En la cripta
H.P. Lovecraft
.-.
Dedicado a C.W. Smith, que sugirió la idea central
-
Nada más absurdo, a mi juicio, que esa tópica asociación entre lo hogareño y lo saludable que parece
impregnar la psicología de la multitud. Mencione usted un bucólico paraje yanqui, un grueso y
chapucero enterrador de pueblo y un descuidado contratiempo con una tumba, y ningún lector
esperará otra cosa que un relato cómico, divertido pero grotesco. Dios sabe, empero, que la prosaica
historia que la muerte de George Birch me permite contar tiene, en sí misma, ciertos elementos que
hacen que la más oscura de las comedias resulte luminosa. Birch quedó impedido y cambió de
negocio en 1881, aunque nunca comentaba el asunto si es que podía evitarlo. Tampoco lo hacía su
viejo médico, el doctor Davis, que murió hace años. Se acepta generalmente que su dolencia y daños
fueron resultado de un desafortunado resbalón por el que Birch quedó encerrado durante nueve horas
en el mortuorio cementerio de Peck Valley, logrando salir sólo mediante toscos y destructivos
métodos. Pero mientras que esto es una verdad de la que nadie duda, había otros y más negros
aspectos sobre los que el hombre solía murmurar en sus delirios de borracho, cerca de su final. Se
confió a mí porque yo era médico, y porque probablemente sent ía la necesidad de hablar con alguien
después de la muerte de Davis. Era soltero y carecía completamente de parientes.
Birch, antes de 1881, era el enterrador municipal de Peck Valley, siendo un rústico y primitivo, incluso
para como puede ser ese tipo de gente. Lo que he oído sobre sus métodos resulta increíble, al menos
para una ciudad, e incluso Peck Valley se había estremecido de haber conocido la dudosa ética de
sus artes mortuorias en materias tan escabrosas como el apropiarse de los forros, invisibles bajo la
tapa del ataúd, o el grado de dignidad que daba al disponer y adaptar los miembros no visibles de sus
inquilinos sin vida a unos recipientes no siempre calculados con exactitud precisa. Más
concretamente, Birch era dejado, insensible y profesionalmente indeseable, aunque no creo que fuera
mala persona. Era, sencillamente, tosco de temperamento y profesión... bruto, descuidado y borracho,
y así lo probaba su fácil tendencia a los accidentes, así como su carencia de esos mínimos de
imaginación que mantiene el ciudadano medio dentro de ciertos límites fijados por el buen gusto.
No sabría decir cuándo comienza la historia de Birch, ya que no soy un relator avezado. Supongo que
puede empezar en el frío Diciembre de 1880, cuando el terreno se heló y los sepultureros
descubrieron que no podían cavar más tumbas hasta la primavera. Afortunadamente, el pueblo era
pequeño y las muertes bastante escasas, por lo que fue imposible dar a todas las cargas inanimadas
de Birch un paraíso temporal en el simple y anticuado mortuorio. El enterrador se volvió doblemente
perezoso con aquel tiempo amargo y pareció sobrepasarse a sí mismo en descuido. Nunca había
colocado juntos tantos ataúdes flojos y contrahechos, o abandonado más flagrantemente el cuidado
del oxidado cerrojo de la puerta del mortuorio, que abría y cerraba a portazos, con el más negligente
abandono.
Al fin llegó el deshielo de primavera y las tumbas fueron laboriosamente habilitadas para los nueve
silenciosos frutos del espantoso cosechero que les aguardaba en la tumba. Birch, aun temiendo el
fastidio de remover y enterrar, comenzó a trasladarlos una desagradable mañana de abril, pero se
detuvo, tras depositar a un mortal inquilino en su eterno descanso, por culpa de una tremenda lluvia
que pareció irritar a su caballo. El cadáver era el de Darius Park, el nonagenario, cuya tumba no
estaba lejos del mortuorio. Birch decidió que, el d ía siguiente, empezaría con el viejo Matthew Fenner,
cuya tumba también se encontraba cerca; pero la verdad es que pospuso el asunto por tres d ías, no
volviendo al trabajo hasta el d ía 15, Viernes Santo. No siendo supersticioso, no se fijó en la fecha,
aunque tras lo que pasó se negó siempre a hacer algo de importancia en ese fatídico sexto día de la
semana. Desde luego, los sucesos de aquella noche cambiaron enormemente a George Birch.
La tarde del 15 de abril, viernes, Birch se dirigió a la tumba con caballo y carro, dispuesto a trasladar
el cuerpo de Matthew Fenner. Él admite que en aquellos momentos no estaba del todo sobrio, aunque
entonces no se daba tan plenamente a la bebida como har ía más tarde, tratando de olvidar ciertas
cosas. Se encontraba sólo lo bastante mareado y descuidado como para fastidiar a su sensible
caballo, sofrenándolo junto al mortuorio, por lo que éste relinchó y piafó y se agitó, tal como lo hiciera
la ocasión anterior, cuando le molestó la lluvia. El d ía era claro, pero se había levantado un fuerte
viento, y Birch se alegró de contar con refugio mientras corría el cerrojo de hierro y entraba en el
vestíbulo de la cripta. Otro no podría haber soportado la húmeda y olorosa estancia, con los ocho
ataúdes descuidadamente colocados, pero Birch, en aquellos días, era insensible y sólo cuidaba de
poner el ataúd correcto en la tumba correspondiente. No había olvidado las críticas suscitadas por los
parientes de Hannah Bixby cuando, deseando transportar el cuerpo de ésta al cementerio de la
ciudad a la que se habían mudado, encontraron en la caja al juez Capwell bajo su lápida.
La luz era tenue, pero la vista de Birch era buena y no cogió por error el ataúd de Asaph Sawyer, a
pesar de que era muy similar. De hecho, había fabricado aquella caja para Matthew Fenner, pero la
dejó a un lado, por ser demasiado tosca y endeble, en un rapto de curioso sentimentalismo provocado
por el recuerdo de cuán amable y generoso fue con él el pequeño anciano durante su bancarrota,
cinco años antes. Había dado al viejo Matt lo mejor que su habilidad podía crear, pero era lo bastante
ahorrativo como para guardarse el ejemplar desechado y usarlo cuando Asaph Sawyer murió de
fiebres malignas. Sawyer no era un hombre amable y se contaban muchas historias sobre su casi
inhumano temperamento vengativo y su tenaz memoria para ofensas reales o fingidas. Con él, Birch
no sintió remordimientos cuando le asignó el destartalado ataúd que ahora apartaba de su camino,
buscando la caja de Fenner.
Fue justo al reconocer el ataúd del viejo Matt cuando la puerta se cerró de un portazo, empujada por
el viento, dejándolo en una penumbra aún más profunda que la de antes. El angosto tragaluz admitía
sólo el paso de los más débiles rayos, y el ventiladero sobre su cabeza virtualmente ninguna, así que
se vió obligado a un profano palpar mientras hacía un trastabilleante camino entre las cajas, rumbo al
pestillo. En esa penumbra fúnebre agitó el mohoso pomo, empujó las planchas de hierro y se
preguntó porqué el enorme portón se había vuelto repentinamente tan recalcitrante. En ese
crepúsculo, además, comenzó a comprender la verdad y gritó en voz alta, mientras su caballo, fuera,
no pudo más que darle una réplica, aunque poco amistosa. Porque el pestillo tanto tiempo descuidado
se había roto sin duda, dejando al descuidado enterrador atrapado en la cripta, víctima de su propia
desidia.
Aquello debió suceder sobre las tres y media de la tarde. Birch, siendo de temperamento flemático y
práctico, no gritó durante mucho tiempo, sino que procedió a buscar algunas herramientas que
recordaba haber visto en una esquina de la sala. Es dudoso que sintiera todo el horror y lo horripilante
de su posición, pero el solo hecho de verse atrapado tan lejos de los caminos transitados por los
hombres era suficiente para exasperarlo por completo. Su trabajo diurno se había visto tristemente
interrumpido, y a no ser que la suerte llevase en aquellos momentos a algún caminantehasta las
cercanías, debería quedarse allí toda la noche o más tarde. Pronto apareció el montón de
herramientas y, seleccionando martillo y cincel, Birch regresó, entre los ataúdes, a la puerta. El aire
había comenzado a ser excesivamente malsano, pero no prestó atención a este detalle mientras se
afanaba, medio a tientas, contra el pesado y corroído metal del pestillo. Hubiera dado lo que fuera por
tener una linterna o un cabo de vela, pero, careciendo de ambos, chapuceaba como podía, medio a
ciegas.
Cuando se cercionó de que el pestillo estaba bloqueado sin remisión, al menos para herramientas tan
rudimentarias y bajo tales condiciones tenebrosas de luz, Birch buscó alrededor otras cosas de
escapar. La cripta había sido excavada en una ladera, por lo que el angosto túnel de ventilación del
techo corría a través de algunos metros de tierra, haciendo que esta dirección fuera inútil de
considerar. Sobre la puerta, no obstante, el tragaluz alto y en forma de hendidura, situado en la
fachada de ladrillo, dejaba pensar en que podría ser ensanchado por un trabajador diligente, de ahí
que sus ojos se demoraran largo rato sobre él mientras se estrujaba el cerebro buscando métodos de
escapatoria. No había nada parecido a una escalera en aquella tumba, y los nichos para ataúdes
situados a los lados y el fondo -que Birch apenas se molestaba en utilizar- no permitían trepar hasta
encima de la puerta. Sólo los mismos ataúdes quedaban como potenciales peldaños, y, mientras
consideraba aquello, especuló sobre la mejor forma de colocarlos. Tres ataúdes de altura, supuso,
permitirían alcanzar el tragaluz, pero lo haría mejor con cuatro, lo más estable posible. Mientras lo
planeaba, no pudo por menos que desear que las unidades de su planeada escalera hubieran sido
hechas con firmeza. Que hubiera tenido la suficiente imaginación como para desear que estuvieran
vacías, ya resultaba más dudosa.
Finalmente, decidió colocar una base de tres, paralelos al muro, para colocar sobre ellos dos pisos de
dos y, encima de éstos, uno solo que serviría de plataforma. Tal estructura permitiría el ascenso con
un mínimo de problemas y daría la deseada altura. Aún mejor, pensó, podría utilizar sólo dos cajas de
base para soportar todo, dejando uno libre, que podría ser colocado en lo alto encaso de que tal
forma de escape necesitase aún mayor altitud. Y, de esta forma el prisionero se esforzó en aquel
crepúsculo, desplazando los inertes restos de mortalidad sin la menor ceremonia, mientras su Torre
de Babel en miniatura iba ascendiendo piso a piso. Algunos de los ataúdes comenzaros a rajarse bajo
el esfuerzo del ascenso, y él decidió dejar el sólidamente construído ataúd del pequeño Matthew
Fenner para la cúspide, de forma que sus pies tuvieran una superficie tan sólida, como fuera posible.
En la escasa luz había que confiar ante todo en el tacto para seleccionar la caja adecuada y, de
hecho, la encontró por accidente, ya que llegó a sus manos como através de alguna extraña volición,
después de que la hubiera colocado inadvertidamente junto a otra en el tercer piso.
Al cabo, la torre estuvo acabada, y sus fatigados brazos descansaron un rato, durante el que se sentó
en el último peldaño de su espantable artefacto; luego , Birch ascendió cautelosamente con sus
herramientas y se detuvo frente al angosto tragaluz. Los bordes eran totalmente de ladrillo y había
pocas dudas de que, con unos pocos golpes de cincel, se abriría lo bastante como para permitir el
paso de su cuerpo. Mientras comenzaba a golpear con el martillo, el caballo, fuera, relinchaba en un
tono que podría haber sido tanto de aliento como de burla. Cualquiera de los dos supuestos hubiera
sido apropiado, ya que la inesperada tenacidad de la albañilería, fácil a simple vista, resultaba sin
duda sardónicamente ilustrativa de la vanidad de los anhelos de los mortales, aparte de motivo de
una tarea cuya ejecución necesitaba cada estímulo posible.
Llegó el anochecer y encontró a Birch aún pugnando. Trabajaba ahora sobre todo el tacto, ya que
nuevas nubes cubrieron la luna y, aunque los progresos eran todavía lentos, se sentía envalentonado
por sus avances en lo alto y lo bajo de la abertura. Estaba seguro se que podr ía tenerlo listo a
medianoche... aunque era una cracterística suya el que esto no contuviera para él implicaciones
temibles. Ajeno a opresivas reflexiones sobre la hora, el lugar y la compañia que tenía bajo sus pies,
despedazaba filosóficamente el muro de piedra, maldiciendo cuando le alcanzaba un fragmento en el
rostro, y riéndose cuando alguno daba en el cada vez más excitado caballo que piafaba cerca del
ciprés. Al final, el agujero fué lo bastante grande como para intentar pasar el cuerpo por él, agitándose
hasta que los ataúdes se mecieron y crujieron bajo sus pies. Descubrió que no necesitaba apilar otro
para conseguir la altura adecuada, ya que el agujero se encontraba exactamente en el nivel
apropiado, siendo posible usarlo tan pronto como el tamaño así lo permitiera.
Debía ser ya la medianoche cuando Birch decidió que podía atravesar el tragaluz. Cansado y
sudando, a pesar de los muchos descansos, bajó al suelo y se sentó un momento en la caja del fondo
a tomar fuerzas para esfuerzo final de arrastrarse y saltar al exterior. El hambriento caballo estaba
relinchando repetidamente y de forma casi extraña, y él deseó vagamente que parara. Se sentía
curiosamente desazonado por su inminente escapatoria y casi espantado de intentarlo, ya que su
físico tenía la indolente corpulencia de la temprana media edad. Mientras ascendía por los astillados
ataúdes sintió con intensidad su peso, especialmente cuando, tras llegar al de más arriba, escuchó
ese agravado crujir que presagiaba la fractura total de la madera. Al parecer, había planificado en
vano elegir el más sólido de los ataúdes para la plataforma, ya que, apenas apoyó todo su peso de
nuevo sobre esa pútrida tapa, ésta cedió, hundiéndole medio metro sobre algo que no quería ni
imaginar. Enloquecido por el sonido, o por el hedor que se expandió al aire libre, el caballo lanzó un
alarido que era demasiado frenético para un relincho, y se lanzó enloquecido a través de la noche,
con la carreta traqueteando enloquecidamente a su zaga.
Birch, en esa espantosa situación, se encontraba ahora demasiado abajo para un fácil ascenso hacia
el agrandado tragaluz, pero acumuló energías para un intento concreto. Asiendo los bordes de la
abertura, tratando de auparse cuando notó un extraño impedimento en forma de una especie de tirón
en sus dos tobillos. Enseguida sintió miedo por primera vez en la noche, ya que, aunque pugnaba, no
conseguía librarse del desconocido agarrón que hacía presa de sus tobillos en entorpecedora
cautividad. Horribles dolores, como de salvajes heridas, le laceraron las pantorrillas, y en su mente se
produjo un remolino de espanto mezclado con un inamovible materialismo que suger ía astillas, clavos
sueltos y similares, propios de una caja rota de madera. Quizás gritó. Y en todo momento pateaba y
se debatía frenética y casi automáticamente mientras su conciencia casi se eclipsaba en un medio
desmayo.
El instinto guió su deslizamiento a través del tragaluz, y, en el arrastrar que siguió, cayó con un
golpetazo sobre el húmedo terreno. No podía caminar, al parecer, y la emergente luna debió
presenciar una horrible visión mientras él arrastraba sus sangrantes tobillos hacia la portería del
cementerio; los dedos hundiéndose en el negro mantillo, apresurándose sin pensar, y el cuerpo
respondiendo con una enloquecedora lentitud que se sufre cuando uno es perseguido por los
fantasmas de la pesadilla. No obstante, era evidente que no había perseguidor alguno, ya que se
encontraba solo y vivo cuando Armington, el guarda respondió a sus débiles arañazos en la puerta.
Armington ayudó a Birch a llegar a una cama disponible y envió a su hijo pequeño, Edwin, a buscar al
doctor Davis. El herido estaba plenamente consciente, pero no pudo decir nada coherente, sino
simplemnete musitar: "¡Ah, mis tobillos!" "Déjame", o "Encerrado en la tumba". Luego llegó el doctor
con su maletín, hizo algunas preguntas escuetas y quitó al paciente la ropa, los zapatos y los
calcetines. Las heridas, ya que ambos tobillos estaban espantosamente lacerados en torno a los
tendones de Aquiles, parecieron desconcertar sobremanera al viejo médico y, por último, casi
espantarlo. Su interrogatorio se hizo más que médicamente tenso, y sus manos temblaban al curar
los miembros lacerados, vendándolos como si desease perder de vista las heridas lo antes posible.
Siendo, como era Davis, un doctor frío e impersonal, el ominoso y espantoso interrogatorio resultó de
lo más extraño, intentando arrancar al fatigado enterrador cada mínimo detalle de su horrible
experiencia. Se encontraba tremendamente ansioso de saber si Birch estaba seguro -absolutamente
seguro- de que era el ataúd de Fenner en la penumbra, y de cómo había distinguido éste del
duplicado de inferior calidad del ruin de Asaph Sawyer. ¿Podría la sólida caja de Fenner ceder tan
fácilmente? Davis, un profesional con larga experiencia en el pueblo, había estado en ambos
funerales, aparte de haber atendido a Fenner como a Sawyer en su última enfermedad. Incluso se
había preguntado, en el funeral de éste último, cómo el vengático granjero podría caber en una caja
tan acorde al diminuto Fenner.
Davis se fue el cabo de dos horas largas, urgiendo a Birch a insistir en todo momento que sus heridas
eran producto enteramente de clavos sueltos y madera astillada. ¿Qué más, añadió, podría probarse
o creerse en cualquier caso? Pero haría bien en decir tan poco como pudiera y en no dejar que otro
médico tratáse sus heridas. Birch tuvo en cuenta tal recomendación el resto de su vida, hasta que me
contó la historia, y cuando vi las cicatrices -antiguas y desvaídas como eran- convine en que había
obrado juiciosamente. Quedó cojo para siempre, porque los grandes tendones fueron dañados, pero
creo que mayor fue la cojera de su espírtu. Su forma de pensar, otrora flemática y lógica, estaba
indeleblemente afectada y resultaba penoso notar su respuesta a ciertas alusiones fortuitas como
"viernes", "tumba", "ataúd", y palabras de menos obvia relación. Su espantado caballo hab ía vuelto a
casa, pero su ingenio nunca lo hizo. Cambió de negocio, pero siempre anduvo recomido por algo.
Podía ser sólo miedo, o miedo mezclado con una extraña y tardía clase de remordimiento por
antiguas atrocidades cometidas. La bebida, claro, sólo agravó lo que trataba de aliviar.
Cuando el doctor Davis dejó a Birch esa noche, tomó una linterna y fue al viejo mortuorio. La luna
brillaba en los dispersos trozos de ladrillo y en la roída fachada, así como en el picaporte de la gran
puerta, lista para abrirse con un toque desde el exterior. Fortificado por antiguas ordal ías en salas de
dirección, el doctor entró y miró alrededor, conteniendo la náusea corporal y espiritual ante todo lo
que tenía ante la vista y el olfato. Gritó una vez, y luego lanzó un boqueo que era más terrible que
cualquier grito. Después huyó a la casa y rompió las reglas de su profesión alzando y sacudiendo a su
paciente, lanzándole una serie de estremecedores susurros que punzaron en sus oídos como el siseo
del vitriolo.
-¡Era el ataúd de Asaph, Birch, tal como pensaba! Conozco sus dientes, con esa falta de incisivos
superiores... ¡Nunca, por dios, muestre esas heridas! El cuerpo estaba bastante corrompido, pero si
alguna vez he visto un rostro vengativo... o lo que fue un rostro... ya sabe que era como un demonio
vengativo... cómo arruinó al viejo Raymond treinta años después de su pleito de lindes, y cómo pateo
al perrillo que quizo morderle el agosto pasado... era el demonio encarnado, Birch, y creo que su afán
de revancha puede vencer a la misma Madre Muerte. ¡Dios mío, qué rabia! ¡No quiero ni pensar en
que se hubiera fijado en mí!
-"¿Por qué lo hizo, Birch? Era un canalla, y no lo reprocho que le diera un ataúd de segunda, ¡pero
fue demasiado lejos! Bastante tenía con apretujarlo de alguna manera ahí, pero usted sabía cuán
pequeño de cuerpo era el viejo Fenner.
-"Nunca podré borrar esa imagen de mis ojos mientras viva. Usted debió de patalear fuerte, porque el
ataúd de Asaph estaba en el suelo. Su cabeza se había roto, y todo estaba desparramado. Mira que
he visto cosas, pero eso era demasiado. ¡Ojo por ojo! Cielos, Birch, usted se lo buscó. La calavera me
revolvió el estómago, pero lo otro era peor... ¡Esos tobillos aserrados para hacerle caber en el ataúd
desechado de Matt Fenner!
H.P. Lovecraft
.-.
Dedicado a C.W. Smith, que sugirió la idea central
-
Nada más absurdo, a mi juicio, que esa tópica asociación entre lo hogareño y lo saludable que parece
impregnar la psicología de la multitud. Mencione usted un bucólico paraje yanqui, un grueso y
chapucero enterrador de pueblo y un descuidado contratiempo con una tumba, y ningún lector
esperará otra cosa que un relato cómico, divertido pero grotesco. Dios sabe, empero, que la prosaica
historia que la muerte de George Birch me permite contar tiene, en sí misma, ciertos elementos que
hacen que la más oscura de las comedias resulte luminosa. Birch quedó impedido y cambió de
negocio en 1881, aunque nunca comentaba el asunto si es que podía evitarlo. Tampoco lo hacía su
viejo médico, el doctor Davis, que murió hace años. Se acepta generalmente que su dolencia y daños
fueron resultado de un desafortunado resbalón por el que Birch quedó encerrado durante nueve horas
en el mortuorio cementerio de Peck Valley, logrando salir sólo mediante toscos y destructivos
métodos. Pero mientras que esto es una verdad de la que nadie duda, había otros y más negros
aspectos sobre los que el hombre solía murmurar en sus delirios de borracho, cerca de su final. Se
confió a mí porque yo era médico, y porque probablemente sent ía la necesidad de hablar con alguien
después de la muerte de Davis. Era soltero y carecía completamente de parientes.
Birch, antes de 1881, era el enterrador municipal de Peck Valley, siendo un rústico y primitivo, incluso
para como puede ser ese tipo de gente. Lo que he oído sobre sus métodos resulta increíble, al menos
para una ciudad, e incluso Peck Valley se había estremecido de haber conocido la dudosa ética de
sus artes mortuorias en materias tan escabrosas como el apropiarse de los forros, invisibles bajo la
tapa del ataúd, o el grado de dignidad que daba al disponer y adaptar los miembros no visibles de sus
inquilinos sin vida a unos recipientes no siempre calculados con exactitud precisa. Más
concretamente, Birch era dejado, insensible y profesionalmente indeseable, aunque no creo que fuera
mala persona. Era, sencillamente, tosco de temperamento y profesión... bruto, descuidado y borracho,
y así lo probaba su fácil tendencia a los accidentes, así como su carencia de esos mínimos de
imaginación que mantiene el ciudadano medio dentro de ciertos límites fijados por el buen gusto.
No sabría decir cuándo comienza la historia de Birch, ya que no soy un relator avezado. Supongo que
puede empezar en el frío Diciembre de 1880, cuando el terreno se heló y los sepultureros
descubrieron que no podían cavar más tumbas hasta la primavera. Afortunadamente, el pueblo era
pequeño y las muertes bastante escasas, por lo que fue imposible dar a todas las cargas inanimadas
de Birch un paraíso temporal en el simple y anticuado mortuorio. El enterrador se volvió doblemente
perezoso con aquel tiempo amargo y pareció sobrepasarse a sí mismo en descuido. Nunca había
colocado juntos tantos ataúdes flojos y contrahechos, o abandonado más flagrantemente el cuidado
del oxidado cerrojo de la puerta del mortuorio, que abría y cerraba a portazos, con el más negligente
abandono.
Al fin llegó el deshielo de primavera y las tumbas fueron laboriosamente habilitadas para los nueve
silenciosos frutos del espantoso cosechero que les aguardaba en la tumba. Birch, aun temiendo el
fastidio de remover y enterrar, comenzó a trasladarlos una desagradable mañana de abril, pero se
detuvo, tras depositar a un mortal inquilino en su eterno descanso, por culpa de una tremenda lluvia
que pareció irritar a su caballo. El cadáver era el de Darius Park, el nonagenario, cuya tumba no
estaba lejos del mortuorio. Birch decidió que, el d ía siguiente, empezaría con el viejo Matthew Fenner,
cuya tumba también se encontraba cerca; pero la verdad es que pospuso el asunto por tres d ías, no
volviendo al trabajo hasta el d ía 15, Viernes Santo. No siendo supersticioso, no se fijó en la fecha,
aunque tras lo que pasó se negó siempre a hacer algo de importancia en ese fatídico sexto día de la
semana. Desde luego, los sucesos de aquella noche cambiaron enormemente a George Birch.
La tarde del 15 de abril, viernes, Birch se dirigió a la tumba con caballo y carro, dispuesto a trasladar
el cuerpo de Matthew Fenner. Él admite que en aquellos momentos no estaba del todo sobrio, aunque
entonces no se daba tan plenamente a la bebida como har ía más tarde, tratando de olvidar ciertas
cosas. Se encontraba sólo lo bastante mareado y descuidado como para fastidiar a su sensible
caballo, sofrenándolo junto al mortuorio, por lo que éste relinchó y piafó y se agitó, tal como lo hiciera
la ocasión anterior, cuando le molestó la lluvia. El d ía era claro, pero se había levantado un fuerte
viento, y Birch se alegró de contar con refugio mientras corría el cerrojo de hierro y entraba en el
vestíbulo de la cripta. Otro no podría haber soportado la húmeda y olorosa estancia, con los ocho
ataúdes descuidadamente colocados, pero Birch, en aquellos días, era insensible y sólo cuidaba de
poner el ataúd correcto en la tumba correspondiente. No había olvidado las críticas suscitadas por los
parientes de Hannah Bixby cuando, deseando transportar el cuerpo de ésta al cementerio de la
ciudad a la que se habían mudado, encontraron en la caja al juez Capwell bajo su lápida.
La luz era tenue, pero la vista de Birch era buena y no cogió por error el ataúd de Asaph Sawyer, a
pesar de que era muy similar. De hecho, había fabricado aquella caja para Matthew Fenner, pero la
dejó a un lado, por ser demasiado tosca y endeble, en un rapto de curioso sentimentalismo provocado
por el recuerdo de cuán amable y generoso fue con él el pequeño anciano durante su bancarrota,
cinco años antes. Había dado al viejo Matt lo mejor que su habilidad podía crear, pero era lo bastante
ahorrativo como para guardarse el ejemplar desechado y usarlo cuando Asaph Sawyer murió de
fiebres malignas. Sawyer no era un hombre amable y se contaban muchas historias sobre su casi
inhumano temperamento vengativo y su tenaz memoria para ofensas reales o fingidas. Con él, Birch
no sintió remordimientos cuando le asignó el destartalado ataúd que ahora apartaba de su camino,
buscando la caja de Fenner.
Fue justo al reconocer el ataúd del viejo Matt cuando la puerta se cerró de un portazo, empujada por
el viento, dejándolo en una penumbra aún más profunda que la de antes. El angosto tragaluz admitía
sólo el paso de los más débiles rayos, y el ventiladero sobre su cabeza virtualmente ninguna, así que
se vió obligado a un profano palpar mientras hacía un trastabilleante camino entre las cajas, rumbo al
pestillo. En esa penumbra fúnebre agitó el mohoso pomo, empujó las planchas de hierro y se
preguntó porqué el enorme portón se había vuelto repentinamente tan recalcitrante. En ese
crepúsculo, además, comenzó a comprender la verdad y gritó en voz alta, mientras su caballo, fuera,
no pudo más que darle una réplica, aunque poco amistosa. Porque el pestillo tanto tiempo descuidado
se había roto sin duda, dejando al descuidado enterrador atrapado en la cripta, víctima de su propia
desidia.
Aquello debió suceder sobre las tres y media de la tarde. Birch, siendo de temperamento flemático y
práctico, no gritó durante mucho tiempo, sino que procedió a buscar algunas herramientas que
recordaba haber visto en una esquina de la sala. Es dudoso que sintiera todo el horror y lo horripilante
de su posición, pero el solo hecho de verse atrapado tan lejos de los caminos transitados por los
hombres era suficiente para exasperarlo por completo. Su trabajo diurno se había visto tristemente
interrumpido, y a no ser que la suerte llevase en aquellos momentos a algún caminantehasta las
cercanías, debería quedarse allí toda la noche o más tarde. Pronto apareció el montón de
herramientas y, seleccionando martillo y cincel, Birch regresó, entre los ataúdes, a la puerta. El aire
había comenzado a ser excesivamente malsano, pero no prestó atención a este detalle mientras se
afanaba, medio a tientas, contra el pesado y corroído metal del pestillo. Hubiera dado lo que fuera por
tener una linterna o un cabo de vela, pero, careciendo de ambos, chapuceaba como podía, medio a
ciegas.
Cuando se cercionó de que el pestillo estaba bloqueado sin remisión, al menos para herramientas tan
rudimentarias y bajo tales condiciones tenebrosas de luz, Birch buscó alrededor otras cosas de
escapar. La cripta había sido excavada en una ladera, por lo que el angosto túnel de ventilación del
techo corría a través de algunos metros de tierra, haciendo que esta dirección fuera inútil de
considerar. Sobre la puerta, no obstante, el tragaluz alto y en forma de hendidura, situado en la
fachada de ladrillo, dejaba pensar en que podría ser ensanchado por un trabajador diligente, de ahí
que sus ojos se demoraran largo rato sobre él mientras se estrujaba el cerebro buscando métodos de
escapatoria. No había nada parecido a una escalera en aquella tumba, y los nichos para ataúdes
situados a los lados y el fondo -que Birch apenas se molestaba en utilizar- no permitían trepar hasta
encima de la puerta. Sólo los mismos ataúdes quedaban como potenciales peldaños, y, mientras
consideraba aquello, especuló sobre la mejor forma de colocarlos. Tres ataúdes de altura, supuso,
permitirían alcanzar el tragaluz, pero lo haría mejor con cuatro, lo más estable posible. Mientras lo
planeaba, no pudo por menos que desear que las unidades de su planeada escalera hubieran sido
hechas con firmeza. Que hubiera tenido la suficiente imaginación como para desear que estuvieran
vacías, ya resultaba más dudosa.
Finalmente, decidió colocar una base de tres, paralelos al muro, para colocar sobre ellos dos pisos de
dos y, encima de éstos, uno solo que serviría de plataforma. Tal estructura permitiría el ascenso con
un mínimo de problemas y daría la deseada altura. Aún mejor, pensó, podría utilizar sólo dos cajas de
base para soportar todo, dejando uno libre, que podría ser colocado en lo alto encaso de que tal
forma de escape necesitase aún mayor altitud. Y, de esta forma el prisionero se esforzó en aquel
crepúsculo, desplazando los inertes restos de mortalidad sin la menor ceremonia, mientras su Torre
de Babel en miniatura iba ascendiendo piso a piso. Algunos de los ataúdes comenzaros a rajarse bajo
el esfuerzo del ascenso, y él decidió dejar el sólidamente construído ataúd del pequeño Matthew
Fenner para la cúspide, de forma que sus pies tuvieran una superficie tan sólida, como fuera posible.
En la escasa luz había que confiar ante todo en el tacto para seleccionar la caja adecuada y, de
hecho, la encontró por accidente, ya que llegó a sus manos como através de alguna extraña volición,
después de que la hubiera colocado inadvertidamente junto a otra en el tercer piso.
Al cabo, la torre estuvo acabada, y sus fatigados brazos descansaron un rato, durante el que se sentó
en el último peldaño de su espantable artefacto; luego , Birch ascendió cautelosamente con sus
herramientas y se detuvo frente al angosto tragaluz. Los bordes eran totalmente de ladrillo y había
pocas dudas de que, con unos pocos golpes de cincel, se abriría lo bastante como para permitir el
paso de su cuerpo. Mientras comenzaba a golpear con el martillo, el caballo, fuera, relinchaba en un
tono que podría haber sido tanto de aliento como de burla. Cualquiera de los dos supuestos hubiera
sido apropiado, ya que la inesperada tenacidad de la albañilería, fácil a simple vista, resultaba sin
duda sardónicamente ilustrativa de la vanidad de los anhelos de los mortales, aparte de motivo de
una tarea cuya ejecución necesitaba cada estímulo posible.
Llegó el anochecer y encontró a Birch aún pugnando. Trabajaba ahora sobre todo el tacto, ya que
nuevas nubes cubrieron la luna y, aunque los progresos eran todavía lentos, se sentía envalentonado
por sus avances en lo alto y lo bajo de la abertura. Estaba seguro se que podr ía tenerlo listo a
medianoche... aunque era una cracterística suya el que esto no contuviera para él implicaciones
temibles. Ajeno a opresivas reflexiones sobre la hora, el lugar y la compañia que tenía bajo sus pies,
despedazaba filosóficamente el muro de piedra, maldiciendo cuando le alcanzaba un fragmento en el
rostro, y riéndose cuando alguno daba en el cada vez más excitado caballo que piafaba cerca del
ciprés. Al final, el agujero fué lo bastante grande como para intentar pasar el cuerpo por él, agitándose
hasta que los ataúdes se mecieron y crujieron bajo sus pies. Descubrió que no necesitaba apilar otro
para conseguir la altura adecuada, ya que el agujero se encontraba exactamente en el nivel
apropiado, siendo posible usarlo tan pronto como el tamaño así lo permitiera.
Debía ser ya la medianoche cuando Birch decidió que podía atravesar el tragaluz. Cansado y
sudando, a pesar de los muchos descansos, bajó al suelo y se sentó un momento en la caja del fondo
a tomar fuerzas para esfuerzo final de arrastrarse y saltar al exterior. El hambriento caballo estaba
relinchando repetidamente y de forma casi extraña, y él deseó vagamente que parara. Se sentía
curiosamente desazonado por su inminente escapatoria y casi espantado de intentarlo, ya que su
físico tenía la indolente corpulencia de la temprana media edad. Mientras ascendía por los astillados
ataúdes sintió con intensidad su peso, especialmente cuando, tras llegar al de más arriba, escuchó
ese agravado crujir que presagiaba la fractura total de la madera. Al parecer, había planificado en
vano elegir el más sólido de los ataúdes para la plataforma, ya que, apenas apoyó todo su peso de
nuevo sobre esa pútrida tapa, ésta cedió, hundiéndole medio metro sobre algo que no quería ni
imaginar. Enloquecido por el sonido, o por el hedor que se expandió al aire libre, el caballo lanzó un
alarido que era demasiado frenético para un relincho, y se lanzó enloquecido a través de la noche,
con la carreta traqueteando enloquecidamente a su zaga.
Birch, en esa espantosa situación, se encontraba ahora demasiado abajo para un fácil ascenso hacia
el agrandado tragaluz, pero acumuló energías para un intento concreto. Asiendo los bordes de la
abertura, tratando de auparse cuando notó un extraño impedimento en forma de una especie de tirón
en sus dos tobillos. Enseguida sintió miedo por primera vez en la noche, ya que, aunque pugnaba, no
conseguía librarse del desconocido agarrón que hacía presa de sus tobillos en entorpecedora
cautividad. Horribles dolores, como de salvajes heridas, le laceraron las pantorrillas, y en su mente se
produjo un remolino de espanto mezclado con un inamovible materialismo que suger ía astillas, clavos
sueltos y similares, propios de una caja rota de madera. Quizás gritó. Y en todo momento pateaba y
se debatía frenética y casi automáticamente mientras su conciencia casi se eclipsaba en un medio
desmayo.
El instinto guió su deslizamiento a través del tragaluz, y, en el arrastrar que siguió, cayó con un
golpetazo sobre el húmedo terreno. No podía caminar, al parecer, y la emergente luna debió
presenciar una horrible visión mientras él arrastraba sus sangrantes tobillos hacia la portería del
cementerio; los dedos hundiéndose en el negro mantillo, apresurándose sin pensar, y el cuerpo
respondiendo con una enloquecedora lentitud que se sufre cuando uno es perseguido por los
fantasmas de la pesadilla. No obstante, era evidente que no había perseguidor alguno, ya que se
encontraba solo y vivo cuando Armington, el guarda respondió a sus débiles arañazos en la puerta.
Armington ayudó a Birch a llegar a una cama disponible y envió a su hijo pequeño, Edwin, a buscar al
doctor Davis. El herido estaba plenamente consciente, pero no pudo decir nada coherente, sino
simplemnete musitar: "¡Ah, mis tobillos!" "Déjame", o "Encerrado en la tumba". Luego llegó el doctor
con su maletín, hizo algunas preguntas escuetas y quitó al paciente la ropa, los zapatos y los
calcetines. Las heridas, ya que ambos tobillos estaban espantosamente lacerados en torno a los
tendones de Aquiles, parecieron desconcertar sobremanera al viejo médico y, por último, casi
espantarlo. Su interrogatorio se hizo más que médicamente tenso, y sus manos temblaban al curar
los miembros lacerados, vendándolos como si desease perder de vista las heridas lo antes posible.
Siendo, como era Davis, un doctor frío e impersonal, el ominoso y espantoso interrogatorio resultó de
lo más extraño, intentando arrancar al fatigado enterrador cada mínimo detalle de su horrible
experiencia. Se encontraba tremendamente ansioso de saber si Birch estaba seguro -absolutamente
seguro- de que era el ataúd de Fenner en la penumbra, y de cómo había distinguido éste del
duplicado de inferior calidad del ruin de Asaph Sawyer. ¿Podría la sólida caja de Fenner ceder tan
fácilmente? Davis, un profesional con larga experiencia en el pueblo, había estado en ambos
funerales, aparte de haber atendido a Fenner como a Sawyer en su última enfermedad. Incluso se
había preguntado, en el funeral de éste último, cómo el vengático granjero podría caber en una caja
tan acorde al diminuto Fenner.
Davis se fue el cabo de dos horas largas, urgiendo a Birch a insistir en todo momento que sus heridas
eran producto enteramente de clavos sueltos y madera astillada. ¿Qué más, añadió, podría probarse
o creerse en cualquier caso? Pero haría bien en decir tan poco como pudiera y en no dejar que otro
médico tratáse sus heridas. Birch tuvo en cuenta tal recomendación el resto de su vida, hasta que me
contó la historia, y cuando vi las cicatrices -antiguas y desvaídas como eran- convine en que había
obrado juiciosamente. Quedó cojo para siempre, porque los grandes tendones fueron dañados, pero
creo que mayor fue la cojera de su espírtu. Su forma de pensar, otrora flemática y lógica, estaba
indeleblemente afectada y resultaba penoso notar su respuesta a ciertas alusiones fortuitas como
"viernes", "tumba", "ataúd", y palabras de menos obvia relación. Su espantado caballo hab ía vuelto a
casa, pero su ingenio nunca lo hizo. Cambió de negocio, pero siempre anduvo recomido por algo.
Podía ser sólo miedo, o miedo mezclado con una extraña y tardía clase de remordimiento por
antiguas atrocidades cometidas. La bebida, claro, sólo agravó lo que trataba de aliviar.
Cuando el doctor Davis dejó a Birch esa noche, tomó una linterna y fue al viejo mortuorio. La luna
brillaba en los dispersos trozos de ladrillo y en la roída fachada, así como en el picaporte de la gran
puerta, lista para abrirse con un toque desde el exterior. Fortificado por antiguas ordal ías en salas de
dirección, el doctor entró y miró alrededor, conteniendo la náusea corporal y espiritual ante todo lo
que tenía ante la vista y el olfato. Gritó una vez, y luego lanzó un boqueo que era más terrible que
cualquier grito. Después huyó a la casa y rompió las reglas de su profesión alzando y sacudiendo a su
paciente, lanzándole una serie de estremecedores susurros que punzaron en sus oídos como el siseo
del vitriolo.
-¡Era el ataúd de Asaph, Birch, tal como pensaba! Conozco sus dientes, con esa falta de incisivos
superiores... ¡Nunca, por dios, muestre esas heridas! El cuerpo estaba bastante corrompido, pero si
alguna vez he visto un rostro vengativo... o lo que fue un rostro... ya sabe que era como un demonio
vengativo... cómo arruinó al viejo Raymond treinta años después de su pleito de lindes, y cómo pateo
al perrillo que quizo morderle el agosto pasado... era el demonio encarnado, Birch, y creo que su afán
de revancha puede vencer a la misma Madre Muerte. ¡Dios mío, qué rabia! ¡No quiero ni pensar en
que se hubiera fijado en mí!
-"¿Por qué lo hizo, Birch? Era un canalla, y no lo reprocho que le diera un ataúd de segunda, ¡pero
fue demasiado lejos! Bastante tenía con apretujarlo de alguna manera ahí, pero usted sabía cuán
pequeño de cuerpo era el viejo Fenner.
-"Nunca podré borrar esa imagen de mis ojos mientras viva. Usted debió de patalear fuerte, porque el
ataúd de Asaph estaba en el suelo. Su cabeza se había roto, y todo estaba desparramado. Mira que
he visto cosas, pero eso era demasiado. ¡Ojo por ojo! Cielos, Birch, usted se lo buscó. La calavera me
revolvió el estómago, pero lo otro era peor... ¡Esos tobillos aserrados para hacerle caber en el ataúd
desechado de Matt Fenner!