma parte de su
existencia, y no encontraréis en parte alguna una criatura más llena de candor y
de honestidad. Una y otra son vuestras, monseñor: o las despedís a las dos esta
noche, o a una hoy, y a la otra mañana. En cuanto a mí, os abandono: las
bondades que tenéis conmigo me han obligado a comunicaros mi aventura de
Grenoble. ¡Un hombre muerto, monseñor, un hombre muerto! Tengo que
escapar.
––¡Ah, no, no, encantadora mujer! ––exclamó el señor de la casa––, no,
quédate y no temas nada cuando yo te protejo: tú eres el alma de mis placeres;
sólo tú posees el arte de satisfacerlos y de excitarlos, y cuanto más aumentas
tus crímenes más se excita mi cabeza por ti... Pero esta Thérèse es bonita... ––
Y dirigiéndose a mí––: ¿Qué edad tienes, hija mía?
––Veintiséis años, monseñor ––contesté––, y muchas penas.
––Sí, penas, desgracias; ya lo sé, es lo que me divierte, es lo que he querido.
Vamos a poner orden en todo eso, terminaremos con todas tus desdichas; te
aseguro que dentro de veinticuatro horas ya no serás desdichada... ––Y con
espantosas carcajadas, agregó––: ¿No es verdad, Dubois, que tengo un medio
seguro para terminar con los infortunios de una joven?
––Sin duda ––dijo aquella odiosa criatura––; y si Thérèse no fuera amiga mía
no os la habría traído; pero es justo que la recompense por lo que ha hecho por
mí.
Nunca imaginaríais, monseñor, cuán útil me ha sido esta querida criatura en mi
última empresa de Grenoble. Vos os habéis dignado encargaros de mi gratitud, y
os ruego que me hagáis quedar bien.
La oscuridad de aquellas frases, las que la Dubois me había dirigido al entrar,
la clase de hombre con que trataba, la joven que anunciaban, todo llenó al
instante mi imaginación de una turbación que sería difícil describiros. Un sudor
frío se desprende de mis poros, y estoy a punto de desmayarme: ése es el
momento en que el comportamiento de aquel hombre acaba finalmente por
iluminarme. Me llama, comienza por dos o tres besos en los que nuestras bocas
se ven obligadas a unirse: atrae mi lengua, la chupa, y mete la suya en el fondo
de mi garganta para absorber hasta mi respiración. Me hace inclinar la cabeza
sobre mi pecho, y alzando mis cabellos, observa atentamente la nuca de mi
cuello.
––¡Oh, es delicioso! ––exclama, apretando fuertemente esta parte––. Jamás
he visto nada tan bien unido: será delicioso separarlo.
Esta última frase despejó todas mis dudas: comprobé claramente que me
encontraba una vez más con uno de esos libertinos de pasiones crueles, cuyas
voluptuosidades predilectas consisten en disfrutar de los dolores o de la muerte
de las desdichadas víctimas que les buscan a base de dinero, y que corría el
peligro de perder la vida.
En aquel instante llaman a la puerta; sale la Dubois y trae inmediatamente a la
joven lionesa de la que acababa de hablar.
Intentaré esbozaros ahora los dos nuevos personajes con los que me veréis. El
monseñor, de quien jamás supe el nombre ni la condición, era, como ya os he
dicho, un hombre de cuarenta años, fino, delgado, pero vigorosamente formado;
unos músculos casi siempre hinchados, elevándose sobre sus brazos cubiertos
de un pelo áspero y negro, anunciaban en él la fuerza y la salud; tenía el rostro
encendido, los ojos pequeños, negros y malvados, una dentadura hermosa, y la
inteligencia en todas sus facciones; su talle esbelto por encima de lo mediocre, y
el aguijón del amor, que tuve excesivas ocasiones de ver y de sentir, unía a la
longitud de un pie más de ocho pulgadas de circunferencia. Este instrumento,
seco, nervioso, siempre espumeante, y sobre el que se veían gruesas venas que
lo hacían todavía más temible, se mantuvo en ristre durante las cinco o seis
horas que duró esta sesión, sin descender un solo minuto. Yo no había
encontrado nunca un hombre tan peludo: se parecía a los faunos que nos pinta
la fábula. Sus manos secas y duras terminaban con unos dedos que tenían la
fuerza de un torno; en cuanto a su carácter, me pareció duro, brusco, cruel, su
inteligencia propensa a un tipo de sarcasmos y de bromas propicios a
incrementar los males que estaba segura que había que esperar de un hombre
semejante.
Eulalie era el nombre de la joven lionesa. Bastaba verla para adivinar su origen
y su virtud: era hija de una de las mejores casas de la ciudad donde las sicarias
de la Dubois la habían secuestrado, bajo el pretexto de reunirla con un amante
que ella idolatraba; poseía, junto con un candor y una ingenuidad encantadores,
una de las más deliciosas fisonomías que puedan imaginarse. Eulalie, con
apenas dieciséis años, tenía una auténtica cara de virgen; su inocencia y su
pudor embellecían a porfla sus facciones: tenía escaso color, pero eso la hacía
aún más seductora; y el resplandor de sus bellos ojos negros devolvía a su
bonita cara todo el fuego del que esa palidez parecía privarla en un principio; su
boca, un poco grande, estaba dotada de los más bellos dientes; su seno, ya muy
formado, parecía aún más blanco que su tez; parecía formada para ser pintada,
pero no a expensas de la gordura; sus formas eran redondeadas y abundantes,
todas sus carnes firmes, dulces y rollizas. La Dubois pretendió que era imposible
ver un culo más bonito: poco conocedora de esta parte, me permitiréis que no
me manifieste. Un vello suave sombreaba su parte delantera; unos cabellos
rubios, soberbios, flotando sobre todos estos encantos, los hacían aún más
excitantes; y para completar su obra maestra, la naturaleza, que parecía
complacerse en formarla, la había dotado del carácter más dulce y más amable.
¡Tierna y delicada flor, destinada a embellecer por un instante la tierra para ser
inmediatamente marchitada!
––¡Oh, señora! ––le dijo a la Dubois al reconocerla––, ¡así es como me habéis
engañado!... i Santo cielo! ¿Dónde me habéis conducido?
––Ahora lo verás, hija mía ––le dijo el señor de la casa atrayéndola
bruscamente hacia él y comenzando ya con sus besos, mientras una de mis
manos le masturbaba por orden suya.
Eulafe quiso defenderse, pero la Dubois, empujándola sobre el libertino, le
quitó toda posibilidad de escapar. La sesión fue larga; cuanto más fresca era la
flor, más le gustaba al impuro abejorro libarla. A sus multiplicados chupetones
siguió el examen del cuello; y noté que al palparlo el miembro que yo excitaba
adquiría aún mayor energía.
––Bien ––dijo monseñor––, son dos víctimas que me colmarán de gusto: serás
bien pagada, Dubois, porque me has servido bien. Pasemos a mi tocador:
síguenos, querida mujer, síguenos ––prosiguió mientras nos condujo––; te irás
esta noche, pero te necesito para la velada.
La Dubois se resigna, y pasamos al gabinete de los placeres de aquel disoluto,
donde nos hace desnudarnos a todas.
¡Oh, señora!, no comenzaré a describiros las infamias de las que fui a la vez
testigo y víctima. Los placeres de aquel monstruo eran los de un verdugo. Sus
únicas voluptuosidades consistían en cortar cabezas. Mi desdichada
compañera... ¡Oh, no, señora...! ¡Oh, no!, no me exijáis que termine... Yo iba a
tener la misma suerte; estimulado por la Dubois, aquel monstruo se disponía a
hacer mi suplicio más horrible todavía, cuando una necesidad común de reparar
sus fuerzas les obliga a instalarse en la mesa... ¡Qué exceso! Pero ¿debo lamentarlo,
ya que me salvó la vida? Ahítos de vino y de comida, ambos cayeron
borrachos como cubas sobre los restos de su cena. Tan pronto como los veo
así, me precipito sobre unas enaguas y una manteleta que la Dubois acababa de
quitarse para estar aún más inmodesta a los ojos de su patrón, tomo una vela,
me precipito a la escalera: aquella casa desprovista de criados no ofrece nada
que se oponga a mi evasión, encuentro a uno, le digo con aire aterrorizado que
corra hacia su amo que se muere, y alcanzo la puerta sin encontrar más
resistencia. Ignoraba los caminos, no me habían dejado verlos, tomo el primero
que se me ofrece... Es el de Grenoble; todo nos sirve cuando la Fortuna se
digna a sonreírnos un momento; en la posada seguían acostados, me introduzco
secretamente en ella y me dirijo apresuradamente a la habitación de Valbois.
Llamo, Valbois se despierta y casi no me reconoce en el estado en que me hallo;
me pregunta qué me pasa; le cuento los horrores de los que acabo de ser a un
tiempo víctima y testigo.
––Podéis hacer detener a la Dubois ––le digo––, no está lejos de aquí, es
posible que pueda indicaros el camino... ¡Desgraciada! Independientemente de
todos sus crímenes, ha vuelto a robarme mis ropas y los cinco luises que me
disteis.
––¡Oh, Thérèse! ––me dijo Valbois––, sois sin duda la mujer más desdichada
que hay en el mundo, pero fijaros, sin embargo, honesta criatura, en como, en
medio de los males que os abruman, una mano celestial os mantiene. Que esto
sea para vos un motivo suplementario para ser siempre virtuosa, jamás las
buenas acciones carecen de recompensa. No persigamos a la Dubois, mis
razones para dejarla en paz son las mismas que os exponía ayer. Reparemos
únicamente el mal que os ha hecho. Aquí tenéis, en primer lugar, el dinero que
os ha robado.
Una hora después una costurera me trajo dos trajes completos y ropa interior.
––Pero hay que irse, Thérèse ––me dijo Valbois––, hay que irse hoy mismo. La
Bertrand cuenta con ello. Le he rogado que se retrasara unas horas por vos, así
que acompañadla.
––¡Oh, virtuoso joven! ––exclamé, cayendo en los brazos de mi bienhechor––.
¡Ojalá el cielo os devuelva algún día todos los bienes que me ofrecéis!
Vamos, Thérèse ––me contestó Valbois abrazándome––, yo ya disfruto de la
dicha que me deseáis, puesto que la vuestra es obra mía... Adiós.
Así es como abandoné Grenoble, señora, y si bien no encontré en esa ciudad
toda la felicidad que yo había supuesto, en ninguna como en ella descubrí tantas
personas honradas reunidas para lamentar o calmar mis males.
Mi guía y yo íbamos en una pequeña carreta cubierta tirada por un caballo al
que dirigíamos desde el fondo del carruaje. Allí estaban las mercancías de la se
ñora Bertrand, y una chiquilla de quince meses a la que todavía amamantaba, y
por la que, para mi desdicha, no tardé en sentir un afecto tan grande como el
que podía darle la que la había parido.
La tal Bertrand era, por otra parte, una mujer bastante mala, suspicaz,
charlatana, chismosa aburrida y necia. Bajábamos regularmente cada noche sus
pertenencias a la posada, y dormíamos en la misma habitación. Hasta Lyon,
todo fue muy bien, pero durante los tres días que aquella mujer necesitaba para
sus negocios, tuve en esa ciudad un encuentro que estaba muy lejos de esperar.
Me paseaba una tarde por el muelle del Ródano con una de las camareras de
la posada a la que había pedido que me acompañara, cuando descubrí de
repente al reverendo padre Antonin de Santa María de los Bosques, superior
ahora de la casa de su orden situada en esa ciudad. Aquel fraile me aborda, y
después de haberme agriamente reprochado en voz baja mi huida, y de
haberme dado a entender que corría grandes peligros de ser atrapada, si lo
comunicaba al convento de Borgoña, añadió, ablandándose, que no diría nada si
quería seguirle en aquel mismo instante con la joven que me acompañaba, y
que le parecía interesante. Luego, haciendo en voz alta la misma proposición a
esa criatura, el monstruo dijo:
––Os pagaremos bien a las dos. En nuestra casa somos diez, y os prometo
por lo menos un luis de cada uno, si vuestra complacencia carece de límites.
Ante estas frases, me sonrojé prodigiosamente. Por un momento, intento hacer
creer al fraile que se equivoca: al no conseguirlo, hago gestos para contenerlo,
pero nada impresiona a aquel insolente, y sus solicitaciones van siendo cada
vez más cálidas. Al fin, tras nuestros rechazos reiterados de seguirle, se limita a
pedirnos insistentemente nuestra dirección. Para liberarme de él, le doy una
falsa. La escribe en su cartera, y nos abandona asegurándonos que no tardará
en vernos.
Al regresar a la posada, expliqué como pude la historia de esta desdichada
relación a la joven que me acompañaba; pero sea que lo que le dije no la satisfa
ciera, sea que tal vez estuviera muy enfadada por un acto virtuoso por mi parte
que la privaba de una aventura en la que habría ganado tanto, se fue de la
lengua. Tuve harta ocasión de darme cuenta de ello por los comentarios de la
Bertrand, con motivo de la desdichada catástrofe que pronto voy a contaros. Sin
embargo, el fraile no apareció, y nos fuimos.
Por salir tarde de Lyon, aquel primer día tuvimos que dormir en Villefranche, y
allí fue, señora, donde me ocurrió la terrible desgracia que hoy me hace apa
recer ante vos como una criminal, sin que lo haya sido más en esta funesta
circunstancia de mi vida que en ninguna de todas aquellas en que me habéis
visto tan injustamente vapuleada por los golpes de la suerte, y sin que otra cosa
me haya conducido al abismo que la bondad de mi corazón y la maldad de los
hombres.
Llegadas a las seis de la tarde a Villefranche, nos habíamos apresurado a
cenar y a acostarnos, a fin de emprender una marcha más prolongada el día
siguien te; no hacía ni dos horas que reposábamos cuando fuimos despertadas
por una humareda espantosa; persuadidas de que el fuego no estaba lejos, nos
levantamos apresuradamente. ¡Santo cielo!, los progresos del incendio ya eran
más que terroríficos, abrimos semidesnudas nuestra puerta y sólo oímos a
nuestro alrededor el estruendo de las paredes que se desploman, el ruido de las
vigas que se parten, y los gritos espantosos de los que caen en las llamas.
Envueltas por esas llamas devoradoras, ya no sabemos adónde huir; para
escapar a su violencia, nos precipitamos en su foco, y nos vemos
inmediatamente confundidas con la multitud de desdichados que buscan, como
nosotras, su salvación en la huida. Descubro entonces que mi guía, más
preocupada de sí misma que de su hija, ni siquiera ha pensado en salvarla de la
muerte; sin avisarla, corro a nuestra habitación a través de las llamas que me
asaltan y me queman en varios lugares; cojo a la pobre criaturita; me precipito a
devolvérsela a su madre, apoyándome en una viga medio consumida: me falla el
pie, mi primer gesto es adelantar las manos; este impulso de la naturaleza me
fuerza a soltar el precioso fardo que sostengo... Se me escapa, y la desdichada
niña cae al fuego bajo los ojos de su madre. En ese instante me cogen también
a mí... me arrastran; demasiado conmovida para distinguir nada, ignoro si son
ayudas o peligros lo que me rodea, pero para mi desgracia no tardo en
averiguarlo cuando, arrojada a un silla de posta, me encuentro al lado de la
Dubois que, colocándome una pistola en la sien, me amenaza con abrasarme
los sesos si pronuncio una palabra...
––¡Ah, malvada! ––me dice––, te tengo en mis manos, y esta vez no te
escaparás.
––¡Oh, señora, vos aquí! ––exclamé.
––Todo lo que acaba de ocurrir es obra mía ––me contestó aquel monstruo––;
con un incendio te salvé los días, y con un incendio los perderás. De haber
hecho falta, te habría perseguido hasta los infiernos, para apoderarme de ti.
Monseñor se puso furioso cuando se enteró de tu evasión; yo cobro doscientos
luises por cada joven que le procuro, y no solamente no quiso pagarme a
Eulalie, sino que me amenazó con toda su cólera si no te devolvía. Te descubrí y
te perdí por dos horas en Lyon. Ayer, llegué a la posada una hora después que
tú, le prendí fuego a través de unos adláteres que siempre tengo contratados;
quería abrasarte o apoderarme de ti; te he tenido, te conduzco a una casa que tu
huida ha precipitado en la turbación y en la inquietud, y te devuelvo a ella para
ser tratada de cruel manera. Monseñor ha jurado que no habría suplicios
bastante espantosos para ti, y no bajaremos del carruaje hasta que estemos en
su casa. ¡Pues bien, Thérèse! ¿Qué piensas ahora de la virtud?
––¡Oh, señora! Que muchas veces es la presa del crimen; que es dichosa
cuando triunfa; pero que en el cielo debe ser el único objeto de las recompensas
de Dios, si las maldades del hombre consiguen aplastarla en la Tierra.
––No pasarás mucho tiempo sin saber, Thérèse, si existe realmente un Dios
que castigue o que recompense las acciones de los hombres... Ah, si en la nada
eterna donde vas a entrar inmediatamente te permitiera pensar, ¡cómo
lamentarías los sacrificios infructuosos que tu testadurez te ha obligado a
ofrendar a unos fantasmas que no te han pagado con otra cosa que con
desgracias!... Thérèse, todavía estás a tiempo, ¿quieres ser mi cómplice? Te
salvo, es más fuerte que yo verte naufragar incesantemente en los peligrosos
caminos de la virtud. ¡Cómo! ¿Todavía no has sido suficientemente castigada
por tu bondad y tus falsos principios? ¿Qué infortunios necesitas, pues, para
corregirte? ¿Qué ejemplos te son necesarios para convencerte de que el partido
que tomas es el peor de todos, y que, tal como te he dicho cien veces, sólo cabe
esperar reveses cuando, tomando a la multitud a contracorriente, pretendes ser
la única virtuosa en una sociedad totalmente corrompida? Das por supuesto un
Dios vengador: desengáñate, Thérèse, desengáñate, el Dios que te forjas sólo
es una quimera cuya necia existencia sólo apareció en la cabeza de los
dementes; es un fantasma inventado por la maldad de los hombres, que no tiene
más objetivo que engañarlos, o armarlos a los unos contra los otros. El servicio
más importante que se habría podido prestarles hubiera sido degollar
inmediatamente al primer impostor que se ocupó de hablarles de Dios. ¡Cuánta
sangre habría evitado en el universo un solo homicidio! Vamos, vamos, Thérèse,
la naturaleza siempre atenta, siempre activa, no tiene ninguna necesidad de un
dueño para dirigirla. Y si este dueño existiera efectivamente, después de todos
los defectos con que ha llenado sus obras, ¿merecería de nosotros otra cosa
que desprecio e insultos? ¡Ah, si tu Dios existe, Thérèse, cómo lo odio, cómo lo
aborrezco! Sí, si su existencia fuera real, lo confieso, el único placer de irritar
perpetuamente al que se revistiera de ella sería la más preciosa compensación
de la necesidad en que me hallaría entonces de prestarle algún crédito... Una
vez más, Thérèse, ¿quieres ser mi cómplice? Se presenta un golpe soberbio,
con valor lo ejecutaremos; te salvo la vida si colaboras. El señor a cuya casa
vamos, y al que conoces, se aísla en la casa de campo donde realiza sus orgías;
lo exige su especial índole; un solo criado vive con él, cuando la visita para sus
placeres: el hombre que corre delante de esta silla, tú y yo, querida muchacha,
somos tres contra dos. Cuando ese libertino esté en el ardor de sus
voluptuosidades, yo me apoderaré del sable con que quita la vida de sus
víctimas, tú le retendrás, le mataremos, y mi hombre mientras tanto acogotará a
su criado. En esa casa hay dinero oculto; más de ochocientos mil francos,
Thérèse, estoy segura, el golpe vale la pena... Elige, sensata criatura, elige: la
muerte, o servirme. Si me traicionas, si le comunicas mi proyecto, te acusaré a ti
sola, y no tengas la menor duda de que me creerá por la confianza que siempre
tuvo conmigo... Piénsalo bien antes de contestarme; ese hombre es un malvado:
así pues, asesinándole, no hacemos si no ayudar a las leyes cuyo rigor ha
merecido. No hay día, Thérèse, en que ese depravado no asesine a una joven:
¿es, pues, ultrajar la virtud castigar al crimen? ¿Y la proposición que te hago
alarmará una vez más tus esquivos principios?
––No lo dudéis, señora ––contesté––, no es con la intención de corregir el
crimen que me proponéis esta acción, es con el exclusivo motivo de cometer vos
misma otro. Así que sólo puede haber un gran mal en hacer lo que decís, y
ninguna apariencia de legitimidad. Pero hay más: aunque sólo tuvierais el
proyecto de vengar a la humanidad de los horrores de ese hombre, haríais mal
en hacerlo así, esta tarea no os incumbe: las leyes están hechas para castigar a
los culpables, dejémoslas actuar, el Ser supremo no ha confiado su espada a
nuestras débiles manos. Sólo nos serviríamos de ella para ultrajarlas.
––¡Pues bien! Morirás, indigna criatura ––replicó la Dubois enfurecida––,
morirás. No sueñes con escapar a tu suerte.
––Qué me importa ––contesté con tranquilidad––, me liberaré de todos mis
males. No hay nada en la muerte que me asuste, es el último sueño de la vida,
es el reposo del desdichado...
Y como, ante estas palabras, aquel animal feroz se arrojó contra mí, creí que
iba a estrangularme; me dio varios golpes en el seno, pero me soltó, sin
embargo, en cuanto grité, por el temor de que el postillón me escuchara.
Mientras tanto avanzábamos con gran rapidez; el hombre que corría delante
hacía preparar nuestros caballos, y no nos parábamos en ninguna posta. En el
momento de los relevos, la Dubois cogía su arma y me la apretaba contra el
corazón... ¿Qué podía hacer? A decir verdad, mi debilidad y mi situación me
abatían hasta el punto de preferir la muerte a los esfuerzos por escapar de ella.
Estábamos a punto de entrar en el Delfimesado, cuando seis hombres a
caballo, galopando a rienda suelta detrás de nuestro carruaje, lo alcanzaron y,
sable en mano, obligaron a nuestro postillón a detenerse. A treinta pasos del
camino había una choza donde esos jinetes, que no tardamos en reconocer
como de la gendarmería, ordenan al postillón que conduzca el carruaje. Cuando
está allí, nos hacen bajar, y todos entramos en casa del campesino. La Dubois,
con un descaro inimaginable en una mujer cubierta de crímenes, y que está
detenida, preguntó con altanería a esos caballeros si la conocían, y con qué
derecho utilizaban esos modales con una mujer de su rango.
––No tenemos el honor de conoceros, señora ––dijo el oficial––; pero estamos
convencidos de que lleváis en el coche a una desdichada que prendió fuego
ayer a la principal posada de Villefranche. ––Después, examinándome––:
Coincide con su descripción, señora, no nos equivocamos; tened la bondad de
entregárnosla y de contarnos cómo una persona tan respetable como parecéis
ser ha podido encargarse de semejante mujer.
––Es una historia de lo más simple ––contestó la Dubois, aún más insolente––,
y no pretendo ocultárosla, ni tomar partido por esta joven, si es cierto que es
culpable del espantoso crimen que referís. Ayer, yo me alojaba como ella en esa
posada de Villefranche, salí en medio de la confusión, y cuando subía al coche
esta joven se precipitó hacia mí implorando mi compasión, diciéndome que
acababa de perderlo todo en aquel incendio y que me suplicaba que la llevara
conmigo hasta Lyon donde confiaba en colocarse. Atendiendo mucho menos a
mi razón que a mi corazón, asentí a sus demandas; una vez en mi silla, se
ofreció a servirme; de nuevo imprudentemente, consentí a ello, y la llevaba al
Delfinesado donde están mis bienes y mi familia. Sin duda es una lección, ahora
reconozco todos los inconvenientes de la piedad; me corregiré. Aquí la tenéis,
señores, aquí la tenéis; ¡Dios me libre de interesarme por un monstruo
semejante! La abandono a la severidad de las leyes, y os suplico que ocultéis
cuidadosamente la desgracia que tuve de creerla un instante.
Quise defenderme, quise denunciar a la verdadera culpable; mis discursos
fueron tratados de recriminaciones calumniosas de las que la Dubois sólo se
defen día con una sonrisa despectiva. ¡Oh, funestos ejemplos de la miseria y de
la prevención, de la riqueza y de la insolencia! ¿Era posible que una mujer que
se hacía llamar la señora baronesa de Fulconis, que exhibía el lujo, que se
atribuía tierras y una familia, cabía que una mujer semejante pudiera resultar
culpable de un crimen en el que no parecía tener el más pequeño interés? Por el
contrario, ¡,acaso todo no me condenaba a mí? Yo carecía de protección, era
pobre, resultaba evidente que era culpable.
El oficial me leyó las denuncias de la Bertrand. Era ella quien me había
acusado; yo había incendiado la posada para robarla con mayor comodidad;
había arroja do su hija al fuego, para que la desesperación en que este suceso
iba a sumirla, cegándola sobre el resto, no le permitiera ver mis maniobras: yo
era además, había añadido la Bertrand, una mujer de mala vida, escapada de la
horca en Grenoble, y de la que ella se había neciamente encargado por un
exceso de complacencia hacia un joven de su pueblo, mi amante sin duda. Públicamente
y en pleno día había acosado a unos frailes en Lyon: en una palabra,
no había nada que esa indigna criatura no hubiera aprovechado para perderme,
nada que la calumnia agriada por la desesperación no hubiera inventado para
envilecerme. A petición de aquella mujer, habían realizado un examen jurídico
en el lugar de los hechos. El fuego había comenzado en un henil donde varias
personas habían declarado que yo había entrado la noche de aquel día funesto,
y eso era cierto. Buscando un excusado mal señalado por la sirvienta a la que
me dirigí, había entrado en aquel desván, sin encontrar el lugar deseado, y
había permanecido allí el tiempo suficiente para hacer sospechar aquello de lo
que me acusaban, o para ofrecer por lo menos probabilidades; y, como
sabemos, esto son pruebas en este siglo. Así que por mas que me defendiera, el
oficial sólo me respondió estrechando los grilletes.
––Pero, señor ––dije antes aún de dejarme encadenar––, si hubiera robado a
mi compañera de viaje en Villefranche, el dinero debería estar en mi poder: que
se me registre.
Esta ingenua defensa sólo provocó risas; me aseguraron que yo no estaba
sola, que era seguro que tenía unos cómplices a los que había entregado las
cantida des robadas, al escapar. Entonces la malvada Dubois, que conocía la
marca que yo había tenido la desdicha de recibir tiempo atrás en casa de Rodin,
fingió por un instante la conmiseración.
––Señor ––le dijo al oficial––, se cometen cada día tantos errores sobre todas
esas cosas que me perdonaréis la idea que se me ocurre: si esta joven es
culpable del acto de que la acusan, a buen seguro no es su primer delito; no se
llega en un día a fechorías de esta naturaleza. Examine a esta joven, señor, se
lo ruego... si por casualidad encontrara sobre su desdichado cuerpo... pero si
nada la acusa, permitidme que la defienda y la proteja.
El oficial aceptó la comprobación... estaba a punto de realizarse...
––Un momento, señor ––dije, oponiéndome a ello––; esta investigación es
inútil. La señora sabe perfectamente que yo llevo esta espantosa marca; sabe
perfectamente también qué infortunio la ocasionó: este subterfugio por su parte
es un acrecentamiento de horrores que se desvelarán, así como todo el resto,
en el mismo templo de Temis. Conducidme allí, señores: aquí tenéis mis manos,
cubridlas de cadenas; sólo el crimen se sonroja de llevarlas, a la virtud
desgraciadamente la hacen gemir, y no la horrorizan.
––En.verdad, no habría creído ––dijo la Dubois–– que mi idea tuviera tanto
éxito; pero como esta criatura agradece mis bondades hacia su persona con
insidiosas acusaciones, me ofrezco a regresar con ella, si es preciso. ––Esta
iniciativa es totalmente inútil, señora baronesa ––dijo el oficial––, nuestras
pesquisas sólo tienen a esta joven por objeto: sus confesiones, la marca que la
mancilla, todo la condena. Sólo la necesitamos a ella, y os pedimos mil excusas
por haberos molestado tanto tiempo. Fui inmediatamente encadenada, arrojada
a la grupa trasera de uno de esos jinetes, y la Dubois se fue acabando de
insultarme con el don de unos cuantos escudos dejados por conmiseración a
mis guardianes para ayudar a mi situación en la triste morada que iba a habitar
en espera de mi instalación.
¡Oh, virtud!» exclamé, cuando me vi en esa espantosa humillación, «ipodías
recibir un insulto mas sensible! ¡Era posible que el crimen osara afrontarte y
vencerte con tanta insolencia e impunidad!»
Pronto llegamos a Lyon; me precipitaron desde mi llegada en el calabozo de
los criminales, y allí fui inscrita como incendiaria, mujer de mala vida, infanticida
y ladrona.
En la posada había habido siete personas abrasadas; yo misma había
pensado estarlo; había querido salvar una niña; iba a perecer: pero aquella que
era la causa de este horror escapaba a la vigilancia de las leyes, a la justicia del
cielo; triunfaba, se preparaba para nuevos crímenes, mientras que, inocente y
desdichada, yo no tenía más perspectiva que el deshonor, la mancilla y la
muerte.
Acostumbrada desde hacía tanto tiempo a la calumnia, a la injusticia y al
infortunio, habituada desde mi infancia a no entregarme a un sentimiento
virtuoso si no era asegurada de encontrar en él espinas, mi dolor fue más
estúpido que desgarrador, y lloré menos de lo que habría creído. Sin embargo,
como es natural para la criatura que sufre buscar todos los medios posibles de
salir del abismo en que le ha sumido su infortunio, pensé en el padre Antonin;
por muy mediocre ayuda que esperara de él, no me negué al deseo de verlo:
pregunté por él, apareció. No le habían dicho qué persona le deseaba; simuló no
reconocerme; entonces le dije al guardián que era efectivamente posible que no
se acordara de mí, ya que sólo había dirigido mi conciencia siendo yo muy
joven, pero que por esta razón pedía una conversación secreta con él. Ambos
consintieron. Así que me quedé a solas con aquel religioso, me arrojé a sus
rodillas, las regué con mis lágrimas, suplicándole que me salvara de la cruel
situación en que estaba; le demostré mi inocencia; no le oculté que las frases
inconvenientes que me había dirigido unos días antes habían indispuesto contra
mí a la persona a la que había sido recomendada, y que ahora resultaba ser mi
acusadora. El fraile me escuchó muy atentamente.
––Thérèse ––me dijo a continuación––, no te enfades como de costumbre,
cuando transgreden tus malditos prejuicios. Ya ves adónde te han llevado, y
ahora puedes convencerte fácilmente de que es cien veces mejor ser tunanta y
feliz que buena e infortunada. Tu caso tiene muy mal cariz, querida hija, es inútil
ocultártelo: esta Dubois de la que me hablas, que tiene el mayor de los intereses
en tu pérdida, colaborará seguramente en ella bajo mano; la Bertrand
continuará; todas las apariencias te acusan, y en nuestros días bastan las
apariencias para ser condenado a la muerte. Así que eres una mujer perdida,
eso está claro. Un único medio puede salvarte; yo tengo buenas relaciones con
el intendente, y tiene mucha influencia sobre los jueces de esta ciudad; le diré
que eres mi sobrina, y te reclamaré a este título: anulará todo el proceso; pediré
que te devuelvan a mi familia; te haré secuestrar, pero será para encerrarte en
nuestro convento del que no saldrás en toda tu vida... y allí, no te lo oculto,
Thérèse, esclava sumisa de mis caprichos, los satisfarás todos sin mayor
reflexión; te entregarás también a los de mis compañeros: en una palabra, serás
mía como la más sumisa de las víctimas... Ya me oyes: la tarea es ruda; ya
sabes cuáles son las pasiones de los libertinos de nuestra clase: decídete pues,
y no demores tu respuesta.
––Váyase, padre ––contesté horrorizada––, váyase, sois un monstruo al
atreveros a abusar tan cruelmente de mi situación para colocarme entre la
muerte y la infa mia. Sabré morir si es preciso, pero será por lo menos sin
remordimientos.
––¡Como quieras! ––me dijo aquel hombre cruel retirándose––; jamás he
sabido forzar a la gente a ser feliz... La virtud te ha funcionado tan bien hasta
ahora, Thérèse, que tienes razón en incensar sus altares... Adiós: procura sobre
todo no llamarme otra vez.
Salía; pero un impulso superior a mis fuerzas me empuja a sus rodillas.
––Tigre ––exclamé llorando––, abre tu corazón de roca a mis espantosos
males, y no me impongas para acabar con ellos unas condiciones más
espantosas para mí que la muerte...
La violencia de mis gestos había hecho desaparecer los velos que cubrían mi
seno; estaba desnudo, mis cabellos flotaban en desorden sobre él, inundado por
mis lágrimas. Inspiro, de este modo, deseos a aquel hombre deshonesto...
deseos que quiere satisfacer al instante. Se atreve a mostrarme hasta qué punto
mi estado los excita; se atreve a concebir esos placeres en medio de las
cadenas que me rodean, debajo de la espada que me espera para herirme... Yo
estaba arrodillada... me derriba, se precipita conmigo sobre la miserable paja
que me sirve de lecho. Quiero gritar, hunde con rabia un pañuelo en mi boca; ata
mis brazos: dueño de mí, el infame me examina por todas partes... todo se
convierte en la presa de sus miradas, de sus manoseos y de sus pérfidas
caricias; satisface finalmente sus deseos.
––Escucha ––me dice soltándome y recomponiéndose––, tú no quieres que yo
te sea útil, ¡allá tú!, te dejo. Ni te ayudaré ni perjudicaré, pero si se te ocurre
decir una sola palabra de lo que acaba de ocurrir, acusándote de los crímenes
mas enormes te quito al instante cualquier medio de poder defenderte: piénsalo
bien antes de hablar. Me creen dueño de tu confesión... ya me entiendes: se nos
permite revelarlo todo cuando se trata de un criminal. Entiende bien la intención
de lo que voy a decir al guardián, o acabo de aplastarte en un instante.
Llama, aparece el carcelero:
––Señor ––le dijo aquel traidor––, esta buena mujer se confunde, ha querido
hablar de un padre Antonin que está en Burdeos. Yo no la conozco de nada ni la
he visto nunca: me ha rogado que oyera su confesión, lo he hecho, me despido
de los dos, y estaré siempre dispuesto a volver si se considera importante mi
ministerio.
Antonin sale después de decir esas palabras, y me deja tan confundida por su
astucia como indignada por su insolencia y su libertinaje.
Sea como fuere, mi estado era demasiado horrible como para no hacer uso de
todo; volví a acordarme del señor de Saint––Florent. Me resultaba imposible
creer que ese hombre pudiera malquererme por el comportamiento que yo había
tenido con él; en otro tiempo le había prestado un servicio bastante importante,
me había tratado de una manera harto cruel como para imaginar que no se
negaría a reparar sus errores conmigo en una circunstancia tan esencial ni a
reconocer por lo menos, en la medida de sus posibilidades, lo de honesto que yo
había hecho por él. El fuego de las pasiones podía haberle cegado en las dos
épocas en que yo le había conocido, pero en este caso ningún sentimiento, en
mi opinión, debía impedirle ayudarme... ¿Me renovaría sus últimas
proposiciones? ¡,Pondría las ayudas que yo iba a exigir de él al precio de los
espantosos servicios que me había explicado? ¡Pues bien!, aceptaría, y una vez
libre, ya encontraría la manera de escapar al tipo de vida abominable al que
habría tenido la bajeza de comprometerme. Imbuida por estas reflexiones, le
escribo, le relato mis desdichas, le suplico que venga a verme. Pero yo no había
pensado suficientemente sobre el alma de este hombre, cuando había
sospechado que la beneficencia era capaz de penetrar en ella; no me había
acordado suficientemente de sus máximas horribles, o, llevándome siempre mi
desdichada debilidad a juzgar a los demás a partir de mi corazón, había
supuesto intempestivamente que ese hombre debía comportarse conmigo como
sin duda yo lo habría hecho con él.
Llega; y como yo había pedido verle a solas, le dejan en libertad en mi
habitación. Me había sido fácil ver, por las señales de respeto que se le habían
prodigado, cuál era su preponderancia en Lyon.
––¡Cómo! ¡,Eres tú? ––me dijo arrojando sobre mí una mirada llena de
desprecio––, la letra me había confundido; la creía de una mujer más honesta
que tú, y a la que habría ayudado con todo mi corazón. Pero ¡.qué quieres que
haga por una imbécil de tu clase? Conque eres culpable de cien crímenes a cuál
más espantoso, y cuando se te propone un medio de ganarte honestamente la
vida, ¿lo rechazas testarudamente? Jamás nadie llevó la estupidez tan lejos.
––¡Oh, señor! ––exclamé––, yo no soy culpable.
––¡,Qué hace falta, pues, para serlo? ––replicó agriamente aquel hombre
duro––. La primera vez en mi vida que te veo es en medio de una banda de
ladrones que quieren asesinarme; ahora, en las prisiones de esta ciudad,
acusada de tres o cuatro nuevos crímenes, y, según se dice, llevando sobre tus
hombros la marca garantizada de los antiguos. Si a eso le llamas ser honrada,
cuéntame lo que hace falta para no serlo.
––¡Santo cielo, señor! ––contesté––. ¡,Cómo podéis reprocharme la época de
mi vida en que os conocí? ¿No me tocaría más bien a mí haceros sonrojar? Bien
sabéis, señor, que yo estaba a la fuerza con los bandidos que os asaltaron;
querían arrebataros la vida, yo os la salvé, facilitando vuestra evasión y
escapándonos los dos. ¿Qué hicisteis vos, hombre cruel, para agradecerme este
favor? ¿Es posible que podáis recordarlo sin horror? Quisisteis asesinarme; me
aturdisteis con golpes espantosos y, aprovechando el estado en que me habíais
dejado, me arrancasteis lo que yo tenía de más querido; con un refinamiento
inigualable en crueldad, me robasteis el poco dinero que poseía, ¡como si hubierais
deseado que la humillación y la miseria acabaran de aplastar a vuestra
víctima! Lo conseguisteis, bárbaro; sin duda vuestros éxitos son totales; vos me
habéis sumido en la desgracia, vos habéis entreabierto el abismo donde no he
cesado de caer desde aquel desdichado instante. De todos modos, lo olvido
todo, señor, sí, todo se borra en mi memoria, os pido incluso perdón por
atreverme a reprochároslo, pero ¿podríais ocultaros que me debéis algunas
compensaciones, alguna gratitud por vuestra parte? ¡Ah! Dignaos no cerrar a
ella vuestro corazón cuando el velo de la muerte se extiende sobre mis tristes
días; no es a ella a quien temo, sino a la ignominia; salvadme del horror de morir
como una criminal: todo lo que exijo de vos se limita a esta única gracia, no me
la neguéis, y el cielo y mi corazón os recompensarán por ello algún día.
Estaba inundada en lágrimas, arrodillada ante aquel hombre feroz, y lejos de
leer en su rostro el efecto que yo debía esperar de las conmociones con que
contaba sacudir su alma, sólo distinguía en él una alteración de músculos
causada por este tipo de lujuria cuyo germen es la crueldad. Saint––Florent
estaba sentado delante de mí; sus ojos negros y malvados me miraban de una
manera espantosa, y veía que su mano realizaba unos toqueteos que
demostraban que el estado en que yo le ponía estaba muy lejos de ser el de la
piedad. De todos modos, disimuló y, levantándose, me dijo:
––Escucha, todo tu proceso está aquí en manos del señor de Cardoville; no
necesito decirte el puesto que ocupa; te basta con saber que sólo de él depende
tu suerte. Es íntimo amigo mío desde la infancia, voy a hablarle; si accede a
determinados acuerdos, vendrán a buscarte al caer la noche, a fin de que te vea
en su casa o en la mía. En el secreto de un interrogatorio semejante, le será
mucho mas fácil volverlo todo en tu favor de lo que podría hacer aquí. Si se
consigue esta gracia, justificate cuando le veas, demuéstrale tu inocencia de una
manera que le persuada; es todo lo que puedo hacer por ti. Adiós, mantente
preparada para cualquier acontecimiento, y sobre todo no me hagas dar pasos
en falso.
Saint-Florent salió. Nada igualaba mi perplejidad; había tan poca concordancia
entre las frases de aquel hombre, el carácter que yo le conocía, y su comporta
miento actual, que temí una nueva trampa; pero dignaos juzgarme, señora:
¿podía titubear en la cruel posición en que me hallaba?, ¿no debía agarrar
apresuradamente cuanto tuviera la apariencia de una ayuda? Así que me decidí
a seguir a los que vinieran a buscarme: si tenía que prostituirme, me defendería
lo mejor posible; ¿que me llevaban a la muerte? ¡Bienvenida!: por lo menos, no
sería ignominiosa, y me liberaría de todos los males. Suenan las ocho, aparece
el carcelero; tiemblo.
––Sígueme; vengo de parte de los señores de Saint-Florent y de Cardoville;
procura aprovechar, como es debido, el favor que el cielo te ofrece. Aquí
tenemos a muchos que desearían una gracia semejante y que jamas la
conseguirán.
Me arreglo lo mejor que puedo, sigo al carcelero que me entrega en manos de
dos grandes truhanes cuyo feroz aspecto reduplica mi miedo. No dicen una sola
palabra: el simón avanza, y bajamos en una vasta mansión que reconozco
inmediatamente como la de Saint-Florent. La soledad en que todo parece estar
no hace más que incrementar mi temor. Mientras tanto, mis guías me cogen del
brazo, y subimos al cuarto piso, a unos pequeños aposentos que me parecieron
tan decorados como misteriosos. A medida que avanzábamos, todas las puertas
se cerraban detrás de nosotros, y así llegamos a un salón en el que no descubrí
ninguna ventana: allí se encontraban Saint––Florent y el hombre que me dijo ser
el señor de Cardoville, de quien dependía mi caso. Este personaje grueso y
rechoncho, con una cara sombría y feroz, podía tener unos cincuenta años. Aunque
estuviera en bata, era fácil ver que era un magistrado. Todo él desprendía
un gran aspecto de severidad; me impresionó. ¡Cruel injusticia de la Providencia,
es posible, por tanto, que el crimen asuste a la virtud! Los dos hombres que me
habían traído, y que distinguía mejor a la luz de las velas que iluminaban aquella
habitación, no tenían más de veinticinco o treinta años. El primero, que se
llamaba La Rose, era un buen mozo moreno, con las proporciones de un
Hércules: me pareció el mayor; el menor tenía unos rasgos más afeminados,
unos bellísimos cabellos castaños y unos enormes ojos negros; medía por lo
menos cinco pies y seis pulgadas, digno de un pintor, y la piel más hermosa del
mundo: le llamaban Julien. A Saint––Florent, ya lo conocéis: tanta rudeza en las
facciones como en el carácter, y sin embargo no era mal parecido.
––¿Todo está cerrado? ––dijo Saint-Florent a Julien.
––Sí, señor ––contestó el joven––: por orden vuestra hemos dado permiso a
vuestros hombres, y el portero, que es el único que vigila, sabe que no tiene que
abrir a nadie.
Estas pocas palabras me pusieron al corriente de todo, me estremecí; pero
¿qué podía hacer con cuatro hombres delante de mí?
––Sentaos ahí, amigos míos ––dijo Cardoville, besando a los dos jóvenes––.
Os utilizaremos cuando sea necesario.
––Thérèse ––dijo entonces Saint-Florent mostrándome a Cardoville––, éste es
tu juez, el hombre del que dependes. Hemos razonado sobre tu caso, pero
parece que tus crímenes son de tal índole que el arreglo es muy difícil.
––Tiene cuarenta y dos testigos en contra ––dijo Cardoville sentado sobre las
rodillas de Julien, besándolo en la boca, y permitiendo a sus dedos los
manoseos más inmodestos sobre el joven––; ¡hace mucho tiempo que no
hemos condenado a muerte a nadie cuyos crímenes estén mejor comprobados!
––¿Yo, crímenes comprobados?
––Comprobados o no ––dijo Cardoville levantándose y acercándose
descaradamente a hablarme bajo la nariz––, serás quemada, p..., si con una
entera resigna ción, con una obediencia ciega, no te prestas inmediatamente a
todo lo que queramos exigir de ti.
––Más horrores ––exclamé––; ¡de acuerdo! ¡Sólo cediendo a las infamias
podrá triunfar la inocencia de las trampas que le tienden los malvados!
––Eso es natural ––replicó Saint-Florent ; es preciso que el más débil ceda a
los deseos del más fuerte, y si no que sea víctima de su maldad: ésta es tu
historia, Thérèse, obedece pues.
Y al mismo tiempo el libertino me arremangó ágilmente las faldas. Yo retrocedí,
lo rechacé con horror, pero mi gesto me hizo caer en los brazos de Cardoville
que, aprisionando mis manos, me expuso indefensa, a partir de aquel momento,
a los atentados de su compañero... Cortaron los lazos de mis faldas,
desgarraron mi corsé, mi chal, mi camisa, y en un instante me hallé bajo las
miradas de aquellos monstruos tan desnuda como si acabara de llegar al
mundo.
––¿Resistencia? ––se decían entre sí mientras procedían a desnudarme––...
¿Resistencia?... ¿Esta ramera cree que puede resistírsenos?
Y no había prenda de ropa arrancada que no fuera seguida de algunos golpes.
Así que estuve en el estado que querían, sentados los dos en unos sillones
cimbrados y que, al juntarse, encerraban, en el espacio vacío, al desdichado
individuo colocado allí, me examinaron a sus anchas: mientras uno observaba la
parte delantera, el otro escrutaba el trasero; después se cambiaban una y otra
vez. Así fui inspeccionada, manoseada, besada durante más de media hora, sin
que a lo largo de este examen olvidaran ningún episodio lúbrico, y, a juzgar por
los prelimînares, creí ver que los dos tenían más o menos las mismas fantasías.
––¡Qué! ––dijo Saint––Florent a su amigo––. ¿No te había dicho que tenía un
hermoso culo?
––¡Sí, pardiez! Su trasero es sublime ––dijo el magistrado mientras lo besaba–
–. He visto muy pocos lomos tan bien torneados. ¡Qué duro, qué fresco!...
¿Cómo es posible con una vida tan agobiada?
––Es que jamás se ha entregado por voluntad propia. Ya te lo he dicho, ¡nada
tan divertido como las aventuras de esta joven! Para poseerla siempre han te
nido que violarla (y entonces hunde sus cinco dedos juntos en el peristilo del
templo del Amor), pero la han poseído... es una lástima, porque es
excesivamente ancho para mí. Acostumbrado a las primicias, jamás podría
conformarme con eso.
A continuación, dándome la vuelta, realizó la misma ceremonia con mi trasero,
al que encontró el mismo inconveniente.
––¡Bien! ––dijo Cardoville––, ya sabes el secreto. ––Así la utilizaré ––contestó
Saint––Florent––, y tú, que no necesitas el mismo recurso, tú, que te contentas
con una actividad ficticia que, por dolorosa que resulte para una mujer,
perfecciona, sin embargo, en amplia medida el goce, confio en que la poseerás
después de mí. ––Eso está bien ––dijo Cardoville––, mientras te miro, me
ocuparé de esos preludios que tanto endulzan mi voluptuosidad: haré de mujer
con Julien y La Rose, mientras tu masculinizarás a Thérèse, y supongo que lo
uno vale por lo otro.
––Mil veces mejor sin duda; ¡estoy tan harto de las mujeres!... ¿Supones que
me sería posible gozar de esas rameras sin los episodios que nos aguijonean
tanto a los dos?
Habiéndome mostrado con estas palabras que el estado de los dos impúdicos
exigía placeres más sólidos, se levantaron y me hicieron poner de pie sobre un
amplio sillón, con los codos apoyados en el respaldo del asiento, las rodillas
sobre los brazos, y todo el trasero totalmente inclinado hacia ellos. Tan pronto
como me coloqué así se quitaron los calzones, se arremangaron la camisa, y
quedaron así, a excepción de los zapatos, totalmente desnudos de cintura abajo;
se mostraron en ese estado a mis ojos, se pasearon una y otra vez delante de
mí intentando enseñar su culo, y afirmando que lo que yo podía ofrecerles era
algo muy diferente. Los dos estaban efectivamente hechos como mujeres en
esta parte: Cardoville, sobre todo, ofrecía su blancura y su corte, su elegancia y
su gordura. Se masturbaron un instante delante de mí, pero sin eyaculación.
Cardoville parecía normal, pero Saint-Florent era un monstruo. Me estremecí
cuando pensé que éste era el dardo que me había inmolado. ¡Oh, cielo santo!
¿Cómo un hombre de estas dimensiones necesitaba primicias? ¿Lo que dirigía
tales fantasías podía ser otra cosa que la ferocidad? ¡Pero qué nuevas armas
iban, ay, a presentárseme! Julien y La Rose, a quienes todo eso excitaba
claramente, avanzan con la pica en la mano... ¡Oh, señora! Nunca nada
semejante había manchado todavía mi vista, y pese a cuales hayan sido mis
descripciones anteriores esto superaba todo lo que yo haya podido describir, de
la misma manera que el águila imperiosa domina sobre la paloma. Los dos
disolutos no tardaron en apoderarse de aquellos dardos amenazadores; los
acarician, los masturban, se los acercan a la boca, y el combate se vuelve de
pronto más serio. SaintFlorent se agacha sobre el sillón en que me encuentro,
de modo que mis nalgas abiertas se hallan exactamente a la altura de su boca;
las besa, su lengua se introduce en uno y otro templo. Cardoville goza de él,
ofreciéndose a su vez a los placeres de La Rose cuyo espantoso miembro se
engulle inmediatamente en el reducto que le presentan, Julien, colocado debajo
de Saint––Florent, lo excita con su boca agarrando sus caderas, y
acompasándolas a las sacudidas de Cardoville que, tratando a su amigo a
golpes, no le abandona sin que el incienso haya humedecido el santuario. Nada
igualaba los delirios de Cardoville una vez que la crisis se apoderaba de sus
sentidos: abandonándose con blandura al que le sirve de esposo, pero
empujando con fuerza al individuo que le sirve de mujer, el insigne libertino, con
unos estertores semejantes a los de un hombre que agoniza, pronunciaba
entonces unas blasfemias espantosas. Saint––Florent, por su parte, se contuvo,
y el cuadro se descompuso sin que él hubiera aportado nada.
––En verdad ––dijo Cardoville a su amigo––, me sigues dando tanto placer
como cuando sólo tenías quince años... No cabe duda ––prosiguió volviéndose y
besan do a La Rose–– de que este guapo mozo sabe excitarme bien... ¿No me
has encontrado hoy muy ancho, querido ángel?... ¿Creerás, Saint––Florent, que
es la trigésimo sexta vez que lo hago hoy?... A la fuerza tenía que salir. Para ti,
querido amigo ––continuó ese hombre abominable colocándose en la boca de
Julien, con la nariz pegada a mi trasero y el suyo ofrecido a SaintFlorent––, para
ti la treinta y siete.
Saint-Florent disfrutó de Cardoville, La Rose disfrutó de Saint––Florent, y éste,
al cabo de una breve carrera, quema con su amigo el mismo incienso que había
recibido. Si bien el éxtasis de Saint––Florent era más concentrado, no por ello
era menos vivo, menos ruidoso, menos criminal que el de Cardoville; uno
exclamaba a gritos todo lo que se le ocurría, el otro contenía sus arrebatos sin
que por ello fueran menos activos; seleccionaba sus palabras, pero con ello eran
aún más sucias y más impuras: en una palabra, el extravío y la rabia parecían
ser las características del delirio del primero; la maldad y la ferocidad se
encontraban descritas en el otro.
––Vamos, Thérèse, reanímanos ––dijo Cardoville––; ya ves que las antorchas
están apagadas, hay que encenderlas de nuevo.
Mientras Julien se disponía a disfrutar de Cardoville, y La Rose de Saint––
Florent, los dos libertinos, agachados sobre mí, debían alternativamente colocar
en mi boca sus dardos embotados; cuando yo se lo chupaba a uno, tenía que
sacudir y masturbar con mis manos al otro, después con el licor espiritoso que
me habían dado debía humedecer el miembro mismo y todas las partes
contiguas; pero no debía limitarme únicamente a chupar, era preciso que mi
lengua girara en torno a los glandes, y que mis dientes los mordisquearan al
mismo tiempo que mis labios los apretaban. Mientras tanto nuestros dos
pacientes eran vigorosamente sacudidos; Julien y La Rose se alternaban, a fin
de multiplicar las sensaciones producidas por la frecuencia de las entradas y de
las salidas. Cuando dos o tres homenajes se hubieron finalmente derramado en
aquellos templos impuros, descubrí alguna consistencia: Cardoville, aunque de
mayor edad, fue el primero en anunciarla; una bofetada con toda la fuerza de
sus manos en una de mis tetas fue la recompensa. Saint––Florent le siguió de
cerca; una de mis orejas casi arrancada fue el premio de mis esfuerzos. Se
repusieron, y poco después me advirtieron de que me preparara a ser tratada
como me merecía. A partir del espantoso lenguaje de los libertinos, vi
claramente que las vejaciones iban a caer sobre mí. Implorarles en el estado en
que acababan de ponerse uno y otro sólo habría servido para excitarlos más: así
que me colocaron, desnuda como estaba, en medio de un círculo que formaron
los cuatro sentados alrededor de mí. Yo estaba obligada a pasar delante de
cada uno de ellos y recibir la penitencia que se le antojara ordenarme; los
jóvenes no fueron más compasivos que los viejos, pero Cardoville se distinguió
sobre todo por unas bromas refinadas a las que Saint––Florent, pese a lo cruel
que era, le costó acercarse.
Un poco de reposo siguió a tan crueles orgías; me dejaron respirar por unos
instantes; yo estaba molida pero, cosa que me sorprendió, curaron mis heridas
en menos tiempo del que habían empleado en hacerlas; no quedó de ellas ni la
más mínima huella. Las lubricidades continuaron.
Había instantes en que todos esos cuerpos parecían formar sólo uno, y en los
que Saint-Florent, amante y querida, recibía con abundancia lo que el impotente
Cardoville sólo prestaba con parsimonia. Al momento siguiente, sin actuar ya,
pero ofreciéndose en todas las posiciones, tanto su boca como su culo servían
de altares a espantosos homenajes. Cardoville no puede soportar tantos
cuadros libertinos. Viendo a su amigo completamente en ristre, acude a
ofrecerse a su lujuria: Saint-Florent disfruta de él; yo afilo las flechas, las acerco
a los lugares donde deben hundirse, y mis nalgas expuestas sirven de
perspectiva a la lubricidad de unos, y de comodín a la crueldad de los otros. Al
fin nuestros dos libertinos, remansados por el esfuerzo que tienen que reparar,
salen de allí sin ninguna pérdida, y en un estado que me asusta más que nunca.
Vamos, La Rose ––dijo Saint––Florent––, coge a esta bribona y estréchamela.
Yo no comprendía esta expresión: una cruel experiencia me descubrió pronto
su sentido. La Rose me cogió, me coloca las caderas sobre un banquillo que no
tiene ni un pie de diámetro; allí, sin otro punto de apoyo, mis piernas caen de un
lado, y mi cabeza y mis brazos del otro. Fijan mis cuatro miembros en el suelo
con la mayor separación posible; el verdugo que debe estrechar los accesos se
arma con una larga aguja en cuya punta hay un hilo encerado, y sin preocuparse
por la sangre que derramará, ni por los dolores que me ocasionará, el monstruo,
frente a los dos amigos divertidos por ese espectáculo, cierra, mediante una
costura, la entrada del templo del Amor. Así que ha terminado, me da la vuelta,
mi vientre se apoya en el banquillo; mis miembros cuelgan, los fijan de igual
manera, y el indecente altar de Sodoma se atranca del mismo modo. No os
menciono mis dolores, señora, tendréis que imaginároslos; estuve a punto de
desmayarme.
––Así es como las quiero ––dijo Saint––Florent, cuando me hubieron colocado
de nuevo sobre las caderas y vio claramente a su alcance la fortaleza que quería
invadir––. Acostumbrado a recoger únicamente primicias, ¿cómo sin esta
ceremonia podría yo recibir algún placer de esta criatura?
Saint-Florent tenía la más violenta de las erecciones, le almohazaban para
prolongarla; se adelanta, con la pica en la mano; bajo sus miradas, para excitarlo
aún más, Julien disfruta de Cardoville; Saint––Florent me ataca: inflamado por
las resistencias que encuentra, empuja con un vigor increíble; los hilos se
rompen, los tormentos del infierno no igualan los míos; cuanto más vivos son
mis dolores, más excitantes parecen los placeres de mi perseguidor. Todo cede
finalmente a sus esfuerzos, me siento desgarrada, el reluciente dardo ha tocado
fondo, pero Saint-Florent, que quiere ahorrar su fuerzas, se limita a alcanzarlo;
me dan la vuelta, idénticos obstáculos; el cruel los observa masturbándose, y
sus feroces manos maltratan los alrededores para hallarse en mejor estado de
atacar la plaza. Se presenta allí, la pequeñez natural del local hace mucho' más
vivos los ataques, mi temible vencedor no tarda en romper todos los frenos;
estoy ensangrentada; pero ¿qué le importa al triunfador? Dos vigorosos golpes
de riñones le sitúan en el santuario, y el malvado consuma allí un espantoso
sacrificio cuyos dolores no habría podido soportar ni un instante más.
––¡Para mí! ––dice Cardoville, haciéndome soltar––, yo no coseré a esta
querida muchacha pero voy a colocarla en un lecho de campaña que le
devolverá todo el calor y toda la elasticidad que su temperamento o su virtud nos
niega.
La Rose saca inmediatamente de un gran armario una cruz diagonal de una
madera muy espinosa. Encima de allí es donde quiere que me coloque el
insigne disoluto; pero ¿con qué procedimiento mejorará su cruel goce? Antes de
atarme, el propio Cardoville introduce en mi trasero una bola plateada del grosor
de un huevo; la hunde en él a fuerza de pomada; desaparece. Así que está en
mi cuerpo, la noto hincharse, y volverse ardiente; sin atender mis protestas, soy
fuertemente agarrotada sobre aquel agudo caballete. Cardoville me penetra
pegándose a mí; aprieta mi espalda, mis riñones y mis nalgas contra las púas
que lo sostienen. Julien se coloca también allí. Obligada a soportar el peso de
los dos cuerpos, y sin tener más apoyo que esos malditos nudos que me
dislocan, podéis imaginaros fácilmente mis dolores; cuanto más rechazo a los
que me aprietan, más me empujan sobre las rugosidades que me laceran.
Mientras tanto, la terrible bola, que ha subido hasta mis entrañas, las crispa, las
abrasa y las desgarra. Lanzo unos gritos tremendos: no hay expresiones en el
mundo que puedan describir lo que siento. Sin embargo, mi verdugo disfruta; su
boca, pegada a la mía, parece respirar mi dolor para incrementar sus placeres:
es imposible imaginar su ebriedad, pero, a ejemplo de su amigo, notando sus
fuerzas a punto de dispersarse, quiere llegar a sentirlo todo antes de que le
abandonen. Me dan la vuelta, la bola que me han hecho devolver producirá en la
vagina el mismo incendio que encendió en los lugares que abandona;
desciende, arde en el fondo de la matriz: vuelven a atarme sobre el vientre a la
pérfida cruz, y unas partes mucho más delicadas se irritarán con los nudos que
las reciben. Cardoville penetra por el sendero prohibido; lo perfora mientras los
demás disfrutan de igual manera de él. El delirio se apodera finalmente de mi
perseguidor, sus espantosos gritos anuncian el cumplimiento de su crimen;
estoy inundada, me sueltan
––Vamos, amigos míos ––dice Cardoville a los dos jóvenes––, apoderaos de
esta ramera, y gozad de ella a vuestro antojo; es vuestra, os la dejamos.
Los dos libertinos se apoderan de mí. Mientras uno disfruta de la parte
delantera el otro se hunde en el trasero; cambian de sitio una y otra vez; estoy
aún más desgarrada por su prodigioso tamaño de lo que lo he estado por el
rompimiento de las barricadas artificiales de Saint-Florent; y él y Cardoville se
divierten con esos jóvenes mientras ellos se ocupan de mí. Saint-Florent
sodomiza a La Rose que me trata de la misma manera, y Cardoville hace otro
tanto con Julien que se excita conmigo en un lugar más decente. Soy el centro
de esas abominables orgías, soy su punto fijo y su resorte; cada uno de ellos por
cuatro veces, La Rose y Julien han rendido su culto a mis altares, mientras que
Cardoville y Saint––Florent, menos vigorosos o más exhaustos, se contentan
con un sacrificio en los de mis amantes. Es el último, ya era hora, estaba a punto
de desvanecerme.
––Mi compañero te ha hecho mucho daño, Thérèse ––me dice Julien––, y yo
voy a repararlo todo.
Provisto de un frasco de esencia, me frota repetidas veces. Las huellas de las
atrocidades de mis verdugos se desvanecen, pero nada apacigua mis dolores;
jamás los sentí tan intensos.
––Con el arte que tenemos en hacer desaparecer los vestigios de nuestras
crueldades, las que quieran denunciarnos no lo tendrán nada fácil, ¿no es
verdad, Thé rèse? ––me dice Cardoville––. ¿Qué pruebas ofrecerían de sus
acusaciones?
––¡Oh! ––dice Saint––Florent , la encantadora Thérèse no está para
denuncias; en vísperas de ser ella misma inmolada, son oraciones lo que
debemos esperar de ella, y no acusaciones.
––Que no haga ni lo uno ni lo otro ––replicó Cardoville––; nos inculparía sin ser
atendida: la consideración y la preponderancia que tenemos en esta ciudad no
permitirían que se prestara atención a unas denuncias que siempre llegarían a
nosotros. Y de las que en todo momento seríamos los dueños. Eso haría su
suplicio más cruel y más largo. Thérèse debe sentir que nos hemos divertido con
su persona por la razón natural y simple que lleva a la fuerza a abusar de la
debilidad; debe sentir que no puede escapar a su juicio; que éste debe ser
sufrido; que lo sufrirá: que sería inútil que divulgara su salida de la prisión esta
noche: no la creerían; el carcelero, totalmente de nuestra parte, la desmentiría
inmediatamente. Así pues, es necesario que esta hermosa y dulce muchacha,
tan imbuida de la grandeza de la Providencia, le ofrezca en paz todo lo que
acaba de sufrir y todo lo que todavía le espera; serán otras tantas expiaciones a
los espantosos crímenes que la entregan a las leyes. Viste tus ropas, Thérèse,
todavía no es de día, los dos hombres que te han traído te devolverán a tu
cárcel.
Quise decir una palabra, quise arrojarme a las rodillas de aquellos ogros, bien
para suavizarlos, bien para pedirles la muerte. Pero me arrastraron y me
arrojaron a un simón donde mis dos guías se encierran conmigo; así que
estuvieron allí unos infames deseos los inflaman una vez más.
––Aguántamela ––dijo Julien a La Rose––, quiero sodomizarla; nunca he visto
un trasero en el que me sintiera tan voluptuosamente comprimido; te prestaré el
mismo servicio.
El proyecto se realiza, por mucho que yo intente defenderme, Julien triunfa, y
con espantosos dolores sufro esta nueva embestida: el grosor excesivo del
asaltante, el desgarramiento de estas partes, los fuegos con que aquella maldita
bola ha devorado mis intestinos, todo contribuye a hacerme sentir unos dolores
renovados por La Rose tan pronto como su camarada ha terminado. Así que,
antes de llegar, fui una vez más víctima del libertinaje criminal de los dos
indignos lacayos. Finalmente entramos. El carcelero nos recibió; estaba solo,
todavía era de noche, nadie me vio entrar.
––Acuéstate, Thérèse ––me dijo, devolviéndome a mi calabozo––, y si alguna
vez quisieras decir a alguien que esta noche has salido de la cárcel, recuerda
que te des mentiré, y que esta inútil acusación no te resolverá ningún
problema...
¡Y yo había lamentado abandonar este mundo!», me dije en cuanto me
encontré sola. ¡Temía abandonar un universo formado por tales monstruos! ¡Ah!
Que la mano de Dios me arranque de él en este mismo instante, de la manera
que mejor le parezca: no me quejaré. El único consuelo que le puede restar al
infortunado nacido entre tantas bestias feroces es la esperanza de abandonarlas
cuanto antes.
A la mañana siguiente, no oí hablar de nada, y decidida a abandonarme a la
Providencia, vegeté sin querer tomar ningún alimento. El día después, Cardoville
se presentó a interrogarme; no pude dejar de estremecerme al ver con qué
sangre fría aquel bribón venía a ejercer la justicia, él, el más malvado de los
hombres, él que, en contra de todos los derechos de esa justicia de la que se
revestía, acababa de abusar tan cruelmente de mi inocencia y de mi infortunio.
Por mucho que defendiera mi causa, el arte de aquel hombre deshonesto
convirtió en crímenes todas mis defensas. Cuando, según aquel juez inicuo,
todos los cargos de mi proceso quedaron bien probados, tuvo la impudicia de
preguntarme si conocía en Lyon a un rico particular llamado señor de Saint-
Florent; contesté que sí lo conocía.
––Bien ––dijo Cardoville––, no necesito más: este señor de Saint-Florent, que
confiesas conocer, también te conoce perfectamente; ha declarado que te vio en
una banda de ladrones donde fuiste la primera en robarle su dinero y su cartera.
Tus camaradas querían salvarle la vida, tú les aconsejaste que se la quitaran; de
todos modos consiguió huir. Ese mismo señor de Saint-Florent añade que, unos
años después, te reconoció en Lyon y te permitió ir a saludarle a su casa a
instancias tuyas, a cambio de tu palabra de una excelente conducta actual, y
que allí, mientras te sermoneaba, mientras te estimulaba a persistir por el buen
camino, llevaste la insolencia y el crimen hasta elegir estos instantes de beneficencia
suya para robarle un reloj y cien luises que había dejado sobre la
chimenea...
Y Cardoville, aprovechando el despecho y la cólera a que me llevaban unas
calumnias tan atroces, ordenó al escribano que escribiera que yo admitía estas
acusaciones con mi silencio y con las impresiones de mi rostro.
Me precipito al suelo, hago resonar la bóveda con mis gritos, golpeo mi cabeza
contra las losas, con la intención de encontrar allí una muerte más cercana, y no
hallando expresiones para mi rabia:
––¡Malvado! ––exclamé––. ¡Apelo al Dios justo que me vengará de tus
crímenes, descubrirá la inocencia, te hará arrepentirte del indigno abuso que
cometes de tu autoridad!
Cardoville llama; dice al carcelero que se me lleve, dado que, turbada por mi
desesperación y mis remordimientos, no estoy en situación de seguir el
interrogatorio; pero que, además, ha terminado ya que he confesado todos mis
crímenes. ¡Y el malvado sale tranquilamente! ¡Y un relámpago no lo fulmina del
todo!...
El caso avanzó velozmente, guiado por el odio, la venganza y la lujuria; fui
rápidamente condenada y conducida a París para la confirmación de mi
sentencia. ¡En este camino fatal, y convertida, aunque inocente, en la peor de
los criminales, es cuando las reflexiones más amargas y más dolorosas
acabaron de desgarrar mi corazón! «¡Bajo qué astro fatal debo haber nacido»,
me decía, «para que me sea imposible concebir un solo sentimiento honesto que
no me suma inmediatamente en un océano de infortunios! ¡Y cómo es posible
que esta Providencia iluminada cuya justicia me complazco en adorar,
castigándome por mis virtudes, me presente al mismo tiempo en la cumbre a los
que me aplastaban con sus crímenes!»
Un usurero, en mi infancia, quiere impulsarme a cometer un robo; me niego: se
enriquece. Caigo en una banda de ladrones, escapo de ella junto con un hombre
al que salvo la vida: como recompensa, me viola. Llego a casa de un señor
disoluto que me hace devorar por sus perros, por no haber querido envenenar a
su tía. Paso, de allí, a casa de un cirujano incestuoso y homicida a quien intento
evitar una acción horrible: el verdugo me marca como a una criminal; sus
fechorías se consuman sin duda: él triunfa en todo, y yo estoy obligada a
mendigar mi pan. Quiero acercarme a los sacramentos, quiero implorar con
fervor al Ser supremo del que recibo, pese a todo, tantos males; el augusto tribunal
donde espero purificarme en uno de nuestros más santos misterios se
convierte en el teatro ensangrentado de mi ignominia: el monstruo que abusa de
mí y que me manosea se eleva a los más altos honores de su orden, y yo
recaigo en el abismo espantoso de la miseria. Intento salvar a una mujer del
furor de su marido: el cruel quiere hacerme morir derramando mi sangre gota a
gota. Quiero ayudar a un pobre: me roba. Ofrezco ayuda a un hombre
desmayado: el ingrato me hace dar vueltas a una rueda como una bestia, y me
ahorca para deleitarse; los favores de la suerte le rodean, y yo estoy a punto de
morir en el cadalso por haber trabajado a la fuerza en su casa. Una mujer
indigna quiere seducirme para una nueva fechoría: pierdo por segunda vez los
escasos bienes que poseo, por salvar los tesoros de su víctima. Un hombre
sensible quiere compensarme de todos mis males con el ofrecimiento de su
mano: expira en mis brazos antes de poder hacerlo. Me arriesgo en un incendio
para arrebatar de las llamas a una niña que no me pertenece: la madre de esta
niña me acusa y me incoa un proceso criminal. Caigo en las manos de mi más
mortal enemiga, que quiere llevarme a la fuerza a casa de un hombre cuya
pasión consiste en cortar cabezas: si evito la espada de aquel malvado, es para
recaer bajo la de Temis. Imploro la protección de un hombre al que he salvado la
fortuna y la vida; me atrevo a esperar de él alguna gratitud; me atrae a su casa,
me somete a horrores, convoca allí al juez inicuo del que depende mi caso; los
dos abusan de mí, los dos me ultrajan, los dos aceleran mi pérdida: la fortuna los
colma de favores, y yo corro a la muerte.
Eso es lo que los hombres me han hecho sentir, eso es lo que me ha
enseñado su peligroso trato; ¿es sorprendente que mi alma agriada por la
desdicha, asqueada de ultrajes y de injusticias, sólo aspire a romper sus lazos?
––Mil excusas, señora ––dijo aquella joven infortunada concluyendo aquí sus
aventuras––; mil perdones por haber manchado vuestra mente con tantas
obscenidades, por haber abusado durante tanto tiempo, en una palabra, de
vuestra paciencia. Es posible que haya ofendido al cielo con unos relatos
impuros, haya renovado mis heridas, haya turbado vuestro reposo. Adiós,
señora, adiós; el astro se alza, mis guardianes me llaman, dejadme correr a mi
suerte, ya no la temo, acortará mis tormentos. Este último instante del hombre
sólo es terrible para el ser afortunado cuyos días han transcurrido sin nubes;
pero la desdichada criatura que sólo ha respirado el veneno de las víboras,
cuyos pasos tambaleantes sólo han pisado espinos, que sólo ha visto la
antorcha del día como el viajero extraviado ve temblando los surcos del rayo;
aquella a quien sus crueles reveses han arrebatado padres, amigos, fortuna,
protección y ayuda; aquella que ya sólo tiene en el mundo lágrimas para
abrevarse y tribulaciones para alimentarse; aquélla, digo, ve avanzar la muerte
sin temerla, la desea incluso como un puerto seguro en el que renacerá la
tranquilidad para ella, en el seno de un Dios demasiado justo para permitir que la
inocencia, envilecida en la Tierra, no encuentre en otro mundo la compensación
de tantos males.
El honesto señor de Corville no había podido oír esta historia sin sentirse
profundamente conmovido; en cuanto a la señora de Lorsange en quien, como
hemos dicho, los monstruosos errores de su juventud no habían apagado en
absoluto la sensibilidad, estaba a punto de desmayarse.
––Señorita ––le dijo a Justine––, es difícil oíros sin sentir por vos el más vivo
interés; pero, ¡,tengo que confesarlo?, un sentimiento inexplicable, mucho más
tierno del que describo, me arrastra invenciblemente hacia vos y convierte
vuestros males en míos propios. Me habéis disfrazado vuestro nombre, me
habéis ocultado vuestro nacimiento; os conjuro a que confeséis vuestro secreto;
no os imaginéis que sea una vana curiosidad lo que me lleva a hablaros así...
¡Gran Dios! ¿Es posible lo que sospecho?... ¡Oh, Thérèse! ¿Y si fuerais
Justine?... ¿Y si fuerais mi hermana?
––¡Justine! Señora, ¡vaya nombre! ––Tendría ahora vuestra edad...
––¡Juliette! ¿Te estoy oyendo a ti? ––dijo la desdichada prisionera arrojándose
a los brazos de la señora de Lorsange...–– i Tú... mi hermana!... ¡Ah, moriré
mucho menos infeliz, ya que, al menos, he podido abrazarte una vez más!...
Y las dos hermanas, estrechamente abrazadas, ya sólo escuchaban sus
sollozos, ya sólo se expresaban a través de las lágrimas.
El señor de Corville no pudo retener las suyas; sintiendo que se le hace
imposible no sentir por este caso el mayor interés, pasa a otra habitación,
escribe al can ciller, describe con trazos encendidos el horror de la suerte de la
pobre Justine a la que seguiremos llamando Thérèse; se hace fiador de su
inocencia, pide que hasta el esclarecimiento del proceso, la supuesta culpable
no tenga otra prisión que su castillo, y se compromete a devolverla a la primera
orden de aquel jefe soberano de la justicia; se da a conocer a los dos guardianes
de Thérèse, les confía su carta, les responde de la prisionera; es obedecido,
Thérèse le es entregada; un carruaje avanza.
––Acercaos, criatura harto desdichada ––dijo entonces el señor de Corville a la
interesante hermana de la señora de Lorsange––, acercaos, todo cambiará para
vos. No podrá decirse que vuestras virtudes quedan siempre sin recompensa, y
que la hermosa alma que habéis recibido de la naturaleza sólo encuentra
siempre el cautiverio: seguidnos, ahora sólo dependéis de mí...
Y el señor de Corville explica en pocas palabras lo que acaba de hacer.
Hombre respetable y amado dijo la señora de Lorsange arrojándose a las
rodillas de su amante––, este es el rasgo más hermoso que habéis tenido en
todos vues tros días; a quien conoce realmente el corazón del hombre y el
espíritu de la ley le corresponde vengar la ¡no––
cencia oprimida. Ahí tenéis, señor, ahí tenéis a vuestra prisionera: ve, Thérèse,
ve, corre, vuela al instante a arrojarte a los pies de este protector equitativo que
no te abandonará como los demás. ¡Oh, señor, si me resultaban queridos los
lazos del amor con vos, cuanto más lo serán ahora, reforzados por la más tierna
estimación!...
Y las dos mujeres abrazaban sucesivamente las rodillas de un amigo tan
generoso y las regaban con sus lágrimas.
Llegaron en pocas horas al castillo: allí, el señor de Corville y la señora de
Lorsange se ocuparon ambos a porfía de hacer pasar a Thérèse del exceso de
la desdicha al colmo del bienestar. La alimentaban con deleite de los manjares
más suculentos; la acostaban en los mejores lechos, querían que mandara en su
casa, ponían en ello, en suma, toda la delicadeza que cabía esperar de dos
almas sensibles. Consiguieron curarla en pocos días, la bañaron, la vistieron, la
embellecieron; era el ídolo de los dos amantes, competían en ver cual de los dos
le ––haría olvidar cuanto antes sus desgracias. Mediante algunos cuidados, un
excelente cirujano se encargó de hacer desaparecer aquella marca ignominiosa,
fruto cruel de la maldad de Rodin. Todo respondía a las atenciones de los
bienhechores de Thérèse: las huellas del infortunio ya se borraban de la frente
de la amable joven; las Gracias ya restablecían en ella su dominio. A los colores
lívidos de sus mejillas de alabastro sucedían las rosas de su edad, marchitas por
tantos pesares. La risa, borrada de sus labios desde hacía tantos años,
reapareció en ellos finalmente bajo el ala de los placeres. Las mejores noticias
acababan de llegar de la Corte; el señor de Corville había puesto toda Francia
en movimiento, había reavivado el celo del señor S***, que se había unido a él
para describir las desdichas de Thérèse y para devolverle una tranquilidad a la
que era tan acreedora. Llegaron finalmente las cartas del Rey que purgaban a
Thérèse de todos los procesos injustamente incoados contra ella, le devolvían el
título de honesta ciudadana, imponían para siempre silencio a todos los
tribunales del reino donde se había intentado difamarla, y le concedían mil
escudos de pensión a cuenta del oro requisado en el taller de los monederos
falsos del Delfmesado. Tuvieron la intención de apoderarse de Cardoville y de
Saint––Florent; pero obedeciendo a la fatalidad de la estrella relacionada con
todos los perseguidores de Thérèse, uno, Cardoville, acababa de ser nombrado,
antes de que sus crímenes fueran conocidos, a la intendencia de ***, el otro a la
intendencia general del comercio de las Colonias; cada uno de ellos estaba ya
en su destino, las órdenes sólo encontraron familias poderosas que no tardaron
en buscar los medios para calmar la tempestad, y tranquilos en el seno de la fortuna,
las fechorías de esos monstruos fueron pronto olvidadas.*
En lo que se refiere a Thérèse, así que se enteró de tantas cosas agradables
para ella, poco faltó para que expirara de alegría, derramó varios días
consecutivos unas lágrimas muy dulces, en el seno de sus protectores, cuando
de repente su humor cambió, sin que fuera posible adivinar la causa. Se volvió
sombría, inquieta, ensimismada; a veces lloraba en medio de sus amigos, sin
que ni ella misma pudiera explicar la causa de sus penas.
* En cuanto a los frailes de Santa María de los Bosques, la supresión de las
órdenes religiosas descubrirá los crímenes atroces de esta horrible calaña. (N.
del A.)
––No he nacido para tanta felicidad ––le decía a la señora de Lorsange––...
Oh, querida hermana, es imposible que dure mucho tiempo.
Por más que le aseguraran que todas sus historias habían terminado y que ya
no debía sentir más inquietud, nada conseguía calmarla; diríase que esta triste
criatura, únicamente destinada a la desdicha, y sintiendo la mano del infortunio
siempre colgada sobre su cabeza, previera ya los últimos golpes que iban a
aplastarla.
El señor de Corville seguía viviendo en el campo; estaban a fines del verano,
planeaban un paseo que la proximidad de una espantosa tormenta parecía
poder estorbar; el exceso de calor había obligado a dejarlo todo abierto. El
relámpago brilla, el granizo cae, los vientos silban, el fuego del cielo agita las
nubes, las sacude de una manera terrible; parecía que la naturaleza, aburrida de
sus obras, estuviera dispuesta a mezclar todos los elementos para obligarlos a
unas formas nuevas. La señora de Lorsange, asustada, suplica a su hermana
que lo cierre todo, lo más rápidamente posible; Thérèse, apresurada en calmar a
su hermana, corre hacia las ventanas que ya se rompen; quiere luchar por un
minuto contra el viento que la rechaza: al instante el resplandor del rayo la
derriba en el centro del salón.
La señora de Lorsánge lanza un grito espantoso y se desmaya; el señor de
Corville pide ayuda; los cuidados se dividen, devuelven a la señora de Lorsange
a la luz, pero la desdichada Thérèse está herida de manera que ni la menor
esperanza puede subsistir para ella; el rayo había entrado por el seno derecho;
después de haber consumido su pecho y su cara, había salido por el centro del
vientre. La visión de aquella miserable criatura infundía horror: el señor de
Corville ordena que se la lleven...
––No ––dijo la señora de Lorsange levantándose con la mayor calma––; no,
dejadla bajo mis miradas, señor; necesito contemplarla para afirmarme en las
decisiones que acabo de tomar. Escuchadme, Corville, y no os enfrentéis sobre
todo a la decisión que tomo, a unos proyectos de los que nada en el mundo
podría distraerme ahora. Las increíbles desdichas que experimentó esta
infortunada, aunque siempre haya respetado sus deberes, tienen algo de
demasiado extraordinario como para no abrirme los ojos sobre mí misma; no os
imaginéis que me ciego con los falsos resplandores de felicidad que hemos visto
disfrutar, en el transcurso de las aventuras de Thérèse, a los malvados que la
han hollado. Estos caprichos del cielo son unos enigmas que no nos
corresponde a nosotros desvelar, pero que jamás deben seducirnos. ¡Oh, amigo
mío! la prosperidad del crimen sólo es una prueba a la que la Providencia quiere
someter la virtud; es como el rayo cuyos fuegos falaces sólo embellecen un
instante la atmósfera para precipitar en los abismos de la muerte al desdichado
que han deslumbrado. Aquí tenemos el ejemplo bajo nuestros ojos; las
increíbles calamidades, los reveses terroríficos e ininterrumpidos de esta
encantadora joven, son una advertencia que el Eterno me da para escuchar la
voz de mis remordimientos y arrojarme al fin en sus brazos. ¿Qué castigo debo
yo temer de él, yo, a quien el libertinaje, la irreligiosidad y el abandono de todos
los principios han señalado cada instante de la vida? ¿Qué es lo que debo
esperar, cuando así ha sido tratada aquella que no tuvo en todos sus días un
solo error verdadero que reprocharse? Separémonos, Corville, ya es hora;
ninguna cadena nos ata, olvidadme, y considerad oportuno que vaya con un
arrepentimiento eterno a abjurar a los pies del Ser Supremo de las infamias con
que me he manchado. Este espantoso golpe era necesario para mi conversión
en esta vida, lo era para la dicha que me atrevo a esperar en la otra. Adiós,
señor; la última señal que espero de vuestra amistad es no hacer ningún tipo de
pesquisas para saber qué ha sido de mí. ¡Oh, Corville!, os aguardo en un mundo
mejor, vuestras virtudes deben conduciros a él; ojalá las maceraciones en las
que voy a pasar para expiar mis crímenes, los desdichados años que me
quedan, puedan permitirme volver a veros un día.
La señora de Lorsange abandona inmediatamente la casa; toma algún dinero
consigo, se precipita a un carruaje, abandona al señor de Corville el resto de sus
bienes señalándole unos legados piadosos, y vuela a París, donde entra en las
carmelitas, de las que al cabo de muy pocos años se convierte en ejemplo y
edificación, tanto por su elevada piedad como por la sabiduría de su mente y la
regularidad de sus costumbres.
El señor de Corville, digno de obtener los mejores empleos de su patria, los
consiguió, y sólo fue honrado con ellos para hacer a la vez la dicha de los
pueblos, la gloria de su amo, al que sirvió bien, aunque ministro, y la fortuna de
sus amigos.
¡Oh, vosotros, que derramasteis lágrimas sobre las desdichas de la virtud;
vosotros, que compadecisteis a la infortunada Justine; perdonando los lápices,
quizás un poco fuertes que nos hemos visto obligados a emplear, ojalá podáis
sacar, al menos, de esta historia el mismo fruto que la señora de Lorsange!
¡Ojalá os convenzáis con ella de que la auténtica felicidad sólo está en el seno
de la virtud, y que si, con unas intenciones que no nos corresponde a nosotros
profundizar, Dios permite que sea perseguida en la Tierra, es para compensarla
en el cielo con las más halagüeñas recompensas!

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