El Misterio del Mary Celeste
Alfonso Álvarez Villar
Se alzó una calma chicha. Sólo los sobrejuanetes se hinchaban un poco. Pendían como higos pasos las blancas túnicas del trinquete y del palo mayor.
Alfonso Álvarez Villar
Se alzó una calma chicha. Sólo los sobrejuanetes se hinchaban un poco. Pendían como higos pasos las blancas túnicas del trinquete y del palo mayor.
La señora Smithsons se desabrochó subrepticiamente un botón del corpiño y se abanicó nerviosamente.
Toda la tripulación se hallaba en cubierta. Algunos pasajeros jugaban a las cartas convirtiendo en mesa un barril. Otros se paseaban de proa a popa.
La señora Smithsons y su esposo salieron del camarote y se apoyaron en la barandilla del puente de proa, allí donde los foques latían aún como corazones moribundos.
La señora Smithsons era una bonita rubia nacida en Carolina del Sur. Recién casada con el propietario de una extensa plantación de algodón y de tabaco en Virginia, había decidido hacer el viaje de luna de miel en Europa y visitar, sobre todo, París.
El sol era ya una oblea sangrienta en el horizonte. Bandadas de peces voladores festoneaban el agua alrededor del bergantín Mary Celeste.
—¡Una serpiente de mar, capitán! —chilló, de repente, la anciana señora Mary Yerby, calándose aún con más fuerza sus antiparas.
—¡Señora! ¡Sólo es una manada de delfines! —se burló el capitán Thomas Hopkins.
Durante unos minutos corrieron por el puente una serie de chascarrillos a costa de la credulidad de la anciana.
Había caído la noche. Minúsculas olas hacían «chap-chap» sobre la obra viva del bergantín.
—Esta calma nos va a retrasar la llegada a Funchal —comentó, fastidiado, el capitán a su piloto.
—Nunca había conocido una calma así durante esta época —contestó el piloto.
—Sí, es muy raro.
El ron y el whisky corrían generosamente entre los veinte pasajeros y los diez marineros. Se habían encendido varios quinqués para iluminar sendas timbas. Un neoyorquino atacaba una polka con su violín y varias parejas, entre ellas los Smithsons, bailaban jaleándose y riendo.
—¡La tripulación del Mary Celeste invita a los señores pasajeros a un ponche! —gritó el capitán, y todos aplaudieron.
Brotó una llama azul de la gigantesca olla y el líquido fue repartido mediante unos cacillos
.
Sólo el reverendo John Moore paseaba huraño por el puente, mostrando su desagrado ante tanto libertinaje.
Sólo el reverendo John Moore paseaba huraño por el puente, mostrando su desagrado ante tanto libertinaje.
—¿No os dais cuenta que esta calma chicha nos la envía el Maligno? —sermoneaba.
Los Smithsons, fatigados del baile, se retiraron unos instantes. Con las manos entrelazadas se dirigieron a popa. Un hato de maromas les sirvió de asiento. Comenzaban a chirriar los estays; buena señal indicando que iba a desaparecer la calma chicha.
—¡Mira hacia allí! ¿Qué puede ser eso?
—Quizá un volcán.
—Pero el único volcán que se halla en esta zona del Atlántico es el Teide, y las Canarias se hallan a muchos cientos de millas de aquí.
—Corramos a avisar al capitán.
Un punto luminoso, como una cerilla, se había encendido en el horizonte.
Thomas Hopkins, el piloto, y el contramaestre, ya estaban enfocando aquel punto con largos catalejos.
Había dejado de sonar el violín. Los pasajeros se arracimaban en la banda de estribor.
—Sería interesante, capitán, que echásemos un vistazo —dijo uno.
—¡La tripulación del Mary Celeste invita a los señores pasajeros a visitar un volcán! —bromeó el señor Bronston, que estaba medio borracho.
Se alzó una potente brisa y las velas se hincharon como buñuelos.
—¡Caña a estribor! —rugió el capitán.
La nave empezó a cabecear. La proa iba cortando un camino de vidrio negro.
—Nos acercaremos hasta una prudente distancia. Luego viraremos a babor e informaremos a las autoridades portuguesas —comentó con el piloto, que controlaba el timón.
—Señor, ¿y los maremotos?
—Es un riesgo que corremos, pero muy poco probable. Creo que vale la pena.
La cabeza de la cerilla se había transformado en una roja cereza. Una senda de sangre llegaba hasta el Mary Celeste.
—Debe ser una fisura submarina —argumentó el profesor Thorndike, agregado de la Universidad de Harvard.
—De todas maneras, una vista apasionante —añadió una dama algo achispada.
Hopkins volvió a utilizar el catalejo. Lo dejó caer. Las manos le temblaban.
—¡Santo Dios! ¡No es un volcán! Parece una cara, una cara gigantesca que nos está mirando.
—Viremos en redondo, capitán. Esto me da muy mala espina.
—Desgraciadamente, ya no nos es posible. La cara, o lo que sea, se está acercando a nosotros.
La cereza era ahora, en efecto, una mandarina. Parecía hervir el agua en torno a ella. A simple vista se divisaban dos horrendos ojos, una boca contenida en un rictus sarcástico y una nariz de la que brotaba un chorro de humo azulado.
Los tripulantes gemían de terror. Se habían disipado de los cerebros las brumas etílicas. El reverendo John Moore declamaba en voz alta trozos enteros de su Biblia.
—Su rostro es el de un ser que sufre una condenación eterna —comentó la señora Smithsons a su marido.
—Sí, es un rostro infinitamente bello e infinitamente feo a la par.
El sacerdote llegó hasta el arranque del botalón e hizo la señal de la cruz. La faz rojiza del fantasma le hacía brillar la cruz de plata como una chispa de meteoro.
Se oyó una gigantesca carcajada que sonó como un trueno y que encrespó las olas. Después, la cara explotó en una pirotecnia de fuegos fatuos que caían al mar, iluminándolo.
Las aguas se alzaban ahora formando figuraciones fúngicas. Era un mar de setas, de rosas, de pétalos congelados y luciendo la panoplia toda de la paleta de un pintor. Eran castillos de robustos matacanes, puentes aéreos que se comunicaban con palacios de ensueño. Bajaban y subían ríos de espuma, corrientes de lava ígnea.
El Mary Celeste había quedado atrapado por una de esas corrientes y se deslizaba como un vagón de tobogán, rompiendo con la cofa del palo mayor sépalos de orquídea, techumbres de palosanto y de blanca yesería taraceada.
El río de espuma volvió a desembocar en el mar abierto. Sólo que no se veía el mar. Se divisaba, a varios kilómetros de altura, el fondo submarino con sus mesetas y sus montañas. Entre medias, sombras de monstruos pelágicos: ictiosaurios largos como un convoy de tren, ballenas tapizadas de algas y arrastrándose como moles rocosas.
El agua brillaba como un rubí infinitamente translúcido. El capitán dejó caer un barrilete unido a una maroma y la madera no se hundió: flotaba sobre una superficie invisible, como la de los lagos de las cavernas profundas.
Chispas de oro se alzaban a lo largo de los costados del bergantín goleta. Descargas de color azul trazaban trayectos varicosos en torno al trinquete y al palo mayor. La gavia alta quedó, una vez más, transfigurada como el sudario de Cristo.
El pastor presbiteriano seguía conjurando a los espíritus infernales.
—¡Arriad las velas! —ordenó el capitán, aprovechando el momento de calma.
Y es que el barómetro comenzaba a descender vertiginosamente. En cuanto a la brújula, había enloquecido y un nubarrón más negro que la misma noche comenzaba a velar las constelaciones.
—¡Todos a sus camarotes! —volvió a gritar el capitán con su megáfono.
Sólo él quedó sobre cubierta, atado al pivote del timón con gruesas amarras.
Un soplo huracanado tensó como cuerdas de violín los obenques. Se alzó una ola de diez metros y barrió el navío de punta a punta. Se desencadenó el poema dodecafónico de la tormenta. El barco subía y bajaba como el corcho de un pescador. La espuma dejaba amargas hebras en los mostachos del capitán.
El bergantín subió a lomos de una ola, pero en vez de volver a bajar fue catapultado hacia arriba, salvando el valle que separaba una ola de la siguiente.
El Mary Celeste entró como un cuchillo en la carne fofa de otra muralla líquida. Fue un solo instante, que le dejó a Hopkins la impresión que una montaña había estado gravitando, un par de segundos, sobre sus hombros. El barco no parecía haber sufrido desperfectos.
Volaba ahora el Mary Celeste muy por encima de la superficie del mar. Hopkins se desató de su maroma y miró hacia abajo. Las olas parecían ser más pequeñas que los círculos que traza en su estanque la pedrada de un niño. Veía sus coronas de espuma y sentía bajo la carena del bergantín la ira del huracán.
El navío seguía ascendiendo. Atravesó primero el denso nubarrón que descargaba toda su agua hacia el mar. Vio rayos rojos y azules que caían a babor y estribor del Mary Celeste. Luego, la paz. La Luna brillaba hacia el nadir.
Los tripulantes empezaban a aparecer en cubierta.
—¿Qué ocurre, capitán?
—Simplemente, que volamos en vez de navegar.
Ya nadie se extrañaba de nada. El absurdo se había adueñado del barco.
—¿Y hacia dónde nos dirigimos?
—Parece que hacia la Luna.
—Pero moriremos por privación de oxígeno.
—En teoría, sí. Pero están ocurriendo cosas que escapan a las leyes científicas...
Y no estaba exenta de terror aquella aseveración.
La corriente aérea les empujaba cada vez con más fuerza. Las velas se habían desplegado solas y el barco aceleraba más. Se veía ahora la Tierra como un globo azul oscuro teñido de rosa en cuarto menguante.
El asombro entumecía las lenguas.
La Luna era ya un mascarón de yeso o el rostro de la momia de un muerto de viruela.
—Copérnico, Tycho Brahe... —mostraba el profesor de Harvard a su compañera y a los señores Smithsons, prestándoles un pequeño catalejo.
Volcanes hasta entonces no hollados por pies humanos, llanuras grises y desoladas aparecían ahora como al alcance de la mano.
—Mar de la Serenidad, Mar de la Tranquilidad, Mar de las Lluvias... —seguía indicando el joven profesor.
Pero se detuvo y todos miraron con terror unos torbellinos de fuego que salían de los volcanes lunares.
Los torbellinos se iban transformando en gigantescos guerreros de rostro sombrío que blandían espadas de acero.
—¡De nuevo los espíritus malignos! ¿No se apiadará el Señor de su grey? —volvió a gemir el sacerdote.
—¡Todos de rodillas! —ordenó el capitán—. ¡Rezad con el padre Moore!
Los versículos del Libro de Job brotaban del bergantín como la música de las esferas.
Pero los demonios no parecían haber reparado en el barco. Pasaban a varios miles de kilómetros de distancia y se dirigieron hacia el Sol, que se destacaba como una bola de oro en el dosel negro y cubierto de estrellas de la noche sideral.
Pero no llegaron muy lejos. Porque del Astro Rey surgieron unos puntos luminosos que al acercarse se transformaron en hoplitas de dorada cabellera, loriga de púrpura y yelmo radiante. Empuñaban espadas de oro y eran tan bellos que todos los corazones humanos se pararon en diástole.
—¡Son los ángeles! ¡Dios ha escuchado, por fin, nuestras preces! —exclamó el reverendo.
Se trabó una espantosa batalla. Al chocar las espadas salía despedido un rosario de meteoros. Cada tajo en la carne se convertía en polvo cósmico del color de la leche. Se oía como los rugidos de una tormenta.
Por fin, los guerreros demoníacos se consideraron vencidos y volvieron a sus volcanes lunares.
Bajo la dirección del pastor, los tripulantes estaban cantando un Hosanna.
Uno de los ángeles se acercó al Mary Celeste. Su rostro resplandecía como el propio Sol. Quedaron agarrotadas las gargantas.
Tendió el Espíritu Superior su espada como un puente de oro y, con un gesto, les invitó a abandonar el barco.
Saltó primero el sacerdote, danzando como el rey David en su primera entrada triunfal en Jerusalén. Le seguía el resto de la tripulación, exceptuando al capitán.
—¡Véngase con nosotros, Thomas Hopkins! —le suplicó la señora Smithsons, que reía como una adolescente.
—No debo, señora. Tengo que llevar el barco a Génova.
En aquellas alturas, la palabra «Génova» sonaba a lugar irreal.
Retumbó un trueno y el Mary Celeste fue cayendo como una gaviota herida hasta posarse en la superficie del mar.
Cuando Hopkins despertó, habían pasado dos días. El barco, con todas sus velas desplegadas, navegaba hacia las azores. El cargamento, de mil setecientos litros de alcohol, estaba intacto...
Sólo faltaban los marineros y el pasaje.
—Bien. Diremos que todos han perecido en una tempestad. Destrozaremos algún velacho o juanete para que me crean. Porque me tomarían por loco si les dijese la verdad. Añadiré también que el resto de la gente abandonó el barco en una chalupa al presentarse a bordo un caso de cólera.
Rompió, pues, las amarras de la chalupa y la dejó caer al mar, con el fondo agujereado y lastrado.
El barco estaba atravesando el Mar de los Sargazos, una extensa franja del Atlántico en la que crecen algas de, a veces, docenas de metros de longitud.
Era de noche y el timón chirriaba. Dormiría allí mismo, con la rueda bien trabada.
Sintió un latigazo en la mejilla derecha. Se levantó de un salto y vio, aterrado, como se bamboleaban sobre cubierta cientos de tallos de algas que parecían dedos de una criatura racional.
—Se ve que este barco está endemoniado. Ahora yo soy la última víctima.
Y atenazó el machete que llevaba consigo.
Luchó como un energúmeno contra las sierpes vegetales que intentaban asirle.
Las algas cambiaron de táctica: empezaron a tirar del bergantín hacia abajo. Eran miles de maromas las que hacían fuerza. El Mary Celeste ahora se hundía...
—Espero que ahí abajo también pueda respirar —comentó para sí el capitán.
Bogaba ahora a través de un domo de cristal. Bandadas de peces doblaban las múltiples ramificaciones de las algas. Vio también a numerosos ahogados cubiertos de pólipos y crustáceos, carcazas de barcos de todas las épocas.
Las algas, que hacían el papel de cables tractores, arrastraron al Mary Celeste a una planicie en donde reposaba, escorado, otro bergantín. Y Hopkins se estremeció: era el Mary Celeste, cuyo nombre, grabado en cobre sobre la proa, reconoció. Y vio una fecha, la de 1885, es decir, ocho años en el futuro.
Es decir, el Mary Celeste, el barco por cuya salvaguardia él había renunciado a la gloria, yacería dentro de ocho años en algún lugar del océano. Pero él había sido un hombre honrado: intentó devolver el importe de la carga y el barco a sus propietarios. Algún día Dios tendría en cuenta ese gesto.
La nave volvió a emerger como un rápido pez de las profundidades. El sol brillaba ahora con más fuerza. Funchal distaba tan sólo unas cien millas.
Aquella noche comenzó a delirar. Se sentía ya en Funchal. Bajó la pasarela y cayó al mar. Sólo se dio cuenta de su error cuando empezó a notar los primeros síntomas de la asfixia.
Unas manos le alzaron. Abrió los ojos y se admiró de la extraña forma de la embarcación que le había recogido. No era ni siquiera un vapor, sino un pequeño navío de difícil clasificación que ronroneaba como un gato, enfilando las olas a gran velocidad.
—¿Y el Mary Celeste? —preguntó a un individuo vestido con pequeños pantalones cortos y camiseta a rayas.
—¿El Mary Celeste? No hemos visto a ningún barco que se llame así. Le recogieron a usted abrazado a un tonel. Estuvo a punto de morir ahogado.
Y era inútil discutir con aquel hombre, que ese año era 1872 y no 1975 como alegaba el otro; que debían distar pocas millas de las Azores y no de las costas de Alicante. Era inútil porque él, el capitán del Mary Celeste, que fue hallado desierto entre las aguas de las Azores y España en el año 1872, y que luego se hundió cerca de Cuba en 1885 (según se enteró unos cien años después), estaba loco de remate.
En efecto, diagnosticado de esquizofrenia paranoica, murió en Nueva York en el año 1980.
F I N
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