GUSTAVO ADOLFO BECQUER
La cruz del diablo
...
Que lo crea o no, me importa bien poco.
Mi abuelo se lo narró a mi padre;
mi padre me lo ha referido a mí,
y yo te lo cuento ahora,
siquiera no sea más que por pasar el rato.
El crepúsculo comenzaba a extender sus ligeras alas de vapor sobre las pintorescas
orillas del Segre, cuando después de una fatigosa jornada llegamos a Bellver, término de
nuestro viaje. Bellver es una pequeña población situada a la falda de una colina, por
detrás de la cual se ven elevarse, como las gradas de un colosal anfiteatro de granito, las
empinadas y nebulosas crestas de los Pirineos.
Los blancos caseríos que la rodean, salpicados aquí y allá sobre una ondulante sábana
de verdura, parecen a lo lejos un bando de palomas que han abatido su vuelo para
apagar su sed en las aguas de la ribera.
Una pelada roca, a cuyos pies tuercen éstas su curso, y sobre cuya cima se notan aún
remotos vestigios de construcción, señala la antigua línea divisoria entre el condado de
Urgel y el más importante de sus feudos. A la derecha del tortuoso sendero que conduce
a este punto, remontando la corriente del río y siguiendo sus curvas y frondosos
márgenes, se encuentra una cruz.
El asta y los brazos son de hierro; la redonda base en que se apoya, de mármol, y la
escalinata que a ella conduce, de oscuros y mal unidos fragmentos de sillería.
La destructora acción de los años, que ha cubierto de orín el metal, ha roto y carcomido
la piedra de este monumento, entre cuyas hendiduras crecen algunas plantas trepadoras
que suben enredándose hasta coronarlo, mientras una vieja y corpulenta encina le sirve
de dosel.
Yo había adelantado algunos minutos a mis compañeros de viaje, y deteniendo mi
escuálida cabalgadura, contemplaba en silencio aquella cruz, muda y sencilla expresión
de las creencias y la piedad de otros siglos.
Un mundo de ideas se agolpó a mi imaginación en aquel instante. Ideas ligerísimas, sin
forma determinada, que unían entre sí, como un invisible hilo de luz, la profunda
soledad de aquellos lugares, el alto silencio de la naciente noche y la vaga melancolía de
mi espíritu.
Impulsado de un pensamiento religioso, espontáneo e indefinible, eché maquinalmente
pie a tierra, me descubrí, y comencé a buscar en el fondo de mi memoria una de
aquellas oraciones que me enseñaron cuando niño; una de aquellas oraciones, que
cuando más tarde se escapan involuntarias de nuestros labios, parece que aligeran el
pecho oprimido, y semejantes a las lágrimas, alivian el dolor, que también toma estas
formas para evaporarse.
Ya había comenzado a murmurarla, cuando de improviso sentí que me sacudían con
violencia por los hombros. Volví la cara: un hombre estaba al lado mío.
Era uno de nuestros guías natural del país, el cual, con una indescriptible expresión de
terror pintada en el rostro, pugnaba por arrastrarme consigo y cubrir mi cabeza con el
fieltro que aún tenía en mis manos.
Mi primera mirada, mitad de asombro, mitad de cólera, equivalía a una interrogación
enérgica, aunque muda.
El pobre hombre sin cejar en su empeño de alejarme de aquel sitio, contestó a ella con
estas palabras, que entonces no pude comprender, pero en las que había un acento de
verdad que me sobrecogió: -¡Por la memoria de su madre! ¡Por lo más sagrado que
tenga en el mundo, señorito, cúbrase usted la cabeza y aléjese más que de prisa de esta
cruz! ¡Tan desesperado está usted que, no bastándole la ayuda de Dios, recurre a la del
demonio!
Yo permanecí un rato mirándole en silencio. Francamente, creí que estaba loco; pero él
prosiguió con igual vehemencia:
-Usted busca la frontera; pues bien, si delante de esa cruz le pide usted al cielo que le
preste ayuda, las cumbres de los montes vecinos se levantarán en una sola noche hasta
las estrellas invisibles, sólo porque no encontremos la raya en toda nuestra vida.
Yo no puedo menos de sonreírme.
-¿Se burla usted?... ¿Cree acaso que esa es una cruz santa como la del porche de nuestra
iglesia?...
-¿Quién lo duda?
-Pues se engaña usted de medio a medio; porque esa cruz, salvo lo que tiene de Dios,
está maldita... esa cruz pertenece a un espíritu maligno, y por eso le llaman La cruz del
diablo.
-¡La cruz del diablo! -repetí cediendo a sus instancias, sin darme cuenta a mí mismo del
involuntario temor que comenzó a apoderarse de mi espíritu, y que me rechazaba como
una fuerza desconocida de aquel lugar;- ¡la cruz del diablo! ¡Nunca ha herido mi
imaginación una amalgama más disparatada de dos ideas tan absolutamente enemigas!...
¡Una cruz... y del diablo!!! ¡Vaya, vaya! Fuerza será que en llegando a la población me
expliques este monstruoso absurdo.
Durante este corto diálogo, nuestros camaradas, que habían picado sus cabalgaduras, se
nos reunieron al pie de la cruz; yo les expliqué en breves palabras lo que acababa de
suceder; monté nuevamente en mi rocín, y las campanas de la parroquia llamaban
lentamente a la oración, cuando nos apeamos en el más escondido y lóbrego de los
paradores de Bellver.
Las llamas rojas y azules se enroscaban chisporroteando a lo largo del grueso tronco de
encina que ardía en el ancho hogar; nuestras sombras, que se proyectaban temblando
sobre los ennegrecidos muros, se empequeñecían o tomaban formas gigantescas, según
la hoguera despedía resplandores más o menos brillantes; el vaso de saúco, ora vacío,
ora lleno, y no de agua, como cangilón de noria, había dado tres veces la vuelta en
derredor del círculo que formábamos junto al fuego, y todos esperaban con impaciencia
la historia de La cruz del diablo, que a guisa de postres de la frugal cena que
acabábamos de consumir se nos había prometido, cuando nuestro guía tosió por dos
veces, se echó al coleto un último trago de vino, limpiose con el revés de la mano la
boca, y comenzó de este modo:
Hace mucho tiempo, mucho tiempo, yo no sé cuánto, pero los moros ocupaban aún la
mayor parte de España, se llamaban condes nuestros reyes, y las villas y aldeas
pertenecían en feudo a ciertos señores, que a su vez prestaban homenaje a otros más
poderosos, cuando acaeció lo que voy a referir a ustedes.
Concluida esta breve introducción histórica, el héroe de la fiesta guardó silencio durante
algunos segundos como para coordinar sus recuerdos, y prosiguió así:
-Pues es el caso que, en aquel tiempo remoto, esta villa y algunas otras formaban parte
del patrimonio de un noble barón, cuyo castillo señorial se levantó por muchos siglos
sobre la cresta de un peñasco que baña el Segre, del cual toma su nombre.
Aún testifican la verdad de mi relación algunas informes ruinas que, cubiertas de
jaramago y musgo, se alcanzan a ver sobre su cumbre desde el camino que conduce a
este pueblo.
No sé si por ventura o desgracia quiso la suerte que este señor, a quien por su crueldad
detestaban sus vasallos, y por sus malas cualidades ni el rey admitía en su corte, ni sus
vecinos en el hogar, se aburriese de vivir solo con su mal humor y sus ballesteros en lo
alto de la roca en que sus antepasados colgaron su nido de piedra.
Devanábase noche y día los sesos en busca de alguna distracción propia de su carácter,
lo cual era bastante difícil después de haberse cansado, como ya lo estaba, de mover
guerra a sus vecinos, apalear a sus servidores y ahorcar a sus súbditos.
En esta ocasión cuentan las crónicas que se le ocurrió, aunque sin ejemplar, una idea
feliz.
Sabiendo que los cristianos de otras poderosas naciones se aprestaban a partir juntos en
una formidable armada a un país maravilloso para conquistar el sepulcro de Nuestro
Señor Jesucristo, que los moros tenían en su poder, se determinó a marchar en su
seguimiento.
Si realizó esta idea con objeto de purgar sus culpas, que no eran pocas, derramando su
sangre en tan justa empresa, o con el de trasplantarse a un punto donde sus malas mañas
no se conociesen, se ignora; pero la verdad del caso es que, con gran contentamiento de
grandes y chicos, de vasallos y de iguales, allegó cuanto dinero pudo, redimió a sus
pueblos del señorío, mediante una gruesa cantidad, y no conservando de propiedad suya
más que el peñón del Segre y las cuatro torres del castillo, herencia de sus padres,
desapareció de la noche a la mañana. La comarca entera respiró en libertad durante
algún tiempo, como si despertara de una pesadilla.
Ya no colgaban de sus sotos, en vez de frutas, racimos de hombres; las muchachas del
pueblo no temían al salir con su cántaro en la cabeza a tomar agua de la fuente del
camino, ni los pastores llevaban sus rebaños al Segre por sendas impracticables y
ocultas, temblando encontrar a cada revuelta de la trocha a los ballesteros de su muy
amado señor.
Así transcurrió el espacio de tres años; la historia del mal caballero, que sólo por este
nombre se le conocía, comenzaba a pertenecer al exclusivo dominio de las viejas, que
en las eternas veladas del invierno las relataban con voz hueca y temerosa a los
asombrados chicos; las madres asustaban a los pequeñuelos incorregibles o llorones
diciéndoles: ¡que viene el señor del Segre!, cuando he aquí que no sé si un día o una
noche, si caído del cielo o abortado de los profundos, el temido señor apareció
efectivamente, y como suele decirse, en carne y hueso, en mitad de sus antiguos
vasallos.
Renuncio a describir el efecto de esta agradable sorpresa. Ustedes se lo podrán figurar
mejor que yo pintarlo, sólo con decirles que tornaba reclamando sus vendidos derechos,
que si malo se fue, peor volvió; y si pobre y sin crédito se encontraba antes de partir a la
guerra; ya no podía contar con más recursos que su despreocupación, su lanza y una
media docena de aventureros tan desalmados y perdidos como su jefe.
Como era natural, los pueblos se resistieron a pagar tributos que a tanta costa habían
redimido; pero el señor puso fuego a sus heredades, a sus alquerías y a sus mieses.
Entonces apelaron a la justicia del rey; pero el señor se burló de las cartas-leyes de los
condes soberanos; las clavó en el postigo de sus torres, y colgó a los farautes de una
encina.
Exasperados y no encontrando otra vía de salvación, por último, se pusieron de acuerdo
entre sí, se encomendaron a la Divina Providencia y tomaron las armas: pero el señor
llamó a sus secuaces, llamó en su ayuda al diablo, se encaramó a su roca y se preparó a
la lucha.
Ésta comenzó terrible y sangrienta. Se peleaba con todas armas, en todos sitios y a todas
horas, con la espada y el fuego, en la montaña y en la llanura, en el día y durante la
noche.
Aquello no era pelear para vivir; era vivir para pelear. Al cabo triunfó la causa de la
justicia. Oigan ustedes cómo.
Una noche oscura, muy oscura, en que no se oía ni un rumor en la tierra ni brillaba un
solo astro en el cielo, los señores de la fortaleza, engreídos por una reciente victoria, se
repartían el botín, y ebrios con el vapor de los licores, en mitad de la loca y estruendosa
orgía, entonaban sacrílegos cantares en loor de su infernal patrono.
Como dejo dicho, nada se oía en derredor del castillo, excepto el eco de las blasfemias,
que palpitaban perdidas en el sombrío seno de la noche, como palpitan las almas de los
condenados envueltas en los pliegues del huracán de los infiernos.
Ya los descuidados centinelas habían fijado algunas veces sus ojos en la villa que
reposaba silenciosa, y se habían dormido sin temor a una sorpresa, apoyados en el
grueso tronco de sus lanzas, cuando he aquí que algunos aldeanos, resueltos a morir y
protegidos por la sombra, comenzaron a escalar el cubierto peñón del Segre, a cuya
cima tocaron a punto de la media noche.
Una vez en la cima, lo que faltaba por hacer fue obra de poco tiempo: los centinelas
salvaron de un solo salto el valladar que separa el sueño de la muerte; el fuego, aplicado
con teas de resina al puente y al rastrillo, se comunicó con la rapidez del relámpago a
los muros; y los escaladores, favorecidos por la confusión y abriéndose paso entre las
llamas, dieron fin con los habitantes de aquella guarida en un abrir y cerrar de ojos.
Todos perecieron.
Cuando el cercano día comenzó a blanquear las altas copas de los enebros, humeaban
aún los calcinados escombros de las desplomadas torres; y a través de sus anchas
brechas, chispeando al herirla la luz y colgada de uno de los negros pilares de la sala del
festín, era fácil divisar la armadura del temido jefe, cuyo cadáver, cubierto de sangre y
polvo, yacía entre los desgarrados tapices y las calientes cenizas, confundido con los de
sus oscuros compañeros.
El tiempo pasó; comenzaron los zarzales a rastrear por los desiertos patios, la hiedra a
enredarse en los oscuros machones, y las campanillas azules a mecerse colgadas de las
mismas almenas. Los desiguales soplos de la brisa, el graznido de las aves nocturnas y
el rumor de los reptiles, que se deslizaban entre las altas hierbas, turbaban sólo de vez
en cuando el silencio de muerte de aquel lugar maldecido; los insepultos huesos de sus
antiguos moradores blanqueaban el rayo de la luna, y aún podía verse el haz de armas
del señor del Segre, colgado del negro pilar de la sala del festín.
Nadie osaba tocarle; pero corrían mil fábulas acerca de aquel objeto, causa incesante de
hablillas y terrores para los que le miraban llamear durante el día, herido por la luz del
sol, o creían percibir en las altas horas de la noche el metálico son de sus piezas, que
chocaban entre sí cuando las movía el viento, con un gemido prolongado y triste.
A pesar de todos los cuentos que a propósito de la armadura se fraguaron, y que en voz
baja se repetían unos a otros los habitantes de los alrededores, no pasaban de cuentos, y
el único más positivo que de ellos resultó, se redujo entonces a una dosis de miedo más
que regular, que cada uno de por sí se esforzaba en disimular lo posible, haciendo, como
decirse suele, de tripas corazón.
Si de aquí no hubiera pasado la cosa, nada se habría perdido. Pero el diablo, que a lo
que parece no se encontraba satisfecho de su obra, sin duda con el permiso de Dios y a
fin de hacer purgar a la comarca algunas culpas, volvió a tomar cartas en el asunto.
Desde este momento las fábulas, que hasta aquella época no pasaron de un rumor vago
y sin viso alguno de verosimilitud, comenzaron a tomar consistencia y a hacerse de día
en día más probables.
En efecto, hacía algunas noches que todo el pueblo había podido observar un extraño
fenómeno. Entre las sombras, a lo lejos, ya subiendo las retorcidas cuestas del peñón del
Segre, ya vagando entre las ruinas del castillo, ya cerniéndose al parecer en los aires, se
veían correr, cruzarse, esconderse y tornar a aparecer para alejarse en distintas
direcciones, unas luces misteriosas y fantásticas, cuya procedencia nadie sabía explicar.
Esto se repitió por tres o cuatro noches durante el intervalo de un mes, y los confusos
aldeanos esperaban inquietos el resultado de aquellos conciliábulos, que ciertamente no
se hizo aguardar mucho, cuando tres o cuatro alquerías incendiadas, varias reses
desaparecidas y los cadáveres de algunos caminantes despeñados en los precipicios,
pusieron en alarma a todo el territorio en diez leguas a la redonda.
Ya no quedó duda alguna. Una banda de malhechores se albergaba en los subterráneos
del castillo. Éstos, que sólo se presentaban al principio muy de tarde en tarde y en
determinados puntos del bosque que aun en el día se dilata a lo largo de la ribera,
concluyeron por ocupar casi todos los desfiladeros de las montañas, emboscarse en los
caminos, saquear los valles y descender como un torrente a la llanura, donde a éste
quiero, a éste no quiero, no dejaban títere con cabeza.
Los asesinatos se multiplicaban; las muchachas desaparecían, y los niños eran
arrancados de las cunas a pesar de los lamentos de sus madres, para servirlos en
diabólicos festines, en que, según la creencia general, los vasos sagrados sustraídos de
las profanadas iglesias servían de copas.
El terror llegó a apoderarse de los ánimos en un grado tal, que al toque de oraciones
nadie se aventuraba a salir de su casa, en la que no siempre se creían seguros de los
bandidos del peñón.
Mas ¿quiénes eran éstos? ¿De dónde habían venido? ¿Cuál era el nombre de su
misterioso jefe? He aquí el enigma que todos querían explicar y que nadie podía
resolver hasta entonces, aunque se observase desde luego que la armadura del señor
feudal había desaparecido del sitio que antes ocupara, y posteriormente varios
labradores hubiesen afirmado que el capitán de aquella desalmada gavilla marchaba a su
frente cubierto con una que, de no ser la misma, se le asemejaba en un todo.
Cuanto queda repetido, si se le despoja de esa parte de fantasía con que el miedo abulta
y completa sus creaciones favoritas, nada tiene en sí de sobrenatural y extraño.
¿Qué cosa más corriente en unos bandidos que las ferocidades con que éstos se
distinguían, ni más natural que el apoderarse su jefe de las abandonadas armas del señor
del Segre?
Sin embargo, algunas revelaciones hechas antes de morir por uno de sus secuaces,
prisionero en las últimas refriegas, acabaron de colmar la medida, preocupando el ánimo
de los más incrédulos. Poco más o menos, el contenido de su confusión fue éste:
Yo -dijo- pertenezco a una noble familia. Los extravíos de mi juventud, mis locas
prodigalidades y mis crímenes por último, atrajeron sobre mi cabeza la cólera de mis
deudos y la maldición de mi padre, que me desheredó al expirar. Hallándome solo y sin
recursos de ninguna especie, el diablo sin duda debió sugerirme la idea de reunir
algunos jóvenes que se encontraban en una situación idéntica a la mía, los cuales
seducidos con la promesa de un porvenir de disipación, libertad y abundancia, no
vacilaron un instante en suscribir a mis designios.
Éstos se reducían a formar una banda de jóvenes de buen humor, despreocupados y
poco temerosos del peligro, que desde allí en adelante vivirían alegremente del producto
de su valor y a costa del país, hasta tanto que Dios se sirviera disponer de cada uno de
ellos conforme a su voluntad, según hoy a mi me sucede.
Con este objeto señalamos esta comarca para teatro de nuestras expediciones futuras, y
escogimos como punto el más a propósito para nuestras reuniones el abandonado
castillo del Segre, lugar seguro no tanto por su posición fuerte y ventajosa, como por
hallarse defendido contra el vulgo por las supersticiones y el miedo.
Congregados una noche bajo sus ruinosas arcadas, alrededor de una hoguera que
iluminaba con su rojizo resplandor las desiertas galerías, trabose una acalorada disputa
sobre cual de nosotros había de ser elegido jefe.
Cada uno alegó sus méritos; yo expuse mis derechos: ya los unos murmuraban entre sí
con ojeadas amenazadoras; ya los otros, con voces descompuestas por la embriaguez,
habían puesto la mano sobre el pomo de sus puñales para dirimir la cuestión, cuando de
repente oímos un extraño crujir de armas, acompañado de pisadas huecas y sonantes,
que de cada vez se hacían más distintas. Todos arrojamos a nuestro alrededor una
inquieta mirada de desconfianza: nos pusimos de pie y desnudamos nuestros aceros,
determinados a vender caras las vidas; pero no pudimos por menos de permanecer
inmóviles al ver adelantarse con paso firme e igual un hombre de elevada estatura
completamente armado de la cabeza al pie y cubierto el rostro con la visera del casco, el
cual, desnudando su montante, que dos hombres podrían apenas manejar, y poniéndole
sobre uno de los carcomidos fragmentos de las rotas arcadas, exclamó con voz hueca y
profunda, semejante al rumor de una caída de aguas subterráneas:
-Si alguno de vosotros se atreve a ser el primero mientras yo habite en el castillo del
Segre, que tome esa espada, signo del poder.
Todos guardamos silencio, hasta que, transcurrido el primer momento de estupor, le
proclamamos a grandes voces nuestro capitán, ofreciéndole una copa de nuestro vino, la
cual rehusó por señas, acaso por no descubrir la faz, que en vano procuramos distinguir
a través de las rejillas de hierro que la ocultaban a nuestros ojos.
No obstante, aquella noche pronunciamos el más formidable de los juramentos, y a la
siguiente dieron principio nuestras nocturnas correrías. En ella nuestro misterioso jefe
marchaba siempre delante de todos. Ni el fuego le ataja, ni los peligros le intimidan, ni
las lágrimas le conmueven. Nunca despliega sus labios; pero cuando la sangre humea en
nuestras manos, como cuando los templos se derrumban calcinados por las llamas;
cuando las mujeres huyen espantadas entre las ruinas, y los niños arrojan gritos de
dolor, y los ancianos perecen a nuestros golpes, contesta con una carcajada de feroz
alegría a los gemidos, a las imprecaciones y a los lamentos.
Jamás se desnuda de sus armas ni abate la visera de su casco después de la victoria, ni
participa del festín, ni se entrega al sueño. Las espadas que le hieren se hunden entre las
piezas de su armadura, y ni le causan la muerte, ni se retiran teñidas en sangre; el fuego
enrojece su espaldar y su cota, y aún prosigue impávido entre las llamas, buscando
nuevas víctimas; desprecia el oro, aborrece la hermosura, y no le inquieta la ambición.
Entre nosotros, unos le creen un extravagante; otros un noble arruinado, que por un
resto de pudor se tapa la cara; y no falta quien se encuentra convencido de que es el
mismo diablo en persona.
El autor de esas revelaciones murió con la sonrisa de la mofa en los labios y sin
arrepentirse de sus culpas; varios de sus iguales le siguieron en diversas épocas al
suplicio; pero el temible jefe a quien continuamente se unían nuevos prosélitos, no
cesaba en sus desastrosas empresas.
Los infelices habitantes de la comarca, cada vez más aburridos y desesperados, no
acertaban ya con la determinación que debería tomarse para concluir de un todo con
aquel orden de cosas, cada día más insoportable y triste.
Inmediato a la villa, y oculto en el fondo de un espeso bosque, vivía a esta sazón, en una
pequeña ermita dedicada a San Bartolomé, un santo hombre de costumbres piadosas y
ejemplares, a quien el pueblo tuvo siempre en olor de santidad, merced a sus saludables
consejos y acertadas predicciones.
Este venerable ermitaño, a cuya prudencia y proverbial sabiduría encomendaron los
vecinos de Bellver la resolución de este difícil problema, después de implorar la
misericordia divina por medio de su santo Patrono, que, como ustedes no ignoran,
conoce al diablo muy de cerca y en más de una ocasión le ha atado bien corto, les
aconsejó que se emboscasen durante la noche al pie del pedregoso camino que sube
serpenteando por la roca; en cuya cima se encontraba el castillo, encargándoles al
mismo tiempo que, ya allí, no hiciesen uso de otras armas para aprehenderlo que de una
maravillosa oración que les hizo aprender de memoria, y con la cual aseguraban las
crónicas que San Bartolomé había hecho al diablo su prisionero.
Púsose en planta el proyecto, y su resultado excedio a cuantas esperanzas se habían
concebido; pues aún no iluminaba el sol del otro día la alta torre de Bellver, cuando sus
habitantes, reunidos en grupos en la plaza Mayor, se contaban unos a otros, con aire de
misterio, cómo aquella noche, fuertemente atado de pies y manos y a lomos de una
poderosa mula, había entrado en la población el famoso capitán de los bandidos del
Segre.
De qué arte se valieron los acometedores de esta empresa para llevarla a término, ni
nadie se lo acertaba a explicar, ni ellos mismos podían decirlo; pero el hecho era que
gracias a la oración del santo o al valor de sus devotos, la cosa había sucedido tal como
se refería.
Apenas la novedad comenzó a extenderse de boca en boca y de casa en casa, la multitud
se lanzó a las calles con ruidosa algazara y corrió a reunirse a las puertas de la prisión.
La campana de la parroquia llamó a concejo, y los vecinos más respetables se juntaron
en capítulo, y todos aguardaban ansiosos la hora en que el reo había de comparecer ante
sus improvisados jueces.
Éstos, que se encontraban autorizados por los condes de Urgel para administrarse por sí
mismos pronta y severa justicia sobre aquellos malhechores, deliberaron un momento,
pasado el cual, mandaron comparecer al delincuente a fin de notificarle su sentencia.
Como dejo dicho, así en la plaza Mayor, como en las calles por donde el prisionero
debía atravesar para dirigirse al punto en que sus jueces se encontraban, la impaciente
multitud hervía como un apiñado enjambre de abejas. Especialmente en la puerta de la
cárcel, la conmoción popular tomaba cada vez mayores proporciones; ya los animados
diálogos, los sordos murmullos y los amenazadores gritos comenzaban a poner en
cuidado a sus guardas, cuando afortunadamente llegó la orden de sacar al reo.
Al aparecer éste bajo el macizo arco de la portada de su prisión, completamente vestido
de todas armas y cubierto el rostro por la visera, un sordo y prolongado murmullo de
admiración y de sorpresa se elevó de entre las compactas masas del pueblo, que se
abrían con dificultad para dejarle paso.
Todos habían reconocido en aquella armadura la del señor del Segre: aquella armadura,
objeto de las más sombrías tradiciones mientras se la vio suspendida de los arruinados
muros de la fortaleza maldita.
Las armas eran aquéllas, no cabía duda alguna: todos habían visto flotar el negro
penacho de su cimera en los combates que en un tiempo trabaran contra su señor; todos
le habían visto agitarse al soplo de la brisa del crepúsculo, a par de la hiedra del
calcinado pilar en que quedaron colgadas a la muerte de su dueño. Mas ¿quién podría
ser el desconocido personaje que entonces las llevaba? Pronto iba a saberse, al menos
así se creía. Los sucesos dirán cómo esta esperanza quedó frustada, a la manera de otras
muchas, y por qué de este solemne acto de justicia, del que debía aguardarse el
completo esclarecimiento de la verdad, resultaron nuevas y más inexplicables
confusiones.
El misterioso bandido penetró al fin en la sala del concejo, y un silencio profundo
sucedió a los rumores que se elevaran de entre los circunstantes, al oír resonar bajo las
altas bóvedas de aquel recinto el metático son de sus acicates de oro. Uno de los que
componían el tribunal, con voz lenta e insegura, le preguntó su nombre, y todos
prestaron el oído con ansiedad para no perder una sola palabra de su respuesta; pero el
guerrero se limitó a encoger sus hombros ligeramente, con un aire de desprecio e insulto
que no pudo menos de irritar a sus jueces, los que se miraron entre sí sorprendidos.
Tres veces volvió a repetirle la pregunta, y otras tantas obtuvo semejante o parecida
contestación.
-¡Que se levante la visera! ¡Que se descubra! ¡Que se descubra! -comenzaron a gritar los
vecinos de la villa presentes al acto-. ¡Que se descubra! Veremos si se atreve entonces a
insultarnos con su desdén, como ahora lo hace protegido por el incógnito!
-Descubríos -repitió el mismo que anteriormente le dirigiera la palabra.
El guerrero permaneció impasible.
-Os lo mando en el nombre de nuestra autoridad.
La misma contestación.
-En el de los condes soberanos.
Ni por esas.
La indignación llegó a su colmo, hasta el punto que uno de sus guardas, lanzándose
sobre el reo, cuya pertinacia en callar bastaría para apurar la paciencia a un santo, le
abrió violentamente la visera. Un grito general de sorpresa se escapó del auditorio, que
permaneció por un instante herido de un inconcebible estupor.
La cosa no era para menos.
El casco, cuya férrea visera se veía en parte levantada hasta la frente, en parte caída
sobre la brillante gola de acero, estaba vacío... completamente vacío.
Cuando pasado ya el primer momento de terror quisieron tocarle, la armadura se
estremeció ligeramente y, descomponiéndose en piezas, cayó al suelo con un ruido
sordo y extraño.
La mayor parte de los espectadores, a la vista del nuevo prodigio, abandonaron
tumultuosamente la habitación y salieron despavoridos a la plaza.
La nueva se divulgó con la rapidez del pensamiento entre la multitud, que aguardaba
impaciente el resultado del juicio; y fue tal alarma, la revuelta y la vocería, que ya a
nadie cupo duda sobre lo que de pública voz se aseguraba, esto es, que el diablo, a la
muerte del señor del Segre, había heredado los feudos de Bellver.
Al fin se apaciguó el tumulto, y decidiose volver a un calabozo la maravillosa armadura.
Ya en él, despacháronse cuatro emisarios, que en representación de la atribulada villa
hiciesen presente el caso al conde de Urgel y al arzobispo, los que no tardaron muchos
días en tornar con la resolución de estos personajes, resolución que, como suele decirse,
era breve y compendillosa.
-Cuélguese -les dijeron- la armadura en la plaza Mayor de la villa; que si el diablo la
ocupa, fuerza le será el abandonarla o ahorcarse con ella.
Encantados los habitantes de Bellver con tan ingeniosa solución, volvieron a reunirse en
concejo, mandaron levantar una altísima horca en la plaza, y cuando ya la multitud
ocupaba sus avenidas, se dirigieron a la cárcel por la armadura, en corporación y con
toda la solemnidad que la importancia del caso requería.
Cuando la respetable comitiva llegó al macizo arco que daba entrada al edificio, un
hombre pálido y descompuesto se arrojó al suelo en presencia de los aturdidos
circunstantes, exclamando con lágrimas en los ojos:
-¡Perdón, señores, perdón!
-¡Perdón! ¿Para quién? -dijeron algunos-; ¿para el diablo que habita dentro de la
armadura del señor del Segre?
-Para mí -prosiguió con voz trémula el infeliz, en quien todos reconocieron al alcaide de
las prisiones-, para mí... porque las armas... han desaparecido.
Al oír estas palabras, el asombro se pintó en el rostro de cuantos se encontraban en el
pórtico, que, mudos e inmóviles, hubieran permanecido en la posición en que se
encontraban Dios sabe hasta cuándo, si la siguiente relación del aterrado guardián no les
hubiera hecho agruparse en su alrededor para escuchar con avidez.
-Perdonadme, señores -decía el pobre alcaide-, y yo no os ocultaré nada, siquiera sea en
contra mía.
Todos guardaron silencio y él prosiguió así:
-Yo no acertaré nunca a dar razón; pero es el caso que la historia de las armas vacías me
pareció siempre una fábula tejida en favor de algún noble personaje, a quien tal vez altas
razones de conveniencia pública no permitía ni descubrir ni castigar.
En esta creencia estuve siempre, creencia en que no podía menos de confirmarme la
inmovilidad en que se encontraban desde que por segunda vez tornaron a la cárcel
traídas del concejo. En vano una noche y otra, deseando sorprender su misterio, si
misterio en ellas había, me levantaba poco a poco y aplicaba el oído a los intersticios de
la cerrada puerta de su calabozo; ni un rumor se percibía.
En vano procuré observarlas a través de un pequeño agujero producido en el muro;
arrojadas sobre un poco de paja y en uno de los más oscuros rincones, permanecían un
día y otro descompuestas e inmóviles.
Una noche, por último, aguijoneado por la curiosidad y deseando convencerme por mí
mismo de que aquel objeto de terror nada tenía de misterioso, encendí una linterna, bajé
a las prisiones, levanté sus dobles aldabas, y, no cuidando siquiera -tanta era mi fe en
que todo no pasaba de un cuento- de cerrar las puertas tras mí, penetré en el calabozo.
Nunca lo hubiera hecho; apenas anduve algunos pasos; la luz de mi linterna se apagó
por sí sola, y mis dientes comenzaron a chocar y mis cabellos a erizarse. Turbando el
profundo silencio que me rodeaba, había oído como un ruido de hierros que se removían
y chocaban al unirse entre las sombras.
Mi primer movimiento fue arrojarme a la puerta para cerrar el paso, pero al asir sus
hojas, sentí sobre mis hombros una mano formidable cubierta con un guantelete, que
después de sacudirme con violencia me derribó bajo el dintel. Allí permanecí hasta la
mañana siguiente, que me encontraron mis servidores falto de sentido, y recordando
sólo que, después de mi caída, había creído percibir confusamente como unas pisadas
sonoras, al compás de las cuales resonaba un rumor de espuelas, que poco a poco se fue
alejando hasta perderse.
Cuando concluyó el alcaide, reinó un silencio profundo, al que siguió luego un infernal
concierto de lamentaciones, gritos y amenazas.
Trabajo costó a los más pacíficos el contener al pueblo que, furioso con la novedad,
pedía a grandes voces la muerte del curioso autor de su nueva desgracia.
Al cabo logrose apaciguar el tumulto, y comenzaron a disponerse a una nueva
persecución. Ésta obtuvo también un resultado satisfactorio.
Al cabo de algunos días, la armadura volvió a encontrarse en poder de sus
perseguidores.
Conocida la fórmula, y mediante la ayuda de San Bartolomé, la cosa no era ya muy
difícil.
Pero aún quedaba algo por hacer; pues en vano, a fin de sujetarla, la colgaron de una
horca; en vano emplearon la más exquisita vigilancia con el objeto de quitarle toda
ocasión de escaparse por esos mundos. En cuanto las desunidas armas veían dos dedos
de luz, se encajaban, y pian pianito volvían a tomar el trote y emprender de nuevo sus
excursiones por montes y llanos, que era una bendición del cielo.
Aquello era el cuento de nunca acabar.
En tan angustiosa situación, los vecinos se repartieron entre sí las piezas de la armadura,
que acaso por la centésima vez se encontraba en sus manos, y rogaron al piadoso
eremita, que un día los iluminó con sus consejos, decidiera lo que debía hacerse de ella.
El santo varón ordenó al pueblo una penitencia general. Se encerró por tres días en el
fondo de la caverna que le servía de asilo, y al cabo de ellos dispuso que se fundiesen
las diabólicas armas, y con ellas y algunos sillares del castillo del Segre, se levantase
una cruz.
La operación se llevó a término, aunque no sin que nuevos y aterradores prodigios
llenasen de pavor el ánimo de los consternados habitantes de Bellver.
En tanto que las piezas arrojadas a las llamas comenzaban a enrojecerse, largos y
profundos gemidos parecían escaparse de la ancha hoguera, de entre cuyos troncos
saltaban como si estuvieran vivas y sintiesen la acción del fuego. Una tromba de chispas
rojas, verdes y azules danzaba en la cúspide de sus encendidas lenguas, y se retorcían
crujiendo como si una legión de diablos, cabalgando sobre ellas, pugnase por libertar a
su señor de aquel tormento.
Extraña, horrible fue la operación en tanto que la candente armadura perdía su forma
para tomar la de una cruz.
Los martillos caían resonando con un espantoso estruendo sobre el yunque, al que
veinte trabajadores vigorosos sujetaban las barras del hirviente metal, que palpitaba y
gemía al sentir los golpes.
Ya se extendían los brazos del signo de nuestra redención, ya comenzaba a formarse la
cabecera, cuando la diabólica y encendida masa se retorcía de nuevo como en una
convulsión espantosa, y rodeándose al cuerpo de los desgraciados que pugnaban por
desasirse de sus brazos de muerte, se enroscaba en anillas como una culebra o se
contraía en zigzag como un relámpago.
El constante trabajo, la fe, las oraciones y el agua bendita consiguieron, por último,
vencer al espíritu infernal, y la armadura se convirtió en cruz.
Esa cruz es la que hoy habéis visto, y a la cual se encuentra sujeto el diablo que le presta
su nombre: ante ella, ni las jóvenes colocan en el mes de Mayo ramilletes de lirios, ni
los pastores se descubren al pasar, ni los ancianos se arrodillan, bastando apenas las
severas amonestaciones del clero para que los muchachos no la apedreen.
Dios ha cerrado sus oídos a cuantas plegarias se le dirijan en su presencia. En el
invierno los lobos se reúnen en manadas junto al enebro que la protege, para lanzarse
sobre las reses; los bandidos esperan a su sombra a los caminantes, que entierran a su
pie después que los asesinan; y cuando la tempestad se desata, los rayos tuercen su
camino para liarse, silbando, al asta de esa cruz y romper los sillares de su pedestal.
La cruz del diablo
...
Que lo crea o no, me importa bien poco.
Mi abuelo se lo narró a mi padre;
mi padre me lo ha referido a mí,
y yo te lo cuento ahora,
siquiera no sea más que por pasar el rato.
El crepúsculo comenzaba a extender sus ligeras alas de vapor sobre las pintorescas
orillas del Segre, cuando después de una fatigosa jornada llegamos a Bellver, término de
nuestro viaje. Bellver es una pequeña población situada a la falda de una colina, por
detrás de la cual se ven elevarse, como las gradas de un colosal anfiteatro de granito, las
empinadas y nebulosas crestas de los Pirineos.
Los blancos caseríos que la rodean, salpicados aquí y allá sobre una ondulante sábana
de verdura, parecen a lo lejos un bando de palomas que han abatido su vuelo para
apagar su sed en las aguas de la ribera.
Una pelada roca, a cuyos pies tuercen éstas su curso, y sobre cuya cima se notan aún
remotos vestigios de construcción, señala la antigua línea divisoria entre el condado de
Urgel y el más importante de sus feudos. A la derecha del tortuoso sendero que conduce
a este punto, remontando la corriente del río y siguiendo sus curvas y frondosos
márgenes, se encuentra una cruz.
El asta y los brazos son de hierro; la redonda base en que se apoya, de mármol, y la
escalinata que a ella conduce, de oscuros y mal unidos fragmentos de sillería.
La destructora acción de los años, que ha cubierto de orín el metal, ha roto y carcomido
la piedra de este monumento, entre cuyas hendiduras crecen algunas plantas trepadoras
que suben enredándose hasta coronarlo, mientras una vieja y corpulenta encina le sirve
de dosel.
Yo había adelantado algunos minutos a mis compañeros de viaje, y deteniendo mi
escuálida cabalgadura, contemplaba en silencio aquella cruz, muda y sencilla expresión
de las creencias y la piedad de otros siglos.
Un mundo de ideas se agolpó a mi imaginación en aquel instante. Ideas ligerísimas, sin
forma determinada, que unían entre sí, como un invisible hilo de luz, la profunda
soledad de aquellos lugares, el alto silencio de la naciente noche y la vaga melancolía de
mi espíritu.
Impulsado de un pensamiento religioso, espontáneo e indefinible, eché maquinalmente
pie a tierra, me descubrí, y comencé a buscar en el fondo de mi memoria una de
aquellas oraciones que me enseñaron cuando niño; una de aquellas oraciones, que
cuando más tarde se escapan involuntarias de nuestros labios, parece que aligeran el
pecho oprimido, y semejantes a las lágrimas, alivian el dolor, que también toma estas
formas para evaporarse.
Ya había comenzado a murmurarla, cuando de improviso sentí que me sacudían con
violencia por los hombros. Volví la cara: un hombre estaba al lado mío.
Era uno de nuestros guías natural del país, el cual, con una indescriptible expresión de
terror pintada en el rostro, pugnaba por arrastrarme consigo y cubrir mi cabeza con el
fieltro que aún tenía en mis manos.
Mi primera mirada, mitad de asombro, mitad de cólera, equivalía a una interrogación
enérgica, aunque muda.
El pobre hombre sin cejar en su empeño de alejarme de aquel sitio, contestó a ella con
estas palabras, que entonces no pude comprender, pero en las que había un acento de
verdad que me sobrecogió: -¡Por la memoria de su madre! ¡Por lo más sagrado que
tenga en el mundo, señorito, cúbrase usted la cabeza y aléjese más que de prisa de esta
cruz! ¡Tan desesperado está usted que, no bastándole la ayuda de Dios, recurre a la del
demonio!
Yo permanecí un rato mirándole en silencio. Francamente, creí que estaba loco; pero él
prosiguió con igual vehemencia:
-Usted busca la frontera; pues bien, si delante de esa cruz le pide usted al cielo que le
preste ayuda, las cumbres de los montes vecinos se levantarán en una sola noche hasta
las estrellas invisibles, sólo porque no encontremos la raya en toda nuestra vida.
Yo no puedo menos de sonreírme.
-¿Se burla usted?... ¿Cree acaso que esa es una cruz santa como la del porche de nuestra
iglesia?...
-¿Quién lo duda?
-Pues se engaña usted de medio a medio; porque esa cruz, salvo lo que tiene de Dios,
está maldita... esa cruz pertenece a un espíritu maligno, y por eso le llaman La cruz del
diablo.
-¡La cruz del diablo! -repetí cediendo a sus instancias, sin darme cuenta a mí mismo del
involuntario temor que comenzó a apoderarse de mi espíritu, y que me rechazaba como
una fuerza desconocida de aquel lugar;- ¡la cruz del diablo! ¡Nunca ha herido mi
imaginación una amalgama más disparatada de dos ideas tan absolutamente enemigas!...
¡Una cruz... y del diablo!!! ¡Vaya, vaya! Fuerza será que en llegando a la población me
expliques este monstruoso absurdo.
Durante este corto diálogo, nuestros camaradas, que habían picado sus cabalgaduras, se
nos reunieron al pie de la cruz; yo les expliqué en breves palabras lo que acababa de
suceder; monté nuevamente en mi rocín, y las campanas de la parroquia llamaban
lentamente a la oración, cuando nos apeamos en el más escondido y lóbrego de los
paradores de Bellver.
Las llamas rojas y azules se enroscaban chisporroteando a lo largo del grueso tronco de
encina que ardía en el ancho hogar; nuestras sombras, que se proyectaban temblando
sobre los ennegrecidos muros, se empequeñecían o tomaban formas gigantescas, según
la hoguera despedía resplandores más o menos brillantes; el vaso de saúco, ora vacío,
ora lleno, y no de agua, como cangilón de noria, había dado tres veces la vuelta en
derredor del círculo que formábamos junto al fuego, y todos esperaban con impaciencia
la historia de La cruz del diablo, que a guisa de postres de la frugal cena que
acabábamos de consumir se nos había prometido, cuando nuestro guía tosió por dos
veces, se echó al coleto un último trago de vino, limpiose con el revés de la mano la
boca, y comenzó de este modo:
Hace mucho tiempo, mucho tiempo, yo no sé cuánto, pero los moros ocupaban aún la
mayor parte de España, se llamaban condes nuestros reyes, y las villas y aldeas
pertenecían en feudo a ciertos señores, que a su vez prestaban homenaje a otros más
poderosos, cuando acaeció lo que voy a referir a ustedes.
Concluida esta breve introducción histórica, el héroe de la fiesta guardó silencio durante
algunos segundos como para coordinar sus recuerdos, y prosiguió así:
-Pues es el caso que, en aquel tiempo remoto, esta villa y algunas otras formaban parte
del patrimonio de un noble barón, cuyo castillo señorial se levantó por muchos siglos
sobre la cresta de un peñasco que baña el Segre, del cual toma su nombre.
Aún testifican la verdad de mi relación algunas informes ruinas que, cubiertas de
jaramago y musgo, se alcanzan a ver sobre su cumbre desde el camino que conduce a
este pueblo.
No sé si por ventura o desgracia quiso la suerte que este señor, a quien por su crueldad
detestaban sus vasallos, y por sus malas cualidades ni el rey admitía en su corte, ni sus
vecinos en el hogar, se aburriese de vivir solo con su mal humor y sus ballesteros en lo
alto de la roca en que sus antepasados colgaron su nido de piedra.
Devanábase noche y día los sesos en busca de alguna distracción propia de su carácter,
lo cual era bastante difícil después de haberse cansado, como ya lo estaba, de mover
guerra a sus vecinos, apalear a sus servidores y ahorcar a sus súbditos.
En esta ocasión cuentan las crónicas que se le ocurrió, aunque sin ejemplar, una idea
feliz.
Sabiendo que los cristianos de otras poderosas naciones se aprestaban a partir juntos en
una formidable armada a un país maravilloso para conquistar el sepulcro de Nuestro
Señor Jesucristo, que los moros tenían en su poder, se determinó a marchar en su
seguimiento.
Si realizó esta idea con objeto de purgar sus culpas, que no eran pocas, derramando su
sangre en tan justa empresa, o con el de trasplantarse a un punto donde sus malas mañas
no se conociesen, se ignora; pero la verdad del caso es que, con gran contentamiento de
grandes y chicos, de vasallos y de iguales, allegó cuanto dinero pudo, redimió a sus
pueblos del señorío, mediante una gruesa cantidad, y no conservando de propiedad suya
más que el peñón del Segre y las cuatro torres del castillo, herencia de sus padres,
desapareció de la noche a la mañana. La comarca entera respiró en libertad durante
algún tiempo, como si despertara de una pesadilla.
Ya no colgaban de sus sotos, en vez de frutas, racimos de hombres; las muchachas del
pueblo no temían al salir con su cántaro en la cabeza a tomar agua de la fuente del
camino, ni los pastores llevaban sus rebaños al Segre por sendas impracticables y
ocultas, temblando encontrar a cada revuelta de la trocha a los ballesteros de su muy
amado señor.
Así transcurrió el espacio de tres años; la historia del mal caballero, que sólo por este
nombre se le conocía, comenzaba a pertenecer al exclusivo dominio de las viejas, que
en las eternas veladas del invierno las relataban con voz hueca y temerosa a los
asombrados chicos; las madres asustaban a los pequeñuelos incorregibles o llorones
diciéndoles: ¡que viene el señor del Segre!, cuando he aquí que no sé si un día o una
noche, si caído del cielo o abortado de los profundos, el temido señor apareció
efectivamente, y como suele decirse, en carne y hueso, en mitad de sus antiguos
vasallos.
Renuncio a describir el efecto de esta agradable sorpresa. Ustedes se lo podrán figurar
mejor que yo pintarlo, sólo con decirles que tornaba reclamando sus vendidos derechos,
que si malo se fue, peor volvió; y si pobre y sin crédito se encontraba antes de partir a la
guerra; ya no podía contar con más recursos que su despreocupación, su lanza y una
media docena de aventureros tan desalmados y perdidos como su jefe.
Como era natural, los pueblos se resistieron a pagar tributos que a tanta costa habían
redimido; pero el señor puso fuego a sus heredades, a sus alquerías y a sus mieses.
Entonces apelaron a la justicia del rey; pero el señor se burló de las cartas-leyes de los
condes soberanos; las clavó en el postigo de sus torres, y colgó a los farautes de una
encina.
Exasperados y no encontrando otra vía de salvación, por último, se pusieron de acuerdo
entre sí, se encomendaron a la Divina Providencia y tomaron las armas: pero el señor
llamó a sus secuaces, llamó en su ayuda al diablo, se encaramó a su roca y se preparó a
la lucha.
Ésta comenzó terrible y sangrienta. Se peleaba con todas armas, en todos sitios y a todas
horas, con la espada y el fuego, en la montaña y en la llanura, en el día y durante la
noche.
Aquello no era pelear para vivir; era vivir para pelear. Al cabo triunfó la causa de la
justicia. Oigan ustedes cómo.
Una noche oscura, muy oscura, en que no se oía ni un rumor en la tierra ni brillaba un
solo astro en el cielo, los señores de la fortaleza, engreídos por una reciente victoria, se
repartían el botín, y ebrios con el vapor de los licores, en mitad de la loca y estruendosa
orgía, entonaban sacrílegos cantares en loor de su infernal patrono.
Como dejo dicho, nada se oía en derredor del castillo, excepto el eco de las blasfemias,
que palpitaban perdidas en el sombrío seno de la noche, como palpitan las almas de los
condenados envueltas en los pliegues del huracán de los infiernos.
Ya los descuidados centinelas habían fijado algunas veces sus ojos en la villa que
reposaba silenciosa, y se habían dormido sin temor a una sorpresa, apoyados en el
grueso tronco de sus lanzas, cuando he aquí que algunos aldeanos, resueltos a morir y
protegidos por la sombra, comenzaron a escalar el cubierto peñón del Segre, a cuya
cima tocaron a punto de la media noche.
Una vez en la cima, lo que faltaba por hacer fue obra de poco tiempo: los centinelas
salvaron de un solo salto el valladar que separa el sueño de la muerte; el fuego, aplicado
con teas de resina al puente y al rastrillo, se comunicó con la rapidez del relámpago a
los muros; y los escaladores, favorecidos por la confusión y abriéndose paso entre las
llamas, dieron fin con los habitantes de aquella guarida en un abrir y cerrar de ojos.
Todos perecieron.
Cuando el cercano día comenzó a blanquear las altas copas de los enebros, humeaban
aún los calcinados escombros de las desplomadas torres; y a través de sus anchas
brechas, chispeando al herirla la luz y colgada de uno de los negros pilares de la sala del
festín, era fácil divisar la armadura del temido jefe, cuyo cadáver, cubierto de sangre y
polvo, yacía entre los desgarrados tapices y las calientes cenizas, confundido con los de
sus oscuros compañeros.
El tiempo pasó; comenzaron los zarzales a rastrear por los desiertos patios, la hiedra a
enredarse en los oscuros machones, y las campanillas azules a mecerse colgadas de las
mismas almenas. Los desiguales soplos de la brisa, el graznido de las aves nocturnas y
el rumor de los reptiles, que se deslizaban entre las altas hierbas, turbaban sólo de vez
en cuando el silencio de muerte de aquel lugar maldecido; los insepultos huesos de sus
antiguos moradores blanqueaban el rayo de la luna, y aún podía verse el haz de armas
del señor del Segre, colgado del negro pilar de la sala del festín.
Nadie osaba tocarle; pero corrían mil fábulas acerca de aquel objeto, causa incesante de
hablillas y terrores para los que le miraban llamear durante el día, herido por la luz del
sol, o creían percibir en las altas horas de la noche el metálico son de sus piezas, que
chocaban entre sí cuando las movía el viento, con un gemido prolongado y triste.
A pesar de todos los cuentos que a propósito de la armadura se fraguaron, y que en voz
baja se repetían unos a otros los habitantes de los alrededores, no pasaban de cuentos, y
el único más positivo que de ellos resultó, se redujo entonces a una dosis de miedo más
que regular, que cada uno de por sí se esforzaba en disimular lo posible, haciendo, como
decirse suele, de tripas corazón.
Si de aquí no hubiera pasado la cosa, nada se habría perdido. Pero el diablo, que a lo
que parece no se encontraba satisfecho de su obra, sin duda con el permiso de Dios y a
fin de hacer purgar a la comarca algunas culpas, volvió a tomar cartas en el asunto.
Desde este momento las fábulas, que hasta aquella época no pasaron de un rumor vago
y sin viso alguno de verosimilitud, comenzaron a tomar consistencia y a hacerse de día
en día más probables.
En efecto, hacía algunas noches que todo el pueblo había podido observar un extraño
fenómeno. Entre las sombras, a lo lejos, ya subiendo las retorcidas cuestas del peñón del
Segre, ya vagando entre las ruinas del castillo, ya cerniéndose al parecer en los aires, se
veían correr, cruzarse, esconderse y tornar a aparecer para alejarse en distintas
direcciones, unas luces misteriosas y fantásticas, cuya procedencia nadie sabía explicar.
Esto se repitió por tres o cuatro noches durante el intervalo de un mes, y los confusos
aldeanos esperaban inquietos el resultado de aquellos conciliábulos, que ciertamente no
se hizo aguardar mucho, cuando tres o cuatro alquerías incendiadas, varias reses
desaparecidas y los cadáveres de algunos caminantes despeñados en los precipicios,
pusieron en alarma a todo el territorio en diez leguas a la redonda.
Ya no quedó duda alguna. Una banda de malhechores se albergaba en los subterráneos
del castillo. Éstos, que sólo se presentaban al principio muy de tarde en tarde y en
determinados puntos del bosque que aun en el día se dilata a lo largo de la ribera,
concluyeron por ocupar casi todos los desfiladeros de las montañas, emboscarse en los
caminos, saquear los valles y descender como un torrente a la llanura, donde a éste
quiero, a éste no quiero, no dejaban títere con cabeza.
Los asesinatos se multiplicaban; las muchachas desaparecían, y los niños eran
arrancados de las cunas a pesar de los lamentos de sus madres, para servirlos en
diabólicos festines, en que, según la creencia general, los vasos sagrados sustraídos de
las profanadas iglesias servían de copas.
El terror llegó a apoderarse de los ánimos en un grado tal, que al toque de oraciones
nadie se aventuraba a salir de su casa, en la que no siempre se creían seguros de los
bandidos del peñón.
Mas ¿quiénes eran éstos? ¿De dónde habían venido? ¿Cuál era el nombre de su
misterioso jefe? He aquí el enigma que todos querían explicar y que nadie podía
resolver hasta entonces, aunque se observase desde luego que la armadura del señor
feudal había desaparecido del sitio que antes ocupara, y posteriormente varios
labradores hubiesen afirmado que el capitán de aquella desalmada gavilla marchaba a su
frente cubierto con una que, de no ser la misma, se le asemejaba en un todo.
Cuanto queda repetido, si se le despoja de esa parte de fantasía con que el miedo abulta
y completa sus creaciones favoritas, nada tiene en sí de sobrenatural y extraño.
¿Qué cosa más corriente en unos bandidos que las ferocidades con que éstos se
distinguían, ni más natural que el apoderarse su jefe de las abandonadas armas del señor
del Segre?
Sin embargo, algunas revelaciones hechas antes de morir por uno de sus secuaces,
prisionero en las últimas refriegas, acabaron de colmar la medida, preocupando el ánimo
de los más incrédulos. Poco más o menos, el contenido de su confusión fue éste:
Yo -dijo- pertenezco a una noble familia. Los extravíos de mi juventud, mis locas
prodigalidades y mis crímenes por último, atrajeron sobre mi cabeza la cólera de mis
deudos y la maldición de mi padre, que me desheredó al expirar. Hallándome solo y sin
recursos de ninguna especie, el diablo sin duda debió sugerirme la idea de reunir
algunos jóvenes que se encontraban en una situación idéntica a la mía, los cuales
seducidos con la promesa de un porvenir de disipación, libertad y abundancia, no
vacilaron un instante en suscribir a mis designios.
Éstos se reducían a formar una banda de jóvenes de buen humor, despreocupados y
poco temerosos del peligro, que desde allí en adelante vivirían alegremente del producto
de su valor y a costa del país, hasta tanto que Dios se sirviera disponer de cada uno de
ellos conforme a su voluntad, según hoy a mi me sucede.
Con este objeto señalamos esta comarca para teatro de nuestras expediciones futuras, y
escogimos como punto el más a propósito para nuestras reuniones el abandonado
castillo del Segre, lugar seguro no tanto por su posición fuerte y ventajosa, como por
hallarse defendido contra el vulgo por las supersticiones y el miedo.
Congregados una noche bajo sus ruinosas arcadas, alrededor de una hoguera que
iluminaba con su rojizo resplandor las desiertas galerías, trabose una acalorada disputa
sobre cual de nosotros había de ser elegido jefe.
Cada uno alegó sus méritos; yo expuse mis derechos: ya los unos murmuraban entre sí
con ojeadas amenazadoras; ya los otros, con voces descompuestas por la embriaguez,
habían puesto la mano sobre el pomo de sus puñales para dirimir la cuestión, cuando de
repente oímos un extraño crujir de armas, acompañado de pisadas huecas y sonantes,
que de cada vez se hacían más distintas. Todos arrojamos a nuestro alrededor una
inquieta mirada de desconfianza: nos pusimos de pie y desnudamos nuestros aceros,
determinados a vender caras las vidas; pero no pudimos por menos de permanecer
inmóviles al ver adelantarse con paso firme e igual un hombre de elevada estatura
completamente armado de la cabeza al pie y cubierto el rostro con la visera del casco, el
cual, desnudando su montante, que dos hombres podrían apenas manejar, y poniéndole
sobre uno de los carcomidos fragmentos de las rotas arcadas, exclamó con voz hueca y
profunda, semejante al rumor de una caída de aguas subterráneas:
-Si alguno de vosotros se atreve a ser el primero mientras yo habite en el castillo del
Segre, que tome esa espada, signo del poder.
Todos guardamos silencio, hasta que, transcurrido el primer momento de estupor, le
proclamamos a grandes voces nuestro capitán, ofreciéndole una copa de nuestro vino, la
cual rehusó por señas, acaso por no descubrir la faz, que en vano procuramos distinguir
a través de las rejillas de hierro que la ocultaban a nuestros ojos.
No obstante, aquella noche pronunciamos el más formidable de los juramentos, y a la
siguiente dieron principio nuestras nocturnas correrías. En ella nuestro misterioso jefe
marchaba siempre delante de todos. Ni el fuego le ataja, ni los peligros le intimidan, ni
las lágrimas le conmueven. Nunca despliega sus labios; pero cuando la sangre humea en
nuestras manos, como cuando los templos se derrumban calcinados por las llamas;
cuando las mujeres huyen espantadas entre las ruinas, y los niños arrojan gritos de
dolor, y los ancianos perecen a nuestros golpes, contesta con una carcajada de feroz
alegría a los gemidos, a las imprecaciones y a los lamentos.
Jamás se desnuda de sus armas ni abate la visera de su casco después de la victoria, ni
participa del festín, ni se entrega al sueño. Las espadas que le hieren se hunden entre las
piezas de su armadura, y ni le causan la muerte, ni se retiran teñidas en sangre; el fuego
enrojece su espaldar y su cota, y aún prosigue impávido entre las llamas, buscando
nuevas víctimas; desprecia el oro, aborrece la hermosura, y no le inquieta la ambición.
Entre nosotros, unos le creen un extravagante; otros un noble arruinado, que por un
resto de pudor se tapa la cara; y no falta quien se encuentra convencido de que es el
mismo diablo en persona.
El autor de esas revelaciones murió con la sonrisa de la mofa en los labios y sin
arrepentirse de sus culpas; varios de sus iguales le siguieron en diversas épocas al
suplicio; pero el temible jefe a quien continuamente se unían nuevos prosélitos, no
cesaba en sus desastrosas empresas.
Los infelices habitantes de la comarca, cada vez más aburridos y desesperados, no
acertaban ya con la determinación que debería tomarse para concluir de un todo con
aquel orden de cosas, cada día más insoportable y triste.
Inmediato a la villa, y oculto en el fondo de un espeso bosque, vivía a esta sazón, en una
pequeña ermita dedicada a San Bartolomé, un santo hombre de costumbres piadosas y
ejemplares, a quien el pueblo tuvo siempre en olor de santidad, merced a sus saludables
consejos y acertadas predicciones.
Este venerable ermitaño, a cuya prudencia y proverbial sabiduría encomendaron los
vecinos de Bellver la resolución de este difícil problema, después de implorar la
misericordia divina por medio de su santo Patrono, que, como ustedes no ignoran,
conoce al diablo muy de cerca y en más de una ocasión le ha atado bien corto, les
aconsejó que se emboscasen durante la noche al pie del pedregoso camino que sube
serpenteando por la roca; en cuya cima se encontraba el castillo, encargándoles al
mismo tiempo que, ya allí, no hiciesen uso de otras armas para aprehenderlo que de una
maravillosa oración que les hizo aprender de memoria, y con la cual aseguraban las
crónicas que San Bartolomé había hecho al diablo su prisionero.
Púsose en planta el proyecto, y su resultado excedio a cuantas esperanzas se habían
concebido; pues aún no iluminaba el sol del otro día la alta torre de Bellver, cuando sus
habitantes, reunidos en grupos en la plaza Mayor, se contaban unos a otros, con aire de
misterio, cómo aquella noche, fuertemente atado de pies y manos y a lomos de una
poderosa mula, había entrado en la población el famoso capitán de los bandidos del
Segre.
De qué arte se valieron los acometedores de esta empresa para llevarla a término, ni
nadie se lo acertaba a explicar, ni ellos mismos podían decirlo; pero el hecho era que
gracias a la oración del santo o al valor de sus devotos, la cosa había sucedido tal como
se refería.
Apenas la novedad comenzó a extenderse de boca en boca y de casa en casa, la multitud
se lanzó a las calles con ruidosa algazara y corrió a reunirse a las puertas de la prisión.
La campana de la parroquia llamó a concejo, y los vecinos más respetables se juntaron
en capítulo, y todos aguardaban ansiosos la hora en que el reo había de comparecer ante
sus improvisados jueces.
Éstos, que se encontraban autorizados por los condes de Urgel para administrarse por sí
mismos pronta y severa justicia sobre aquellos malhechores, deliberaron un momento,
pasado el cual, mandaron comparecer al delincuente a fin de notificarle su sentencia.
Como dejo dicho, así en la plaza Mayor, como en las calles por donde el prisionero
debía atravesar para dirigirse al punto en que sus jueces se encontraban, la impaciente
multitud hervía como un apiñado enjambre de abejas. Especialmente en la puerta de la
cárcel, la conmoción popular tomaba cada vez mayores proporciones; ya los animados
diálogos, los sordos murmullos y los amenazadores gritos comenzaban a poner en
cuidado a sus guardas, cuando afortunadamente llegó la orden de sacar al reo.
Al aparecer éste bajo el macizo arco de la portada de su prisión, completamente vestido
de todas armas y cubierto el rostro por la visera, un sordo y prolongado murmullo de
admiración y de sorpresa se elevó de entre las compactas masas del pueblo, que se
abrían con dificultad para dejarle paso.
Todos habían reconocido en aquella armadura la del señor del Segre: aquella armadura,
objeto de las más sombrías tradiciones mientras se la vio suspendida de los arruinados
muros de la fortaleza maldita.
Las armas eran aquéllas, no cabía duda alguna: todos habían visto flotar el negro
penacho de su cimera en los combates que en un tiempo trabaran contra su señor; todos
le habían visto agitarse al soplo de la brisa del crepúsculo, a par de la hiedra del
calcinado pilar en que quedaron colgadas a la muerte de su dueño. Mas ¿quién podría
ser el desconocido personaje que entonces las llevaba? Pronto iba a saberse, al menos
así se creía. Los sucesos dirán cómo esta esperanza quedó frustada, a la manera de otras
muchas, y por qué de este solemne acto de justicia, del que debía aguardarse el
completo esclarecimiento de la verdad, resultaron nuevas y más inexplicables
confusiones.
El misterioso bandido penetró al fin en la sala del concejo, y un silencio profundo
sucedió a los rumores que se elevaran de entre los circunstantes, al oír resonar bajo las
altas bóvedas de aquel recinto el metático son de sus acicates de oro. Uno de los que
componían el tribunal, con voz lenta e insegura, le preguntó su nombre, y todos
prestaron el oído con ansiedad para no perder una sola palabra de su respuesta; pero el
guerrero se limitó a encoger sus hombros ligeramente, con un aire de desprecio e insulto
que no pudo menos de irritar a sus jueces, los que se miraron entre sí sorprendidos.
Tres veces volvió a repetirle la pregunta, y otras tantas obtuvo semejante o parecida
contestación.
-¡Que se levante la visera! ¡Que se descubra! ¡Que se descubra! -comenzaron a gritar los
vecinos de la villa presentes al acto-. ¡Que se descubra! Veremos si se atreve entonces a
insultarnos con su desdén, como ahora lo hace protegido por el incógnito!
-Descubríos -repitió el mismo que anteriormente le dirigiera la palabra.
El guerrero permaneció impasible.
-Os lo mando en el nombre de nuestra autoridad.
La misma contestación.
-En el de los condes soberanos.
Ni por esas.
La indignación llegó a su colmo, hasta el punto que uno de sus guardas, lanzándose
sobre el reo, cuya pertinacia en callar bastaría para apurar la paciencia a un santo, le
abrió violentamente la visera. Un grito general de sorpresa se escapó del auditorio, que
permaneció por un instante herido de un inconcebible estupor.
La cosa no era para menos.
El casco, cuya férrea visera se veía en parte levantada hasta la frente, en parte caída
sobre la brillante gola de acero, estaba vacío... completamente vacío.
Cuando pasado ya el primer momento de terror quisieron tocarle, la armadura se
estremeció ligeramente y, descomponiéndose en piezas, cayó al suelo con un ruido
sordo y extraño.
La mayor parte de los espectadores, a la vista del nuevo prodigio, abandonaron
tumultuosamente la habitación y salieron despavoridos a la plaza.
La nueva se divulgó con la rapidez del pensamiento entre la multitud, que aguardaba
impaciente el resultado del juicio; y fue tal alarma, la revuelta y la vocería, que ya a
nadie cupo duda sobre lo que de pública voz se aseguraba, esto es, que el diablo, a la
muerte del señor del Segre, había heredado los feudos de Bellver.
Al fin se apaciguó el tumulto, y decidiose volver a un calabozo la maravillosa armadura.
Ya en él, despacháronse cuatro emisarios, que en representación de la atribulada villa
hiciesen presente el caso al conde de Urgel y al arzobispo, los que no tardaron muchos
días en tornar con la resolución de estos personajes, resolución que, como suele decirse,
era breve y compendillosa.
-Cuélguese -les dijeron- la armadura en la plaza Mayor de la villa; que si el diablo la
ocupa, fuerza le será el abandonarla o ahorcarse con ella.
Encantados los habitantes de Bellver con tan ingeniosa solución, volvieron a reunirse en
concejo, mandaron levantar una altísima horca en la plaza, y cuando ya la multitud
ocupaba sus avenidas, se dirigieron a la cárcel por la armadura, en corporación y con
toda la solemnidad que la importancia del caso requería.
Cuando la respetable comitiva llegó al macizo arco que daba entrada al edificio, un
hombre pálido y descompuesto se arrojó al suelo en presencia de los aturdidos
circunstantes, exclamando con lágrimas en los ojos:
-¡Perdón, señores, perdón!
-¡Perdón! ¿Para quién? -dijeron algunos-; ¿para el diablo que habita dentro de la
armadura del señor del Segre?
-Para mí -prosiguió con voz trémula el infeliz, en quien todos reconocieron al alcaide de
las prisiones-, para mí... porque las armas... han desaparecido.
Al oír estas palabras, el asombro se pintó en el rostro de cuantos se encontraban en el
pórtico, que, mudos e inmóviles, hubieran permanecido en la posición en que se
encontraban Dios sabe hasta cuándo, si la siguiente relación del aterrado guardián no les
hubiera hecho agruparse en su alrededor para escuchar con avidez.
-Perdonadme, señores -decía el pobre alcaide-, y yo no os ocultaré nada, siquiera sea en
contra mía.
Todos guardaron silencio y él prosiguió así:
-Yo no acertaré nunca a dar razón; pero es el caso que la historia de las armas vacías me
pareció siempre una fábula tejida en favor de algún noble personaje, a quien tal vez altas
razones de conveniencia pública no permitía ni descubrir ni castigar.
En esta creencia estuve siempre, creencia en que no podía menos de confirmarme la
inmovilidad en que se encontraban desde que por segunda vez tornaron a la cárcel
traídas del concejo. En vano una noche y otra, deseando sorprender su misterio, si
misterio en ellas había, me levantaba poco a poco y aplicaba el oído a los intersticios de
la cerrada puerta de su calabozo; ni un rumor se percibía.
En vano procuré observarlas a través de un pequeño agujero producido en el muro;
arrojadas sobre un poco de paja y en uno de los más oscuros rincones, permanecían un
día y otro descompuestas e inmóviles.
Una noche, por último, aguijoneado por la curiosidad y deseando convencerme por mí
mismo de que aquel objeto de terror nada tenía de misterioso, encendí una linterna, bajé
a las prisiones, levanté sus dobles aldabas, y, no cuidando siquiera -tanta era mi fe en
que todo no pasaba de un cuento- de cerrar las puertas tras mí, penetré en el calabozo.
Nunca lo hubiera hecho; apenas anduve algunos pasos; la luz de mi linterna se apagó
por sí sola, y mis dientes comenzaron a chocar y mis cabellos a erizarse. Turbando el
profundo silencio que me rodeaba, había oído como un ruido de hierros que se removían
y chocaban al unirse entre las sombras.
Mi primer movimiento fue arrojarme a la puerta para cerrar el paso, pero al asir sus
hojas, sentí sobre mis hombros una mano formidable cubierta con un guantelete, que
después de sacudirme con violencia me derribó bajo el dintel. Allí permanecí hasta la
mañana siguiente, que me encontraron mis servidores falto de sentido, y recordando
sólo que, después de mi caída, había creído percibir confusamente como unas pisadas
sonoras, al compás de las cuales resonaba un rumor de espuelas, que poco a poco se fue
alejando hasta perderse.
Cuando concluyó el alcaide, reinó un silencio profundo, al que siguió luego un infernal
concierto de lamentaciones, gritos y amenazas.
Trabajo costó a los más pacíficos el contener al pueblo que, furioso con la novedad,
pedía a grandes voces la muerte del curioso autor de su nueva desgracia.
Al cabo logrose apaciguar el tumulto, y comenzaron a disponerse a una nueva
persecución. Ésta obtuvo también un resultado satisfactorio.
Al cabo de algunos días, la armadura volvió a encontrarse en poder de sus
perseguidores.
Conocida la fórmula, y mediante la ayuda de San Bartolomé, la cosa no era ya muy
difícil.
Pero aún quedaba algo por hacer; pues en vano, a fin de sujetarla, la colgaron de una
horca; en vano emplearon la más exquisita vigilancia con el objeto de quitarle toda
ocasión de escaparse por esos mundos. En cuanto las desunidas armas veían dos dedos
de luz, se encajaban, y pian pianito volvían a tomar el trote y emprender de nuevo sus
excursiones por montes y llanos, que era una bendición del cielo.
Aquello era el cuento de nunca acabar.
En tan angustiosa situación, los vecinos se repartieron entre sí las piezas de la armadura,
que acaso por la centésima vez se encontraba en sus manos, y rogaron al piadoso
eremita, que un día los iluminó con sus consejos, decidiera lo que debía hacerse de ella.
El santo varón ordenó al pueblo una penitencia general. Se encerró por tres días en el
fondo de la caverna que le servía de asilo, y al cabo de ellos dispuso que se fundiesen
las diabólicas armas, y con ellas y algunos sillares del castillo del Segre, se levantase
una cruz.
La operación se llevó a término, aunque no sin que nuevos y aterradores prodigios
llenasen de pavor el ánimo de los consternados habitantes de Bellver.
En tanto que las piezas arrojadas a las llamas comenzaban a enrojecerse, largos y
profundos gemidos parecían escaparse de la ancha hoguera, de entre cuyos troncos
saltaban como si estuvieran vivas y sintiesen la acción del fuego. Una tromba de chispas
rojas, verdes y azules danzaba en la cúspide de sus encendidas lenguas, y se retorcían
crujiendo como si una legión de diablos, cabalgando sobre ellas, pugnase por libertar a
su señor de aquel tormento.
Extraña, horrible fue la operación en tanto que la candente armadura perdía su forma
para tomar la de una cruz.
Los martillos caían resonando con un espantoso estruendo sobre el yunque, al que
veinte trabajadores vigorosos sujetaban las barras del hirviente metal, que palpitaba y
gemía al sentir los golpes.
Ya se extendían los brazos del signo de nuestra redención, ya comenzaba a formarse la
cabecera, cuando la diabólica y encendida masa se retorcía de nuevo como en una
convulsión espantosa, y rodeándose al cuerpo de los desgraciados que pugnaban por
desasirse de sus brazos de muerte, se enroscaba en anillas como una culebra o se
contraía en zigzag como un relámpago.
El constante trabajo, la fe, las oraciones y el agua bendita consiguieron, por último,
vencer al espíritu infernal, y la armadura se convirtió en cruz.
Esa cruz es la que hoy habéis visto, y a la cual se encuentra sujeto el diablo que le presta
su nombre: ante ella, ni las jóvenes colocan en el mes de Mayo ramilletes de lirios, ni
los pastores se descubren al pasar, ni los ancianos se arrodillan, bastando apenas las
severas amonestaciones del clero para que los muchachos no la apedreen.
Dios ha cerrado sus oídos a cuantas plegarias se le dirijan en su presencia. En el
invierno los lobos se reúnen en manadas junto al enebro que la protege, para lanzarse
sobre las reses; los bandidos esperan a su sombra a los caminantes, que entierran a su
pie después que los asesinan; y cuando la tempestad se desata, los rayos tuercen su
camino para liarse, silbando, al asta de esa cruz y romper los sillares de su pedestal.
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