EL HORROR DE SALEM
Henry Kuttner
(Título original: The Salem Horror)
Henry Kuttner (1914-1958) nació en California y destacó no sólo como cultivador de lo macabro, sino también como autor de ciencia ficción, género al que contribuyó con obras como Mutante. Además de su propio nombre, utilizó seudónimos, entre los cuales el más popular fue el de Lewis Padgett.
En el siguiente relato, Kuttner conecta hábilmente un escenario y un tema clásicos de la narrativa brujeril con la peculiar mítica lovecraftiana.
La primera vez que Carson reparó en los ruidos de su sótano, los atribuyó a las ratas. Más tarde, empezó a oír historias que circulaban entre los supersticiosos polacos que trabajaban en el molino de Derby Street acerca de la primera persona que ocupó la antigua casa, Abigail Prinn. Ya no vivía nadie que recordara a la diabólica bruja, pero las morbosas leyendas que proliferaban por el «distrito de las brujas» de Salem como hierbas en una tumba, daban inquietantes detalles sobre sus actividades, y eran desagradablemente explícitas respecto de los detestables sacrificios que se sabía había realizado a una imagen carcomida y cornuda de dudoso origen. Los más ancianos aún hablaban en voz baja de Abbie Prinn y de sus monstruosos alardes sobre que era la gran sacerdotisa del poderoso dios que moraba en la profundidad de los montes. En efecto, fueron estos alardeos de la vieja bruja los que acarrearon su súbita y misteriosa muerte en 1692, época de los famosos ahorcamientos de Gallows Hill. A nadie le gustaba hablar de esto, aunque a veces alguna vieja desdentada se atrevía a comentar medrosamente que las llamas no podían quemarla, porque todo el cuerpo había asumido la peculiar anestesia de su condición de bruja.
Abbie Prinn y su anómala estatua habían desaparecido hacía muchísimo tiempo, pero aún resultaba difícil encontrar inquilinos para su casa decrépita, de fachada en gabletes, con un segundo piso sobresaliente, y curiosas ventanas con cristales en rombos. La fama de malignidad de la casa se había extendido por todo Salem. En realidad, no había sucedido nada allí, en los recientes años, que pudiese dar origen a historias inexplicables; pero quienes llegaban a alquilar la casa solían mudarse a toda prisa, generalmente con vagas y poco satisfactorias explicaciones relacionadas con las ratas.
Y fue una rata la que llevó a Carson a la Habitación de la Bruja. Los apagados chillidos y golpeteos en el interior de las podridas paredes habían alarmado a Carson más de una vez durante las noches de su primera semana en la casa, que había alquilado para conseguir la soledad que necesitaba para terminar una novela que le habían estado pidiendo sus editores... otra novela de amor que añadir a la larga lista de éxitos populares. Pero hasta algún tiempo después, no empezó a abrigar ciertas sospechas disparatadamente fantásticas acerca de la inteligencia de la rata que una noche se escabulló de debajo de sus pies, en dirección al oscuro vestíbulo.
La casa tenía instalación eléctrica, pero la bombilla del vestíbulo era floja y daba una luz muy pobre. La rata era una sombra negra, deforme, cuando saltó a pocos metros de él y se detuvo, al parecer, para observarle.
En otra ocasión, Carson pudo echar al animal con un gesto amenazador, y reanudar su trabajo. Pero el tráfico de Derby Street era desusadamente ruidoso, y le resultaba difícil concentrarse en su novela. Sus nervios, sin razón aparente, estaban tensos; por otra parte, la rata, vigilándole fuera de su alcance, le contemplaba con burlona diversión.
Sonriéndose de su propia presunción, dio unos pasos hacia la rata, ésta echó a correr hacia la puerta del sótano, y entonces vio él con sorpresa que estaba entornada. Pensó que debía de habérsele olvidado cerrarla la última vez que estuvo allí, aunque generalmente tenía cuidado de dejar todas las puertas cerradas, pues la vieja casa tenía corrientes de aire. La rata aguardó en la puerta.
Irracionalmente molesto, Carson se fue hacia ella a toda prisa, poniendo en fuga a la rata escaleras abajo. Encendió la luz del sótano y la vio en un rincón. La rata le observó atentamente con sus ojillos relucientes.
Al descender las escaleras no había podido evitar la sensación de que se estaba comportando como un idiota. Pero su trabajo había sido agotador, y subconscientemente aceptaba con agrado cualquier interrupción. Cruzó el sótano en dirección a la rata, viendo con asombro que la bestezuela permanecía inmóvil, vigilándole. «La rata se comporta de manera anormal», pensó; y la mirada fija de sus ojos como botones resultaba un tanto inquietante.
Luego se rió de sí mismo, pues la rata dio un brinco repentino y desapareció por un agujero de la pared del sótano. Desmañadamente, rascó una cruz con la punta del pie en la suciedad que había delante de la madriguera, decidiendo poner allí mismo un cepo por la mañana.
El hocico de la rata y sus desiguales bigotes aparecieron cautelosamente. Avanzó y luego vaciló y retrocedió. Después, el animal empezó a conducirse de un modo singular e inexplicable, casi como si estuviese bailando, pensó Carson. Avanzaba como a tientas, y luego se retiraba otra vez. Daba un saltito hacia adelante, y se paraba en seco, luego saltaba hacia atrás apresuradamente, como si —el símil le vino a Carson de pronto a la cabeza— hubiese una serpiente enroscada ante la madriguera, alerta para evitar la huida de la rata. Pero no había nada, salvo la cruz que Carson había trazado en el polvo.
Indudablemente era el propio Carson quien impedía la fuga de la rata, pues estaba a poca distancia de la madriguera. Así que dio un paso adelante, y el animal desapareció apresuradamente por el agujero.
Picado en su curiosidad, Carson buscó un palo y hurgó en el agujero, tanteando. Al hacerlo, sus ojos, próximos a la pared, descubrieron algo extraño en la losa de piedra que había encima de la madriguera de la rata. Una rápida ojeada en torno a su borde confirmó sus sospechas. La losa debía de ser movible.
Carson la inspeccionó minuciosamente, y notó una depresión en su borde a modo de asidero. Sus dedos se acoplaron cómodamente a la muesca, y probó a tirar. La piedra se movió un poco y se paró. Tiró con más fuerza y, con una rociada de tierra seca, la losa se separó del muro girando como si tuviese goznes.
Un rectángulo negro, hasta la altura del hombro, quedó abierto en la pared. De sus profundidades emanó un hedor mohoso, desagradable, de aire estancado, y Carson, involuntariamente, retrocedió un paso. Súbitamente, recordó las monstruosas historias sobre Abbie Prinn y los espantosos secretos que se suponía guardaba en su casa. ¿Había tropezado él con alguna cámara secreta de la bruja, tanto tiempo desaparecida?
Antes de entrar en la negra abertura tomó la precaución de coger una linterna de arriba. Luego, cautelosamente, agachó la cabeza y se deslizó por el estrecho y maloliente pasadizo, dirigiendo el haz de luz ante sí para explorar el terreno.
Estaba en un estrecho túnel, escasamente más alto que su cabeza, con pavimento y paredes de losas. Seguía recto quizá unos cinco metros, y luego se ensanchaba formando una cámara espaciosa. Al llegar Carson a la habitación del subsuelo —indudablemente escondite de Abbie Prinn, cuarto secreto, pensó, que sin embargo, no pudo salvarla el día en que el populacho enloquecido de pavor invadió furioso Derby Street— aspiró con una boqueada de asombro. La habitación era fantástica, asombrosa.
Fue el suelo lo que atrajo la mirada de Carson. El oscuro gris de la pared circular cedía sitio aquí a un mosaico de piedra multicolor en el que predominaban los azules y los verdes y los púrpuras: en efecto, no había colores más cálidos. Debía haber miles de trocitos de piedras de colores componiendo el dibujo, pues ninguno era mayor que el tamaño de una nuez. El mosaico parecía seguir algún trazado concreto, desconocido para Carson; había curvas de color púrpura y violeta combinadas con líneas angulosas verdes y azules, entremezcladas en fantásticos arabescos. Había círculos, triángulos, un pentáculo, y otras figuras menos familiares. La mayoría de las líneas y figuras irradiaban de un punto concreto: el centro de la cámara, donde había un disco circular de piedra completamente negra de alrededor de medio metro de diámetro.
Era muy silenciosa. No se oían los ruidos de los coches que de cuando en cuando pasaban por Derby Street. En una alcoba poco profunda excavada en el muro, Carson descubrió unas marcas sobre las paredes, y se dirigió lentamente hacia allí, recorriéndolas de arriba abajo con la luz de su linterna.
Las marcas, fueran lo que fuesen, habían sido pintadas en la piedra hacía tiempo, pues lo que quedaba de los misteriosos símbolos era indescifrable. Carson vio varios jeroglíficos parcialmente borrados que le recordaban el estilo árabe, aunque no estaba seguro. En el suelo de la alcoba había un disco de metal corroído de unos dos metros y medio de diámetro, y Carson tuvo la clara sensación de que era movible. Aunque no hubo modo de levantarlo.
Se dio cuenta de que se hallaba de pie exactamente en el centro de la cámara, en el círculo de piedra negra donde convergía el singular trazado. Nuevamente se le hizo patente el completo silencio. Movido por un impulso, apagó la luz de su linterna. Instantáneamente reinó la oscuridad más absoluta.
En ese momento, una singular idea se deslizó en su mente. Se imaginó a sí mismo en el fondo de un pozo, y que de arriba descendía un flujo que se derramaba por el eje de la cámara para tragárselo. Tan fuerte fue su impresión que realmente le pareció oír un tronar apagado, como el rugido de una catarata. Singularmente alarmado, encendió la luz y miró rápidamente en torno suyo. El percutir que sentía era, naturalmente, el pulso de su sangre, que se hacía audible en el completo silencio: fenómeno bastante familiar. Pero si este lugar era tan silencioso...
La idea le asaltó como una súbita punzada en su conciencia. Este era un sitio ideal para trabajar. Podía instalar la luz eléctrica, bajar una mesa y una silla, utilizar un ventilador si era necesario..., aunque el olor a moho que había notado al principio parecía haber desaparecido por completo. Se dirigió hacia la entrada del pasadizo, y al salir de la habitación experimentó un inexplicable relajamiento de sus músculos, aunque no se había dado cuenta de que los había tenido contraídos. Lo atribuyó al nerviosismo, y subió a prepararse un café y a escribir al dueño de la casa, que vivía en Boston, contándole el descubrimiento que había hecho.
El visitante miró con curiosidad hacia el vestíbulo, una vez que hubo abierto Carson la puerta, y asintió para sí como con satisfacción. Era un hombre de figura flaca y alta, con espesas cejas de color gris acero que sobresalían por encima de unos penetrantes ojos grises. Su rostro, aunque fuertemente marcado y flaco, carecía de arrugas.
—¿Viene por la Habitación de la Bruja? —preguntó Carson con sequedad. El dueño de la casa se había ido de la lengua, y durante la última semana había estado atendiendo de mala gana a anticuarios y ocultistas deseosos de echar una ojeada a la cámara secreta en la que Abbie Prinn había murmurado sus ensalmos. El mal humor de Carson había ido en aumento, y hasta pensó en la posibilidad de mudarse a un lugar más tranquilo; pero su innata obstinación le había hecho quedarse, decidido a terminar su novela, pese a todas las interrupciones. Ahora, mirando a su visitante fríamente, dijo—: Lo siento, pero no se puede visitar ya más.
El otro le miró sobresaltado, pero casi inmediatamente brilló en sus ojos un destello de comprensión. Extrajo una tarjeta y se la ofreció a Carson.
—Michael Leigh... ocultista, ¿eh? —repitió Carson. Aspiró profundamente. Los ocultistas, había descubierto, eran los peores, con sus oscuras alusiones a cosas innominadas y su profundo interés en el trazado del mosaico del suelo de la Habitación de la Bruja—. Lo siento, señor Leigh, pero... de veras; estoy muy ocupado. Discúlpeme.
Y secamente, dio media vuelta hacia la puerta.
—Un momento —dijo Leigh con rapidez.
Antes de que Carson pudiese protestar, había cogido al escritor por el hombro, y le miraba fijamente a los ojos. Sobresaltado, Carson retrocedió, pero no antes de ver aparecer una extraordinaria expresión, mezcla de aprensión y satisfacción, en el flaco rostro de Leigh. Era como si el ocultista hubiese visto algo desagradable... aunque no inesperado.
—¿Qué es esto? —preguntó Carson con aspereza—. No estoy acostumbrado...
—Lo siento muchísimo —dijo Leigh. Su voz era profunda, agradable—. Debo disculparme. Pensaba... bien, discúlpeme otra vez. Me temo que estoy algo excitado. Mire, he venido de San Francisco para ver la Habitación de la Bruja. ¿De veras no me permite verla? Le pagaría lo que fuese.
—No —dijo; empezaba a sentir una perversa simpatía por este hombre, con su voz agradable y modulada, su rostro poderoso y su atractiva personalidad—. No, sencillamente deseo un poco de paz; no tiene usted idea de lo que me han molestado —prosiguió, vagamente sorprendido al darse cuenta de que hablaba en tono de disculpa—. Es una molestia espantosa. Casi desearía no haber descubierto esa habitación.
Leigh se acercó con ansiedad.
—¿Puedo verla? Representa muchísimo para mí; estoy inmensamente interesado en esas cosas. Le prometo no robarle más de diez minutos de su tiempo.
Carson vaciló, y luego asintió. Mientras conducía a su visitante al sótano, se puso a contarle las circunstancias del descubrimiento de la Habitación de la Bruja. Leigh escuchaba atentamente, interrumpiéndole de cuando en cuando con alguna pregunta.
—Y la rata, ¿sabe usted qué ha sido de ella? —preguntó.
Carson se quedó sorprendido.
—Pues no. Supongo que se ocultaría en su madriguera. ¿Por qué?
—Nunca se sabe —dijo Leigh enigmáticamente, cuando entraban en la Habitación de la Bruja.
Carson encendió la luz. Había instalado la electricidad, y había unas cuantas sillas y una mesa; por lo demás, la habitación estaba intacta. Carson observó el rostro del ocultista, y vio con sorpresa que se había puesto ceñudo, casi enfadado.
Leigh se encaminó al centro de la habitación, mirando la silla colocada sobre el círculo de piedra negra.
—¿Trabaja usted aquí? —preguntó lentamente.
—Sí. Es un sitio tranquilo... He visto que no hay manera de trabajar arriba. Hay demasiado ruido. Pero este sitio es ideal; me resulta muy fácil escribir aquí. Mi pensamiento se siente... —dudó— libre; o sea, desvinculado de las demás cosas. Es una sensación de lo más extraordinaria.
Leigh asintió como si las palabras de Carson confirmasen alguna idea suya. Se volvió hacia la alcoba del disco metálico en el suelo. Carson le siguió. El ocultista se acercó a la pared, repasó los borrosos símbolos con el dedo índice. Murmuró algo en voz baja, unas palabras que a Carson le sonaron como una especie de galimatías:
—Nyogtha... k'yarnak...
Se volvió, con el rostro serio y pálido.
—Ya he visto bastante —dijo suavemente—. ¿Nos vamos?
Sorprendido, Carson asintió, y le condujo de nuevo al sótano.
Una vez arriba, Leigh vaciló, como si le resultase difícil abordar el tema. Por último, preguntó:
—Señor Carson, ¿le importaría decirme si ha tenido usted algún sueño extraño últimamente?
Carson se quedó mirándole, con la burla bailándole en los ojos.
—¿Sueños? —repitió—. ¡Oh!, comprendo. Bueno, señor Leigh, puedo decirle que no me va a asustar. Sus colegas, los otros ocultistas que han venido a visitar la casa, lo han intentado también.
Leigh alzó sus cejas espesas.
—¿Sí? ¿Le preguntaron si había tenido sueños?
—Varios..., sí.
—¿Y qué les contestó?
—Que no. —Luego, mientras Leigh se echaba hacia atrás en su silla, con una expresión confundida en el rostro, Carson prosiguió lentamente—: Aunque en realidad no estoy muy seguro.
—¿Qué quiere decir?
—Creo... tengo la vaga impresión... de que he soñado últimamente. Pero no estoy seguro. No puedo recordar nada del sueño. Y... ¡bueno, lo más probable es que sus colegas ocultistas me hayan metido la idea en la cabeza!
—Quizá —dijo Leigh circunstancialmente, mientras se levantaba. Vaciló—. Señor Carson, voy a hacerle una pregunta más bien impertinente. ¿Le es necesario vivir en esta casa?
Carson suspiró con resignación.
—Cuando me hicieron la primera vez esta pregunta, expliqué que quería un lugar tranquilo para trabajar en una novela, y que cualquier lugar tranquilo podría servirme. Pero no es fácil encontrarlo. Ahora que tengo esta Habitación de la Bruja, y me está saliendo el libro con tanta facilidad, no veo por qué razón me tengo que mudar y alterar quizá mi programa. Dejaré esta casa cuando haya terminado la novela; entonces podrán ocuparla ustedes los ocultistas y convertirla en museo o hacer con ella lo que quieran. Me tiene sin cuidado. Pero hasta que no haya terminado la novela, pienso permanecer aquí.
Leigh se frotó la barbilla.
—Desde luego. Entiendo su punto de vista. Pero ¿no hay otro lugar en la casa donde pueda usted trabajar?
Miró a Carson en el rostro un instante, y luego continuó rápidamente:
—No espero que me crea. Usted es materialista. La mayoría de la gente lo es. Pero algunos de nosotros sabemos que por encima y más allá de lo que los hombres llaman ciencia, hay un saber que se funda en leyes y principios que a los hombres corrientes les resultarían incomprensibles. Si ha leído a Machen, recordará que habla del abismo que existe entre el mundo de la conciencia y el de la materia. Es posible tender un puente sobre este abismo. ¡La Habitación de la Bruja es ese puente! ¿Sabe qué es una sala de los secretos?
—¿Eh? —exclamó Carson, mirando con asombro—. Pero no hay...
—Es una analogía... solamente una analogía. Un hombre puede susurrar una palabra en una galería o cueva, y si usted se sitúa en un punto concreto, a unos treinta metros, oye ese susurro, aunque no lo oiga alguien que se encuentre a sólo tres metros. Es un simple truco de acústica: consiste en la proyección del sonido en un punto focal. Ahora bien, este principio es aplicable a otras cosas, además del sonido. A cualquier onda de impulsos... ¡incluso al pensamiento!
Carson trató de interrumpirle, pero Leigh prosiguió :
—Esa piedra negra del centro de su Habitación de la Bruja es uno de esos puntos focales. El dibujo del suelo, cuando usted se sienta en el círculo negro, se vuelve anormalmente sensible a ciertas vibraciones, a ciertos mandatos mentales... ¡peligrosamente sensible! ¿Le parece que tiene la cabeza muy clara cuando trabaja allí? Es una ilusión, una falsa sensación de lucidez... en realidad, usted es un mero instrumento, un micrófono, sintonizado para captar determinadas vibraciones malignas cuya naturaleza no podría comprender.
El rostro de Carson era un estudio de asombro e incredulidad.
—Pero no querrá decirme que cree usted realmente...
Leigh retrocedió, desapareció la intensidad de sus ojos, que se volvieron ceñudos y fríos.
—Muy bien. Pero he estudiado la historia de Abigail Prinn. Ella conocía también esa ciencia superior de que le hablo. La utilizó para fines maléficos: artes negras, como suelen llamarse. He leído que, en sus últimos días, maldijo a la ciudad de Salem... y la maldición de una bruja puede ser algo pavoroso. ¿Quiere usted... —se levantó, mordiéndose el labio—, quiere usted, al menos, permitirme que pase a verle mañana?
Casi involuntariamente, Carson asintió.
—Pero me temo que desperdiciará su tiempo. No creo... es decir, no tengo... —tartamudeó, sin saber qué decir.
—Sólo es para cerciorarme de que usted... ¡Ah!, otra cosa. Si sueña esta noche, ¿querría tratar de recordar el sueño? Si intenta evocarlo inmediatamente después de despertar, es posible recordarlo.
—De acuerdo. Si sueño...
Esa noche, Carson soñó. Se despertó poco antes de amanecer con el corazón latiéndole furiosamente, y con una extraña sensación de desasosiego. Dentro de las paredes, y procedentes de abajo, podía oír las furtivas carreras de las ratas. Saltó de la cama apresuradamente, temblando en la fría claridad de la madrugada. Una luna desmayada brillaba aún débilmente en un cielo pálido.
Entonces recordó las palabras de Leigh. Había soñado; de eso no cabía la menor duda. Pero cuál era el contenido de dicho sueño, era otra cuestión. Por mucho que lo intentó, no pudo recordarlo en absoluto, aunque tenía la vaga sensación de que corría frenéticamente en la oscuridad.
Se vistió rápidamente, y como la quietud de la casa en la madrugada le ponía nervioso, salió a comprar el periódico. Era demasiado temprano para que las tiendas estuviesen abiertas, sin embargo, y se dirigió hacia el oeste en busca de un vendedor de periódicos, torciendo por la primera esquina. Mientras caminaba, una extraña sensación empezó a apoderarse de él: una sensación de... ¡familiaridad! Había andado por aquí antes, y notaba una oscura y turbadora familiaridad en las formas de las casas, en las siluetas de los tejados. Pero —y esto era lo fantástico—, que él supiera, jamás había estado antes en esta calle. Se entretenía poco paseando por esa parte de Salem, pues era de naturaleza indolente; sin embargo, tenía una extraordinaria impresión de recuerdo, y se le hacía más vivida a medida que avanzaba.
Llegó a una esquina, torció maquinalmente a la izquierda. La singular sensación iba en aumento. Siguió andando despacio, reflexionando.
Indudablemente, había pasado por aquí antes, y muy probablemente lo había hecho abstraído, de suerte que no había tenido conciencia de su trayecto. Sin duda, era ésta la explicación. Sin embargo, al desembocar en Charter Street, Carson sintió en su interior una rara intranquilidad. Salem despertaba; con la claridad del día, los impasibles trabajadores polacos comenzaban a cruzarse con él, presurosos, en dirección a los molinos. De cuando en cuando, pasaba un automóvil.
A cierta distancia, vio que se había congregado una multitud en la acera. Apretó el paso, con la sensación de una inminente calamidad. Con extraordinario estupor, vio que se encontraba en el cementerio de Charter Street, la antigua y mal afamada «Necrópolis». Se abrió paso entre la multitud.
A sus oídos llegaron comentarios en voz baja, y vio ante sí una espalda voluminosa en uniforme azul. Miró por encima del hombro del policía y aspiró aire, horrorizado.
Había un hombre inclinado sobre la verja de hierro que cercaba el cementerio. Llevaba un traje barato, llamativo, y se agarraba a las herrumbrosas barras con una fuerza tal que los tendones le sobresalían como cuerdas en el dorso peludo de sus manos. Estaba muerto, y en su cara vuelta hacia el cielo en un gesto dislocado, se había congelado una expresión de abismal y espantoso horror. Sus ojos, totalmente en blanco, sobresalían de manera horrible; su boca era una mueca contraída y amarga.
El hombre que estaba junto a Carson volvió su pálido rostro hacia él.
—Parece como si hubiese muerto de miedo —dijo roncamente—. Me horrorizaría ver lo que ha debido presenciar este hombre. ¡Uf, mire esa cara!
Carson se alejó maquinalmente de allí, sintiendo el hálito helado de algo desconocido que le produjo un escalofrío. Se restregó los ojos, pero aquel rostro contorsionado y muerto flotaba ante su vista. Comenzó a desandar su camino, inquieto y algo tembloroso. Involuntariamente, miró hacia un lado, sus ojos se posaron en las tumbas y monumentos que punteaban el viejo cementerio. Hacía un siglo que no enterraban a nadie allí, y las lápidas manchadas de liqúenes, con sus cráneos alados, sus ángeles mofletudos y sus urnas funerarias, parecían exhalar un miasma indefinible de antigüedad. ¿Qué habría asustado al hombre hasta el punto de causarle la muerte?
Carson aspiró profundamente. Desde luego, el cadáver había sido un espectáculo horrible, pero no debía permitir que esto alterara sus nervios. No podía consentirlo; esto perjudicaría su novela. Además, razonó consigo mismo, el caso estaba lo suficientemente claro. El muerto era con toda seguridad un polaco, del grupo de inmigrantes que vivían en el puerto de Salem. Al pasar junto al cementerio por la noche, lugar en torno al cual habían surgido numerosas y horribles leyendas durante casi tres siglos, los ojos embriagados de aquel desdichado debieron de dar realidad a los brumosos fantasmas de su mente supersticiosa. Estos polacos eran de emociones inestables, propensos a la histeria colectiva y a figuraciones insensatas. El gran Pánico de los Inmigrantes de 1853, en el que ardieron tres casas de brujas, se debió a la confusa e histérica declaración de una vieja de que había visto a un misterioso forastero vestido de blanco que se «había quitado la cara». ¿Qué podía esperarse de semejante gente?, pensó Carson.
Sin embargo, seguía nervioso, y no regresó a casa hasta casi mediodía. Cuando, a su llegada, encontró a Leigh, el ocultista, esperándole, se alegró de verle y le invitó a pasar con cordialidad.
Leigh estaba muy serio.
—¿Ha sabido alguna cosa sobre su amiga Abigail Prinn? —preguntó sin preámbulos, y Carson se le quedó mirando, detenido en el acto de ir a llenar un vaso con un sifón. Tras un prologado intervalo, presionó la palanca, soltando el chorro de líquido y espuma en el whisky. Tendió a Leigh la bebida, y sirvió otro vaso para sí —whisky solo—, antes de contestar.
—No sé de qué me habla. Ha... ¿Qué pasa con ella? —preguntó, con un aire de forzada despreocupación.
—He estado revisando los informes —dijo Leigh—, y he averiguado que Abigail Prinn fue enterrada el 14 de diciembre de 1690 en el cementerio de Charter Street, con una estaca en el corazón. ¿Qué ocurre?
—Nada —dijo Carson con voz neutra—. ¿Y bien?
—Pues... resulta que han abierto su tumba, y han robado su cadáver; eso es todo. Han encontrado la estaca arrancada, y hay huellas de pisadas por todo alrededor de la tumba. Huellas de zapatos. ¿Soñó usted anoche, Carson? —Leigh soltó la pregunta como un latigazo, y sus ojos se endurecieron.
—No lo sé —contestó Carson confundido, frotándose la frente—. No puedo recordarlo. He estado en el cementerio de Charter Street esta madrugada.
—¡Ah! Entonces debe de haber oído algo sobre el hombre que...
—Le he visto —interrumpió Carson, con un estremecimiento—. Me ha dejado trastornado.
Apuró el whisky de un trago. Leigh le miró atentamente.
—Bien —dijo luego—, ¿aún está decidido a permanecer en esta casa?
Carson dejó el vaso y se levantó.
—¿Por qué no? —replicó con sequedad—. ¿Hay alguna razón por la que deba irme?
—Después de lo que sucedió anoche...
—¿Qué sucedió? Han robado una tumba. Un polaco supersticioso vio a los ladrones y se murió del susto. ¿Y qué?
—Está tratando de convencerse a sí mismo —dijo Leigh serenamente—. En su corazón sabe, debe saber, la verdad. Usted se ha convertido en un instrumento en manos de unas fuerzas poderosas y terribles, Carson. Abbie Prinn ha estado en su tumba durante tres siglos... no-muerta, esperando a que alguien cayese en la trampa: la Habitación de la Bruja. Quizá preveía ella lo que iba a suceder cuando la construyó; previó que algún día, alguien cometería el error de introducirse en esa cámara infernal y sería atrapado en ese diagrama de mosaico. Ha caído usted, Carson: y ha permitido que ese horror no-muerto cruzase el abismo que se abre entre la conciencia y la materia, para ponerse en rapport con usted. El hipnotismo es un juego de niños para un ser con los sobrecogedores poderes de Abigail Prinn. ¡Ella podía obligarle fácilmente a ir a su tumba y arrancarle la estaca que la tenía aprisionada, y luego borrar de su mente el recuerdo de esa acción, de forma que no pudiese siquiera saber si fue un sueño!
Carson estaba de pie, y en sus ojos ardía una luz extraña:
—¡En nombre de Dios! ¿Sabe usted lo que está diciendo?
Leigh se echó a reír agriamente:
—¡En nombre de Dios! Diga más bien en nombre del diablo; del diablo que amenaza a Salem en este momento; porque Salem está en peligro, en un terrible peligro. Los hombres, mujeres y niños del pueblo que Abbie Prinn maldijo cuando la ataron al palo... ¡y descubrieron que no la podían quemar! He examinado unos archivos secretos esta mañana, y he venido a rogarle por última vez que abandone esta casa.
—¿Ha terminado? —preguntó Carson fríamente—. Muy bien. Me quedaré aquí. Usted estará chiflado o bebido, pero no me va a impresionar con sus insensateces.
—¿Se marcharía si le ofreciese mil dólares? —preguntó Leigh—. ¿O más, quizá... diez mil? Dispongo de una suma considerable.
—¡No, maldita sea! —espetó Carson en un arrebato de cólera—. Todo lo que quiero es que me dejen solo para terminar mi novela. No puedo trabajar en ninguna otra parte... además; no quiero, yo no...
—Me lo esperaba —dijo Leigh, con voz súbitamente tranquila, y con una extraña nota de simpatía—. ¡Señor, usted no puede marcharse! Usted está atrapado, y es demasiado tarde para sustraerse a los controles cerebrales de Abbie Prinn, a través de la Habitación de la Bruja. Y lo peor es que ella sólo puede manifestarse con su ayuda: le extrae sus fuerzas vitales, Carson, se alimenta de usted como un vampiro.
—Está usted loco —farfulló Carson torpemente.
—Tengo miedo. Ese disco de hierro de la Habitación de la Bruja... me da miedo; y lo que hay debajo. Abbie Prinn rendía culto a extraños dioses, Carson; y he leído algo en la pared de esa alcoba que me ha hecho pensar. ¿Ha oído hablar alguna vez de Nyogtha?
Carson negó impacientemente con la cabeza. Leigh se hurgó en el bolsillo y sacó un trozo de papel.
—He copiado esto de un libro de la Biblioteca Kester —dijo—; el libro se titula Necronomicón, y fue escrito por una persona que sondeó tan profundamente los secretos prohibidos que los hombres le tacharon de loco. Léalo.
Las cejas de Carson se juntaban a medida que iba leyendo la cita:
«Los hombres conocen con el nombre de Morador de la Oscuridad al hermano de los Primordiales llamado Nyogtha, la Entidad que no debiera existir. Puede ser traído a la superficie de la Tierra a través de ciertas cavernas y fisuras secretas, y los hechiceros le han visto en Siria, y bajo la torre negra de Leng; ha ido al Thang Grotto de Tartaria para sembrar el terror y la destrucción entre los pabellones del gran Khan. Sólo por la cruz ansada, por el conjuro de Vach-Viraj y por el elixir Tikkoun, puede ser devuelto a las tenebrosas cavernas de oculta impureza donde mora.»
Leigh sostuvo la confundida mirada de Carson.
—¿Comprende ahora?
—¡Conjuros y elixires! —exclamó Carson, devolviéndole el papel—. ¡Estupideces!
—Ni mucho menos. Los ocultistas y adeptos conocen ese conjuro y ese elixir desde hace miles de años. Yo he tenido ocasión de utilizarlos en otro tiempo en determinadas... ocasiones. Y si estoy en lo cierto... —se volvió hacia la puerta, con los labios apretados en una línea descolorida—, esas manifestaciones han sido vencidas anteriormente, pero la dificultad está en conseguir el elixir; es más difícil obtenerlo. Pero espero... Volveré. ¿Puede abstenerse de entrar en la Habitación de la Bruja hasta que yo vuelva?
—No le prometo nada —respondió Carson. Tenía un tremendo dolor de cabeza que le había aumentado hasta imponerse a su conciencia, y ahora sentía una vaga náusea—. Adiós.
Vio a Leigh dirigirse a la puerta, y aguardó en la escalera de la entrada, con una extraña renuencia a entrar en la casa. Mientras miraba alejarse la figura del ocultista, salió una mujer de la casa adyacente. Al verle, sus enormes pechos se agitaron. Estalló en una chillona y furiosa diatriba.
Carson se volvió y se quedó mirándola con ojos desconcertados. La cabeza le latía dolorosamente. La mujer se acercaba agitando un puño gordo y amenazador.
—¿Por qué asusta usted a mi Sarah? —gritó, con su cara morena congestionada—. Porque la asusta con sus trucos estúpidos, ¿eh?
Carson se humedeció los labios.
—Lo siento —dijo lentamente—. Lo siento muchísimo. Yo no he asustado a su Sarah. No he estado en casa en todo el día. ¿Qué es lo que la ha asustado?
—Ese bicho oscuro... dice Sarah que se metió en su casa...
La mujer se calló de pronto, con la mandíbula colgando de asombro. Sus ojos se agrandaron. Hizo un signo extraño con la mano derecha, señalando con sus dedos índice y meñique a Carson, mientras cruzaba el pulgar sobre los otros dedos.
—¡La vieja bruja!
Se retiró apresuradamente, murmurando palabras en polaco con voz asustada.
Carson dio media vuelta y entró en la casa. Se sirvió un poco de whisky en un vaso, reflexionó, y luego lo apartó sin haberlo probado. Empezó a pasear arriba y abajo, frotándose de cuando en cuando la frente con dedos que sentía secos y ardientes. Vagos, confusos pensamientos se agolpaban en su mente. Tenía la cabeza febril y le latía con violencia.
Por último, bajó a la Habitación de la Bruja. Se quedó allí, aunque no trabajó; su dolor de cabeza no era tan opresivo en la mortal quietud de la cámara del subsuelo. Al cabo de un rato se durmió.
No sabía cuánto había dormido. Soñó con Salem, y con un ser confusamente definido, negro y gelatinoso, que recorría las calles a sobrecogedora velocidad, un ser como una ameba increíblemente grande, negro como el azabache, que perseguía y se tragaba a los hombres y mujeres que gritaban y huían en vano. Soñó con un rostro de calavera que escudriñaba en su interior, un semblante reseco y contraído en el que sólo los ojos parecían vivos y brillaban con una luz infernal y perversa.
Despertó finalmente, y se incorporó con un sobresalto. Tenía mucho frío.
Reinaba el más completo silencio. A la luz de la bombilla eléctrica, el mosaico verde y púrpura parecía retorcerse y contraerse hacia él, ilusión que se disipó al aclararse sus ojos enturbiados por el sueño. Consultó el reloj. Eran las dos. Había dormido toda la tarde y la mayor parte de la noche.
Se sentía débil, y el cansancio le tenía inmovilizado en su silla. Le daba la sensación de que le habían extraído las fuerzas del cuerpo. El penetrante frío parecía traspasarle el cerebro, pero se le había ido el dolor de cabeza. Tenía la mente muy despejada, expectante, como si esperase que sucediera algo. Un movimiento, no lejos de él, atrajo su mirada.
Se estaba moviendo una losa de la pared. Oyó un suave ruido chirriante, y lentamente, se ensanchó la negra cavidad, convirtiéndose la ranura en un cuadrado. Algo se movió en la sombra. Un tenso y ciego horror traspasó a Carson al ver avanzar a rastras hacia la luz a aquella monstruosidad.
Parecía una momia. Durante un segundo que fue eterno, insoportable, el pensamiento golpeó espantosamente en el cerebro de Carson: ¡Parecía una momia! Era un cadáver de una delgadez descarnada, con la piel ennegrecida y el aspecto de un esqueleto con el pellejo de un enorme lagarto extendido sobre sus huesos. Se agitó, avanzó, y sus largas uñas arañaron audiblemente en la piedra. Salió a la Habitación de la Bruja, su rostro impasible se reveló cruelmente bajo la luz cruda, y sus ojos centellearon con una vida sepulcral. Pudo ver la línea dentada de su espalda negruzca y encogida...
Carson se quedó paralizado. Un horror abismal le había privado de la capacidad de moverse. Parecía estar atrapado en los grillos de la parálisis del sueño, en que el cerebro, espectador distante, es incapaz o reacio a transmitir los impulsos nerviosos a los músculos. Se dijo frenéticamente que estaba soñando, que dentro de un momento despertaría.
El seco horror se incorporó. Se puso en pie, descarnadamente flaco, y se dirigió a la alcoba en cuyo suelo estaba encajado el disco de hierro. Se detuvo de espaldas a Carson, y un susurro reseco crepitó en la quietud mortal. Al oírlo, Carson quiso gritar, pero no pudo. El espantoso murmullo continuó en un lenguaje que a Carson se le antojó extraterreno, y como en respuesta, un casi imperceptible estremecimiento sacudió el disco de hierro.
Se estremeció y comenzó a levantarse, muy lentamente; y como en un gesto de triunfo, el encogido horror alzó sus delgadísimos brazos. El disco tenía más de veinte centímetros de espesor; y a medida que se separaba del suelo, comenzaba a penetrar en la habitación un hedor insidioso. Era vagamente un olor a reptil, almizclado y nauseabundo. El disco se elevó inexorablemente, y un dedo de negrura surgió de debajo del borde. Súbitamente, Carson recordó el sueño que había tenido, de una criatura negra y gelatinosa que recorría veloz las calles de Salem. Trató en vano de romper los grillos de la parálisis que le tenían inmovilizado. La cámara estaba quedándose a oscuras, y un vértigo tenebroso aumentaba progresivamente para tragárselo a él. La habitación parecía vacilar.
El disco siguió elevándose; siguió el arrugado horror con sus brazos esqueléticos levantados; y siguió fluyendo la negrura en un movimiento ameboide.
Se oyó un ruido por encima del seco susurro de la momia, un vivo resonar de pasos presurosos. Por el rabillo del ojo, Carson vio que alguien entraba corriendo en la Habitación de la Bruja. Era el ocultista, Leigh, con los ojos llameantes en su rostro mortalmente pálido. Pasó por delante de Carson y se dirigió a la alcoba donde estaba emergiendo la negra abominación.
Aquel ser arrugado se volvió con horrible lentitud. Carson vio que Leigh traía una especie de herramienta en su mano izquierda, una crux ansata de oro y marfil. Y llevaba la mano derecha pegada a un costado. Su voz retumbó entonces sonora y autoritaria. Su blanco rostro estaba cubierto de pequeñas gotas de sudor:
—Ya na kadishtu nilgh'ri... stell'bsna kn'aa Nyogtha... k'yarnak phlegethor...
Tronaron las fantásticas y aterradoras palabras, y retumbaron en las paredes de la bóveda. Leigh avanzó lentamente, sosteniendo en alto la crux ansata. ¡Y entretanto, la negra abominación seguía manando de debajo del disco!
Cayó el disco a un lado, y una gran oleada de iridiscente negrura, ni sólida ni líquida, una espantosa masa gelatinosa, se derramó en dirección a Leigh. Sin detenerse, éste hizo un gesto rápido con su mano derecha, y lanzó un pequeño tubo de cristal a aquella cosa negra, en la que se hundió.
La informe abominación se detuvo. Vaciló con un espantoso estremecimiento de indecisión, y luego se retiró rápidamente. Un hedor asfixiante de ardiente corrupción empezó a invadir el aire, y Carson vio cómo la negra monstruosidad se descomponía en grandes pedazos, arrugándose como bajo el efecto de un ácido corrosivo. Se contrajo en un vivo movimiento licuescente, goteando su espantosa carne negra a medida que se consumía.
Un seudópodo de negrura se alargó desde la masa central y atrapó como un tentáculo gigantesco al ser cadavérico, arrastrándolo al pozo por encima del borde. Otro tentáculo cogió el disco de hierro, lo arrastró sin esfuerzo por el suelo, y cuando la abominación desapareció de la vista, el disco cayó en su sitio con un estampido atronador.
La habitación osciló en amplios círculos en torno a Carson, y una náusea espantosa se apoderó de él. Hizo un tremendo esfuerzo para tenerse de pie, y luego la luz se desvaneció rápidamente y se apagó. La oscuridad se había apoderado de él.
Carson no llegó a terminar la novela. La quemó, pero siguió escribiendo, aunque ninguno de sus libros posteriores han sido publicados. Sus editores hicieron un gesto negativo, y se preguntaron por qué un escritor de literatura popular tan brillante se había convertido de repente en un aburrido partidario de lo horripilante y lo espectral.
—Resulta convincente —dijo un hombre a Carson, al devolverle su novela, El dios negro de la locura—. Es buena en su género, pero la encuentro morbosa y horrible. Nadie la leería. Carson, ¿por qué no escribe usted el tipo de novelas que solía escribir, del género que le hizo famoso?
Fue entonces cuando Carson rompió su promesa de no hablar sobre la Habitación de la Bruja, y le contó toda la historia con la esperanza de que le comprendiera y creyera. Pero al terminar, su corazón desfalleció al verle al otro la cara de simpatía y escepticismo.
—Lo ha soñado, ¿verdad? —preguntó el hombre, y Carson sonrió amargamente.
—Sí, lo he soñado.
—Debe de haberle producido una impresión terriblemente vívida en su espíritu. Algunos sueños la producen. Pero lo olvidará con el tiempo —predijo, y Carson asintió.
Y porque sabía que sólo despertaría sospechas acerca de su cordura, no mencionó lo que bullía permanentemente en su cerebro, el horror que había visto en la Habitación de la Bruja al despertar de su desvanecimiento. Antes de huir, él y Leigh, pálidos y temblorosos, de la cámara, Carson había lanzado una fugaz mirada hacia atrás. Los pedazos arrugados y corroídos que había visto desprenderse de aquel ser de loca blasfemia habían desaparecido inexplicablemente, aunque habían dejado negras manchas en las piedras. Abbie Prinn, quizá, había regresado al infierno que había adorado, y su dios inhumano se había retirado a los secretos abismos más allá de la comprensión del hombre, derrotado por las fuerzas poderosas de una magia anterior que el ocultista había manejado. Pero la bruja había dejado un recuerdo, una cosa espantosa, que Carson, en esa última mirada hacia atrás, había visto emerger del borde del disco de hierro, como alzándose en irónico saludo: ¡una mano arrugada en forma de garra!
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