El Sacrificio |
Algernon Blackwood(Fragmento) LIMASSON era hombre religioso, si bien no se sabía de qué hondura y calidad, dado que ningún trance de supremo rigor le había puesto aún a prueba. Aunque no era seguidor de ningún credo en particular, sin embargo, tenía sus dioses; y su autodisciplina era probablemente más estricta de lo que sus amigos suponían. Era muy reservado. Pocos imaginaban, quizá, los deseos que vencía, las pasiones que regulaba, las inclinaciones que domaba y amaestraba... no sofocando su expresión, sino trasmutándolas alquímicamente en canales más nobles. Poseía las cualidades de un creyente fervoroso, y habría podido llegar a serlo, de no haber sido por dos limitaciones que se lo impedían. Amaba su riqueza, se esforzaba en aumentarla en detrimento de otros intenreses; y, en segundo lugar, en vez de seguir una misma línea de investigación, se dispersaba en múltiples teorías pintorescas, como un actor que quiere representar todos los papeles, en vez de concentrarse en uno solo. Y cuanto más pintoresco era un papel, más le atraía. Así, aunque cumplía su deber sin desmayo y con cierto afecto, se acusaba a sí mismo, a veces, de satisfacer un gusto sensual por las sensaciones espirituales. Este desequilibrio abonaba la sospecha de que carecía de hondura. En cuanto a sus dioses, al final descubrió su realidad, tras dudar primero de ellos y luego negar su existencia. Esta negación y esta duda fueron las que los restablecieron en sus tronos, convirtiendo las escaramuzas de diletante de Limasson en sincera y profunda fe; y la prueba se le presentó un verano a principios de junio, cuando se disponía a abandonar la ciudad para pasar su mes anual en las montañas. Las montañas eran para Limasson, en cierto inexplicable sentido, casi una pasión, y la escalada le reportaba un placer tan intenso que un escalador normal apenas lo habría comprendido. Para él, era serio como una especie de culto; los preparativos para la ascención, la ascención misma sobre todo, requerían una concentración que parecía simbólica como un ritual. No sólo amaba las alturas, la imponente grandiosidad, el esplendor de las vastas proporciones recortadas en el espacio, sino que lo hacía con un respeto que rayaba en el temor. La emoción que las montañas despertaban en él, podría decirse, era de esa clase profunda, incalculable, que emparentaba con sus sentimientos religiosos, aunque estuviesen estos realizados a medias. Sus dioses tenían sus tronos invisibles entre las imponentes y terribles cumbres. Se preparaba para esa práctica anual de montañismo con la misma seriedad con que un santo podría acercarse a una ceremoia solemne de su iglesia. Y discurría con gran energía el caudal de su mente en esa dirección, cuando le aconteció, casi la víspera misma de su marcha, una serie ininterrumpida de desgracias que sacudieron su ser hasta sus últimos cimientos, dejándole anonadado entre ruinas. Sería superfluo describirlos. La gente decía: "¡Ocurrirle una tras otra de esa manera! ¡Vaya una suerte negra! ¡Pobre diablo!"; luego se preguntaron, con curiosidad infantil, cómo lo sobrellevaría. Puesto que ninguna culpa tenía, estos desastres le sobrevinieron de manera tan súbita que la vida pareció saltar en pedazos, y casi perdió interes en seguir viviendo. La gente movía la cabeza, y pensaba en la salida de emergencia. Pero Limasson era un hombre demasiado lleno de vitalidad para soñar siquiera en autodestruirse. Todo esto tuvo un efecto muy distinto en él: se volvió hacia lo que él llamaba sus dioses, para interrogarles. No le contestaron ni le explicaron nada. Por primera vez en su vida, dudó. Un milímetro más allá, y habría caído en la clara negación. Las ruinas en que se hallaba sentado, sin embargo, no eran de naturaleza material; ningún hombre de su edad, dotado de valor y con un proyecto de vida profesional por delante, se habría dejado anonadar por un desastre de orden material. El derrumbamiento era mental, espiritual; el ataque había sido a las raíces de su caracter y su temperamento. Los deberes morales que cayeron sobre él amenazaron con aplastarle. Se vio asaltada su existencia personal, y parecía que debía terminar. Debía pasar el resto de su vida cuidando a otros que nada significaban para él. No se veía ninguna salida, ninguna vía de escape, tan diabólicamente completa era la combinación de acontecimientos que anegaron sus trincheras interiores. Su fe se tambaleó. Un hombre apenas puede soportar tanto y seguir siendo humano. Parecía haber llegado al punto de saturación. Experimentaba el equivalente espiritual de ese embotamiento físico que sobreviene cuando el dolor llega al límite de lo soportable. Se rió, se volvió insensible; luego, se burló de sus dioses mudos. Se dice que a ese estado de absoluta negación sigue a veces otro de lucidez que refleja con nitidez cristalina las fuerzas que en un momento dado impulsan la vida desde atrás, una especie de clarividencia que comporta explicación y, por tanto, paz. Limasson lo buscó en vano. Estaba la duda que interrogaba, la sonrisa que remedaba el silencio en que caían sus preguntas; pero no había respuesta ni explicación, ni, desde luego, paz. No había alivio. En este tumulto de rebelión, no hizo ninguna de las cosas que sus amigos le aconsejaba o esperaban de él: se limitó a seguir la línea de menor esfuerzo. Cuando llegó la catástrofe, obedeció al impulso que sintió sobre él. Para indignado asombro de unos y otros, se marchó a sus montañas. Todos se asombraron de que en esos momentos adoptase tan trivial actitud, abandonando deberes que parecían de importancia suprema; lo desaprobaron. Pero en realidad no estaba tomando ninguna medida concreta, sino que iba a la deriva tan sólo, con el impulso que acababa de recibir. Estaba ofuscado de tanto dolor, embotado por el sufrimiento, atontado por el golpe que lo había abatido, impotente, en medio de una calamidad inmerecida. Acudió a las montañas como acude el niño a su madre: instintivamente; jamás habían dejado de traerle consuelo, alivio, paz: Su grandiosidad restablecía la proporción cada vez que el desorden amenazaba su vida. Ningún cálculo, propiamente hablando, movió su marcha, sino el deseo ciego de una relación física enérgica como la que comporta la escalda. Y el instinto fue más saludable de lo qu él suponía. Arriba, en el valle, entre picos solitarios, adonde se dirigío entonces Limasson, encontró en cierto modo la proporción que había perdido. Evitó con cuidado pensar; vivía temerariamente fiando en sus músculos. Le era familiar la región, con su pequeña posada: atacaba pico tras pico, a veces con guía, pero más a menudo sin él, hasta qe su prestigio como escalador sansato y miembro laureado de todos los clubs alpinos extranjeros corrió serio peligro. Por supuesto que se cansaba; pero también es cierto que las montañas le infundían algo de su inmensa calma y profunda resistencia. Entre tanto se olvidó de sus dioses por primera vez en su vida. Si en alguna ocasión pensaba en ellos, era como figuras de oropel que la imaginación había creado, estatuas de cartón piedra que decoraban meramente la vida para quiernes gustaban de cuadros bonitos. Sólo que... él había dejado el teatro y sus simulaciones no hipnotizaban ya su mente. Se daba cuenta de su impotencia y los repudiaba. Esta actitud, empero, era subconciente; no le otorgaba cosnsistencia ni de pensamientio ni de palabra. Ignoraba, más que rechazaba, la existencia de todos ellos. Y en este estado de ánimo -pensando poco y sintiendo menos aún-, entró en el vestíbulo del hotel, una noche después de cenar, y cogió maquinalmente el puñado de cartas que el conserje le tendía. No tentían ningún interés para él. Se fue a ordenarlas al rincón donde la gran estufa de vapor mitigaba el frío vestíbulo. Estaban saliendo del comedor la veintena más o menos de huéspedes, casi todos expertos escaladores, en grupos de dos o tres; pero Limasson sentía tan poco interés por ellos como por las cartas: ninguna conversación podía alterar los hechos, ninguna frase escrita podía modificar su situación. Abrió una al azar: de negocios, con la dirección mecanografiada. Probablemente, sería impersonal; menos sarcástica, por tanto, que las otras, con sus tediosas fingidas condolencias. Y, en cierto modo, era impersonal el pésame de un despacho de abogado: mera fórmula, unas cuantas pulsaciones más en el teclado universal de una Remington. Pero al leerla, Limasson hizo un descubrimiento que le produjo un violento sobresalto y una agradable sensación. Creía que había alcanzado el límite soportable de sufrimiento y de desgracia. Ahora, en unas docenas de palabras, quedó demostrada de forma convincente su equivocación. El nuevo golpe fue demoledor. Esta noticia de una última desgracia desveló en él regiones enteras de nuevo dolor, de penetrante, resentida furia. Al comprenderlo, Limasson experimentó una momentánea parálisis del corazón, un vértigo, un intenso sentimiento de rebeldía cuya impotencia casi le produjo una náusea física. Era como si... se fuese a morir. "¿Acaso debo sufrirlo todo?", brilló en su mente paralizada con leras de fuego. Sintió una rabia sorda, un perplejo ofuscamiento; pero no un dolor declarado, todavía. Su emoción era demasiado angustiosa para contener el más ligero dolor del desencanto; era una ira primitiva, ciega, lo que se dio cuenta de que sentía. Leyó la carta con calma, hasta el elegante párrafo de condolencia, macanografiado al final, y luego se le metió en el bolsillo. No reveló ningún signo externo de turbación: su respiración era pausada; se estiró hasta la mesa para coger una cerilla, y la sostuvo a la distancia del brazo para que no le molestase al olfato el humo del azufre. Y en ese instante hizo un segundo descubrimiento. El hecho de que fuese posible sufrir más incluía también el de que aún le quedaba cierta capacidad de resignación y, por tanto, también un vestigio de fe. Ahora, mientras oía crujir la hoja del rígido papel en su bolsillo, obeservó cómo se apagaba el azufre, y vio encenderse la madera y consumirse por completo sus restos. Igual que la cabeza ennegrecida, el resto de la cerlla se encogió y cayó. Desapareció. Salvajemente, aunque con una calma exterior que le permitía encender su pipa con mano serena, invocó a sus deidades. Y otra vez surgió la interrogante con letras de fuego, en la oscuridad de su pensamiento apasionado. "¿Aún me pedís esto... este último y cruel sacrificio?". Y los rechazó por entero; porque eran una burla y un fingimiento. Los repudió con desprecio para siempre. Evidemntemente, había concluido el teatro. Negó a sus dioses. Aunque con una sonrisa en los labios; porque ¿qué eran después de todo, sino muñecos que su propia fantasía religiosa había imaginado? Jamás habían existido. ¿Era, pues, la vertiete pintoresca, sensacionalista de este temperamento devocional, lo que los había creado? Ese lado de su naturaleza, en todo caso, estaba muerto ahora, lo había aniquilado un golpe devastador; los dioses habían caído con él. Observando lo que quedaba de su vida, le parecía como una ciudad reducida a ruinas por un terremoto. Los habitantes creen que no puede ocurrir nada peor. Y entonces viene el incendio. Dos cursos de pensamiento discurrían paralela y simultáneamente en él, al parecer; porque mientas por debajo bramaba contra este último golpe, la parte superior de su conciencia se ocupaba seria del proyecto de una gran expedición que iba a emprender por la mañana. No había contratado ningún guía. Como montañero experimentado, conocía bien la región; su nombre era relativamente familiar y en media hora consiguió tener arreglados todos los detalles, y se retiró a dormir tras pedir que le avisasen a las dos. Pero en vez de acostarse, se quedó en la butaca esperando, incapaz de levantarse, como un volcán humano que podía estallar con violencia en cualquier momento. Fumaba en su pipa con tanta calma como si nada hubiese ocurrido, mientras en sus ardientes profundudades seguía leyendo esta sentencia: "¿Aún me pedís este último y cruel sacrificio...?". Su dominio de sí, dinámicamente calculado, debió de ser muy grande entonces y, reprimida de este modo, la reserva de energía potencial acumulada era enorme. Con el pensamiento concentrado en este golpe final, Limasson no se había dado cuenta de la gente que salía de la salle à manger y se diseminaba por le vestíbulo en grupos. Algún que otro individuo, de vez en cuando, se acercaba a su silla con idea de trabar conversación con él; luego, viéndole ensimismado, daba media vuelta. Cuando un escalador al que conocía ligeramente le abordó con unas palabras de excusa para pedirle fuego, Limasson no le dijo nada, porque no le vio. No se daba cuenta de nada. No notó, concretamente, que dos hombres llevaban un rato observándole desde un rincón del otro extremo. Ahora alzó la vista -¿por casualidad?- y advirtió vagamente que hablaban de él. Tropezó con sus miradas, y se sobresaltó. Porque al principio le pareció que los conocía. Quizá los había visto en el hotel -le eran familiares-, aunque desde luego no había hablado nunca con ellos. Al comprender su error, volvió la mirada hacia otra parte, aunque consciente todavía de su atención. Uno era clérigo o sacerdote, su cara tenía un aire de gravedad no extenta de cierta tristeza; la severidad de sus labios era desmentida por la encendida belleza de sus ojos, que revelaban un estusiasmo notablemente regulado. Había una nota de majestuosidad en este hombre que intensificaba la impresión que causaba. Sus ropas la acentuaban aún más. Vestía un traje de tweed oscuro de absoluta sencillez. Toda su persona denotaba austeridad. Su compañero, quizá por contraste, parecía insignificante con su traje de etiqueta convencional. Bastante más joven que su amigo, su cabello -detalle siempre revelador- era un poquito largo, sus dedos delgados, que esgrimían un cigarrillo, llevaban anillos; su rostro, aunque pintoresco, era impertinente, y toda su actitud sugería cierta insulsez. El gesto, ese lenguaje perfecto que desafía la simulación, delataba cierto desequilibrio. La impresión que causaba, no obstante, era gris comparado con la intensidad del otro. "Teatral", fue la palabra que se le ocurrió a Limasson, mientras apartaba los ojos. Pero al mirar a otra parte, sintió desasosiego. Las tienieblas interiores invocadas por la espantosa carta se alzaron a su alrededor. Y con ellas, sintió vértigo... A lo lejos, la negrura estaba bordeada de luz; y desde esa luz, avanzando deprisa y con indiferencia como desde una distancia gigantesca, los dos hombres aumentaron súbitamente de tamaño; se acercaron a él. Limasson, en un gesto de autodefensa, se volvió hacia ellos. No tenía ganas de conversación. En cierto modo, había esperado este ataque. Sin embargo, en el instante en que empezaron a hablar -fue el sacerdote el que abrió fuego-, todo fue tan tranquilo y natural que casi saludó con agrado esta distracción. Tras una frase a modo de presentación, se puso a hablar de cimas. Algo cedió en la mente de Limasson. El hombre era un escalador de la misma especie que él: Limasson sintió cierto alivio al oír la invitación, y comprendió, aunque oscuramente, el cumplido que ello implicaba. -Si le apetece unirse a nosotros... si desea honrarnos con su compañía -estaba diciendo el hombre, con sosiego; luego añadió algo sobre su "gran experiencia" y su "inestimable asesoramiento y juicio". Limasson alzó los ojos, tratando de concentrarse y comprender. -¿La Tour du Néant? -repitió, nombrando el pico que le proponían. Rara vez atacada, jamás conquistada, y con un siniestro récord de accidentes, era precisamente la cima que pensaba acometer por la mañana. -¿Han contratado guía? -sabía que la pregunta era superflua. -No hay guía que quiera intentar esa escalada -contestó el sacedote, sonriendo, mientras su compañero añadía con un ademán: "pero no necesitaremos guía... si viene usted" -Esta libre, creo, ¿no? ¿Está solo? -preguntó el sacerdote, situándose un poco delante de su amigo, como para mantenerle en segundo término. -Sí -contestó Limasson-. Estoy completamente solo. Escuchaba con atención, aunque con una parte de su mente tan sólo. Percibió el halago de la invitación. Sin embargo, era como si ese halago estuviese dirigido a otro. Se sentía indiferente... muerto. Estos hombres necesitaban su habilidad corporal, su cerebro experimentado; y eran su cuerpo y su mente los que hablaban con ellos, y los que finalmente accedieron. Eran muchas las expediciones que se habían planeado de esa forma, pero esa noche notó cierta diferencia. Mente y el cuerpo sellaron el acuerdo; en cambio su alma, que escuchaba y obserbava desde otra parte, guardaba silencio: al igual que sus dioses rechazados, le había dejado, aunque permanecía cerca. No intervenía; no le advertía; incluso aprobaba; le susurraba desde lejos que esta expedición encubría otra. Limasson estaba perplejo ante el desacuerdo entre la parte superior y la parte inferior de su mente. -A la una de la madrugada, entonces, si le parece bien... -concluyó el de más edad. -Yo me ocuparé de las provisiones -exclamó el más joven con entusiasmo-; y llevaré mi cámara telefotográfica para la cima. Los porteadores pueden llegar hasta la Gran Torre. Una vez allí, estaremos ya a seis mil pies; de manera que... -y su voz se apagó a lo lejos, mientras se lo llevaba su compañero. Limasson le vio marcharse con alivio. De no haber sido por el otro, habría rechazado la invitación. En el fondo, le era indifierente. Lo que le había decidido finalmente a aceptar fue la coincidencia de ser la Tour du Néant el pico que precisamente pensaba atacar solo, y la extraña impresión de que esta expedición encubría otra; casi, de que esos hombres ocultaban un motivo. Pero desechó tal idea; no valía la pena pensar en ello. Un momento después se fue a dormir él también. Tan sin cuidado le tenían los asuntos del mundo, tan muerto se sentía para los intereses terrenales, que rompió las otras cartas y las arrojó a un rincón de la estancia... sin leer. |
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