AL OTRO LADO DEL UMBRAL
August Derleth
(Título original: Beyond the Threshold)
En esta ocasión, Derleth se centra en el tema del «Umbral», uno de los elementos clave de la mitología lovecraftiana: la oscura puerta que da acceso a un inimaginable caos «exterior», siempre dispuesto a vomitar sus aborrecibles horrores en nuestro frágil universo.
I
En realidad, ésta es la historia de mi abuelo.
En cierto modo, sin embargo, pertenece a la familia entera, y por encima de ella, al mundo; y ya no existe razón alguna para ocultar los terribles detalles de lo que sucedió en la casa solitaria, perdida en lo más profundo de los bosques del norte de Wisconsin.
Las raíces de la historia se retrotraen a las brumas de los primeros tiempos, muchísimo antes de los principios de la familia Alwyn, pero de esta parte no sabía yo nada en la época de mi visita a Wisconsin en respuesta a la carta de mi primo sobre el extraño debilitamiento de nuestro abuelo. Desde niño, había considerado siempre a Josiah Alwyn algo así como un ser inmortal que no parecía cambiar a lo largo de los años: era un anciano de pecho abombado, con una cara llena y carnosa, decorada con un bigote muy recortado y una pequeña barba que suavizaba la angulosa línea de su mandíbula cuadrada. Sus ojos eran oscuros, no demasiado grandes, y sus cejas pobladas; llevaba el pelo largo, de suerte que su cabeza tenía un aspecto leonino. Aunque le vi poco en mi juventud, dejó en mí una huella imborrable, durante las breves visitas que nos hacía cuando pasaba por la casa solariega, próxima a Arkham, en Massachusetts; aquellas cortas visitas de paso hacia remotos rincones del mundo: el Tibet, Mongolia, las regiones árticas y ciertas islas poco conocidas del Pacífico.
Hacía años que no le había visto, cuando me llegó la carta de mi primo Frolin, que vivía con él en la vieja mansión que tenía mi abuelo en el corazón de los bosques y lagos del norte de Wisconsin: «Desearía que pudieses ausentarte de Massachusetts lo suficiente como para venir hasta aquí. Ha pasado mucha agua bajo los puentes, y ha soplado mucho viento también, desde la última vez que estuviste. Francamente, creo que es muy importante que vengas. En las actuales circunstancias, no sé a quién dirigirme, ya que el abuelo no es el mismo, y necesito a alguien en quien poder confiar.» No había nada que fuese claramente apremiante en la carta, y, sin embargo, daba una extraña sensación de perentoriedad; había algo entre líneas que inducía, invisiblemente, intangiblemente, a no dar más que una respuesta a la carta de Frolin; algo en la frase sobre el viento, en la forma de decir que el abuelo no era el mismo, y en la necesidad que expresaba de tener a alguien en quien poder confiar.
Pude pedir permiso en mi cargo de bibliotecario auxiliar de la Miskatonic University de Arkham, en el mes de setiembre; así que fui. Fui, inquieto por la casi misteriosa convicción de que la necesidad de ir urgentemente era grande: viajé en avión de Boston a Chicago, y de allí, en tren, al pueblo de Harmon, en lo más profundo de la región boscosa de Wisconsin: un lugar de gran belleza natural, no lejos de las costas del lago Superior, de suerte que era posible, en días de viento, escuchar el ruido del agua.
Frolin me esperaba en la estación. Mi primo frisaba casi los cuarenta años, pero aparentaba unos diez menos, con sus ardientes e intensos ojos castaños, su boca suave y sensitiva, aunque él siempre había oscilado entre la gravedad y una especie de rudeza contagiosa: «La sangre irlandesa», como dijo una vez nuestro abuelo. Le miré directamente a los ojos al darnos la mano, tratando de descubrir alguna clave de su misteriosa zozobra, pero sólo vi que estaba efectivamente preocupado, pues sus ojos le traicionaban, al igual que las aguas de un estanque revelan las turbulencias del fondo, aunque tengan la superficie como el cristal.
—¿Qué ocurre? —pregunté, sentado a su lado en el cupé, mientras nos internábamos en la región de altos pinos—. ¿Está en cama el viejo?
Negó con la cabeza.
—¡Oh, no, nada de eso, Tony! —me lanzó una mirada extraña, contenida—. Ya lo verás. Espera y lo verás.
—¿Qué es, entonces? —insistí—. Tu carta era de lo más apremiante.
—Esperaba que lo fuera —dijo él, gravemente.
—Sin embargo, no es nada sobre lo que pueda preguntar —admití—. No obstante, algo pasa.
Sonrió.
—Sí, sabía que comprenderías. Te digo que ha sido difícil..., enormemente difícil. ¡Pensé en ti un montón de veces antes de sentarme a escribir esa carta, créeme!
—Pero si no está enfermo... Creí que me decías que no era el mismo.
—Sí, sí; eso te dije. Ahora espera, Tony; no seas tan impaciente; lo verás por ti mismo. Es su mente, creo.
—¡Su mente! —Sentí una clara oleada de sorpresa y pesar, ante la idea de que el espíritu de nuestro abuelo hubiera comenzado a flaquear; el pensamiento de que aquel cerebro magnífico hubiera declinado era intolerable, y me negué a admitirlo—. ¡Eso no! —exclamé—. Frolin, ¿qué diablos ocurre?
El volvió sus ojos turbados hacia mí, una vez más.
—No lo sé. Pero creo que es algo terrible. Si fuese solamente el abuelo... Pero está la música, y luego todas esas cosas, los ruidos y olores y... —Captó mi mirada de asombro y desvió los ojos, casi con un esfuerzo físico, deteniendo su charla—. Pero se me olvidaba. No me preguntes más. Aguarda y lo verás por ti mismo —rió brevemente, con una risa forzada—. Quizá no sea el viejo el que está perdiendo el juicio. He pensado en eso a veces, también... con razón.
No dijo nada más, pero ahora empezaba a invadirme una especie de enervante temor, y durante un rato permanecí en silencio junto a él, pensando solamente que Frolin y el viejo Josiah Alwyn vivían juntos en aquella vieja casa, ignorando los pinos inmensos de los alrededores y el sonido del viento, y el fragante humo de las hojas quemadas que el aire arrastraba desde el noroeste. La noche cayó pronto en esta comarca poblada de oscuros pinos, y aunque aún se demoraban las últimas claridades en poniente, la oscuridad, desplegándose hacia arriba en una inmensa oleada azafrán y amatista, tomaba ya posesión del bosque por el que viajábamos. De la oscuridad brotaban los gritos de los grandes buhos cornudos y sus primos menores los autillos, prestando una magia imponderable a la quietud que sólo turbaban la voz del viento y el ruido del coche a través de la prácticamente solitaria carretera que conducía a la casa de los Alwyn.
—Ya casi estamos —dijo Frolin.
Las luces del coche cruzaron por encima de un pino desgarrado, fulminado por un rayo hacía años, el cual alzaba todavía dos ramas raquíticas arqueadas como brazos retorcidos hacia el camino: un viejo tocón hacia el que llamaron mi atención las palabras de Frolin, recordándome que estábamos a media milla de la casa.
—Si el abuelo te preguntara —me pidió entonces—, quisiera que no le dijeses que te he llamado yo. No sé si le gustaría. Puedes decirle que te encontrabas no lejos de aquí, y se te ocurrió hacernos una visita.
Nuevamente sentí curiosidad, pero me abstuve de presionar más a Frolin.
—¿Sabe él que vengo?
—Sí. Le dije que había tenido noticias tuyas y que iba a bajar a la estación a esperarte.
Comprendí que si el viejo pensaba que Frolin me había llamado por su salud, se molestaría y quizá se enfadaría; sin embargo, la petición de Frolin implicaba algo más, más que el simple deseo de salvaguardar el orgullo del abuelo. De nuevo se despertó en mí esa singular, intangible alarma, esa sensación repentina, inexplicable de temor.
La casa surgió súbitamente en un claro entre los pinos. Había sido construida por un tío de nuestro abuelo en tiempos de la colonización de Wisconsin, allá por la década de 1850: uno de los Alwyn marineros de Innsmouth, ese pueblo extraño y oscuro de la costa de Massachusetts. Era una construcción muy poco atractiva, adosada a la falda del monte como una vieja arrugada y ridículamente ataviada. Desafiaba muchas normas arquitectónicas, sin que por ello dejase de reflejar las facetas de la arquitectura de 1850, adoptando el más grotesco y pomposo aspecto de las construcciones de aquel entonces. Poseía una amplia galería, uno de cuyos costados conducía directamente a los establos donde antiguamente se guardaban caballos, birlochos y calesas, y donde ahora se albergaban dos coches, único rincón del edificio que mostraba alguna evidencia de haber sido restaurado desde que lo construyeron. La casa alzaba dos plantas y media sobre un sótano; probablemente —la oscuridad me impedía precisarlo con seguridad— estaba pintada todavía del mismo horrible color castaño; y a juzgar por la luz que salía de las ventanas encortinadas, el abuelo no se había tomado la molestia de instalar la luz eléctrica, contingencia para la que venía yo bien preparado, provisto de una linterna y una vela eléctrica, con pilas de repuesto para las dos.
Frolin metió el coche en el garaje, lo aparcó allí y sacó un poco de equipaje, abriendo la marcha hacia la puerta de la entrada, una gran pieza de roble de gruesos entrepaños, decorada con una enorme y ridicula aldaba de hierro. El vestíbulo estaba a oscuras, aunque de la puerta entreabierta del fondo surgía una débil luz que, no obstante, bastaba para iluminar espectralmente la amplia escalera que conducía al piso superior.
—Te llevaré primero a tu habitación —dijo Frolin, siguiendo escaleras arriba con el paso seguro del que frecuenta constantemente el lugar—. Hay una linterna en el pilar de la escalera, en el descansillo —añadió—, por si la necesitas. Ya conoces al viejo.
Encontré la luz y la encendí, entreteniéndome lo imprescindible, de modo que cuando subí a reunirme con Frolin, éste estaba ya junto a la puerta de mi habitación, la cual, como observé, se encontraba directamente encima de la entrada de la casa y, por tanto, orientada al oeste, como la propia casa.
—Nos está prohibido utilizar ninguna habitación de aquí arriba que dé al este del vestíbulo —dijo Frolin, clavando en mí sus ojos, como si dijese: «¡Ya sabes lo raro que se ha vuelto!» Esperó a que hiciera yo algún comentario, pero como seguí callado, prosiguió—: Así que tengo la habitación contigua a la tuya, y Hough está al otro lado de la mía, en el extremo sudeste. A propósito, como habrás adivinado, Hough está preparando algo de comer.
—¿Y el abuelo?
—Seguramente estará en su despacho. Recordarás la habitación.
Efectivamente, conocía aquella extraña habitación sin ventanas, construida bajo las explícitas indicaciones de nuestro tío-bisabuelo Leander, habitación que ocupaba casi toda la parte trasera de la casa, más el lado noroeste completo, y todo el ancho del costado oeste, salvo el pequeño ángulo sudoeste, acaparado por la cocina, cuya luz había visto yo filtrarse en el vestíbulo, al entrar. El despacho se había construido adentrándose en la ladera misma de la montaña, por lo que la pared este no tenía ventanas; pero no había razón, salvo la excentricidad del tío Leander, para no haber abierto ventanas en la pared norte. Aproximadamente en el centro de la pared este, efectivamente, y empotrado en el muro, había un enorme cuadro que llegaba del suelo al techo y ocupaba una anchura de casi dos metros. Si esta pintura, ejecutada al parecer por algún amigo desconocido de tío Leander —si no por mi propio tío-bisabuelo— hubiese tenido algún rasgo de genio o de talento fuera de lo usual, semejante ostentación podría haberse pasado por alto; pero no era así; se trataba de una representación prosaica por demás de un paisaje del norte de la comarca, en el que se veía una ladera, con una cueva rocosa que se abría en el centro del cuadro, un sendero borroso que conducía a ella, una bestia impresionante que evidentemente pretendía ser un oso, tan común en otro tiempo en esta región, dirigiéndose hacia ella, y por encima, algo que parecía una nube siniestra perdida entre los pinos, alzándose oscuramente en derredor. Esta dudosa obra de arte dominaba el despacho completa y absolutamente, a pesar de las estanterías de libros que ocupaban casi todo el espacio disponible de las paredes de la habitación, y de la absurda colección de rarezas diseminadas por todas partes: trozos de piedra y madera curiosamente labrados, extraños recuerdos de la vida marinera de nuestro tío-bisabuelo. El despacho tenía toda la falta de vida de un museo y, sin embargo, respondía a mi abuelo como algo vivo; hasta la pintura de la pared parecía adquirir frescor cuando él entraba.
—No creo que nadie que haya entrado en esa habitación pueda olvidarla —dije con una mueca.
—Se pasa casi todo el tiempo ahí. No sale apenas, y supongo que cuando llega el invierno sólo aparece a la hora de las comidas. Se ha llevado allí la cama también.
Me estremecí.
—No puedo imaginarme que se pueda dormir en esa habitación.
—Ni yo. Pero ya sabes, está trabajando en algo, y creo sinceramente que tiene trastornado el juicio.
—¿Otro libro de viajes, quizá?
Movió negativamente la cabeza.
—No, creo que es una traducción. Algo distinto. Un día encontró unos viejos papeles de Leander, y desde entonces parece haber empeorado progresivamente. —Alzó las cejas y se encogió de hombros—. Vamos. Hough tendrá ya preparada la cena, y tú tendrás ocasión de juzgar por ti mismo.
Las críticas observaciones de Frolin me habían predispuesto a ver a un anciano consumido. Al fin y al cabo, nuestro abuelo tenía setenta y tantos años, y no podía vivir eternamente. Pero físicamente no había cambiado en absoluto, por lo que pude apreciar. Allí estaba sentado para cenar: aún era el mismo anciano fuerte, su bigote y su barba no eran blancos, sino de un gris acerado, y su pelo era negro y abundante; tenía la cara igual de gruesa y colorada que siempre. En el momento de entrar yo, estaba comiendo con apetito un muslo de pavo. Al verme, alzó las cejas un poco, se quitó el muslo de la boca, y me saludó con el mismo calor que si me hubiese ausentado media hora.
—Tienes buen aspecto —dijo.
—Y tú —dije yo—. Estás hecho un curtido veterano.
Hizo una mueca.
—Muchacho, estoy detrás de la pista de algo nuevo: una región inexplorada, distinta de las africanas, asiáticas y árticas.
Lancé una mirada a Frolin. Evidentemente, esto era nuevo para él; fueran cuales fuesen las alusiones que nuestro abuelo había dejado escapar sobre sus actividades, no incluían esta novedad.
Me preguntó sobre mi viaje al Oeste, y el resto de la cena lo pasamos hablando de los demás parientes. Observé que el anciano volvía insistentemente sobre los largamente olvidados parientes de Innsmouth: ¿Qué había sido de ellos? ¿Les había visto alguna vez? ¿Qué aspecto tenían? Como yo no sabía prácticamente nada de nuestros parientes de Innsmouth, y abrigaba la firme convicción de que todos habían muerto durante la extraña catástrofe en la que muchos de los habitantes de esa apartada ciudad desaparecieron en el mar, no pude serle de ninguna ayuda. Pero el giro de estas preguntas inocentes me desconcertaba no poco. En mi condición de bibliotecario de la Miskatonic University, había oído extrañas e inquietantes alusiones al caso de Innsmouth, y a la intervención de la policía federal, así como otras historias sobre extraños agentes, carentes todas ellas de ese esencial halo de veracidad que hiciera verosímil la explicación de los terribles acontecimientos que habían ocurrido en dicha ciudad. Quiso saber, por último, si había visto yo algún retrato de ellos, y cuando le dije que no, se quedó manifiestamente decepcionado.
—Mira —dijo con desaliento—, no hay retratos de tío Leander, pero las gentes de Harmon que le conocieron me contaron hace años que era un hombre muy casero, que su aspecto les recordaba al de una rana. —Súbitamente pareció más animado, comenzó a charlar con un poco más de vivacidad—. ¿Tienes idea de lo que eso significa, muchacho? No, por supuesto. Sería esperar demasiado...
Guardó silencio durante un rato, tomando a sorbos su café, tamborileando sobre la mesa con los dedos, y mirando fijamente al vacío con expresión singularmente preocupada, hasta que, de pronto, se levantó y abandonó la habitación, invitándonos a que fuésemos a su despacho cuando hubiéramos terminado.
—¿Qué opinas? —preguntó Frolin, tan pronto como oímos cerrarse la puerta del despacho.
—Es extraño —dije—. Pero no veo nada anormal, Frolin. Me temo...
Él sonrió lúgubremente.
—Espera. No emitas un juicio todavía; apenas hace dos horas que estás aquí.
Nos dirigimos al despacho después de cenar, dejando que recogieran la mesa Hough y su esposa, quienes habían servido a mi abuelo durante veinte años en esta casa. El despacho estaba intacto, aparte la adición de la vieja cama doble, arrimada contra la pared que separaba esta habitación de la cocina. Mi abuelo estaba esperándonos, evidentemente, o más bien esperándome a mí; y si había tenido motivos para considerar críptico al primo Frolin, no hay palabra adecuada para calificar la subsiguiente conversación con mi abuelo.
—¿Has oído hablar alguna vez del Wendigo? —preguntó.
Admití que había tenido ocasión de leer referencias a este tema, juntamente con otras leyendas indias de la región del Norte: consistía en la creencia en un ser sobrenatural y monstruoso, de aspecto horrendo, que habitaba en las grandes soledades de los bosques.
Quiso saber si había pensado yo alguna vez que podía existir una relación entre esta leyenda del Wendigo y los elementos aéreos; y al contestar yo en sentido afirmativo, me expresó su curiosidad por saber cómo había llegado a conocer la leyenda india, tomándose el trabajo de explicarme que su pregunta no tenía nada que ver con el Wendigo.
—En mi condición de bibliotecario, tengo ocasión de tropezarme con un montón de cosas raras —contesté.
—¡Ah! —exclamó, echando mano de un libro que tenía cerca de su butaca—. Entonces, conoces indudablemente este libro.
Miré el pesado volumen de negra encuademación, cuyo título en letras de oro iba estampado en el lomo únicamente: The Outsider and Others, de H. P. Lovecraft.
Asentí.
—Lo tenemos en nuestras estanterías.
—¿Lo has leído?
—Sí, claro. Es muy interesante.
—Entonces habrás leído lo que cuenta acerca de Innsmouth en su extraño relato, La sombra sobre Innsmouth. ¿Qué piensas de ello?
Reflexioné apresuradamente, traté de recordar la historia, y en seguida me vino a la memoria: era un cuento fantástico de horribles seres acuáticos, progenie de Cthulhu, bestia de origen primordial que vivía en las profundidades del mar.
—Ese hombre tenía bastante imaginación.
—¡Tenía! ¿Es que ha muerto?
—Sí, hace tres años.
—¡Ah! Y yo que pensaba aprender de él...
—Pero seguramente su ficción... —empecé.
Me detuvo.
—Si no puedes dar ninguna explicación sobre lo que ocurrió en Innsmouth, ¿cómo puedes estar tan seguro de que su relato es ficticio?
Admití que no podía; pero el anciano pareció perder todo interés. A continuación sacó un voluminoso sobre que tenía pegados muchos sellos de tres centavos de 1869, tan apreciados por los coleccionistas, y extrajo de él varios papeles que, según dijo, tío Leander había dejado con instrucciones de que fueran arrojados a las llamas. Su deseo, empero, no se había cumplido, explicó mi abuelo, y habían venido a parar a sus manos. Me tendió unas hojas y me pidió mi opinión, sin apartar un momento sus sagaces ojos de mí.
Las hojas pertenecían evidentemente a una carta larga, escrita a mano y con las frases más torpes que cabe imaginar. Además, muchas de dichas frases carecían de sentido, y la hoja que tenía yo delante estaba repleta de alusiones extrañas. Mis ojos captaron palabras tales como Ithaqua, Lloigor, Hastur; hasta que no devolví las hojas a mi abuelo, no se me ocurrió que había leído esas palabras en otro sitio, no hacía mucho tiempo. Pero no dije nada. Expliqué que no podía evitar la sensación de que tío Leander escribía con innecesaria confusión.
Mi abuelo rió entre dientes.
—Creía que lo primero que se te ocurriría iba a ser algo muy parecido a mi propia reacción; pero no, ¡me has fallado! ¡Indudablemente, está claro que todo esto está en clave!
—¡Naturalmente! Eso explicaría la torpeza de sus líneas.
Mi abuelo sonrió con afectación.
—Una clave bastante simple, pero adecuada..., totalmente adecuada. Todavía no he terminado de descifrarla. —Golpeó el sobre con el índice—. Parece que se refiere a esta casa, y hay una advertencia, repetida más de una vez, sobre que hay que tener cuidado de no traspasar el umbral, so pena de horribles consecuencias. Muchacho, he cruzado y recruzado cada uno de los umbrales de este edificio docenas de veces, sin consecuencias de ningún género. Así que, por lo tanto, en alguna parte debe haber un umbral que no he cruzado aún.
No pude reprimir una sonrisa ante su animación.
—Si a tío Leander se le extravió el juicio, el tuyo no parece irle muy en zaga —dije.
La conocida impaciencia de mi abuelo salió repentinamente a la superficie. Apartó los papeles de mi tío de una manotada, nos despidió a los dos con la otra, y dio a entender claramente que tanto Frolin como yo habíamos dejado de existir para él en ese instante.
Nos levantamos, murmuramos alguna disculpa y abandonamos la habitación.
En la semioscuridad del vestíbulo, Frolin me miró sin decir nada, contentándose con fijar sus ojos furibundos en los míos durante un minuto largo, antes de dar media vuelta y llevarme arriba, donde nos despedimos y nos retiramos cada uno a nuestra alcoba a descansar.
II
La actividad nocturna de la mente subconsciente ha sido siempre de hondo interés para mí, ya que me parece que se abren oportunidades sin límite ante cada individuo que está alerta. Muchas son las veces que me he ido a la cama agobiado por un problema, para encontrarlo resuelto —en la medida en que soy capaz de resolverlo— al despertar. De las otras actividades más tortuosas de la mente nocturna sé menos. Pero lo que sí sé es que esa noche me retiré dándole vueltas a la cabeza sobre dónde me había tropezado con las extrañas palabras de mi tío Leander, con la más enérgica y lúcida razón, y que me dormí por último sin haber encontrado respuesta a esta cuestión.
Sin embargo, cuando me desperté en la oscuridad, unas horas más tarde, supe inmediatamente que había leído esos extraños nombres propios en el libro de H. P. Lovecraft que teníamos en la Miskatonic, y sólo en segundo lugar me di cuenta de que alguien golpeaba a mi puerta, y que llamaba con voz apagada:
—Soy Frolin. ¿Estás despierto? Quiero pasar.
Me levanté, me puse la bata y encendí mi vela eléctrica. A todo esto, Frolin había entrado en la habitación; su cuerpo delgado temblaba ligeramente, quizá de frío, pues la brisa de la noche de setiembre que entraba por mi ventana no era ya veraniega.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
Se acercó a mí, con una luz extraña en los ojos, y puso una mano sobre mi brazo.
—¿No oyes? —preguntó—. Dios mío, quizá sea mi cabeza...
—¡No, espera! —exclamé.
De alguna parte del exterior, venía al parecer una música espectralmente hermosa: «Son flautas», pensé.
—Es la radio del abuelo —dije—. ¿La suele escuchar a estas horas?
La expresión de su cara acalló mis palabras.
—La única radio de la casa la tengo yo. Está en mi habitación y no está tocando. Incluso te diré que tiene las pilas gastadas. Además, ¿has oído alguna vez esa clase de música por la radio?
Escuché con renovado interés. La música parecía extrañamente apagada, y no obstante, se oía bien. Observé, por otra parte, que no tenía una dirección definida: mientras al principio parecía provenir del exterior, ahora daba la sensación de que brotaba de debajo de la casa. Era como una rara melodía de flautas y caramillos.
—Es una orquesta de flautas —dije.
—O son las siringas de Pan —dijo Frolin.
—Esos instrumentos ya no se usan —objeté distraídamente.
—En la radio —puntualizó Frolin.
Le miré sorprendido; él me devolvió la mirada con seriedad. Se me ocurrió que su poco natural gravedad tenía una razón de ser, ya deseara él o no expresar con palabras esa razón. Le cogí del brazo.
—Frolin, ¿qué ocurre? Te noto alarmado.
Tragó saliva.
—Tony, esa música no viene de ninguna parte de la casa. Viene de fuera.
—Pero ¿quién iba a estar fuera? —pregunté.
—Nadie, ningún ser humano.
Por fin habíamos llegado. Casi con alivio, afronté esta posibilidad que había temido admitir ante mí mismo y que debía afrontar. Nadie..., ningún ser humano.
—Entonces, ¿quién? —pregunté.
—Creo que el abuelo lo sabe —dijo—. Ven conmigo, Tony. Deja la luz; podemos hallar el camino a oscuras.
En el vestíbulo, me detuvo una vez más su mano tensa, sujetándome del brazo.
—¿Has notado eso? —susurró, siseante—. ¿Has notado eso también?
—El olor —dije—. Es un olor vago, impreciso, a agua, a peces y a ranas y a habitantes de lugares acuáticos.
—¿Y ahora? —dijo él.
Súbitamente, el olor a humedad había desaparecido y en su lugar penetraba rápidamente un frío, derramándose en el vestíbulo como algo vivo la indefinible fragancia de la nieve, la apagada humedad del aire cargado de nieve.
—¿Comprendes por qué estaba yo preocupado? —preguntó Frolin.
Sin darme tiempo a contestar, abrió la marcha escaleras abajo hasta la puerta del despacho del abuelo, por debajo de la cual brillaba aún una delgada raya de luz amarilla. Me daba cuenta, a cada escalón que descendíamos, de que la música aumentaba de volumen, aunque no se hacía más comprensible, y ahora, ante la puerta del despacho, se hizo evidente que provenía de dentro, y que la extraña variedad de olores venía igualmente de dentro. La oscuridad parecía palpitar de amenaza, cargada de un terror inminente y presagioso que nos envolvía como en una concha, hasta el punto de que Frolin temblaba a mi lado.
Alcé impulsivamente la mano y llamé.
No hubo respuesta en el interior, ¡pero en el instante en que sonó el golpe en la puerta, la música se detuvo, y los extraños olores se desvanecieron en el aire!
—¡No debías haber hecho eso! —susurró Frolin—. Si él...
Empujé la puerta. Cedió a mi presión y se abrió.
No sé qué esperaba ver allí en el despacho, pero desde luego no lo que vi. El aspecto de la habitación no había cambiado un ápice, quitando el hecho de que el abuelo se había acostado y la lámpara seguía ardiendo. Permanecí inmóvil unos instantes sin atreverme a creer el testimonio de mis ojos, estupefacto ante la prosaica escena que presenciaba. ¿De dónde había surgido la música que yo había oído? ¿Y los olores y fragancias del aire? La confusión se apoderó de mis pensamientos y estaba a punto de retirarme, turbado ante la expresión de descanso de mi abuelo, cuando habló él:
—Pasa, pasa —dijo, sin abrir los ojos—. Así que has oído la música también, ¿no? Había empezado a preguntarme por qué no la oía nadie más. Es mongólica, me parece. Hace tres noches era claramente india, del Norte otra vez, de Canadá y de Alaska. Creo que hay lugares donde Ithaqua es adorado todavía. Sí, sí..., y hace una semana, oí las últimas notas tocadas en el Tibet, en la prohibida Lhassa de hace años, de hace décadas.
—¿Quién la tocaba? —exclamé—. ¿De dónde viene?
Abrió los ojos y se nos quedó mirando.
—Salía de aquí, creo —dijo, colocando la palma de la mano sobre el manuscrito que tenía delante, las hojas escritas por mi tío-bisabuelo—. Y la tocaban los amigos de Leander. Es la música de las esferas, muchacho... ¿Das crédito a tus sentidos?
—La he oído. Y Frolin también.
—¿Y qué pensará Hough? —murmuró el abuelo. Suspiró—: Casi lo tengo, creo. Sólo falta determinar con cuál de ellos se comunicaba Leander.
—¿Con cuál? —repetí—. ¿Qué quieres decir?
Cerró los ojos y la sonrisa le volvió brevemente a los labios.
—Al principio creía que era Cthulhu; Leander era marinero, al fin y al cabo. Pero ahora me pregunto si no serían criaturas del aire: Lloigor, quizá, o Ithaqua, al que creo que algunos indios llaman el Wendigo. Hay una leyenda que dice que Ithaqua se lleva a sus víctimas consigo a los espacios lejanos que hay por encima de la Tierra..., pero se me está olvidando todo otra vez, mi mente divaga.
Sus ojos se abrieron, y vi que nos miraban con una expresión singularmente lejana.
—Es tarde —dijo—. Necesito dormir.
—¿De qué estaba hablando, en nombre de Dios? —preguntó Frolin, ya en el vestíbulo.
—Vamos —dije.
Pero una vez en mi habitación, con Frolin aguardando a escuchar expectante lo que yo tuviera que decir, no supe cómo empezar. ¿Cómo hablar del saber preternatural que encerraban los textos prohibidos de la Miskatonic University, el espantoso Libro de Eibon, los oscuros Manuscritos Pnakóticos, el terrible Texto de R'lyeh, y el más tenebroso de todos, el Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred? ¿Cómo contarle todas las cosas que se agolparon en mi mente al escuchar las extrañas palabras de mi abuelo, los recuerdos que emergían de lo más profundo...? ¿Cómo hablarle de los Primordiales, seres antiquísimos de increíble perversidad, dioses viejos que en un tiempo poblaron la Tierra y todo el universo que ahora conocemos, y quizá mucho más, y de los dioses arquetípicos del bien, y de las fuerzas del antiguo mal, ahora sometidas, y sin embargo, irrumpiendo eternamente, manifestándose en cortos períodos, de manera horrible, en el mundo de los hombres? Y si antes mi memoria no había sido lo bastante clara, o los había rechazado con la fuerza de mis prejuicios inherentes, ahora evocaba sus nombres terribles: Cthulhu, guía poderoso de las fuerzas de las aguas de la Tierra; Yog-Sothoth y Tsathoggua, moradores de las profundidades terrestres; Lloigor, Hastur e Ithaqua, el Ser-Nieve y El-Que-Camina-en-el-Viento, que son elementos aéreos todos ellos. Era de estos seres de quienes mi abuelo había hablado; y la conclusión que había sacado resultaba demasiado clara para que pudiese pasarse por alto, o aun interpretarse de otro modo: que mi tío-bisabuelo había vivido en la apartada y ahora deshabitada ciudad de Innsmouth, que había tenido trato con al menos uno de estos seres. Y había otro corolario al que él no había llegado, pero que se desprendía de algo que había dicho por la tarde: que en algún lugar de la casa había un umbral que un hombre no debía atreverse a trasponer, y que había un peligro acechando al otro lado de ese umbral que no era sino la vía de retroceso en el tiempo, el camino de espantosa comunicación con los dioses primordiales que tío Leander había tenido.
Y sin embargo, no había captado toda la importancia de las palabras de mi abuelo. Aunque había dicho mucho, aún había mucho más por decir, y más tarde no pude culparme de no haber comprendido plenamente que las actividades de mi abuelo se orientaban hacia el descubrimiento de ese umbral secreto del que tío Leander hablaba tan crípticamente en sus cartas... ¡y a cruzarlo! En la confusión mental en que ahora me encontraba, preocupado con la antigua mitología de Cthulhu, Ithaqua y los dioses arquetípicos, no seguí los evidentes indicios que conducían a tan lógica conclusión, posiblemente porque temía instintivamente llegar demasiado lejos.
Me volví a Frolin y se lo expliqué lo más claramente que pude. Él escuchó atentamente, haciendo de cuando en cuando alguna pregunta concreta, palideciendo ligeramente ante determinados detalles que no podía yo dejar de mencionar, y no se mostró tan escéptico como yo había pensado. Esto era en sí prueba del hecho de que aún había más cosas por descubrir sobre las actividades del abuelo e incidentes de la casa, aunque yo no me di cuenta inmediatamente. Sin embargo, iba a tardar poco en averiguar algo más sobre la razón fundamental de que Frolin hubiese aceptado en seguida mi explicación, necesariamente breve.
A mitad de una pregunta, dejó de hablar de repente, y asomó a sus ojos una expresión que indicaba que su atención se había desviado de mí, de la habitación, a algo más allá; se quedó en la actitud del que escucha, e impulsado por su gesto, me esforcé yo también por averiguar qué era lo que oía.
«Es sólo la voz del viento en los árboles, que se ha elevado ahora un poco —pensé—. Va a haber tormenta.»
—¿Oyes? —preguntó él en un susurro estremecido.
—No —respondí quedamente—. Sólo el viento.
—Sí, sí... el viento. Te lo escribí, recuerda. Escucha.
—Vamos, Frolin, ten serenidad. Sólo es el viento.
Me dirigió una mirada compasiva y, dirigiéndose a la ventana, me hizo señas de que le siguiera. Me acerqué y me puse a su lado. Sin decir palabra, señaló hacia la oscuridad que envolvía la casa. Tardé un momento en acostumbrar mis ojos a la noche, pero después pude ver la línea de árboles recortada fuertemente contra el cielo limpio y estrellado. Y entonces, instantáneamente, comprendí.
Aunque el viento rugía y tronaba alrededor de la casa, nada turbaba la quietud de los árboles que tenía ante mis ojos: ¡ni una hoja, ni una copa, ni una ramita se mecía lo que es el espesor de un cabello!
—¡Dios mío! —exclamé, y retrocedí, alejándome del cristal como para borrar la visión de mis ojos.
—¿Comprendes ahora? —preguntó él, retirándose de la ventana también—. Yo ya lo he oído otras veces.
Se quedó inmóvil, como aguardando, y yo también esperé; a la sazón, el ruido del viento había alcanzado una intensidad sobrecogedora, de suerte que parecía como si la vieja casa fuera a ser arrancada de la ladera y lanzada valle abajo. En efecto, hubo un leve temblor en el mismo momento en que lo estaba pensando: una extraña vibración, como si la casa se estremeciera, y los cuadros de las paredes se movieran ligeramente, de manera casi -furtiva, casi imperceptible, y sin embargo, inequívocamente visible. Miré a Frolin, pero su semblante no se había alterado; siguió allí, escuchando, de modo que comprendí que aún no habíamos llegado al final de esta singular manifestación. El ruido del viento era ahora un terrible, demoníaco aullido, acompañado de notas de música que por un momento se hicieron distintas, aunque tan perfectamente mezcladas con la voz del viento que al principio no se distinguían. La música era semejante a la de antes, como de flautas, y de cuando en cuando, de instrumentos de cuerda, pero ahora mucho más violenta, resonando con aterrador desenfreno, con un carácter de abominable maldad. Al mismo tiempo, ocurrieron otras dos manifestaciones. La primera fue el ruido como de caminar de alguien, de un gran ser cuyos pasos parecieron penetrar en la habitación desde el corazón mismo del viento; ciertamente, no se produjeron dentro de la casa, aunque había en ellos el inequívoco crescendo que denotaba su gradual aproximación. El segundo fue un repentino cambio de temperatura.
La noche, fuera, era calurosa para el mes de setiembre en el nórdico estado de Wisconsin, y la casa, también, se había mantenido razonablemente confortable. Ahora, de pronto, coincidiendo con los pasos que se acercaban, la temperatura comenzó a descender rápidamente, de modo que en poco tiempo el aire de la habitación se enfrió, y tanto Frolin como yo tuvimos que ponernos más ropa para no resfriarnos. Sin embargo, esto no parecía ser la culminación de las manifestaciones que tan claramente esperaba Frolin: seguía de pie, sin decir nada, aunque sus ojos, encontrándose con los míos de tiempo en tiempo, eran lo bastante elocuentes como para expresar su pensamiento. No sé el tiempo que permanecimos allí, escuchando los aterradores sonidos, antes de producirse el final.
Pero, súbitamente, Frolin me cogió del brazo, y con un ronco susurro, exclamó:
—¡Ahí! ¡Ahí están! ¡Escucha!
El ritmo de la espectral música había cambiado repentinamente y decrecía desde el violento frenesí anterior; ahora se transformó en una melodía de una dulzura casi insoportable, con cierto matiz melancólico, y resultaba tan agradable como perversa había sido la anterior; sin embargo, la nota de terror no había desaparecido completamente. Al mismo tiempo, se hizo evidente un sonido de voces que se elevaron progresivamente en una especie de cántico, desde algún lugar de detrás de la casa..., como del despacho.
—¡Gran Dios del cielo! —grité, aterrado a Frolin—. ¿Qué ocurre ahora?
—Es por el abuelo —dijo—. Tanto si lo sabe él como si no, ese ser viene y canta para él —sacudió la cabeza y cerró los ojos un instante, antes de añadir amargamente en voz baja e intensa—: ¡Si hubiese quemado esos malditos papeles de Leander, como debía haber hecho...!
—Casi podrían entenderse las palabras —dije, escuchando atentamente.
Se oían palabras, pero no palabras que yo hubiese oído nunca; eran una especie de berridos horribles y primitivos, como si alguna criatura bestial, dotada de media lengua, aullase sílabas de insensato horror. Echamos a correr y abrimos la puerta; inmediatamente, los sonidos parecieron más claros, de forma que lo que yo había tomado por muchas voces era sólo una, capaz, no obstante, de producir la ilusión de multiplicidad. Las palabras —o quizá sería mejor que dijese sonidos, sonidos bestiales— se elevaban desde abajo como un aullido sobrecogedor:
—¡Ia! ¡Ia! ¡Ithaqua! Ithaqua cf'ayak vulgthumm. ¡Ia! ¡Uhg! ¡Cthulhu fhtagn! ¡Shub-Niggurath! ¡Ithaqua naflfhtagn!
Increíblemente, la voz del viento se elevaba y rugía cada vez más terriblemente, hasta el punto que pensé que la casa iba a salir despedida al vacío en cualquier momento, y Frolin y yo de sus habitaciones, y que nos iba a succionar el aliento de nuestros cuerpos desamparados. En la confusión de espanto y asombro que se apoderó de mí, pensé en ese instante en mi abuelo, que estaba abajo en el despacho, y, haciendo una seña a Frolin, eché a correr hacia la escalera, decidido, a pesar de mi horrible miedo, a ponerme entre el anciano y lo que le amenazase, fuera lo que fuese. Corrí a su puerta y me abalancé contra ella, y una vez más, como antes, cesaron todas las manifestaciones: como el chasquido de un interruptor, cayó el silencio, que momentáneamente se hizo aún más terrible.
Se abrió la puerta, y nuevamente me encontré ante mi abuelo.
Estaba sentado todavía como lo habíamos dejado antes, aunque ahora tenía los ojos abiertos, la cabeza un poco erguida y la mirada fija en el enorme cuadro de la pared este.
—¡En nombre de Dios! —grité—. ¿Qué es eso?
—Espero averiguarlo muy pronto —contestó con gran dignidad y gravedad.
Su absoluta carencia de temor sosegó algo mi propia alarma, y entré un poco más en la habitación, seguido de Frolin. Me incliné sobre su cama, procurando que fijara su atención en mí, pero siguió mirando el cuadro con singular intensidad.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté—. Sea lo que fuere, encierra peligro.
—Un explorador como tu abuelo difícilmente estaría satisfecho si no fuera así, muchacho —replicó con tono agrio y práctico.
Yo sabía que era verdad.
—Prefiero morir con las botas puestas a hacerlo aquí en la cama —prosiguió—. En cuanto a lo que has oído, no sé cuánto has oído tú..., pero es algo por el momento inexplicable. Pero quisiera llamar tu atención hacia la extraña acción del viento.
—No había viento —dije—. Me he asomado.
—Sí, sí —dijo con cierta impaciencia—. Muy cierto. Y sin embargo, ahí estaba el ruido del viento, y todas esas voces del viento... tal como las he oído en Mongolia, en las grandes regiones nevadas, en la lejana y secreta meseta de Leng, donde el pueblo Tcho-Tcho adora a extraños dioses antiguos... —De pronto se volvió hacia mí, y sus ojos me parecieron enfebrecidos—: ¿Te he hablado del culto a Ithaqua, al que algunos indios de Manitoba superior llaman a veces El-Que-Camina-en-el-Viento, y otros, efectivamente, el Wendigo, y sobre sus creencias de que El-Que-Camina-en-el-Viento ejecuta sacrificios humanos y se lleva a sus víctimas a parajes apartados de la Tierra, abandonándolas finalmente muertas? ¡Oh!, hay historias, muchacho, y leyendas muy extrañas... y algo más —se inclinó hacia mí ahora con fiera intensidad—: Yo mismo he visto cosas..., cosas encontradas en un cuerpo caído del aire..., cosas que no es posible que existan en Manitoba, cosas que pertenecían a Leng, a las islas del Pacífico —y me despidió con un movimiento de brazo, y una expresión de disgusto cruzó por su rostro—. No me crees. Piensas que desvarío. ¡Vete, regresa a tu sueño mezquino, y espera tu final a lo largo de la eterna miseria de monotonía, día tras día!
—¡No! Cuéntamelo ahora.
—Hablaré contigo por la mañana —dijo él cansadamente, echándose hacia atrás.
Me tuve que contentar con eso; era duro como el diamante, y no había forma de ablandarle. Le di las buenas noches de nuevo, y me retiré al vestíbulo con Frolin, que movía la cabeza lenta, negativamente.
—Cada vez está peor —susurró—. Cada vez el viento sopla con más fuerza, el frío es más intenso, las voces y la música más claras... ¡y el ruido de esos pasos más terrible!
Dio media vuelta y comenzó a subir las escaleras; tras un momento de vacilación, le seguí.
Por la mañana, mi abuelo mostraba su habitual aspecto saludable. En el momento de entrar yo en el comedor, estaba hablando a Hough, evidentemente en respuesta a una petición, pues el viejo criado se mantenía respetuosamente inclinado mientras oía decir a mi abuelo que él y la señora Hough podían efectivamente tomarse una semana de vacaciones a partir de este momento, si la salud de la señora Hough requería ir a Wausau a visitar a un especialista. Frolin me miró a los ojos con crispada sonrisa; su rostro había perdido algo de color, lo que le daba un aspecto pálido y trasnochado, aunque comía con bastante apetito. Su sonrisa, y la breve mirada significativa de sus ojos hacia Hough cuando se retiraba, manifestaron a las claras que esta necesidad que les había sobrevenido a Hough y a su esposa era un modo de combatir las manifestaciones que tanto me habían perturbado en mi primera noche en la casa.
—Bueno, muchacho —dijo el abuelo alegremente—, ya casi se te ha ido el aspecto macilento que tenías anoche. Confieso que estaba preocupado por ti. Supongo que tampoco te sentirás tan escéptico como antes.
Rió entre dientes, como si acabara de decir un chiste. Por desgracia, yo no pude considerarlo así. Me senté y empecé a comer un poco, mirándole de cuando en cuando, esperando a que empezara la explicación de los extraños sucesos de la noche anterior. Como en seguida me di cuenta de que no tenía intención de explicarme nada, me vi obligado a pedírselo expresamente, cosa que hice con toda la dignidad posible.
—Siento mucho que no hayas podido descansar —dijo—. El hecho es que ese umbral del que habla Leander debe de encontrarse en algún lugar del despacho; anoche sentí la absoluta certeza de que era así, antes de que irrumpieras en mi habitación por segunda vez. Además, parece incuestionable que al menos un miembro de la familia tuvo relaciones con alguno de aquellos seres... Leander, naturalmente.
Frolin se inclinó hacia delante.
—¿Crees en ellos?
Nuestro abuelo sonrió agriamente.
—Debería resultar evidente que, cualesquiera que sean mis poderes, el alboroto que oísteis anoche difícilmente pudo ser provocado por mí.
—Sí, por supuesto —concedió Frolin—. Pero algún otro agente...
—No, no; queda por determinar solamente cuál. El olor a agua es signo de la progenie de Cthulhu, pero los vientos podrían deberse a Lloigor, o a Ithaqua, o a Hastur. Pero las estrellas no están en la posición favorable para que sea Hastur —prosiguió—. Así que debemos quedarnos con los otros dos. Son ellos, o uno de ellos, los que están justamente al otro lado del umbral. Quiero saber qué hay más allá de ese umbral, si puedo descubrirlo.
Parecía increíble que mi abuelo hablase con tanta indiferencia sobre estos seres antiguos; su aire prosaico era en sí mismo tan alarmante como los acontecimientos de la noche. La temporal sensación de seguridad que había sentido yo al verle desayunar desapareció; empecé a tener conciencia nuevamente de ese creciente temor que había experimentado cuando me aproximaba a la casa, la pasada tarde, y lamentaba haber forzado mi interrogatorio.
Si mi abuelo sabía algo, no lo manifestó. Siguió hablando con el tono del profesor que realiza una investigación científica para beneficio del auditorio que tiene delante. No cabía duda, dijo, que existía una relación entre los sucesos de Innsmouth y el contacto exterior no humano de Leander Alwyn. ¿Abandonó Leander la ciudad de Innsmouth originalmente por el culto a Cthulhu que existía allí, porque él también se vio aquejado de esa singular transformación facial que afectó a tantos habitantes de la maldita Innsmouth, confiriéndoles aquella extraña fisonomía de batracio que horrorizó a los investigadores federales que fueron a inspeccionar el caso? Quizá fuera eso. En todo caso, al dejar atrás el culto de Cthulhu, se abrió camino hacia las regiones inexploradas de Wisconsin y estableció contacto de algún modo con alguno de los otros seres más antiguos, Lloigor o Ithaqua; todos ellos, hay que decir, fuerzas elementales del mal. Al parecer, Leander Alwyn era un hombre perverso.
—Si hay alguna verdad en todo esto —exclamé—, entonces habría que hacer caso de la advertencia de Leander. ¡Abandona ese descabellado empeño en descubrir el umbral del que hablas!
Mi abuelo me miró un instante con calculada indulgencia; pero era evidente que no se sentía aludido por mi explosión.
—Ahora que me he embarcado en esta exploración, pienso seguirla. Al fin y al cabo, Leander murió de muerte natural.
—Pero, según tu propia teoría, había tenido relaciones con esos... seres —dije—. Tú no tienes ninguna. Te atreves a salir a los espacios desconocidos, por así decir, sin tener en cuenta los horrores que puedes encontrar.
—Cuando estuve en Mongolia me tropecé con horrores también. Jamás en la vida pensé que saldría con vida de Leng. —Calló, meditabundo, y luego se levantó lentamente—. No; me propongo descubrir el umbral de Leander. Y esta noche, oigáis lo que oigáis, no tratéis de interrumpirme. Sería una lástima que, después de tanto tiempo, me volviese a retrasar vuestra impetuosidad.
—Y cuando hayas descubierto el umbral —exclamé—, ¿qué?
—No estoy seguro de que quiera cruzarlo.
—Puede que no dependa de ti el elegir.
Me miró un instante en silencio, sonrió amablemente, y abandonó la habitación.
III
Aun ahora que ha pasado tanto tiempo, me resulta difícil narrar los acontecimientos de aquella noche catastrófica, por lo vívidamente que me vuelven a la memoria, a pesar del prosaico ambiente de la Miskatonic University, donde tantos y tan tremendos secretos se ocultan en textos antiguos y poco conocidos. Y sin embargo, para comprender los difundidos acontecimientos que ocurrieron después, es preciso conocer los sucesos de aquella noche.
Frolin y yo pasamos la mayor parte del día revisando los libros y papeles de mi abuelo, con intención de comprobar ciertas leyendas a las que se había referido en sus conversaciones, no sólo conmigo, sino con Frolin antes de mi llegada. A lo largo de toda su obra aparecían infinidad de alusiones crípticas, pero no encontramos más que un relato relacionado con nuestra investigación: una historia algo oscura, declaradamente de origen legendario, concerniente a la desaparición de dos habitantes de Nelson, Manitoba, y un oficial de la Policía Montada de la Royal Northwest, y la reaparición de los tres como llovidos del cielo, helados y muertos o moribundos, balbuciendo palabras sobre Ithaqua, El-Que-Camina-en-el-Viento, y sobre muchos lugares de la faz de la Tierra, y portando consigo extraños objetos, propios de lejanas regiones, que jamás se había sabido que poseyeran en vida. La historia era increíble, y sin embargo, estaba claramente relacionada con la mitología consignada en The Outsider and Others y las que se relataban en los Manuscritos Pnakóticos, el Texto de R'lyeh y el terrible Necronomicón.
Aparte de esto, no encontramos nada que se relacionase de manera palpable con nuestro problema, así que nos resignamos a esperar a que llegase la noche.
En la comida y la cena, preparadas por Frolin en ausencia de Hough, mi abuelo se comportó con la normalidad de costumbre, sin aludir para nada a su extraña aventura, comentando solamente que ahora tenía la prueba concreta de que había sido Leander quien había pintado ese poco atractivo paisaje de la pared este del despacho, y que esperaba que pronto —dado que estaba llegando al final de su tarea de descifrar la larga y vaga carta de Leander— descubriría la clave esencial de ese umbral del que hablaba, y al que se refería ahora cada vez más. Cuando se levantó de la mesa, nos advirtió de nuevo solemnemente que no le interrumpiésemos por la noche, so pena de causarle el mayor disgusto, y acto seguido se metió en aquel despacho, del que no volvió a salir ya nunca.
—¿Crees que vas a poder dormir? —me preguntó Frolin cuando nos quedamos solos.
Negué con la cabeza.
—Imposible. Permaneceré en vela.
—Creo que no le gustaría que nos quedásemos abajo —dijo Frolin, frunciendo levemente el ceño.
—Me iré entonces a mi habitación —dije—. ¿Y tú?
—Me quedaré contigo, si no te importa. Él se propone llegar al final, y no hay nada que podamos hacer hasta que nos necesite. Puede llamar...
Yo tenía la desagradable convicción de que si mi abuelo nos llamaba, sería demasiado tarde, pero me abstuve de expresar mis temores en voz alta.
Los sucesos de esa noche empezaron como en la anterior: con los acordes de aquella música espectralmente hermosa, como de flautas, que brotaba de la oscuridad que envolvía la casa. Después, al cabo de un rato, comenzó el viento, y el frío, y la voz ululante. Y entonces, precedido por un aura de maldad tan grande que casi nos asfixiaba en la habitación, sucedió algo más, algo indeciblemente espantoso. Frolin y yo estábamos a oscuras; yo no me había molestado en encender mi vela eléctrica, dado que ninguna luz podría revelarnos el origen de todas estas manifestaciones. Fui a la ventana y, cuando el viento empezó a levantarse, miré una vez más hacia la línea de árboles, pensando que, con toda certeza, se agitarían con la enorme embestida del viento; pero una vez más, no vi nada, ni un leve movimiento en esa quietud. Ni una nube tampoco en el cielo; las estrellas brillaban vivamente, las constelaciones del verano descendían hacia el borde occidental de la Tierra indicando el otoño en el firmamento. El ruido del viento se había elevado invariablemente, de forma que ahora adquirió la furia de un ventarrón; y no obstante, ni un movimiento turbaba la línea de árboles más oscuros que la negrura del cielo.
Pero súbitamente —tan súbitamente que por un instante parpadeé en un esfuerzo por convencerme de que un sueño había nublado mi visión—, en una amplia zona del firmamento ¡desaparecieron las estrellas! Me puse de pie y pegué la cara contra el cristal. Era como si hubiese surgido una nube de repente en el cielo, a la altura casi del cénit; pero no era posible que surgiese ninguna nube a esa velocidad. A ambos lados, y por encima, brillaban aún las estrellas. Abrí la ventana y me asomé, tratando de seguir el oscuro perfil que se recortaba contra las estrellas. ¡Era el perfil de un animal inmenso, una horrible caricatura de hombre, la cual elevaba hasta el cielo lo que semejaba una cabeza, y allí, en el lugar donde podían situarse los ojos, resplandecían con un rojo encendido como dos estrellas de fuego! ¿O eran estrellas? En ese mismo instante, los ruidos de pasos que se aproximaban aumentaron hasta tal punto que la casa se estremecía y temblaba con sus vibraciones, la furia demoníaca del viento se elevó a unas proporciones indescriptibles, y el ulular alcanzó tal grado que resultaba enloquecedor.
—¡Frolin! —llamé roncamente.
Noté que se ponía a mi lado, y un instante después sentí que me apretaba frenéticamente el brazo. ¡Así pues, él también lo había visto, no era una alucinación, ni un sueño, ese ser gigantesco que se recortaba sobre las estrellas y se movía!
—¡Se mueve! —susurró Frolin—. ¡Oh, Dios, viene hacia aquí!
Se alejó despavorido de la ventana, y yo también. Pero un instante después, la sombra del cielo había desaparecido, y volvían a brillar las estrellas. El viento, no obstante, no había disminuido un ápice en intensidad; si era posible, se hacía más feroz y violento por momentos; la casa entera se estremecía y temblaba, mientras aquellas pisadas atronadoras sonaban y resonaban en el valle que se abría ante la casa. Y el frío se fue intensificando, de modo que el aliento nos salía en forma de un vapor blanco en el aire: era un frío como de los espacios exteriores.
Por encima de la confusión de la mente, pensé en la leyenda que contaban los papeles de mi abuelo: la leyenda de Ithaqua, cuya característica consistía en el frío y la nieve de las lejanas regiones árticas. Estaba recordando esto, cuando un coro espantoso de aullidos, cántico triunfal de miles de bocas bestiales, me lo borró todo de la mente:
—¡Ia! ¡Ia! ¡Ithaqua, Ithaqua! ¡Ai! ¡Ai! ¡Ai! Ithaqua cf'ayak vulgtumm vugtlagln vulgtumm. ¡Ithaqua fhatagn! ¡Ugh! ¡Ia! ¡Ia! ¡Ai! ¡Ai! ¡Ai!
Al mismo tiempo, sobrevino un estallido atronador, e inmediatamente después, la voz de mi abuelo se elevó en un grito terrible, un grito que se convirtió en un alarido de mortal terror, de forma que los nombres que quiso pronunciar —el de Frolin y el mío— se perdieron, se ahogaron en su garganta bajo la fuerza del horror que se le había manifestado.
Y tan repentinamente como se dejó de oír su voz, cesaron todos los demás fenómenos, dejando ese silencio espectral y prodigioso que nos envuelve como una nube de fatalidad.
Frolin llegó a la puerta de la habitación antes que yo, aunque no me quedé atrás. Se cayó en mitad de la escalera, pero se incorporó a la luz de mi vela eléctrica, que había cogido yo al salir, y juntos arremetimos contra la puerta del despacho, llamando al anciano.
No contestó ninguna voz, aunque la raya amarilla de la puerta probaba que aún ardía la luz de su lámpara.
La puerta estaba cerrada por dentro, de modo que fue necesario derribarla para poder entrar.
No encontramos rastro alguno de mi abuelo. En la pared este, en cambio, se abría una gran cavidad, donde había estado la pintura, ahora tumbada en el suelo —una abertura rocosa que conducía a las profundidades de la tierra—, y por encima de todo cuanto había en la habitación se extendía la marca de Ithaqua: una fina capa de nieve, cuyos cristales brillaban como un millón de joyas diminutas bajo la luz amarilla de la lámpara de mi abuelo. Aparte del cuadro, sólo la cama estaba desordenada, ¡como si el abuelo hubiera sido arrebatado de ella por una fuerza prodigiosa!
Corrí apresuradamente adonde el anciano había guardado el manuscrito de tío Leander, pero no estaba; no había ni rastro de él. Frolin dio un grito repentino, y señaló el cuadro que tío Leander había pintado, y luego el boquete que se abría ante nosotros.
—Estaba ahí... el umbral —dijo.
Y vi lo mismo que él, como lo había visto el abuelo, pero demasiado tarde: ¡el cuadro de tío Leander no era más que la representación del lugar donde se había construido la casa para ocultar la cavernosa abertura de la ladera, el umbral secreto sobre el que advertía el manuscrito de Leander, el umbral por el que mi abuelo había desaparecido!
Aunque no hay mucho que añadir, queda por revelar el más maldito de todos los hechos extraños. La policía del condado practicó una inspección completa de la caverna, auxiliada por algunos intrépidos aventureros de Harmon; descubrió que tenía varias aberturas, y comprobó que cualquiera que quisiese llegar hasta la casa a través de la caverna, habría tenido que entrar por una de las innumerables hendiduras descubiertas en los montes de los alrededores. La naturaleza de las actividades de tío Leander quedó revelada tras la desaparición del abuelo. Frolin y yo nos vimos en serias dificultades debido a las sospechas de la policía del condado, pero finalmente nos pusieron en libertad, al no aparecer el cuerpo de mi abuelo.
Pero desde esa noche, comenzaron a esclarecerse ciertos hechos; hechos que, a la luz de las alusiones de mi abuelo, juntamente con las horribles leyendas contenidas en los libros raros que guardamos aparte aquí, en la biblioteca de la Miskatonic University, son condenables y condenablemente incontrovertibles.
El primero de ellos es la serie de gigantescas huellas de pies encontradas en la tierra en el lugar donde se alzó aquella noche la sombra que cubría las estrellas de los cielos, la increíble anchura y profundidad que tenían, como si hubiese caminado por allí un monstruo prehistórico, y los pasos de un kilómetro de extensión que se dirigían más allá de la casa y desaparecían en una grieta que conducía a la caverna secreta, dejando un rastro idéntico al descubierto en la nieve al norte de Manitoba donde aquellos desdichados viajeros, y el oficial enviado a buscarles, desaparecieron de la faz de la Tierra.
El segundo es el descubrimiento del cuaderno de notas de mi abuelo, junto con una parte del manuscrito de tío Leander, encontradas ambas cosas en una capa de hielo, en el interior de los nevados bosques que hay más arriba de Saskatchewan, con todos los indicios de haber caído desde una gran altura. La última anotación estaba fechada el día de su desaparición, a finales de setiembre; el cuaderno no fue hallado hasta el mes de abril del siguiente año. Ni Frolin ni yo nos atrevimos a exponer la explicación de su extraña aparición que en seguida nos vino a la cabeza, y juntos quemamos aquella horrible carta y la imperfecta traducción que nuestro abuelo había hecho, traducción que en sí misma, tal como estaba escrita, con todas las advertencias contra el terror del otro lado del umbral, había servido para invocar del exterior a una criatura tan horrible que jamás ha intentado nadie describirla, ni aun esos escritores antiguos cuyos tenebrosos relatos se hallan difundidos por toda la faz de la Tierra. Y por último, la prueba más concluyente, la más tremenda de todas: el descubrimiento, siete meses más tarde, del cadáver de mi abuelo en una pequeñísima isla del Pacífico, no lejos de Singapur, al sudeste, y el singular informe que dieron de su estado: perfectamente conservado, como en hielo; tan frío, que nadie pudo tocarlo con las manos desnudas hasta los cinco días de su descubrimiento; aparte de esto, estaba el hecho singular de que lo encontraron medio enterrado en arena, ¡como si "hubiese caído de un aeroplano"! Ni a Frolin ni a mí nos pudo caber la menor duda; ésta era la leyenda de Ithaqua: se llevaba a sus víctimas consigo hacia regiones apartadas de la Tierra en el tiempo y el espacio, antes de deshacerse de ellas. Y era innegable que mi abuelo había estado vivo durante parte de ese viaje, y si abrigábamos alguna duda sobre ello, las cosas encontradas en sus bolsillos, recuerdos recogidos de extraños y secretos lugares —y que nos enviaron a nosotros—, constituían el testimonio irrebatible y definitivo: la placa de oro, con una representación miniada de una lucha entre seres antiguos, la cual llevaba en su superficie inscripciones con trazos cabalísticos, placa que el doctor Backham de la Miskatonic University identificó como procedente de alguna región situada más allá de la memoria del hombre; el abominable libro escrito en birmano, que revelaba horripilantes leyendas de esa lejana y oculta meseta de Leng, tierra del terrible pueblo Tcho-Tcho; y finalmente, ¡la repulsiva y bestial miniatura, tallada en piedra, de una monstruosidad infernal caminando sobre los vientos, por encima de la Tierra!
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