(Colección de microcuentos y cuentos cortos)
José Manuel Fernandez Argüelles
...tan cortos como suspiros,
como el inicio de un gesto,
como la insinuación de una sonrisa,
como el primer instante de un sueño.
Seré breve.
Breve como las palabras no pronunciadas,
como las miradas de entendimiento entre dos cómplices,
como la caricia de ánimo
o el beso en la mejilla.
Breve como los cuentos que caben en una mano
o los que desaparecen en la segunda hoja.
El Don Juan
La besó muchas veces esperando una respuesta que no logró. Después usó cientos de palabras, ya hermosas, ya desgarradas, invocando un amor sublime, mas nada consiguió tampoco. Por fin, la miró con enorme ternura, pero ella continuó ignorando todas sus artes. Derrotado, el conquistador se fue triste. Y cuando ya había comenzado a olvidarla, pero aún la frustración le dolía, descubrió que lo que de verdad había amado en ella era su silencio, y eso lo había obtenido. Dio así por bien empleada la aventura y la olvidó del todo.
Levantó su copa hasta la altura de los ojos, y miró a través de la parte del vidrio que no contenía el vino rojo. Vio deformados, grotescamente, al resto de los comensales, que también le observaban serios y expectantes. Todos menos uno. Ella miraba en otra dirección y sonreía.
Solo
Andrés despertó notando una ansiedad extrema que le obligaba a un respirar entrecortado. Buscó a su lado en la cama, y el hueco frío de lo que debería de haber sido Rosa, su compañera, le llevó al desasosiego y el grito.
-¡Rosa!
La abrazó desde atrás por la cintura, y ella no opuso resistencia, más a contrario, cogió las manos del hombre y empujó de ellas hacia abajo.
Miró a su mujer como si fuese la primera vez que la veía. Tras una duda momentánea, le pregunto: "¿Eres tú quien ha cambiado o he sido yo?.
Cogió con sus dos manos la pesada piedra; sostenerla requería tal esfuerzo que no serviría para arrojarla muy lejos, aún así la mantuvo en sus manos a la espera de la bestia. Cuando el animal llegó, lo que supuso un mayor esfuerzo fue ignorar el dolor de sus ojos.
Gritó su nombre, pero ella no se volvió; siguió su camino, aunque otros viandantes sí giraron la cabeza sorprendidos por la exclamación. Entonces él corrió hasta alcanzarla, y cuando llegó a su altura, intentó asirla por un brazo, pero su mano no topó más que con un aire cálido, no sujetó más que el vacío, atravesó limpiamente la aparente figura que vagaba por la calle.
Ella le dijo: "Mírame, por favor". El siguió acostado y fumando con los párpados caídos. Cuando la puerta se cerró tras la mujer, abrió los ojos y expulsó lentamente, con indiferente suavidad, el humo de sus pulmones.
El camarero le sirvió con desdén. El señor que estaba a su lado le miró de reojo sin ocultar un gesto de malestar. Antes, al entrar, un niño le había dado una débil patada. Este hombre triste tomaba su amargo café en el mostrador de una cafetería rodeado por un mundo hostil.
Se hallaba perdido, y preguntó al primero con el que se cruzó dónde estaba. Resultó que se encontraba en una ciudad a la que no recordaba haber llegado nunca, por lo que supuso que soñaba y no le dio mayor importancia.
Él la miró intensamente en silencio. Creyó que eso sería suficiente. Cuando ella se fue, sola y con paso lento, el hombre adivinó una insinuación en el movimiento de sus caderas.
El soldado en la batalla cayó herido sobre la hierba ya húmeda de tanta sangre. Caído, y sin poder levantarse, pensó por qué y por quién perdía la vida, y en ello no halló justificación a su muerte. Por eso, cuando le fueron a rematar, oyeron que gritaba: "¿Qué hago yo aquí?"
Leía un libro comprado al azar. Hacia la mitad de la lectura descubrió su nombre y la descripción de un personaje exactamente igual a él mismo.
Ella se alisó la falda con las manos, a continuación ajustó la blusa, metiendo la parte inferior por el interior de la otra prenda, después se atusó el cabello y, aunque no encontró de su gusto el resultado final tras los mínimos arreglos hechos, salió a la calle apresuradamente. Dentro quedó él contando el dinero pactado.
Le dijo que no podía imaginar cuánto le amaba. Se lo repitió de nuevo, pero esta vez llorando. Por fin, guardó un dolorido silencio. Él la miraba distante, con gesto de extrañeza. Después contestó muy despacio que, en efecto, era incapaz de imaginarlo.
Se sentó junto a ella en el abarrotado autobús. Sus muslos se tocaron sin premeditación alguna. Cada movimiento del cuerpo era un roce que provocaba un cosquilleo grato. No le hizo falta mirarla para notar que se movía inquieta, pero que no se apartaba.
Los mil gestos producidos dentro de una larga convivencia explican, en silencio, mudas palabras de amor. Y es que el cuerpo, en su movimiento torpe, pesado y soso, continuamente dice lo que le pasa y siente. Por eso, a veces, cuando acostados apoyo mi brazo en tu cadera, en cansado gesto, no busco el inicio del juego de la pasión, sino que procuro el reposo de mi derrota en tu cuerpo tranquilo y ajeno de conflictos.
Quitó de su dedo el anillo que le identificaba como hombre casado. Buscó en la festiva reunión a alguna mujer de su agrado que pareciese sola y dispuesta a compartir unas horas de engaño. Finalmente, eligió a una que tenía un vago parecido con su esposa.
La miró como si fuese una desconocida. Ella insistió en que eran antiguos amigos, pero él, en cambio, persistía en no reconocerla. Cuando la mujer se iba, un destello en el cerebro del hombre le impulsó a llamarla por su nombre.
Se había perdido en los interminables pasillos de un hospital psiquiátrico. Tenía miedo de preguntar por la salida, no fuesen a confundirlo con alguien que pretendía fugarse; por eso, cuando se encontró frente a una enfermera, dijo: "¡Ya estoy curado, ahora sí es cierto que estoy curado!".
Sentidos
Tengo para ti el tacto húmedo del recorrido que una lágrima deja sobre la piel. Te he guardado el casi inaudible sonido que provoca el roce de los labios. Mi regalo será el sabor indefinible del sudor que emana de la piel en contacto con tu boca. Te daré también la imagen de una sonrisa feliz que te engañe un poco. Finalmente, el olor humano de mi cuerpo te indicará que existo.
Ventana
La mujer se detuvo frente al portal número 6, alzó su mirada hacia el ventanal del primer piso y comenzó a llamarlo por su nombre. Se asomaron varios vecinos y, por fin, esa ventana del primer piso se abrió y asomó por ella una joven. La mujer que voceaba en la calle siguió llamándole impertérrita.
Le habían echado del trabajo y caminaba despacio hacia su casa. No tenía ganas de llegar y se detuvo en el banco de un parque. Vio a mujeres que metían o sacaban dinero de los bolsos que llevaban colgados, vio a hombres que cogían su dinero de carteras que tenían en los bolsillos, incluso vio a niños con dinero en las manos buscando una tienda de caramelos. Pensó que estaba rodeado de dinero por todas partes.
Creyó reconocer a una antigua amante al otro lado de la transitada calle. Mientras esperaba el permiso verde del semáforo, ella se perdió entre el gentío. Él corrió hacía el lugar donde la había visto y desde allí volvió a reconocer su figura unos metros más lejos. Cuando quiso llamarla, se percató de que había olvidado su nombre. Entonces pensó que era inútil el reencuentro.
La risa
Había decidido morirse, pero una risa lo había salvado. Estaba intentando, con verdaderos esfuerzos, encaramarse a lo alto de la verja del viaducto de los suicidas, cuando oyó tras de sí la voz infantil, que decía: "¡Mira el hombre ese en postura tan tonta!". Y después las risas. También la suya.
Los suspiros y gemidos sonaban acompasados, rítmicos, a través de la pared; eran como un canto contenido a duras penas, que sorteaba con limpieza la barrera de ladrillos, cemento y pintura con la que se construyen los tabiques. Juan deseó que aquel sonido, que ganaba poco a poco en intensidad, no se detuviera nunca.
El día había llegado a su fin, y el grupo de armados cazadores, en torno a un improvisado fuego, contaba las piezas abatidas. Eran múltiples codornices. Cientos de esas aves estaban muertas y alineadas en filas sobre el suelo a la luz de la hoguera. Uno de los cazadores, alzando su rifle, ahora descargado, dijo: "¡Es tan fácil como, en otras partes, matar hombres!".
Perdí mis pocas monedas en el trayecto de casa a la parada del autobús. Lo descubrí cuando las busqué en el bolsillo del pantalón y noté que no lo llevaba puesto. Asustado, quise cubrirme con la chaqueta, pero esta tampoco la tenía encima. Entonces pretendí quitarme la corbata, pues nada me desagrada más que llevar esa prenda sin chaqueta, pero resulta que tampoco tenía corbata. Inmediatamente, sospechando lo peor, miré hacia mi pecho, y descubrí la ausencia de la camisa. Así me hallé, en medio de la calle, a la altura de la parada del autobús, sorprendidamente desnudo.
El tonto del pueblo gritaba poemas de amor a inventadas damas que se imaginaba en los balcones de algunas casas.
Me preguntas si es largo un día, y yo te digo que es interminable, que no tiene fin predecible, que no hay medida que lo abarque. Todas las mariposas de la noche lo saben.
Extendió la mano y dudó una fracción de segundo; la máquina, en cambio, cumplió su ciclo programado y se la cercenó limpiamente.
Perdió la memoria de repente, y se extravió en el camino hacia su casa. Anduvo desorientado, asustado y confundido por muchas calles, que ahora le resultaban ajenas y desconocidas. Finalmente se encontró frente a la puerta de una casa. Dudó mucho, pero al final llamó al timbre de la puerta con la esperanza de que fuese la suya. Abrió una mujer que, tras un momento de silencio y con expresión de asombro, dijo:
-¡Habías dicho que nunca regresarías!
Dios no existe, tampoco son ciertos los planetas. Nos ha engañado la teología y nos miente la ciencia del universo.
Solo es cierto nuestro amor humano en medio de un mundo de apariencias.
-¡Bésame! -ordenó él con fiereza.
Ella mantuvo sus fríos labios apretados, pero no apartó la cara y dejó que él consumara el beso. A continuación, el hombre, exigió que entreabriera la boca.
-¡Y ahora bésame de verdad!
Ella, con no disimulado esfuerzo y asco, hizo lo que él le pedía, pero esta vez cerró lo ojos y pensó que estaba en otro lugar, lejos, muy lejos de allí.
Perdí la memoria en medio de una multitud que salía de un gran edificio, para mí ahora desconocido. Me sentí indefenso, y el miedo hizo que mi razón fuese confusa y alocada, quizás por eso lo que primero se me ocurrió fue preguntar a los desconocidos transeúntes si me conocían. El resultado de la encuesta fue negativo, por supuesto, así que me encaminé al gran edificio, suponiendo que provenía de él. En cuanto atravesé su puerta de entrada la memoria volvió a mí. Sentí entonces verdadero pánico y desconcierto. ¿Al salir padecería otra vez la amnesia? Y si era así, ¿sabría volver a entrar en el edificio para recuperar los recuerdos?
Cambió una sola nota de la partitura. Nunca logró saber si fue un fallo o un acto inconsciente. Cambió una nota musical y todo el conjunto de la orquesta sonó distinto. Por ello fue vilipendiado, regañado y finalmente expulsado, pero él estaba convencido de que la composición musical había sonado mejor con su nota cambiada.
Una tarde calma y plácida de domingo soleado, pescaba Pascual en un río manso y sosegado. No tenía suerte con los peces, y la inmovilidad y el sopor le fueron adormeciendo sobre la piedra llana en la que se hallaba sentado.
Abrió Plácido los ojos, asustado, cuando casi se cae de su duro asiento de piedra, pero su sorpresa fue mayor al ver que, a su alrededor, se había hecho de noche. Se incorporó con esfuerzo, pues le dolían todas las articulaciones, y una vez en pie pudo comprobar, a la luz sorprendentemente intensa de la luna, que el río estaba seco, que al otro lado no había pueblo alguno y que a su espalda ya no existía el bosque, sino un páramo desierto.
Pascual había dormido tanto como la vida en la tierra.
La vio en la distancia, pero no la reconoció; aún así se puso a correr en dirección contraria sin saber por qué lo hacía. "Debo de estar loco", pensó. Cuando, agotado, detuvo su huida, miró hacia atrás con aprensión, y vio, aún más cerca que antes, a la pálida figura enlutada que extendía su huesuda mano hacia él.
Miró hacía la lejanía, y en el horizonte vio, envuelta en bruma, la forma dudosa de lo que podía ser una casa. Siguió el camino a paso rápido hasta que el cansancio le hizo aminorar su ímpetu por llegar. Tomó un leve respiro descansando al borde del sendero, y en ese tiempo le alcanzó otro viandante, que preguntó:
-¿Sabe quien vive en aquella casa que se divisa en la lejanía?
-Vive quien espera a uno sólo de nosotros dos -contestó.
Y sacó su daga, sabiendo que el otro iba a hacer lo mismo.
Miró hacia el calendario clavado en la pared, y los números parecían bailar ante él. Extendió su mano y puso la palma sobre la hoja del mes de Abril; así notó el movimiento, como de hormigas, que hacían cosquillas en su piel. Cuando levantó la mano, los números de los días le miraban sonrientes, pero seguían burlones y saltarines. Él sólo deseaba saber cuánto tiempo faltaba para la noche, pero los traviesos días no querían decírselo.
Vio el accidente tan de cerca que casi notó en su cuerpo el tremendo impacto. Los dos coches se convirtieron de pronto en un amasijo de hierros tras un pavoroso estruendo. Él quedó como estatua de piedra en la acera mirando, sin capacidad momentánea de reacción. Poco después se dirigió corriendo hacia los vehículos, pero en ellos no vio a persona alguna; los encontró enseguida a unos metros, tendidos y destrozados sobre el asfalto: dos cuerpos sorprendentemente juntos tras salir impelidos de los respectivos coches. Y de pronto reconoció sus rostros a pesar de la sangre. Esa misma mañana se había cruzado con ellos en un rellano de la escalera de su edificio. Era un matrimonio vecino. Y los había escuchado hablar, recordaba. El hombre había dicho:
-Hoy a las cuatro de la tarde.
Y ella había contestado:
-Yo usaré el coche rojo.
Despertó y se levantó de la cama. Fue hasta el frío cristal de la ventana y vio que afuera llovía y se resistía a amanecer. Plácidamente volvió a acostarse.
Perdí una hermosa y pequeña moneda de oro, o quizás no fue así. Lo cierto es que el colgante donde estaba prendida la pieza dorada desapareció de la hebilla de mi pantalón. Su valor no era escaso, pero me dolía más la pérdida, si es que fue eso, por el significado familiar que poseía. Recuerdo vivamente cuando mi difunto abuelo me la regaló, que dijo:
-Esta moneda estará contigo hasta el día que yo vuelva para recogerla.
-Moriré si me dejas -dijo ella.
El hombre sonrió y la besó, al tiempo que se apartaba un poco, dando por concluido el acto que habían realizado hasta ese preciso instante. Pero no había acabado él de separar del todo su cuerpo del de ella, cuando la oyó decir:
-¡No! Te dije que me muero si me dejas.
Asomado a la ventana pensó con agrado en su futuro inmediato, y decidió que todo estaba bien y que era previsible que todo siguiese así. No había en el horizonte nada que fuese a alterar el buen orden de las cosas. Todo lo tangible estaba medido, todo lo volátil, atado. Y entonces, mientras distraído observaba la calle, vio a través de la ventana a una mujer desconocida, que parada en la acera y alzando el bello rostro, parecía dirigir sus ojos directamente hacia él.
A veces ella me lava el cabello. Pide que me doble con el torso desnudo sobre el baño y que acerque la cabeza al agua que cae de la ducha. Ella me moja el pelo, después lo enjabona y lo frota entre risas. Yo cierro los ojos con placer, y cuando digo que me duele la espalda a causa de la incómoda postura, ella me da leves tirones de la melena mientras exclama que ya falta poco para terminar. Finalmente, aclara el pelo jabonoso con agua tibia y fricciones enérgicas con su mano, y enseguida se abraza a mí mientras me incorporo y estiro mi dolorida espalda.
Llovía sobre los asistentes al entierro, y la lluvia densa creaba tal atmósfera de recogimiento y soledad absoluta, que parecía aislar en un momento eterno a los allí reunidos.
Descendió el ataúd a la tierra, y pronto todos los deudos del muerto comenzaron a dispersarse en silencio; pero en el suelo, justo donde, en pie, habían estado los tristes familiares, quedó impresa su huella en el blando suelo mojado.
Cuando llegó la noche, ya la reciente fosa cerrada y el cementerio en soledad, la lluvia cesó y la luna dejó ver las huellas en derredor de la tumba. Entonces, como espectros sobre el invertido bajorrelieve de esas pisadas, se vio a los que allí habían penado esa tarde, de pie, translúcidos y rodeando al sepultado, para espanto de las habituales almas del lugar.
La mujer perdió la consciencia durante unos segundos, que a él se le hicieron eternos. Cuando ella volvió en sí, él, aún asustado, preguntó:
-Creí que te morías.
Ella contestó:
-Mátame de igual forma otra vez.
Recorrió con la mirada la estantería de libros. Detuvo sus ojos en uno que creyó reconocer, pero no se atrevió a cogerlo. Aquel libro parecía ser el mismo que, años atrás, tanto le había inquietado y para el que necesitó mucho tiempo de tenaz lucha hasta olvidarlo.
Con frenética impaciencia empujó el picaporte, pero no logró abrir la puerta de la habitación cerrada. Golpeó, ya fuera de sí, la dura madera maciza, y por fin, del otro lado, alguien dijo:
-Nadie puede abrirte. Todos estamos atrapados. Tú ahí y nosotros del otro lado.
La noche se tornó rojiza en uno de sus extremos, avisando el amanecer. Los ojos del insomne se concentraron con desesperación en aquel anuncio de esplendor, y agradeció el fin del frío y la huida de la oscuridad. Íntimamente se alegró del nuevo día, pues aunque la soledad no tendría tan fácil solución como la luz, al menos se irían todos los fantasmas que le hacían ilusoria compañía.
Le anunciaron una enfermedad terrible y dolorosa. El remedio científico estaba descartado y la muerte próxima era segura. El paciente miró al médico, pero sólo halló un gesto de impotencia; aun así tuvo fuerzas para preguntar:
-¿Puedo escoger una muerte indolora?
El doctor no comprometió una respuesta, y mantuvo un triste y fracasado silencio. Entonces insistió el enfermo:
-¿Usted, en mi caso, qué haría?
-Yo -respondió el doctor- jamás habría intentado averiguar.
Caí de bruces y al incorporarme estaba en otro lugar, otra ciudad, otro paisaje.
Al verla, incluso sin conocerla de antes, supe de inmediato que aquella joven sentía pasión por la pintura en la que predominase el amarillo, asimismo adiviné o intuí que amaba los girasoles, que tenía predilección por los atardeceres sombríos de cielo encapotado y que su día preferido de la semana era el lunes en verano y el viernes en invierno. Igualmente presentí, con notable claridad, que cenaba sopa todas las noches, sorbiéndola cuando estaba sola, y que se despertaba invariablemente hecha un ovillo, también si lo hacía sin compañía. Fue así de sencillo y de sorprendente, quizás milagroso. Fue verla por primera vez y saber de ella tanto como si llevásemos una vida juntos.
La pantalla en blanco del ordenador, imitando una página igualmente vacía, esperaba el contacto de mis dedos sobre el teclado, lo mismo que antaño rayaba o pintaba cuartillas sobre la mesa. Así fue que escribí o tecleé:
"Este cuento lo han escrito otros, casi todos. Es siempre el mismo aunque cambien las formas. No tiene fin."
No vio nada al frente. A sus espaldas se extendía, igualmente, el vacío, así como a los costados. Ya que la soledad era absoluta, el grito fue sordo, ahogado, completamente inútil.
Cogí con rapidez los billetes que estaban sobre la mesa de juego y me fui. El ambiente tan cargado de la habitación me había obligado a respirar con dificultad toda la noche y me causaba un picor continuo en la garganta, por eso en la calle nocturna y fresca noté el alivio balsámico inmediato del aire gélido. Antes de correr hasta el vehículo me entretuve disfrutando con el soplo limpio que entraba en mis pulmones. Ese fue el error. Dos sombras que salieron de ninguna parte cayeron sobre mí con la rapidez de lo inesperado, me golpearon, y desde el suelo, inmóvil, noté cómo hurgaban en mis bolsillos y se quedaban con mi cartera. Entonces cometí el segundo error. Intenté incorporarme y quedé frente al rostro de uno de los asaltantes. Sus rasgos, de sobra conocidos, me hicieron pronunciar con rabia su nombre.
-¡Te ha reconocido! -dijo el otro atracador.
-Será lo último que recuerde -comentó fríamente mi amigo.
Construyó una casa segura. La hizo de piedra y hierro. En las ventanas puso gruesos barrotes y en la puerta cerraduras dobles y cadenas. Alrededor de la casa levantó un muro de piedra rematado con puntiagudas lanzas y alambre de púas. La puerta que abría el muro era de enormes barras de hierros entrelazados. Desde fuera parecía inexpugnable aquella fortaleza. Dentro de ella el hombre se sintió completamente seguro en su soledad.
Años después, cuentan que el habitante de aquel lugar dejaba las puertas abiertas, que había roto las rejas de las ventanas, doblado las lanzas del muro y desprendido el alambre de púas. Dicen que a menudo se le oía gritar, llamando a los que por allí pasaban, invitándoles a entrar.
"Algún día serás más hermosa que yo", mintió la madre mientras, con la mano que no acariciaba el cabello de la niña, sostenía aquel cuerpo que jamás atinó a enderezarse.
Sería a causa de la luz lunar, que todo lo distancia y vuelve irreal, pero al ver la figura alada posada aquella noche en la cornisa de la ventana, lo primero que pensé era que un ángel venía a mí. Un poco más tarde, ya calmado y procurando mirar con atención, me di cuenta de que el difuso brillo lunar sólo iluminaba mi alma que huía.
El día amaneció dubitativo. La luz incipiente y escasa no se animaba a despuntar y la atmósfera estaba densa y apagada. El mundo no terminaba de despertar. Las nubes embadurnaban un cielo que no se adivinaba, por lo que la noche estiró más sus horas de incertidumbre. Fue por todas estas causas que, cuando me asomé al balcón, no consideré que el universo me fuese propicio para iniciar la jornada. Regresé al lecho lentamente, acomodé mi cuerpo en la postura más pacífica y cerré los ojos a la espera de amaneceres más halagüeños.
Fue todo muy rápido. Ocurrió en un vértigo, como cuando nos giramos y de pronto vemos fugazmente a alguien que se abalanza contra nosotros. Ahora tal parece un sueño o la luz que queda grabada en el ojo del rayo que nos deslumbró. Sucedió en plena calle, cuando caminaba con otros amigos. Paseábamos y conversábamos distendidamente, entonces uno dijo que allí estaba ocurriendo algo extraño. Se refería a unos metros más adelante, donde un hombre y una mujer parecían abrazarse, pero él le clavaba a ella un puñal en el costado al tiempo que la mujer se sujetaba con fuerza a su cuello. Mientras mis compañeros quedaban parados y atónitos, yo corrí movido por un impulso que todavía ahora no puedo explicar, y al llegar a la altura de la pareja e intentar separarlos, me encuentro yo mismo empuñando la daga con una mano y con la otra apretando contra mí el cuerpo de la mujer, que a su vez me rodea el cuello con sus brazos. Solos ella y yo, nadie más; el otro no estaba, como si nunca hubiese existido.
No tardó en desorientarse durante el recorrido inseguro por la ciudad de insospechadas e inverosímiles calles. La dirección que llevaba apuntada en un papel no era útil en medio de un idioma que no comprendía. Cuando acabó por detenerse a descansar en el banco de un florido parque, se percató de que a su lado, en el suelo sentado, estaba mirándole un mendigo. Probó, sin esperanza, a preguntarle, y para su sorpresa, el otro le contestó, en un idioma reconocible, que las calles son las que le encuentran a uno, que tan sólo tenía que permanecer allí sentado el tiempo suficiente.
Lo quería mullido, dos metros de largo por medio de ancho, en madera noble. Nadie temió mi ira. No cumplieron. Ahora me ven en sus delirios aullando mi descontento por este mísero ataúd.
Sobre el altar de roca primigenio que alzo por tu amor, deposito la ofrenda de carne, piel y sueños.
En lo alto, una estrella fugaz detiene su tránsito durante un breve destello y escucha mi canto nocturno.
En mi derredor cunde la vegetación más espesa, se prolonga de manera interminable el bosque denso y, en el claro que enmarca este altar de piedra, mis plegarias se expanden por el contorno y a lo alto.
Ya el camino que he seguido hasta ti se ha borrado, cubierto de nuevo por esas zarzas y otros extraños vegetales que todo lo circundan y que parecen moverse en un ritmo temporal ajeno al por mí conocido.
Limpio el altar con ahínco, pues la nueva ofrenda espera. Froto, me esmero en la limpieza como signo de devoción.
La luz lunar provoca el frío que la brisa nocturna transporta, y mi cuerpo desnudo tiembla cuando se tiende sobre la piedra plana del ara.
Me ofrezco.
Soy cuerpo a la espera de quien invoco.
Me dijo que se iba, que me abandonaba. Lo di por bueno, aceptándolo con tristeza, y no contesté. Oculté un intimo dolor, aunque ella debió de notarlo, pues desvié un momento mis ojos de los suyos, yo, que siempre la miraba de frente; pero como persistí en un completo mutismo, ella se sintió obligada a explicarme su huida. Así dijo que se había cansado de mis escasas palabras carentes de expresiones bellas, de mis silencios cuando sus oídos necesitaban declaraciones de amor, y también de mis gestos bruscos y un tanto rudos al hacerle el amor, que se había acabado por sentir dañada por la fuerza de mis arrebatos al amar; en fin, que no obtenía de mí la delicadeza de un sentimiento sensible y suave, que no era suficiente con el éxtasis violento, si no que anhelaba la ternura quieta aun a costa de disminuir el placer. Pues bien, así sea, pensé, pero seguí guardando silencio. Y ella, que deseaba oír de mí alguna queja, alguna palabra de daño, algún ruego, una frase de dolido amor despechado, seguía allí sin irse, explicándomelo todo una y otra vez. Que si la abrazaba con gestos bruscos, que si la acariciaba oprimiendo sus pechos y sus muslos con rudeza, que si mis besos en su cuerpo dejaban marcas rojas y duraderas, que si movía y giraba su cuerpo rodándolo por sobre el mío en un frenético baile de acoplamientos violentos. En fin, que pedía una delicadeza, una lentitud y suavidad de la que yo carecía, y que necesitaba de bellas palabras que le contasen mi amor a su belleza. Yo seguía callado. Por fin, tras decirme que no era suficiente con que mis ojos me traicionasen durante unos segundos para mostrar mi dolor y que necesitaba escapar de mi rudo amor y buscar otro de bellos gestos y hermosas palabras, se fue casi a la carrera. Se fue, en efecto, y la puerta, al cerrarse tras su marcha, sonó como un disparo directo a mi pecho, pero no me moví, no salí corriendo tras ella, aunque la adiviné esperando al otro lado de la puerta cerrada, pues no escuché, sino hasta algo después, sus pasos descendiendo por la escalera.
Ha pasado el tiempo. No mucho, sólo unas semanas. Yo la sigo queriendo, y sigo sin saber decírselo: la voz se me niega. Me duele su lejanía, pero no sé ir a buscarla con abrazos o flores y decirle palabras de esas que le gustan. Sólo sé quedarme quieto, esperando que se canse de sus afeminados cantores y poetas, que añore las cálidas noches de esfuerzos sudorosos y gratos donde la cama nos quedaba pequeña. Pero decírselo de esta manera sería empeorar las cosas, supongo.
Ha pasado el tiempo y mis ojos ya no son los mismos, pero tú sí. He visto cómo la ciudad crecía y algunas costumbres cambiaban y en torno a mí surgían novedades que poco a poco me apartaban y me ignoraban. El entorno amable y natural que siempre acogió mi oculta inseguridad fue desprotegiéndome, y quedé en el desamparo ante paisajes y modas que ya no son las mismas, pero tú sí, tú permaneces igual que entonces, como cuando antes, tal que ayer.
He visto cómo amigos y antiguas amantes perdían la sonrisa lozana, la inocencia del gesto desmedido y alegre, el sueño lejano de la mirada ida en el último confín. Mis amigos y mis novias de antes son ahora serios viandantes que me saludan desde la otra acera con gesto rápido y sin detenerse, pero tú no, tú aún caminas a mi paso y en tu gesto todavía surge la sonrisa y el ademán despreocupado del feliz inocente.
También he visto cómo mi cuerpo se resiente por el frío o el calor, por el esfuerzo o la torsión, cuando antes, hace poco, tal vez ayer, corría desnudo entre la escarcha helada del amanecer o frotaba mis músculos sudorosos contra otros cuerpos ardientes, retorciendo las articulaciones en busca de placeres cada vez más lejanos. Todo ya parece perdido y reducido a movimientos apagados y leves, menos tú, que aún juegas con tu cuerpo junto al mío y giras, te contorsionas y te enalteces en la desnudez de cualquier amanecer.
Veo, día a día, las ansias de mi ardor dilatarse en una espera sin prisas, sin la urgencia que antes rompía las normas y la ropa, y ahora se sienta y espera con la paciencia de quien ya no busca, de quien ya conoce y ha perdido el asombro y el desespero y la rabia y la angustia y el placer del arrebato; pero tú no, tú todavía gimes y gritas, me desgarras y me empujas, me buscas con la necesidad de la urgencia y la impaciencia de quien descubre cada vez un sueño y un placer.
No te veo envejecer, amada, más al contrario, tiras de mí con fuerza para retenerme junto con tu tiempo detenido en la alegre inconsciencia del asombro, en la fuerza inmensa de la pasión, en el descubrimiento continuo del cuerpo, de los sueños, del frío o del calor, de la ciudad, de todo lo que nos rodea y que por ti es nuevo y siempre acogedor.
He besado la rosa oscura de tu boca, que tenía el rictus amargo del desengaño. He sentido tu frío atravesarme los dientes y la lengua, y llegar hasta la garganta y penetrar hasta más adentro, donde los órganos internos, las tripas y los conductos del misterioso maquinar del ser vivo. Tu aliento gélido pasó en el beso a mi interior, y lo sentí como el filo de una fina daga, que me desgarró por dentro, y sentí perder la vida. Por eso cuando nos separamos, enfrentados aún tras el abrazo, no pude hablar. Y después tampoco, cuando el silencio acompañó tu despedida. Quizás creíste que yo también había dejado de amar.
Solo el cuerpo humano es cierto, porque es tangible, mensurable, desprende olor, crece, se deteriora, se reconstruye, sufre y se puede amar.
Tu cuerpo es real porque cede al ser presionado por la fuerza de mi ansia, y gira o se contonea, según los designios de la lujuria compartida.
Tu cuerpo es el calor que tengo en mis manos durante el abrazo, y en ese instante comprendo que es la materia de la que están hechas todas las cosas que son verdaderas.
Tu cuerpo es la única verdad que reconozco, y no me importa su debilidad ante el tiempo, los golpes y los virus; no me desalienta su falta de eternidad, pues lo efímero de la verdad hace de ella, de tu cuerpo, el bien más escaso y más preciado. El tránsito breve de tu cuerpo por mi vida la hace intensa y la justifica.
El espíritu no se toca, ni se mide, no varia su forma y no sufre ni se ama, porque el espíritu es el sueño del cuerpo amado cuando este se ausenta. Cuando tu cuerpo se aleja de mí, entonces el deseo lo sueña y lo inventa, miente su presencia, y así el espíritu es la mentira y el engaño necesario.
Tu cuerpo es lo único real en un universo de apariencias.
Te amo y te seguiré amando por encima del tiempo y de tu propio amor. Serás mi obsesión cotidiana aún más allá de lo que puedas soportar.
Te querré tanto como a mí mismo y mucho más de lo que tú te puedas querer. Serás mi sueño continuamente idealizado hasta el punto de no distinguir realidad y fantasía.
Te veré como la culminación de todos mis tabúes quebrantados, y en tu cuerpo realizaré el sacrificio de mi inteligencia, supeditada siempre a la ilusión grandiosa que de tu imagen he formado. No te podrás reconocer en esa imagen que de ti tengo, por que tu fantasía jamás alcanzó cimas tan elevadas.
Serás mi dueña mientras aceptes cumplir todos mis más asombrosos deseos. Serás mi esclava para no provocar mi furibunda ira si no obedeces el más caprichoso de mis designios. Yo para ti seré el animal en perpetuo celo, que te lame con mimo hasta el extremo del asco y la repugnancia, y aún así no detendré las caricias con que te he de cubrir.
Seré por ti el perpetuo sexo encendido que buscará cada gemido tuyo hasta conseguir el último, y todavía seguiré porfiando por más. Te obligaré a los actos más ruines y salvajes por deseo de mi placer y querré que tu grites con el mismo frenesí. Querré oír tu grito prolongado cuando el orgasmo nos alcance y entonces sentiré el deseo irreprimible de morder tu cuello y tu hombro y tu mejilla y tu pecho. Y con premura, aún la respiración entrecortada y el cuerpo dolorido, querré comenzar de nuevo.
Finalmente, exigiré tu muerte de placer cuando no soporte más tanta dicha.
Donde la noche acaba se inicia tu mirada de cielo abierto y surge el reencuentro, siempre sorprendente, de sol y de vida.
Ensenada de aguas tranquilas, ajena de tormentas y plena de luz, tu camino corto, sendero a la nada, es tránsito de fe en vacío que no daña.
Ausencia de sabiduría y también de lucha y ambición, carencia de destino concreto, ofreces el universo, que ni sabe, ni lucha, ni ambiciona, ni conoce su fin, pero es reposo y vida de todo lo que en él permanece.
Donde la noche acaba se inicia el descanso de mi amor en tu mirada.
¿Qué edad tengo?, preguntas. Te sacaré de dudas. Tengo la edad de cuando era virgen y buscaba la forma de ahorrar dinero para ir con una puta que me enseñase algo de lo mucho que imaginaba. Tengo la edad del asombro ante el hecho de que los pezones de una mujer se tornen duros de repente. Tengo la edad de cuando se está seguro de que en todas las partes del mundo viven, piensan y sufren o ríen como yo. Tengo la edad del egocentrismo altruista. Tengo la edad de mentir y que se me note, y de la risa cómplice entonces. Tengo esa edad buena en la que todo está a punto de suceder: el hoy es un segundo que tiembla inseguro, el pasado no ha existido y el mañana no es sólo todo lo que queda, sino que también es lo único que llena el pensamiento. Mi edad es la de quien sonríe sin saber por qué, pero que se sabe feliz: sí, la del tonto, si quieres verlo así. Y es que tengo la edad que tenía cuando me enamoraba en cada esquina. En serio, tengo la edad de los veranos que no se acaban y de las fiestas que están a punto de empezar, de las palabras vacías pero llenas de promesas, de las miradas de miedo inseguro y gesto altanero. Tengo esa edad que nunca termina y que siempre está amando.
Miré de soslayo a mi padre, reposando en el ataúd, y vi su gesto adusto incluso en la muerte. Cuando niño, yo tenía en el entrecejo de mi padre la referencia del castigo, más o menos grande cuanto mayor su fruncimiento. Una tarde de mi infantil miedo, él dormido, me acerqué a su cara para poder verla sin el gesto serio de siempre. Despertó de pronto y vi en sus ojos el susto e incluso el miedo. Yo sentí terror. Pero esa vez no me castigó. Creo que desde entonces no volvió a hacerlo. Y ahora, cuando me arrimo a su mortaja, veo en su rostro el mismo rictus de aquel atardecer mientras dormía. No sé porqué, pero si ahora despertase ya no me asustaría.
No he visto cómo mueren los hombres al ser desgarrados por las violencias. Jamás me he acercado al borde de la realidad tranquila que configura mi entendimiento. No he conocido el dolor por el túnel profundo que en la piel y la carne provoca el cuchillo ni sé cómo quema el hueco que la bala deja. No he asistido al acto animal en el que un ser aniquila a otro. Por supuesto, ese otro nunca he sido yo. Tampoco el de agresor ha sido mi papel jamás.
Nunca he padecido infortunio de violencia salvaje sobre mí. Ninguna parte de mi cuerpo ha sido rota ni dañada por golpes brutales y reiterados. No sé lo que es la locura del dolor ininterrumpido.
Soy el ser feliz que ve y lee lejanas noticias de dolientes humanos, tan distantes, que parecen sacados de una película con final triste.
Soy el que un día, al amanecer, vio ante sí el cuerpo tendido de un hombre sobre la acera. Nadie transitaba. El día iniciaba su luz. Soy el que se apartó del bulto arrugado e inmóvil, en postura confusa y extremada en sus giros, como si sus articulaciones estuviesen dislocadas provocando dobleces inverosímiles en brazos y piernas.
Soy el que pensó en su prisa y su tiempo, en su cómoda rutina, en su segura distancia y lejanía. Soy el que, huyendo, se dijo que aquel encuentro debería de ocurrirle, un poco más tarde, a otro.
De alguna manera creo que te quiero. Bueno, me parece quererte. No sé, es difícil entenderlo, porque yo no lo entiendo al menos. Vamos a ver, sé que estoy bien contigo, que te conozco lo suficiente como para justificar tus tonterías, tus errores e incluso tus maldades. También sé que me aprecias lo suficiente como para disculpar mis debilidades y mis mentiras. ¿Y todo eso junto es el amor?. ¿Y si eso no es amor, qué coño es? Tengo que quererte, es necesario que te ame, de otra manera no podría explicar un montón de cosas. Sí, ya sé que me expreso con vulgaridad, que mi vocabulario es el de la calle, pero mi dolor es tan grande como mi amor y este es tan sublime como el de cualquier poeta, use las putas palabras que use. Pero no quiero desviarme de lo que estaba razonando. Decía que debería de quererte, que es necesario que te quiera, que tengo que quererte porque hemos pasados muchas cosas juntos y nos conocemos muy bien. Tú sabes cuándo finjo y sabes cuándo oculto mis debilidades y cómo pienso en mi infancia al decir aquello de que "ningún verdadero hombre imita a su padre". Sí, intimidades, secretos, complicidades entre tú y yo que van más allá de lo que dos amantes podrían confesarse. Eso debe de ser amor, ¡maldita sea!
Gírate, mueve tu cuerpo hacia mí con la inocencia fingida del acto casual. Y después ladea la cabeza y, con la mano, aparta hacia atrás el cabello en gesto que descubra tu cuello, como si el pelo te estorbase para hablarme, como si el giro de la cabeza y el vuelo de la melena fuese el movimiento de una danza espontánea. Después mírame como si yo ocupase toda la capacidad que de ver tienes, llenándome de tus pupilas que se agradan y se fijan en mi con interés exclusivo. En un momento dado te pintarás la boca con lenta parsimonia y frotarás un labio contra otro, procurando que yo siga todo el proceso sin perder un detalle. A continuación, tendrás la necesidad de arreglarte el pliegue de tu falda mientras hablas distraídamente de cualquier cosa que ninguno de los dos va a recordar más tarde. Por fin, tropezará tu cuerpo con el mío en el movimiento impreciso de una leve torpeza.
¡Qué cantidad de palabras de amor puedes decirme en el idioma universal que todos conocemos!.
Quisiera imponerme la disciplina de amarte en silencio, pero no puedo. Tengo que gritar mi amor a cada tercer paso que doy, y así, claro, todos se enteran de nuestro secreto. Y es que la risa de la felicidad se me escapa entre las comisuras de los labios, que se estiran y se tensan hacia arriba, hasta que por fin estallo en una carcajada y grito que te quiero. Y como esto sucede en cualquier momento y lugar, es frecuente que desconocidos a mi alrededor se me queden mirando con asombro, aunque a algunos se les contagia la risa y me acompañan en la felicidad de reír abiertamente. Incluso los hay que me preguntan por ti, pues quieren saber cómo es la mujer que provoca esas locuras. Como yo les contesto que mi amor es un secreto, entonces reímos todos aún más.
Ven y mira, tengo para ti el pan oscuro, el ritual de la misa negra salvadora de los páramos de la vida. Acércate, no sólo te haré poco daño, sino que te ensañaré a aplicarlo en la justa medida para alcanzar el placer tanto tú como tu víctima. No tengas miedo, que conmigo alcanzarás el conocimiento de la mentira y comprenderás así todo lo oculto.
Ven, toma lugar a mis pies, todavía hay sitio libre entre los fieles; con ellos me adorarás y compartirás el placer que anula la razón y sublima el cuerpo. Retoza en derredor mío junto con los míos, y recibirás, de cuando en cuando, el golpe de mi mano o mi pie, y agradecerás esa deferencia que te habrá de causar placer y dolor a partes iguales. Aprenderás que el placer y el dolor surgen del mismo sitio, se complementan y superponen, al final llegan a ser como uno solo, y el límite que puedes alcanzar en ambos será el mismo.
Ven y mírame a los ojos, que te cegarán y me amarás.
Animal
Tengo en la punta del deseo la necesidad de la querencia que ansío. Quiero poseer el dulce manjar que tras el velo se oculta, y no reprime mi necesidad animal el apetecer primario que mi cuerpo pide.
No quiero ocultar mi apetecer por ti, mi tendencia hacia tu cuerpo, hacia la parte de tu cuerpo que más ocultas y más tienta mi natural instinto primario y animal, fuerte y sano, siempre obligado por nuestra común historia a su acercamiento a ti.
Lo dijo el Rey de las Moscas y, antes aún, el Dios Oscuro y, todavía antes, el Innominado Señor. Y tras todos ellos lo repiten hordas de fieles de mirada negra y puñal escondido. Lo repiten en éxtasis los ocultos seres del saber maldito. Lo gritan también todos los habitantes de la ciudad olvidada con sus voces roncas como alaridos de animales. Son muchos más de los que creemos los que oran con esas palabras de fuego negro sin brillo, y son muchos los que aspiran a oler el azufre pestilente cuando invocan, con la oración, todo cuanto de ocaso tiene.
Fue el Rey de las Moscas y antes el Dios Oscuro y aún antes el Innominado, quienes, con la ira del que odia, gritaron al mundo:
-”¡Toda muerte es necesaria!”.
He dedicado mi tiempo al estudio de los pliegues íntimos de tu piel, y apenas ahora comienzo a conocerte. Recorro con el tacto las sinuosas venas de apariencia azul que se insinúan en el dorso de tu mano o en tu cuello, a veces, o en algunas partes de tus blancos senos; las oprimo, las beso, las sigo hasta perderlas porque se ocultan en las profundidades de tu carne. También palpo, acaricio, aprieto la tersura de tu piel sobre las rodillas u otras articulaciones, y percibo la contundencia del hueso sobre el que resbala tu piel y mi mano. Y tanteo con la punta de la lengua y los dedos las pequeñas prominencias que las vértebras dejan en tu espalda, como un vaivén, como tropezones dulces en un pastel. Después rebusco entre la melena que te nace en la nuca, tal que si contase cada pelo; los toco desde su base hasta el extremo, los junto y separo en mechones, juego con ellos hasta escuchar tu quejido oculto en una risa. ¡Tantas y tantas partes distintas y maravillosas! Y es que me gusta descubrirte y asombrarme, y me enamora cada vez más todo lo que tu cuerpo de mujer es.
Te dije "te quiero" y tu contestaste preguntándome si era así de rápido para todo. Me hiciste reír por lo que entendí de segunda mala intención en esa respuesta tuya. Por supuesto no me amilané y persistí en el empeño de enamorarte. Afirmé que bien cierto era que nos acabábamos de conocer, pero que no sabía que había unas medidas temporales que indicasen cuándo uno podía enamorarse y cuándo no. Entonces fuiste tú quien se rió, y tu risa era abierta y explosiva, contagiosa y brutal. Caí rendido de amor, por supuesto; y así te lo dije. Tú volviste al sempiterno argumento de "pero si acabamos de conocernos". Yo sabía que toda tu reflexión se resumía en un solo hecho cierto: no te ibas. Estabas a mi lado, escuchando y rechazando, por prontas, mis apresuradas palabras de amor, pero no te ibas. Así que no perdí el ansia y seguí con mis arrumacos inocentes y con argumentos simples de amor urgente, el cual a ti te parecía imposible y te hacia reír, me llamabas vano y loco, me apartabas un poco de tu lado, pero sólo un poco, con leve empujón, y decías que me callase, pero te quedabas allí sentada a mi lado, y después de quejarte te callabas esperando mis palabras que desmentían las tuyas en un juego pactado tácitamente entre ambos.
Tras cientos de palabras, muchas risas, no sé cuantas negaciones tuyas y mil acercamientos míos, por fin me miraste muy seria, y me dijiste que "aunque me ría, no tomo a broma lo que dices", y yo no pude de nuevo contener la risa, al decir: "siempre supe que me querías".
Antes me sentía avergonzado, pero ya no. Al principio lo ocultaba, iba como uno más a verte, pero ahora ya todos lo saben, pues yo lo proclamo. Ahora digo que te quiero en publico y digo que mi amor por ti es infinitamente más grande que las monedas que me pides a cambio. Ahora espero mi turno con la cabeza alta.
Las noches de fiesta, cuando más difícil es verte, ya me he acostumbrado a esperar y compartirte con otros hombres. Esos días no me importa estar en la barra del bar hablando con los camareros hasta que quedas libre y yo accedo a ti. No; bien sabes que ya no soy celoso.
Por las mañanas respeto tu descanso: nunca insisto en verte. En las mañanas pienso en cómo descansas, en la postura de tu cuerpo dormido y agotado por tantos ansiosos que te quisieron unos minutos la noche anterior. Esa es la diferencia, tu lo sabes. Ellos te aman, porque es imposible no quererte, pero el amor de esos pasajeros dura los minutos de tu alquiler. Mi amor no termina con el fin del tiempo que compré con los billetes que siempre pides. Mi amor se queda a la espera de que pase la mañana en la que duermes. Mi amor queda a la espera de que salgas a la calle de nuevo o te arrimes a la barra del bar habitual. Mi amor es paciente y duradero, y aguarda el turno que me corresponde tras el cliente que me precede.
Mi amor te proclama como la más bella de todas, la más maravillosa de entre ellas. Ninguna de las que se acercan a las ventanillas de los coches o ponen sus pechos sobre los clientes de un bar es tan tierna como tú.
Lo he dicho muchas veces en los últimos tiempos sin ninguna vergüenza: te quiero. Te quiero aunque sea compartida. Te quiero aunque tenga que robar para pagar el ínfimo precio que me pides. Te quiero aunque te rías y me señales el reloj cuando mi tiempo se termina. Te quiero aunque me pidas más dinero del que tengo. Te quiero aunque note tu aburrimiento cuando te penetro. Te quiero aunque me olvides con la siguiente conquista que haces en la calle o en el bar. Te quiero por encima de tus gestos de asco cuando crees que no te veo. También te quiero cuando te vas cansada y sola en la madrugada.
Lo gritaré muy alto y muchas veces. Ya no me avergüenza decirlo.
Tiempo
El tiempo no define la intensidad del amor. Yo te amé durante un día, pero de manera tan intensa que jamás amé tanto a ninguna otra. ¿Eso no te basta? Bueno, quieres que sea más explícito, más preciso. Lo seré. No, no digas que también sea sincero, sabes de sobra que siempre lo soy.
Comenzaré de nuevo. Decía que el tiempo y su medida en horas, días, meses, no es quien impone la etiqueta a los grandes amores. Nuestro amor, el mío, concretamente, duró muchas horas, casi un día, si quieres esa precisión matemática que tan árida me resulta y a ti tanto te gusta; y ahora que me voy te sigo queriendo, porque mi amor no termina nunca, aunque cambie de intensidad. Ya, ya sé que me reprochas tantas palabras y tanta retórica, toda esta locuacidad que para ti no es más que un vacío y que para mí llena la nada. Ya sé que vas a lo concreto y lo práctico, y que lo que te digo lo oyes como una despedida y no como un canto al amor. Para ti todo se resume en un "te quedas o te vas". En fin, me voy, sí, pero después de haberte amado todo lo que soy capaz de amar, aunque eso para ti no sea suficiente, por lo que veo.
Podría coger el infinito de los años que me quedan y, con la fuerza de la ira, romperlo en partículas contra tu lápida. Y es que tengo sensación de muerte en los ojos negros de la vida rota, y quisiera que renacieses en la luz que inunda cualquier amanecer. Quiero sentirte como ave lejana en un horizonte de sol iniciado, y creer que el brillo del rocío sobre el musgo es el anuncio de la luz de tu presencia. Quiero que huyas del paisaje vacío de la tumba y moldear tu figura en el aire que me rodea; que estalles en sonrisas y navegues en palabras que cantan alto a la vida. Quiero que donde acaba el recuerdo de tu mirada comience la vida de nuevo. Quiero que ese recuerdo salve tus claridades alejándolas del centro de la tierra y que evadas tu olor vivo al espacio donde ahora está el vacío de tu ausencia.
Mi amor sin sentido, irreal como la ausencia misma, se pierde entre sueños y recuerdos, mentiras y soledades tras tu muerte.
Porque hoy es viernes amanecerá diez minutos antes, y el sol formará esa bruma alegre y luminosa en la mañana incipiente. Y es que, porque hoy es viernes, sabré de ti y de tu horario preciso, podré hallarte al conocer tu momento y el lugar exacto. Pero antes amanecerá con mi despertar ansioso, esperanzado en el encuentro; destellarán las primeras luces, descubridoras de las efímeras brumas, anunciando el resurgir de todo lo que tiene la capacidad de amanecer. Será así el inicio de un día, que es viernes, en el que sabré encontrarte. Te hallaré ya entrada la mañana, con la luz invasora de rincones inverosímiles, ya la bruma matutina aniquilada incluso para el recuerdo. Te he de descubrir cuando el día brille en su mayor esplendor y tú vistas el vestido blanco, ese que recoge toda la luz y también todo el aire en el movimiento de los pliegues de tu falda. Así te he de ver, luminosa y etérea, caminando hacia mí en la hora precisa, en el lugar acordado, el día de hoy… viernes, por más señas.
Como en un cuento infantil, sucedió que en el día de mi nacimiento tres pájaros sobrevolaron mi cuna. El vuelo de las tres aves sirvió para darme, entre graznidos, las previsiones que atarían mi destino.
De las tres aves que volaban sobre mí, una, la de color blanco, pero con un ala negra, me dijo que mi vida sería triste y anodina, infeliz y sin amor: uno más entre los seres que recorren su existencia de forma tan simple que su historia se escribe en una página en blanco.
De las tres aves, la segunda, la roja con un ala azul, me dijo que mi vida sería intensa y agradable, feliz y llena de sorpresas, amores y maravillas: un ser extraordinario de vida sublime en cada minuto que disfrutase de su paso por esta tierra de fantasías.
La tercer ave, azul toda ella y de ojos intensos y negros, esperó al silencio de las otras dos para graznar y decirme que cada palabra por mi dicha sería registrada en el Gran Libro, que cada gesto que yo hiciese sería tenido en cuenta por alguien que sólo aspiraba a ser mi Juez. Finalmente, ese tercer pájaro también me dio un consejo:
-¡Nunca te fíes de las aves que, esperando pacientemente, sobrevuelan tu cuerpo!.
Coro de borrachos que entonáis al negro techo de la noche callejera vuestros eructos derrotados...
Grupo de sucios perdidos en medio de la acera que a ninguna parte va...
Gentes de mirada ida y gesto desmedido y violento, inmotivado e inestable, siempre inoportuno y que evidencia el estado desesperado en el que os halláis...
Seres variopintos que os agolpáis bajo mi ventana en las noches vocingleras de prolongada fiesta...
Tened por buen seguro que reprimo el deseo de ceder a la presión de mi vejiga, que contengo a duras penas el ansia de vaciarla sobre vuestras encorvadas sombras ahí abajo.
Cierto día vi nubes rojas en el confín del cielo que el horizonte brindaba a mi vista. Los montes de formas redondeadas, bajos y verdes, enmarcaban la base del espectáculo de luz rojiza. Sobre ellos, y tras las nubes, el cielo enorme se extendía azul y luminoso. Entonces, de repente, al pronto, comencé a ver cada vez más... En un primer momento tan sólo aprecié que las nubes aumentaron la intensidad de su brillo, perdieron el rojo que las adornaba y se fundieron en el azul del fondo, después, en seguida, fue como si los verdes montes se retirasen hacia atrás y abajo, dejando un enorme hueco abierto para el celeste espacio, el cual pronto lo fue abarcando todo. Y cuando, asustado, miré en derredor mío, puede comprobar que el aire azul del cielo llenaba el espacio hasta el límite de mi vista. Poco después también noté la ausencia de la tierra bajo mis pies.
Fue aquel un día en el que mis ojos me hicieron el regalo de ver aquello para lo que no fueron creados.
Existen seres humanos que están dispuestos a matarme. Realmente están dispuestos a matar a cualquiera. Ya antes lo han hecho, pues he oído de sus sangrientas acciones. Ahora mismo, alguno de ellos, puede actuar con violencia sobre cualquiera de los que permanecemos vivos. Puede ser que tengamos algo que quieren o quizá nos tropecemos con ellos en un día que estén de mal humor. Lo cierto es que si llega el momento inoportuno, en el lugar preciso, aunque casual, que me encuentre con el ser iracundo que me enfrenta... se habrá desencadenando el acto legendario entre el cazador y la víctima. Y es que yo no soy violento, ni siquiera tengo reprimida la violencia en lo más oculto del cerebro. Yo nuca puedo ser el que da caza. Seré siempre el que recibe el navajazo, aquel que sufre el golpe en la nuca, al que le estallan junto a la cara los fuegos de la locura.
Él está ahí, esperando en un lugar cualquiera al lado de la carretera; se encuentra a la expectativa sin ni siquiera saberlo. Puede que ahora mismo haga planes para otras muertes, pero el momento que le enfrente a mí tan sólo está pendiente de la coincidencia de nuestros dos cuerpos en un lugar todavía indeterminado.
No es seguro que llegue ese instante. Tampoco tengo la certeza de que no llegue.
Iba yo de viaje con mi vehículo. Viajaba sólo, y entretenía el lento circular, a causa de varios camiones grandes y lentos que me precedían, mirando ahora el paisaje lateral a través de las ventanillas, después la trasera del camión de delante (Frutas Fulano) y más tarde, por el espejo retrovisor, los coches que llevaba detrás. Me fijé en la cara del conductor que iba tras de mí. También viajaba sólo, era delgado, más bien su rostro parecía demacrado, de facciones angulosas y mofletes hundidos; sus ojos iban cubiertos por unas grandes gafas oscuras a pesar de ser un día nublado, y su boca mostraba un rictus amargo. Comencé a desviar la vista cada poco tiempo hacia el retrovisor y mirar a aquel individuo. Me imaginaba cosas terribles de él.
En un momento dado del viaje, la circulación se hizo más lenta aún si cabe. Un control policial era el motivo. La policía, apostada en un arcén de la carretera, había colocado señales para reducir la velocidad, barras en el suelo para obligarte a esa reducción, e iban mirando, o eso me parecía a mí, fijamente a todos los coches que pasaban, aunque no vi que detuviesen a ninguno de los tenía delante de mí. Enseguida deduje: "A éste que llevo detrás seguro que lo paran". En eso pensaba cuando un policía se pone delante de mi vehículo y me da el alto, después me indica la dirección del arcén. Mientras aparco donde se me ordena, veo que hacen señales al coche del sujeto mal encarado, que llevaba detrás, para que siga su camino y no se detenga. "¿Pero qué cara tengo yo para que resulte más sospechoso que aquel sujeto?", pienso mientras bajo la ventanilla y, con mi peor sonrisa, pregunto al policía que, arma en mano, se me acerca: "¿Qué ocurre?".
Yo no pienso cometer ningún delito, por tanto la ley está de mi parte. ¡Qué pensamiento tan sencillo! Es una forma de vida cómoda y simple. Es una filosofía fácil de entender y de asumir. Puede ser el principio de la felicidad. Lástima que para poder llevarla a cabo sea necesario suprimir a todos los que no están de acuerdo con ella. Para eso cuento con la ley misma.
He denunciado al que aparcó su coche en doble fila, al que me devolvió dinero de menos en el cambio tras en una compra, al que me vendió de menos en el peso de un kilogramo de carne, al que me insultó por denunciarle por el mal aparcamiento de su coche, al que pintó su puerta de color distinto del resto de vecinos, al que arrojó basura ante mi puerta, al que mendigaba en la calle donde vivo, al que fumaba jachís en el bar de la esquina, al que producía un ruido insoportable con su motocicleta, al vecino que tenía el sonido de la tele muy elevado, al que se sentó en el capó de mi coche, al borracho que encontré tendido en la acera, al camarero que vendió una mezcla de ginebra y refresco a un menor de 18 años, a dos niños que estaban fumando, a un señor que arrojó un papel al suelo, a una mujer que hablaba en voz alta en la biblioteca, a un joven que pintaba con un bote de espray en una pared, a un policía que no detuvo a un coche que me adelantó excediendo el límite de velocidad, al coche que me adelantó tan rápido (y del que tomé la matrícula), a la compañía telefónica por cobrarme demás, a la compañía de la luz por cobrarme de menos, otra vez a mi vecino por persistir en su empeño de poner el volumen de la televisión muy alto, a un vendedor ambulante al que pedí la licencia de venta y no me la mostró, a cinco individuos que estaban cantando y gritando como locos bajo mi ventana, a la taquillera de un cine por no tener cambio de un billete grande y negarse a venderme el tíquet correspondiente para ver la película, al mecánico del taller de coches que no me dio la factura correspondiente tras la reparación de mi vehículo, a la compañía de transporte publico por hacerme caer, en el interior de un autobús, tras un frenazo brusco, a un señor que estaba fumando en una zona para no fumadores…
En fin, creo que contribuyo a que la vida sea más fácil para todos aquellos que seguimos los dictados de la ley, ¿no les parece? No tengo muchos amigos, es cierto; pero debe de ser porque aún no me conocen. Quien respeta la ley no puede ser una mala persona, ¿no creen?
A veces sospecho que he perdido la vida, pero no puedo estar seguro. Si me preguntan, no sé decir con seguridad si estoy vivo o muerto. Ya sé que se me dirá que si hablo (o escribo, da igual) es que no he muerto aún, pero es que tampoco puedo afirmar que yo esté hablando o escribiendo. Si soy sincero, creo que sois vosotros los que oís y leéis, y por eso hablo o parece que hablo (o escribo, que es lo mismo). No quiero crearos dolor de cabeza, no deseo que perdáis un minuto de vuestro valioso tiempo con mis dudas, pero ya que me escucháis, o leéis, me creo con derecho a seguir hablando y escribiendo. Lo que está claro es que cuando todos decidáis dejar de escucharme y leerme sabré, por fin, si estoy muerto o no, pues mi pervivencia no dependerá de vosotros, sólo de mí, y si yo no existo sin vuestro pensamiento... pues será que estoy muerto. ¿Es todo esto muy complicado para alguno de mis oyentes y lectores?. Bueno, para mí sí es difícil de asimilar, al fin y a cabo me va la vida en ello, así que no puedo tomarlo a la ligera y no me resulta fácil pensar con frialdad en el tema. ¿Lo comprendéis, verdad?. Tampoco quiero ofender a nadie, pues pudiera ser que gracias a cada uno de vosotros yo siga con vida. Lo que tengo por cierto es que mientras siga hablando (escribiendo, es lo mismo) y alguien me escuche (me lea, es igual), yo seguiré con vida (al menos para quien me escuche o lea). Pero a pesar de que de momento todo va bien, de que me leéis y me oís y parece gustaros, no puedo evitar el que me corroa interiormente la duda de mi existencia. Es que habréis de comprender lo poco grato que es suponerse sólo vivo en vosotros y para vosotros... ¡Cuidado!, alguno sé que no me está comprendiendo, incluso me parece que se aburre y en cualquier momento dejará de prestarme atención; eso es algo que temo y deseo, pues puede ser morir un poco el que alguien abandone mi lectura y deje de oírme y por tanto yo deje de vivir en su mente, pero también lo deseo, pues será la única forma de saber si existo fuera de vosotros cuando, no uno, si no todos me abandonéis. ¡Qué profundo y angustioso dilema! Por un lado temo la comprensión de mi muerte si todos ignoráis mi letra o mi voz, y por otro, deseo saber si puedo dejar de depender de vosotros y seguir vivo a pesar de ello.
Ten en cuenta, y esto te lo digo sólo a ti, que cuando no me leas (o escuches) y me olvides, para ti yo habré muerto y para mí mismo quizás también, si eras el único... pero eso nunca lo sabrás.
Ojos de gato
Ojos de gato negro reflejan el misterio de la noche que la magia trasmuta en luz. Ojos que en su brillo agudo definen el miedo de corazones inseguros, que ven, más allá de las tinieblas, lo que al otro lado de la oscuridad con celo se oculta y amenaza.
Ojos de gato negro que algunas personas poseen, antaño alimento de la hoguera y que ahora aún inspiran desconfianza. Seres silenciosos de mirada fría, que parecen reflejar en su pupila algo distinto de lo que miran. Ojos a los que el día parece dañar y que en la noche cobran vida con un brillo plateado y lunar. Con su silencio y misterio, la belleza y una gota de maldad, asombran e intimidan, atraen e inquietan al incauto que los admira.
Velé a mi abuelo la larga noche antes de su muerte. Ninguno de los dos habló en aquellas inmensas horas de dolor y miedo. De aquel tiempo interminable, sólo me quedan estos pensamientos:
“Blancas paredes pulcras rodean el dolor de tu enfermedad y te aíslan y encierran en claustro de limpia soledad.
La muerte que te acecha, tratada por expertas manos frías, pierde su gran misterio, y es reducida al simple hecho de una cama finalmente vacía.
Tu cuerpo, expresión máxima de milenios de inútil evolución, es roto y es cosido y limpiado, vaciado y llenado como odre de escaso valor. Tu cuerpo, expresión máxima del calor que alguna vez tuve, es palpado, apretujado, puesto en duda con gestos de disgusto. Y todas sus funciones, siempre naturales, desde el agua que recibe el estómago hasta la que vacía tu vejiga, son controladas y puestas en entredicho por gentes que dominan tu dolor.
Aislado de todo, incluso de tu propio ser, pues ya ni me sientes a tu lado ni te recuerdas a ti mismo, te sometes a la conjura de pequeños dioses que esta noche van ha decidir el límite de tu cuerpo.”
Lecciones para ser infeliz
Ve y no mires la maravilla que te rodea durante el viaje. Piensa tan sólo en el regreso. A quien te hable, mírale torvo sin responder. Finalmente, a la mujer que se acerque con voz dulce, dile que su contacto es frío.
Cuando regreses no recuerdes nada. A quienes te pregunten por tu ida dales la espalda, pero antes haz un gesto despectivo. A la mujer que aguardó tu vuelta dile que has olvidado su nombre, que en la distancia sólo pesabas en ti mismo.
Una vez en tu casa, solo y en la penumbra de la sala más pequeña, cierra bien la puerta y las ventanas, apaga todas las luces menos una pequeña vela. Siéntate en el suelo y niégate a soñar mientras pierdes la mirada en las tinieblas de una esquina.
Entonces llegará la noche y, desde la calle, los amigos te llamarán asustados. Ignóralos. Y cuando sea la dulce amante, que superando el dolor y el daño, te llame, concentra tu atención toda en la vela y sus sombras raras sobre las paredes y sigue guardando silencio.
Tras el paso del tiempo, y una vez que todos te han abandonado, sal a hurtadillas y siéntate al amanecer en medio de la calle. Comprobarás, durante el transcurso del día y hasta que la noche llegue, que todos te ignoran, y en sus ojos notarás la mirada oblicua de quien te desprecia.
Por fin, el silencio será tu única compañía y la soledad tu fiel amante.
Así alcanzarás el más infeliz de los egoísmos.
Leía el niño
El pequeño niño quedó maravillado. Era la primera vez que le ocurría, o al menos la primera que él recordase. Era como cosa de magia, pero magia que a él le sucedía y que él mismo parecía provocar. ¡Y todo era tan simple! Primero leía un poco de aquel libro, después cerraba los ojos… ¡y veía en su cabeza lo mismo! Fuese lo que fuese, ya castillos, caballos, soldados antiguos de armaduras muy brillantes, todo lo que leía, después, al cerrar los ojos, lo tenía él dentro, lo veía como si fuera real. Era cosa de magia, sin duda, pero tan fácil y maravilloso que el niño no podía dejar de leer y, al poco, cerrar los ojos para imaginar.
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