SOY
LEYENDA
RICHARD MATHESON
I
Enero de 1976
1
En aquellos días nublados, Robert Neville no sabía con certeza cuándo se
pondría el sol, y a veces ellos ya ocupaban las calles antes de que él regresara.
Durante toda su vida, la hora del crepúsculo estaba relacionada con el aspecto
del cielo, y por lo general, prefería no alejarse demasiado.
Paseaba alrededor de la casa, bajo una luz grisácea y débil, con un
cigarrillo en la boca y un hilo de humo por encima del hombro. Comprobó que
las ventanas no tuvieran alguna madera suelta. Los ataques más violentos
dejaban tablones rotos o medio arrancados, y debía remendarlos. Odiaba esta
tarea. Hoy afortunadamente, sólo faltaba un tablón.
Cuando estuvo en el patio revisó el invernadero y el depósito de agua. A
veces los hierros que cubrían el depósito se aflojaban y las cañerías estaban
retorcidas o rotas. A veces, en el invernadero, las piedras que arrojaban por
encima del muro agujereaban los cristales y había que cambiarlos.
Pero el depósito y el invernadero estaban intactos en esta ocasión.
Regresó a la casa. Cuando abrió la puerta de calle apareció en el espejo
una imagen de sí mismo absolutamente distorsionada. Hacía un mes que había
colgado allí aquel espejo agrietado. Al cabo de pocos días, algunos trozos caían
en el porche. Puede caer entero, pensó. No tenía idea de colgar allí otro
maldito espejo; no valía la pena. En cambio, había puesto algunas cabezas de
ajo. Darían mejor resultado.
Cruzó lentamente la sala, sumida en el más absoluto silencio, dobló por el
oscuro pasillo de la izquierda, y entró en el dormitorio.
En otro tiempo, la habitación había estado abarrotada de adornos, pero
ahora todo era completamente funcional. Como la cama y el escritorio
ocupaban muy poco espacio, había convertido una pared en almacén.
En el estante se podía encontrar un serrucho, un torno y una piedra de
esmeril. Y en la pared, un muestrario completo de herramientas.
Neville cogió el martillo y encontró, en medio del desorden de una caja,
unos cuantos clavos. Volvió a salir, y clavó rápidamente el tablón que se había
estropeado, arrojando los clavos restantes en la derrumbada puerta próxima.
Permaneció allí durante un rato, de pie en el jardín, contemplando la calle
larga y silenciosa. Era un hombre alto, tenía treinta y seis años y su
ascendencia era inglesa y alemana. En su rostro, nada llamaba especialmente
la atención, excepto la boca, ancha y firme, y los brillantes ojos azules, que
observaban ahora las ruinas de las casas vecinas. Las había quemado para
evitar que se acercaran por los tejados.
Pasados algunos minutos, respiró hondo y volvió a entrar. Arrojó el
martillo sobre el sofá de la entrada, encendió otro cigarrillo y tomó la copa de
la media mañana.
Poco después entró en la cocina de mala gana. Debía deshacerse de la
basura acumulada en el vertedero. Debía también quemar los platos y vasos
de papel, y quitar el polvo a los muebles, y lavar el fregadero y la bañera, y
cambiar las sábanas y la funda de la almohada. Pero vivía solo, y esas cosas
podían esperar.
A mediodía, Neville estaba en el invernadero recogiendo cabezas de ajo.
Al principio su estómago no podía soportar el olor de ajo. Ahora lo tenía
impregnado en las ropas, y a veces pensaba que hasta en la piel, y casi no lo
notaba.
Cuando le pareció que tenía suficientes volvió a casa y los colocó en el
vertedero. Accionó el interruptor de la pared. La luz vaciló unos instantes antes
de brillar normalmente. Neville dejó escapar un chasquido de disgusto entre
las mandíbulas apretadas. Otra vez el generador. Tendría que repasar el
maldito manual y comprobar los cables. Y si la reparación era demasiado
complicada, debería comprar un nuevo generador.
Se sentó, malhumorado, en un taburete junto al vertedero y sacó un
cuchillo. Primero, fue separando los pequeños dientes rosados entre sí, luego
los cortó por la mitad. El acre y penetrante olor inundó la cocina. Puso en
funcionamiento el acondicionador de aire y la atmósfera quedó bastante limpia.
Luego, con un punzón, practicó un agujero en cada mitad de diente y las
atravesó con un alambre hasta formar unos veinticinco collares.
En un principio colgaba estos collares en los cristales, pero la pedrea le
había obligado a tapar todos los cristales con madera terciada. Finalmente
había sustituido estas maderas por tablones, con lo que la casa se había
convertido en un lúgubre sepulcro; pero había puesto fin a aquella lluvia de
piedras y vidrios rotos que entraba todas las noches en las habitaciones. Y una
vez instalados los tres acondicionadores de aire, se pudo respirar mejor. Un
hombre puede acostumbrarse a todo.
Cuando tuvo terminados los collares, salió y los clavó en los tablones de
las ventanas, y retiró luego los viejos porque ya habían perdido casi todo el
olor.
Realizaba este trabajo dos veces por semana. No había otra forma de
defenderse mejor que ésta, por el momento.
¿Defenderse?, pensaba a menudo. ¿Para qué?
Durante la tarde pasó el rato haciendo estacas.
Con la ayuda del torno reducía los tarugos de madera a estacas de veinte
centímetros. Luego les afilaba la punta en la piedra de esmeril.
Era un trabajo agobiante y monótono, y el aserrín flotaba en el aire con su
tibio olor y le penetraba los poros y los pulmones, y le provocaba la tos.
Pero las estacas nunca alcanzaban, independientemente de las que
hiciese. Y los tarugos escaseaban cada vez más. Pronto tendría que usar
tablas. Pensó, irritado, que eso sería el colmo.
Todo era demasiado deprimente y debía pensar en cambiarlo. ¿Pero
cómo, si no podía dedicar ni un minuto a pensar?
Mientras torneaba, el altavoz del dormitorio dejaba llegar el sonido de la
Tercera, la Séptima y la Novena de Beethoven. Con la música llenaba el
terrible vacío del tiempo.
A partir de las cuatro de la tarde empezó a contemplar el reloj de pared.
Trabajaba en silencio, con los labios apretando el cigarrillo, los ojos clavados
en el taladro que mordía la madera sembrando el suelo de un polvo
blanquecino.
Las cuatro y cuarto. Las cuatro y media. Las cinco menos cuarto.
Sólo faltaba una hora y los asquerosos bastardos rodearían la casa. Tan
pronto como se pusiera el sol, aparecerían.
Se detuvo ante la enorme nevera para elegir su cena. Los ojos indecisos
se pasearon por las carnes, los vegetales congelados, los panes y los pasteles,
las frutas y cremas.
Sacó al fin dos costillas de cordero, unos guisantes y una botella de zumo
de naranja. Luego, empujó la puerta con el codo para cerrarla y se acercó a las
latas de conserva que se apilaban hasta el techo. Tomó una de jugo de tomate
y salió de la habitación. En otro tiempo Kathy dormía allí. Ahora era el refugio
de su estómago.
Cruzó la sala. El mural que tapizaba la pared del fondo mostraba un
acantilado, con un hermoso océano verde y azul. Las olas se rompían contra
unas rocas negras. Muy arriba, en el cielo azul, las gaviotas estaban
suspendidas en el aire, y a la derecha un árbol torcido colgaba sobre el abismo
y las ramas oscuras quedaban recortadas contra el cielo.
Neville entró en la cocina y dejó caer los alimentos sobre la mesa, con los
ojos fijos en el reloj. Las seis menos veinte. Faltaba poco.
Puso un poco de agua en una olla y esperó a que hirviera. Luego quitó el
hielo a la carne y la colocó en la parrilla. Cuando el agua estuvo a punto, metió
los guisantes en la olla. El mal funcionamiento del generador, sin duda, era
debido a la cocina eléctrica.
En la mesa cortó dos rebanadas de pan y se sirvió un vaso de jugo de
tomate. Se quedó mirando el segundero que giraba lentamente en la esfera del
reloj.
Después de beber el jugo de tomate fue hasta la puerta y salió al porche.
Dio unos pasos más, atravesó el césped y llegó a la acera.
El cielo se estaba ennegreciendo y soplaba un frío viento. Miró a lo largo
de la calle. Llegarían de un momento a otro.
Oh, en realidad, no eran peores que aquellas malditas tormentas de
arena. Se encogió de hombros, atravesó el jardín y volvió a entrar en la casa.
Cerró la puerta con llave y colocó la tranca en su lugar correspondiente.
Regresó a la cocina, dio la vuelta a las costillas de cordero y apagó la placa en
donde hervían los guisantes.
Estaba sirviéndose la cena cuando se detuvo para mirar el reloj. Hoy
habían llegado a las seis y veinticinco. Ben Cortman gritaba:
—¡Sal, Neville!
Neville se sentó y empezó a comer, suspirando.
Después de cenar, en la sala, trató de leer. Se había preparado un whisky
con soda y lo tenía en la mano mientras hojeaba un texto de fisiología. Del
altavoz instalado en la puerta del vestíbulo le llegaba a gran volumen una obra
de Shoenberg.
No suena bastante alto, pensó. Los oía aún afuera. Oía sus murmullos y
sus pasos, sus gritos, sus gruñidos y sus peleas. De vez en cuando una piedra
o un ladrillo golpeaban la casa. A veces ladraba un perro.
Y todos se reunían allí para lo mismo.
Cerró los ojos por un instante. Luego encendió un cigarrillo con
resignación y dejó que el humo le llenara los pulmones.
Si tuviese tiempo aislaría la casa y evitaría los ruidos. Todo sería mejor si
no tuviera que escucharlos. Aún después de seis meses le destrozaban los
nervios.
Ya ni siquiera los miraba. Al principio había abierto una mirilla en la puerta
para espiarlos. Pero un día las mujeres se dieron cuenta y le incitaban a salir
de la casa con ademanes obscenos.
Dejó el libro y clavó los ojos en la alfombra, escuchando la música de
Verklärte Nacht
. Podía ponerse tapones en los oídos y no oiríalos ruidos de la calle; pero entonces tampoco oiría la música, y no quería
quedarse encerrado en un caparazón.
Volvió a cerrar los ojos. La presencia de las mujeres complicaba las cosas,
pensó; las mujeres, como muñecas lascivas en la noche. Esperaban provocarle
y que se decidiera a salir.
Se estremeció. Todas las noches sucedía lo mismo: empezaba a leer y a
escuchar música. Luego pensaba en aislar la casa, y finalmente pensaba en las
mujeres.
De nuevo aquel calor insoportable en las entrañas. Conocía muy bien
aquella sensación y le enfurecía no poder dominarla. El calor era cada vez más
fuerte, hasta que tenía que incorporarse y pasearse por la sala con los puños
apretados. Entonces encendía el proyector y veía una película, o comía mucho,
o bebía mucho, o aumentaba el volumen de la música hasta lastimarse los
oídos.
Sintió que el estómago se le retorcía como un alambre. Recogió el libro e
intentó leer, concentrándose en cada palabra.
Pero un segundo después el libro estaba otra vez sobre sus rodillas. Miró
hacia la biblioteca. Aquella sabiduría no calmaría nunca su fuego; siglos y
siglos de palabras no podían satisfacer aquel deseo imperativo e irracional.
Se sintió enfermo, humillado. Se le habían terminado todas las
posibilidades. Lo habían obligado al celibato, y debía asumirlo.
Extendió la mano, aumentó el volumen de la música y trató de leer una
página entera sin detenerse. Leyó algo sobre corpúsculos sanguíneos que
atraviesan membranas, y pálidas linfas y nódulos linfáticos, y linfocitos y
fagocitos...
...para terminar en el hombro izquierdo, cerca del tórax, en una de las
venas largas del sistema circulatorio...
Cerró el libro de un golpe.
¿Por qué no le dejaban tranquilo? ¿Creían que sería de todos? ¿Eran tan
estúpidos? ¿Por qué venían todas las noches? Después de cinco meses podían
haber desistido y probar suerte en otro lugar.
Fue hasta el bar y se sirvió otra copa. Mientras volvía a su sitio oyó que
unas piedras rodaban por el tejado y caían entre los arbustos del fondo de la
casa. Además del ruido de las piedras, se oían los acostumbrados gritos de Ben
Cortman:
—¡Sal, Neville!
Algún día agarraré a ese bastardo, pensó mientras bebía de un sorbo el
amargo líquido. Algún día lo encontraré y le clavaré una estaca, justo en el
centro de su maldito pecho.
Mañana. Mañana aislaría la casa. No quería pensar más en las mujeres. Si
la aislaba quizá dejaría de pensar en ellas.
La música cesó y Neville sacó los discos del plato y los guardó en sus
fundas. Ahora los sonidos de la calle le llegaban claramente. Cogió un disco
cualquiera, lo puso en el tocadiscos y elevó el volumen.
El año de la plaga
, de Roger Leie, le llenó los oídos. Los violines chirriabany gemían; los tambores sonaron como los latidos de un corazón agonizante;
las flautas tocaron una extraña melodía átona.
Sacó, furioso, el disco, y lo rompió en su rodilla derecha. Hacía tiempo que
deseaba hacerlo. Caminó luego rígidamente hasta la cocina y echó los pedazos
al cubo de basura. Allí permaneció un rato, en la oscuridad, con los ojos
cerrados y apretando los dientes, tapándose los oídos con los puños. Dejadme
sólo, dejadme solo,
¡dejadme solo!Era inútil. No podía vencerlos de noche. Era inútil intentarlo; la noche les
pertenecía. Estaba comportándose como un estúpido. Haría mejor mirando una
película, pero no, no tenía ganas de instalar el proyector. Se iría en seguida a
la cama con tapones en los oídos. Al fin y al cabo, así terminaban todas sus
noches.
Rápidamente, tratando de no pensar en nada, entró en el dormitorio y se
desnudó. Se puso los pantalones del pijama y fue al cuarto de baño. Nunca
usaba chaqueta para dormir. Se había acostumbrado en Panamá, durante la
guerra.
Se miró en el espejo mientras se lavaba. Contempló el pecho ancho y
velludo y el tatuaje que le habían hecho en Panamá, una noche. durante una
borrachera. Qué estúpido era en esa época, pensó. Bueno, quizá aquella cruz
adornada le había dado suerte.
Se cepilló los dientes cuidadosamente. Ahora era su propio dentista.
Muchas cosas podían irse al diablo, pero su salud era muy importante. ¿Por
qué no dejo también el alcohol?, pensó, ¿Por qué no acabo con aquel infierno?
Antes de irse a la cama recorrió la casa, apagando luces. Contempló el
mural durante unos minutos y trató de pensar que era realmente el océano.
¿Pero cómo podría concentrarse con todos aquellos chillidos y gritos
nocturnos?
Apagó la luz de la sala y entró en el dormitorio.
Una mueca de disgusto se dibujó en su cara. El aserrín cubría las sábanas.
Lo sacudió con la mano pensando que debía separar el almacén del dormitorio.
Sería mejor hacer esto, sería mejor hacer aquello, pensó cansadamente. Había
tanto que hacer. Nunca resolvería el verdadero problema.
Se puso los tapones en los oídos y se hundió en el silencio. Apagó la luz y
se deslizó entre las sábanas. Eran poco más de las diez. Qué más da, pensó,
me levantaré más temprano.
Tendido en la cama, aspiró profundamente en la oscuridad, esperando que
le viniera el sueño. Pero el silencio no era una gran ayuda. Aún los tenía
grabados; hombres de caras blancas que se arrastraban por la calle, buscando
incesantemente cómo llegar a él. Algunos, quizá en cuclillas, acechando como
perros, chirriaban los dientes y se balanceaban hacia adelante y hacia atrás,
hacia adelante y hacia atrás.
Y las mujeres... ¿Pero iba a pensar otra vez en ellas? Se acostó boca
abajo profiriendo una maldición y apretó la cabeza contra la almohada. Así se
quedó durante un rato, respirando pesadamente, retorciéndose.
Todas las noches pronunciaba mentalmente el mismo deseo: ¡Que llegue
la mañana. Dios, haz que llegue la mañana!
Soñó con Virginia y gritó durante el sueño y los dedos se le clavaron en la
colcha como garras.
2
El despertador sonó a las cinco y media. Neville estiró el brazo entumecido
y lo paró.
Buscó los cigarrillos, encendió uno, y se sentó a fumar en la cama. Al cabo
de un rato se levantó, cruzó la sala y espió por la mirilla.
Afuera, en el césped, las oscuras figuras se alzaban como guardianes.
Mientras miraba algunas empezaron a alejarse, y se oían murmullos de
descontento. Otra noche llegaba a su fin.
Volvió al dormitorio, encendió la luz y empezó a vestirse. Mientras se
ponía la camisa oyó el grito de Ben Cortman:
—¡Sal, Neville!
Y eso fue todo. En seguida se alejarían, más débiles que antes. Quizá se
habían atacado entre ellos, lo que ocurría a menudo. Nada los unía. Obedecían
sólo a una necesidad.
Una vez vestido, Neville se sentó en la cama y escribió la lista de los
recados del día:
Torno en Sears.
Agua.
Generador.
Madera (?).
Rutina.
Terminó rápidamente el desayuno: un vaso de zumo de naranja, una
tostada y dos tazas de café. No podía acostumbrarse a comer con tranquilidad.
Arrojó el vaso y el plato de papel en el cubo de basura y se cepilló los
dientes. Conservaba ese hábito, y eso le consoló.
Cuando llegó a la puerta, alzó los ojos. El cielo estaba claro, casi sin
nubes. Hoy podía salir. Fantástico.
En el suelo del porche tropezó con algunos pedazos del espejo. Bueno,
seguía rompiéndose. Lo limpiaría luego.
Había un cuerpo sin vida en la acera y otro entre las ruinas de la casa
vecina. Ambas eran mujeres. Eran casi siempre mujeres las víctimas.
Abrió la puerta del garaje y sacó marcha atrás su furgoneta Willys. Bajó
luego y abrió la puerta trasera. Se puso unos gruesos guantes y se acercó a la
mujer de la acera.
Mientras arrastraba los cuerpos por el césped y los arrojaba a la lona
pensó que a la luz del día no eran en absoluto atractivas. No había ni una gota
en ellas; tenían el color del pescado. Cerró la caja.
Recorrió el jardín recogiendo en un saco todos los ladrillos y piedras que le
habían arrojado. Lo llevó al coche y se quitó los guantes. Luego entró de nuevo
en la casa, se lavó las manos y preparó unos bizcochos y un termo de café
caliente.
Entró en el dormitorio y recogió el haz de estacas. Se lo cargó al hombro,
cogió un martillo de la pared y volvió a salir.
Esa mañana no trataría de encontrar a Ben Cortman. Había otras cosas
que hacer. Durante un instante recordó su intención de aislar la casa. Bueno,
al diablo con eso. Lo haría otro día, quizá algún día que estuviera nublado.
Se metió en la camioneta y releyó su lista. El torno era imprescindible.
Pero antes debía librarse de los cuerpos.
Puso el motor en marcha y retrocedió rápidamente hacia el bulevar
Compton. Desde allí se dirigió al este. Las casas se alzaban a ambos lados de
la calle, silenciosas y vacías; los coches estaban aparcados a lo largo de las
aceras.
Bajó la vista un momento y examinó el indicador del combustible. Aún
quedaba medio depósito, pero sería bueno detenerse en la avenida Western y
llenarlo. Por el momento, no había motivo para utilizar la gasolina almacenada
en el garaje.
Entró en la callada gasolinera. Acercó un bidón y con la manguera
comenzó a llenar el depósito hasta que éste desbordó y el líquido se
desparramó por el cemento.
Revisó el aceite, el agua, la batería y los neumáticos. Todo estaba en
orden. Así sucedía casi siempre, porque lo cuidaba mucho. Si se le estropeara
alguna vez y no pudiese regresar antes del crepúsculo...
Bueno, no había motivo para preocuparse. Si eso ocurriera, sería el fin.
Continuó por el bulevar Compton hasta dejar atrás la gasolinera y las
otras calles muertas. No se veía a nadie.
Pero Neville sabía dónde estaban.
El fuego aún ardía. Cuando estuvo más cerca se puso los guantes y la
máscara de gas y se quedó mirando la oscura columna de humo que oscilaba
sobre la tierra. Todo el campo, desde junio de 1975, era un gran pozo.
Detuvo el coche y bajó rápidamente de un salto, ansioso por terminar
cuanto antes. Abrió la puerta trasera, tiró de uno de los cuerpos y lo arrastró
hasta el borde del pozo. Allí lo levantó y le dio un empujón.
El cuerpo bajó rodando hasta el fondo ceniciento y humeante.
Regresó a la furgoneta jadeando, a pesar de la máscara de gas.
Empujó el otro cuerpo al pozo y tiró el saco de ladrillos y piedras, y se
alejó de allí a toda prisa.
Cuando se hubo alejado un kilómetro, se sacó la máscara y los guantes y
los echó atrás. Abrió la ventanilla y se puso a respirar a bocanadas el aire frío.
Sacó un frasco de la guantera y tomó un largo trago de whisky. Luego
encendió un cigarrillo y aspiró profundamente el humo. En ocasiones, debía ir
todos los días al pozo, durante varias semanas, y siempre se sentía enfermo.
En algún lugar, allá abajo, estaba Kathy.
Camino de Inglewood se detuvo en un mercado en busca de agua mineral.
Cuando entró en el silencioso almacén sintió de pronto el fétido olor de los
alimentos putrefactos. Empujó rápidamente el carrito a lo largo de los
silenciosos y polvorientos almacenes.
Por fin encontró las botellas de agua. En el fondo, una puerta se abría a
unos pocos escalones. Metió las botellas en el carrito y subió. El propietario del
mercado debería estar en el piso de arriba.
Eran dos. En el vestíbulo, recostada en un sofá, había una mujer de unos
treinta años, enfundada en una bata roja. Respiraba lentamente, tenía los ojos
cerrados y las manos cruzadas sobre el estómago.
Neville buscó el martillo y la estaca. Siempre era difícil clavársela cuando
estaban vivos, especialmente a las mujeres. De nuevo sintió aquella urgencia
insensata que le endurecía los músculos.
La mujer no profirió sonido alguno, excepto un ronco estertor. Mientras
entraba en la alcoba, Neville oyó algo similar a un ruido de agua. Bueno, ¿qué
otra cosa podía hacerse?, se preguntó. No sabía aún si se habría equivocado.
Se detuvo en la entrada de la habitación, mirando fijamente la cama, con
el pecho agitado y respirando con dificultad. Luego, obedeciendo a un impulso,
se acercó y miró a la niña.
¿Por qué todas me recuerdan a Kathy?, pensó, sacando la segunda estaca
con manos temblorosas.
Siguió su camino, y mientras se acercaba lentamente a Sears trató de
olvidar, pensando en el efecto de las estacas.
Cruzó, preocupado, la desierta avenida. Sólo se oía el apagado gruñido de
su motor. Parecía increíble que ahora, después de cinco meses, comenzara a
preocuparse.
¿Y cómo sabía que siempre acertaba en el corazón? Tenía que ser en el
corazón, lo había dicho el doctor Busch. Sin embargo, él, Neville, no tenía
conocimientos de anatomía.
Frunció el ceño. Era irritante haber actuado en todo ese odioso proceso sin
haber titubeado una sola vez.
Sacudió la cabeza. Debo pensar detenidamente en todo esto, ordenar las
preguntas antes de respondérmelas. Hay que hacer las cosas de un modo
científico.
Sí, sí, sí, pensó, sombras del viejo Fritz. Neville estaba en desacuerdo con
su padre, y había luchado contra su pensamiento mecánico y lógico. El viejo
Fritz había muerto negando violentamente la existencia de los vampiros, hasta
el último instante.
Encontró el torno en Sears. Lo cargó en la furgoneta y luego registró el
edificio.
Vio a cinco en el sótano, escondidos en oscuros lugares, y halló uno en
una nevera. Cuando vio al hombre metido allí, en ese ataúd de porcelana, no
pudo contener la risa.
Más tarde se dio cuenta de que sólo un mundo sin humor justificaba esa
risa.
Hacia las dos se detuvo y almorzó. Todo parecía tener sabor a ajo.
Era sorprendente el efecto del ajo. El olor debía alejarlos, ¿pero por qué?
Había muchos puntos oscuros: que no salieran de día, que no soportaran
el ajo, que los mataran definitivamente las estacas, que temieran las cruces y
que evitaran los espejos.
Según la leyenda, eran invisibles en los espejos o se transformaban en
murciélagos. Pero la ciencia y la realidad habían logrado vencer aquellas
supersticiones. Asimismo, era disparatado creer que se transformaban en
lobos. Sin duda alguna, existían perros vampiros; los había visto y oído fuera
de la casa, de noche. Pero sólo eran perros.
Neville apretó los labios. Olvídalos, se dijo a sí mismo; no estás preparado
aún. Algún día podrás entender todo esto, pero ahora no. Hay cuestiones más
urgentes que resolver.
Después del almuerzo, fue de casa en casa y utilizó todas las estacas.
Cuarenta y siete.
3
'La fuerza del vampiro reside en que nadie cree en él'.
Gracias, doctor Van Helsing, pensó Neville dejando a un lado su ejemplar
de
Drácula. Se quedó con los ojos fijos en la biblioteca, escuchando el segundoconcierto para piano de Brahms, con un vaso de whisky en la mano derecha y
un cigarrillo en la izquierda.
En efecto. El libro era un compendio de supersticiones y
convencionalismos simples pero esa línea decía la verdad. Nadie había creído
en ellos, ¿y cómo se podían luchar contra algo inverosímil?
Así había sido. Algo oscuro y nocturno se había cruzado en las sombras
medievales. Algo imposible e inconsistente, algo que sólo existía en hechos e
ideas, en las páginas de la literatura fantástica. Los vampiros pertenecían a
otra época, como los idilios de Summers o los melodramas de Stoker. Eran
apenas unas líneas en la
Enciclopedia Británica o quizás material paraescritores o películas de mediana calidad. Una débil leyenda que se había
transmitido de siglo en siglo.
Bueno, pues ahora era cierto.
Tomó un sorbo de whisky y cerró los ojos, dejando bajar el líquido helado
por la garganta hasta calentarle el estómago. Era cierto, pensó, pero nadie
había podido averiguarlo. Oh, sabían que existía algo, pero de ninguna manera
podía ser eso. Eso era algo imaginario, una mera superstición, no había nada
semejante en la vida real.
Y antes de que la ciencia hubiese destruido la leyenda, la leyenda
devoraría la ciencia y todo lo demás.
Ese día no había buscado madera. No había revisado el generador. No
había recogido los trozos de espejo rotos. Ni siquiera había cenado; no tenía
apetito. Sucedía a menudo. No podía hacer aquello y comer luego
despreocupadamente. Ni aún después de cinco meses.
Pensó en los niños que había visto aquella tarde y apuró su bebida.
Parpadeó y las paredes de la habitación bailaron un poco ante él. Te estás
emborrachando, hombre, se dijo a sí mismo. ¿Y qué importa?, replicó. ¿Tenía
alguien más derecho?
Lanzó el libro al otro extremo del cuarto. Adiós, Van Helsing, y Mina, y
Jonathan, y tú, conde de ojos sanguinolentos. Ficciones, extrapolaciones
estúpidas de un tema sombrío.
Tosió atragantándose. Afuera, Ben Cortman lo invitaba a salir una noche
más. Espera ahí, Benny, no te vayas, pensó. Espera a que me ponga el
smoking.
Espera, Benny. Bueno, ¿por qué no?, se preguntaba. ¿Por qué no salir
ahora? Sólo así podría librarse definitivamente de ellos.
Convirtiéndose en uno de ellos.
Se rió entre dientes. Era muy simple. Se incorporó y se acercó
tambaleándose al bar. ¿Por qué no? ¿Por qué sufrir tanto cuando con sólo abrir
una puerta y bajar unos escalones se solucionaría todo en seguida?»
Había, por supuesto, una ínfima posibilidad de que existieran otros como
él en alguna parte, intentando sobrevivir, esperando poder encontrar algún díaa gentes de su especie. ¿Pero cómo podía encontrarlos si vivían a más de un
día de viaje?
Encogiéndose de hombros, se llenó de nuevo el vaso con whisky. ¿Cuál
era su actividad desde hacía meses? Poner collares de ajo en las ventanas,
redes en el invernadero, quemar los cuerpos, quitar las piedras y, poco a poco,
ir reduciendo aquella multitud. ¿Por qué engañarse a sí mismo? Nunca había
encontrado a nadie más.
Se dejó caer pesadamente en el sofá. Aquí estoy, comodísimo, acosado
por un regimiento de sedientos de sangre que sólo aspiran a sorber libremente
la mía. Tomen un trago, caballeros, éste es realmente
por mí.Una mueca de odio apareció en su rostro.
¡Bastardos! ¡Los mataré a todosantes que ceder! Apretó con fuerza la mano derecha y el vaso estalló en
pedazos.
Bajó los ojos y miró turbiamente los cristales en el suelo, el resto todavía
seguía en su mano, y la sangre diluida en whisky goteaba lentamente.
¿Les gustaría verla?, se preguntó. Se incorporó, furioso, de un salto, y
casi abrió la puerta. Sería bueno frotarles la cara con la mano y oírlos aullar.
Cerró en seguida los ojos, sacudiéndose. Contrólate, amigo, pensó. Ve a
vendarte esa condenada mano.
Entró en el cuarto de baño dando un traspiés y se lavó cuidadosamente la
mano, estremeciéndose cuando la tintura de yodo entraba en la herida. Se
vendó luego torpemente. Respiraba con dificultad y el sudor le bañaba la
frente. Deseaba un cigarrillo.
Volvió a la sala, cambió Brahms por Bernstein y encendió un cigarrillo.
¿Qué haré si un día me faltan los clavos para los ataúdes?, se preguntó
observando la lenta columna de humo azul. Bueno, sería difícil que eso
ocurriera. Tenía mil cajas en el armario de Kathy ...
En la
despensa, se corrigió, la despensa, la despensa.El cuarto de Kathy.
Miró con ojos apagados el mural mientras
La edad de la ansiedad leinvadía los oídos. Edad de la ansiedad, meditó. Te creías ansioso, Lenny. Lenny
y Benny, ustedes dos debían conocerse. Compositor, le presento al cadáver.
Mamá, cuando sea mayor quiero ser un vampiro como papá. Oh, querido mío,
Dios te bendiga, claro que llegarás a serlo.
El whisky gorgoteó en el vaso. Hizo una mueca de dolor y cambió de
mano la botella.
Se sentó y bebió. Apuremos el gastado filo de la sobriedad, pensó.
Arrastremos la desmenuzada visión de la realidad cuanto antes. Los odio.
El cuarto comenzó a girar sobre sí mismo y el suelo se onduló bajo la silla.
Una agradable neblina cubrió todas las cosas. Neville miró el vaso, los discos.
Reposó la cabeza primero a un lado y luego al otro. Afuera ellos rondaban,
murmuraban y esperaban a que saliera. Pobres vampiros, pensó, pobres
criaturas, tan abandonadas, paseándose frente a mi casa como gatitos
sedientos.
Tuvo una idea. Alzó el meñique, que apareció tembloroso ante sus ojos.
Amigos, me acercaré a vosotros para discutir sobre los vampiros. Un
representante de la minoría siempre lo hubo.
Pero voy a esbozar concretamente las bases de mi tesis: los vampiros son
víctimas de un prejuicio.
La explicación de dicho prejuicio es ésta: Se los desprecia porque se los
teme; por lo tanto...
Neville siguió bebiendo.
Una vez, en las noches de la Edad Media, los vampiros habían sido muy
poderosos y enormemente temidos. Se los consideraba anatema, y todavía lo
eran. La sociedad los perseguía sin descanso.
¿Pero son sus necesidades más detestables que las de otros animales e
incluso las de algunos hombres? Realmente, reflexiona, ¿es tan malo el
vampiro?
A fin de cuentas, sólo bebe sangre.
¿Por qué entonces ese profundo odio, esa condenación eterna? ¿Por qué el
vampiro no era libre de elegir su vivienda? ¿Por qué debía estar siempre
oculto? ¿Por qué exterminarlos? Ah, ¿te das cuenta? El desamparado inocente
ha terminado convirtiéndose en un animal perseguido. El vampiro carece de
medios propios para subsistir, no puede educarse. Se le niega el derecho del
voto. No es extraño que arrastre una existencia nocturna y depredadora.
Neville dejó escapar un gruñido. Claro, todo es cierto, pero no permitiría
que mi hermana se casase con uno de ellos.
Era un callejón sin salida, pensó, encogiéndose de hombros.
La música cesó. La aguja siguió patinando sobre los surcos negros. Neville
sintió que un frío le subía por las piernas. Eso le pasaba cuando bebía
demasiado. Uno deja de saborear las delicias de la bebida. Ya no hay consuelo
en el alcohol. El derrumbe se adelanta a la dicha. El cuarto estaba volviendo a
su lugar original. Los sonidos de la calle le aturdían de nuevo.
—¡Sal, Neville!
Se le hizo un nudo en la garganta y exhaló un ronco suspiro. Sal. Las
mujeres esperaban allí, con los vestidos abiertos o desnudas. Su piel espera mi
roce, sus labios esperan... mi sangre, ¡mi sangre!
Como si no se tratara de su propia mano, Neville se miró el puño pálido
que se alzaba lenta y temblorosamente, para caer luego sobre su pierna. El
dolor le hizo aspirar el aire enrarecido. Por todas partes se olía a ajo. En la
ropa, los muebles y en la comida, y aun en el whisky. Sírvame un poco de ajo
con soda, por favor. El chiste murió rápidamente.
Se levantó y comenzó a pasearse. ¿Qué haré ahora? ¿Caeré en la rutina
de todas las noches? Leer, beber, pensar en aislar la casa, pensar en las
mujeres. Las mujeres, desnudas, anhelantes y sedientas de sangre,
desplegaban ante él los cálidos cuerpos. No, no eran cálidos.
Un quejido tembloroso le subió por el pecho y la garganta. ¿Qué
esperaban aquellos malditos? ¿Suponían que iba a sucumbir y entregarse?
Quizá estaban en lo cierto. Ya estaba levantando la tranca de la puerta.
Muchachas, humedézcanse los labios que voy ahora mismo.
Afuera, oyeron el ruido de la tranca y un alarido de anticipación llenó la
noche.
Neville giró sobre sí mismo, retrocedió y golpeó con los puños la pared
con tal fuerza que agrietó el yeso y se lastimó la piel.
Después de un rato logró recuperar la calma. Puso la tranca en la puerta y
se dirigió al dormitorio. Se dejó caer en la cama, de espaldas, gimiendo. La
mano izquierda golpeó una vez, débilmente, el cabezal de la cama.
¡Dios mío!, pensó ¿hasta cuándo, hasta cuándo?
4
Neville no pensó en poner el despertador y el timbre no sonó aquella
mañana. Durmió toda la noche a pierna suelta, el cuerpo inmóvil, como forjado
en hierro. Cuando por fin abrió los ojos, eran las diez.
Se incorporó con un murmullo de disgusto, sacando las piernas fuera de la
cama. Le latían las sienes como si el cerebro quisiera salir del cráneo.
Fantástico, pensó, esto es la borrachera de anoche. No necesitaba más
averiguaciones.
Se levantó, y quejándose, fue arrastrándose hasta el cuarto de baño, y se
remojó la cara y la cabeza en agua bien fría. No es suficiente, protestó, no. Me
siento realmente mal. El hombre que se reflejaba en el espejo era flaco,
barbudo, y aparentaba más de cuarenta años. Amor, tu mágico encanto
alcanza a todos los hombres. Estas palabras ininteligibles le golpearon en el
cerebro como sábanas mojadas en el viento.
Cruzó lentamente el vestíbulo y desatrancó la puerta de calle. Una
maldición salió de sus labios cuando vio a otra mujer tendida en la acera.
Sintió que la ira le invadía el cuerpo, pero eso aumentó los latidos del cráneo y
se controló. Estoy enfermo, pensó.
El cielo era de un gris plomizo. ¡Bien!, dijo. ¡Otro día encerrado en esta
covacha! Dio un portazo con rabia, pero en seguida se arrepintió, gimiendo. El
golpe se le había metido en el cerebro. Afuera oyó caer los últimos restos del
espejo. Apretó los labios haciendo una débil mueca.
Las dos tazas de café sólo empeoraron las cosas todavía más. Dejó la taza
y regresó al vestíbulo. Al diablo con todo, pensó. Volveré a emborracharme.
Pero el alcohol le sabía a trementina. Visiblemente contrariado, arrojó el
vaso contra la pared y se quedó contemplando cómo el líquido mojaba la
alfombra. Demonios, me voy a quedar sin vasos. La idea lo enfureció.
Se hundió en el sofá y se quedó allí sacudiendo la cabeza con suavidad.
Era inútil; se sentía vencido. Los oscuros bastardos lo habían vencido.
De nuevo le atacaba aquella inquietante sensación. Sentía como si su
cuerpo se expandiera y que la casa se contraía sobre él, y que en cualquier
momento el armazón volaría en pedazos; maderas, yeso y ladrillos. Se levantó
y se dirigió rápidamente hacia la puerta.
Se detuvo en el césped, respirando profundamente el aire húmedo, de
espaldas a la casa. Pero las otras casas no eran menos desagradables, y
también las odiaba, así como el pavimento y las aceras y los jardines y toda la
calle.
Y de pronto se dio cuenta de que debía irse de allí. Estuviera nublado o
no, debía salir inmediatamente.
Cerró la puerta de la calle, sacó el candado del garaje y alzó la pesada
puerta. No se entretuvo en bajarla. Volveré pronto, pensó. Será sólo un
momento.
Sacó rápidamente la furgoneta, e hizo marcha atrás hasta la calle. Dio
vuelta y apretó el acelerador, entrando en el bulevar Compton. No llevaba
rumbo alguno.
Dobló la esquina a unos sesenta kilómetros por hora y antes de cruzar la
próxima bocacalle ya corría a más de noventa. El coche saltaba hacia adelante.
La pierna tensa de Neville apretaba el acelerador a fondo. Las manos eran de
hielo en el volante. Por el bulevar vacío y muerto alcanzó los ciento veinte
kilómetros por hora: un impresionante rugido quebraba aquella opresiva
quietud.
La hierba del cementerio había crecido tan aprisa que ya se doblaba sobre
sí misma, crujiendo bajo los pesados zapatos de Neville. No se oía más sonido
que el de sus pisadas y el desafortunado canto de los pájaros. En un tiempo
creí que cantaban porque todo estaba bien en el mundo, reflexionó Neville. Me
equivoqué. Cantan porque son débiles mentales.
Había recorrido diez kilómetros antes de descubrir a dónde se dirigía. Era
raro cómo se lo había ocultado. En principio sólo estaba enfermo y deprimido y
necesitaba salir de la casa. No se había dado cuenta de que iba a visitar a
Virginia.
Pero había venido directamente y a toda velocidad. Había detenido la
furgoneta junto a la acera, cruzando a pie la herrumbosa puerta, y ahora
caminaba entre aquellas hierbas crecidas.
¿Cuándo había sido la última visita? Hacía un mes por lo menos. Hubiera
podido traer algunas flores, pero hasta llegar a la verja no comprendió lo que
estaba haciendo.
Apretó los labios al sentir de nuevo el persistente dolor. ¿Por qué Kathy no
estaba descansando también allí? ¿Cómo se había dejado dominar por aquellos
estúpidos, siguiendo sus reglas? Si por lo menos estuviese allí junto a su
madre...
Tenso, se acercó a la cripta. La puerta de hierro estaba entornada. Oh, no
se habrán atrevido, pensó. Echó a correr entre las hierbas húmedas. Si la han
tocado quemaré la ciudad, anunció. Lo juro, quemaré la ciudad hasta sus
cimientos.
Abrió bruscamente la puerta y el hierro golpeó con un sonido hueco y
resonante la pared de mármol. Echó una rápida ojeada a la losa y el ataúd.
Se tranquilizó, suspirando con alivio. Todavía seguía intacta. En seguida
vio al hombre. Estaba echado en un rincón de la cripta, con el cuerpo doblado
sobre el suelo.
Furioso, Neville corrió hacia el cuerpo, y agarrándolo por la chaqueta, lo
sacudió, lo arrastró por el suelo y lo arrojó violentamente fuera de la cripta. El
cuerpo rodó sobre sí mismo, quedando de cara al cielo.
Neville volvió a la cripta, jadeante. Con los ojos cerrados, puso las manos
sobre el ataúd.
Estoy aquí, pensó. He vuelto. Recuérdame.
Tiró las flores que había traído en la última visita y sacó las hojas que el
viento había arrastrado hasta la cripta.
Luego se sentó junto al ataúd y apoyó la frente en el frío metal. Era como
sentir la caricia de las suaves manos del silencio.
Podría morirme ahora, pensó, así, dulcemente, sin llantos ni temblores. Si
pudiese estar con ella. Si tuviera la certeza de que estaré con ella.
Cerró lentamente las manos y dejó caer la cabeza.
Virginia. Llévame contigo.
Una lágrima cristalina se deslizó sobre sus manos inmóviles.
No sabía cuánto tiempo nabía transcurrido desde que llegó allí. Al fin,
pensó, aun el dolor más profundo se mitiga, la desesperación más intensa
cede. La maldición del verdugo: el preso se acostumbra a sus cadenas.
Se puso de pie. Todavía vivo, reflexionó; mi corazón late insensatamente;
la sangre corre por inercia; huesos y músculos funcionan sin motivo.
Echó una última mirada a la tapa del ataúd, y al fin se volvió con un
suspiro y dejó la cripta cerrando la puerta silenciosamente.
Había olvidado al hombre y casi tropezó con él. Se desvió murmurando
una maldición y se alejó del cuerpo.
De repente, se dio la vuelta con brusquedad.
¿Cómo podía ser? Miró, incrédulo, el cuerpo del hombre. Estaba muerto,
realmente muerto. El cambio había sido inmediato, parecía como si llevase
varios días muerto.
Se sintió súbitamente excitado. Algo había matado al vampiro, algo
brutalmente eficaz. Ni estacas, ni ajos, y sin embargo...
De pronto lo comprendió. Claro, ¡la luz del día! ¡Durante cinco meses
había visto que no salían durante el día, pero no se le había ocurrido
preguntarse el porqué! Cerró los ojos asombrado de su propia estupidez.
Tenían que ser los rayos del sol; los rayos infrarrojos y ultravioletas. ¿Pero
por qué? Nada sabía sobre los efectos de la luz solar en el cuerpo humano.
Y, además, aquel hombre había sido realmente un vampiro, un cadáver
viviente. ¿Tendría la luz el mismo efecto sobre los que todavía estaban vivos?
Por primera vez en meses se sentía excitado. Corrió a la furgoneta.
Cuando estuvo en el interior del vehículo pensó si no sería mejor llevarse
el cadáver. ¿Quizás atraería a los otros, que podrían invadir la cripta? No, no
se atreverían a acercarse al ataúd; estaba sellado con ajo. Además, la sangre
del hombre ahora estaba muerta...
¡Seguro, los rayos del sol modificaban de algún modo la sangre de los
vampiros!
¿Era posible, entonces, que todo guardara relación con la sangre? ¿El ajo,
las cruces, el espejo, la estaca, la luz del día, e incluso la tierra en que algunos
dormían? Ño comprendía la razón, y sin embargo...
Le quedaba mucho por leer, mucho por investigar. Lo había pensado algún
tiempo, pero últimamente no se había dedicado a ello. Ahora esta idea le daba
nuevas fuerzas.
Puso en marcha el coche y se dirigió calle arriba, entrando en un barrio de
residencias, y se detuvo ante la casa más próxima.
Se dirigió hasta la puerta, pero la encontró cerrada con llave. Con un
suspiro de impaciencia intentó lo mismo en la casa vecina. La puerta estaba
aquí abierta y Neville cruzó el vestíbulo a toda prisa y subió los alfombrados
escalones de dos en dos.
Encontró a la mujer en el dormitorio. Sin titubear, la agarró por las
muñecas. El cuerpo golpeó contra el suelo y se oyó un débil gemido. Neville la
arrastró escaleras abajo.
Cuando atravesaban el vestíbulo, la mujer comenzó a moverse. Sus
manos apretaron las muñecas de Neville y el cuerpo se retorció sobre la
alfombra. No abrió los ojos, pero jadeaba y murmuraba intentando liberarse.
De pronto clavó sus oscuras uñas en la carne de Neville, que se apartó y
profiriendo una maldición la agarró por los cabellos. Habitualmente, le hubiera
parecido casi intolerable hacer estas cosas; aquellas personas habían sido
como él. Pero ahora se sentía animado por un nuevo fervor, el fervor
experimental.
Aún así, cuando llegaron a la calle se estremeció al oír el entrecortado
grito de horror de la mujer.
La apoyó en la acera. La mujer agitaba las manos; estiraba los labios
manchados de rojo. Neville la miraba tensamente.
Sintió que algo le ahogaba. Bueno, sufre, es verdad; pero es un vampiro y
si pudiese me mataría con placer. Hay que verlo de este modo, el único modo.
Mordiéndose los labios se quedó allí hasta que la vio morir.
La mujer dejó de agitarse, dejó de murmurar, y sus manos fueron
abriéndose lentamente como capullos blancos sobre el cemento. Neville le
auscultó el corazón. No latía. La carne empezaba a enfriarse.
Se incorporó con una débil sonrisa, subió al coche y se alejó de allí.
Después de tanto tiempo descubría un método más eficaz. No necesitaría más
estacas.
De pronto, se le cortó el aliento. ¿Cómo podía saber si la mujer estaba
muerta? ¿Cómo podía averiguarlo antes del crepúsculo?
La ira lo dominaba de nuevo, una ira impaciente. Todas las preguntas
parecían anular las posibles respuestas.
Detuvo la furgoneta en un supermercado y se sentó a beber un jugo de
tomate.
¿Cómo iba a saberlo? No podía quedarse con la mujer hasta que
anocheciera.
Podía llevarla a su casa.
Estaba irritado consigo mismo. Hoy no lograba acertar una respuesta.
Ahora tenía que desandar el camino y encontrar el cadáver, y no se acordaba
de dónde estaba la casa exactamente.
Puso en marcha el motor echando una mirada a su reloj. Las tres. Tenía
tiempo. Apretó el acelerador y la camioneta empezó a correr.
Tardó media hora aproximadamente en encontrar la casa. La mujer seguía
en la acera, tal como la había dejado. Neville se puso los guantes, abrió las
puertas de la camioneta, se acercó a la mujer y la metió en la caja. Después se
sacó los guantes. Alzó la muñeca. Miró el reloj. Sólo eran las tres. Tenía
tiempo... ¡Las tres!
Sacudió el reloj y se lo acercó al oído, con el corazón en un puño.
El reloj se había parado.
5
Neville hizo girar la llave del motor con dedos temblorosos. Las manos
sujetaban rígidamente el volante, y dando media vuelta, apuntó hacia
Gardena.
¡Qué estúpido había sido! Por lo menos había tardado una hora en llegar
al cementerio. Había permanecido en la cripta durante horas. Luego, el viaje
en busca de aquella mujer, y el viaje al supermercado, y luego de nuevo en
busca de la mujer.
¿Cuánto tiempo había pasado?
¡Insensato! Sintió frío en las venas al imaginarlos esperándole ante la
casa. ¡Oh, Dios mío, y la puerta del garaje había quedado abierta! La gasolina,
los equipos, ¡el generador!
Con un gemido entrecortado pisó a fondo el acelerador y la camioneta
echó a correr. La aguja del cuentakilómetros osciló, y saltó de los noventa
hasta los cien, y luego hasta los ciento veinte. ¿Qué ocurriría si ya estaban
esperándolo? ¿Cómo podría entrar en casa?
Trató de calmarse. No podía derrumbarse ahora. Tenía que entrar. No hay
por qué preocuparse, entrarás, se dijo a sí mismo. Pero no se le ocurría el
sistema.
Se pasó la mano nerviosamente por el pelo. Fantástico, fantástico, pensó.
Afrontas todo esto para seguir vivo, y el día menos pensado no vuelves a
tiempo. Merecía cualquier castigo por haber olvidado dar cuerda al reloj. Y
ellos se encargarían gustosamente de castigarlo.
Las silenciosas calles desfilaban rápidamente. Neville miraba de vez en
cuando las puertas de las casas. Empezaba a oscurecer aparentemente, pero
sin duda era su imaginación. No podía ser tan tarde.
Acababa de pasar la esquina de Western y Compton cuando un hombre
salió corriendo de un edificio y gritó. A Neville se le heló la sangre. El grito del
hombre quedó resonando en el aire.
No podía ir más aprisa. En cualquier momento reventarían los neumáticos,
o se rompería el eje de la dirección, y el coche iría a estrellarse contra
cualquier casa. Le temblaban los labios. Cerró la boca con fuerza. Las manos
se le entumecían en el volante.
Tuvo que reducir la velocidad al llegar a la esquina de Cimarrón. Por el
retrovisor, vio un hombre que salía de una casa y corría detrás de él.
Los neumáticos chirriaron al doblar la esquina. Neville ahogó un grito.
Estaban todos esperándole frente a la casa.
Sintió un nudo de terror en la garganta. No quería morir. Podía haberlo
imaginado. Pero no quería morir. Por lo menos, no de este modo.
Habían oído rugir el motor y las caras blancas se iban volviendo hacia él.
Algunos salieron corriendo del garaje. Neville apretó con furia las mandíbulas.
¡Qué forma tan estúpida de morir!
Venían ya hacia él, cruzando la calle. Neville comprendió de pronto que no
podía detenerse. Apretó el acelerador, y un instante después la camioneta los
iba atrepellando, derribándolos como si fueran bolos. Sintió temblar el chasis
con el impacto. Los rostros blancos pasaron ante la ventanilla con gritos
desgarradores.
Los dejó atrás, y vio por el espejo retrovisor cómo corrían persiguiéndolo.
Tuvo una idea. De repente, aminoró la velocidad hasta cuarenta y luego treinta
kilómetros por hora.
Volvió la cabeza. Las caras de un blanco grisáceo estaban cada vez más
cerca, con los ojos clavados en el coche y en él.
De pronto, se giró sobresaltado. Alguien había gruñido muy cerca. Miró
por la ventanilla y vio el rostro enloquecido de Ben Cortman junto al coche.
Apretó rápidamente el pedal del gas, pero el otro pie resbaló sobre el
embrague. La camioneta se detuvo. Un sudor frío le bañó la frente. Se inclinó
hacia el botón de arranque. La mano de Ben Cortman se le clavó en el hombro.
Neville profirió una maldición y apartó aquella mano blanca.
—¡Neville! ¡Neville!
Ben Cortman lo alcanzó de nuevo, con sus frías garras de hielo. Neville
logró librarse otra vez y siguió accionando el botón. Detrás se oían los gritos
excitados de los que se acercaban.
Por fin el motor se puso en marcha en el instante en que las uñas de Ben
Cortman se clavaban en la mejilla de Neville.
—¡Neville!
El dolor le hizo cerrar la mano, y el puño rígido se dirigió hacia el rostro de
Cortman. Cortman cayó de espaldas contra el suelo y el coche se alejó a toda
prisa. Otro había subido a la parte trasera de la camioneta. Durante unos
instantes Neville vio el rostro ceniciento, apretado contra la ventanilla. Se
dirigió hacia la esquina y dobló bruscamente; salió el hombre despedido y se
puso a correr trastabillando por el césped, con los brazos en alto, yendo a
golpear violentamente el frente de una casa.
Neville se sentía entumecido y frío. El corazón le saltaba en el pecho. La
sangre le bajaba por la mejilla. Se pasó una mano temblorosa por la cara.
Dobló en la esquina, a la derecha. Fue hasta la calle Haas y dobló de
nuevo a la derecha. ¿Qué sucedería si cruzaban los terrenos baldíos y
bloqueaban la calle?
Los vio seguirle, como una manada de lobos, y redujo un poco la
velocidad, para volver a acelerar inmediatamente. Contaba con que todos le
siguieran. ¿Sospecharían lo que tramaba?
La camioneta alcanzó rápidamente la otra esquina. Neville dobló a ochenta
por hora, llegó a la calle Cimarrón y dobló otra vez a la derecha.
Retuvo el aliento. No había nadie a la vista. Quizá podía salvarse, pero
debería abandonar la camioneta.
Se acercó a la acera y abrió la portezuela. Mientras bajaba, algunos gritos
se acercaban por la esquina.
Intentaría cerrar el garaje. De lo contrario podían destruir el generador;
no habían tenido tiempo aún. Corrió por la acera.
—¡Neville!
Se detuvo bruscamente. Cortman salió de entre las sombras del garaje y
chocó contra él, casi derribándolo. Sintió sus manos frías y fuertes apretándole
el cuello y un fétido aliento que le bañaba el rostro. Neville retrocedió
trastabillando hacia la acera. La boca blanca y fungosa le buscó la garganta.
Neville alzó bruscamente el puño derecho y lo dejó caer con toda su
fuerza sobre el pecho de Cortman. Se oyó un sonido sordo. Un hombre
apareció por la esquina, corriendo y gritando.
Neville agarró violentamente a Cortman por los sucios y largos cabellos y
lo arrastró por la acera hasta el coche. La cabeza de Cortman golpeó el estribo.
No tenía tiempo para ocuparse del garaje. Neville subió rápidamente los
escalones del porche y se detuvo de pronto. ¡Dios mío, las llaves!
Sintió que le faltaba el aliento. Inspiró y echó a correr hacia el coche.
Cortman se incorporó gruñendo sordamente. Neville le golpeó la cara con la
rodilla, y Cortman cayó de nuevo contra la acera. Las llaves estaban en la
guantera.
Cuando Neville salió de la camioneta uno de ellos saltó hacia él.
Retrocedió apoyándose en el asiento, y el hombre, tropezando con sus
piernas, rodó pesadamente por la acera. Neville dio un salto, cruzó el césped,
y alcanzó el porche.
Se detuvo para buscar la llave y otro hombre subió tras él. El impacto
llevó a Neville contra la casa. Otra vez aquel aliento fétido y la boca
entreabierta sobre su cuello. Hundió la rodilla en el vientre del hombre y luego,
apoyándose contra la pared, alzó bruscamente el pie. El hombre, doblado
sobre sí mismo, cayó sobre otro que se acercaba por el césped.
Neville abrió la puerta, entró, y se volvió para cerrarla cuando un brazo
alcanzó a pasar por la abertura. Neville apretó con todas sus fuerzas hasta oír
cómo se quebraban los huesos. Luego abrió, apartó el brazo roto y cerró de un
portazo. Puso la tranca con manos temblorosas.
Apoyado en la pared, fue resbalando lentamente hacia el suelo y se tendió
de espaldas. Se quedó allí en la oscuridad, con el pecho agitado y los brazos y
las piernas extendidos e insensibles. Afuera se oían gritos furiosos y golpes
violentos. Piedras y ladrillos Viyeron sobre la casa.
Al cabo de un rato Neville se dirigió al bar. Parte del whisky se derramó
sobre la alfombra. Bebió apoyando el cuerpo en el mueble, con un nudo
apretándole la garganta y los labios temblorosos.
Sintió bajar el calor del líquido hasta el estómago y se sintió reconfortado.
Respiró despacito.
Afuera se oyó un estruendo.
Neville corrió a espiar por la mirilla. Piedras y ladrillos rompían el
parabrisas de la camioneta, volcada en medio de la calle, y algunos hombres
provistos de garrotes golpeaban el motor con todas sus fuerzas. Neville sintió
furia en las venas, una corriente como un ácido le recorrió todo el cuerpo.
De pronto se acordó del generador y trató de encender la lámpara. No
había luz. Corrió a la cocina. El refrigerador no funcionaba. Fue de una
habitación a otra. Todos los alimentos se estropearían. La casa era una casa
muerta.
—¡Basta! —gritó en un estallido de cólera.
Revolvió las ropas de la cómoda con impaciencia hasta que las manos se
encontraron con las armas.
Cruzó la sala y sacó la tranca de la puerta dejándola caer al suelo. Los de
afuera lo oyeron y empezaron a aullar. ¡Ya salgo, bastardos!, gritó Neville en
su mente.
Abrió la puerta de par en par y disparó contra el primero en la cara. El
hombre giró en redondo y cayó desde el porche al césped, en donde dos
mujeres con los vestidos rotos lo recibieron en sus brazos. Neville vio cómo los
cuerpos se retorcían con las balas y oyó gritos desgarradores.
Disparó hasta agotar las balas. Luego siguió allí, en el porche,
golpeándolos ciegamente con las culatas de las armas, y observando
aterrorizado cómo volvían a él los mismos que había herido. Y cuando le
arrebataron las pistolas, recurrió a los puños y los codos, y los alejó cabezazos
y a patadas.
Sólo cuando sintió aquel intenso dolor en el hombro se dio cuenta de lo
que estaba haciendo. Apartando a un lado a dos mujeres, llegó hasta la
puerta. El brazo de un hombre le rodeó el cuello. Neville se dobló hacia
adelante haciendo saltar al hombre por encima de su cabeza.
Antes de que lo alcanzasen otra vez, cerró la puerta en seguida y atrancó.
Apoyándose contra la pared, de pie en la fría oscuridad de la casa Neville
volvió a escuchar los gritos de los vampiros. Casi sin fuerzas golpeó el yeso de
la pared; las lágrimas le corrían por las barbudas mejillas; la mano lastimada
le dolía intensamente. Todo estaba perdido todo.
—Virginia —sollozó como un niño perdido y asustado—. Virginia. Virginia.
II
Marzo de 1976
6
La casa, al fin, era confortable otra vez.
Aún más que antes en realidad, pues después de tres días de trabajo
había logrado aislar las paredes. Ahora podían gritar y aullar a su gusto. Era un
descanso no tener que oír nuevamente a Ben Cortman.
Le había llevado tiempo y trabajo. En primer lugar tuvo que buscar una
nueva camioneta. No había sido tarea fácil.
Había tenido que ir hasta Santa Mónica. No conocía otra casa Willys,
nunca había conducido otras marcas y no era momento para experimentos.
Como no podía ir andando hasta Santa Mónica buscó otro coche por los
alrededores, pero la mayor parte no funcionaban, por un motivo u otro; la
batería descargada, la bomba de aceite rota, falta de gasolina, neumáticos
deshinchados.
Por fin, a un kilómetro de su casa, encontró un coche en buen estado y
corrió a Santa Mónica en busca de otra camioneta. Le puso una batería nueva,
llenó el depósito de gasolina, cargó algunos bidones y volvió a la casa. Llegó
una hora antes del anochecer.
Por suerte no habían estropeado el generador. Aparentemente, los
vampiros no conocían su importancia. Neville sólo había encontrado un cable
roto y las huellas de algunos garrotazos. Lo arregló en seguida, durante la
mañana siguiente al ataque, evitando así que la comida se estropeara. Se
alegró reármente, pues ahora que faltaba electricidad en el pueblo hubiese
sido imposible conseguir alimentos congelados.
Después, había arreglado el garaje sacando restos de bombillas, fusibles,
cables, repuestos de motor y una caja de semillas que había guardado allí
hacía años.
La lavadora no funcionaba y la había cambiado. Pero todo esto no había
sido difícil. En cambio, le había costado volver a llenar los bidones de gasolina.
En esto se han superado a sí mismos, pensó con irritación mientras limpiaba el
combustible derramado en el suelo.
En el interior de la casa había arreglado el yeso de la pared y, como nuevo
estímulo, había cambiado el mural, dando así una apariencia distinta a la sala.
Había puesto entusiasmo en su trabajo, una vez empezado. Era algo en
qué ocuparse, algo en lo qué consumir los restos de ira. De ese modo rompía
la monotonía de las tareas diarias; el traslado de los cadáveres, las
reparaciones del exterior, los collares de ajo.
En esos días bebía poco; trataba de no probar el whisky durante el día, y
de que las copas nocturnas fueran simplemente para acompañar en los
momentos de descanso y no un suicidio camuflado. Tuvo más apetito y
aumentó dos kilos. Hasta durmió por las noches, profundamente, y sin
pesadillas.
Durante un día o dos abrigó la idea de mudarse a un lujoso apartamento
de algún hotel, pero la abandonó al valorar todo el trabajo que sería necesario
para acondicionarlo. No, ya estaba bien en su casa.
Ahora, sentado en el vestíbulo, escuchaba
Júpiter, de Mozart, y pensabaS oy Leyenda R ichard Matheson
sobre cómo y dónde comenzaría su investigación.
Conocía algunos detalles, pero eran sólo pequeñas señales en un terreno
desconocido. Sin duda alguna, la respuesta residía en otra parte. Quizá en
algún hecho familiar, no valorado debidamente y sin relación aparente con el
resto.
¿Pero qué?
Recostado en la silla, con una copa en la mano derecha, observaba el
mural.
Era un paisaje canadiense: bosques profundos, estáticos y misteriosos, de
sombras verdes, donde reinaba el profundo silencio de la naturaleza
indomable.
Neville clavó pensativamente su mirada en las sombras verdes del mural.
Aquella noche, hacía tiempo, se había desatado una tormenta de arena. El
viento había sacudido la casa, colándose por las rendijas, y hasta por los poros
del yeso, cubriendo los suelos y los muebles con una fina capa de polvo que
reposaba sobre la cama y se metía en los ojos y bajo las uñas.
Neville había pasado media noche despierto, tratando de oír la pesada
respiración de Virginia, pero sólo le llegaba el fragor de la tormenta. Durante
un rato, suspendido entre el sueño y la vigilia, había llegado a sentir como si
ruedas gigantescas trituraran la casa y unas terribles superficies abrasivas
corroyeran su esqueleto.
No llegaba a acostumbrarse a las tormentas de arena, no soportaba aquel
sonido sibilante de los torbellinos. Cuando empezaban, apenas podía dormir, y
al día siguiente iba a la fábrica con un gran cansancio en el cuerpo y en la
mente.
Y ahora, además, la preocupación por Virginia.
A las cuatro de la mañana se desveló y advirtió que la tormenta había
cesado. El sonido del silencio le silbaba en los oídos.
Mientras se movía para acomodarse el retorcido pijama, se dio cuenta de
que Virginia estaba despierta. Acostada boca arriba, miraba el cielo raso.
—¿Qué te pasa? —le preguntó somnoliento.
Virginia no contestó.
—Querida...
La mujer se volvió hacia él.
—Nada —dijo—, duerme.
—¿Cómo te encuentras?
—Igual.
—Oh.
Neville la miró un rato.
—Bueno —dijo al fin, y dándose vuelta trató de dormir.
El despertador sonó a las seis y media. Casi siempre lo apagaba Virginia,
y en algunas ocasiones Neville, estirando el brazo por encima del cuerpo
inmóvil de su mujer. Virginia seguía boca arriba, mirando al techo.
—¿Qué te pasa? —preguntó Neville preocupado. Virginia lo miró y sacudió
la cabeza.
—No lo sé —dijo—, no puedo dormir.
—¿Porqué?
S oy Leyenda R ichard Matheson
La mujer se encogió de hombros.
—¿Te sientes débil aún? —preguntó Neville. Su mujer intentó sentarse y
no pudo—. Trata de no moverte. —Neville le acercó una mano a la frente—.
Parece que no tienes fiebre —le dijo.
—No me encuentro mal —dijo Virginia—. Sólo... cansada.
—Estás muy pálida.
—Ya sé. Parezco un espectro.
—No te levantes.
Virginia se había incorporado.
—No voy a morirme de ésta —dijo—. Vamos, vístete.
—No te levantes si no te sientes bien, querida. Virginia le palmeó el
hombro y sonrió.
—Se me pasará pronto. Prepárate.
Neville estaba afeitándose cuando oyó los pasos de Virginia arrastrando
las zapatillas. Abrió la puerta y la vio cruzar la sala muy despacio, abrigada con
una bata y tambaleándose ligeramente. Neville volvió a cerrar la puerta
sacudiendo la cabeza. No debería levantarse.
El polvo también cubría la palangana. Había polvo por todas partes.
Neville había tenido que improvisar una carpa sobre la cama de Kathy. La lona
estaba colgada de la pared, junto al cabezal de la cama, y dos maderas la
sostenían en el suelo.
La arenisca había impregnado el jabón y Neville no había podido afeitarse
bien. Pero ya era tarde, y no podía perder más tiempo. Se lavó la cara, cogió
una toalla limpia del armario del pasillo y se secó.
Antes de volver a su habitación, miró en el cuarto de Kathy.
Dormía aún. La cabecita rubia descansaba relajada sobre la almohada. El
sueño le había coloreado las mejillas. Neville pasó un dedo por la lona y le
quedó gris de polvo. Sacudió la cabeza disgustado y salió del cuarto.
—Si estas condenadas tormentas de arena terminasen de una vez —dijo
al entrar en la cocina, unos minutos después—. Me parece que...
Se calló. Habitualmente Virginia estaba de pie junto a la cocina, friendo
unos huevos, o preparando unas tostadas, o haciendo café. Hoy estaba
sentada a la mvia sin nacer nada. Sobre la cocina hervía el café, solamente.
—Querida, si no te encuentras bien, vuelve a la cama —le dijo Neville—.
Yo me ocuparé del desayuno.
—No, déjalo —dijo Virginia—. Sólo estaba descansando. Lo siento.
Enseguida te prepararé unos huevos.
—Descansa —replicó Neville—. No soy un inútil.
Se acercó a la nevera y la abrió.
—Me gustaría saber qué tengo —dijo Virginia—. La mitad de los vecinos
tiene lo mismo y tú dices que en la fábrica está de baja la mayor parte del
personal.
—Quizá se trate de algún virus.
—No sé.
—Entre las tormentas, los mosquitos y las enfermedades, la vida va
haciéndose difícil —dijo Neville sirviéndose zumo de naranja de una botella—.
Es algo diabólico.
En el zumo de naranja había una mota negra.
—No entiendo cómo entran en el refrigerador —comentó Neville.
—No me sirvas a mí, Bob —dijo Virginia.
—¿No quieres un poco?
—No.
—Te haría bien.
—No, gracias, querido —dijo la mujer, tratando de sonreír. Neville volvió
la botella a su lugar y se sentó frente a ella con el vaso en la mano.
—¿No te duele nada? —preguntó—. ¿La cabeza? ¿O algo?
Virginia negó con un ademán.
—Si supiera qué me pasa... —dijo.
—Llama hoy mismo al doctor Busch.
—Lo haré —dijo Virginia incorporándose.
Neville le acarició la mano.
—No, no, querida, no te muevas.
—Pero no hay motivo para estar así.
Parecía enfadada. Siempre había sido así desde que Neville la conocía. La
enfermedad la irritaba, de algún modo le parecía como un insulto.
—Vamos —dije Neville levantándose—. Te ayudaré a volver a la cama.
—No, estaré aquí contigo. Ya me acostaré cuando Kathy salga para la
escuela.
—Bueno. ¿No necesitas nada?
—No.
—¿Un poco de café? Virginia negó con la cabeza.
—Vas a enfermar de veras si no comes.
—No tengo apetito.
Neville terminó su naranjada y se volvió para freír unos huevos. Rompió
las cascaras en el borde de la sartén, y echó yemas y claras en la manteca
derretida. Sacó luego el pan de un cajón y volvió a la mesa.
—Dame. Lo pondré en la tostadora —dijo Virginia—. Ocúpate tú... Oh,
Dios.
—¿Qué te pasa?
La mujer sacudió débilmente una mano ante su cara.
—Un mosquito —dijo con una mueca.
Neville se acercó y aplastó al mosquito entre las palmas de las manos.
—Mosquitos —dijo Virginia—. Moscas. Moscas de arena.
—Entramos en la era de los insectos —dijo Neville.
—No me gusta —continuó Virginia. Traen pestes. Tendremos que poner
también una mosquitera en la cama de Kathy.
—Sí, sí —dijo Neville volviendo a la cocina y moviendo la sartén para que
los huevos no se pegaran—. Ya lo había pensado.
—No creo que ese insecticida sirva —dijo Virginia.
—¿No?
—No.
—Dios, dicen que es uno de los mejores.
Neville puso los huevos en un plato.
—¿De veras no quieres café? —preguntó.
—No, gracias.
Neville se sentó y su mujer le acercó la tostada con mantequilla.
—Espero que no estemos criando una raza de superbichos —dijo Neville—.
¿Recuerdas aquellos saltamontes gigantes que encontraron en Colorado?
—Sí.
—Quizá los insectos son... ¿Cómo los llaman? Mutantes.
—¿Qué quiere decir?
—Oh, significa que... cambian. Evolucionan saltando fases intermedias, y
llegan a desarrollarse como nunca lo harían si no fuese por...
Silencio.
—¿Los bombardeos? —preguntó la mujer.
—Podría ser.
—Bueno, por lo menos provocan las tormentas. Y quizá otras cosas.
Virginia suspiró fatigada y sacudió la cabeza.
—Y dicen que ganamos la guerra —dijo.
—¿Quién la ganó?
—Los mosquitos la ganaron.
Neville sonrió débilmente.
—Me parece que tienes razón —dijo.
Callaron un momento. Sólo se oía el tenedor de Neville en el plato y el de
la taza en el platillo.
—¿Te levantaste anoche para ver a Kathy? —preguntó al fin la mujer.
—Acabo de verla ahora. Estaba dormida.
—Bueno.
Virginia miró a Neville atentamente.
—He estado pensando, Bob —dijo—. Quizás deberíamos enviarla al Este, a
casa de tu madre, hasta que mejore. Puede ser contagioso.
—Quizá sí —dijo Neville, dudando—. Pero si es contagioso, en casa de mi
madre no estará mejor.
—¿Estás seguro? —preguntó Virginia. Parecía preocupada.
Neville se encogió de hombros.
—No sé, querida. Pienso que aquí está a salvo. Si las cosas empeoran en
el barrio, dejará de ir a la escuela.
Virginia empezó a decir algo, pero en seguida se detuvo.
—Bueno —dijo. Neville miró su reloj.
—Será mejor que me vaya.
Virginia asintió con la cabeza y Neville terminó rápidamente su desayuno.
Estaba a punto de tomar el café cuando Virginia le preguntó si tenían el
periódico del día anterior.
—Está en la sala —dijo Neville.
—¿Algo nuevo?
—No. Lo de siempre. Ha invadido todo el país, un poco en cada lugar. No
han descubierto aún de qué germen se trata.
Virginia se mordió el labio inferior.
—¿Nadie sabe nada?
—Lo dudo. Si alguien lo supiese supongo que ya lo habrían dicho.
—Pero deben tener alguna idea.
—Todos tienen ideas, pero...
—¿Qué dicen?
Neville se encogió de hombros.
—Se hacen todo tipo de comentarios, empezando por la guerra
bacteriológica.
—¿Puede ser?
—¿Guerra bacteriológica?
—Sí.
—La guerra ha terminado —dijo Neville.
—Bob —dijo Virginia de pronto—. ¿Crees que debes ir al trabajo?
Neville sonrió.
—¿Qué otra cosa puedo hacer? —preguntó—. Tenemos que comer.
—Ya sé, pero...
Neville, estirándose sobre la mesa, cogió la mano de su mujer. Estaba
helada.
—Todo se resolverá, querida —dijo.
—¿Mando a Kathy a la escuela?
—Sí, no te preocupes. Mientras las esíbelas sigan abiertas, no hay motivo
para dejarla en casa. No está enferma.
—Pero los otros chicos...
—Creo que es lo mejor para ella —dijo Neville.
Virginia dejó escapar un sonido entrecortado. Luego dijo:
—Bueno, si te parece...
—¿No quieres nada antes de irme? —preguntó Neville.
Virginia sacudió la cabeza.
—No salgas hoy —le dijo Neville—, y acuéstate.
—Así lo haré —dijo ella—. Cuando Kathy se vaya.
Neville le apretó la mano. Afuera sonó una bocina. Neville terminó el café
de un sorbo y fue al cuarto de baño a lavarse los dientes. Luego cogió la
chaqueta del armario y se la puso.
—Hasta luego, querida —le dijo a Virginia besándola—. Quédate tranquila.
—Hasta luego —dijo ella—. Ten cuidado.
Neville cruzó el jardín. Sintió entre los dientes el polvo del aire. Podía
olerlo y le producía picazón en la nariz.
—Buenos días —dijo cuando entró en el coche.
—Buenos días —respondió Ben Cortman.
7
'Destilado del
Allium estivum, género de liliáceas en el que estáncomprendidos el ajo, el puerro, la cebolla, el cebollino. Es de color pálido y olor
penetrante, y contiene varios sulfures. Composición: agua, 64,6% ; proteínas,
6.8%; grasa,0.1% ;hidratos de carbono, 26.3%; fibras, 0.8%; ceniza, 1.4%'.
Eso era. Neville se quedó mirando el diente de ajo, rosado y correoso, en
la palma de la mano. Durante siete meses había fabricado varios cientos de
collares y los había colgado fuera de la casa. Era el momento de descubrir por
qué alejaba a los vampiros.
Dejó el diente en el borde del fregadero. Puerros, cebollas, cebollinos.
¿Serían tan efectivos como el ajo? Si fuera así, se sentiría realmente tonto.
Había recorrido kilómetros en busca de ajos y en cambio se encontraban
cebollas por todas partes.
Machacó el diente hasta conseguir una masa pulposa y olió el fluido acre
en el filo de la cuchilla.
Muy bien, ¿y entonces? No había nada revelador en el pasado, excepto
charlas y apuntes sobre insectos y virus.
El pasado sólo traía el dolor del recuerdo. Cada palabra que recordaba era
como la punta de un cuchillo que se clavaba en la carne; una vieja herida que
se abría otra vez. Debía aceptar el presente tal como era, dejando a un lado el
pasado. Pero sólo el alcohol lograba borrar en ocasiones aquella profunda
tristeza.
Sacudió la cabeza. Bueno, maldita sea, se dijo a sí mismo, muévete.
Miró nuevamente el texto: El agua. ¿Podía ser? No, era ridículo. Todas las
cosas tenían agua. ¿Proteínas? No era eso. ¿Grasa? No. ¿Hidratos de carbono?
Tampoco. ¿Fibra? No. ¿Cenizas? No. ¿Qué era entonces?
'El olor y sabor que caracterizan al ajo se deben a un aceite esencial que
corresponde a un 0.2% del peso, y que consiste fundamentalmente en sulfuro
de alilo y en isoticianato de alilo'.
Quizá era esta la respuesta.
'El sulfuro de alilo puede obtenerse a partir de calentar aceite de mostaza
y sulfuro de potasio hasta una temperatura de cien grados'.
Neville se arrellanó en el sillón de la sala resoplando contrariado. ¿Y dónde
diablos encontraré aceite de mostaza o sulfuro de potasio? ¿Y los elementos
químicos?
Empezó a andar, pero se dio de narices contra el suelo.
Se levantó y se encaminó hacia el bar. Pero, mientras se servía una copa,
retiró bruscamente la botella. No, no pensaba ir a ciegas hasta que la vejez o
un accidente terminaran con él. Encontraría la respuesta o lo dejaría todo,
incluso la vida.
Miró el reloj. Las diez y veinte de la mafíana. Tenía tiempo. Fue
resueltamente hasta el pasillo y consultó la guía telefónica. Había un lugar en
Inglewood.
Cuatro horas más tarde levantaba la cabeza de la mesa de trabajo, con el
cuello agarrotado. Miró el líquido en la aguja hipodérmica: sulfuro de alilo. Por
primera vez sentía que desde el principio de su forzado aislamiento había
conseguido algo.
Excitado, corrió al coche y fue más allá del área ya limpia y señalada con
tiza. Era probable que algunos nuevos vampiros se hubieran ocultado allí. Pero
no tenía tiempo para buscarlos.
Acercó el coche a la acera, entró en una casa y se dirigió al dormitorio.
Una mujer joven yacía en la cama, con un hilo de sangre en la boca.
Neville volvió de espaldas a la mujer y le levantó el camisón para
inyectarle el sulfuro de alilo. Luego la volvió otra vez y dio un paso atrás.
Durante media hora se quedó allí, mirándola.
No ocurrió nada.
Nada de esto tiene sentido, argüyó mentalmente. Si cuelgo ajos alrededor
de la casa, los vampiros no se acercan. Y el ajo caracteriza por ese aceite que
le he inyectado. Y sin embargo no ha pasado nada. ¡Maldita sea, no ha pasado
nada!
Tiró la jeringa al suelo y temblando de rabia y frustración volvió a su
refugio. Antes de que empezara a oscurecer instaló un armazón de madera en
el césped y colgó allí unas ristras de cebollas. Pasó la noche desvelado.
Por la mañana fue a mirar el armazón de madera.
Otro símbolo: la cruz. Tenía una dorada en la mano que brillaba a la luz
de la mañana. Esto también alejaba a los vampiros.
¿Por qué? ¿Tenía que existir una respuesta lógica, algo que pudiera
aceptar sin caer en la superstición?
Solo podía saberlo de un modo.
Sacó a la mujer de la cama, sin reparar en que siempre experimentaba
con mujeres. No le preocupaba admitir que la observación fuese válida. Era el
primer vampiro con que había tropezado, nada más. Es cierto que había un
hombre en el vestíbulo, pero no iba a violar a la mujer. Aunque a veces se
sorprendía a sí mismo. La conciencia de otro tiempo se había transformado en
una molesta compañía.
La llevó a su casa, y durante la tarde no estuvo con ella. Estuvo en el
garaje revisando la camioneta.
Por fin llegó la misericordiosa noche. Neville cerró el garaje, entró en la
casa y atrancó la puerta. Luego se sirvió una copa y se sentó en el sillón,
frente a la mujer.
Del techo, justo sobre su cara, pendía una cruz.
Hacia las seis y media la mujer abrió los ojos, de pronto, como el que
despierta con una obligación determinada y no entra en vigilia perezosamente,
sino con movimientos claros y precisos.
Tan pronto como vio la cruz, apartó los ojos, con un ronco jadeo,
agitándose en la silla.
—¿Por qué le asusta? —preguntó Neville, sobresaltándose ante el sonido
de su propia voz.
La mujer miró a Neville. Le brillaron los ojos y la lengua lamió los labios
como si no formara parte de la boca. El cuerpo se le contraía tratando de
acercarse a él. Profirió un gruñido gutural. Parece un perro cuando defiende su
hueso, pensó Neville estremeciéndose.
—La cruz —preguntó nerviosamente—. ¿Por qué le tiene miedo?
La mujer trató de librarse de sus ataduras, las manos en los bordes de la
silla. No hablaba, sólo respiraba jadeando.
—¡La cruz! —gritó Neville furiosamente.
Se puso de pie. El vaso cayó y se derramó spbre la alfombra. Cogió la
cruz con dedos rígidos y se la acercó a la cara. La mujer apartó la cabeza con
un sordo grito de horror y se retorció en la silla.
—¡Mírela! —aulló Neville.
El terror paralizaba a la mujer. La mirada extraviada se paseaba por el
cuarto; ojos grandes y blancos con pupilas negras como el hollín.
Neville le tocó el hombro pero en seguida retiró la mano, ensangrentada,
con los dientes marcados.
Sintió un nudo en el estómago. Rápidamente, la abofeteó hasta doblarle la
cabeza.
Minutos más tarde arrojaba el cuerpo a la calle y cerraba la puerta
inmediatamente. Permaneció un rato apoyado en la puerta, respirando
pesadamente. A pesar del aislamiento de las paredes, los oyó aullar como
chacales, disputándose los restos.
Poco después fue al cuarto de baño y se limpió las heridas con alcohol,
gozando con el dolor.
8
Neville se agachó y cogió un puñado de tierra. La dejó escapar por entre
los dedos, deshaciendo los negros terrones. ¿Cuántos, se preguntaba,
duermen en la tierra, como dice la leyenda?
Algunos.
Entonces, ¿qué porcentaje de la leyenda era realidad?
Con los ojos cerrados, soltó lentamente la tierra oscura. ¿Existía alguna
respuesta? Si par lo menos tuviera la certeza de que quienes dormían en la
tierra habían regresado de la muerte, podría elaborar alguna teoría.
Pero no lo sabía. Otro problema irresoluble. Como el que se había
planeado la noche anterior.
¿Cómo reaccionaría un vampiro mahometano ante la visión de una cruz?
Se sorprendió al oír su propia risa: un ronco ladrido en la mañana
silenciosa. Dios mío, pensó, hace tiempo que no me río. Ya lo había olvidado.
Recordaba la tos de un perro enfermo. Bueno, eso es lo que soy ahora, al fin y
al cabo: un perro muy enfermo.
Había habido un principio de tormenta hacia las cuatro de la mañana, y
los recuerdos volvieron a su memoria. Virginia, Kathy, aquellos horribles días.
Trató de distraerse. Era peligroso. Pensar en el pasado era terminar
bebiendo.
Aunque no se explicaba por qué había elegido vivir. Probablemente,
pensó, no hay un motivo concreto. Estoy demasiado aturdido para acabar con
todo.
Bueno... Juntó las manos como si por fin hubiese decidido algo. ¿Qué
haría ahora? Miró alrededor como si sucediera algo interesante en la calle
silenciosa.
Muy bien, decidió impulsivamente, veré si el truco del agua da resultado.
Escondió una manguera en una zanja y la llevó así hasta una artesa de
madera. El agua pasaba por la artesa, pasaba por otro agujero a una segunda
manguera, y llegaba al subsuelo.
Cuando finalizó la tarea, entró y se dio una ducha. Luego se afeitó y se
quitó la venda de la mano. La herida había cicatrizado bien. Pero esto no le
quitaba el sueño. El tiempo había demostrado que estaba inmunizado.
A las seis y veinte se instaló en la sala, frente a la mirilla. Al rato se
desperezaba; le dolían todos los músculos. Se sirvió un whisky.
Cuando se acercó a la mirilla, Ben Cortman ya cruzaba el césped.
—Sal, Neville —murmuró Neville, y Cortman, como si le oyese, le devolvió
las mismas palabras en un grito.
Neville siguió allí, inmóvil, observando a Cortman.
En general, no había cambiado mucho de aspecto. Tenía el pelo todavía
negro, seguía siendo corpulento y con el rostro pálido. Pero ahora llevaba
barba y un grueso bigote. Esta era la diferencia fundamental. Antes, cuando le
esperaba para ir juntos a la fábrica, Ben estaba siempre perfectamente
afeitado y olía a colonia.
Resultaba extraño verlo ahora: un Ben completamente desconocido. En
otro tiempo había conversado con aquel hombre, había ido con él al trabajo,
comentando los partidos de baseball o los asuntos políticos, y después de la
enfermedad y de cómo estaban Virginia y Kathy, y de cómo estaba Freda
Cortman, y...
Neville sacudió la cabeza. Era inútil seguir con eso. El pasado estaba tan
lejos como el verdadero Cortman.
Sacudió nuevamente la cabeza. El mundo está al revés, pensó. Los
muertos caminan por las calles, y no me sorprende. El retorno de los
cadáveres se ha convertido en algo cotidiano. ¡Con qué rapidez se acepta lo
increíble si se ve con frecuencia!
Tragó un poco de whisky y trató de pensar a quién se parecía Cortman.
Durante un tiempo estuvo convencido de que Cortman le recordaba a alguien,
pero no sabía a quién.
Se encogió de hombros. ¿Qué importancia tenía eso?
Dejó el vaso en el suelo y fue a la cocina para abrir el grifo del agua.
Cuando volvió a vigilar por la mirilla vio a otro hombre y una mujer en el
césped. Nunca hablaban entre sí. Daban vueltas y vueltas, infatigablemente,
como si se tratase de lobos, sin cruzar jamás una mirada, los ojos hambrientos
clavados en la casa y en la presa que había dentro.
De pronto Cortman vio el agua que corría por la artesa y se quedó
mirándola. Después de un rato levantó la cara y sonrió mostrando los dientes.
Neville se quedó rígido.
Cortman saltaba de un lado al otro de la artesa. Neville sintió un nudo en
la garganta. ¡Él bastardo sabía!
Caminó de prisa hasta el dormitorio y temblando cogió las pistolas del
cajón de la cómoda.
Cortman estaba pisoteando los bordes de la artesa cuando la bala lo hirió
en el hombro derecho.
Retrocedió trastabillando y cayó en el cemento, con las piernas hacia
arriba. Neville volvió a disparar y la bala dio contra la acera a unos centímetros
de su cuerpo.
Cortman se incorporó gruñendo y la tercera bala le alcanzó el pecho.
Neville, con el humo acre de la pistola aún en el ambiente, volvió a mirar.
La mujer apareció entonces ante Cortman y comenzó a levantarse la falda.
Neville cerró la mirilla. No quería ver eso. Había bastado un segundo para
sentir aquel dolor ardiente en su interior.
Al cabo de un rato volvió a mirar y Cortman estaba paseándose,
llamándolo.
Y, bajo la luz de la luna, de pronto recordó a quién se parecía Cortman.
¡Dios mío, era como
Oliver Hardy! Los dos cortos que había pasado en suproyector. Cortman era el eco muerto del gran cómico. Un poco más delgado,
solamente. Hasta el bigote era igual.
Oliver Hardy cayendo de espaldas bajo el impacto de las balas. Oliver
Hardy volviendo siempre a por otra ración, no importaba qué ocurriese.
Agujereado por las balas, pinchado por cuchillos, aplastado por automóviles,
chocando contra paredes, hundido en el mar, pasado por chimeneas. Y
volviendo siempre, paciente y amoratado. Eso era Ben Cortman. Un maligno y
detestable Oliver Hardy aporreado y resistente.
¡Dios mío! No podía parar de reírse. Más que ganas de reírse, era un
alivio, una salida. Las lágrimas le rodaban por las mejillas. Con las sacudidas el
vaso se derramó y el líquido le mojó de arriba a abajo, provocándole todavía
más risa. El vaso por fin cayó a la alfombra, y Neville también, retorciéndose
con espasmos de incontenible diversión. La risa incesante llenó la sala.
Más tarde fue el llanto.
Introdujo la estaca en el estómago, en el hombro. En el cuello con un solo
martillazo. En los brazos y piernas, y siempre sucedía lo mismo: la carne
blanca quedaba cubierta por la sangre roja.
Creía haber encontrado la solución. Había que desangrarlos: una
hemorragia.
Pero luego, cuando encontró a la mujer en la casita blanca y verde, y le
clavó la estaca, la disgregación fue tan rápida que tuvo que huir, y ya no pudo
probar el desayuno.
Cuando se recuperó, y se atrevió a volver, sólo encontró sobre la colcha
una línea de algo parecido a sal y pimienta, una línea tan larga como el
cuerpo. Nunca había visto nada parecido.
Sacudido por la escena, salió despacito de la casa y se sentó en el coche
durante una hora, bebiendo hasta vaciar la botella. Pero ni siquiera el alcohol
podía borrar aquella impresión.
Había sido todo tan
rápido... El martillazo aún le sonaba en los oídos, y yala mujer no era más que una línea.
Recordó una charla con un negro, en la fábrica. El hombre conocía el
asunto y le había hablado de mausoleos y gente metida en cajones
herméticos, donde se conservaban con la misma apariencia de siempre.
—Pero deje usted entrar un poco de aire —le había dicho el negro—, y
¡bum!, se transforman en una línea de sal y pimienta. Así de fácil. —Y el negro
hacía chasquear los dedos.
La mujer, pues, llevaba mucho tiempo muerta. Quizá, se le ocurrió, era
uno de los vampiros originarios de la plaga. Sólo Dios sabía cuánto tiempo
había escapado de la muerte.
Neville se sintió demasiado deprimido, y ese día, y los siguientes, no hizo
nada. Se quedó en casa, bebiendo y tratando de olvidar, y dejó que los
cuerpos se apilaran en la hierba, y el frente sin reparar.
Durante varios días, sentado en el sillón, con el vaso en la mano, pensó
en su mujer. Y no importaba la cantidad de alcohol ingerida. Seguía pensando
en su mujer. Se veía a sí mismo entrando en la cripta, levantando la tapa del
ataúd.
Pensó que algo se estaba destruyendo en él. Se sentía tan paralizado, tan
sereno y tan frío. ¿Sólo eso quedaría de ella?
9
Por la mañana. Una soleada quietud amenizada por el canto de los
pájaros. Ni un poco de brisa que moviera los pequeños capullos alrededor de
las casas, los arbustos o las cercas de hojas oscuras. Una silenciosa nube de
calor suspendida sobre el ambiente.
El corazón de Virginia se había parado.
Neville miraba aquel pálido rostro, y acariciaba tímidamente los dedos de
su mujer. Sentado al borde de la cama, inmóvil, había quedado insensible
como un bloque de carne y huesos. No parpadeaba, y respiraba tan
lentamente que parecía muerto.
Algo le había pasado a su mente.
Desde el instante en que había dejado de latir el corazón de Virginia sintió
la cabeza como si fuera de piedra. La calcificación había comenzado por el
cerebro, interesando luego a su alrededor. Lentamente, con los miembros
aflojados, se había hundido en la cama. Y ahora no entendía cómo aguantaba
sentado allí, cómo la desesperación no lo arrojaba al suelo. Pero no podía
quedarse postrado. Unas tenazas sujetaban el tiempo. Todo se había parado.
La vida y el mundo había hecho un alto, junto con Virginia.
Pasaron así treinta minutos, después cuarenta.
Luego, poco a poco, como si estuviese haciendo un descubrimiento, sintió
que el cuerpo le temblaba. No era un temblor localizado, un nervio aquí, un
músculo allá. Temblaba todo el cuerpo, convulsivamente, como un saco de
nervios imposible de dominar. Y su mente, lo que se había salvado de su
mente, supo que esta era su reacción.
Siguió así durante más de una hora, con la mirada fija en el rostro de
Virginia.
Luego, de pronto, algo le sacudió el pecho, y aquello terminó. Neville se
levantó de la cama y salió de la habitación.
Al servirse el whisky derramó la mitad en el fregadero. Bebió el resto de
un trago. Se apoyó contra la pared. Volvió a llenar el vaso con manos
temblorosas y bebió compulsivamente.
Es sólo un sueño, se dijo. Fue como si una voz pronunciara las palabras
en su interior.
—Virginia...
Volvió la cabeza a ambos lados. Sus ojos examinaban la cocina como si
tuviera que descubrir algo, como si buscase la salida en aquella casa de horror.
Apretó las temblorosas manos una contra otra. Las formas bailaban ante sus
ojos. Sintió que una náusea le subía por la garganta y apartó las manos con
fuerza.
—Virginia.
Dio un paso adelante y trastabilló. Se le escapó un grito. Sintió un fuerte
dolor en la rodilla derecha, y luego se le extendió a toda la pierna. Se arrastró
tambaleándose hasta la sala. Se quedó allí como un superviviente de un
terremoto, con los ojos clavados en la puerta de la alcoba, volviendo a
presenciar aquella escena.
El incendio con sus feroces llamas rojas y amarillas, y la densa columna
de humo que subía hacia el cielo. El cuerpo de Kathy en sus brazos. Y un
hombre que, acercándose, le arrebataba a Kathy y se la llevaba como si fuese
un muñeco de trapo. Y él allí, de pie, soportando aquellos golpes de horror.
De pronto había saltado hacia adelante con un grito ronco:
—¡Kathy!
Unos brazos lo sujetaron, unos hombres con máscaras y delantal. Se lo
llevaron a rastras; sus pies dejaron las huellas en la arena.
Luego sintió aquel dolor en la mandíbula, y la oscuridad de las nubes
nocturnas anularon el día. El licor que le bajaba por la garganta, la tos, el
jadeo, y luego el coche de Ben Cortman, y él sentado al volante, rígidamente,
mientras se alejaban. La intensa humareda cubría el cielo como el negro
fantasma de la desesperación terrestre.
Recordó y cerró los ojos.
—No.
No permitiría que echaran allí a Virginia. No, aunque le costase la vida.
Llegó a la puerta y salió al porche. Cruzó el césped seco y amarillento y
caminó en dirección a la casa de Ben Cortman. El resplandor del sol le cegaba.
Caminaba con los brazos colgando a lo largo del cuerpo.
El timbre tocaba
Qué seco estoy. Neville sintió deseos de romperlo. Seacordó de que Ben había instalado las campanillas pensando que sería
gracioso.
Esperó rígido ante la puerta, sintiendo aún el pulso en la cabeza. No
importa lo que diga la ley, no importa que negarme signifique morir, ¡no la
echaré allí!
Golpeó la puerta con el puño.
—¡Ben!
Silencio. Las cortinas blancas colgaban inmóviles en las ventanas del
frente. Se podía ver el sofá rojo y la lámpara de pie con su pantalla de flecos.
Neville parpadeó. ¿Qué día era? Lo había olvidado, había perdido la noción del
tiempo.
Dejó caer la cabeza sobre el pecho. Una furia de impaciencia le invadía el
cuerpo.
—
¡Ben!Golpeó la puerta de nuevo con los nudillos. Maldita sea, ¿dónde se ha
metido Ben? Apretó el timbre con el dedo muy tieso y las campanillas volvieron
a tocar la canción, repetidamente: 'Qué seco estoy, qué seco estoy, qué seco
estoy...'
Jadeando empujó con fuerza la puerta, que se abrió de par en par. Estaba
sin la llave echada. Neville entró en el vestíbulo silencioso.
—Ben —exclamó—. Ben, necesito tu coche.
El y su mujer estaban en el dormitorio, acostados en las camas gemelas,
silenciosos e inmóviles en su estado de coma diurno. Ben,. en pijama; Freda,
en camisón de seda.
Se quedó un momento mirándolos. En el cuello blanco de Freda había
algunas heridas, con unas costras de sangre. Neville miró a Ben. No mostraba
heridas. Oyó una voz interior que decía: ojalá despertase de esta pesadilla.
Sacudió la cabeza. No, no era posible despertar.
Encontró las llaves del coche en el escritorio. Las cogió y abandonó la
silenciosa casa. Sería la última vez que los veía muertos.
El motor roncó pesadamente, y Neville lo dejó calentar algunos minutos
mientras esperaba sentado al volante con los ojos fijos en el, polvoriento
parabrisas. Una mosca de cuerpo redondo volaba alredej dor de su cabeza en
el cálido y cerrado interior del coche. Neville miró la tapicería, de color verde,
sintiendo en el cuerpo los temblores del motor.
Al fin puso el coche en marcha y salió a la calle.
La casa estaba fresca y en silencio. Neville pisó suavemente la alfombra, y
luego sus pasos resonaron en la sala.
Se detuvo en el umbral y contempló a Virginia. Estaba tumbada de
espaldas, con las manos tendidas a los costados, los dedos blancos
ligeramente cerrados. Parecía dormir.
Neville volvió a la sala. ¿Qué podía hacer? Una cosa u otra. Todo era igual.
De cualquier modo, la vida dejaba de tener sentido.
Se detuvo ante la ventana con los ojos perdidos en la calle inundada de
sol.
¿Para qué fui a buscar el coche, entonces?, se preguntó. No puedo
quemarla. No quiero. ¿Y qué otra cosa es posible? No hay servicios fúnebres.
Todos, sin excepción, deben ser llevados a los fuegos en seguida. No había
otro sistema, a primera vista, de evitar el contagio. Sólo las llamas podían
destruir las bacterias.
Neville lo sabía. Sabía que así era la ley. ¿Pero cuántos la cumplían?
¿Cuántos mandos arrojaban allí a sus mujeres? ¿Cuántos padres incineraban a
sus hijos? ¿Cuántos hijos mandaban a sus padres a aquella inmensa hoguera?
Ño, aunque no existiera nada más no quemaría a su mujer.
Pasó una hora, y Neville se decidió al fin.
Buscó aguja e hilo.
Cosió la manta hasta que sólo dejó asomar el rostro de Virginia. Luego,
con dedos temblorosos y un nudo en el estómago, cosió la manta sobre la
boca. Sobre la nariz y sobre los ojos.
Luego fue a la cocina y tomó otro trago de whisky.
Volvió al dormitorio tambaleándose. Durante un buen rato se quedó allí
respirando pesadamente. Luego se inclinó y la cogió en brazos.
—Vamos, nena —murmuró.
Las palabras parecieron aflojarlo todo. Sintió que temblaba, y que las
lágrimas le bajaban lentamente por las mejillas. Atravesó la sala con el cuerpo
en los brazos y salió a la calle.
La colocó en el asiento de atrás y subió al coche. Suspiró profundamente y
buscó la llave del arranque.
El coche corrió unos metros marcha atrás y se detuvo. Neville bajó y fue
al garaje para buscar una pala.
Sintió que las fuerzas le abandonaban. Cruzaba la calle lentamente.
Neville dejó la pala en la parte trasera y entró en el coche.
—¡Espere!
Fue un grito seco. El hombre empezó a correr, pero se detuvo en seguida,
jadeando.
Neville esperó en silencio hasta que el hombre estuvo cerca.
—¿Podría usted... llevar... a mi madre? —dijo el hombre.
—Yo... yo...
La mente de Neville estaba bloqueada. Pensó que rompería a llorar de
nuevo, pero se contuvo, enderezándose.
—No voy a... allá —dijo.
El hombre lo miró sin entender.
—Pero su...
—¡No voy al fuego, he dicho! —estalló Neville, y giró la llave de contacto.
—Pero su mujer —dijo el hombre—. Su esposa ha...
Neville pisó el embrague.
—Por favor... —suplicó el hombre.
—¡No voy allá! —contestó Neville sin mirarlo.
—¡Pero es la ley! —gritó el hombre, furioso.
El coche retrocedió rápidamente y Neville dobló hacia el bulevar Compton.
Mientras se alejaba vio al hombre de pie en la acera. No, no voy a arrojar a
Virginia al fuego, se dijo mentalmente.
Las calles habían quedado desiertas. Dobló a la izquierda y se encaminó
hacia el este. No podía ir a los cementerios porque estaban cerrados y
vigilados. Los hombres que habían intentado enterrar a sus familiares habían
muerto a tiros.
Dobló a la derecha en la calle siguiente, y luego de nuevo a la derecha,
entrando en una calle tranquila que bordeaba un baldío. A los cincuenta metros
detuvo el motor y dejó que el coche siguiera en silencio el resto del trayecto.
Nadie lo vio descargar el bulto y entrar con él en el terreno cubierto de
matórrales. Tampoco lo vio nadie cuando depositaba el cuerpo en el suelo y se
inclinaba, desapareciendo entre las hierbas.
Cavó lentamente, clavando la pala en la tierra blanda. El sol brillante
calentaba el pequeño claro y el aire era tibio. El sudor le corría en líneas por la
cara. Sintió el olor húmedo y penetrante de la tierra removida.
Por fin terminó la fosa. Dejó la pala a un lado y se arrodilló. Había temido
tanto este momento.
Pero no podía perder más tiempo. Si lo descubrían, averiguarían lo que
hacía. No importaba la muerte, pero no estaba dispuesto a que la quemaran.
Apretó las mandíbulas. No.
Suavemente, la metió en la fosa, cuidando que la cabeza no diera contra
el suelo.
Se puso en pie y miró un rato el cuerpo envuelto en la manta.
Por últimavez
, pensó. Se acabó la charla, no más amor. Once maravillosos añosenterrados en un agujero. Comenzó a temblar. No, se dijo a sí mismo, no
queda tiempo para eso.
Unas lágrimas interminables empañaron el mundo y Neville echó la tierra
cálida sobre el cuerpo inmóvil.
Vestido y tumbado en la cama miraba el cielo raso. Estaba medio
borracho y en la oscuridad brillaban las luciérnagas.
Extendió el brazo derecho sin mirar. La mano tropezó con la botella y los
dedos reaccionaron demasiado tarde. Siguió tumbado en la oscuridad de la
noche escuchando cómo el whisky salía a borbotones de la botella y se
derramaba por el suelo.
Volvió la cabeza sobre la almohada y miró la hora. Eran las dos de la
mañana. Habían pasado dos días desde que la enterró. Dos ojos que miraban
el reloj, dos oídos que escuchaban el zumbido eléctrico, dos labios apretados,
dos manos sobre la cama.
Sacudió la cabeza para aclararse, pero el mundo entero parecía
organizarse de pronto en un sistema de pares: dos personas muertas, dos
ventanas, dos escritorios, dos alfombras, dos corazones que...
Aspiró profundamente el aire nocturno, lo retuvo unos instantes, y luego
lo expiró relajando el cuerpo. Dos días, dos manos, dos ojos, dos piernas, dos
pies...
Bajó las piernas de la cama y se quedó sentado. Se metió de pies en el
charco de whisky y sintió que se le empapaban los calcetines. Un viento frío
frío golpeaba los cristales.
En medio de la oscuridad se preguntó a sí mismo: ¿Qué me queda al fin y
al cabo?
Se incorporó cansadamente y entró a trompicones en el cuarto de baño,
dejando huellas húmedas. Se lavó la cara y buscó una toalla.
¿Qué me queda? ¿Qué...?
Se enderezó rígidamente en la fría oscuridad.
Alguien estaba abriendo la puerta de calle.
Sintió un escalofrío que le corría por la espalda. Es Ben, se dijo. Viene a
por las llaves del coche.
La toalla le cayó al suelo. Unos nudillos golpearon la puerta, débilmente,
como si estuvieran tocando la madera.
Neville se dirigió lentamente hacia la sala, el corazón le golpeó el pecho.
A continuación un débil puño golpeó la puerta. ¿Qué pasa?, pensó Neville.
No está echada la llave. Por la ventana abierta entraba un aire helado.
—¿Quién...? —preguntó incapaz de abrir.
Trastabilló, dio un paso atrás, se volvió y se apoyó de espaldas en la
puerta, respirando jadeante.
No ocurrió nada. Neville se contuvo.
En seguida sintió que se ahogaba. Alguien se movía afuera, murmurando.
Neville cruzó los brazos sobre el pecho y luego, de pronto, abrió la puerta de
un tirón y los rayos de la luna iluminaron el umbral.
Ni siquiera gritó. Se quedó allí, clavado en el suelo, mirándola
inexpresivamente.
—Rob...ert —dijo Virginia.
10
El departamento de ciencias estaba en el segundo piso. Los pasos de
Neville sonaron a hueco en los escalones de mármol de la Biblioteca Pública de
Los Angeles. Era el 7 de abril de 1976.
Se le había ocurrido, después de pasar varios días sumido en borracheras,
disgustos e investigaciones inconcretas, que estaba perdiendo el tiempo. Era
indudable que los experimentos aislados no llevaban a ninguna parte. Si había
alguna solución racional al problema (y debía creer que sí) no la encontraría de
ese modo.
En su nuevo y ordenado programa había decidido estudiar la sangre. El
primer paso era, pues, buscar algunos libros sobre el tema.
En la biblioteca, el silencio era total. Afuera se oía a veces el canto de los
pájaros, y aun cuando éstos callasen parecía seguir oyéndose alguna especie
de canto. Era inexplicable, pero el silencio parecía más fúnebre dentro que
fuera.
Especialmente aquí, en este enorme edificio de piedra gris que albergaba
toda la literatura de un mundo muerto. Quizá, pensó, estoy rodeado
meramente por muros psicológicos. Pero esto no era gran cosa. No había
psiquiatras para tratar neurosis sin fundamento y alucinaciones auditivas. El
último hombre del mundo estaba absolutamente encerrado en sus ilusiones.
Neville entró en el departamento de ciencias.
Era un cuarto de techo alto, con amplios ventanales. Cerca de la puerta se
alzaba el escritorio donde en otro tiempo quedaban registrados los libros.
Neville se detuvo allí un momento, paseando la mirada por la silenciosa
sala, sacudiendo lentamente la cabeza. Muchos libros, pensó: testimonio de la
inteligencia de un planeta, migajas de mentes fútiles, mezcla de sistemas
inútiles para impedir la muerte del hombre.
Se acercó a las estanterías de la izquierda y sus zapatos golpearon las
oscuras baldosas. Miró las tarjetas que clasificaban los libros de los estantes.
Astronomía, leyó, libros sobre el cielo. Pasó de largo. No le interesaba ya el
cielo. Aquella antigua curiosidad había muerto junto con otras. Física, Química,
Ingeniería. Siguió adelante y entró en la sección que ocupaba su interés.
Se detuvo y alzó los ojos. En el techo había dos hileras de luces apagadas,
y el cielo raso estaba dividido en grandes cuadrados profundos, decorados con
mosaicos indúes, al parecer. La luz del día entraba por las ventanas
polvorientas, y unas motas grises quedaban suspendidas en los rayos de sol.
Observó las largas mesas de madera y las hileras de sillas. Todo estaba en
su sitio. El último día, pensó, alguna bibliotecaria solterona había recorrido la
sala colocando las sillas en el lugar correspondiente, con una laboriosa
precisión.
Se imaginó a la mujer que había muerto solitaria para volver, quizá,
condenada a terribles vagabundeos, y sacudió la cabeza. Basta, se dijo, no hay
tiempo para divagaciones románticas.
Pasó ante otros libros hasta que llegó a Medicina. Esta era la sección que
le interesaba. Miró los títulos y encontró libros sobre higiene, fisiología (general
y especial), terapéutica. Un poco más allá, bacteriología.
Sacó cinco obras de fisiología general y varios libros que trataban temas
relacionados con la sangre y los dejó sobre una mesa. ¿Le interesaban también
algunos textos sobre la bacteriología? Durante un rato miró indeciso los títulos.
Al fin se encogió de hombros. Bueno, ¿en qué se diferenciaban? Sacó
varias obras al azar y las añadió al montón. Tenía nueve libros, suficientes
para empezar. Podía volver en cualquier momento. Cuando salía de la sala
miró el reloj sobre la puerta. Las manecillas rojas se habían parado a las siete
y veinticinco. Neville se preguntó qué día se habrían detenido. Dios mío, ¿qué
importancia tiene ahora todo esto? se dijo con desprecio. Aquella nostálgica
preocupación por el pasado cada vez le irritaba más. Era una debilidad, lo
sabía, una debilidad que no debía permitirse. Sin embargo, de cuando en
cuando, se sorprendía meditando ampliamente sobre algún aspecto del pasado
reciente.
Desde dentro tampoco pudo abrir las puertas grandes. Estaban bien
cerradas con llave. Tuvo que salir por la ventana rota, dejando caer los libros
en la acera, uno a uno. Llevó luego los libros al coche.
Mientras ponía en marcha el motor vio que había aparcado en un lugar
prohibido, junto a una acera pintada de rojo. Miró arriba y abajo de la calle.
—¡Policía! —se descubrió gritando—. ¡Eh, policía!
Se rió durante un kilómetro, sorprendido de que aquello le pareciera tan
divertido.
Dejó el libro. Había estado releyendo los temas referentes al sistema
linfático. Recordó vagamente haberlos leído meses atrás, durante el tiempo
que ahora calificaba de 'período congelado'. Pero aquella lectura, sin aplicación
posible, no le había interesado suficientemente.
Ahora podía encontrar algo en esas páginas.
Las delgadas paredes de los capilares permitían que el plasma sanguíneo
penetrara en los tejidos junto con los glóbulos rojos y blancos. Estos elementos
retornaban eventualmente al sistema circulatorio a través de los vasos
linfáticos, llevados por el claro líquido llamado linfa.
Durante el camino de vuelta, la linfa atravesaba nódulos linfáticos que
interrumpían el paso de la corriente y filtraban las partículas de desecho,
evitando que pasaran al caudal sanguíneo.
Bien.
Había dos cosas que activaban el sistema linfático: lo., la respiración: el
diafragma comprimía el abdomen, haciendo subir la sangre y la linfa; 2o., el
movimiento físico: los músculos comprimían los vasos linfáticos, haciendo
circular la linfa. Un complejo sistema de válvulas impedía el retroceso de la
corriente.
Pero los vampiros no respiraban; por lo menos los muertos. Eso podía
significar que la mitad de la corriente linfática había quedado interrumpida. Y
algo más: que una cantidad importante de productos de desecho no quedaban
liberados en el sistema linfático del vampiro.
A Neville le venía a la memoria el olor fétido de aquellos seres.
Siguió leyendo.
'Las bacterias pasan a la corriente sanguínea, donde... los glóbulos
blancos desempeñan un papel importante en la defensa contra las bacterias...
La luz solar mata muchos gérmenes y... algunas enfermedades humanas
pueden ser transmitidas por moscas, mosquitos... Y allí, estimulados por el
ataque de las bacterias, los productores de fagocitos introducen nuevos
corpúsculos en la corriente sanguínea...'.
Neville dejó el libro sobre sus rodillas. Le resbaló por las piernas y cayó en
la alfombra.
Siempre parecía existir relación entre las bacterias y las enfermedades de
la sangre. Sin embargo, aún se burlaba de los que habían muerto denunciando
los gérmenes y rechazando a los vampiros.
Se levantó para prepararse una copa. Pero, de pie ante el bar, se quedó
mirando fijamente la pared, mientras golpeaba con el puño la tabla del bar,
lenta y rítmicamente.
Gérmenes.
Hizo una mueca. Bueno, en nombre de Dios, se dijo desanimado, el
peligro no reside en las palabras.
Respiró hondo. Bien, se dirigió a sí mismo, ¿hay algo que se oponga a los
gérmenes?
Se alejó del bar como si dejara el problema allí. Fue a la cocina y se sentó
mirando la cafetera humeante. Gérmenes. Bacterias. Virus, Vampiros. ¿Por
qué me niego? pensó. ¿Es sólo una terquedad reaccionaria, o quizás es que la
tarea excede mis límites?
No sabría decirlo. Podría intentar un nuevo camino: el del compromiso.
Una teoría no era necesariamente contraria a la otra.
Las bacterias podían explicar la existencia de los vampiros.
Y de pronto todo pareció aclararse.
Era como si se tratara de aquel niño holandés que tapando con el dedo el
agujero del dique, impide que entre el mar de la razón. Allí se había quedado,
en cuclillas, y satisfecho. Ahora se había incorporado, destapando el agujero. Y
un mar de respuestas entraba en él.
La plaga se había extendido tan aprisa que se preguntaba si hubiese sido
posible con la sola acción de los vampiros.
Se sintió hundido por la evidencia de la respuesta. Sólo las bacterias
podían explicar la progresiva rapidez de la plaga, el aumento geométrico de las
víctimas.
Apartó la taza de café, tenía el cerebro ocupado en una docena de ideas
diferentes.
Las moscas y mosquitos también eran responsables. Extendiendo la
enfermedad y haciéndola correr por el mundo.
Sí, las bacterias podían ser la explicación de muchas cosas: el encierro
durante el día y el estado de coma provocado por los gérmenes para
protegerse de la luz del sol.
Y se le había ocurrido una nueva idea: las bacterias podían ser la fuerza
misma del vampiro.
Sintió que un escalofrío le recorría la espalda. ¿Era posible que el mismo
germen que mataba a los vivos animara a los muertos?
Era imprescindible averiguarlo. Dio un salto y salió corriendo de la sala.
Cuando estaba a punto de abrir la puerta se detuvo bruscamente, con una risa
nerviosa. Dios mío, pensó, ¿me estoy volviendo loco? Ya es de noche.
Sonrió conformándose y se paseó por la sala. Quizá la teoría no lo
explicase todo. ¿Qué pasaba con las estacas? Trató de situarlas en un cuadro
general infeccioso, pero sólo podían guardar relación con las hemorragias, y
eso no explicaba el caso de aquella mujer. Y seguro que no era el corazón.
Parecía que su nueva teoría empezaba a tambalearse. Las bacterias no
podían explicar tampoco el efecto de las cruces. El suelo. No, no había nada
allí. El agua corriente, el espejo, los ajos...
Neville sintió que no podía dominar sus nervios y deseó gritar y frenar
aquellas ideas desorbitadas. ¡Tenía que descubrir algo! ¡Maldita sea!, exclamó
mentalmente. ¡Lo descubriré!
Se sentó, tembloroso y tenso, tratando de dejar en blanco la mente.
Señor, pensó al fin, ¿qué me sucede? Tengo una idea, no puedo explicarlo todo
en un minuto, y si tardo más de un minuto en explicármelo todo siento pánico.
¿Estaré volviéndome loco?
Tomó el vaso; ahora lo necesitaba. Alzó la mano hasta que el temblor
cedió. Bueno, muchacho, cálmate. Santa Claus vendrá esta noche a traerte
todas las respuestas. Ya no serás un solitario Robinson Crusoe en una isla
desierta, rodeado por un océano de muerte.
Se rió de la idea y se calmó un poco. Me ha salido una frase genial, pensó.
El último hombre en el mundo es Edgard Guest.
Bueno, dijo, ahora te vas a la cama. No vas a pensar en veinte cosas
distintas. No puedes seguir así. Eres un desastre emocional.
Lo primero es conseguir un microscopio. Lo primero, repitió mientras se
quitaba la ropa, ignorando aquel nudo en el estómago, el deseo de sumergirse
sin más preámbulos en la investigación.
No se sentía bien, acostado allí en la oscuridad y madurando una sola
idea. Sabía que debía ser así. Un primer paso, maldita sea, un primer paso.
Sonrió con una mueca, en la oscuridad, consolándose con la idea de un
trabajo bien definido.
Sin embargo, antes de dormir se permitió una nueva reflexión. Las
picaduras, los insectos, la transmisión de hombre a hombre... ¿era eso
suficiente para explicar la terrible rapidez con que se extendía la plaga?
Se durmió con el interrogante en la mente. Y a eso de las tres de la
mañana despertó sintiendo que otra tormenta de arena caía sobre la ciudad. Y
de pronto, en un segundo, encontró la relación.
11
El primero que encontró no servía.
Cualquier vibración perturbaba la imagen. Estaba desajustado. El espejo,
de pivotes flojos, se desequilibraba fácilmente. Además, el microscopio carecía
de condensadores y polarizadores. Tenía un solo portaobjetivo, y cada vez que
quería variar los aumentos debía cambiar la lente.
Pero era previsible. No sabía nada de microscopios, y se había llevado a la
casa el primero que había encontrado. Tres días más tarde lo lanzaba contra la
pared y lo hacía pedazos.
Luego, más tranquilo, fue ala biblioteca y buscó documentación sobre
microscopios.
La próxima vez no se lo llevó hasta asegurarse de que era un buen
instrumento: tres portaobjetivos, condensador y polarizador, buena base,
movimientos precisos, diafragma, buenas lentes. Una muestra más, se dijo a sí
mismo, de la estupidez de trabajar atolondrado. Sí, sí, repitió del mal humor.
Se obligó a pasar varias horas estudiando el instrumento.
Trabajó con el espejo hasta conseguir dirigir un rayo de la luz sobre el
objeto deseado en pocos segundos. Se familiarizó con las lentes, desde la de
tres pulgadas a la de un doceavo de pulgada. Rompió trece platinas hasta que
aprendió a colocar una gota de aceite de cedro en cada una y bajar luego la
lente suavemente hasta tocar la gota.
Después de tres días de plena dedicación, aprendió a manipular los
estriados tornillos de ajuste, a gobernar el diafragma y los condensadores e
iluminar la platina con precisión. Pronto obtuvo así imágenes definidas y
claras.
Luego chocó con el problema más arduo. A pesar de sus esfuerzos no
podía evitar la presencia de alguna partícula de polvo. Por lo que a veces le
parecía estar estudiando rocas.
Resolver esto era especialmente difícil, pues casi cada cuatro días
estallaba una tormenta de arena. Finalmente instaló unos protectores de tul.
Aprendió a trabajar con método. Descubrió que el desorden (y el tiempo
que empleaba en buscar las cosas) hacía que el polvo se acumulara en las
platinas. Sin proponérselo, casi jugando, pronto destinó un lugar para cada
cosa: platinas, placas, probetas, pinzas, platillos, agujas, productos químicos.
Descubrió, sorprendido, que el orden le producía un verdadero placer. La
herencia del viejo Fritz, al fin y al cabo, se justificó, sonriendo.
Luego consiguió una muestra de sangre.
Dedicó varios días a preparar unas gotas y ponerlas en la platina. Durante
un tiempo no confiaba en que lo lograria.
Pero al fin una mañana, por casualidad, como si fuese un asunto sin
importancia, puso su trigésima séptima muestra de sangre bajo las lentes,
concentró la luz, ajustó los espejos, y luego el diafragma y el condensador.
Cada segundo parecía aumentar el ritmo de sus latidos, pues, de algún modo,
intuía que ésta vez sí.
El momento llegó. Contuvo el aliento.
Allí, moviéndose delicadamente en la platina, había un germen.
Te nombro
vampiríis. Las palabras se le ocurrieron mientras miraba por lalente ocular.
Consultó un texto de bacteriología y descubrió que una bacteria cilindrica
era un bacilo, una varita protoplasmática que se movía en la sangre por medio
de unos hilitos, proyecciones de la membrana celular. Estos flagelos agitaban
vigorosamente el líquido ambiente y movían el bacilo.
Durante un rato permaneció mirando el microscopio, incapaz de pensar o
seguir adelante.
Fuera lo que fuese lo que estaba allí, en la platina, era el origen del
vampiro. Todos los siglos de superstición se desvanecían en aquel instante.
Los científicos tenían razón entonces; se trataba de bacterias. Le había
tocado a él, Robert Neville, de treinta y seis años, superviviente, completar la
encuesta y descubrir al asesino: un germen dentro del vampiro.
De pronto, una honda depresión le embargó. Allí estaba ahora la
respuesta, pero era demasiado tarde. Trató ansiosamente de animarse a la
vista de los resultados, pero no pudo. No sabía por dónde empezar. El
problema parecía irresoluble. ¿Cómo podría curar a los que todavía vivían? No
sabía nada sobre bacterias.
Bueno, ¡sabré!, prometió interiormente. Y se obligó a estudiar.
Algunas especies de bacilos, cuando las condiciones de vida se vuelven
desfavorables, son capaces de crear en ellos mismos unos cuerpos llamados
esporas.
Así, condensan los contenidos celulares en un cuerpo de forma oval y
gruesas paredes. El cuerpo se separa luego del bacilo y la espora queda libre,
y es resistente a los cambios químicos y físicos.
Más tarde, cuando las condiciones de vida mejoran, la espora germina,
conservando todas las cualidades del bacilo original.
Neville, de pie, con los ojos cerrados, se agarraba con fuerza a los bordes
del vertedero. Encontraría algo allí, se dijo a sí mismo, algo. ¿Pero qué?
Supongamos, continuó, que el vampiro no consiga sangre. Las condiciones
estarían en contra ael bacilo
vampiríis.Pero para protegerse a sí mismo, el bacilo crea la espora, poniendo en
coma al vampiro. Luego, cuando las condiciones ambientes cambian, el
vampiro se reanima.
¿Pero cómo puede saber el germen en dónde hay sangre? Neville dio un
puñetazo en el vertedero. Releyó el capítulo. Había algo allí. Lo presentía.
Cuando las bacterias no se alimentan adecuadamente, su metabolismo se
altera y producen bacteriófagos (proteínas inanimadas, autorreproductoras).
Estos bacteriófagos destruyen las bacterias.
Cuando no hay sangre, el metabolismo será anormal, los bacilos
absorberán agua y reventarán al fin destruyendo las células.
Otra vez aparecían las esporas. Había que incluirlas en el cuadro.
Bueno, suponiendo que el vampiro no entre en coma y suponiendo que su
cuerpo se corrompa sin sangre, el germen puede crear aún sus esporas y...
¡Claro! ¡Las tormentas de arena!
Las esporas libres eran transportadas por las tormentas. El polvo
lastimaba la piel, y las esporas se alojaban en esas pequeñas heridas. Una vez
dentro, la espora podía germinar y multiplicarse por fisión, destruyendo los
tejidos. El bacilo liberaba así los cuerpos descompuestos, venenosos, en tejidos
sanos. Los venenos alcanzaban eventualmente la corriente sanguínea.
El proceso quedaba completado.
Y todo sin vampiros de ojos inyectados en sangre, inclinados sobre
hermosas heroínas dormidas. Todo sin murciélagos que revolotean detrás de
los cristales.
El vampiro era un ser real. Pero nadie había averiguado su verdadera
historia. Neville recordó entonces algunas plagas.
La caída de Atenas fue similar a la plaga de 1975. Antes que pudieran
reaccionar, la ciudad ya había caído. Los historiadores hablaban de la peste
bubónica. Neville, sin embargo, creía que el culpable era el vampiro.
No, no precisamente el vampiro. Desde ahora, aquel espectro asesino
sería sobre todo una herramienta del germen; su papel sería el del villano de
la historia. El germen que había propagado su azote mientras la gente huía
aterrorizada.
¿Y la peste negra, aquel mal espantoso que barrió Europa, destruyendo
casi tres cuartos de la población?
¿Vampiros también?
Cuando eran las diez de la noche, a Neville le dolía la cabeza y sentía los
ojos hinchados como globos. Se dio cuenta de que tenía hambre. Sacó carne
de la nevera, la dejó en el horno y tomó una ducha.
Se sobresaltó al oír un golpe en un costado de la casa.
En seguida sonrió cansadamente. Había estado tan abstraído durante todo
el día, que había olvidado la manada.
Mientras se secaba, trató de recordar. No distinguía, entre los vampiros de
la calle, los vivos de los activados por los gérmenes. Extraño, pensó. Debía de
haber alguna diferencia entre las dos clases, pues sus disparos sólo destruían a
algunos, dejando incólumes a otros. Los muertos, presumiblemente, podían
resistir las balas.
Y se le ocurrían otro problema. ¿Por qué venían los vivos? ¿Y por qué sólo
unos cuantos y no todos los del barrio?
Neville tomó un vaso de vino con la carne y le sorprendió el buen sabor de
todo. La comida habitual le sabía a madera. El trabajo me ha abierto el apetito,
pensó.
Además, no estaba interesado en el whisky. Sacudió la cabeza. Era
dolorosamente obvio qué buscaba en la bebida.
De la carne sólo dejó los huesos. Luego fue a la sala con el resto del vino,
hizo sonar unos discos en el tocadiscos y se arrellanó en el sillón.
Se quedó allí escuchando las suites primera y segunda de
Daphnis y Cleo,de Ravel, con las luces apagadas excepto las lámparas de la pared. Durante un
rato se olvidó totalmente de los vampiros.
12
Al día siguiente todo se estancó.
La lámpara solar destruía los gérmenes de la platina, pero eso no
explicaba gran cosa.
Neville hizo una mezcla de sulfuro de alilo con sangre contagiada y no
ocurrió nada. El sulfuro fue absorbido por la sangre, y los gérmenes
continuaron viviendo.
Se paseó inquieto por el dormitorio.
El ajo los alejaba, y la sangre era imprescindible para su existencia. Sin
embargo, si se mezclaban estos dos elementos, nada ocurría. Neville apretó
con furia los puños.
Un momento..., se dijo. Esa sangre era de un vampiro vivo.
Una hora más tarde trabajaba con otra muestra. La mezcló con sulfuro de
elilo y miró atento por el microscopio. Nada.
El almuerzo se le atragantó.
¿Y las estacas, entonces? Las hemorragias, al parecer, no eran lo más
importante. Aquella maldita mujer...
Pasó media tarde tratando de concentrarse en algo. Al fin, de un golpe tiró
el microscopio y se dirigió a tropezones hacia la sala. Se arrojó en el sillón y se
quedó allí, tamborileando con los dedos impacientemente.
Felicidades, Neville, eres imposible, dijo mordiéndose los nudillos.
Afrontemos el problema, pensó, consecuentemente. Perdí la cabeza hace
mucho tiempo. No puedo pensar más de dos días seguidos sin aturdirme. Soy
un inútil, un estúpido, un guiñapo.
Bien, decidió encogiéndose de hombros. Volveré al problema.
Hay hechos indiscutibles. Hay un germen, contagioso, al que la luz solar lo
mata; el ajo es un arma contundente. Algunos vampiros duermen en la tierra;
las estacas clavadas en el corazón los destruyen. No se transforman en lobos o
murciélagos, pero el contagio puede salpicar a ciertos animales, que se
convierten también en vampiros.
De acuerdo.
Hizo una lista. Una columna empezaba con la palabra
Bacilos; la otra, consigno de interrogación.
Comenzó.
La cruz. No, eso no podía guardar relación alguna con los bacilos. Era
quizá algo psicológico.
La tierra. ¿Habría alguna sustancia en el suelo que afectaba a los
gérmenes? No. ¿Cómo llegaba la tierra hasta el caudal sanguíneo? Además,
sólo eran una minoría los que dormían en la tierra.
El agua. Podía ser absorbida por los poros y... No, eso era absurdo. Los
vampiros salían también con lluvia. Otro concepto para la columna del
interrogante. Neville escribió con el pulso tembloroso.
El sol. Trató vanamente de alegrarse al poder incluirlo en la columna de la
izquierda.
La estaca. No. Tragó saliva. Atención.
El espejo. En nombre de Dios, ¿cómo podía guardar relación un espejo
con los gérmenes? La apresurada escritura en la columna de la derecha era
ininteligible.
El ajo. Neville se detuvo, castañeando los dientes. Tenía que añadir más
conceptos a la columna de los bacilos. Era casi una cuestión de honor. El ajo,
el ajo. Cómo debía de afectar a los gérmenes.
Comenzó a escribir en la columna de la derecha, pero antes de terminar
sintió que la ira crecía en su interior como la lava en un volcán.
¡Maldita sea!
Arrugó la hoja con rabia y la tiró a un rincón. Levantó la cabeza
súbitamente, mirando a su alrededor. Quería romper algo, le daba igual lo que
fuera. ¡Habías concluido, creías, el período congelado! se gritó a sí mismo
corriendo hacia el bar.
Se detuvo. No, no voy a empezar de nuevo. Se pasó las manos por los
cabellos. Un movimiento convulsivo le puso un nudo en la garganta. Se
estremeció conteniendo su furia.
El gorgoteo del whisky le molestó. Puso la botella boca abajo y el whisky
salió a borbotones golpeando las paredes del vaso y salpicando la mesa.
Neville bebió el whisky de un trago, echando la cabeza hacia atrás.
¿Soy un animal!, gritó. ¡Un estúpido y torpe zopenco!
Vació el vaso y lo echó al suelo. El vaso golpeó contra los libros y rodó por
la alfombra. Neville saltó, pisoteándolo hasta hacerlo añicos.
Luego, guando sobre sus talones, volvió al bar y se sirvio otro vaso. Lo
apuró rápidamente. Llenó otro. Demasiado lento, ¡maldita sea! Bebió
directamente de la botella, atragantándose, quemándose la garganta y
sintiendo desprecio de sí mismo.
Arrojó la botella, que fue a chocar contra el mural, haciéndose pedazos. El
resto de whisky que quedaba corrió por los troncos de los árboles y el suelo.
Neville cruzó la sala, recogió un trozo de vidrio y desgarró el mural de arriba a
abajo.
Dejó caer el trozo de vidrio. Sentía un dolor persistente en los dedos.
Miró. Se había hecho un corte.
¡Bien! gritó alegremente, y apretó los bordes de la herida. La sangre cayó
goteando sobre la alfombra.
Al cabo de una hora estaba totalmente borracho, acostado de espaldas en
el suelo, sonriendo inexpresivamente.
El mundo se ha destruido, pensó. Nada de gérmenes, nada de ciencia. El
mundo ha sido presa de lo sobrenatural, es ya un mundo sobrenatural.
Harper's Bizarro, La Revista del Sábado de las Brujas, El Hogar Siniestro, El
joven doctor Jekyll, La otra mujer de Drácula, La muerte puede ser hermosa,
No sea ensartado a medias, y Las Grandes Tiendas del Ataúd.
Neville siguió ebrio durante dos días, y había decidido seguir así hasta el
fin del mundo, o hasta el fin del whisky. Y lo hubiera cumplido si no hubiese
sido por una casualidad.
Ocurrió en la tercera mañana, cuando salió tambaleándose al porche para
saber si el mundo se mantenía firme.
Había un perro vagabundeando en la acera.
Cuando oyó el ruido de la puerta de calle, dejó de husmear, alzó la cabeza
y salió sacudiendo sus delgadas patas.
Por un momento Neville, sorprendido, quedó inmóvil, petrificado, con los
ojos clavados en el perro. El animal se alejaba con el rabo entre las piernas.
¡Estaba vivo! ¡A la luz del sol! Neville saltó hacia adelante, ahogando un
grito y trastabillando. Recuperó el equilibrio y echó a correr detrás del perro.
—¡Eh! —gritó, y su ronca voz rompió el silencio de la calle—. ¡Ven aquí!
Cruzó la acera.
—¡Eh! —llamó de nuevo—. Ven aquí, criatura.
El perro, por la otra acera, corría con la pata izquierda en el aire y las
negras garras arañando las losas.
—¡Ven, criatura, no te haré daño! —llamó Neville.
Sintió dolor en el costado y la cabeza le estallaba. El perro se detuvo un
instante y miró hacia atrás. Luego se metió entre unas casas y Neville lo pudo
ver bien. Era castaño y blanco, mestizo, con la oreja izquierda desgarrada y
caída.
—¡No te escapes!
Neville no registró el estremecido grito de histeria que le salía de la
garganta. El perro desapareció entre las casas. Gimiendo, Neville corrió más de
prisa, sin tener en cuenta los efectos de la resaca.
Pero cuando llegó al patio el animal había desaparecido.
Corrió hasta la cerca y miró al otro lado. Nada. Se volvió. Quizá el perro
estaba en la calle.
La calle aparecía desierta.
Durante una hora vagó por el barrio, buscando en vano y llamando de
cuando en cuando.
Al fin volvió a la casa seriamente deprimido. Cruzarse con un ser vivo,
encontrar un compañero después de tanto tiempo, y perderlo tan aprisa.
Aunque sólo se tratase de un perro. ¿Sólo un perro? Para Neville era el colmo
de la evolución planetaria.
No pudo tomar nada. Se sentía tan débil y enfermo que tuvo que
acostarse. Pero no durmió. Permaneció tendido, temblando febrilmente,
agitando la cabeza a un lado y a otro, sobre la almohada.
—Ven, criatura —murmuraba en el delirio—. Ven, no te haré daño.
Por la tarde volvió a buscarlo. En dos manzanas a la redonda examinó
todos los patios, todas las calles, todas las viviendas.
Cuando volvió, hacia las cinco, dejó un plato de leche y una salchicha en
la acera, y los rodeó con un collar de ajos, con la idea de que los vampiros no
se acercasen.
Más tarde se le ocurrió que si el perro estaba contagiado el ajo lo alejaría
también. Pero, entonces, ¿cómo vagaba por las calles a la luz del día? Quizá
aún no estaba enfermo. Pero ¿cómo había sobrevivido a los ataques
nocturnos?
De pronto, se le ocurrió: ¿y si viene esta noche atraído por la leche y ellos
le atacan? No podría soportarlo. Se suicidaría, pensó.
Otra vez el inexplicable enigma de sus ganas de vivir. Ahora se entretenía
con algunos experimentos, pero la vida era aún un viaje estéril y sin sentido. A
pesar de lo que le rodeaba o podía conseguir (excepto compañía humana),
aquella vida no podía mejorar, ni siquiera cambiar. Siempre viviría como hasta
ahora. ¿Durante cuántos años? Treinta, quizá cuarenta, si no se destruía antes
bebiendo.
La idea de aguantar cuarenta años más en estas condiciones lo
estremeció.
Y sin embargo aún no se había suicidado. En verdad, si seguía sin comer,
ni beber, ni dormir adecuadamente, la salud no le iba a durar mucho tiempo.
Estaba haciendo trampa con los porcentajes, sospechó.
Pero descuidar la salud no era suicidio. ¿Por qué no había intentado
suicidarse?
No sabía qué responder. No se había resignado aún, ni había aceptado
aquella vida. Sin embargo, seguía allí, ocho meses después de que la plaga
hubiera aniquilado a su última víctima, nueve meses desde que había hablado
por última vez con un ser humano, diez desde que acaeció la muerte de
Virginia. Allí estaba, sin futuro y sin presente, pero todavía se mantenía en la
brecha.
¿Instinto de conservación? ¿Estupidez? ¿Exceso de imaginación? ¿Por qué
no se había suicidado al principio, cuando estaba absolutamente hundido?
¿Qué le había llevado a atrincherarse en la casa, instalar un refrigerador, un
generador, una cocina eléctrica, un depósito de agua, construir un
invernadero, un banco de trabajo, destruir las casas aledañas, coleccionar
discos y libros, y almacenar montañas de latas de conserva, y aun —parecía
increíble— colocar un mural?
¿Era la vida algo más que palabras, una fuerza incontrolable que
gobernaba la conciencia? ¿Intentaba la naturaleza sobrevivir a pesar suyo?
Cerró los ojos. ¿Por qué tratar de razonar? No había respuesta. Su
supervivencia era un mero accidente. Demasiado obtuso, sencillamente, para
terminar de repente.
Más tarde reparó las partes rotas del mural. Los cortes quedaban
disimulados, si no se miraba de cerca.
Intentó por un instante volver a pensar en el problema de los bacilos, pero
advirtió que sólo tenía a su imaginación el perro. Asombrado, se descubrió
deseando humildemente que el animal no sufriese ningún daño. En ese
momento sentía la desesperada necesidad de creer en un Dios protector.
Aunque, de un momento a otro, comenzaría a burlarse de sí mismo.
Sin embargo, logró ignorar su mente iconoclasta y siguió rezando. Porque
quería el perro, lo necesitaba.
13
A la mañana siguiente, la leche y la salchicha habían desaparecido.
Neville miró arriba y abajo de la acera. Había dos mujeres, pero no el
perro. Suspiró aliviado. Gracias a Dios, pensó. En seguida, hizo una mueca. Si
fuese una persona religiosa, pensó, diría que han atendido mi plegaría.
¿Pero cómo era que no había vigilado la venida del perro? Debía de haber
sido al alba, cuando no quedaba nadie en las calles. Se conformó pensando
que estaba atrayendo al animal, aunque sólo fuese por la comida. Pero quizá
se la habían llevado los vampiros. Una rápida ojeada disipó sus temores. La
salchicha había pasado por encima del collar de ajos y habían quedado restos
en el cemento. Y la saliva del animal había salpicado alrededor del plato.
Antes de desayunar preparó un poco más de leche y otra salchicha, y
llevó todo a la sombra para que la leche no se estropease. Pensó un momento,
y añadió un tazón con agua fresca.
Luego, después de comer, cargó a las dos mujeres y las llevó al fuego; de
vuelta, se detuvo en un supermercado y recogió dos docenas de latas de la
mejor comida para perro, cajas de bizcochos para perro, polvos antiparásitos y
un cepillo de alambre.
Señor, cualquiera diría que voy a tener un bebé o algo parecido, pensó
mientras volvía al coche con la carga. Una débil sonrisa le asomó a la cara.
¿Por qué engañarse?, reflexionó. El descubrimiento del germen no le había
entusiasmado demasiado.
Regresó a toda prisa y no pudo evitar expresar su desilusión. La carne y la
leche estaban en el mismo sitio. Bueno, ¿qué te creías? se preguntó. El perro
no va a comer continuamente. Ya volverá cuando tenga hambre.
Dejó los bultos en la cocina y miró el reloj. Las diez y cuarto. Calma, se
dijo a sí mismo. Conserva por lo menos esta virtud.
Salió a revisar las ventanas y el invernadero. Había que clavar un tablón
suelto y arreglar el techo de vidrio.
Mientras recogía los ajos se preguntaba, una vez más, por qué los
vampiros no le habían incendiado la casa. ¿Temerían el fuego? ¿O simplemente
no se les había ocurrido? Al fin y al cabo, sus cerebros no podían razonar como
antes. El paso de la vida normal a una muerte animada debía dañar los tejidos.
No, la teoría no era exactamente ésta, pues de noche venían también
algunos vampiros a los que nada les había dañado sus cerebros,
probablemente.
Dejó el asunto. No estaba inspirado para problemas. Pasó parte de la
mañana preparando nuevos collares de ajos. En una ocasión recordó la
leyenda: sólo los capullos de la planta eran eficaces. Se encogió de hombros.
¿En dónde estaba la diferencia?
Después del almuerzo se instaló en la mirilla espiando el tazón y el plato.
No se oía ningún sonido, salvo el zumbido apenas perceptible del
acondicionador de aire.
El perro llegó alrededor de las cuatro. Neville, medio endormiscado,
parpadeó y vio que cruzaba lentamente la calle, vigilando la casa con ojos
precavidos. Se preguntó qué le pasaba en la pata izquierda. Si conseguía
curarlo quizá se ganaría su afecto. Sombras de Androcles, pensó en la
penumbra.
Se obligó a permanecer inmóvil y mirar. Era increíble. La vista del perro
alimentándose, castañeteando las mandíbulas y chasqueando la lengua
satisfecho, le devolvía una cálida impresión de normalidad. Una amplia sonrisa
se le dibujó en la cara, una sonrisa inconsciente. Era un perro encantador.
Sintió un nudo en el estómago. El perro terminó de comer y se alejaba.
Saltó de la banqueta y cogió el pestillo.
En seguida se contuvo. No, así no, decidió de mala gana. Lo asustaré si
salgo. Ahora tengo que dejarlo ir.
Regresó a la mirilla y lo siguió mientras cruzaba la calle y se escondía de
nuevo entre las casas. Está bien, se conformó. Volverá.
Se apartó de la mirilla y se preparó un whisky con agua. Sentado en el
sillón y saboreando los sorbos se preguntó dónde pasaría el perro las noches.
El día anterior ya le había intrigado y pensaba que el animal debía de
esconderse muy hábilmente.
Era quizá, pensó, una de esas excepciones que confirman la regla. De
algún modo, por suerte, casualidad o cierta inteligencia, el perro había
sobrevivido a la plaga y a sus espantosas víctimas.
Entonces, si un perro, con todas sus limitaciones, había logrado subsistir,
quizá un ser humano... Trató de cambiar de idea. Era peligroso alentar
esperanzas. Había asumido, hacía tiempo, su soledad.
A la mañana siguiente el perro apareció de nuevo. Neville abrió la puerta
sigilosamente y salió. En seguida, el animal se apartó de un salto y echó a
correr calle abajo.
Neville pensó en perseguirlo, pero se frenó. Aparentemente relajado, se
sentó en los escalones del porche.
El perro desapareció otra vez entre las casas. Neville esperó un cuarto de
hora y volvió a entrar.
Después de tomar un ligero desayuno puso afuera más comida.
Esta vez vino a las cuatro. Neville salió cuando el perro terminaba su
comida.
Se le escapó también. Pero advirtiendo que Neville no lo perseguía, se
detuvo en medio de la calle y se giró a mirarlo.
—Ven, no tengas miedo —dijo Neville, pero al oír su voz el animal se
asustó y salió corriendo.
Neville se quedó sentado en el porche, rígido, apretando los dientes con
fuerza. Maldita sea, ¿por qué huirá?, se preguntó. ¡Condenado cuzco!
Pensó entonces en las penurias del perro, acurrucado en las sombras,
Dios sabía dónde, durante noches interminables, escondiéndose de los
vampiros, que pasaban muy cerca de él. Hambriento y sediento, luchando por
la supervivencia en un mundo sin dueños cariñosos y protectores.
Pobre bestia, pensó. Seré bueno contigo.
Quizá los perros podían sobrevivir más fácilmente que los seres humanos,
se dijo. Eran más pequeños y podían esconderse en lugares inaccesibles.
También eran capaces, quizá, de advertir la naturaleza extraña del vampiro,
quizá la descubrían con el olfato.
No le sirvió de consuelo. Pues siempre, a pesar de todo, había deseado
encontrar a un semejante: hombre, mujer, niño, no importaba. Sin la
incesante influencia de las masas, el sexo perdía rápidamente importancia. En
cambio, la soledad seguía en primera línea.
Muchas veces había imaginado que se encontraba con alguien, se había
concedido esa licencia. Pero a menudo intentaba resignarse a la inevitable
realidad. El, Robert Neville, era el único superviviente del mundo. Por lo
menos, del mundo que conocía.
—¡Neville!
Vio a Ben Cortman, que atravesaba la calle corriendo, y se incorporó de
un salto. Pensando en el perro había olvidado el crepúsculo.
Entró rápidamente en la casa y cerró con llave. Luego atrancó la puerta
con manos débiles.
Durante unos días Neville salió al porche cuando el perro terminaba de
comer. Se le escapaba siempre, pero a medida que pasaban los días, se
detenía, más confiado, en medio de la calle para mirar hacia atrás. Neville no
lo perseguía nunca. Sentado en el porche, lo miraba y esperaba. Aquello
parecía un juego.
Un día, Neville se sentó en el porche antes de que el perro llegase. Y
cuando apareció en la acera de enfrente, siguió sentado.
Durante casi un cuarto de hora el perro se paseó por la acera, arriba y
abajo, sin acercarse a la comida. Neville se alejó del plato, y el perro pareció
animarse. Pero, de pronto, cuando Neville cruzó las piernas inconscientemente,
retrocedió con rapidez. Luego caminó de un lado a otro, por la calle, sin saber
qué hacer: miraba a Neville, la comida, y otra vez a Neville.
—Vamos, criatura —dijo Neville—, acércate al plato. Demuestra que eres
un perro bueno.
Pasaron diez minutos más. El perro estaba ahora en la misma acera de la
casa, moviéndose en círculos cada vez más pequeños.
—Así se hace —dijo Neville suavemente.
Esta vez el perro no parecía asustado ni se aparto al oír la voz. Neville
esperó, sin moverse.
El animal se acercó todavía más, con el cuerpo tenso y vigilándole.
—Está bien —le dijo Neville.
De pronto el perro corrió, arrebató la comida y salió a toda prisa. Las
carcajadas de Neville lo siguieron a través de la calle.
—Mal bicho —comentó cariñosamente.
Contempló al perro mientras comía. Se había tendido en el césped
amarillo que había enfrente de la casa, con los ojos clavados en Neville.
Disfruta, pensó Neville. De hoy en adelante tendrás comida de perro. Se acabó
la carne fresca.
Cuando el perro terminó de comer, sin incorporó y cruzó la calle con
menos miedo. Neville sintió que el corazón le latía con fuerza. El perro
empezaba a confiar en él, y eso, de algún modo, le emocionaba.
—Adelante —se oyó decir a sí mismo en voz alta—. Toma el agua ahora.
En su rostro apareció una repentina sonrisa de deleite. El perro alzaba la
oreja sana. ¡Está escuchando!, pensó Neville excitado. ¡Entiende lo que digo, el
granuja!
—Adelante, criatura —siguió diciendo—. Toma el agua y la leche. No te
haré daño.
El perro se acercó al agua y bebió ávidamente, alzando de cuando en
cuando la cabeza para vigilar.
—No hago nada —le dijo Neville.
Qué rara le sonaba su propia voz.
Un año era mucho tiempo para vivir solo y silencioso.
Cuando estés conmigo, le dijo al perro mentalmente, hablaré hasta
romperte los tímpanos.
El perro acabó el agua.
—Ven, criatura —invitó Neville, golpeándose la rodilla—. Ven aquí.
El perro lo miró con curiosidad, alzando otra vez la oreja sana. Esos ojos,
pensó Neville. Qué mundo de emociones revelan esos ojos. Desconfianza,
miedo, esperanza, soledad... todo ahí dentro. Pobre bicho.
—Vamos, ven. No te haré daño —dijo dulcemente.
Se incorporó y el perro echó a correr esta vez también. Neville se quedó
allí, viendo cómo huía, sacudiendo la cabeza contrariado.
Pasaron unos días. Neville continuaba sentándose en el porche a las horas
de las comidas, y no pasó mucho tiempo antes que el perro volviera de nuevo
a acercarse al plato y al tazón sin titubeos, casi con audacia, con la seguridad
de quien tiene conciencia de sus conquistas.
Y durante todo ese tiempo, Neville le hablaba dulcemente.
—Eso es, criatura. Come. Es buena comida, ¿verdad? Claro que lo es. Soy
tu amigo y te doy comida. Come, bicho, come. Así está bien. Eres un perro
bueno.
Neville hablaba sin cesar, halagando, vertiendo palabras cariñosas en la
mente temerosa del animal.
Cada día se sentaba un poco más cerca. Hasta que al fin hubiese podido
tocarlo, quizá estirándose un poco. Sin embargo, no lo hizo. No me arriesgaré,
se dijo a sí mismo.
Pero era difícil mantener las manos quietas. Casi podía sentir cómo se le
escapaban, deseando tocar aquella cabeza. Sentía tanta necesidad de amar a
alguien, y el perro era un candidato tan hermosamente feo.
Siguió hablándole hasta acostumbrarlo despacio al sonido de su voz. El
animal casi nunca lo miraba. Iba y venía sin titubeos, comiendo y ladrando.
Pronto, pensó Neville, podré acariciarle la cabeza. Los días se convirtieron en
semanas, y cada hora hacía menos lejana aquella amistad.
Un día, el perro no apareció.
Neville estaba desencajado. Se había acostumbrado tanto a sus idas y
venidas que había llegado a organizarse su vida alrededor de las comidas del
perro. Todo se reducía al deseo de verlo y tocarlo.
Pasó nervioso la tarde, recorriendo el barrio, llamando en voz alta al
animal. Pero no lo vio por ninguna parte. El perro no volvió al atardecer, ni a la
mañana siguiente. Neville lo buscó de nuevo, pero esta vez con menos
esperanza. Lo encontraron, pensó, los sucios bastardos. Pero no podía creerlo
realmente. No quería creerlo.
El tercer día, por la tarde, estaba en el garaje cuando oyó el ruido del
tazón. Corrió afuera, conteniendo el aliento.
—¡Has vuelto! —gritó.
El perro se asustó y dejó el plato bruscamente, con el hocico chorreando
agua.
El corazón de Neville dio un salto. El perro jadeaba con la lengua fuera.
Los ojos le brillaban.
—No —dijo Neville con la voz rota—. Oh, no.
El perro seguía retrocediendo por el césped, con las patas flacas y
temblorosas. Neville se sentó en seguida en los escalones del porche y
permaneció allí, estremeciéndose. Oh, no, pensó angustiado; oh, Dios, no.
Miró al perro, que relamía el agua. No. No. No.
—No puede ser cierto —murmuró sin pensarlo. Luego, instintivamente,
extendió la mano. El perro se echó atrás enseñando un poco los dientes.
—Está bien, criatura —dijo Neville en voz baja—. No te haré daño.
No pudo impedir que el perro desapareciese, y no vio dónde se escondía.
Dentro de alguna casa, probablemente, pero eso no era una buena indicación.
Neville no durmió aquella noche. Se paseó arriba y abajo de la sala,
tomando café y maldiciendo la lentitud con que pasaban las horas. Tenía que
atraer el perro. Y pronto. Aún estaba a tiempo de curarlo.
¿Pero cómo? Debía de haber una forma. Aún con lo poco que sabía, debía
encontrar la forma.
A la mañana siguiente se sentó junto al tazón y observó estremeciéndose
que el perro cruzaba la calle despacio. Sus ojos estaban más opacos que el día
anterior. Pensó en saltar y, cogiéndolo por la fuerza, meterlo en la casa.
Pero sabía que si fracasaba lo perdería todo y el perro no volvería.
Durante la comida intentó acariciarle, pero el perro se apartó gruñendo.
Intentó dominarlo.
—¡No te muevas! —dijo con voz firme, pero el perro se asustó aún más, y
se alejó. Neville tuvo que convencerle durante quince minutos, con su voz
ronca y temblorosa, antes de que el animal volviera al agua.
Esta vez lo siguió y por fin vio el escondite. Podía poner una cortina
metálica para protegerle, pero no lo hizo. No quería asustarlo. Y, además, no
habría sistema de llegar a él sino a través del suelo, y eso llevaría tiempo.
Tenía que apresarlo rápidamente.
El perro no volvió por la tarde y Neville llevó un tazón de leche y lo dejó
debajo de aquella casa. A la mañana siguiente, el tazón estaba vacío. Iba a
llenarlo de nuevo, pero se dio cuenta de que de ese modo el perro no dejaría
su madriguera. Puso otra vez el tazón en el porche de su casa y confió en que
el animal tuviese fuerzas para llegar hasta él. Estaba demasiado preocupado
para reparar en otra cosa.
Pasó la noche muy inquieto. Por la mañana, el perro no apareció. Neville
fue otra vez hasta la casa de enfrente. Escuchó atento, pero no oyó ningún
sonido. El animal estaba muy lejos, o...
Volvió a su casa y se sentó en el porche a esperar. No desayunó ni
S oy Leyenda R ichard Matheson
almorzó.
Por la tarde, el perro salió de entre las casas, moviéndose lentamente
sobre sus flacas patas. Neville esperó inmóvil a que alcanzase la comida.
Luego, rápidamente, se inclinó y lo tomó por el lomo.
El perro trató de morderlo, pero Neville le apretó la boca con la otra
mano. El cuerpo flaco y casi sin pelo opuso resistencia. Unos gemidos de terror
le estremecieron la garganta.
—Bueno, bueno —repitió Neville—. No pasa nada, perrito.
Entró rápidamente en la casa, se dirigió al dormitorio y puso al perro
sobre un lecho de mantas que había preparado por si acaso. Tan pronto como
soltó las mandíbulas, el perro intentó morder, pero Neville apartó rápidamente
la mano. El animal salió corriendo hacia la puerta y resbaló por el linóleo.
Neville dio un salto y le cerró el paso. El perro se escondió debajo de la cama.
Neville se agachó y miró. Vio los ojos, brillantes como tizones, y oyó el
entrecortado jadeo.
—Vamos, sal de ahí, criatura —rogó lastimosamente—. No te haré daño.
Estás enfermo. Te curaré.
El perro no se movió. Neville se incorporó suspirando y salió del cuarto,
cerrando la puerta. Recogió el tazón y el plato y los llenó con agua y leche. Los
puso en el dormitorio, cerca de las mantas.
Al pasar junto a la cama, escuchó los jadeos del animal.
—Oh —murmuró, lamentándose—, ¿por qué no confías en mí?
Estaba cenando cuando oyó aquel terrible lamento.
Con el corazón en la boca, se apartó de la mesa de un salto y corrió hasta
el dormitorio. Abrió la puerta y encendió la luz.
En el rincón, bajo la mesa de trabajo, el perro arañaba el suelo, tratando
de abrir un agujero.
—¡Vamos, vamos! —dijo Neville rápidamente.
El perro se volvió bruscamente y reculó hacia la pared, mostrando los
dientes amarillos, con un rugido en la garganta.
De pronto Neville comprendió qué sucedía. Era de noche, y el animal,
aterrorizado, trataba de cavar un escondrijo.
Neville le miró sin saber qué hacer. Estaba desanimado. El perro se
escurrió debajo de la mesa.
A Neville se le ocurrió al fin una idea. Se acercó a la cama y tiró de la
colcha. Volvió a la mesa y se agachó para mirarlo.
El perro estaba casi pegado contra la pared. Temblaba como una hoja, y
unos gruñidos guturales le sacudían la garganta.
—Bueno, bueno —dijo Neville.
Echó la colcha debajo de la mesa y el perro intentó retroceder todavía
más. Neville se incorporó y aguardó unos momentos. Si pudiese hacer algo, se
dijo. Pero ni siquiera consigo acercarme.
Bueno, decidió al fin, si no confía en mí, recurriré al cloroformo. Así, por lo
menos, podría examinarle la pata e intentaría curarlo.
Fue a la cocina, pero no pudo cenar. Al fin tiró la comida al cubo de la
basura y volvió el café a la cafetera. Ya en la sala se sirvió un whisky y bebió
un buen trago. No le supo a nada. Dejó el vaso y entró en la habitación con el
rostro sombrío.
El perro se había escondido debajo de la colcha. Seguía temblando y
gimiendo incesantemente. Imposible intentar nada, pensó Neville. Está
demasiado asustado.
Se acercó a la cama y se sentó. Se mesó los cabellos y se cubrió el rostro.
Cúralo, cúralo, decía para sí, y dio un débil puñetazo contra la manta.
Se volvió de repente, apagó la luz y se tendió de espaldas sin desvestirse.
En la misma posición, se sacó los zapatos y los dejó caer.
Silencio. Clavó los ojos en el cielo raso oscuro y empezó a pensar: ¿Por
qué no me levanto? ¿Por qué no hago algo?
Se dio vuelta. Trata de dormir, se dijo automáticamente. Sabía que no iba
a dormir. Escuchó en la oscuridad los gemidos del perro. Se está muriendo, se
va a morir, no puedo hacer nada.
No pudo resistir más y estiró un brazo para encender la lámpara de la
mesilla de noche. Mientras paseaba por el cuarto oyó que el perro trataba de
librarse de la colcha. Pero se había enredado y comenzó a aullar, poseído por
el terror.
Neville se arrodilló y le puso las manos sobre el lomo para calmarlo. Lanzó
un ladrido entrecortado, y las mandíbulas castañetearon bajo la colcha.
—Bueno —dijo Neville—. Basta.
El perro trató de librarse, sin dejar de emitir aquel agudo gemido. Neville
le acarició el cuerpo suavemente, hablándole con voz calma y dulce.
—Bueno, bueno, animal. Nadie va a hacerte daño. Tranquilízate. Vamos,
tranquilízate. Eso es. Descansa. Nadie te hará daño. Te cuidaré.
Siguió hablándole así, ininterrumpidamente, durante cerca de una hora,
con una voz baja y monocorde. Y lentamente, aquellos temblores fueron
cediendo. Una sonrisa animó el rostro de Neville.
—Muy bien, criatura. Cálmate. Te cuidaré.
El perro dejó de agitarse. Neville le acarició desde la cabeza hasta la cola.
—Eres un perro bueno. Un perro bueno —dijo con dulzura—. Voy a
cuidarte. Nadie podrá hacerte daño. ¿Comprendes? Claro que sí. Claro. Serás
mi perro, ¿vale?
Se sentó con cuidado en el suelo sin parar de acariciar al animal.
—Eres un perro bueno, un perro bueno.
La voz de Neville era tranquila, relajada.
Pasó cerca de una hora más y levantó al perro, que durante unos
instantes se resistió y empezó a gemir. Pero Neville le habló de nuevo y lo
calmó.
Se sentó en la cama y puso al perro, aún envuelto en la colcha, sobre sus
rodillas. Se quedó así durante horas, acariciando y hablando. El perro quedó
inmóvil, respirando con más facilidad.
A eso de las once Neville fue sacando lentamente la colcha y la cabeza del
perro quedó descubierta.
Durante un rato el animal trató de zafarse de las caricias. Pero Neville le
sujetó con una mano en el cuello y con la otra lo rascó y acarició suavemente.
—Pronto estarás bien —murmuró—. Muy pronto.
El perro lo miró con ojos tristes y enfermos, y luego sacó la lengua y lamió
la palma de Neville.
Neville sintió un nudo en la garganta. Miró al perro silenciosamente. Las
lágrimas le corrieron por las mejillas.
Una semana después, murió el perro.
14
No bebía exageradamente. Al contrario. En realidad bebía menos. Neville
estaba convencido de que las últimas copas lo habían llevado a la sima, lo
habían hundido en una desesperada frustración. Ahora sólo podía subir.
Después de las últimas semanas, se daba cuenta de que la esperanza no
era la respuesta. Nunca lo había sentido así. En aquel mundo de horror real no
había escapatoria en los sueños. Podía adaptarse al horror. Pero la monotonía
era el peor obstáculo, comprendía ahora. Y ese descubriminto lo tranquilizaba;
era como poner todas las cartas sobre su mesa mental y, repasándolas,
ordenar definitivamente el juego.
La muerte del perro no había supuesto la desesperación que temía. En
cierto modo sintió morir esperanzas y excitaciones vanas. Aceptando así su
cárcel, sin intentar imposibles fugas ni golpear inútilmente los muros.
Y así, conformado, volvió al trabajo.
Sucedió casi un año antes, al cabo de unos días de haber llevado a
Virginia a su segunda y última morada.
Débil, con el pensamiento vacío, con la impresión de una pérdida
irreparable, deambulaba por las calles, poco después del mediodía, con las
manos caídas a los costados, arrastrando los pies. Su rostro no expresaba
nada.
Había vagado por las calles durante varias horas, sin fijarse por dónde
pasaba. Sabía que no podía volver a las habitaciones vacías de la casa, que no
podía mirar las cosas que ambos habían tocado, poseído y disfrutado juntos.
No podía mirar la cama vacía de Kathy, las ropas colgadas todavía en las
perchas, las joyas y los perfumes de la cómoda.
Y caminaba así, sin saber dónde estaba, cuando vio aquellos grupos de
gente y al hombre que le tironeó de la manga echándole a la cara un fétido
aliento a ajo.
—Ven, hermano, ven —dijo el hombre con voz ronca. Neville observó al
hombre: la garganta de rosada piel de pavo, las mejillas con manchas rojas,
los ojos febriles, el traje oscuro, sucio y arrugado—. Ven y sálvate, hermano,
sálvate.
Neville le miró fijamente. No entendía nada. El hombre le tironeaba de la
manga, con dedos esqueléticos.
—Nunca es demasiado tarde para arrepentirse —dijo el hombre—. La
salvación llega a todos los que...
El resto de la frase se ahogó en el murmullo de la tienda a donde se
acercaban. Era como el sonido de un océano que quisiera salir. Neville trató de
deshacerse del hombre.
—No quiero...
El hombre no escuchaba. Le arrastró.
—Pero yo no...
La tienda ya lo había engullido, hundiéndolo en un mar de gritos, pataleos
y aplausos. Neville retrocedió por instinto y sintió que el corazón le latía
aceleradamente. Estaba rodeado por centenares de personas, que se cerraban
como una oleada sobre él, y aullaban, y gritaban palabras ininteligibles.
Por fin cesaron los gritos y se oyó una voz que salía de la penumbra,
como un látigo del destino, chirriando en los altavoces.
—¿Queréis retroceder ante la sagrada cruz de Dios? ¿Queréis miraros al
espejo y no ver la imagen de esa cara que Dios os ha dado? ¿Queréis salir de
las tumbas arrastrándoos como monstruos surgidos del infierno?
Hablaba en un tono de voz imperativo, vibrante, apremiante.
—¿Queréis transformaros en bestias negras e impías? ¿Queréis estropear
el cielo de la noche con demoníacos aleteos de murciélago? ¿Queréis, digo, ser
una de esas criaturas eternamente condenadas, monstruos nocturnos dejados
de la mano de Dios?
—¡No! —estalló la muchedumbre, sacudida por el miedo—. ¡No, sálvanos!
Neville dio un paso atrás, chocando con adeptos que alzaban las manos y
clamaban piedad a los cielos.
—Pues bien, ¡escuchad! ¡Oíd la palabra de Dios! ¡El mal azotará todas las
naciones, el castigo del Señor alcanzará todo el mundo! En verdad os digo que
si dejarnos de ser niños, inocentes y puros a los ojos de Dios, si no cantamos
la gloria del Señor Todopoderoso y de su único hijo, Jesucristo Nuestro Señor,
si no nos hincamos de rodillas y pedimos perdón por nuestras ofensas,
¡estamos condenados! ¡Oíd, oíd\ ¡Estamos condenados, condenados,
condenados
!—¡Amén!
—¡Sálvanos!
La gente se retorcía y gemía, golpeándose el pecho, y gritaba
aterrorizada, profiriendo espantados aleluyas.
Neville era transportado de un lado a otro, sacudido por una tormenta de
plegarias y abandonado al fuego cruzado de fanáticas devociones.
—¡Dios ha castigado nuestros múltiples pecados! ¡Dios ha dejado caer
sobre nosotros el peso de su ira! ¡Dios nos ha enviado el diluvio en forma de
torrente de criaturas infernales! Ha abierto las tumbas, ha descubierto las
criptas, ha levantado a los muertos de sus negros sepulcros, ¡y los ha lanzado
contra nosotros! La muerte y el infierno nos envían sus cadáveres. ¡Esta es la
palabra de Dios! Oh, Dios, nos has castigado. Oh Dios, has desenmascarado
nuestras faltas, nos has flagelado con tu ira todopoderosa!
Los aplausos sonaron como una descarga de fusilería, los cuerpos iban de
un lado a otro como empujados por el viento. Eran los gemidos de los que
pronto morirían, de los que luchaban aún por la vida. Neville se abrió paso
entre los asistentes, las manos extendidas hacia delante como manos de ciego
que tantean el camino.
Consiguió salir, débil y tembloroso. Dentro de la tienda, la gente seguía
gritando. La noche ya había caído.
Sentado en la sala, tomando un whisky suave, con un libro de psicología
sobre las rodillas, Neville recordó aquella tarde.
'La condición conocida como ceguera histérica —leyó— puede ser parcial o
total, e incluir uno o varios objetos'.
Esto era un nuevo descubrimiento. Hasta el momento, había intentado
atribuir a los gérmenes todas las características del vampiro. Si algunas de
esas características no coincidían con los gérmenes, Neville las atribuía a la
superstición. Alguna vez había buscado explicaciones psicológicas, pero sin
darles demasiada importancia.
No había motivos, pensaba ahora, para negar que en algunos fenómenos
se dieran causas físicas y causas psicológicas. Parecía una de esas evidencias
que ni un ciego dejaría de lado. Bueno, siempre me he resistido a la evidencia,
reflexionó.
Si se prestase atención a la reacción que habían experimentado algunas
víctimas, todo era fácil de entender. En los últimos días de la plaga algunos
diarios habían extendido el pánico a los vampiros a todos los lugares del país.
Neville mismo recordaba la interminable sucesión de artículos
pseudocientíficos: todo formaba parte de una desesperada campaña para
vender más periódicos.
Había sido algo realmente grotesco. Un frenético deseo de vender
mientras el mundo agonizaba.
La prensa escrita había mostrado sus entrañas en aquellos días. Y a esto
se sumaba una búsqueda desesperada de respuestas que mucha gente trataba
de hallar en los cultos primitivos. Con poco éxito. No sólo morían tan
rápidamente como los otros, sino que además lo hacían aterrorizados.
Luego, aquel espantoso horror que suponía la resurrección. Recuperar la
conciencia bajo tierra, una tierra húmeda y pesada, y advertir que la muerte
no significaba el descanso. Abrirse paso con manos como garras a través de la
tierra, impulsados por una extraña e irresistible fuerza.
Hechos como estos podían destruir lo que quedase de la mente. Y así
muchas cosas empezaban a tener explicación. Por ejemplo, la cruz.
El temor a ser repelidos por un símbolo adorado resucitaba,
extendiéndose así el miedo a dicho símbolo. Los vampiros arrastrados por
antiguos temores se repugnaban a sí mismas, corriendo un tupido velo en la
mente. Se convertían, pues, en esclavos solitarios de la noche, almas perdidas
y agobiadas, que buscaban descanso en la tierra nativa para sentirse unidos a
algo, a cualquier cosa.
¿El agua? Sólo era la aceptación de una leyenda. Según la historia de Tam
O'Shanter, las brujas rehuían el agua. Y, por consiguiente... todas aquellas
criaturas que se relacionaban de algún modo, quedaban confundidas en
leyendas y supersticiones.
¿Y cómo explicar los vampiros vivos? Eso también era simple.
En vida habían sido los desquiciados, los locos. ¿Cómo el vampirismo no
iba a atraerlos? Neville se atrevía a decir que todos los vivos que venían a su
casa, de noche, estaban locos. Se creían verdaderos vampiros, pero sólo eran
dementes. Y por eso no le habían quemado la casa. No podían pensar.
Recordó al hombre que una noche se había subido a un farol, frente a la
casa. Y mientras él espiaba por la mirilla, se había arrojado al vacío, moviendo
los brazos frenéticamente. Neville no lo entendió entonces, pero ahora la
respuesta era obvia: el hombre se identificaba con un murciélago.
Neville observó el vaso casi vacío, y se quedó con los labios fijos en una
sonrisa.
Así que, pensó, lentamente, puede que al fin haya descubierto algo. He
descubierto que no son una especie invencible. Muy al contrario. Son una
especie extremadamente débil y vulnerable.
Dejó el vaso sobre la mesa.
No lo necesito, pensó. No necesito ya excitar mi imaginación. No necesito
beber para olvidar, o esconderme en otro mundo. No hay nada que olvidar. No
por ahora.
Era la primera vez, desde la muerte del perro, que sonreía casi satisfecho.
Quedaba mucho por aprender, pero ya no tanto. Curiosamente, la vida ahora
se había vuelto soportable. Vestiré los hábitos del eremita sin llantos, pensó.
En el tocadiscos sonaba la música, serena y tranquila.
Afuera, los vampiros esperaban.
III
Junio de 1978
15
Había salido a cazar a Cortman. Este era ahora su principal
entretenimiento, una de las pocas diversiones. En los días en que podía dejar
el barrio, y no había reparaciones urgentes en la casa, Neville buscaba
desesperadamente. Debajo de los coches, en los matorrales, en las chimeneas,
los armarios, bajo las camas, en las neveras. En cualquier lugar donde un
hombre pudiera esconderse.
Ben Cortman podía ser hallado en cualquiera de esos sitios, en un
momento u otro. Neville creía que Cortman cambiaba de escondite
continuamente. Sentía, también, que amaba el peligro. Si la frase no hubiese
sido un contrasentido hubiese dicho que Cortman gozaba de la vida. Hasta
había llegado a pensar que ahora era más feliz que nunca.
Neville se dirigió pausadamente hacia una casa del bulevar Compton. Era
una mañana como otra cualquiera. Cortman no aparecía, aunque no podía
esconderse demasiado lejos. Pues siempre era el primero en llegar.
Mientras avanzaba con paso rápido, pensó otra vez qué haría si lo
encontraba. Su plan era el de siempre: eliminación inmediata. Pero no sería
fácil. Oh, no sentía el más mínimo afecto por Cortman. Ni siquiera
representaba, para él, una parte del pasado. Porque el pasado estaba muerto,
y él, Neville, había asumido esa muerte.
No, no se trataba de eso. Quizá, pensó, no deseaba terminar aquella
actividad recreativa. Los demás eran criaturas inanimadas. Ben, por lo menos,
tenía más imaginación. Podía ser, aventuraba Neville, que Cortman hubiera
nacido para ser vampiro y seguir vivo después de muerto. Con estos
pensamientos se quedó sonriendo.
En un porche próximo se sentó emitiendo un gruñido. Luego sacó
lentamente la pipa, y perezosamente la llenó de tabaco. Poco después unos
hilülos de humo flotaban en el aire cálido y tranquilo.
En esta época Neville se había convertido en un hombre más corpulento y
más sereno. La reposada vida de ermitaño le había hecho ganar algunos kilos,
y ahora pesaba más de noventa. Se le había redondeado la cara; el cuerpo —
bajo las ropas anchas— era fuerte y musculoso. Desde hacía un tiempo había
dejado de afeitarse. Sólo de vez en cuando se recortaba la barba espesa y
rubia. Llevaba el pelo largo y suelto. Contrastando con el oscuro color moreno
de la cara, sus ojos azules parecían más serenos y claros.
Apoyó la espalda en el escalón de ladrillos, echando unas lentas
bocanadas de humo. En aquel campo de enfrente, en el otro lado, todavía se
conservaba una depresión donde había enterrado a Virginia, y en donde
Virginia se había desenterrado. Pero este recuerdo no entristecía a Neville. Se
había curtido. El tiempo había perdido su proyeccción de pasado y futuro.
Había sólo un presente. Una lucha cotidiana sin cimas de alegría ni
profundidades de desesperación. Soy fundamentalmente vegetativo, pensaba a
menudo de sí mismo. Y por eso luchaba.
Permaneció allí un rato, mirando una mancha blanca en medio del campo.
De pronto, advirtió que se movía.
Parpadeó. Los músculos se pusieron rígidos. Un sonido de duda le salió de
la garganta. Luego, incorporándose, alzó la mano izquierda para evitar el
deslumbramiento del sol.
Mordió convulsivamente el extremo de la pipa.
Una mujer.
Abrió la boca y la pipa cayó al suelo, pero no se molestó en recogerla.
Durante largo rato se quedó allí, de pie en el porche, mirando.
Cerró los ojos, los volvió a abrir. Todavía seguía allí. Sintió que el corazón
le golpeaba el pecho.
La mujer no lo había visto. Cruzaba el campo con la cabeza baja. Neville
alcanzaba a distinguir el pelo rojizo, que se movía con la brisa, los brazos que
caían flojamente a los lados. Parpadeó otra vez, inmóvil. Era una visión tan
increíble, después de tres años. No podía creerlo.
Una mujer. Viva. Bajo la luz del sol.
La miró, boquiabierto. Estaba más cerca y se veía que era joven. No
tendría mucho más de veinte años. Llevaba un vestido blanco, arrugado y
sucio. La piel era morena, el pelo rojizo.
Me he vuelto loco. Las palabras surgieron espontáneamente.
Llevaba tiempo preparándose para una alucinación semejante. El hombre
que muere de sed ve un lago en un espejismo. ¿Por qué un hombre que desea
desesperadamente una compañía no ha de ver una mujer que camina bajo el
sol?
Neville movió la cabeza de un lado a otro. No, no era eso. Podía oír hasta
sus pisadas. La mujer no era un espejismo. El movimiento de su pelo, el de los
brazos. Seguía mirando al suelo. ¿Quién era? ¿A dónde iba? ¿Dónde había
estado?
Dejó de hacer preguntas. Algún instinto saltó por un instante las barreras
defensivas levantadas por el tiempo.
Alzó el brazo izquierdo.
—¡Eh! —gritó, dando un salto hacia la acera—. ¡Eh! ¡Eh!
Un instante de silencio, repentino y absoluto. La mujer levantó la cabeza y
ambos se miraron.
Neville quería gritar otra vez, pero no le salía la voz, se quedó con la
mente en blanco. Una mujer viva. La palabra se repetía a sí misma como un
eco. Viva, viva, viva...
Girando rápidamente, la mujer echó a correr a través del campo.
Durante un instante, Neville no supo qué hacer. Al fin sintió que el
corazón le ahogaba y se lanzó a la calle. Sus pesadas botas golpearon el
pavimento.
—¡Espere! —gritó.
La mujer siguió corriendo. Neville vio cómo saltaba alejándose por el
terreno irregular. Y de pronto se dio cuenta, comprendió que no podría
detenerla con palabras. Pensó en su propia estupefacción al verla. ¿Cómo
debía de haberse sorprendido ella al oír aquella llamada en el silencio y al ver a
aquel hombre barbudo gesticulando!
Neville saltó a la otra acera y corrió. ¡Estaba viva! No podía creerlo. Viva.
¡Una mujer viva!
La mujer no podía correr tan aprisa como él. Neville pronto estuvo cerca.
Ella lo miró aterrorizada.
—¡No le haré daño! —gritó Neville, corriendo. De pronto la mujer tropezó
y cayó de rodillas. Volvió la cara y Neville vio una vez más aquella expresión
de terror.
—¡No le haré daño! —gritó de nuevo.
La mujer se incorporó de un salto y corrió.
No se oía más sonido que el de los zapatos de ella y las botas de Neville.
Este comenzó a saltar sobre las hierbas, ganando terreno. El vestido de la
mujer se enredaba entre las plantas.
—¡Párese! —gritó Neville, aunque temía que ella no lo escucharía.
No lo escuchó. Corrió más aprisa aún, apretando los labios. Neville hizo un
esfuerzo y corrió todavía más, en línea recta. La mujer corría en zig-zag, con el
cabello al viento.
Neville estaba ya tan cerca que podía oír la respiración agitada de la
mujer. No quería asustarla, pero tampoco podía perderla. No había nada en el
mundo, excepto ella. Tenía que alcanzarla.
Otra vez el campo abierto. Los dos jadeaban. La mujer se volvió y Neville
vio el terror dibujado en su rostro: un hombre alto y barbudo, de ojos
decididos, persiguiéndola.
Pero al fin le dio alcance. Estiró la mano y la agarró por el hombro.
Ahogando un grito, la mujer se retorció y se tambaleó, perdió el equilibrio
y cayó de lado. Neville dio un salto e intentó ayudarla. Ella retrocedió,
arrastrándose, y trató de ponerse de pie, pero esta vez cayó de espaldas.
—Tome —jadeó Neville, alargándole una mano. La mujer apartó la mano
de Neville bruscamente y luchó por levantarse. Neville la cogió por el brazo,
pero la otra mano cayó sobre él y sus afiladas ufias le cruzaron toda la frente y
la sien derecha. Neville gimió y soltó el brazo y ella se volvió rápidamente y
echó a correr de nuevo.
Neville saltó y la agarró por los hombros.
—No tema nada, por favor...
Na pudo terminar la frase. La mano de la mujer le tapó la boca, y se oyó
solo un jadeo y una lucha y los pies que resbalaban en el suelo, sobre las
hierbas.
—¡Basta! —gritó Neville enfurecido, pero ella no le hizo caso.
Saltó hacia atrás, y la mano cerrada de Neville desgarró el.vestido,
dejando al descubierto un hombro. La mujer quiso arañarlo ai nuevo, pero
Neville la sujetó por las muñecas, mientras recibía un puntapié en el tobillo.
—¡Maldita sea!
Furioso, la abofeteó. La mujer bajó la cabeza y lo miró aturdida. De pronto
rompió a llorar. Se hincó de rodillas y se cubrió la cabeza con los brazos, como
protegiéndose de otros golpes.
Neville miró jadeando la postura retorcida. Parpadeó y suspiró.
—Levántese —dijo—. No le haré daño.
La mujer no levantó ni la cabeza. Neville la miró confundido. No sabía
cómo hablarle.
—Dije que no le haré daño —repitió.
Ella lo miró entonces, pero se echó hacia atrás, como si el rostro de
Neville la asustara. Se quedó así, mirándolo atemorizada.
—¿Por qué tiene miedo?
Neville no reparó en que la suya era la voz dura y estéril de un hombre
que ha perdido todo contacto humano. No emanaba amabilidad de ninguna
clase.
Dio un paso adelante y la mujer volvió a retroceder, gimiendo. Neville le
volvió a ofrecer la mano.
—Tome, levántese.
La muchacha se incorporó lentamente, pero sin su ayuda. De pronto
advirtió la desnudez de su pecho y se cubrió con la tela rota.
Pasaron un rato mirándose, recuperando el aliento con dificultad. Y ahora
que había superado el primer contacto, Neville no sabía qué decir. Había
soñado esta escena durante años. Pero sus sueños no se parecían a esto.
—¿Cómo... cómo se llama? —preguntó.
La muchacha no podía hablar. Miraba fijamente a Neville, temblándole los
labios.
—¿Y bien? —exclamó Neville, y ella se estremeció.
—R-Ruth —titubeó.
Neville sintió una descarga que le corría por todo el cuerpo. La voz de la
mujer lo había aflojado. Cualquier pregunta ahora era inútil. Sentía ganas de
llorar.
Extendió una mano, casi sin darse cuenta. El hombro tembló bajo su
palma.
—Ruth —dijo Neville con una voz inexpresiva.
Sintió un nudo en la garganta.
—Ruth —repitió.
Los dos se miraron en medio del campo, abierto y cálido.
16
La muchacha dormía. Eran las cuatro de la tarde. Neville había entrado
por lo menos veintena de veces en el dormitorio para controlar si se
despertaba. Ahora, en la cocina, tomaba café y pensaba.
¿Y si está enferma?, se preguntaba a sí mismo.
Empezó a preocuparse unas pocas horas antes y ahora no podía dejar de
pensar en ello. No importaban las razones. Tenía la piel quemada por el sol. La
había visto a la luz del día. También el perro había andado a la luz del día.
Los dedos de Neville no cesaban de tamborilear sobre la mesa.
La simplicidad del principio había desaparecido. El sueño se había
convertido en una compleja historia. No había habido abrazos efusivos ni
dulces palabras. Darle alcance en el campo había sido un triunfo. Conseguir
que entrara en la casa, algo más difícil todavía. Ella se había resistido
suplicándole que no la matase. No escuchaba lo que Neville le decía; sólo
lloraba e imploraba. Neville había imaginado una escena propia de Hollywood:
los dos entrarían abrazados, mirándose a los ojos, y las imágenes se
difuminaban en las sombras. En vez de eso, había tenido que pelear, y discutir,
y forcejear.
Una vez dentro, la mujer había adoptado la misma actitud que el perro;
acurrucada en un rincón. No había querido comer ni beber nada. Finalmente,
Neville decidió arrastrarla al dormitorio y encerrarla bajo llave.
Suspiró desanimado, jugueteando con el asa de la taza.
En todo este tiempo, pensó, he soñado con tener una compañera. Y
ahora, lo primero que hago es desconfiar y la trato con impaciencia y crueldad.
Y sin embargo, no estaba preparado para tener otro comportamiento.
Había vivido demasiado solo durante este último tiempo. No importaba que
ella tuviese una apariencia normal. Había visto a muchos en estado de coma, y
aparentemente parecían tan sanos como ella. Aquella caminata bajo el sol no
era suficiente. Había dudado demasiado. No podía creer que hubiese más
personas normales. Y tras la primera impresión, el dogma aceptado durante
años había vuelto a imponerse.
Neville se incorporó con evidente cansancio y volvió al dormitorio. La
mujer seguía como antes. Quizá ha entrado en coma, pensó.
Se detuvo junto a la cama, observándola. Ruth. Había tantas cosas que él
desearía saber... Y sin embargo casi temía saberlas. Pues si era como los
otros, sólo había una solución. Y de la gente que uno debe eliminar es mejor
ignorar su vida.
Neville se retorció las manos, observando inexpresivamente a la mujer. ¿Y
si había salido del coma por un tiempo y había echado a caminar? Parecía
posible. Y sin embargo, había estudiado que los gérmenes resistían cualquier
cosa excepto la luz del sol. ¿Por qué eso no era suficiente para convencerlo?
Bueno, podía hacer algo para resolver la duda.
Se inclinó hacia ella y le puso una mano en el hombro.
—Despierte —dijo zarandeándola.
La mujer siguió inmóvil. A Neville se le quedaron rígidas las mandíbulas y
los dedos se le agarrotaron sobre el hombro.
Y de pronto advirtió la cadenita de oro que la muchacha lucía en el cuello.
Neville la cogió con pulso inseguro y la sacó de debajo del vestido.
Miraba todavía la cruz cuando la mujer abrió los ojos, moviendo
lentamente la cabeza sobre la almohada. No está en coma, pensó Neville.
—¿Qué hace? —preguntó la mujer con un hilo de voz. Se hacía más difícil
desconfiar de ella cuando hablaba. El timbre de una voz humana era algo tan
especial que Neville no podía resistirse.
—Estaba... Nada —dijo.
Neville retrocedió torpemente y se apoyó en la pared. Miró a la mujer
durante un rato. Luego le preguntó:
—¿De dónde viene?
La joven clavó en él una mirada inexpresiva.
—Le he preguntado de dónde viene —repitió Neville.
Tampoco ahora hubo respuesta. Neville se retiró de la pared con una
mirada dura.
—Inglewood —se apresuró a decir la mujer.
—Ya —dijo Neville—. ¿Vivía... sola?
—Con mi marido.
—¿Y dónde está el ahora?
—Ha... muerto —susurró ella entrecortadamente.
—¿Cuándo?
—Hace una semana.
—¿Y qué hizo usted entonces?
—Escapar. —La mujer se mordió el labio inferior—. Escapar.
—¿Quiere decir que ha ido de un lado a otro desde entonces?
—S-sí.
Neville la miró sin hacer más preguntas. Luego se volvió y fue hacia la
cocina. Abrió la puerta de un armario y cogió un puñado de dientes de ajo. Los
puso en un plato, los cortó y los machacó. Un olor acre brotó del interior.
Cuando Neville volvió, la mujer estaba medio incorporada, apoyándose en
un codo. Sin titubear, Neville le acercó el plato a la nariz.
La mujer volvió la cabeza protestando.
—¿Qué hace? —preguntó, y tosió una vez.
—¿Por qué vuelve la cabeza?
—Por favor...
—Dígame por qué vuelve la cabeza.
—¡El olor! —La voz de la joven se quebró en un sollozo—. ¡Es
insoportable!
Neville le puso el plato aún más cerca. Con una visible náusea, la mujer se
apartó, apretándose contra la pared y sacando las piernas de la cama.
—¡Basta! ¡Por favor!
Nevüle alejó el plato y observó que la mujer aoblaba, llevándose las
manos al estómago.
—Usted es uno de ellos —dijo con un frío desprecio.
La mujer se sentó de repente, se incorporó y corrió al baño. Dio un
portazo y Neville oyó cómo vomitaba.
Apretando los labios con rabia, puso el plato en la mesilla de noche.
Infectada. Seguro. Había estudiado hacía un año que los organismos
infectados con el bacilo vampirus eran alérgicos al olor del ajo. Los tejidos
estimulados por la planta sensibilizaban las células, provocando reacciones
anormales. Si se les inyectaba sulfuro de alilo en las venas, la reacción era casi
nula. No ocurría lo mismo cuando se les sometía a aspirar el olor.
Neville se sentó pesadamente en la cama. La mujer había reaccionado
negativamente. Después de un rato, frunció el ceño. Si lo que ella había
contado era cierto, si había vagabundeado durante una semana, naturalmente
estaría débil y agotada, y en esas condiciones cualquier persona podía vomitar
tan sólo con el olor del ajo.
Dejó caer el puño sobre la colcha. Entonces, no tenía ninguna certeza,
nada definitivo. Y, objetivamente, sabía que no podía tomar decisión alguna.
Las pruebas eran insuficientes. Lo había aprendido a fuerza de trabajo, y no lo
podía ignorar.
Seguía sentado en la cama cuando la mujer salió del baño y se quedó en
el pasillo, mirándole. Luego se volvió hacia la sala. Neville se levantó y la
siguió. Cuando llegó a la sala ya la encontró sentada en el sofá.
—¿Está satisfecho? —le preguntó la mujer.
—Ño importa —dijo Neville—. Es usted quien está en observación, no yo.
La mujer levantó la mirada airadamente como si fuese a decir algo. Luego
se relajó y sacudió la cabeza de un lado a otro. Neville sintió un repentino
impulso de simpatía. Parecía tan desamparada, con las manos reposando
sobre el regazo, ignorando el vestido roto. Neville observó la ligera curva del
pecho. Era una mujer muy delgada, nada que ver con la que había soñado en
ocasiones. No importa, se dijo a sí mismo, eso ya no tiene la menor
importancia.
Neville se sentó en una silla, contemplándola. La mujer miraba al suelo.
—Escuche —dijo Neville—. Hay indicios de que está infectada.
Concretamente por su reacción ante el ajo.
La mujer siguió en silencio.
—¿No tiene nada que argumentar? —insistió Neville.
La mujer alzó los ojos.
—Usted cree que soy uno de ellos —dijo.
—Puede ser.
—¿Y qué opina de esto? —preguntó la mujer mostrando la cruz.
—No significa nada —dijo Neville.
—Estoy despierta. No estoy en coma.
Neville no replicó. Era algo que no podía saber con certeza y no aliviaba
sus dudas.
—He estado en Inglewood muchas veces —dijo al fin—. ¿Cómo no oyó el
ruido del motor?
—Inglewood es muy grande —dijo ella.
Neville la miró con atención, golpeando con la mano el borde de la silla.
—Me... me encantaría creerle —dijo.
—¿Sí? —preguntó la mujer.
En seguida se dobló hacia delante, con los labios apretados, el vientre
contraído. Neville no se inmutó. Durante mucho tiempo sólo había contado con
la compañía de los muertos. Se sentía vacío y con las emociones bloqueadas.
Cuando se recuperó, la mujer alzó los ojos. Miró duramente a Neville.
—He tenido un estómago delicado durante toda la vida —dijo—. La
semana pasada vi morir a mi marido, hecho pedazos. Ante mis propios ojos.
Perdí dos niños a causa de la plaga. Y en estos últimos días he vagado de un
lado a otro, escondiéndome durante la noche y sin comer apenas. Desquiciada
por el miedo, durmiendo con intermitencias. De pronto oigo que alguien grita.
Usted me persigue, me golpea, me arrastra. Y luego, porque no tolero el olor
de un plato de ajos bajo mi nariz, ¡dice que estoy infectada! —La mujer
retorció la manos—. ¿Qué espera? —preguntó, y se apoyó contra el respaldo
del sofá, cerrando los ojos, tironeando nerviosamente del vestido. Por un
momento intentó poner en su lugar el pedazo roto, pero la tela volvió a caer, y
la joven dejó escapar un sollozo de impotencia.
Neville se inclinó hacia delante. Comenzaba a sentir mala conciencia
ahora, a pesar de sus sospechas y dudas. No podía evitarlo. Había olvidado
cómo sollozaban las mujeres. Alzó lentamente una mano y la miró
acariciándose la barba.
—Permitiría... —comenzó y se detuvo. Tragó un poco de saliva y continuó
—: ¿Permitiría que le sacase una muestra de sangre? Yo...
La mujer se incorporó ofendida y tambaleándose se dirigió hacia la puerta.
Neville se levantó también.
—¿Qué hace? —preguntó.
La mujer no respondió. Sus manos buscaban torpemente cómo abrir la
cerradura.
—No puede salir —dijo Neville, alarmado—. Dentro de poco rato la calle
estará llena de ellos.
—No voy a seguir aquí —sollozó ella—. ¿Qué le importa si me matan?
La mano de Neville se cerró sobre el brazo de la joven, que lo rechazó
enojada.
—¡Déjeme sola! —exclamó—. No le pedí que me trajera aquí. ¿Por qué no
me deja marchar?
Neville se quedó a su lado, sin saber qué decir.
—No puede salir —repitió.
La convenció para que volviera al sofá. Luego le sirvió un poco de whisky.
No importa si está infectada o no, pensó, no importa. Le alcanzó el vaso. La
mujer movió la cabeza negativamente.
—Bébalo —dijo Neville—. La sosegará un poco.
La joven lo miró con ira.
—¿Así podrá pasarme más ajo por la cara? Neville negó con un gesto.
—Beba —dijo.
Pasó un momento y al fin la mujer accedió. El whisky la hizo toser. Dejó el
vaso en el brazo del sofá, estremeciéndose.
—¿Por qué quiere que me quede? —preguntó llorosa.
Neville la miró sin saber qué responder. Al fin dijo:
—Aunque esté infectada no puedo dejarla salir. No se imagina qué le
harían.
La mujer cerró los ojos.
—No me importa —dijo.
17
—No puedo entenderlo —dijo Neville después de la cena—. Han pasado
casi tres años, y algunos todavía están vivos. Las reservas de alimentos se han
terminado. Por lo que he podido observar, pasan las horas de sol en estado de
coma. —Neville sacudió la cabeza—. Pero no están muertos. Tres años, y no
están muertos. ¿Qué es lo que los mantiene vivos?
Ruth se había puesto la bata de Neville. A eso de las cinco había
empezado a tranquilizarse, se había bañado y cambiado de ropa. Su cuerpo
flaco se le perdía entre los anchos pliegues de la bata. Se había echado el pelo
hacia atrás, atándoselo en la nuca con un lazo.
Ruth dio un golpecito en el platillo de café.
—Los veíamos a menudo —dijo—. Temíamos acercarnos. Pero creíamos
que no eran peligrosos.
—¿No sabía usted que vuelven después de muertos?
Ruth movió negativamente la cabeza.
—No.
—¿Y no se preguntaban quiénes eran los que atacaban de noche?
—Nunca pensamos que... —Ruth sacudió la cabeza lentamente—. Es difícil
creer algo así.
—Supongo —dijo Neville.
Ruth comía en silencio, y Neville la contemplaba. Parecía increíble que
fuese una mujer normal. Parecía mentira que después de tantos años tuviese
por fin una compañera. No sólo dudaba de ella. Dudaba de que algo tan
extraordinario pudiese ocurrir en aquel lugar perdido.
—Cuénteme más cosas sobre ellos —dijo Ruth. Neville se incorporó y sacó
la cafetera del fuego. Le sirvió a Ruth otra taza, se sirvió él también, devolvió
la cafetera a su sitio y se sentó.
—¿Cómo se encuentra ahora?
—Mejor. Gracias.
Neville hizo un gesto afirmativo y se sirvió una cucharadita de azúcar en
su café. Sintió que ella lo observaba. ¿Qué pensará? Suspiró preguntándose
cómo podría disipar sus dudas. Durante un rato había decidido que confiaba en
ella. Ahora ya no estaba tan seguro.
—Todavía no confía en mí —dijo Ruth como si le leyera los pensamientos.
Neville alzó rápidamente la cabeza. Luego se encogió de hombros.
—No... no es eso —dijo.
—Sí lo es —dijo Ruth pausadamente. Suspiró—. Oh, bueno. Si quiere
analizarme la sangre, analícela.
Neville la miró perturbado, preguntándose si se trataría de un truco. Bebió
un sorbo de café, tratando de reprimir el movimiento convulsivo de su
garganta. Es absurdo, pensó, ser tan desconfiado.
Dejó la taza en la mesa.
—Bien —dijo—. Muy bien.
Miró a la joven, que tenía los ojos fijos en el café.
—Si está usted infectada —le dijo— trataré de curarla por todos los
medios.
Ella le miró a los ojos.
—¿Y si no puede?
Se hizo un silencio.
—Bebamos primero —dijo al fin Neville.
Los dos bebieron. Luego Neville preguntó:
—¿Lo intentamos ahora?
—Por favor —dijo la joven—. Mañana por la mañana. Me siento aún...
Mañana por la mañana.
Terminaron el café en silencio. No sentía una gran satisfacción sabiendo
que iba a analizarle la sangre. Temía descubrir que estuviera infectada.
Mientras tanto pasarían una noche juntos. Intimarían, y quizá se sintiesen
atraídos el uno por el otro. Cuando al día siguiente tuviera que...
Más tarde, en la sala, tomaron un poco de oporto mirando el mural y
escuchando la cuarta sinfonía de Schubert.
—Nunca lo hubiese creído —dijo Ruth, más animada—. Nunca hubiese
creído que volvería a escuchar música. Que bebería vino. —Miró a su alrededor
—. Ha hecho un excelente trabajo.
—¿Cómo era su casa? —preguntó Neville.
—No se parecía en nada a esto —dijo Ruth—. No teníamos un...
—¿Cómo protegían la casa? —interrumpió Neville.
—Oh —La joven pensó un momento—. Habíamos atrancado las ventanas,
por supuesto. Y usábamos cruces.
—No siempre da resultado —dijo Neville serenamente, después de mirarla
un momento.
Ruth se quedó sorprendida.
—¿No?
—¿Por qué un judío ha de temer la cruz? —dijo Neville—. ¿Por qué un
vampiro que ha sido judío ha de temerla? Casi todos temen convertirse en
vampiros. La mayoría acusan ceguera histérica ante los espejos. Pero la cruz...
Bueno, no creo que ni un judío, ni un hindú, ni un mahometano, ni un ateo
temieran la cruz.
Ruth alzó el vaso de vino y siguió escuchando a Neville en silencio.
—Por eso las cruces no siempre dan resultado —continuó Neville.
—No me dejó terminar la frase —dijo Ruth—. Utilizábamos ajos también.
—Creí que eso le provocaba náuseas.
—Y me las provocaba. He perdido más de diez kilos en este último tiempo.
Estaba enferma.
Neville movió la cabeza convencido. Pero mientras iba a la cocina en
busca de otra botella de vino pensó que ella ya debía de estar habituada al ajo
después de tanto tiempo.
También podía no haber conseguido acostumbrarse. ¿Por qué desconfiar
ahora? A la mañana siguiente le examinaría la sangre. He estado solo
demasiado tiempo, pensó. Me he vuelto tan incrédulo que dudo de todo, a no
ser que lo vea en el microscopio. Soy un buen hijo de mi padre, maldita sea su
estampa.
De pie en la oscuridad de la cocina, descorchando la botella, Neville miró
hacia la sala. Ruth tenía el cuerpo de una adolescente. No parecía que hubiera
tenido dos hijos.
Y lo más insólito en todo este asunto, pensó, es que no me provoca
ninguna excitación.
Si nos hubiésemos encontrado dos años antes, quizá todo hubiera sido
distinto. Había pasado momentos terribles en aquellos días, momentos que
obligaban a aceptar cualquier solución, por espantosa que fuera.
Afortunadamente, había comenzado con los experimentos, y algo se había
calmado en su interior. La salvación del monje, reflexionó Neville.
Ahora no sentía casi nada. Sólo un leve movimiento, bajo los abruptos
estratos de la abstinencia. Estaba contento de que sucediera así. Y, además,
no podía estar seguro de que Ruth fuese la compañera esperada. Ni sabía
tampoco si a la mañana siguiente podría seguir viviendo.
¿Curarla? Era algo casi imposible.
Volvió a la sala con la botella abierta. Ruth le sonrió delicadamente
mientras Neville le servía vino.
—He estado contemplando el mural —dijo la joven—. Uno creería que en
vez de una pared hay un bosque.
Neville emitió un gruñido.
—Debe de haberle costado mucho acondicionar así la casa.
—Usted puede imaginárselo —dijo Neville—. Pasó por lo mismo.
—No teníamos nada semejante —dijo ella—. Era una casa pequeña. En
nuestra nevera no cabía casi nada.
—Les debe de haber faltado la comida —dijo Neville mirándola
atentamente.
—Comíamos conservas —dijo la joven.
Neville movió .la cabeza. Era una respuesta lógica, debía reconocerlo.
Pero no le gustaba. Era sólo una sospecha, lo sabía, pero no le gustaba.
—¿Y el agua? —preguntó.
Ruth lo miró en silencio durante un rato.
—No cree una sola palabra de lo que le cuento, ¿no es cierto?
—No es eso —dijo Neville—. Me interesa conocer su forma de vida.
—Es inútil, no puede disimular. Ha estado solo demasiado tiempo. Ha
perdido la capacidad de mentir.
Neville gruñó. Tenía la impresión de que la joven vacilaba con él. Es
ridículo, arguyó. Es sólo una muchacha. Seguramente tiene razón y la casa era
un escondite oscuro y desgraciado.
—Hábleme de su marido —dijo de pronto.
La sombra de un recuerdo cruzó la cara de la joven. Se acercó el vaso a
los labios.
—No ahora —dijo—. Por favor.
Neville se recostó en el sillón, sin saber por qué se sentía irritado. Las
palabras de la mujer podían ser ciertas. También podían ser mentira.
¿Pero qué sacaría con mentir? se preguntó. Mañana le analizaré la sangre.
¿De qué le serviría mentir ahora si enseguida conoceré la verdad?
—Sabe —dijo Neville tratando de distender aquella rigidez—, he estado
pensando que si tres personas pudieron sobrevivir a la plaga, ¿por qué no
más?
—¿Cree usted que puede ser? —preguntó la joven.
—¿Por qué no? Habrá otros como nosotros.
—Cuénteme cosas sobre el germen —dijo ella.
Neville titubeó un momento, luego dejó el vino sobre la mesa. ¿Y si le
decía todo? ¿Y si ella escapaba y volvía de la muerte conociendo todo lo que él
sabía?
—Es muy complicado.
—¿Qué dijo acerca de la cruz? —recordó la joven—. ¿Cómo sabe que es
cierto?
—¿Recuerda lo que le conté de Ben Cortman? —preguntó Neville, contento
de volver a algo que la mujer ya sabía, y esquivando su curiosidad.
—Este hombre que usted...
Neville hizo un signo afirmativo.
—Sí. Venga —digo incorporándose—. Se lo mostraré. Cuando estaba junto
a ella, detrás de la mirilla, Neville sintió que el olor del pelo y la piel de la joven
no le gustaba. ¿Por qué? se preguntó en seguida. Soy como Gulliver después
de visitar a los caballos lógicos, el olor humano me ofende.
—Es el que está al lado del farol —dijo.
La joven asintió.
—¿Por qué son tan pocos?
—Los he matado a casi todos —dijo Neville—. Sólo faltan ésos.
—¿Cómo es que está encendido el farol? —preguntó Ruth—. Creí que
habían destruido los circuitos eléctricos.
—Sí, pero conecté el farol con mi generador —dijo Neville—. Así puedo
verlos bien.
—¿No rompen la bombilla?
—La he protegido bien con alambres.
—¿No se encaraman y tratan de romperla?
—He untado el poste con ajo.
Ruth sacudió la cabeza.
—No se le escapa un detalle.
Neville dio un paso atrás y la miró un momento. ¿Cómo puede mirarlos
tan fríamente, se dijo, preguntar con tanta curiosidad, haciendo sólo una
semana que vio cómo destrozaban a su marido? Más dudas. ¿Nunca cesarían?
Sabía que no, hasta saber definitivamente la verdad.
Ruth se apartó de la mirilla.
—¿Me perdona un momento? —dijo.
Neville la siguió con la mirada mientras ella iba hacia el baño, y oyó cómo
cerraba la puerta con llave. Luego cerró la mirilla y volvió al sillón. Una sonrisa
fatigada le apareció en los labios. Miró el fondo del vaso y se tironeó
distraídamente la barba.
'¿Me perdona un momento?'.
Las palabras de Ruth habían sonado grotescamente divertidas. Restos de
una educación olvidada. Consejos de Emily Post para quienes vivían en la
tumba. Etiqueta para vampiros adolescentes.
Se le truncó la sonrisa.
¿Y ahora qué? ¿Qué depararía el futuro? ¿Estaría ella todavía allí una
semana después, o en el pozo de fuego?
Neville sabía que si ella estaba infectada trataría de curarla por todos los
medios. Pero ¿y si no tenía el bacilo? En cierta forma esta posibilidad era aún
más enervante. En el primer caso ya sabía a qué atenerse, sin abandonar
esquemas y normas. Pero si la joven se quedaba, tendrían que establecer una
relación determinada, quizá ser marido y mujer, tener hijos...
Sí, esto era más difícil.
De pronto comprendió que en estos años se había transformado en un
solterón empedernido y malhumorado. No pensaba ya en su mujer, su hija, ni
su pasado. Bastaba el presente. Y temía las responsabilidades y los sacrificios.
Temía entregarse de nuevo. Temía amar de nuevo.
Cuando la joven salió del baño, Neville seguía en la sala, pensando. El
tocadiscos dejaba oír solamente el ruido de la aguja.
Ruth dio la vuelta al disco. Comenzó el tercer movimiento de la sinfonía.
—Bueno, ¿y qué pasa con Cortman? —preguntó sentándose.
Neville la miró sorprendido.
—¿Cortman?
—Me iba a contar algo de él y la cruz.
—Oh. Sí, una noche lo hice entrar y le mostré la cruz.
—¿Qué pasó?
¿La mataré ahora? ¿La mataré y quemaré sin esperar el análisis?
Neville sintió que le faltaba el aire. Pensamientos semejantes daban
testimonio del mundo que había integrado; un mundo terrible donde era más
fácil asesinar que esperar.
Bueno, no he ido tan lejos todavía, pensó. Soy un hombre, no un animal
destructor.
—¿Pasa algo malo? —dijo la joven nerviosa.
—¿Por qué?
—Me clava la mirada.
—Lo siento —dijo Neville fríamente—. Estoy... pensando.
La joven no discutió. Alzó el vaso y Neville vio que temblaba. Debía tener
cuidado. No quería que ella sospechara lo que él sentía.
—Cuando le mostré la cruz —continuó, Cortman estalló en risas.
Ruth hizo un gesto de comprensión.
—Pero cuando le mostré una tora ante los ojos, reaccionó violentamente .
—¿Qué le puso ante los ojos?
—Una tora. El libro de la ley, creo que ese es su nombre.
—Y eso... ¿qué reacción le produjo?
—Lo había atado a la silla, pero cuando la vio se desató de golpe y me
atacó.
La joven parecía haber recuperado la confianza.
—¿Qué pasó?
—Me golpeó en la cabeza con algún objeto contundente. No recuerdo con
qué. Pero utilicé la tora para reducirlo y hacerle retroceder hasta la puerta.
—Oh.
—¿Entiende? La cruz no tiene el poder absoluto que le confiere la leyenda.
Cuando la leyenda apareció en Europa la cruz se convirtió naturalmente en un
símbolo defensivo por tratarse de un continente católico. La cruz luchando
contra el poder de las tinieblas.
—¿No podía haber disparado contra Cortman? —preguntó Ruth.
—¿Cómo sabe que yo tenía un arma?
—Bueno... lo imagino. Nosotros teníamos una pistola.
—Entonces, ya sabrá que las balas no surten efecto sobre los vampiros.
—No... no teníamos la certeza —dijo la joven, y añadió rápidamente—:
¿Usted sabe por qué? ¿Por qué las balas no los destruyen?
Neville negó con la cabeza.
Quedaron en silencio, escuchando la música.
En realidad lo sabía, pero prefería no decírselo.
Experimentando con vampiros muertos había averiguado que los bacilos
provocaban la secreción de un líquido pegajoso que sellaba rápidamente las
heridas de bala. El líquido envolvía las balas, aislándolas, y los gérmenes
seguían activando el cuerpo. Disparar contra los vampiros era como lanzar
piedras al agua. El líquido pegajoso impedía que las balas destruyeran
cualquier órgano vital.
Miró a la joven, que estaba arreglándose en ese momento los pliegues de
la falda. Neville vislumbró un muslo moreno, pero en vez de excitarse se irritó.
Era aquel un típico truco femenino, pensó, un movimiento forzado.
A medida que pasaba el tiempo, sentía cómo iba alejándose de ella. En
cierto sentido, hasta deseaba no haberla conocido. Había alcanzado cierto
equilibrio con los años, había asumido la soledad, se había acostumbrado a
ella, y ahora...
Para calmar la ansiedad buscó su pipa y el tabaco. Preparó la pipa y la
encendió. Por un instante, pensó: ¿le pregunto si le molesta el humo? No se lo
pregunto.
El disco terminó. La joven se incorporó y Neville vio cómo miraba las
fundas. Parecía una adolescente, tan delgada. ¿Quién es?, pensó. ¿Quién es
realmente?
—¿Puedo poner esto? —preguntó la joven mostrando un álbum.
Neville respondió sin mirar.
—Ponga lo que quiera.
La joven se sentó y empezaron a oír los primeros compases del segundo
concierto de Rachmaninoff. Sus gustos no son notablemente atrevidos, pensó
Neville mirándola expresivamente.
—Cuénteme algo sobre usted —dijo la mujer.
Otra frase típicamente femenina, pensó Neville. En seguida se acusó de
quisquilloso. ¿Por qué su irritación iba en aumento?
—No tengo nada que decir.
La muchacha sonreía de nuevo. ¿Acaso se burlaba?
—Esta tarde me asustó terriblemente —dijo ella—. Con ese aspecto
desaliñado. Y esa mirada salvaje.
Neville lanzó una bocanada de humo. ¿Mirada salvaje? Qué ridículo
comentario. ¿Qué pretendía? ¿Reducir las distancias con ingenio?
—¿Qué aspecto esconde bajo esas barbas?
Neville trató de sonreír, pero no pudo.
—Un rostro vulgar, simplemente.
—¿Qué edad tiene, Robert?
Neville sintió un nudo en la garganta. Era la primera vez que le llamaba
por su nombre. Oírlo en labios de una mujer, después de tres años, era raro e
inquietante. No me llame así, estuvo a punto de decir. No quería confianzas. Si
la mujer estaba infectada y no podía curarla, se desharía de ella como de un
extraño.
La joven volvió la cabeza.
—No tiene por qué contestar si no quiere —dijo serenamente—. No le
molestaré más. Me iré mañana.
Neville se puso rígido.
—Pero... —dijo.
—No quiero alterar su vida —dijo ella—. No tiene por qué sentirse
obligado... porque seamos... los únicos.
Neville la miró fijamente y sintió un escalofrío de culpa. ¿Por qué no me
fío de ella?, se preguntó. Si está infectada, no saldrá de aquí con vida. ¿Qué
puedo temer?
—Perdone —dijo—. He... pasado demasiado tiempo solo.
La mujer no levantó la vista.
—Si quiere saber algo sobre mí —continuó Neville— trataré de
complacerla.
La mujer dudó. Luego miró a Neville con ojos profundos.
—Me gustaría saber algo sobre la enfermedad —dijo al fin—. Perdí a mis
dos hijas. Y también a mi marido.
Neville la observó y luego dijo:
—Es un germen. Una bacteria cilindrica. Introduce en la sangre una
solución isotónica. La circulación de la sangre se ralentiza. El bacilo vive en la
sangre. Sin ella los bacteriófagos lo matan, o pasa al estado de espora.
La muchacha lo miró asombrada. Neville advirtió que no se había
enterado de nada.
—Bueno —continuó—, no importa. La espora es un cuerpo de forma oval,
con los elementos básicos del bacilo común. Si el vampiro se descompone, las
esporas, transportadas por el viento, germinan en otros cuerpos y lo infectan.
La mujer movió la cabeza, incrédula.
—Los bacteriófagos son proteínas inanimadas. En este caso el
metabolismo anormal destruye las células.
Luego Neville explicó, simplificando, los daños que el germen causaba en
el sistema linfático. Citó el ajo como elemento alérgico y otros síntomas de la
enfermedad.
—¿Por qué cree que somos inmunes? —preguntó la joven.
Durante un rato Neville la miró sin responder. Al fin se encogió de
hombros, y dijo:
—No sé nada sobre usted. En cuanto a mí, cuando estaba en Panamá,
durante la guerra, me mordió un murciélago. Y aunque no puedo demostrarlo,
creo que había mordido antes a algún vampiro, contrayendo así la
enfermedad. El germen le obligó a consumir sangre humana. Pero,
afortunadamente, era un germen débil, y aunque estuve terriblemente
enfermo, no llegué a morir. Mi cuerpo entonces quedó inmunizado. Esta es mi
teoría. Y por ahora no encuentro una explicación mejor.
—Pero... ¿no existirán otros seres que les ocurriera lo mismo?
—No sé —dijo Neville serenamente—. Maté al murciélago. —Se encogió de
hombros—. Quizá no había atacado a nadie más.
La mujer lo miró sin decir palabra, y Neville se sintió incómodo. Comenzó
a hablar de nuevo, pero esta vez sin ganas.
Se refirió someramente a las dificultades con que había tropezado en sus
estudios.
—Al principio creí que las estacas debían atravesar el corazón. Era la
leyenda. Descubrí después que no era imprescindible. Les atravesaba cualquier
parte del cuerpo y morían igual. Pensé entonces que los mataba la hemorragia,
pero un día...
Y Neville le contó el caso de la mujer que se había desintegrado ante sus
ojos.
—Entonces me di cuenta de que no era la hemorragia —continuó Neville
recordando complacido su descubrimiento—. No sabía qué hacer. Al fin un día
encontré la solución.
—¿Qué solución? —preguntó la joven.
—Experimenté con un vampiro muerto. Le puse un brazo en una cámara
neumática y lo pinché en el vacío. Salió sangre. —Neville hizo una pausa—.
Eso fue todo.
La mujer lo miró fijamente sin comprender.
—No entiende —dijo Neville.
—Yo... no —admitió ella.
—Cuando entró aire en la cámara, el brazo se descompuso. La muchacha
siguió escuchando atentamente.
—El bacilo —dijo Neville— es un organismo saprofito y puede vivir con o
sin oxígeno, pero en la sangre es anaeróbico y vive en simbiosis con el
vampiro. El vampiro lo alimenta con su sangre, y el germen le proporciona
energía.
—¿Sí? —dijo la joven.
—Cuando entra el aire —prosiguió Neville—, la situación del germen
cambia: se transforma en aeróbico y la simbiosis se interrumpe. El bacilo
queda en situación de parásito, y con su particular violencia, devora al
huésped.
—Entonces la estaca... —comenzó a decir la mujer.
—Deja entrar aire, naturalmente. Y mantiene la abertura en la carne. El
líquido pegajoso no cierra las heridas como en la caso de las balas. El corazón,
pues, no es esencial. Basta con abrir las muñecas —Neville sonrió débilmente—
. ¡Cuando pienso en el tiempo que invertí haciendo estacas!
Ella manifestó su comprensión. El vaso que tenía aún en la mano lo dejó
en la mesa.
—Por eso aquella mujer —dijo Neville— se descompuso tan aprisa. Había
estado muerta mucho tiempo, y cuando entró el aire, el germen provocó una
desintegración inmediata.
Un estremecimiento recorrió el cuerpo de la joven.
—Es horrible —dijo.
Neville la miró sorprendido. ¿Horrible? Era curioso. No se le había ocurrido
pensarlo durante años. Para él la palabra 'horrible' carecía de significado. Un
horror acumulado termina por convertirse en costumbre. Para Neville la
situación se reducía a simples hechos, nada más. No se calificaban.
—¿Y qué pasa con aquellos... que todavía siguen vivos? —preguntó ella.
—Bueno dijo Neville—, cuando se les cortan las venas el germen actúa
como le he explicado. Pero la mayoría muere simplemente por hemorragia.
—Simplemente por hemorragia —repitió la joven, y volvió la cabeza.
—¿Qué ocurre? —preguntó Neville.
—Nada. Nada.
Neville sonrió.
—Uno se acostumbra a estas cosas —dijo—. Es obligado.
La joven volvió a estremecerse.
—Créame —dijo Neville—. No hay otro camino. ¿Sería mejor dejarlos
morir de la enfermedad y que vuelvan luego convertidos en vampiros?
Ella se apretó las manos.
—Pero usted dijo que hay muchos todavía vivos —recordó nerviosamente
—. ¿Cómo sabe que no seguirán así?
—Lo sé —dijo Neville—. He estudiado el germen. Sé cómo se reproduce. El
organismo lucha, pero al fin el germen siempre gana. He empleado
antibióticos, pero no sirven de nada. Es inevitable. Las vacunas no inmunizan
tampoco en los casos avanzados. No se puede luchar contra los gérmenes y a
la vez elaborar anticuerpos. Es así, créame. Si no los mato, tarde o temprano
morirán, y entonces vendrán a buscarme. No hay más alternativa.
Neville y la joven callaron y en la sala sólo se oyó el sonido de la aguja
rozando los surcos interiores del disco. Ella tenía la mirada fija en el suelo. Es
curioso, pensó Neville, justificar ahora lo que ayer parecía necesario. Nunca
había pensado que podía estar equivocado. La presencia de la mujer
despertaba ahora otros pensamientos. Pensamientos extraños.
—¿Cree que estoy equivocado? —preguntó Neville con voz incrédula.
La joven se mordió el labio inferior y evitó la respuesta.
—Ruth —dijo Neville.
—Yo no puedo juzgarlo —dijo al fin
.
18
—¡Virginia!
El desgarrador grito de Neville rompió la silenciosa oscuridad y la silueta
negra se apretó contra la pared.
Neville saltó de la cama y miró a su alrededor con ojos somnolientos. El
corazón le latía en el pecho, como un prisionero golpea las paredes de un
calabozo. De pie, aún en estado de somnolencia, no sabía qué hora era ni
dónde estaba.
—¿Virginia? —preguntó débilmente, temblorosamente—. ¿Virginia?
—Soy... soy yo —respondió la voz en la oscuridad.
Neville avanzó con paso inseguro hacia el débil rayo de luz que entraba
por la mirilla abierta. Parpadeó despacio. Extendió una mano y oyó un jadear.
—Soy Ruth.
Ruth —dijo la silueta en voz baja.Neville se quedó allí, tambaleándose en la oscuridad, con la expresión del
que no comprende.
—Soy Ruth —repitió la silueta en voz más alta.
Neville se despertó completamente. Algo frío se le retorció en el pecho y
el estómago. No era Virginia. Sacudió la cabeza y se frotó los ojos con los
dedos entumecidos.
Se quedó mirando a la joven durante un buen rato, sintiendo el gran peso
de una repentina depresión que le aplastaba.
—Oh —murmuró débilmente—. Oh, yo...
La nebulosa que lo había envuelto se desvaneció. Observó la mirilla y
luego a Ruth.
—¿Qué hacía? —preguntó con una voz dormida, y encendió la lámpara.
—Nada —dijo ella, nerviosa—. No podía dormir.
Neville parpadeó ante la luz. Luego su mano soltó el interruptor de la
lámpara y se volvió. La mujer estaba apoyada contra la pared, con los brazos
colgando y los puños apretados.
—¿Por qué se ha vestido? —preguntó Neville, sorprendido. La joven
respiraba ruidosamente, mirando a Neville. Este se frotó los ojos y se despejó
las sienes.
—Estaba... estaba mirando —dijo ella.
—¿Pero por qué se ha vestido?
—No podía conciliar el sueño.
Neville la miró, todavía un poco chocado pero sintiendo que el corazón se
le calmaba. A través de la mirilla se oían los aullidos de la calle, y por
consiguiente escuchó el grito de Cortman:
—¡Sal, Neville!
Neville se acercó a la puerta y acabó de cerrar la mirilla. Luego se volvió
hacia Ruth.
—Le he preguntado por qué se ha vestido.
—Me vestí, simplemente.
—¿Iba a marcharse mientras yo dormía?
—No, yo...
—¿Iba a irse?
La joven dejó escapar un gemido. Neville le había agarrado la muñeca
apretándosela.
—No, no —se apresuró a decir—. ¿Cómo podría hacerlo, con ellos ahí
fuera?
Neville miró el rostro aterrorizado de la joven. Se estremeció al recordar
la sensación que le había invadido al despertar, creyendo que era Virginia.
Bruscamente, le soltó el brazo y se alejó. Estaba convencido de que el
pasado había muerto. Pero se preguntaba: ¿Cuánto tarda en morir el pasado?
La joven no dijo ni una palabra. Neville se sirvió un poco de whisky y lo
tomó de un trago. Virginia, Virginia, pensó desesperándose, todavía en mi
mente. Cerró los ojos y apretó las mandíbulas.
—¿Se llamaba así? —preguntó ella.
Neville se puso tenso, pero cedió en seguida.
—Bueno —dijo con voz cansada—. Vuelva a la cama.
La joven dio un paso atrás.
—Lo siento —dijo.
De pronto, Neville comprendió. En realidad, no quería que ella se
acostase. Quería que se quedase con él haciéndole compañía. No sabía por
qué, pero no quería estar solo.
—La confundí con mi mujer —se oyó decir—. Desperté de súbito y creí...
Bebió otro trago de whisky, se atragantó y comenzó a toser. Ruth lo
miraba desde la penumbra.
—Ella volvió una vez —dijo Neville—. La enterré, pero una noche volvió.
Era como... como usted esta noche. Una sombra, un contorno. Estaba muerta.
Pero volvió. Traté de tenerla conmigo, pero no podía ser la de antes. Sólo
quería...
Neville contuvo un sollozo.
—Mi propia mujer —dijo con voz temblorosa—, ¡volviendo sólo para
beberme la sangre!
Golpeó con el vaso la barra del bar. Se volvió, caminó rápidamente hasta
la mirilla y regresó otra vez al bar. Ruth no abrió la boca. Seguía en la
oscuridad, escuchando.
—La llevé otra vez —dijo—. Tuve que tratarla como a los demás. Mi propia
mujer. Una estaca —añadió con voz terrible—. Tuve que clavarle una estaca en
el corazón. Entonces no sabía otro método. Yo...
No pudo terminar. Calló largo rato, temblando de pies a cabeza,
apretando los párpados con fuerza.
Al fin habló otra vez:
—Sucedió hace casi tres años. Y aún lo recuerdo, es como si hubiera
sucedido ayer —dio un puñetazo sobre el bar—. Todo esfuerzo es inútil. Y no
puedo acostumbrarme, olvidarme.
Se mesó nerviosamente los cabellos y continuó:
—Sé lo que usted siente. Lo sé. Al principio no me di cuenta. No confié en
usted. Me sentía protegido y tranquilo en mi refugio. Ahora... —sacudió la
cabeza lentamente, derrotado—. En un segundo todo ha desaparecido. La
costumbre, la seguridad, la paz...
—Robert. —La voz de la joven parecía tan angustiada y triste como la
suya—. ¿Por qué nos han castigado así? —preguntó.
Neville suspiró entrecortadamente.
—No sé. No hay respuesta. No hay motivo aparente. Simplemente, es así.
La joven se había acercado. Y de pronto, sin titubeos, sin forcejeos,
Neville la apretó contra él y se transformaron en dos seres que se fundían en
la profunda soledad de la noche.
—Robert.
Robert.Las manos de Ruth acariciaban los hombros de Neville, una y otra vez, y
Neville la apretaba contra él con fuerza y cerrando los ojos se perdía en
aquellos cabellos tibios y suaves.
Se besaron largo rato, y sus manos abrazaban con fuerza el cuello de
Neville.
Se sentaron luego, a la tenue luz de la sala.
—Lo siento, Ruth —dijo Neville.
—¿De veras lo sientes?
—Sí. Siento haber sido tan cruel cuando te encontré, no haber confiado en
ti.
Ella calló.
—Oh, Robert —dijo luego—. Es todo tan injusto. ¡Tanto! ¿Por qué
seguimos vivos? ¿Por qué no hemos muerto como los demás? Sería mejor que
todos hubiésemos desaparecido.
—Calla, calla —dijo Neville, sintiendo que ya no podía controlar las
emociones que lo invadían—. Todo se arreglará.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de la joven.
—Sí, sí. Todo se arreglará —repitió Neville.
—¿Y cómo?
—Se arreglará —dijo Neville, aunque no estaba seguro de nada y sabía
que las palabras brotaban sólo gracias a aquella tensión liberada.
—No —dijo ella—. No.
—Sí, Ruth. Sí.
Neville allí, en el sofá, había perdido la noción del tiempo. Lo había
olvidado todo, el tiempo y el lugar. Estaba con ella, estaban solos en el mundo
y se necesitaban; eran los únicos supervivientes de un oscuro terror.
Y de pronto sintió la necesidad de ayudarla cuanto antes.
—Ven —dijo—. Te analizaré ahora.
El cuerpo de la joven se puso tenso.
—No, no —dijo Neville rápidamente—. No temas nada. Si encontramos
algo, te curaré. Juro que te curaré, Ruth. Pero verás cómo no encontraremos
nada.
Ruth lo miraba en la oscuridad, sin decir palabra. Neville se incorporó y la
cogió de la mano. Sentía una excitación totalmente distinta. Quería curarla,
ayudarla.
—Permíteme —dijo—. No te dolerá. Te lo prometo. Quiero que estemos
seguros. Así podremos planear nuestra vida y trabajar. Te salvaré, Ruth. O
moriré contigo.
La joven se resistía, con el cuerpo tenso.
—Ven, Ruth.
Ahora que había puesto al descubierto sus emociones, Neville no tenía en
qué apoyarse y no podía controlar sus temblores.
La llevó al dormitorio. Y cuando vio plasmado el terror en aquel rostro, la
acercó a él y le acarició el pelo.
—Todo irá bien. ¿No lo entiendes?
La ayudó a sentarse en la banqueta. La joven estaba pálida. Neville
desinfectó la aguja quemándola con el mechero Bunsen. Luego se inclinó y la
besó en la mejilla.
—Todo irá bien —dijo dulcemente—. Todo irá bien. No te preocupes.
Ruth cerró los ojos y Neville clavó la aguja, sintiendo el dolor como si
hubiera pinchado su propio dedo. Extrajo la sangre y la extendió en la platina.
—Ya está —dijo, y pasó un algodón con alcohol por la yema del dedo,
temblando. No lograba controlarse. Apenas podía preparar el microscopio, y
miraba a Ruth y sonreía, tratando de borrarle del rostro aquel rictus de terror.
—No tengas miedo —dijo—. Por favor. Te curaré si estás enferma. Lo
haré, Ruth, te lo prometo.
La muchacha se sentó en silencio, mirándolo trabajar con los ojos
perdidos, moviendo nerviosamente las manos en el regazo.
—¿Y qué harás si... si estoy? —dijo al fin.
—No lo sé aún —dijo Neville—. No estoy seguro. Pero hay muchas cosas.
—¿Qué cosas?
—Vacunas, por ejemplo.
—Dijiste que las vacunas no dan resultado —comentó la joven con voz
débil.
—Sí, pero... —Neville se interrumpió para meter la platina en el
microscopio.
—Robert, ¿qué podrás hacer?
La joven se levantó de la banqueta y se acercó a Neville, que se inclinaba
ya sobre el microscopio.
—¡Robert, no mires! —suplicó de pronto. Pero era tarde: Neville ya había
visto.
Sin darse cuenta se le había entrecortado el aliento. Miró a la joven,
confundido.
—Ruth —susurró apenas.
La maza le golpeó en plena frente.
Neville sintió que la cabeza le estallaba de dolor y cayó de costado, sobre
el microscopio. Sorprendido, miró aquel rostro contraído por el miedo. La maza
golpeó otra vez. Neville gritó y cayó de rodillas hacia delante. A mil kilómetros
de distancia, oyó un sollozo contenido.
—Ruth —murmuró.
—¡Te supliqué para que no lo hicieras! —gritó la joven.
Neville la agarró por las piernas .y la joven dejó caer la maza por tercera
vez, ahora en la nuca.
—
¡Ruth!Las manos de Neville perdieron fuerza. Cayó de bruces y cerró
convulsivamente los dedos en el aire, hundiéndose en las sombras.
19
Cuando volvió en sí, el silencio reinaba en la casa.
Durante un rato siguió allí, tendido, mirando confusamente el suelo.
Luego, con un lamento de dolor, se incorporó. Sintió como si un millón de
agujas le atravesara la cabeza, y volvió a caer sobre el frío suelo, cogiéndose
la cabeza con las manos.
Minutos después trató de levantarse lentamente agarrándose del borde de
la mesa. El suelo se movía bajo sus pies, y Neville tuvo que cerrar los ojos.
Esperó un momento.
Al fin consiguió llegar a rastras hasta el baño. Se lavó la cara con agua fría
y se sentó en el borde de la bañera, con una toalla húmeda envuelta en la
frente.
¿Qué había pasado? Miró parpadeando las blancas baldosas del suelo.
Se incorporó y llegó hasta la sala. Estaba vacía. La puerta de calle estaba
abierta permitiendo la entrada a la luz gris de la mañana. La joven se había
ido.
Empezaba a recordar. Regresó al dormitorio, apoyándose en las paredes.
Sobre la mesa, junto al volcado microscopio, había una carta. Cogió el
papel con dedos entumecidos, y acercándose a la cama, se sentó. Alzó el papel
hasta los ojos. Pero le bailaban las letras. Sacudió la cabeza suavemente y
volvió a cerrar los ojos. Al cabo de un rato pudo leer:
Robert: Ahora ya lo sabes. Ya has descubierto que te espiaba y sabes que casi todo lo que dije
era falso.
Te escribo esta carta porque quiero salvarte, en la medida de lo posible.
Cuando me pidieron que te espiara, no me interesaba tu vida. Porque yo tenía un marido,
Robert, y tú lo mataste.
Pero ahora las cosas son distintas. Yo sé ahora que tú no elegiste este modo de vida, como
nosotros no elegimos el nuestro. Estamos infectados. Pero a pesar de tus descubrimientos,
seguiremos vivos. Descubrimos el modo, y vamos a crear una nueva sociedad, sin prisas pero sin
pausas. Nos libraremos de esos miserables castigados por la muerte. Y aunque yo no lo quiera,
hemos decidido matarte a ti y a tus semejantes.
—¿A mis semejantes?, pensó Neville, aturdido. Pero siguió leyendo.
Trataré de salvarte. Les explicaré que estás demasiado bien protegido para que te ataquemos
ahora. Aprovecha el tiempo que te doy, Robert. Vete de la casa, escapa a las montañas y sálvate.
Ahora somos unos cuantos. Pero creceremos tarde o temprano, y entonces no podré impedir tu
destrucción. Te lo repito Robert, ¡sálvate mientras puedas! Sé que te costará creerlo. No creerás que
podemos vivir a la luz del sol, aunque sólo sea durante cortos periodos. No creerás que mi color
fuera natural y no producto del maquillaje. No creerás que podemos vivir con el germen en la
sangre.
Por eso te dejo una de mis pildoras.
Todo el tiempo que pasé aquí las estuve tomando. Las escondí en mi cinturón. Descubrirás
que están compuestas por sangre defebrinada y una droga. No sé exactamente cuál. Pero sé que la
sangre alimenta al germen y la droga impide su reproducción. El descubrimiento de esta pildora
frenó nuestra eliminación, ayudándonos a reconstruir el mundo. Créeme, es cierto. ¡Y por favor,
huye!
Perdóname también. No quería hacerte ningún daño. Pero me aterrorizaba pensar qué harías
cuando supieses la verdad.
Perdóname por haberte engañado tanto. Pero, por favor, cree sólo una cosa: cuando estábamos
abrazados, en la oscuridad, no estaba espiándote. Te quería.
Ruth.
Neville leyó otra vez la carta. Luego dejó caer la mano, abatido, y se
quedó mirando el suelo. No podía creerlo. Movía la cabeza, tratando de
comprender, pero era difícil.
Se acercó a la mesa con paso inseguro. Recogió la pildorita ambarina, la
sostuvo en la palma, y la olió. Sentía que la seguridad lo estaba abandonando.
¿Cómo podía, sin embargo, negar la evidencia? La pildora, el encuentro a
la luz del sol, su reacción ante el ajo.
Se sentó en la banqueta y miró la maza caída en el suelo. Lentamente, los
recuerdos se iban agolpando en su mente.
Cuando se encontraron en el campo, la joven había huido asustada. ¿Lo
estaba engañando? No, se asustó de veras. Su grito la había sorprendido sin
duda, aunque ella estuviese esperándolo. Luego, más tarde, controlando más
la situación, había argumentado que su reacción ante el ajo se debía a un
estómago delicado. Y había mentido, fingiendo una aceptación sin esperanza, y
le había sonsacado débilmente toda la información posible. Y cuando quería
irse, no podía, por culpa de Cortman y los demás. El había despertado en
aquel momento y se habían abrazado, y...
Neville dio un puñetazo a la mesa.
Te quería. Mentira. ¡Mentira! Arrugó lacarta y la lanzó lejos.
El dolor creció con la ira y tuvo que agarrarse la cabeza entre las manos,
cerrando los ojos.
Al cabo de un rato se recuperó y puso el microscopio en su sitio.
El resto de la carta no era mentira, debía reconocerlo. Aun sin la pildora,
aun sin aquellos recuerdos, debía reconocerlo. Quedaba algo que Ruth y los
suyos parecían ignorar.
Miró por el microscopio un largo rato. Sí, lo había encontrado. Y admitir lo
que veía, cambió todo su mundo. ¡Qué estúpido e incapaz se sentía! ¿Cómo no
lo había previsto? Y sin embargo, había leído la frase cien, mil veces. Y nunca
se había detenido a entender todo su significado. Era una frase muy simple:
Las bacterias también pueden ser mutantes.
IV
Enero de 1979
20
Aparecieron de noche. Llegaron en coches oscuros, venían provistos de
linternas, rifles, hachas y palos. Llegaron de la oscuridad con un rugir de
motores, y los haces de luz largos y blancos de los faros doblaron la esquina
buscando la calle.
Neville en ese momento estaba espiando por la mirilla. Había dejado de
leer y miraba con curiosidad cuando los rayos de luz enfocaron las caras
descoloridas. Los vampiros se volvieron asustados, con los oscuros ojos
salvajes clavados en las luces.
Neville retrocedió bruscamente, alejándose de la mirilla. Durante un
momento permaneció allí, en las sombras de la sala, temblando, indeciso. El
rugido de los motores atravesó las paredes insonorizadas. Pensó en las pistolas
de la cómoda, en el rifle ametralladora de la mesa de trabajo, pensó en
atrincherar la casa.
Pero no. Lo tenía decidido. Lo había planeado todo, escrupulosamente,
durante los últimos meses. No se enfrentaría. Se acercó otra vez a la puerta, y
miró.
La calle era un continuo de escenas violentas y rápidas, iluminadas por el
potente resplandor de los faros. Hombres que perseguían a otros hombres,
ruidos de tacones sobre el pavimento. Luego un disparo, el eco del disparo, y
luego más disparos.
Dos vampiros rodaron por el pavimento. Cuatro hombres los sujetaron
con los brazos en cruz y otros dos les hundieron en el pecho las brillantes
puntas de unas picas. La noche se llenó de aullidos. Neville sintió que se
ahogaba.
Los hombres vestidos de oscuro tenían una clara idea de lo que hacían.
Había siete vampiros en la calle; seis hombres y una mujer. Los rodearon a
todos, los sujetaron por los brazos, y hundieron en su cuerpo las picas afiladas
como cuchillos. La sangre corría a mares por la calle, y los vampiros fueron
muriendo, uno a uno. Neville se estremeció. ¿Era ésta la nueva sociedad de la
que Ruth le había hablado? ¿Y tenían que actuar así, ensañándose de un modo
tan ciego y brutal? ¿Por qué venían de noche, cuando era mucho menos
violento matarlos de día?
Apretó los puños. Aquella metódica carnicería no le gustaba. Esos
hombres parecían asesinos, y no seres que defendían su existencia. Había
advertido una expresión de maligno triunfo en los rostros iluminados por la luz
de los faros. Eran rostros crueles, sin emoción. De pronto Neville se detuvo a
pensar. ¿Dónde estaba Ben? Miró arriba y abajo de la calle, pero no vio ningún
rastro de él. No quería que matasen a Ben Cortman, no quería que lo
destruyesen de esa manera. Estupefacto, se dio cuenta de que sentía más
simpatía por los vampiros que por esos seres.
Ahora los siete vampiros yacían inertes en sus charcos de sangre. Los
faros, sin cesar de moverse, iluminaban la noche. Un rayo enceguecedor
enfocó la mirilla. Neville se retiró. Luego la luz se alejó, y miró de nuevo.
Se oyó un grito. Los ojos de Neville siguieron la luz. Se puso tenso.
Cortman estaba en el tejado de la casa de enfrente. Trepaba lentamente
tratando de alcanzar la chimenea, con el cuerpo aplastado contra las tejas.
Neville comprendió de pronto que aquella alta chimenea había sido el
escondite de Cortman durante este tiempo. Apretó las mandíbulas. Cortman no
merecía morir en manos de aquellos desconocidos. Objetivamente, era un
absurdo; pero así lo sentía. Aquellos seres no podían apropiarse del descanso
de Cortman. Pero él, Neville, no podía intentar nada.
Con una mirada de desaliento, vio que los focos apuntaban hacia el
cuerpo encogido de Cortman. Las manos pálidas buscaban lentamente algún
asidero. Se movía lentamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo.
¡Apresúrate!, pensó Neville, pero no lo dijo en voz alta. Sintió que se le
contraía él cuerpo, que luchaba junto con Cortman, imitando aquellos
movimientos de agonía.
Los hombres, sin pronunciar orden alguna, alzaron de pronto sus rifles y
el ruido de los disparos desgarraron la noche.
Neville sintió como si las balas entraran en su propia carne. Cortman se
retorció bajo los impactos y Neville se estremeció convulsivamente.
Cortman siguió retorciéndose. Neville vio la cara blanca y tensa. Ha
llegado el fin de Oliver Hardy, pensó, la muerte de las comedias y las risas. No
oía ya el ruido de los disparos. Ni siquiera notaba cómo las lágrimas le corrían
por la cara.
Ben Cortman estaba de rodillas ahora, y trataba de agarrarse a la
chimenea con dedos inseguros. Se retorció aún más, alcanzado por otras
balas. Sus ojos oscuros brillaban a la luz de los faros; su boca dejaba escapar
un quejido silencioso.
Al fin se puso de pie, apoyado en la chimenea, y Neville, palideciendo, vio
cómo alzaba la pierna derecha.
En ese instante se oyó el ruido de la ametralladora. Durante un momento,
Cortman recibió de pie los impactos, con las manos en alto y con expresión de
desafío en su cara blanca.
—Ben —murmuró Neville entrecortadamente.
El cuerpo de Cortman se dobló por la cintura y cayó hacia adelante. Perdió
el equilibrio y rodó lentamente por el tejado inclinado, y por fin cayó al vacío.
Siguió un silencio, y Neville oyó el cuerpo estrellándose contra la calle. Cerró
los ojos. Los hombres se acercaban a Cortman esgrimiendo sus picas.
Otra vez el ruido de botas sobre el pavimento. Neville retrocedió a la
oscuridad. De pie en medio de la sala, esperó que los hombres lo llamaran y le
invitaran a salir. Trató de recuperar la calma. No voy a luchar, se dijo. Aunque
quisiera hacerlo, aunque odio suficientemente a esos hornbres con sus armas y
sus ensangrentadas picas.
Pero no iba a luchar. Lo tenía bien decidido. Los hombres actuaban como
les parecía necesario, a pesar de aquella violencia inútil y aquel ensañamiento.
El, Neville, había matado a muchos y ahora ellos tenían que capturarlo. No
lucharía por salvarse. Se entregaría a la justicia de aquel nuevo mundo.
Cuando lo llamaran saldría y se rendiría. Lo tenía bien decidido.
Pero no lo llamaron. Neville retrocedió jadeando al oír ruido de hachas en
la puerta de calle. ¿Qué hacían? ¿Por qué no lo llamaban y le invitaban a salir?
S oy Leyenda R ichard Matheson
No era un vampiro, era un hombre. ¿Por qué se comportaban así?
Dio media vuelta y miró hacia la cocina. Derribaban también la puerta
trasera. Se quedó nervioso en medio del pasillo. Miró alternativamente a una y
otra puerta. ¡No entendía lo que estaba pasando! ¡No lo entendía!
Oyó unos disparos. Asustado, corrió al vestíbulo y comprobó que los
hombres habían hecho saltar a balazos la cerradura de la puerta de calle. Un
disparo más, con ecos que resonaran por la casa.
Y, de pronto, lo entendió. No iban a llevarlo ante sus tribunales para
juzgarlo. Iban a acabar con él.
Aterrorizado, corrió al dormitorio y buscó, aturrullado, en el cajón de la
cómoda.
Se volvió, temblando, con las pistolas en las manos. ¿Pero y si en realidad
sólo querían apresarlo? No podía molestarse porque no lo hubieran llamado. La
casa estaba a oscuras. Quizá pensaban que no estaba allí.
Se quedó en el dormitorio, sin encender la luz y sin saber qué hacer. ¿Por
qué no había escapado? ¿Por qué no había escuchado los consejos de Ruth?
¡Qué inconsciente había sido!
La puerta de la calle cedió al fin, y una de las pistolas se le cayó a Neville
de la mano. Un ruido de pies pesados cruzó la sala. Neville retrocedió,
empuñando la otra pistola. ¡No iban a matarlo tan fácilmente! Lanzó una
maldición. Había tropezado con su escritorio. En el vestíbulo un hombre decía
algo que Neville no pudo entender. Luego resplandeció la luz de unas linternas.
Neville contuvo la respiración. Sintió que todo a su alrededor empezaba a
girar. Así que este es el fin. No podía dejar de pensar. Este es el fin.
Las pisadas resonaron en el pasillo. Los dedos de Neville apretaron con
más fuerza la empuñadura de la pistola, los ojos seguían clavados en el
umbral.
Dos hombres entraron.
Los rayos de las linternas bailaron por el cuarto hasta dar con la cara de
Neville. Los hombres retrocedieron al instante.
—¡Tiene una pistola! —gritó uno de ellos, y disparó.
Neville oyó cómo la bala se incrustaba en la pared, por encima de su
cabeza. En seguida la pistola comenzó a disparar, iluminándole la cara con
breves resplandores. No apuntaba. Sólo apretaba el gatillo como un autómata.
Un hombre lanzó un grito de dolor.
En seguida Neville sintió un golpe en el pecho. Se tambaleó, disparó una
vez más y cayó de bruces soltando la pistola.
—¡Ya lo tenemos! —Oyó que alguien gritaba. Trató de recuperar la pistola,
pero una bota le aplastó la mano. Neville la apartó gritando y se quedó
mirando el suelo.
Unas manos lo agarraron con brusquedad por debajo de los brazos para
levantarlo. Se preguntó por qué no lanzaban el último disparo. Virginia, pensó,
Virginia, pronto estaré contigo. Sintió un terrible dolor en el pecho, como si
alguien le rociara con plomo fundido. Oyó el taconeo de otras botas, y se
dispuso a morir. Al menos, voy a morir en mi casa, pensó. Los hombres lo
arrastraron hasta la calle. Neville trató de luchar casi sin fuerzas.
—No —dijo—. ¡No!
Otro golpe. Esta vez en la cabeza. Perdió el mundo de vista.
—Virginia —murmuró Neville roncamente.
Y los hombres oscuros arrastraron el cuerpo inconsciente fuera de la casa.
A la soledad de la noche. A aquel mundo que les pertenecía y que ya no sería
nunca más el mundo de Neville.
21
Un confuso murmullo en el aire. Neville tosió débilmente, con una mueca
de dolor. Movió la cabeza de un lado a otro de la almohada. El ruido se
intensificó. Era como una suma de ruidos. Se llevó lentamente las manos al
pecho. ¿Por qué no le apagaban aquel fuego que le ardía encima? Alguien
continuaba metiéndole carbones encendidos en la carne. Otro gemido, de
agonía esta vez. Luego abrió los ojos.
Contempló, sin parpadear, el cielo raso de yeso. El dolor crecía y
disminuía intermitentemente. Neville volvió a contraer el rostro, resistiendo el
dolor. Si se relajaba, estaba perdido. Durante unos minutos luchó contra el
dolor. Luego, como una máquina que empieza a funcionar, jadeando,
deteniéndose, moviéndose otra vez, sintió que empezaba a despertar.
¿Dónde estoy?, se preguntó. El dolor era espantoso. Se miró el pecho y y
vio una amplia venda, con una mancha roja y húmeda. Cerró los ojos. Estoy
herido, se dijo. Malherido. Sentía la boca y la garganta resecas. Dónde estoy,
dónde estoy...
Entonces le vino a la memoria el ataque a la casa y los hombres oscuros.
Y supo dónde se encontraba antes de ver la ventanilla con barrotes que tenía a
un costado. Miró por la abertura un buen rato. El confuso ruido venía de
afuera.
Dejó balancear la cabeza sobre la almohada y continuó mirando el cielo
raso. Era difícil comprender que no se trataba de una pesadilla. Tres años de
soledad en la casa, para terminar así.
Pero ahí estaba ese terrible dolor en el pecho, y la mancha de sangre
empapando la venda. Cerró los ojos. Voy a morir, pensó. Y sin embargo, no
parecía que fuera a llegar el momento. A pesar de haber vivido con la muerte,
de haber pasado tantas veces sobre ella, como por una maroma, no parecía
real. La muerte propia escapaba de su capacidad de comprensión.
Estaba todavía tumbado de espaldas cuando se abrió una puerta.
No podía volverse. El dolor era insoportable. Oyó pasos que se acercaban
a la cama y se detenían junto a ella. Alzó los ojos, pero no vio a nadie. Mi
verdugo, pensó, la justicia de esta nueva sociedad. Cerró los ojos y esperó.
Oyó las pisadas otra vez. Neville trató de tragar saliva, pero tenía la
garganta demasiado seca. Se pasó la lengua por los labios para
humedecérselos.
—¿Tienes sed?
Abrió los ojos y miró, y el corazón aceleró sus latidos. El dolor aumentó.
Gimió y dobló la cabeza sobre la almohada, mordiéndose los labios y
apretando la manta con fuerza.
La mujer estaba a su lado, arrodillada, secándole la frente
humedeciéndole los labios con un trapo frío y húmedo. El dolor se mitigó, y
Neville vio al fin el rostro de la mujer. Se quedó mirándola, con ojos
entrecerrados por el dolor.
—Vaya —dijo finalmente.
La joven no respondió. Se levantó del suelo y se sentó en el borde del
camastro. Le secó otra vez la frente. Luego extendió un brazo y Neville oyó un
ruido de agua.
La joven le sujetó la cabeza, ayudándole a beber. El dolor aumentaba y
ahora era cortante y frío. Probablemente esto es lo que sentían ellos, pensó,
cuando las picas les atravesaban el corazón. Esta agonía cortante y mordiente.
La vida que se escapa con la sangre.
Dejó caer la cabeza en la almohada.
—Gracias —murmuró.
La joven lo miró con una curiosa expresión mezcla de simpatía y
desprendimiento a la vez. Se peinaba ahora hacia atrás, con el pelo recogido
en una cola. Parecía mucho más segura de sí misma.
—¿No me creíste, verdad? —dijo.
La sequedad de la garganta le hizo toser. Abrió la boca y aspiró una
bocanada de aire húmedo.
—Sí..., sí, te creí —dijo.
—¿Por qué no te fuiste entonces?
Neville trató de hablar, pero se le confundieron las palabras. Volvió a
tomar aliento.
—No... no pude —murmuró al fin—. Quise irme... varias veces. Una vez...
hasta recogí mis cosas y... dejé la casa. Pero volví... No podía... no podía
irme... Estaba demasiado habituado... a la casa... Era realmente eso, un...
hábito. Como el hábito de vivir. Estaba... acostumbrado.
Los ojos de la mujer miraron el rostro de Neville. Le secó otra vez la
frente, apretando los labios.
—Ahora es demasiado tarde. Lo sabes, ¿no es cierto?
—Lo sé —dijo Neville.
Trató de sonreír, y dejó escapar una mueca.
—¿Por qué te resististe entonces? Dijo Ruth—. Tenían la orden de traerte
aquí sin heridas. Si no te hubieras enfrentado a ellos, no te hubieran golpeado.
Un espasmo sacudió a Neville.
—Eso no cambiaría nada —dijo.
Cerró los ojos y apretó los dientes, luchando con el dolor. Cuando los
abrió otra vez, estaba todavía allí. La expresión de su rostro era la misma.
Neville sonrió débilmente.
—Tu...,tu sociedad... es realmente algo fantástico —jadeó—. ¿Quiénes
eran esos asesinos que destrozaron... mi casa? ¿El... consejo de justicia?
La mirada de la mujer era fría y serena. Ha cambiado, pensó Neville de
pronto.
—Todas las sociedades nuevas son primitivas —replicó la joven—. Tú ya lo
sabes. Son... como grupos terroristas que transforman la sociedad a base de
violencia. Es inevitable. Tú mismo utilizaste la violencia, Robert. Mataste.
Muchas veces.
—Sólo para... sobrevivir.
—Nosotros tenemos las mismas razones —dijo Ruth tranquilamente—.
Para sobrevivir. No podemos permitir que los muertos persigan a los vivos.
Deben ser destruidos. Así como quien mata a los muertos y a los vivos.
Neville respiró hondo, y el dolor le mordió los costados. Un escalofrío le
recorrió el cuerpo. Esto terminará pronto, pensó. No puedo resistir mucho
más. No, no temía a la muerte. No entendía por qué, pero no lo asustaba.
El dolor disminuyó. Neville miró el rostro sereno de la joven.
—De acuerdo —dijo—. Pero... ¿has visto la expresión de su cara cuando
matan? —Un movimiento compulsivo—. Alegría —murmuró—. Alegría pura.
La sonrisa de Ruth parecía irónica. Ha cambiado realmente, pensó Neville.
—¿Viste alguna vez tu cara? —preguntó la joven refrescándole la frente.
Yo la vi, ¿recuerdas? Y ni siquiera matabas entonces. Simplemente me
perseguías.
Neville cerró los ojos. ¿Por qué la escuchó?, pensó. Es un nuevo converso,
un nuevo militante de esta religión de la violencia.
—Quizá viste alegría en sus caras —siguió ella—. No es de extrañar. Son
muy jóvenes. Y son asesinos a sueldo, asesinos legales. Se los respeta porque
asesinan, se los admira. ¿Qué esperas de ellos? Son hombres. Y los hombres
llegan a gozar matando. Es una vieja historia, Robert. Tú la conoces bien.
Neville la miró. La sonrisa de Ruth era la sonrisa dura y tirante de la
mujer que quiere seguir siéndolo en la abnegación y el sacrificio.
—Robert Neville —dijo—, el último representante de la vieja raza.
El rostro de Neville cambió.
—¿El último? —murmuró, sintiendo de pronto sobre él el peso de una
profunda soledad.
—Así parece al menos —dijo ella indiferente—. Realmente eres el único.
Cuando desaparezcas, no quedará nadie como tú en nuestro mundo.
Neville miró por la ventana.
—Hay... gente... afuera —dijo.
La mujer movió la cábela afirmativamente.
—Están esperando.
—¿Mi muerte?
—Tu ejecución.
Neville levantó la mirada hacia ella sintiendo que se le ponían rígidos los
músculos.
—Convendría que se dieran prisa —dijo, sin miedo, con voz desafiante.
Se miraron a los ojos. Luego algo pareció ceder en ella. Estaba muy
pálida.
—Lo sabía —dijo—. Sabía que no tendrías miedo.
Impulsivamente acarició la mano de Neville.
—Cuando oí que iban a buscarte, pensé en prevenirte. Pero se me ocurrió
que si todavía estabas allí, nada te haría cambiar de idea. Luego pensé en
ayudarte a escapar. Pero me dijeron que estabas malherido, y una huida sería
imposible. —Una sonrisa le cruzó el rostro—. Me alegra que no tengas miedo.
Eres muy valiente, Robert —añadió con voz más suave.
Callaron, y Neville sintió la presión de su mano.
—¿Cómo... has podido venir? —preguntó.
—Soy oficial de rango en la nueva sociedad —dijo la joven.
Neville movió la mano bajo sus dedos.
—No dejes... no dejes... —Tosió, y asomó un hilo de sangre—. No dejes
que sean demasiado brutales... demasiado crueles.
—Qué puedo... —empezó Ruth, y calló. Sonrió en seguida—. Trataré de
que así sea —dijo.
Neville no pudo responder. El dolor aumentaba. Se retorcía y
convulsionaba como un animal dentro de su cuerpo.
Ruth se inclinó hacia él.
—Robert —dijo—. Escúchame. Quieren ejecutarte. Aunque estés herido.
Tienen que hacerlo. La gente ha estado esperando afuera toda la noche. Te
tienen miedo, Robert, te odian. Y quieren que pagues con tu vida.
Se desabrochó la blusa y buscó en el corpino. Sacó al fin un paquetito y lo
puso en la mano derecha de Neville.
—Es lo mejor que puedo hacer por ti, Robert —susurró— Para que sea
más breve. Te lo advertí. Te dije que huyeras —la voz le tembló ligeramente—.
No puedes luchar contra todos, Robert.
—Ya lo sé.
Las palabras de Neville se convirtieron en sonidos guturales. Ruth se
inclinó y rozó con sus labios frescos los de Neville. Luego se incorporó y se
abrochó la blusa.
—Tómalas pronto —dijo mirando la mano derecha de Neville.
Neville oyó sus pasos alejándose hacia la puerta y luego el ruido de llaves.
Cerró los ojos, y unas lágrimas ardientes corrieron por sus mejillas. Adiós,
Ruth.
Adiós al mundo.
Luego, de pronto, apoyándose en un brazo, se sentó en la cama. El dolor
era espantoso, pero Neville no se hundió. Con las mandíbulas apretadas, sacó
las piernas de la cama y se puso de pie. Sintiendo apenas el movimiento de
sus piernas, y tambaleándose, cruzó el calabozo.
Cayó contra la ventana, y miró a la calle. Estaba llena de gente. Se
agrupaban a la luz grisácea de la mañana. El sonido de sus voces llegaba a él
como el zumbido de abejas. Neville los miró, agarrado con la mano izquierda
de los barrotes y con los ojos febriles.
Entonces alguien lo vio.
Durante un rato las voces se elevaron un poco. Se oyeron algunos gritos.
Pero luego el silencio se extendió sobre sus cabezas como una pesada
capa. Todos volvieron hacia Neville sus rostros pálidos. Neville los observó
serenamente. Y de pronto razonó: Yo soy el anormal. La normalidad es un
concepto mayoritario. Norma de muchos, no de uno solo.
Y comprendió la expresión que reflejaban aquellos rostros: angustia,
miedo, horror. Le tenían miedo. Ellos le veían como un monstruo terrible y
desconocido, de una malignidad más odiosa que la de la plaga. Un espectro
invisible que como prueba de su existencia sembraba el suelo con los
cadáveres desangrados, de sus seres queridos. Y Neville los comprendió, y
dejó de odiarlos. La mano derecha apretó el paquetito de pildoras. Por lo
menos el fin no sería violento, por lo menos no habría una carnicería...
Neville observó a los nuevos habitantes de la tierra. No era uno de ellos.
Semejante a los vampiros, era un anatema y un terror oscuro que debían
eliminar y destruir. Y de pronto nació la nueva idea, divirtiéndolo, a pesar del
dolor.
Tosió carraspeando. Se dio vuelta y se apoyó en la pared mientras se
tomaba las pildoras. Se estrecha el círculo. Un nuevo terror nacido de la
muerte, una nueva superstición que invade la fortaleza del tiempo.
Soy leyenda.
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