PACTO
Winston Sanders
El proceso seguido por Asmodeo hasta llegar a la conclusión de que determinadas leyendas eran absolutamente ciertas, a pesar de las escépticas enseñanzas de la ciencia moderna; su búsqueda tras la conclusión, del libro que necesitaba, y que finalmente encontró, son hechos que constituirían una interesante historia. Pero no nuestra historia.
Pasó mucho tiempo antes de que hubiera reunido los ingredientes necesarios, para no mencionar el necesario valor. Por fin un día llamó a su secretaria. Esta entró dando brincos y berreó:
—¿Diga, jefe?
—Tengo un trabajo urgente que hacer —dijo Asmodeo—. No quiero ser interrumpido por nadie, bajo ningún pretexto, hasta que le ordene otra cosa. ¿Está claro?
Estaba satisfecho y un poco sorprendido por la aparente tranquilidad de su tono.
—Zí, jefe —asintió la secretaria—. Ninguna interferencia. A menoz que ze trate de Zu Majeztad Infernal...
Sus colmillos, aunque impresionantes, la hacían cecear; de modo que su único deseo, desde luego, era dedicarse al teatro.
—Exacto —dijo Asmodeo sarcásticamente—. ¡Ahora salga de aquí y procure que nadie me moleste!
La secretaria se marchó dando brincos. Asmodeo se deslizó por detrás de la mesa-escritorio de obsidiana hasta la puerta y la cerró con llave. A continuación se acercó a las ventanas para asegurarse de que nadie estaba fisgando por allí. Aunque la cosa no era demasiado factible. En su calidad de Comisario de Producción de Hedores y Azufres, Asmodeo tenía una oficina en el tercer subsótano del Edificio Hotiron. A aquellas profundidades sólo estaba permitido el tránsito en condiciones muy especiales. Lo único que vio fue el habitual paisaje cavernoso, salpicado de llamas aquí y allá. Asmodeo corrió las cortinillas.
Sin concederse tiempo a sí mismo para asustarse, abrió un cajón. El antiguo volumen tamaño folio, encuadernado en piel, apareció en primer lugar. Asmodeo lo dejó sobre la mesa y repasó el ritual una vez más. Luego puso manos a la obra.
La primera parte de la invocación era penosa, pero no insoportable. Lo que seguía era tan espantoso, que Asmodeo, después de terminarlo, quedó en un misericordioso estado de atontamiento. Afortunadamente empezó a despejarse después de haber trazado con yeso, en el suelo tridimensional, la raya de Mobius, y cuando gritó el ¡Venite, venite, venite! final, su tono era casi arrogante.
Hubo un brillante y silencioso resplandor. Cuando Asmodeo pudo ver de nuevo, había un hombre de pie dentro del diagrama.
Asmodeo se encogió instintivamente. Había esperado que la fórmula actuase. Pero la realidad... Se encontró a sí mismo temblando, encendió un puro y expelió el humo con fuerza. Sólo entonces pudo enfrentarse con el hombre al cual había invocado.
Incluso desde el punto de vista de Asmodeo (que se consideraba a sí mismo como un demonio guapo), el hombre no era demasiado repelente. Tenía casi su misma estatura, aunque carecía de cuernos, alas y rabo. Iba en mangas de camisa, pero no daba ninguna impresión de pobreza. Un ejemplar entrado en años, delgado y calvo, de piel arrugada. ¿Qué era, pues, lo que le hacía tan terrible? Al cabo de un rato llegó Asmodeo a la conclusión de que eran los ojos. Detrás de las gafas de gruesos cristales brillaban con una intensidad desusada. Y detrás de ellos había un alma... Asmodeo tuvo que luchar contra el atávico y envidioso deseo de apropiación.
El hombre se agitó de un lado para otro, tratando de salir de la raya de Mobius sin conseguirlo. (El libro advertía contra las indecibles consecuencias si un humano, invocado, escapaba antes de haberse concertado el pacto.) Pero de repente se tranquilizó. Se quedó en pie con los brazos cruzados y los labios apretados, y miró con curiosidad a su alrededor.
Cuando vio a Asmodeo, asintió.
—Nunca hubiera creído una cosa tan absurda —dijo—. Pero no estoy soñando. La cosa es demasiado real; y, además, si me doy cuenta de que estoy soñando, es que me he despertado. Por lo tanto, el sentido común debe dejar paso a los hechos. ¿Tienen realmente forma de salsera?
Asmodeo abrió la boca asombrado.
—¿Qué?
—Sus naves espaciales.
—¿Naves espaciales? —Asmodeo volvió mentalmente las páginas de los diccionarios de todos los idiomas humanos de todas las épocas en busca del significado de aquellos dos vocablos—. ¡Oh! Ya entiendo... No, no tengo ninguna nave espacial.
—¿No? Entonces ¿qué es lo que utiliza? ¿Un tubo hiper-espacial quizás? Desde el punto de vista matemático, los tubos hiperespaciales son una mera fantasía. Pero es evidente que ha utilizado usted algún medio para trasladarme a su planeta.
—¿Planeta? Yo no tengo ningún planeta —dijo Asmodeo, más aturdido que nunca—. Quiero decir... Bueno, después de todo, mi existencia se remonta al Principio, cuando no existían aún los planetas.
—¡Un momento! —se erizó el hombre, todo lo que puede erizarse una persona calva—. Puedo pertenecer a una especie tecnológicamente inferior a la suya, pero no tiene usted por qué insultar mi inteligencia. Hemos comprobado que el universo fue creado hace 5.000 millones de años por lo menos.
—8.753.271.413 —asintió Asmodeo lentamente.
—¿Cómo? Bueno, en tal caso, ¿pretende usted tener una edad semejante? ¡Es absurdo! El problema mnemónico invalida la afirmación...
—¡Alto! —exclamó Asmodeo—. Un momento, por favor, milord..., ciudadano..., camarada..., como se llamen ustedes ahora en la Tierra.
—Puede llamarme "mister". Mr. Hobartt Clipp. Ningún investigador que esté bien de la cabeza antepone el "doctor" a su nombre. Se expondría a que cualquier idiota se presentara a él enumerando una serie de síntomas...
—Mister Clipp —Asmodeo estaba recuperando su habitual suavidad—. Me alegro mucho de conocerle. Me llamo Asmodeo. Es decir, éste es mi nombre público. Mi verdadero nombre no hace al caso. —Blandió su puro en un gesto expansivo—. Permítame explicarle la situación. Soy lo que ustedes describen como un ángel caído, un demonio, un diablo...
Hobart Clipp profirió una exclamación ahogada y agitó amenazadoramente su puño.
—¡Oiga, amigo! No puedo permitir que nadie me tome el pelo. Soy un agnóstico de toda la vida y un republicano de Taft.
—Lo sé —dijo Asmodeo—. De no ser así no podría haberle invocado. Tiene que existir cierta predisposición psicoespiritual para que ello sea posible. Muy pocos mortales nos han visitado en cuerpo. Aquí estuvo Dante, pero aquélla fue una visita organizada. Y, que yo sepa, únicamente algunos de nuestros más remotos investigadores invocaron a hombres. Esto fue hace muchísimo tiempo, y el arte se ha perdido. Actualmente está considerado como un mito. Y no es que los antiguos investigadores hayan muerto. Los diablos no pueden morir; es parte de su tormento. —Asmodeo expelió un anillo de humo—. Pero, dado que el ansia fundamental de los ex ángeles en cuestión era de conocimiento fueron castigados con el olvido. Han perdido todo recuerdo de sus ritos mágicos. Lo que ahora está de moda es la ciencia: radiación, lavado de cerebro, investigación de motivos, etc. He tenido que revivir el Fausto Invertido sin ayuda de nadie.
Clipp había escuchado con creciente estupefacción.
—¿Quiere usted decir que esto es... es... es... el infierno? —tartamudeó.
—No interprete mal las cosas, por favor. He podido evocarle a usted, a causa de la afinidad. Pero esto no significa que sea usted un alma perdida, ni siquiera que vaya a convertirse en una de ellas. Lo que ocurre es que tiene usted cierta... ejem... predisposición mental...
—¡Esto es una infamia! —exclamó Clipp resueltamente—. Soy un pacífico astrónomo, un solterón empedernido, soy amable con los gatos y voto la lista que me ordena el partido. Me fastidian los chiquillos y los perros, pero nunca he maltratado a un animal de ninguna clase. Me he embarcado en algunas disputas científicas, sí, que a menudo se convierten en personales, pero, comparado con la inmensa mayoría de los hombres, empeñados en estúpidas pendencias, creo que puedo considerarme como un ser de lo más pacífico.
—¡Oh! ¡Desde luego, desde luego! —se apresuró a asentir Asmodeo—. La afinidad a que me he referido afecta a su independencia. Usted vive únicamente para su... ¿cómo la ha llamado?... su astrología...
—¡CABALLERO! —rugió Hobart Clipp.
Las paredes temblaron. Siguió una disertación que hizo que el diablo se tapara los oídos.
Cuando Hobart Clipp fue calmándose, Asmodeo continuó:
—Como le estaba diciendo (sí, sí, le pido perdón, ha sido un simple lapsus idiomático), su pasión dominante ha sido siempre una insaciable curiosidad científica. No le tiene usted apego a ningún ser humano, ni a la humanidad en sí, ni a... ejem... nuestro Distinguido Adversario. Ni, desde luego, a nuestra propia causa. Espiritualmente, es usted un desarraigado. Y esto es lo que ha hecho posible que yo le invoque.
—Creo que me está diciendo usted la verdad —dijo Clipp pensativamente—. No puedo imaginar a ningún visitante interplanetario embaucándome con una historia tan absurda. Además, me he dado cuenta de que aquí están suspendidas las leyes de la naturaleza. Con esas alas tan ridículas, no podría usted volar en ningún universo lógico.
Asmodeo, que estaba muy orgulloso de sus alas, se sintió tan herido en su vanidad que ni siquiera pudo encontrar una réplica adecuada.
—Pero, dígame —prosiguió diciendo Clipp—, ¿cómo es posible la inmortalidad? Sólo registrando sus experiencias, saturaría usted todas las moléculas de todas sus neuronas en un simple milenio. ¿Cómo podría manejar tan ingente masa de datos?
—La existencia espiritual no está sujeta a las leyes físicas —dijo Asmodeo en tono más bien sombrío—. No tengo nada de material.
—¡Ah! Comprendo. Entonces, lógicamente, puede usted existir en cualquier medio ambiente material, viajar a cualquier velocidad, etcétera —dijo Clipp, con cierta avidez.
—Sí, desde luego. Pero, mire...
—¿Y existió realmente un definido instante de creación? —inquirió Clipp.
—Desde luego. Ya se lo he dicho. Pero...
Los ojos de Clipp relucieron como ascuas.
—¡Oh! ¡Si el imbécil de Hoyle pudiera estar aquí...!
—Vamos a nuestro asunto —dijo Asmodeo—. Voy a hacerle una proposición. Usted es un ser físico que se encuentra en un lugar inmaterial, de modo que puede usted cruzar todas las barreras y es inmune a cualquier violencia, y puede moverse a cualquier velocidad, del mismo modo que puedo hacerlo yo en la Tierra. En realidad, cuando salga usted de aquí, regresará al universo mortal, no sólo en el mismo punto del espacio, sino también en el mismo instante del tiempo.
—Menos mal —dijo Clipp—. Confieso que esto me tenía preocupado. Estaba exponiendo una placa en el Observatorio. ¡Una investigación de suma importancia, y sólo me conceden una noche a la semana! Verá, si puedo obtener ese dato, mi teoría acerca de la variabilidad de las estrellas Wolf-Rayet quedará... Dígame qué opina usted de mi idea. A las temperaturas estelares internas, suelen producirse transiciones dentro de los núcleos, y...
—¡El que habla aquí soy yo! —gritó Asmodeo—. ¿Quién hizo la invocación, vamos a ver? Quiero que haga usted algo por mí. A cambio, yo puedo ayudarle a usted. Puedo convertirle en el hombre más rico del mundo.
—Bueno —Clipp se frotó las huesudas manos—. Parece que la cosa se va aclarando. Sin embargo, no quiero la riqueza. No deseo pasarme el tiempo en una oficina, discutiendo con un montón de recaudadores de impuestos. Y, si por casualidad me dejaban algún dinero, ¿quiere decirme qué haría con él, en nombre del Cielo?
Asmodeo dio un brinco.
—Cuidado con las palabras —dijo—. Bueno, si yo le hiciera joven de nuevo... ya sabe... vino, mujeres, canciones...
—¿Se da usted cuenta de lo aburrida que resulta una mujer, por inteligente que sea? —gruñó Clipp—. En cierta ocasión estuve a punto de casarme. Fue en 1926. La que había de ser mi esposa estaba llevando a cabo un trabajo bastante apreciable sobre los eclipses binarios. Pero luego empezó a hablar de un vestido que había visto en una tienda, y... En cuanto al vino, no estoy dispuesto a embotar mis sentidos con el alcohol. ¿Canciones? Me basta con la colección de discos que tengo en mi biblioteca.
—¿Qué me dice de la inmortalidad?
—Como le he dicho antes, la inmortalidad física sería peor que inútil. Y, según usted, poseo ya la inmortalidad espiritual, cosa que yo ignoraba.
Asmodeo se rascó detrás de los cuernos.
—Bueno, ¿qué es lo que desea?
—Tengo que pensarlo un poco. Y usted, ¿qué es lo que quiere de mí?
—¡Ah! —dijo Asmodeo, relajándose. Dio la vuelta a su mesa-escritorio, se sentó, y sonrió—. Se trata de algo completamente honesto, aunque admito que será difícil e incluso penoso de hacer. Dentro de poco van a celebrarse unas elecciones...
—¡Oh! Yo tenía entendido que Satanás es el señor supremo del infierno...
—Lo es —Asmodeo golpeó cuidadosamente su cabeza sobre la mesa—. Pero, ¿quién oyó hablar nunca de un estado totalitario sin elecciones? El Partido del Congreso está organizado de modo que obtenga siempre el 98,7 por ciento de los votos que expresan la voluntad popular. Nuestro Padre de las Profundidades seguirá presidiendo, como siempre. Pero hay algunos puestos por ocupar en él plano ejecutivo, inmediatamente debajo de Él. Esto se convierte en una cuestión de política.
—¿Tiene el infierno alguna política, aparte de descarriar a las almas?
—Ejem... no. Pero el procedimiento tiene que variar con el cambio de los tiempos. Además, todos nosotros somos ángeles rebeldes. La política es algo que encaja perfectamente con nosotros. Ahora, en mi opinión, la actual doctrina de alimentar ideologías terrestres está produciendo una disminución de los ingresos. Tengo estadísticas que demuestran que la desesperación está conduciendo a un número mayor de personas cada año hacia la pied... ejem... apartándolas de la impiedad. La situación tiene muchos puntos de contacto con el renacimiento espiritual que se produjo a la caída del Imperio Romano. Pero Moloch y su facción no están de acuerdo, esos ciegos, deformes, analfabetos, traidores, revisionistas enemigos del pueblo, instrumentos de las celestialidades...
—¡Por favor! —suspiró Clipp.
Asmodeo dominó su indignación.
—Ese es el cuadro, tal como yo lo veo —declamó—. Es necesario introducir métodos más sutiles. La automatización y la semana de treinta horas nos ofrecen unas posibilidades como no habíamos tenido desde Babilonia. Pero, antes de que podamos aprovecharlas, tenemos que relajar la situación internacional. Esto es lo que los moloquistas no quieren ver... suponiendo que no estén a sueldo de...
—¡Por favor! —repitió Clipp—. Soy demasiado viejo para perder el tiempo en estas tonterías. Dígame, concretamente, qué es lo que desea de mí.
Asmodeo se envaró. ¡Ahora!
—El Sello de Salomón —susurró.
—¿Eh? ¿Cómo?
—Fue recuperado en la Tierra hace un millar de años. No voy a describirle todas las dificultades que tuvimos con aquel pequeño proyecto, ni las dificultades que provocó cuando estuvo aquí; finalmente, el Congreso acordó que debía ser aislado. El propio Jefe lo puso en la Caldera de Pedro Botero. Y allí ha estado desde entonces. En la actualidad casi nadie se acuerda de él, ya que ningún demonio puede acercarse a la Caldera. Es el lugar donde arden las peores llamas de todo el infierno.
—Pero, yo...
—Usted es un mortal, y las llamas no le producirán ningún daño físico. Admito que padecerá usted torturas espirituales. Sugiero que vaya usted corriendo hasta la caldera, se sumerja en las llamas y deje que ellas le arrastren hacia adelante. Verá el Sello sobre un ara. Cójalo y salga corriendo. Eso es todo... excepto entregarme el Sello, claro está.
Clipp reflexionó.
—Todavía no sé lo que deseo a cambio.
—Escriba usted mismo el contrato —sugirió Asmodeo generosamente.
Sacó un pergamino de su mesa-escritorio y colocó una pluma al lado.
—Hum... —gruñó Clipp, paseando por el interior del signo místico.
Asmodeo empezó a sudar. Invocar a esta clase de seres traía sus complicaciones. El libro le había advertido acerca de la astucia y la falta de escrúpulos de los mortales.
Clipp se detuvo. Chasqueó sus secos dedos.
—Sí —murmuró—. Exactamente.
Volviéndose hacia Asmodeo, con ojos que brillaban enfebrecidos detrás de las gafas, dijo:
—Muy bien. Le serviré a usted de acuerdo con sus deseos. Pero, cuando esté en mi lecho de muerte, usted acudirá a mi lado y me obedecerá en lo que desee yo.
—No puedo salvarle, si es usted condenado —le advirtió Asmodeo—. Aunque, una vez esté usted aquí, puedo buscarle algún enchufe.
—No espero ser condenado —dijo Clipp—. Hasta ahora he llevado una vida irreprochable, y no pienso cambiar.
—En tal caso... de acuerdo. —Asmodeo se rió en su interior—. Cuando se esté usted muriendo, acudiré a pagar mi deuda. Haré lo que usted desee, siempre que esté a mi alcance, naturalmente.
Empezó a escribir.
—Otra cosa —dijo Clipp—. ¿Puede usted proporcionarme una botella de Miltown?
—¿Qué? —Asmodeo alzó la mirada al techo, parpadeando y rebuscando en sus archivos mentales—. ¡Oh! Una medicina, ¿no es cierto? Sí, será bastante fácil, ya que se necesita una receta, y, por lo tanto, puede ser violada una ley. Pero ya le he dicho a usted que no sufrirá ningún daño físico aquí, ni siquiera las heridas nerviosas conocidas con el nombre de locura.
—¡Una botella de Miltown y menos cháchara, por favor!
Asmodeo pescó en el aire el frasco de píldoras y se lo entregó a Clip, procurando no pisar el símbolo de Mobius. Cuando hubo redactado el contrato se lo entregó también. Clipp lo leyó atentamente, asintió y se lo devolvió a Asmodeo.
—Su firma, por favor —dijo.
Asmodeo se rascó la muñeca con una pezuña y garabateó su nombre con icor. Clipp recuperó el documento, lo dobló y se lo metió en el bolsillo trasero del pantalón.
—Bien —dijo—, ¿dónde están esas Calderas de Pedro Botero?
Asmodeo borró la raya de Mobius. Clipp se movió rápidamente de un lado a otro de la oficina, estirando las entumecidas piernas. Aunque el libro afirmaba que una vez concertado el pacto ya no había ningún peligro, y que el hombre no podría blandir un crucifijo contra él aunque deseara hacerlo, Asmodeo no las tenía todas consigo. Se apresuró a decir:
—Puedo trasladarle a usted hasta el lugar donde se encuentra la Caldera. Se le aparecerá como un mar de lava, con un enorme fuego ardiendo en el centro. Recuerde que el pacto le obliga a traerme el anillo, a pesar de lo que pueda sufrir. Cuando lo tenga, pronuncie mi nombre y le traeré aquí de nuevo.
—Muy bien. —Clipp cuadró sus delgados hombros—. En marcha.
Asmodeo se humedeció los labios. Esta era la parte más difícil. Si alguien se daba cuenta... Pero, ¿quién iba a acercarse a aquellas terribles llamas? Agitó su cola. Se produjo una especie de fogonazo, y el mortal desapareció.
Asmodeo se sentó, agotado. ¡Aquel mortal le hacía perder la paciencia a cualquiera! Cogió una botella de aguardiente. Tras haber bebido un largo trago, pensó con cierta íntima satisfacción que pasaría un largo rato antes de que Clipp, horrorizado ante las llamas de la Caldera, encontrara el anillo y estuviera de regreso.
¡Asmodeo!
El demonio se sobresaltó.
—¿Quién es?
¡ASMODEO!
—¿E... es us... ted, Ma... majestad?
¡Asmodeo! ¡Habráse visto! ¿Acaso estás sordo? ¡Sácame de este maldito agujero! ¡Si a ti te sobra el tiempo, yo tengo mucho trabajo que hacer!
La cola de Asmodeo se agitó frenéticamente. Hobart Clipp apareció de nuevo en la oficina.
—¡Bueno! —gruñó el mortal—. ¡Ya era hora!
—El anillo —jadeó Asmodeo—. ¿No ha podido...?
—¡Oh! Aquí está.
Clipp dejó caer el Sello de Salomón sobre la mesa-escritorio. Asmodeo lanzó un aullido y voló hasta la parte superior de una estantería.
—¡Cuidado! —gritó desde allí—. ¡El anillo es espirituactivo!
Clipp contempló el anillo de hierro con la piedra color de sangre engastada en él. Bostezó.
—¿Dónde quiere usted que lo ponga? —preguntó.
—En ese cajón, el de la izquierda —dijo Asmodeo, sin bajar de la estantería—, hay un estuche preparado.
Mientras introducía el anillo en el estuche, Clipp bostezó de nuevo.
—¡Aaaaah! Tendré que tomarme un buen tazón de café, antes de continuar mi tarea.
Cuando el anillo estuvo en lugar seguro, Asmodeo bajó volando.
—¿Cómo se las ha arreglado usted? —preguntó—. Creí que invertiría días, semanas...
Clipp se encogió de hombros.
—Usted dijo que las llamas eran un tormento espiritual. De modo que me empapé de Miltown. No sentí más que una leve depresión. Y aquí está su anillo.
Asmodeo cogió el estuche con manos temblorosas. Apretándolo contra su pecho, lanzó un rugido.
—¡Eh, amigo! ¡Cálmese! —dijo Clipp.
—¡Es la Señal! —aulló Asmodeo—. ¡Es el Compulsor! ¡Es Lo que todos deben obedecer, todos, gigantes y genios! ¡Ahora verás, Moloch! ¡Espera que se reúna el Congreso, miserable pensador negativo! ¡Espera y verás! ¡Espera y verás!
Clipp agarró la gesticulante cola y le dio un fuerte tirón.
—Si puede usted interrumpir un momento su discurso —dijo—, le agradeceré que me devuelva a mi Observatorio. La actual compañía no me resulta satisfactoria, ni estética ni intelectualmente.
Asmodeo, volátil como la mayoría de los diablos, se dominó a sí mismo inmediatamente.
—Desde luego —dijo—. Gracias por el servicio que me ha prestado.
—Nada de gracias. Espero recibir el pago a su debido tiempo.
—Cualquier cosa que esté a mi alcance —repitió Asmodeo.
Y viendo la codicia que ardía en el alma del hombre, tuvo que hacer un gran esfuerzo para no estallar en una carcajada. Pronunció las palabras de despedida, y Hobart Clipp desapareció.
A continuación, Asmodeo se concedió una hora para recrearse en la contemplación del Sello de Salomón. El Poder, pensó, el Poder Fundamental, descansaba entre aquellos triángulos entrelazados. Se reuniría el Congreso. Estallaría el griterío, a medida que las distintas fracciones exponían sus puntos de vista y se enfrentaban con los de las demás. Y, de repente, Asmodeo se pondría en pie, blandiendo el Sello. Incluso el Jefe... Asmodeo rechazó aquella idea. Al menos de momento. Le bastaba con tener al Congreso arrastrándose a sus pies. A pesar de que su programa afectaba directamente a la Tierra, había algunos problemas de política infernal que... Sí.
Pero, ahora tenía que ocultar el Sello. Si alguien lo encontraba, si alguien llegaba a sospechar que lo poseía, antes del momento adecuado para exhibirlo... Asmodeo se estremeció al pensarlo. Abrió la ventana y se alejó volando en la oscuridad.
El camino hasta la Caldera era largo y tortuoso. Lástima que no pudiera transportarse a sí mismo hasta allí. Pero para ello tenía que ser un mortal, y, ¿quién deseaba vivir en constante peligro de salvación? Le bastaba con poder ir a cualquier parte, a cualquier velocidad, en el espacio-tiempo material continuo.
Llegó a su punto de destino sin encontrar a nadie. El fuego le quemaba dolorosamente incluso desde aquella distancia. Apenas podía mantener abiertos los ojos. A pesar de todo, consiguió encontrar el escondite que había preparado. Apartó una piedra, dejando al descubierto el agujero que había excavado en la pared, y metió en él el estuche con el Sello. Permaneció unos instantes absorto, saboreando el revuelo que armaría cuando llegara el momento. Luego volvió a colocar la piedra en su lugar y salió volando.
Estaba a salvo. Nadie, ni siquiera el propio Lucifer, se acercaba a la Caldera. Y, aunque se hubiera acercado, no podía sospechar que el Sello no estaba ya entre las llamas. El Sello estaba allí, seguro por toda la eternidad. Y lo hubiera estado, a no ser por la angélica sagacidad de Asmodeo.
Su risa no dejó de sonar en todo el camino de regreso a su despacho.
Una vez allí, abrió la puerta, se instaló detrás de su mesa y llamó a la secretaria. La secretaria entró dando pequeños brincos.
—¿Ha terminado uzted, jefe? —preguntó.
—Sí. Voy a dictarle una carta.
—Huele muy mal aquí —se quejó la secretaria.
—Ejem... Bueno... —Asmodeo olfateó el aire. Efectivamente, olía un poco a ser humano—. Es que he estado probando un nuevo sistema para aumentar la producción.
—¿Máz penozo?
—¿Cómo? ¡Oh! Quiere usted decir "más penoso"... Bastante, bastante. —Asmodeo no pudo resistir a la tentación de fanfarronear un poco, aunque de un modo indirecto. Encendió un puro y se retrepó en su sillón giratorio. Su rabo, surgiendo por el agujero practicado en el asiento, se agitó vanidosamente—. En estos últimos tiempos he llevado a cabo ciertos experimentos sobre el dolor —explicó Asmodeo—. Existen aspectos muy interesantes.
—¿Zí?
La secretaria suspiró. Había planeado salir temprano. Aquella tarde había una prueba para coristas, en las Worldly Follies, y, naturalmente, su jefe iba a retenerla, precisamente entonces, hasta las tantas.
—Sí —dijo Asmodeo—. Piense en el antiguo sistema Fausto, por ejemplo. Ya sabe usted cómo funciona, ¿no? El mortal invoca a un demonio, o es abordado por un demonio si es lo bastante pecador para hacerlo posible. El mortal vende su alma a cambio de algún servicio diabólico. ¿Ha pensado usted nunca dónde está la parte realmente dolorosa? ¿Hasta qué punto el hombre resulta siempre estafado?
—A no zer que conziga burlar el contrato... —dijo la secretaria maliciosamente.
Asmodeo respingó.
—Bueno, sí. Se han dado algunos casos. Es uno de los motivos de que el sistema haya perdido vigencia. Aunque estoy seguro de que una técnica moderna, utilizando la lógica simbólica para llegar a un acuerdo realmente inquebrantable, podría ser muy útil, si la facción de Moloch... Bueno. Supongamos que el contrato se cumple por ambas partes. ¿Se da usted cuenta de lo infinitamente desleal que resulta? El servicio o servicios que el mortal puede pedir son finitos. Riqueza, poder, mujeres, gloria, son como gotas de rocío en una cálida mañana. La vida más larga puede contarse por años. ¡En tanto que la servidumbre y los tormentos que acepta a cambio son infinitos! ¡Eternos! ¿Se da usted cuenta del dolor que tiene que experimentar el hombre al ver, demasiado tarde, cómo ha sido estafado?
—Zí, jefe. Eza carta...
—Luego, tenemos el... puramente mítico... Fausto Invertido —continuó Asmodeo—. Una curiosa leyenda. El demonio invoca a un mortal y le ofrece convertirse en su siervo a cambio de un servicio que el hombre puede prestarle. Desde luego, este trato no resulta tan desfavorable para el mortal como el anterior. Pero, no obstante, el demonio dispone de toda la eternidad. El servicio que obtiene es fundamental para algún plan que trasciende del tiempo en sí. En tanto que el mortal, por su propia naturaleza, sólo puede exigir un pago finito. Cualquier riqueza material que desee puede serle concedida fácilmente. Si desea que el demonio se convierta en su esclavo mientras dure su vida, la cosa sería algo más complicada, aunque su existencia es necesariamente finita, aun en el caso de que pida al demonio que se la prolongue. Fisiológicamente, la vida de un hombre no podría prolongarse más allá de un millar de años. Además, el demonio podría ocuparse de atender a sus necesidades, sin descuidar por ello sus propias tareas eternas. ¡Oh! ¡Pobre mortal!
Asmodeo acompañó su risa con el repiqueteo de sus pezuñas sobre el suelo.
—Zí, jefe —dijo la secretaria en tono resignado—. Ahora, zi quiere dictarme eza carta...
El Congreso debía reunirse al cabo de diez años: demasiado pronto, pero la política del infierno había tenido un desarrollo más precipitado de lo que Asmodeo había supuesto. Tuvo que correr de un lado para otro, adulando a unos delegados, sobornando, amenazando, embaucando a otros. Incluso, en el más profundo secreto, había apelado a los buenos sentimientos —en un plan relativo, desde luego— de algunos demonios. Si los rivales de Asmodeo se enteraban de ello...
¿Si se enteraban? Bueno, mucho mejor. Esperarían que se reuniera el Congreso para formular aquellos cargos contra él. Y esto le proporcionaría un momento ideal para anonadarles con el Sello de Salomón.
Después, habría que pensar en algo suficientemente punitivo para la facción de Moloch... Tal vez una temporada en la Caldera de Pedro Botero... Asmodeo se recreaba tanto en la contemplación de aquel dichoso futuro, que llegó a olvidar el motivo fundamental de la existencia del infierno.
Había supuesto que Hobart Clipp moriría muy pronto. Pero el viejo astrónomo resistió toda una década. El Congreso estaba a punto de inaugurarse. Asmodeo, solo en su oficina, estaba preparando un discurso para la sesión de apertura... y en aquel preciso instante oyó la invocación.
—¿Qué? —se sobresaltó—. ¿Quién me llama ahora?
¡Asmodeo! ¿Es que no me oyes? ¿Qué clase de servicio es ése?
Por un instante, el demonio no pudo recordar quién le llamaba. Luego:
—¡Oh, no! —exclamó—. ¡Ahora, no!
Si no vienes ahora mismo, Asmodeo, presentaré una reclamación en toda regla contra ti, informando de todo lo ocurrido entre nosotros.
Asmodeo se atragantó, tendió sus alas y emprendió el vuelo hacia la Tierra. No tenía opción. El contrato, firmado con su propio icor, le obligaba a cumplir lo estipulado. Bueno, pensó enfurecido, atendería a aquel imbécil (Sí, sí, sí, deja ya de aullar, saco de huesos. En seguida estaré ahí...) Luego podría volver en el mismo punto de la eternidad y continuar sus preparativos. Aunque el viejo estúpido era capaz de pedirle algo cuya realización exigiera años enteros. Unos años más que Asmodeo tendría que esperar para su instante de triunfo...
—Bueno, no grite usted tanto. Aquí estoy. He venido tan pronto como he podido.
La habitación era magnífica, con sus fotografías astronómicas, la Vía Láctea, la galaxia Andrómeda, como si tuviera ventanas abiertas al espacio y al tiempo. El anciano estaba en la cama. Tenía más aspecto de momia que antes, y respiraba penosamente. Pero los ojos que se clavaron en Asmodeo eran todavía maliciosamente azules.
—¡Ah! Ya era hora. —La que hablaba no era su voz física—. ¡Vaya una formalidad! Debí suponerlo...
—Siento que esté usted enfermo —dijo Asmodeo, tratando de suavizar las cosas a fin de que el anciano se aviniera a razones y no le hiciera una petición descabellada—. ¿Está usted seguro de que éste es el momento?
—¡Oh! Sí, desde luego. El imbécil del médico quería llevarme a un hospital. Pero no estoy dispuesto a morir con un tubo de oxígeno pegado a la nariz y atendido por una empalagosa enfermera. ¡No, por Galileo que no! Pero sé que me ha llegado la hora. Noto los síntomas de la reacción Cheyne-Stokes. Es cuestión de minutos.
—En la habitación contigua he visto a una enfermera. ¿Quiere usted que la avise?
—¡No! No quiero que venga a meter las narices aquí. Tú y yo tenemos que hablar de negocios, amiguito. —Clipp se interrumpió a efectos del intenso dolor que experimentaba. Cuando el dolor hubo pasado, continuó—: Sí, eso es, tú y yo tenemos que hablar de negocios.
Asmodeo se inclinó.
—Desde luego, desde luego. Puedo hacerle recobrar la salud inmediatamente. ¿Desea que le devuelva un cuerpo de veinte años?
—¡Ohhhh! —se lamentó Clipp—. ¿Crees acaso que soy tan estúpido como tú? Me veo obligado a insistir en que no debes decirme más que las palabras absolutamente indispensables. No dices más que tonterías... No. Escucha. Yo he vivido para mi ciencia. Y hasta cierto punto he muerto por ella. La semana pasada me caí de la escalera del Observatorio. No creo estar anotado en las listas del infierno...
—No, no lo está usted —admitió Asmodeo a regañadientes. Arrastró impacientemente sus pezuñas por el suelo, miró su reloj y se preguntó cuánto iba a durar aquello.
—Bueno. Magnífico. Lo único que deseo es continuar mis investigaciones. Voy a morir. Pero cuando haya muerto tomarás mi alma, la cual supongo tendría que ir al Purgatorio...
—Así es —admitió Asmodeo mientras el cuerpo de Hobart Clipp luchaba por respirar.
—Sí... Tomarás mi alma a fin de que pueda explorar el universo material.
—¿Cómo?
—Todos el cosmos. Eso es, todo el cosmos. —Clipp se aferró desesperadamente a las sábanas—. No quiero que me sea servido nada en bandeja, ni siquiera el conocimiento. Quiero descubrirlo por mí mismo. Podemos empezar por estudiar el interior de la Tierra. Hay algunos interesantes problemas por resolver: la estructura del núcleo, el magnetismo, etc. Luego el Sol. Creo que podré invertir un millar de años en el estudio de las reacciones nucleares bajo las condiciones solares, sin hablar de la corona y de las manchas del sol. Luego los planetas. Luego el Alfa Centauro y sus planetas. Y así sucesivamente. Desde luego los problemas cosmológicos nos ocuparán también bastante tiempo... —Sus ojos relucían tan ardientemente que Asmodeo tuvo que cubrirse el rostro con un ala—. ¡El metagaláctico universo espacio-tiempo! ¡Poder estudiar su origen, su evolución, su estructura, su... sí, su destino!
—Pero... ¡esto nos llevará por lo menos un billón de años! —se horrorizó Asmodeo.
Clipp le dirigió una sonrisa de lobo desdentado.
—¿De veras? Entonces, antes de que haya transcurrido ese tiempo, las estrellas se habrán consumido, el espacio habrá alcanzado su máxima expansión, se habrá deshinchado de nuevo para volver a expansionarse. Lo cual significa que habrá empezado otro ciclo.
—Sí —sollozó Asmodeo.
—¡Maravilloso! —exclamó Clipp—. ¡Una investigación literalmente eterna, sin tener que llenar fichas de ninguna clase, sin tener que presentar ningún informe!
—¡Pero yo tengo mucho trabajo!
—Lo siento —replicó Clipp implacablemente—. Y recuerda que no quiero que me molestes con tu estúpida conversación. No eres más que mi medio de transporte. Esto va a colocarme a cien codos por encima de Kepler. Me pregunto si también él... quizás... ¡Ah, ah...!
Asmodeo oyó acercarse al Ángel Negro y voló al exterior. Allí gritó, y maldijo, y pidió justicia. Se revolcó por el suelo, y lo pateó y lo aporreó con sus puños. Nadie le contestó. Eran las primeras horas de una fría mañana primaveral, los pájaros trinaban, los renuevos de los árboles susurraban, el cielo sonreía...
De pronto el alma de Hobart Clipp atravesó la pared, miró a su alrededor y se frotó unas manos inexistentes.
—¡Ah! —exclamó—. ¡Gracias a Dios que ha terminado todo! Bueno, ¿nos vamos?
FIN
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