SI VIENE DAMON
Charles L. Grant
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La niebla, hálito nocturno del río, se arremolinaba sin un susurro en la tupida
copa de un olmo y rodeaba sin un crujido la base de una chimenea; acariciaba las
luces de los porches y, al pasar, las velaba; caía sobre las farolas de las calles y, en su
caída, hacía borrosa su luz. La niebla llegó con la medianoche y permaneció hasta el
alba, sin que un soplo de viento acudiera a devolver su brillo a las luces.
Frank se estremeció y apretó más el cuello de su gabardina, asiéndolo
firmemente con una mano mientras con la otra se limpiaba las gotas de agua que
resbalaban de su cabello, corto y moreno. Emitió un silbido penetrante pero, pese a
su gran atención, no apreció respuesta alguna, ni siquiera un eco. Pisó el suelo con
fuerza para sacudirse el frío de la noche otoñal y se encaminó a la siguiente esquina.
Escrutó la niebla y no divisó nada. Frank sabía que el gato se había ido. Lo había
sabido desde el mismo instante en que viera el platillo todavía rebosante de leche en
el porche de atrás. Junto al platillo estaba Damon, sentado con las manos asidas, las
rodillas rígidamente apretadas una contra otra y los codos pegados a los costados.
Damon estaba aterido pero se negaba a reconocerlo y Frank se había limitado a
alborotar el suave cabello castaño de su hijo y a apretarle el hombro antes de pasar a
la cocina a decirle adiós a su esposa.
Y ahora... Ahora deambulaba por las calles de Oxrun Station en busca de un
animal que sólo había visto una vez, un siamés cruzado de rostro blanco como la
leche, silbando como un tonto temeroso de la oscuridad y buscando la nota que haría
volver corriendo al animal.
Y, mientras caminaba, Frank recordó con desagrado aquella noche de un año
atrás, cuando tras haber bebido demasiado en la fiesta de unos amigos, había
iniciado unos cuchicheos amorosos de más en el oído de una chica, y había
terminado en una esquina de la calle con una mujer a la que sólo conocía
ligeramente. Se habían besado con largura e intensidad y, cuando sus bocas se
separaron, Frank se había vuelto y se había encontrado con Damon, que le miraba
fijamente. El chico había dado media vuelta, había salido a escape, y Frank había
permanecido la mayor parte de la noche fuera, sin saber qué habría oído Susan y
temiendo, sobre todo, lo que Damon pudiera pensar.
Enfrentarse de nuevo al muchacho había sido algo más que horrible, pero
Damon había actuado como si nada hubiese sucedido; después, la sensación de
culpabilidad había ido desapareciendo con el paso de los meses, junto con la
incógnita sin resolver de por qué el muchacho estaba en la calle a aquella hora.
Frank volvió a silbar. Se puso en cuclillas y chasqueó los dedos en dirección a
unos tupidos matorrales en sombras. Volvió a incorporarse y emitió un profundo
soplido. No había ningún gato, ningún coche a la vista y, finalmente, se rindió al
dolor de pies y de espalda y se encaminó a su casa, con paso apresurado. Vio la
niebla que se extendía en el camino ante él, y la dejó rápidamente atrás cruzándola
con decisión.
No era justo, pensó, con las manos hundidas en los bolsillos y los hombros
encogidos como si esperara que le cayera encima un golpe. Damon, con sus escasos
ocho años de edad, había perdido ya dos perros bajo las ruedas de sendos
automóviles, un canario a causa de una enfermedad cuyo nombre ni siquiera era
capaz de pronunciar correctamente, y dos hermanitos, nacidos muertos... El niño iba
a ser problemático. Realmente, empezaba a serlo, con sus lamentos y sus lágrimas
siempre que llegaban las vacaciones y proyectaban algún viaje.
Frank había consultado al doctor Simpson sobre este punto cuando Damon
acababa de cumplir los siete. El médico diagnosticó dependencia emocional; el niño
se asía a las únicas tres cosas de su vida, de su corta vida, que todavía consideraba
permanentes: su hogar, su madre... y Frank.
Y Frank había besado a otra mujer en una esquina y Damon le había visto.
Frank volvió a estremecerse y sacudió la cabeza con rapidez, recordando cómo
el muchacho había aparecido por la oficina al menos una vez al día durante las
anteriores tres semanas, sin decir nada, simplemente quedándose en la acera y
mirando por la ventana. Apenas unos instantes. Lo suficiente para asegurarse de que
su padre seguía allí.
Una vez en casa, pues, Frank se quitó la gabardina y la colgó de la percha, junto
a la puerta. Escuchó una voz, una lejana respuesta y ascendió los escalones de dos en
dos, apresurándose por el pasillo hasta la habitación de Damon, situada junto a la
cocina.
—Lo siento, muchacho —dijo encogiéndose de hombros mientras se hacía un
sitio en un rincón de la cama—. Supongo que se fue a casa.
Damon, una cosita bajo la manta de flores, con aire inocente y tras unas
pestañas largas y rizadas, volvió la cabeza con vehemencia en un gesto de negativa.
—No —respondió—. Esto es la casa. Lo es, papá, de verdad que loes.
Frank se rascó la nuca.
—Bueno, me parece que él no opina exactamente así.
—Quizá se haya perdido, ¿no? Fuera está muy oscuro y da mucho miedo.
Quizá no se atreve a salir del lugar donde se ha refugiado.
—Los gatos jamás... —Frank se detuvo cuando vio la expresión del fino rostro
del pequeño. Entonces asintió y dirigió a éste una contrita sonrisa—: Bien, puede que
tengas razón, hijo. Quizá la niebla le haya desorientado un poco.
La mano de Damon se deslizó en la suya y Frank la apretó mientras pensaba
que el muchacho estaba excesivamente delgado, haciendo que su cabeza pareciera
algo desgarbada.
—Por la mañana —prometió Frank—. Seguiremos por la mañana. Si para
entonces no ha regresado, pediré el día libre y saldremos juntos a buscarlo.
Damon asintió con gesto solemne, retiró la mano y se tapó con la manta hasta la
barbilla.
—¿Cuándo vuelve mamá?
—Dentro de un rato. Hoy es viernes, ¿recuerdas? Los viernes llega siempre
tarde. Y los sábados.
Y también los miércoles y jueves, pensó. Damon asintió otra vez. Cuando Frank
retrocedió hasta la puerta y apagó la luz, el pequeño preguntó:
—Papá, ¿mamá canta bien?
—Como un jilguero, hijo —respondió Frank con una sonrisa—. Como un
jilguero.
Desde la oscuridad, le llegó a Frank la vocecilla:
—Te quiero mucho, papá.
Frank tragó saliva y asintió con un gesto de cabeza, sin darse cuenta de que su
hijo no podía verle.
—Bueno, hijo, a mí también me parece que te quiero. Y ahora será mejor que
descanses un poco.
—Pensé que ibas a perderte en la niebla.
Frank detuvo de inmediato el gesto de cerrar la puerta. También él necesitaba
un buen descanso; aquellas palabras le habían parecido una amenaza.
—Imposible —dijo por último—. Tú siempre saldrías en mi busca, ¿verdad?
—Claro, papá.
Frank sonrió, cerró la puerta y deambuló por la vivienda durante casi media
hora hasta que se descubrió en la cocina, moviendo las manos a los costados en busca
de algo que hacer. Un café. No... Ya había tomado suficiente por aquel día. Sin
embargo, la excursión le había dejado helado, aterido hasta los huesos. Un poco de
leche caliente, quizás. Abrió el frigorífico, observó su interior, sacó una jarra y vació
la mitad de su contenido en un cazo. Colocó éste al fuego y removió la leche con un
dedo cada pocos segundos para comprobar la temperatura. Gato estúpido, pensó;
debería haber una ley que prohibiera hacerle eso a un chiquillo que jamás hería a
nadie, que no tenía nunca a nadie a quien herir.
Se sirvió un vaso de leche, sonriendo al ver que no había derramado una sola
gota, pero no quiso darse la vuelta y mirar el reloj; por el contrario, contempló
fijamente las llamas mientras apuraba el segundo vaso y se preguntó qué sensación
experimentaría si ponía un dedo sobre el fuego. En alguna parte había leído..., creía
haber leído que la zona azulada de la llama, la cercana al centro del fogón, era la más
caliente, y que las otras partes de la llama no eran tan peligrosas. Su mano se
aproximó al fuego, pero finalmente cambió de idea, sin querer arriesgarse a una
quemadura por algo que sólo creía haber leído. Además, tal como estaban las cosas
últimamente, pensó mientras se dirigía al salón, lo más probable era que la
información que creía recordar fuera exactamente la contraria.
Tomó asiento en un sillón junto al televisor, tomó una revista del cesto que tema
al lado y apenas había repasado el índice cuando escuchó cerrarse la portezuela de
un automóvil ante la puerta de la casa. Aguardó, alzó los ojos y sonrió al ver abrirse
la puerta. Susan entró apresuradamente y le mandó un beso con la punta de los
dedos. Formó en sus labios la frase «Vuelvo en un segundo» y corrió escalera arriba.
Susan era mucho más baja que Frank y tenía un cabello negro largo hasta la cintura,
que llevaba suelto para que ondulara al ritmo de su caminar. Llevaba ya algunos
años tomando lecciones de canto y, cuando se trasladaron a Oxrun Station —Damon
contaba entonces cinco años— había encontrado un trabajo como cantante en la
Chancellor Inn. Canciones apasionadas, canciones de amor, baladas lentas, tonadas
picantes; había tenido éxito suficiente como para que la contrataran después de la
primera noche, pero empezaba a cantar tan tarde que Damon no había podido
escucharla todavía. Y, al cabo de seis meses, las dos noches semanales se habían
convertido en cuatro, por lo que Frank se tuvo que acostumbrar a preparar las cenas.
Cuando Susan volvió a aparecer en la escalera, se había quitado el maquillaje y
llevaba puesta una bata verde deslumbrante. Se dejó caer en el sofá situado frente al
sillón de Frank y se frotó las rodillas, los muslos y los brazos.
—Si ese cerdo del batería intenta ponerme las manos encima otra vez, te juro
que le castro.
—Esa no es manera de hablar para una dama —respondió Frank con una
sonrisa—. Si no te andas con cuidado, tendré que castigarte con unos cuantos azotes.
En otros tiempos —hada ya demasiado de eso, pensó Frank— Susan se habría
echado a reír y habrían iniciado un juego que le tendría entretenidos por lo menos
una hora. Sin embargo, últimamente, y sobre todo esa noche, Susan se limitó a
fruncir el ceño como si estuviera tratando con un niño bobo y pesado. Frank hizo
caso omiso del gesto y prestó atención educadamente al relato de la velada de su
esposa, a los chismes sobre los clientes, los cumplidos que le habían dedicado y el
aumento que estaba pidiendo para poder comprarse su propio coche.
—No necesitas ningún coche —dijo Frank sin reflexionar.
—Pero, ¿no te cansas de volver a casa andando cada noche?
Frank cerró la revista y la dejó caer al suelo.
—Los abogados, querida mía, somos una raza sedentaria. El ejercicio me sienta
bien.
—Si no trabajaras hasta tan tarde con esos malditos informes —replicó ella sin
mirarle— y volvieras a la cama a una hora normal, yo te daría todo el ejercicio que
necesitas.
Frank miró la hora. Iban a ser las dos.
—El gato se ha escapado.
—¡Oh, no! —exclamó ella—. Ahora entiendo por qué tienes ese aspecto tan
cansado. ¿Has salido a buscarlo?
Frank asintió y, de pronto, ella se incorporó en el sofá, sentándose con aire
inquieto.
—¿No habrá ido Damon contigo, verdad?
—No. Cuando he vuelto, ya estaba en la cama.
Susan no dijo nada más y se quedó mirándose las uñas. Frank la observó con
atención. Repasó los rizos de su cabello que le caían sobre el rostro y se fijó en la leve
bizquera que revelaba que las lentillas de contacto seguían guardadas en su tocador.
Frank sabía que su mujer había querido decir: «¿No te habrá seguido Damon?». Como
aquella noche bajo la niebla, tras la fiesta; como las repetidas veces ante la oficina;
como las innumerables oportunidades en que el chiquillo parecía simplemente
materializarse en el jardín de la casa, en el parque mientras Frank apuraba un
bocadillo bajo un árbol, en casa de un vecino compañero de juegos, incluso, una
noche en que decía haber tenido una pesadilla y la chica contratada para cuidarle no
quiso hacerle caso.
Como una sombra.
Como una conciencia.
—¿Piensas reemplazarlo? —preguntó Susan. Frank parpadeó—. El gato,
estúpido. ¿Piensas comprarle otro?
Frank negó lentamente con la cabeza.
—Hemos tenido demasiada mala suerte con los animales. No creo que Damon
pudiera asimilar otro golpe.
Susan se levantó del sofá con gesto enérgico y se colocó delante de Frank con
los brazos en jarras, los labios apretados y los ojos como dos rendijas.
—No le haces el menor caso, ¿verdad?
—¿Cómo dices? —repuso él.
—El chiquillo te sigue a todas partes como un perro faldero porque teme
perderte, y tú eres incapaz de comprarle ni siquiera un animal doméstico. Desde
luego, Frank, eres un auténtico caso. Yo me rompo los cascos intentando colaborar
y...
—Con lo que yo gano tenemos suficiente —repuso él rápidamente.
—... y tú pretendes que incluso deje eso —terminó ella.
Frank se puso de pie, se aproximó a Susan y, empujándola con el cuerpo, la
obligó a retroceder.
—Escucha —añadió con voz tensa—: No me importa si cantas un millón de
canciones a la semana, encanto, pero si eso impide que cumplas adecuadamente tus
tareas en la casa...
—¿Mis... tareas?
—Sí, eso mismo. Haré cuanto esté en mi mano para asegurarme de que estés en
casa cuando se supone que debes estar.
—Estás levantando la voz. Vas a despertar a Damon.
La discusión era habitual y repetida, igual que la furia que ponía en tensión los
músculos de Frank. Sin embargo, esta vez Susan no guardó silencio al observar su
cólera. Siguió haciéndole recriminaciones y Frank ni siquiera se dio cuenta de cómo
su mano se alzaba y cruzaba el rostro de ella con una bofetada. Susan retrocedió un
paso, tambaleándose, dio media vuelta para salir de la estancia, y se detuvo.
Damon se encontraba al pie de la escalera.
Se estaba chupando el pulgar y contemplaba a su padre.
—Vete a la cama, hijo —dijo Frank con voz tranquila—. No sucede nada.
Durante la semana siguiente, la tensión en casa casi podía cortarse con un
cuchillo. Damon permaneció levantado esos días hasta muy tarde, sentado junto a su
padre y viendo juntos los programas de televisión, o leyendo párrafos de los libros
favoritos del pequeño. Susan permanecía cerca, pero sin intervenir, murmurando
para sí y jugando con su hijo cuando éste abandonaba por unos instantes la
compañía de su padre; no obstante, la sonrisa de la mujer era cada vez más forzada,
su risa era cada vez más nerviosa y a Frank le pareció bastante claro que Damon
estaba simplemente tolerándola, nada más. Aquello le tenía intrigado. Había sido él
quien había golpeado a Susan, y no al contrario, y la lealtad del muchacho debería
haberse decantado, en esta ocasión, del lado de la madre. Sin embargo, no había sido
así. Y también era evidente que Susan se sentía cada día más resentida del hecho.
Cada hora. Cada vez que Damon se acercaba silenciosamente a Frank y pasaba su
manita por la cintura de éste o la colocaba en su palma o en el bolsillo de su
chaqueta.
Damon empezó a aparecer de nuevo por la oficina hasta que, una tarde, Susan
llegó en el coche, frenó con un chirrido junto a la acera, bajó del vehículo y, asiendo
al chiquillo —que pataleaba y agitaba los brazos furiosamente—, lo lanzó
prácticamente sobre el asiento delantero. Frank saltó de su escritorio y corrió a la
puerta del edificio, acercándose al vehículo. Al llegar a él, se puso a golpear los
cristales hasta que Susan bajó la ventanilla de su lado.
—¿Qué diablos estás haciendo? —susurró Frank, dirigiendo una mirada al
muchacho.
—Tú me golpeaste, ¿lo has olvidado? —replicó ella con un susurro—. Y,
además, estás provocando la alienación de afectos en mi hijo.
Frank se enderezó, sorprendido.
—Esas palabras son típicas de abogados, Susan —musitó a continuación.
—No montemos una escena —replicó ella—. Delante del niño, no.
Frank se apartó apresuradamente de la ventanilla mientras el coche se alejaba
de la acera. Con aire ausente, regresó a su escritorio y permaneció allí en silencio, con
una mano en la barbilla y la mirada perdida en la ventana, mientras la tarde caía y
empezaba a soplar una leve brisa. Su secretaria murmuró algo respecto a un caso
cuya vista estaba señalada para la mañana siguiente y Frank asintió hasta que la
muchacha le miró fijamente, tomó el bolso y la gabardina y salió apresuradamente de
la oficina. Frank continuó asintiendo sin advertir que estaba solo. No hacía más que
darle vueltas a su comportamiento, a lo que habían hecho entre él y Susan para llegar
a la situación actual. Debía de ser culpa del espíritu ambicioso de ambos. Era un
conflicto generacional entre las mujeres hogareñas y las mujeres con carreras
profesionales por delante, entre los hombres a la antigua y los que intentaban
asimilar la nueva situación, sin conseguirlo del todo. Pero él, se dijo Frank, lo había
intentado... o, al menos, eso había creído hasta que los platos empezaron a
amontonarse en el fregadero y el polvo empezó a cubrir los muebles y el pequeño
Damon preguntó si su madre cantaba bien.
Siempre eran los niños quienes salían perjudicados, pensó Frank con gran
irritación.
Esa fue la idea que le guió a principios de diciembre, cuando tuvieron
preparados los papeles para la separación y, de pie en el porche delantero de la casa,
vio desaparecer de Oxrun Station a su mujer y a su hijo, montados en el coche en
dirección sur, hacia la ciudad. Damon había pegado el rostro al parabrisas trasero en
esa ocasión, aplastando las manos y la nariz contra el cristal con el cabello caído
sobre la frente, y le había dicho adiós con la mano.
Te quiero, papá.
Frank se pasó una mano por la nariz y entró en la casa. Buscó alguna botella de
whisky u otro licor y, al no encontrar ninguna, se encaminó directamente a la cama,
desde donde contempló cómo la luz de la luna formaba sombras monstruosas en las
cortinas.
—Papá —había preguntado el chiquillo—, ¿tengo que ir con mamá?
—Me temo que sí. El juez..., bueno, el juez es quien mejor sabe qué hacer en
estos casos, créeme. No te preocupes, Damon. Nos veremos por Navidad. No falta
mucho para eso.
—No me gusta, papá. Me escaparé.
—¡No! Tienes que hacer lo que te diga tu madre, ¿me oyes? Pórtate bien y ve a
la escuela cada día. Yo... te llamaré siempre que pueda.
—La ciudad no me gusta, papá. Quiero quedarme aquí, en Oxrun Station.
Frank no respondió nada.
—Es por esa mujer, ¿verdad?
Frank había levantado la cabeza, pero Susan seguía vuelta de espaldas,
inclinada sobre la maleta que se resistía a cerrarse después de haberse abierto en
pleno transporte, junto a la puerta principal de la casa.
—¿A qué te refieres? —repuso Frank con tono hosco.
—Ya me has oído —murmuró Damon como si nada—. No debiste haber hecho
aquello.
Cuando Susan se incorporó al fin, su sonrisa era grotesca.
Y, al alejarse, Damon le había dicho a su padre: «Te quiero, papá».
Frank se levantó temprano, preparó el desayuno y se detuvo a contemplar el
jardín, apoyado en el quicio de la puerta trasera. Había vuelto a caer la niebla, hecho
nada inusual en aquella época en que la metereología de Connecticut pugnaba por
alcanzar la estabilidad invernal. Pero mientras apuraba el café pensando en lo grande
que se había vuelto la casa —enorme y vacía—, apreció algo que se movía junto al
cerezo, en mitad del jardín. La niebla se arremolinó en torno a la casa, pero Frank
estaba seguro de que...
Abrió la puerta de golpe y gritó:
—¡Damon!
La niebla se hizo más densa y Frank movió la cabeza. Tranquilo, se dijo.
Todavía no has perdido la razón.
Pasaron días.
Y noches.
Llamaba por teléfono a Susan con regularidad, dos veces por semana a horas
preestablecidas. Sin embargo, cuando llegaron las Navidades y terminó el año, Susan
se mostró cada vez más adusta y el niño cada vez más hosco.
—Ahora saca buenas notas, Frank. Me ocupo especialmente de ello.
—Pues no me ha parecido que estuviera nada contento.
—Ha perdido un poco de peso, eso es todo. Padece resfriados con gran
facilidad. Y le cuesta un poco adaptarse a la ciudad, Frank.
—A Damon no le gusta vivir ahí.
—Es su casa y le gustará, ya lo verás.
A mediados de enero, Susan dejó de contestar el teléfono y finalmente,
desesperado, Frank llamó a la escuela, donde le dijeron que Damon llevaba casi una
semana internado en un hospital. Según le dijeron, parecía tratarse de algún tipo de
neumonía.
Cuando esa noche llegó al hospital, la sala de espera estaba llena de mujeres de
ropas oscuras, con pañuelos y gabardinas, que gemían u susurraban por lo bajo,
entre sollozos. Susan estaba de pie junto a la ventana, contemplando las luces de la
ciudad, mucho más frías que las estrellas. Cuando oyó a Frank a su espalda, Susan
permaneció inmóvil, sin volverse. Tampoco respondió cuando él le exigió
explicaciones de por qué no le había contado lo sucedido. Frank la asió por el
hombro y la obligó a dar la vuelta; Susan tenía los ojos hinchados y el rostro moteado
de huellas encarnadas debidas al frío.
—Está bien —exclamó ella al fin—, está bien, Frank. No quería preocuparte.
—¿De qué diablos estás hablando?
—Si Damon te veía, habría querido regresar contigo a Oxrun Station —dijo al
tiempo que entrecerraba los ojos—. ¡Su casa está aquí, Frank! Tiene que aprender a
vivir en ella.
—Acudiré a un abogado.
—Hazlo —replicó ella con una sonrisa—. Hazlo, Frank.
No tuvo que recurrir a aquel extremo. Al cabo de pocos minutos, consiguió ver
a Damon unos instantes, pero no pudo quedarse mucho tiempo. El chiquillo estaba
bajo una luz mortecina y resultaba casi invisible. Estaba demasiado delgado para
parecer real bajo la tienda de oxígeno, entre tantos tubos y monitores... Era
demasiado frágil, había dicho el doctor en tono profesional y conciliatorio, y había
permanecido demasiado tiempo en aquel estado de debilidad. Frank recordó la
noche en que el gato se había escapado. Al ver a Damon sentado en la escalera del
porche junto al platillo de leche, también él había pensado que el chiquillo estaba
demasiado delgado, pero no le había dado demasiada importancia al hecho.
Frank regresó después de los funerales, desaparecida ya toda su furia. Había
acusado a Susan de asesinato, perfectamente consciente de que se trataba de una
estupidez pero sintiéndose mucho mejor tras ello en su fuero interno. Después, se
había disculpado y, de momento, le habían perdonado.
Frank había bajado del tren, había llorado desconsoladamente, había tomado
aliento y había decidido seguir viviendo.
Al día siguiente, regresó a la oficina, amontonó un puñado de carpetas sobre el
escritorio y se ocultó tras ellas la mayor parte de la mañana. Sólo levantó la mirada
en una ocasión, mientras su secretaria intentaba exponerle la propuesta de un nuevo
cliente. Tras la muchacha, alcanzó a ver la forma difusa de su hijo al otro lado de los
cristales.
—Damon —murmuró.
Apartó a un lado a la secretaria y corrió al exterior del edificio. La niebla
envolvía de blanco la calle y no logró ver nada, ni siquiera el parpadeo del semáforo
en ámbar en la siguiente esquina.
Inmediatamente después del almuerzo, marcó el número de Susan. Miró con
furia el auricular al ver que no respondía nadie y volvió a depositarlo en la horquilla.
Se sentía confuso.
—Tiene mal aspecto, jefe. Está muy pálido —murmuró con aire comedido la
secretaria, al tiempo que señalaba con un lápiz hacia su escritorio—. Ya ha terminado
el trabajo de hoy. ¿Por qué no se marcha a su casa y se acuesta? Ya cerraré yo, no se
preocupe.
Frank sonrió, se volvió mientras la muchacha le sostenía el abrigo, le acarició la
mejilla... y se quedó helado.
Damon estaba junto a la ventana.
No podía ser, se dijo a sí mismo: Damon estaba muerto.
Se tomó dos días de descanso, volvió al trabajo y se perdió en una batalla sobre
una validación de testamento decidida por un juez al cual consideraba cuando
menos senil, siendo caritativo. Intentó localizar nuevamente a Susan, y siguió sin
tener respuesta.
Y Damon no le dejó en paz.
Cuando había niebla, lluvia, nubes y viento... él aparecía junto a la ventana,
junto al cerezo o en el rincón más oscuro del porche.
Frank sabía que la culpa era suya por no haber luchado lo suficiente para
mantener a su hijo consigo. Estaba convencido de que, con él, el chiquillo aún estaría
con vida. En todas partes veía el rostro de Damon y volvía a acusarse de no haber
correspondido nunca al gran amor que el pequeño le había profesado.
A finales de febrero, resolvió que era el momento de hacer una visita amistosa a
un médico que tenía su consulta en el mismo edificio donde él trabajaba. Ya no se
trataba solamente de los rostros que se le aparecían (pues, de algún modo, se había
acostumbrado ya a ellos y se había convencido de que con el tiempo desaparecerían),
sino de lo que había descubierto una mañana en la nieve recién caída en el jardín;
junto al cerezo, perfectamente visibles, descubrió las huellas de pasos de un
muchacho. Sin embargo, cuando consiguió arrastrar al médico hasta el lugar para
mostrárselas, las huellas habían desaparecido.
—Tiene toda la razón, Frank. Se siente usted culpable, pero no por el chiquillo
en sí. Las normas y sentencias de la mayor parte de los jueces son muy claras, y no
podía esperar que le concedieran la custodia a la vista de la edad del pequeño. Usted
sigue preocupado por esa mujer que besó en el callejón y por el hecho de que su hijo
le descubriera. También le preocupa pensar que, de algún modo, podría haber
salvado su vida aunque los médicos le hubiesen desahuciado. Finalmente, se siente
usted culpable de no haberle podido regalar cosas como animales domésticos, como
ese gato... Simplemente, se trata de hechos desagradables que ahora tiene que
afrontar. Desde este mismo instante.
Aunque no se sintió mucho mejor de inmediato, Frank agradeció la
tranquilidad que le embargó cuando la charla terminó y se hubo despedido del
doctor. Durante el resto del día trabajó duramente, y así continuó una semana entera.
Sin embargo, el sábado por la mañana abrió la puerta y supo que no se trataba de un
complejo de culpabilidad, ni de un truco de su imaginación, ni de ninguna de las
posibles explicaciones que el médico había relacionado: en el suelo, colocado
cuidadosamente sobre el periódico del día, estaba el gato siamés de rostro blanco.
Estaba muerto. Con el cuello roto.
Frank se apartó del umbral trastabillando, dio media vuelta y corrió al cuarto
de baño del piso inferior, donde cayó de rodillas ante la taza del retrete y devolvió
todo el desayuno. Sus lágrimas eran acres, sus sollozos como golpes en los pulmones
y en el estómago y, cuando por fin consiguió controlarse, supo qué estaba
sucediendo, a qué se debían aquellos extraños acontecimientos.
El doctor, la secretaria, incluso su ex esposa... Todos ellos estaban equivocados.
No se trataba de un sentimiento de culpabilidad.
Se trataba, simplemente... de Damon.
Un chiquillo de grandes ojos castaños que adoraba a su padre. Que le amaba
tanto que jamás le abandonaría. Que amaba tanto a su padre que pretendía
asegurarse, más allá de cualquier barrera, de que éste no volviera a estar solo jamás.
Has sido un mal chico, papá.
Frank consiguió ponerse en pie, llegó hasta la cocina y se apoyó contra la puerta
trasera. Junto al cerezo había una figura oscura y de silueta imprecisa, pero Frank
sabía que era inútil salir corriendo a identificarla. En tal caso, la figura se
desvanecería.
Nunca llegó a gustarte de todo el gato, papá. Ni los perritos. Ni mamá.
Oyó sonar el teléfono. Tardó bastante en llegar hasta el aparato y se quedó
mirándolo con aire estúpido unos instantes antes de descolgar el auricular. Desde allí
podía ver perfectamente el vestíbulo y la cocina. No había encendido la luz del techo
y, en consecuencia, también podía divisar el jardín trasero tras los pequeños cristales
de la puerta de atrás. Fuera, el aire estaba cargado con una inminente amenaza de
nevada. El aire estaba gris, casi sin vida.
—¿Frank? Frank, soy Susan —escuchó al otro lado de la línea—. Mira, Frank, he
estado pensando... en nosotros... y en lo que ha sucedido...
—Eso se acabó, Susan. Se acabó —respondió él con la mirada fija en la puerta.
—Frank, no sé qué pudo suceder. Yo lo intenté de verdad. Dios es testigo.
Damon estaba sacando las mejores notas en la escuela, tenía muchos amigos...
Incluso le había comprado un cachorro, un perro de lanas, dos semanas antes de
que... ¡No sé qué pudo suceder, Frank! Y esta mañana me he despertado y, de pronto,
me he dado cuenta de que estoy absolutamente sola. Frank, tengo miedo. .. ¿Podría...
podría volver a casa?
El tono grisáceo del cielo se hizo más plomizo. Frank apreció una sombra en el
porche, mucho mayor ahora que la sombra del jardín.
—No —respondió.
—Damon se pasaba todo el santo día pensando en ti —insistió Susan, alzando
el tono de voz hasta alcanzar un tono casi histérico—: Una vez, trató de escaparse
para regresar contigo.
La sombra llenó los cristales translúcidos de la puerta y las ventanas a ambos
lados de ésta; de pronto, un aumento de la electricidad estática hizo que la voz de
Susan se desvaneciera. Frank dejó caer el auricular y dio media vuelta.
En la puerta delantera.
Sombras.
Escuchó el crepitar de la chimenea encendida, pero la casa estaba cada vez más
fría.
La lámpara del comedor parpadeó, se apagó, resplandeció con gran intensidad
durante unos instantes y, casi de inmediato, la bombilla saltó hecha añicos.
También él... También él se había equivocado.
¡También él se había equivocado. Dios santo! Damon... Damon no le amaba.
Su amor había desaparecido aquella noche en la calle, bajo la niebla, en el
rincón del callejón; Damon había dejado de quererle la noche en que no había
intentado de verdad buscar al gatito de la cara blanca como la leche.
Damon sabía qué había sucedido.
Y había dejado de amarle.
Frank se puso a cuatro patas para localizar de nuevo el auricular en la
oscuridad. Lo encontró y casi volvió a soltarlo cuando el plástico del aparato,
terriblemente frío, amenazó con quemarle los dedos.
—¡Susan! —gritó—. Maldita sea, Susan, ,,puedes oírme?
Un mal chico, papá.
Tras la tormenta de la electricidad estática, Frank creyó escuchar los sollozos de
su ex mujer al otro lado del aparato.
—Susan... Susan, esto es una locura. No tengo tiempo de explicaciones, pero
tienes que ayudarme. Tienes que hacer algo por mi.
Papá.
—Susan, por favor... Damon volverá, sé que lo hará. No me preguntes cómo,
pero lo sé. Escucha: tienes que hacer algo por mí, ¿me oyes, Susan?
Papá, ya estoy...
—¡Por el amor de Dios, Susan! ¡Si viene Damon, dile que lo siento!
...en casa.
copa de un olmo y rodeaba sin un crujido la base de una chimenea; acariciaba las
luces de los porches y, al pasar, las velaba; caía sobre las farolas de las calles y, en su
caída, hacía borrosa su luz. La niebla llegó con la medianoche y permaneció hasta el
alba, sin que un soplo de viento acudiera a devolver su brillo a las luces.
Frank se estremeció y apretó más el cuello de su gabardina, asiéndolo
firmemente con una mano mientras con la otra se limpiaba las gotas de agua que
resbalaban de su cabello, corto y moreno. Emitió un silbido penetrante pero, pese a
su gran atención, no apreció respuesta alguna, ni siquiera un eco. Pisó el suelo con
fuerza para sacudirse el frío de la noche otoñal y se encaminó a la siguiente esquina.
Escrutó la niebla y no divisó nada. Frank sabía que el gato se había ido. Lo había
sabido desde el mismo instante en que viera el platillo todavía rebosante de leche en
el porche de atrás. Junto al platillo estaba Damon, sentado con las manos asidas, las
rodillas rígidamente apretadas una contra otra y los codos pegados a los costados.
Damon estaba aterido pero se negaba a reconocerlo y Frank se había limitado a
alborotar el suave cabello castaño de su hijo y a apretarle el hombro antes de pasar a
la cocina a decirle adiós a su esposa.
Y ahora... Ahora deambulaba por las calles de Oxrun Station en busca de un
animal que sólo había visto una vez, un siamés cruzado de rostro blanco como la
leche, silbando como un tonto temeroso de la oscuridad y buscando la nota que haría
volver corriendo al animal.
Y, mientras caminaba, Frank recordó con desagrado aquella noche de un año
atrás, cuando tras haber bebido demasiado en la fiesta de unos amigos, había
iniciado unos cuchicheos amorosos de más en el oído de una chica, y había
terminado en una esquina de la calle con una mujer a la que sólo conocía
ligeramente. Se habían besado con largura e intensidad y, cuando sus bocas se
separaron, Frank se había vuelto y se había encontrado con Damon, que le miraba
fijamente. El chico había dado media vuelta, había salido a escape, y Frank había
permanecido la mayor parte de la noche fuera, sin saber qué habría oído Susan y
temiendo, sobre todo, lo que Damon pudiera pensar.
Enfrentarse de nuevo al muchacho había sido algo más que horrible, pero
Damon había actuado como si nada hubiese sucedido; después, la sensación de
culpabilidad había ido desapareciendo con el paso de los meses, junto con la
incógnita sin resolver de por qué el muchacho estaba en la calle a aquella hora.
Frank volvió a silbar. Se puso en cuclillas y chasqueó los dedos en dirección a
unos tupidos matorrales en sombras. Volvió a incorporarse y emitió un profundo
soplido. No había ningún gato, ningún coche a la vista y, finalmente, se rindió al
dolor de pies y de espalda y se encaminó a su casa, con paso apresurado. Vio la
niebla que se extendía en el camino ante él, y la dejó rápidamente atrás cruzándola
con decisión.
No era justo, pensó, con las manos hundidas en los bolsillos y los hombros
encogidos como si esperara que le cayera encima un golpe. Damon, con sus escasos
ocho años de edad, había perdido ya dos perros bajo las ruedas de sendos
automóviles, un canario a causa de una enfermedad cuyo nombre ni siquiera era
capaz de pronunciar correctamente, y dos hermanitos, nacidos muertos... El niño iba
a ser problemático. Realmente, empezaba a serlo, con sus lamentos y sus lágrimas
siempre que llegaban las vacaciones y proyectaban algún viaje.
Frank había consultado al doctor Simpson sobre este punto cuando Damon
acababa de cumplir los siete. El médico diagnosticó dependencia emocional; el niño
se asía a las únicas tres cosas de su vida, de su corta vida, que todavía consideraba
permanentes: su hogar, su madre... y Frank.
Y Frank había besado a otra mujer en una esquina y Damon le había visto.
Frank volvió a estremecerse y sacudió la cabeza con rapidez, recordando cómo
el muchacho había aparecido por la oficina al menos una vez al día durante las
anteriores tres semanas, sin decir nada, simplemente quedándose en la acera y
mirando por la ventana. Apenas unos instantes. Lo suficiente para asegurarse de que
su padre seguía allí.
Una vez en casa, pues, Frank se quitó la gabardina y la colgó de la percha, junto
a la puerta. Escuchó una voz, una lejana respuesta y ascendió los escalones de dos en
dos, apresurándose por el pasillo hasta la habitación de Damon, situada junto a la
cocina.
—Lo siento, muchacho —dijo encogiéndose de hombros mientras se hacía un
sitio en un rincón de la cama—. Supongo que se fue a casa.
Damon, una cosita bajo la manta de flores, con aire inocente y tras unas
pestañas largas y rizadas, volvió la cabeza con vehemencia en un gesto de negativa.
—No —respondió—. Esto es la casa. Lo es, papá, de verdad que loes.
Frank se rascó la nuca.
—Bueno, me parece que él no opina exactamente así.
—Quizá se haya perdido, ¿no? Fuera está muy oscuro y da mucho miedo.
Quizá no se atreve a salir del lugar donde se ha refugiado.
—Los gatos jamás... —Frank se detuvo cuando vio la expresión del fino rostro
del pequeño. Entonces asintió y dirigió a éste una contrita sonrisa—: Bien, puede que
tengas razón, hijo. Quizá la niebla le haya desorientado un poco.
La mano de Damon se deslizó en la suya y Frank la apretó mientras pensaba
que el muchacho estaba excesivamente delgado, haciendo que su cabeza pareciera
algo desgarbada.
—Por la mañana —prometió Frank—. Seguiremos por la mañana. Si para
entonces no ha regresado, pediré el día libre y saldremos juntos a buscarlo.
Damon asintió con gesto solemne, retiró la mano y se tapó con la manta hasta la
barbilla.
—¿Cuándo vuelve mamá?
—Dentro de un rato. Hoy es viernes, ¿recuerdas? Los viernes llega siempre
tarde. Y los sábados.
Y también los miércoles y jueves, pensó. Damon asintió otra vez. Cuando Frank
retrocedió hasta la puerta y apagó la luz, el pequeño preguntó:
—Papá, ¿mamá canta bien?
—Como un jilguero, hijo —respondió Frank con una sonrisa—. Como un
jilguero.
Desde la oscuridad, le llegó a Frank la vocecilla:
—Te quiero mucho, papá.
Frank tragó saliva y asintió con un gesto de cabeza, sin darse cuenta de que su
hijo no podía verle.
—Bueno, hijo, a mí también me parece que te quiero. Y ahora será mejor que
descanses un poco.
—Pensé que ibas a perderte en la niebla.
Frank detuvo de inmediato el gesto de cerrar la puerta. También él necesitaba
un buen descanso; aquellas palabras le habían parecido una amenaza.
—Imposible —dijo por último—. Tú siempre saldrías en mi busca, ¿verdad?
—Claro, papá.
Frank sonrió, cerró la puerta y deambuló por la vivienda durante casi media
hora hasta que se descubrió en la cocina, moviendo las manos a los costados en busca
de algo que hacer. Un café. No... Ya había tomado suficiente por aquel día. Sin
embargo, la excursión le había dejado helado, aterido hasta los huesos. Un poco de
leche caliente, quizás. Abrió el frigorífico, observó su interior, sacó una jarra y vació
la mitad de su contenido en un cazo. Colocó éste al fuego y removió la leche con un
dedo cada pocos segundos para comprobar la temperatura. Gato estúpido, pensó;
debería haber una ley que prohibiera hacerle eso a un chiquillo que jamás hería a
nadie, que no tenía nunca a nadie a quien herir.
Se sirvió un vaso de leche, sonriendo al ver que no había derramado una sola
gota, pero no quiso darse la vuelta y mirar el reloj; por el contrario, contempló
fijamente las llamas mientras apuraba el segundo vaso y se preguntó qué sensación
experimentaría si ponía un dedo sobre el fuego. En alguna parte había leído..., creía
haber leído que la zona azulada de la llama, la cercana al centro del fogón, era la más
caliente, y que las otras partes de la llama no eran tan peligrosas. Su mano se
aproximó al fuego, pero finalmente cambió de idea, sin querer arriesgarse a una
quemadura por algo que sólo creía haber leído. Además, tal como estaban las cosas
últimamente, pensó mientras se dirigía al salón, lo más probable era que la
información que creía recordar fuera exactamente la contraria.
Tomó asiento en un sillón junto al televisor, tomó una revista del cesto que tema
al lado y apenas había repasado el índice cuando escuchó cerrarse la portezuela de
un automóvil ante la puerta de la casa. Aguardó, alzó los ojos y sonrió al ver abrirse
la puerta. Susan entró apresuradamente y le mandó un beso con la punta de los
dedos. Formó en sus labios la frase «Vuelvo en un segundo» y corrió escalera arriba.
Susan era mucho más baja que Frank y tenía un cabello negro largo hasta la cintura,
que llevaba suelto para que ondulara al ritmo de su caminar. Llevaba ya algunos
años tomando lecciones de canto y, cuando se trasladaron a Oxrun Station —Damon
contaba entonces cinco años— había encontrado un trabajo como cantante en la
Chancellor Inn. Canciones apasionadas, canciones de amor, baladas lentas, tonadas
picantes; había tenido éxito suficiente como para que la contrataran después de la
primera noche, pero empezaba a cantar tan tarde que Damon no había podido
escucharla todavía. Y, al cabo de seis meses, las dos noches semanales se habían
convertido en cuatro, por lo que Frank se tuvo que acostumbrar a preparar las cenas.
Cuando Susan volvió a aparecer en la escalera, se había quitado el maquillaje y
llevaba puesta una bata verde deslumbrante. Se dejó caer en el sofá situado frente al
sillón de Frank y se frotó las rodillas, los muslos y los brazos.
—Si ese cerdo del batería intenta ponerme las manos encima otra vez, te juro
que le castro.
—Esa no es manera de hablar para una dama —respondió Frank con una
sonrisa—. Si no te andas con cuidado, tendré que castigarte con unos cuantos azotes.
En otros tiempos —hada ya demasiado de eso, pensó Frank— Susan se habría
echado a reír y habrían iniciado un juego que le tendría entretenidos por lo menos
una hora. Sin embargo, últimamente, y sobre todo esa noche, Susan se limitó a
fruncir el ceño como si estuviera tratando con un niño bobo y pesado. Frank hizo
caso omiso del gesto y prestó atención educadamente al relato de la velada de su
esposa, a los chismes sobre los clientes, los cumplidos que le habían dedicado y el
aumento que estaba pidiendo para poder comprarse su propio coche.
—No necesitas ningún coche —dijo Frank sin reflexionar.
—Pero, ¿no te cansas de volver a casa andando cada noche?
Frank cerró la revista y la dejó caer al suelo.
—Los abogados, querida mía, somos una raza sedentaria. El ejercicio me sienta
bien.
—Si no trabajaras hasta tan tarde con esos malditos informes —replicó ella sin
mirarle— y volvieras a la cama a una hora normal, yo te daría todo el ejercicio que
necesitas.
Frank miró la hora. Iban a ser las dos.
—El gato se ha escapado.
—¡Oh, no! —exclamó ella—. Ahora entiendo por qué tienes ese aspecto tan
cansado. ¿Has salido a buscarlo?
Frank asintió y, de pronto, ella se incorporó en el sofá, sentándose con aire
inquieto.
—¿No habrá ido Damon contigo, verdad?
—No. Cuando he vuelto, ya estaba en la cama.
Susan no dijo nada más y se quedó mirándose las uñas. Frank la observó con
atención. Repasó los rizos de su cabello que le caían sobre el rostro y se fijó en la leve
bizquera que revelaba que las lentillas de contacto seguían guardadas en su tocador.
Frank sabía que su mujer había querido decir: «¿No te habrá seguido Damon?». Como
aquella noche bajo la niebla, tras la fiesta; como las repetidas veces ante la oficina;
como las innumerables oportunidades en que el chiquillo parecía simplemente
materializarse en el jardín de la casa, en el parque mientras Frank apuraba un
bocadillo bajo un árbol, en casa de un vecino compañero de juegos, incluso, una
noche en que decía haber tenido una pesadilla y la chica contratada para cuidarle no
quiso hacerle caso.
Como una sombra.
Como una conciencia.
—¿Piensas reemplazarlo? —preguntó Susan. Frank parpadeó—. El gato,
estúpido. ¿Piensas comprarle otro?
Frank negó lentamente con la cabeza.
—Hemos tenido demasiada mala suerte con los animales. No creo que Damon
pudiera asimilar otro golpe.
Susan se levantó del sofá con gesto enérgico y se colocó delante de Frank con
los brazos en jarras, los labios apretados y los ojos como dos rendijas.
—No le haces el menor caso, ¿verdad?
—¿Cómo dices? —repuso él.
—El chiquillo te sigue a todas partes como un perro faldero porque teme
perderte, y tú eres incapaz de comprarle ni siquiera un animal doméstico. Desde
luego, Frank, eres un auténtico caso. Yo me rompo los cascos intentando colaborar
y...
—Con lo que yo gano tenemos suficiente —repuso él rápidamente.
—... y tú pretendes que incluso deje eso —terminó ella.
Frank se puso de pie, se aproximó a Susan y, empujándola con el cuerpo, la
obligó a retroceder.
—Escucha —añadió con voz tensa—: No me importa si cantas un millón de
canciones a la semana, encanto, pero si eso impide que cumplas adecuadamente tus
tareas en la casa...
—¿Mis... tareas?
—Sí, eso mismo. Haré cuanto esté en mi mano para asegurarme de que estés en
casa cuando se supone que debes estar.
—Estás levantando la voz. Vas a despertar a Damon.
La discusión era habitual y repetida, igual que la furia que ponía en tensión los
músculos de Frank. Sin embargo, esta vez Susan no guardó silencio al observar su
cólera. Siguió haciéndole recriminaciones y Frank ni siquiera se dio cuenta de cómo
su mano se alzaba y cruzaba el rostro de ella con una bofetada. Susan retrocedió un
paso, tambaleándose, dio media vuelta para salir de la estancia, y se detuvo.
Damon se encontraba al pie de la escalera.
Se estaba chupando el pulgar y contemplaba a su padre.
—Vete a la cama, hijo —dijo Frank con voz tranquila—. No sucede nada.
Durante la semana siguiente, la tensión en casa casi podía cortarse con un
cuchillo. Damon permaneció levantado esos días hasta muy tarde, sentado junto a su
padre y viendo juntos los programas de televisión, o leyendo párrafos de los libros
favoritos del pequeño. Susan permanecía cerca, pero sin intervenir, murmurando
para sí y jugando con su hijo cuando éste abandonaba por unos instantes la
compañía de su padre; no obstante, la sonrisa de la mujer era cada vez más forzada,
su risa era cada vez más nerviosa y a Frank le pareció bastante claro que Damon
estaba simplemente tolerándola, nada más. Aquello le tenía intrigado. Había sido él
quien había golpeado a Susan, y no al contrario, y la lealtad del muchacho debería
haberse decantado, en esta ocasión, del lado de la madre. Sin embargo, no había sido
así. Y también era evidente que Susan se sentía cada día más resentida del hecho.
Cada hora. Cada vez que Damon se acercaba silenciosamente a Frank y pasaba su
manita por la cintura de éste o la colocaba en su palma o en el bolsillo de su
chaqueta.
Damon empezó a aparecer de nuevo por la oficina hasta que, una tarde, Susan
llegó en el coche, frenó con un chirrido junto a la acera, bajó del vehículo y, asiendo
al chiquillo —que pataleaba y agitaba los brazos furiosamente—, lo lanzó
prácticamente sobre el asiento delantero. Frank saltó de su escritorio y corrió a la
puerta del edificio, acercándose al vehículo. Al llegar a él, se puso a golpear los
cristales hasta que Susan bajó la ventanilla de su lado.
—¿Qué diablos estás haciendo? —susurró Frank, dirigiendo una mirada al
muchacho.
—Tú me golpeaste, ¿lo has olvidado? —replicó ella con un susurro—. Y,
además, estás provocando la alienación de afectos en mi hijo.
Frank se enderezó, sorprendido.
—Esas palabras son típicas de abogados, Susan —musitó a continuación.
—No montemos una escena —replicó ella—. Delante del niño, no.
Frank se apartó apresuradamente de la ventanilla mientras el coche se alejaba
de la acera. Con aire ausente, regresó a su escritorio y permaneció allí en silencio, con
una mano en la barbilla y la mirada perdida en la ventana, mientras la tarde caía y
empezaba a soplar una leve brisa. Su secretaria murmuró algo respecto a un caso
cuya vista estaba señalada para la mañana siguiente y Frank asintió hasta que la
muchacha le miró fijamente, tomó el bolso y la gabardina y salió apresuradamente de
la oficina. Frank continuó asintiendo sin advertir que estaba solo. No hacía más que
darle vueltas a su comportamiento, a lo que habían hecho entre él y Susan para llegar
a la situación actual. Debía de ser culpa del espíritu ambicioso de ambos. Era un
conflicto generacional entre las mujeres hogareñas y las mujeres con carreras
profesionales por delante, entre los hombres a la antigua y los que intentaban
asimilar la nueva situación, sin conseguirlo del todo. Pero él, se dijo Frank, lo había
intentado... o, al menos, eso había creído hasta que los platos empezaron a
amontonarse en el fregadero y el polvo empezó a cubrir los muebles y el pequeño
Damon preguntó si su madre cantaba bien.
Siempre eran los niños quienes salían perjudicados, pensó Frank con gran
irritación.
Esa fue la idea que le guió a principios de diciembre, cuando tuvieron
preparados los papeles para la separación y, de pie en el porche delantero de la casa,
vio desaparecer de Oxrun Station a su mujer y a su hijo, montados en el coche en
dirección sur, hacia la ciudad. Damon había pegado el rostro al parabrisas trasero en
esa ocasión, aplastando las manos y la nariz contra el cristal con el cabello caído
sobre la frente, y le había dicho adiós con la mano.
Te quiero, papá.
Frank se pasó una mano por la nariz y entró en la casa. Buscó alguna botella de
whisky u otro licor y, al no encontrar ninguna, se encaminó directamente a la cama,
desde donde contempló cómo la luz de la luna formaba sombras monstruosas en las
cortinas.
—Papá —había preguntado el chiquillo—, ¿tengo que ir con mamá?
—Me temo que sí. El juez..., bueno, el juez es quien mejor sabe qué hacer en
estos casos, créeme. No te preocupes, Damon. Nos veremos por Navidad. No falta
mucho para eso.
—No me gusta, papá. Me escaparé.
—¡No! Tienes que hacer lo que te diga tu madre, ¿me oyes? Pórtate bien y ve a
la escuela cada día. Yo... te llamaré siempre que pueda.
—La ciudad no me gusta, papá. Quiero quedarme aquí, en Oxrun Station.
Frank no respondió nada.
—Es por esa mujer, ¿verdad?
Frank había levantado la cabeza, pero Susan seguía vuelta de espaldas,
inclinada sobre la maleta que se resistía a cerrarse después de haberse abierto en
pleno transporte, junto a la puerta principal de la casa.
—¿A qué te refieres? —repuso Frank con tono hosco.
—Ya me has oído —murmuró Damon como si nada—. No debiste haber hecho
aquello.
Cuando Susan se incorporó al fin, su sonrisa era grotesca.
Y, al alejarse, Damon le había dicho a su padre: «Te quiero, papá».
Frank se levantó temprano, preparó el desayuno y se detuvo a contemplar el
jardín, apoyado en el quicio de la puerta trasera. Había vuelto a caer la niebla, hecho
nada inusual en aquella época en que la metereología de Connecticut pugnaba por
alcanzar la estabilidad invernal. Pero mientras apuraba el café pensando en lo grande
que se había vuelto la casa —enorme y vacía—, apreció algo que se movía junto al
cerezo, en mitad del jardín. La niebla se arremolinó en torno a la casa, pero Frank
estaba seguro de que...
Abrió la puerta de golpe y gritó:
—¡Damon!
La niebla se hizo más densa y Frank movió la cabeza. Tranquilo, se dijo.
Todavía no has perdido la razón.
Pasaron días.
Y noches.
Llamaba por teléfono a Susan con regularidad, dos veces por semana a horas
preestablecidas. Sin embargo, cuando llegaron las Navidades y terminó el año, Susan
se mostró cada vez más adusta y el niño cada vez más hosco.
—Ahora saca buenas notas, Frank. Me ocupo especialmente de ello.
—Pues no me ha parecido que estuviera nada contento.
—Ha perdido un poco de peso, eso es todo. Padece resfriados con gran
facilidad. Y le cuesta un poco adaptarse a la ciudad, Frank.
—A Damon no le gusta vivir ahí.
—Es su casa y le gustará, ya lo verás.
A mediados de enero, Susan dejó de contestar el teléfono y finalmente,
desesperado, Frank llamó a la escuela, donde le dijeron que Damon llevaba casi una
semana internado en un hospital. Según le dijeron, parecía tratarse de algún tipo de
neumonía.
Cuando esa noche llegó al hospital, la sala de espera estaba llena de mujeres de
ropas oscuras, con pañuelos y gabardinas, que gemían u susurraban por lo bajo,
entre sollozos. Susan estaba de pie junto a la ventana, contemplando las luces de la
ciudad, mucho más frías que las estrellas. Cuando oyó a Frank a su espalda, Susan
permaneció inmóvil, sin volverse. Tampoco respondió cuando él le exigió
explicaciones de por qué no le había contado lo sucedido. Frank la asió por el
hombro y la obligó a dar la vuelta; Susan tenía los ojos hinchados y el rostro moteado
de huellas encarnadas debidas al frío.
—Está bien —exclamó ella al fin—, está bien, Frank. No quería preocuparte.
—¿De qué diablos estás hablando?
—Si Damon te veía, habría querido regresar contigo a Oxrun Station —dijo al
tiempo que entrecerraba los ojos—. ¡Su casa está aquí, Frank! Tiene que aprender a
vivir en ella.
—Acudiré a un abogado.
—Hazlo —replicó ella con una sonrisa—. Hazlo, Frank.
No tuvo que recurrir a aquel extremo. Al cabo de pocos minutos, consiguió ver
a Damon unos instantes, pero no pudo quedarse mucho tiempo. El chiquillo estaba
bajo una luz mortecina y resultaba casi invisible. Estaba demasiado delgado para
parecer real bajo la tienda de oxígeno, entre tantos tubos y monitores... Era
demasiado frágil, había dicho el doctor en tono profesional y conciliatorio, y había
permanecido demasiado tiempo en aquel estado de debilidad. Frank recordó la
noche en que el gato se había escapado. Al ver a Damon sentado en la escalera del
porche junto al platillo de leche, también él había pensado que el chiquillo estaba
demasiado delgado, pero no le había dado demasiada importancia al hecho.
Frank regresó después de los funerales, desaparecida ya toda su furia. Había
acusado a Susan de asesinato, perfectamente consciente de que se trataba de una
estupidez pero sintiéndose mucho mejor tras ello en su fuero interno. Después, se
había disculpado y, de momento, le habían perdonado.
Frank había bajado del tren, había llorado desconsoladamente, había tomado
aliento y había decidido seguir viviendo.
Al día siguiente, regresó a la oficina, amontonó un puñado de carpetas sobre el
escritorio y se ocultó tras ellas la mayor parte de la mañana. Sólo levantó la mirada
en una ocasión, mientras su secretaria intentaba exponerle la propuesta de un nuevo
cliente. Tras la muchacha, alcanzó a ver la forma difusa de su hijo al otro lado de los
cristales.
—Damon —murmuró.
Apartó a un lado a la secretaria y corrió al exterior del edificio. La niebla
envolvía de blanco la calle y no logró ver nada, ni siquiera el parpadeo del semáforo
en ámbar en la siguiente esquina.
Inmediatamente después del almuerzo, marcó el número de Susan. Miró con
furia el auricular al ver que no respondía nadie y volvió a depositarlo en la horquilla.
Se sentía confuso.
—Tiene mal aspecto, jefe. Está muy pálido —murmuró con aire comedido la
secretaria, al tiempo que señalaba con un lápiz hacia su escritorio—. Ya ha terminado
el trabajo de hoy. ¿Por qué no se marcha a su casa y se acuesta? Ya cerraré yo, no se
preocupe.
Frank sonrió, se volvió mientras la muchacha le sostenía el abrigo, le acarició la
mejilla... y se quedó helado.
Damon estaba junto a la ventana.
No podía ser, se dijo a sí mismo: Damon estaba muerto.
Se tomó dos días de descanso, volvió al trabajo y se perdió en una batalla sobre
una validación de testamento decidida por un juez al cual consideraba cuando
menos senil, siendo caritativo. Intentó localizar nuevamente a Susan, y siguió sin
tener respuesta.
Y Damon no le dejó en paz.
Cuando había niebla, lluvia, nubes y viento... él aparecía junto a la ventana,
junto al cerezo o en el rincón más oscuro del porche.
Frank sabía que la culpa era suya por no haber luchado lo suficiente para
mantener a su hijo consigo. Estaba convencido de que, con él, el chiquillo aún estaría
con vida. En todas partes veía el rostro de Damon y volvía a acusarse de no haber
correspondido nunca al gran amor que el pequeño le había profesado.
A finales de febrero, resolvió que era el momento de hacer una visita amistosa a
un médico que tenía su consulta en el mismo edificio donde él trabajaba. Ya no se
trataba solamente de los rostros que se le aparecían (pues, de algún modo, se había
acostumbrado ya a ellos y se había convencido de que con el tiempo desaparecerían),
sino de lo que había descubierto una mañana en la nieve recién caída en el jardín;
junto al cerezo, perfectamente visibles, descubrió las huellas de pasos de un
muchacho. Sin embargo, cuando consiguió arrastrar al médico hasta el lugar para
mostrárselas, las huellas habían desaparecido.
—Tiene toda la razón, Frank. Se siente usted culpable, pero no por el chiquillo
en sí. Las normas y sentencias de la mayor parte de los jueces son muy claras, y no
podía esperar que le concedieran la custodia a la vista de la edad del pequeño. Usted
sigue preocupado por esa mujer que besó en el callejón y por el hecho de que su hijo
le descubriera. También le preocupa pensar que, de algún modo, podría haber
salvado su vida aunque los médicos le hubiesen desahuciado. Finalmente, se siente
usted culpable de no haberle podido regalar cosas como animales domésticos, como
ese gato... Simplemente, se trata de hechos desagradables que ahora tiene que
afrontar. Desde este mismo instante.
Aunque no se sintió mucho mejor de inmediato, Frank agradeció la
tranquilidad que le embargó cuando la charla terminó y se hubo despedido del
doctor. Durante el resto del día trabajó duramente, y así continuó una semana entera.
Sin embargo, el sábado por la mañana abrió la puerta y supo que no se trataba de un
complejo de culpabilidad, ni de un truco de su imaginación, ni de ninguna de las
posibles explicaciones que el médico había relacionado: en el suelo, colocado
cuidadosamente sobre el periódico del día, estaba el gato siamés de rostro blanco.
Estaba muerto. Con el cuello roto.
Frank se apartó del umbral trastabillando, dio media vuelta y corrió al cuarto
de baño del piso inferior, donde cayó de rodillas ante la taza del retrete y devolvió
todo el desayuno. Sus lágrimas eran acres, sus sollozos como golpes en los pulmones
y en el estómago y, cuando por fin consiguió controlarse, supo qué estaba
sucediendo, a qué se debían aquellos extraños acontecimientos.
El doctor, la secretaria, incluso su ex esposa... Todos ellos estaban equivocados.
No se trataba de un sentimiento de culpabilidad.
Se trataba, simplemente... de Damon.
Un chiquillo de grandes ojos castaños que adoraba a su padre. Que le amaba
tanto que jamás le abandonaría. Que amaba tanto a su padre que pretendía
asegurarse, más allá de cualquier barrera, de que éste no volviera a estar solo jamás.
Has sido un mal chico, papá.
Frank consiguió ponerse en pie, llegó hasta la cocina y se apoyó contra la puerta
trasera. Junto al cerezo había una figura oscura y de silueta imprecisa, pero Frank
sabía que era inútil salir corriendo a identificarla. En tal caso, la figura se
desvanecería.
Nunca llegó a gustarte de todo el gato, papá. Ni los perritos. Ni mamá.
Oyó sonar el teléfono. Tardó bastante en llegar hasta el aparato y se quedó
mirándolo con aire estúpido unos instantes antes de descolgar el auricular. Desde allí
podía ver perfectamente el vestíbulo y la cocina. No había encendido la luz del techo
y, en consecuencia, también podía divisar el jardín trasero tras los pequeños cristales
de la puerta de atrás. Fuera, el aire estaba cargado con una inminente amenaza de
nevada. El aire estaba gris, casi sin vida.
—¿Frank? Frank, soy Susan —escuchó al otro lado de la línea—. Mira, Frank, he
estado pensando... en nosotros... y en lo que ha sucedido...
—Eso se acabó, Susan. Se acabó —respondió él con la mirada fija en la puerta.
—Frank, no sé qué pudo suceder. Yo lo intenté de verdad. Dios es testigo.
Damon estaba sacando las mejores notas en la escuela, tenía muchos amigos...
Incluso le había comprado un cachorro, un perro de lanas, dos semanas antes de
que... ¡No sé qué pudo suceder, Frank! Y esta mañana me he despertado y, de pronto,
me he dado cuenta de que estoy absolutamente sola. Frank, tengo miedo. .. ¿Podría...
podría volver a casa?
El tono grisáceo del cielo se hizo más plomizo. Frank apreció una sombra en el
porche, mucho mayor ahora que la sombra del jardín.
—No —respondió.
—Damon se pasaba todo el santo día pensando en ti —insistió Susan, alzando
el tono de voz hasta alcanzar un tono casi histérico—: Una vez, trató de escaparse
para regresar contigo.
La sombra llenó los cristales translúcidos de la puerta y las ventanas a ambos
lados de ésta; de pronto, un aumento de la electricidad estática hizo que la voz de
Susan se desvaneciera. Frank dejó caer el auricular y dio media vuelta.
En la puerta delantera.
Sombras.
Escuchó el crepitar de la chimenea encendida, pero la casa estaba cada vez más
fría.
La lámpara del comedor parpadeó, se apagó, resplandeció con gran intensidad
durante unos instantes y, casi de inmediato, la bombilla saltó hecha añicos.
También él... También él se había equivocado.
¡También él se había equivocado. Dios santo! Damon... Damon no le amaba.
Su amor había desaparecido aquella noche en la calle, bajo la niebla, en el
rincón del callejón; Damon había dejado de quererle la noche en que no había
intentado de verdad buscar al gatito de la cara blanca como la leche.
Damon sabía qué había sucedido.
Y había dejado de amarle.
Frank se puso a cuatro patas para localizar de nuevo el auricular en la
oscuridad. Lo encontró y casi volvió a soltarlo cuando el plástico del aparato,
terriblemente frío, amenazó con quemarle los dedos.
—¡Susan! —gritó—. Maldita sea, Susan, ,,puedes oírme?
Un mal chico, papá.
Tras la tormenta de la electricidad estática, Frank creyó escuchar los sollozos de
su ex mujer al otro lado del aparato.
—Susan... Susan, esto es una locura. No tengo tiempo de explicaciones, pero
tienes que ayudarme. Tienes que hacer algo por mi.
Papá.
—Susan, por favor... Damon volverá, sé que lo hará. No me preguntes cómo,
pero lo sé. Escucha: tienes que hacer algo por mí, ¿me oyes, Susan?
Papá, ya estoy...
—¡Por el amor de Dios, Susan! ¡Si viene Damon, dile que lo siento!
...en casa.
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