BLOOD

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martes, 25 de mayo de 2010

STEPHEN KING La torre oscura




STEPHEN
KING
La torre
oscura
-
Título original:
The Dark Tower 1: The Gunslinger


-
EL PISTOLERO
El hombre de negro huía a través del desierto, y el pistolero iba en pos de él. El
desierto era inmenso, la apoteosis de todos los desiertos, y se extendía bajo el
firmamento en todas direcciones en una distancia de tal vez varios parsecs. Blanco,
cegador, reseco, desprovisto de cualquier rasgo distintivo salvo por la tenue silueta
brumosa de las montañas recortadas en el horizonte y por la hierba del diablo, que
producía dulces sueños, pesadillas y muerte. Alguna que otra lápida señalaba el
camino, pues el borroso sendero que serpenteaba sobre la gruesa corteza alcalina
otrora había sido una pista recorrida por diligencias. Desde entonces, el mundo había
avanzado. El mundo se había vaciado.
El pistolero caminaba impasible, sin apresurarse ni entretenerse. De su cintura
pendía un odre de cuero casi lleno de agua, como una salchicha inflada. En el
transcurso de muchos años había ido avanzando en el khef hasta alcanzar el quinto
nivel. De haber llegado al séptimo o al octavo no tendría sed; habría podido observar la
deshidratación de su cuerpo con un desapegado interés clínico, enviando el agua a sus
resquicios y oscuros huecos internos sólo cuando su lógica se lo indicara.
No estaba en el séptimo ni en el octavo nivel. Estaba en el quinto. Por lo tanto,
tenía sed aunque no sintiera ningún anhelo especial de beber. De una manera vaga,
todo aquello lo complacía. Era romántico.
Por debajo del odre de agua se hallaban las pistolas, cuyo peso se adaptaba a su
mano con toda precisión. Las dos correas se cruzaban sobre su bajo vientre. Las fundas
estaban tan bien engrasadas que ni siquiera aquel sol de justicia podría agrietarlas.
Las culatas de los revólveres eran de sándalo, amarillas y de finísima textura. Las
fundas iban sujetas a los muslos mediante cordones de cuero sin curtir, y oscilaban
pesadamente contra las caderas. Las vainas de latón de los cartuchos embutidos en las
cananas centelleaban y emitían destellos como un heliógrafo bajo el sol. El cuero crujía
levemente. Las pistolas, en cambio, no producían el menor ruido. Habían vertido
sangre. En la esterilidad del desierto sobraban los ruidos.
Su ropa era incolora como la lluvia o el polvo. Llevaba una camisa de cuello abierto,
con una tirilla de cuero enlazada con holgura en los ojales perforados a mano. Los
pantalones eran de tela basta y las costuras estaban desgastadas.
Superó la suave pendiente de una duna (aunque allí no había arena; el suelo del
desierto era compacto, e incluso los duros vendavales que soplaban al caer la noche
levantaban apenas una irritante polvareda, tan áspera como el polvo de fregar) y vio
los pisoteados restos de una minúscula fogata en la vertiente umbría, allí donde el sol
desaparecía primero. Aquellos pequeños signos, que reafirmaban la esencia humana
del hombre de negro, siempre le habían complacido. Sus labios se extendieron sobre los
marcados y descamados restos de la cara. Se puso en cuclillas.
Había prendido la hierba del diablo, naturalmente. Era la única cosa que podía
arder por aquellos parajes. Emitía una luz grasienta y mortecina, y se consumía
lentamente. Los moradores de los confines le habían advertido que los diablos vivían
incluso en las llamas; aquéllos, aunque utilizaban la hierba como combustible,
evitaban mirar su luz. Decían que los diablos hipnotizaban y hacían señas, y
finalmente atraían al que fijara su vista en la hoguera. Y el siguiente hombre que
fuera lo bastante incauto como para mirar el fuego tal vez viera entre las llamas el
rostro del anterior.
La hierba quemada estaba dispuesta en el ya familiar diseño ideográfico, y se
deshizo en una gris carencia de significado bajo la mano del pistolero. Entre las
cenizas no había nada más que un fragmento de tocino chamuscado, y lo ingirió con
aire pensativo. Siempre era lo mismo. El pistolero llevaba ya dos meses persiguiendo
al hombre de negro a través del desierto, a través de aquella interminable desolación
de purgatorio, monótona hasta la locura, y aún no había hallado más que los higiénicos
y estériles ideogramas de las fogatas del hombre de negro. No había encontrado
siquiera una lata, una botella o un odre de agua (el pistolero ya había dejado cuatro
tras de sí, que parecían mudas de serpiente).
Puede que las fogatas sean un mensaje cuidadosamente deletreado, pensó. Date el
piro. O bien Elfin se aproxima. O quizás incluso Coma en Joe's. No le importaba. No
comprendía los ideogramas, si de eso se trataba, y aquellas cenizas estaban tan frías
como todas las demás. Sabía que estaba más cerca, pero ignoraba por qué lo sabía.
Tampoco eso le importaba. Se puso en pie y se frotó las manos.
Ninguna otra pista; el viento, cortante como una cuchilla, habría borrado sin duda
las escasas huellas que hubieran podido quedar en la dura corteza. El pistolero no
logró siquiera encontrar los excrementos de su presa. Nada. Solamente aquellas
cenizas frías a lo largo de la antigua pista y el implacable telémetro que llevaba en la
cabeza.
Tomó asiento y se permitió un breve sorbo del odre. Escrutó el desierto y alzó la
vista hacia el sol, que se deslizaba ya por el cuadrante más remoto del cielo. Se
incorporó, sacó los guantes, que llevaba sujetos bajo el cinturón, y comenzó a arrancar
manojos de hierba del diablo para su propia hoguera y a depositarlos sobre las cenizas
que había dejado el hombre de negro. Esta ironía, como el romanticismo que hallaba
en la sed, le resultó amargamente atractiva.
No utilizó el eslabón y el pedernal hasta que lo único que quedaba del día fue el
fugitivo calor del suelo bajo sus pies y una sardónica línea naranja sobre el monocromo
horizonte occidental. Observó hacia el sur con paciencia, en dirección a las montañas,
no porque albergara la esperanza de divisar la línea de humo, fina y vertical, de una
nueva fogata, sino sencillamente porque observar formaba parte de la persecución. No
vio nada. Estaba cerca, pero sólo relativamente; no tanto como para distinguir el humo
en el crepúsculo.
Hizo saltar chispas sobre la hierba seca y desmenuzada, y se tendió contra el viento,
dejando que el ensoñador humo soplara hacia el erial. El viento, salvo por algún
torbellino de polvo, permanecía constante.
En lo alto, las estrellas, también constantes, no parpadeaban. Soles y mundos a
millones. Vertiginosas constelaciones, fuego helado en todos los tonos primarios.
Mientras miraba, el cielo cambió de violeta a ébano. Un meteorito trazó un arco fugaz
y espectacular, y se desvaneció. El fuego dibujaba extrañas sombras a medida que la
hierba del diablo iba ardiendo lentamente y se asentaba en nuevos diseños; no
ideogramas, sino entramados aleatorios vagamente amenazadores por su propio
aplomo pragm tico. El pistolero había dispuesto el combustible no de forma
intencionada, sino funcional. Le hablaba de blancos y negros. Le hablaba de un
hombre que podía componer malas imágenes en extraños cuartos de hotel. La fogata
ardía con llamas lentas y constantes, y en su núcleo incandescente danzaban
espectros. El pistolero no lo veía. Estaba dormido. Los dos diseños, arte y habilidad, se
fundieron. Gimió el viento. De vez en cuando, una perversa corriente descendente
hacía que el humo se arremolinara y flotara hacia él, y esporádicas vaharadas
llegaban a tocarlo. Éstas le producían sueños, del mismo modo en que un pequeño
cuerpo extraño es capaz de producir una perla en una ostra. De vez en cuando el
pistolero gemía con el viento. Las estrellas permanecían tan indiferentes a esto como
lo eran a guerras, crucifixiones y resurrecciones. También eso lo habría complacido.
Había bajado por la ladera de la última estribación llevando del ronzal a su acémila,
cuyos ojos estaban ya muertos y abombados a causa del calor. Hacía ya tres semanas
que había cruzado la última población y desde entonces sólo había visto la desierta
ruta de las diligencias y algún que otro grupo de casuchas de tepe arracimadas, donde
habitaban los moradores de los confines.
Los grupos de viviendas iban degenerando en chozas aisladas, ocupadas la mayoría
por locos o leprosos. El pistolero descubrió que prefería la compañía de los locos. Uno
de ellos le había entregado una brújula Silva de acero inoxidable, rogándole que se la
diera a Jesús. El pistolero la aceptó solemnemente. Si alguna vez lo veía, le cedería la
brújula. No creía que algo así fuera a ocurrir.
Cinco días habían transcurrido desde la última choza, y ya empezaba a sospechar
que no encontraría ninguna otra cuando llegó a la cima de la última loma erosionada y
divisó la forma familiar de un bajo techo de tepe.
El morador, un hombre de sorprendente juventud con una desgreñada mata de pelo
de color fresa que le llegaba casi a la cintura, estaba desherbando una diminuta
parcela de maíz con celoso abandono. La mula resolló asmáticamente y el morador alzó
la vista, centrando al instante los brillantes ojos azules en la figura del pistolero.
Levantó ambas manos en un brusco saludo y se inclinó de nuevo sobre el maíz para
formar un caballón en la hilera más cercana a su choza, encorvado, arrojando por
encima del hombro la hierba del diablo y alguna que otra planta de maíz atrofiada. Su
cabellera ondulaba y flotaba al viento, que en aquellos momentos provenía
directamente del desierto, sin que nada lo contuviera. El pistolero descendió poco a
poco por la ladera guiando a la acémila, sobre la que se bamboleaban los odres de agua
con un ruido de chapoteo. Se detuvo al borde de la pedregosa parcela, tomó un sorbo de
uno de los odres, para aumentar la salivación, y escupió al árido suelo.
- Vida para su cosecha.
- Vida para la suya - respondió el morador, incorporándose.
Se oyó cómo le crujía la espalda. Estudió al pistolero sin ningún temor. La poca cara
visible entre la barba y los cabellos no parecía estar marcada por la putrefacción y sus
ojos, aunque un tanto salvajes, parecían cuerdos.
- Sólo tengo maíz y judías - anunció. El maíz es gratis, pero tendrá que darme algo
por las judías. Un hombre viene a traérmelas de vez en cuando. Nunca se queda
mucho tiempo. El morador profirió una breve risa. Tiene miedo a los espíritus.
- Supongo que lo toma por uno de ellos.
- Supongo.
Se miraron en silencio durante unos instantes.
El morador extendió la mano.
- Me llamo Brown.
El pistolero se la estrechó. Mientras lo hacía, un cuervo descarnado graznó desde el
aplastado techo de tepe. El morador lo señaló con un gesto fugaz.
- Ése es Zoltan.
Al escuchar su nombre el cuervo volvió a graznar y alzó el vuelo hacia Brown. Se
posó en la cabeza del morador y se aseguró, hundiendo firmemente las garras en la
enredada mata de pelo.
- Que te jodan - graznó jovialmente Zoltan. Que te jodan a ti y al caballo en que
viniste.
El pistolero asintió amistosamente.
- Judías, judías, la fruta musical - recitó el cuervo, inspirado. Cuantas más comes,
más resuenas.
- ¿Le enseña usted eso?
- Me parece que es lo único que le interesa aprender - explicó Brown. Una vez traté
de enseñarle el padrenuestro. Sus ojos se desviaron por un instante más allá de la
choza, hacia el yermo áspero y sin relieve. Supongo que este no es un país para
padrenuestros. Usted es un pistolero, ¿verdad?
- Sí. Se acuclilló y sacó papel y tabaco.
Zoltan se lanzó desde la cabeza de Brown y se posó, aleteando, en el hombro del
pistolero.
- Va detrás del otro, supongo.
- Sí. Sus labios formularon la inevitable pregunta -: ¿Cuánto hace que ha pasado por
aquí?
Brown se encogió de hombros.
- No lo sé. Aquí el tiempo es extraño. más de dos semanas. Menos de dos meses. El
hombre de las judías ha venido dos veces desde que lo vi. Diría que unas seis semanas.
Es muy probable que me equivoque.
- Cuantas más comes, más resuenas - dijo Zoltan.
- ¿Se detuvo aquí?
Brown asintió.
- Se quedó a cenar, igual que hará usted, supongo. Pasamos el rato.
El pistolero se puso en pie y el ave revoloteó de vuelta al techo dando graznidos.
Sentía un anhelo peculiar y tembloroso.
- ¿De qué habló?
Brown enarcó una ceja.
- No dijo gran cosa. Que si llovía alguna vez, que cuando llegué aquí, que si había
enterrado a mi esposa. Yo llevé el peso de la conversación, y no es lo corriente. Hubo
una pausa, y el único sonido fue el de la ventolera. Es un hechicero, ¿verdad?
- Sí.
Brown asintió lentamente.
- Lo sabía. Y usted, ¿también lo es?
- Yo sólo soy un hombre.
- Nunca lo atrapará.
- Lo atraparé.
Se miraron el uno al otro y se estableció una súbita corriente de simpatía entre los
dos hombres, el morador en su parcela reseca y polvorienta, el pistolero en la dura
ladera que descendía gradualmente hacia el desierto. Este último alargó la mano para
coger el pedernal.
- Tenga. Brown sacó una cerilla con cabeza de azufre y la encendió frotándola con
una uña sucia de tierra. El pistolero acercó la punta del pitillo a la llamita y aspiró.
- Gracias.
- Querrá usted rellenar los pellejos - apuntó el morador, dándose la vuelta. La
fuente está bajo el alero de atrás. Empezaré a hacer la cena.
El pistolero avanzó cautelosamente entre las hileras de maíz y rodeó la parte de
atrás de la vivienda. La fuente manaba al fondo de un pozo excavado a mano y
revestido de piedras para impedir que se desmoronaran las paredes de tierra.
Mientras descendía por la destartalada escalera, el pistolero calculó que aquellas
piedras fácilmente podían representar dos años de trabajo: acarrearlas, arrastrarlas,
colocarlas. El agua era clara pero fluía lentamente, y tardó un buen rato en llenar
todos los odres.
Mientras subía el segundo odre, Zoltan se detuvo en el borde del pozo.
- Que te jodan a ti y al caballo en que viniste - comentó.
Sobresaltado, el pistolero alzó la vista. El pozo tenía unos cinco metros de
profundidad: a Brown le resultaría muy fácil arrojarle una piedra, romperle la cabeza
y robarle todo lo que poseía. Sólo un chiflado o un podrido no lo harían; Brown no era
ninguna de las dos cosas. Sin embargo, Brown le gustaba, de modo que desechó la idea
y siguió rellenando sus cueros. Lo que hubiera de ser sería.
Cuando cruzó el umbral de la choza y descendió los escalones (la cabaña en sí
quedaba bajo el nivel del suelo, a fin de retener y aprovechar el frescor de las noches),
Brown estaba removiendo unas mazorcas de maíz sobre las ascuas del pequeño fuego
con ayuda de una espátula de madera dura. Había dispuesto dos platos
descascarillados en los extremos opuestos de una manta parduzca. El agua para las
judías comenzaba a hervir en un caldero suspendido sobre el fuego.
- Le pagaré también el agua.
Brown no levantó la cabeza.
- El agua es un regalo de Dios. Las judías las trae Pappa Doc.
El pistolero emitió un gruñido que era una risa, se sentó con la espalda apoyada en
una pared áspera, cruzó los brazos sobre el pecho y cerró los ojos. Al cabo de un rato le
llegó hasta la nariz el olor a maíz tostado. Hubo un golpeteo como de guijarros cuando
Brown vació un cucurucho de judías secas en el caldero. Un tak-tak-tak esporádico
cuando Zoltan se paseaba inquieto por el techo. Estaba cansado; desde el horror que
había ocurrido en Tull, la última aldea, venía haciendo jornadas de dieciséis y hasta
dieciocho horas. Y los últimos doce días había ido andando; la mula estaba al límite de
sus fuerzas.
Tak-tak-tak.
Dos semanas, le había dicho Brown, o quizá tantas como seis. No importaba. En
Tull había calendarios, y la gente se acordaba del hombre de negro por el viejo que
había curado al pasar. Tan sólo un viejo moribundo por culpa de la hierba. Un viejo de
treinta y cinco años. Y, si Brown estaba en lo cierto, el hombre de negro había perdido
terreno desde entonces. Pero a partir de ahí empezaba el desierto. Y el desierto sería
un infierno.
Tak-tak-tak.
- Préstame tus alas, pájaro. Las desplegaré y planeare sobre las corrientes térmicas.
Se dispuso a dormir.
Brown lo despertó cinco horas más tarde. Había oscurecido. La única luz era el
apagado resplandor cereza de las brasas amontonadas.
- Se ha muerto la mula - dijo Brown. La cena está lista.
- ¿Cómo?
Brown se encogió de hombros.
- Tostada en las brasas y hervida, ¿cómo si no? ¿Tiene manías?
- No, la mula.
- Se ha tendido de lado y ya está. Parecía una mula vieja. Y, con una nota de
disculpa, añadió -: Zoltan se ha comido los ojos.
- Oh. Como si no le sorprendiera. Está bien.
Cuando se acomodaron ante la manta que hacía las veces de mesa, Brown volvió a
sorprenderle al pronunciar una breve bendición: lluvia, salud, expansión para el
espíritu.
- ¿Cree en una vida futura? - preguntó el pistolero mientras Brown dejaba en su
plato tres mazorcas de maíz calientes.
Brown asintió:
- Creo que es ésta.
Las judías eran como balas y el maíz estaba duro.
En el exterior, el viento silbaba y gemía incesantemente en torno a los aleros del
techo, casi al nivel del suelo. El pistolero comió ávidamente, deprisa, y bebió cuatro
tazas de agua con la comida. Antes de terminar sonó un tableteo de ametralladora en
la puerta. Brown se levantó y dejó entrar a Zoltan. El ave cruzó volando la habitación
y se acurrucó pesarosamente en la esquina y masculló:
- Fruta musical.
Después de cenar, el pistolero ofreció su tabaco.
Ahora. Ahora vendrán las preguntas.
Pero Brown no le preguntó nada. Se limitaba a fumar y a contemplar las
moribundas ascuas del hogar. Dentro de la choza, la temperatura había descendido de
manera perceptible.
- No nos dejes caer en la tentación - dijo de pronto Zoltan, apocalípticamente.
El pistolero se sobresaltó como si le hubieran disparado. De repente se sintió seguro
de que todo aquello era una ilusión desde el principio (no un sueño: un
encantamiento), de que el hombre de negro había urdido un ensalmo y estaba
intentando decirle algo de una manera enloquecedoramente simbólica y oscura.
- ¿Ha pasado por Tull? - inquirió de pronto.
Brown asintió.
- Cuando vine hacia aquí, y otra vez antes para vender maíz. Ese año había llovido.
Duró quizás unos quince minutos. Pareció como si la tierra se abriera para sorber el
agua. Al cabo de una hora estaba tan blanca y reseca como siempre. Pero el maíz...
Dios, el maíz. Se lo veía crecer. Pero eso no era lo malo; también se lo oía, como si la
lluvia le hubiera dado una boca. No era un sonido agradable. Daba la impresión de
suspirar y quejarse al salir hacia la superficie. Hizo una pausa. Tenía de sobras, así
que me lo llevé y lo vendí. Pappa Doc se ofreció a venderlo por mí, pero me habría
estafado. Fui yo.
- ¿No le gusta el pueblo?
- No.
- Estuvieron a punto de matarme - añadió bruscamente el pistolero.
- ¿Ah, sí?
- Maté a un hombre que había sido tocado por Dios - explicó. Pero no había sido
Dios sino el hombre de negro.
- Le tendió una trampa.
- Sí.
Se contemplaron a través de las sombras, y el instante adquirió matices de
irrevocabilidad.
Ahora vendrán las preguntas.
Pero Brown, al parecer, no tenía nada que decir. Su cigarrillo era una colilla
humeante pero, cuando el pistolero dio unos golpecitos sobre su petaca, Brown movió
la cabeza.
Zoltan se agitó con inquietud, pareció estar a punto de hablar, se quedó inmóvil.
- ¿Puedo contárselo? - preguntó el pistolero.
- Claro.
El pistolero buscó palabras para empezar y no halló ninguna.
- Tengo que orinar - anunció.
Brown asintió.
- Eso es el agua. ¿Lo hará en el maíz, por favor?
- Claro.
Subió los escalones y salió a la oscuridad. Las estrellas refulgían sobre su cabeza en
una loca exhibición. El viento soplaba sin tregua. La orina del pistolero se arqueó
sobre el polvoriento maizal en un tembloroso chorro. El hombre de negro lo había
enviado allí. Quizás incluso Brown fuera el mismo hombre de negro. Quizá fuera...
Desechó estos pensamientos. La única contingencia que no había aprendido a
afrontar era la posibilidad de su propia locura. Regresó al interior.
- ¿Ha decidido ya si soy un encantamiento o no? - inquirió Brown, divertido.
El pistolero se detuvo en un minúsculo rellano, sobresaltado. Luego bajó
pausadamente y se sentó.
- Había empezado a hablarle de Tull.
- ¿Ha crecido?
- Ha muerto - replicó el pistolero, y sus palabras flotaron en el aire.
Brown asintió.
- El desierto. Creo que es capaz de estrangularlo todo, a la larga. ¿Sabía que en otro
tiempo existió una ruta de diligencias que cruzaba el desierto?
El pistolero cerró los párpados. Su mente giraba en locos torbellinos.
- Me ha drogado - dijo con voz apagada.
- No. No le he hecho nada.
El pistolero abrió cautelosamente los ojos.
- No se sentirá a gusto hasta que yo se lo pregunte - observó Brown -, y lo haré:
¿Quiere hablarme de Tull?
El pistolero abrió la boca, vacilante, y le sorprendió descubrir que esta vez las
palabras sí aparecían. Comenzó a hablar en ráfagas entrecortadas que poco a poco se
convirtieron en un fluido relato ligeramente desprovisto de inflexiones. La sensación
de estar drogado se desvaneció, y se sintió extrañamente excitado. Habló hasta bien
entrada la noche. Brown no lo interrumpió para nada. Y tampoco el pájaro. Compró la
mula en Pricetown, y cuando llegó a Tull aún estaba fresca. El sol se había puesto una
hora antes, pero el pistolero siguió viajando, orientándose primero por el resplandor
del pueblo en el firmamento, luego por las notas asombrosamente nítidas de un piano
de taberna en el que alguien tocaba Hey Jude. La carretera iba ensanchándose a
medida que convergían en ella otros caminos.
Los bosques habían desaparecido mucho antes, sustituidos por la monótona
planicie: interminables campos desolados invadidos de fleo y matorrales, cabañas,
espectrales fincas desiertas vigiladas por tristes y lóbregas mansiones en las que
innegablemente vagaban los demonios; míseras chabolas desiertas, cuyos habitantes
se habían marchado o bien voluntariamente o bien a la fuerza, y la casucha de algún
morador ocasional, delatada únicamente por un punto de luz parpadeante en las
tinieblas o por los hoscos clanes aislados que laboreaban los campos durante el día. El
principal cultivo era el maíz pero también había alubias y unos pocos guisantes. De
vez en cuando una vaca huesuda lo miraba estúpidamente entre descortezados postes
de aliso. Cuatro veces se cruzó con diligencias, dos de ida y dos de vuelta, casi vacías
cuando venían por detrás y los adelantaban a él y a la mula, y más llenas cuando
regresaban hacia los bosques del norte.
Era un país horrible. Desde su salida de Pricetown habían caído un par de
chubascos, como a regañadientes en ambas ocasiones. Incluso el fleo parecía
amarillento y desalentado. Horrible. No había hallado ninguna huella del hombre de
negro. Quizás hubiera tomado una diligencia.
La carretera describía una curva y, tras doblarla, el pistolero chascó la lengua para
que se detuviera la mula y contempló Tull desde lo alto. El pueblo yacía en el fondo de
una depresión circular en forma de plato, una gema falsa en un engaste barato. Había
unas cuantas luces, casi todas apiñadas junto al lugar de la música. Parecía haber
cuatro calles, tres de las cuales cortaban perpendicularmente la ruta de las diligencias,
que era también la principal avenida del pueblo. Quizás hubiera un restaurante. Lo
dudaba, pero era posible. Chascó la lengua a la mula.
Ahora eran más numerosas las casas que bordeaban la carretera esporádicamente,
la mayoría aún deshabitadas. Pasó ante un exiguo cementerio con mohosas y torcidas
lápidas de madera, rodeadas y casi cubiertas por la exuberante hierba del diablo. A
unos ciento cincuenta metros encontró un deteriorado letrero que rezaba: TULL.
La pintura estaba gastada hasta el punto de resultar casi ilegible. Un poco más
lejos había otro letrero, pero el pistolero fue incapaz de leer en él nada en absoluto.
Una algarabía de voces medio beodas acompañaba los últimos compases de Hey
Jude - Naa-naa-naa naa- na-na-na... hey, Jude... cuando por fin entró en la población.
Era un sonido muerto, como el del viento en el hueco de un árbol podrido. Sólo el
prosaico fragor del piano de taberna le impidió considerar seriamente la posibilidad de
que el hombre de negro hubiera conjurado fantasmas para poblar una aldea
abandonada. Esta idea le hizo esbozar una sonrisa.
En las calles se cruzó con unas cuantas personas; no muchas, pero unas cuantas.
Tres señoras ataviadas con pantalones negros e idéntica blusa marinera pasaron por
la acera opuesta, sin mirarlo con abierta curiosidad. Los rostros parecían nadar sobre
cuerpos, todo menos invisibles, como enormes y pálidas pelotas de béisbol con ojos. Un
anciano solemne con un sombrero de paja firmemente encasquetado contempló al
pistolero desde los peldaños de una tienda de comestibles clausurada. Un sastre
larguirucho con un cliente de última hora hizo una pausa en su trabajo para verlo
pasar; a fin de observar mejor, alzó la lámpara ante la ventana. El pistolero lo saludó
con una inclinación de cabeza. Ni el sastre ni su cliente devolvieron el saludo. Ambos
tenían la mirada fija en las bajas pistoleras que reposaban sobre sus caderas. Un
adolescente, de unos trece años tal vez, cruzó la calle con su chica en la siguiente
intersección e hizo una pausa casi imperceptible. Sus pisadas levantaban remolonas
nubecillas de polvo. Algunas de las farolas funcionaban, pero los cristales estaban
sucios de petróleo congelado; la mayoría estaba destrozada. Había una caballeriza,
cuya supervivencia dependía seguramente de la línea de diligencias. Tres muchachos
agazapados en torno a un anillo de jugar a canicas dibujado en el polvo junto a las
abiertas fauces del establo fumaban cigarrillos de hollejos de maíz. Las sombras que
proyectaban en el patio eran muy alargadas.
El pistolero pasó ante ellos sin detenerse, conduciendo su mula, y atisbó hacia el
lóbrego interior del establo. Un candil brillaba con luz tenue y una sombra saltaba y se
agitaba mientras un anciano enflaquecido con un pantalón de peto trasladaba un
montón de heno de fleo al henil con grandes y esforzados golpes de horca.
- ¡Hola! - gritó el pistolero.
La horca vaciló y el mozo de cuadra se volvió con expresión colérica.
- ¡Hola, usted!
- Tengo aquí una mula.
- Mejor para usted.
El pistolero arrojó una pesada moneda de oro, acordonada de forma irregular hacia
la penumbra. El metal resonó sobre los viejos tablones, sucios de paja desmenuzada, y
quedó brillando en el suelo. El mozo de cuadra se acercó, se agachó, la recogió y
contempló al pistolero con los párpados entornados. Luego bajó la vista hacia sus
cananas y asintió adustamente.
- ¿Cuánto tiempo quiere dejarla?
- Una noche, tal vez dos. Quizá más.
- No tengo cambio para una moneda de oro.
- Ni yo se lo pido.
- Dinero de sangre - masculló el mozo.
- ¿Cómo?
- Nada. El mozo de cuadra asió el ronzal de la mula y la condujo al interior.
- ¡Almohácela bien! - gritó el pistolero.
El viejo no se dio la vuelta.
El pistolero se dirigió hacia los muchachos acuclillados ante sus canicas. Los tres
habían seguido la conversación con desdeñoso interés.
- ¿Qué tal va todo? - preguntó el pistolero amigablemente.
No hubo respuesta.
- ¿Vivís en el pueblo?
No hubo respuesta.
Uno de los muchachos se quitó de la boca un retorcido hollejo de maíz, cogió una
canica de vidrio verde y la lanzó hacia el círculo de tierra. Acertó a la de un contrario,
que salió proyectada al exterior. Recogió la bolita de vidrio verde y se dispuso a tirar
de nuevo.
- ¿Hay algún restaurante en este pueblo? - inquirió el pistolero.
Uno de los chicos, el más joven, levantó la cabeza. Tenía un enorme sabañón junto a
la comisura de los labios, pero sus ojos todavía eran ingenuos. Contempló al pistolero
con una admiración disimulada que resultaba a la vez conmovedora y alarmante.
- Puede que en el bar de Sheb le hagan una hamburguesa.
- ¿Donde el piano?
El muchacho asintió en silencio. Los ojos de sus compañeros de juego se habían
vuelto fríos y hostiles.
El pistolero se tocó el ala del sombrero.
- Muchas gracias. Me alegra comprobar que en este pueblo hay alguien lo
suficientemente inteligente como para saber hablar.
Echó a andar, subió a la acera de tablas y se encaminó hacia el bar de Sheb, oyendo
a sus espaldas la clara y despectiva voz de otro de los muchachos, poco más que un
chillido infantil:
- ¡Mascahierba! ¿Cuánto hace que te tiras a tu hermana, Charlie? ¡Eres un
mascahierba!
Ante la puerta del bar había tres refulgentes lámparas de queroseno, una a cada
lado y otra suspendida sobre las mal encajadas puertas de vaivén. El coro de Hey Jude
había terminado ya, y en el piano tintineaba alguna otra balada antigua. Murmullo de
voces como hilos rotos. El pistolero se detuvo unos instantes bajo el dintel,
contemplando el interior. Serrín en el suelo, escupideras junto a las mesas de patas
torcidas. Una barra de tablones sostenidos por caballetes de madera. Detrás, un
mugriento espejo donde se reflejaba el pianista, sentado con aire indolente en el
inevitable taburete. La parte delantera del piano había sido desmontada de tal forma
que se veían subir y bajar los martillos de madera a cada pulsación de las teclas. La
camarera que atendía la barra era una mujer de cabello pajizo enfundada en un sucio
vestido azul. Uno de los tirantes se aguantaba con un imperdible. Al fondo de la sala
había seis ciudadanos que bebían y jugaban apáticamente a "Miradme". Otra media
docena formaba un grupito disperso alrededor del piano. Cuatro o cinco en la barra. Y
un anciano de pelo gris derrumbado sobre una mesa junto a las puertas. El pistolero
entró.
Las cabezas se giraron para examinarlo, a él y a sus pistolas. Hubo un momento de
casi completo silencio, salvo por el retintín de la música que el pianista seguía
interpretando, ajeno a todo. Entonces, la mujer pasó un paño sobre la barra y las cosas
volvieron a la normalidad.
- Miradme - dijo uno de los jugadores del rincón, al tiempo que emparejaba tres
corazones con cuatro picas y se quedaba sin naipes en la mano.
El de los corazones blasfemó y pagó su apuesta. Comenzaron a repartir la siguiente
mano.
El pistolero se acercó a la barra.
- ¿Tiene hamburguesas ? - preguntó.
- Desde luego. La mujer lo miró a los ojos, y quizás hubiera sido bonita cuando
empezó, pero ahora su rostro estaba lleno de bultos, y una lívida cicatriz retorcida le
cruzaba la frente. Había aplicado sobre ella una abundante capa de polvos, pero más
que disimularla lo que hacía era resaltarla. Pero son caras.
- Lo suponía. Deme tres hamburguesas y una cerveza.
De nuevo aquel sutil cambio de tono. Tres hamburguesas. Las bocas se hacían agua
y las lenguas se relamían de gula lentamente. Tres hamburguesas.
- Eso le costaría cinco pavos. Con la cerveza.
El pistolero puso una pieza de oro sobre la barra.
Muchas miradas la siguieron.
Tras la barra, a la izquierda del espejo, había un brasero de carbón lleno de
rescoldos que humeaban perezosamente sin llama. La mujer desapareció hacia un
cuartito que había detrás y regresó con un montón de carne picada sobre una hoja de
papel. Amasó tres círculos y los colocó sobre las brasas. Emanaban un olor
exasperante. El pistolero esperó con imperturbable indiferencia, apenas consciente de
las vacilaciones del piano, la demora en la partida de cartas, las miradas de soslayo de
los habituales de la barra.
El hombre que iba hacia él estaba ya a mitad de camino cuando el pistolero lo vio
reflejado en el espejo. Era un hombre casi completamente calvo, y su mano estaba
cerrada sobre el mango de un gigantesco cuchillo de caza, asegurado en su cinturón
como una pistolera.
- Vuelva a sentarse - dijo él sosegadamente.
El hombre se detuvo. Su labio superior se contrajo involuntariamente como el de un
perro, y hubo un momento de silencio. Luego, el hombre regresó a su mesa y la
atmósfera volvió de nuevo a la normalidad.
La cerveza llegó en un enorme vaso agrietado.
- No tengo cambio para el oro - anunció la mujer con aire truculento.
- Tampoco lo quiero.
Ella asintió con irritación, como si aquella ostentación de riqueza, aunque fuera en
su beneficio, le resultara ofensiva. Pero se guardó el oro y, al cabo de unos instantes, le
sirvió las hamburguesas en una plancha humeante con los bordes todavía al rojo.
- ¿Tiene sal?
La sacó de debajo de la barra.
- ¿Pan?
- No. El pistolero comprendió que le mentía, pero no quiso insistir. El hombre calvo
le miraba con ojos cianóticos, abriendo y cerrando los puños sobre la astillada
superficie de la mesa. Las aletas de su nariz se ensanchaban con palpitante
regularidad.
El pistolero empezó a comer tranquilamente, casi con languidez, cortando trozos de
carne con el borde del tenedor y llevándoselos a la boca mientras trataba de no pensar
en qué habrían añadido a la carne de buey para cortarla.
Casi había terminado y se disponía ya a pedir otra cerveza y a liar un cigarrillo,
cuando la mano se posó en su hombro.
De pronto el pistolero advirtió que la sala estaba de nuevo en silencio, y saboreó la
densa tensión del aire. Volvió la cabeza y descubrió el rostro del hombre que a su
llegada estaba durmiendo junto a la puerta. Era un rostro espantoso. El olor de la
hierba del diablo era como un miasma pútrido. Los ojos eran abominables, con la feroz
e intensa mirada de los ojos que ven pero no ven, vueltos para siempre hacia el
interior, hacia el estéril infierno de unos sueños sin control, sueños desencadenados,
surgidos de las hediondas ciénagas del inconsciente. La mujer de la barra profirió un
gritito quejumbroso.
Los agrietados labios se torcieron y se separaron, dejando al descubierto unos
verdes y musgosos dientes, y el pistolero pensó: "Ya ni siquiera la fuma. La masca.
Realmente la masca".
E inmediatamente después: "Está muerto. Debería haber muerto hace un año."
E inmediatamente después: "El hombre de negro."
Sus miradas se encontraron: la del pistolero y la del hombre que había bordeado los
límites de la locura
El hombre habló y el pistolero, desconcertado, le oyó interpelarlo en la Alta Lengua:
- El oro, por favor, pistolero. ¿Una sola pieza? Como un regalo.
La Alta Lengua. Por un instante, su mente se negó a interpretarla. Habían pasado
años - ¡Santo Dios! -, siglos, milenios; ya no existía la Alta Lengua, él era el último, el
último pistolero. Los demás habían...
Estupefacto, hurgó en el bolsillo de la pechera y extrajo una moneda de oro. La
deforme zarpa del hombre se cerró sobre ella, la acarició, la sostuvo en alto para que
refulgiera con el grasiento resplandor del queroseno. El oro despedía su propio brillo,
orgulloso y civilizado; dorado, rojizo, sangriento...
- Ahhhh... Un inarticulado ruido de placer. El viejo se tambaleó para dar media
vuelta y echó a andar hacia su mesa sosteniendo la moneda a la altura de los ojos,
volteándola entre los dedos, arrancándole destellos.
La sala comenzó a vaciarse rápidamente, y las puertas de vaivén oscilaban
frenéticamente de un lado a otro. El pianista cerró con un golpe la tapa del
instrumento y salió en pos de los demás a grandes zancadas de opereta.
- ¡Sheb! - gritó la mujer a sus espaldas, con una extraña mezcla de miedo y astucia
en la voz. ¡Vuelve aquí, Sheb! ¡Maldita sea!
El viejo, entre tanto, llegó a su mesa e hizo girar la moneda sobre la maltratada
madera como si se tratara de una peonza, mientras sus ojos muertos en vida le
seguían con vacua fascinación. Por segunda vez la hizo girar, y por tercera, y sus
párpados se entrecerraron. La cuarta vez apoyó la cabeza en la mesa antes de que la
moneda se detuviera.
- Ya está- dijo la enfurecida mujer, suavemente. Ya me ha dejado sin clientela.
¿Está satisfecho?
- Volverán - respondió el pistolero.
- No, esta noche ya no volverán.
- ¿Quién es ése? - hizo un ademán hacia el mascahierba.
- Vaya a... Completó la frase describiendo un imposible acto de masturbación.
- Debo saberlo - explicó el pistolero con paciencia. Él...
- Le ha hablado de una forma extraña - le interrumpió la mujer. Nort no había
hablado así en toda su vida.
- Busco a un hombre. Si lo ha visto, no puede haberlo olvidado. La mujer se lo quedó
mirando, apaciguada su ira. Ésta fue sustituida por el cálculo y luego por un vívido
brillo húmedo que él ya había visto antes. El desvencijado edificio latía
pensativamente para sí mismo. A lo lejos, un perro lanzó un ladrido ronco. El pistolero
esperaba. Ella vio que lo sabía y el brillo fue reemplazado por la desesperanza, por una
muda necesidad inefable.
- Ya conoce mi precio - dijo al fin.
El hombre la contempló con detenimiento. A oscuras, la cicatriz no se vería. Su
cuerpo era bastante enjuto, de modo que el desierto, el esfuerzo y el abatimiento no
habían logrado aflojar sus formas. Y en otro tiempo había sido guapa, quizás incluso
hermosa. Tampoco tenía demasiada importancia. No la habría tenido aunque los
escarabajos de las tumbas hubieran anidado en la árida negrura de su matriz. Todo
estaba escrito de antemano.
La mujer se llevó las manos al rostro. Todavía quedaba algo de jugo en ella; el
suficiente para llorar.
- ¡No me mire! ¡No quiero que me mire con tanta dureza!
- Lo siento - se disculpó el pistolero. No pretendía mostrarme duro.
- ¡Ninguno de ustedes lo pretende! - sollozó
Siguió llorando con las manos en la cara. Al pistolero le complació que se cubriera la
cara. No por la cicatriz, sino porque aquello le devolvía la juventud, si bien no la
doncellez. El imperdible que sujetaba el tirante del vestido brilló a la mortecina luz.
- Apague las luces y cierre. ¿Cree que el viejo puede robarle algo?
- No - susurró ella.
- Pues apague las luces.
No apartó las manos del rostro hasta que se halló de espaldas a él y comenzó a
apagar los quinqués uno por uno, bajando las mechas y soplando luego para extinguir
la llama. Luego tomó la mano del pistolero y la encontró caliente. Lo condujo escaleras
arriba. Ninguna luz hubiera ocultado sus actos.
Lió un par de cigarrillos en la oscuridad, los encendió y le pasó uno a ella. La
habitación conservaba el patético perfume a lilas frescas de ella. El olor del desierto lo
cubría y lo desfiguraba. Era como el olor del mar. El pistolero se dio cuenta de que
temía al desierto que se extendía ante él.
- Se llama Nort - comenzó ella. Su voz no había perdido ninguna aspereza. Sólo
Nort. Murió.
El pistolero esperó.
- Fue tocado por Dios.
- Nunca he visto a Dios - contestó el pistolero.
- Ha estado siempre aquí hasta donde alcanza mi memoria. Nort, quiero decir, no
Dios. Se rió en la oscuridad con una risa mellada. Hubo un tiempo en que tenía un
carro de panales. Empezó a beber. Empezó a olfatear la hierba. Luego a fumársela. Los
niños comenzaron a seguirlo por todas partes y le azuzaban los perros. Llevaba unos
pantalones verdes viejos y apestosos. ¿Me entiendes?
- Sí.
- Empezó a mascarla. Acabó quedándose todo el día sentado ahí, sin comer nada.
Quizás imaginaba ser un rey. Y que los niños eran sus bufones y los perros, sus
príncipes.
- Sí.
- Murió justo delante de esta casa - prosiguió. Venía por la acera, pisando fuerte
(sus botas no se gastaban nunca, eran botas de mecánico), con los niños y los perros
detrás de él. Parecía un amasijo de perchas de alambre retorcidas y entrelazadas. En
sus ojos se veían todas las luces del infierno, pero venía sonriendo, con una sonrisa
como la que tallan los chicos en sus calabazas la víspera de Todos los Santos. Despedía
olor a mugre, a podredumbre y a hierba. El jugo le rezumaba por las comisuras de los
labios como una sangre verdosa. Creo que tenía intención de entrar para oír tocar a
Sheb. Y justo en la puerta se detuvo y ladeó la cabeza. Yo lo estaba mirando y pensé
que había oído una diligencia, aunque no se esperaba ninguna. Entonces vomitó un
vómito negro y lleno de sangre. El chorro pasó a través de su sonrisa como el agua de
letrina por un enrejado. El hedor ya era suficiente para volverla a una loca. Levantó
los brazos y vomitó, nada más. Eso fue todo. Se murió con la sonrisa en la cara, sobre
su propio vómito.
La mujer temblaba junto a él. Fuera, el viento mantenía su constante gemido y, en
algún sitio remoto, una puerta se abría y se cerraba con violencia, como un sonido oído
en un sueño. Por las paredes corrían ratones. En su fuero interno el pistolero pensó
que aquél era probablemente el único lugar de la población lo bastante próspero como
para albergar ratones. Colocó una mano sobre el vientre de la mujer, y ella se agitó
sobresaltada antes de relajarse.
- El hombre de negro - dijo él.
- No pararás hasta saberlo, ¿verdad?
- Así es.
- Muy bien. Te lo diré. Tomó la mano del pistolero entre las suyas y comenzó a
hablar.
Llegó al caer la tarde el día que murió Nort, cuando el viento arreciaba, arrastrando
tierra suelta y levantando polvaredas de arena y plantas de maíz desarraigadas.
Kennerly había cerrado con llave la caballeriza y los demás comerciantes del pueblo,
muy escasos, habían cerrado las ventanas y asegurado los postigos con tablas. El cielo
era del amarillento color del queso rancio y las nubes lo cruzaban con aire huidizo,
como si hubieran visto algo horripilante en los desiertos yermos de donde acababan de
llegar.
Llegó en un destartalado carromato con la plataforma cubierta por una lona
ondulante. Le vieron llegar y el viejo Kennerly, tendido ante la ventana con una
botella en una mano y la blanda y cálida carne del pecho izquierdo de su segunda hija
en la otra, decidió no estar en casa si llamaba a su puerta.
Pero el hombre de negro pasó sin detener el caballo bayo que tiraba del carromato, y
el girar de las ruedas alzó nubecillas de polvo prestamente arrebatadas por el viento.
Su figura habría podido ser la de un monje o un sacerdote; llevaba una túnica negra
moteada de polvo, y una amplia capucha le cubría la cabeza y ocultaba sus facciones.
Se ondulaba y aleteaba. Bajo el dobladillo de la prenda, pesadas botas de hebilla con la
puntera cuadrada.
Paró delante del bar de Sheb y amarró el caballo, que agachó la cabeza y relinchó
hacia el suelo. El hombre desató un faldón de la parte de atrás del carro, sacó una
vieja y gastada alforja, se la echó al hombro y entró por las puertas de vaivén.
Alice lo contempló con curiosidad, pero nadie más advirtió su llegada. Todos
estaban borrachos como una cuba. Sheb interpretaba himnos metodistas a ritmo
sincopado y los grisáceos haraganes que habían acudido temprano para evitar la
tempestad y asistir al velatorio de Nort ya estaban roncos de tanto cantar. Sheb, ebrio
hasta el límite de la inconsciencia, intoxicado y enervado por la continuidad de su
propia existencia, tocaba rápidamente, con frenesí, haciendo volar los dedos como la
lanzadera de un telar.
La gente vociferaba y hablaba a gritos, sin imponerse en ningún momento al
vendaval pero, a veces, casi desafiándolo. En un rincón, Zachary le había levantado las
faldas a Amy Feldon y estaba pintándole signos zodiacales en las rodillas. Algunas
mujeres más, no muchas, circulaban entre el público. Todos los rostros parecían
resplandecer de fervor. Con todo, la mortecina luz de la tormenta, que se filtraba a
través de las puertas de vaivén, daba la impresión de burlarse de ellos.
Nort yacía sobre dos mesas juntas en el centro del salón. Las botas configuraban
una mística V. Tenía la boca abierta en una sonrisa laxa pero alguien le había cerrado
los ojos y colocado balas sobre ellos. También le habían cruzado las manos sobre el
pecho y sostenía una ramita de hierba del diablo. El muerto olía a veneno.
El hombre de negro se echó el capuz hacia atrás y anduvo hasta la barra. Alice lo
contempló, sintiendo nacer en ella una ansiedad mezclada con la familiar necesidad
que ocultaba en su interior. El hombre no ostentaba ningún símbolo religioso, pero
aquello, de por sí, no significaba nada.
- Whisky - pidió él. Su voz era suave y agradable. Whisky del bueno.
La mujer metió la mano bajo el mostrador y sacó una botella de Star. Habría podido
endosarle el matarratas local como si fuese lo mejor que tenía, pero no lo hizo. Le
sirvió un vaso mientras el hombre de negro la observaba con sus ojos grandes y
luminosos. La penumbra del local no permitía determinar con exactitud de qué color
eran. La necesidad se le intensificó. En el salón continuaban la algarabía y los
chillidos, sin debilitarse. Sheb, el inútil eunuco, interpretaba un himno sobre los
Soldados de Cristo y alguien había persuadido a la tía Mill para que cantase. Su voz,
áspera y desafinada, cortó el parloteo como haría un hacha embotada con los sesos de
un ternero.
- ¡Eh, Allie!
Acudió a la llamada, resentida con el silencio del forastero; resentida con sus ojos de
ningún color y con su propia ingle impaciente. Sus necesidades la atemorizaban. Eran
caprichosas y no podía dominarlas. Quizá fueran la señal del cambio, que a su vez
señalaría el comienzo de la vejez. Y en Tull la vejez solía ser tan breve y cruda como el
crepúsculo en invierno.
Sirvió cerveza hasta que el cuñete estuvo vacío, y entonces espitó otro. En ningún
momento se le ocurrió pedirle a Sheb que lo hiciera; la obedecería con su mejor
voluntad, como el perro que era, y se aplastaría los dedos con el mazo o lo regaría todo
con espuma de cerveza. Mientras ella misma lo hacía los ojos del forastero no se
apartaron de ella; podía sentir su mirada.
- Mucha gente - comentó el hombre, cuando ella regresó. No había tocado su bebida,
limitándose a hacer rodar el vaso entre las palmas para calentarlo.
- Un velatorio.
- Ya he visto el difunto.
- Son unos borrachos - exclamó ella, con un odio repentino. Son todos unos
borrachos.
- La situación los excita. Está muerto y ellos no.
- Cuando vivía era el blanco de todas las burlas. No está bien que sigan burlándose
ahora. Era... no llegó a completar la frase, incapaz de expresar qué era, o hasta qué
punto era obsceno.
- ¿Un mascahierba?
- ¡Sí! ¿Qué otra cosa le quedaba? - Respondió en tono acusador, pero el hombre no
bajó la vista y ella sintió que le subía la sangre a la cara. Lo siento. ¿Es usted un
sacerdote? Todo esto debe parecerle repugnante.
- Ni lo soy, ni me lo parece. Engulló limpiamente el whisky, sin una mueca. Otro,
por favor.
- Antes tendré que ver el color de su dinero. Lo siento.
- No hace falta que lo sienta. Depositó sobre el mostrador una mal acuñada moneda
de plata, gruesa por un lado, fina por el otro, y ella le advirtió, como volvería a hacer
más tarde:
- No tengo cambio.
El hombre de negro meneó la cabeza restándole importancia al asunto y contempló
con aire ausente cómo le volvía a llenar el vaso.
- ¿Está de paso por aquí? - inquirió ella.
Permaneció un buen rato sin responder y la mujer ya iba a repetir la pregunta
cuando él sacudió la cabeza con impaciencia.
- No hable de banalidades. Está en presencia de la muerte.
Ella retrocedió, dolida y asombrada, y lo primero que pensó fue que el hombre había
mentido acerca de su condición sacerdotal para ponerla a prueba.
- Usted le tenía cariño - añadió llanamente. ¿No es cierto?
- ¿Quién, yo? ¿A Nort? - Se echó a reír, afectando enojo para ocultar su confusión.
Me parece que más le vale...
- Tiene el corazón blando y un poco de miedo - prosiguió él -, y el viejo estaba
enganchado a la hierba, atisbando por la puerta de atrás del infierno. Y allí está ahora,
y ya han cerrado la puerta, y usted cree que no volverán a abrirla hasta que a usted le
llegue la hora de pasar por ella, ¿no es eso?
- ¿Qué le pasa? ¿Está bebido?
- ¡El señor Norton está muerto! - exclamó irónicamente el hombre de negro. Tan
muerto como cualquiera. Tan muerto como usted, o cualquier otro.
- Váyase de mi casa. La mujer sintió nacer en su interior una temblorosa aversión,
pero su vientre seguía irradiando la misma calidez.
- Está bien - dijo él con suavidad. Está bien. Espere. Espere un poco.
Tenía los ojos azules. De pronto, ella notó que le invadía una sensación de sosiego,
como si hubiera tomado alguna droga.
- ¿Lo ve? - apuntó él. ¿Se da cuenta?
Ella asintió torpemente y él se echó a reír con una carcajada fuerte, pura,
agradable, que hizo que todas las cabezas se girasen. El hombre de negro dio media
vuelta y afrontó las miradas, repentinamente convertido en el centro de la atención
por una alquimia inexplicable. La tía Mill vaciló y se detuvo, dejando que un agudo
desafinado se desangrara en el aire. Sheb tocó un acorde disonante y se interrumpió.
Todos contemplaban al forastero con inquietud. La arena arañaba las paredes del
edificio.
El silencio se prolongó sin consumirse. La mujer re tenía el aliento en la garganta y,
al bajar la vista, descubrió que tenía ambas manos apretadas contra el vientre por
debajo de la barra. Todos miraban al desconocido, y él los miraba a todos. Entonces
surgió de nuevo la risa, potente, rica, innegable. Pero nadie sintió ganas de reír con él.
- ¡Os mostraré un prodigio! - les gritó.
Ellos se limitaron a seguir mirando, como niños obedientes a quienes se lleva a ver
a un mago, a pesar de que ya sean demasiado mayores para creer en él.
El hombre de negro se adelantó y la tía Mill se apartó de su camino. Él sonrió
ferozmente y le palmeó el abultado abdomen. La mujer emitió un breve cloqueo
involuntario, y el hombre de negro echó hacia atrás la cabeza.
- Mejor así, ¿verdad?
La tía Mill cloqueó otra vez; de repente, empezó a sollozar, y huyó ciegamente hacia
las puertas. Los demás la vieron partir en silencio. Estaba desencadenándose la
tempestad; las sombras se sucedían una a otra, alzándose y cayendo en el blanco
ciclorama del firmamento. Cerca del piano, un hombre con una olvidada cerveza en la
mano sonrió rasposamente.
El hombre de negro se irguió sobre el cuerpo de Nort y le sonrió. El viento aullaba,
gemía, rugía monótonamente. Algún objeto grande chocó contra un costado del edificio
y rebotó arrastrado por el vendaval. Uno de los hombres acodados en la barra logró
liberarse y salió del salón bamboleándose en grotescas zancadas. El fragor del trueno
estalló secamente en bruscas descargas. Muy bien. El hombre de negro seguía
sonriendo. Vamos a poner manos a la obra.
Comenzó a escupir sobre la cara de Nort, apuntando cuidadosamente. La saliva
brilló sobre su frente y se deslizó por el pico pelado de su nariz corva.
Bajo la barra, las manos de la mujer trabajaban deprisa.
Sheb soltó una risa boba y se inclinó. Comenzó a toser y expectorar grandes y
pegajosos esputos de flema. El hombre de negro rugió aprobadoramente y le palmeó la
espalda. Sheb sonrió, dejando al descubierto un diente de oro.
Unos cuantos se escaparon. Otros se congregaron formando un corro alrededor de
Nort. Su rostro y las arrugas de la papada resplandecían de líquido, un líquido
precioso en aquel reseco país. Y de pronto se detuvo, como ante una señal. Su
respiración era pesada y jadeante.
El hombre de negro se lanzó repentinamente por encima del muerto, describiendo
un salto de carpa en el aire. Fue algo hermoso, como un destello de agua. Cayó sobre
las manos, se enderezó al instante, giró en redondo con el mismo impulso del rebote,
sonrió y repitió la pirueta. Uno de los espectadores, sin saber lo que hacía, comenzó a
aplaudir; de pronto, se echó hacia atrás con los ojos nublados de pavor y, enjugándose
los labios con el dorso de la mano, se dirigió hacia la puerta.
La tercera vez que el hombre de negro pasó sobre Nort, éste contrajo el rostro.
De los espectadores brotó una especie de gruñido y otra vez quedaron en silencio. El
hombre de negro echó la cabeza hacia atrás y aulló. Al inspirar, su pecho se movió a un
ritmo rápido y poco profundo. Comenzó a saltar de un lado a otro con mayor velocidad,
arqueándose sobre el cuerpo de Nort como se arquea el agua al ser vertida de un vaso
a otro. Lo único que se oía en el salón era el ruido de sus roncos jadeos y el palpitar de
la tormenta.
North hizo una inspiración honda y seca. Sus manos temblaron y se movieron al
azar sobre la mesa. Sheb soltó un chillido y se marchó. Una de las mujeres se fue tras
él.
El hombre de negro saltó una vez más, y otra, y una tercera. Ahora, todo el cuerpo
de Nort vibraba, temblaba, se agitaba y se contorsionaba. El fétido olor a
podredumbre, a excrementos y a moho se alzó en sofocantes oleadas. Abrió los ojos.
Alice sintió que los pies la llevaban hacia atrás. Chocó contra el espejo, haciéndolo
temblar, y un pánico ciego se apoderó de ella. Salió disparada como un novillo.
- Le he hecho un regalo - gritó el hombre de negro a sus espaldas, todavía jadeando.
Ahora podrá dormir tranquila. Ni siquiera esto es irreversible. Pero, ¡maldita sea!, es...
tan... ¡divertido! - Y se echó a reír de nuevo.
Ella corrió escaleras arriba seguida de la carcajada y no se detuvo hasta haber
cerrado con llave la puerta que comunicaba con las tres habitaciones de encima del
bar.
Entonces, detrás de la puerta, empezó a reír nerviosamente y a sacudir las caderas
de un lado a otro. El sonido se convirtió en un fúnebre plañido que se confundía con el
viento.
Abajo, Nort salió con aire ausente a la tormenta, para arrancar un poco de hierba.
El hombre de negro, único cliente del bar, lo vio salir sin perder la sonrisa.
Cuando, ya anochecido, la mujer se obligó a sí misma a bajar de nuevo, con un
quinqué en una mano y un pesado bastón para desfondar barriles en la otra, el hombre
de negro ya se había ido, llevándose su carromato. Pero Nort estaba allí, sentado a la
mesa más cercana a la puerta como si nunca la hubiera dejado. Seguía oliendo a
hierba, pero no tan intensamente como ella hubiera podido suponer.
Al oírla bajar levantó la vista y le sonrió dubitativamente.
- Hola, Allie.
- Hola, Nort. Dejó el bastón y empezó a encender las lámparas, sin volverle la
espalda.
- He sido tocado por Dios - explicó él. Ya no volveré a morir. Me lo ha dicho él. Me lo
ha prometido.
- Qué suerte, Nort. La astilla que utilizaba para encender los quinqués resbaló de
entre sus dedos temblorosos y se agachó a recogerla.
- Me gustaría dejar de mascar hierba - comentó Nort. Ya no lo disfruto como antes.
No me parece bien que un hombre tocado por Dios siga mascando hierba.
- Entonces, ¿por qué no lo dejas?
En medio de su exasperación, se sorprendió a sí misma mirando a Nort de nuevo
como un hombre, más que como un milagro infernal. Lo que vio fue un individuo
apesadumbrado, drogado sólo a medias, con aspecto avergonzado, y desdichado. Era
imposible seguir teniéndole miedo.
- Tiemblo - respondió él. Y la quiero. No puedo parar. Allie, tu siempre has sido
buena conmigo... Comenzó a sollozar. Ni siquiera puedo aguantarme los meados.
Alice se acercó a la mesa y se quedo allí, vacilante.
- Habría podido hacer que ya no la quisiera - se lamentó entre lágrimas. Si ha
podido resucitarme, también habría podido hacer eso por mí. No me quejo... No quiero
quejarme... Miró en torno con inquietud y susurro -: Podría hacerme caer muerto si me
quejo.
- Quizá sea una broma. Parecía tener gran sentido del humor.
Nort extrajo la bolsa que guardaba bajo la camisa y cogió un puñado de hierba.
Irreflexivamente, la mujer la hizo caer de un manotazo y al instante, horrorizada,
retiro la mano.
- No puedo evitarlo, Allie, no puedo... Se abalanzó torpemente hacia la bolsa. Ella
habría podido detenerlo, pero no lo intentó. Siguió encendiendo las lamparas, cansada
ya aunque la noche apenas acababa de empezar. Pero aquella noche el único cliente
que acudió fue el viejo Kennerly, que no se había enterado de nada. La presencia de
Nort no pareció sorprenderle. Pidió cerveza, preguntó dónde estaba Sheb y manoseó
un poco a la dueña. Al día siguiente las cosas fueron casi normales, si bien ninguno de
los niños siguió a Nort por la calle. Al otro día, se reanudaron las burlas. La vida volvió
a seguir su curso. Los chiquillos recogieron el maíz desarraigado y, una semana
después de la resurrección de Nort, lo quemaron en mitad de la calle. El fuego ardió
con viveza durante algún tiempo y la mayoría de los asiduos del bar salió o se
tambaleó hasta la puerta para contemplarlo. Tenían un aspecto primitivo. Sus caras
parecían flotar entre las llamas y el helado resplandor del cielo. Allie los miró y sintió
una punzada de pasajera desesperación por la tristeza del mundo. Las cosas se habían
desunido. Ya no existía ningún pegamento en el centro de las cosas. Nunca había visto
el océano, y nunca lo vería.
- Si tuviera agallas - murmuró. Si tuviera agallas, agallas, agallas...
Nort alzó la cabeza al oír su voz y le dirigió una vacua sonrisa desde el infierno.
Allie no tenía agallas. Sólo un bar y una cicatriz.
La fogata se consumió rápidamente y los clientes volvieron al interior. Allie
comenzó a anestesiarse con whisky Star y, hacia medianoche, estaba completamente
borracha. La mujer dio fin a su relato y, viendo que él no hacía ningún comentario,
creyó que la historia lo había adormecido. Empezaba ya a dormitar, a su vez, cuando el
pistolero preguntó:
- ¿Eso es todo?
- Sí. Eso es todo. Ya es muy tarde.
- Hum. Estaba liando otro cigarrillo.
- No vayas a echarme briznas de tabaco en la cama - dijo ella, más bruscamente de
lo que pretendía.
- No.
Silencio de nuevo. La punta del cigarrillo refulgía intermitentemente.
- Te irás por la mañana - comentó ella con voz apagada.
- Debería irme. Creo que me dejó preparada una trampa.
- No te vayas - le rogó la mujer.
- Ya veremos.
El pistolero se volvió de espaldas, pero ella ya estaba tranquila. Se quedaría. La
mujer cerró los ojos.
A punto de dormirse, Allie pensó de nuevo en la forma en que Nort se había dirigido
al pistolero, en su extraña manera de hablar. En ningún otro momento, ni antes ni
después, había visto al pistolero expresar alguna emoción. Incluso haciendo el amor
había permanecido silencioso; apenas hacia el final, su respiración se volvió más
áspera y luego se detuvo unos instantes. Aquel hombre era como algo salido de un
cuento de hadas o de un mito: el último de su casta en un mundo que estaba
escribiendo la última página de su libro. No importaba. Se quedaría por algún tiempo.
Ya tendría tiempo para pensar al día siguiente, o al otro. Se adormeció.
Por la mañana Allie preparó sémola de maíz y el pistolero la comió sin ningún
comentario. Se llevaba las cucharadas a la boca sin pensar en la mujer, sin verla
apenas. Sabía que debía partir. A cada minuto que él permanecía sentado allí, el
hombre de negro se encontraba un poco más lejos; a aquellas alturas ya habría llegado
al desierto. Avanzaba en dirección sur.
- ¿Tienes un mapa? - preguntó de repente, levantando la cabeza.
- ¿Del pueblo? - Ella se echó a reír. No es lo bastante grande para que haga falta un
mapa.
- No. De lo que hay al sur de aquí.
La sonrisa de la mujer se desvaneció.
- El desierto. Solamente el desierto. Pensaba que te quedarías unos días.
- ¿Qué hay al sur del desierto?
- ¿Cómo quieres que lo sepa? Nadie lo cruza. Desde que estoy aquí, no lo ha
intentado nadie. Se enjugó las manos, cogió un par de agarradores y vació la olla de
agua que tenía al fuego en el fregadero, con un chapoteo humeante. El pistolero se
levantó.
- ¿Adónde vas? - La mujer percibió el chirriante temor que impregnaba su voz, y se
detestó por ello.
- A la caballeriza. Si hay alguien que lo sepa, será el mozo de cuadra. Le puso las
manos sobre los hombros. Eran manos cálidas. Y he de pensar en mi mula. Si me
quedo, alguien tendrá que cuidar de ella. Para cuando me marche.
Pero todavía no. Alzó la vista hacia él.
- No te fíes de ese Kennerly. Si no sabe algo, se lo inventa.
Cuando el pistolero se hubo marchado ella se volvió hacia el fregadero, sintiendo en
las mejillas un ardiente fluir de lágrimas de agradecimiento. Kennerly era desdentado,
desagradable y cargado de hijas. Dos de ellas, a medio crecer, espiaban al pistolero
desde la polvorienta penumbra del establo. Una niña pequeña, todavía un bebé,
babeaba felizmente en el suelo de tierra. Una muchacha ya desarrollada, rubia, sucia,
sensual, lo contemplaba con especulativa curiosidad mientras accionaba la rechinante
bomba de agua situada junto al edificio.
El mozo de cuadra salió a recibirle a mitad de camino entre la puerta de su
establecimiento y la calle. Su actitud oscilaba entre la hostilidad y un pusilánime
servilismo, como un perro callejero que ha recibido demasiadas patadas.
- Está bien atendida - le aseguró y, antes de que el pistolero pudiera responder,
Kennerly se volvió hacia su hija. ¡A casa, Soobie! ¡ Ya te estás metiendo en casa ahora
mismo!
Soobie, con expresión hosca, comenzó a arrastrar el cubo lleno hacia la choza
adyacente al establo.
- Quiere decir la mula - observó el pistolero.
- Sí, señor. Hacía tiempo que no veía una mula. Antes había hasta mulas salvajes,
pero el mundo ha cambiado. Sólo veo algunos bueyes, los caballos de la diligencia y...
¡Soobie! ¡Te juro que te daré una tunda!
- No muerdo, ¿sabe? - comentó apaciblemente el pistolero.
Kennerly se encogió un poco.
- No es por usted. No, señor; no es por usted. Esbozó una sonrisa torcida. La chica es
torpe de por sí. Lleva un diablo en el cuerpo. Es una salvaje. Sus ojos se oscurecieron.
Se acercan los Últimos Tiempos, señor. Ya sabe lo que dice el Libro. Los hijos no
obedecerán a sus padres y una plaga descenderá sobre las multitudes.
El pistolero asintió y luego señaló hacia el sur.
- ¿Qué hay por allí?
Kennerly volvió a sonreír, mostrando las encías y unos pocos dientes amarillentos.
- Moradores. Hierba. Desierto. ¿Qué otra cosa? - Cloqueó con regocijo, y sus ojos
escrutaron fríamente al pistolero.
- ¿Cómo es de grande el desierto?
- Es grande. Kennerly se esforzaba por mostrarse serio. Puede que quinientos
kilómetros. Puede que mil quinientos. No lo sé, señor. Allá sólo hay hierba del diablo y,
quizá, demonios. Por ahí se fue el otro tipo, el que curó a Nort cuando estaba enfermo.
- ¿Enfermo? He oído decir que estaba muerto.
Kennerly seguía sonriendo.
- Bueno, bueno. Puede ser. Pero ya somos grandecitos, ¿verdad?
- Pero usted cree en los demonios.
Kennerly puso cara de ofendido.
- Eso es muy diferente.
El pistolero se quitó el sombrero y se enjugó el sudor de la frente. El sol ardía
implacable. Kennerly parecía no advertirlo. En la menguada sombra de la caballeriza,
la niñita se embadurnaba el rostro de tierra con toda seriedad.
- ¿Sabe qué hay más allá del desierto?
Kennerly se encogió de hombros.
- Quizás haya quien lo sepa. Hace cincuenta años la diligencia cruzaba una parte.
Eso decía mi padre. Solía decir que había montañas. Otros dicen que hay un océano...,
un océano verde lleno de monstruos. Y hay quien dice que ahí se acaba el mundo. Que
sólo hay unas luces capaces de cegar a los hombres y el rostro de Dios con la boca
abierta, dispuesto a devorarlos.
- Basura - dijo secamente el pistolero.
- Desde luego - asintió rápidamente Kennerly. Se encogió de nuevo, lleno de odio y
de temor, y deseoso de agradar.
- Ocúpese de que mi mula esté bien atendida. Le echó otra moneda, que Kennerly
atrapó al vuelo.
- No se preocupe. ¿Se quedará unos días?
- No lo sé, pero es posible.
- Esa Allie sabe ser agradable cuando quiere, ¿eh?
- ¿Ha dicho algo? - preguntó el pistolero con aire ausente.
En los ojos de Kennerly amaneció un terror súbito, como dos lunas gemelas que se
alzaran sobre el horizonte.
- No, señor, ni una palabra. Y si la he dicho, lo siento. Por el rabillo del ojo vio a
Soobie asomada a una ventana, y se volvió bruscamente hacia ella. ¡ Ahora sí que te
daré una tunda, cara de puta! ¡ Te lo juro! ¡ Voy a...!
El pistolero se alejó, sabiendo que Kennerly se había vuelto a mirarle y que podía
girar en redondo y sorprender al mozo de cuadra con alguna emoción auténtica
reflejada en el rostro. Lo dejó estar. Hacía calor. Lo único seguro acerca del desierto
era su enorme extensión. Y aún no estaba todo dicho en el pueblo. Todavía.
Estaban en la cama cuando Sheb abrió la puerta de un puntapié y entró con el
cuchillo.
Habían pasado cuatro días en un brumoso abrir y cerrar de ojos. Comía. Dormía. Se
acostaba con Allie. Descubrió que sabía tocar el violín, y le hizo tocar para él. Ella se
sentaba junto a la ventana a la lechosa claridad del alba; era sólo un perfil e
interpretaba con vacilación algo que habría podido ser bueno si ella hubiera practicado
más. El cariño que el pistolero sentía por ella iba en aumento (aunque de forma
extraña, distraída) y a veces pensaba que quizá fuera ésa la trampa que el hombre de
negro le había tendido. Leía viejas y deterioradas revistas con imágenes descoloridas.
Apenas pensaba en nada.
No oyó subir al pequeño pianista; sus reflejos se habían entorpecido. Tampoco esto
parecía tener ninguna importancia, aunque en otro momento y lugar le hubiera
producido una gran inquietud.
Allie estaba desnuda, con la sábana bajo el pecho, y se disponían a hacer el amor.
- Por favor - estaba diciendo ella -, hazlo como antes, quiero que hagas lo de antes,
quiero...
La puerta se abrió con estrépito y el pianista emprendió una carrera ridícula y
patituerta hacia la luz Allie no chilló, aunque Sheb blandía un cuchillo de trinchar de
veinticinco centímetros. Sheb iba emitiendo un ruido, un balbuceo inarticulado.
Sonaba como un hombre que estuviera ahogándose en un cubo de cieno. De su boca
brotaban gotitas de saliva. Bajó el cuchillo con ambas manos y el pistolero le cogió las
muñecas y se las retorció. El cuchillo salió despedido. Sheb profirió un grito agudo y
rechinante, como un gozne oxidado. Sus manos, rotas ambas muñecas, se agitaron
como las de una marioneta. El viento arañaba la ventana. En la pared, el espejo de
Allie reflejaba una habitación vagamente nublada y distorsionada.
- ¡Era mía! - sollozó. ¡Antes era mía! ¡Mía!
Allie lo miró y salió de la cama. Se cubrió con una bata, y el pistolero sintió una
momentánea identificación con aquel hombre que debía de verse cercano al final de lo
que otrora había sido. No era más que un hombrecillo castrado.
- Fue por ti - se lamentó Sheb, aún llorando. Fue solamente por ti, Allie. Todo por
ti... Las palabras se disolvieron en un paroxismo ininteligible y, finalmente, en
lágrimas. El pianista oscilaba hacia delante y hacia atrás sosteniendo las muñecas
rotas contra el abdomen.
- Shhh. Shhh. Déjame ver. Allie se arrodilló a su lado. Rotas. Pero, Sheb, bobo. ¿No
sabías que nunca has sido fuerte? - Le ayudó a ponerse en pie. Sheb trató de llevarse
las manos a la cara pero éstas no le obedecieron, y sollozó abiertamente. Vamos a la
mesa y déjame ver qué puedo hacer.
Lo condujo hasta la mesa y le entablilló las muñecas con unos maderos rectos de la
caja de la leña. Él lloraba débilmente y sin voluntad, y se marchó sin mirar atrás.
Allie regresó a la cama.
- ¿Por dónde íbamos?
- No - dijo él.
Ella respondió con paciencia:
- Ya sabías cómo estaban las cosas. No se puede hacer nada. ¿Qué más quieres
hacer? - Le palpó el hombro. En cualquier caso, me alegro de que seas tan fuerte.
- Ahora no - repitió en voz apagada.
- Puedo hacerte fuerte...
- No - la interrumpió. No puedes hacerlo.
A la noche siguiente permaneció cerrada la taberna: era el día que en Tull equivalía
al Sabbath. El pistolero acudió a la minúscula iglesia de paredes alabeadas que se
alzaba junto al cementerio, mientras Allie limpiaba las mesas con un poderoso
desinfectante y enjuagaba los tubos de vidrio de los quinqués con agua jabonosa.
La luz del crepúsculo era extrañamente violácea y, vista desde la carretera, la
iglesia con el interior iluminado casi parecía un horno incandescente.
- Yo no voy - le había anunciado escuetamente Allie. La religión de la mujer que
predica es veneno. Que vayan los respetables.
El pistolero se detuvo en el vestíbulo, oculto en la sombra, y atisbó el interior. No
había bancos y los fieles de la congregación permanecían de pie. Allí estaban Kennerly
y su prole, Castner, propietario de la escuálida mercería - emporio del pueblo, y su
encorsetada esposa, unos cuantos habituales del bar, algunas aldeanas que no había
visto nunca y, para su sorpresa, Sheb, entonando todos a cappella un himno
discordante. Contempló con curiosidad a la enorme mujer que ocupaba el púlpito. Allie
le había dicho: "Vive sola y apenas ve a nadie. Sale únicamente los domingos, para
esparcir los fuegos del infierno. Se llama Sylvia Pittston. Está loca, pero los tiene
aojados a todos. A ellos les gusta. Es lo que les cuadra."
El tamaño de la mujer era indescriptible. Pechos como terraplenes. Una inmensa
columna por cuello, rematada por una cara que era una luna blanca donde
parpadeaban unos ojos tan grandes y oscuros que sugerían lagunas sin fondo. La
cabellera era de un hermoso color castaño y la llevaba recogida en un amasijo lunático
y fortuito, sujeto por un alfiler lo bastante grande como para ser un espetón para la
carne. Iba ataviada con un vestido que parecía hecho de arpillera. Los brazos que
sostenían el himnario eran troncos. Su tez, cremosa, sin mácula, encantadora. El
pistolero calculó que debía de pesar más de ciento cincuenta kilos. De repente se
despertó en él un ansia indominable de poseerla, una lascivia que le hizo temblar; giró
la cabeza y desvió la mirada.
Nos reuniremos junto al río,
el hermoso, el hermoso
río.
Nos reuniremos junto al río
que fluye por el Reino del Señor.
La última nota del último coro se desvaneció en el aire y hubo unos instantes de
carraspeos y arrastrar de pies.
La mujer esperaba. Cuando de nuevo se tranquilizaron, alzó las manos sobre ellos
como en una bendición. Fue un ademán evocador.
- Mis queridos hermanitos y hermanitas en Cristo.
La frase poseía resonancias inquietantes. Por un instante, en el pistolero se
entremezclaron sentimientos de nostalgia y de miedo, junto con una perturbadora
sensación de dèja vu. Pensó: "Esto lo he soñado. ¿Cuándo?" Pero en seguida desechó
tales pensamientos. Los asistentes - unos veinticinco, en total - guardaban el más
profundo silencio.
- El tema de nuestra meditación de esta noche ser el del Intruso. Su voz era dulce y
melodiosa, la voz con que hablaría una soprano bien preparada.
Un ligero estremecimiento recorrió a los asistentes.
- Tengo la sensación - prosiguió Sylvia Pittston con aire reflexivo -, tengo la
sensación de haber conocido personalmente a todos los personajes del Libro. En los
últimos cinco años he dejado inservibles cinco Biblias de tanto leerlas y, antes,
muchísimas más. Adoro la narración y adoro a los personajes que en ella aparecen. He
entrado en el foso de los leones del brazo de Daniel. Estaba con David cuando Betsabé,
que se bañaba en el estanque, lo tentó. He estado en el horno flamígero con Shadrach,
Meshach y Abednego. Maté a dos mil con Sansón y fui deslumbrada junto con san
Pablo en el camino de Damasco. Lloré con María en el Gólgota
El público suspiró suavemente.
- Los he conocido y los he amado. Sólo hay uno... Uno... levantó un dedo y prosiguió -
: solamente hay un actor al que no conozco, en el mayor de todos los dramas.
Solamente uno se mantiene al margen con el rostro en las tinieblas. Solamente uno
hace que mi cuerpo tiemble y mi espíritu desfallezca. Le temo. No sé lo que piensa y le
temo. Temo al Intruso.
Otro suspiro. Una de las mujeres se había llevado una mano a la boca, como para
contener un grito, y se mecía, y se mecía.
- El Intruso que se presentó a Eva como una serpiente en su vientre, sonriendo y
retorciéndose. El Intruso que caminaba entre los hijos de Israel mientras Moisés se
hallaba en la cima del monte, el que los impulsó a construir un ídolo de oro y a
adorarlo con obscenidades y fornicación.
Gemidos, gestos de asentimiento.
- ¡El Intruso! Estaba en el balcón con Jezabel cuando el rey Ajaz caía aullando hacia
su muerte, y él y ella sonrieron cuando los perros acudieron a lamer su sangre. ¡Oh,
hermanitos y hermanitas! ¡Precaveos del Intruso!
- Sí, ¡oh, Jesús! - Era el primer hombre que el pistolero había visto al llegar a la
población, el del sombrero de paja.
- Siempre ha estado ahí, hermanos y hermanas. Pero no conozco sus pensamientos.
Y vosotros tampoco los conocéis. ¿Quién podría comprender la espantosa oscuridad que
allí se arremolina, el monumental orgullo, la titánica blasfemia, el impío regocijo? ¿Y
su vesanía? ¡La balbuciente y ciclópea vesanía que camina, se arrastra y da origen a
las más horribles necesidades y deseos de los hombres!
- ¡Oh, Jesús Salvador!
- Fue él quien llevó a Nuestro Señor a lo alto de la montaña... Sí...
- Fue él quien lo tentó y le mostró el mundo entero, y todos los placeres del mundo...
- Sííí...
- Es él quien volverá cuando el mundo llegue a los Últimos Tiempos..., y están
llegando, hermanos y hermanas. ¿No lo advertís?
- Sííí...
La congregación, meciéndose y sollozando, se convirtió en un mar; la mujer parecía
señalar a cada individuo, a ninguno de ellos.
- Él es el Anticristo que vendrá para conducir a los hombres a las ardientes
entrañas de la perdición y al sangriento fin de la perversidad, cuando la estrella
Wormword luzca refulgente en el cielo, cuando la hiel devore los órganos de los niños,
cuando las matrices de las mujeres den a luz monstruosidades, cuando las obras de los
hombres se conviertan en sangre...
- Ahhh...
- Oh, Dios...
- Grrrrrrr...
Una mujer se desplomó al suelo, agitando inconteniblemente las piernas. Uno de
sus zapatos salió despedido.
- Él es quien se esconde tras todos los placeres carnales... ¡Él! ¡El Intruso!
- ¡Sí, Señor!
Un hombre cayó de rodillas, sujetándose la cabeza y mugiendo.
- Cuando tomáis una bebida, ¿quién sostiene la botella?
- ¡El Intruso!
- Cuando os sentáis a una mesa de faraón o de "miradme", ¿quién reparte las
cartas?
- ¡El Intruso!
- Cuando os agitáis en la carne de otro cuerpo, cuando vosotros mismos os ensuciáis,
¿a quién estáis vendiendo vuestra alma?
- In...
- El...
- Oh, Jesús... Oh...
...truso...
- Agg... Agg... Agg...
- ¿Y quién es él? - Gritaba, pero permanecía interiormente serena; el pistolero podía
percibir su calma, su maestría, su control, su dominio. De pronto supo, con absoluta
certidumbre y lleno de terror, que la mujer llevaba un demonio dentro de ella. Estaba
poseída. Y, a través de su temor, volvió a sentir que surgía el ardiente desasosiego del
deseo sexual.
El hombre que se sujetaba la cabeza se derrumbó y avanzó a trompicones.
- ¡Estoy condenado! - aulló, con el rostro tan desfigurado y contraído como si hubiera
serpientes retorciéndose bajo su piel. ¡Me he entregado a fornicaciones! ¡Me he
entregado al juego! ¡Me he entregado a la hierba! ¡Me he entregado al pecado! ¡Me
he...!
Pero su voz se elevó hacia el cielo en un horrible gemido histérico e inarticulado, y
volvió a apretarse la cabeza como si se tratara de un melón excesivamente maduro que
pudiera estallar en cualquier momento.
Los asistentes guardaron silencio como ante una señal y se quedaron inmóviles en
semieróticas posturas de éxtasis.
Sylvia Pittston extendió una mano hacia el hombre y la posó en su cabeza. Los
gemidos fueron cesando mientras los dedos de la mujer, blancos y fuertes, inmaculados
y suaves, se hundían entre sus cabellos. Finalmente, alzó la vista hacia ella y la
contempló con expresión inane.
- ¿Quién te acompañó en el pecado? - inquirió ella. Sus ojos, tan profundos, tan
suaves y tan fríos como para ahogarse en ellos, se clavaron en los del hombre.
- El... El Intruso.
- ¿Y cómo se llama?
- Se llama Satán. Un susurro crudo y supurante.
- ¿Renunciarás a él?
Anhelante:
- ¡Sí! ¡Sí! ¡Oh, Jesús, Salvador mío!
Ella le acunó la cabeza; él la contempló con la vacua y brillante mirada del fanático.
- Si ahora entrara por esa puerta - prosiguió, blandiendo un dedo hacia las sombras
del vestíbulo, hacia donde se hallaba el pistolero -, ¿renunciarías a él en su propia
cara?
- ¡Por el nombre de mi madre!
- ¿Crees en el eterno amor de Jesús?
El hombre comenzó a llorar.
- ¡Joder si creo...!
- Él te perdona lo que has dicho, Jonson.
- Alabado sea Dios - respondió Jonson, sin dejar de llorar.
- Sé que te perdona, como sé también que expulsará de sus palacios a los
impenitentes y los arrojará al lugar de ardientes tinieblas.
- ¡Alabado sea Dios! - La congregación, extenuada, adoptó un tono solemne.
- Como sé también - añadió la mujer - que este Intruso, este Satán, este Señor de las
Moscas y de las Serpientes será derribado y aplastado... ¿Lo aplastarás tú si lo ves,
Jonson?
- ¡Sí, y alabado sea Dios! - sollozó Jonson.
- ¿Lo aplastaréis vosotros si lo veis, hermanos y hermanas?
- Sííí... Saciados.
- ¿Si lo vierais mañana, pavoneándose por la calle Mayor?
- Alabado sea Dios...
El pistolero, perturbado, abandonó su lugar en la iglesia y regresó a la población. El
aire transportaba un vívido olor a desierto. Ya casi había llegado la hora de ponerse en
marcha. Casi.
De nuevo en la cama.
- No te recibirá - le advirtió Allie. Parecía atemorizada. Nunca recibe a nadie.
Solamente sale los domingos por la tarde, para matarlos de miedo a todos.
- ¿Cuánto tiempo lleva aquí?
- Unos doce años, más o menos. No hablemos más de ella.
- ¿De dónde vino? ¿Por dónde?
- No lo sé. Mentira.
- ¿Allie?
- ¡No lo sé!
- ¿Allie?
- ¡Está bien! ¡Está bien! ¡Vino de los moradores! ¡Del desierto!
- Lo suponía. Se relajó un poco. ¿Dónde vive?
La voz de la mujer se hizo más grave.
- Si te lo digo, ¿haremos el amor?
- Ya sabes cuál va a ser mi respuesta.
Ella suspiró. Fue un sonido antiguo y amarillento, como el de volver las páginas de
un libro viejo.
- Tiene una casa en la loma que hay detrás de la iglesia. Una choza, mejor. Es
donde vivía el... el verdadero ministro, hasta que se fue. ¿Te basta con eso? ¿Estás
satisfecho?
- No. Todavía no. Se inclinó sobre ella.
Era el último día, y él lo sabía bien.
El firmamento tenía un desagradable color amoratado y, desde lo alto los primeros
dedos del alba lo iluminaban espectralmente. Allie iba de un lado para otro como un
alma en pena, encendiendo quinqués y vigilando los buñuelos de maíz que se freían en
la sartén. En cuanto le hubo dicho lo que él quería saber, el pistolero le había hecho el
amor ferozmente, y ella, presintiendo la proximidad del final, había dado más de lo
que nunca había dado, desesperada por la llegada de la aurora, con la infatigable
energía de los dieciséis años. Pero por la mañana estaba pálida, de nuevo al borde de
la menopausia.
Le sirvió el desayuno sin decir palabra. Él lo ingirió rápidamente, masticando,
engullendo, acompañando cada bocado con un sorbo de café caliente
Allie se acercó a las puertas de vaivén y se detuvo a contemplar la mañana, los
batallones silenciosos de lentos nubarrones.
- Hoy tendremos tormenta de polvo.
- No me sorprende.
- ¿Te sorprende algo alguna vez? - preguntó irónicamente, y se volvió a tiempo de
verle recoger su sombrero.
El pistolero se lo encasquetó y pasó rozándola.
- A veces - contestó. Sólo volvería a verla una vez con vida.
Cuando llegó a la choza de Sylvia Pittston el viento había cesado por completo y el
mundo parecía en trance de esperar. El pistolero conocía el desierto lo suficiente como
para saber que cuanto más duradero fuera el murmullo, más fuerte sería el vendaval
cuando finalmente se desencadenara. Una extraña luz uniforme lo envolvía todo.
En la puerta de la cabaña había clavada una gran cruz de madera, decrépita y
cansada. Llamó con los nudillos y esperó. No hubo respuesta. Volvió a llamar. No hubo
respuesta. Retrocedió un paso y golpeó violentamente la puerta con su bota derecha.
El pequeño pestillo saltó. La puerta giró sobre sus goznes hasta chocar
estrepitosamente contra una pared de tablas clavadas de cualquier modo,
ahuyentando a unos ratones. Sylvia Pittston estaba sentada en la entrada, acomodada
en una descomunal mecedora de madera oscura, y lo miró serenamente con sus
grandes ojos oscuros. La tormentosa luz caía sobre sus mejillas en impresionantes
medias tintas. Se cubría con un mantón. La mecedora rechinaba levemente.
Se estudiaron mutuamente el uno al otro durante unos momentos interminables.
- Nunca lo atraparás - dijo ella. Andas por el camino del mal.
- Estuvo contigo - dijo el pistolero.
- Y en mi cama. Me habló en la Lengua. Me...
- Te jodió.
La mujer no se arredró.
- Andas por el camino del mal, pistolero. Te ocultas en las sombras. Anoche
estuviste oculto en las sombras del santo lugar. ¿Acaso creíste que no te veía?
- ¿Por qué curó al mascahierba?
- Era un ángel del Señor. Así me lo dijo.
- Supongo que sonreiría al decirlo.
Ella descubrió sus dientes en un inconsciente gesto de fiera.
- Me advirtió que vendrías. Me dijo qué debía hacer. Dijo que tú eres el Anticristo.
El pistolero meneó la cabeza.
- Eso no lo dijo él.
La mujer le sonrió perezosamente.
- Dijo que desearías acostarte conmigo. ¿Es eso cierto?
- Sí.
- El precio es tu vida, pistolero. Me dejó un hijo... el hijo de un ángel. Si me
invades... Dejó que una sonrisa perezosa concluyera la frase. Al mismo tiempo, movió
los enormes y montañosos muslos, que se extendieron bajo su vestidura como
columnas de puro mármol.
El pistolero se quedó aturdido.
Llevó las manos a las culatas de los revólveres.
- Llevas un demonio dentro, mujer. Yo puedo expulsarlo.
El efecto fue instantáneo. La mujer se aplastó contra el respaldo y por su rostro
cruzó una expresión de comadreja.
- ¡No me toques! ¡No te me acerques! ¡No tocarás a la Desposada del Señor!
- ¿Qué te apuestas? - replicó el pistolero, sonriente. Avanzó hacia ella.
La carne que recubría el inmenso armazón empezó a temblar. Su rostro se había
convertido en una caricatura de loco terror y su mano se alzó hacia él con los dedos
extendidos en el signo del Ojo.
- El desierto - dijo el pistolero. ¿Qué hay más allá del desierto?
- ¡Nunca lo atraparás! ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Arderás! ¡Él me lo dijo!
- Lo atraparé - le aseguró el pistolero. Ambos lo sabemos. ¿Qué hay más allá del
desierto?
- ¡No!
- ¡Contéstame!
- ¡No!
Avanzó un paso más, se arrodilló y aferró sus muslos. Las piernas de la mujer se
apretaron como una prensa de tornillo. Comenzó a plañir de forma extraña y lasciva.
- El demonio, entonces - dijo él.
- No...
La forzó a separar las piernas y sacó un revólver de su pistolera.
- ¡No! ¡No! ¡No! - Expulsaba el aliento en estallidos breves y feroces.
- Contéstame.
Se meció en la silla y el suelo tembló. De sus labios brotaban oraciones y fragmentos
de jerga.
Empujó el cañón de la pistola hacia adelante. Más que oírlo, pudo sentir el aire que
aspiraban los pulmones de la aterrorizada mujer. Las manazas le golpeaban en la
cabeza; las piernas redoblaban contra el suelo. Y, al mismo tiempo, el inmenso cuerpo
trataba de absorber a su invasor e invaginarlo. Desde el exterior, sólo les observaba el
cielo amoratado.
Ella chilló algo agudo e inarticulado.
- ¿Qué?
- ¡Montañas!
- ¿Qué hay con ellas?
- Él se detiene... al otro lado... ¡D-d-d-dulce Jesús...! para cobrar f-fuerzas. Me-mmeditación,
¿entiendes? Oh... Yo... yo...
De pronto, la enorme mole de carne se proyectó hacia adelante y hacia arriba,
aunque él se guardó bien de dejar que su carne secreta lo tocara.
Luego la mujer pareció marchitarse y disminuir, y sollozó con las manos sobre su
regazo.
- Bien - dijo él, poniéndose en pie. El demonio ha quedado servido, ¿eh?
- Vete. Has matado al niño. Vete. Vete.
El pistolero se detuvo en el umbral y volvió la cabeza hacia ella.
- No hay niño - observó él secamente. No hay ángel, ni demonio.
- Déjame sola.
Así lo hizo.
Para cuando llegó a la caballeriza de Kennerly, una peculiar oscuridad cubría el
horizonte septentrional y comprendió que era polvo. En la atmósfera de Tull flotaba
una quietud mortal.
Kennerly lo esperaba en el entarimado sucio de paja que constituía el suelo de su
establo.
- ¿Se va? - Esbozó una sonrisa abyecta.
- ¿Antes de la tormenta?
- Por delante de ella.
- El viento es más veloz que un hombre con una mula. En campo abierto podría
matarlo.
- Quiero la mula ahora mismo - respondió simplemente el pistolero.
- Desde luego. Pero Kennerly no hizo ademán de ir en su busca, sino que
permaneció inmóvil, con una sonrisa vil y odiosa y los ojos mirando más allá del
hombro del pistolero, como si estuviera pensando en añadir algo más.
El pistolero se echó a un lado y se dio la vuelta simultáneamente, y el pesado
garrote que la joven Soobie sostenía rasgó el aire con un siseo, apenas rozándole el
codo. La propia fuerza del golpe le hizo soltar el garrote, que cayó ruidosamente al
suelo. Unas golondrinas emprendieron el vuelo en las sombrías alturas del henil. La
muchacha se lo quedó mirando con aire bovino. Su descolorida camisa ponía de
manifiesto la magnificencia de los senos maduros. Con lentitud de ensueño, un pulgar
buscó refugio en su boca.
El pistolero se volvió hacia Kennerly, cuya sonrisa iba de oreja a oreja. Su tez era de
un amarillo céreo. Tenía los ojos desorbitados.
- Yo... comenzó, en un susurro flemoso. No pudo continuar.
- La mula - insistió suavemente el pistolero.
- Sí, sí, claro - farfulló Kennerly, yendo en busca del animal. La sonrisa tenía un
tinte de incredulidad.
El pistolero se movió para no perder de vista a Kennerly. El mozo de cuadra regresó
con la mula y le tendió el ronzal.
- Vete a casa y cuida a tu hermana - le dijo a Soobie.
Soobie ladeó la cabeza y permaneció inmóvil.
El pistolero los dejó allí, mirándose el uno al otro sobre el polvoriento suelo cubierto
de excrementos, él con su enfermiza sonrisa, ella con su mudo e inane desafío. En el
exterior, el calor seguía golpeando como un martillo. Conducía la mula por el centro de
la calle, alzando salpicaduras de polvo con las botas. Los odres iban atados sobre el
lomo del animal.
Se detuvo en la taberna pero Allie no estaba allí. El establecimiento estaba vacío,
asegurado todo en previsión de la tormenta, pero aún sucio de la noche anterior. Allie
no había empezado a limpiar, y el lugar olía tan mal como un perro mojado.
Llenó su bolsa con harina de maíz, maíz seco y tostado y la mitad de la carne picada
que había en la despensa. Dejó cuatro monedas de oro apiladas sobre el mostrador.
Allie seguía sin bajar. El piano de Sheb le dedicó una silenciosa despedida con su
amarillenta dentadura. Salió a la calle y aseguró la bolsa sobre el lomo de la mula.
Tenía un nudo en la garganta. Quizás aún le fuera posible evitar la trampa, pero las
posibilidades eran mínimas. Después de todo, él era el Intruso.
Anduvo ante los cerrados y acechantes edificios, percibiendo los ojos que atisbaban
por rendijas y hendeduras. El hombre de negro había jugado a ser Dios en Tull. ¿Se
debía acaso a un sentido de la comicidad cósmica o solamente a la desesperación? El
asunto tenía cierta importancia.
A sus espaldas sonó un aullido hostil y penetrante, y las puertas se abrieron de
pronto. Surgieron figuras. La trampa estaba lista, pues. Hombres con ropa de vestir y
hombres con sucios monos de trabajo. Mujeres con pantalones y con vestidos
descoloridos. Incluso niños, siguiendo los pasos de sus padres. Y en cada mano había
un cuchillo o una estaca de madera.
Su reacción fue instantánea, automática, innata. Giró sobre sus talones mientras
ambas manos extraían los revólveres de las fundas, las cachas pesadas y seguras en
sus manos. Era Allie, por supuesto, tenía que ser Allie; avanzaba hacia él con el rostro
contraído, con la cicatriz en un infernal tono cerúleo bajo la luz oblicua. Vio que la
llevaban como rehén; la cara torcida de Sheb asomaba sobre su hombro haciendo
muecas, como el pariente de una bruja. La mujer era su escudo y su sacrificio. Lo vio
todo, claro y sin sombras bajo la helada luz inmortal de aquella calma estéril, y oyó la
voz de Allie:
- Me tiene cogida, oh, Jesús, no dispares, no, no, no...
Pero sus manos estaban entrenadas. Era el último de su casta, y no sólo su boca
dominaba la Alta Lengua. Las pistolas descargaron en el aire una pesada música
átona. La mujer entreabrió la boca, las piernas dejaron de sostenerla, y las pistolas
dispararon de nuevo. La cabeza de Sheb cayó hacia atrás. Ambos se desplomaron sobre
el polvo.
El aire se llenó de estacas que llovían sobre él. Se movió haciendo eses para
esquivarlas. Una de ellas, con un largo clavo atravesado en la punta, le arañó el brazo
e hizo brotar sangre. Un hombre con barba de varios días y manchas de sudor en las
axilas se abalanzó sobre él con un mellado cuchillo de cocina en sus zarpas. El
pistolero lo mató de un tiro y el hombre cayó por tierra. Los dientes se cerraron con un
chasquido audible cuando su mandíbula chocó contra el suelo.
- ¡SATÁN! - Empezó a gritar alguien -: ¡EL MALDITO! ¡ACABEMOS CON ÉL!
- ¡EL INTRUSO! - gritó otra voz. Seguían lloviendo estacas sobre él. ¡EL INTRUSO!
¡EL ANTICRISTO!
Se abrió paso a disparos por entre la multitud, corriendo mientras los cuerpos caían
y él elegía sus blancos con terrible precisión. Dos hombres y una mujer se vinieron
abajo, y huyó por la abertura que habían dejado.
Condujo a sus perseguidores a un febril desfile a lo largo de la calle, en dirección al
destartalado colmado - barbería que se hallaba ante la taberna. Subió a la acera, se
volvió de nuevo y disparó el resto de los cartuchos contra la muchedumbre enardecida.
Tras ellos, Sheb, Allie y los demás yacían en el polvo con los brazos en cruz.
La turba no vacilaba ni se arredraba en ningún momento, a pesar de que todos sus
disparos habían alcanzado puntos vitales y de que, probablemente, no habían visto
jamás un revólver salvo en los grabados de antiguas revistas.
Se retiró moviendo su cuerpo como un bailarín para evitar los improvisados
proyectiles. Volvió a cargar las armas mientras corría, con una rapidez para la que
también estaban entrenados sus dedos. Las manos se afanaban velozmente entre las
cananas y los tambores. La multitud llegó a la acera y él se refugió en el colmado,
cerrando la puerta a sus espaldas. El gran escaparate de la derecha saltó hecho añicos
y tres hombres entraron por el hueco, con expresiones vacuamente fanáticas, y los ojos
llenos de un fuego justiciero. Los mató a los tres, y a otros dos que entraron tras ellos.
Cayeron en el mismo escaparate, empalándose en las astillas de vidrio y cegando la
apertura.
La puerta crujía y se estremecía bajo los embates de los asaltantes, y a sus oídos
llegó la voz de ella:
- ¡ASESINO! ¡POR VUESTRAS ALMAS! ¡LA PATA HENDIDA!
La puerta, desgoznada, cayó de plano hacia el interior con un ruido seco, como una
palmada. Del suelo se alzó una nube de polvo. Hombres, mujeres y niños cargaron
contra él. El aire se llenó de saliva y astillas de madera. Disparó hasta vaciar los
tambores y los atacantes cayeron como bolos. Se retiró, derribó un barril de harina, lo
hizo rodar hacia ellos y pasó a la barbería, arrojándoles un cazo de agua hirviendo que
contenía dos melladas navajas de hoja recta. Siguieron persiguiéndole con frenética
incoherencia. Sylvia Pittston seguía arengándolos desde algún lugar, y su voz ascendía
y descendía en atronadoras inflexiones. Embutió nuevos cartuchos en las ardientes
recámaras, olfateando los olores del afeitado y la tonsura, olfateando su propia carne
al chamuscarse las callosidades de las yemas de los dedos.
Salió por la puerta posterior y se encontró en un porche. El llano chaparral quedaba
ahora a su espalda y negaba por completo el pueblo que se agazapaba sobre sus
inmensos flancos. Tres hombres surgieron por detrás de la esquina, con amplias
sonrisas traicioneras en sus rostros. Le vieron, vieron que él los veía, y las sonrisas se
coagularon un segundo antes de que las balas los segaran. Una mujer los había
seguido, chillando. Era corpulenta y obesa, y los habituales de la taberna de Sheb la
conocían como la tía Mill. El balazo del pistolero la hizo salir despedida hacia atrás y
aterrizó con las piernas separadas en una actitud putesca, arremangada la falda sobre
los muslos.
Él bajó los escalones y anduvo hacia el desierto diez pasos, veinte pasos, de
espaldas. La puerta trasera de la barbería se abrió violentamente y el hueco se llenó
de una hirviente turba. El pistolero divisó fugazmente a Sylvia Pittston. Abrió fuego.
Cayeron agazapados, hacia atrás, se desplomaron sobre la barandilla y cayeron al
polvo. No proyectaban sombra alguna bajo la violácea luz inmortal de aquella mañana.
Fue entonces cuando él se dio cuenta de que estaba gritando. Había estado gritando
desde el principio. Sentía sus ojos como agrietados cojinetes de acero. Tenía los
testículos encogidos contra el vientre. Sus piernas eran de madera. Sus oídos, de
hierro.
Los revólveres estaban descargados y ardían en las manos del pistolero,
transfigurado en un Ojo y una Mano; y él se detuvo a gritar y recargar, ausente, con la
mente en algún lugar remoto, dejando que sus manos se encargaran de la tarea.
¿Podía alzar una mano y explicarles que se había pasado veinticinco años
perfeccionando este truco y otros más, hablarles de las pistolas y de la sangre con que
habían sido bendecidas? No con palabras. Pero sus manos eran capaces de explicar su
propio relato.
Cuando terminó de cargar se hallaba ya al alcance de sus proyectiles y un bastón
que le dio en la frente hizo saltar la sangre en avaras gotas. En un par de segundos
estaría al alcance de sus puños. En primera línea vio a Kennerly, a una de sus hijas,
de unos once años de edad, a Soobie, a dos hombres que solían frecuentar el bar y a
una habitual de la taberna llamada Amy Feldon. Les tocó a todos recibir y a los que
venían detrás también. Los cuerpos cayeron derribados como si fueran espantapájaros.
En todas direcciones volaban chorros de sangre y fragmentos de cerebro.
Se detuvieron por un instante, acoquinados, y el rostro de la turba se descompuso
en múltiples rostros individuales, temblorosos y desconcertados. Un hombre echó a
correr describiendo un gran círculo aullador. Una mujer con ampollas en las manos
alzó la cabeza y cloqueó febrilmente hacia el cielo. Otro hombre, al que había visto
antes gravemente sentado en los peldaños de la tienda, se ensució bruscamente en los
pantalones.
Tuvo tiempo de recargar una pistola.
Y entonces vio a Sylvia Pittston correr hacia él, agitando en cada mano sendos
crucifijos de madera.
- ¡DIABLO! ¡DIABLO! ¡DIABLO! ¡ASESINO DE NIÑOS! ¡MONSTRUO!
¡DESTRUIDLO, HERMANOS Y HERMANAS! ¡DESTRUID Al INTRUSO ASESINO
DE NIÑOS!
Envió una bala a cada una de las cruces, que se convirtieron en astillas, y cuatro
más a la cabeza de la mujer. Ésta pareció plegarse sobre sí misma como un acordeón, y
vacilar como un vaho de calor.
Todas las cabezas se volvieron hacia ella por un instante, mientras los dedos del
pistolero ejecutaban el truco de la recarga. Las yemas de sus dedos crepitaron al
quemarse y quedaron señaladas con unos círculos perfectos.
Sus enemigos eran cada vez menos; había pasado por ellos como la guadaña de un
segador. Supuso que tras la muerte de la mujer se desbandarían, pero alguien le arrojó
un cuchillo. El mango le golpeó exactamente entre los ojos y le hizo caer por tierra.
Todos corrieron hacia él como un coágulo maligno y decidido. Volvió a vaciar las
recámaras, tendido sobre las vainas de los cartuchos gastados. Le dolía la cabeza y
veía grandes círculos marrones ante sus ojos. Falló un tiro, derribó a once.
Pero los que quedaban en pie estaban ya sobre él. Disparó las cuatro balas que
había logrado cargar antes de que se le echaran encima para pegarle y asestarle
puñaladas. Consiguió desasirse de un par de ellos, que sujetaban su brazo izquierdo, y
rodó por el suelo para alejarse. Sus manos comenzaron a efectuar el truco infalible.
Alguien le clavó un cuchillo en el hombro. Alguien le clavó un cuchillo en la espalda.
Le pegaron en las costillas. Le hundieron un puñal en las nalgas. Un chiquillo se
escurrió hasta su lado y le produjo el único corte profundo, en la parte carnosa de la
pantorrilla. El pistolero le voló la cabeza.
Comenzaron a dispersarse, y él siguió disparando sobre ellos. Los pocos que
quedaban huyeron hacia los desvencijados edificios de color arena, mientras las manos
seguían con su truco, como perros anhelantes que desean ir a recoger el bastón no una
ni dos veces, sino toda la noche, y las manos los exterminaban en plena carrera. El
último llegó hasta los escalones del porche trasero de la barbería, y entonces la bala
del pistolero se hundió en su nuca.
De nuevo reinó el silencio, llenando espacios quebrados.
El pistolero sangraba por quizá veinte heridas distintas, superficiales todas, salvo el
corte en la pantorrilla. Lo vendó con una tira arrancada de la camisa y luego se irguió
y examinó a las víctimas.
Estaban esparcidas formando un retorcido y zigzagueante sendero desde la puerta
trasera de la barbería hasta el lugar donde se hallaba. Yacían en toda clase de
posturas. Ninguno daba la impresión de estar durmiendo.
Regresó al punto de partida, contando según andaba. En el colmado yacía un
hombre abrazado amorosamente en torno al agrietado bote de caramelos que había
arrastrado en su caída.
Terminó donde había empezado, en mitad de la desierta calle principal. Había
matado a treinta y nueve hombres, catorce mujeres y cinco niños. Había matado a
todos los habitantes de Tull.
Las primeras ráfagas de viento trajeron consigo un olor dulzón y enfermizo. Lo
siguió, alzó la mirada y asintió para sí. En la taberna de Sheb yacía el deteriorado
cuerpo de Nort, con los miembros extendidos, crucificado con estaquillas de madera.
Sobre la piel de su frente mugrienta se destacaba la huella, grande y amoratada, de
una pata hendida.
Abandonó la población. La mula le esperaba entre unos matojos, a unos cuarenta
metros de distancia en lo que antes había sido la ruta de las diligencias. El pistolero la
condujo de vuelta al establo de Kennerly. Fuera, el viento interpretaba una melodía
dentada. Acomodó la mula y volvió a la taberna. En el cobertizo de atrás encontró una
escala de mano, la apoyó en la fachada y desclavó el cuerpo de Nort. Pesaba menos que
una bolsa de astillas. Lo dejó caer en el suelo, entre la gente común. Luego pasó al
interior, comió hamburguesas y bebió tres cervezas mientras se debilitaba la luz y
comenzaba a volar la arena. Aquella noche durmió en la cama donde había yacido con
Allie. No tuvo sueños. A la mañana siguiente el viento había amainado y el sol brillaba
de nuevo con su acostumbrado resplandor. El viento había arrastrado los cuerpos
hacia el sur, como resecas plantas rodadoras. A media mañana, después de vendarse
todas las heridas, también él se puso en movimiento.
El pistolero pensó que Brown se había quedado dormido. El fuego era apenas una
chispa y el pájaro, Zoltan, había ocultado la cabeza bajo el ala.
Estaba a punto de levantarse y de extender un jergón en una esquina cuando
Brown rompió el silencio:
- Ya está. Ya lo ha contado. ¿Se siente mejor?
El pistolero se sobresaltó.
- ¿Por qué habría de sentirme mal?
- Me ha dicho que era usted humano, no un demonio. ¿O acaso me mentía?
- No mentía. A regañadientes, tuvo que admitir el hecho: Brown le gustaba.
Sinceramente, era así. Y no había mentido al morador sobre ningún aspecto. ¿Quién es
usted, Brown? Realmente, quiero decir.
- Sólo yo - respondió, imperturbable. ¿Por qué se cree usted tan misterioso?
El pistolero encendió un cigarrillo sin contestar.
- Me parece que está usted muy cerca de su hombre de negro - observó Brown. ¿Está
él desesperado?
- No lo sé.
- ¿Y usted?
- Todavía no - dijo el pistolero. Luego, mirando a Brown con una pizca de desafío,
añadió -: Hago lo que tengo que hacer.
- Entonces ya va bien - asintió Brown. Se dio la vuelta y se dispuso a dormir.
Por la mañana Brown le dio de comer y salió a despedirlo. A la luz del día era una
figura sorprendente, con el pecho huesudo y atezado, las clavículas como lápices y una
ensortijada mata de pelo rojo. El ave estaba posada en su hombro.
- ¿Y la mula? - preguntó el pistolero.
- Me la comeré - dijo Brown.
- Muy bien.
Brown le tendió la mano y el pistolero se la estrechó. El morador señaló hacia el sur
con la cabeza.
- Vaya con calma.
- Ya lo sabe.
Se saludaron con sendas inclinaciones de cabeza y el pistolero echó a andar,
festoneado con odres de agua y pistolas. Una sola vez volvió la vista atrás. Brown
escarbaba furiosamente en su pequeño maizal. El cuervo permanecía sobre el bajo
techo de la vivienda, como una gárgola.
El fuego estaba casi consumido y las estrellas comenzaban a palidecer. El viento se
paseaba inquietamente. El pistolero, dormido, se revolvió y se aquietó de nuevo. Tuvo
un sueño sediento. En la oscuridad era invisible la forma de las montañas. Se habían
desvanecido los remordimientos. El calor del desierto los había resecado. En cambio,
descubrió que sus pensamientos giraban cada vez más en torno a Cort, que le había
enseñado a disparar. Cort sabía distinguir lo blanco de lo negro.
Nuevamente se agitó y abrió los ojos. Parpadeó varias veces, contemplando el fuego
muerto cuya forma se superponía a la más geométrica del fuego anterior. Era un
romántico, lo sabía, pero lo guardaba celosamente para sí.
Esto, desde luego, le hizo pensar otra vez en Cort. No sabía dónde se hallaba Cort.
El mundo había cambiado.
El pistolero se echó la bolsa al hombro y empezó a moverse.
LA ESTACIÓN DE PASO
Llevaba todo el día tarareando para sí una canción infantil, una de esas
exasperantes melodías que se niegan a desaparecer, que se yerguen ante el ábside de
la mente consciente y le hacen muecas burlonas al ser racional que allí reside. La letra
decía:
The rain in Spain falls mainly on the plain.
There is joy and also pain
but the rain in Spain falls mainly on the plain.
Pretty-plain, loony-sane.
The ways of the world all will change
and all the ways remain the same
but if you 're mad or only sane
the rain in Spain falls mainly on the plain.
We walk in love but fly in chains
And the planes in Spain fall mainly in the rain* .
Sabía por qué le habían venido estos versos a la cabeza. Era aquel sueño recurrente
de su habitación en un castillo y de su madre, que se la cantaba mientras él yacía
solemnemente en una cama diminuta, junto al ventanal de muchos colores. No se los
cantaba a la hora de acostarse, porque todos los niños nacidos para la Alta Lengua
debían afrontar solos la oscuridad, sino a la hora de la siesta; el pistolero recordaba el
denso resplandor gris de lluvia que titilaba en los colores del ventanal, recordaba el
frescor de la habitación y la cálida pesadez de las mantas, el amor que sentía por su
madre y sus rojos labios, la pegadiza melodía que acompañaba aquellas palabras sin
sentido y, sobre todo, su voz.
Una vez más volvió a acosarle la insistente canción, como un calor pegajoso, y
repiqueteaba en su mente mientras él seguía caminando. Se le había terminado toda
el agua y sabía que, probablemente, iba a ser hombre muerto. Nunca había imaginado
que las cosas llegarían a tal extremo, y lo lamentaba. Desde el mediodía se miraba los
pies, más que el camino ante él. Allí, en el desierto, la hierba del diablo se veía
marchita y amarillenta. La compacta corteza se había desmenuzado aquí y allí hasta
convertirse en simple gravilla. Las montañas no parecían más cercanas, a pesar de
que habían transcurrido ya dieciséis días desde que abandonara la choza del último
colono, un joven entre chiflado y cuerdo que vivía al borde del desierto. El pistolero
recordaba que era dueño de un cuervo, pero no recordaba el nombre del cuervo.
Contempló sus propios pies, que se movían arriba y abajo, sin dejar de escuchar la
absurda cancioncilla que se repetía hasta convertirse en una lamentable algarabía y se
* La canción procede de My Fair Lady y es un juego de rimas con dobles sentidos utilizado para aprender a
pronunciar. Su traducción sería: La lluvia en España cae principalmente en el llano. / Hay alegria y también dolor /
pero la lluvia en España cae principalmente en el llano. /Bonito-vulgar, chiflado-cuerdo. /Las costumbres del mundo
todas cambiarán /y todas las costumbres seguirán igual /pero si estas loco, o solamente cuerdo, / la lluvia en España cae
principalmente en el llano. / Paseamos enamorados pero volamos encadenados / y los aviones en España caen
principalmente con la lluvia. (N. del T.)
preguntó cuándo caería por primera vez. No quería caer, aunque no hubiese nadie
para verlo. Era una cuestión de orgullo. Un pistolero conoce el orgullo, hueso invisible
que hace que la cabeza se mantenga erguida.
De pronto se detuvo y alzó la mirada, lo que provocó que la cabeza le diera vueltas,
y, por un momento, tuvo la impresión de que su cuerpo flotaba. Las montañas soñaban
sobre el remoto horizonte. Pero ante él se destacaba otra cosa, algo mucho más
cercano. A no más de siete u ocho kilómetros, quizá. Lo miró con los párpados
entornados, pero sus ojos estaban enrojecidos por la arena y el resplandor los cegaba.
Meneó la cabeza y echó a andar de nuevo. La canción seguía zumbando una y otra vez.
A cosa de una hora más tarde cayó al suelo y se despellejó las manos. Contempló con
incredulidad las minúsculas perlas de sangre en su piel descamada. La sangre no
parecía más débil; al contrario, parecía silenciosamente segura. Se le antojó casi tan
pagada de sí como el desierto. Se sacudió las gotas de la mano, odiándolas ciegamente.
¿Pagada de sí? ¿Por qué no? La sangre no estaba sedienta. La sangre estaba bien
servida. Se le ofrecía un sacrificio. Un sacrificio cruento. Lo único que debía hacer la
sangre era correr... y correr... y correr.
Observó las salpicaduras que habían caído sobre la parrilla del suelo y vio cómo
eran absorbidas a una velocidad asombrosa. ¿Qué te parece eso, sangre? ¿Cómo te
sienta?
Oh, Dios, has perdido el juicio.
Se levantó y se llevó las manos al pecho; la cosa que había visto antes,
prácticamente justo delante de él, le arrancó una exclamación de sorpresa, un graznido
de cuervo sofocado por el polvo. Era un edificio. No, dos edificios, rodeados por una
cerca caída. La madera parecía vieja y casi tan frágil como para ser obra de duendes,
era madera a punto de transustanciarse en arena. Una de las construcciones era un
establo, la forma era clara e inconfundible. La otra era una casa o una posada. Una
estación de paso para las diligencias. La ruinosa casa de arena (pues el viento había
ido incrustando granos en las paredes hasta darle el aspecto de un castillo de arena,
que el sol hubiera cocido y endurecido durante la marea baja, lo suficientemente como
para servir de morada temporal) proyectaba una sombra, y sobre ella había alguien
sentado, apoyado contra el edificio. Y el edificio parecía inclinarse bajo la carga de su
peso.
Era él, pues. Al fin. El hombre de negro. El pistolero siguió en pie con las manos
sobre el pecho, sin darse cuenta de que estaba en una postura declamatoria, y lo miró,
boquiabierto. En lugar de la tremenda excitación aleteante (o, tal vez, temor, o un
pasmo reverencial) que esperaba sentir no hubo nada más que oscuros y atávicos
remordimientos por el odio furioso que acababa de experimentar, de repente, contra su
propia sangre, y la interminable ronda de la canción infantil.
...the rain in Spain...
Avanzó hacia la casa, desenfundando una pistola.
...falls mainly in the plain...
Cubrió los últimos centenares de metros corriendo sin tratar de ocultarse; no había
nada tras lo que ocultarse. Su propia sombra menguada competía con él en la carrera.
Ignoraba que el agotamiento hubiera convertido su rostro en una mascarilla mortuoria
gris y sonriente, no se daba cuenta de nada, salvo de aquella figura en la sombra. No
se le ocurrió hasta más tarde que la figura habría podido incluso estar muerta.
Pateó una de las tablas de la deteriorada valla (que se partió en dos sin el menor
sonido, casi como disculpándose) y se abalanzó a través del deslumbrado y silencioso
patio del establo, empuñando la pistola.
- ¡Estás atrapado! ¡Estás atrapado! ¡Estás...!
La figura se removió inquietamente y se puso en pie. El pistolero pensó: "¡Dios mío!
¡Qué consumido está! ¿Qué le ha pasado?" Porque el hombre de negro se había
encogido más de medio metro y sus cabellos se habían vuelto blancos.
Se detuvo, perplejo, con un zumbido átono en la cabeza. El corazón le palpitaba a un
ritmo demencial, y pensó: "Voy a morirme aquí mismo..."
Aspiró el aire ardiente e inclinó la cabeza unos instantes. Al levantarla de nuevo vio
que no era el hombre de negro, sino tan sólo un niño de cabello descolorido por el sol,
que lo contemplaba con ojos que ni siquiera parecían interesados. El pistolero lo miró
fijamente, con expresión vacua, y sacudió la cabeza en un gesto de rechazo. Pero el
chico superó su negativa a creer en él; seguía estando ahí, enfundado en unos tejanos
con un remiendo en la rodilla y una sencilla camisa de burda tela marrón.
El pistolero volvió a sacudir la cabeza y siguió avanzando hacia el establo con la
frente inclinada y la pistola todavía en la mano. Aún no podía pensar. Tenía la cabeza
llena de puntitos; comenzaba a incubar una terrible jaqueca palpitante.
El interior del establo era oscuro y silencioso, y estallaba de calor. El pistolero miró
a su alrededor con enormes ojos incoloros, indecisamente. Giró en redondo como un
beodo y en el ruinoso umbral distinguió al chico mirándolo a su vez. Un inmenso
escalpelo de dolor se introdujo como una ensoñación en su cabeza, sajándola de sien a
sien, dividiendo su cerebro como una naranja. Enfundó la pistola, se tambaleó,
extendió las manos como para ahuyentar fantasmas y cayó de bruces.
Cuando despertó estaba tendido boca arriba y tenía un montón de heno bajo la
cabeza. El chico no había podido moverlo de sitio, pero había hecho lo posible para que
estuviera más cómodo, y lo había conseguido. Dirigió la vista hacia su propio cuerpo y
observó que en su camisa había manchas de humedad. Se pasó la lengua por los labios
y saboreó el agua. Parpadeó.
El chico estaba acuclillado junto a él. Al ver que el pistolero abría los ojos bajó una
mano hacia el suelo y le tendió una lata abollada llena de agua. Él la recogió con
manos temblorosas y se permitió beber un poco; sólo un poco. Cuando hubo tragado ese
poco y lo sintió en el estómago, bebió un poco más. A continuación derramó el resto del
agua sobre su cara y emitió unos resoplidos de sorpresa. Los labios bien dibujados del
muchacho se curvaron en una grave sonrisa.
- ¿Quiere comer algo?
- Todavía no - respondió el pistolero. Aún sentía el mareante dolor de cabeza de la
insolación. El agua se movía inciertamente en su estómago como si no supiera muy
bien hacia dónde ir. ¿Quién eres tú?
- Me llamo John Chambers. Puede llamarme Jake. El pistolero se sentó en el suelo
e inmediatamente las náuseas fueron más intensas. Se inclinó hacia adelante y perdió
una breve lucha con su estómago.
- Hay más - dijo Jake. Cogió la lata y se dirigió al fondo del establo. A los pocos
pasos se detuvo y, con incertidumbre, le devolvió la sonrisa al pistolero.
El pistolero asintió y, enseguida, agachó la cabeza y la sostuvo entre ambas manos.
El chico era bien parecido y fuerte; unos nueve años de edad. Una sombra le cubría el
rostro, cierto, pero, a la sazón, todos los rostros tenían sombras.
Un extraño ruido sordo comenzó a resonar desde el fondo del establo y el pistolero
levantó la cabeza alarmado y se llevó las manos a las culatas. El ruido duró quizás
unos quince segundos y después cesó. El chico regresó con la lata, de nuevo llena.
El pistolero volvió a beber con parsimonia, y esta vez le sentó algo mejor. El dolor de
cabeza empezaba a menguar.
- No sabía qué hacer con usted cuando se cayó - comentó Jake. Por unos instantes
creí que iba a pegarme un tiro.
- Te había confundido con otra persona.
- ¿Con el sacerdote?
El pistolero le dirigió una mirada penetrante.
- ¿Qué sacerdote?
El chico frunció levemente el ceño.
- El sacerdote. Acampó en el patio. Yo estaba en la casa de allá. No me gustó, así
que me quedé dentro. Vino al anochecer y se marchó al día siguiente. También me
habría escondido de usted, pero estaba durmiendo cuando llegó. Alzó la cabeza con aire
hosco, mirando más allá del pistolero. No me gusta la gente. Me joden.
- ¿Qué aspecto tenía el sacerdote?
El chico se encogió de hombros.
- Aspecto de sacerdote. Llevaba ropa negra.
- ¿Una caperuza y una sotana?
- ¿Qué es una sotana?
- Como una túnica.
El chico asintió:
- Una túnica y una capucha.
El pistolero se inclinó hacia adelante, y el chico vio algo en su rostro que le hizo
retroceder un poco.
- ¿Cuánto hace?
- Yo... Yo...
- No te haré daño - le aseguró el pistolero, con paciencia.
- No lo sé. No me acuerdo del tiempo. Todos los días son lo mismo.
Por vez primera el pistolero se preguntó conscientemente cómo habría llegado el
chico hasta aquel lugar, rodeado por leguas y leguas de reseco y mortífero desierto.
Pero decidió no preocuparse por eso, al menos de momento.
- Aproximadamente. ¿Hace mucho?
- No. No mucho. No llevo mucho tiempo aquí.
Sintió que otra vez ardía por dentro. Cogió la lata y bebió con manos que temblaban
apenas imperceptiblemente. Volvió a oír un fragmento de la canción de cuna pero, esta
vez, en lugar de la cara de su madre vio la cara cortada de Allie, que había sido su
mujer en el extinto pueblo de Tull.
- ¿Cuánto dirías? ¿Una semana? ¿Dos? ¿Tres?
El chico lo miró con aire abstraído.
- Sí.
- Sí, ¿qué?
- Una semana. O dos. No salí. Él ni siquiera bebía. Pensé que quizá fuese el
fantasma de un sacerdote. Tenía miedo. He tenido miedo casi todo el tiempo. Su rostro
vibró como un cristal al borde del agudo definitivo y destructor. Ni siquiera encendió
fuego. Lo único que hizo fue sentarse en el patio. Ni siquiera sé si durmió.
¡Cerca! Nunca había estado tan cerca de él. A pesar de la fuerte deshidratación, se
le humedecieron las manos y se le pusieron grasientas.
- Hay un poco de carne seca - señaló el chico.
- Está bien - asintió el pistolero. Ahora ya sí.
El chico se levantó para ir a buscarla, y sus rodillas crujieron ligeramente. Erguido,
presentaba una hermosa figura. El desierto aún no lo había debilitado. Tenía los
brazos delgados pero la piel, aunque bronceada, no estaba seca ni arrugada. Tiene
jugo, pensó el pistolero. Bebió otro sorbo de la lata. Tiene jugo, y no es de este lugar.
Jake regresó con un buen pedazo de cecina sobre lo que parecía un cesto para el pan
estropajoso por el sol. La carne era dura, correosa y lo bastante salada como para
hacer que al pistolero le ardiera el llagado interior de la boca. Comió y bebió hasta
sentirse ahíto, y volvió a sosegarse. El chico apenas tomó unos bocados.
El pistolero lo contemplaba fijamente y el chico le devolvía la mirada.
- ¿De dónde vienes, Jake? - inquirió al fin.
- No lo sé. El chico frunció las cejas. Lo sabía. Cuando llegué aquí lo sabía, pero
ahora se ha vuelto todo borroso, como una pesadilla al despertarte. Tengo muchas
pesadillas.
- ¿Te trajo alguien?
- No - contestó el chico. Me encontré aquí.
- Lo que dices no tiene sentido - dijo llanamente el pistolero.
De pronto, el chico pareció a punto de echarse a llorar.
- No puedo evitarlo. Me encontré aquí. Y ahora usted se irá y me moriré de hambre
porque se me lo ha comido casi todo. Yo no pedí venir aquí. No me gusta. Me da miedo.
- No te tengas tanta lástima. Confórmate.
- Yo no pedí venir aquí - repitió con un desconcierto desafiante.
El pistolero se llevó a la boca otro pedazo de carne, masticándolo hasta disolver toda
la sal antes de engullirlo. El chico se había convertido en parte del asunto, y el
pistolero estaba convencido de que decía la verdad: no lo había pedido. Mala suerte. En
cuanto a él... Él sí que lo había pedido. Pero no había pedido que el juego resultara tan
sucio. No pidió tener ocasión de apuntar sus revólveres contra el populacho desarmado
de Tull; no pidió disparar contra Allie y su rostro, marcado por aquella extraña y
brillante cicatriz; no pidió tener que elegir entre la obsesión por el cumplimiento del
deber y la amoralidad criminal. Desesperado, el hombre de negro había comenzado a
mover los hilos de una manera indigna, si en verdad era el hombre de negro quien
movía los hilos en este caso concreto. No era justo implicar a inocentes desconocidos y
hacerles pronunciar frases que no comprendían, sobre un escenario extraño. Por lo
menos, pensó, Allie había vivido algo, aunque fuera ilusoriamente. Pero este chico...
este maldito chico...
- Cuéntame lo que recuerdes - le pidió.
- Es muy poco. Y ya no parece tener ningún sentido.
- Cuéntamelo. Quizá yo pueda encontrar el sentido.
- Había un lugar... el que había antes de éste. Un sitio alto, con muchas
habitaciones y un patio desde el que se veían edificios enormes y agua. En medio del
agua había una estatua.
- ¿Una estatua en el agua?
- Sí. Una dama con una corona y una antorcha.
- ¿No estarás inventándote todo esto?
- Puede ser - admitió el chico, desesperanzado. Había cosas para viajar por las
calles, cosas grandes y cosas pequeñas. Cosas amarillas. De las amarillas había
muchas. Yo iba andando hacia la escuela. Había caminos de cemento junto a las calles.
Escaparates para mirar, con estatuas vestidas de ropa. Las estatuas vendían la ropa.
Ya sé que parece una locura, pero las estatuas vendían la ropa.
El pistolero meneó la cabeza y examinó el rostro del chico para descubrir sus
mentiras. No las había.
- Yo iba andando hacia la escuela - repitió el chico con insistencia. Y tenía una...
cerró los párpados y los labios se movieron dubitativamente. Una... cartera... marrón.
Llevaba el almuerzo. Y tenía... Nuevamente la duda, una duda agónica. Tenía una
corbata.
- ¿Una qué?
- No lo sé. Los dedos del chico ejecutaron un lento ademán inconsciente ante su
cuello, un ademán que el pistolero relacionó con un ahorcamiento. No sé. Se ha perdido
todo. Desvió la mirada. ¿Me dejas que te haga dormir? - preguntó el pistolero.
- No tengo sueño.
- Puedo hacer que tengas sueño, y puedo hacer que te acuerdes.
Jake, dudoso, quiso saber:
- ¿Cómo lo haría?
- Con esto.
El pistolero extrajo uno de los cartuchos de su canana y le dio vueltas entre los
dedos. Era un movimiento diestro, tan fluido como el aceite. El cartucho rodó sin
esfuerzo entre el pulgar y el índice, el índice y el medio, el medio y el anular, el anular
y el meñique. Se perdió de vista y reapareció; casi como si flotara empezó a viajar en
sentido contrario. El cartucho se paseaba entre los dedos del pistolero. Los mismos
dedos se movían como una cortina de cuentas bajo la brisa. El chico miraba, sustituida
su duda inicial por un evidente deleite, más tarde por una especie de trance, y luego
por una naciente vacuidad muda. Cerró los ojos. El cartucho siguió danzando de un
lado a otro. Jake volvió a abrir los ojos, contempló un rato más la danza límpida y
regular por entre los dedos del pistolero, y cerró los ojos de nuevo. El pistolero
continuó, pero los ojos de Jake ya no volvieron a abrirse. El muchacho respiraba
pausadamente, con calma bovina. ¿También aquello era parte del juego?
Sí. Había una cierta belleza, una cierta lógica, como las filigranas que suelen
festonear las banquisas de duro hielo azul. Le pareció escuchar un tintineo de
campanillas agitadas por el viento.
No era la primera vez que el pistolero percibía el amargo sabor rasposo de las
náuseas del alma. De pronto, el cartucho que sostenía entre los dedos y manipulaba
con tal gracia inaudita se le antojó vivo, horripilante como la huella de un monstruo.
Lo recogió en la palma y se forzó dolorosamente a cerrar. En el mundo existían cosas
como la violación. Violación y asesinato y prácticas inconfesables, y todo era en nombre
del bien, el maldito bien, en nombre del mito, del grial, de la Torre. Ah, en algún lugar
la Torre y sus negros muros se alzaban hacia el firmamento, y el pistolero, con sus
oídos purgados por el desierto, oía un dulce tintineo de campanillas.
- ¿Dónde estás? - preguntó.
Jake Chambers baja las escaleras con una cartera. Hay un libro de Ciencias
Naturales, hay una Geografía Económica, hay una libreta, un lápiz, un almuerzo que
la cocinera de su madre, la señora Greta Shaw, le ha preparado en la cocina de
cromados y fórmica donde un extractor murmura eternamente y absorbe olores
extraños. En la bolsa del almuerzo lleva un bocadillo de jalea con manteca de maní, un
bocadillo de salchicha con cebolla y lechuga, y cuatro galletitas Oreo. Sus padres no lo
detestan, pero parece que lo tienen bastante olvidado. Han abdicado y lo han puesto al
cuidado de la señora Greta Shaw, de institutrices, de un tutor durante el verano y de
la Escuela (que es Privada y Buena, y, sobre todo, Blanca) durante el resto del año.
Ninguna de estas personas ha pretendido ser jamás nada que no sean: profesionales,
los mejores en sus respectivos campos. Ninguna lo ha acogido en su cálido seno, como
suele ocurrir en las novelas históricas que lee la madre, y que Jake a veces hojea,
buscando los trozos "verdes". Novelas histéricas, las llama su padre a veces. Mira
quién habla, dice su madre con infinito desdén tras una puerta cerrada ante la que
Jake está escuchando. Su padre trabaja para la Red, y... probablemente... Jake podría
reconocerlo en una rueda de identificación.
Jake ignora que odia a todos los profesionales, pero así es. La gente siempre lo ha
desconcertado. Le gustan las escaleras y no quiere utilizar el ascensor del edificio. Su
madre, delgaducha pero sexy, se acuesta a menudo con amigos enfermizos.
Ahora está en la calle, Jake Chambers está en la calle, ha salido ya al camina Es
pulcro y bien educado, apuesto, sensible. No tiene amigos, sólo conocidos. No se ha
parado nunca a pensar en ello pero le duele. No sabe ni comprende que su larga
relación con profesionales le ha hecho adoptar muchos de sus rasgos. La señora Greta
Shaw prepara unos bocadillos muy profesionales. Los corta en diagonal y les quita la
corteza, de manera que cuando él se los come a la hora del descanso da la impresión de
hallarse en una fiesta con una copa en la otra mano, en vez de una novela deportiva de
la biblioteca escolar. Su padre gana mucho dinero porque es un maestro en el arte de
eliminar competidores es decir, que sabe programar en su Red un espectáculo más
fuerte que el programado por la Red rival. Su padre fuma cuatro paquetes de
cigarrillos al día. Su padre no tose pero exhibe una dura sonrisa, como los cuchillos de
carne que venden en los supermercados
Calle abajo. Su madre le deja dinero para el taxi, pero siempre que no llueve él
prefiere ir andando, balanceando la cartera; es un niño muy norteamericano, con pelo
rubio y ojos azules. Las chicas ya han empezado a fijarse en él (su madre lo aprueba), y
él no las esquiva con espantadiza arrogancia infantil. Les habla con inconsciente
profesionalidad y las deja desconcertadas. Le gusta la geografía y jugar a bolos por la
tarde. Su padre posee acciones de una empresa que fabrica m quinas para enderezar
automáticamente los bolos, pero la bolera que Jake suele frecuentar no utiliza la
marca de su padre. Jake cree que no ha pensado en ello, pero lo ha hecho.
Caminando calle abajo pasa por la tienda de modas Brendio, donde algunos
maniquíes llevan abrigos de pieles o trajes eduardianos de seis botones, y algunos
nada en absoluto; algunos están... desnudos". Estos modelos - estos maniquíes - son
perfectamente profesionales, y él odia todo profesionalismo. Todavía es demasiado
joven para haber aprendido a odiarse a sí mismo pero en él ya está la semilla,
plantada en la amarga hendedura de su corazón.
Llega a la esquina y se detiene con la cartera a su lado. La corriente del tráfico ruge
ante él: chirriantes autobuses, taxis, Volkswagens, un camión grande. No es más que
un niño, pero nada corriente, y por el rabillo del ojo alcanza a ver al hombre que lo
mata. Es el hombre de negro, y no distingue la cara, sino solamente la ondulante
túnica, las manos extendidas. Cae a la calzada con los brazos abiertos, sin soltar la
cartera que contiene el almuerzo sumamente profesional de la señora Greta Shaw.
Una fugaz mirada a través del parabrisas polarizado le muestra el rostro horrorizado
de un hombre de negocios con sombrero azul oscuro en cuya cinta destaca una pequeña
y vistosa pluma Uno anciana chilla en la acera de enfrente; va tocada con un sombrero
negro con redecilla. No hay nada de vistoso en esa redecilla negra, es como un velo de
luto. Lo único que hace Jake es sorprenderse, aparte de seguir teniendo la misma
sensación de desconcierto precipitado de siempre. ¿Así es como acaba todo? Va a caer
en mitad de la calle y contempla una grieta tapada con asfalto, a unos cinco
centímetros de sus ojos. Su mano ha soltado la cartera. Está preguntándose si se
habrá despellejado las rodillas cuando el automóvil del hombre de negocios con el
sombrero azul y la pluma vistosa le pasa por encima. Es un gran Cadillac azul de
1976, con neumáticos de dieciséis pulgadas. Es casi exactamente del mismo color que
el sombrero del conductor. El coche le quiebra la espalda a Jake, le aplasta el estómago
y le hace brotar por la boca un chorro de sangre a presión. El chico vuelve la cabeza y
ve las luces de freno del Cadillac y el humo que despiden las ruedas traseras, ahora
bloqueadas. El automóvil ha pasado también sobre la cartera y ha dejado sobre ella
una extensa huella negra. Vuelve la cabeza hacia el otro lado y ve un Ford grande de
color amarillo que se detiene a escasos centímetros de su cuerpo con un chirrido de
frenos. Un tipo negro que empujaba un carrito para la venta ambulante de dulces y
refrescos corre hacia él. Por la nariz, los oídos, los ojos y el recto de Jake fluye sangre.
Tiene los genitales destrozados. Con cierta irritación, se pregunta si se habrá
despellejado mucho las rodillas. El hombre del Cadillac corre hacia él, balbuceando. En
algún lugar, una voz terrible y serena, la voz de la fatalidad, dice: "Soy un sacerdote.
Déjenme pasar. El acto de contrición..." Ve la túnica negra y experimenta un súbito
horror. Es él, el hombre de negro. Con sus últimas fuerzas consigue apartar la cara En
algún lugar, se oye por la radio una canción del grupo de rock Kiss. Ve su propia mano
que se arrastra sobre el asfalto, pequeña, blanca, bien formada. Nunca se ha mordido
las uñas.
Jake muere mirándose la mano.
El pistolero permaneció sentado en absorta reflexión. Estaba cansado y le dolía todo
el cuerpo, y los pensamientos le llegaban con lentitud exasperante. Frente a él, el
sorprendente muchachito dormía con las manos cruzadas sobre el regazo y seguía
respirando pausadamente. Había narrado su historia sin grandes muestras de
emoción, si bien hacia el final le había temblado la voz, al llegar a la parte del
"sacerdote" y al "acto de contrición". Naturalmente, no le había hablado al pistolero
acerca de su familia y de su perpleja sensación de dicotomía, pero eso se había filtrado
entre lo demás; por lo menos, se había filtrado lo suficiente como para reconocer su
presencia. El hecho de que nunca hubiera existido una ciudad como la descrita por el
chico (o, en todo caso, que sólo hubiese podido existir en el mito de la prehistoria) no
era la parte más inquietante de la narración, pero resultaba perturbador. Todo era
perturbador. El pistolero temía las posibles implicaciones.
- ¿Jake?
- ¿Ehh?
- ¿Quieres acordarte de todo esto cuando despiertes o prefieres olvidarlo?
- Olvidarlo - respondió el chico de inmediato. Me salía sangre.
- De acuerdo. Ahora vas a dormirte, ¿entendido? Adelante, échate.
Jake se tendió, pequeño, pacífico, inofensivo. El pistolero no creía que fuese
inofensivo. De él emanaba una sensación letal, y el hedor de la predestinación. Al
pistolero no le gustaba esta sensación, pero le gustaba el chico. Le gustaba mucho.
- ¿Jake?
- Shhh. Quiero dormir.
- Sí. Y cuando despiertes no recordarás nada de esto.
- Bien.
El pistolero lo contempló brevemente y pensó en su propia niñez; por lo general, le
parecía como vivida por otra persona - una persona que hubiera saltado a través de
una membrana osmótica para convertirse en alguien distinto -, pero en aquellos
momentos se le antojaba dolorosamente próxima. En el establo de la estación de paso
hacía mucho calor, y bebió cautelosamente un poco más de agua. Se levantó, anduvo
hacia el fondo del edificio y se detuvo a mirar en uno de los pesebres para las
caballerías. En un rincón había un pequeño montón de heno blanco y una manta
doblada pulcramente, pero no olía a caballo. En aquel establo no olía a nada. EL sol
había consumido todos los olores sin dejar nada tras de sí. El aire era absolutamente
neutro.
Al fondo del establo había un cuartito oscuro con una máquina de acero inoxidable
en el centro, indemne al orín y a la podredumbre. Tenía todo el aspecto de una
mantequera. A su izquierda sobresalía un tubo niquelado que terminaba justo encima
de un sumidero en el suelo. El pistolero había visto bombas parecidas en otros lugares
secos, pero nunca una tan grande. Era incapaz de imaginar a qué profundidad
debieron de perforar hasta llegar al agua, eternamente sucia y oculta bajo la superficie
del desierto.
¿Por qué no habían desmontado la bomba cuando abandonaron la estación de paso?
Tal vez fueron los demonios.
Se estremeció súbitamente, con una brusca contracción de la espalda. Por unos
instantes se le puso la carne de gallina. Se acercó a los mandos y pulsó el botón de
puesta en marcha. La máquina comenzó a zumbar. Al cabo de quizá medio minuto, un
chorro de agua clara y fresca brotó del tubo y se escurrió por el sumidero, para ser
aspirada de nuevo. Manaron tal vez unos quince litros antes de que la bomba se
desconectara por sí sola con un "clic" final. Era un objeto tan ajeno a aquel tiempo y
lugar como el verdadero amor, pero tan concreto como el Juicio, recuerdo mudo de una
época en la que el mundo aún no se había movido. Probablemente funcionaba con una
pila atómica, pues no había electricidad en mil kilómetros a la redonda y unas pilas
secas se habrían descargado mucho antes. Al pistolero no le gustó.
Volvió a sentarse junto al chico, que ahora apoyaba el rostro en una mano. Un chico
simpático. El pistolero bebió algo más de agua y cruzó las piernas, sentándose a la
manera india. El chico, al igual que aquel morador del borde del desierto dueño de un
pájaro (Zoltan, recordó abruptamente el pistolero, el cuervo se llamaba Zoltan), había
perdido el sentido del tiempo, pero parecía incuestionable el hecho de que se hallaba
cada vez más cerca del hombre de negro. El pistolero se preguntaba, y no por primera
vez, si quizás el hombre de negro le permitía ganar terreno deliberadamente, por
alguna razón. Acaso el pistolero estuviera siguiendo su juego. Trató de imaginar cómo
sería la confrontación, pero no lo consiguió.
Hacía mucho calor, pero ya no se sentía mareado. La canción infantil le vino de
nuevo a la imaginación, pero esta vez no le recordó a su madre, sino a Cort; Cort, con
el rostro cosido por las cicatrices de pedradas, balazos y golpes de instrumentos
contundentes. Las cicatrices de la guerra. Se preguntó si Cort habría tenido alguna vez
un amor equiparable a aquellas monumentales cicatrices. Lo dudaba. Pensó en Aileen,
y también en Marten, hechicero incompleto.
El pistolero no era hombre que se regodeara rememorando el pasado; tan sólo un
impreciso concepto del futuro y de su propia constitución emocional evitaban que fuera
un individuo sin imaginación, un lerdo. Por consiguiente, el curso de sus pensamientos
en aquellos momentos no dejaba de resultarle un tanto sorprendente. Cada nombre
que le venía a la mente conjuraba otros: Cuthbert, Paul, el anciano Jonas y Susan, la
encantadora muchacha de la ventana.
El pianista de Tull (también muerto; todos habían muerto en Tull, y por su mano)
gustaba de las viejas melodías, y el pistolero comenzó a canturrear una en voz baja:
Amor, oh amor, oh descuidado amor.
Mira lo que el descuidado amor ha hecho.
El pistolero se rió, divertido. Soy el último de aquel mundo verde y de cálidos
matices. Y, a pesar de toda su nostalgia, no se compadecía de sí mismo. El mundo
había cambiado despiadadamente pero sus piernas eran todavía fuertes. Y el hombre
de negro estaba cada vez más cerca. El pistolero se echó una cabezada.
Ya casi había oscurecido cuando se despertó, y el chico no estaba allí.
El pistolero se incorporó y oyó crujir sus articulaciones, y se dirigió a la puerta del
establo. En la penumbra del porche de la posada danzaba una pequeña llama. Anduvo
hacia ella arrastrando su sombra, larga y negra bajo la luz ocre del crepúsculo.
Jake estaba sentado junto a un quinqué.
- El queroseno estaba en un bidón - explicó -, pero no me he atrevido a encenderlo
dentro de la casa. Está todo tan seco...
- Has hecho muy bien.
El pistolero tomó asiento a su lado. Sus posaderas levantaron una nube de polvo de
muchos años, a la que no prestó ninguna atención. La llamita del quinqué sombreaba
el rostro del chico con tonalidades delicadas. EL pistolero sacó la petaca y lió un
cigarrillo.
- Tenemos que hablar - declaró.
Jake asintió.
- Supongo que ya has comprendido que estoy persiguiendo al hombre que viste aquí.
- ¿Va a matarlo?
- No lo sé. Va a tener que explicarme algo. Quizá tenga que obligarlo a que me lleve
a cierto lugar.
- ¿A qué lugar?
- A una torre - respondió el pistolero.
Sostuvo la punta del cigarrillo sobre el tubo del quinqué y aspiró; el humo se
dispersó en la naciente brisa nocturna. Jake lo contempló. Su rostro no reflejaba miedo
ni curiosidad, ni, desde luego, entusiasmo alguno.
- Mañana seguiré mi camino - prosiguió el pistolero. Tendrás que venir conmigo.
¿Cuánta carne de ésa queda todavía?
- Sólo un puñado
- ¿Y maíz?
- Un poco.
El pistolero asintió.
- ¿Sabes si hay algún sótano? - Sí. Jake lo miró. Sus pupilas se habían dilatado
hasta parecer inmensas y frágiles. Hay que tirar de una anilla en el suelo, pero no he
bajado nunca. Tenía miedo de que la escala se rompiera y no pudiera volver a subir. Y
huele muy mal. Es el único sitio de por aquí que tiene algún olor.
- Nos levantaremos temprano y veremos si hay algo que valga la pena llevarse. Y
luego nos esfumaremos.
- Muy bien. El chico hizo una pausa y añadió -: Me alegro de no haberlo matado
mientras dormía. Tenía una horca, y pensé en hacerlo. Pero no lo hice, y ahora ya no
me dará miedo irme a dormir.
- ¿De qué tenías miedo?
- De los fantasmas. De que él volviera.
- El hombre de negro - dijo el pistolero. No era una pregunta.
- Sí. ¿Es malo?
- Depende de cómo lo mires - contestó el pistolero con aire ausente. Se levantó y
arrojó la colilla hacia el desierto. Me voy a dormir.
El muchacho lo miró con timidez.
- ¿Puedo dormir en el establo con usted?
- Claro.
El pistolero se detuvo en los escalones y alzó la vista, y el chico fue con él. Allá
estaban la estrella Polar y Marte. El pistolero tuvo la sensación de que, si cerraba los
ojos, podría oír el croar de las primeras ranas de la primavera, oler el verde y casi
estival aroma del césped de los patios tras la primera siega (y oír tal vez el indolente
chasquido de las bolsas de croquet cuando las damas del Ala Este, ataviadas
únicamente con un camisón, jugaban un partido en el atardecer que se deslizaba
apaciblemente hacia la oscuridad). Casi podía ver a Aileen surgiendo por una abertura
entre los setos...
Pensar tanto en el pasado no era propio de él.
Se dio la vuelta y recogió el quinqué.
- Vámonos a dormir - ordenó.
Marcharon juntos hacia el establo.
A la mañana siguiente exploró el sótano.
Jake estaba en lo cierto: era un lugar maloliente Desprendía un hedor húmedo y
cenagoso que al pistolero, acostumbrado como estaba al antiséptico aire del desierto y
el establo, le hizo sentir náuseas. Olía a coles, a nabos y a patatas con ojos rasgados y
ciegos, con sumidos por una eterna podredumbre. La escala, empero, parecía bastante
sólida, y comenzó a descender.
El suelo era de tierra, y con la cabeza casi rozaba las vigas del techo. Allí abajo aún
vivían arañas, arañas desagradablemente grandes, de cuerpo gris y moteado. Muchas
de ellas habían sufrido mutaciones. Algunas tenían ojos en el extremo de las largas
antenas y otras, hasta dieciséis patas, o incluso más.
El pistolero miró a su alrededor esperando que sus ojos se adaptaran a la
penumbra.
- ¿Está bien? - le gritó Jake, nervioso.
- Sí. Enfocó la vista hacia un rincón. Hay latas. Espera.
Avanzó cautelosamente hacia el rincón, agachando la cabeza.
Había una caja muy vieja con un lado desprendido. Las latas contenían verduras;
judías verdes, alubias... y tres latas de carne en conserva.
Cargó con todas las que pudo y regresó hacia la escala. Trepó hasta la mitad y se las
entregó a Jake, que se arrodilló para recogerlas. Acto seguido, volvió a por más.
Fue en el tercer viaje cuando oyó un gruñido quejumbroso que surgía de los
cimientos.
Se giró, miró y se sintió invadido por una especie de terror distraído, una sensación
lánguida y, al mismo tiempo, repelente, como la de hacer el amor bajo el agua,
ahogándose el uno dentro del otro.
Gruesos bloques de arenisca constituían los cimientos y, sin duda, habían estado
regularmente dispuestos cuando la estación de paso era nueva pero, a la sazón,
componían todo tipo de ángulos zigzagueantes y temblorosos, haciendo que la pared
pareciese cubierta de extraños jeroglíficos ondulantes. Por la juntura de dos de
aquellas recónditas grietas fluía un chorro de arena, como si desde el otro lado alguna
cosa con una baboseante y agónica intensidad, estuviera excavando una salida.
El plañido subía y bajaba de tono y se volvía cada vez más fuerte hasta llenar todo
el sótano con sus ecos; un sonido abstracto de lacerante dolor y terrible esfuerzo.
- ¡Suba! - chilló Jake. ¡Oh, Dios! Señor, ¡suba enseguida!
- Vete - dijo el pistolero serenamente.
- ¡Suba! - aulló de nuevo Jake.
El pistolero no contestó. Su mano derecha desenfundó una de las armas.
Para entonces se había formado ya un agujero en la pared, un agujero del tamaño
de una moneda. A través del telón de su propio terror oyó el rumor de las pisadas de
Jake, que huía a la carrera. El chorro de arena se detuvo. El gemido cesó y fue
sustituido por el ruido de una respiración rítmica y fatigosa.
- ¿Quién eres? - preguntó el pistolero.
No hubo respuesta.
Y en la Alta Lengua, con la voz imbuida del trueno de la autoridad, Rolando volvió a
preguntar:
- ¿Quién eres, demonio? Habla si quieres. Mi tiempo es breve; mis manos pierden la
paciencia.
- Despacio - respondió una voz grumosa y arrastrada desde el interior de la pared.
El pistolero sintió que su terror de pesadilla se hacía más profundo y casi sólido. Era la
voz de Alice, la mujer con la que había vivido en el pueblo de Tull. Pero Alice estaba
muerta; él mismo la había visto caer con un agujero de bala entre los ojos. Honduras
insondables parecieron nadar ante sus ojos, descendiendo vertiginosamente. Pasa
despacio por los Drawers, pistolero. Mientras tú viajas con el chico, el hombre de negro
viaja con tu alma en el bolsillo.
- ¿Qué quieres decir? ¡Habla!
Pero la respiración había cesado.
El pistolero permaneció unos instantes paralizado hasta que, de pronto, una de las
enormes arañas le cayó sobre el brazo y trepó frenéticamente hacia su hombro. Se la
sacudió de encima con un gruñido involuntario y se puso en movimiento. No hubiera
querido hacerlo, pero la costumbre era estricta e inviolable. Los muertos entre los
muertos, como decía el antiguo proverbio; solamente un cadáver puede hablar. Se
acercó al agujero y lo golpeó con el puño. La arenisca se deshizo fácilmente en los
bordes, y, tensando apenas los músculos, el pistolero pudo introducir la mano a través
de la pared. Tocó algo sólido, algo con protuberancias irregulares y desgastadas. Lo
sacó. Era una quijada, corroída en un extremo. Tenía los dientes torcidos.
- Muy bien - dijo en voz baja. Se embutió bruscamente el hueso en el bolsillo de
atrás y regresó hacia la escala, transportando con dificultad las últimas latas. Al salir
dejó la trampilla abierta; así entraría la luz del sol y mataría las arañas.
Jake estaba en medio del patio del establo, encogido de miedo sobre el agrietado
suelo pedregoso. Al ver al pistolero soltó un grito, retrocedió uno o dos pasos y,
enseguida, echó a correr hacia él, sollozando.
- Creí que lo había atrapado, que lo había atrapado, creí...
- No lo ha hecho.
Atrajo al chico hacia sí, y sintió en el pecho el cálido contacto de su cara, y, en las
costillas, el de sus manos secas. más tarde pensó que fue entonces cuando empezó a
querer al chico; cosa, por supuesto, que el hombre de negro debía de tener prevista
desde un principio.
- ¿Era un demonio? - Su voz sonó ahogada.
- Sí. Un demonio parlante. Ya no hemos de volver allí nunca más. Vamos.
Entraron en el establo y el pistolero se hizo una bolsa improvisada con la manta
bajo la que había dormido. La manta le daba calor y le picaba, pero no había otra cosa.
Una vez acabó fue a la bomba a llenar los odres.
- Coge uno de los odres - dijo el pistolero. Cárgatelo sobre los hombros, como un
fakir lleva su serpiente. ¿Ves?
- Sí. El chico lo miró con cara de adoración y levantó uno de los pellejos.
- ¿Pesa demasiado?
- No. Está bien.
- Dime la verdad ahora. Si te da una insolación, no podré cargar contigo.
- No me dará una insolación. Estaré bien.
El pistolero asintió.
- Vamos hacia las montañas, ¿verdad?
- Sí.
Se enfrentaron de nuevo con aquel sol aplastante. Jake, cuya cabeza llegaba justo a
la altura de los codos del pistolero, iba a la derecha y algo adelantado, con las correas
de cuero crudo de los extremos del odre colgando casi hasta las espinillas. El pistolero
se había cruzado otros dos pellejos sobre los hombros; llevaba el hato de comida bajo la
axila izquierda y lo sujetaba contra el cuerpo con el brazo.
Cruzaron el portón opuesto de la estación de paso y encontraron otra vez los surcos
borrosos de la ruta de las diligencias. Llevaban unos quince minutos caminando
cuando Jake volvió la cabeza y agitó la mano hacia los dos edificios, que parecían
acurrucarse en la titánica inmensidad del desierto.
- ¡Adiós! - gritó Jake. ¡Adiós!
Siguieron andando. La ruta de las diligencias superó un repecho de arena
petrificada y, cuando el pistolero volvió la vista atrás, la estación de paso había
desaparecido. Una vez más, lo único que existía era el desierto.
Hacía ya tres días que habían salido de la estación de paso y las montañas parecían
engañosamente cercanas. Podían ver la extensión del desierto hasta el pie de las
colinas, las primeras laderas peladas, el lecho de roca que perforaba la piel de la tierra
en hosco triunfalismo erosionado. más arriba, la tierra volvía a ser casi horizontal por
un breve trecho y, por primera vez en meses o años, el pistolero pudo divisar algo
verde; era un verde vivo y auténtico. Hierba y abetos enanos, quizás incluso sauces,
alimentados por un arroyo de nieve que fluía desde lo más alto. más allá, la roca se
enseñoreaba de nuevo, alzándose con esplendor ciclópeo y caótico hacia las
deslumbrantes cumbres nevadas. A la izquierda, una enorme quebrada mostraba el
camino hacia le)anos oteros, mesetas y precipicios, no tan grandes y de piedra arenisca
erosionada. La garganta quedaba eclipsada casi permanentemente por una membrana
gris de chubascos. Por la noche, Jake, escasos minutos antes de que el sueño lo
venciera, contemplaba fascinado el esgrima brillante de los lejanos relámpagos,
blancos y violáceos, en la sobrecogedora limpidez del aire nocturno.
El chico se portaba bien. Era duro y, además, daba la impresión de combatir la
fatiga con una tranquila y profesional reserva de voluntad que el pistolero sabía
apreciar plenamente. No hablaba mucho y no hacía preguntas, ni siquiera acerca de la
quijada, que el pistolero volteaba una y otra vez entre las manos mientras fumaba su
cigarrillo vespertino. Tenía la sensación de que el chico se sentía muy halagado -
quizás incluso exaltado - en su compañía, y aquello le inquietaba. Alguien había
interpuesto al chico en su camino. ¡Mientras tú viajas con el chico, el hombre de negro
viaja con tu alma en el bolsillo! Y el que Jake no entorpeciera el avance solamente
servía para abrir paso a otras posibilidades mas siniestras.
A intervalos regulares seguían encontrando las huellas simétricas de las hogueras
del hombre de negro, y al pistolero le parecía que estas marcas estaban mucho más
frescas que antes. La tercera noche el pistolero tuvo la certeza de ver la chispa lejana
de otra fogata en algún punto de los primeros contrafuertes.
Casi a las dos de la tarde del cuarto día desde su salida de la estación de paso, Jake
se tambaleó y estuvo a punto de caer.
- Ven aquí y siéntate - dijo el pistolero.
- No, estoy bien.
- Siéntate.
El chico se sentó, obediente. El pistolero se puso en cuclillas a su lado, de modo que
Jake quedara a la sombra.
- Bebe.
- No toca beber hasta...
- Bebe.
El chico bebió tres sorbos. El pistolero humedeció un extremo de la manta, ya un
tanto desteñida, y pasó el tejido mojado sobre la frente y las muñecas del chico, resecas
por la fiebre.
- A partir de ahora todos los días a esta hora nos tomaremos un descanso. Quince
minutos. ¿Quieres dormir?
- No. El chico lo contempló con expresión avergonzada.
El pistolero le devolvió la mirada sin inmutarse y, con aire abstraído, extrajo uno de
los cartuchos de su cinturón y comenzó a darle vueltas entre los dedos. El chico lo
miraba fascinado.
- Muy hábil - comentó.
El pistolero asintió.
- Y tanto. Hizo una pausa. Cuando yo tenía tu edad, vivía en una ciudad
amurallada. ¿Te lo había dicho ya?
El chico negó con la cabeza, soñoliento.
- Pues así era. Y había un hombre malvado...
- ¿El sacerdote?
- No - contestó el pistolero -, pero ahora creo que ambos tenían alguna relación.
Hasta es posible que fueran hermanastros. Marten era un mago... como Merlín. ¿Te
hablaron alguna vez de Merlín allí donde vivías, Jake?
- Merlín y Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda - dijo Jake, como en sueños.
El pistolero sintió que una sacudida le recorría el cuerpo.
- Sí - prosiguió. Entonces yo era muy joven...
Pero el chico, todavía sentado y con las manos pulcramente dobladas sobre su
regazo, ya se había dormido.
- Cuando haga chascar los dedos, despertarás. Te sentirás fresco y descansado. ¿Me
has entendido?
- Sí.
- Pues ahora échate.
El pistolero sacó la bolsita con papel y tabaco y lió un cigarrillo. Le faltaba algo. Lo
buscó, a su manera diligente y minuciosa, y no tardó en encontrarlo. Lo que faltaba
era aquella exasperante sensación de prisa, el temor a quedarse atrás en cualquier
momento, a que el rastro se desvaneciera y sólo le restara un trozo de hilo roto en las
manos. Todo eso había desaparecido y, poco a poco, el pistolero iba sintiéndose más
seguro de que el hombre de negro deseaba que lo atrapara.
¿Qué ocurriría luego?
La pregunta era demasiado vaga para suscitarle interés. Cuthbert sí que la habría
hallado interesante, de interés vital, pero Cuthbert ya no estaba y el pistolero solo
podía seguir adelante de la manera que él sabía.
Mientras fumaba contempló al chico, y sus pensamientos volvieron a Cuthbert, que
siempre reía - riendo se había encaminado a la muerte -, a Cort, que no reía nunca, y a
Marten, que sonreía a veces con una sonrisa fina y silenciosa, de cierto brillo
inquietante... como un ojo que se entreabre en la penumbra y deja ver la sangre.
También existía el halcón, por supuesto. El halcón se llamaba David, como el
muchacho de la honda en la antigua leyenda. David, estaba seguro, no conocía otra
cosa que la necesidad de matar, desgarrar y sembrar el terror. Como el mismo
pistolero. David no era ningún aficionado, siempre jugaba en el centro de la pista.
Quizás, empero, el halcón David estuvo, al final, más cerca de Marten que de
nadie... y quizá su madre, Gabrielle, lo había sabido.
El pistolero se sintió como si su estómago ascendiera dolorosamente a la altura del
corazón, pero no alteró el rostro. Observó cómo el humo de su cigarrillo se elevaba en
el cálido aire del desierto hasta difuminarse, y recobró el hilo de sus pensamientos. El
firmamento era blanco, perfectamente blanco. El olor a lluvia impregnaba el aire, y el
aroma de los setos vivos y del césped era dulce e intenso. La primavera estaba en su
apogeo.
David, posado sobre el brazo de Cuthbert, era como una pequeña máquina de
destrucción de brillantes ojos dorados que lo fulminaban todo con la mirada. La tira de
cuero crudo que sujetaba sus pihuelas quedaba enlazada descuidadamente en el brazo
de Cuthbert.
Cort - la figura silenciosa con pantalones de cuero remendados y camisa de algodón
verde ceñida con un viejo y ancho cinturón de infantería - se mantenía de pie, algo
separado de los dos muchachos. El verde de su camisa se fundía con los setos y con el
ondulante césped de los Patios Posteriores, donde las damas aún no habían comenzado
el partido de croquet.
- Prepárate - le susurró Rolando a Cuthbert.
- Estamos preparados - respondió Cuthbert, lleno de confianza. ¿No es verdad,
Davey?
Hablaban en la Baja Lengua, el idioma compartido por marmitones y escuderos;
aún estaba muy lejano el día en que les sería permitido utilizar su propia lengua en
presencia de otros.
- Es un hermoso día para la caza. ¿No hueles a lluvia? Es...
Cort alzó bruscamente la jaula que sostenía en sus manos y dejó que se abriera uno
de sus lados. El pichón salió de inmediato y se remontó hacia el cielo con raudo y
palpitante aleteo. Cuthbert tiró del lazo pero actuó demasiado lentamente, fue una
torpe parodia; el halcón ya había iniciado el vuelo. Tras una breve crispadura de alas
recobró el equilibrio, se lanzó hacia arriba, rápido como una bala, y ganó altura sobre
el pichón.
Cort se acercó a los muchachos con aire indiferente y proyectó su enorme y nudoso
puño contra el oído de Cuthbert. El adolescente cayó sin el menor quejido, aunque
contrajo los labios sobre las encías. De su oreja manó un lento hilillo de sangre que
salpicó el verde intenso de la hierba.
- Has sido lento - le acusó.
Cuthbert se levantó con esfuerzo.
- Lo siento, Cort. Es que...
Cort le golpeó de nuevo, y de nuevo cayó Cuthbert por tierra. Esta vez la sangre
fluyó con mayor abundancia.
- Habla en la Alta Lengua - le ordenó con voz suave. Era una voz sin inflexiones, con
una leve ronquera de beodo. Pronuncia tu acto de contrición en el lenguaje de la
civilización, por la que han muerto hombres mucho mejores de lo que tú llegarás a ser
nunca, gusano.
Cuthbert se incorporó por segunda vez. Sus ojos refulgían con el brillo de las
lágrimas, pero sus labios apretados componían una nítida línea de odio, que no
temblaba en absoluto.
- Estoy afligido - dijo Cuthbert, con voz tensa y sin aliento. He olvidado el rostro de
mi padre, cuyas pistolas espero llevar algún día.
- Eso es, mocoso - asintió Cort. Reflexionarás sobre lo que has hecho mal, y el
hambre afinará tus reflexiones. No cenarás. No desayunarás.
- ¡Mirad! - gritó Rolando, señalando hacia lo alto.
El halcón se había remontado por encima del aleteante pichón. Por unos instantes
planeó en el blanco aire primaveral, extendidas e inmóviles las cortas y musculosas
alas; de repente, las recogió y cayó como una piedra. Los dos cuerpos se confundieron y
por un momento a Rolando le pareció ver sangre en el aire... aunque quizá fueran
únicamente imaginaciones. El halcón emitió un breve chirrido de triunfo. El pichón
cayó al suelo batiendo las alas con impotencia y Rolando corrió hacia la víctima,
dejando atrás a Cort y al castigado Cuthbert.
La rapaz había aterrizado junto a su presa y, complacida, le desgarraba el rollizo
pecho blanco. Unas cuantas plumas cayeron planeando lentamente.
- ¡David! - gritó el joven, mientras arrojaba al halcón un pedazo de carne de conejo
extraído de su bolsa. El ave lo atrapó al vuelo y lo engulló con una sacudida hacia
arriba del lomo y la garganta, y Rolando trató de enlazar sus pihuelas.
El halcón se revolvió casi despistadamente y desgarró la piel del brazo de Rolando,
dejándole un largo colgajo. Al instante, regresó a su comida.
Con un gruñido, Rolando enlazó de nuevo la pihuela y esta vez detuvo el afilado
pico del ave con un guantelete de cuero. Tras darle un segundo pedazo de carne
encapuchó al animal. David se posó dócilmente en su muñeca.
Rolando se irguió lleno de orgullo, con el halcón posado en su brazo.
- ¿Qué es esto? - inquirió Cort, señalando la goteante herida en el antebrazo de
Rolando. El muchacho se preparó a recibir el golpe y contrajo la garganta para no
proferir ningún grito, pero esta vez no hubo golpe.
- Me ha atacado - explicó Rolando.
- Lo has cabreado - afirmó Cort. El halcón no te teme, muchacho, y nunca te temerá.
El halcón es el pistolero de Dios.
Rolando se limitó a mirar a Cort, sin decir nada. No era un muchacho imaginativo,
y si Cort pretendía que dedujera una lección de sus palabras, no dio en el blanco;
Rolando era lo bastante pragmático como para suponer que tal vez aquélla fuera una
de las contadísimas frases sin sentido que le había oído alguna vez a Cort. Cuthbert
llegó junto a ellos y le sacó la lengua a Cort, sintiéndose a salvo en su lado ciego.
Rolando no sonrió, pero le hizo una inclinación de cabeza.
- Ya podéis iros - dijo Cort, mientras se hacía cargo del halcón. A continuación,
volviéndose hacia Cuthbert, añadió -: Pero recuerda tu reflexión, gusano. Y tu ayuno.
Esta noche y mañana por la mañana.
- Sí - respondió Cuthbert, con solemne formalidad. Gracias por este día tan
instructivo.
- Vas aprendiendo - admitió Cort. Pero tu lengua tiene la mala costumbre de
asomarse por tu estúpida boca cuando tu instructor te vuelve la espalda. Quizá llegue
el día en que tú y ella aprendáis cuáles son vuestros respectivos lugares. Y golpeó a
Cuthbert de nuevo, esta vez entre los ojos y lo bastante fuerte como para que Rolando
oyera un ruido sordo como el que produce el mazo cuando un pinche de cocina espita
una barrica de cerveza. Cuthbert cayó desplomado de espaldas sobre la hierba, con
ojos nublados, aturdido. Cuando pudo ver normalmente otra vez, miró fogosamente a
Cort revelando todo su odio, y era un aguijón tan brillante como la sangre del palomo
en el centro de cada uno de sus ojos.
Cuthbert sacudió la cabeza y separó los labios en una pavorosa sonrisa que Rolando
no había visto jamás.
- ¡Vaya! - exclamó Cort. Parece que aún se puede esperar algo de ti. Cuando te creas
preparado, ven a por mí, gusano.
- ¿Cómo lo has sabido? - preguntó Cuthbert, con los dientes apretados.
Cort se volvió hacia Rolando tan velozmente que éste estuvo a punto de retroceder y
caerse, y entonces hubieran yacido ambos sobre la hierba, decorando el césped nuevo
con su sangre.
- Lo he visto reflejado en los ojos de este gusano - explicó. No lo olvides, Cuthbert.
Ésta es la última lección de hoy.
Cuthbert asintió de nuevo, volviendo a mostrar la terrible sonrisa de antes, y dijo:
- Estoy afligido. He olvidado el rostro...
- Corta el rollo - le interrumpió Cort, desinteresándose del asunto. Iros ya, los dos.
Si tengo que seguir viendo vuestras estúpidas caras de gusano durante más tiempo,
acabaré vomitando.
- Vamos - dijo Rolando.
Cuthbert sacudió la cabeza para despejarse y se puso en pie. Cort ya había
comenzado a descender por la ladera con zancadas patituertas. Una figura poderosa y
en cierto modo prehistórica. Al ir encorvado, inclinaba la cabeza y su coronilla afeitada
y curtida se erguía oblicuamente.
- He de matar a ese hijo de puta - declaró Cuthbert, todavía sonriendo. En su frente
comenzaba a formarse un gran chichón, feo y amoratado.
- No será ninguno de los dos quien lo haga - replicó Rolando, empezando a sonreír a
su vez. Podemos ir a cenar a la cocina del oeste. El cocinero nos dará algo.
- Se lo dirá a Cort.
- No es amigo de Cort - objetó Rolando. Luego, encogiéndose de hombros, añadió -:
¿Y qué si se lo dice?
Cuthbert le devolvió la sonrisa.
- Claro. Muy bien. Siempre he deseado saber cómo se ve el mundo cuando a uno le
han retorcido la cabeza hacia atrás y de arriba abajo.
Echaron a andar sobre el verde césped, el uno junto al otro, proyectando sus
sombras bajo la hermosa luz primaveral.
El jefe de la cocina del oeste se llamaba Hax. Se trataba de un hombre enorme, de
color del petróleo crudo, enfundado en blancas prendas manchadas de comida. Una
cuarta parte de sus antepasados eran negros, una cuarta parte amarillos, una cuarta
parte de las Islas del Sur, ya casi olvidadas (el mundo se había movido), y una cuarta
parte de sólo Dios sabía dónde. Se movía por las tres humeantes salas de altos techos
como un tractor en primera, calzado con inmensas babuchas de califa. Era uno de esos
adultos, bastante escasos, que se comunican bien con los niños y que los quieren a
todos con imparcialidad; no de una manera empalagosa, sino de un modo práctico que
a veces puede conllevar un achuchón, al igual que un importante acuerdo comercial
puede conllevar a un apretón de manos. Quería incluso a los muchachos que habían
iniciado el Entrenamiento, aunque eran distintos a los demás niños - no siempre
efusivos y un tanto peligrosos, no a la manera de los adultos, sino más bien como si
fuesen niños corrientes un poco chiflados -, y Cuthbert no era el primer pupilo de Cort
al que había dado de comer a escondidas. En aquellos momentos Hax se hallaba ante
una enorme y azarosa cocina eléctrica, que era uno de los seis electrodomésticos aún
en funcionamiento de toda la hacienda. Aquéllos eran sus dominios y se quedó a
contemplar cómo ambos muchachos engullían los pedazos de carne con salsa que les
había servido. Por detrás, por delante y por todas partes pinches de cocina, sollastres y
un sinfín de subalternos iban de un lado a otro en aquel ambiente húmedo y
espumante, haciendo resonar sartenes, removiendo estofados y afanándose como
esclavos con las patatas y las verduras de las regiones inferiores. En la penumbra de
una gran despensa auxiliar una mujer de la limpieza, de cara pastosa y miserable y
cabellos recogidos con un harapo, salpicaba el suelo de agua con una bayeta. Uno de
los marmitones corrió hacia el cocinero, seguido por un hombre de la Guardia.
- Este hombre quiere verte, Hax.
- Muy bien. Hax saludó al guardia con una ligera inclinación de cabeza, y éste le
saludó a su vez. Vosotros dos - añadió, volviéndose hacia los muchachos. Decidle a
Maggie que os dé un pedazo de tarta. Y luego, os largáis.
Asintieron los dos y fueron en busca de Maggie, que les entregó sendos platos con
generosas raciones de tarta... cautelosamente, como si fueran perros salvajes que
pudieran morderle la mano.
- Vamos a comérnosla a las escaleras - propuso Cuthbert.
- De acuerdo.
Tomaron asiento tras una grandiosa balaustrada de piedra, donde no podían ser
vistos desde la cocina, y devoraron la tarta ayudándose con los dedos. Apenas habían
transcurrido unos instantes cuando vieron unas sombras proyectadas sobre la pared
curva frente a la amplia escalinata. Rolando asió del brazo a Cuthbert.
- Vámonos - le alertó. Viene alguien.
Cuthbert alzó la mirada, con la cara manchada de confitura y una expresión
sorprendida.
Pero las sombras se detuvieron, quedando ellos fuera de su alcance. Eran Hax y el
hombre de la Guardia. Los muchachos permanecieron donde estaban; si se movían, en
aquel momento, podía ser que les oyeran.
...el hombre bueno - estaba diciendo el guardia.
- ¿En Farson?
- Dentro de dos semanas - asintió el guardia. O puede que tres. Tienes que venir con
nosotros. Llegaráuna remesa de los depósitos de mercancías... Un fragoroso estrépito
de cacharros y una andanada de imprecaciones contra el descuidado pinche que los
había hecho caer sofocaron el resto de la frase, pero los dos muchachos aún alcanzaron
a oír las últimas palabras del guardia... carne envenenada.
- Será arriesgado.
- No preguntes qué puede hacer por ti el hombre bueno... comenzó el guardia.
...sino qué puedes hacer tú por él - concluyó Hax. Luego, con un suspiro, añadió -:
Soldado, no preguntes.
- Ya sabes lo que eso podría significar - observó el guardia con calma.
- Sí. Y también sé cuáles son las responsabilidades que tengo para con él; no hace
falta que me des lecciones. Lo quiero tanto como tú.
- Muy bien. La carne vendrá marcada para conservación a corto plazo en tus
neveras. Pero tendrás que ser rápido. No !o olvides.
- ¿Hay niños en Farson? - preguntó con tristeza el cocinero. En realidad, no era una
pregunta.
- Hay niños en todas partes - respondió el guardia suavemente. Es por los niños que
nos preocupamos; por lo que él se preocupa.
- Carne envenenada. Una manera muy extraña de preocuparse por los niños. Hax
emitió un pesado y sibilante suspiro. ¿Se revolcarán por el suelo sujetándose el vientre
y llamando a sus mamás? Supongo que sí.
- Será como si se quedaran dormidos - respondió el guardia, pero su voz sonó
demasiado razonable llena de confianza.
- Naturalmente - asintió Hax, y se echó a reír.
- Tú mismo lo has dicho: "Soldado, no preguntes." ¿Acaso te gusta ver a los niños
bajo el dominio de las armas cuando podrían estar bajo las manos de él, que hace yacer
al león con el cordero?
Hax no contestó.
- Dentro de veinte minutos entro de servicio - prosiguió el guardia, con voz de nuevo
serena. Dame un pedazo de carne asada y pellizcaré a una de tus chicas para que se
ría un ratito. Cuando me vaya...
- Mi carne no te dará calambres en el estómago, Robeson.
- Me parece... Pero las sombras se alejaron y sus voces se perdieron.
"Habría podido matarlos - pensó Rolando, inmóvil y fascinado. Habría podido
matarlos a los dos con mi cuchillo, rajarles la garganta como si fueran cerdos." Se miró
las manos, sucias de salsa y confitura, y del polvo de las lecciones del día.
- Rolando.
Se volvió hacia Cuthbert. Se miraron durante unos momentos en la fragante
semipenumbra, y Rolando paladeó un sabor de cálida desesperación. Lo que en
aquellos momentos experimentaba habría podido ser una especie de muerte, algo tan
brutal y definitivo como la muerte del pichón en el blanco firmamento sobre el campo
de juegos. "¿Hax? - se preguntó, estupefacto. ¿Hax, que aquella vez me puso un
emplasto en la pierna? ¿Hax?" Y entonces su mente se cerró de pronto y excluyó tales
pensamientos.
Lo que veía en el alegre e inteligente rostro de Cuthbert no era nada, nada en
absoluto. Sus ojos reflejaban la evidencia de la perdición de Hax. En ellos, ya se había
consumado. Hax les dio de comer y ellos se dirigieron a las escaleras y entonces Hax
había cometido un error apartándose hacia una esquina de la cocina para sostener su
traicionero tête a tête. Eso era todo. En los ojos de Cuthbert, Rolando vio que Hax
moriría por su traición como una víbora muere en un pozo. Eso, y nada más. Nada en
absoluto.
Eran los ojos de un pistolero.
El padre de Rolando acababa de regresar de las tierras altas y parecía hallarse
fuera de lugar entre los cortinajes y los perifollos de chifón del salón principal, al que
al muchacho se le permitía acceder desde muy poco antes, como reconocimiento por su
aprendizaje.
Su padre iba vestido con tejanos negros y una camisa de faena de color azul.
Llevaba la capa sucia y polvorienta, y desgarrada en un punto hasta el forro. Colgaba
descuidadamente de uno de sus hombros, sin consideración alguna hacia la forma en
que contrastaba con la elegancia de la habitación. El hombre estaba terriblemente
delgado y al bajar la vista hacia su hijo dio la impresión de que el poblado mostacho le
lastraba la cabeza. Las cartucheras cruzadas sobre sus caderas pendían en el ángulo
exacto que convenía a sus manos; a la lánguida luz de aquel interior, las cachas de
madera de sándalo parecían apagadas y soñolientas.
- El cocinero jefe - repitió su padre suavemente. ¡Imagínate! Los rieles que volaron
en las tierras altas, al término de la vía. El ganado muerto en Hendrickson. Y tal vez
incluso... ¡Imagínate! ¡Imagínate!
Estudió a su hijo con mayor detenimiento.
- Te remuerde la conciencia.
- Como el halcón - dijo Rolando -: remuerde. Se echó a reír, más por la sorprendente
conveniencia de la metáfora que porque hallara algo de jocoso en la situación.
Su padre sonrió.
- Sí - añadió Rolando. Supongo que... me remuerde la conciencia.
- Cuthbert estaba contigo - observó su padre. A estas horas, ya se lo habrá contado a
su padre.
- Sí.
- Os dio de comer a los dos, aunque Cort...
- Sí.
- ¿Y Cuthbert? ¿Crees que él también tiene remordimientos?
- No lo sé. La idea carecía de importancia. No le interesaba comparar sus
sentimientos con los de otras personas.
- ¿Es porque tienes la sensación de haber matado?
De mala gana, Rolando se encogió de hombros, repentinamente insatisfecho con
este interrogatorio sobre sus motivos.
- Pero me lo has dicho. ¿Por qué?
El joven abrió mucho los ojos.
- ¿Cómo no iba a decírtelo? La traición es...
Su padre le interrumpió con un imperioso ademán.
- Si lo has hecho por un motivo tan mezquino como una idea sacada de un libro de
texto, ha sido algo indigno. Preferiría ver a todo Farson envenenado.
- ¡No es por eso! - Las palabras surgieron de él con violencia. Quería verlo muerto.
¡A los dos! ¡Embusteros! ¡Serpientes! Ellos...
- Adelante.
- Me han hecho daño - concluyó, desafiante. Me han hecho algo. Han hecho que algo
cambiara. Por eso quería matarlos.
Su padre asintió.
- Eso es digno. No es moral, pero a ti no te incumbe ser moral. De hecho... Miró a su
hijo. Es posible que la moral siempre esté fuera de tu alcance. No eres vivo como
Cuthbert o el chico de Wheeler. Eso te hará formidable.
El muchacho, antes impaciente, se sintió a la vez halagado e inquieto.
- Y Hax...
- Lo colgaremos.
El chico asintió.
- Quiero verlo.
Rolando padre echó la cabeza atrás y se rió a carcajadas.
- No tan formidable como creía... o quizás igual de estúpido. Cerró bruscamente la
boca. Una mano se alzó como un relámpago y aferró dolorosamente el brazo del
muchacho. Éste hizo una mueca, pero no se arredró. Su padre lo escrutó con fijeza y el
muchacho sostuvo su mirada, aunque le resultó más difícil que ponerle la caperuza al
halcón.
- Muy bien - dijo al fin, y giró bruscamente para irse.
- ¿Padre?
- ¿Sabes de quién estaban hablando? ¿Sabes quién es el hombre bueno?
Su padre volvió la cabeza y lo miró con expresión especulativa.
- Sí. Creo que sí.
- Si lo atrapas - prosiguió Rolando, a su manera lenta y meditabunda -, no habrá
que... estirarle el cuello a nadie más.
Su padre esbozó una tenue sonrisa.
- Quizá no, durante algún tiempo. Pero, al final, siempre aparece alguien a quien
hay que estirarle el cuello, como tan delicadamente lo has descrito. La gente lo exige.
Tarde o temprano, si no hay ningún renegado, la gente se busca uno.
- Sí - dijo Rolando, comprendiendo de inmediato. Jamás olvidaría esta idea. Pero si
lo atraparas...
- No - dijo llanamente su padre.
- ¿Por qué?
Por unos instantes, su padre pareció a punto de explicarle el porqué, pero se
contuvo.
- Me parece que ya hemos hablado bastante, por ahora. Sal de mi presencia.
Sintió ganas de pedirle a su padre que no olvidara lo prometido cuando a Hax le
llegara el momento de saltar por la trampilla, pero había aprendido a interpretar sus
estados de ánimo. Sospechaba que su padre tenía ganas de joder. Cerró rápidamente
esa puerta. No ignoraba que su madre y su padre hacían... hacían "eso" juntos, y
estaba razonablemente bien informado acerca de qué implicaba ese acto, pero la
imagen mental que se condensaba siempre con aquella idea le hacía sentirse incomodo
y a la vez curiosamente culpable. Unos años más tarde, Susan le contó la historia de
Edipo y él la escuchó con silenciosa concentración, pensando en el extraño triángulo
compuesto por su padre, su madre y Marten, conocido en ciertos ambientes como el
hombre bueno. O tal vez fuese un cuadrángulo, si se incluía a sí mismo. Buenas
noches, padre - se despidió Rolando.
- Buenas noches, hijo - respondió su padre, abstraído, mientras comenzaba a
desabrocharse la camisa. Por lo que a él respectaba, el chico ya se había marchado. De
tal palo, tal astilla.
La Colina de la Horca estaba en la carretera de Farson, cosa que resultaba
tremendamente poética. Cuthbert habría podido apreciar este detalle, pero no así
Rolando. Sí que apreciaba, en cambio, el espléndido patíbulo ominoso cuya silueta
negra y angulosa se erguía hacia el cielo azul brillante, y dominaba la ruta de las
diligencias.
Los dos muchachos habían recibido permiso para ausentarse de los Ejercicios
Matinales. Cort leyó trabajosamente las notas de los padres de los dos, moviendo los
labios y asintiendo para sí de vez en cuando. Al terminar con ambas alzó la vista hacia
el cerúleo firmamento del amanecer y asintió nuevamente.
- Esperadme aquí - les ordenó, y se dirigió a la torcida choza de piedra que
constituía su vivienda.
Regresó al poco tiempo con una rebanada de áspero pan sin levadura, la partió en
dos y entregó una mitad a cada uno.
- Cuando haya terminado, cada un pondrá su trozo debajo de uno de los zapatos de
Hax. Fijaos bien en hacer exactamente lo que os digo, si no queréis que os machaque.
No entendieron el motivo hasta llegar ante la horca, montados los dos en el caballo
castrado de Cuthbert. Eran los primeros, con más de dos horas de ventaja sobre
cualquier otro y cuatro horas antes de la ejecución, y la Colina de la Horca estaba
desierta, salvo por los cuervos y los grajos. Por todas partes había pájaros y,
naturalmente, eran todos negros. Descansaban ruidosamente en la recia barra que se
proyectaba sobre la trampilla, armazón de la muerte. Formaban una hilera en el borde
de la plataforma, se daban empujones para asegurarse un lugar en las escaleras.
- Los dejan ahí - farfulló Cuthbert - para los pájaros.
- Subamos arriba - sugirió Rolando.
Cuthbert lo contempló con algo semejante al horror.
- Tú crees que...
Rolando le interrumpió con un ademán.
- Faltan años. No vendrá nadie.
- Muy bien.
Caminaron lentamente hacia el patíbulo, y las aves se remontaron indignadas,
graznando y revoloteando en círculos como una iracunda turba de campesinos
desposeídos. A la pura luz del alba, sus siluetas eran negras y carecían de relieve.
Por primera vez Rolando se dio cuenta de que era enormemente responsable de
aquel asunto. Esa madera ni era noble ni formaba parte de la imponente maquinaria
de la Civilización; no era más que pino retorcido y salpicado de blancos excrementos de
pájaro. Los había por todas partes - en la escalera, la barandilla, la plataforma - y
apestaban.
El muchacho se volvió hacia Cuthbert con alarma y horror en sus ojos, y vio que
éste lo miraba con la misma expresión.
- No puedo - susurró Cuthbert. No puedo mirar.
Rolando meneó lentamente la cabeza. Se dio cuenta de que iban a aprender algo, no
algo resplandeciente, sino viejo, enmohecido y deforme. Por eso sus padres les habían
permitido acudir. Y, con su acostumbrada obstinación, terca e inarticulada, Rolando se
aferró mentalmente a ello, fuera lo que fuese.
- Sí que puedes, Bert.
- Esta noche no dormiré.
- Pues no duermas - respondió Rolando, sin comprender qué tenía que ver aquello.
Cuthbert cogió de repente la mano de su compañero y lo miró con tal agonía sin
palabras, que hizo renacer las propias dudas de Rolando. Deseó vagamente no haber
entrado aquella noche en la cocina del oeste. Su padre había estado en lo cierto.
Hubiera preferido que murieran todos los hombres, mujeres y niños de Farson antes
que tener que pasar por aquello.
Pero fuera cual fuese la enseñanza, aquello enmohecido y medio enterrado, no
estaba dispuesto a perdérsela ni a dejarla escapar.
- No subamos - le rogó Cuthbert. Ya lo hemos visto todo.
Y Rolando asintió de mala gana, sintiendo que se debilitaban las fuerzas con que
luchaba por aquello, fuera lo que fuese. Cort, estaba seguro, los habría derribado de un
puñetazo y obligado a subir a la plataforma, maldiciendo ellos cada peldaño y
sorbiendo la sangre fresca que les manara de la nariz. Seguramente Cort hubiera
echado un cáñamo nuevo sobre el madero y hubiera corrido el lazo sobre ambos cuellos
uno tras otro; les habría hecho pararse al borde de la trampilla para notar la sensación
y, sin duda, Cort habría estado dispuesto a pegarles de nuevo si alguno de los dos
lloraba o perdía el control de su vejiga. Y Cort, por supuesto, habría tenido razón. Por
primera vez en su vida, Rolando descubrió que odiaba su propia niñez, y deseó la
estatura, los callos y el aplomo que concede la edad. Antes de emprender el regreso
arrancó pausadamente una astilla del barandal y se la guardó en el bolsillo del pecho.
- ¿Por qué has hecho eso? - inquirió Cuthbert.
Le hubiera gustado jactarse y responder: Oh, la suerte del patíbulo... pero se limitó
a mirar a Cuthbert y menear la cabeza.
- Para tenerlo - contestó. Para tenerlo siempre.
Se alejaron de la horca, tomaron asiento y esperaron. En cosa de una hora
comenzaron a llegar los primeros, en su mayoría familias que acudían en
desvencijados carromatos y calesines, provistas de su desayuno: cestas de tortitas
frías, dobladas sobre un relleno de mermelada de fresas silvestres. Rolando sintió un
gruñido de hambre en su estómago y una vez más se preguntó, con desesperación,
dónde estaban el honor y la nobleza del asunto. Le pareció que Hax, deambulando sin
cesar por las humeantes cocinas subterráneas con un sucio mandil, tenía más honor
que todo aquello. Palpó la astilla de la horca con asqueado desconcierto. Cuthbert
yacía junto a él, y su rostro quería aparentar impasibilidad. Al final no resultó para
tanto, y Rolando se alegró de ello. Trajeron a Hax en un carro descubierto y sólo se le
reconocía porque era muy corpulento: le habían vendado los o)os con un gran pañuelo
negro que le ocultaba toda la cara. Unos pocos le arrojaron piedras pero la mayor parte
de los presentes se limitó a seguir con su desayuno. Un pistolero al que no conocía (se
alegró de que no le hubiera tocado en suerte a su padre) condujo cuidadosamente al
gordo cocinero hasta lo alto de la escalera. Antes que ellos habían subido dos guardias
de servicio, que flanqueaban la trampilla por ambos lados. Cuando Hax y el pistolero
llegaron a la plataforma éste echó el lazo sobre el larguero y, acto seguido, lo pasó en
torno al cuello del cocinero, ajustando el nudo hasta dejarlo justo debajo del oído
izquierdo. Todos los pájaros habían volado, pero Rolando sabía que estaban esperando.
- ¿Deseas confesarte? - preguntó el pistolero.
- No tengo nada que confesar - replicó Hax. Las palabras se oyeron bien, y la voz
sonó digna, curiosamente, a pesar de la tela que le cubría los labios. El pañuelo
ondeaba ligeramente en la suave brisa agradable que empezaba a soplar. No he
olvidado el rostro de mi padre, me ha acompañado durante todo el tiempo.
Rolando miró detenidamente a la multitud y le incomodó lo que pudo ver en ella.
¿Una sensación de simpatía? ¿Admiración, quizá? Se lo preguntaría a su padre.
Cuando los traidores reciben el apelativo de héroes (o los héroes el de traidores, se dijo
reflexivamente), es que debe de haber caído una época oscura sobre el mundo. Anheló
comprenderlo todo mejor. Sus pensamientos volaron hacia Cort y el pan que Cort les
había dado. Sintió desprecio en su interior; se acercaba el día en que Cort tendría que
servirle. A Cuthbert, quizá, no. Quizá Cuthbert cediera bajo el constante fuego de Cort
y tendría que resignarse a ser un mensajero o un jinete (o, infinitamente peor, un
perfumado diplomático de los que pululaban por las cámaras de recepción o
contemplaban falsas bolas de cristal junto a príncipes y reyes tambaleantes), pero él
sabía que su destino no era aquél.
- ¿Rolando?
- Estoy aquí. Cogió la mano de Cuthbert y sus dedos se enlazaron como si fueran de
hierro.
Se abrió la trampilla. Hax cayó pesadamente por la abertura. Y en el repentino
silencio se oyó un sonido, el mismo que hace una piña al estallar en el fuego del hogar
en una fría noche de invierno.
Pero no fue gran cosa. El cocinero pataleó una vez, extendiendo las piernas en una
gran "Y", la muchedumbre dio unos cuantos silbidos de satisfacción y los guardias de
servicio abandonaron su empaque militar y empezaron a recoger las cosas con aire
despreocupado. El pistolero bajó poco a poco por la escalera, montó en su caballo y
cabalgó cruzando un grupo de curiosos, que se apartó apresuradamente.
A continuación, la multitud comenzó a dispersarse rápidamente y al cabo de
cuarenta minutos los dos muchachos estaban a solas en la pequeña loma que habían
elegido.
Los pájaros regresaban para examinar aquel nuevo regalo. Uno de ellos aterrizó en
el hombro de Hax y se posó allí con aire amistoso, picoteando un aro reluciente que el
cocinero siempre llevaba en la oreja izquierda.
- No se parece en nada a como era antes - observó Cuthbert.
- Oh, sí, sí que se parece - replicó Rolando con seguridad mientras avanzaban hacia
la horca, llevando el pan en la mano. Cuthbert parecía avergonzado.
Se detuvieron bajo el patíbulo y alzaron la mirada hacia el oscilante cadáver.
Cuthbert extendió la mano, desafiante, y tocó un peludo tobillo. El cuerpo empezó a
girar con una nueva trayectoria.
Acto seguido, desmenuzaron a toda prisa el pan y esparcieron las migajas bajo los
colgantes pies. Al alejarse, Rolando volvió la vista una sola vez. Los pájaros se
contaban por millares. Así que el pan - comprendió, más o menos - era sólo simbólico.
- Ha estado bien - comento Cuthbert de pronto. Me... Me... Me ha gustado. En serio.
Rolando no se sorprendió al oírlo, aunque a él no le había interesado especialmente
la escena. Pero pensó que podría llegar a entenderlo.
- No sé qué decirte - respondió -, pero era algo importante. Estoy seguro de que lo
era.
El país no cayó en manos del hombre bueno hasta pasados diez años. Por entonces,
Rolando ya era un pistolero, y su padre había muerto, y él mismo se había convertido
en matricida... Y el mundo había cambiado.
- Mire - exclamó Jake, señalando hacia arriba.
El pistolero levantó la cabeza y sintió crujir una articulación de su espalda.
Llevaban ya dos días en las estribaciones de las colinas y, aunque los odres de agua
estaban casi vacíos otra vez, aquello carecía de importancia. Pronto tendrían toda el
agua que quisieran.
Siguió con la vista el vector del dedo de Jake, más allá de la altiplanicie verde, hacia
los desnudos y centelleantes acantilados y gargantas de lo alto... y aún más arriba,
hacia las mismas cumbres nevadas.
Tenue y remoto, apenas una minúscula mota (habría podido tomarse por uno de
esos puntos que danzan perpetuamente ante los ojos, de no haber sido por su
persistencia), el pistolero divisó al hombre de negro, trepando por las laderas con
inexorable regularidad, como una mosca diminuta sobre una inmensa pared de
granito.
- ¿Es él? - preguntó Jake.
El pistolero contempló la manchita impersonal que ejecutaba lejanas acrobacias, sin
sentir nada más que una premonición de pesar.
- Es él, Jake.
- ¿Cree que lo cogeremos?
- En este lado, no; en el otro. Y no lo cogeremos nunca si nos quedamos aquí
charlando.
- Son muy altas - comentó Jake, refiriéndose a las montañas. ¿Qué hay al otro lado?
- No lo sé - contestó el pistolero. No creo que haya nadie que lo sepa. Puede que
antes lo supieran. Vamos, chico.
Al reanudar el ascenso hicieron rodar pequeños riachuelos de guijarros y arena
hacia el desierto de abajo, extendido a sus espaldas como una parrilla que daba la
impresión de no terminar nunca. Por encima suyo, muy por encima, el hombre de
negro trepaba, trepaba, trepaba. No era posible distinguir si volvía alguna vez la
cabeza. Parecía saltar sobre abismos imposibles y escalar paredes a plomo. En una o
dos ocasiones lo perdieron de vista pero siempre volvían a encontrarlo, hasta que el
violáceo telón del crepúsculo lo ocultó definitivamente. Cuando acamparon para pasar
la noche el chico apenas dijo nada, y el pistolero se preguntó si podía ser que supiera lo
que él mismo ya había intuido. Pensó en el rostro de Cuthbert, acalorado, desalentado,
excitado. Pensó en las migajas. Pensó en los pájaros. Así es cómo acaba, pensó. Una y
otra vez, así acaba siempre. Hay búsquedas y hay caminos que conducen siempre
adelante, y todos ellos terminan en el mismo lugar: en el campo de la muerte.
Excepto, quizás, el camino de la Torre.
El chico - el sacrificio -, de rostro inocente y muy aniñado bajo la luz de la pequeña
fogata, se había quedado dormido sin terminarse las judías. El pistolero lo cubrió con
la manta para caballos y luego, acurrucándose, también él se dispuso a dormir.
EL ORÁCULO Y LAS MONTAÑAS
El chico halló el oráculo y éste casi lo destruyó.
Un fino instinto hizo que el pistolero se despertara en la aterciopelada oscuridad
que había caído sobre ellos durante el ocaso, como una mortaja de agua de pozo. Esto
había ocurrido después de que Jake y él llegaran al oasis, herboso y casi llano, en la
primera elevación de las peñascosas estribaciones. Incluso desde la dura planicie del
desierto, donde cada paso que avanzaban bajo el mortífero sol les costaba lucha y
esfuerzos, habían podido oír el chirrido de los grillos que se frotaban seductoramente
las patitas en el perpetuo verdor de los bosquecillos de sauces. El pistolero se mantuvo
interiormente sereno, y el chico al menos fingió estarlo, lo que hizo que aquél se
sintiera orgulloso. Pero Jake no había logrado disimular el desvarío reflejado en sus
ojos, blancos y fijos como los ojos de un caballo que ha olido el agua y al que sólo
refrena el tenue lazo de la mente de su dueño; como un caballo llegado al punto en que
sólo la comprensión, y no la espuela, es capaz de contenerlo. El pistolero podía calibrar
la necesidad de Jake juzgando por la locura que a él mismo le suscitaba el chirriar de
los grillos. Parecía como si sus brazos buscaran rocas en las que golpearse y sus
rodillas rogaran quedar despellejadas con heridas minúsculas, exasperantes, salobres.
El sol no cesó de pisotearlos durante todo el camino; incluso cuando con el
crepúsculo se tornó de un henchido rojo febril, siguió brillando perversamente a través
del tajo entre las lejanas crestas a la izquierda, deslumbrándolos y convirtiendo todas
sus lágrimas de sudor en otros tantos prismas de dolor.
Luego hubo hierba. Primero fueron ralos matojos amarillentos que se aferraban al
suelo yermo, a donde llegaba un resto de humedad con horrenda vitalidad. Más arriba
empezaba la grama: escasa al principio, verde y lozana luego... Y, por fin, el dulce
aroma de la auténtica hierba, salpicada de fleo, bajo las sombras de los primeros
abetos enanos. Allí, entre ellas, fue donde el pistolero vio un arco de movimientos
pardos. Desenfundo, disparó y tumbó al conejo antes de que Jake hubiera iniciado una
exclamación de sorpresa. Al cabo de un instante, el revólver volvía a estar en su sitio.
- Aquí - decidió el pistolero.
Más arriba, la hierba se espesaba en una selva de sauces verdes que, tras la
calcinada esterilidad del interminable desierto, resultaba chocante. Allí habría algún
manantial, quizá varios, y la temperatura sería aún más agradable, pero era mejor
detenerse en campo abierto. El chico había llegado al límite de sus fuerzas, y tal vez
hubiera murciélagos chupadores en lo más denso del bosquecillo. Los murciélagos
podían perturbar el sueño del chico, por profundo que fuera, y, si se trataba de
vampiros, quizá ninguno de los dos despertara... no en este mundo, por lo menos.
- Voy a buscar leña - anunció el chico.
El pistolero sonrió.
- No, no vayas. Permanece sentado, Jake. ¿De quién era aquella frase? De alguna
mujer.
El chico se sentó. Al regreso del pistolero, Jake dormía sobre la hierba. Una mantis
religiosa enorme realizaba sus abluciones en el enhiesto mechón de la coronilla de
Jake. El pistolero preparó el fuego y se fue a buscar agua.
La selva de sauces era más profunda de lo que había supuesto y, bajo la menguante
claridad del anochecer, resultaba perturbadora. Sin embargo, pudo encontrar un
manantial, profusamente guardado por ranas y batracios. Llenó uno de los odres... e
hizo un pausa. Los sonidos que llenaban la noche despertaban en él una sensualidad
inquieta, una sensación que ni siquiera Allie, la mujer con la que se acostara en Tull,
había sido capaz de sacar a la superficie; la sensualidad y la sexualidad, a fin de
cuentas, tan sólo guardan el más remoto parentesco. El pistolero atribuyó su estado de
ánimo al cambio brusco y cegador con respecto al desierto. La dulzura de la oscuridad
se le antojaba casi decadente.
Volvió al campamento y despellejó el conejo mientras el agua hervía sobre la fogata.
Combinado con las últimas verduras enlatadas, el conejo se convirtió en un excelente
estofado. Despertó a Jake y contempló cómo comía, cansina pero vorazmente.
- Mañana nos quedaremos aquí - anunció el pistolero.
- Pero, ¿y el sacerdote que está persiguiendo?
- No es ningún sacerdote. Y no te preocupes: ya lo tenemos.
- ¿Cómo lo sabe?
El pistolero sólo pudo menear la cabeza. Aquella intuición poseía para él una fuerza
innegable... pero no era nada bueno.
Terminada la cena, aclaró las latas en que habían comido (maravillándose ante
semejante despilfarro de agua) y, cuando se dio la vuelta, Jake estaba otra vez
dormido. El pistolero observó cómo su pecho subía y bajaba. Estaba familiarizado con
aquello gracias a Cuthbert, que era de la misma edad que Rolando, pero parecía
mucho más joven.
El cigarrillo cayó, rodó sobre la hierba, y él lo arrojó al fuego. El pistolero se quedó
mirando las llamas, de un amarillo claro, tan distinto al color en que ardía la hierba
del diablo, y mucho más limpio. Hacía un fresco muy agradable, y se tendió de
espaldas al fuego. Muy lejos, más allá de la hendedura que marcaba el camino de las
montañas, oyó el pastoso trueno perpetuo. Se durmió. Y soñó.
Susan, su bienamada, estaba muriendo ante sus ojos. La miraba morir, y él tenía
dos aldeanos a cada lado, sujetándole los brazos, y un gran dogal de hierro oxidado en
torno al cuello. Pese al intenso hedor de la hoguera, Rolando podía oler la
desagradable humedad del abismo... y ver el color de su propia demencia. Susan, la
encantadora muchacha de la ventana, la hija del tratante de caballos. Se calcinaba
entre las llamas, y toda su piel estaba agrietada.
- ¡El chico! - gritaba ella. ¡Rolando, el chico!
Giró velozmente en redondo, arrastrando consigo a sus captores. El dogal le
desgarró el cuello, y oyó los roncos y estrangulados sonidos que surgí n de su propia
garganta. El aire estaba impregnado de un nauseabundo olor dulzón a carne quemada.
El chico lo contemplaba todo desde una ventana muy por encima del patio, la
misma ventana en la que Susan, que le había enseñado a ser un hombre, se sentara
una vez a cantar las viejas canciones: Hey Jude, Ease on Down the Road y A Hundred
Leagues to Banberry Cross. Estaba asomado a la ventana como la estatua de un santo
de alabastro en una catedral. Sus ojos eran de mármol. Una escarpia atravesaba la
frente de Jake.
El pistolero sintió crecer en lo más hondo de su vientre un aullido asfixiante y
desgarrador que señalaba el comienzo de su locura.
- Nnnnnnnnn...
Rolando sofocó un grito cuando sintió que el fuego lo chamuscaba. Se incorporó
bruscamente en la oscuridad, todavía envuelto en aquel sueño que lo estrangulaba
como el dogal que en él había llevado. Al girarse y contorsionarse una de sus manos
fue a parar a los moribundos rescoldos de la hoguera. Se la llevó a la cara mientras se
desvanecían los últimos jirones del sueño, quedando solamente la cruda imagen de
Jake, blanco como el yeso, un santo para los demonios.
Nnnnnnnn...
Empuñando ambas pistolas, escudriñó las tinieblas del bosque de sauces. Sus ojos
eran troneras enrojecidas por los últimos resplandores del fuego.
Nnnnnnnn-nnn...
Jake.
El pistolero se puso en pie y salió de estampida. En el cielo brillaba una amarga
luna circular que le permitió seguir las huellas del chico sobre el rocío. Se agachó bajo
los primeros sauces, cruzó el arroyuelo con un chapoteo y trepó por la ribera opuesta,
resbalando en el barro (e, incluso en aquellas circunstancias, su cuerpo se deleitó con
la humedad). Las elásticas ramas de los sauces le abofeteaban la cara. El bosque se
hacía cada vez más espeso, impidiéndole ver la luna. Los troncos se erguían como
sombras acechantes. La hierba, que allí le llegaba hasta las rodillas, lo azotaba al
pasar. Ramas muertas y medio podridas buscaban sus espinillas, sus cojones*. Se
detuvo un instante y alzó la cabeza para olfatear el aire. Un espectro de brisa le ayudó.
El chico no olía bien, naturalmente; ninguno de los dos olía bien. Su nariz se ensanchó
* En castellano en el original. (N. del T.)
como la de un simio. Los efluvios de sudor eran tenues, aceitosos, inconfundibles. Se
abrió paso por entre un amasijo de hierba, zarzas y ramas secas, y corrió a lo largo de
un túnel de sauces y enredaderas. Hilos de musgo le rozaron los hombros, y algunos se
le adhirieron como un suspirante zarcillo gris.
Salvó a zarpazos una última barricada de sauces y salió a un calvero desde donde se
veían las estrellas y el pico más elevado de la cordillera, que refulgía con blancura de
calavera a una altura imposible.
Allí se alzaba un círculo de altas piedras negras que, a la luz de la luna, semejaba
una trampa para animales surrealista. En el centro había una gran losa..., un altar.
Muy antiguo, surgiendo de la tierra sobre un poderoso brazo de basalto.
El chico estaba de pie ante él y se balanceaba atrás y adelante, temblando. Sus
manos, que pendían yertas junto al cuerpo, se estremecían como imbuidas de
electricidad estática. El pistolero gritó su nombre, y Jake respondió con un
inarticulado gruñido de negación. El rostro del chico, una tenue mancha casi oculta
por su hombro izquierdo, parecía a la vez despavorido y exaltado. Y aún hubo más.
El pistolero pasó al interior del círculo y Jake chilló, reculando y levantando los
brazos. Su cara se hizo claramente visible. El pistolero distinguió en ella miedo y
terror, enfrentados con una mueca de placer casi doloroso.
El pistolero sintió que entraba en contacto con el espíritu del oráculo, el súcubo. Sus
ijadas se llenaron de pronto con una luz rosada, una luz que era suave pero también
dura. Sintió que la cabeza le daba vueltas y que la lengua se volvía pastosa e
insoportablemente sensible, incluso a la saliva que la recubría.
Ni siquiera pensó antes de extraer la mandíbula medio podrida del bolsillo. La
guardaba allí desde que la halló en el cubil del Demonio Parlante, en el sótano de la
estación de paso. No pensó, pero al pistolero no le asustaba actuar por puro instinto.
Levantó ante él la helada sonrisa prehistórica de aquella quijada y alzó rígidamente el
otro brazo, extendiendo el índice y el meñique en el viejo signo bifurcado para
protegerse del mal de ojo.
La corriente de sensualidad le fue arrebatada enseguida.
Jake chilló de nuevo.
El pistolero se acercó a él y sostuvo la quijada frente a la bélica mirada de Jake. Un
húmedo sonido de agonía. El chico trató de apartar la vista, pero no pudo. Y, de pronto,
ambos ojos rodaron hacia atrás hasta ponerse en blanco Jake se desplomó. Su cuerpo
cayó por tierra, desmadejado, con una mano casi tocando el altar. El pistolero hincó
una rodilla y lo alzó en vilo. Sorprendentemente, pesaba poco. La larga caminata por el
desierto lo había dejado tan deshidratado como una hoja de noviembre.
Rolando percibía a su alrededor cómo la entidad que moraba en el círculo de piedras
rechinaba con una ira celosa: le habían arrancado su presa. Cuando el pistolero salió
del círculo, la sensación de celos frustrados se disipó. Llevó a Jake a cuestas hasta el
campamento. Al llegar, la inquieta inconsciencia del chico se había transformado ya en
un profundo sueño. El pistolero se detuvo unos instantes ante los grises restos del
fuego. La claridad de la luna sobre el rostro de Jake volvió a recordarle un santo de
iglesia, con una pureza de alabastro del todo desconocida. Impulsivamente, estrechó al
chico contra su pecho y comprendió que lo quería. Y casi le pareció oír las carcajadas
del hombre de negro desde algún remoto lugar por encima de ellos.
Jake lo llamaba; así fue cómo despertó. Lo había dejado atado firmemente a uno de
los robustos matorrales que crecían en las cercanías, y el chico estaba hambriento y
enojado. A juzgar por la altura del sol, debían de ser casi las nueve y media.
- ¿Por qué me ha atado? - preguntó Jake, indignado, mientras el pistolero deshacía
los nudos de la manta. ¡No pensaba marcharme!
- Te marchaste - contestó el pistolero, y la expresión que se formó en el rostro de
Jake le hizo sonreír. Tuve que salir a buscarte. Caminabas sonámbulo.
- ¿En serio? - Jake lo miró con suspicacia.
El pistolero asintió y, de repente, sacó la mandíbula. La sostuvo ante la cara de
Jake, y Jake se echó hacia atrás, protegiéndose con los brazos.
- ¿Lo ves?
Jake asintió, estupefacto.
- Voy a irme un rato yo solo. Puede que no vuelva en todo el día, conque escúchame
bien, chico. Es importante. Si no he vuelto antes de la puesta de sol...
Una expresión de temor cruzó por la cara de Jake.
- ¡Quiere abandonarme!
El pistolero se limitó a mirarlo.
- No - dijo Jake al cabo de unos instantes. Supongo que no.
- Quiero que te quedes aquí hasta que yo esté de vuelta. Y si te sientes extraño, si
notas algo desacostumbrado, coge este hueso y sosténlo en tus manos.
El rostro de Jake reflejó odio y desagrado, además de confusión.
- No podré hacerlo. Es que... No podré.
- Puedes. Y quizá debas hacerlo. Sobre todo, a partir del mediodía. Es muy
importante. ¿Comprendes?
- ¿Por qué tiene que irse? - estalló Jake.
- Porque es así.
El pistolero, fascinado, atisbó de nuevo el acero que se ocultaba bajo la superficie
del chico, era algo tan enigmático como la historia que le había contado sobre su vida
en una ciudad donde los edificios eran tan altos que rascaban literalmente el cielo.
- Muy bien - se conformó Jake.
El pistolero depositó cuidadosamente la quijada junto a los restos de la hoguera, y
allí se quedó, sonriendo a través de las hierbas como un fósil erosionado que ha visto la
luz del día tras una noche de cinco mil años. Jake evitaba mirarla. Estaba pálido y
tenía una expresión desdichada. El pistolero se preguntó si hacer dormir al chico e
interrogarlo serviría de algo, pero resolvió que no ganarían gran cosa. Sabía muy bien
que el espíritu del círculo de piedras era sin duda un demonio y, muy probablemente,
también un oráculo. Un demonio sin rasgos, apenas una especie de anhelo sexual
informe con el don de la profecía. Se preguntó irónicamente si no sería el alma de
Sylvia Pittston, la descomunal mujer cuyos chalaneos religiosos habían conducido al
enfrentamiento final en Tull, pero sabía que no podía serlo. Las piedras del círculo
eran muy antiguas, y el territorio de aquel demonio en particular había sido acotado
mucho antes de los balbuceos iniciales de la prehistoria. Pero el pistolero conocía
bastante bien las diversas formas de hablar y no creía que el chico se viera en la
necesidad de recurrir al óseo talismán. La voz y la mente del oráculo estarían
demasiado ocupadas con él mismo. Y el pistolero debía averiguar algunas cosas, a
pesar del riesgo..., un riesgo muy alto. Tanto para sí mismo como para Jake, tenía que
saberlas.
El pistolero sacó la petaca y hurgó en el interior, apartando las secas hebras de
tabaco hasta encontrar un minúsculo objeto envuelto en un pedazo de papel blanco. Lo
sopesó en la palma y miró hacia el cielo con aire ausente. Enseguida, lo desenvolvió:
era una píldora blanca diminuta, con los bordes desgastados por el roce.
Jake la miró con curiosidad.
- ¿Qué es eso?
El pistolero emitió una breve risa.
- La piedra filosofal - respondió. Cort solía contarnos que los Dioses Antiguos
mearon sobre el desierto y crearon así la mescalina.
Jake pareció aún más desconcertado.
- Es una droga - añadió el pistolero. Pero no hace dormir. Al contrario, te hace estar
despierto del todo durante un tiempo.
- Como el LSD - replicó el chico de inmediato. Pero al instante puso cara de
intrigado.
- ¿Qué es eso?
- No lo sé - contestó Jake. Me ha salido sin pensar. Creo que es algo de... Ya sabe, de
antes.
El pistolero asintió con la cabeza, pero tenía sus dudas. Nunca había oído que a la
mescalina se la llamara LSD, ni siquiera en los viejos libros de Marten.
- ¿Le hará daño? - quiso saber Jake.
- Nunca me lo ha hecho - respondió el pistolero, consciente de que eludía la
pregunta.
- No me gusta.
- No te preocupes.
El pistolero se acuclilló ante el odre del agua, tomó un sorbo y se trago la píldora.
Como siempre, sintió una reacción inmediata en la boca; le pareció que se inundaba de
saliva. Se acomodó ante las cenizas del fuego.
- ¿Cuándo le hará efecto? - preguntó Jake.
- Tarda un poco. No hables más.
Así pues, Jake se quedó callado y contempló al pistolero con abierta suspicacia
mientras éste procedía a iniciar con plena calma el ritual de limpiar los revólveres.
Finalmente, los guardó de nuevo en las fundas y se volvió hacia el chico.
- La camisa, Jake. Quítate la camisa y dámela.
Jake, de mala gana, se quitó la descolorida camisa por encima de la cabeza y se la
entregó al pistolero.
El pistolero sacó una aguja que llevaba ensartada en la costura lateral de los
tejanos, e hilo de un hueco vacío de la canana. Comenzó a zurcir un largo desgarrón en
una de las mangas de la camisa del chico. Cuando terminó y le devolvió la prenda,
empezó a experimentar los efectos de la mesca: una opresión en el estómago y la
sensación de que le daban una vuelta de rosca a todos los músculos de su cuerpo.
- Tengo que irme - anunció, poniéndose en pie.
El chico se incorporó a medias, con una sombra de aprensión en el rostro, y volvió a
sentarse.
- Vaya con cuidado - le rogó. Por favor.
- Acuérdate de la quijada - le recomendó el pistolero. Luego, al pasar junto a Jake,
le posó una mano en la cabeza y revolvió sus cabellos de color maíz. El gesto le
sorprendió a él mismo, y le hizo soltar una breve risotada. Jake lo contempló con una
sonrisa turbada hasta que desapareció en el bosque de sauces.
El pistolero se encaminó directamente hacia el círculo de piedras y se detuvo una
sola vez para tomar un sorbo de agua fresca del manantial. Descubrió su propio reflejo
en un remanso bordeado de musgo y nenúfares, y lo miró durante unos instantes, tan
fascinado como Narciso. Su mente empezaba a reaccionar. En apariencia se
incrementaban las connotaciones de cada idea y de cada fragmento de información
sensorial y esto hacía que el curso de sus pensamientos fuera más lento. Las cosas
empezaban a adquirir un peso y una densidad invisibles hasta entonces. Tras una
pausa, se puso en pie y contempló la enredada maraña de los sauces. Los dorados
rayos de luz diurna caían oblicuamente y, antes de seguir avanzando, el pistolero
estudió durante unos instantes el movedizo juego de las motas de polvo y los
minúsculos objetos que flotaban bajo el sol.
A menudo la droga le había sentado mal: su ego era demasiado fuerte (o quizá
demasiado simple) como para complacerse en el hecho de ser eclipsado y vuelto del
revés, convertido en blanco de más sensibles emociones como las que ahora le
cosquilleaban, al igual que los bigotes de un gato. Pero, esta vez, se sentía bastante
tranquilo. Menos mal.
Salió al claro y anduvo hacia el círculo. Se detuvo ante él y dio rienda suelta a su
imaginación. Sí, empezaba a subirle con más fuerza, más deprisa. La hierba le aullaba
verdor; tuvo la impresión de que, si se agachaba y se frotaba las manos con ella, se
levantaría con palmas y dedos teñidos de pintura verde. Se resistió al impulso
juguetón de querer experimentarlo.
Pero faltaba la voz del oráculo. La excitación sexual.
Se acercó al altar y se detuvo un momento al lado. Era ya casi imposible pensar
coherentemente. Le causaban extrañeza los dientes dentro de la boca. El mundo
contenía demasiada luz. Se encaramó al altar y se tendió de espaldas. Su cabeza
estaba convirtiéndose en una espesura infestada de extrañas plantas mentales que
nunca antes había visto ni intuido siquiera, como una selva de sauces crecidos en torno
a un manantial de mescalina. El cielo era agua y el pistolero estaba suspendido sobre
ella. Esta idea le provocó un vértigo que parecía lejano y sin importancia.
Un verso de un antiguo poema le vino a la memoria. No una canción de cuna, esta
vez no; a su madre le daban miedo las drogas y el tener que utilizarlas (al igual que le
daba miedo Cort y el hecho de que lo utilizaran como ojeador de adolescentes); el verso
procedía de una de las guaridas del norte del desierto, donde aún seguían viviendo
hombres entre m quinas que raramente funcionaban..., y que a veces, cuando lo
hacían, se comían a los hombres. Las palabras se repetían una y otra vez, recordándole
(con la inconexión típica de la mescalina) la nieve que caía de forma mística y un tanto
fantástica, en el interior de un globo que había poseído en la infancia:
Más allá del alcance de la humana experiencia una gota de infierno, un toque de
demencia...
Las copas de los árboles que se erguían sobre el altar encerraban caras. Las
contempló con fascinación abstraída. Aquí había un dragón, verde y serpenteante.
Allá, una ninfa del bosque con los brazos - ramas abiertos en un gesto de llamada. Ahí,
una calavera viva que exudaba limo. Caras. Caras.
La hierba del calvero se agitó de pronto y se dobló. Ya vengo.
Ya vengo.
Algo se agitaba en su interior. "Hasta qué punto he llegado - se dijo. De acostarme
con Susan en el dulce heno, a esto."
El súcubo se tendió sobre él, un cuerpo hecho de viento, un seno de repentinas
fragancias de jazmín, rosa y madreselva.
- Di tu profecía - exigió. Tenía un metálico sabor de boca.
Un suspiro. Un débil sonido de llanto. Los genitales del pistolero estaban duros y
tensos. Por encima, más allá de la caras de los árboles, veía las montañas. Duras,
brutales, llenas de dientes.
El cuerpo se movió sobre el suyo, se enfrentó con él. El pistolero sintió que contraía
los puños. El súcubo le había enviado una visión de Susan. Era Susan la que yacía
sobre él, la adorable Susan de la ventana, esperándole con la cabellera extendida sobre
los hombros y la espalda. Volvió la cabeza, pero el rostro de Susan le siguió.
- Jazmín, rosa, madreselva, heno seco... Los aromas del amor. Ámame.
- Profecía - repitió.
- Por favor - sollozó ella. No seas frío. Aquí hace siempre tanto frío...
Manos deslizándose sobre su carne, palpando, inflamando su pasión. Tirando de él.
Atrayéndole. Una hendedura negra. La lumia definitiva. Húmeda y cálida...
No. Seca. Fría. Estéril.
- Apiádate de mí, pistolero. ¡Ah, por favor, suplico tu benevolencia! ¡Apiádate!
- ¿Te habrías apiadado tú del chico?
- ¿Qué chico? No conozco a ningún chico. No es un chico lo que necesito. Oh, por
favor.
"Jazmín, rosa, madreselva. Heno seco, con su leve perfume a trébol de verano.
Ungüento vertido de antiguas urnas Una fiesta para la carne.
- Luego - dijo él.
- Ahora. Por favor. Ahora
Desenrolló su mente hacia ella, la antítesis de la emoción. El cuerpo que se apoyaba
sobre el suyo quedó paralizado y fue como si aullara. Hubo un breve y feroz tironeo
entre sus sienes; la cuerda, gris y fibrosa, era su propia mente. Durante un momento
prolongado no se oyó más sonido que el apagado siseo de su respiración y la ligera
brisa que hacía girar, guiñar y contraerse las verdosas caras de los árboles. No
cantaba ningún pájaro.
Ella aflojó su presa. De nuevo hubo un ruido de sollozos. Tendría que ser rápido, o
ella se iría. Quedarse en aquellas condiciones representaría una atenuación, tal vez
incluso lo que ella entendía por muerte. Ya empezaba a notar cómo se retiraba,
dispuesta a alejarse del círculo de piedras. Un viento rizó la hierba en torturados
escarceos.
- Profecía - ordenó. Ominosa palabra.
Un suspiro sollozante y cansado. El pistolero casi le habría concedido la piedad que
suplicaba, pero... estaba Jake. De haber tardado un poco más la noche anterior, habría
encontrado a Jake muerto o enloquecido.
- Quédate dormido.
- No.
- Semidormido, entonces.
El pistolero alzó la vista hacia las caras de los árboles. Allá en lo alto se
representaba una obra de teatro para distraerle. Surgieron y cayeron mundos ante sus
ojos. Se construyeron imperios sobre resplandecientes arenas donde maquinarias
eternas se afanaban en abstractos frenesíes electrónicos. Los imperios decayeron y se
hundieron. Ruedas que habían girado como un líquido silencioso disminuyeron su
velocidad, comenzaron a rechinar, se pararon. La arena obstruyó las alcantarillas de
acero de unas calles concéntricas bajo oscuros firmamentos cuajados de estrellas, como
lechos de frías gemas. Y a través de todo ello soplaba un moribundo viento de cambio,
impregnado del olor a cinamomo de los últimos días de octubre. El pistolero miró
mientras el mundo cambiaba.
Y se quedó semidormido.
- Tres. Tal es el número de tu destino.
- ¿Tres?
- El tres es místico. Tres se yerguen ante el corazón del mantra
- ¿Qué tres?
- "Vemos en parte, y así es cómo se nubla el espejo de la profecía."
- Dime lo que puedas.
- El primero es joven, de oscura cabellera Está al borde del robo y el asesinato. Un
demonio lo ha poseído. El nombre del demonio es HEROÍNA.
- ¿Qué demonio es ése? No he oído su nombre, ni siquiera en los cuentos de mi
niñez.
- "Vemos en parte, y así es cómo se nubla el espejo de la profecía." Existen otros
mundos, pistolero, y otros demonios. Son aguas profundas.
- ¿El segundo?
- Ésta viene sobre ruedas. Su mente es de hierro, pero su mirada y su corazón son
blandos. No veo más.
- ¿El tercero?
- Encadenado.
- ¿Y el hombre de negro? ¿Dónde está?
- Cerca. Hablarás con él.
- ¿De qué hablaremos?
- De la Torre.
- ¿Y el chico? ¿Jake?
- ¡Háblame del chico!
- El chico es tu puerta al hombre de negro. El hombre de negro es tu puerta a los
tres. Los tres son tu camino a la Torre Oscura.
- ¿Cómo? ¿Cómo puede ser eso? ¿Por qué ha de ser
- "Vemos en parte, y así es cómo se nubla..."
- Dios te maldiga.
- Ningún dios me ha maldecido.
- No seas condescendiente conmigo, Cosa. Soy más fuerte que tú.
...
- ¿Cómo te llaman, entonces? ¿Ramera estelar? ¿Puta de los vientos?
- Los hay que viven del amor que llega a los antiguos lugares..., aun en estos tristes
y abominables tiempos. Los hay, pistolero, que viven de sangre. Incluso, tengo
entendido, de la sangre de chicos jóvenes.
- ¿No hay modo de que se salve?
- Sí.
- ¿Cómo?
- Desiste, pistolero. Levanta tu campamento y pon rumbo al oeste. En el oeste
todavía hay lugar para los hombres que viven de sus balas.
- He jurado por las pistolas de mi padre y por la traición de Marten.
- Marten ya no existe. El hombre de negro se ha comido su alma. Tú ya lo sabes.
- Estoy bajo juramento.
- Entonces, maldito seas.
- Haz de mí lo que te plazca, perra.
Ansiedad.
La sombra se lanzó sobre él y lo cubrió. Éxtasis repentino, roto únicamente por una
galaxia de dolor, tan débil y brillante como viejas estrellas enrojecidas por el colapso.
En el momento culminante de su acoplamiento se le aparecieron caras que no habían
sido invitadas: Sylvia Pittston, Alice, la mujer de Tull, Susan, Aileen, y cien más.
Finalmente, al cabo de una eternidad, la apartó de sí. Estaba de nuevo en sus
cabales, exhausto y asqueado.
- ¡No! ¡No es suficiente! Yo...
- Déjame estar - replicó el pistolero. Se incorporó y estuvo a punto de caerse del
altar antes de recobrar el equilibrio. Ella lo palpó tentativamente (madreselva, jazmín,
dulce esencia de rosas), y él la empujó con violencia y cayó de rodillas.
Se levantó, tambaleante, y avanzó como un beodo hacia el límite exterior del círculo.
Al cruzarlo, se sintió aligerado de un gran peso y aspiró una honda bocanada de aire,
casi un estremecimiento o un sollozo. Cuando se alejaba, percibió que aquella
presencia, ante las rejas de su prisión, lo contemplaba apartarse de ella. Trató de
imaginar cuántos años habrían de pasar antes de que algún otro atravesara el desierto
y la encontrara allí, hambrienta y solitaria, y durante unos instantes se sintió
empequeñecido por las posibilidades del tiempo.
- ¡Está usted enfermo!
Jake se incorporó velozmente cuando el pistolero surgió de entre los últimos árboles
y avanzó hacia el campamento arrastrando los pies. Había estado acurrucado junto a
los restos de la pequeña fogata con la barbilla sobre las rodillas, royendo
desconsoladamente los huesos del conejo. Al ver al pistolero corrió hacia él con un
aspecto tan preocupado que le hizo sentir a Rolando todo el peso de su inminente
traición; una traición que, lo presentía, quizá no fuera sino la primera de otras
muchas.
- No - respondió. Enfermo, no. Solamente cansado. Estoy hecho polvo. Señaló la
quijada con aire ausente. Ya puedes tirar eso.
Jake la arrojó rápida y violentamente, y luego se frotó las palmas sobre la camisa.
El pistolero se sentó - casi se desplomó -, agobiado por el dolor que sentía en todas las
articulaciones y por la desagradable bajada de la mescalina, que, como siempre, le
dejaba la mente confusa y entorpecida. También su entrepierna palpitaba con un dolor
sordo. Lió un cigarrillo con minuciosa lentitud, incapaz de pensar en nada. Jake
miraba. El pistolero sintió el repentino impulso de contarle lo que había averiguado
pero, al instante, rechazó esta idea con horror. Se preguntó si una parte de él - la
mente o el alma - no estaría desintegrándose.
- Esta noche dormiremos aquí - anunció - Mañana subiremos. Dentro de un rato
saldré a ver si puedo cazar algo para la cena. Ahora necesito dormir. ¿De acuerdo?
- Claro.
El pistolero asintió con la cabeza y se tendió en el suelo. Cuando despertó, las
sombras eran alargadas en el pequeño claro herboso.
- Enciende el fuego - le dijo a Jake, echándole el eslabón y pedernal. ¿Sabes usar
esto?
El pistolero se dirigió hacia el bosque de sauces y, sin internarse en él, giró a la
izquierda, bordeándolo. Halló un lugar donde el terreno se abría en suave pendiente,
cubierto de espesa hierba, y se ocultó silenciosamente entre las sombras. Hasta allí le
llegó, débil pero claramente, el clic-clic-clic-clic de Jake al intentar encender el fuego.
Permaneció en pie, sin moverse, durante diez, quince, veinte minutos. Aparecieron
tres conejos, y el pistolero desenfundó. Abatió a los dos más rollizos, los despellejó y
destripó, y regresó con ellos al campamento. Jake tenía la fogata en marcha y ya
humeaba el agua sobre ella.
El pistolero aprobó con un gesto de cabeza.
- Buen trabajo.
Jake se sonrojó satisfecho y, sin decir nada, le devolvió el eslabón y el pedernal.
Mientras se cocía el guiso, el pistolero aprovechó la ultima claridad para volver una
vez más al bosque de sauces. Junto al primer remanso comenzó a machetear las duras
enredaderas que crecían en la cenagosa orilla del arroyo. Después, cuando del fuego no
quedaran más que ascuas y Jake estuviera durmiendo, las trenzaría para convertirlas
en una cuerda que tal vez más adelante pudiera servirles de algo. En todo lo que hacía
advertía una pronunciada sensación de fatalidad, que ya ni siquiera le resultaba
extraña. Al acarrearlas hacia el lugar donde Jake le estaba esperando, las enredaderas
sangraron savia verde sobre sus manos.
Se levantaron con el sol y recogieron sus enseres en media hora. El pistolero tenía
la esperanza de cazar otro conejo en la pradera a la que acudían a alimentarse, pero el
tiempo apremiaba y no se presentó ninguno. El hatillo donde llevaban la comida que
les quedaba era ya tan pequeño y ligero que Jake podía transportarlo sin dificultad. El
chico se había endurecido; se notaba a primera vista.
El pistolero cargó con el agua, recién obtenida de uno de los manantiales, y se
enrolló en torno al vientre las tres cuerdas que había fabricado. Esquivaron
ampliamente el círculo de piedras (el pistolero temía que los miedos del chico
despertaran de nuevo, pero al pasar sobre el lugar, por una cresta rocosa, Jake apenas
le dedicó una mirada de soslayo y, enseguida, desvió su atención hacia un pájaro que
se cernía en las alturas). Al poco rato los árboles dejaron de ser tan altos y
exuberantes. Los troncos eran retorcidos, y las raíces parecían batallar con la tierra en
una torturada persecución de humedad.
- Es todo muy antiguo - observó el chico, melancólicamente, cuando se detuvieron
para tomarse un descanso. ¿No hay nada joven?
El pistolero sonrió y le propinó un codazo.
- Tú eres joven - respondió.
- ¿Será dura la ascensión?
El pistolero lo miró con curiosidad.
- Las montañas son altas. ¿No crees que la ascensión será dura?
Jake le devolvió la mirada con ojos nublados, desconcertado.
- No.
Reanudaron la marcha.
El sol llegó a su cenit, pareció detenerse allí más brevemente de lo que jamás lo
había hecho durante la travesía del desierto y, enseguida, comenzó a descender,
devolviéndoles sus sombras. Afloramientos rocosos surgían de la ascendente superficie
como los brazos de otros tantos sillones gigantescos enterrados bajo el suelo. La hierba
raleante estaba cada vez más amarilla y agostada. Finalmente, su camino les llevó
ante una profunda hendedura y tuvieron que escalar una corta cresta de roca desnuda
para rodearla y proseguir la ascensión Allí, el antiguo granito se había quebrado por
una serle de líneas que eran como escalones y, como ambos habían intuido, la subida
les resultó fácil. Ya en lo alto se detuvieron en una escarpa de poco más de un metro de
ancho y volvieron la vista atrás, hacia el desierto, que parecía envolver las tierras
altas como una inmensa zarpa amarillenta. más lejos, hacia el horizonte, refulgía con
un destello blanco que deslumbraba la vista y se perdía en borrosas oleadas de aire
caliente. El pistolero se sintió vagamente asombrado al comprender que aquel desierto
había estado a punto de acabar con su vida. Desde donde se hallaban, en aquel nuevo
frescor, el desierto parecía sin duda imponente, pero no letal.
Prosiguieron el ascenso trepando sobre grandes peñascos desprendidos y gateando
por planos inclinados de roca incrustada de brillantes puntitos de cuarzo y mica. La
piedra resultaba agradablemente cálida al tacto, pero el aire era cada vez más frío. Al
caer la tarde, el pistolero oyó un distante fragor de truenos; el ascendente perfil de las
montañas, no obstante, les impedía divisar la lluvia en la otra vertiente.
Cuando las sombras comenzaron a adquirir un tono violeta, acamparon en la
superficie de un prominente saliente de roca. El pistolero aseguró la manta por arriba
y por abajo, improvisando una especie de cabaña colgadiza. Sentados a la entrada,
contemplaron cómo el firmamento extendía su manto sobre el mundo. Jake balanceaba
los pies al borde del precipicio. El pistolero lió su cigarrillo vespertino y miró al chico
con expresión un tanto humorística.
- No te muevas mucho cuando duermas - le aconsejó -, o puedes despertarte en el
infierno.
- No tema - contestó Jake con toda seriedad. Mi madre dice... Se interrumpió.
- ¿Qué dice tu madre?
- Que duermo como un muerto - concluyó Jake. Se volvió hacia el pistolero, quien
advirtió que los labios del chico temblaban, en un esfuerzo por contener las lágrimas.
Es sólo un niño, pensó, y el dolor lo abrumó, como cuando un exceso de agua fría
provoca a veces una punzada helada en la frente. Sólo un niño. ¿Por qué? Tonta
pregunta. Cuando, de pequeño, lastimado en el cuerpo o en el espíritu, le hacía esta
pregunta a Cort, aquella antigua máquina de combate, llena de cicatrices, cuya misión
consistía en enseñar a los hijos de los pistoleros los fundamentos de aquello que debían
conocer, Cort solía responder: "Por qué es una pregunta torcida, y no se puede
enderezar... ¡No pienses en el porqué y levántate, gusarapo! ¡Arriba! ¡El día es joven!"
- ¿Por qué estoy aquí? - inquirió Jake. ¿Por qué he olvidado todo lo de antes?
- Porque el hombre de negro te ha arrojado aquí - contestó el pistolero. Y por la
Torre. La Torre se encuentra en una especie de... nexo de poder. En el tiempo.
- ¡No lo entiendo!
- Yo tampoco - admitió el pistolero. Pero ha ocurrido algo. En mi propio tiempo. "El
mundo ha cambiado", decimos a veces... Lo hemos dicho siempre. Pero ahora cambia
más deprisa. Algo le ha ocurrido al tiempo.
Permanecieron sentados en silencio. Una brisa, leve pero cortante, les rozó las
piernas. En algún lugar no muy lejano se filtraba por una grieta de la roca
produciendo un hueco.
- ¿De dónde es usted? - quiso saber Jake.
- De un lugar que ya no existe. ¿Conoces la Biblia?
- Jesús y Moisés. Claro.
El pistolero sonrió.
- Eso es. Mi tierra tenía un nombre bíblico: se llamaba Nuevo Cana n. La tierra que
manaba leche y miel. Dicen que en el Cana n de la Biblia las uvas eran tan enormes
que la gente debía transportarlas en trineos de carga. Nosotros no las teníamos tan
grandes, pero era un país fértil.
- He oído hablar de Ulises - apuntó Jake, vacilante. ¿Estaba también en la Biblia?
- Quizá - contestó el pistolero. El Libro ya no existe. Se ha perdido todo, excepto las
partes que me obligaron a aprender de memoria.
- Pero los otros...
- No hay otros - dijo el pistolero. Soy el último.
Comenzó a distinguirse una luna minúscula y gastada, y proyectaba su hendida
mirada sobre el amasijo de rocas donde estaban sentados.
- ¿Era bonito? Su país..., su tierra.
- Era hermoso - asintió el pistolero con aire ausente. Había campos y ríos y brumas
por la mañana. Pero eso sería meramente bonito. Mi madre solía decir esto..., y
también que la única belleza verdadera es el orden, el amor y la luz.
Jake emitió un gruñido evasivo.
El pistolero siguió fumando y pensando en cómo había sido su mundo: las noches en
el inmenso salón central, centenares de figuras ricamente ataviadas moviéndose al
compás del vals, lento y constante, o al de la polka, más ligero y rápido. Llevaba a
Aileen del brazo con ojos más brillantes que las más preciosas gemas; el resplandor de
la luz eléctrica en las monturas de cristal arrancaba reflejos de los cabellos recién
peinados de las damas y también de los de sus enamorados, un tanto cínicos. El salón
era amplísimo, una isla de luz cuya edad era incalculable, al igual que la de todo el
Lugar Central, compuesto por casi un centenar de castillos de piedra. Habían pasado
doce años desde la última vez que Rolando lo viera, y, al partir por última vez, sintió
un profundo dolor, al darle la espalda y dar comienzo a la primera etapa de su
búsqueda del hombre de negro. Ya entonces, doce años antes, los muros estaban
derruidos, crecían hierbajos en los patios, los murciélagos moraban en las vigas del
salón central y las galerías resonaban con los suaves susurros y revoloteos de las
golondrinas. Los prados donde Cort les enseñaba a usar el arco y el revólver y el arte
de la cetrería habían sido invadidos por el heno, el fleo y las vides silvestres. En la
enorme cocina llena de ecos, donde Hax gobernara otrora sobre una aromática y
humeante corte, había establecido su nido una grotesca colonia de Mutantes Lentos,
que lo escudriñaban desde la piadosa oscuridad de las despensas y las sombrías
columnas. El cálido vapor, impregnado de penetrante aroma a ternera y a cerdo asado,
se había transmutado en la viscosa humedad del musgo, y crecían setas blancas en
algunos rincones donde ni siquiera los Mutantes Lentos osaban acampar. El abierto
escotillón del subsótano, de maciza madera de roble, era el que dejaba escapar la
fragancia más conmovedora, un olor que parecía simbolizar con tajante finalidad todas
las desagradables realidades de la corrupción y la decadencia: el áspero y picante olor
del vino que se ha convertido en vinagre. No tuvo que esforzarse mucho para volver el
rostro hacia el sur y dejarlo todo atrás... pero le había dolido en el alma.
- ¿Hubo una guerra? - preguntó Jake.
- Mejor aún - respondió el pistolero, arrojando la colilla humeante. Hubo una
revolución. Ganamos todas las batallas y perdimos la guerra. Nadie ganó la guerra,
salvo quizá los rapiñadores. Allí debía de haber botín para muchos años.
- Me hubiera gustado vivir allí - comentó Jake pensativamente.
- Era otro mundo - concluyó el pistolero. Hora de dormir.
El chico, apenas una sombra confusa, se volvió sobre el costado y se acurrucó bajo la
manta. El pistolero montó guardia a su lado durante una hora, tal vez, sopesando sus
largas y sobrias reflexiones. Tal meditación era una cosa nueva para él, nueva e
incluso agradable de un modo melancólico, pero absolutamente desprovista de todo
valor práctico: no había otra solución para el problema de Jake que la sugerida por el
Oráculo, y ésta era sencillamente imposible. Quizá la situación tuviera ribetes de
tragedia, pero el pistolero no se percataba de ello, sino solamente de la predestinación
que había existido siempre. Finalmente, se impuso su natural carácter y se quedó
profundamente dormido, sin soñar.
La ascensión se volvió aún más dura al día siguiente, cuando siguieron avanzando
hacia la angosta V del paso entre las montañas. El pistolero se movía lentamente, sin
sentir prisa alguna. La seca piedra que pisaban no conservaba ninguna huella del
hombre de negro, pero el pistolero sabía que había pasado por allí antes que ellos. Y no
sólo por las veces en que Jake y él habían podido observarlo, minúsculo como un
insecto, desde los contrafuertes de la cordillera sino porque su aroma estaba
estampado en todas las corrientes de aire frío que soplaban desde lo alto. Era un olor
sardónico y aceitoso, tan amargo para su olfato como los efluvios de la hierba del
diablo.
Los cabellos de Jake habían crecido mucho, y se rizaban ligeramente en la base de
su atezado cuello. Trepaba sin descanso, moviéndose con gran seguridad, y no daba
muestras de acrofobia cuando cruzaban alguna grieta o escalaban empinadas paredes.
En dos ocasiones había tomado la delantera para salvar algún obstáculo que el
pistolero no habría podido superar por sí solo. En ambos casos, Jake aseguró una de
las cuerdas y se la arrojó al pistolero para que pudiera subir a pulso.
A la mañana siguiente tuvieron que avanzar a través de un frío y húmedo jirón de
nube que ocultaba las pedregosas laderas que habían dejado atrás. En algunas de las
hendeduras más profundas de la piedra comenzaron a aparecer placas de nieve dura y
granulosa. Refulgía como el cuarzo, y su textura era tan seca como la de la arena. Por
la tarde descubrieron la huella de una única pisada en uno de estos retazos de nieve.
Jake la contempló unos instantes con fascinación horrorizada y alzo la vista, temeroso,
como si creyera que el hombre de negro podía materializarse de un momento a otro
sobre su propia pisada. El pistolero le dio un golpecito en el hombro y señaló hacia
adelante con el dedo.
- Vamos. Se está haciendo tarde.
Después, a la última claridad del día, acamparon en una amplia y plana repisa al
noroeste de la hendedura que se introducía en el corazón de las montañas. El aire era
helado, el aliento se les condensaba, y el húmedo sonido del trueno en el rojizo
resplandor del ocaso tenía algo de surrealista y levemente lunático.
El pistolero supuso que el chico querría interrogarle, pero no hubo preguntas por
parte de Jake. El chico cayó dormido casi al instante. El pistolero siguió el ejemplo y
soñó de nuevo con aquel oculto lugar bajo tierra, el calabozo, y con Jake como un santo
de alabastro con una escarpia clavada en la frente. Despertó con un jadeo y buscó
instintivamente la quijada, que ya no estaba en su poder. Esperaba sentir el contacto
de la hierba de aquel antiguo bosquecillo y, en cambio, sintió la dureza de la roca y, en
el interior de los pulmones, el frío y rarificado aire de las alturas. Jake seguía
durmiendo junto a él, pero su sueño no era tranquilo: se agitaba y farfullaba para sí
sonidos inarticulados, luchando contra sus propios fantasmas. El pistolero volvió a
tenderse, lleno de inquietud, y se durmió de nuevo.
Transcurrió una semana más antes de que llegaran al fin del comienzo; para el
pistolero, un retorcido prólogo de doce años, desde el hundimiento definitivo de su
mundo natal y la reunión de los otros tres. Para Jake, la puerta había sido una
extraña muerte en un mundo distinto. Con todo, para el pistolero había representado
una muerte aún más extraña: la interminable persecución del hombre de negro a
través de un mundo sin mapa ni memoria. Cuthbert y los demás habían desaparecido,
todos: Randolph, Jamie de Curry, Aileen, Susan, Marten (sí, lo derribaron, y hubo
disparos, e incluso aquella fruta resultó amarga). Hasta que, finalmente, del viejo
mundo sólo quedaron tres, como tres pavorosas cartas de una terrible baraja de tarot:
el pistolero, el hombre de negro y la Torre Oscura.
Una semana después de que Jake descubriera la pisada divisaron el rostro del
hombre de negro durante un instante fugaz. En aquel momento, el pistolero sintió que
casi era capaz de comprender las grávidas implicaciones de la propia Torre, pues fue
un momento que pareció dilatarse eternamente.
Continuaron hacia el sudoeste hasta llegar a un punto situado quizás en la mitad
de la ciclópea cordillera, y, justo cuando parecía que, por primera vez, la marcha iba a
volverse verdaderamente difícil (sobre sus cabezas, como asomándose hacia ellos, las
repisas heladas y las agujas de roca aullantes le hicieron sentir al pistolero un
desagradable vértigo invertido), comenzaron a descender de nuevo por una ladera del
angosto paso. Un anguloso sendero zigzagueante los condujo al fondo de un cañón,
donde un arroyo bordeado de hielo hervía precipitadamente con furia pujante, desde
tierras aún más altas.
Aquella tarde, el chico se detuvo y volvió la vista hacia el pistolero, que se había
detenido a lavarse la cara en la corriente.
- Lo huelo - anunció Jake.
- También yo.
Ante ellos, la montaña levantaba su última defensa: una insuperable fachada
vertical de granito, que se perdía en la nubosa infinitud. El pistolero temía que en
cualquier momento una revuelta del arroyo fuese a dejarlos en una gran catarata y
frente a la inescalable tersura de la roca, en un callejón sin salida. Pero el aire poseía
allí esa curiosa cualidad amplificadora que es corriente en los lugares elevados, y aún
tuvieron que proseguir la marcha otro día para llegar a la gran pared de granito.
El pistolero empezó a sentir de nuevo el temible impulso de la premonición, la
sensación de que por fin lo tenía todo a su alcance. Cerca ya del final, tuvo que luchar
consigo mismo para no echarse a correr.
- ¡Espere!
El chico se había detenido bruscamente. Estaban ante un pronunciado recodo de la
corriente, que burbujeaba y espumeaba con gran energía en torno al erosionado
saliente de un gigantesco peñón de arenisca. Aquella mañana habían permanecido
todo el rato a la sombra de las montañas, porque el cañón se estrechaba gradualmente.
Jake se estremecía con gran violencia y estaba pálido.
- ¿Qué te ocurre?
- Volvamos atrás - susurró Jake. Volvamos atrás ahora mismo.
La expresión del pistolero era pétrea.
- Por favor.
El chico tenía la cara contraída, y la barbilla le temblaba de mal contenida
desesperación. A través de la pesada manta de piedra se seguían oyendo truenos, tan
constantes como el motor de una m quina. Incluso la tira de cielo que alcanzaban a ver
había asumido un gris gótico y turbulento sobre sus cabezas, donde las corrientes frías
y calientes chocaban y guerreaban.
- ¡Por favor, por favor!
El chico levantó un puño, como si fuera a golpear el pecho del pistolero.
- No.
La expresión del muchacho aceptó la revelación.
- Me matará. La primera vez me mató él, y ahora me matará usted.
El pistolero sintió la mentira en sus labios. La pronunció:
- No te pasará nada. Y otra mentira todavía mayor -: Cuidaré de ti.
El rostro de Jake se volvió ceniciento y ya no dijo nada más. Extendió la mano a
regañadientes, y ambos doblaron el recodo del arroyo. Se encontraron cara a cara con
la pared final y con el hombre de negro.
Estaba de pie, apenas a seis metros por encima de ellos, justo a la derecha de la
cascada que, con un rugido, se abalanzaba por un enorme boquete irregular desde la
roca. Un viento invisible daba tirones a su túnica encapuchada, y la hacía ondear. Una
de sus manos sostenía un cayado. La otra se alzaba hacia ellos en un burlón gesto de
bienvenida. Parecía un profeta y, bajo el precipitado firmamento, erguido en una
repisa de roca, un profeta condenatorio; su voz era la voz de Jeremías.
- ¡Pistolero! ¡Qué bien das cumplimiento a las antiguas profecías! ¡Buenos días, y
buenos días, y buenos días! - Lanzó una carcajada que resonó prolongadamente sobre
el mugido de la catarata.
Sin un solo pensamiento y al parecer sin un chasquido de interruptores mecánicos,
el pistolero había desenfundado ya los revólveres. El chico reculó hacia la derecha y se
refugió tras él, una sombra diminuta.
Rolando disparó tres veces antes de recobrar el dominio de sus manos traicioneras,
y los ecos cantaron con notas de bronce entre las rocosas paredes que los rodeaban,
imponiéndose al viento y al agua.
Esquirlas de granito saltaron sobre la cabeza del hombre de negro; luego, a la
izquierda de su caperuza; por tercera vez, a su derecha. Había fallado claramente los
tres disparos.
El hombre de negro volvió a reír, con una carcajada plena y espontánea que pareció
desafiar los menguantes ecos de las detonaciones.
- ¿Matarías tan fácilmente todas tus respuestas, pistolero?
- Baja - replicó el pistolero. Baja y responde.
Otra vez la poderosa y despectiva carcajada.
- No son tus balas lo que temo, Rolando. Es tu idea de las respuestas lo que me
asusta.
- Baja.
- Mejor al otro lado - dijo el hombre de negro. En el otro lado tendremos consejo. Sus
ojos se posaron fugazmente en Jake, y añadió -: Tú y yo solos.
Jake se encogió con un breve gritito plañidero. El hombre de negro giró sobre sus
talones, agitando la túnica en el aire grisáceo como un ala de murciélago, y
desapareció por la hendedura en las rocas, de la que el agua brotaba con toda potencia.
El pistolero ejercitó su sombría voluntad y no disparó sus armas contra él. ¿Matarías
tan fácilmente todas tus respuestas, pistolero?
Sólo quedaron los sonidos del viento y del agua, que habían estado un millar de
años en aquel lugar desolado. Pero el hombre de negro le había hablado desde allí.
Después de aquellos doce años, Rolando lo había visto de cerca y conversado con él. Y
el hombre de negro se había reído de él.
En el otro lado tendremos consejo.
El chico alzó hacia él unos sumisos ojos de cordero, estremeciéndose de pies a
cabeza. Por unos instantes el pistolero pudo ver la cara de Alice, la chica de Tull,
superpuesta sobre el rostro de Jake, con la cicatriz resaltando sobre su frente como
una muda acusación, y sintió un crudo desprecio hacia ambos (hasta mucho más tarde
no cayó en la cuenta de que la cicatriz que Alice tenía en la frente y la escarpia que en
sueños había visto clavada en la frente de Jake estaban situadas en el mismo lugar).
Jake pareció intuir el curso de sus pensamientos, y un gemido ahogado brotó de su
garganta. Pero fue muy breve; de inmediato apretó los labios y le puso fin. Tenía todas
las cualidades para ser un magnífico hombre, quizás incluso un pistolero por propio
derecho si se le daba tiempo.
Tú y yo solos.
El pistolero sintió una intensa sed profana en algún profundo foso de su cuerpo, una
sed que ningún vivo podía saciar. Las palabras temblaron, casi al alcance de sus dedos,
y cierto instinto le hizo luchar por no dejarse corromper; pero su mente, más fría,
albergaba el conocimiento de que esta lucha era en vano y de que siempre lo sería.
Era mediodía. El pistolero alzó la mirada, dejando que la nubosa e inquieta claridad
del cielo brillara por última vez sobre el sol, tan vulnerable, de su buena conciencia.
Nadie puede pagar nunca en plata, pensó. El precio de todo mal - necesario o no - hay
que satisfacerlo en carne.
- Sígueme o quédate - dijo el pistolero.
El chico se limitó a mirarlo en silencio. Y para el pistolero, en aquel momento vital y
definitivo de su ruptura con un principio moral, dejó de ser Jake y se convirtió
meramente en el chico, una impersonalidad susceptible de que la movieran o
utilizaran.
Algo aulló en la ventosa soledad; tanto el chico como él lo oyeron.
El pistolero se puso en marcha y, al cabo de un instante, el chico lo siguió. Juntos
escalaron las caóticas rocas que bordeaban la acerada y fría catarata, y se detuvieron
donde el hombre de negro se había detenido antes que ellos. Y juntos penetraron por
donde él había desaparecido. La tiniebla los engulló.
LOS MUTANTES LENTOS
El pistolero le habló a Jake pausadamente, con las fluctuantes inflexiones propias
de un sueño.
- Eramos tres: Cuthbert, Jamie y yo. No nos correspondía estar allí, porque ninguno
de nosotros había dejado atrás los años de la infancia. Si nos hubieran descubierto,
Cort nos habría azotado. Pero no nos descubrieron, como no creo que descubrieran
tampoco a ninguno de los que nos habían precedido. Los chicos deben probarse a
escondidas los pantalones de sus padres, pavonearse con ellos delante del espejo y,
enseguida, devolverlos a la percha; iba así. El padre finge no advertir que la prenda
está colgada de manera diferente, y que el hijo lleva restos visibles de un bigote
pintado con betún bajo la nariz. ¿Entiendes?
El chico no dijo nada. No había dicho nada desde que renunciaran a la claridad del
día. El pistolero, en cambio, hablaba febrilmente, con frenesí, para cubrir su silencio.
Al penetrar en la oscuridad del interior de las montañas él ni siquiera volvió la vista
atrás, hacia la luz, pero el chico sí lo había hecho. El pistolero había leído cómo el día
declinaba en el blando espejo de las mejillas de Jake: primero de un rosa claro, ahora
lechosas y cristalinas, luego pálidas plata, después con un último toque crepuscular
del resplandor vespertino, luego nada. El pistolero había encendido una luz artificial y
siguieron adelante. En aquellos momentos estaban acampados. Ningún eco del hombre
de negro llegaba hasta ellos. Quizá también se hubiera detenido a descansar. O quizá
flotaba hacia adelante, por oscurecidas recámaras, sin luces de orientación.
- Se celebraba una vez al año, en el Gran Salón - prosiguió el pistolero. Lo
llamábamos el Salón de los Abuelos, pero era sólo el Gran Salón.
A sus oídos llegaba un rumor de agua goteante.
- Un ritual de cortejo. El pistolero se rió despectivamente, y las insensibles paredes
convirtieron el sonido en un resuello senil. Según los antiguos libros, antiguamente se
trataba de festejar la llegada de la primavera. Pero la civilización, ya sabes...
Dejó la frase en el aire, incapaz de describir el cambio inherente a aquel nombre
mecanizado, la muerte del romanticismo, su fantasma estéril y carnal que sólo vivía
con la forzada respiración del resplandor y la ceremonia; los pasos geométricos del
cortejo durante el baile de la noche de Pascua en el Gran Salón, que habían sustituido
a aquella salvaje agitación amorosa que él ya tan sólo intuía vagamente. Vacua
grandeza en lugar de viles pasiones arrebatadoras que otrora hubieran podido arrasar
almas.
- Lo convirtieron en algo decadente - dijo el pistolero. Una comedia. Un juego.
La voz estaba preñada del inconsciente desagrado del asceta. El rostro, de haber
existido una luz más poderosa para iluminarlo, habría reflejado un cambio:
pesadumbre y aspereza.
Su fuerza esencial, sin embargo, no se había adulterado ni diluido. La persistente
ausencia de imaginación en aquel rostro era notable.
- Pero el Baile - añadió el pistolero. El Baile...
El chico no dijo nada.
- Había cinco arañas de cristal, con gruesos vidrios y luces eléctricas. Todo era luz:
una isla de luz.
"Entramos subrepticiamente en una de las viejas galerías de las que se decía que no
eran seguras. Pero aún éramos unos niños. Estábamos por encima de todo y podíamos
contemplarlo desde lo alto. No recuerdo que ninguno de los tres dijera nada. Nos
limitábamos a observar y nos pasamos horas haciéndolo.
"Había una mesa enorme de piedra, ante la cual se sentaban los pistoleros y sus
mujeres y contemplaban a los bailarines. Algunos de los pistoleros también danzaban,
pero sólo algunos. Eran los más jóvenes. Los demás permanecían sentados, y me dio la
impresión de que se sentían un tanto desconcertados bajo toda aquella luz, aquella
civilizada luminosidad. Se les reverenciaba y temía: eran los guardianes; pero, entre
aquella multitud de caballeros y débiles damas, apenas parecían unos mozos de
cuadra...
"Habían cuatro mesas circulares cubiertas de comida, y las llevaban de un lado a
otro. Los pinches de cocina no pararon de ir y venir desde las siete de la tarde hasta
las tres de la madrugada siguiente. Las mesas rotaban como relojes, y hasta nosotros
llegaban aromas de cerdo, ternera, langosta y pollo asado, y de manzanas al horno.
Había dulces y helados, y grandes espetones de carne sobre las llamas.
"Marten estaba sentado junto a mi madre y mi padre - aun desde aquella altura
podía reconocerlos - y, en un momento dado, Marten y ella danzaron lenta y
sinuosamente, y los demás despejaron la pista y aplaudieron al terminar la danza. Los
pistoleros no aplaudieron, pero mi padre se irguió pausadamente y extendió sus brazos
hacia ella. Y ella acudió sonriente.
"Fue un acontecimiento, chico. Un momento como debe de ser en la propia Torre,
cuando las cosas se unen y se aglutinan y crean poder en el tiempo. Mi padre estaba al
mando, había sido reconocido y destacado entre todos los otros. Marten era el que
reconocía; mi padre era el promotor. Y su esposa, mi madre, la conexión entre los dos,
fue hacia él. La traidora.
"Mi padre fue el último señor de la luz.
El pistolero se miró las manos. El chico seguía sin decir nada. Estaba pensativo.
- Recuerdo cómo bailaban - prosiguió el pistolero con voz suave. Mi madre y Marten
el hechicero. Bailaban, girando lentamente, juntos y aparte de todo, reproduciendo los
viejos pasos del galanteo. Miró al chico, sonriendo.
- Pero eso no quería decir nada, ¿sabes? Porque, de algún modo, se había
transmitido un poder que ninguno de ellos conocía pero que todos comprendían, y mi
madre quedó comprometida en cuerpo y alma con el que ostentaba y ejercía ese poder.
¿Acaso no fue así? Acudió a él cuando hubo terminado el baile, ¿no es cierto? ¿Y no le
cogió de la mano? ¿No aplaudieron todos? ¿No resonó el salón con los aplausos cuando
aquellos petimetres y sus frágiles damas lo ovacionaron y ensalzaron? ¿No fue así? ¿No
fue así?
Un agua amarga goteó a lo lejos en la oscuridad. El chico no decía nada.
- Recuerdo cómo bailaban - repitió el pistolero en voz baja. Recuerdo cómo
bailaban...
Alzó la mirada hacia el invisible techo de roca y, por un instante, pareció que iba a
aullar hacia él, a alzarse contra él, a desafiar ciegamente a aquellas mudas toneladas
de insensible granito cuyo pétreo intestino encerraba sus minúsculas vidas.
- ¿Qué mano habría podido esgrimir el cuchillo que acabó con la vida de mi padre?
- Estoy cansado - dijo el chico con voz melancólica.
El pistolero guardó silencio y el chico se tendió en el suelo y colocó una mano entre
su mejilla y la piedra La llamita que tenían ante ellos ardía con luz mortecina. El
pistolero lió un cigarrillo. Le pareció que todavía podía ver el fulgor de las arañas de
cristal en el sardónico salón de su memoria, que oía los gritos de homenaje,
desprovistos de sentido en una tierra despellejada y erguida, aun entonces, frente a un
gris océano de tiempo, desesperanzadamente. La isla de luz le causaba un dolor
profundo, y deseó no haberla visto jamás, ni haber sido testigo de los cuernos de su
padre.
Pasó el humo desde la boca a las fosas nasales y contempló la figura del chico. "De
qué modo trazamos grandes círculos en la tierra nosotros mismos - pensó. ¿Cuánto
tardará en volver la luz del día?"
Durmió.
Cuando el sonido de su respiración se hizo largo, constante y regular, el chico abrió
los ojos y miró al pistolero con una expresión que se parecía mucho al amor. El último
resplandor de la llama destelló por un instante en una de sus pupilas y se ahogó en
ella. El chico se dispuso a dormir.
El pistolero había perdido casi todo su sentido del tiempo durante la travesía del
desierto inmutable, el resto lo perdió allí, en aquellas cámaras bajo las montañas,
carentes de luz. Ninguno de los dos disponía de medio alguno para medir el paso de las
horas, y el concepto mismo de tiempo perdió su significado. En cierto sentido, vivían al
margen del tiempo. Un día muy bien podría haber sido una semana, o una semana un
día. Caminaban, dormían, comían frugalmente. La única compañía era el constante y
atronador rugido del agua, que proseguía su curso barrenando la piedra. Avanzaban
por la orilla, y bebían de aquella profundidad lisa, salada por la presencia de
minerales. En diversas ocasiones, el pistolero creyó ver bajo la superficie fugitivas
luces a la deriva como cadavéricas lamparillas, pero supuso que no serían más que una
proyección de su propio cerebro, que no había olvidado la luz. Con todo, aconsejó al
chico que evitara meter los pies en el agua.
El telémetro en su cabeza los guiaba certeramente.
El sendero que bordeaba el río (pues era un sendero, liso y algo hundido en el
centro, con una leve concavidad) conducía siempre hacia arriba, hacia el nacimiento
del río. A intervalos regulares se encontraban con unos pilares de piedra curvos, con
pernos de argolla empotrados; quizás en otro tiempo habían atado ahí bueyes o
caballos de las diligencias. En cada uno de ellos había un cajón de acero que contenía
una linterna eléctrica, siempre completamente desprovista de vida y de luz.
Durante el tercer periodo de descanso antes de dormir, el chico se alejó un poco. La
leve conversación de los guijarros removidos por el cauteloso avance llegaba hasta el
pistolero.
- Con cuidado - le advirtió. No ves dónde pisas
- Voy a rastras. Esto es... ¡Vaya!
- ¿Qué pasa? - El pistolero se levantó a medias, tocando la culata de un revólver.
Hubo una breve pausa. El pistolero esforzaba en vano la vista.
- Me parece que es una vía de tren - anunció el chico en tono dubitativo.
El pistolero se incorporó y anduvo lentamente hacia el lugar de donde procedía la
voz de Jake, tanteando el terreno con el pie antes de cada paso.
- Aquí.
Una mano se alzó en la oscuridad y tentó el rostro del pistolero. El chico se
desenvolvía muy bien a oscuras, mejor que el mismo pistolero. Sus pupilas se habían
dilatado hasta que pareció que no quedaba color en ellas y el pistolero se dio cuenta de
ello al encender una luz tenue. No había ningún combustible en aquella matriz rocosa,
y el que habían llevado con ellos se estaba convirtiendo en cenizas a pasos
agigantados. A veces, el impulso de encender una luz se volvía casi irresistible.
El chico estaba de pie junto a una curva pared de piedra, provista de soportes
metálicos paralelos, que se perdían en las tinieblas. En cada uno de ellos había unas
protuberancias negruzcas, que quizás antaño hubieran servido como aislantes
eléctricos. Debajo, a escasos centímetros del suelo de piedra, había unos raíles de
metal brillante. ¿Qué debía de haber circulado en otros tiempos por aquellos raíles? Al
escudriñar el camino con los espantados focos de sus ojos, el pistolero sólo podía
imaginar negras balas eléctricas volando a través de aquella noche perpetua. Nunca
había oído hablar de nada semejante. Pero había esqueletos en el mundo, del mismo
modo en que había demonios. En cierta ocasión se había encontrado con un ermitaño
que disfrutaba de un poder casi religioso sobre una miserable congregación de pastores
de ganado gracias a su posesión de un antiguo surtidor de gasolina. El ermitaño se
acuclillaba junto a su artefacto, lo rodeaba posesivamente con un brazo, y predicaba
demenciales, obsesivos y lúgubres sermones. De vez en cuando se colocaba entre las
piernas la todavía brillante boquilla de acero, unida a una manguera de goma
putrefacta. En el surtidor, con letras perfectamente legibles (aunque corroídas por el
orín), se leía una inscripción de ignoto significado: AMOCO. Sin plomo. Amoco se había
convertido en el tótem de un dios atronador, y sus fieles le rendían culto con el
frenético sacrificio de corderos.
Armatostes sin significado, pensó el pistolero. Solamente cascos embarrancados en
arenas que otrora fueran mares.
Y ahora una vía férrea.
- La seguiremos - decidió.
El chico no dijo nada.
El pistolero apagó la luz y ambos se durmieron. Cuando el pistolero despertó, el
chico ya se había levantado; estaba sentado sobre los rieles y lo contemplaba a ciegas
en la oscuridad.
Siguieron las vías como si fueran invidentes, el pistolero delante y el chico a
continuación. Siempre palpaban un raíl con los pies, también como si fueran ciegos.
El murmullo del río a su derecha les acompañaba constante. No se hablaban, y así
transcurrieron tres periodos de vigilia. El pistolero no se sentía movido a pensar con
coherencia ni a hacer proyectos. Cuando dormía, era sin sueños.
Durante el cuarto periodo de vigilia y marcha tropezaron literalmente con una
vagoneta.
El pistolero chocó con el pecho y el chico, que seguía el otro raíl, se golpeó en la
cabeza y cayó al suelo con un grito.
De inmediato el pistolero encendió una lumbre.
- ¿Estás bien? - Sus palabras fueron bruscas, casi cortantes, y le hicieron torcer el
gesto.
- Sí. El chico se palpaba cautelosamente la cabeza. La sacudió un par de veces, para
asegurarse de que había dicho la verdad.
Se volvieron a examinar aquello con lo que habían chocado.
Se trataba de una plataforma metálica lisa, plantada silenciosamente sobre las
vías. En el centro de la plataforma había una palanca móvil. El pistolero no
comprendió al pronto qué era aquello, pero el chico lo identificó al instante.
- Es una vagoneta manual.
- ¿Qué?
- Una vagoneta - repitió, impaciente -, como las que se veían en las películas
antiguas. Mire.
Trepó a la plataforma y asió la palanca. Logró bajarla por completo, pero sólo al
inclinarse con todo su peso sobre ella. Profirió un breve gruñido. La vagoneta, con
muda intemporalidad, avanzó un palmo sobre las vías.
- Está un poco dura - anunció el chico, como si se disculpara por ello.
El pistolero subió a su vez y empujó la palanca hacia abajo: la vagoneta se movió,
obediente, y volvió a detenerse. Notó el giro de un eje propulsor bajo los pies y la
operación lo complació - porque, aparte de la bomba de la estación de paso, era la
primera máquina antigua en estado de funcionamiento que había visto en bastantes
años -, pero también le preocupó. De nuevo el beso de la maldición, pensó, y supo que
el hombre de negro también había previsto que encontraran aquello.
- Bonito, ¿eh? - comentó el chico, con la voz cargada de desprecio.
- ¿Qué son las películas? - quiso saber el pistolero.
Jake no respondió y ambos se sumieron en un negro silencio, como en el interior de
una tumba de la que hubiera huido toda vida. El pistolero podía distinguir el
funcionamiento de sus propios órganos internos, y la respiración del chico. Nada más.
- Usted se pone a un lado, y yo al otro - explicó Jake. Tendrá que empujar usted solo
hasta que coja velocidad. Entonces podré ayudarle. Primero empuja usted, luego
empujo yo. Enseguida cogeré impulso. ¿Entendido?
- Entendido - respondió el pistolero. Sus manos estaban contraídas en impotentes,
desesperados puños.
- Tendrá que empujar usted solo hasta que coja velocidad - repitió el chico,
mirándolo.
El pistolero tuvo una súbita visión, asombrosamente nítida, del Gran Salón un año
después del Baile de Primavera, con los destrozados y astillados desechos de la
revuelta, la guerra civil y la invasión. Esta visión fue seguida por la imagen de Alice,
la mujer de Tull con la cicatriz, empujada y sacudida por el impacto de las balas que,
por puro reflejo, la mataron. Fue seguida por el rostro de Jamie, azulado en la muerte,
y por el contraído y sollozante rostro de Susan. Todos los amigos, pensó el pistolero. Y
sonrió ferozmente.
- Empujaré - dijo al fin.
Comenzó a mover la palanca.
Avanzaron en la oscuridad, más deprisa que antes, sin necesidad de ir tanteando el
terreno. En cuanto la vagoneta se hubo desprendido de la torpeza de una era
enterrada, comenzó a rodar suavemente. El chico trataba de hacer su parte del trabajo
y el pistolero le concedía breves turnos, pero casi todo el tiempo accionaba él la
palanca, con amplios movimientos ascendentes y descendentes que le tensaban los
músculos del pecho. El río era su compañero, a veces más cercano a su derecha, a veces
más lejano. En una ocasión adquirió poderosas resonancias huecas, y ellos se sintieron
como si estuvieran cruzando el atrio de alguna catedral prehistórica. Otra vez,
desapareció casi por completo.
La velocidad y el roce del aire sobre las caras ocupaba aparentemente el lugar de la
vista y les proporcionaba, de nuevo, un marco temporal de referencia. El pistolero
juzgó que estaban cubriendo entre quince y veinticinco kilómetros por hora, siempre
en una ligera y casi imperceptible cuesta arriba que resultaba insidiosamente
agotadora. Cuando se detenían, dormía como las mismas piedras. De nuevo estaban
quedándose casi sin comida. Ninguno de los dos se preocupaba por ello.
Para el pistolero, la tensión de un inminente clímax era tan imperceptible, pero tan
real y acumulativa, como la fatiga de impulsar la vagoneta. Se aproximaba el fin del
principio. El pistolero se sentía como un actor situado en el centro del escenario
momentos antes de que se alzara el telón; dispuesto en su lugar, con la primera frase
grabada en la mente, oía como el invisible público hojeaba los programas y se
acomodaba en los asientos. Vivía con un tenso nudo de profana expectación en el
estómago, y agradecía el ejercicio que le permitía dormir.
El chico hablaba cada vez menos, pero en un momento de reposo, en un periodo de
sueño antes de que los atacaran los Mutantes Lentos, preguntó casi tímidamente al
pistolero sobre su mayoría de edad.
El pistolero se hallaba apoyado contra la palanca, con un cigarrillo de la menguante
reserva de tabaco pendiendo en sus labios. Estaba a punto de sumirse en su habitual
sueño sin pensamientos cuando el chico formuló su pregunta.
- ¿Por qué quieres saber eso? - replicó.
La voz del chico fue curiosamente terca, como si pretendiera ocultar su turbación.
- Me interesa. Tras una pausa, añadió -: Siempre me ha intrigado la cuestión de la
madurez. Casi todo son mentiras.
- La mayoría de edad no es lo mismo que la madurez. Yo no he madurado de golpe,
sino un poco aquí y otro poco allí, por el camino. Una vez vi ahorcar a un hombre. Eso
fue parte del proceso, aunque en aquel momento no me di cuenta. Hace doce años dejé
a una chica en un lugar llamado King's Town. Eso fue otra parte. Pero no reconocí
ninguna de las partes en el momento de producirse. Sólo llegué a comprenderlo más
tarde.
Sintiéndose un tanto incómodo, se dio cuenta de que estaba esquivando la pregunta.
- Supongo que la mayoría de edad también fue una parte - admitió, casi a
regañadientes. Fue un rito formal. Casi estilizado, como una danza. Se rió de una
forma desagradable. Como el amor.
"El amor y la muerte han sido mi vida.
El chico no dijo nada.
- Era necesario demostrar la propia valía en un combate - comenzó el pistolero.
Estío y calor.
Agosto actuó sobre la tierra como un amante vampiro: secó las tierras y las cosechas
de los agricultores arrendatarios, hizo que se volvieran blancos y estériles los campos
del castillo - ciudad. Al oeste, a unos kilómetros de distancia y cerca de las fronteras
que marcaban los límites del mundo civilizado, ya había comenzado la lucha. Todos los
informes eran malos, y todos palidecían ante el calor que sofocaba aquel lugar del
centro. El ganado, con los ojos vacíos, yacía tendido en los corrales. Los cochinos
gruñían inquietos, ajenos a los cuchillos que se afilaban de cara al otoño próximo. La
gente se quejaba de los impuestos y de las quintas, como solía hacer siempre, pero bajo
el apático drama de la política sólo existía vaciedad. El centro estaba deshilachado
como una alfombra de trapos lavada, pisada, sacudida, colgada y secada. Las líneas y
las mallas que sujetaban la última joya sobre el pecho del mundo empezaban a
deshacerse. Las cosas no se tenían en pie. La tierra contenía el aliento durante aquel
verano del eclipse venidero.
El chico vagaba ociosamente por el pasillo superior de aquel lugar de piedra que era
su hogar, percibiendo estas cosas sin comprenderlas. También él era vacuo y peligroso.
Tres años habían transcurrido desde el ahorcamiento del cocinero que siempre era
capaz de encontrar un bocado para un chico hambriento. Había crecido. Ahora,
cubierto únicamente con unos desteñidos pantalones de dril, cumplidos los catorce
años, comenzaba ya a mostrar la amplitud de pecho y la longitud de piernas que lo
caracterizarían en la edad viril. Aún no había conocido mujer, pero dos jóvenes
sirvientas de un mercader de la ciudadela occidental, sucias y desaliñadas, ya le
habían echado el ojo. Él había reaccionado ante sus insinuaciones, y en aquellos
momentos deseaba con mayor intensidad darles una respuesta. Aun en el frescor del
pasadizo notaba el sudor en su cuerpo.
Los aposentos de su madre se hallaban algo más adelante, y se dirigió hacia allí con
indiferencia, sin más pensamiento que el de cruzar ante ellos de camino al terrado,
donde le esperaban una fresca brisa y el placer de su propia mano. Acababa de pasar
ante la puerta cuando una voz lo llamó:
- Tú, chico.
Era Marten, el hechicero. Iba vestido con ropa sospechosa e inquietantemente
informal: negros pantalones de resistente tela, casi tan ajustados como unos leotardos,
y una camisa blanca desabrochada sobre el pecho. Estaba despeinado.
El muchacho lo contempló en silencio.
- ¡Pasa, pasa! ¡No te quedes en la puerta! Tu madre desea hablar contigo. Los labios
sonreían, pero las líneas del rostro reflejaban un humor más profundo y sardónico. Por
debajo sólo había frialdad.
Su madre, empero, no parecía muy deseosa de verle. Estaba sentada en una silla de
respaldo bajo, junto al gran ventanal de la sala principal de sus aposentos, aquel que
se abría sobre las desiertas losas recalentadas del patio central. Ataviada con una
informal bata holgada, apenas dedico una mirada al muchacho; una fugaz y reluciente
sonrisa triste, como el sol del otoño sobre las aguas de un arroyo. Durante el resto de
la entrevista no dejó de estudiarse las manos.
Por entonces, él ya no solía ver muy a menudo a su madre, y el fantasma de las
canciones de cuna ya casi se le había borrado del cerebro. Pero, aun así, se trataba de
una entrañable desconocida. El muchacho se sintió poseído de un miedo amorfo y, en
el mismo instante, le nació un odio indefinido hacia Marten, la mano derecha de su
padre (¿o era a la inversa?).
Y, naturalmente, existían también las habladurías maliciosas, a las que él creía
sinceramente no haber prestado oídos.
- ¿Estás bien? - preguntó ella suavemente, contemplándose las manos.
Marten permanecía de pie a su lado, con la mano, pesada e inquietante, cerca del
punto en que el blanco cuello de la mujer se unía a su blanco hombro, sonriéndoles a
ambos.
- Sí - dijo él.
- Tus estudios, ¿van bien?
- Me esfuerzo - contestó. Ambos adultos sabían que no poseía una brillante
inteligencia, como Cuthbert, ni era siquiera vivo, como Jamie. Él era de los que deben
avanzar laboriosamente y con perseverancia.
- ¿Y David? - Conocía el afecto que sentía por el halcón.
El adolescente alzó la vista hacia Marten, que seguía sonriendo paternalmente
sobre sus cabezas.
- Ya ha pasado sus mejores días.
Su madre pareció sobresaltarse; por un instante, dio la impresión que el rostro de
Marten se ensombrecía y que la mano apoyada sobre el hombro de la mujer se
contraía.
Luego ella desvió la vista hacia la calurosa blancura del día y todo quedó como
estaba antes.
"Es una farsa - pensó él. Un juego. ¿Quién estájugando con quién?"
- Tienes una cicatriz en la frente - observó Marten, sin dejar de sonreír. ¿Vas a ser
un luchador como tu padre o es que eres lento?
Esta vez ella sí dio un respingo.
- Las dos cosas - contestó el muchacho. Luego miró a Marten con fijeza y le sonrió
dolorosamente. Incluso allí dentro hacía mucho calor.
Bruscamente, Marten dejó de sonreír.
- Ya puedes irte al terrado, chico. Creo que tenías algo que hacer allí.
Pero Marten lo había juzgado mal, lo había subestimado. Hasta entonces su
conversación había sido en la Baja Lengua, una parodia de informalidad. Pero, de
pronto, el muchacho cambió a la Alta Lengua:
- ¡Mi madre aún no me ha despedido, vasallo!
El rostro de Marten se contrajo como golpeado por una fusta. El joven oyó el
temeroso y afligido resuello de su madre. Ella pronunció su nombre.
Pero la dolorosa sonrisa permanecía intacta en los labios del muchacho, que dio un
paso al frente.
- ¿Me darás un signo de lealtad, vasallo? ¿En el nombre de mi padre, a quien tú
sirves?
Marten se lo quedó mirando, mudo de incredulidad.
- Ve - dijo al fin Marten con suavidad. Ve y encuentra tu mano.
Sonriente, el muchacho se marchó.
Al cerrar la puerta y alejarse por donde había venido, oyó el plañido de su madre.
Fue el sonido de un alma en pena.
Y luego oyó la carcajada de Marten.
El joven siguió sonriendo mientras se dirigía hacia su prueba.
Jamie acababa de estar con las comadres en la tienda y, cuando vio al muchacho
cruzando el patio de ejercicios, corrió a contarle a Rolando los últimos rumores de
mortandad e insurrección en el oeste. Pero tuvo que echarse a un lado sin poder decir
palabra. Se conocían desde la primera infancia y, ya un poco mayores, se habían
desafiado el uno al otro, se habían vapuleado el uno al otro y juntos habían
emprendido mil exploraciones de los muros dentro de los cuales ambos fueron
concebidos.
El joven pasó junto a él a grandes zancadas, mirando sin ver, sonriendo con su
dolorosa sonrisa. Se dirigía hacia la cabaña de Cort, que tenía cerradas las persianas
para protegerse del fiero calor de la tarde. Cort solía sestear por la tarde, a fin de
disfrutar más plenamente de sus incursiones vespertinas por el sucio laberinto de
burdeles de la ciudad inferior.
Jamie comprendió en un destello de intuición, supo lo que iba a ocurrir y,
debatiéndose entre el miedo y el éxtasis, no supo si seguir a Rolando o salir en busca
de los demás.
La hipnosis se rompió de pronto y echó a correr hacia los edificios principales,
gritando:
- ¡Cuthbert! ¡Allen! ¡Thomas!
Sus gritos sonaron débiles pero di fanos en el calor agobiante. Siempre habían
sabido, todos ellos, de la manera inexplicable propia de los muchachos, que Rolando
sería el primero en hacer la prueba. Pero aquello era demasiado precipitado.
La feroz sonrisa que exhibía Rolando lo galvanizó como no hubiera podido hacerlo
ninguna noticia de guerras, revueltas o brujerías. Era mucho más que unas cuantas
palabras oídas de una boca desdentada sobre unas lechugas cubiertas de cagadas de
mosca.
Rolando llegó a la cabaña de su instructor y abrió de una patada la puerta. Ésta
saltó hacia atrás, chocó contra el áspero enlucido de la pared y rebotó.
Jamás había estado allí. El umbral se abría sobre una austera cocina, fresca y
marrón. Una mesa. Dos sillas de respaldo recto. Dos alacenas. Un desgastado suelo de
linóleo, con huellas negruzcas entre la fresquera colocada en el suelo, el mostrador
sobre el que pendían los cuchillos, y la mesa.
Ahí estaba la intimidad de un hombre público. La ultima y marchita sobriedad de
un violento juerguista de medianoche, que había amado a tres generaciones de
muchachos, con aspereza, y convertido en pistoleros a algunos de ellos.
- ¡Cort!
Pateó la mesa, que chocó contra el mostrador al otro extremo del cuarto. Los
cuchillos colgados de la rejilla de la pared se desparramaron en una destellante
confusión.
En el cuarto de al lado hubo un rumor sordo, un soñoliento carraspeo. El muchacho
no entró pues sabía que era fingido, sabía que en la otra habitación Cort había
despertado de inmediato y acechaba con su único ojo detrás de la puerta, esperando
romper el incauto cuello del intruso.
- ¡Ven aquí, Cort, vasallo!
Esta vez habló en la Alta Lengua, y Cort abrió por completo la puerta. Cubierto
únicamente con unos frescos calzoncillos, era un hombre achaparrado y patituerto,
surcado de cicatrices de pies a cabeza, con nudosos mano)os de músculos. Tenía el
abdomen redondeado y prominente. El muchacho sabía, por propia experiencia, que
estaba hecho de acero. El único ojo bueno se encendió de ira en su maltratada e
irregular cabeza calva.
El joven lo saludó formalmente.
- No me enseñes más, vasallo. Hoy te enseño yo a ti.
- Llegas temprano, llorica - dijo en tono despreocupado, pero hablando también en
la Alta Lengua. Con cinco años de adelanto, diría yo. Sólo te lo preguntaré una vez:
¿quieres echarte atrás?
El joven respondió únicamente con su sonrisa fiera y dolorosa. Para Cort, que había
visto idéntica sonrisa en una veintena de ensangrentados campos del honor y el
deshonor, bajo cielos teñidos de rojo, fue suficiente respuesta; quizá la única en que
hubiera podido creer.
- Es una pena - comentó el instructor con aire ausente. Has sido un alumno muy
prometedor, acaso el mejor en dos docenas de años. Lamentaré verte destruido y
empujado a un camino sin esperanzas. Pero el mundo ha cambiado. Nos aguardan
malos tiempos.
El muchacho siguió sin decir nada (y habría sido incapaz de dar una explicación
coherente si alguien se la hubiera pedido), pero por primera vez se suavizó un poco su
sonrisa.
- Aun así, está la línea de la sangre - añadió Cort, con un aire sombrío -, con
revueltas y brujerías en el oeste o sin ellas. Soy tu vasallo, muchacho. Reconozco tu
autoridad y la acato, aunque no haya de volver a hacerlo nunca más, con todo mi
corazón.
Y Cort, que lo había zurrado, pateado, hecho sangrar y maldecido, que se había
mofado de él y lo había tratado de piojoso y sifilítico, hincó una rodilla en tierra e
inclinó la cabeza.
El joven, admirado, le rozó la curtida y vulnerable piel del cuello.
- Álzate, vasallo. Con mi amor.
Cort se incorporó lentamente, y tal vez hubiera dolor bajo la impasible máscara de
las arrugadas facciones.
- Esto es un desperdicio. Renuncia, muchacho. Estoy quebrantando mi propia
palabra. ¡Renuncia y espera!
El joven no dijo nada.
- Muy bien. La voz de Cort se volvió seca y formal. Dentro de una hora. Y el arma de
tu elección.
- ¿Traerás tu garrote?
- Siempre lo he llevado.
- ¿Cuántos garrotes te han arrebatado, Cort?
Equivalía a preguntarle que cuántos muchachos de todos los que habían entrado en
el patio cuadrado de detrás del Gran Salón regresaron como aprendices de pistolero.
- Hoy no me será arrebatado ninguno - contestó Cort pausadamente. Lo lamento.
Sólo hay una prueba, muchacho. La precipitación se castiga de la misma manera que
la falta de mérito. ¿No puedes esperar?
El adolescente recordó a Marten erguido sobre él, alto como las montañas.
- No.
- Muy bien. ¿Qué arma eliges?
El joven no respondió.
La sonrisa de Cort dejó al descubierto una mellada hilera de dientes.
- Sabio comienzo. Dentro de una hora. ¿Te das cuenta de que es muy probable que
no vuelvas a ver nunca a los demás, ni a tu padre, ni este lugar?
- Sé lo que significa el destierro.
- Puedes irte.
El muchacho salió sin mirar atrás.
El sótano del granero daba la falsa impresión de ser fresco; estaba impregnado de
humedad y de olor a telarañas y tierra mojada. Pese a estar iluminado por la claridad
del sol oblicuo, el calor del día no llegaba hasta él; el muchacho guardaba allí el halcón,
y el ave parecía sentirse a gusto.
David se había hecho viejo y ya no surcaba los cielos. Sus plumas habían perdido el
radiante brillo animal de tres años antes, pero sus ojos se mantenían tan fijos y
penetrantes como siempre. No puedes conseguir la amistad de un halcón, decían, a
menos que seas un halcón tú mismo, un solitario que está de paso en la tierra, sin
amigos ni necesidad de tenerlos. El halcón no rinde homenaje a las costumbres.
David era ya un halcón viejo. El muchacho tenía la esperanza (¿o acaso era
demasiado poco imaginativo para tener esperanzas? ¿Quizá, simplemente, lo sabía?)
de ser él mismo un halcón joven.
- Hai - dijo suavemente, mientras extendía el brazo hacia la percha del ave.
El halcón saltó al brazo del muchacho y permaneció inmóvil, sin la capucha. El
muchacho se metió la otra mano en el bolsillo y sacó un pedazo de tasajo seco. El
halcón lo tomó con gran destreza de entre sus dedos y lo hizo desaparecer.
El joven empezó a acariciar a David muy cautelosamente. Probablemente, si Cort
hubiera podido verlo no lo habría creído, pero Cort tampoco suponía que hubiera
llegado la hora del muchacho.
- Creo que hoy vas a morir - comenzó, sin dejar de acariciarlo. Creo que hoy serás
sacrificado, como todos aquellos pajarillos con los que te entrenábamos. ¿Te acuerdas?
¿No? Da igual. A partir de hoy, el halcón soy yo.
David seguía posado en su brazo, silencioso y sin parpadear, indiferente a su vida o
su muerte.
- Eres viejo - prosiguió el muchacho en tono reflexivo -, y tal vez no seas mi amigo.
Hace apenas un año, habrías preferido mis ojos a ese trocito de carne seca, ¿verdad?
Cort se reiría. Pero si nos acercamos lo suficiente... ¿De qué se trata, pájaro? ¿Es
amistad o es la edad?
David no se lo dijo.
El muchacho le cubrió la cabeza con su caperuza y recogió las pihuelas, que estaban
enlazadas al extremo de la percha de David. Salieron del granero.
El patio situado tras el Gran Salón no era en realidad un patio, sino un pasillo
verde cuyos muros estaban formados por tupidos y enmarañados setos vivos. El lugar
había sido utilizado para el rito de la mayoría de edad desde tiempo inmemorial,
mucho antes de Cort y de su predecesor, que había muerto de una puñalada asestada
allí mismo por una mano enardecida en exceso. Eran muchos los adolescentes que
habían salido del pasillo por el extremo oriental - por el que entraba siempre el
instructor -, convertidos en hombres. El extremo oriental conducía al Gran Salón y a
toda la civilización y la intriga del mundo iluminado. Muchos más se habían retirado,
vencidos y ensangrentados, por el extremo occidental - por donde entraban siempre los
aspirantes -, niños para siempre. El extremo occidental apuntaba a las montañas y a
los que moraban en chozas; más allá, a los espesos bosques bárbaros y, todavía más
allá, al desierto. El adolescente convertido en hombre avanzaba desde la oscuridad y la
ignorancia hacia la luz y las responsabilidades; al que era vencido sólo le cabía
retirarse, siempre retirarse más y más. El pasillo era tan liso y verde como un campo
de juegos. Medía exactamente cincuenta metros de longitud.
Habitualmente, ambos extremos estaban abarrotados de parientes y espectadores
en tensión, pues el ritual solía preverse con gran antelación: la edad más corriente
para la prueba eran los dieciocho años (aquellos que no se habían sometido a ella al
cumplir los veinticinco solían deslizarse a la oscuridad de una vida como poseedores de
un feudo franco, incapaces de afrontar la brutal realidad, el todo o nada, de aquel
campo y la prueba). Pero ese día no había nadie más que Jamie, Cuthbert, Allen y
Thomas, arracimados en el extremo de los muchachos, boquiabiertos y francamente
aterrorizados.
- ¡El arma, estúpido! - susurró Cuthbert, angustiado. ¡Te has olvidado del arma!
- La tengo - respondió el muchacho con aire distante. Se preguntó vagamente si las
noticias del acontecimiento habrían llegado ya a los edificios centrales, si su madre... y
Marten lo sabrían. Su padre estaba de caza y aún tardaría semanas en regresar. Se
avergonzaba de aquello, pues sentía que en su padre habría hallado comprensión, si no
aprobación.
- ¿Ha llegado Cort?
- Cort está aquí. La voz sonó en el extremo opuesto del pasillo y Cort se dejó ver,
enfundado en una camiseta corta. Una gruesa banda de cuero le ceñía la frente, para
evitar que el sudor le entrara en los ojos. Blandía un garrote de madera y de hierro,
con un extremo en punta y el otro romo y aplanado. Comenzó a recitar la letanía que
todos ellos, elegidos por la ciega sangre de sus padres, aprendieron durante la primera
infancia y memorizaron para el día en que se convertirían, por ventura, en hombres.
- ¿Has venido con un propósito serio, muchacho?
- He venido con un propósito serio, instructor.
- ¿Has venido como un proscrito de la casa de tu padre?
- Como tal he venido, instructor. Y un proscrito sería hasta que superase a Cort. Si
Cort le vencía, seguiría siendo un proscrito para siempre.
- ¿Has venido con el arma de tu elección?
- Con ella he venido, instructor.
- ¿Cuál es tu arma? - La ventaja del instructor era tener la posibilidad de adaptar
su estrategia a la honda, la lanza o la red.
- Mi arma es David, instructor.
El titubeo de Cort fue muy breve.
- ¿Estás resuelto a atacarme, entonces?
- Así es.
- No te detengas, pues.
Y Cort avanzó hacia el centro del pasillo, pasándose el garrote de mano a mano. Los
chicos emitieron un suspiro aleteante, como pájaros, cuando su compatriota avanzó
para hacerle frente.
Mi arma es David, instructor.
¿Recordaría Cort? ¿Habría comprendido plenamente? De ser así, quizá todo
estuviera perdido. Contaba con la sorpresa... y con el coraje que pudiera conservar aún
el ave. ¿Permanecería posado en su brazo, desinteresado, mientras Cort le machacaba
el cráneo con el garrote de madera e hierro? ¿O buscaría tal vez el alto y caluroso
firmamento?
Se aproximaron. El muchacho retiró la caperuza del halcón con dedos desprovistos
de nervios, la arrojó al verde césped e interrumpió su avance. Vio cómo los ojos de Cort
se detenían en el pájaro y se dilataban por la sorpresa y por los primeros atisbos de
lenta comprensión.
Era el momento.
- ¡A él! - gritó el joven, alzando el brazo.
Y David voló como una parda bala silenciosa, agitando sus cortas alas una, dos, tres
veces, antes de chocar contra el rostro de Cort con ansioso pico y espolones.
- ¡Hai! ¡Rolando! - aulló Cuthbert con delirio.
Cort se tambaleó hacia atrás, perdido el equilibrio. Levantó el garrote y batió
inútilmente el aire alrededor de su cabeza. El halcón era un manojo de plumas
ondulante y borroso.
El muchacho se lanzó hacia adelante como una flecha, el brazo completamente
extendido, rígido el codo.
Aun así, Cort fue casi demasiado rápido para él. El pájaro cubría el noventa por
ciento de su campo visual, pero el palo de hierro se alzó de nuevo, con el extremo
aplanado hacia adelante, y Cort ejecutó a sangre fría el único gesto que en aquellos
momentos aún podía cambiar el cariz de la situación. Por tres veces golpeó su propia
cara, contrayendo implacablemente los bíceps.
David cayó al suelo, roto y torcido. Un ala batía frenéticamente la hierba. Los fríos
ojos de depredador contemplaban con ferocidad el rostro ensangrentado y chorreante
del instructor. El ojo malo de Cort sobresalía ciegamente en la cuenca.
El muchacho descargó un puntapié contra la sien de Cort y acertó de pleno. Aquello
debió de poner fin al combate; tenia la pierna entumecida por el único golpe a Cort,
pero, aun con eso, ahí tendría que haber terminado. No fue así. Por un instante, el
rostro de Cort quedó como muerto, pero al momento se abalanzó en busca del pie del
muchacho.
El chico saltó hacia atrás y se enredó con sus propios pies. Cayó al suelo cuan largo
era. Desde muy lejos, oyó el chillido de Jamie. Cort ya volvía a estar en pie, listo para
lanzarse sobre él y poner fin a la lucha. Toda su ventaja se había perdido. Se miraron
unos instantes, el instructor sobre el pupilo, con la parte izquierda del rostro cubierta
de goterones de sangre y el ojo malo cerrado, salvo por una fina línea de blanco.
Aquella noche no habría burdeles para Cort.
Algo rasgó con furia la mano del muchacho. Era el halcón, David, que desgarraba
ciegamente. Tenía las dos alas rotas. Era increíble que no hubiese muerto. El chico lo
cogió como si fuera una piedra, sin prestar atención al hiriente pico que le arrancaba a
tiras la carne de la muñeca. Cuando Cort se lanzó sobre él, con los brazos abiertos, el
muchacho arrojó el halcón hacia arriba.
- ¡Hai! ¡David! ¡Mata!
Y entonces Cort tapó la luz del sol y cayó sobre él.
El ave quedó aplastada entre ambos, y el muchacho sintió que un pulgar encallecido
buscaba la órbita de uno de sus ojos. Lo desvió al mismo tiempo que encogía un muslo
para bloquear la rodilla que Cort pretendía hundirle en el bajo vientre. Con el canto de
la mano golpeó duramente tres veces el tronco que era el cuello de Cort. Fue como
golpear a una piedra acanalada.
Entonces Cort profirió un sordo gruñido. Todo su cuerpo se estremeció. El
muchacho atisbó vagamente una mano que buscaba a tientas el caído garrote y, con
una brusca sacudida, lo apartó de una patada. David había hundido un espolón en el
oído derecho de Cort. El otro laceraba sin piedad la mejilla del instructor,
destrozándola por completo. Cálida sangre salpicó el rostro del joven, y olía a virutas
de cobre.
El puño de Cort golpeó una vez al pájaro y le rompió el lomo. Otra vez, y el cuello se
dobló en un ángulo quebrado. Y el espolón seguía hiriendo. Ya no quedaba oreja;
solamente un agujero rojo que se abría hacia el cráneo de Cort. El tercer golpe hizo que
el halcón saliera despedido, y el rostro de Cort quedó libre.
El muchacho descargó el canto de la mano contra el puente de la nariz de Cort,
rompiendo el delgado hueso. Brotó sangre.
La mano de Cort, buscando a ciegas, se aferró a las nalgas del chico; Rolando giró a
un lado para desasirse, encontró el garrote de Cort y se incorporó sobre sus rodillas.
Cort se puso también de rodillas, sonriendo de una forma pavorosa. Su cara era una
máscara de cuajarones de sangre. El único ojo bueno giraba enloquecido en su órbita.
La castigada nariz estaba torcida hacia la cara. Ambas mejillas colgaban en jirones.
El muchacho sostenía el garrote como un jugador de béisbol al esperar un
lanzamiento.
Cort hizo un doble amago y se abalanzó sobre él.
El muchacho estaba preparado. El garrote osciló en un arco horizontal y chocó
contra la cabeza de Cort con un ruido apagado y resonante. Cort cayó de costado,
mirando al chico, sin verlo, con una expresión perezosa. De los labios le fluía un hilillo
de saliva.
- Ríndete o muere - dijo el muchacho. Tenía la boca llena de algodón mojado.
Y Cort sonrió. Casi había perdido el conocimiento, y durante toda la semana
siguiente tendría que convalecer en su cabaña de piedra, envuelto en la negrura del
coma, pero en aquel momento resistió con toda la fuerza de su despiadada vida,
carente de secretos.
- Me rindo, pistolero. Me rindo sonriendo.
El ojo bueno de Cort se cerró.
El pistolero lo sacudió suavemente, pero con insistencia. Los demás habían corrido
junto a él y todas las manos temblaban del anhelo de darle golpecitos en la espalda y
de estrechar sus hombros; sin embargo, se mantenían algo alejados, temerosos,
percibiendo un nuevo abismo. Y aun así, no era tan extraño como podía haber sido,
porque siempre había existido un abismo entre él y los otros.
El ojo de Cort aleteó débilmente y se abrió de nuevo.
- La llave - le urgió al pistolero. Mi derecho de nacimiento, instructor. Lo necesito.
Su derecho de nacimiento eran los revólveres; no las pesadas armas de su padre,
con culatas de madera de sándalo, pero revólveres en cualquier caso. Prohibidos a todo
el mundo, salvo a unos pocos. Fundamentales, definitivos. En la bóveda de gruesos
muros situada bajo los cuarteles donde la vieja ley le exigía residir a partir de
entonces, alejado del seno de su madre, pendían ahora sus armas de aprendiz, pesados
y engorrosos objetos de níquel y acero. Pero eran las armas que habían acompañado a
su padre durante el aprendizaje, y ahora su padre gobernaba... al menos,
teóricamente.
- ¿Tan temible es, pues? - farfulló Cort, como entre sueños. ¿Tan urgente? Así lo
temía. Y, sin embargo, has vencido.
- La llave.
- El halcón... Un magnífico ardid. Un arma magnífica. ¿Cuánto tardaste en entrenar
al hijo de puta?
- No entrené a David, instructor. Me hice amigo de él. La llave.
- Bajo mi cinturón, pistolero. El ojo se cerró de nuevo.
El pistolero deslizó una mano bajo el cinturón de Cort, sintiendo la poderosa presión
de su vientre y de los enormes músculos, ahora flojos y dormidos. La llave se hallaba
en un aro de latón. El joven cerró el puño en torno a ella, resistiendo el loco impulso de
arrojarla hacia el cielo con un saludo victorioso.
Se puso en pie y por fin se daba la vuelta hacia los otros cuando la mano de Cort
buscó a tientas su pie. Por un instante el pistolero temió un último ataque y se puso en
tensión, pero Cort se limitó a alzar la vista hacia él y le hizo señas con un dedo
cubierto de sangre seca.
- Voy a dormir - susurró Cort con calma. Tal vez para siempre, no lo sé. No he de ser
ya tu instructor, pistolero. Me has superado, aun siendo dos años más joven que tu
padre, que había sido el más joven. Pero escucha todavía un consejo.
- ¿Qué? - Con impaciencia.
- Espera.
- ¿Eh? - El asombro le arrancó la exclamación.
- Deja que la palabra y la leyenda te precedan. Hay quienes las divulgarán ambas.
Sus ojos se movieron ligeramente. Necios, tal vez. Deja que la palabra te preceda. Deja
que tu sombra se agrande. Que le crezca el pelo en la cara. Que se haga oscura. Sonrió
de una forma grotesca. Con tiempo suficiente, las palabras pueden incluso hechizar a
un hechicero. ¿Entiendes lo que te digo, pistolero?
- ¿Aceptarás mi último consejo?
El pistolero, de cuclillas y pensativo, se balanceó sobre los talones, en una postura
que prefiguraba ya al hombre. Contempló el firmamento, que empezaba a volverse
profundo y violáceo. Ya no hacía tanto calor y, al oeste, unos nubarrones presagiaban
lluvia. Puntas de relámpago asaeteaban las plácidas laderas de las colinas, a
kilómetros de distancia. más allá, las montañas. Y aún más allá, los crecientes ríos de
sangre y sinrazón. Se sentía cansado, cansado hasta la médula y más en lo hondo
todavía.
Volvió la vista hacia Cort.
- Enterraré a mi halcón esta noche, instructor. Y luego iré a la ciudad inferior para
informar a los de los burdeles, que estarán intrigados por tu ausencia.
Los labios de Cort se entreabrieron en una sonrisa dolorida. Y al momento se
durmió.
El pistolero se incorporó y se volvió hacia los demás.
- Haced una camilla y llevadlo a su casa. Después, id a buscar a una enfermera. No,
a dos enfermeras. ¿Entendido?
Los otros seguían contemplándolo, capturados en un momento suspendido en el
tiempo e incapaces de romper aún el hechizo. Todavía esperaban ver un aura de fuego
en torno a él, o una licantrópica transformación de sus facciones.
- Dos enfermeras - repitió el pistolero, y luego sonrió.
Todos sonrieron.
- ¡Maldito tratante de caballos! - aulló de pronto Cuthbert, radiante. ¡No has dejado
nada de carne para que nosotros podamos roer los huesos!
- El mundo no cambiará mañana - respondió el pistolero, citando el conocido dicho
con una sonrisa. Vamos, Allen, remolón. Mueve el culo.
Allen comenzó a improvisar una camilla; Thomas y Jamie salieron juntos hacia el
salón principal, rumbo a la enfermería.
El pistolero y Cuthbert intercambiaron una mirada. Siempre habían sido los más
amigos, o, al menos, todo lo amigos que podían ser considerando sus respectivas
personalidades. En los ojos de Cuthbert brillaba una luz especulativa y abierta, y al
pistolero le costó un gran esfuerzo reprimir el impulso de aconsejarle que no se
presentara a la prueba antes de que pasara un año, o dieciocho meses incluso, si no
quería tener que irse hacia el oeste. Pero era mucho lo que habían vivido juntos, y el
pistolero no se creía capaz de ofrecer tal sugerencia sin riesgo de adoptar una
expresión que podría ser tomada por condescendencia. Ya he empezado a maquinar, se
dijo, y quedó algo desalentado. Luego pensó en Marten, en su madre, y dirigió una
engañosa sonrisa a su amigo.
"Voy a ser el primero", se dijo, sintiendo por primera vez una plena certidumbre de
ello, aunque muchas veces (distraídamente) lo había pensado antes. Voy a ser el
primero.
- Vámonos - dijo.
- Con gusto, pistolero.
Salieron por el extremo oriental del pasillo bordeado de setos; Thomas y Jamie ya
volvían con las enfermeras. Éstas llevaban gruesas batas blancas con una cruz roja en
el pecho y parecían fantasmas.
- ¿Querrás que te ayude con el halcón? - preguntó Cuthbert.
- Sí - respondió el pistolero.
Más tarde, cuando hubo llegado la noche y, con ella, los tormentosos chubascos;
mientras enormes artesonados fantasmales rodaban por el cielo y los rayos bañaban
de fuego azul las sinuosas callejas de la ciudad inferior; mientras los caballos
esperaban amarrados a los postes de enganche, con las cabezas gachas y las colas
caídas, el pistolero tomó a una mujer y se acostó con ella. Fue rápido y estuvo bien.
Cuando hubo terminado, y ambos permanecían tendidos sin hablarse, el uno junto al
otro, comenzó a granizar con breve y tableteante ferocidad. Abajo, a lo lejos, alguien
estaba tocando Hey Jude a ritmo sincopado. El pistolero empezó a reflexionar sobre sí
mismo y fue en aquel silencio salpicado de granizo, justo antes de que el sueño lo
venciera, cuando pensó por primera vez en que quizá podría ser también el último.
Naturalmente, el pistolero no le contó al chico todo esto, pero, de todos modos,
quizás hubiera captado la mayor parte. Ya se había dado cuenta antes de que era un
chico sumamente perceptivo, no muy distinto de Cuthbert, o incluso de Jamie.
- ¿Estás dormido? - preguntó el pistolero.
- No.
- ¿Has comprendido lo que te he contado?
- ¿Comprenderlo? - inquirió el chico, con cauteloso desdén. ¿Comprenderlo? ¿Me
toma el pelo?
- No. Pero el pistolero estaba a la defensiva. Nunca había hablado con nadie acerca
de su mayoría de edad, porque sus sentimientos respecto a aquel episodio de su vida
eran encontrados. El halcón había sido un arma perfectamente v lida, por supuesto,
pero también había sido una treta. Y una traición. La primera de muchas: ¿Estoy
preparándome ahora para arrojar este chico contra el hombre de negro?
- He comprendido - afirmó el chico. Fue un juego, ¿verdad? ¿Es que los adultos
tienen que estar siempre jugando a algo? ¿Tiene que ser todo una excusa para otra
clase de juego? ¿Hay hombres que maduran o solo llegan a la mayoría de edad?
- No lo sabes todo - le replicó el pistolero, conteniendo su lenta ira.
- No. Pero sé qué soy yo para usted.
- Ah, ¿sí? ¿Qué eres? - preguntó el pistolero, tenso.
- Una ficha de póker.
El pistolero tuvo el impulso de coger una piedra y machacarle el cerebro al chico. En
vez de hacerlo, refrenó su lengua.
- Duérmete ya - le ordenó. Los chicos necesitan dormir.
Y, en su mente, volvió a oír el eco de Marten: Ve y encuentra tu mano. Permaneció
sentado en la oscuridad, pasmado de horror y aterrorizado (por vez primera en toda su
existencia, aterrorizado por algo) por el desprecio hacia sí mismo que quizá le
reservaba el futuro.
Durante el siguiente período de vigilia, el trazado de la vía férrea se acercó más al
río subterráneo y encontraron a los Mutantes Lentos.
Jake vio al primero y lanzó un grito.
La cabeza del pistolero, que permanecía fija al frente mientras accionaba la palanca
de la vagoneta, se desvió hacia la derecha con una sacudida. más abajo, lejos de ellos,
se veía un putrefacto resplandor verdoso de fuego fatuo, circular y levemente
palpitante. Entonces advirtió por primera vez el olor: débil, desagradable, húmedo.
El resplandor verdoso era una cara, y la cara era anormal. Por encima de la nariz
aplastada había un insectil nódulo de ojos, que los contemplaban inexpresivamente. El
pistolero sintió un atávico hormigueo en los intestinos y las partes pudendas. Aceleró
el ritmo de los brazos y la palanca.
La cara fosforescente desapareció.
- ¿Qué ha sido eso? - preguntó el chico, encogiéndose. ¿Qué...? - Las palabras se
ahogaron en su garganta al pasar junto a un grupo de tres inmóviles figuras,
levemente fosforescentes, de pie entre los raíles y el río invisible, mirándolos.
- Son Mutantes Lentos - explicó el pistolero. No creo que nos causen ningún
problema. Seguramente están tan asustados de nosotros como nosotros de...
Una de las figuras se separó de las restantes y avanzó bamboleante hacia ellos,
luminosa y cambiante. Su cara era la de un idiota desnutrido. El flaco cuerpo desnudo
se había transformado en un nudoso amasijo de miembros tentaculares provistos de
ventosas.
El chico volvió a gritar y se apretó contra la pierna del pistolero como un perro
asustado.
Uno de los tentáculos se arrastró sobre la lisa plataforma de la vagoneta. Apestaba
a humedad, a oscuridad, a algo extraño. El pistolero soltó la palanca, desenfundó y
disparó una bala contra la frente de aquella cara de idiota desnutrido. El rostro cayó
hacia atrás y su leve fulgor de fuego fatuo desapareció como una luna eclipsada. El
brillante destello del disparo se quedó grabado en las oscurecidas retinas, y
desapareció muy lentamente. El olor a pólvora gastada era caliente, salvaje y ajeno a
aquel lugar enterrado.
Pero había otros, muchos más. Ninguno de ellos los atacó abiertamente, pero cada
vez se acercaban más a las vías, como un silencioso y abominable grupo de turistas
curiosos.
- Quizá debas darle tú a la palanca en mi lugar - dijo el pistolero. ¿Podrás hacerlo?
- Pues prepárate.
El chico se irguió a su lado, con el cuerpo en equilibrio. Sus ojos captaban
únicamente a los Mutantes Lentos junto a los que pasaban, sin fijarse en ellos, sin ver
nada más que lo estrictamente necesario. El chico había asumido una carga psíquica
de terror, como si su propio ego hubiera surgido de algún modo a través de sus poros
para formar una coraza telepática.
El pistolero accionaba la palanca con brío, pero sin que la velocidad aumentara por
ello. Los Mutantes Lentos olfateaban su terror, bien lo sabía, pero dudaba de que el
terror fuera suficiente para ellos. El chico y él, a fin de cuentas, eran criaturas de la
luz, y estaban íntegros. "¡Cómo deben de odiarnos!", pensó, y se preguntó si también
habrían odiado de la misma forma al hombre de negro. No lo creía así, o quizás había
pasado entre ellos y cruzado su lastimosa colmena sin ser descubierto, apenas sombra
de un ala oscura.
El chico emitió un sonido estrangulado y el pistolero volvió la cabeza casi
despreocupadamente. Cuatro mutantes corrían a trompicones hacia la vagoneta. Uno
de ellos estaba buscando ya un asidero para encaramarse.
El pistolero soltó la palanca y volvió a desenfundar, con el mismo aire
despreocupado y soñoliento. Al recibir una bala en la cabeza, el mutante que abría la
marcha lanzó un suspiro, un ruido sollozante y comenzó a sonreír. Las manos eran
yertas y como de pescado; muertas. Tenía los dedos entrelazados, como los de un
guante por mucho tiempo sumergido en barro seco. Una de aquellas cadavéricas
manos encontró el pie del chico y empezó a tirar de él.
El chico dio un gran alarido en la bóveda de granito.
El pistolero le disparó en el pecho al mutante, que comenzó a babear por entre los
sonrientes labios. Jake estaba a punto de caerse de la vagoneta. El pistolero lo sujetó
por un brazo y casi perdió él también el equilibrio. Aquella cosa era asombrosamente
fuerte. El pistolero envió otra bala a la cabeza del mutante. Uno de los ojos se apagó
como una vela. Pero seguía estirando. Se enzarzaron en una lucha crítica por el
espasmódico y culebreante cuerpo de Jake. Tiraban de él en direcciones contrarias
como si de un siniestro juego de cuerda se tratara.
La vagoneta iba perdiendo velocidad, y los demás comenzaron a acercarse: los cojos,
los rencos, los ciegos. Quizá sólo buscaban un Jesús que los sanara, que, como a otros
tantos Lázaros, los rescatara de la oscuridad.
"Éste es el fin del chico - pensó el pistolero con absoluta frialdad. Éste es el fin que
presentía. Déjalo ir y acciona la palanca o sigue sujetando y que te entierren. El fin del
chico."
Dio un denodado tirón al brazo del chico y disparó una bala contra el vientre del
mutante. Por un instante que se hizo eterno, la cosa aumentó aún más su fuerza y
Jake comenzó a deslizarse de nuevo por el borde. Luego, las muertas manos limosas se
aflojaron y el Mutante Lento, todavía sonriendo, se desplomó entre las vías, detrás de
la cada vez más lenta vagoneta.
- Pensaba que iba a abandonarme - sollozaba el chico. Pensaba... Pensaba...
- Cógete de mi cinturón - dijo el pistolero. Cógete tan fuerte como puedas.
La mano se introdujo bajo el cinturón y se aferró a él; el chico respiraba a grandes
bocanadas, convulsas y silenciosas.
El pistolero volvió a mover la palanca sin parar y la vagoneta empezó a cobrar
velocidad. Los Mutantes Lentos quedaron cada vez más atrás, contemplando su huida
con caras a duras penas humanas (o tal vez patéticamente humanas); caras que
generaban la leve fosforescencia que resulta corriente entre esos extraños peces de las
profundidades del océano, que viven bajo increíbles y negras presiones; caras que no
reflejaban cólera ni odio en sus demenciales facciones, sino únicamente lo que parecía
una pesadumbre semiconsciente e idiotizada.
- Hay menos - observó el pistolero. Los contraídos músculos de su bajo vientre y los
genitales se relajaron mínimamente. Cada vez hay...
Los Mutantes Lentos habían puesto piedras sobre las vías. El camino estaba
bloqueado. Era una barrera hecha apresuradamente y de cualquier manera, que podía
desmontarse en cosa de un minuto, pero bastaba para detenerlos. Y uno de los dos
tendría que bajar para apartar las piedras. El chico gimió y se estremeció, apretándose
contra el pistolero. El pistolero soltó la palanca y la vagoneta avanzó silenciosamente
hacia las rocas, por pura inercia, hasta detenerse con un choque sordo.
Los Mutantes Lentos empezaron a congregarse de nuevo, casi despreocupadamente,
casi como si pasaran casualmente por allí, como si estuvieran perdidos en un sueño de
tinieblas y hubieran encontrado a alguien a quien preguntarle el camino. Una
indiferente congregación de condenados bajo las antiguas montañas.
- ¿Nos cogerán? - preguntó el chico con calma.
- No. Quédate callado un momento.
Estudió las piedras. Los mutantes eran débiles, por supuesto, y no habían podido
mover ninguna de las rocas grandes para colocarla sobre los raíles. Sólo piedras
pequeñas. Sólo las suficientes para obligarlos a detenerse, para hacer que uno de los
dos bajara.
- Baja - dijo el pistolero. Tendrás que retirarlas. Yo te cubriré.
- No susurró el chico. Por favor.
- No puedo darte un revólver, y tampoco puedo mover las piedras y disparar al
mismo tiempo. Tienes que bajar.
Jake hizo rodar horriblemente los ojos en sus cuencas; por un instante, su cuerpo se
estremeció al compás de las elucubraciones de su mente, pero en seguida saltó de la
vagoneta y comenzó a arrojar piedras a derecha e izquierda de un modo frenético, sin
mirar.
El pistolero desenfundó sus armas y aguardó.
Dos de ellos, más dando tumbos que andando, se dirigieron hacia el chico agitando
unos brazos como hechos de pasta. Los revólveres cumplieron su cometido y rasgaron
las tinieblas con lanzas de luz blancorrojiza que se clavaron en los ojos del pistolero
con un dolor agudo. El chico gritó y siguió apartando rocas. El fulgor espectral saltó y
se agitó. Ahora le resultaba más difícil verlo, y aquello era lo peor. Las sombras lo
llenaban todo.
Uno de ellos, que apenas resplandecía, extendió de pronto hacia el chico sus
gomosos brazos de fantasma. No cesaba de mover los ojos que húmedamente, le
comían la mitad de la cara.
Jake volvió a gritar y se giró para defenderse.
El pistolero abrió fuego sin detenerse a pensar, antes de que su confusa visión
pudiera traicionar a sus manos. Haciéndolas temblar inconteniblemente; las dos
cabezas sólo estaban separadas por escasos centímetros. Fue el mutante quien cayó, de
un modo resbaloso.
Jake apartaba las piedras como un loco. Los mutantes se arremolinaban ante la
invisible línea fronteriza, aproximándose poquito a poco. Los primeros estaban ya muy
cerca y constantemente acudían otros; se multiplicaban.
- Muy bien - dijo el pistolero. Sube. Deprisa.
Cuando el chico se movió, los mutantes se abalanzaron sobre ellos. Jake trepó por
un costado de la vagoneta y se puso en pie; el pistolero ya había empezado a accionar
la palanca con todas sus fuerzas. Los revólveres descansaban en sus fundas. No podían
perder tiempo.
Manos extrañas golpearon el plano metálico de la superficie de la vagoneta. El chico
sujetaba el cinturón con las dos manos y apretaba el rostro contra la región lumbar del
pistolero.
Un grupo de mutantes invadió las vías, con los rostros llenos de aquella insensata y
despreocupada expectación. El pistolero sentía correr la adrenalina por sus venas; la
vagoneta volaba sobre las vías, rumbo a la oscuridad. Embistieron a los cuatro o cinco
lastimosos cuerpos con toda su potencia. Los mutantes cayeron como plátanos
podridos.
Adelante, siempre adelante, hacia la huidiza y silenciosa oscuridad de sepulcro.
Tras lo que se le antojaron siglos, el chico alzó la cara hacia el viento que creaba su
propio avance; aunque despavorido, necesitaba saberlo. El fantasma de los destellos de
la pólvora aún persistía en sus retinas. No se veía nada, salvo la tiniebla; no se oía
nada, salvo el retumbar del río.
- Se han ido - dijo el chico.
Sintió un repentino temor a que las vías terminaran de improviso, a que la
vagoneta saltara de los raíles y los aplastara dolorosamente entre un amasijo de metal
retorcido. Él ya había viajado en automóvil; en una ocasión, su malhumorado padre
condujo a ciento cincuenta por la autopista de Nueva Jersey y la policía lo detuvo. Pero
nunca había viajado de aquella manera, con aquel viento, con tinieblas y terrores a sus
espaldas y ante él, con el sonido del río como una risa entre dientes. La risa del
hombre de negro. Los brazos del pistolero eran sendos émbolos de una demencial
máquina humana.
- Se han ido - repitió con timidez. El viento le arrancó las palabras de la boca. No
hace falta que corra tanto. Los hemos dejado atrás.
Pero el pistolero no le oía. Siguieron traqueteando hacia adelante, hacia la extraña
oscuridad.
Así continuaron durante tres períodos de vigilia y de sueño, sin ningún otro
incidente.
Durante el cuarto período de vigilia (¿Hacia la mitad? ¿Las tres cuartas partes? Lo
ignoraban. Sólo sabían que aún no estaban tan cansados como para detenerse),
sintieron un brusco porrazo bajo los pies, la vagoneta se ladeó y, de inmediato, sus
cuerpos fueron empujados hacia la derecha por la fuerza de la gravedad mientras los
rieles se curvaban gradualmente hacia la izquierda.
Había una luz a lo lejos, un resplandor tan tenue y ajeno que al principio les pareció
un elemento completamente nuevo, que no era tierra ni aire, ni fuego ni agua. Carecía
de color y sólo resultaba discernible porque recuperaron las manos y los rostros en una
dimensión distinta a la del tacto. Sus ojos se habían vuelto tan sensibles a la luz que
advirtieron el resplandor desde una distancia mayor de ocho kilómetros.
- Es el final - dijo el chico, con voz tensa. Hemos llegado al final.
- No. El pistolero negó con curiosa certidumbre. No lo es.
Y no lo era. Llegaron a la luz, pero no al día.
Al acercarse a la fuente del resplandor, advirtieron por primera vez que había
desaparecido la pared rocosa de la izquierda, y que muchos otros raíles se habían
unido a los primeros, entrecruzándose todos en una compleja telaraña. La luz los
convertía en bruñidos vectores. En algunos carriles había oscuros furgones de carga, o
vagones de pasajeros, o una diligencia adaptada para circular sobre rieles. Al verlos,
como galeones fantasmas atrapados en un subterráneo mar de los Sargazos, el
pistolero se puso nervioso.
La claridad se intensificó y los ojos les hacían daño; sin embargo, iba en aumento lo
bastante paulatinamente como para permitir que se adaptaran a ella. Pasaron de las
tinieblas a la luz como buceadores que ascienden desde las profundidades en etapas
graduales
Más adelante, y cada vez más cerca, un enorme hangar se extendía hacia la
oscuridad. En él se abrían hasta unos veinticuatro recuadros de luz amarillenta y
otras tantas entradas cuyo tamaño pasaba de ser el de ventanitas en una casa de
juguete a alcanzar una altura de hasta seis metros o más, a medida que se
aproximaban. Pasaron al interior por una de las vías centrales. Sobre ella había una
serie de caracteres en distintos lenguajes, según le pareció al pistolero, que quedó
atónito al constatar que era capaz de leer la última inscripción Se trataba de una
antigua raíz de la Alta Lengua, y rezaba:
VÍA 10. SUPERFICIE Y DESTINOS AL OESTE
En el interior la luz era más brillante; las vías se unían y se combinaban mediante
una serie de cambios de aguja. Allí, algunos de los antiguos semáforos seguían en
funcionamiento, llameando eternamente en rojo, verde y ámbar.
Se bambolearon por entre los grandes andenes de piedra ennegrecida por el paso de
miles de vehículos, hasta salir a una especie de estación central. El pistolero dejó que
la vagoneta se detuviera lentamente y miró a su alrededor.
- Es como el metro - comentó el chico.
- ¿El metro?
- Da igual.
El chico saltó sobre el duro cemento del andén Contemplaron los silenciosos puestos
abandonados donde otrora se vendían libros y periódicos; había también una antigua
zapatería, una armería (el pistolero, con un repentino estallido de excitación, vio rifles
y revólveres pero, al examinarlos de cerca, advirtió que les habían rellenado de plomo
los cañones y entonces se apoderó de un arco, que se colgó del hombro, y un carcaj de
flechas mal contrapesadas y casi inútiles), y una tienda de ropa femenina. En algún
lugar, un extractor reciclaba una y otra vez el aire como lo había hecho durante
millares de años, aunque quizá no por mucho más tiempo. En mitad de su ciclo, un
ruido rechinante servía para recordar que el movimiento continuo, incluso bajo
condiciones estrictamente controladas, seguía siendo un sueño de locos. El aire tenía
un sabor metálico. Sus pisadas producían resonancias sordas.
El chico gritó:
- ¡Hey! ¡Hey!
El pistolero dio la vuelta y se dirigió hacia él. El chico estaba de pie, como en trance,
ante un puesto de libros. En el interior, repantigada contra el rincón más alejado,
había una momia. La momia vestía un uniforme azul con ribetes dorados, de
ferroviario, a juzgar por su aspecto. Sobre el regazo de la momia había un periódico
antiguo perfectamente conservado, que se deshizo en una nube de polvo cuando el
pistolero trató de examinarlo. La cara de la momia era como una manzana reseca y
arrugada. El pistolero le rozó cautelosamente la mejilla. Se deshizo al instante y reveló
el interior de la boca, donde brillaba un diente de oro.
- Gas - dedujo el pistolero. Antes sabían fabricar un gas que producía este efecto.
- Libraron guerras con él - dijo el chico, con aire sombrío.
- Sí.
Encontraron otras momias; no muchas, pero sí algunas. Todas vestían uniformes
azules y dorados. El pistolero supuso que habrían utilizado el gas en un momento en
que el lugar estaba vacío de pasajeros. Quizás aquella estación, en un lóbrego pasado,
se había convertido en el objetivo militar de un ejército y una causa olvidados hacía ya
mucho.
Este pensamiento lo deprimió.
- Será mejor que sigamos - decidió, echó a andar hacia la vía 10, de regreso a la
vagoneta. Pero el chico se detuvo con un aire desafiante.
- Yo no voy.
El pistolero, sorprendido, volvió la cabeza.
El rostro del muchacho estaba tenso y tembloroso.
- No conseguirá lo que quiere hasta que yo haya muerto. Prefiero arriesgarme por
mi cuenta.
El pistolero asintió evasivamente, despreciándose a sí mismo.
- Muy bien. Se volvió de nuevo hacia los andenes de piedra y saltó ágilmente a la
vagoneta.
- ¡Hizo usted un trato! - gritó el chico a sus espaldas. ¡Sé que lo hizo!
El pistolero, sin responder, depositó cuidadosamente el arco delante de la palanca
que surgía del suelo de la vagoneta, en un sitio seguro.
El chico tenía los puños apretados y las facciones apretadas por la angustia.
"Qué poco te cuesta embaucar a este chiquillo - se dijo ásperamente el pistolero.
Una y otra vez su intuición lo conduce al mismo punto, pero siempre acaba por
seguirte. Después de todo, eres el único amigo que tiene." Le sobrevino un
pensamiento, simple y repentino (casi una visión), y se le ocurrió que lo único que
tenía que hacer era desistir, dar media vuelta, llevarse al chico consigo y convertirlo en
centro de una nueva fuerza. Nadie tenía por qué alcanzar la Torre de una forma tan
humillante y vergonzosa. Ya la alcanzaría cuando el chico fuera unos años mayor,
cuando ellos dos pudieran deshacerse del hombre de negro como si de un barato
juguete se tratara.
"Sí, claro - pensó cínicamente. Sí, claro."
Supo, con súbita frialdad, que volver atrás significaría la muerte para ambos; la
muerte o algo peor, como enterrarse permanentemente en compañía de los muertos
vivientes que habían encontrado por el camino. La degeneración de todas las
facultades. Y quizá las pistolas de su padre seguirían viviendo mucho después de que
ellos hubieran muerto, conservadas en putrefacto esplendor a guisa de tótems, al igual
que el antiguo surtidor de gasolina.
"Demuestra un poco de agallas", se dijo a sí mismo con falsía.
Asió la palanca y comenzó a accionarla. La vagoneta se alejó del andén de piedra.
El chico aulló:
- ¡Espere! - Y comenzó a correr en diagonal hacia el punto en que emergería la
vagoneta, rumbo a la oscuridad de más allá. El pistolero sintió el impulso de acelerar,
de dejar al chico solo, pero al menos con una incertidumbre.
Pero lo cogió al vuelo cuando saltó. Al estrechar a Jake contra su pecho, sintió que
el corazón le palpitaba y aleteaba bajo la fina camisa. Era como el latido del corazón de
un pollo.
Ya estaban muy cerca.
El sonido del río era ahora muy potente y llenaba incluso sus sueños con un trueno
constante. El pistolero, más por capricho que por otra cosa, dejó que el chico moviera la
vagoneta mientras él disparaba unas cuantas flechas hacia la oscuridad, atadas con
finos hilillos blancos.
El arco era muy malo, asombrosamente bien conservado, pero, aun así, con una
tensión y una puntería deleznables, y el pistolero sabía que muy poco podía hacerse
para mejorarlo. Ni siquiera una cuerda nueva ayudaría a la cansada madera. Las
flechas no se adentraban mucho en la oscuridad, pero la última que disparó regresó
mojada y resbaladiza. Cuando el chico le preguntó por la distancia, el pistolero se
limitó a encogerse de hombros y, en su fuero interno, no creía que la flecha hubiera
podido cubrir más de un centenar de metros desde el estropeado arco, si había llegado
a tanto.
Y el sonido seguía haciéndose cada vez más fuerte.
Durante el tercer periodo de vigilia tras salir de la estación, comenzaron a ver de
nuevo un brillo espectral. Habían penetrado en un largo túnel de una fantástica roca
fosforescente, y las húmedas paredes parpadeaban y destellaban con millares de
minúsculas luminarias. Lo veían todo a través de un prisma misteriosamente
surrealista, como en una mansión de los horrores.
El brutal ruido del río se canalizaba por los muros de roca y les llegaba a través de
su propio amplificador natural. Sin embargo, el sonido permanecía extrañamente
constante a pesar de que se acercaban al punto de cruce que, el pistolero estaba
seguro, les esperaba más adelante, porque la abertura se ensanchaba, las paredes se
alejaban de ellos. La pendiente era cada vez más pronunciada.
Los rieles se extendían rectos hacia adelante, bajo aquella nueva luz. Al pistolero
esto le recordó las lámparas de gas de los pantanos que a veces podían comprarse por
un ochavo en las ferias de la Fiesta de José; para el chico, eran como interminables
tubos de neón. Bajo aquel resplandor, ambos pudieron ver que la roca que durante
tanto tiempo los había aprisionado terminaba un poco más allá, en dos penínsulas
irregulares que apuntaban hacia un inmenso golfo de oscuridad: el abismo sobre el río.
Los rieles proseguían sobre la sima insondable, sostenidos por un caballete de eones
de antigüedad. Y más lejos, a un distancia que parecía inimaginable, brillaba un
puntito de luz, ni fluorescente ni fosforescente, de luz del día, dura y auténtica. Era
tan minúsculo como un alfilerazo en una tela oscura, pero iba cargado de un pavoroso
significado.
- Pare - le pidió el chico. Pare un momento, por favor.
Sin preguntar nada, el pistolero dejó que la vagoneta se detuviera. El sonido del río
era un rugido constante y atronador que provenía de abajo y de más adelante. El
resplandor artificial de la roca mojada de pronto se le hizo odioso. Por primera vez
sintió que lo tocaba una mano claustrofóbica, y el impulso de seguir adelante, de
liberarse de aquel entierro en vida, se volvió poderoso y casi incontenible.
- Pasaremos - dijo el chico. ¿No será eso lo que él pretende? ¿Que pasemos con la
vagoneta por encima de... eso... y caigamos al fondo?
El pistolero sabía que no era así, pero respondió:
- No sé qué pretende.
- Ya estamos cerca. ¿No podríamos ir andando?
Echaron pie a tierra y se acercaron cautelosamente al borde del precipicio. Bajo sus
pies, la piedra seguía ascendiendo constantemente hasta que, de pronto, el suelo
desaparecía bajo los rieles y éstos continuaban solos sobre la negrura.
El pistolero se hincó de rodillas y miró hacia abajo. Se distinguía confusamente una
casi increíble telaraña de vigas y puntales de acero que sostenían el elegante arco de
las vías sobre el vacío, hasta perderse de vista hacia las profundidades desde donde
surgía el rugido del río.
Trató de calcular mentalmente el efecto que sobre el acero habrían producido el
tiempo y el agua, trabajando en mortífera complicidad. ¿Cuánta resistencia quedaba?
¿Poca? ¿Casi nada? ¿Nada? De súbito, volvió a ver el rostro de la momia y la forma en
que la carne, en apariencia sólida, se habría convertido en polvo tras el mero roce de
un dedo.
- Andaremos - decidió el pistolero.
Casi esperaba que el chico volviera a resistirse, pero éste empezó a andar con toda
calma sobre las vías por delante del pistolero, pisando serenamente y con pie firme las
soldadas traviesas de acero. El pistolero lo siguió, listo para cogerlo si Jake daba algún
paso en falso.
Dejaron la vagoneta a sus espaldas y avanzaron precariamente por encima de la
oscuridad.
El pistolero sintió que una fina película de sudor le cubría la piel. El caballete
estaba corroído, muy corroído, y palpitaba bajo sus pies con el turbulento impulso del
río, mucho más abajo, oscilando levemente sobre invisibles cables de retención. "Somos
acróbatas,- pensó. Mira, mamá , sin red. Estoy volando." En una ocasión se arrodilló y
examinó los durmientes sobre los que caminaban. Estaban completamente cubiertos y
recomidos por el orín (sentía el motivo en su propia cara: aire fresco, el amigo de la
corrosión. Ya estaban muy cerca de la superficie). Un fuerte puñetazo hizo que el
metal se estremeciera violentamente. En otra ocasión oyó un gemido de advertencia
bajo sus pies y notó cómo el acero cedía ligeramente antes de desprenderse, cuando él
ya no estaba allí.
El chico, naturalmente, debía de pesar unos cincuenta kilos menos que él y no
corría ningún peligro, a menos que la marcha empeorara gradualmente.
Tras ellos, la vagoneta se había perdido en la lobreguez general. El saliente de
piedra de la izquierda continuaba tal vez a lo largo de unos siete metros más que el de
la derecha, pero finalmente también quedó atrás y se hallaron los dos solos sobre el
abismo.
Al principio les pareció que el minúsculo punto de luz permanecía burlonamente
constante (alejándose quizá de ellos a la misma velocidad con que se acercaban; ésa
sería una poderosa magia, sin duda), pero poco a poco el pistolero advirtió que iba
creciendo y se hacía más nítido. Seguía estando por encima de ellos, pero las vías
continuaban ascendiendo.
El chico profirió un gruñido de sorpresa y, de pronto, se bamboleó hacia un lado
haciendo girar los brazos extendidos en lentas y amplias revoluciones. Al pistolero le
pareció que oscilaba en el borde durante un tiempo ciertamente muy largo antes de
proseguir.
- Casi se hunde debajo mío - dijo con voz suave, desprovista de emoción. No pise ahí.
El pistolero obedeció. La traviesa que el chico acababa de pisar había cedido casi por
completo y se inclinaba perezosamente hacia abajo, suspendida de un remache
corroído, como un postigo en una ventana fantasmal.
Hacia arriba, siempre hacia arriba. Era una caminata de pesadilla, y por eso
parecía prolongarse mucho más de lo que en realidad lo hacía; el propio aire daba la
impresión de espesarse y volverse como un almíbar, y el pistolero casi creía estar
nadando en vez de andando. Una y otra vez, trataba de concentrarse en un demencial
cálculo de la pavorosa distancia que separaba el caballete de la superficie del río
subterráneo. El cerebro concebía por adelantado la caída e imaginaba todos los
espectaculares detalles: el chirrido del acero retorcido, la sacudida del cuerpo hacia el
borde, la búsqueda de asideros inexistentes con dedos engarfiados, el veloz tableteo de
las botas contra el traicionero metal podrido... Y la caída: los interminables giros en el
aire, la cálida humedad en el bajo vientre cuando se le soltara la vejiga, las ráfagas de
viento en la cara, erizándole el cabello en una caricaturesca imagen de terror,
alzándole los párpados... y el agua negra precipitándose hacia él, cada vez más
deprisa, y arrancándole incluso sus propios aullidos...
El metal gemía bajo su peso y él siguió avanzando sin apresurarse, buscando
nuevos puntos de apoyo, sin pensar en la caída, ni en la distancia que habían cubierto,
ni en la que les quedaba por cubrir. Sin pensar que podía prescindir del chico y que la
venta de su honor estaba ya, por fin, casi negociada.
- Aquí faltan tres traviesas - le advirtió fríamente el chico. Voy a saltar. ¡Aquí!
¡Aquí!
Por un instante el pistolero vio su silueta contra la luz del día, torpe y encorvada,
con los brazos extendidos. Cayó al otro lado y toda la construcción osciló
aterradoramente. Bajo ellos, el metal protestó y, mucho más abajo, se desprendió algo;
primero hubo un crujido, luego un sonido de agua profunda.
- ¿Has pasado? - preguntó el pistolero.
- Sí - respondió el chico -, pero las traviesas están en muy mal estado. No creo que
puedan aguantar su peso. El mío sí, pero no el suyo. Vuélvase. Vuelva atrás y déjeme
solo.
Su voz era histérica; fría, pero histérica.
El pistolero cruzó el hueco. Le bastó dar una zancada. El chico temblaba sin poder
contenerse.
- Regrese. No quiero que me mate.
- Por el amor de Dios, no te quedes ahí parado - le urgió el pistolero, con aspereza.
Esto va a caerse.
El chico avanzó tambaleándose, con las temblorosas manos alzadas ante él, los
dedos extendidos.
Siguieron ascendiendo
Sin embargo, el estado del caballete empeoraba por momentos. Había frecuentes
huecos de uno, dos y hasta tres durmientes, y cada vez el pistolero temía encontrar
entre los rieles un espacio vacío tan largo, que les obligara a dar media vuelta o a
seguir avanzando por las propias vías, en precario equilibrio sobre el abismo.
Mantuvo la vista f1ja en la luz del día.
La claridad había adquirido color - azul - y, a medida que se acercaba, iba
volviéndose más suave, haciendo palidecer el resplandor fosforescente con el cual se
combinaba. ¿Cincuenta metros o un centenar? No habría podido decirlo.
Siguieron caminando, y el pistolero bajó la mirada hacia sus pies, que cruzaban de
traviesa en traviesa. Cuando volvió a levantarla, la claridad se había convertido en un
agujero, y ya no era una luz, sino una salida. Casi habían llegado.
Treinta metros, sí. Apenas unos pocos pasos más. Podía hacerse. Quizás aún
podrían dar alcance al hombre de negro. Quizá las malignas flores que brotaban en su
imaginación se marchitaran bajo la brillante luz del sol, y entonces todo sería posible.
Algo oscureció la luz.
El pistolero alzó la vista, sobresaltado, y vio que una silueta llenaba el vacío y se
comía la luz, dejando únicamente burlones resquicios de azul en torno a la línea de los
hombros, la horcajadura de las piernas.
- ¡Hola, muchachos!
La voz del hombre de negro resonó hacia ellos, amplificada por aquella garganta
natural abierta en la piedra. Su sarcasmo sugería poderosas insinuaciones. El
pistolero buscó intuitivamente la vieja quijada, pero ya no la tenía, se había perdido en
alguna parte, gastado su poder.
El hombre de negro se rió por encima de ellos, y el sonido rebotó a su alrededor y
retumbó como el oleaje en una caverna de la orilla. El chico gritó y vaciló, convertido
otra vez en un molino de viento, los brazos girando en el escaso aire.
El metal cedió y se desgarró bajo sus pies; los raíles se ladearon con un movimiento
lento y perezoso. El chico se lanzó hacia adelante y una mano voló como una gaviota en
la oscuridad, arriba, arriba, hasta quedar suspendido sobre la sima; se balanceó sobre
ella, sus oscuros ojos fijos en el pistolero y llenos de un ciego y perdido conocimiento
definitivo.
- Ayúdeme.
Una voz resonante, atronadora:
- Ven ahora, pistolero. ¡O renuncia a atraparme nunca!
Todas las fichas sobre la mesa. Todas las cartas boca arriba, excepto una. El chico
pendía en el abismo, una carta de tarot viviente, el ahorcado, el marino fenicio el
inocente perdido y a duras penas flotando sobre el oleaje de un mar estigio.
Espérame, espera un poco.
- ¿Voy? - Una voz tan potente, le era difícil pensar, el poder de nublar la mente de
los hombres...
Don 't make it bad, take a sad song and make it better..
- Ayúdeme.
El caballete se ladeaba cada vez m s; aullaba, se descomponía, iba cediendo...
- Entonces, te dejo.
- ¡No!
Sus piernas lo transportaron en un repentino salto a través de la entropía que lo
atenazaba, por encima del chico suspendido, en una precipitada zambullida en la luz
que se le brindaba, la Torre fija en la retina de su ojo mental como un negro friso, y, de
pronto, silencio; desaparecida la silueta, desaparecidos incluso los latidos de su propio
corazón, mientras el caballete cedía más y más, iniciando su lenta danza final hacia
las profundidades, desprendidos sus soportes, agarrada la mano al rocoso e iluminado
borde de la condenación; y, tras él, el chico hablando desde muy por debajo, demasiado
por debajo, interrumpió el horrible silencio.
- Váyase, pues. Existen otros mundos aparte de éstos.
El armatoste se desprendió de él, con todo su peso, precipitadamente. Al izarse y
salir a la luz, a la brisa y a la realidad de un nuevo karma (Todas seguimos luciendo),
volvió angustiado la cabeza, anhelando por un instante ser Jano... pero no había nada,
sólo un silencio insondable, pues el chico no emitía sonido alguno.
Ya estaba arriba. Terminó de alzar las piernas y subió por una escarpadura rocosa,
que daba a una llanura de hierba al pie de la ladera, hacia donde el hombre de negro le
esperaba con las piernas separadas y los brazos cruzados.
El pistolero se puso en pie, tambaleándose, pálido como un muerto, con los ojos
grandes e inquietos bajo la sudorosa frente, y la camisa manchada del blanco polvo de
aquel último y desesperado avance. Comprendió entonces que siempre tendría que
estar huyendo de aquel asesinato. Comprendió que vendrían otras degradaciones del
espíritu ante las cuales ésta le parecería infinitesimal y que, aun así, seguiría huyendo
de ella por los pasadizos y a través de las ciudades, de cama en cama; huiría del rostro
del chico y trataría de enterrarlo en coños o incluso en nuevas destrucciones,
solamente para entrar en una habitación final y encontrárselo contemplándole a la luz
de una vela. Se había convertido en el chico; el chico se había convertido en él. Era un
wurderlak, un licántropo de su propia hechura, y en los sueños más profundos se
convertiría en el chico y hablaría en extrañas lenguas.
Esto es la muerte.
¿Lo es? ¿Lo es?
Descendió con paso lento y bamboleante por la rocosa ladera hacia donde el hombre
de negro le esperaba. Allí los rieles se habían desgastado bajo el sol de la razón y era
como si jamás hubieran existido.
El hombre de negro se echó la caperuza hacia atrás, empujándola con los dorsos de
ambas manos, y se rió.
- ¡Vaya! - gritó. No un final, sino el fin del principio, ¿eh? ¡Haces progresos,
pistolero! ¡Haces progresos! ¡Oh, cómo te admiro!
El pistolero desenfundó con cegadora rapidez y disparó doce veces. Los destellos de
sus armas oscurecieron al propio sol, y el trueno de las detonaciones rebotó en las
rocosas escarpaduras a sus espaldas.
- Ahora - dijo el hombre de negro, riéndose. Oh, ahora. Hacemos una gran magia
juntos, tú y yo. No me matas más de lo que te matas a ti mismo.
Se retiró andando hacia atrás, de cara al pistolero, sonriendo.
- Ven. Ven. Ven.
Y el pistolero, con las botas despedazadas, le siguió hacia el lugar del consejo.
EL PISTOLERO Y EL HOMBRE DE NEGRO
El hombre de negro lo condujo a un antiguo campo de matanza para celebrar
consejo. El pistolero lo reconoció de inmediato; un Gólgota, un lugar de la calavera. Y
blanqueadas calaveras los contemplaban imperturbablemente: reses, coyotes, ciervos,
conejos. Aquí, el alabastrino xilófono de una hembra de faisán muerta mientras se
alimentaba; allí, los minúsculos y delicados huesecillos de un topo, muerto quizá por
un perro salvaje por puro entretenimiento.
El Gólgota era un cuenco excavado en la descendente falda de la montaña y, más
abajo, a alturas inferiores, el pistolero pudo ver algunas yucas y esmirriados pinos.
Sobre sus cabezas, el firmamento era de un azul tan suave como no lo había visto en
doce meses, y había un algo indefinible que hablaba del mar a no demasiada distancia.
Estoy en el Oeste, Cuthbert, se dijo en tono admirativo.
Y, naturalmente, en cada calavera, en cada redondel de ojo vacío, veía el rostro del
chico.
El hombre de negro tomó asiento sobre un viejo tronco de madera y de hierro. Tenía
las botas blanqueadas por el polvo y por la harina de huesos que recubría el lugar. Se
había tapado de nuevo la cabeza, pero el pistolero distinguía con toda claridad la forma
cuadrangular de la barbilla, y el color de la mandíbula. Los sombreados labios se
contrajeron en una sonrisa.
- Recoge leña, pistolero. Esta vertiente de la montaña es más suave, pero, a esta
altitud, el frío aún es capaz de clavarle a uno un puñal en el estómago. Y estamos en
un lugar de muerte, ¿eh?
- Te mataré - respondió el pistolero.
- No, no lo harás. No puedes. Pero puedes recoger leña para recordar a tu Isaac.
El pistolero no comprendió la referencia. Sin decir palabra, empezó a reunir leña
como un vulgar ayudante de cocinero. La madera escaseaba. No había hierba del
diablo en aquella vertiente, y aquel palo de madera y hierro no era combustible. Se
había petrificado. Finalmente regresó con un gran brazado, polvoriento e impregnado
de huesos desintegrados, como si lo hubiera rebozado en harina. El sol se estaba
poniendo por detrás de las yucas más altas, y adquiría matices rojizos, que él
contemplaba con funesta indiferencia por entre las negras ramas torturadas.
- Excelente - aprobó el hombre de negro. ¡Cuán excepcional eres! ¡Cuán metódico!
¡Te saludo! - Se rió entre dientes, y el pistolero arrojó la leña a sus pies con un golpe
que alzó nubes de polvo de huesos.
El hombre de negro no se sobresaltó ni retrocedió; sencillamente, comenzó a
preparar el fuego. El pistolero contempló, fascinado, cómo cobraba forma el ideograma
(esta vez, nuevo). Cuando estuvo terminado, parecía una pequeña y complicada
chimenea doble de unos sesenta centímetros de altura. El hombre de negro levantó
una mano hacia el cielo, recogiéndose la voluminosa manga hasta descubrir unos
dedos finos y elegantes, y la bajó rápidamente, con el índice y el meñique extendidos
en el símbolo tradicional del mal de ojo. Hubo un destello de llama azul y el fuego
quedó encendido.
- Tengo cerillas - explicó el hombre de negro con voz jovial -, pero he pensado que te
gustaría la magia. Un regalo, pistolero. Ahora, prepara nuestra cena.
Se agitaron los pliegues de su túnica, y el cuerpo despellejado y limpio de un rollizo
conejo cayó al suelo.
El pistolero espetó el conejo en silencio y lo puso a asar. Un sabroso aroma se alzó
mientras el sol acababa de ponerse. Violáceas sombras se deslizaron, hambrientas,
sobre la hoya que el hombre de negro había elegido para enfrentarse por fin con él. El
pistolero sintió cómo las tripas le gruñían de hambre, sin parar, mientras el conejo se
doraba. Pero cuando la carne estuvo cocida y sus jugos encerrados bajo la tostada
superficie, tendió el espetón al hombre de negro, sin una palabra, y hurgó en su casi
vacío hatillo para extraer un último trozo de cecina. La carne estaba salada, le dolía en
la boca y sabía a lágrimas.
- Es un gesto vano - observó el hombre de negro, consiguiendo que su voz sonara
enojada y divertida al mismo tiempo.
- Aun así - replicó el pistolero. Tenía minúsculas llagas en el interior de la boca,
consecuencia de la falta de vitaminas, y el sabor de la sal le hizo torcer amargamente
el gesto.
- ¿Temes que se trate de carne hechizada?
- Sí.
El hombre de negro se echó la caperuza hacia la espalda. El pistolero lo contempló
en silencio. En cierto modo, el rostro del hombre de negro le produjo una incómoda
decepción. Era un rostro apuesto y de facciones regulares, sin ninguna de las marcas y
señales que distinguen a una persona que ha pasado por pavorosas circunstancias y
posee el conocimiento de grandes secretos ignotos. Tenía el cabello negro, apelmazado
y cortado irregularmente. La frente era despejada; los ojos, oscuros y brillantes. La
nariz carecía de rasgos distintivos. Los labios eran regordetes y sensuales. La tez,
pálida, al igual que la del pistolero.
Este dijo por fin:
- Te imaginaba más viejo.
- No necesariamente. Soy casi inmortal. Habría podido adoptar un rostro más
parecido al que tú esperabas, por supuesto, pero he elegido mostrarte aquel con el que
nací. Mira, pistolero, el ocaso.
El sol ya se había ocultado, y el firmamento occidental ardía con una tétrica luz de
horno.
- No verás otro amanecer durante lo que puede parecerte un tiempo muy largo - le
advirtió con suavidad el hombre de negro.
El pistolero recordó el abismo bajo las montañas y luego alzó la vista al cielo, donde
las constelaciones se extendían en profusas espirales.
- No me importa - respondió en voz baja -, de momento.
El hombre de negro barajó las cartas con vertiginosa rapidez. La baraja era muy
grande, y complicado el dibujo del dorso de los naipes.
- Son cartas de tarot - decía el hombre de negro. Una combinación de los arcanos
habituales con otros diseñados por mí. Fíjate atentamente, pistolero.
- ¿Por qué?
- Voy a leerte el futuro, Rolando. Se debe dar la vuelta a siete cartas, una por vez, y
situarlas en conjunción con las otras. Han pasado más de trescientos años desde la
última vez que hice esto. Y sospecho que nunca volveré a leer cartas como las tuyas. El
tonillo burlón se infiltraba de nuevo, como un soldado nocturno kuviano con el cuchillo
de matar en la mano. Eres el último aventurero del mundo. El último cruzado. ¡Cómo
debe de complacerte eso, Rolando! Pero no te imaginas lo cerca que estás de la Torre,
cerca en el tiempo. Mundos giran en torno a tu cabeza.
- Lee mi fortuna, pues - respondió ásperamente.
Dio la vuelta a la primera carta.
- El Ahorcado - dijo el hombre de negro. La oscuridad le había devuelto la caperuza.
Pero aquí, sin relación con ninguna otra, significa fuerza y no muerte. Tú, pistolero,
eres el Ahorcado, que no deja de avanzar trabajosamente hacia su objetivo sobre todos
los fosos del Hades. Ya has arrojado al foso a un acompañante, ¿verdad?
Volvió la segunda carta.
- El Marinero. Fíjate en su lisa frente, en las mejillas sin barba, en los ojos
doloridos. Se ahoga, pistolero, y no hay nadie que le eche un cabo. El chico. Jake.
El pistolero hizo una mueca y no dijo nada.
Apareció la tercera carta: un mandril sonriente montado a horcajadas sobre el
cuello de un joven. El joven tenía el rostro vuelto hacia arriba, y sus facciones
componían una estilizada máscara de espanto y horror. Observando más atentamente,
el pistolero vio que el mandril blandía un látigo.
- El Prisionero - explicó el hombre de negro.
La hoguera proyectaba movedizas y parpadeantes sombras en la cara de la víctima,
de forma que ésta parecía moverse y contraerse con mudo terror. El pistolero desvió la
mirada.
- Una pizca inquietante, ¿no es cierto? - comentó el hombre de negro, como si
estuviera a punto de echarse a reír disimuladamente.
Volvió el cuarto naipe. Una mujer con un chal sobre la cabeza, hilando ante la
rueca. Al pistolero, desconcertado, le pareció que sonreía astutamente y sollozaba al
mismo tiempo.
- La Señora de las Sombras - observó el hombre de negro. ¿No te da la impresión de
que tiene dos caras, pistolero? Las tiene, en efecto. Un verdadero Jano.
- ¿Por qué me enseñas precisamente éstas?
- ¡No preguntes! - replicó el hombre de negro bruscamente, pero con una sonrisa. No
preguntes. Limítate a mirar. Considéralo un ritual sin sentido, si lo prefieres y te
tranquiliza. Como la iglesia.
Se rió entre dientes y volvió el quinto naipe.
Un esqueleto sonriente aferraba una guadaña con óseos dedos.
- La Muerte - dijo el hombre de negro con sencillez. Pero no para ti.
La sexta carta. El pistolero la miró y sintió una extraña y hormigueante
premonición en las entrañas. La sensación iba teñida de horror y de alegría, y la
emoción en conjunto carecía de nombre. Le hizo sentir ganas de vomitar y de echarse a
bailar al mismo tiempo.
- La Torre - anunció suavemente el hombre de negro.
La carta del pistolero ocupaba el centro de la formación, y otras cuatro ocupaban las
esquinas, como satélites en torno a una estrella.
- ¿Dónde va ésta? - quiso saber el pistolero.
El hombre de negro colocó la Torre sobre el Ahorcado, cubriéndolo por completo.
- ¿Qué significa eso? - preguntó el pistolero.
El hombre de negro no respondió.
- ¡Dios te maldiga!
No hubo respuesta.
- Entonces, ¿cuál es la séptima carta?
El hombre de negro descubrió la séptima. Un sol se alzaba en un luminoso cielo
azul. Cupidos y duendes retozaban a su alrededor.
- La séptima es la Vida - declaró el hombre de negro. Pero no para ti.
- ¿En qué parte del diseño encaja?
- Eso no te correponde a ti saberlo - dijo el hombre de negro. Ni a mí.
Echó descuidadamente el naipe a la hoguera moribunda. La carta se chamuscó, se
curvó y ardió con viva llama durante un instante. El pistolero sintió que su corazón
flaqueaba, y que se le congelaba dentro del pecho.
- Ahora, a dormir - le indicó el hombre de negro, como sin darle importancia. Tal vez
soñar y todo eso.
- Voy a estrangularte - dijo el pistolero.
Tensó las piernas con salvaje y espléndida presteza, y se abalanzó hacia el otro
hombre por encima del fuego. El hombre de negro, sonriente, creció ante sus ojos y se
retiró por un largo y resonante corredor lleno de pilares de obsidiana. El mundo se
llenó con el sonido de una risa sardónica mientras el pistolero caía, moría, dormía.
Soñaba.
El universo estaba vacío. Nada se movía. Nada era.
El pistolero iba a la deriva, a la vez intrigado y divertido.
- Que haya luz - dijo despreocupadamente el hombre de negro, y hubo luz.
El pistolero pensó, de un modo indiferente, que la luz era buena.
- Ahora, oscuridad por encima, y estrellas en la oscuridad. Y agua por debajo.
Así ocurrió. El pistolero derivaba sobre mares interminables. Por encima, las
estrellas titilaban eternamente.
- Tierra - invitó el hombre de negro.
Y la hubo; ella misma se alzó sobre las aguas en interminables convulsiones
galvánicas. Era roja, árida, agrietada y estéril. Los volcanes escupían incesante
magma como gigantescos granos en la abombada cabeza de un adolescente feo.
- Vale - dijo el hombre de negro. Ya es un comienzo. Que haya plantas. Arboles.
Hierbas y campos.
Los hubo. Aquí y allí vagaban dinosaurios que se gruñían, se bufaban y se
devoraban el uno al otro, y quedaban atrapados en hirvientes y odoríferos pozos de
brea. Por todas partes crecieron inmensas selvas tropicales. Helechos gigantescos
saludaban al firmamento con sus cerosas hojas, sobre algunas de las cuales se
arrastraban curiosos escarabajos de dos cabezas. Todo esto vio el pistolero, y aun así se
sentía grande.
- Ahora, el hombre - dijo en voz baja el hombre de negro, pero el pistolero caía... caía
hacia arriba. El horizonte de aquella vasta y fecunda tierra comenzó a curvarse. Sí,
todos decían que era curvado, todos los maestros le aseguraron que así había quedado
demostrado mucho antes de que el mundo cambiara. Pero aquello...
Más y más lejos. Ante sus atónitos ojos se formaron continentes, y espirales de
nubes los cubrieron. La atmósfera del mundo lo envolvía como una bolsa amniótica. Y
el sol, alzándose sobre los hombros de la tierra...
Profirió un chillido y se llevó un brazo ante los ojos.
- ¡Que haya luz!
La voz que gritó ya no era la del hombre de negro. Era una voz gigantesca y
resonante que llenaba el espacio, y los espacios entre los espacios.
- ¡Luz!
Cayendo, cayendo.
El sol se encogió. Un planeta rojo surcado de canales pasó vertiginosamente ante él,
con dos lunas orbitando furiosamente a su alrededor. Un cinturón de rocas giraba
como un remolino. Un gigantesco planeta bullía de gases, demasiado grande para
sostener su propio peso y, por lo tanto, achatado por los polos. Un mundo anillado
destellaba con su ceñidor de heladas espéculas.
- ¡Luz! Hágase...
Otros mundos, uno, dos, tres. Mucho más allá del último, una solitaria esfera de
hielo y roca orbitaba en muerta oscuridad alrededor de un sol que apenas resplandecía
más que una moneda bruñida.
Tinieblas.
- No - dijo el pistolero y su voz sonó apagada y carente de ecos en la oscuridad: Era
más oscuro de lo imaginable. Al lado de aquello, la más oscura noche del alma de un
hombre era como el mediodía. Las tinieblas del interior de las montañas no eran más
que una tiznadura en el rostro de la luz. Basta, por favor, basta ya. Basta...
- ¡LUZ!
- Basta. Basta, por favor...
Las propias estrellas comenzaron a encogerse. Galaxias enteras se reunieron y se
convirtieron en manchitas sin mente. Todo el universo parecía contraerse hacia él.
- Jesús basta basta basta...
La voz del hombre de negro susurró sedosamente a su oído:
- Renuncia, pues. Desecha todo pensamiento de la Torre. Sigue tu camino, pistolero,
y salva tu alma.
- ¡NO! ¡NUNCA!
- ENTONCES, ¡HÁGASE LA LUZ!
Y la luz se hizo, aplastándolo como un martillo, una luz grande y primigenia. En
ella pereció la conciencia... pero, antes, el pistolero aún alcanzó a ver algo de
importancia cósmica. Se aferró a ello con un esfuerzo agónico y buscó su propio ser.
Huyó de la demencia que tal conocimiento implicaba y, con ello, regresó a sí mismo.
Todavía era de noche; la misma u otra distinta, aquello no había forma de saberlo.
Se levantó del sitio en que había caído tras su demoníaco salto hacia el hombre de
negro y miró en dirección al tronco de madera y de hierro sobre el que el hombre de
negro se había sentado. Ya no estaba.
Le invadió una gran sensación de desespero - Dios mío, tener que empezar de nuevo
-, y justo entonces el hombre de negro le habló a sus espaldas:
- Estoy aquí, pistolero. No me gustaba tenerte tan cerca. Hablas en sueños. Se rió
entre dientes.
El pistolero, que a duras penas había conseguido ponerse de rodillas, volvió la
cabeza. Del consumido fuego sólo quedaban rojos rescoldos y cenizas grises,
amontonados en el dibujo ya familiar de la leña quemada. El hombre de negro estaba
sentado junto a los restos de la hoguera y se relamía con los grasientos residuos del
conejo.
- Lo has hecho bastante bien - comentó el hombre de negro. Jamás habría podido
enviar a Marten una visión semejante. Hubiera regresado babeando.
- ¿Qué era? - preguntó el pistolero. Fueron palabras confusas y temblorosas. Sentía
que, si trataba de ponerse en pie, sus piernas se negarían a sostenerlo.
- El universo - explicó despreocupadamente el hombre de negro. Con un eructo,
arrojó los huesos al fuego, donde refulgieron con malsana blancura. Sobre los bordes
del Gólgota, el viento silbaba con profunda melancolía.
- El universo - repitió el pistolero en tono inexpresivo.
- Quieres la Torre - dijo el hombre de negro. Parecía tratarse de una pregunta.
- Sí.
- Pero no la tendrás - añadió el hombre de negro y sonrió con brillante crueldad.
Tengo una idea muy aproximada de lo cerca del borde que has estado. La Torre te
mataría a medio mundo de distancia.
- No sabes nada de mí - protestó el pistolero con calma, y la sonrisa se borró de los
labios del otro.
- Yo hice a tu padre y yo lo hundí - declaró hoscamente el hombre de negro. Llegué a
tu madre por mediación de Marten y la tomé. Estaba escrito, y sucedió. Soy el último
satélite de la Torre Oscura. Me ha sido concedido pleno poder sobre la Tierra.
- ¿Qué he visto? - preguntó el pistolero. Hacia el final... ¿qué era?
- ¿Qué te ha parecido?
El pistolero guardó silencio, pensativo. Buscó su tabaco, pero ya no le quedaba. El
hombre de negro no se ofreció a rellenar la petaca, ya fuera por magia negra o blanca.
- Había luz - dijo al fin el pistolero. Una gran luz blanca. Y luego... Se interrumpió y
contempló al hombre de negro. Estaba inclinado hacia adelante y tenía inscrita en el
rostro una emoción ajena, demasiado pronunciada como para negarla o desmentirla.
Curiosidad.
- No lo sabes - concluyo el pistolero, y comenzó a sonreír. Oh, gran hechicero que da
vida a los muertos. No lo sabes.
- Lo sé - replicó el hombre de negro. Pero no sé... qué.
- Luz blanca - repitió. Y luego... Una hoja de hierba. Una sola hoja de hierba que lo
llenaba todo. Y yo era minúsculo. Infinitesimal.
- Hierba. El hombre de negro contrajo los párpados. El rostro estaba demacrado y
las facciones, tensas. Una hoja de hierba. ¿Estás seguro?
- Sí. El pistolero frunció el ceño. Pero era morada.
Entonces, el hombre de negro empezó a hablar:
- El universo - explicó - presenta una paradoja demasiado vasta para que una mente
finita pueda abarcarla. Del mismo modo en que el cerebro viviente no puede concebir
un cerebro no viviente - aunque tal vez crea que sí puede -, la mente finita no puede
abarcar el infinito.
"El prosaico hecho de la existencia del universo frustra de por sí al pragmático y al
cínico. Hubo una época, quizá cien generaciones antes de que el mundo cambiara, en
que la humanidad había efectuado suficientes progresos técnicos y científicos como
para arrancar unas cuantas esquirlas de la gran columna pétrea de la realidad. E
incluso entonces, la falsa luminaria de la ciencia (del conocimiento, si lo prefieres) solo
brillaba en unos pocos países desarrollados.
"Aun así, a pesar del enorme incremento en el número de hechos conocidos, la
comprensión era notablemente escasa. Nuestros padres, pistolero, triunfaron sobre la
"enfermedad - que - pudre", a la que denominamos cáncer, casi vencieron el
envejecimiento, llegaron a la luna...
- Eso no me lo creo - dijo, lisa y llanamente, el pistolero.
Ante aquello, el hombre de negro se limitó a sonreír y contestó:
- No hace falta que lo creas. Y prosiguió -: Construyeron o descubrieron un millar de
prodigiosas fruslerías. Pero toda esta riqueza de información no les dio una mayor
comprensión, o muy poca. No se escribieron grandes odas a las maravillas de la
inseminación artificial...
- ¿La qué?
- Consiste en tener hijos a partir de un esperma congelado.
- Y una mierda.
- Como gustes... Aunque ni siquiera los antiguos fueron capaces de producir niños a
partir de esta materia. O lo del "coche - que - se - mueve - solo". Pocos, si es que hubo
alguno, parecían haber comprendido el Principio de la Realidad; todo nuevo
conocimiento conduce siempre a misterios aún más pavorosos. Un mayor conocimiento
fisiológico del cerebro hace que la existencia del alma resulte menos posible y a la vez
más probable por la misma naturaleza de la búsqueda. ¿Te das cuenta? Claro que no.
estás envuelto en tu propia aura romántica, y te acuestas cada día en compañía de lo
arcano. Pero ahora estás aproximándote a los límites, no de una creencia, sino de la
comprensión. Estás cara a cara con la entropía inversa del alma.
"Pero vamos a lo más prosaico:
"El mayor misterio que presenta el universo no es la vida, sino el Tamaño. El
Tamaño abarca la vida, y la Torre abarca el Tamaño. El niño, que se siente a gusto con
lo maravilloso, pregunta: ¿Qué hay más allá del cielo, papá? Y el padre contesta: La
oscuridad del espacio. El niño: ¿Qué hay más allá del espacio? El padre: La galaxia. El
niño: ¿Más allá de la galaxia? El padre: Otra galaxia. El niño: ¿Y más allá de las
demás galaxias? El padre: Nadie lo sabe.
"¿Lo ves? El tamaño nos derrota. Para el pez, el lago en que vive es el universo.
¿Qué piensa el pez cuando es arrastrado por la boca más allá de los plateados límites
de la existencia, hacia un nuevo universo donde el aire lo sofoca y la luz es una
demencia azul? ¿Dónde enormes bípedos sin branquias lo meten en una caja asfixiante
y lo cubren de hierbas mojadas para dejarlo morir?
"O podríamos tomar la punta de un lápiz y ampliarla. Llegamos así a realizar un
descubrimiento que nos aturde: la punta del lápiz no es sólida, sino que se compone de
átomos que giran y orbitan como un trillón de planetas enloquecidos. Lo que nos
parece sólido no es en realidad más que una floja red, sostenida por la gravitación. Si
encogiéramos hasta el tamaño adecuado, las distancias entre estos átomos se
convertirían en leguas, golfos, eones. Y los átomos están a su vez compuestos de
núcleos y protones y electrones que giran a su alrededor. Podríamos dar un paso más,
hasta las partículas subatómicas. Y luego, ¿qué? ¿Taquiones? ¿Nada? Claro que no.
Todo en el universo desmiente la nada, sugerir una conclusión a las cosas es una
imposibilidad.
"Si cayeras hacia el exterior, hacia el límite del universo, ¿encontrarías una cerca y
carteles que indicaran CALLEJON SIN SALIDA? No. Quizás encontraras algo duro y
redondeado, como el polluelo debe de ver el huevo desde el interior. Y si quebraras esa
cáscara, ¿qué gigantesca y torrencial luz brillaría a través de tu agujero en el límite
del espacio? ¿Atisbarías acaso por él y descubrirías que todo nuestro universo no es
sino una parte de un átomo de una hoja de hierba? ¿Te verías quizás obligado a pensar
que al prender fuego a una ramita estás incinerando una eternidad de eternidades?
¿Que la existencia no se yergue hacia un infinito, sino hacia una infinidad de ellos?
"Tal vez hayas visto qué papel desempeña nuestro universo en el plan de las cosas:
el de un átomo en una hoja de hierba. ¿Podría ser acaso que todo lo que percibimos,
desde el virus infinitesimal hasta la remota nebulosa de la Cabeza de Caballo**, esté
contenido en una mera hoja de hierba... que quizá sólo lleva existiendo uno o dos días
en un sistema temporal ajeno? ¿Y si esta hoja fuese segada por la hoz? Cuando
comenzara a morir, ¿se infiltraría la descomposición en nuestro propio universo y en
nuestras propias vidas, volviéndolo todo amarillento, pardusco y marchito? Puede que
eso ya haya comenzado a suceder. Decimos que el mundo ha cambiado; tal vez lo que
queremos decir en realidad es que ha comenzado a secarse.
"¡Piensa en cómo nos empequeñece este concepto de las cosas, pistolero! Si hay un
Dios que lo contempla todo, ¿administra Él acaso la justicia para una raza de
mosquitos entre una infinidad de razas de mosquitos? ¿Verá su ojo cómo cae la
golondrina, cuando la golondrina es menos que una mota de hidrógeno que flota
inconexa en las profundidades del espacio? Y si en verdad lo ve... ¿cuál debe de ser la
naturaleza de un Dios tal? ¿Dónde vive? ¿Cómo es posible vivir más allá del infinito?
"Imagínate las arenas del desierto de Mohaine, que cruzaste para encontrarme, e
imagínate un trillón de universos - no mundos, sino universos - encapsulados en cada
grano de arena de ese desierto; y dentro de cada universo, infinidad de ellos. Nos
erguimos sobre esos universos desde nuestro patético punto de observación en una
hoja de hierba; con un golpe de tu bota puedes sumir en la oscuridad un billón de
billones de mundos, en una cadena que nunca podrá completarse.
* Cabeza de Caballo: Nebulosa conocida astronómicamente como NGC 2024. Es difícilmente visible salvo con
potentes instrumentos. Se halla en la región de Orión. (N. del T.)
"El Tamaño, pistolero... El Tamaño...
"Vayamos aún más lejos. Supongamos que todos los mundos, todos los universos, se
reunieran en un solo nexo, una sola pilastra, una Torre. Una escala, quizás, hacia la
propia Divinidad. ¿Osarías, pistolero? ¿Podría ser que, por encima de toda esta
realidad sin límites, existiera una Habitación...?
"No osarías.
No osarías.
- Alguien ha osado - replicó el pistolero.
- ¿Y quien puede ser ese alguien?
- Dios - respondió el pistolero serenamente. Sus ojos relucían. Dios ha osado... ¿O
acaso la habitación está vacía, vidente?
- No lo sé. Por las regulares facciones del hombre de negro cruzó una sombra de
temor, blanda y oscura como un ala de buitre. más aún, no lo pregunto. Puede que no
fuera prudente.
- ¿Tienes miedo de caer fulminado? - preguntó irónicamente el pistolero.
- Quizá tenga miedo de que me pidan cuentas - contestó el hombre de negro, y por
un tiempo reinó el silencio.
La noche iba a ser muy larga. La Vía Láctea se extendía sobre ellos con refulgente
esplendor, pero terrorífica en su vacuidad. El pistolero trató de imaginar qué sentiría
si aquel firmamento de tinta se rasgara y dejara pasar un torrente de luz.
- El fuego - dijo al fin. Tengo frío.
El pistolero dormitó y al despertar vio que el hombre de negro lo miraba de una
manera ávida y malsana.
- ¿Qué estás mirando?
- Te miro a ti, por supuesto.
- Pues no me mires. Hurgó en las cenizas, destruyendo la precisión del ideograma.
No me gusta. Se volvió hacia el este para ver si se atisbaba algún vislumbre de luz,
pero aquella noche parecía no tener fin.
- ¿Tan pronto buscas la luz?
- He sido hecho para la luz.
- ¡Ah, muy cierto! ¡Y muy descortés por mi parte el haberlo olvidado! Pero aún
tenemos mucho de qué hablar, tú y yo. Pues así me lo ha dicho mi amo.
- ¿Quién?
El hombre de negro sonrió.
- ¿Vamos a decir la verdad, entonces? ¿No más mentiras? ¿No más glammer?
- ¿ Glammer? ¿Qué significa eso?
Pero el hombre de negro insistió:
- ¿Habrá verdad entre nosotros, de hombre a hombre? ¿No como amigos, sino como
enemigos e iguales? Es una oferta que rara vez te harán, Rolando. Sólo los enemigos se
dicen la verdad. Los amigos y los amantes se mienten interminablemente, atrapados
en la telaraña de su sentido del deber.
- Digamos, pues, la verdad. Nunca había faltado a ella, durante aquella noche.
Empieza diciéndome qué significa glammer.
- Glammer es hechizo, pistolero. El hechizo de mi amo ha prolongado esta noche y
seguirá prolongándola... hasta que nuestro asunto haya concluido.
- ¿Cuánto tiempo llevará eso?
- Mucho. más no puedo decirte. Yo mismo lo ignoro. El hombre de negro se acercó al
fuego, y las refulgentes ascuas proyectaron dibujos sobre su rostro. Pregunta. Te diré
lo que sepa. Me has atrapado; es justo. No creía que lo consiguieras. Y, sin embargo, tu
búsqueda apenas ha empezado. Pregunta. Verás qué pronto llegaremos al meollo.
- ¿Quién es tu amo?
- Nunca lo he visto, pero tú deberás verlo. Para llegar a la Torre, antes debes llegar
a él, el Extraño Sin Edad. El hombre de negro sonrió secamente. Debes matarlo,
pistolero. Pero creo que no era eso lo que deseabas preguntarme.
- Si nunca lo has visto, ¿cómo es que lo conoces?
- Se me apareció una vez, en sueños. Vino a mí como un mozalbete, cuando yo vivía
en un país lejano. Hace mil años, o cinco o diez. Vino a mí en los días en que los
antiguos aún no habían cruzado el mar. En un país llamado Inglaterra. Hace muchos
siglos me imbuyó mi sentido del deber, aunque hubo diversas tareas entre mi juventud
y mi apoteosis. Tú eres una de ellas, pistolero. Contuvo una risita. Ya lo ves, alguien te
ha tomado en serio.
- Este Extraño, ¿carece de nombre?
- Oh, sí lo tiene.
- ¿Y cuál es su nombre?
- Maerlyn - dijo en voz baja el hombre de negro, y en algún lugar de la oscuridad
hacia el este, donde se alzaban las montañas, un desprendimiento de rocas subrayó
sus palabras y un puma aulló como una mujer. El pistolero se estremeció, y el hombre
de negro se encogió de miedo. Pero tampoco creo que fuera eso lo que deseabas
preguntarme. No está en tu naturaleza el pensar con tanta anticipación.
El pistolero conocía la pregunta, había estado royéndolo toda la noche y, le parecía,
desde años atrás. La pregunta temblaba en sus labios, pero no la formuló... aún no.
- Este Extraño, este Maerlyn, ¿es un satélite de la Torre, como tú mismo?
- Mucho mayor que yo. Se le ha concedido el vivir hacia atrás en el tiempo. Él se
oscurece. Él es tintura. Está en todos los tiempos. Pero aún hay alguien más grande
que él.
- ¿Quién?
- La Bestia - susurró el hombre de negro, temeroso. El guardián de la Torre. El
originador de todo glammer.
- ¿Y qué es? ¿Qué hace esta Bestia...?
- ¡No preguntes más! - gritó el hombre de negro. Su voz aspiraba a la severidad,
pero se deshizo en una súplica. ¡No lo sé! No quiero saberlo. Hablar de la Bestia es
hablar de la ruina de la propia alma. Ante la Bestia, Maerlyn es como yo soy ante él.
- ¿Y después de la Bestia están la Torre v lo que la Torre contiene?
- Sí - susurró el hombre de negro. Pero nada de todo esto es lo que tú deseas
preguntar
Cierto.
- Muy bien - asintió el pistolero, y a continuación formuló la pregunta más vieja del
mundo -: ¿Nos conocemos? ¿Nos hemos visto antes en algún lugar?
- Sí.
- ¿Dónde? - El pistolero se inclinó hacia delante con impaciencia. Se trataba de su
destino
El hombre de negro se cubrió la boca con las manos y se rió como un chiquillo.
- Me parece que ya lo sabes.
- ¡¿Dónde?! - Se puso en pie, y sus manos se posaron en las gastadas culatas de su
revólveres.
- Con éstos no, pistolero. Éstos no abren puertas; sólo las cierran para siempre.
- ¿Dónde? - repitió el pistolero.
- ¿Debo darle una pista? - preguntó el hombre de negro a las tinieblas. Sí, creo que
debo dársela. Miró al pistolero con ojos que ardían. Hubo un hombre que te dio un
consejo. Tu instructor...
- Sí, Cort - le interrumpió el pistolero.
- El consejo era esperar. Fue un mal consejo. Pues ya entonces los planes de Marten
contra tu padre estaban en marcha. Y cuando tu padre regresó...
- Lo mataron - concluyó el pistolero, vacío de expresión.
- Y cuanto tú volviste y lo viste, Marten se había ido... Se había ido hacia el oeste.
Sin embargo, en el séquito de Marten había un hombre, un hombre que lucía los
ropajes de un monje y la cabeza afeitada de un penitente...
- Walter - susurró el pistolero. Tú... Tú no eres Marten. ¡Eres Walter!
El hombre de negro esbozó una sonrisita.
- Para servirte.
- Tendría que matarte ahora mismo.
- Eso no sería justo. Después de todo, fui yo quien te entregó a Marten tres años
más tarde, cuando...
- Entonces, ¡me has manipulado!
- En cierto modo, sí. Pero ya no, pistolero. Ha llegado el momento de compartir.
Luego, por la mañana, echaré las runas. Soñarás. Y entonces deberá comenzar tu
verdadera búsqueda.
- Walter - repitió el pistolero, atónito.
- Siéntate - le invitó el hombre de negro. Te contaré mi historia. La tuya, creo, será
mucho más larga.
- No suelo hablar de mí mismo - masculló el pistolero.
- Aun así, esta noche debes hacerlo. Para que ambos podamos comprender.
- Comprender, ¿qué? ¿Mi propósito? Ya lo conoces. Mi propósito es encontrar la
Torre. Lo he jurado.
- Tu propósito, no, pistolero. Tu mente. Tu lenta, tenaz y laboriosa mente. En toda
la historia del mundo no ha existido otra como ella. Quizás en toda la historia de la
creación.
- Ha llegado la hora de hablar. La hora de las historias.
- Pues habla.
El hombre de negro sacudió la voluminosa manga de su túnica. Un paquete
envuelto en papel de aluminio cayó al suelo y reflejó las brasas moribundas en sus
numerosos pliegues.
- Tabaco, pistolero. ¿Quieres fumar?
Había rehusado el conejo, pero no pudo rehusar aquello. Abrió el paquete con dedos
anhelantes. En su interior había tabaco finamente picado y también hojas verdes para
envolverlo, asombrosamente húmedas. Hacía diez años que no veía un tabaco así.
Lió un par de cigarrillos y les cortó los extremos con los dientes para que fluyera el
sabor. Acto seguido, le ofreció uno al hombre de negro, que lo aceptó. Ambos recogieron
del fuego sendas ramitas encendidas.
El pistolero prendió su cigarrillo y aspiró una profunda bocanada del aromático
humo, con los ojos cerrados para mejor concentrar los sentidos. Exhaló con lenta y
morosa satisfacción.
- ¿Es bueno? - inquirió el hombre de negro.
- Sí. Muy bueno.
- Disfrútalo. Puede ser el último cigarrillo que fumes en mucho tiempo.
El pistolero recibió la advertencia sin inmutarse.
- Muy bien - dijo el hombre de negro. Para empezar, debes comprender que la Torre
ha existido siempre, y siempre ha habido muchachos que conocen su existencia y que
la codician más que el poder, el dinero o las mujeres...
Conversación hubo, toda una noche de conversación y sólo Dios sabía cuánto tiempo
más, pero luego el pistolero recordó muy poco de ella... y a su mente, curiosamente
práctica, poco le pareció de importancia El hombre de negro le dijo que debía dirigirse
hacia el mar, que no distaba más de treinta kilómetros de nada hacia el oeste, y que
allí sería investido con el poder de invocar.
- Pero eso tampoco es del todo exacto - añadió el hombre de negro, arrojando su
cigarrillo hacia los restos de la fogata. Nadie desea investirte con ninguna clase de
poder, pistolero; está en ti, sencillamente, y yo no estoy obligado a decírtelo, en parte
por el sacrificio del chico y en parte porque es la ley, la ley natural de las cosas. El
agua debe correr cuesta abajo, y tú debes saber. Invocarás a tres, según tengo
entendido... pero, en realidad, ni me interesa ni quiero saberlo.
- Los tres - musitó el pistolero, pensando en el Oráculo.
- Y entonces comenzará la verdadera diversión. Pero, para entonces, hará mucho
que yo me habré ido Adiós, pistolero. Ya he cumplido mi tarea. La cadena sigue en tus
manos. Cuida de que no se te enrosque en torno al cuello.
Impulsado por algo ajeno a él, Rolando observó:
- Tienes otra cosa más que decirme, ¿no es cierto?
- Sí - respondió el hombre de negro, y sonrió al pistolero con aquellos ojos sin
profundidad y extendió hacia él una de sus manos. Que se haga la luz.
Y hubo luz.
Rolando despertó junto a las cenizas del fuego y se encontró diez años más viejo. La
negra cabellera raleaba en las sienes y se había vuelto gris como las telarañas al final
del otoño. Los surcos de la cara eran más profundos, y la tez más áspera.
Los restos de la madera que él mismo había recogido estaban petrificados, y el
hombre de negro era un riente esqueleto envuelto en una podrida túnica negra, otro
montón de huesos en aquel osario, otra calavera más en el Gólgota.
El pistolero se puso en pie y miró a su alrededor. Contempló la luz, y vio que la luz
era buena.
Con rápido ademán, tendió la mano hacia los restos de su acompañante de la noche
anterior... una noche que, de algún modo, había durado diez años. Arrancó la quijada
de Walter y la embutió descuidadamente en el bolsillo de atrás de sus tejanos, como
adecuado sustituto para la que había perdido en las montañas.
La Torre. En algún lugar, más adelante, estaba esperándole. El nexo del Tiempo. El
nexo del Tamaño.
Echó de nuevo a andar hacia el oeste, dándole la espalda: al amanecer, rumbo al
océano, sabedor de que había llegado a una importante transición en su vida, y de que
la había superado.
- Te quería, Jake - dijo en voz alta.
La rigidez de su cuerpo comenzó a disolverse y anduvo cada vez más deprisa. Al
caer la tarde, había llegado ya al final de la tierra. Se sentó en una playa que se
extendía interminablemente a derecha e izquierda, desierta por completo. Las olas
batían incansables contra la orilla, azotándola una y otra vez. El sol poniente dibujaba
una gran franja dorada sobre las aguas.
Allí tomó asiento el pistolero, el rostro vuelto hacia la menguante luz. Soñó sus
sueños y vio salir las estrellas, no se alteró su resolución, ni flaqueó su corazón; los
cabellos, ya más finos y grises, ondeaban en torno a la cabeza, y las pistolas de su
padre, con culatas de sándalo, reposaban suave y mortíferamente sobre sus caderas.
Estaba solo, pero en modo alguno juzgaba que la soledad fuera una cosa mala o
innoble. La oscuridad envolvió al mundo y el mundo cambió. El pistolero esperaba el
momento de invocar y soñaba sus largos sueños sobre la Torre Oscura, a la que un día
llegaría, a la hora del crepúsculo, y a la que se acercaría, blandiendo su olifante, para
librar una inimaginable batalla final.
EPÍLOGO
Este relato, que es casi completo por sí mismo (¡pero no del todo!, constituye la
primera estrofa de una obra mucho más larga, titulada La Torre Oscura. Parte del
trabajo que sigue a este fragmento está ya terminado, pero todavía queda mucho más
por hacer: mi breve resumen de la acción sugiere una longitud definitiva de unas 3.000
páginas, tal vez más. Probablemente eso parezca indicar que mis proyectos para esta
narración han superado los límites de la mera ambición para entrar en el terreno de la
chifladura..., pero pídanle a su profesor de inglés favorito que les cuente alguna vez
qué planes tenía Chaucer para Los cuentos de Canterbury. Aunque, claro, tal vez
Chaucer estuviera loco.
Al ritmo con que el trabajo ha venido desarrollándose hasta este momento, tendría
que vivir aproximadamente 300 años para completar la historia de la Torre; tardé doce
años en escribir esta sección - El pistolero y la Torre Oscura. Se trata de la obra que
más tiempo me ha tomado, con mucho... aunque sería más sincero expresarlo de otro
modo: es la obra inacabada que durante más tiempo ha permanecido viva y viable en
mi propia mente. Y si un libro no está vivo en la mente del escritor, entonces es que
está tan muerto como una boñiga de caballo de un año de antigüedad, por más que las
palabras sigan desfilando sobre la página.
La Torre Oscura comenzó, creo, porque heredé una resma de papel durante el
semestre de primavera de mi último año en la facultad. No era una de las habituales
de papel de hilo, ni siquiera una de esas coloreadas de "hojas recicladas" que suelen
utilizar muchos escritores noveles porque la resma de papel coloreado (y a menudo con
grandes fragmentos de pasta sin disolver flotando en su interior) es tres o cuatro
dólares más barata.
La resma de papel que yo heredé era de un verde brillante, casi tan gruesa como
una cartulina y de un tamaño sumamente excéntrico: unos diecisiete o dieciocho
centímetros de ancho por veinticinco de largo, si no recuerdo mal. En aquella época yo
estaba trabajando en la biblioteca de la Universidad de Maine y un día, de forma
completamente inexplicable y sin justificación alguna, aparecieron varias resmas de
este papel en diversas tonalidades. La que luego sería mi esposa, Tabitha Spruce, se
llevó una de las resmas (de un azul huevo de petirrojo) a casa, y el tipo con el que por
entonces salía se llevó otra (amarillo correcaminos). Yo me quedé la verde.
Tal como fueron las cosas, los tres resultamos ser auténticos escritores, una
coincidencia casi demasiado grande para ser considerada simple coincidencia en una
sociedad donde literalmente decenas de miles (quizá centenares de miles) de
estudiantes universitarios aspiran al oficio de escritor y donde apenas son unos cientos
los que en verdad lo consiguen. Yo he publicado media docena de novelas, más o
menos; mi esposa ha publicado una (Small World) y está trabajando duramente en
otra aún mejor; el tipo con el que por entonces salía, David Lyons, ha llegado a ser un
excelente poeta y fundador de la editorial Lynx Press, de Massachusetts.
Quizá fuera el papel, amigos. Quizá fuera un papel mágico. Ya saben, como en una
novela de Stephen King.
Sea como fuere, es posible que quienes lean esto no lleguen a comprender cuán
llenas de posibilidades parecían aquellas quinientas hojas de papel en blanco, aunque
me parece que en este mismo instante debe de haber bastantes lectores que están
asintiendo para sí con perfecta comprensión. Los escritores que publican pueden
disponer de todo el papel en blanco que se les antoje, desde luego; se trata de su
herramienta de trabajo. Incluso les permite desgravar impuestos. De hecho, pueden
tener tanto papel que, al final, todas esas hojas en blanco son capaces de comenzar a
ejercer una maléfica influencia sobre ellos. Escritores mejores que yo han hablado del
mudo desafío de toda esa superficie blanca, y sabe Dios que algunos de ellos,
intimidados, se han visto reducidos al silencio.
La otra cara de la moneda, y en especial para un escritor joven, es el júbilo casi
profano que todo ese papel en blanco puede producir: te sientes como un alcohólico
delante de una botella de whisky con el precinto aún sin arrancar.
Por entonces yo vivía en una acogedora cabaña junto al río, no lejos de la
universidad, y vivía solo. El primer tercio de la anterior narración fue escrito en un
imponente e inviolable silencio que ahora, con niños alborotadores en casa, dos
secretarias y un ama de llaves que siempre opina que parezco enfermo, me resulta
difícil recordar. Los tres compañeros de cuarto con los que comencé el curso habían
suspendido todos. Hacia marzo, cuando se desheló el río, me sentía como el último de
los diez negritos de Agatha Christie.
Estos dos factores, el desafío de aquel papel verde sin tocar y el profundo silencio
(salvo por el goteo de la nieve que se fundía y corría cuesta abajo hacia el Stillwater),
fueron más responsables que ninguna otra cosa de que diera comienzo a La Torre
Oscura. Hubo un tercer factor pero, sin los dos primeros, creo que jamás hubiera
llegado a escribir este relato.
El tercer elemento fue un poema que me había sido asignado dos años antes, en una
asignatura de segundo curso que trataba de los primeros poetas románticos (¿y que
mejor época para estudiar poesía romántica que en el segundo curso de la
universidad?). Casi todos los demás poemas se habían borrado ya de memoria, pero
éste, espléndido, denso e inexplicable, persistía... y aún persiste. El poema era "Childe
Roland", de Robert Browning.
Había jugado con la idea de intentar una larga novela romántica que reprodujera la
sensación, ya que no el sentido exacto, del poema de Browning. La cosa se había
quedado solamente en juego, porque tenía mucho más por escribir: mis propios
poemas, cuentos, artículos de prensa y Dios sabe qué.
Sin embargo, durante aquel semestre de primavera, mi vida creativa, hasta
entonces tan atareada, conoció una especie de pausa. No era una incapacidad de
escribir, sino la sensación de que ya era hora de dejar de hacer el ganso con un pico y
una pala y ponerme a los mandos de una enorme y potente apisonadora de vapor; la
sensación de que ya era hora de ponerme a excavar en la arena e intentar sacar algo
grande de ella, aunque el esfuerzo resultara en un fracaso abismal. Y así, una noche
de marzo de 1970 me encontré sentado ante mi vieja Underwood de oficina, con la "m"
desportillada y la "O" mayúscula mal alineada, escribiendo las palabras que dan
comienzo a esta historia: El hombre de negro huía a través del desierto, y el pistolero
iba en pos de él.
En los años que han transcurrido desde que tecleé esta frase, sin que el disco de
Johnny Winter consiguiera apagar del todo el sonido de la nieve derretida que corría
cuesta abajo, he comenzado a encanecer, he engendrado hijos, he enterrado a mi
madre, me he aficionado a las drogas y las he abandonado, y he aprendido unas
cuantas cosas acerca de mí mismo, algunas lamentables, otras desagradables y la
mayoría sencillamente divertidas. Como el propio pistolero sin duda observaría, el
mundo ha cambiado.
Pero durante todo este tiempo jamás llegué a olvidar por completo el mundo del
pistolero. El grueso papel de color verde se perdió por el camino, pero aún conservo
unas primeras cuarenta páginas del manuscrito original, que incluyen las secciones
tituladas "El pistolero" y "La estación de paso". El papel fue reemplazado por otro de
aspecto más profesional, pero recuerdo aquellas curiosas hojas verdes con más cariño
del que jamás podría expresar en palabras. Volví al mundo del pistolero cuando El
misterio de Salem's Lot iba mal ("El oráculo y las montañas") y describí el triste fin del
Joven Jake poco después de haber visto cómo otro chico, Danny Torrance, escapaba de
otro mal paso en El resplandor. En realidad, la única época en que mis pensamientos
no se volvieron ni siquiera de vez en cuando al seco pero atractivo mundo del pistolero
(a mí, al menos, siempre me ha parecido atractivo) fue cuando habitaba en otro que me
parecía absolutamente igual de real: el postapocalíptico mundo de The Stand. Escribí
el último fragmento de los presentados en este volumen, "El pistolero y el hombre de
negro", hace menos de dieciocho meses en el oeste de Maine.
Creo que probablemente debo a los lectores que me han seguido hasta aquí una
especie de resumen ("la trama", dirían aquellos grandes poetas románticos del pasado)
de lo que viene a continuación, pues es casi seguro que moriré antes de completar toda
la novela... o epopeya... o como queráis llamarla. La triste realidad es que me resulta
imposible hacerlo. Quienes me conocen saben bien que no soy una gran luminaria
intelectual, y quienes han leído mis libros con cierta medida de aprobación crítica (hay
unos cuantos, los tengo sobornados) probablemente estarían de acuerdo en que lo
mejor de mi obra ha salido del corazón y no de la cabeza o del estómago, lugar donde se
origina la más potente escritura emocional.
Todo esto viene a querer decir que nunca estoy del todo seguro de adónde me dirijo,
y en este relato eso es aún más cierto que de costumbre. Por la visión de Rolando,
cerca del final, sé que su mundo está ciertamente moviéndose, porque el universo de
Rolando existe en el interior de una sola molécula de una hierba que se marchita en
algún cósmico solar vacío (creo que esta idea probablemente se la debo a Clifford D.
Simak, en Un anillo alrededor del Sol; por favor, Cliff, ¡no vayas a demandarme!), y sé
también que el invocar consiste en llamar a tres personas de nuestro propio mundo
(tal como el hombre de negro llamó al propio Jake) que se unirán a Rolando en su
búsqueda de la Torre Oscura.
Y esto lo sé porque algunos fragmentos del segundo ciclo de relatos (titulado "La
invocación de los tres") ya están escritos.
Pero, ¿y el turbulento pasado del pistolero? Es tan poco lo que sé, Dios mío. ¿La
revolución que acaba con el "mundo de luz" del pistolero? No lo sé. ¿La confrontación
final de Rolando y Marten, que ha seducido a su madre y matado a su padre? No lo sé.
¿Las muertes de los compatriotas de Rolando, Cuthbert y Jamie, o sus aventuras
durante los años que transcurren entre su mayoría de edad y su llegada al desierto,
donde lo encontramos por primera vez? Tampoco lo sé. Y está la chica, Susan. ¿Quién
es ella? No lo sé.
Salvo que, muy dentro de mí, lo sé. Dentro de mí sé todas estas cosas, y no necesito
argumento, resumen ni esquemas (los esquemas son el último recurso de los malos
escritores de ficción, que darían lo que fuera por estar escribiendo tesis doctorales).
Cuando llegue el momento estas cosas - y su relación con la búsqueda del pistolero -
fluirán con tanta naturalidad como las l grimas o la risa. Y si este momento no llega
nunca, bueno, como dijo Confucio, hay quinientos millones de chinos comunistas a los
que les importa un pimiento.
Una cosa sí sé: en algún momento, en algún instante mágico, habrá un crepúsculo
violáceo (¡un crepúsculo hecho para el romance); Rolando encontrar su Torre Oscura y
se acercará a ella, blandiendo su olifante... y, si alguna vez llego allí, vosotros seréis los
primeros en saberlo.

-
STEPHEN KING
Bangor, Maine
-
ÍNDICE
EL PISTOLERO
LA ESTACIÓN DE PASO
EL ORÁCULO Y LAS MONTAÑAS
LOS MUTANTES LENTOS
EL PISTOLERO Y EL HOMBRE DE NEGRO
EPÍLOGO

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