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martes, 13 de octubre de 2009

ECCE HOMO


Friedrich Nietzsche
Ecce homo
Cómo se llega a ser lo que se es
Prólogo
1
Como preveo que dentro de poco tendré que dirigirme a la humanidad presentándole la
más grave exigencia que jamás se le ha hecho, me parece indispensable decir quién soy
yo. En el fondo sería lícito saberlo ya: pues no he dejado de «dar testimonio» de mí. Mas
la desproporción entre la grandeza de mi tarea y la pequeñez de mis contemporáneos se
ha puesto de manifiesto en el hecho de que ni me han oído ni tampoco me han visto
siquiera. Yo vivo de mi propio crédito; ¿acaso es un mero prejuicio que yo vivo? Me
basta hablar con cualquier «persona culta» de las que en verano vienen a la Alta
Engadina para convencerme de que yo no vivo. En estas circunstancias existe un deber
contra el cual se rebelan en el fondo mis hábitos y aún más el orgullo de mis instintos, a
saber, el deber de decir: ¡Escuchadme, pues yo soy tal y tal. ¡Sobre todo, no me
confundáis con otros!
2
Por ejemplo, yo no soy en modo alguno un espantajo, un monstruo de moral; yo soy
incluso una naturaleza antitética de esa especie de hombres venerada hasta ahora como
virtuosa. Dicho entre nosotros, a mí me parece que justo esto forma parte de mi orgullo.
Yo soy un discípulo del filósofo Dioniso, preferiría ser un sátiro antes que un santo. Pero
léase este escrito. Tal vez haya conseguido expresar esa antítesis de un modo jovial y
afable, tal vez no tenga este escrito otro sentido que ése. La última cosa que yo
pretendería sería «mejorar» a la humanidad. Yo no establezco ídolos nuevos, los viejos
van a aprender lo que significa tener pies de barro. Derribar ídolos («ídolos» es mi
palabra para decir «ideales»), eso sí forma ya parte de mi oficio. A la realidad se la ha
despojado de su valor, de su sentido, de su veracidad en la medida en que se ha fingido
mentirosamente un mundo ideal. El «mundo verdadero» y el «mundo aparente»; dicho
con claridad: el mundo fingido y la realidad. Hasta ahora la mentira del ideal ha
constituido la maldición contra la realidad, la humanidad misma ha sido engañada y
falseada por tal mentira hasta en sus instintos más básicos hasta llegar a adorar los
valores inversos de aquellos solos que habrían garantizado el florecimiento, el futuro, el
elevado derecho al futuro.
3
Quien sabe respirar el aire de mis escritos sabe que es un aire de alturas, un aire fuerte. Es
preciso estar hecho para ese aire, de lo contrario se corre el no pequeño peligro de
resfriarse en él. El hielo está cerca, la soledad es inmensa; ¡mas qué tranquilas yacen
todas las cosas en la luz!, ¡con qué libertad se respira!, ¡cuántas cosas sentimos debajo de
nosotros! La filosofía, tal como yo la he entendido y vivido hasta ahora, es vida
voluntaria en el hielo y en las altas montañas: búsqueda de todo lo problemático y
extraño que hay en el existir, de todo lo proscrito hasta ahora por la moral. Una
prolongada experiencia, proporcionada por ese caminar en lo prohibido, me ha enseñado
a contemplar las causas a partir de las cuales se ha moralizado e idealizado hasta ahora,
de un modo muy distinto a como tal vez se desea: se me han puesto al descubierto la
historia oculta de los filósofos, la sicología de sus grandes nombres. ¿Cuánta verdad
soporta, cuánta verdad osa un espíritu? Esto fue convirtiéndose cada vez más, para mí, en
la auténtica unidad de medida. El error (el creer en el ideal) no es ceguera, el error es
cobardía. Toda conquista, todo paso adelante en el conocimiento es consecuencia del
coraje, de la dureza consigo mismo, de la limpieza consigo mismo. Yo no refuto los
ideales, ante ellos, simplemente, me pongo los guantes. Nitimur in vetitum [nos lanzamos
hacia lo prohibido]: bajo este signo vencerá un día mi filosofía, pues hasta ahora lo único
que se ha prohibido siempre, por principio, ha sido la verdad.
4
Entre mis escritos ocupa mi Zaratustra un lugar aparte. Con él he hecho a la humanidad el
mayor regalo que hasta ahora ésta ha recibido. Este libro, dotado de una voz que atraviesa
milenios, no es sólo el libro más elevado que existe. El auténtico libro del aire de alturas
–todo lo hecho «hombre» yace a enorme distancia por debajo de él– es también el libro
más profundo, nacido de la riqueza más íntima de la verdad, un pozo inagotable al que
ningún cubo desciende sin subir lleno de oro y de bondad. No habla en él un «profeta»,
uno de esos espantosos híbridos de enfermedad y de voluntad de poder denominados
fundadores de religiones. Es preciso ante todo oír bien el sonido que sale de esa boca, ese
sonido alciónico, para no ser lastimosamente injustos con el sentido de su sabiduría. «Las
palabras más silenciosas son las que traen la tempestad. Pensamientos que caminan con
pies de paloma dirigen el mundo.»
Los higos caen de los árboles, son buenos y dulces; y, conforme caen, su roja piel se abre.
Un viento del norte soy yo para higos maduros. Así, cual higos, caen estas enseñanzas
hasta vosotros, amigos míos: ¡bebed su jugo y su dulce carne! Nos rodea el otoño, y el
cielo puro, y la tarde.
No habla aquí un fanático, aquí no se «predica», aquí no se exige fe: desde una infinita
plenitud de luz y una infinita profundidad de dicha va cayendo gota tras gota, palabra tras
palabra, una delicada lentitud es el tempo [ritmo] propio de estos discursos. Algo así llega
tan sólo a los elegidos entre todos; constituye un privilegio sin igual el ser oyente aquí;
nadie es dueño de tener oídos para escuchar a Zaratustra... ¿No es Zaratustra, con todo
esto, un seductor?... ¿Qué es, sin embargo, lo que él mismo dice cuando por vez primera
retorna a su soledad? Exactamente lo contrario de lo que en tal caso diría cualquier
«sabio», «santo», «redentor del mundo» y otros decadente [decadentes] No sólo habla de
manera distinta, sino que también es distinto.
¡Ahora yo me voy solo, discípulos míos! ¡También vosotros os vais ahora solos! Así lo
quiero yo.
En verdad, éste es mi consejo: ¡Alejaos de mí y guardaos de Zaratustra! Y aun mejor:
¡avergonzaos de él! Tal vez os ha engañado. El hombre del conocimiento no sólo tiene
que poder amar a sus enemigos, tiene también que poder odiar a sus amigos.
Se recompensa mal a un maestro si se permanece siempre discípulo. ¿Y por qué no vais a
deshojar vosotros mi corona?
Vosotros me veneráis: pero ¿qué ocurrirá si un día vuestra veneración se derrumba?
¡Cuidad de que no os aplaste una estatua! ¿Decís que no creéis en Zaratustra? ¡Mas qué
importa Zaratustra! Vosotros sois mis creyentes, ¡mas qué importan todos los creyentes!
No os habíais buscado aún a vosotros: entonces me encontrasteis. Así hacen todos los
creyentes: por eso vale tan poco toda fe. Ahora os ordeno que me perdáis a mí y que os
encontréis a vosotros; y sólo cuando todos hayáis renegado de mi volveré entre vosotros.
Friedrich Nietzsche
En este día perfecto en que todo madura y no sólo la uva toma un color oscuro acaba de
posarse sobre mi vida un rayo de sol: he mirado hacia atrás, he mirado hacia delante, y
nunca había visto de una sola vez tantas y tan buenas cosas. No en vano he dado hoy
sepultura a mi cuadragésimo año, me era lícito darle sepultura, - lo que en él era vida está
salvado, es inmortal. La Transvaloración de todos los valores, los Ditirambos de Dioniso
y, como recreación, el Crepúsculo de los ídolos ¡todo, regalos de este año, incluso de su
último trimestre! ¿Cómo no había yo de estar agradecido a mi vida entera? Y así me
cuento mi vida a mí mismo.
Por qué soy tan sabio
1
La felicidad de mi existencia, tal vez su carácter único, se debe a su fatalidad: yo, para
expresarme en forma enigmática, como mi padre ya he muerto, y como mí madre vivo todavía
y voy haciéndome viejo. Esta doble procedencia, por así decirlo, del vástago más
alto y del más bajo en la escala de la vida, este ser décadent y a la vez comienzo. Esto, si
algo, es lo que explica aquella neutralidad, aquella ausencia de partidismo en relación con
el problema global de la vida, que acaso sea lo que a mí me distingue. Para captar los
signos de elevación y de decadencia poseo yo un olfato más fino que el que hombre
alguno haya tenido jamás, en este asunto yo soy el maestro par excellence [por
excelencia], conozco ambas cosas, soy ambas cosas. Mi padre murió a los treinta y seis
años: era delicado, amable y enfermizo, como un ser destinado tan sólo a pasar de largo,
más una bondadosa evocación de la vida que la vida misma. En el mismo año en que su
vida se hundió, se hundió también la mía: en el año trigésimo sexto de mi existencia
llegué al punto más bajo de mi vitalidad: aún vivía, pero no veía tres pasos delante de mí.
Entonces –era el año 1879– renuncié a mi cátedra de Basilea, sobreviví durante el verano,
parecido a una sombra, en St. Moritz, y el invierno siguiente, el invierno más pobre de sol
de toda mi vida, lo pasé, siendo una sombra, en Naumburgo. Aquello fue mi mínimum: El
caminante y su sombra nació entonces. Indudablemente, yo entendía entonces de
sombras. Al invierno siguiente, mi primer invierno genovés, aquella dulcificación y
aquella espiritualización que están casi condicionadas por una extrema pobreza de sangre
y de músculos produjeron Aurora. La perfecta luminosidad y la jovialidad, incluso
exuberancia de espíritu, que la citada obra refleja se compaginan en mí no sólo con la
más honda debilidad fisiológica, sino incluso con un exceso de sentimiento de dolor. En
medio de los suplicios que trae consigo un dolor cerebral ininterrumpido durante tres
días, acompañado de un penoso vómito mucoso, poseía yo una claridad dialéctica par
excellence y meditaba con gran sangre fría sobre cosas a propósito de las cuales no soy,
en mejores condiciones de salud, bastante escalador, bastante refinado, bastante frío. Mis
lectores tal vez sepan hasta qué punto considero yo la dialéctica como síntoma de
décadence, por ejemplo en el caso más famoso de todos: en el caso de Sócrates. Todas las
molestias producidas al intelecto por la enfermedad, incluso aquel semiaturdimiento que
la fiebre trae consigo, han sido hasta hoy cosas completamente extrañas a mí, por los
libros he tenido yo que informarme acerca de su naturaleza y su frecuencia. Mi sangre
circula lentamente. Nadie ha podido comprobar nunca fiebre en mí. Un médico que me
trató largo tiempo como enfermo de los nervios acabó por decirme: «¡No! A los nervios
de usted no les pasa nada, yo soy el único que está enfermo.» Imposible demostrar
ninguna degeneración local en mí; ninguna dolencia estomacal de origen orgánico, aun
cuando siempre padezco, como consecuencia del agotamiento general, la más profunda
debilidad del sistema gástrico. También la dolencia de la vista, que a veces se aproxima
peligrosamente a la ceguera, es tan sólo una consecuencia, no una causa: de tal manera
que con todo incremento de fuerza vital se ha incrementado también mi fuerza visual.
Recobrar la salud significa en mí una serie larga, demasiado larga, de años, también
significa a la vez, por desgracia, recaída, hundimiento, periodicidad de una especie de
décadence. Después de todo esto, ¿necesito decir que yo soy experto en cuestiones de
décadence? La he deletreado hacia delante y hacia atrás. Incluso aquel afiligranado arte
del captar y comprender en general, aquel tacto para percibir nuances [matices], aquella
sicología del «mirar por detrás de la esquina» y todas las demás cosas que me son propias
no las aprendí hasta entonces, son el auténtico regalo de aquella época, en la cual se
refinó todo dentro de mí, la observación misma y todos los órganos de ella. Desde la
óptica del enfermo elevar la vista hacia conceptos y valores más sanos, y luego, a la
inversa, desde la plenitud y autoseguridad de la vida rica bajar los ojos hasta el secreto
trabajo del instinto de décadence. Este fue mi más largo ejercicio, mi auténtica
experiencia, si en algo, en esto fue en lo que yo llegué a ser maestro. Ahora lo tengo en la
mano, poseo mano para dar la vuelta a las perspectivas: primera razón por la cual acaso
únicamente a mí me sea posible en absoluto una «transvaloración de los valores.»
2
Descontado, pues, que soy un décadent, soy también su antítesis. Mi prueba de ello es,
entre otras, que siempre he elegido instintivamente los remedios justos contra los estados
malos; en cambio, el décadent en sí elige siempre los medios que lo perjudican. Como
summa summarum [conjunto] yo estaba sano; como ángulo, como especialidad, yo era
décadent. Aquella energía para aislarme y evadirme absolutamente de las condiciones
habituales, el haberme forzado a mí mismo a no dejarme cuidar, servir, medicar. Esto
revela la incondicional certeza instintiva sobre lo que yo necesitaba entonces ante todo.
Me puse a mí mismo en mis manos, me sané yo a mí mismo: la condición de ello –cualquier
fisiólogo lo concederá– es estar sano en el fondo. Un ser típicamente enfermizo no
puede sanar, aun menos sanarse él a sí mismo; para un ser típicamente sano, en cambio,
el estar enfermo puede constituir incluso un enérgico estimulante para vivir, para másvivir.
Así es como de hecho se me presenta ahora aquel largo período de enfermedad: por
así decirlo, descubrí de nuevo la vida, y a mí mismo incluido, saboreé todas las cosas
buenas e incluso las cosas pequeñas como no es fácil que otros puedan saborearlas;
convertí mi voluntad de salud, de vida, en mi filosofía. Pues préstese atención a esto: los
años de mi vitalidad más baja fueron los años en que dejé de ser pesimista: el instinto de
autorrestablecimiento me prohibió una filosofía de la pobreza y del desaliento. ¿Y en qué
se reconoce en el fondo la buena constitución? En que un hombre bien constituido hace
bien a nuestros sentidos, en que está tallado de una madera que es, a la vez, dura, suave y
olorosa. A él le gusta sólo lo que le resulta saludable; su agrado, su placer, cesan cuando
se ha rebasado la medida de lo saludable. Adivina remedios curativos contra los daños,
saca ventaja de sus contrariedades; lo que no lo mata lo hace más fuerte. Instintivamente
forma su síntesis con todo lo que ve, oye, vive: es un principio de selección, deja caer al
suelo muchas cosas. Se encuentra siempre en su compañía, se relacione con libros, con
hombres o con paisajes, él honra al elegir, al admitir, al confiar. Reacciona con lentitud a
toda especie de estímulos, con aquella lentitud que una larga cautela y un orgullo querido
le han inculcado, examina el estímulo que se acerca, está lejos de salir a su encuentro. No
cree ni en la «desgracia» ni en la «culpa», liquida los asuntos pendientes consigo mismo,
con los demás, sabe olvidar, es bastante fuerte para que todo tenga que ocurrir de la mejor
manera para él. Y bien, yo soy todo lo contrario de un décadent, pues acabo de
describirme.
3
Considero un gran privilegio el haber tenido el padre que tuve: los campesinos a quienes
él predicaba –pues los últimos años fue predicador, tras haber vivido algunos años en la
corte de Altenburgo– decían que un ángel habría de tener sin duda un aspecto similar. Y
con esto toco el problema de la raza. Yo soy un aristócrata polaco pur sang [pura sangre],
al que ni una sola gota de sangre mala se le ha mezclado, y menos que ninguna, sangre
alemana. Cuando busco la antítesis más profunda de mí mismo, la incalculable
vulgaridad de los instintos, encuentro siempre a mi madre y a mi hermana. Creer que yo
estoy emparentado con tal canaille [gentuza] sería una blasfemia contra mi divinidad. El
trato que me dan mi madre y mi hermana, hasta este momento, me inspira un horror
indecible: aquí trabaja una perfecta máquina infernal, que conoce con seguridad infalible
el instante en que es posible herirme cruentamente, en mis instantes supremos, pues
entonces falta toda fuerza para defenderse contra gusanos venenosos. La contigüidad
fisiológica hace posible tal disharmonia praestabilita [desarmonía preestablecida]
Confieso que la objeción más honda contra el «eterno retorno», que es mi pensamiento
auténticamente abismal, son siempre mi madre y mi hermana. Mas también en cuanto
polaco soy yo un atavismo inmenso. Siglos habría que retroceder para encontrar a esta
raza, la más noble que ha existido en la tierra, con la misma pureza de instintos con que
yo la represento. Frente a todo lo que hoy se llama noblesse [aristocracia] abrigo yo un
soberano sentimiento de distinción; al joven kaiser alemán no le concedería yo el honor
de ser mi cochero. Existe un solo caso en que yo reconozco a mi igual, lo confieso con
profunda gratitud. La señora Cósima Wagner es, con mucho, la naturaleza más
aristocrática; y, para no decir una palabra de menos, afirmo que Richard Wagner ha sido,
con mucho, el hombre más afín a mí. Lo demás es silencio. Todos los conceptos
dominantes acerca de grados de parentesco son un insuperable contrasentido fisiológico.
El Papa hace negocio todavía hoy con ese contrasentido. Con quien menos se está
emparentado es con los propios padres: estar emparentado con ellos constituiría el signo
extremo de vulgaridad. Las naturalezas superiores tienen su origen en algo infinitamente
anterior y para llegar a ellas ha sido necesario estar reuniendo, ahorrando, acumulando
durante larguísimo tiempo. Los grandes individuos son los más antiguos: yo no lo
entiendo, pero Julio César podría ser mi padre, o Alejandro, ese Dioniso de carne y
hueso. En el instante en que escribo esto me trae el correo una cabeza de Dioniso.
4
No he entendido jamás el arte de predisponer a los demás contra mí –también esto lo
debo a mi incomparable padre– ni aun en los casos en que ello me parecía de gran valor.
Ni siquiera yo he estado nunca predispuesto contra mí, aunque ello pueda parecer muy
poco cristiano. Puede darse la vuelta a mi vida por un lado y por otro, en ella no se
encontrarán, descontado aquel único caso, huellas de que alguien haya abrigado una
voluntad malvada contra mí, pero sí, tal vez, demasiadas huellas de buena voluntad. Mis
experiencias, incluso con personas con quienes todo el mundo tiene malas experiencias,
hablan siempre sin excepción en favor de ellas; yo domestico a todos los osos, yo vuelvo
educados incluso a los bufones. Durante los siete años en que yo enseñé griego en la
clase superior del Pádagogium de Basilea no tuve ningún pretexto para imponer castigo
alguno; los alumnos más holgazanes se volvían laboriosos conmigo. Siempre estoy a la
altura del azar; para ser dueño de mí he de estar desprevenido. Sea cual sea el
instrumento, y aunque esté tan desafinado como sólo el instrumento «hombre» puede
llegar a estarlo, enfermo tendría yo que encontrarme para no conseguir arrancar de él algo
digno de ser escuchado. Y cuántas veces he oído decir a los propios «instrumentos» que
nunca antes se habían escuchado ellos así de ese modo. Quizás a quien más bellamente se
lo oí decir fue a Heinrich von Stein, muerto imperdonablemente joven, quien en una
ocasión, tras haber solicitado y obtenido cuidadosamente permiso, apareció por tres días
en Sils-María declarando a todo el mundo que él no venía a causa de la Engadina. Esta
excelente persona, que se había zambullido en la ciénaga de Wagner –¡y además también
en la de Dühring!– con toda la impetuosa simpleza de un Junker [hidalgo] prusiano,
quedó como transformado durante aquellos tres días por un vendaval de libertad,
semejante a alguien que de repente es elevado hasta su altura y a quien le crecen alas. Yo
no dejaba de decirle que esto se debía al buen aire de aquí arriba y que le pasaba a todo el
mundo, pues no en vano se está a seis mil pies por encima de Bayreuth, pero no quería
creérmelo. Si, a pesar de todo, se han cometido conmigo algunas infamias pequeñas y
grandes, el motivo de cometerlas no fue «la voluntad» y mucho menos la voluntad
malvada: tendría que quejarme más bien –acabo de insinuarlo-- de la buena voluntad, la
cual ha producido en mi vida trastornos nada pequeños. Mis experiencias me dan derecho
a desconfiar en general de los llamados impulsos «desinteresados», de todo el «amor al
prójimo», siempre dispuesto a dar consejos y a intervenir. Lo considero en sí como
debilidad, como caso particular de la incapacidad para resistir a los estímulos, sólo entre
los decadentes se califica de virtud a la compasión. A los compasivos yo les reprocho el
que con facilidad pierden el pudor, el respeto, el sentimiento de delicadeza ante las
distancias, el que la compasión apesta enseguida a plebe y se asemeja a los malos
modales, hasta el punto de confundirse con ellos; el que, en ocasiones, manos compasivas
pueden ejercer una influencia verdaderamente destructora en un gran destino, en un
aislamiento entre heridas, en un privilegio a la culpa grave. Cuento entre las virtudes
aristocráticas la superación de la compasión: con el título «La tentación de Zaratustra» he
descrito poéticamente un caso en el cual un gran grito de socorro llega hasta él cuando la
compasión, como un pecado último, quiere asaltarlo y hacerlo infiel a sí mismo.
Permanecer aquí dueño de la situación, lograr aquí que la altura de la tarea propia
permanezca limpia de los impulsos mucho más bajos y mucho más miopes que actúan en
las llamadas acciones desinteresadas, ésta es la prueba, acaso la última prueba, que un
Zaratustra tiene que rendir su auténtica demostración de fuerza.
5
Todavía hay otro punto en el que, una vez más, yo soy meramente mi padre y, por así
decirlo, su supervivencia tras una muerte demasiado prematura. Semejante a todo aquel
que nunca ha vivido entre sus iguales y a quien el concepto de «ajuste de cuentas» le
resulta tan inaccesible como, por ejemplo, el concepto de «igualdad de derechos» en los
casos en que se comete conmigo una estupidez pequeña o muy grande yo me prohíbo
toda contramedida, toda medida de protección; como es obvio, también toda defensa,
toda «justificación» Mi forma de saldar cuentas consiste en enviar como respuesta a la
tontería, lo más pronto posible, algo inteligente: acaso así sea posible repararla todavía.
Dicho en imágenes: envío una caja de confites para desembarazarme de una historia
agria. Basta con que a mí se me haga algo malo para que yo «ajuste cuentas», de eso
estese seguro: pronto encuentro una ocasión para expresar mi gratitud al «malhechor» (a
veces incluso por su infamia) o para pedirle algo, lo que puede resultar más cortés que el
dar algo. Me parece asimismo que la palabra más grosera, la carta más grosera son
mejores, son más educadas que el silencio. A quienes callan les faltan casi siempre finura
y gentileza de corazón; callar es una objeción, tragarse las cosas produce necesariamente
un mal carácter, estropea incluso el estómago. Todos los que se callan son dispépticos.
Como se ve, yo no quisiera que se infravalorase la grosería, ella es con mucho la forma
más humana de la contradicción y, en medio de la molicie moderna, una de nuestras
primeras virtudes. Cuando se es lo bastante rico para permitírselo, constituye incluso una
felicidad el no estar en lo justo. A un dios que bajase a la tierra no le sería lícito hacer
otra cosa que injusticias, tomar sobre sí no la pena, sino la culpa, es lo que sería divino.
6
El estar libre de resentimiento, el conocer con claridad el resentimiento ¡quién sabe hasta
qué punto también en esto debo yo estar agradecido, en definitiva, a mi larga enfermedad!
El problema no es precisamente sencillo: es necesario haberlo vivido desde la fuerza
y desde la debilidad. Si algo hay que objetar en absoluto al estar enfermo, al estar débil,
es que en ese estado se reblandece en el hombre el auténtico instinto de salud, es decir, el
instinto de defensa y de ataque. No sabe uno desembarazarse de nada, no sabe uno
liquidar ningún asunto pendiente, no sabe uno rechazar nada, todo hiere. Personas y cosas
nos importunan molestamente, las vivencias llegan muy hondo, el recuerdo es una herida
purulenta. El propio estar enfermo es una especie de resentimiento. Contra esto el
enfermo no tiene más que un gran remedio: yo lo llamo el fatalismo ruso, aquel fatalismo
sin rebelión que hace que un soldado ruso a quien la campaña le resulta demasiado dura
acabe por tenderse en la nieve. No aceptar ya absolutamente nada, no tomar nada, no
acoger nada dentro de sí, no reaccionar ya en absoluto. La gran razón de este fatalismo,
que no siempre es tan sólo el coraje para la muerte, en cuanto conservador de la vida en
las circunstancias más peligrosas para ésta, consiste en reducir el metabolismo, en
tornarlo lento, en una especie de voluntad de letargo invernal. Unos cuantos pasos más en
esta lógica y tenemos el faquir, que durante semanas duerme en una tumba. Puesto que
nos consumiríamos demasiado pronto si llegásemos a reaccionar, ya no reaccionamos:
ésta es la lógica. Y con ningún fuego se consume uno más velozmente que con los
afectos de resentimiento. El enojo, la susceptibilidad enfermiza, la impotencia para
vengarse, el placer y la sed de venganza, el mezclar venenos en cualquier sentido para
personas extenuadas es ésta, sin ninguna duda, la forma más perjudicial de reaccionar:
ella produce un rápido desgaste de energía nerviosa, un aumento enfermizo de secreciones
nocivas, de bilis en el estómago, por ejemplo. El resentimiento constituye lo
prohibido en sí para el enfermo: su mal, por desgracia también su tendencia más natural.
Esto lo comprendió aquel gran fisiólogo que fue Buda. Su «religión», a la que sería mejor
calificar de higiene, para no mezclarla con casos tan deplorables como es el cristianismo,
hacía depender su eficacia de la victoria sobre el resentimiento: liberar el alma de él,
primer paso para curarse. «No se pone fin a la enemistad con la enemistad, sino con la
amistad»; esto se encuentra al comienzo de la enseñanza de Buda; así no habla la moral,
así habla la fisiología. El resentimiento, nacido de la debilidad, a nadie resulta más perjudicial
que al débil mismo. En otro caso, cuando se trata de una naturaleza rica,
constituye un sentimiento superfluo, un sentimiento tal que dominarlo es casi la
demostración de la riqueza. Quien conoce la seriedad con que mi filosofía ha emprendido
la lucha contra los sentimientos de venganza y de rencor, incluida también la doctrina de
la «libertad de la voluntad» –la lucha contra el cristianismo es sólo un caso particular de
ello–, entenderá por qué yo saco a luz, precisamente aquí, mi comportamiento personal,
mi seguridad instintiva en la práctica. En los períodos de décadence yo me prohibía
aquellos sentimientos por perjudiciales; tan pronto como la vida volvió a ser
suficientemente rica y orgullosa para ello, me los prohibí por situados debajo de mí.
Aquel fatalismo ruso de que antes he hablado se ha puesto en mí de manifiesto en el
hecho de que durante años me he aferrado tenazmente a situaciones, a lugares, a
viviendas y compañías casi insoportables, una vez que, por azar, estaban dados; esto era
mejor que cambiarlos, que sentir que eran cambiables, que rebelarse contra ellos. El
perturbarme en ese fatalismo, el despertarme con violencia eran cosas que yo entonces
tomaba mortalmente a mal: en verdad ello era también siempre mortalmente peligroso.
Tomarse a sí mismo como un fatum [destino], no quererse «distinto», en tales
circunstancias esto constituye la gran razón misma.
7
Otra cosa es la guerra. Por naturaleza soy belicoso. Atacar forma parte de mis instintos.
Poder ser enemigo presupone tal vez una naturaleza fuerte; en cualquier caso es lo que
ocurre en toda naturaleza fuerte. Ésta necesita resistencias y, por lo tanto, busca la
resistencia: el pathos agresivo forma parte de la fuerza con igual necesidad con que el
sentimiento de venganza y de rencor forma parte de la debilidad. La mujer, por ejemplo,
es vengativa: esto viene condicionado por su debilidad, lo mismo que viene condicionado
por ella su excitable sensibilidad para la indigencia ajena. La fortaleza del agresor
encuentra una especie de medida en los adversarios que él necesita; todo crecimiento se
delata en la búsqueda de un adversario –o de un problema más potente– pues un filósofo
que sea belicoso reta a duelo también a los problemas. La tarea no consiste en dominar
resistencias en general, sino en dominar aquellas frente a las cuales hay que recurrir a
toda la fuerza propia, a toda la agilidad y maestría propias en el manejo de las armas, en
dominar a adversarios iguales a nosotros. Igualdad con el enemigo, primer supuesto de un
duelo honesto. Cuando lo que se siente es desprecio, no se puede hacer la guerra; cuando
lo que se hace es mandar, contemplar algo por debajo de sí, no hay que hacerla. Mi
práctica bélica puede resumirse en cuatro principios. Primero: yo sólo ataco causas que
triunfan; en ocasiones espero hasta que lo consiguen. Segundo: yo sólo ataco causas
cuando no voy a encontrar aliados, cuando estoy solo, cuando me comprometo
exclusivamente a mí mismo. No he dado nunca un paso en público que no me
comprometiese; éste es mi criterio del obrar justo. Tercero: yo no ataco jamás a personas,
me sirvo de la persona tan sólo como de una poderosa lente de aumento con la cual puede
hacerse visible una situación de peligro general, pero que se escapa, que resulta poco
aprehensible. Así es como ataqué a David Strauss, o, más exactamente, el éxito, en la
«cultura» alemana, de un libro de debilidad senil. A esta cultura la sorprendí en flagrante
delito. Así es como ataqué a Wagner, o, más exactamente, la falsedad, la bastardía de
instintos de nuestra «cultura», que confunde a los refinados con los ricos, a los epígonos
con los grandes. Cuarto: yo sólo ataco causas cuando está excluida cualquier disputa
personal, cuando está ausente todo trasfondo de experiencias penosas. Al contrario, en mí
atacar representa una prueba de benevolencia y, en ocasiones, de gratitud. Yo honro, yo
distingo al vincular mi nombre al de una causa, al de una persona: a favor o en contra;
para mí esto es aquí igual. Si yo hago la guerra al cristianismo, ello me está permitido
porque por esta parte no he experimentado ni contrariedades ni obstáculos; los cristianos
más serios han sido siempre benévolos conmigo. Yo mismo, adversario de rigueur [de
rigor] del cristianismo, estoy lejos de guardar rencor al individuo por algo que es la
fatalidad de milenios.
8
¿Me es lícito atreverme a señalar todavía un último rasgo de mi naturaleza, el cual me
ocasiona una dificultad nada pequeña en el trato con los hombres? Mi instinto de
limpieza posee una susceptibilidad realmente inquietante, de modo que percibo
fisiológicamente –huelo– la proximidad o –¿qué digo?– lo más íntimo, las «vísceras» de
toda alma. Esta sensibilidad me proporciona antenas psicológicas con las cuales palpo
todos los secretos y los aprisiono con la mano: ya casi al primer contacto cobro
consciencia de la mucha suciedad escondida en el fondo de ciertas naturalezas, debida
acaso a la mala sangre, pero recubierta de barniz por la educación. Si mis observaciones
son correctas, también esas naturalezas insoportables para mi limpieza perciben, por su
lado, mi previsora náusea frente a ellas; pero su olor no por esto mejora. Como me he
habituado a ello desde siempre –una extremada pureza conmigo mismo constituye el
presupuesto de mi existir, yo me muero en situaciones sucias–, nado y me baño y
chapoteo de continuo, si cabe la expresión, en el agua, en cualquier elemento totalmente
transparente y luminoso. Esto hace que el trato con seres humanos sea para mí una prueba
nada pequeña de paciencia; mi humanitarismo no consiste en participar del sentimiento
de cómo es el hombre, sino en soportar el que yo participe de ese sentimiento. Mi
humanitarismo es una permanente victoria sobre mí mismo. Pero yo necesito soledad,
quiero decir, curación, retorno a mí mismo, respirar un aire libre, ligero y juguetón. Todo
mi Zaratustra es un ditirambo a la soledad o, si se me ha entendido, a la pureza... Por
suerte, no a la estupidez pura. Quien tenga ojos para percibir colores, calificará de
diamantino al Zaratustra. La náusea que el hombre, que el «populacho» me producen ha
sido siempre mi máximo peligro. ¿Queréis escuchar las palabras con que Zaratustra habla
de la redención de la náusea?
¿Qué me ocurrió, sin embargo? ¿Cómo me redimí de la náusea? ¿Quién rejuveneció
mis ojos? ¿Cómo volé hasta la altura en la que ninguna chusma se sienta ya junto al
pozo? ¿Mi propia náusea me proporcionó alas y me dio fuerzas que presienten las
fuentes? ¡En verdad, hasta lo más alto tuve yo que volar para reencontrar el manantial del
placer!
¡Oh, lo encontré, hermanos míos! ¡Aquí en lo más alto brota para mí el manantial del
placer! ¡Y hay una vida de la cual no bebe la chusma con los demás!
¡Casi demasiado violenta resulta tu corriente para mí, fuente del placer! ¡Y a menudo
has vaciado de nuevo la copa queriendo llenarla!
Y todavía tengo que aprender a acercarme a ti con mayor modestia: con demasiada
violencia corre aún mi corazón a tu encuentro.
Mi corazón, sobre el que arde mi verano, el breve, ardiente, melancólico, sobre
bienaventurado: ¡cómo apetece mi corazón estival tu frescura!
¡Disipada se halla la titubeante tribulación de mi primavera! ¡Pasada está la maldad
de mis copos de nieve de junio! ¡En verano me he transformado enteramente y en
mediodía de verano!
Un verano en lo más alto, con fuentes frías y silencio bienaventurado: ¡oh, venid,
amigos míos, para que el silencio resulte todavía más bienaventurado!
Pues ésta es nuestra altura y nuestra patria: en un lugar demasiado alto y abrupto
habitamos nosotros aquí para todos los impuros y para su sed.
¡Lanzad vuestros ojos puros en el manantial de mi placer, amigos míos! ¡Cómo habría
él de enturbiarse por ello! ¡En respuesta os reirá con su pureza!
En el Árbol Futuro construimos nosotros nuestro nido; ¡águilas deben traernos en sus
picos alimento a nosotros los solitarios!
¡En verdad, no un alimento del que también a los impuros les esté permitido comer!
¡Fuego creerían devorar, y se abrasarían los hocicos!
¡En verdad, aquí no tenemos preparadas moradas para impuros! ¡Una caverna de hielo
significaría para sus cuerpos nuestra felicidad, y para sus espíritus!
Y cual vientos fuertes queremos vivir por encima de ellos, vecinos de las águilas,
vecinos de la nieve, vecinos del sol: así es como viven los vientos fuertes.
E igual que un viento quiero yo soplar todavía alguna vez entre ellos, y con mi espíritu
cortar la respiración a su espíritu: así lo quiere mi futuro.
En verdad, un viento fuerte es Zaratustra para todas las hondonadas; y este consejo da
a sus enemigos y a todo lo que esputa y escupe: «¡Guardaos de escupir contra el viento!»
Por qué soy yo tan inteligente
1
¿Por qué sé algunas cosas más? ¿Porqué soy en absoluto tan inteligente? No he
reflexionado jamás sobre problemas que no lo sean; no me he malgastado. Por ejemplo,
no conozco por experiencia propia dificultades genuinamente religiosas. Se me ha
escapado del todo hasta qué punto debía yo ser «pecador» Asimismo me falta un criterio
fiable sobre lo que es remordimiento de conciencia: por lo que de él se oye decir, no me
parece que sea nada estimable. Yo no querría dejar en la estacada a una acción tras
haberla hecho, en la cuestión de su valor preferiría dejar totalmente al margen el mal
éxito de esa acción, sus consecuencias. Cuando las cosas salen mal, se pierde con
demasiada facilidad la visión correcta de lo que se hizo: un remordimiento de conciencia
me parece una especie de «mal de ojo» Respetar tanto más en nosotros algo que ha
fallado porque ha fallado. Esto, antes bien, forma parte de mi moral. «Dios»,
«inmortalidad del alma», «redención», «más allá», todos estos son conceptos a los que no
he dedicado ninguna atención, tampoco ningún tiempo, ni siquiera cuando era niño.
¿Acaso no he sido nunca bastante pueril para hacerlo? El ateísmo yo no lo conozco en
absoluto como un resultado, aun menos como un acontecimiento: en mí se da por
supuesto, instintivamente. Soy demasiado curioso, demasiado problemático, demasiado
altanero para que me agrade una respuesta burda. Dios es una respuesta burda, una
indelicadeza contra nosotros los pensadores; incluso en el fondo no es nada más que una
burda prohibición que se nos hace: ¡no debéis pensar! Muy de otro modo me interesa una
cuestión de la cual, más que de ninguna rareza de teólogos, depende la «salvación de la
humanidad»: el problema de la alimentación. Prácticamente puede formulárselo así:
«¿Cómo tienes que alimentarte precisamente tú para alcanzar tu máximo de fuerza, de
virtù [vigor] al estilo del Renacimiento, de virtud exenta de moralina?» Mis experiencias
en este punto son las peores posible; estoy asombrado de haber percibido tan tarde esta
cuestión, de haber aprendido «razón» tan tarde de estas experiencias. Únicamente la
completa nulidad de nuestra cultura alemana –su «idealismo»– me explica en cierto modo
por qué, justo en este punto, he sido yo tan retrasado que lindaba con la santidad. Esta
«cultura», que desde el principio enseña a perder de vista las realidades para andar a la
caza de metas completamente problemáticas, denominadas metas «ideales», por ejemplo
la «cultura clásica»: ¡como si de antemano no estuviera condenado el unir «clásico» y
«alemán» en un único concepto! Es más, esto produce risa –¡imaginemos un ciudadano
de Leipzig con «cultura clásica»! De hecho, hasta que llegué a los años de mi plena
madurez yo he comido siempre y únicamente mal expresado en términos morales, he
comido «impersonalmente», «desinteresadamente», «altruísticamente», a la salud de los
cocineros y otros compañeros en Cristo. Por ejemplo, yo negué muy seriamente mi
«voluntad de vida» a causa de la cocina de Leipzig, simultánea a mi primer estudio de
Schopenhauer (1865) Con la finalidad de alimentarse de modo insuficiente, estropearse
además el estómago; este problema me parecía maravillosamente resuelto por la citada
cocina (se dice que el año 1866 ha producido un cambio en este terreno.) Pero la cocina
alemana en general, ¡cuántas cosas no tiene sobre su conciencia! ¡La sopa antes de la
comida! (todavía en los libros de cocina venecianos del siglo XVI se la denomina alla
tedesca [al modo alemán;]) las carnes demasiado cocidas, las verduras grasas y harinosas;
¡la degeneración de los dulces, que llegan a ser como pisapapeles! Si a esto se añade
además la imperiosa necesidad, verdaderamente bestial, de los viejos alemanes, y no sólo
de los viejos, de beber después de comer, se comprenderá también de dónde procede el
espíritu alemán de intestinos revueltos. El espíritu alemán es una indigestión, no da fin a
nada. Pero también la dieta inglesa, que, en comparación con la alemana, e incluso con la
francesa, representa una especie de «vuelta a la naturaleza», es decir al canibalismo,
repugna profundamente a mi instinto propio; me parece que le proporciona pies pesados
al espíritu, pies de mujeres inglesas. La mejor cocina es la del Piamonte. Las bebidas
alcohólicas me resultan perjudiciales; un solo vaso de vino o de cerveza al día basta para
hacer de mi vida un «valle de lágrimas» En Munich es donde viven mis antípodas.
Aceptado que yo he comprendido esto un poco tarde, vivirlo lo he vivido en verdad desde
la infancia. Cuando yo era un muchacho, creía que tanto el beber vino como el fumar
tabaco eran al principio sólo una vanitas [vanidad] de gente joven, y más tarde un mal
hábito. Acaso el vino de Naumburgo tenga también la culpa de este agrio juicio. Para
creer que el vino alegra tendría yo que ser cristiano, es decir, creer lo que cabalmente
para mí es un absurdo. Cosa extraña, mientras que pequeñas dosis de alcohol, muy
diluidas, me ocasionan esa extremada destemplanza, yo me convierto casi en un marinero
cuando se trata de dosis fuertes. Ya de muchacho tenía yo en esto mi valentía. Escribir en
una sola vigilia nocturna una larga disertación latina y además copiarla en limpio, poniendo
en la pluma la ambición de imitar en rigor y concisión a mi modelo Salustio, y
derramar sobre mi latín un poco de grog del mayor calibre, esto era algo que, ya cuando
yo era alumno de la venerable Escuela de Pforta, no estaba reñido en absoluto con mi
fisiología, y acaso tampoco con la de Salustio, aunque sí, desde luego, con la venerable
Escuela de Pforta. Más tarde, hacia la mitad de mi vida, me decidí ciertamente, cada vez
con mayor rigor, en contra de cualquier bebida «espirituosa»: yo, adversario, por
experiencia, del régimen vegetariano, exactamente igual que Richard Wagner, que fue el
que me convirtió, no sabría aconsejar nunca con bastante seriedad la completa abstención
de bebidas alcohólicas a todas las naturalezas de espiritualidad superior. El agua basta.
Yo prefiero lugares en que por todas partes se tenga ocasión de beber de fuentes que
corran (Niza, Turín, Sils); un pequeño vaso marcha detrás de mí como un perro. In vino
veritas [en el vino está la verdad]: parece que también en esto me hallo una vez más en
desacuerdo con todo el mundo acerca del concepto de «verdad»; en mí el espíritu flota
sobre el agua. Todavía unas cuantas indicaciones sacadas de mi moral. Una comida fuerte
es más fácil de digerir que una demasiado pequeña. Que el estómago entre todo él en
actividad es el primer presupuesto de una buena digestión. Es preciso conocer la
capacidad del propio estómago. Por igual razón hay que desaconsejar aquellas aburridas
comidas que yo denomino banquetes sacrificiales interrumpidos, es decir, las hechas en la
table d'hóte [mesa común de las pensiones] No tomar nada entre comida y comida, no
beber café: el café ofusca. El té es beneficioso tan sólo por la mañana. Poco, pero muy
cargado; el té es muy perjudicial y estropea el día entero cuando es demasiado flojo,
aunque sea en un solo grado. Cada uno tiene en estos asuntos su propia medida, situada
de ordinario entre límites muy estrechos y delicados. En un clima muy excitante el té es
desaconsejable como primera bebida del día: debe comenzarse una hora antes con una
taza de chocolate espeso y desgrasado. Estar sentado el menor tiempo posible; no dar
crédito a ningún pensamiento que no haya nacido al aire libre y pudiendo nosotros
movernos con libertad, a ningún pensamiento en el cual no celebren una fiesta también
los músculos. Todos los prejuicios proceden de los intestinos. La carne sedentaria –ya lo
he dicho en otra ocasión– es el auténtico pecado contra el espíritu santo.
2
Con el problema de la alimentación se halla muy estrechamente ligado el problema del
lugar y del clima. Nadie es dueño de vivir en todas partes; y quien ha de solucionar
grandes tareas que exigen toda su fuerza tiene aquí incluso una elección muy restringida.
La influencia del clima sobre el metabolismo, sobre su retardación o su aceleración, llega
tan lejos que un desacierto en la elección del lugar y del clima no sólo puede alejar a
cualquiera de su tarea, sino llegar incluso a sustraérsela del todo: no consigue verla
jamás. El vigor animal no se ha hecho nunca en él lo bastante grande para alcanzar
aquella libertad desbordante que penetra hasta lo más espiritual y en la que alguien
conoce: esto sólo yo puedo hacerlo. Una inercia intestinal, aun muy pequeña, convertida
en un mal hábito basta para hacer de un genio algo mediocre, algo «alemán»; el clima
alemán, por sí solo, es suficiente para desalentar a intestinos robustos e incluso nacidos
para el heroísmo. El tempo [ritmo] del metabolismo mantiene una relación precisa con la
movilidad o la torpeza de los pies del espíritu; el «espíritu» mismo, en efecto, no es más
que una especie de ese metabolismo. Examinemos en qué lugares hay y ha habido
hombres ricos de espíritu, donde el ingenio, el refinamiento, la maldad formaban parte de
la felicidad, donde el genio tuvo su hogar de manera casi necesaria: todos ellos poseen un
aire magníficamente seco. París, la Provenza, Florencia, Jerusalén, Atenas... estos nombres
demuestran una cosa: el genio está condicionado por el aire seco, por el cielo puro,
es decir, por un metabolismo rápido, por la posibilidad de recobrar una y otra vez
cantidades grandes, incluso gigantescas, de fuerza. Tengo ante mis ojos un caso en que
un espíritu dotado de una constitución notable y libre se volvió estrecho, encogido, se
convirtió en un especialista y en un avinagrado, meramente por falta de finura de
instintos en asuntos climáticos. Y yo mismo habría acabado por poder convertirme en ese
caso si la enfermedad no me hubiera forzado a razonar, a reflexionar sobre la razón que
hay en la realidad. Ahora que, tras prolongada ejercitación, leo en mí mismo como en un
instrumento muy delicado y fiable los influjos de origen climático y meteorológico, y ya
en un pequeño viaje, de Turín a Milán por ejemplo, calculo fisiológicamente en mí la
variación de grados en la humedad del aire, pienso con terror en el hecho siniestro de que
mi vida, exceptuando estos diez últimos años, no ha transcurrido más que en lugares
falsos y realmente prohibidos para mí. Naumburgo, Schulpforta, Turingia en general,
Leipzig, Basilea… otros tantos lugares nefastos para mi fisiología. Si yo no tengo ni un
solo recuerdo agradable de mi infancia ni de mi juventud, sería una estupidez aducir aquí
las llamadas causas «morales», por ejemplo, la indiscutible falta de compañía adecuada,
pues esta falta existe ahora como ha existido siempre, sin que ella me impida ser jovial y
valiente. La ignorancia in physiologicis [en cuestiones de fisiología] –el maldito
«idealismo»– es la auténtica fatalidad en mi vida, lo superfluo y estúpido en ella, algo de
lo que no salió nada bueno y para lo cual no hay ninguna compensación, ningún
descuento. Por las consecuencias de este «idealismo» me explico yo todos los desaciertos,
todas las grandes aberraciones del instinto y todas las «modestias» que me han
apartado de la tarea de mi vida; así, por ejemplo, el haberme hecho filólogo; ¿por qué no,
al menos, médico o cualquier otra cosa que abra los ojos? En mi época de Basilea toda mi
dieta espiritual, incluida la distribución de la jornada, fue un desgaste completamente
insensato de fuerzas extraordinarias, sin tener una recuperación de ellas que cubriese de
alguna manera aquel consumo, sin siquiera reflexionar sobre el consumo y su compensación.
Faltaba todo cuidado de sí un poco más delicado, toda protección procedente de
un instinto que impartiese órdenes, era un equipararse a cualquiera, un «desinterés», un
olvidar la distancia propia, algo que no me perdonaré jamás. Cuando me encontraba casi
al final comencé a reflexionar, por el hecho de encontrarme así, sobre esta radical
sinrazón de mi vida. el «idealismo». la enfermedad fue lo que me condujo a la razón.
3
La elección en la alimentación; la elección de clima y lugar; la tercera cosa en la que por
nada del mundo es licito cometer un desacierto es la elección de la especie propia de recrearse.
También aquí los límites de lo permitido, es decir, de lo útil a un espíritu que sea
sui generis [peculiar] son estrechos, cada vez más estrechos. En mi caso toda lectura
forma parte de mis recreaciones: en consecuencia, forma parte de aquello que me libera a
mí de mí, que me permite ir a pasear por ciencias y almas extrañas, cosa que yo no tomo
ya en serio. La lectura me recrea precisamente de mi seriedad. En épocas de profundo
trabajo no se ve libro alguno cerca de mí; me guardaría bien de dejar hablar y aun menos
pensar a alguien cerca de mí. Y esto es lo que significaría, en efecto, leer. ¿Se ha
observado realmente que, en aquella profunda tensión a que el embarazo condena al
espíritu y, en el fondo, al organismo entero, ocurre que el azar, que toda especie de
estímulo venido de fuera influyen de un modo demasiado vehemente, «golpean» con
demasiada profundidad? Hay que evitar en lo posible el azar, el estímulo venido de fuera;
un emparedarse dentro de sí forma parte de las primeras corduras instintivas del
embarazo espiritual. ¿Permitiré que un pensamiento ajeno escale secretamente la pared?
Y esto es lo que significaría, en efecto, leer. A las épocas de trabajo y fecundidad sigue el
tiempo de recrearse: ¡acercaos, libros agradables, ingeniosos, inteligentes! ¿Serán libros
alemanes? Tengo que retroceder medio año para sorprenderme con un libro en la mano.
¿Cuál era? Un magnífico estudio de Víctor Brochard, Les Sceptiques Grecs [Los escépticos
griegos], en el que se utilizan mucho también mis Laertiana [Estudios sobre
Laercio] ¡Los escépticos, el único tipo respetable entre el pueblo de los filósofos, pueblo
de doble y hasta de quíntuple sentido! Por lo demás, casi siempre me refugio en los
mismos libros, un número pequeño en el fondo, que han demostrado estar hechos precisamente
para mí. Acaso no esté en mi naturaleza el leer muchas y diferentes cosas: una sala
de lectura me pone enfermo. Tampoco está en mi naturaleza el amar muchas o diferentes
cosas. Cautela, incluso hostilidad contra libros nuevos forman parte de mi instinto, antes
que «tolerancia», largeur de cceur [amplitud de corazón] y cualquier otro «amor al prójimo
» En el fondo yo retorno una y otra vez a un pequeño número de franceses antiguos:
creo únicamente en la cultura francesa y considero un malentendido todo lo demás que en
Europa se autodenomina «cultura», para no hablar de la cultura alemana. Los pocos casos
de cultura elevada que yo he encontrado en Alemania eran todos de procedencia francesa,
ante todo la señora Cósima Wagner, la primera voz, con mucho, en cuestiones de gusto
que yo he oído. El que a Pascal no lo lea, sino que lo ame como a la más instructiva
víctima del cristianismo, asesinado con lentitud, primero corporalmente, después
psicológicamente, cual corresponde a la entera lógica de esa forma horrorosa entre todas
de inhumana crueldad; el que yo tenga en mi espíritu, ¡quién sabe!, acaso también en mi
cuerpo algo de la petulancia de Montaigne; el que mi gusto de artista no defienda sin
rabia los nombres de Molière, Corneille y Racine contra un genio salvaje como
Shakespeare: esto no excluye, en definitiva, el que también los franceses recentísimos
sean para mí una compañía encantadora. No veo en absoluto en qué siglo de la historia
resultaría posible pescar de un solo golpe psicólogos tan curiosos y a la vez tan delicados
como en el París de hoy: menciono como ejemplos –pues su número no es pequeño-- a
los señores Paul Bourget, Pierre Loti, Gyp, Meilhac, Anatole France, Jules Lemaitre, o,
para destacar a uno de la raza fuerte, un auténtico latino, al que quiero especialmente,
Guy de Maupassant. Dicho entre nosotros, prefiero esta generación incluso a sus grandes
maestros, todos los cuales están corrompidos por la filosofía alemana: el señor Taine, por
ejemplo, por Hegel, al que debe su incomprensión de grandes hombres y de grandes
épocas. A donde llega Alemania, corrompe la cultura. La guerra es lo que ha «redimido»
al espíritu en Francia. Stendhal, uno de los más bellos azares de mi vida –pues todo lo
que en ella hace época lo ha traído hasta mí el azar, nunca una recomendación– es totalmente
inapreciable, con su anticipador ojo de psicólogo, con su garra para los hechos,
que trae al recuerdo la cercanía del gran realista (ex ungue Napoleonem [por la uña se
reconoce a Napoleón;]) y finalmente, y no es lo de menos, en cuanto ateísta honesto, una
especie escasa y casi inencontrable en Francia –sea dicho esto en honor de Prosper
Mérimée ¿Acaso yo mismo estoy un poco envidioso de Stendhal? Me quitó el mejor
chiste de ateísta, un chiste que precisamente yo habría podido hacer: «La única disculpa
de Dios es que no existe.» Yo mismo he dicho en otro lugar: ¿cuál ha sido hasta ahora la
máxima objeción contra la existencia? Dios.
4
El concepto supremo del lírico me lo ha proporcionado Heinrich Heine. En vano busco
en los imperios todos de los milenios una música tan dulce y tan apasionada. Él poseía
aquella divina maldad sin la cual soy yo incapaz de imaginarme lo perfecto; yo estimo el
valor de hombres, de razas, por el grado de necesidad con que no pueden concebir a Dios
separado del sátiro. ¡Y cómo maneja el alemán! Alguna vez se dirá que Heine y yo
hemos sido, a gran distancia, los primeros virtuosos de la lengua alemana, a una incalculable
lejanía de todo lo que simples alemanes han hecho con ella. Yo debo tener
necesariamente una afinidad profunda con el Manfredo de Byron: todos esos abismos los
he encontrado dentro de mí, a los trece años ya estaba yo maduro para esa obra. No tengo
una palabra, sólo una mirada, para quienes se atreven a pronunciar la palabra Fausto en
presencia del Manfredo. Los alemanes son incapaces de todo concepto de grandeza:
prueba, Schumann. Propiamente por rabia contra este empalagoso sajón he compuesto yo
una anti-obertura para el Manfredos, de la cual dijo Hans von Bülow que no había visto
jamás nada igual en papel de música: que era un estupro cometido con Euterpe. Cuando
busco mi fórmula suprema para definir a Shakespeare, siempre encuentro tan sólo la de
haber concebido el tipo de César. Algo así no se adivina, se es o no se es. El gran poeta se
nutre únicamente de su realidad, hasta tal punto que luego no soporta ya su obra. Cuando
he echado una mirada a mi Zaratustra, me pongo después a andar durante media hora de
un lado para otro de mi cuarto, incapaz de dominar una insoportable convulsión de
sollozos. No conozco lectura más desgarradora que Shakespeare: ¡cuánto tiene que haber
sufrido un hombre para necesitar hasta tal grado ser un bufón! ¿Se comprende el Hamlet?
No la duda, la certeza es lo que vuelve loco. Pero para sentir así es necesario ser
profundo, ser abismo, ser filósofo. Todos nosotros tenemos miedo de la verdad. Y, lo
confieso: instintivamente estoy seguro y cierto de que lord Bacon es el iniciador, el autotorturador
experimental de esta especie de literatura, la más siniestra de todas: ¿qué me
importa la miserable charlatanería de esas caóticas y planas cabezas norteamericanas?
Pero la fuerza para el realismo más poderoso de la visión no sólo es compatible con la
más poderosa fuerza para la acción, para lo monstruoso de la acción, para el crimen, los
presupone incluso. No conocemos, ni de lejos, suficientes cosas de lord Bacon, el primer
realista en todo sentido grande de esta palabra, para saber todo lo que él ha hecho, lo que
él ha querido, lo que él ha experimentado dentro de sí. Y ¡al diablo, señores críticos!
Suponiendo que yo hubiera bautizado mi Zaratustra con un nombre ajeno, el de Richard
Wagner por ejemplo, la perspicacia de dos milenios no habría bastado para adivinar que
el autor de Humano, demasiado humano es el visionario del Zaratustra.
5
Ahora que estoy hablando de las recreaciones de mi vida necesito decir una palabra para
expresar mi gratitud por aquello que, con mucho, más profunda y cordialmente me ha recreado.
Esto ha sido, sin ninguna duda, el trato íntimo con Richard Wagner. Doy por
poco el resto de mis relaciones humanas; mas por nada del mundo quisiera yo apartar de
mi vida los días de Tribschen, días de confianza, de jovialidad, de azares sublimes, de
instantes profundos. No sé las vivencias que otros habrán tenido con Wagner: sobre
nuestro cielo no pasó jamás nube alguna. Y con esto vuelvo una vez más a Francia; no
tengo argumentos, tengo simplemente una mueca de desprecio contra los wagnerianos et
hocgenus omne [y toda esa gente] que creen honrar a Wagner encontrándolo semejante a
sí mismos. Dado que yo soy extraño, en mis instintos más profundos, a todo lo que es
alemán, hasta el punto de que la mera proximidad de una persona alemana me retarda la
digestión, el primer contacto con Wagner fue también el primer respiro libre en mi vida:
lo sentí, lo veneré como tierra extranjera, como antítesis, como viviente protesta contra
todas las «virtudes alemanas» Nosotros, los que respiramos de niños el aire cenagoso de
los años cincuenta, somos por necesidad pesimistas respecto al concepto de «alemán»;
nosotros no podemos ser otra cosa que revolucionarios, nosotros no admitiremos ningún
estado de cosas en que domine el santurrón. Me es completamente indiferente el que el
santurrón represente hoy la comedia vestido con colores distintos, el que se vista de
escarlata o se ponga uniformes de húsar. ¡Bien! Wagner era un revolucionario; huía de
los alemanes. Quien es artista no tiene, en cuanto tal, patria alguna en Europa excepto en
París; la délicatesse [delicadeza] en todos los cinco sentidos del arte presupuesta por el
arte de Wagner, la mano para las nuances [matices], la morbosidad psicológica se
encuentran únicamente en París. En ningún otro sitio se tiene esa pasión en cuestiones de
forma, esa seriedad en la mise en scène [puesta en escena] es la seriedad parisiense par
excellence. En Alemania no se tiene ni la menor idea de la gigantesca ambición que
alienta en el alma de un artista parisiense. El alemán es bondadoso, Wagner no lo era en
absoluto. Pero ya he dicho bastante (en Más allá del bien y del mal, pp. 256 s.) sobre cuál
es el sitio a que Wagner corresponde, sobre quiénes son sus parientes más próximos: es el
tardío romanticismo francés, aquella especie arrogante y arrebatadora de artistas como
Delacroix, como Berlioz, con un fond [fondo] de enfermedad, de incurabilidad en su ser,
puros fanáticos de la expresión, virtuosos de arriba abajo... ¿Quién fue el primer
partidario inteligente de Wagner? Charles Baudelaire, el primero también en entender a
Delacroix, Baudelaire, aquel décadent típico, en el que se ha reconocido una generación
entera de artistas, acaso él haya sido también el último. ¿Lo que no le he perdonado
nunca a Wagner? El haber condescendido con los alemanes, el haberse convertido en
alemán del Reich. A donde Alemania llega, corrompe la cultura.
6
Teniendo en cuenta unas cosas y otras yo no habría soportado mi juventud sin música
wagneriana. Pues yo estaba condenado a los alemanes. Cuando alguien quiere escapar a
una presión intolerable necesita hachís. Pues bien, yo necesitaba Wagner. Wagner es el
contraveneno par excellence de todo lo alemán –veneno– no lo niego. Desde el instante
en que hubo una partitura para piano del Tristán –¡muchas gracias, señor Von Bulow!–
fui wagneriano. Las obras anteriores de Wagner las consideraba situadas por debajo de
mí, demasiado vulgares todavía, demasiado «alemanas». Pero aún hoy busco una obra
que posea una fascinación tan peligrosa, una infinitud tan estremecedora y dulce como el
Tristán; en vano busco en todas las artes. Todas las cosas peregrinas de Leonardo da
Vinci pierden su encanto a la primera nota del Tristán. Esta obra es absolutamente el non
plus ultra de Wagner; con Los Maestros Cantores y con El Anillo descansó de ella.
Volverse más sano: esto es un paso atrás en una naturaleza como Wagner. Considero una
suerte de primer rango el haber vivido en el momento oportuno y el haber vivido
cabalmente entre alemanes para estar maduro para esta obra: tan lejos llega en mí la
curiosidad del psicólogo. Pobre es el mundo para quien nunca ha estado lo bastante
enfermo para gozar de esa «voluptuosidad del infierno»: está permitido, está casi
mandado emplear aquí una fórmula de los místicos. Pienso que yo conozco mejor que
nadie las hazañas gigantescas que Wagner es capaz de realizar, los cincuenta mundos de
extraños éxtasis para volar hacia los cuales nadie excepto él ha tenido alas; y como soy lo
bastante fuerte para transformar en ventaja para mí incluso lo más problemático y
peligroso, haciéndome así más fuerte, llamo a Wagner el gran benefactor de mi vida.
Aquello en que somos afines, el haber sufrido, también uno a causa del otro, más
hondamente de lo que hombres de este siglo serían capaces de sufrir, volverá a unir nuestros
nombres eternamente; y así como es cierto que entre alemanes Wagner no es más
que un malentendido, así es cierto que también yo lo soy y lo seré siempre. ¡Dos siglos de
disciplina psicológica y artística primero, señores alemanes! Pero una cosa así no se
recupera.
7
Voy a decir todavía unas palabras para los oídos más selectos: qué es lo que yo quiero en
realidad de la música. Que sea jovial y profunda, como un mediodía de octubre. Que sea
singular, traviesa, tierna, una dulce mujercita llena de perfidia y encanto. No admitiré
nunca que un alemán pueda saber lo que es música. Los llamados músicos alemanes, ante
todo los más grandes, son extranjeros, eslavos, croatas, italianos, holandeses o judíos; en
caso contrario, alemanes de la raza fuerte, alemanes extintos, como Heinrich Schütz,
Bach y Händel. Yo mismo continúo siendo demasiado polaco para dar todo el resto de la
música por Chopin: exceptúo, por tres razones, el Idilio de Sigfredo, de Wagner, acaso
también a Listz, que sobrepuja a todos los músicos en los acentos aristocráticos de la
orquesta; y por fin, además, todo lo que ha nacido más allá de los Alpes, más acá. Yo no
sabría pasarme sin Rossini y aun menos sin lo que constituye mi sur en la música, la
música de mi maestro veneciano Pietro Gasti. Y cuando digo más acá de los Alpes,
propiamente digo sólo Venecia. Cuando busco otra palabra para decir música, encuentro
siempre tan sólo la palabra Venecia. No sé hacer ninguna diferencia entre lágrimas y
música, no sé pensar la felicidad, el sur, sin estremecimientos de pavor.
Junto al puente me hallaba
hace un instante en la grisácea noche.
Desde lejos un cántico venía:
gotas de oro rodaban una a una
sobre la temblorosa superficie.
Todo, góndolas, luces y la música
ebrio se deslizaba hacia el crepúsculo.
Instrumento de cuerda, a sí mi alma,
de manera invisible conmovida,
en secreto cantábase, temblando
ante los mil colores de su dicha,
una canción de góndola.
¿Alguien había que escuchase a mi alma?
8
En todo esto –en la elección de alimentos, de lugar y clima, de recreaciones– reina un
instinto de auto conservación que se expresa de la manera más inequívoca en forma de
instinto de autodefensa. Muchas cosas no verlas, no oírlas, no dejar que se nos acerquen;
primera cordura, primera prueba que no se es un azar, sino una necesidad. La palabra
corriente para expresar tal instinto de autodefensa es gusto. Su imperativo no sólo ordena
decir no allí donde el sí representaría un «desinterés», sino también decir “no” lo menos
posible. Separarse, alejarse de aquello a lo cual haría falta decir no una y otra vez. La
razón en esto está en que los gastos defensivos, incluso los muy pequeños, si se
convierten en regla, en hábito, determinan un empobrecimiento extraordinario y
completamente superfluo. Nuestros grandes gastos son los gastos pequeños y
pequeñísimos. El rechazar, el no dejar acercarse a las cosas, es un gasto –no haya engaño
en esto–, una fuerza derrochada en finalidades negativas. Simplemente por la continua
necesidad de defenderse puede uno llegar a volverse tan débil que ya no pueda
defenderse. Supongamos que yo saliese de casa y encontrase, en vez del tranquilo y
aristocrático Turín, la pequeña ciudad alemana: mi instinto tendría que bloquearse para
rechazar todo lo que en él penetraría de ese mundo aplastado y cobarde. O que encontrase
la gran ciudad alemana, ese vicio hecho edificios, un lugar en donde nada crece, en donde
toda cosa, buena o mala, ha sido traída de fuera. ¿No tendría yo que convertirme en un
erizo? Pero tener púas es una dilapidación, incluso un lujo doble, cuando somos dueños
de no tener púas, sino manos abiertas.
Otra listeza y autodefensa consiste en reaccionar las menos veces posibles y en eludir las
situaciones y condiciones en que se estaría condenado a exhibir, por así decirlo, la propia
«libertad», la propia iniciativa, y a convertirse en un mero reactivo. Tomo como imagen
el trato con los libros. El docto, que en el fondo no hace ya otra cosa que «revolver»
libros –el filólogo corriente, unos doscientos al día–, acaba por perder íntegra y
totalmente la capacidad de pensar por cuenta propia. Si no revuelve libros, no piensa.
Responde a un estímulo (un pensamiento leído) cuando piensa, al final lo único que hace
ya es reaccionar. El docto dedica toda su fuerza a decir sí y a decir no, a la crítica de
cosas ya pensada; él mismo ya no piensa. El instinto de autodefensa se ha reblandecido
en él; en caso contrario, se defendería contra los libros. El docto, un décadent. Esto lo he
visto yo con mis propios ojos: naturalezas bien dotadas, con una constitución rica y libre,
ya a los treinta años «leídas hasta la ruina», reducidas ya a puras cerillas, a las que es
necesario frotar para que den chispas –«pensamiento»– Muy temprano, al amanecer el
día, en la frescura, en la aurora de su fuerza, leer un libro; ¡a esto yo lo califico de
vicioso!
9
En este punto no es posible eludir ya el dar la auténtica respuesta a la pregunta de cómo
se llega a ser lo que se es. Y con ello rozo la obra maestra en el arte de la auto
conservación, del egoísmo. Suponiendo, en efecto, que la tarea, la destinación, el destino
de la tarea supere en mucho la medida ordinaria, ningún peligro sería mayor que el
enfrentarse cara a cara ante esa tarea. El llegar a ser lo que se es presupone el no
barruntar ni de lejos lo que se es. Desde este punto de vista tienen su sentido y valor
propios incluso los desaciertos de la vida, los momentáneos caminos secundarios y
errados, los retrasos, las «modestias», la seriedad dilapidada en tareas situadas más allá
de la tarea. En todo esto puede expresarse una gran cordura, incluso la cordura más alta:
cuando el nosce te ipsum [conócete a ti mismo] sería la receta para perecer, entonces el
olvidarse, el malentenderse, el empequeñecerse, el estrecharse, el mediocrizarse se
transforman en la razón misma. Expresado de manera moral: amar al prójimo, vivir para
otros y para otra cosa pueden ser la medida de defensa para conservar la más dura
“mismidad”. Es éste el caso excepcional en que, contra mi regla y mi convencimiento,
me incliné por los impulsos «desinteresados»: ellos trabajan aquí al servicio del egoísmo,
de la cría de un ego. Es preciso mantener la superficie de la conciencia; la conciencia es
una superficie limpia de cualquiera de los grandes imperativos. ¡Cuidado incluso con
toda palabra grande, con toda gran actitud! Puros peligros de que el instinto «se entiende»
demasiado pronto. Entretanto sigue creciendo en la profundidad la «idea» organizadora,
la idea llamada a dominar, comienza a dar órdenes, nos saca lentamente, con su guía, de
los caminos secundarios y equivocados, prepara cualidades y capacidades singulares que
alguna vez demostrarán ser indispensables como medios para el todo, ella va
configurando una tras otra todas las facultades subalternas antes de dejar oír algo de la
tarea dominante, de la «meta», la «finalidad», el «sentido». Contemplada en este aspecto,
mi vida es sencillamente prodigiosa. Para la tarea de una transvaloración de los valores
eran tal vez necesarias más facultades que las que jamás han coexistido en un solo
individuo, sobre todo también antítesis de facultades, sin que a éstas les fuera lícito
estorbarse unas a otras, destruirse mutuamente. Jerarquía de las facultades; distancia; el
arte de separar sin enemistar; no mezclar nada, no «conciliar» nada; una multiplicidad
enorme, que es, sin embargo, lo contrario del caos, ésta fue la condición previa, el trabajo
y el arte prolongados y secretos de mi instinto. Su alto patronato se mostró tan fuerte que
yo en ningún caso he barruntado siquiera lo que en mí crece, y así todas mis fuerzas
aparecieron un día súbitas, maduras, en su perfección última. En mi recuerdo falta el que
yo me haya esforzado alguna vez, no es posible detectar en mi vida rasgo alguno de
lucha, yo soy la antítesis de una naturaleza heroica. «Querer» algo, «aspirar» a algo,
proponerse una «finalidad», un «deseo», nada de esto lo conozco yo por experiencia propia.
Todavía en este instante miro hacia mi futuro –¡un vasto futuro!– como hacia un mar
liso: ningún deseo se encrespa en él. No tengo el menor deseo de que algo se vuelva
distinto de lo que es; yo mismo no quiero volverme distinto. Pero así he vivido siempre.
No he tenido ningún deseo. ¡Soy alguien que, habiendo cumplido ya los cuarenta y cuatro
años, puede decir que no se ha esforzado jamás por poseer honores, mujeres, dinero! No
es que me hayan faltado. Así, por ejemplo, un día fui catedrático de Universidad –nunca
había pensado ni de lejos en cosa semejante, pues entonces apenas tenía yo veinticuatro
años. Y así un día fui, dos años antes, filólogo: en el sentido de que mi primer trabajo
filológico, mi comienzo en todos los aspectos, me fue solicitado por mi maestro Ritschl"
para publicarlo en su Rheinisches Museum (Ritschl –lo digo con veneración–, el único
docto genial que me ha sido dado conocer hasta hoy. Él poseía aquella agradable
corrupción que nos distingue a los de Turingia y con la que incluso un alemán se vuelve
simpático: - nosotros, para llegar a la verdad, continuamos prefiriendo los caminos
tortuosos. Con estas palabras no quisiera en absoluto haber infravalorado a mi cercano
paisano, el inteligente Leopold von Ranke.
10
En este punto hace falta una gran reflexión. Se me preguntará cuál es la auténtica razón
de que yo haya contado todas estas cosas pequeñas y, según el juicio tradicional,
indiferentes; al hacerlo me perjudico a mí mismo, tanto más si estoy destinado a
representar grandes tareas. Respuesta: estas cosas pequeñas –alimentación, lugar, clima,
recreación, toda la casuística del egoísmo– son inconcebiblemente más importantes que
todo lo que hasta ahora se ha considerado importante. Justo aquí es preciso comenzar a
cambiar lo aprendido. Las cosas que la humanidad ha tomado en serio hasta este
momento no son ni siquiera realidades, son meras imaginaciones o, hablando con más
rigor, mentiras nacidas de los instintos malos de naturalezas enfermas, de naturalezas
nocivas en el sentido más hondo; todos los conceptos «Dios», «alma», «virtud»,
«pecado», «más allá», «verdad», «vida eterna». Pero en esos conceptos se ha buscado la
grandeza de la naturaleza humana, su «divinidad». Todas las cuestiones de la política, del
orden social, de la educación han sido hasta ahora falseadas íntegra y radicalmente por el
hecho de haber considerado hombres grandes a los hombres más nocivos, por el hecho de
haber aprendido a despreciar las cosas «pequeñas», quiero decir los asuntos fundamentales
de la vida misma. Nuestra cultura actual es ambigua en sumo grado. ¡El emperador
alemán pactando con el Papa, como si el Papa no fuera el representante de la enemistad
mortal contra la vida! Lo que hoy se construye ya no se tiene en pie al cabo de tres años.
Si me mido por lo que yo puedo hacer, para no hablar de lo que viene detrás de mí, una
subversión, una construcción sin igual, tengo más derecho que ningún otro mortal a la
palabra grandeza. Y si me comparo con los hombres a los que hasta ahora se ha honrado
como a los hombres primeros, la diferencia es palpable. A estos presuntos «primeros» yo
no los considero siquiera hombres, para mí son desecho de la humanidad, engendros de
enfermedad y de instintos vengativos: son simplemente monstruos funestos y, en el
fondo, incurables, que se vengan de la vida. Yo quiero ser la antítesis de ellos: mi
privilegio consiste en poseer la suprema finura para percibir todos los signos de instintos
sanos. Falta en mí todo rasgo enfermizo; yo no he estado enfermo ni siquiera en épocas
de grave enfermedad; en vano se buscará en mi ser un rasgo de fanatismo. No podrá
demostrarse, en ningún instante de mi vida, actitud alguna arrogante o patética. El pathos
de la afectación no corresponde a la grandeza; quien necesita adoptar actitudes afectadas
es falso. ¡Cuidado con todos los hombres extravagantes! La vida se me ha hecho ligera, y
más ligera que nunca cuando exigió de mí lo más pesado. Quien me ha visto en los
setenta días de este otoño, durante los cuales he producido sencillamente, sin pausa, cosas
de primera categoría, que ningún hombre volverá a hacer después de mí, ni ha hecho
antes de mí, con una responsabilidad para con todos los siglos que me siguen, no habrá
percibido en mí rasgó alguno de tensión, antes bien una frescura y una jovialidad
exuberantes. Nunca he comido con sentimientos más agradables, no he dormido jamás
mejor. No conozco ningún otro modo de tratar con tareas grandes que el juego: éste es,
como indicio de la grandeza, un presupuesto esencial. La más mínima compulsión, el
gesto sombrío, cualquier tono duro en la garganta son, en su integridad, objeciones contra
la persona, ¡y mucho más contra su obra! No es lícito tener nervios. También el sufrir por
la soledad es una objeción; yo no he sufrido nunca más que por la «muchedumbre»... En
una época absurdamente temprana, a los siete años, ya sabía yo que nunca llegaría hasta
mí una palabra humana: ¿se me ha visto alguna vez ensombrecido por esto? Yo muestro
todavía hoy la misma afabilidad para con cualquiera, yo estoy incluso lleno de
distinciones para con los más humildes: en todo esto no hay ni una pizca de orgullo, de
secreto desprecio. Aquel a quien yo desprecio adivina que es despreciado por mí: con mi
mero existir ofendo a todo lo que tiene mala sangre en el cuerpo. Mi fórmula para
expresar la grandeza en el hombre es amor fati [amor al destino]: el no-querer que nada
sea distinto ni en el pasado ni en el futuro ni por toda la eternidad. No sólo soportar lo
necesario, y aun menos disimularlo –todo idealismo es mendacidad frente a lo necesario–
sino amarlo.
Por qué escribo libros tan buenos
1
Una cosa soy yo, otra cosa son mis escritos. Antes de hablar de ellos tocaré la cuestión de
si han sido comprendidos o incomprendidos. Lo hago con la dejadez que, de algún modo,
resulta apropiada, pues no ha llegado aún el tiempo de hacer esa pregunta. Tampoco para
mí mismo ha llegado aún el tiempo, algunos nacen póstumamente. Algún día se sentirá la
necesidad de instituciones en que se viva y se enseñe como yo sé vivir y enseñar; tal vez,
incluso, se creen entonces también cátedras especiales dedicadas a la interpretación del
Zaratustra. Pero estaría en completa contradicción conmigo mismo si ya hoy esperase yo
encontrar oídos y manos para mis verdades: que hoy no se me oiga, que hoy no se sepa
tomar nada de mí, eso no sólo es comprensible, eso me parece incluso lo justo. No quiero
ser confundido con otros, para ello, tampoco yo debo confundirme a mí mismo con otros.
Lo repito, en mi vida se puede señalar muy poco de «malvada voluntad»; tampoco de
«malvada voluntad» literaria podría yo narrar apenas caso alguno. En cambio, demasiado
de estupidez pura. Tomar en las manos un libro mío me parece una de las más raras
distinciones que alguien puede concederse, supongo incluso que para hacerlo se quitará
los guantes, para no hablar de las botas. Cuando en una ocasión el doctor Heinrich von
Stein se quejó honestamente de no entender una palabra de mi Zaratustra, le dije que me
parecía natural: haber comprendido seis frases de ese libro, es decir, haberlas vivido,
eleva a los mortales a un nivel superior a aquel que los hombres «modernos» podrían
alcanzar. Poseyendo este sentimiento de la distancia, ¡cómo podría yo ni siquiera desear
ser leído por los «modernos» que conozco! Mi triunfo es precisamente el opuesto del de
Schopenhauer: yo digo non legor, non legar [no soy leído, no seré leído]. No es que yo
quiera infravalorar la satisfacción que me ha producido muchas veces la inocencia con
que se ha dicho no a mis escritos. Todavía este verano, en una época en la cual con el
peso, con el excesivo peso de mi literatura, tal vez podría yo desnivelar la balanza con
todo el resto de la literatura, un catedrático de la Universidad de Berlín me dio a entender
benévolamente que debería servirme de una forma distinta, pues cosas así no las lee
nadie. Ultimamente no ha sido Alemania, sino Suiza, la que ha ofrecido los dos casos
extremos. Un artículo del doctor V Widmann publicado en el Bund sobre Más allá del
bien y del mal, con el título «El peligroso libro de Nietzsche», y una reseña global sobre
mis libros, escrita por el señor Karl Spitteler asimismo en el Bund, representan un
maximum en mi vida –me guardo de decir de qué. El último consideraba, por ejemplo, mi
Zaratustra como un «superior ejercicio de estilo» y expresaba el deseo de que en adelante
me ocupase también del contenido; el doctor Widmann me manifestaba su aprecio por el
valor con que me esfuerzo en abolir todos los sentimientos decentes. Por una pequeña
malicia del azar, en este artículo cada frase era, con una coherencia que he admirado, una
verdad puesta del revés: en el fondo bastaba con «transvalorar todos los valores» para
dar, incluso de un modo notable, a propósito de mí, en la cabeza del clavo, en lugar de
dar con un clavo en mi cabeza. Con tanto mayor motivo intento ofrecer una explicación.
En última instancia nadie puede escuchar en las cosas, incluidos los libros, más de lo que
ya sabe. Se carece de oídos para escuchar aquello a lo cual no se tiene acceso desde la vivencia.
Imaginémonos el caso extremo de que un libro no hable más que de vivencias
que, en su totalidad, se encuentran situadas más allá de la posibilidad de una experiencia
frecuente o, también, poco frecuente, de que sea el primer lenguaje para expresar una
serie nueva de experiencias. En este caso, sencillamente, no se oye nada, lo cual produce
la ilusión acústica de creer que donde no se oye nada no hay tampoco nada. Ésta es, en
definitiva, mi experiencia ordinaria y, si se quiere, la originalidad de mi experiencia.
Quien ha creído haber comprendido algo de mí, ése ha rehecho algo mío a su imagen, no
raras veces le ha salido lo opuesto a mí, por ejemplo un «idealista»; quien no había
entendido nada de mí negaba que yo hubiera de ser tenido siquiera en cuenta. La palabra
«superhombre», que designa un tipo de óptima constitución, en contraste con los hombres
«modernos», con los hombres «buenos», con los cristianos y demás nihilistas, una
palabra que, en boca de Zaratustra, el aniquilador de la moral, se convierte en una palabra
muy digna de reflexión, ha sido entendida casi en todas partes, con total inocencia, en el
sentido de aquellos valores cuya antítesis se ha manifestado en la figura de Zaratustra, es
decir, ha sido entendida como tipo «idealista» de una especie superior de hombre, mitad
«santo», mitad «genio». Otros doctos animales con cuernos me han achacado, por su
parte, darwinismo; incluso se ha redescubierto aquí el «culto de los héroes», tan
duramente rechazado por mí, de aquel gran falsario involuntario e inconsciente que fue
Carlyle. Y a una persona a quien le soplé al oído que debería buscar un Cesare Borgia
más bien que un Parsifal, no dio crédito a sus oídos. Habrá de perdonárseme el que yo no
sienta curiosidad alguna por las recensiones de mis libros, sobre todo por las de
periódicos. Mis amigos, mis editores lo saben y no me hablan de ese asunto. En un caso
especial tuve ocasión de ver con mis propios ojos todo lo que se había perpetrado contra
un solo libro mío: era Más allá del bien y del mal; sobre esto podría escribir toda una
historia. ¿Se creerá que la Nationalzeitung –un periódico prusiano, lo digo para mis
lectores extranjeros, pues yo no leo, con permiso, más que el Journal des Débats– ha
sabido ver en ese libro, con absoluta seriedad, un «signo de los tiempos», la auténtica y
verdadera filosofia de los Junker [hidalgos], para adoptar la cual sólo le faltaba a la
Kreuzzeitung coraje?
2
Esto iba dicho para alemanes, pues en todos los demás lugares tengo yo lectores, todos
ellos inteligencias selectas, caracteres probados, educados en altas posiciones y en
elevados deberes; tengo incluso verdaderos genios entre mis lectores. En Viena, en San
Petersburgo, en Estocolmo, en París y Nueva York –en todas partes estoy descubierto;
pero no en el país plano de Europa, Alemania. Y, lo confieso, me alegro aun más de mis
no-lectores, de aquellos que jamás han oído ni mi nombre ni la palabra filosofía; pero a
cualquier lugar que llego, aquí en Turín por ejemplo, todos los rostros se alegran y se
ponen benévolos al verme. Lo que más me ha lisonjeado hasta ahora es que algunas
viejas vendedoras de frutas no descansan hasta haber escogido para mí los racimos más
dulces de sus uvas. Hasta ese punto hay que ser filósofo. No en vano se dice que los
polacos son los franceses entre los eslavos. Una rusa encantadora no se engañará ni un
instante sobre mi origen. No consigo ponerme solemne, a lo más que llego es al
azoramiento. Pensar en alemán, sentir en alemán; yo puedo hacerlo todo, pero esto supera
mis fuerzas. Mi viejo maestro Ritschl llegó a afirmar que aun mis trabajos filológicos yo
los concebía como un romancier [novelista] parisiense, absurdamente excitantes. En el
propio París están asombrados de toutes mes audaces et finesses [todas mis audacias y
sutilezas] –la expresión es de Monsieur Taine–; temo que hasta en las formas supremas
del ditirambo se encuentre en mí un poco de aquella sal que nunca se vuelve fastidiosa –
«alemana»–, que haya en ellos esprit... Soy incapaz de obrar de otro modo. ¡Dios me
ayude! Amén. Todos nosotros sabemos, algunos lo saben incluso por experiencia propia,
qué es un animal de orejas largas. Bien, me atrevo a afirmar que yo tengo las orejas más
pequeñas que existen. Esto interesa no poco a las mujercitas, me parece que se sienten
comprendidas mejor por mí. Yo soy el antiasno par excellence y, por lo tanto, un
monstruo en la historia del mundo; yo soy, dicho en griego, y no sólo en griego, el
anticristo.
3
Yo conozco en cierta medida mis privilegios como escritor; en determinados casos puedo
documentar incluso hasta qué punto la familiaridad con mis escritos «corrompe» el gusto.
Sencillamente, no se soportan ya otros libros; y los que menos, los filosóficos. Es una
distinción sin igual penetrar en este mundo aristocrático y delicado, para hacerlo no es lícito
en absoluto ser alemán; es, en definitiva, una distinción que hay que haber merecido.
Pero quien es afín a mí por la altura del querer experimenta aquí verdaderos éxtasis del
aprender, pues yo vengo de alturas que ninguna ave ha sobrevolado jamás, yo conozco
abismos en los que todavía no se ha extraviado pie ninguno. Se me ha dicho que no es
posible dejar de la mano un libro mío, que yo perturbo aun el reposo nocturno. No existe
en absoluto una especie más orgullosa y, a la vez, más refinada de libros: acá y allá alcanzan
lo más alto que es posible alcanzar en la Tierra, el cinismo; hay que conquistarlos con
los dedos más delicados y asimismo con los puños más valientes. Toda decrepitud del
alma, incluso toda dispepsia excluye de ellos, de una vez por todas: hace falta no tener
nervios, hace falta tener un bajo vientre jovial. No sólo la pobreza, el aire rancio de un
alma excluye de ellos, y mucho más la cobardía, la suciedad, la secreta ansia de venganza
asentadas en los intestinos: una palabra mía saca a la luz todos los malos instintos. Entre
mis conocidos tengo varias cobayas en los cuales observo la diversa, la muy
instructivamente diversa reacción a mis escritos. Quien no quiere tener nada que ver con
su contenido, por ejemplo mis así llamados amigos, se vuelve «impersonal» al leerlos:
me felicita por haber llegado de nuevo «tan lejos», también habría, dice, un progreso en
una mayor jovialidad en el tono. Los «espíritus» completamente viciosos, las «almas
bellas», los mendaces de pies a cabeza, no saben en absoluto qué hacer con estos libros,
en consecuencia, los ven por debajo de sí, hermosa conclusión lógica de todas las «almas
bellas» El animal con cuernos entre mis conocidos, todos ellos alemanes, con perdón, me
da a entender que no siempre es de mi opinión, pero que, sin embargo, acá y allá, por
ejemplo. Esto lo he oído decir incluso del Zaratustra. De igual manera, todo
«feminismo» en el ser humano, también en el varón, es una barrera para llegar a mí:
jamás se entrará en este laberinto de conocimientos temerarios. Hace falta no haber sido
nunca complaciente consigo mismo, hace falta contar la dureza entre los hábitos propios
para encontrarse jovial y de buen humor entre verdades todas ellas duras. Cuando me
represento la imagen de un lector perfecto, siempre resulta un monstruo de coraje y de
curiosidad y, además, una cosa dúctil, astuta, cauta, un aventurero y un descubridor nato.
Por fin: mejor que lo he dicho en el Zaratustra no sabría yo decir para quién únicamente
hablo en el fondo; La quién únicamente quiere contar él su enigma?
A vosotros, los audaces buscadores e indagadores, y a quienquiera que alguna vez se
haya lanzado con astutas velas a mares terribles, - a vosotros los ebrios de enigmas, que
gozáis con la luz del crepúsculo, cuyas almas son atraídas con flautas a todos los abismos
laberínticos: pues no queréis, con mano cobarde, seguir a tientas un hilo; y allí donde
podéis adivinar, odiáis el deducir.
4
Voy a añadir ahora algunas palabras generales sobre mi arte del estilo. Comunicar un
estado, una tensión interna de pathos, por medio de signos, incluido el tempo [ritmo] de
esos signos, tal es el sentido de todo estilo; y teniendo en cuenta que la multiplicidad de
los estados interiores es en mí extraordinaria, hay en mí muchas posibilidades del estilo,
el más diverso arte del estilo de que un hombre ha dispuesto nunca. Es bueno todo estilo
que comunica realmente un estado interno, que no yerra en los signos, en el tempo de los
signos, en los gestos –todas las leyes del período son arte del gesto. Mi instinto es aquí
infalible. Buen estilo en sí; una pura estupidez, mero «idealismo», algo parecido a lo
«bello en sí», a lo «bueno en sí», a la «cosa en sí». Dando siempre por supuesto que haya
oídos, que haya hombres capaces y dignos de tal pathos, que no falten aquellos hombres
con los que es lícito comunicarse. Por ejemplo, mi Zaratustra busca todavía ahora esos
hombres –¡ay!, ¡tendrá que buscarlos aún por mucho tiempo! Es necesario ser digno de
oírlo. Y hasta entonces no habrá nadie que comprenda el arte que aquí se ha prodigado:
jamás nadie ha podido derrochar tantos medios artísticos nuevos, inauditos, creados en
realidad por vez primera para esta circunstancia. Quedaba por demostrar que era posible
tal cosa precisamente en lengua alemana: yo mismo, antes, lo habría rechazado con la
mayor dureza. Antes de mí no se sabe lo que es posible hacer con la lengua alemana lo
que, en absoluto, es posible hacer con la lengua. El arte del gran ritmo, el gran estilo de
los períodos para expresar un inmenso arriba y abajo de pasión sublime, de pasión
sobrehumana, yo he sido el primero en descubrirlo; con un ditirambo como el último del
tercer Zaratustra, titulado «Los siete sellos», he volado miles de millas más allá de todo
lo que hasta ahora se llamaba poesía.
5
Que en mis escritos habla un psicólogo sin igual, tal vez sea ésta la primera conclusión a
que llega un buen lector, un lector como yo lo merezco, que me lea como los buenos filólogos
de otros tiempos leían a su Horacio. Las tesis sobre las cuales está de acuerdo en el
fondo todo el mundo, para no hablar de los filósofos de todo el mundo, los moralistas y
otras cazuelas vacías, cabezas de repollo, aparecen en mí como ingenuidades del
desacierto; por ejemplo, aquella creencia de que «no egoísta» y «egoísta» son términos
opuestos, cuando en realidad el ego [yo] mismo no es más que una «patraña superior», un
«ideal». No hay ni acciones egoístas ni acciones no-egoístas: ambos conceptos son un
contrasentido psicológico. O la tesis «el hombre aspira a la felicidad». O la tesis «la
felicidad es la recompensa de la virtud». O la tesis «placer y displacer son términos
contrapuestos». La Circe de la humanidad, la moral, ha falseado –moralizado– de pies a
cabeza todos los asuntos psicológicos hasta llegar a aquel horrible contrasentido de que el
amor debe ser algo «no-egoísta». Es necesario estar firmemente asentado en sí mismo, es
necesario apoyarse valerosamente sobre las propias piernas, pues de otro modo no es
posible amar. Esto lo saben demasiado bien, en definitiva, las mujercitas: no saben qué
diablos hacer con hombres desinteresados, con hombres meramente objetivos. ¿Me es
lícito atreverme a expresar de paso la sospecha de que yo conozco a las mujercitas? Esto
forma parte de mi dote dionisiaca. ¿Quién sabe? Tal vez sea yo el primer psicólogo de lo
eterno femenino. Todas ellas me aman –una vieja historia– descontando las mujercitas
lisiadas, las «emancipadas», a quienes les falta la herramienta para tener hijos. Por
fortuna, yo no tengo ningún deseo de dejarme desgarrar: la mujer perfecta desgarra
cuando ama. Conozco a esas amables ménades. ¡Ay, qué peligrosos, insinuantes,
subterráneos animalillos de presa!, ¡y tan agradables además! Una mujercita que persigue
su venganza sería capaz de atropellar al destino mismo. La mujer es indeciblemente más
malvada que el hombre, también más lista; la bondad en la mujer es ya una forma de
degeneración. Hay en el fondo de todas las denominadas «almas bellas» un defecto
fisiológico, no lo digo todo, pues de otro modo me volvería medio cínico. La lucha por la
igualdad de derechos es incluso un síntoma de enfermedad: todo médico lo sabe. Cuanto
más mujer es la mujer, tanto más se defiende con manos y pies contra los derechos en
general: el estado natural, la guerra eterna entre los sexos, le otorga con mucho el primer
puesto. ¿Se ha tenido oídos para escuchar mi definición del amor? Es la única digna de
un filósofo. Amor, en sus medios la guerra, en su fondo el odio mortal de los sexos. ¿Se
ha oído mi respuesta a la pregunta sobre cómo se cura a una mujer, sobre cómo se la
«redime»? Se le hace un hijo. La mujer necesita hijos, el varón no es nunca nada más que
un medio, así habló Zaratustra. «Emancipación de la mujer», esto representa el odio instintivo
de la mujer mal constituida, es decir, incapaz de procrear, contra la mujer bien
constituida; la lucha contra el «varón» no es nunca más que un medio, un pretexto, una
táctica. Al elevarse a sí misma como «mujer en sí», como «mujer superior», como «mujer
idealista», quiere rebajar el nivel general de la mujer; ningún medio más seguro para esto
que estudiar bachillerato, llevar pantalones y tener los derechos políticos del animal
electoral. En el fondo las mujeres emancipadas son las anarquistas en el mundo de lo
«eterno femenino», las fracasadas, cuyo instinto más radical es la venganza. Todo un
género del más maligno «idealismo» –que, por lo demás, también se da entre varones,
por ejemplo en Henrik Ibsen, esa típica soltera vieja– tiene como meta envenenar la
buena conciencia, lo que en el amor sexual es naturaleza. Y para no dejar ninguna duda
sobre mi mentalidad, tan honnéte [honesta] como rigurosa a este propósito, voy a exponer
otra proposición de mi código moral contra el vicio; bajo el nombre de vicio yo combato
toda clase de contranaturaleza o, si se aman las bellas palabras, de idealismo. El principio
dice así: «La predicación de la castidad es una incitación pública a la contranaturaleza.
Todo desprecio de la vida sexual, toda impurificación de esa vida con el concepto de
"impuro", es el auténtico pecado contra el espíritu santo de la vida».
6
Para dar una idea de mí como psicólogo recojo aquí un curioso fragmento de sicología
que aparece en Más allá del bien y del mal. Prohíbo, por lo demás, toda conjetura acerca
de quién es el descrito por mí en este pasaje. «El genio del corazón, tal como lo posee
aquel gran oculto, el dios-tentador y cazarratas nato de las conciencias, cuya voz sabe
descender hasta el inframundo de toda alma, que no dice una palabra, no lanza una
mirada en las que no haya un propósito y un guiño de seducción, de cuya maestría forma
parte el saber parecer y no aquello que él es, sino aquello que constituye, para quienes lo
siguen, una compulsión más para acercarse cada vez más a él, para seguirle de un modo
cada vez más íntimo y radical: el genio del corazón, que a todo lo que es ruidoso y se
complace en sí mismo lo hace enmudecer y le enseña a escuchar, que pule las almas
rudas y les da a gustar un nuevo deseo, el de estar quietas como un espejo, para que el
cielo profundo se refleje en ellas; el genio del corazón, que a la mano torpe y apresurada
le enseña a vacilar y a coger las cosas con mayor delicadeza, que adivina el tesoro oculto
y olvidado, la gota de bondad y de dulce espiritualidad escondida bajo el hielo grueso y
opaco y es una varita mágica para todo grano de oro que yació largo tiempo sepultado en
la prisión del mucho cieno y arena; el genio del corazón, de cuyo contacto todo el mundo
sale más rico, no agraciado y sorprendido, no beneficiado y oprimido como por un bien
ajeno, sino más rico de sí mismo, más nuevo que antes, removido, oreado y sonsacado
por un viento tibio, tal vez más inseguro, más delicado, más frágil, más quebradizo, pero
lleno de esperanzas que aún no tienen nombre, lleno de nueva voluntad y nuevo fluir,
lleno de nueva contravoluntad y nuevo refluir...»
El nacimiento de la tragedia
1
Para ser justos con El nacimiento de la tragedia (1872) será necesario olvidar algunas
cosas. Ha influido e incluso fascinado por lo que tenía de errado, por su aplicación al
wagnerismo, como si éste fuese un síntoma de ascensión. Este escrito fue, justo por ello,
un acontecimiento en la vida de Wagner: sólo a partir de aquel instante se pusieron
grandes esperanzas en su nombre. Todavía hoy se me recuerda a veces, en las discusiones
sobre Parsifal, que en realidad yo tengo sobre mi conciencia el hecho de que haya
prevalecido una opinión tan alta sobre el valor cultural de ese movimiento. He encontrado
muchas veces citado este escrito como El renacimiento de la tragedia en el espíritu de la
música; sólo se ha tenido oídos para percibir en él una nueva fórmula del arte, del
propósito, de la tarea de Wagner; en cambio no se oyó lo que de valioso encerraba en el
fondo ese escrito. «Grecia y el pesimismo», éste habría sido un título menos ambiguo; es
decir, una primera enseñanza acerca de cómo los griegos acabaron con el pesimismo, de
con qué lo superaron. Precisamente la tragedia es la prueba de que los griegos no fueron
pesimistas: Schopenhauer se equivocó aquí, como se equivocó en todo. Examinándolo
con cierta neutralidad, El nacimiento de la tragedia parece un escrito muy intempestivo:
nadie imaginaría que fue comenzado bajo los truenos de la batalla de Wörth. Yo medité a
fondo estos problemas ante los muros de Metz, en frías noches de septiembre, mientras
trabajaba en el servicio de sanidad; podría creerse más bien que la obra fue escrita
cincuenta años antes. Es políticamente indiferente –no «alemana», se dirá hoy–,
desprende un repugnante olor hegeliano, sólo en algunas fórmulas está impregnada del
amargo perfume cadavérico de Schopenhauer. Una «idea» –la antítesis dionisiaco y
apolíneo–, traspuesta a lo metafísico; la historia misma, vista como el desenvolvimiento
de esa «idea»; en la tragedia, la antítesis superada en unidad; desde esa óptica, cosas que
jamás se habían mirado cara a cara, puestas súbitamente frente a frente, iluminadas y
comprendidas unas por medio de otras. La ópera, por ejemplo, y la revolución. Las dos
innovaciones decisivas del libro son, por un lado, la comprensión del fenómeno
dionisiaco en los griegos: el libro ofrece la primera sicología de ese fenómeno, ve en él la
raíz única de todo el arte griego. Lo segundo es la comprensión del socratismo: Sócrates,
reconocido por vez primera como instrumento de la disolución griega, como décadent
típico. «Racionalidad» contra instinto. ¡La racionalidad a cualquier precio, como
violencia peligrosa, como violencia que socava la vida! En todo el libro, un profundo,
hostil silencio contra el cristianismo. Éste no es ni apolíneo ni dionisiaco; niega todos los
valores estéticos, los únicos valores que El nacimiento de la tragedia reconoce: el
cristianismo es nihilista en el más hondo sentido, mientras que en el símbolo dionisiaco
se alcanza el límite extremo de la afirmación. En una ocasión se alude a los sacerdotes
cristianos como una «pérfida especie de enanos», de «subterráneos».
2
Este comienzo es extremadamente notable. Yo había descubierto el único símbolo y la
única réplica de mi experiencia más íntima que la historia posee, justo por ello había sido
yo el primero en comprender el maravilloso fenómeno de lo dionisiaco. Asimismo, por el
hecho de reconocer a Sócrates como décadent había dado yo una prueba totalmente inequívoca
de que la seguridad de mi garra psicológica no es puesta en peligro por ninguna
idiosincrasia moral: la moral misma entendida como síntoma de décadence es una
innovación, una singularidad de primer rango en la historia del conocimiento. ¡Con estas
dos ideas había saltado yo muy alto por encima de la lamentable charlatanería, propia de
mentecatos, sobre optimismo contra pesimismo! Yo fui el primero en ver la auténtica
antítesis: el instinto degenerativo, que se vuelve contra la vida con subterránea avidez de
venganza ( el cristianismo, la filosofia de Schopenhauer, en cierto sentido ya la filosofía
de Platón, el idealismo entero, como formas típicas), y una fórmula de la afirmación
suprema, nacida de la abundancia, de la sobreabundancia, un decir sí sin reservas aun al
sufrimiento, aun a la culpa misma, aun a todo lo problemático y extraño de la existencia.
Este sí último, gozosísimo, exuberante, arrogantísimo dicho a la vida no es sólo la
intelección suprema, sino también la más honda, la más rigurosamente confirmada y
sostenida por la verdad y la ciencia. No hay que sustraer nada de lo que existe, nada es
superfluo; los aspectos de la existencia rechazados por los cristianos y otros nihilistas
pertenecen incluso a un orden infinitamente superior, en la jerarquía de los valores, que
aquello que el instinto de décadence pudo lícitamente aprobar, llamar bueno. Para captar
esto se necesita coraje y, como condición de él, un exceso de fuerza: pues nos acercamos
a la verdad exactamente en la medida en que al coraje le es lícito osar ir hacia delante,
exactamente en la medida de la fuerza. El conocimiento, el decir sí a la realidad, es para
el fuerte una necesidad, así como son una necesidad para el débil, bajo la inspiración de
su debilidad, la cobardía y la huida frente a la realidad, el «ideal». El débil no es dueño de
conocer: los décadents tienen necesidad de la mentira, ella es una de sus condiciones de
conservación. Quien no sólo comprende la palabra «dionisiaco», sino que se comprende a
sí mismo en ella, no necesita ninguna refutación de Platón, o del cristianismo, o de
Schopenhauer , huele la putrefacción.
3
En qué medida, justo con esto, había encontrado yo el concepto de lo «trágico» y había
llegado al conocimiento definitivo de lo que es la sicología de la tragedia, es cosa que he
vuelto a exponer últimamente en el Crepúsculo de los ídolos, p. 139. «El decir sí a la vida
incluso en sus problemas más extraños y duros; la voluntad de vida, regocijándose en su
propia inagotabilidad al sacrificar a sus tipos más altos, a eso fue a lo que yo llamé
dionisiaco, eso fue lo que yo adiviné como puente que lleva a la sicología del poeta
trágico. No para desembarazarse del espanto y la compasión, no para purificarse de un
afecto peligroso mediante una vehemente descarga de ese afecto –así lo entendió
Aristóteles– sino para, más allá del espanto y la compasión, ser nosotros mismos el eterno
placer del devenir, ese placer que incluye en sí también el placer de destruir». En este
sentido tengo derecho a considerarme el primer filósofo trágico, es decir, la máxima
antítesis y el máximo antípoda de un filósofo pesimista. Antes de mí no existe esta
transposición de lo dionisiaco a un pathos filosófico: falta la sabiduría trágica; en vano he
buscado indicios de ella incluso en los grandes griegos de la filosofía, los de los dos
siglos anteriores a Sócrates. Me ha quedado una duda con respecto a Heraclito, en cuya
cercanía siento más calor y me encuentro de mejor humor que en ningún otro lugar. La
afirmación del fluir y del aniquilar, que es lo decisivo en la filosofia dionisiaca, el decir sí
a la antítesis y a la guerra, el devenir, el rechazo radical incluso del concepto mismo de
«ser»; en esto tengo que reconocer, en cualquier circunstancia, lo más afín a mí entre lo
que hasta ahora se ha pensado. La doctrina del «eterno retorno», es decir, del ciclo
incondicional, infinitamente repetido, de todas las cosas, esta doctrina de Zaratustra
podría, en definitiva, haber sido enseñada también por Heraclito. Al menos la Estoa, que
ha heredado de Heraclito casi todas sus ideas fundamentales, conserva huellas de esa
doctrina.
4
En este escrito deja oír su voz una inmensa esperanza. Yo no tengo, en definitiva, motivo
alguno para renunciar a la esperanza de un futuro dionisiaco de la música. Adelantemos
nuestra mirada un siglo, supongamos que mi atentado contra los milenios de
contranaturaleza y de violación del hombre tiene éxito. Aquel nuevo partido de la vida
que tiene en sus manos la más grande de todas las tareas, la cría selectiva de la
humanidad, incluida la inexorable aniquilación de todo lo degenerado y parasitario, hará
posible de nuevo en la tierra aquella demasía de vida de la cual tendrá que volver a nacer
también el estado dionisiaco. Yo prometo una edad trágica: el arte supremo en el decir sí
a la vida, la tragedia, volverá a nacer cuando la humanidad tenga detrás de sí la
conciencia de las guerras más duras, pero más necesarias, sin sufrir por ello. A un
psicólogo le sería lícito añadir incluso que lo que en mis años jóvenes oí yo en la música
wagneriana no tiene nada que ver en absoluto con Wagner; que cuando yo describía la
música dionisiaca describía aquello que yo había oído, que yo tenía que trasponer y
transfigurar instintivamente todas las cosas al nuevo espíritu que llevaba dentro de mí. La
prueba de ello, tan fuerte como sólo una prueba puede serlo, es mi escrito Wagner en
Bayreuth: en todos los pasajes psicológicamente decisivos se habla únicamente de mí, es
lícito poner sin ningún reparo mi nombre o la palabra «Zaratustra» allí donde el texto
pone la palabra «Wagner». La entera imagen del artista ditirámbico es la imagen del
poeta preexistente del Zaratustra, dibujado con abismal profundidad y sin rozar siquiera
un solo instante la realidad wagneriana. Wagner mismo tuvo una noción de ello; no se
reconoció en aquel escrito. Asimismo, «el pensamiento de Bayreuth» se había
transformado en algo que no será un concepto enigmático para los conocedores de mi
Zaratustra, en aquel gran mediodía en que los elegidos entre todos se consagran a la más
grande de todas las tareas ¿quién sabe? La visión de una fiesta que yo viviré todavía. El
pathos de las primeras páginas pertenece a la historia universal; la mirada de que se habla
en la página séptima es la genuina mirada de Zaratustra; Wagner, Bayreuth, toda la
pequeña miseria alemana es una nube en la que se refleja un infinito espejismo del futuro.
Incluso psicológicamente, todos los rasgos de mi naturaleza propia están inscritos en la
de Wagner, la yuxtaposición de las fuerzas más luminosas y fatales, la voluntad de poder
como jamás hombre alguno la ha poseído, la valentía brutal en lo espiritual, la fuerza
ilimitada para aprender sin que la voluntad de acción quedase oprimida por ello. Todo en
este escrito es un presagio: la cercanía del retorno del espíritu griego, la necesidad de
Antialejandros que vuelvan a atar el nudo gordiano de la cultura griega, después de que
ha sido desatado. Óigase el acento histórico-universal con que se introduce en la página
30 el concepto de «mentalidad trágica»: todos los acentos de este escrito pertenecen a la
historia universal. Ésta es la «objetividad» más extraña que puede existir: la absoluta
certeza sobre lo que yo soy se proyectó sobre cualquier realidad casual, la verdad sobre
mí dejaba oír su voz desde una horrorosa profundidad. En la página 71 se describe y
anticipa con incisiva seguridad el estilo del Zaratustra; y jamás se encontrará una
expresión más grandiosa para describir el acontecimiento Zaratustra, el acto de una
gigantesca purificación y consagración de la humanidad, que la que fue hallada en las
páginas 43-46.
Las Intempestivas
1
Las cuatro Intempestivas son íntegramente belicosas. Demuestran que yo no era ningún
«Juan el Soñador», que me gusta desenvainar la espada, acaso también que tengo peligrosamente
suelta la muñeca. El primer ataque (1873) fue para la cultura alemana, a la
que ya entonces miraba yo desde arriba con inexorable desprecio. Una cultura carente de
sentido, de sustancia, de meta: una mera «opinión pública». No hay peor malentendido,
decía yo, que creer que el gran éxito bélico de los alemanes prueba algo en favor de esa
cultura y, mucho menos, su victoria sobre Francia. La segunda Intempestiva (1874)
descubre lo que hay de peligroso, de corrosivo y envenenador de la vida, en nuestro
modo de hacer ciencia: la vida, enferma de este engranaje y este mecanismo
deshumanizados, enferma de la «impersonalidad» del trabajador, de la falsa economía de
la «división del trabajo». Se pierde la finalidad, esto es, la cultura: el medio, el cultivo
moderno de la ciencia, barbariza. En este tratado el «sentido histórico», del cual se halla
orgulloso este siglo, fue reconocido por vez primera como enfermedad, como signo típico
de decadencia. En la tercera y en la cuarta Intempestivas son confrontadas, como señales
hacia un concepto superior de cultura, hacia la restauración del concepto de «cultura»,
dos imágenes del más duro egoísmo, de la más dura cría de un ego, tipos intempestivos
par excellence, llenos de soberano desprecio por todo lo que a su alrededor se llamaba
Reich, «cultura», «cristianismo», «Bismarck», «éxito», Schopenhauer y Wagner o, en una
sola palabra, Nietzsche.
2
El primero de estos cuatro atentados tuvo un éxito extraordinario. El revuelo que provocó
fue espléndido en todos los sentidos. Yo había tocado a una nación victoriosa en su punto
vulnerable; decía que su victoria no era un acontecimiento cultural, sino tal vez, tal vez,
algo completamente distinto... La respuesta llegó de todas partes y no sólo, en absoluto,
de los viejos amigos de David Strauss, a quien yo había puesto en ridículo, presentándolo
como tipo de cultifilisteo alemán y como satisfait [satisfecho], en suma, como autor de su
evangelio de cervecería de la «antigua y la nueva fe» (la expresión «cultifilisteo» ha
permanecido desde entonces en el idioma, introducida en él por mi escrito). Esos viejos
amigos, a quienes en su calidad de wurtembergueses y suabos había asestado yo una
profunda puñalada al haber encontrado ridículo a su extraño animal, a su avestruz
(Strauss), respondieron de manera tan proba y grosera como yo, de algún modo, podía
desear; las réplicas prusianas fueron más inteligentes, encerraban en sí más «azul Prusia».
Lo más indecoroso lo realizó un periódico de Leipzig, el tristemente famoso Grenzboten;
me costó trabajo que mis indignados amigos de Basilea no tomasen ninguna medida. Sólo
algunos viejos señores se pusieron incondicionalmente de mi parte, por razones diversas
y, en parte, imposibles de averiguar. Entre ellos, Ewald, de Gotinga, que dio a entender
que mi atentado había resultado mortal para Strauss. Asimismo el viejo hegeliano Bruno
Bauer, en el que he tenido desde entonces uno de mis lectores más atentos. En sus
últimos años le gustaba hacer referencia a mí, indicarle, por ejemplo, al señor Von
Treitschke, el historiógrafo prusiano, quién era la persona a la que él podía preguntar para
informarse sobre el concepto de «cultura», que aquél había perdido. Lo más meditado,
también lo más extenso sobre el escrito y su autor fue dicho por un viejo discípulo del
filósofo Von Baader, un cierto catedrático llamado Hoffmann, de Wurzburgo. Éste
preveía, por este escrito, que me esperaba un gran destino, provocar una especie de crisis
y de suprema decisión en el problema del ateísmo, cuyo tipo más instintivo y más audaz
advirtió en mí. El ateísmo era lo que me llevaba a Schopenhauer, decía. Pero el artículo,
con mucho, mejor escuchado, el más amargamente sentido, fue uno extraordinariamente
fuerte y valeroso, en defensa mía, del, por lo demás, tan suave Karl Hillebrand, el último
alemán humano que ha sabido manejar la pluma. Su artículo se leyó en la Augsburger
Zeitung; hoy puede leerse, en una forma algo más cauta, en sus obras completas. Mi
escrito era presentado en él como un acontecimiento, como un punto de viraje, como una
primera toma de conciencia, como un signo óptimo, como un auténtico retorno de la seriedad
alemana y de la pasión alemana en asuntos del espíritu. Hillebrand elogiaba mucho
la forma del escrito, su gusto maduro, su perfecto tacto en discernir entre persona y cosa:
lo destacaba como el mejor texto polémico que se había escrito en lengua alemana, en ese
arte de la polémica, que precisamente para los alemanes resulta tan peligroso, tan
desaconsejable. Estaba incondicionalmente de acuerdo conmigo, incluso iba más lejos
que yo en aquello que me había atrevido a decir sobre el encanallamiento del idioma en
Alemania (hoy se las dan de puristas y no saben ya construir una frase), mostrando
idéntico desprecio por los «primeros escritores» de esa nación, y terminaba expresando
su admiración por mi coraje, aquel «coraje supremo que llevaba al banquillo de los
acusados precisamente a los hijos predilectos de un pueblo». La repercusión de este escrito
en mi vida es realmente inapreciable. Desde entonces nadie ha buscado pendencias
conmigo. En Alemania se me silencia, se me trata con una sombría cautela: desde hace
años he usado de una incondicional libertad de palabra, para la cual nadie hoy, y menos
que en ninguna parte en el Reich, ha tenido suficientemente libre la mano. Mi paraíso está
«a la sombra de mi espada». En el fondo yo había puesto en práctica una máxima de
Stendhal: éste aconseja que se haga la entrada en sociedad con un duelo. ¡Y cómo había
elegido a mi adversario!, ¡el primer librepensador alemán!. De hecho en mi escrito se
dejó oír por vez primera una especie completamente nueva de librepensamiento: hasta
hoy nada me es más lejano y menos afín que toda la especie europea y norteamericana de
libres penseurs [librepensadores]. Mi discordia con ellos, con esos incorregibles
mentecatos y bufones de las «ideas modernas», es incluso más profunda que con
cualquiera de sus adversarios. También ellos, a su manera, quieren «mejorar» la
humanidad, a su imagen; harían una guerra implacable a lo que yo soy, a lo que yo
quiero, en el supuesto de que lo comprendieran, todos ellos creen todavía en el «ideal».
Yo soy el primer inmoralista.
3
Exceptuadas, como es obvio, algunas cosas, yo no afirmaría que las Intempestivas
señaladas con los nombres de Schopenhauer y de Wagner puedan servir especialmente
para comprender o incluso sólo plantear el problema psicológico de ambos casos. Así,
por ejemplo, con profunda seguridad instintiva se dice ya aquí que la realidad básica de la
naturaleza de Wagner es un talento de comediante, talento que, en sus medios y en sus
intenciones, no hace más que extraer sus consecuencias. En el fondo yo quería, con estos
escritos, hacer otra cosa completamente distinta que sicología: en ellos intentaba
expresarse por vez primera un problema de educación sin igual, un nuevo concepto de la
cría de un ego, de la auto-defensa, hasta llegar a la dureza, un camino hacia la grandeza y
hacia tareas histórico-universales. Hablando a grandes rasgos, yo agarré por los cabellos,
como se agarra por los cabellos una ocasión, dos tipos famosos y todavía no definidos en
absoluto, con el fin de expresar algo, con el fin de tener en la mano unas cuantas
fórmulas, signos, medios lingüísticos más. En definitiva, esto se halla también insinuado,
con una sagacidad completamente inquietante, en la página 93 de la tercera Intempestiva.
Así es como Platón se sirvió de Sócrates, como de una semiótica para Platón. Ahora que
vuelvo la vista desde cierta lejanía a las situaciones de las que estos escritos son
testimonio, no quisiera yo negar que en el fondo hablan meramente de mí. El escrito
Wagner en Bayreuth es una visión de mi futuro; en cambio, en Schopenhauer como
educador está inscrita mi historia más íntima, mi devenir. ¡Sobre todo, mi voto solemne!
¡Oh, cuán lejos me encontraba yo entonces todavía de lo que soy hoy, del lugar en que
me encuentro hoy, en una altura en la que ya no hablo con palabras, sino con rayos! Pero
yo veía el país –no me engañé ni un solo instante acerca del camino, del mar, del peligro–
¡y del éxito! ¡El gran sosiego en el prometer, ese feliz mirar hacia un futuro que no se
quedará en simple promesa! Aquí toda palabra está vivida, es profunda, íntima; no faltan
cosas dolorosísimas, hay allí palabras que en verdad sangran. Pero un viento propio de la
gran libertad sopla sobre todo; la herida misma no actúa como objeción. Sobre cómo
concibo yo al filósofo, como un terrible explosivo ante el cual todo se encuentra en
peligro, sobre cómo separo yo miles de millas mi concepto «filósofo» de un concepto que
comprende en sí todavía incluso a Kant, para no hablar de los «rumiantes» académicos y
otros catedráticos de filosofía: sobre todo esto ofrece ese escrito una enseñanza
inapreciable, aun concediendo que quien aquí habla no es, en el fondo, «Schopenhauer
como educador», sino su antítesis, «Nietzsche como educador». Si se tiene en cuenta que
mi oficio era entonces el de docto, y, tal vez también, que yo entendía mi oficio, no
carece de significación que en este escrito aparezca bruscamente un áspero fragmento de
sicología del docto: expresa el sentimiento de la distancia, la profunda seguridad sobre lo
que en mí puede ser tarea y lo que puede ser simplemente medio, entreacto y elemento
accesorio. Mi listeza es haber sido muchas cosas y en muchos lugares, para poder llegar a
ser una única cosa. Por cierto tiempo tuve que ser también un docto.
Humano, demasiado humano
Con dos continuaciones
1
Humano, demasiado humano es el monumento de una crisis. Dice de sí mismo que es un
libro para espíritus libres: casi cada una de sus frases expresa una victoria - con él me
liberé de lo que no pertenecía a mi naturaleza. No pertenece a ella el idealismo: el título
dice «donde vosotros veis cosas ideales, veo yo ¡cosas humanas, ay, sólo demasiado
humanas!» Yo conozco mejor al hombre. La expresión «espíritu libre» quiere ser
entendida aquí en este único sentido: un espíritu devenido libre, que ha vuelto a tomar
posesión de sí. El tono, el sonido de la voz se ha modificado completamente: se encontrará
este libro inteligente, frío, a veces duro y sarcástico. Cierta espiritualidad de
gusto aristocrático parece sobreponerse de continuo a una corriente más apasionada que
se desliza por el fondo. En este contexto tiene sentido el que la publicación del libro ya en
el año 1878 se disculpase propiamente, por así decirlo, con la celebración del centenario
de la muerte de Voltaire. Pues Voltaire, al contrario de todos los que escribieron después
de él, es sobre todo un grand seigneur [gran señor] del espíritu: exactamente lo que yo
también soy. El nombre «Voltaire» sobre un escrito mío –esto era un verdadero
progreso– hacia mí. Si se mira con mayor atención, se descubre un espíritu inmisericorde
que conoce todos los escondites en que el ideal tiene su casa, en que tiene sus mazmorras
y, por así decirlo, su última seguridad. Una antorcha en las manos, la cual no da en
absoluto una luz «vacilante», es lanzada, con una claridad incisiva, para que lo ilumine, a
ese inframundo del ideal. Es la guerra, pero la guerra sin pólvora y sin humo, sin
actitudes bélicas, sin pathos ni miembros dislocados, todo eso sería aún «idealismo». Un
error detrás del otro va quedando depositado sobre el hielo, el ideal no es refutado, se
congela. Aquí, por ejemplo, se congela «el genio»; un rincón más allá se congela «el
santo»; bajo un grueso témpano se congela «el héroe»; al final se congela «la fe», la
denominada «convicción», también la «compasión» se enfría considerablemente; casi en
todas partes se congela «la cosa en sí».
2
Los inicios de este libro se sitúan en las semanas de los primeros Festivales de Bayreuth:
una profunda extrañeza frente a todo lo que allí me rodeaba es uno de sus presupuestos.
Quien tenga una idea de las visiones que ya entonces, me habían salido a mí al paso
podrá adivinar de qué humor me encontraba cuando un día me desperté en Bayreuth.
Totalmente como si soñase. ¿Dónde estaba yo? No reconocía nada, apenas reconocí a
Wagner. En vano hojeaba mis recuerdos. Tribschen, una lejana isla de los bienaventurados:
ni sombra de semejanza. Los días incomparables en que se colocó la primera piedra,
el pequeño grupo pertinente que lo festejó y al cual no había que desear dedos para las
cosas delicadas: ni sombra de semejanza. ¿Qué había ocurrido? ¡Se había traducido a
Wagner al alemán! ¡El wagneriano se había enseñoreado de Wagner! ¡El arte alemán! ¡el
maestro alemán!, ¡la cerveza alemana!. Nosotros los ajenos á aquello, los que sabíamos
demasiado bien cómo el arte de Wagner habla únicamente a los artistas refinados, al
cosmopolitismo del gusto, estábamos fuera de nosotros mismos al reencontrar a Wagner
enguirnaldado con «virtudes» alemanas. Pienso que yo conozco al wagneriano, he
«vivido» tres generaciones de ellos, desde el difunto Breudel, que confundía a Wagner
con Hegel, hasta los idealistas de los BayreutherBlätter [Hojas de Bayreuth], que confundían
a Wagner consigo mismos; he oído toda suerte de confesiones de «almas bellas»
sobre Wagner. ¡Un reino por una sola palabra sensata! ¡En verdad, una compañía que
ponía los pelos de punta! ¡Nohl, Pohl, Kohl, mit Grazie in infinitum [con gracia, hasta el
infinito]! No falta entre ellos ningún engendro, ni siquiera el antisemita. ¡Pobre Wagner!
¡Dónde había caído! ¡Si al menos hubiera caído entre puercos! ¡Pero entre alemanes! En
fin, habría que empalar, para escarmiento de la posteridad, a un genuino bayreuthiano, o
mejor, sumergirlo en spiritus [alcohol], pues spiritus [espíritu] es lo que falta, con esta leyenda:
este aspecto ofrecía el «espíritu» sobre el que se fundó el «Reich». Basta, en
medio de todo me marché de allí por dos semanas, de manera muy súbita, aunque una
encantadora parisiense intentaba consolarme; me disculpé con Wagner mediante un
simple telegrama de texto fatalista. En un lugar profundamente escondido en los bosques
de la Selva Bohemia, Klingenbrunn, me ocupé de mi melancolía y de mi desprecio de los
alemanes como si se tratase de una enfermedad - y de vez en cuando escribía, con el
título global de «La reja del arado», una frase en mi libro de notas, todas, Psicologica
[observaciones psicológicas] duras, que acaso puedan reencontrarse todavía en Humano,
demasiado humano.
3
Lo que entonces se decidió en mí no fue, acaso, una ruptura con Wagner; yo advertía un
extravío total de mi instinto, del cual era meramente un signo cada desacierto particular,
se llamase Wagner o se llamase cátedra de Basilea. Una impaciencia conmigo mismo
hizo presa en mí; yo veía que había llegado el momento de reflexionar sobre mí. De un
solo golpe se me hizo claro, de manera terrible, cuánto tiempo había sido ya
desperdiciado, qué aspecto inútil, arbitrario, ofrecía toda mi existencia de filólogo,
comparada con mi tarea. Me avergoncé de esta falsa modestia. Habían pasado diez años
en los cuales la alimentación de mi espíritu había quedado propiamente detenida, en los
que no había aprendido nada utilizable, en los que había olvidado una absurda cantidad
de cosas a cambio de unos cachivaches de polvorienta erudición. Arrastrarme con acribia
y ojos enfermos a través de los métricos antiguos, ¡a esto había llegado! Me vi, con
lástima, escuálido, famélico: justo las realidades eran lo que faltaba dentro de mi saber, y
las «idealidades», ¡para qué diablos servían! Una sed verdaderamente ardiente se apoderó
de mí: a partir de ese momento no he cultivado de hecho nada más que fisiología,
medicina y ciencias naturales, incluso a auténticos estudios históricos he vuelto tan sólo
cuando la tarea me ha forzado imperiosamente a ello. Entonces adiviné también por vez
primera la conexión existente entre una actividad elegida contra los propios instintos, eso
que se llama «profesión» (Beruf), y que es la cosa a la que menos estamos llamados y
aquella imperiosa necesidad de lograr una anestesia del sentimiento de vacío y de hambre
por medio de un arte narcótico, por medio del arte de Wagner, por ejemplo. Mirando a mi
alrededor con mayor cuidado he descubierto que un gran número de jóvenes se encuentra
en ese mismo estado de miseria: una primera contranaturaleza fuerza formalmente otra
segunda. En Alemania, en el «Reich», para hablar inequívocamente, demasiados hombres
están condenados a decidirse prematuramente y luego, bajo un peso que no es posible
arrojar, a perecer por cansancio. Éstos anhelan Wagner como un opio, se olvidan de sí
mismos, se evaden de sí mismos por un instante. ¡Qué digo! - ¡por cinco o seis horas!
4
Entonces mi instinto se decidió implacablemente a que no continuasen aquel ceder ante
otros, aquel acompañar a otros, aquel confundirme a mí mismo con otros. Cualquier
modo de vida, las condiciones más desfavorables, la enfermedad, la pobreza. Todo me
parecía preferible a aquel indigno «desinterés» en que yo había caído, primero por
ignorancia, por juventud, pero al que más tarde había permanecido aferrado por pereza,
por lo que se llama «sentimiento del deber». Aquí vino en mi ayuda de una manera que
no puedo admirar bastante, y justo en el momento preciso, aquella mala herencia de mi
padre, en el fondo, una predestinación a una muerte temprana. La enfermedad me sacó
con lentitud de todo aquello: me ahorró toda ruptura, todo paso violento y escandaloso.
No perdí entonces ninguna benevolencia y conquisté varias más. La enfermedad me
proporcionó asimismo un derecho a dar completamente la vuelta a todos mis hábitos: me
permitió olvidar, me ordenó olvidar; me hizo el regalo de obligarme a la quietud, al ocio,
a aguardar, a ser paciente. ¡Pero esto es lo que quiere decir pensar! Mis ojos, por sí solos,
pusieron fin a toda bibliomanía, hablando claro: a la filología: yo quedaba «redimido» del
libro, durante años no volví a leer nada ¡el máximo beneficio que me he procurado! El
mí-mismo más profundo, casi sepultado, casi enmudecido bajo un permanente tener-queoír
a otros sí-mismos (¡y esto significa, en efecto, leer!), se despertó lentamente, tímido,
dubitativo, pero al final volvió a hablar. Nunca he sido tan feliz conmigo mismo como en
las épocas más enfermas y más dolorosas de mi vida: basta mirar Aurora, o El caminante
y su sombra, para comprender lo que significó esta «vuelta a mí mismo»: ¡una especie
suprema de curación! La otra no fue más que una consecuencia de ésta.
5
Humano, demasiado humano, este monumento de una rigurosa cría de un ego, con la que
puse bruscamente fin en mí a toda patraña superior, a todo «idealismo», a todo «sentimiento
bello» y a otras debilidades femeninas que se habían infiltrado en mí, fue
redactado en sus partes principales en Sorrento; quedó concluido y alcanzó forma
definitiva durante un invierno pasado en Basilea, en condiciones incomparablemente
peores que las de Sorrento. En el fondo quien tiene sobre su conciencia este libro es el
señor Peter Gast, que entonces estudiaba en la Universidad de Basilea y que se hallaba
muy ligado a mí. Yo dictaba, con la cabeza dolorida y vendada; él transcribía, él corregía
también, él fue, en el fondo, el auténtico escritor, mientras que yo fui meramente el autor.
Cuando por fin tuve en mis manos el libro acabado –con profundo asombro de un
enfermo grave–, mandé, entre otros, dos ejemplares también a Bayreuth. Por un milagro
de sentido en el azar me llegó al mismo tiempo un hermoso ejemplar del texto de
Parsifal, con una dedicatoria de Wagner a mí, «a su querido amigo Friedrich Nietzsche,
Richard Wagner, consejero eclesiástico». Este cruce de los dos libros, a mí me pareció oír
en ello un ruido ominoso. ¿No sonaba como si se cruzasen espadas? En todo caso, ambos
lo sentimos así: pues ambos callamos. Por este tiempo aparecieron los primeros
Bayreuther Blätter. yo comprendí para qué cosa había llegado el tiempo. ¡Increíble!
Wagner se había vuelto piadoso.
6
Del modo como yo pensaba entonces (1876) acerca de mí mismo, de la seguridad tan
inmensa con que conocía mi tarea y la importancia histórico-universal de ella, de eso da
testimonio el libro entero, pero sobre todo un pasaje muy explícito: sólo que también aquí
evité, con mi instintiva astucia, la partícula «yo» y esta vez lancé los rayos de una gloria
histórico-universal no sobre Schopenhauer o sobre Wagner, sino sobre uno de mis
amigos, el distinguido doctor Paul Rée, por fortuna, un animal demasiado fino para...
Otros fueron menos finos: los casos sin esperanza entre mis lectores, por ejemplo el
típico catedrático alemán, los he reconocido siempre en el hecho de que, apoyándose en
este pasaje, han creído tener que entender todo el libro como realismo superior. En
verdad el libro contenía mi desacuerdo con cinco, con seis tesis de mi amigo: sobre esto
puede leerse el prólogo a La genealogía de la moral. El pasaje dice así: ¿Cuál es, pues, la
tesis principal a que ha llegado uno de los más audaces y fríos pensadores, el autor del
libro Sobre el origen de los sentimientos morales (lisez [léase]: Nietzsche, el primer
inmoralista), en virtud de sus penetrantes e incisivos análisis del obrar humano? «El
hombre moral no está más cerca del mundo inteligible que el hombre fisico, pues el
mundo inteligible no existe.» Esta frase, templada y afilada bajo los golpes de martillo
del conocimiento histórico (lisez [léase]: transvaloración de todos los valores), acaso
pueda servir algún día en algún futuro –¡1890!– de hacha para cortar la raíz de la
«necesidad metafísica» o de la humanidad, si para bendición o para maldición de ésta,
¿quién podría decirlo? Pero en todo caso es una frase que tiene las más destacadas
consecuencias, fecunda y terrible a la vez, que mira al mundo con aquella doble vista que
poseen todos los grandes conocimientos.
Aurora
Pensamientos sobre la moral como prejuicio

1
Con este libro empieza mi campaña contra la moral. No es que huela lo mas mínimo a
pólvora: en él se percibirán olores completamente distintos y mucho más amables, suponiendo
que se tenga alguna finura en la nariz. Ni artillería pesada, ni tampoco ligera: si el
efecto del libro es negativo, tanto menos lo son sus medios, esos medios de los cuales se
sigue el efecto como una conclusión, no como un cañonazo. El que el lector diga adiós a
este libro llevando consigo una cautela esquiva frente a todo lo que hasta ahora se había
llegado a honrar e incluso adorar bajo el nombre de moral no está en contradicción con el
hecho de que en todo el libro no aparezca ni una sola palabra negativa, ni un solo ataque,
ni una sola malignidad, antes bien, repose al sol, orondo, feliz, como un animal marino
que toma el sol entre peñascos. En última instancia, yo mismo era ese animal marino:
casi cada una de las frases de este libro está ideada, pescada, en aquel caos de peñascos
cercano a Génova, en el cual me encontraba solo y aún tenía secretos con el mar. Todavía
ahora, si por casualidad toco este libro, casi cada una de sus frases se convierte para mí
en un hilo, tirando del cual extraigo de nuevo algo incomparable de la profundidad: toda
su piel tiembla de delicados estremecimientos del recuerdo. No es pequeño el arte que lo
distingue en retener un poco cosas que se escabullen ligeras y sin ruido, instantes que yo
llamo lagartos divinos, retenerlos no, desde luego, con la crueldad de aquel joven dios
griego que simplemente ensartaba al pobre lagartillo, pero sí con algo afilado de todos
modos, con la pluma. «Hay tantas auroras que todavía no han resplandecido» –esta
inscripción india está colocada sobre la puerta que da entrada a este libro. ¿Dónde busca
su autor aquella nueva mañana, aquel delicado arrebol no descubierto aún, con el que de
nuevo un día ¡ ay, toda una serie, un mundo entero de nuevos días! se inicia? En una
transvaloración de todos los valores, en el desvincularse de todos los valores morales, en
un decir sí y tener confianza en todo lo que hasta ahora ha sido prohibido, despreciado,
maldecido. Este libro que dice sí derrama su luz, su amor, su ternura nada más que sobre
cosas malas, les devuelve otra vez «el alma», la buena conciencia, el alto derecho y
privilegio de existir. La moral no es atacada, simplemente no es tomada ya en
consideración. Este libro concluye con un «¿o acaso?», es el único libro que concluye con
un «¿o acaso?».
2
Mi tarea de preparar a la humanidad un instante de suprema autognosis, un gran mediodía
en el que mire hacia atrás y hacia delante, en el que se sustraiga al dominio del azar y de
los sacerdotes y plantee por vez primera, en su totalidad, la cuestión del ¿por qué?, del
¿para qué? , esta tarea es una consecuencia necesaria para quien ha comprendido que la
humanidad no marcha por sí misma por el camino recto, que no es gobernada en absoluto
por un Dios, que, antes bien, el instinto de la negación, de la corrupción, el instinto de
décadence ha sido el que ha reinado con su seducción, ocultándose precisamente bajo el
manto de los más santos conceptos de valor de la humanidad. El problema de la procedencia
de los valores morales es para mí un problema de primer rango, porque
condiciona el futuro de la humanidad. La exigencia de que se debe creer que en el fondo
todo se encuentra en las mejores manos, que un libro, la Biblia, proporciona una
tranquilidad definitiva acerca del gobierno y la sabiduría divinos en el destino de la
humanidad, esa exigencia representa, retraducida a la realidad, la voluntad de no dejar
aparecer la verdad sobre el lamentable contrapolo de esto, a saber, que la humanidad ha
estado hasta ahora en las peores manos, que ha sido gobernada por los fracasados, por los
astutos vengativos, los llamados «santos», esos calumniadores del mundo y violadores
del hombre. El signo decisivo en que se revela que el sacerdote (incluidos los sacerdotes
enmascarados, los filósofos) se ha enseñoreado de todo, y no sólo de una determinada
comunidad religiosa, el signo en que se revela que la moral de la décadence, la voluntad
de final, se considera como moral en sí, es el valor incondicional que en todas partes se
concede a lo no-egoísta y la enemistad que en todas partes se dispensa a lo egoísta. A
quien esté en desacuerdo conmigo en este punto lo considero infectado. Pero todo el
mundo está en desacuerdo conmigo. Para un fisiólogo tal antítesis de valores no deja ninguna
duda. Cuando dentro del organismo el órgano más diminuto deja, aunque sea en
medida muy pequeña, de proveer con total seguridad a su autoconservación, a la recuperación
de sus fuerzas, a su «egoísmo», entonces el todo degenera. El fisiólogo exige la
amputación de la parte degenerada, niega toda solidaridad con lo degenerado, está
completamente lejos de sentir compasión por ello. Pero el sacerdote quiere precisamente
la degeneración del todo, de la humanidad: por ello conserva lo degenerado; a ese precio
domina él a la humanidad. ¿Qué sentido tienen aquellos conceptos-mentiras, los
conceptos auxiliares de la moral, «alma», «espíritu», «voluntad libre», «Dios», sino el de
arruinar fisiológicamente a la humanidad? Cuando se deja de tomar en serio la auto
conservación, el aumento de fuerzas del cuerpo, es decir, de la vida, cuando de la anemia
se hace un ideal, y del desprecio del cuerpo «la salud del alma», ¿qué es esto más que una
receta para la décadence? La pérdida del centro de gravedad, la resistencia contra los
instintos naturales, en una palabra, el «desinterés» –a esto se ha llamado hasta ahora
moral. Con Aurora yo fui el primero en entablar la lucha contra la moral de la renuncia a
sí mismo.
La gaya ciencia
(«la gaya scienza»)

1
Aurora es un libro que dice sí, un libro profundo, pero luminoso y benévolo. Eso mismo
puede afirmarse también, y en grado sumo, de La gaya ciencia: casi en cada una de sus
frases van tiernamente unidas de la mano profundidad y petulancia. Unos versos que
expresan la gratitud por el más prodigioso mes de enero que yo he vivido –el libro entero
es regalo suyo– revelan suficientemente la profundidad desde la que aquí se ha vuelto
gaya la «ciencia»:
Oh tú, que con dardo de fuego
el hielo de mi alma has roto,
para que ahora ésta con estruendo
se lance al mar de su esperanza suprema:
cada vez más luminosa y más sana,
libre en la obligación más afectuosa -
¡así es como ella ensalza tus prodigios,
bellísimo Enero!
Lo que «esperanza suprema» significa aquí, ¿quién puede tener dudas sobre ello al ver
refulgir, como conclusión del libro cuarto, la belleza diamantina de las primeras palabras
del Zaratustra? ¿O al leer las frases graníticas del final del libro tercero, con las cuales se
reduce a fórmulas por vez primera un destino para todos los tiempos? Las Canciones del
Príncipe Vogelfrei, compuestas en su mayor parte en Sicilia, recuerdan de modo explícito
el concepto provenzal de la «gaya scienza», aquella unidad de cantor, caballero y espíritu
libre que hace que aquella maravillosa y temprana cultura de los provenzales se distinga
de todas las culturas ambiguas; sobre todo la poesía última de todas, Al mistral, una
desenfrenada canción de danza, en la que, ¡con permiso!, se baila por encima de la moral,
es un provenzalismo perfecto.
Así habló Zaratustra
Un libro para todos y para nadie

1
Voy a contar ahora la historia del Zaratustra. La concepción fundamental de la obra, el
pensamiento del eterno retorno, esa fórmula suprema de afirmación a que puede llegarse
en absoluto, es de agosto del año 1881: se encuentra anotado en una hoja a cuyo final está
escrito: «A 6.000 pies más alla del hombre y del tiempo» Aquel día caminaba yo junto al
lago de Silvaplana a través de los bosques; junto a una imponente roca que se eleva en
forma de pirámide no lejos de Surlei, me detuve. Entonces me vino ese pensamiento. Si a
partir de aquel día vuelvo algunos meses hacia atrás, encuentro como signo precursor un
cambio súbito y, en lo más hondo, decisivo de mi gusto, sobre todo en la música. Acaso
sea lícito considerar el Zaratustra entero como música; ciertamente una de sus
condiciones previas fue un renacimiento en el arte de oír. En una pequeña localidad
termal de montaña, no lejos de Vicenza, en Recoaro, donde pasé la primavera del año
1881, descubrí juntamente con mi maestro y amigo Peter Gast, también él un «renacido»,
que el fénix Música pasaba volando a nuestro lado con un plumaje más ligero y más
luminoso del que nunca había exhibido. Si, por el contrario, cuento a partir de aquel día
hacia delante, hasta el parto, que ocurrió de manera repentina y en las circunstancias más
inverosímiles en febrero de 1883 –la parte final, esa misma de la que he citado algunas
frases en el Prólogo, fue concluida exactamente en la hora sagrada en que Richard
Wagner moría en Venecia, resultan dieciocho meses de embarazo. Este número de
justamente dieciocho meses podría sugerir, al menos entre budistas, la idea de que en el
fondo yo soy un elefante hembra. Al período intermedio corresponde La gaya ciencia,
que contiene cien indicios de la proximidad de algo incomparable; al final ella misma
ofrece ya el comienzo del Zaratustra; en el penúltimo apartado de su libro cuarto ofrece
el pensamiento fundamental del Zaratustra. Asimismo corresponde a este período intermedio
aquel Himno a la vida (para coro mixto y orquesta) cuya partitura ha aparecido
hace dos años en E. W Fritzsch, de Leipzig, síntoma no insignificante tal vez de la situación
de pese año, en el cual el pathos afirmativo par excellence, llamado por mí el pathos
trágico, moraba dentro de mí en grado sumo. Alguna vez en el futuro se cantará ese
himno en memoria mía. El texto, lo anoto expresamente, pues circula sobre esto un
malentendido, no es mío: es la asombrosa inspiración de una joven rusa con quien
entonces mantenía amistad, la señorita Lou von Salomé. Quien sepa extraer un sentido a
las últimas palabras del poema adivinará la razón por la que yo lo preferí y admiré: esas
palabras poseen grandeza. El dolor no es considerado como una objeción contra la vida:
«Si ya no te queda ninguna felicidad que darme, ¡bien!, aún tienes tu sufrimiento.» Quizá
también mi música posea grandeza en ese pasaje. (La nota final del oboe es un do bemol,
no un do. Errata de imprenta.) El invierno siguiente lo viví en aquella graciosa y tranquila
bahía de Rapallo, no lejos de Génova, enclavada entre Chiavari y el promontorio de
Portofino. Mi salud no era óptima; el invierno, frío y sobremanera lluvioso; un pequeño
albergo [fonda], situado directamente junto al mar, de modo que por la noche el oleaje
imposibilitaba el sueño, ofrecía, casi en todo, lo contrario de lo deseable. A pesar de ello,
y casi para demostrar mi tesis de que todo lo decisivo surge «a pesar de», mi Zaratustra
nació en ese invierno y en esas desfavorables circunstancias. Por la mañana yo subía en
dirección sur, hasta la cumbre, por la magnífica carretera que va hacia Zoagli, pasando
junto a los pinos y dominando ampliamente con la vista el mar; por la tarde, siempre que
la salud me lo permitía, rodeaba la bahía entera de Santa Margherita, hasta llegar detrás
de Portofino. Este lugar y este paisaje se han vuelto aún más próximos a mi corazón por
el gran amor que el inolvidable emperador alemán Federico III sentía por ellos; yo me
hallaba de nuevo casualmente en esta costa en el otoño de 1886 cuando él visitó por
última vez este pequeño olvidado mundo de felicidad. En estos dos caminos se me
ocurrió todo el primer Zaratustra, sobre todo Zaratustra mismo en cuanto tipo: más
exactamente, éste me asaltó.
2
Para entender este tipo es necesario tener primero claridad acerca de su presupuesto
fisiológico: éste es lo que yo denomino la gran salud. No sé explicar este concepto mejor
y de manera más personal que como ya lo tengo explicado en uno de los apartados finales
del libro quinto de La gaya ciencia, «Nosotros los nuevos, los carentes de nombre, los
difíciles de entender» –se dice allí–, «nosotros, partos prematuros de un futuro no
verificado todavía, necesitamos, para una finalidad nueva, también un medio nuevo, a
saber, una salud nueva, una salud más vigorosa, más avisada, más tenaz, más temeraria,
más alegre que cuanto lo ha sido hasta ahora cualquier salud. Aquel cuya alma siente sed
de haber vivido directamente el ámbito entero de los valores y aspiraciones habidos hasta
ahora y de haber recorrido todas las costas de este «Mediterráneo» ideal, aquel que quiere
conocer, por las aventuras de su experiencia más propia, qué sentimientos experimenta un
conquistador y descubridor del ideal, y asimismo los que experimentan un artista, un
santo, un legislador, un sabio, un docto, un piadoso, un divino solitario de viejo estilo: ése
necesita para ello, antes de nada, una cosa, la gran salud, una salud que no sólo se posea,
sino que además se conquiste y tenga que conquistarse continuamente, pues una y otra
vez se la entrega, se tiene que entregarla. Y ahora, después de que por largo tiempo
hemos estado así en camino, nosotros los argonautas del ideal, más valerosos acaso de lo
que es prudente, habiendo naufragado y padecido daño con mucha frecuencia, pero,
como se ha dicho, más sanos que cuanto se nos querría permitir, peligrosamente sanos,
permanentemente sanos, parécenos como si, en recompensa de ello, tuviésemos ante
nosotros una tierra no descubierta todavía, cuyos confines nadie ha abarcado aún con su
vista, un más allá de todas las anteriores tierras y rincones del ideal, un mundo tan
sobremanera rico en cosas bellas, extrañas, problemáticas, terribles y divinas, que tanto
nuestra curiosidad como nuestra sed de poseer están fuera de sí ¡ay, que de ahora en
adelante no haya nada capaz de saciarnos! ¿Cómo podríamos nosotros, después de tales
espectáculos y teniendo tal voracidad de ciencia y de conciencia, contentarnos ya con el
hombre actual? Resulta bastante molesto, pero es inevitable que nosotros miremos sus
más dignas metas y esperanzas tan sólo con una seriedad difícil de mantener, y acaso ni
siquiera miremos ya. Un ideal distinto corre delante de nosotros, un ideal prodigioso, seductor,
lleno de peligros, hacia el cual no quisiéramos persuadir a nadie, pues a nadie
concedemos fácilmente el derecho a él: el ideal de un espíritu que juega ingenuamente, es
decir, sin quererlo y por una plenitud y potencialidad exuberantes, con todo lo que hasta
ahora fue llamado santo, bueno, intocable, divino; un espíritu para quien lo supremo,
aquello en que el pueblo encuentra con razón su medida del valor, no significa ya más
que peligro, decadencia, rebajamiento, o, al menos, distracción, ceguera, olvido temporal
de sí mismo; el ideal de un bienestar y de un bienquerer a la vez humanos y
sobrehumanos, ideal que parecerá inhumano con bastante frecuencia, por ejemplo cuando
se sitúa al lado de toda la seriedad terrena habida hasta ahora, al lado de toda la anterior
solemnidad en gestos, palabras, sonidos, miradas, moral y deber, como su viviente
parodia involuntaria y sólo con el cual, a pesar de todo eso, se inicia quizá la gran
seriedad, se pone por vez primera el auténtico signo de interrogación, da un giro el
destino del alma, avanza la aguja, comienza la tragedia.»
3
¿Tiene alguien, a finales del siglo XIX un concepto claro de lo que los poetas de épocas
poderosas denominaron “inspiración"? En caso contrario, voy a describirlo. Si se
conserva un mínimo residuo de superstición, resultaría difícil rechazar de hecho la idea
de ser mera encarnación, mero instrumento sonoro, mero medium de fuerzas
poderosísimas. El concepto de revelación, en el sentido de que de repente, con indecible
seguridad y finura, se deja ver, se deja oír algo, algo que lo conmueve y trastorna a uno
en lo más hondo, describe sencillamente la realidad de los hechos. Se oye, no se busca; se
toma, no se pregunta quién es el que da; como un rayo refulge un pensamiento, con
necesidad, sin vacilación en la forma; yo no he tenido jamás que elegir. Un éxtasis cuya
enorme tensión se desata a veces en un torrente de lágrimas, un éxtasis en el cual unas
veces el paso se precipita involuntariamente y otras se torna lento; un completo estarfuera-
de-sí, con la clarísima consciencia de un sinnúmero de delicados temblores y
estremecimientos que llegan hasta los dedos de los pies; un abismo de felicidad en que lo
más doloroso y sombrío no actúa como antítesis, sino como algo condicionado, exigido,
como un color necesario en medio de tal sobreabundancia de luz; un instinto de
relaciones rítmicas que abarca amplios espacios de formas, la longitud, la necesidad de
un ritmo amplio son casi la medida de la violencia de la inspiración, una especie de
contrapeso a su presión y a su tensión. Todo acontece de manera sumamente involuntaria,
pero como en una tempestad de sentimiento de libertad, de incondicionalidad, de poder,
de divinidad. La involuntariedad de la imagen, del símbolo, es lo más digno de atención;
no se tiene ya concepto alguno; lo que es imagen, lo que es símbolo, todo se ofrece como
la expresión más cercana, más exacta, más sencilla. Parece en realidad, para recordar una
frase de Zaratustra, como si las cosas mismas se acercasen y se ofreciesen para símbolo
(«Aquí todas las cosas acuden acariciadoras a tu discurso y te halagan: pues quieren
cabalgar sobre tu espalda. Sobre todos los símbolos cabalgas tú aquí hacia todas las
verdades. Aquí se me abren de golpe las palabras y los armarios de palabras de todo ser:
todo ser quiere hacerse aquí palabra, todo devenir quiere aquí aprender a hablar de mí.»)
Ésta es mi experiencia de la inspiración; no tengo duda de que es preciso retroceder
milenios atrás para encontrar a alguien que tenga derecho a decir «es también la mía.»
4
Después de esto estuve enfermo en Génova algunas semanas. Siguió luego una
melancólica primavera en Roma, donde di mi aceptación a la vida; no fue fácil. En el
fondo me disgustaba sobremanera aquel lugar, el más indecoroso de la Tierra para el
poeta creador del Zaratustra, y que yo no había escogido voluntariamente; intenté
evadirme, quise ir a Aquila, ciudad antítesis de Roma, fundada por hostilidad contra
Roma, como yo fundaré algún día un lugar, ciudad recuerdo de un ateo y enemigo de la
Iglesia comme il faut [como debe ser], de uno de los seres más afines a mí, el gran
emperador de la dinastía de Hohenstaufen, Federico II. Pero había una fatalidad en todo
esto: tuve que regresar. Finalmente me di por contento con la piazza Barberini, después
de que mi esfuerzo por encontrar un lugar anticristiano hubiera llegado a cansarme. Temo
que en una ocasión, para escapar lo más posible a los malos olores, fui a preguntar en el
propio palazzo del Quirinale si no tenían una habitación silenciosa para un filósofo. En
una loggia situada sobre la mencionada piazza, desde la cual se domina Roma con la
vista y se oye allá abajo en el fondo murmurar la fontana, fue compuesta aquella canción,
la más solitaria que jamás se ha compuesto, La canción de la noche; por este tiempo
rondaba siempre a mi alrededor una melodía indeciblemente melancólica, cuyo estribillo
reencontré en las palabras «muerto de inmortalidad.» En el verano, habiendo vuelto al
lugar sagrado en que había refulgido para mí el primer rayo del pensamiento de
Zaratustra, encontré el segundo Zaratustra. Diez días bastaron; en ningún caso, ni en el
primero, ni en el tercero y ultimo, he empleado más tiempo. Al invierno siguiente, bajo el
cielo alciónico de Niza, que entonces resplandecía por vez primera en mi vida, encontré
el tercer Zaratustra y había concluido. Apenas un año, calculando en conjunto. Muchos
escondidos rincones y alturas del paisaje de Niza se hallan santificados para mí por
instantes inolvidables; aquel pasaje decisivo que lleva el título «De tablas viejas y
nuevas» fue compuesto durante la fatigosísima subida desde la estación al maravilloso y
morisco nido de águilas que es Eza. La agilidad muscular era siempre máxima en mí
cuando la fuerza creadora fluía de manera más abundante. El cuerpo está entusiasmado:
dejemos fuera el «alma.» A menudo la gente podía verme bailar; sin noción siquiera de
cansancio podía yo entonces caminar siete, ocho horas por los montes. Dormía bien, reía
mucho, poseía una robustez y una paciencia perfectas.
5
Prescindiendo de estas obras de diez días, los años del Zaratustra y sobre todo los
siguientes representaron un estado de miseria sin igual. Se paga caro el ser inmortal: se
muere a causa de ello varias veces durante la vida. Hay algo que yo denomino la rancune
[rencor] de lo grande: todo lo grande, una obra, una acción, se vuelve, inmediatamente de
acabada, contra quien la hizo. Éste se encuentra entonces débil justo por haberla hecho,
no soporta ya su acción, no la mira ya a la cara. Tener detrás de sí algo que jamás fue
licito querer, algo a lo que está atado el nudo del destino de la humanidad ¡y tenerlo ahora
encima de sí! Casi aplasta. ¡La rancune [rencor] de lo grande! Una segunda cosa es el espantoso
silencio que se oye alrededor. La soledad tiene siete pieles; nada pasa ya a través
de ellas. Se va a los hombres, se saluda a los amigos: nuevo desierto, ninguna mirada
saluda ya. En el mejor de los casos, una especie de rebelión. Tal rebelión la advertí yo en
grados muy diversos, pero en casi todo el mundo que se hallaba cerca de mí; parece que
nada ofende más hondo que el hacer notar de repente una distancia, las naturalezas
aristocráticas, que no saben vivir sin venerar, son escasas. Una tercera cosa es la absurda
irritabilidad de la piel a las pequeñas picaduras, una especie de desamparo ante todo lo
pequeño. Esto me parece estar condicionado por el inmenso derroche de todas las
energías defensivas que cada acción creadora, cada acción nacida de lo más propio, de lo
más íntimo, de lo más profundo, tiene como presupuesto. Las pequeñas capacidades
defensivas quedan de este modo en suspenso, por así decirlo: ya no afluye a ellas fuerza
alguna. Me atrevo a sugerir que uno digiere peor, se mueve a disgusto, está demasiado
expuesto a sentimientos de escalofrío, incluso a la desconfianza, a la desconfianza, que es
en muchos casos un mero error etiológico. Hallándome en un estado semejante, yo
advertí en una ocasión la proximidad de un rebaño de vacas, antes de haberlo visto, por el
retorno de pensamientos más suaves, más humanitarios: aquello tiene en sí calor.
6
Esta obra ocupa un lugar absolutamente aparte. Dejemos de lado a los poetas: acaso
nunca se haya hecho nada desde una sobreabundancia igual de fuerzas. Mi concepto de lo
«dionisiaco» se volvió aquí acción suprema; medido por ella, todo el resto del obrar
humano aparece pobre y condicionado. Decir que un Goethe, un Shakespeare no podrían
respirar un solo instante en esta pasión y esta altura gigantescas, decir que Dante,
comparado con Zaratustra, es meramente un creyente y no alguien que crea por vez
primera la verdad, un espíritu que gobierna el mundo, un destino, decir que los poetas del
Veda son sacerdotes y ni siquiera dignos de desatar las sandalias de un Zaratustra, todo
eso es lo mínimo que puede decirse y no da idea de la distancia, de la soledad azul en que
esta obra vive. Zaratustra tiene eterno derecho a decir: «Yo trazo en torno a mí círculos y
fronteras sagradas; cada vez es menor el número de quienes conmigo suben hacia
montañas cada vez más altas, yo construyo una cordillera con montañas más santas cada
vez.» Súmense el espíritu y la bondad de todas las almas grandes: todas juntas no estarían
en condiciones de producir un discurso de Zaratustra. Inmensa es la escala por la que él
asciende y desciende; ha visto más, ha querido más, ha podido más que cualquier otro
hombre. Este espíritu, el más afirmativo de todos, contradice con cada una de sus
palabras; en él todos los opuestos se han juntado en una unidad nueva. Las fuerzas más
altas y más bajas de la naturaleza humana, lo más dulce, ligero y terrible brota de un
manantial único con inmortal seguridad. Hasta ese momento no se sabe lo que es altura,
lo que es profundidad, y menos todavía se sabe lo que es verdad. No hay, en esta
revelación de la verdad, un solo instante que hubiera sido ya anticipado, adivinado por
alguno de los más grandes. Antes del Zaratustra no existe ninguna sabiduría, ninguna
investigación de las almas, ningún arte de hablar: lo más próximo, lo más cotidiano,
habla aquí de cosas inauditas. La sentencia temblando de pasión; la elocuencia hecha
música; rayos arrojados anticipadamente hacia futuros no adivinados antes. La más
poderosa fuerza para el símbolo existida con anterioridad resulta pobre y un mero juego
frente a este retorno del lenguaje a la naturaleza de la figuración. ¡Y cómo desciende
Zaratustra y dice a cada uno lo más benigno! ¡Cómo él mismo toma con manos delicadas
a sus contradictores, los sacerdotes, y sufre con ellos a causa de ellos! Aquí el hombre
está superado en todo momento, el concepto de «superhombre» se volvió aquí realidad
suprema, en una infinita lejanía, por debajo de él, yace todo aquello que hasta ahora se
llamó grande en el hombre. Lo alciónico, los pies ligeros, la omnipresencia de maldad y
arrogancia, y todo lo demás que es típico del tipo Zaratustra, jamás se soñó que eso fuera
esencial a la grandeza. Justo en esa amplitud de espacio, en esa capacidad de acceder a lo
contrapuesto, siente Zaratustra que él es la especie más alta de todo lo existente, y cuando
se oye cómo la define, hay que renunciar a buscar algo semejante.
el alma que posee la escala más larga y que más profundo puede descender,
el alma más vasta, la que más lejos puede correr y errar y vagar dentro de sí,
la más necesaria, que por placer se precipita en el azar,
el alma que es, y se sumerge en el devenir, la que posee, y quiere sumergirse en el
querer y desear,
la que huye de sí misma, que a sí misma se da alcance en los círculos más amplios,
el alma más sabia, a quien más dulcemente habla la necedad,
la que más se ama a sí misma, en la que todas las cosas tienen su corriente y su
contracorriente, su flujo y su reflujo.
Pero esto es el concepto mismo de Dioniso. Otra consideración conduce a idéntico
resultado. El problema psicológico del tipo de Zaratustra consiste en cómo aquel que
niega con palabras, que niega con hechos, en un grado inaudito, todo lo afirmado hasta
ahora, puede ser a pesar de ello la antítesis de un espíritu de negación; en cómo el espíritu
que porta el destino más pesado, una tarea fatal, puede ser, a pesar de ello, el más ligero y
ultraterreno -Zaratustra es un danzarín; en cómo aquel que posee la visión más dura, más
terrible de la realidad, aquel que ha pensado el «pensamiento más abismal», no encuentra
en sí, a pesar de todo, ninguna objeción contra el existir y ni siquiera contra el eterno
retorno de éste, antes bien, una razón más para ser él mismo el sí eterno dicho a todas las
cosas, «el inmenso e ilimitado decir sí y amén.» «A todos los abismos llevo yo entonces,
como una bendición, mi decir sí.» Pero esto es, una vez más, el concepto de Dioniso.
7
¿Qué lenguaje hablará tal espíritu cuando hable él solo consigo mismo? El lenguaje del
ditirambo. Yo soy el inventor del ditirambo. Óigase cómo Zaratustra habla consigo mismo
antes de la salida del sol (111,18): tal felicidad de esmeralda, tal divina ternura no la
poseyó antes de mí lengua alguna. Aun la más honda melancolía de este Dioniso se torna
ditirambo; tomo como signo La canción de la noche, el inmortal lamento de estar
condenado, por la sobreabundancia de luz y de poder, por la propia naturaleza solar, a no
amar.
Es de noche: ahora hablan más fuerte todos los surtidores. Y también mi alma es un
surtidor.
Es de noche: sólo ahora se despiertan todas las canciones de los amantes. Y también
mi alma es la canción de un amante.
En mí hay algo insaciado, insaciable, que quiere hablar. En mí hay un ansia de amor
que habla asimismo el lenguaje del amor.
Luz soy yo: ¡ay, si fuera noche! Pero ésta es mi soledad, el estar circundado de luz.
¡Ay, si yo fuese oscuro y nocturno! ¡Cómo iba a sorber los pechos de la luz!
¡Y aun a vosotras iba a bendecios, a vosotras estrellitas centelleantes y gusanos
relucientes allá arriba! - y a ser dichoso por vuestros regalos de luz.
Pero yo vivo dentro de mi propia luz, yo reabsorbo en mí todas las llamas que de mí
salen.
No conozco la felicidad del que toma; y a menudo he soñado que robar tiene que ser
aún más dichoso que tomar.
Ésta es mi pobreza, el que mi mano no descansa nunca de dar; ésta es mi envidia, el
ver ojos expectantes y las despejadas noches del anhelo.
¡Oh desventura de todos los que regalan! ¡Oh eclipse de mi sol! ¡Oh ansia de ansiar!
¡Oh hambre ardiente en la saciedad!
Ellos toman de mí: ¿pero toco yo siquiera su alma? Un abismo hay entre tomar y dar:
el abismo más pequeño es el más difícil de salvar.
Un hambre brota de mi belleza: daño quisiera causar a quienes ilumino, saquear
quisiera a quienes colmo de regalos: - tanta es mi hambre de maldad.
Retirar la mano cuando ya otra mano se extiende hacia ella; semejante a la cascada,
que sigue vacilando en su caída: tanta es mi hambre de maldad.
Tal venganza se imagina mi plenitud; tal perfidia mana de mi soledad.
¡Mi felicidad en regalar ha muerto a fuerza de regalar, mi virtud se ha cansado de sí
misma por su sobreabundancia!
Quien siempre regala corre peligro de perder el pudor; a quien siempre distribuye
fórmasele, a fuerza de distribuir, callos en las manos y en el corazón.
Mis ojos ya no se llenan de lágrimas ante la vergüenza de los que piden; mi mano se
ha vuelto demasiado dura para el temblar de manos llenas.
¿Adónde se fueron la lágrima de mi ojo y el plumón de mi corazón? ¡Oh soledad de
todos los que regalan! ¡Oh taciturnidad de todos los que brillan!
Muchos soles giran en el espacio desierto: a todo lo que es oscuro háblanle con su
luz, - para mí callan.
Oh, ésta es la enemistad de la luz contra lo que brilla, el recorrer despiadada sus
órbitas.
Injusto en lo más hondo de su corazón contra lo que brilla: frío para con los soles, -
así camina cada sol.
Semejantes a una tempestad recorren los soles sus órbitas, ése es su caminar, siguen
su voluntad inexorable, ésa es su frialdad.
¡Oh, sólo vosotros los oscuros, los nocturnos, sacáis calor de lo que brilla! ¡Oh, sólo
vosotros bebéis leche y consuelo de las ubres de la luz!
¡Ay, hielo hay a mi alrededor, mi mano se abrasa al tocar lo helado! ¡Ay, en mí hay
sed, que desfallece por vuestra sed!
Es de noche: ¡ay, que yo tenga que ser luz! ¡Y sed de lo nocturno! ¡Y soledad!
Es de noche: ahora, cual una fuente, brota de mí mi deseo, - hablar es lo que deseo.
Es de noche: ahora hablan más fuerte todos los surtidores. Y también mi alma es un
surtidor.
Es de noche: ahora se despiertan todas las canciones de los amantes. Y también mi
alma es la canción de un amante.
8
Nada igual se ha compuesto nunca, ni sentido nunca, ni sufrido nunca: así sufre un dios,
un Dioniso. La respuesta a este ditirambo del aislamiento solar en la luz sería Ariadna...
¡Quién sabe, excepto yo, qué es Ariadna! De todos estos enigmas nadie tuvo hasta ahora
la solución, dudo que alguien viera siquiera aquí nunca enigmas. - Zaratustra define en
una ocasión su tarea –es también la mía– con tal rigor que no podemos equivocarnos
sobre el sentido: dice sí hasta llegar a la justificación, hasta llegar incluso a la redención
de todo lo pasado.
Yo camino entre los hombres como entre los fragmentos del futuro: de aquel futuro que
yo contemplo.
Y todos mis pensamientos y deseos tienden a pensar y reunir en unidad lo que es
fragmento y enigma y espantoso azar.
¡Y cómo soportaría yo ser hombre si el hombre no fuese también poeta y adivinador
de enigmas y el redentor del azar!
Redimir a los que han pasado, y transformar todo «Fue» en un «Así lo quise yo» ¡sólo
eso sería para mí redención!
En otro pasaje define con el máximo rigor posible lo único que para él puede ser el
hombre –no un objeto de amor y mucho menos de compasión– también la gran náusea
producida por el hombre llegó Zaratustra a dominarla: el hombre es para él algo informe,
un simple material, una deforme piedra que necesita del escultor.
¡No-querer-ya y no-estimar-ya y no-crear-ya! ¡Ay, que ese gran cansancio permanezca
siempre alejado de mí!
También en el conocer yo siento únicamente el placer de mi voluntad de engendrar y
devenir; y si hay inocencia en mi conocimiento, eso ocurre porque en él hay voluntad de
engendrar.
Lejos de Dios y de los dioses me ha atraído esa voluntad; ¡qué habría que crear si los
dioses - existiesen!
Pero hacia el hombre vuelve siempre a empujarme mi ardiente voluntad de crear; así
se siente impulsado el martillo hacia la piedra.
¡Ay, hombres, en la piedra dormita para mí una imagen, la imagen de mis imágenes!
¡Ay, que ella tenga que dormir en la piedra más dura, más fea!
Ahora mi martillo se enfurece cruelmente contra su prisión. De la piedra saltan
pedazos: ¿qué me importa?
Quiero acabarlo: pues una sombra ha llegado hasta mí ¡la más silenciosa y más
ligera de todas las cosas vino una vez a mí!
La belleza del superhombre llegó hasta mí como una sombra. ¡Ay, hermanos míos!
¡Qué me importan ya los dioses!
Destaco un último punto de vista: el verso subrayado da pretexto a ello. Para una
tarea dionisiaca la dureza del martillo, el placer mismo de aniquilar forman parte de
manera decisiva de las condiciones previas. El imperativo «¡Endureceos!», la más honda
certeza de que todos los creadores son duros, es el auténtico indicio de una naturaleza
dionisiaca.
Más allá del bien y del mal
Preludio de una filosofia del futuro
1
La tarea de los años siguientes estaba ya trazada de la manera más rigurosa posible.
Después de haber quedado resuelta la parte de mi tarea que dice sí le llegaba el turno a la
otra mitad, que dice no, que hace no: la transvaloración misma de los valores anteriores,
la gran guerra, el conjuro de un día de la decisión. Aquí está incluida la lenta mirada
alrededor en busca de seres afines, de seres que desde una situación fuerte me ofrecieran
la mano para aniquilar. A partir de ese momento todos mis escritos son anzuelos:
¿entenderé yo acaso de pescar con anzuelo mejor que nadie? Si nada ha picado, no es mía
la culpa. Faltaban los peces.
2
Este libro (1886) es en todo lo esencial una crítica de la modernidad, no excluidas las
ciencias modernas, las artes modernas, ni siquiera la política moderna, y ofrece a la vez
indicaciones de un tipo antitético que es lo menos moderno posible, un tipo aristocrático,
un tipo que dice sí. En este último sentido el libro es una escuela del gentilhomme [gentilhombre],
entendido este concepto de manera más espiritual y más radical de lo que nunca
hasta ahora lo ha sido. Es necesario tener coraje en el cuerpo aun sólo para soportarlo, es
necesario no haber aprendido a tener miedo. Todas las cosas de que nuestra época está
orgullosa son sentidas como contradicción respecto a ese tipo, casi como malos modales,
así por ejemplo la famosa «objetividad», la «compasión por todos los que sufren», el
«sentido histórico» con su servilismo respecto al gusto ajeno, con su arrastrarse ante
petits faits [hechos pequeños], el «cientificismo». Si se tiene en cuenta que el libro viene
después del Zaratustra, se adivinará también quizá el régime [régimen] dietético a que
debe su nacimiento. El ojo, malacostumbrado por una enorme coerción a mirar lejos -
Zaratustra ve aún más lejos que el Zar-, es aquí forzado a captar con agudeza lo más
cercano, nuestra época, lo que nos rodea. Se encontrará en todo el libro, sobre todo
también en la forma, idéntico alejamiento voluntario de aquellos instintos que hicieron
posible un Zaratustra. El refinamiento en la forma, en la intención, en el arte de callar,
ocupa el primer plano, la sicología es manejada con una dureza y una crueldad
declaradas, el libro carece de toda palabra benévola. Todo esto recrea: ¿quién adivina, en
último término, qué especie de recreación se hace necesaria tras un derroche tal de
bondad como es el Zaratustra? Dicho teológicamente, –préstese atención, pues raras
veces hablo yo como teólogo– fue Dios mismo quien, al final de su jornada de trabajo, se
tendió bajo el árbol del conocimiento en forma de serpiente: así descansaba de ser Dios...
Había hecho todo demasiado bello. El diablo es sencillamente la ociosidad de Dios cada
siete días.
Genealogía de la moral
Un escrito polémico

Los tres tratados de que se compone esta Genealogía son acaso, en punto a expresión,
intención y arte de la sorpresa, lo más inquietante que hasta el momento se ha escrito.
Dioniso es también, como se sabe, el dios de las tinieblas. Siempre hay un comienzo que
debe inducir a error, un comienzo frío, científico, incluso irónico, intencionadamente
situado en primer plano, intencionadamente demorado. Poco a poco, más agitación;
relámpagos aislados; desde lejos se hacen oír con un sordo gruñido verdades muy
desagradables, hasta que finalmente se alcanza un tempo feroce [ritmo feroz], en el que
todo empuja hacia delante con enorme tensión. Al final, cada una de las veces, entre
detonaciones completamente horribles, una nueva verdad se hace visible entre espesas
nubes. La verdad del primer tratado es la sicología del cristianismo: el nacimiento del
cristianismo del espíritu del resentimiento, no del «espíritu», como de ordinario se cree,
un anti-movimiento por su esencia, la gran rebelión contra el dominio de los valores
aristocráticos. El segundo tratado ofrece la sicología de la conciencia: ésta no es, como se
cree de ordinario, «la voz de Dios en el hombre», es el instinto de la crueldad, que
revierte hacia atrás cuando ya no puede seguir desahogándose hacia fuera. La crueldad,
descubierta aquí por vez primera como uno de los más antiguos trasfondos de la cultura,
con el que no es posible dejar de contar. El tercer tratado da respuesta a la pregunta de
dónde procede el enorme poder del ideal ascético, del ideal sacerdotal, a pesar de ser éste
el ideal nocivo par excellence, una voluntad de final, un ideal de décadence. Respuesta:
no porque Dios esté actuando detrás de los sacerdotes, como se cree de ordinario, sino
faute de mieux [a falta de algo mejor], porque ha sido hasta ahora el único ideal, porque
no ha tenido ningún competidor. «Pues el hombre prefiere querer incluso la nada a no
querer»... Sobre todo, faltaba un contraideal, hasta Zaratustra. Se me ha entendido. Tres
decisivos trabajos preliminares de un psicólogo para una transvaloración de todos los
valores. Este libro contiene la primera sicología del sacerdote.
Crepúsculo de los ídolos
Cómo se filosofa con el martillo

1
Este escrito, que no llega siquiera a las ciento cincuenta páginas, de tono alegre y fatal,
un demón que ríe, obra de tan pocos días que vacilo en decir su número, es la excepción
en absoluto entre libros: no hay nada más sustancioso, más independiente, más
demoledor, más malvado. Si alguien quiere formarse brevemente una idea de cómo, antes
de mí, todo se hallaba cabeza abajo, empiece por este escrito. Lo que en el título se
denomina ídolo es sencillamente lo que hasta ahora fue llamado verdad. Crepúsculo de
los ídolos, dicho claramente: la vieja verdad se acerca a su final.
2
No existe ninguna realidad, ninguna «idealidad» que no sea tocada en este escrito
(tocada: ¡qué eufemismo tan circunspecto!...). No sólo los ídolos eternos, también los
más recientes, en consecuencia los más seniles. Las «ideas modernas», por ejemplo. Un
gran viento sopla entre los árboles y por todas partes caen al suelo frutos, verdades. Hay
en ello el derroche propio de un otoño demasiado rico: se tropieza con verdades, incluso
se aplasta alguna de ellas con los pies; hay demasiadas... Pero lo que se acaba por coger
en las manos no es ya nada problemático, son decisiones. Yo soy el primero en tener en
mis manos el metro para medir «verdades», yo soy el primero que puedo decidir. Como
si en mí hubiese surgido una segunda conciencia, como si en mí «la voluntad» hubiera
encendido una luz sobre la pendiente por la que hasta ahora se descendía. La pendiente,
se la llamaba el camino hacia la «verdad». Ha acabado todo «impulso oscuro»,
precisamente el hombre bueno era el que menos conciencia tenía del camino recto. Y con
toda seriedad, nadie conocía antes de mí el camino recto, el camino hacia arriba: sólo a
partir de mí hay de nuevo esperanzas, tareas, caminos que trazar a la cultura; yo soy su
alegre mensajero. Cabalmente por ello soy también un destino.
3
Inmediatamente después de acabar la mencionada obra, y sin perder un solo día, acometí
la ingente tarea de la transvaloración, con un soberano sentimiento de orgullo a que nada
se equipara, cierto en todo momento de mi inmortalidad y grabando signo tras signo en
tablas de bronce, con la seguridad propia de un destino. El prólogo es del 3 de septiembre
de 1888: cuando aquella mañana, tras haberlo redactado, salí al aire libre, me encontré
con el día más hermoso que la Alta Engadina me ha mostrado jamás: transparente, de colores
encendidos, conteniendo en sí todos los contrastes, todos los grados intermedios
entre el hielo y el sur. Hasta el 20 de septiembre no dejé Sils-Maria, retenido por unas
inundaciones, siendo al final el único huésped de ese lugar maravilloso, al que mi
agradecimiento quiere otorgar el regalo de un nombre inmortal. Tras un viaje lleno de
incidencias, en que incluso mi vida corrió peligro en el inundado Como, donde no entré
hasta muy entrada la noche, llegué en la tarde del día 21 a Turín, mi lugar probado, mi
residencia a partir de entonces. Tomé de nuevo la misma habitación que había ocupado
durante la primavera, via Carlo Alberto 6, III, frente al imponente palazzo Carignano, en
el que nació Vittorio Emanuele, con vistas a la piazza Carlo Alberto y, por encima de
ella, a las colinas. Sin titubear y sin dejarme distraer un solo instante me lancé de nuevo
al trabajo: quedaba por concluir tan sólo el último cuarto de la obra. El 30 de septiembre,
gran victoria, conclusión de la Transvaloración; ociosidad de un dios por las orillas del
Po. Todavía ese mismo día escribí el prólogo de Crepúsculo de los ídolos, la corrección
de cuyas galeradas había constituido mi recreación en septiembre. No he vivido jamás un
otoño semejante ni tampoco he considerado nunca que algo así fuera posible en la Tierra,
un Claude Lorrain pensado hasta el infinito, cada día de una perfección idéntica e
indómita.
El caso Wagner
Un problema para amantes de la música

1
Para ser justos con este escrito es preciso que el destino de la música nos cause el
sufrimiento que produce una herida abierta. ¿De qué sufro cuando sufro del destino de la
música? De que la música ha sido desposeída de su carácter transfigurador del mundo, de
su carácter afirmador, de que es música de décadence y ha dejado de ser la flauta de
Dioniso. Pero suponiendo que se sienta de ese modo la causa de la música como causa
propia, como historia del sufrimiento propio, se encontrará este escrito lleno de
deferencias y sobremanera suave. En tales casos el conservar la jovialidad y el burlarse
bondadosamente de sí mismo “ridendo dicere severum” [decir cosas severas riendo] allí
donde el verum dicere [decir la verdad] justificaría todas las durezas es el humanitarismo
en persona. ¿Quién duda verdaderamente de que yo, como viejo artillero que soy, me
encuentro en situación de disparar contra Wagner mi artillería pesada? Todo lo decisivo
en este asunto lo retuve dentro de mí, he amado a Wagner. En definitiva, al sentido y al
camino de mi tarea corresponde un ataque a un «desconocido» más sutil, que otro
difícilmente adivinaría –oh, yo tengo que desenmascarar a otros «desconocidos»
completamente distintos y no a un Cagliostro de la música–, aún más, y ciertamente, un
ataque a la nación alemana, que cada vez se vuelve más perezosa, más pobre de instintos
en las cosas del espíritu, más honorable, nación que con un envidiable apetito continúa
alimentándose de antítesis y lo mismo se traga, sin tener dificultades de digestión, la «fe»
que el cientificismo, el «amor cristiano» que el antisemitismo, la voluntad de poder (de
«Reich») que el évangile des humbles[evangelio de los humildes]. ¡Ese no tomar partido
entre las antítesis! ¡Esa neutralidad y «desinterés» estomacales! Ese sentido justo del
paladar alemán, que a todo otorga iguales derechos, que todo lo encuentra sabroso. Sin
ningún género de duda, los alemanes son idealistas. La última vez que visité Alemania
encontré el gusto alemán esforzándose por conceder iguales derechos a Wagner y a El
trompetero de Säckingen; yo mismo fui testigo personal de cómo en Leipzig, para honrar
a uno de los músicos más auténticos y más alemanes, alemán en el viejo sentido de la
palabra, no un mero alemán del Reich, el maestro Heinrich Schültz, se fundó una
Sociedad Listz, con la finalidad de cultivar y difundir artera música de iglesia. Sin
ningún género de duda, los alemanes son idealistas.
2
Pero aquí nada ha de impedirme ponerme grosero y decirles a los alemanes unas cuantas
verdades duras: ¿quién lo hace si no? Me refiero a su desvergüenza in historicis [en
cuestiones históricas]. No es sólo que los historiadores alemanes hayan perdido del todo
la visión grande de la andadura, de los valores de la cultura, que todos ellos sean bufones
de la política (o de la Iglesia): esa visión grande ha sido incluso proscrita por ellos. Es
necesario ser primero «alemán», ser «raza», dicen, luego podrá decidirse sobre todos los
valores y no-valores in historicis [en cuestiones históricas]. El vocablo «alemán» es un
argumento, Deutschland, Deutschland über alles [Alemania, Alemania sobre todo] es un
axioma, los germanos son en la historia «el orden moral del mundo»; en relación con el
imperium romanum [imperio romano] son los depositarios de la libertad, en relación con
el siglo XVII son los restauradores de la moral, del «imperativo categórico». Existe una
historiografía del Reich alemán, existe, incluso, me temo, una historiografía antisemita,
existe una historiografía áulica, y el señor Von Treitschke no se avergüenza.
Recientemente un juicio de idiota in historicis [en cuestiones históricas], una frase del
esteta suabo Vischer, por fortuna ya difunto, dio la vuelta por los periódicos alemanes
como una «verdad» a la que todo alemán tenía que decir sí. «El Renacimiento y la
Reforma protestante, sólo ambas cosas juntas constituyen un todo –el renacimiento
estético y el renacimiento moral». Tales frases acaban con mi paciencia, y experimento
placer, siento incluso como deber el decir de una vez a los alemanes todo lo que tienen ya
sobre su conciencia. ¡Todos los grandes crímenes contra la cultura en los últimos cuatro
siglos los tienen ellos sobre su conciencia! Y siempre por el mismo motivo, por su
profundísima cobardía frente a la realidad, que es también la cobardía frente a la verdad,
por su falta de veracidad, cosa que en ellos se ha convertido en un instinto, por
«idealismo». Los alemanes han hecho perder a Europa la cosecha, el sentido de la última
época grande, la época del Renacimiento, en un instante en que un orden superior de los
valores, en que los valores aristocráticos, los que dicen sí a la vida, los que garantizan el
futuro, habían llegado a triunfar en la sede de los valores contrapuestos, de los valores de
decadencia ¡y hasta en los instintos de los que allí se asentaban! Lutero, esa fatalidad de
fraile, restauró la Iglesia y, lo que es mil veces peor, el cristianismo, en el momento en
que éste sucumbía. ¡El cristianismo, esa negación de la voluntad de vida hecha religión!
Lutero, un fraile imposible, que atacó a la Iglesia por motivos de esa su propia
«imposibilidad» y –¡en consecuencia!– la restauró. Los católicos tendrían razones para
ensalzar a Lutero, para componer obras teatrales en honor de él. Lutero –¡ y el
«renacimiento moral»! ¡Al diablo toda sicología!– Sin duda los alemanes son idealistas.
Por dos veces, justo cuando con inmensa valentía y vencimiento de sí mismo se había
alcanzado un modo de pensar recto, inequívoco, perfectamente científico, los alemanes
han sabido encontrar caminos tortuosos para volver al viejo «ideal», reconciliaciones
entre verdad e «ideal», en el fondo fórmulas para tener derecho a rechazar la ciencia,
derecho a la mentira. Leibniz y Kant, –¡esos dos máximos obstáculos para la rectitud
intelectual de Europa! Finalmente, cuando a caballo entre dos siglos de décadence se dejó
ver una forte majeure [fuerza mayor] de genio y voluntad, lo bastante fuerte para hacer de
Europa una unidad, una unidad política y económica, destinada a gobernar la Tierra, los
alemanes, con sus «guerras de liberación», han hecho perder a Europa el sentido, el
milagro de sentido que hay en la existencia de Napoleón, con ello tienen sobre su
conciencia todo lo que vino luego, todo lo que hoy existe, esa enfermedad y esa sinrazón,
las más contrarias a la cultura, que existen, el nacionalismo, esa névrose nationale
[neurosis nacional] de la que está enferma Europa, esa perpetuación de los pequeños
Estados de Europa, de la pequeña política: han hecho perder a Europa incluso su sentido,
su razón la han llevado a un callejón sin salida. ¿Conoce alguien, excepto yo, una vía
para escapar de él? ¿Una tarea lo suficientemente grande para unir de nuevo a los
pueblos?
3
Y en última instancia, ¿por qué no he de manifestar mi sospecha? También en mi caso
volverán los alemanes a ensayar todo para que de un destino inmenso nazca un ratón.
Hasta ahora se han desacreditado conmigo, dudo que en el futuro vayan a hacerlo mejor.
¡Ay, cuánto deseo ser en esto un mal profeta! Mis lectores y oyentes naturales son ya
ahora rusos, escandinavos y franceses, ¿lo serán cada vez más? Los alemanes se hallan
inscritos en la historia del conocimiento sólo con nombres ambiguos, no han producido
nunca más que falsarios «inconscientes» (Fichte, Schelling, Schopenhauer, Hegel,
Schleiermacher merecen esa palabra, lo mismo que Kant y Leibniz; todos ellos son meros
fabricantes de velos (Schleiermacher]): no van a tener nunca el honor de que el primer
espíritu íntegro en la historia del espíritu, el espíritu en el que la verdad viene a juzgar a
los falsarios de cuatro siglos, sea incluido entre los representantes del espíritu alemán. El
«espíritu alemán» es mi aire viciado: me cuesta respirar en la cercanía de esa suciedad in
psychologicis [en asuntos psicológicos] convertida en instinto y que se revela en cada
palabra, en cada gesto de un alemán. Ellos no han atravesado jamás un siglo XVII de
severo examen de sí mismos, como los franceses, un La Rochefoucauld, un Descartes son
cien veces superiores en rectitud a los primeros alemanes: no han tenido hasta ahora un
solo psicólogo. Pero la sicología constituye casi el criterio de la limpieza o suciedad de
una raza. Y cuando no se es siquiera limpio, ¿cómo se va a tener profundidad? En el
alemán, de un modo semejante a lo que ocurre en la mujer, no se llega nunca al fondo, no
lo tiene: eso es todo. Pero no por ello se es ya superficial. Lo que en Alemania se llama
«profundo» es cabalmente esa suciedad instintiva para consigo mismo de la que acabo de
hablar: no se quiere estar en claro acerca de sí mismo. ¿Me sería lícito proponer que se
usase la expresión «alemán» como moneda internacional para designar esa depravación
psicológica? En este momento, por ejemplo, el emperador alemán afirma que su «deber
cristiano» es liberar a los esclavos de África: nosotros los otros europeos llamaríamos a
esto sencillamente «alemán». ¿Han producido los alemanes un solo libro que tenga
profundidad? Incluso se les escapa la noción de lo que en un libro es profundo. He
conocido personas doctas que consideraban profundo a Kant; me temo que en la corte
prusiana se considere profundo al señor Von Treitschke. Y cuando yo he alabado ocasionalmente
a Stendhal como psicólogo profundo, me ha ocurrido, estando con catedráticos
de universidad alemanes, que me han hecho deletrearles el nombre.
4
¿Y por qué no había yo de llegar hasta el final? Me gusta hacer tabla rasa. Forma incluso
parte de mi ambición el ser considerado como despreciador par excellence de los alemanes.
La desconfianza contra el carácter alemán la manifesté ya cuando tenía veintisiete
años (tercera Intempestiva, p. 71); para mí los alemanes son imposibles. Cuando me
imagino una especie de hombre que contradice a todos mis instintos, siempre me sale un
alemán. Lo primero que hago cuando «sondeo los riñones» de un hombre es mirar si tiene
en el cuerpo un sentimiento para la distancia, si ve en todas partes rango, grado, orden
entre un hombre y otro, si distingue: teniendo esto se es gentilhomme [gentilhombre]; en
cualquier otro caso se pertenece irremisiblemente al tan magnánimo, ay, tan bondadoso
concepto de la canaille [chusma]. Pero los alemanes son canaille —¡ay!, son tan
bondadosos. Uno se rebaja con el trato con alemanes: el alemán nivela. Si excluyo mi
trato con algunos artistas, sobre todo con Richard Wagner, no he pasado ni una sola hora
buena con alemanes. Suponiendo que apareciese entre ellos el espíritu más profundo de
todos los milenios, cualquier salvador del Capitolio opinaría que su muy poco bella alma
tendría al menos idéntica importancia. No soporto a esta raza, con quien siempre se está
en mala compañía, que no tiene mano para las nuances [matices] —¡ay de mí!, yo soy
una nuance—, que no tiene esprit [ligereza] en los pies y ni siquiera sabe caminar. A fin
de cuentas, los alemanes carecen en absoluto de pies, sólo tienen piernas. Los alemanes
no se dan cuenta de cuán vulgares son, pero esto constituye el superlativo de la
vulgaridad, ni siquiera se avergüenzan de ser meramente alemanes. Hablan de todo, creen
que ellos son quienes deciden, me temo que incluso han decidido sobre mí. Mi vida
entera es la prueba de rigueur [rigurosa] de tales afirmaciones. Es inútil que yo busque en
el alemán una señal de tacto, de délicatesse [delicadeza] para conmigo. De judíos, sí la he
recibido, pero nunca todavía de alemanes. Mi modo de ser hace que yo sea dulce y
benévolo con todo el mundo –tengo derecho a no hacer diferencias–: esto no impide que
tenga los ojos abiertos. No hago excepciones con nadie, y mucho menos con mis amigos,
¡espero, en definitiva, que esto no haya perjudicado a mi cortesía para con ellos! Hay
cinco, seis cosas de las que siempre he hecho cuestión de honor. A pesar de ello, es cierto
que casi todas las cartas que recibo desde hace años me parecen un cinismo: hay más
cinismo en la benevolencia para conmigo que en cualquier odio. A cada uno de mis
amigos le echo en cara que jamás ha considerado que mereciese la pena estudiar alguno
de mis escritos: adivino, por signos mínimos, que ni siquiera saben lo que en ellos se
encierra. En lo que se refiere a mi Zaratustra, ¿cuál de mis amigos habrá visto en él algo
más que una presunción ilícita, que por fortuna resulta completamente indiferente? Diez
años y nadie en Alemania ha considerado un deber de conciencia el defender mi nombre
contra el silencio absurdo bajo el que yacía sepultado; un extranjero, un danés, ha sido el
primero en tener suficiente finura de instinto y suficiente coraje para indignarse contra
mis presuntos amigos. ¿En qué universidad alemana sería posible hoy dar lecciones sobre
mi filosofía, como las ha dado en Copenhague durante la última primavera el doctor
Georg Brandes, demostrando con ello una vez más ser psicólogo? Yo mismo no he
sufrido nunca por nada de esto; lo necesario no me hiere; amor fati [amor al destino]
constituye mi naturaleza más íntima. Pero esto no excluye que me guste la ironía, incluso
la ironía de la historia universal. Y así, aproximadamente dos años antes del rayo
destructor de la Transvaloración, rayo que hará convulsionarse a la tierra, he dado al
mundo El caso Wagner: los alemanes deberían atentar de nuevo inmortalmente contra
mí, ¡y eternizarse; ¡todavía hay tiempo para ello! ¿Se ha conseguido esto? ¡Delicioso,
señores alemanes! Les doy la enhorabuena. Para que no falten siquiera los amigos, acaba
de escribirme una antigua amiga diciéndome que ahora se ríe de mí. Y esto, en un
instante en que pesa sobre mí una responsabilidad indecible, en un instante en que
ninguna palabra puede ser suficientemente delicada, ninguna mirada suficientemente
respetuosa conmigo. Pues yo llevo sobre mis espaldas el destino de la humanidad.
Por qué soy yo un destino
1
Conozco mi suerte. Alguna vez irá unido a mi nombre el recuerdo de algo mostruoso, de
una crisis como jamás la hubo antes en la Tierra, de la más profunda colisión de conciencias,
de una decisión tomada, mediante un conjuro, contra todo lo que hasta este
momento se ha creído, exigido, santificado. Yo no soy un hombre, soy dinamita. Y a
pesar de todo esto, nada hay en mí de fundador de una religión; las religiones son asuntos
de la plebe, yo siento la necesidad de lavarme las manos después de haber estado en
contacto con personas religiosas. No quiero «creyentes», pienso que soy demasiado
maligno para creer en mí mismo, no hablo jamás a las masas. Tengo un miedo espantoso
de que algún día se me declare santo; se adivinará la razón por la que yo publico este
libro antes, tiende a evitar que se cometan abusos conmigo. No quiero ser un santo, antes
prefiero ser un bufón. Quizá sea yo un bufón. Y a pesar de ello, o mejor, no a pesar de
ello –puesto que nada ha habido hasta ahora más embustero que los santos–, la verdad
habla en mí. Pero mi verdad es terrible: pues hasta ahora se ha venido llamando verdad a
la mentira. Transvaloración de todos los valores: ésta es mi fórmula para designar un acto
de suprema autognosis de la humanidad, acto que en mí se ha hecho carne y genio. Mi
suerte quiere que yo tenga que ser el primer hombre decente, que yo me sepa en
contradicción a la mendacidad de milenios. Yo soy el primero que ha descubierto la
verdad, debido a que he sido el primero en sentir –en oler– la mentira como mentira. Mi
genio está en mi nariz. Yo contradigo como jamás se ha contradicho y soy, a pesar de
ello, la antítesis de un espíritu que dice no. Yo soy un alegre mensajero como no ha
habido ningún otro, conozco tareas tan elevadas que hasta ahora faltaba el concepto para
comprenderlas; sólo a partir de mí existen de nuevo esperanzas. A pesar de todo esto, yo
soy también, necesariamente, el hombre de la fatalidad. Pues cuando la verdad entable
lucha con la mentira de milenios tendremos conmociones, un espasmo de terremotos, un
desplazamiento de montañas y valles como nunca se había soñado. El concepto de
política queda entonces totalmente absorbido en una guerra de los espíritus, todas las
formaciones de poder de la vieja sociedad saltan por el aire; todas ellas se basan en la
mentira: habrá guerras como jamás las ha habido en la Tierra. Sólo a partir de mí existe
en la Tierra la gran política.
2
¿Se quiere una fórmula de un destino como ése, que se hace hombre? Se encuentra en mi
Zaratustra.
-y quien tiene que ser un creador en el bien y en el mal: en verdad, ése tiene que ser
antes un aniquilador y quebrantar valores.
Por eso el mal sumo forma parte de la bondad suma: mas ésa es la bondad creadora.
Yo soy, con mucho, el hombre más terrible que ha existido hasta ahora; esto no excluye
que yo seré el más benéfico. Conozco el placer de aniquilar en un grado que corresponde
a mi fuerza para aniquilar, en ambos casos obedezco a mi naturaleza dionisiaca, la cual
no sabe separar el hacer no del decir sí. Yo soy el primer inmoralista, por ello soy el
aniquilador par excellence.
3
No se me ha preguntado, pero debería habérseme preguntado qué significa cabalmente en
mi boca, en boca del primer inmoralista, el nombre Zaratustra; pues lo que constituye la
inmensa singularidad de este persa en la historia es justo lo contrario de esto. Zaratustra
fue el primero en advertir que la auténtica rueda que hace moverse a las cosas es la lucha
entre el bien y el mal, la trasposición de la moral a lo metafísico, como fuerza, causa, fin
en sí, es obra suya. Mas esa pregunta sería ya, en el fondo, la respuesta. Zaratustra creó
ese error, el más fatal de todos, la moral; en consecuencia, también él tiene que ser el
primero en reconocerlo. No es sólo que él tenga en esto una experiencia mayor y más
extensa que ningún otro pensador –la historia entera constituye, en efecto, la refutación
experimental del principio del denominado «orden moral del mundo»–: mayor
importancia tiene el que Zaratustra sea más veraz que ningún otro pensador. Su doctrina,
y sólo ella, considera la veracidad como virtud suprema. Esto significa lo contrario de la
cobardía del «idealista», que, frente a la realidad, huye; Zaratustra tiene en su cuerpo
más valentía que todos los demás pensadores juntos. Decir la verdad y disparar bien con
flechas, ésta es la virtud persa. ¿Se me entiende? La auto-superación de la moral por
veracidad, la auto superación del moralista en su antítesis –en mí– es lo que significa en
mi boca el nombre Zaratustra.
4
En el fondo, son dos las negaciones que encierra en sí mi palabra inmoralista. Yo niego
en primer lugar un tipo de hombre considerado hasta ahora como el tipo supremo, los
buenos, los benévolos, los benéficos, yo niego por otro lado una especie de moral que ha
alcanzado vigencia y dominio de moral en sí, la moral de la décadence, hablando de manera
más tangible, la moral cristiana. Sería lícito considerar que la segunda contradicción
es la decisiva, pues para mí la sobreestimación de la bondad y de la benevolencia es ya,
vistas las cosas a grandes rasgos, una consecuencia de la décadence, un síntoma de
debilidad, algo incompatible con una vida ascendente y que dice sí: negar y aniquilar son
condiciones del decir sí. Voy a detenerme primero en la sicología del hombre bueno. Para
estimar lo que vale un tipo de hombre es preciso calcular el precio que cuesta su
conservación, es necesario conocer sus condiciones de existencia. La condición de
existencia de los buenos es la mentira: dicho de otro modo, el no querer ver a ningún
precio cómo está constituida en el fondo la realidad, a saber, que no lo está de tal modo
que constantemente suscite instintos benévolos, y aun menos de tal modo que permita
constantemente la intervención de manos miopes y bonachonas. Considerar en general
los estados de necesidad de toda especie como objeción, como algo que hay que eliminar,
es la niaiserie par excellence [máxima estupidez]; es, vistas las cosas en conjunto, una
verdadera desgracia en sus consecuencias, un destino de estupidez, casi tan estúpido
como sería la voluntad de eliminar el mal tiempo, por compasión, por ejemplo, por la
pobre gente. En la gran economía del todo los elementos terribles de la realidad (en los
afectos, en los apetitos, en la voluntad de poder) son inconmensurablemente más
necesarios que aquella forma de pequeña felicidad denominada «bondad»; hay que ser
incluso indulgente para conceder en absoluto un puesto a esta última, ya que se halla
condicionada por la mendacidad del instinto. Tendré una gran ocasión de demostrar las
consecuencias desmesuradamente funestas que el optimismo, ese engendro de los
homines optimi [hombres mejores entre todos], ha tenido para la historia entera.
Zaratustra, el primero en comprender que el optimista es tan décadent como el pesimista,
y tal vez más nocivo, dice: Los hombres buenos no dicen nunca la verdad. Falsas costas y
falsas seguridades os han enseñado los buenos: en mentiras de los buenos habéis nacido y
habéis estado cobijados. Todo está falseado y deformado hasta el fondo por los buenos.
Por fortuna no está el mundo construido sobre instintos tales que cabalmente sólo el
bonachón animal de rebaño encuentre en él su estrecha felicidad; exigir que todo se
convierta en «hombre bueno», animal de rebaño, ojiazul, benévolo, «alma bella» o
altruista, como lo desea el señor Herbert Spencer, significaría privar al existir de su
carácter grande, significaría castrar a la humanidad y reducirla a una mísera chinería. ¡Y
se ha intentado hacer eso!... Precisamente a eso se lo ha denominado moral... En este
sentido Zaratustra llama a los buenos unas veces «los últimos hombres» y otras el
«comienzo del final»; sobre todo, los considera como la especie más nociva de hombre,
porque imponen su existencia tanto a costa de la verdad como a costa del futuro. Los
buenos, en efecto, -no pueden crear. son siempre el comienzo del final, crucifican a quien
escribe nuevos valores sobre nuevas tablas, sacrifican el futuro a sí mismos, ¡crucifican
todo el futuro de los hombres! Los buenos han sido siempre el comienzo del final. Y sean
cuales sean los daños que los calumniadores del mundo ocasionen: ¡el daño de los buenos
es el daño más dañino de todos!
5
Zaratustra, primer psicólogo de los buenos, es –en consecuencia– un amigo de los
malvados. Si una especie decadente de hombre ascendió al rango de especie suprema, eso
sólo fue posible a costa de la especie opuesta a ella, de la especie fuerte y vitalmente
segura de hombre. Si el animal de rebaño brilla en el resplandor de la virtud más pura, el
hombre de excepción tiene que haber sido degradado a la categoría de malvado. Si la
mendacidad reclama a toda costa, para su óptica, la palabra «verdad», al auténticamente
veraz habrá que encontrarlo entonces bajo los peores nombres. Zaratustra no deja aquí
duda alguna: dice que el conocimiento de los buenos, de los «mejores», ha sido
precisamente lo que le ha producido horror por el hombre en cuanto tal; esta repulsión le
ha hecho crecer las alas para «alejarse volando hacia futuros remotos», no oculta que su
tipo de hombre, un tipo relativamente sobrehumano, es sobrehumano cabalmente en relación
con los buenos, que los buenos y justos llamarán demonio a su superhombre.
“¡Vosotros los hombres supremos con que mis ojos tropezaron! Ésta es mi duda respecto
a vosotros y mi secreto reír: ¡apuesto a que a mi superhombre lo llamaríais - demonio!
¡Tan extraños sois a lo grande en vuestra alma que el superhombre os resultará temible
en su bondad!”
De este pasaje, y no de otro, hay que partir para comprender lo que Zaratustra quiere: esa
especie de hombre concebida por él concibe la realidad tal como ella es: es suficientemente
fuerte para hacerlo, no es una especie de hombre extrañada, alejada de la realidad,
es la realidad misma, encierra todavía en sí todo lo terrible y problemático de ésta, sólo
así puede el hombre tener grandeza.
6
Pero también en otro sentido diferente he escogido para mí la palabra “inmoralista” como
distintivo, como emblema de honor; estoy orgulloso de tener esa palabra para distinguirme
de la humanidad entera. Nadie ha sentido todavía la moral cristiana como algo
situado por debajo de sí: para ello se necesitaban una altura, una perspectiva, una
profundidad y una hondura psicológicas totalmente inauditas hasta ahora. La moral
cristiana ha sido hasta este momento la Circe de todos los pensadores; éstos se hallaban a
su servicio. ¿Quién, antes de mí, ha penetrado en las cavernas de las que brota el
venenoso aliento de esa especie de ideal -¡la difamación del mundo!? ¿Quién se ha
atrevido siquiera a suponer que son cavernas? ¿Quién, antes de mí, ha sido entre los filósofos
psicólogo y no más bien lo contrario de éste, «farsante superior», «idealista»?
Antes de mí no ha habido en absoluto sicología. Ser en esto el primero puede ser una
maldición, es en todo caso un destino: pues se es también el primero en despreciar. La
náusea por el hombre es mi peligro.
7
¿Se me ha entendido? Lo que me separa, lo que me pone aparte de todo el resto de la
humanidad es el haber descubierto la moral cristiana. Por eso necesitaba yo una palabra
que tuviese el sentido de un reto lanzado a todos. No haber abierto antes los ojos en este
asunto representa para mí la más grande suciedad que la humanidad tiene sobre la conciencia,
un autoengaño convertido en instinto, una voluntad de no ver, por principio,
ningún acontecimiento, ninguna causalidad, ninguna realidad, un fraude in psychologicis
[en cuestiones psicológicas] que llega a ser un crimen. La ceguera respecto al
cristianismo es el crimen par excellence, el crimen contra la vida. Los milenios, los
pueblos, los primeros y los últimos, los filósofos y las mujeres viejas –exceptuados cinco,
seis instantes de la historia, yo como séptimo–, todos ellos son, en este punto, dignos
unos de otros. El cristiano ha sido hasta ahora el «ser moral», una curiosidad sin igual y
en cuanto «ser moral» ha sido más absurdo, más mendaz, más vano, más frívolo, más
perjudicial a sí mismo que cuanto podría haber soñado el más grande despreciador de la
humanidad. La moral cristiana, la forma más maligna de la voluntad de mentira, la
auténtica Circe de la humanidad: lo que la ha corrompido. Lo que a mí me espanta en este
espectáculo no es el error en cuanto error, ni la milenaria falta de «buena voluntad», de
disciplina, de decencia, de valentía en las cosas del espíritu, manifestada en la historia de
aquél: ¡es la falta de naturaleza, es el hecho absolutamente horripilante de que la
antinaturaleza misma, considerada como moral, haya recibido los máximos honores y
haya estado suspendida sobre la humanidad como ley, como imperativo categórico!
¡Equivocarse hasta ese punto, no como individuo, no como pueblo, sino como
humanidad! Que se aprendiese a despreciar los instintos primerísimos de la vida; que se
fingiese mentirosamente un «alma», un «espíritu», para arruinar el cuerpo; que se
aprendiese a ver una cosa impura en el presupuesto de la vida, en la sexualidad; que se
buscase el principio del mal en la más honda necesidad de desarrollarse, en el egoísmo
riguroso (¡ya la palabra misma es una calumnia!); que, por el contrario, se viese el valor
superior, ¡qué digo!, el valor en sí, en los signos típicos de la decadencia y de la
contradicción a los instintos, en lo «desinteresado», en la pérdida del centro de gravedad,
en la «despersonalización» y «amor al prójimo» (¡vicio del prójimo!). ¡Cómo! ¿La
humanidad misma estaría en décadence? ¿Lo ha estado siempre? Lo que es cierto es que
se le han enseñado como valores supremos únicamente valores de décadence. La moral
de la renuncia a sí mismo es la moral de decadencia par excellence, el hecho «yo
perezco» traducido en el imperativo: «todos vosotros debéis perecer» ¡y no sólo en el
imperativo! Esta única moral enseñada hasta ahora, la moral de la renuncia a sí mismo,
delata una voluntad de final, niega en su último fundamento la vida. Aquí quedaría
abierta la posibilidad de que estuviese degenerada no la humanidad, sino sólo aquella
especie parasitaria de hombre, la del sacerdote, que con la moral se ha elevado a sí mismo
fraudulentamente a la categoría de determinante del valor de la humanidad, especie de
hombre que vio en la moral cristiana su medio para llegar al poder. Y de hecho, ésta es
mi visión: los maestros, los guías de la humanidad, todos ellos teólogos, fueron todos
ellos también décadents: de ahí la transvaloración de todos los valores en algo hostil a la
vida, de ahí la moral. Definición de la moral: moral - la idiosincrasia de décadents, con la
intención oculta de vengarse de la vida, y con éxito. Doy mucho valor a esta definición.
8
¿Se me ha entendido? No he dicho aquí ni una palabra que no hubiese dicho hace ya
cinco años por boca de Zaratustra. El descubrimiento de la moral cristiana es un acontecimiento
que no tiene igual, una verdadera catástrofe. Quien hace luz sobre ella es una
force majeure [fuerza mayor], un destino, divide en dos partes la historia de la
humanidad. Se vive antes de él, se vive después de él. El rayo de la verdad cayó
precisamente sobre lo que más alto se encontraba hasta ahora: quien entiende qué es lo
que aquí ha sido aniquilado examine si todavía le queda algo en las manos. Todo lo que
hasta ahora se llamó «verdad» ha sido reconocido como la forma más nociva, más
pérfida, más subterránea de la mentira; el sagrado pretexto de «mejorar» a la humanidad,
reconocido como el ardid para chupar la sangre a la vida misma, para volverla anémica.
Moral como vampirismo. Quien descubre la moral ha descubierto también el no-valor de
todos los valores en que se cree o se ha creído; no ve ya algo venerable en los tipos de
hombre más venerados e incluso proclamados santos, ve en ellos la más fatal especie de
engendros, fatales porque han fascinado. ¡El concepto «Dios», inventado como concepto
antitético de la vida en ese concepto, concentrado en horrorosa unidad todo lo nocivo,
envenenador, difamador, la entera hostilidad a muerte contra la vida! ¡El concepto «más
allá», «mundo verdadero», inventado para desvalorizar el único mundo que existe para no
dejar a nuestra realidad terrenal ninguna meta, ninguna razón, ninguna tarea! ¡El
concepto «alma», «espíritu», y por fin incluso «alma inmortal», inventado para despreciar
el cuerpo, para hacerlo enfermar –hacerlo «santo»–, para contraponer una ligereza
horripilante a todas las cosas que merecen seriedad en la vida, a las cuestiones de
alimentación, vivienda, dieta espiritual, tratamiento de los enfermos, limpieza, clima! ¡En
lugar de la salud, la «salvación del alma» es decir, una folie circulaire [locura circular]
entre convulsiones de penitencia e histerias de redención! ¡El concepto «pecado»,
inventado, juntamente con el correspondiente instrumento de tortura, el concepto «voluntad
libre», para extraviar los instintos, para convertir en una segunda naturaleza la
desconfianza frente a ellos! ¡En el concepto de «desinteresado», de «negador de sí
mismo», el auténtico indicio de décadence, el quedar seducido por lo nocivo, el ser
incapaz ya de encontrar el propio provecho, la destrucción de sí mismo, convertidos en el
signo del valor en cuanto tal, en el «deber», en la «santidad», en lo «divino» del hombre!
Finalmente –es lo más horrible– en el concepto de hombre bueno, la defensa de todo lo
débil, enfermo, mal constituido, sufriente a causa de sí mismo, de todo aquello que debe
perecer, invertida la ley de la selección, convertida en un ideal la contradicción del
hombre orgulloso y bien constituido, del que dice sí, del que está seguro del futuro, del
que garantiza el futuro hombre que ahora es llamado el malvado. ¡Y todo esto fue creído
como moral! - Écrasez Pinfáme! [Aplastada la infame].
9
¿Se me ha comprendido? - Dioniso contra el Crucificado.

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