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martes, 8 de junio de 2010

DE LO MEJOR DE PAUL AUSTER -- LA HABITACION CERRADA





La Habitación Cerrada
Paul Auster

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RESUMEN:
El narrador y Fanshawe se conocían desde muy niños. Antes de cumplir los siete años ya se habían pinchado en los dedos con un alfiler y se habían hecho hermanos de sangre. Estaban siempre juntos, compartían los pensamientos, y era el rostro de Fanshawe lo que el narrador veía cada vez que apartaba la vista de sí mismo. Pero eso fue hace mucho tiempo, en el remoto territorio de la infancia. Después crecieron, fueron a distintos sitios, se distanciaron y ahora Fanshawe no es más que un fantasma que el narrador, un joven crítico y periodista que ha abandonado ya la idea de escribir un gran libro, lleva dentro de sí. Hasta que un día recibe una carta de la mujer de Fanshawe. Va a verla, descubre que su amigo ha desaparecido misteriosamente hace meses y ha dejado dos maletas llenas de manuscritos que nunca quiso publicar. Y un mensaje para su antiguo amigo, o quizás una misión: que sea él quien decida si su obra debe sobrevivir o ser destruida. "La habitación cerrada" es el último volumen de La trilogía de Nueva York y cierra espléndidamente esa magistral «banda de Möbius» literaria, ese conjunto de thrillers fascinantes, de pesadillas implacablemente lógicas en las que pareciera, según Pascal Bruckner, que la única libertad del hombre fuera la de imaginar su prisión, descubrir los límites antes de ser apresado dentro de ellos.
1
Ahora me parece que Fanshawe siempre estuvo allí. Él es el lugar donde todo empieza para mí, y sin él apenas sabría quién soy. Nos conocimos antes de que supiéramos hablar, bebés con pañales gateando por la hierba, y antes de cumplir los siete años ya nos habíamos pinchado los dedos con un alfiler y nos habíamos hecho hermanos de sangre para toda la vida. Siempre que pienso en mi infancia ahora, veo a Fanshawe. Él era quien estaba conmigo, quien compartía mis pensamientos, a quien veía cada vez que apartaba la vista de mi mismo.
Pero eso fue hace mucho tiempo. Crecimos, nos fuimos a distintos sitios, nos distanciamos. Nada de eso es muy extraño, creo yo. La vida nos arrastra de muchas maneras que no podemos controlar y casi nada permanece con nosotros. Muere cuando nosotros morimos, y la muerte es algo que nos sucede todos los días.
Este noviembre hará siete años, recibí una carta de una mujer que se llamaba Sophie Fanshawe. «Usted no me conoce», empezaba la carta, «y me disculpo por escribirle tan inesperadamente. Pero han ocurrido cosas y, dadas las circunstancias, no tengo mucha elección.» Resultó que era la mujer de Fanshawe. Sabía que yo había crecido con su marido y también sabia que vivía en Nueva York porque había leído muchos de los artículos que yo publicaba en revistas.
La explicación venía en el segundo párrafo, muy bruscamente, sin ningún preámbulo. Fanshawe había desaparecido, escribía ella, y habían pasado más de seis meses desde la última vez que le vio. Ni una palabra en todo ese tiempo, ni la más ligera pista de dónde podría estar. La policía no había encontrado rastro de él, y el detective privado al que contrató para buscarle se había presentado con las manos vacías. Nada era seguro, pero los hechos parecían hablar por si solos: probablemente Fanshawe había muerto; era inútil pensar que volvería. A la luz de todo esto, había algo importante que necesitaba hablar conmigo, y quería saber si yo aceptaría verla.
Esa carta me causó una serie de pequeños sobresaltos. Había demasiada información para absorberla toda a la vez; demasiadas fuerzas tiraban de mí en diferentes direcciones. Fanshawe había reaparecido súbitamente en mi vida. Pero no bien se mencionó su nombre, se desvaneció de nuevo. Estaba casado, había estado viviendo en Nueva York, y yo ya no sabía nada de él. Egoístamente, me sentí dolido porque no se hubiera molestado en ponerse en contacto conmigo. Una llamada telefónica, una postal, una copa para rememorar los viejos tiempos, no habría sido difícil. Pero la culpa era igualmente mía. Yo sabía dónde vivía la madre de Fanshawe, y si hubiera querido encontrarle, habría podido fácilmente preguntarle a ella. La verdad era que había dado por perdido a Fanshawe. Su vida se había detenido en el momento en que seguimos caminos separados, y para mi ahora pertenecía al pasado, no al presente. Era un fantasma que llevaba dentro de mí, una figura prehistórica, algo que ya no era real. Traté de recordar la última vez que le había visto, pero nada estaba claro. Mi mente vagó unos minutos y luego se detuvo, fijándose en el día en que murió su padre. Entonces estábamos en el instituto y por lo tanto no podíamos tener más de diecisiete años.
Llamé a Sophie Fanshawe y le dije que estaría encantado de verla cuando le conviniera. Quedamos para el día siguiente y ella parecía agradecida, a pesar de que le expliqué que no sabia nada de Fanshawe y no tenía ni idea de dónde estaba.
Ella vivía en una casa de alquiler de ladrillo rojo en Chelsea, un viejo edificio sin ascensor con una escalera sórdida y paredes con la pintura desconchada. Subí los cinco pisos, acompañado por los sonidos de las radios, las peleas y la cisterna de los retretes que llegaban de los apartamentos, me detuve para recuperar el aliento y luego llamé con los nudillos. Un ojo me miró por la mirilla de la puerta, se oyó un ruido de cerrojos y apareció Sophie Fanshawe delante de mí, sosteniendo un bebé con el brazo izquierdo. Mientras me sonreía y me invitaba a entrar, el bebé tiraba de su largo pelo castaño. Ella apartó la cabeza suavemente del ataque, cogió a su hijo con las dos manos y le dio la vuelta para ponerlo de cara a mí. Dijo que era Ben, el hijo de Fanshawe, y que había nacido hacía sólo tres meses y medio. Fingí admirar a la criatura, que movía los brazos y babeaba una saliva blanquecina, pero me interesaba más la madre. Fanshawe había tenido suerte. La mujer era muy guapa, con ojos oscuros e inteligentes, casi fieros por su fijeza. Delgada, de estatura media, y cierta lentitud en sus movimientos, algo que la hacía parecer a la vez sensual y alerta, como si mirase al mundo desde el corazón de una profunda vigilancia interna. Ningún hombre habría dejado a aquella mujer por su propia voluntad, y menos cuando estaba a punto de tener a su hijo. De eso estaba yo seguro. Incluso antes de entrar en el apartamento, supe que Fanshawe tenía que estar muerto.
Era un piso pequeño de cuatro estancias sin pasillo, escasamente amueblado, con una habitación dedicada a libros y una mesa, otra que servía de cuarto de estar y las dos últimas de dormitorio. Estaba bien ordenado, humilde en sus detalles, pero en conjunto nada incómodo. Si no otra cosa, demostraba que Fanshawe no había dedicado su tiempo a hacer dinero. Pero yo no era quién para mirar por encima del hombro a la pobreza. Mi propio piso era aún más pequeño y oscuro que aquél, y yo sabia lo que era la lucha para pagar el alquiler todos los meses.
Sophie Fanshawe me ofreció una silla, me hizo una taza de café y luego se sentó en el raído sofá azul. Con el bebé en el regazo, me contó la historia de la desaparición de Fanshawe.
Se habían conocido en Nueva York hacía tres años. Al cabo de un mes se fueron a vivir juntos y menos de un año después se casaron. Fanshawe no era un hombre fácil para convivir con él, dijo, pero ella le quería y nunca había habido nada en su comportamiento que sugiriera que él no la quisiera. Habían sido felices juntos; habían esperado con ilusión el nacimiento del bebé. No había tensión entre ellos. Un día de abril le dijo que se iba a pasar la tarde a Nueva Jersey para ver a su madre, y no volvió. Cuando Sophie llamó a su suegra esa noche, se enteró de que Fanshawe no había hecho la visita. Nunca había ocurrido nada semejante, pero Sophie decidió esperar. No quería ser una de esas esposas a las cuales les entra el pánico cada vez que su marido no se presenta a la hora acostumbrada, y además sabía que Fanshawe necesitaba más libertad que la mayoría de los hombres. Incluso decidió no preguntarle nada cuando regresara. Pero pasó una semana, y luego otra, y al fin fue a la policía. Como había esperado, no se mostraron excesivamente preocupados por su problema. A menos que hubiera pruebas de que se había cometido un delito, era poco lo que podían hacer. Los maridos, después de todo, abandonan a sus esposas todos los días, y la mayoría de ellos no desean que les encuentren. La policía hizo unas cuantas pesquisas rutinarias, no encontró nada, y luego le sugirieron que contratara a un detective privado. Con ayuda de sus suegra, que se ofreció a pagar los gastos, contrató los servicios de un tal Quinn. Quinn trabajó tenazmente en el caso durante cinco o seis semanas, pero acabó renunciando, ya que no quería sacarle más dinero. Le dijo a Sophie que lo más probable era que Fanshawe estuviera aún en el país, pero no podía saber si estaba vivo o muerto. Quinn no era ningún charlatán. Sophie le encontró comprensivo, un hombre verdaderamente deseoso de ayudar, y cuando fue a verla aquel último día ella se dio cuenta de que era imposible discutir su opinión. No se podía hacer nada. Si Fanshawe hubiera decidido dejarla, no se habría marchado sin una palabra. No era su estilo eludir la verdad, evitar un enfrentamiento desagradable. Su desaparición, por lo tanto, sólo podía significar una cosa: que le había ocurrido algo terrible.
Sin embargo, Sophie siguió esperando que sucediera algo. Había leído que había casos de amnesia, y durante algún tiempo esta idea se apoderó de ella como una posibilidad desesperada: imaginaba a Fanshawe deambulando por algún lugar sin saber quién era, privado de su vida pero vivo de todas formas, quizá a punto de volver a ser él en cualquier momento. Pasaron más semanas y luego el final de su embarazo comenzó a acercarse. Faltaba menos de un mes para que naciera su hijo —lo cual significaba que podía ocurrir en cualquier momento— y poco a poco el niño no nacido empezó a ocupar todos sus pensamientos, como si ya no hubiera sitio dentro de ella para Fanshawe. Estas fueron las palabras que utilizó para describir su sentimiento —no hubiera sitio dentro de ella—, y luego dijo que probablemente eso significaba que a pesar de todo estaba enfadada con Fanshawe, enfadada con él por haberla abandonado, aunque no fuese culpa suya. Esta afirmación me pareció brutalmente honesta. Nunca había oído a nadie hablar así de sus sentimientos personales —tan despiadadamente, con tanto desdén por las mojigaterías convencionales—, y al escribir esto ahora me doy cuenta de que incluso aquel primer día yo había caído en un hoyo en la tierra, que estaba resbalando hacia un lugar donde no había estado nunca antes.
Una mañana, continuó Sophie, se despertó después de una mala noche y comprendió que Fanshawe no volvería. Fue una verdad repentina y absoluta, que nunca volvería a cuestionarse. Lloró entonces y siguió llorando una semana, llorando a Fanshawe como si hubiera muerto. Cuando las lágrimas cesaron, sin embargo, descubrió que no lamentaba nada. Llegó a la conclusión de que le habían dado a Fanshawe durante unos años y eso era todo. Ahora había que pensar en el niño, eso era lo único que importaba realmente. Sabia que esto sonaba bastante pomposo, pero el hecho era que continuó viviendo con esa sensación y ello le hacía posible vivir.
Le hice una serie de preguntas y ella las contestó una a una tranquilamente, pausadamente, como haciendo un esfuerzo para que sus propios sentimientos no influyeran en las respuestas. Cómo habían vivido, por ejemplo, y qué trabajo hacía Fanshawe, y qué le había sucedido en los años transcurridos desde la última vez que le vi. El bebé empezó a lloriquear en el sofá y, sin una pausa en la conversación, Sophie se abrió la blusa y le amamantó, primero con un pecho y luego con el otro.
Ella no podía estar segura de nada anterior a su primer encuentro con Fanshawe, dijo. Sabía que él había dejado la universidad después de dos años, había conseguido una prórroga del servicio militar y había acabado trabajando en un barco durante algún tiempo. Un petrolero, creía, o quizá un carguero. Después había vivido en Francia durante varios años, primero en París y luego como guardés de una granja en el sur. Pero todo esto era bastante vago para ella, ya que Fanshawe nunca hablaba mucho del pasado. En la época en que se conocieron, no hacía más de ocho o diez meses que él había vuelto a Estados Unidos. Literalmente tropezaron el uno con el otro, los dos de pie junto a la puerta de una librería de Manhattan una lluviosa tarde de sábado, mirando el escaparate y esperando a que parase de llover. Ése fue el principio, y desde ese día hasta el día en que Fanshawe desapareció, habían estado juntos casi todo el tiempo.
Fanshawe nunca había hecho un trabajo regular, dijo ella, nada que pudiera llamarse un verdadero empleo. El dinero no le importaba mucho y procuraba pensar en él lo menos posible. Durante los años anteriores a conocer a Sophie, había hecho toda clase de cosas —la temporada que pasó en la marina mercante, trabajar en un almacén, dar clases particulares, hacer de negro para un escritor, servir mesas, pintar pisos, acarrear muebles para una empresa de mudanzas—, pero todos estos empleos eran temporales y una vez que había ganado lo suficiente para mantenerse unos meses, los dejaba. Cuando él y Sophie empezaron a vivir juntos, Fanshawe no trabajaba en absoluto. Ella tenía un empleo como profesora de música en una escuela privada y su sueldo bastaba para mantenerlos a los dos. Tenían que ser cuidadosos, claro está, pero siempre había comida en la mesa y ninguno de los dos tenía ninguna queja.
No la interrumpí. Me parecía claro que aquel catálogo era sólo un principio, detalles de los que era preciso desembarazarse antes de ocuparse del asunto que tenía entre manos. Lo que Fanshawe hubiera hecho con su vida tenía poco que ver con aquella lista de trabajos ocasionales. Supe esto inmediatamente, antes de que ella me dijese nada. No estábamos hablando de cualquiera, después de todo. Se trataba de Fanshawe, y el pasado no era tan remoto como para que yo no pudiera recordar cómo era él. Sophie sonrió cuando vio que yo iba por delante de ella, que sabía lo que venía a continuación. Pensé que ella suponía que yo lo entendería y aquello simplemente confirmaba esa expectativa, borrando cualquier duda que hubiera podido tener respecto a pedirme que acudiese. Lo supe sin que ella tuviera que decírmelo, y eso me daba derecho a estar allí, a escuchar lo que ella tuviera que decir.
—Siguió escribiendo —dije—. Se hizo escritor, ¿no es cierto?
Sophie asintió. Eso era exactamente. O parcialmente, al menos. Lo que me desconcertaba era por qué nunca había oído hablar de él. Si Fanshawe era escritor, seguramente yo habría tropezado con su nombre en algún sitio. Formaba parte de mi profesión estar al tanto de esas cosas, y parecía improbable que precisamente Fanshawe se me hubiera escapado. Me pregunté si sería que no había conseguido encontrar un editor para su obra. Era la única pregunta que parecía lógica.
No, contestó Sophie, era más complicado que eso. Nunca había intentado publicar. Al principio, cuando era muy joven, era demasiado tímido para mandar nada a las editoriales, pensando que su trabajo no era lo bastante bueno. Pero incluso más tarde, cuando aumentó su seguridad en si mismo, descubrió que prefería permanecer oculto. Le distraería empezar a buscar un editor, le dijo a su mujer, y en el fondo prefería con mucho dedicar su tiempo a la obra misma. A Sophie le disgustaba esta indiferencia, pero cada vez que le insistía, él respondía con un encogimiento de hombros: no hay prisa, antes o después lo haré.
Una o dos veces ella llegó a pensar en encargarse del asunto personalmente y llevarle un manuscrito a un editor a escondidas, pero nunca lo hizo. Había reglas en un matrimonio que no podían violarse, y por muy equivocada que fuera la actitud de su marido, ella no tenía más remedio que seguirle la corriente. Tenía mucha obra, y a ella le daba rabia pensar que estaba guardada en el armario, pero Fanshawe se merecía su lealtad, y lo mejor que ella podía hacer era no decir nada.
Un día, tres o cuatro meses antes de que desapareciera, Fanshawe hizo un gesto de buena voluntad. Le dio su palabra de que haría algo al respecto antes de un año, y para demostrar que hablaba en serio, le dijo que si por alguna razón él no cumplía su parte del trato, ella debería coger todos sus manuscritos y ponerlos en mis manos. Yo era el guardián de su trabajo, dijo, y sería yo quien decidiera lo que se debía hacer con él. Si yo pensaba que era digno de publicarse, él aceptaría mi criterio. Además, le dijo, si a él le ocurriera algo mientras tanto, ella debería entregarme los manuscritos inmediatamente y dejar que yo dispusiera de ellos, bien entendido que yo recibiría el veinticinco por ciento de cualquier dinero que su trabajo produjera. Pero si yo pensaba que sus escritos no eran dignos de ser publicados, debería devolverle los manuscritos a Sophie y ella los destruiría, desde la primera hasta la última página.
Estas advertencias la sobresaltaron, dijo Sophie, y estuvo a punto de reírse de Fanshawe por mostrarse tan solemne. Toda la escena era contraria a su carácter y ella se preguntó si no tendría algo que ver con el hecho de que ella acababa de quedarse embarazada. Quizá la idea de la paternidad le había dado a Fanshawe una nueva sensación de responsabilidad; quizá estaba tan resuelto a demostrar sus buenas intenciones que había exagerado en el planteamiento. Fuera cual fuere la razón, ella se alegró de que hubiera cambiado de idea. A medida que avanzaba su embarazo, incluso empezó a soñar secretamente con el éxito de Fanshawe, con la esperanza de poder dejar su trabajo y criar al niño sin ninguna preocupación económica. Todo había salido mal, por supuesto, y el trabajo de Fanshawe quedó pronto olvidado, perdido en el torbellino que siguió a su desaparición. Más tarde, cuando el polvo empezó a posarse, ella se había resistido a llevar a cabo sus instrucciones, por miedo a que le trajese mala suerte y estropeara cualquier posibilidad que tuviera de volver a verle. Pero finalmente cedió, comprendiendo que debía respetar la voluntad de Fanshawe. Por eso me había escrito. Por eso estaba yo sentado ahora con ella.
Por mi parte, no sabia cómo reaccionar. La proposición me había cogido desprevenido y durante un minuto o dos permanecí allí sentado, debatiéndome con la enormidad que acababan de arrojarme. Que yo supiera, no había ninguna razón en el mundo para que Fanshawe me hubiese elegido para aquella tarea. Hacia más de diez años que no le veía y casi me sorprendía enterarme de que aún se acordaba de mí. ¿Cómo podía esperar que yo asumiera semejante responsabilidad, juzgar a un hombre y decidir si su vida había valido la pena o no? Sophie trató de explicármelo. Fanshawe no había estado en contacto conmigo, me dijo, pero le hablaba a menudo de mí y cada vez que mencionaba mi nombre, me describía como el mejor amigo del mundo, el único amigo verdadero que él había tenido. También se las arreglaba para estar al tanto de mi trabajo, compraba siempre las revistas en las que aparecían mis artículos y a veces incluso se los leía a ella en voz alta. Admiraba lo que yo hacia, aseguró Sophie; estaba orgulloso de mi y pensaba que había nacido para hacer algo grande.
Todas aquellas alabanzas me azoraron. Había tanta intensidad en la voz de Sophie que tuve la sensación de que Fanshawe me hablaba a través de ella, de que me decía aquellas cosas con sus propios labios. Reconozco que me sentí halagado, y sin duda era un sentimiento natural dadas las circunstancias. Yo estaba pasando una época difícil por entonces, y lo cierto era que no compartía aquella elevada opinión de mi mismo. Había escrito muchísimos artículos, era verdad, pero no creía que eso fuera motivo de celebración, ni estaba especialmente orgulloso de ellos. En mi opinión, era poco más que un trabajo puramente alimenticio. Había empezado con grandes esperanzas, pensando que llegaría a ser novelista, pensando que sería capaz de escribir algo que conmoviera a la gente y cambiara en algo sus vidas. Pero pasó el tiempo y poco a poco me di cuenta de que eso no iba a ocurrir. No llevaba dentro de mi ese libro, y en un momento dado me dije que debía renunciar a mis sueños. En cualquier caso, era más sencillo continuar escribiendo artículos. Trabajando mucho, pasando continuamente de un texto al siguiente, podía más o menos ganarme la vida, y aunque no fuese gran cosa, tenía el placer de ver mi nombre en letra impresa casi constantemente. Comprendí que las cosas podían haber sido mucho más deprimentes de lo que eran. Aún no había cumplido los treinta y ya tenía cierta reputación. Había empezado con reseñas de poesía y novelas y ahora podía escribir casi sobre cualquier cosa y hacer un trabajo decente. Cine, teatro, artes plásticas, conciertos, libros, incluso partidos de béisbol, bastaba con que me lo pidieran y yo lo hacía. El mundo me veía como un joven brillante, un nuevo crítico en ascenso, pero dentro de mi yo me sentía viejo, ya agotado. Lo que había hecho hasta entonces era una simple fracción de nada. Era sólo polvo, y el más ligero viento se lo llevaría.
Los elogios de Fanshawe, por tanto, me provocaron sentimientos encontrados. Por una parte, sabía que se equivocaba. Por otra (y aquí es donde la cosa se vuelve turbia), quería creer que estaba en lo cierto. Pensé: ¿Es posible que haya sido demasiado duro conmigo mismo? Y una vez que comencé a pensar eso, estaba perdido. Pero ¿quién no aprovecharía la oportunidad de redimirse? ¿Qué hombre es lo bastante fuerte como para rechazar la posibilidad de la esperanza? Por mi mente pasó la idea de que algún día podría resucitar a mis propios ojos, y sentí una repentina oleada de amistad hacia Fanshawe por encima de los años, por encima de todo el silencio de aquellos años que nos habían separado.
Así fue como sucedió. Sucumbí a los halagos de un hombre que no estaba presente, y en aquel momento de debilidad dije que sí. Estaré encantado de leer la obra, dije, y haré lo que pueda por ayudar. Sophie sonrió al oír esto —nunca supe si fue una sonrisa de felicidad o de decepción— y luego se levantó del sofá y pasó a la habitación contigua con el bebé en brazos. Se detuvo delante de un armario alto de roble, abrió la puerta y dejó que se balanceara sobre sus goznes. Ahí tienes, dijo. Los estantes estaban abarrotados de cajas, carpetas y cuadernos, mucho más de lo que yo habría creído posible. Recuerdo que me reí azorado e hice alguna pequeña broma. Luego, en plan práctico, discutimos cuál seria la mejor manera de llevarme los manuscritos del apartamento y finalmente decidimos que lo haría en dos grandes maletas. Tardamos casi una hora, pero al final conseguimos meterlo todo. Estaba claro, dije, que tardaría algún tiempo en revisar todo el material. Sophie me dijo que no me preocupase y luego se disculpó por cargarme con semejante tarea. Le dije que lo comprendía, que ella no podía negarse a cumplir lo que Fanshawe le había pedido. Fue todo muy dramático, y al mismo tiempo horrible, casi cómico. La bella Sophie dejó al bebé en el suelo con delicadeza, me dio un gran abrazo de agradecimiento y me besó en la mejilla. Por un momento pensé que iba a echarse a llorar, pero el momento pasó y no hubo lágrimas. Luego bajé las dos maletas despacio por la escalera y salí a la calle. Juntas pesaban tanto como un hombre.
2

La verdad es mucho menos simple de lo que me gustaría que fuese. Que yo quería a Fanshawe, que él era mi amigo más íntimo, que le conocía mejor que nadie, éstos son hechos, y nada que yo diga puede minimizarlos. Pero eso es sólo el principio, y en mi esfuerzo por recordar las cosas tal y como fueron realmente, veo ahora que también tenía reservas respecto a Fanshawe, que una parte de mí siempre se resistió a él. Especialmente cuando crecimos, creo que nunca me sentí totalmente cómodo en su presencia. Si la palabra envidia es demasiado fuerte para lo que estoy tratando de decir, entonces lo llamaría sospecha, un sentimiento secreto de que Fanshawe era de algún modo mejor que yo. Yo no era consciente de todo esto entonces, y nunca hubo nada específico que yo pudiera señalar. Pero persistía la sensación de que había más bondad innata en él que en otros, de que un fuego inextinguible le mantenía vivo, de que era más auténticamente él mismo de lo que yo podría serlo nunca.
Ya desde el principio su influencia era muy acusada. Se extendía incluso a cosas mínimas. Si Fanshawe llevaba la hebilla del cinturón hacia un lado, yo corría la mía para ponerla en la misma posición. Si Fanshawe venía al patio de recreo con zapatillas deportivas negras, yo pedía zapatillas deportivas negras la próxima vez que mi madre me llevaba a la zapatería. Si Fanshawe llevaba un ejemplar de Robinson Crusoe al colegio, yo empezaba a leer Robinson Crusoe esa misma tarde. Yo no era el único que se comportaba así, pero quizá era el más entusiasta, el que se rendía más gustosamente al poder que él tenía sobre nosotros. El propio Fanshawe no era consciente de ese poder, y sin duda ésa era la razón de que continuara teniéndolo. Era indiferente a la atención que recibía, se ocupaba de sus asuntos tranquilamente, sin utilizar nunca su influencia para manipular a los demás. No hacía las travesuras que hacíamos nosotros; no jugaba malas pasadas; no tenía problemas con los profesores. Pero nadie se lo tenía en cuenta. Fanshawe estaba al margen del resto, y sin embargo era él quien nos mantenía unidos, era a él a quien acudíamos para que arbitrara nuestras disputas, porque podíamos contar con que sería justo y resolvería nuestras pequeñas peleas. Había algo tan atractivo en él que siempre deseabas estar a su lado, como si pudieras vivir dentro de su esfera y ser tocado por su personalidad. Él estaba disponible, y al mismo tiempo era inaccesible. Sentías que había un núcleo secreto en su interior en el que nunca podrías penetrar, un misterioso centro oculto. Imitarle era participar de alguna manera en aquel misterio, pero también comprender que nunca podrías conocerle realmente.
Estoy hablando de nuestra primerísima infancia, de cuando teníamos cinco, seis, siete años. Buena parte de todo ello está ya enterrado, y sé que incluso los recuerdos pueden ser falsos. Sin embargo, no creo equivocarme al decir que he conservado el aura de aquellos tiempos dentro de mí, y hasta donde puedo sentir lo que sentí entonces, dudo que estos sentimientos mientan. Aunque no sé en qué se convirtió Fanshawe finalmente, tengo la sensación de que la cosa empezó entonces. Se formó muy rápidamente, era ya una presencia claramente definida cuando empezamos a ir al colegio. Fanshawe era visible, mientras los demás éramos criaturas sin forma, en medio de un constante tumulto, pasando ciegamente de un momento al siguiente. No quiero decir que madurara deprisa —nunca pareció mayor de lo que era—, sino que era él mismo antes de madurar. Por alguna razón, nunca sufrió los mismos trastornos que el resto de nosotros. Sus dramas eran de un orden diferente —más internos, sin duda más brutales—, pero sin ninguno de los cambios bruscos que parecían puntuar la vida de todos los demás.
Hay un incidente que se conserva especialmente vívido para mí. Está relacionado con una fiesta de cumpleaños a la que Fanshawe y yo fuimos invitados cuando estábamos en primero o segundo grado, lo cual significa que ocurrió al comienzo del periodo del que puedo hablar con cierta precisión. Era un sábado por la tarde, en primavera, y fuimos a la fiesta con otro chico, un amigo nuestro que se llamaba Dennis Walden. Dennis tenía una vida mucho más dura que la nuestra: una madre alcohólica, un padre que se mataba a trabajar, un montón de hermanos y hermanas. Yo había estado en su casa dos o tres veces —una ruina grande y oscura—, y recuerdo que su madre me daba miedo, me parecía una bruja de cuento. Se pasaba el día detrás de la puerta cerrada de su cuarto, siempre en bata, la cara pálida una pesadilla de arrugas, asomando la cabeza de vez en cuando para gritarle algo a los niños. El día de la fiesta, Fanshawe y yo habíamos sido debidamente provistos de regalos para el niño que cumplía años, bien envueltos en papeles de colores y atados con cintas. Dennis, sin embargo, no llevaba nada, y se sentía mal por ello. Recuerdo que traté de consolarle con alguna frase vacía: daba igual, en realidad a nadie le importaba, con toda la confusión no se darían cuenta. Pero a Dennis sí le importaba, y eso fue lo que Fanshawe comprendió inmediatamente. Sin ninguna explicación, se volvió a Dennis y le dio su regalo. Toma, dijo, quédate con éste, yo les diré que me he dejado el mío en casa. Mi primera reacción fue pensar que a Dennis le molestaría el gesto, que se sentiría insultado por la compasión de Fanshawe, pero estaba equivocado. Vaciló un momento, tratando de asimilar aquel repentino cambio de fortuna, y luego asintió con la cabeza, como reconociendo la sensatez de lo que Fanshawe había hecho. No era tanto un acto de caridad como un acto de justicia, y por esa razón Dennis pudo aceptarlo sin humillarse. Una cosa se había convertido en la otra. Era un acto de magia, una combinación de desenfado y total convicción, y dudo que nadie que no fuera Fanshawe hubiese podido lograrlo.
Después de la fiesta volvimos con Fanshawe a su casa. Su madre estaba allí, sentada en la cocina, y nos preguntó por la fiesta y si al niño del cumpleaños le había gustado el regalo que ella le había comprado. Antes de que Fanshawe tuviera la oportunidad de decir nada, solté la historia de lo que había hecho. No tenía ninguna intención de meterle en un lío, pero me resultaba imposible callármelo. El gesto de Fanshawe me había abierto todo un mundo nuevo: el hecho de que alguien pudiera entrar en los sentimientos de otro y asumirlos tan completamente que los suyos propios ya no tuvieran importancia. Era el primer acto verdaderamente moral que yo había presenciado y me parecía que no valía la pena hablar de ninguna otra cosa. La madre de Fanshawe, sin embargo, no se mostró tan entusiasta. Sí, dijo, era algo amable y generoso, pero también estaba mal. El regalo le había costado a ella su dinero, y, al dárselo a otro, Fanshawe en cierto sentido le había robado ese dinero. Además, Fanshawe había actuado de un modo descortés al presentarse en la fiesta sin un regalo, lo cual la hacía quedar mal a ella, puesto que ella era la responsable de los actos de su hijo. Fanshawe escuchó atentamente a su madre y no dijo una palabra. Cuando ella terminó, él seguía sin decir nada y ella le preguntó si había comprendido. Sí, dijo él, había comprendido. Probablemente la cosa habría quedado ahí, pero luego, tras una breve pausa, Fanshawe añadió que seguía pensando que había hecho bien. No le importaba lo que ella pensara: volvería a hacer lo mismo la próxima vez. A esta afirmación siguió una escena. La señora Fanshawe se enfadó por su impertinencia, pero Fanshawe se mantuvo firme, negándose a ceder bajo la andanada de su reprimenda. Finalmente, ella le ordenó que se fuera a su cuarto y a mí me dijo que me marchara. Yo estaba horrorizado por la injusticia de su madre, pero cuando traté de hablar en su defensa, Fanshawe me indicó con un gesto que me fuese. En lugar de continuar protestando, aceptó su castigo en silencio y se metió en su cuarto.
Todo el episodio fue puro Fanshawe: el acto espontáneo de bondad, la inmutable fe en lo que había hecho y el mudo, casi pasivo, sometimiento a sus consecuencias. Por muy extraordinario que fuera su comportamiento, siempre te parecía que él se distanciaba del mismo. Ésta, más que nada, era la característica que a veces me asustaba y hacía que me apartase de él. Me sentía muy próximo a Fanshawe, le admiraba intensamente, deseaba desesperadamente estar a su altura, y luego, de pronto, llegaba un momento en que me daba cuenta de que me era ajeno, de que la forma en que vivía dentro de sí nunca se correspondería con la forma en que yo necesitaba vivir. Yo quería demasiado de la vida, tenía demasiados deseos, vivía demasiado dominado por lo inmediato para alcanzar nunca tal indiferencia. A mí me importaba tener éxito, impresionar a la gente con los signos vacíos de mi ambición: buenas notas, cartas de la universidad, premios por lo que fuera que aquella semana tocara. Fanshawe permanecía indiferente a todo eso, tranquilamente apartado en su rincón, sin hacer el menor caso. Si triunfaba, era siempre en contra de su voluntad, sin ninguna lucha, sin ningún esfuerzo, sin jugarse nada en lo que había hecho. Esta postura podía resultar irritante, y yo tardé mucho tiempo en aprender que lo que era bueno para Fanshawe no necesariamente era bueno para mí.
Tampoco quiero exagerar. Aunque Fanshawe y yo acabamos teniendo algunas diferencias, lo que más recuerdo de nuestra infancia es la pasión de nuestra amistad. Éramos vecinos y nuestros jardines sin valla divisoria se unían en una ininterrumpida extensión de césped, grava y tierra, como si perteneciéramos a la misma casa. Nuestras madres eran intimas amigas, nuestros padres jugaban juntos al tenis, ninguno de los dos tenía ningún hermano: condiciones ideales por lo tanto, sin nada que se interpusiera entre nosotros. Nacimos con menos de una semana de diferencia, y cuando éramos bebés estábamos siempre juntos en el jardín, explorando la hierba a cuatro patas, arrancando las flores, poniéndonos de pie y dando nuestros primeros pasos el mismo día. (Hay fotografías que documentan esto.) Más tarde aprendimos juntos a jugar al béisbol y al fútbol en el jardín trasero. Construimos nuestros fuertes, jugamos nuestros juegos, inventamos nuestros mundos en aquel jardín, y luego vinieron los paseos por la ciudad, las largas tardes en bicicleta, las interminables conversaciones. Me sería imposible, creo, conocer a nadie tan bien como conocía a Fanshawe entonces. Mi madre recuerda que estábamos tan unidos que una vez, cuando teníamos seis años, le preguntamos si era posible que dos hombres se casaran. Queríamos vivir juntos cuando creciéramos, y ¿quién hacia eso sino los matrimonios? Fanshawe iba a ser astrónomo y yo iba a ser veterinario. Pensábamos en una casa grande en el campo, un sitio donde el cielo nocturno estuviera lo bastante oscuro como para ver todas las estrellas y donde no hubiera escasez de animales que cuidar.
Retrospectivamente, me parece natural que Fanshawe llegara a ser escritor. La severidad de su introspección casi parecía exigirlo. Ya en la escuela elemental redactaba cuentecitos, y a partir de los diez u once años dudo que hubiese algún momento en que no se viera a sí mismo como escritor. Al principio, por supuesto, no parecía significar mucho. Poe y Stevenson eran sus modelos, y lo que salía de su pluma era la habitual faramalla infantil. «Una noche, en el año de nuestro Señor de mil setecientos cincuenta y uno, iba yo caminando bajo una terrible ventisca hacia la casa de mis antepasados cuando me encontré con una figura espectral en la nieve.» Esa clase de cosa, llena de frases ampulosas y extravagantes giros argumentales. Recuerdo que en sexto Fanshawe escribió una novela policíaca corta, de unas cincuenta páginas, que el profesor le dejó leer en alto en sesiones de diez minutos diarios al final de la clase. Todos estábamos orgullosos de Fanshawe y sorprendidos por su teatral manera de leer, representando los papeles de cada uno de los personajes. El argumento se me escapa ahora, pero recuerdo que era infinitamente complejo, con el final centrado en algo como las identidades confundidas de dos pares de gemelos.
Sin embargo, Fanshawe no era un niño muy aficionado a los libros. Era demasiado bueno en los deportes para eso, una figura demasiado central entre nosotros para retraerse. Durante aquellos primeros años, uno tenía la impresión de que no había nada que no hiciera bien, nada que no hiciera mejor que todos los demás. Era el mejor jugador de béisbol, el mejor estudiante, el más guapo de todos los chicos. Cualquiera de estas cualidades hubiera sido suficiente para darle un estatus especial, pero juntas le hacían heroico, un niño tocado por los dioses. Pero, a pesar de ser extraordinario, seguía siendo uno de nosotros. Fanshawe no era un genio ni un prodigio; no tenía ningún don milagroso que le separara de los niños de su edad. Era un niño perfectamente normal, sólo que más, si eso es posible, más en armonía consigo mismo, más idealmente un niño normal que cualquiera de nosotros.
En el fondo, el Fanshawe que yo conocí no era una persona atrevida. No obstante, había veces en que me sorprendía su deseo de meterse en situaciones peligrosas. Detrás de toda su aparente serenidad, había una gran oscuridad: una necesidad de ponerse a prueba, de correr riesgos, de bordear los límites de las cosas. De niño le apasionaba jugar alrededor de los solares en construcción, subiéndose a las escaleras de mano y trepando por los andamios, andando por tablas en equilibrio sobre un abismo de maquinaria, sacos terreros y barro. Yo me quedaba en segundo término mientras Fanshawe realizaba estas hazañas, implorándole en silencio que lo dejara, pero sin decirle nunca nada, deseando marcharme, pero temeroso de hacerlo por si se caía. A medida que pasaba el tiempo, estos impulsos se volvían más conscientes. Fanshawe me hablaba de la importancia de «saborear la vida». Ponerse las cosas difíciles, decía, explorar lo desconocido, eso era lo que quería, y cada vez más a medida que se hacía mayor. Una vez, cuando teníamos unos quince años, me convenció para que pasara el fin de semana con él en Nueva York, deambulando por las calles, durmiendo en un banco en la vieja estación de Penn, hablando con los vagabundos, viendo cuánto tiempo podíamos aguantar sin comer. Recuerdo que nos emborrachamos a las siete de la mañana del domingo en Central Park y vomitamos en el césped. Para Fanshawe aquello era esencial —un paso más para comprobar cuánto valías—, pero para mí era únicamente sórdido, una miserable caída en algo que yo no era. Sin embargo, continué acompañándole, un testigo perplejo, participando en la búsqueda sin ser plenamente parte de ella, un Sancho adolescente a horcajadas de mi burro, viendo cómo mi amigo batallaba consigo mismo.
Un mes o dos después de nuestro fin de semana de vagabundos, Fanshawe me llevó a un burdel de Nueva York (un amigo suyo había concertado la visita), y fue allí donde perdimos nuestra virginidad. Recuerdo un pequeño apartamento en el Upper West Side cerca del río, una cocinita y un dormitorio oscuro con una delgada cortina separándolos. Había dos mujeres negras, una gorda y vieja y la otra joven y guapa. Puesto que ninguno de nosotros quería a la vieja, tuvimos que decidir quién iría primero. Si la memoria no me falla, salimos al vestíbulo y echamos una moneda al aire. Ganó Fanshawe, por supuesto, y dos minutos después yo me encontré sentado en la cocinita con la madame gorda. Ella me llamó cielo y me recordó varias veces que seguía disponible, por si había cambiado de opinión. Yo estaba demasiado nervioso para hacer nada que no fuera negar con la cabeza, y luego me quedé allí sentado, escuchando la intensa y rápida respiración de Fanshawe al otro lado de la cortina. Sólo podía pensar en una cosa: que mi picha estaba a punto de entrar en el mismo sitio donde estaba ahora la de Fanshawe. Luego me tocó el turno a mí, y éste es el día en que no tengo ni idea de cómo se llamaba la chica. Era la primera mujer desnuda a la que yo veía en carne y hueso, y se mostró tan desenfadada y cordial respecto a su desnudez que las cosas podrían haberme ido bien si no me hubiera distraído con los zapatos de Fanshawe, visibles en el espacio entre la cortina y el suelo, brillando a la luz de la cocina, como separados de su cuerpo. La chica fue encantadora e hizo todo lo que pudo por ayudarme, pero fue una larga lucha y ni siquiera al final sentí verdadero placer. Después, cuando Fanshawe y yo salimos a la calle entre dos luces, yo no tenía mucho que decir. Fanshawe, sin embargo, parecía bastante contento, como si la experiencia hubiera confirmado de algún modo su teoría acerca de saborear la vida. Me di cuenta entonces de que Fanshawe era mucho más voraz de lo que yo podría serlo nunca.
Llevábamos una vida muy protegida en nuestro barrio residencial. Nueva York estaba a sólo treinta kilómetros, pero podría haber sido la China considerando lo poco que tenía que ver con nuestro pequeño mundo de jardines y casas de madera. Al llegar a los trece o catorce años, Fanshawe se convirtió en una especie de exiliado interior, realizando los gestos de una conducta obediente, pero aislado de su entorno, despreciando la vida que se veía obligado a vivir. No se mostraba difícil ni exteriormente rebelde, sencillamente se retrajo. Después de atraer tanta atención de niño, siempre en el centro exacto de las cosas, Fanshawe casi desapareció cuando llegamos al instituto, rehuyendo los focos y buscando una terca marginalidad. Yo sabía que por entonces escribía en serio (aunque a los dieciséis años había dejado de enseñarle su trabajo a nadie), pero eso lo interpreto más como un síntoma que como una causa. En nuestro segundo año en el instituto, por ejemplo, Fanshawe fue el único miembro de nuestra clase que entró en el equipo de béisbol. Jugó extraordinariamente bien durante varias semanas y luego, sin ninguna razón aparente, dejó el equipo. Recuerdo que me contó el incidente al día siguiente de que ocurriera: entró en el despacho del entrenador después del entrenamiento y le entregó su uniforme. El hombre acababa de ducharse y cuando Fanshawe entró en la habitación estaba de pie junto a su mesa completamente desnudo, con un cigarro en la boca y la gorra de béisbol en la cabeza. Fanshawe se recreó en la descripción, deteniéndose en lo absurdo de la escena, embelleciéndola con detalles acerca del cuerpo regordete del entrenador, la luz en la habitación, el charco de agua en el suelo de hormigón gris; pero eso fue todo, una descripción, una ristra de palabras divorciadas de cualquier cosa que pudiera afectar al propio Fanshawe. Me decepcionó que dejara el equipo, pero él nunca me explicó realmente por qué lo había hecho, sólo me dijo que el béisbol le parecía aburrido.
Como les sucede a muchas personas dotadas, llegó un momento en que Fanshawe ya no se conformaba con hacer lo que le resultaba fácil. Habiendo dominado a una edad temprana todo lo que se le pedía, probablemente era natural que empezase a buscar desafíos en otro sitio. Dadas las limitaciones de su vida como alumno de instituto en una ciudad pequeña, el hecho de que encontrara ese otro sitio dentro de sí mismo no es sorprendente ni insólito. Pero hay algo más que eso, creo. Por esa época sucedieron cosas en la familia de Fanshawe que sin duda supusieron un cambio, y seria un error no mencionarlas. Que aquello fuera un cambio esencial es otra historia, pero tiendo a pensar que todo cuenta. En última instancia, una vida no es más que la suma de hechos contingentes, una crónica de intersecciones casuales, de azares, de sucesos fortuitos que no revelan nada más que su propia falta de propósito.
Cuando Fanshawe tenía dieciséis años se descubrió que su padre padecía cáncer. Durante año y medio vio morir a su padre, y en ese tiempo la familia se deshizo lentamente. Quizá la más afectada fue la madre de Fanshawe. Manteniendo estoicamente las apariencias, ocupándose de las consultas médicas y los asuntos económicos e intentando llevar la casa, oscilaba entre un gran optimismo respecto a las posibilidades de recuperación y una especie de desesperación paralizante. Según Fanshawe, nunca pudo aceptar el único hecho inevitable que tenía delante de la cara. Sabía lo que iba a ocurrir, pero no tenía la fuerza necesaria para reconocer que lo sabía, y a medida que pasaba el tiempo empezó a vivir como si estuviera conteniendo el aliento. Su comportamiento se hizo cada vez más excéntrico: noches enteras limpiando la casa maniáticamente, miedo a quedarse sola (combinado con repentinas e inexplicadas ausencias) y toda una gama de dolencias imaginadas (alergias, tensión alta, mareos). Hacia el final, empezó a interesarse por varias teorías disparatadas —astrología, fenómenos psíquicos, vagas nociones espiritualistas acerca del alma—, hasta que se hizo imposible hablar con ella sin acabar agotado y silencioso mientras ella te daba una conferencia sobre la corrupción del cuerpo humano.
Las relaciones entre Fanshawe y su madre se volvieron tensas. Ella se aferraba a él en busca de apoyo, actuando como si el dolor de la familia le perteneciera sólo a ella. Fanshawe tenía que ser el fuerte en aquella casa; no sólo tenía que ocuparse de sí mismo, sino que hubo de asumir la responsabilidad de su hermana, que solamente tenía doce años en aquel entonces. Pero esto trajo otra serie de problemas, porque Ellen era una niña inestable, y en el vacío parental que se produjo a consecuencia de la enfermedad comenzó a recurrir a Fanshawe para todo. Él se convirtió en su padre, su madre, su bastión de sabiduría y consuelo. Fanshawe comprendía lo malsana que era su dependencia de él, pero era poco lo que podía hacer sin herirla de un modo irreparable. Recuerdo que mi madre hablaba de la «pobre Jane» (la señora Fanshawe) y lo terrible que era toda la situación para la «nena». Pero yo sabía que en cierto sentido era Fanshawe el que más sufría. Sólo que nunca tuvo la oportunidad de manifestarlo.
En cuanto al padre de Fanshawe, poco puedo decir con certeza. Era un mensaje cifrado para mí, un hombre silencioso de abstraída benevolencia, y nunca llegué a conocerle bien. Mientras mi padre solía estar mucho en casa, especialmente los fines de semana, al padre de Fanshawe raras veces le veíamos. Era un abogado de cierto prestigio y en otra época había tenido ambiciones políticas, pero éstas habían acabado en una serie de decepciones. Generalmente trabajaba hasta tarde, llegaba a casa a las ocho o las nueve y a menudo pasaba el sábado y parte del domingo en su despacho. Dudo que supiera entender a su hijo, porque parecía un hombre al que le gustaban poco los niños, alguien que había perdido todo recuerdo de haber sido niño alguna vez. El señor Fanshawe era tan absolutamente adulto, estaba tan completamente inmerso en asuntos serios, que me imagino que le resultaba difícil no considerarnos criaturas de otro mundo.
No había cumplido los cincuenta años cuando murió. Durante los últimos seis meses de su vida, después de que los médicos perdieran la esperanza de salvarle, permanecía tumbado en la habitación de invitados de la casa de los Fanshawe, mirando el jardín por la ventana, leyendo algún que otro libro, tomando sus analgésicos, adormilándose. Fanshawe pasaba la mayor parte de su tiempo libre con él, y aunque sólo puedo especular sobre lo que sucedió, deduzco que las cosas cambiaron entre ellos. Por lo menos, sé cuánto se esforzó Fanshawe en conseguirlo, faltando a menudo a clase para estar con él, tratando de hacerse indispensable, cuidándole con resuelta dedicación. Era algo terrible para Fanshawe, quizá demasiado para él, y aunque parecía llevarlo bien, reuniendo el coraje que sólo es posible en los muy jóvenes, a veces me pregunto si logró superarlo.
Sólo hay una cosa más que quiero mencionar aquí. Al final de este periodo —completamente al final, cuando ya nadie esperaba que el padre viviera más de unos días— Fanshawe y yo fuimos a dar un paseo en coche al salir del instituto. Era febrero, y al cabo de unos minutos empezó a nevar ligeramente. Condujimos sin rumbo, dando vueltas por algunos de los pueblos cercanos, prestando poca atención a lo que nos rodeaba. Cuando estábamos a unos quince o veinte kilómetros de casa, encontramos un cementerio; la puerta estaba abierta y sin ninguna razón especial decidimos entrar. Al cabo de unos momentos detuvimos el coche y empezamos a pasear a pie. Leímos las inscripciones de las lápidas, especulamos sobre cómo habrían sido aquellas vidas, nos quedamos callados, anduvimos un poco más, hablamos, nos callamos de nuevo. Ahora nevaba intensamente y la tierra se estaba poniendo blanca. En algún punto en medio del cementerio había una tumba recién cavada y Fanshawe y yo nos detuvimos en el borde y miramos hacia abajo. Recuerdo lo silencioso que estaba todo, lo lejos de nosotros que parecía estar el mundo. Durante largo rato ninguno de los dos habló, y luego Fanshawe dijo que le gustaría ver cómo se estaba en el fondo. Le di la mano y le sostuve con fuerza mientras él descendía a la fosa. Cuando sus pies tocaron la tierra me miró con la cabeza levantada y una media sonrisa y luego se tumbó de espaldas, como fingiendo estar muerto. Ese recuerdo está aún completamente vivo para mí: mirar a Fanshawe mientras él miraba al cielo, sus ojos parpadeando furiosamente porque la nieve le caía en la cara.
Por alguna oscura asociación de ideas, me acordé de cuando éramos muy pequeños, no tendríamos más de cuatro o cinco años. Los padres de Fanshawe habían comprado un electrodoméstico nuevo, un televisor quizá, y durante varios meses Fanshawe conservó la caja de cartón en su cuarto. Siempre había sido generoso para compartir sus juguetes, pero aquella caja me estaba prohibida, y nunca me dejó entrar en ella. Era su lugar secreto, me explicó y cuando se sentaba dentro y la cerraba a su alrededor, podía ir a donde quisiera ir, podía estar donde quisiera estar. Pero si otra persona entraba alguna vez en la caja, perdería su magia para siempre. Creí aquella historia y no le insistí, aunque casi me parte el alma. Estábamos jugando en su cuarto, haciendo formaciones de soldados tranquilamente o dibujando, y luego, de pronto, Fanshawe anunciaba que iba a meterse en su caja. Yo intentaba continuar con lo que estaba haciendo, pero nunca lo conseguía. Nada me interesaba tanto como lo que le estaba sucediendo a Fanshawe dentro de la caja, y pasaba esos minutos intentando desesperadamente imaginar las aventuras que él estaba viviendo. Pero nunca me enteré de cuáles eran, ya que también iba contra las reglas el que Fanshawe me las contara cuando salía de la caja.
Algo parecido estaba pasando entonces en aquella tumba abierta bajo la nieve. Fanshawe estaba solo allí abajo, pensando sus pensamientos, viviendo aquellos momentos en soledad, y aunque yo estaba presente, el suceso estaba sellado para mí, como si no estuviese allí en realidad. Comprendí que aquélla era la manera que tenía Fanshawe de imaginarse la muerte de su padre. Era pura casualidad: la tumba abierta estaba allí y Fanshawe había sentido que le llamaba. Las historias sólo suceden a quienes son capaces de contarlas, había dicho alguien una vez. De la misma manera, quizá, las experiencias sólo se presentaban a quienes eran capaces de tenerlas. Pero ésta es una cuestión difícil y no puedo estar seguro de nada. Permanecí allí esperando a que Fanshawe subiera, tratando de imaginar lo que estaba pensando, durante un breve momento intentando ver lo que veía. Entonces levanté la cabeza hacia el oscuro cielo invernal y todo era un caos de nieve que caía rápidamente sobre mí.
Cuando echamos a andar hacia el coche, el sol ya se había puesto. Cruzamos el cementerio tropezando, sin decirnos nada. Había varios centímetros de nieve en el suelo y continuaba nevando, cada vez más intensamente, como si no fuese a parar nunca. Llegamos al coche, nos metimos dentro, y luego, contra todas nuestras expectativas, no pudimos arrancarlo. Las ruedas traseras estaban atascadas en una zanja poco profunda y nada de lo que hacíamos daba resultado. Lo empujamos, pero las ruedas seguían girando inútilmente con aquel horrible ruido. Pasó media hora y tuvimos que renunciar, decidiendo de mala gana abandonar el coche. Hicimos autostop bajo la tormenta de nieve y pasaron dos horas más hasta que finalmente llegamos a casa. Sólo entonces nos enteramos de que el padre de Fanshawe había muerto durante la tarde.


3

Transcurrieron varios días hasta que encontré el valor necesario para abrir las maletas. Acabé el artículo que estaba escribiendo, fui al cine, acepté invitaciones que normalmente habría rechazado. Estas tácticas no me engañaban, sin embargo. Demasiadas cosas dependían de mi respuesta, y la posibilidad de quedar decepcionado era algo a lo que no quería enfrentarme. En mi mente no había diferencia entre dar la orden de destruir la obra de Fanshawe y matarle con mis propias manos. Me había sido concedido el poder de borrar a alguien, de sacar un cuerpo de su tumba y hacerlo pedazos. Era intolerable estar en esa posición, y yo no quería saber nada de ello. Mientras no tocara las maletas, mi conciencia estaría tranquila. Por otra parte, había hecho una promesa, y sabía que no podría retrasarme indefinidamente. Fue justo en este punto (cuando estaba pertrechándome, preparándome para hacerlo) cuando un nuevo temor se apoderó de mí. Descubrí que no quería que la obra de Fanshawe fuera mala, pero tampoco quería que fuese buena. Es un sentimiento difícil de explicar. Sin duda, las viejas rivalidades tenían algo que ver con ello, un deseo de no quedar humillado por el talento de Fanshawe, pero también tenía la sensación de estar atrapado. Había dado mi palabra. Una vez que abriese las maletas, me convertiría en el portavoz de Fanshawe, y continuaría hablando en su nombre, tanto si me gustaba como si no. Ambas posibilidades me asustaban. Dictar una sentencia de muerte ya era bastante malo, pero trabajar para un muerto no parecía mucho mejor. Durante varios días oscilé entre estos temores, incapaz de decidir cuál era peor. Al final, por supuesto, abrí las maletas. Para entonces probablemente tenía menos que ver con Fanshawe que con Sophie. Quería volver a verla, y cuanto antes me pusiese a trabajar, antes tendría un motivo para llamarla.
No pienso entrar en detalles aquí. A estas alturas todo el mundo sabe cómo es el trabajo de Fanshawe. Ha sido leído y comentado, ha habido artículos y estudios, se ha convertido en propiedad pública. Si hay algo que decir, es únicamente que no tardé más de una hora o dos en comprender que mis sentimientos no venían a cuento. Amar las palabras, tener interés en lo que se escribe, creer en el poder de los libros, esto supera a todo lo demás, y a su lado la vida de uno se queda muy pequeña. No digo esto para felicitarme ni para presentar mis actos bajo una luz más favorecedora. Fui el primero, pero aparte de eso no veo nada que me distinga de los demás. Si la obra de Fanshawe hubiese sido menos de lo que era, mi papel habría sido diferente, más importante quizá, más crucial para el resultado de la historia. Pero, dadas las circunstancias, yo no fui más que un instrumento invisible. Algo había sucedido, y excepto negarlo, excepto fingir que no había abierto las maletas, continuaría sucediendo, derribando lo que se le pusiera por delante, avanzando por su propio impulso.
Me costó aproximadamente una semana digerir y organizar el material, separar las obras acabadas de los borradores, poner los manuscritos en algo parecido a un orden cronológico. El primer texto era un poema, fechado en 1963 (cuando Fanshawe tenía dieciséis años), y el último era de 1976 (justo un mes antes de que desapareciera). En total había más de cien poemas, tres novelas (dos cortas y una larga) y cinco obras de teatro de un acto, así como trece cuadernos que contenían varias obras abortadas, bocetos, apuntes, comentarios de libros que Fanshawe estaba leyendo e ideas para futuros proyectos. No había cartas ni diarios, ninguna vislumbre de la vida privada de Fanshawe. Pero eso ya me lo esperaba. Un hombre no se pasa la vida ocultándose del mundo sin asegurarse de no dejar rastro. Sin embargo, había pensado que en alguna parte entre todos aquellos papeles tal vez habría alguna mención de mí, aunque sólo fuese una carta dándome instrucciones o una anotación en un cuaderno nombrándome su albacea literario. Pero no había nada. Fanshawe me había dejado enteramente solo.
Telefoneé a Sophie y quedé para cenar con ella la noche siguiente. Debido a que sugerí un restaurante francés que estaba de moda (muy por encima de mis posibilidades), creo que ella pudo adivinar mi respuesta a la obra de Fanshawe. Pero aparte de este indicio de celebración, dije lo menos posible. Quería que todo avanzara por sus pasos, nada de movimientos bruscos, nada de gestos prematuros. Yo ya estaba seguro respecto al trabajo de Fanshawe, pero temía precipitar las cosas con Sophie. Era demasiado lo que dependía de cómo actuase yo, demasiado lo que podía destruirse si metía la pata al principio. Sophie y yo estábamos vinculados ahora, tanto si ella lo sabía como si no, aunque sólo fuera porque seriamos socios en la promoción de la obra de Fanshawe. Pero yo quería más que eso, y deseaba que Sophie lo quisiera también. Luchando contra mí y mi impaciencia, me recomendé cautela, me dije que debía ser previsor.
Ella llevaba un vestido de seda negra y diminutos pendientes de plata, y se había echado el pelo hacia atrás para revelar la línea de su cuello. Cuando entró en el restaurante y me vio sentado en la barra, me dirigió una cálida sonrisa cómplice, como diciéndome que sabía lo guapa que estaba pero al mismo tiempo denotando la extrañeza de la ocasión, saboreándola en cierto modo, claramente alerta a las posibles consecuencias del momento. Le dije que estaba impresionante y ella me contestó casi coquetamente que era su primera salida nocturna desde que había nacido Ben y que había querido tener «un aspecto diferente». Después de eso me concentré en nuestro asunto, tratando de retraerme dentro de mi mismo. Cuando nos llevaron a nuestra mesa (mantel blanco, pesada cubertería de plata, un tulipán rojo en un esbelto búcaro entre nosotros) y tomamos asiento, respondí a su segunda sonrisa hablándole de Fanshawe.
No pareció sorprendida por nada de lo que le dije. Era algo que ya sabía, un hecho con el que se había reconciliado, y lo que yo le estaba diciendo simplemente confirmaba lo que ella sabía desde el principio. Extrañamente, no parecía emocionarla. Había una cautela en su actitud que me desconcertó, y durante varios minutos me sentí perdido. Luego, poco a poco, empecé a comprender que sus sentimientos no eran muy diferentes de los míos. Fanshawe había desaparecido de su vida, y entendí que ella podía tener buenas razones para lamentar la carga que le había sido impuesta. Publicar la obra de Fanshawe, dedicarse a un hombre que ya no estaba allí, la obligaría a vivir en el pasado, y cualquier futuro que pudiera querer construirse estaría contaminado por el papel que tenía que interpretar: la viuda oficial, la musa del escritor muerto, la bella heroína de una trágica historia. Nadie quiere ser parte de una ficción, y menos aún si esa ficción es real. Sophie tenía sólo veintiséis años. Era demasiado joven para vivir a través de otro, demasiado inteligente para no querer tener una vida completamente suya. El hecho de que hubiera amado a Fanshawe no era la cuestión. Fanshawe estaba muerto y había llegado el momento de dejarlo atrás.
Nada de esto se dijo explícitamente. Pero el sentimiento estaba allí y habría sido una estupidez no prestarle atención. Dadas mis propias reservas, es extraño que fuese yo quien llevara la antorcha, pero me di cuenta de que si no me encargaba de todo y comenzaba la tarea, ésta no se haría nunca.
—En realidad no es necesario que te impliques —dije—. Tendremos que consultarte, por supuesto, pero eso no te ocupará mucho tiempo. Si estás dispuesta a dejar que yo tome las decisiones, no creo que sea muy difícil para ti.
—Por supuesto que dejaré las decisiones en tus manos —dijo—. Yo no sé nada de esto. Si intentara hacerlo yo, me perdería a los cinco minutos.
—Lo importante es saber que estamos del mismo lado —dije—. En última instancia, supongo que el asunto se reduce a si puedes confiar en mí o no.
—Confío en ti —dijo ella.
—No te he dado ninguna razón para que lo hagas —dije—. Todavía no, por lo menos.
—Lo sé. Pero confío en ti de todas formas.
—¿Así, sin más?
—Sí. Sin mas.
Me sonrió de nuevo y durante el resto de la cena no dijimos nada más acerca del trabajo de Fanshawe. Yo había planeado discutir los detalles —cuál era la mejor forma de empezar, que editores podrían estar interesados, con qué personas debíamos contactar, etcétera—, pero eso ya no parecía importante. Sophie no deseaba pensar en ello, y ahora que yo le había asegurado que no tendría que hacerlo, su actitud juguetona reapareció gradualmente. Después de tantos meses difíciles, finalmente tenía la oportunidad de olvidarse del asunto durante un rato, y me di cuenta de lo decidida que estaba a entregarse a los sencillos placeres de aquel momento: el restaurante, la comida, las risas de la gente que nos rodeaba, el hecho de que estaba allí y no en ningún otro sitio. Quería que la mimaran, y ¿quién era yo para no complacerla?
Yo estaba en buena forma aquella noche. Sophie me inspiraba y no tardé mucho en animarme. Gasté bromas, conté historias, hice pequeños trucos con la cubertería. Era una mujer tan bella que costaba apartar los ojos de ella. Quería verla reír, ver cómo respondía su cara a lo que yo decía, observar sus ojos, estudiar sus gestos. Dios sabe qué tonterías dije, pero hice todo lo posible por distanciarme, por ocultar mis verdaderos motivos bajo aquel derroche de encanto. Aquélla era la parte dura. Yo sabía que Sophie se sentía sola, que quería el consuelo de un cuerpo cálido junto al suyo, pero un rápido revolcón en el heno no era lo que yo buscaba, y si me movía demasiado deprisa probablemente todo quedaría en eso. En aquella primera etapa, Fanshawe seguía estando allí con nosotros, el vínculo implícito, la fuerza invisible que nos había unido. Pasaría algún tiempo antes de que desapareciera, y hasta que eso ocurriese, yo estaba dispuesto a esperar.
Todo aquello creaba una tensión exquisita. A medida que avanzaba la velada, los comentarios más casuales se cargaban de matices eróticos. Las palabras ya no eran simplemente palabras, sino un curioso código de silencios, una forma de hablar que daba vueltas continuamente en torno a lo que se decía. Mientras evitásemos el verdadero tema, el hechizo no se rompería. Ambos nos deslizamos de manera natural hacia ese tono burlón, que se hizo aún más poderoso porque ninguno de nosotros abandonó la broma. Sabíamos lo que hacíamos, pero al mismo tiempo fingíamos no saberlo. Así comenzó mi cortejo de Sophie, despacio, decorosamente, creciendo muy poquito a poco.
Después de la cena paseamos durante unos veinte minutos en la oscuridad de finales de noviembre y acabamos la noche tomando unas copas en un bar del centro. Fumé un cigarrillo tras otro, pero ése fue el único indicio de mi tumulto interior. Sophie me habló durante un rato de su familia en Minnesota, sus tres hermanas más jóvenes, su llegada a Nueva York ocho años antes, su música, sus clases, su plan de volver a trabajar el próximo otoño, pero estábamos tan firmemente atrincherados en nuestro tono jocoso que cada comentario se convertía en una excusa para nuevas risas. Podríamos haber continuado así, pero había que pensar en la canguro, así que finalmente cortamos a eso de medianoche. La llevé hasta la puerta del apartamento y allí hice mi último gran esfuerzo de la noche.
—Gracias, doctor —dijo Sophie—. La operación ha sido un éxito.
—Mis pacientes siempre sobreviven —dije—. Es por el gas de la risa. Abro la válvula y poco a poco mejoran.
—Ese gas podría crear hábito.
—Ésa es la idea. Los pacientes no cesan de volver pidiendo más, a veces dos o tres sesiones por semana. ¿Cómo cree usted que pago mi piso de Park Avenue y la casa de verano en Francia?
—Así que hay un motivo oculto.
—Por supuesto. Me mueve la avaricia.
—Su clientela debe ser numerosa.
—Lo era. Pero ahora estoy más o menos retirado. Últimamente tengo una sola paciente, y no estoy seguro de si volverá.
—Volverá —dijo Sophie, con la sonrisa más coqueta y radiante que yo había visto nunca—. Cuente con ello.
—Me alegra oírlo —dije—. Haré que mi secretaria la llame para concertar la próxima cita.
—Cuanto antes mejor. Con estos tratamientos a largo plazo, no se puede perder un momento.
—Excelente consejo. No olvidaré pedir un nuevo suministro de gas de la risa.
—Hágalo, doctor. Creo que lo necesito de veras.
Nos sonreímos de nuevo y luego le di un gran abrazo de oso y un breve beso en los labios y bajé la escalera lo más deprisa que pude.
Me fui derecho a casa, comprendí que acostarme era imposible y pasé dos horas delante de la televisión, viendo una película sobre Marco Polo. Finalmente me quedé como un tronco a eso de las cuatro, en mitad de la reposición de Rumbo a lo desconocido.


Mi primer paso fue ponerme en contacto con Stuart Green, editor en una de las mayores editoriales. No le conocía muy bien, pero nos habíamos criado en la misma ciudad y su hermano menor, Roger, había ido al colegio con Fanshawe y conmigo. Supuse que Stuart se acordaría de quién era Fanshawe y me parecía una buena manera de empezar. Me había encontrado a Stuart en varias reuniones a lo largo de los años, quizá tres o cuatro veces, y siempre se había mostrado amable, hablando de los viejos tiempos (como él los llamaba) y prometiendo darle recuerdos míos a Roger la próxima vez que le viera. Yo no tenía ni idea de qué podía esperar de Stuart, pero pareció bastante contento de oírme cuando le llamé. Quedamos en vernos en su oficina una tarde de aquella semana.
Tardó unos momentos en situar el nombre de Fanshawe. Le sonaba, dijo, pero no sabía de qué. Estimulé su memoria un poco, mencioné a Roger y sus amigos, y de pronto cayó en la cuenta.
—Sí, sí, claro —dijo—. Fanshawe. Aquel niño tan extraordinario. Roger solía insistir en que acabaría siendo presidente.
Ese mismo, dije, y luego le conté la historia.
Stuart era un tipo bastante remilgado, un tipo de Harvard que llevaba corbatas de pajarita y chaquetas de tweed, y aunque en el fondo era poco más que un ejecutivo, en el mundo editorial pasaba por ser un intelectual. Le había ido bien hasta entonces —era editor jefe con poco más de treinta años, un trabajador joven, sólido y responsable— y no había duda de que continuaría ascendiendo. Digo todo esto únicamente para demostrar que no era persona automáticamente receptiva a la clase de historia que le estaba contando. Tenía muy poco de romántico, muy poco que no fuera precavido y práctico, pero noté que estaba interesado, y a medida que yo continuaba hablando, incluso parecía excitado.
Tenía poco que perder, por supuesto. Si el trabajo de Fanshawe no le gustaba, le sería muy fácil rechazarlo. Los rechazos eran la esencia de su trabajo y no tendría que pensárselo dos veces. Por otra parte, si Fanshawe era el escritor que yo decía que era, publicarlo sólo podría contribuir a la reputación de Stuart. Compartiría la gloria de haber descubierto a un genio americano desconocido y podría vivir de ese golpe de suerte durante años.
Le entregué el manuscrito de la novela larga de Fanshawe. Al final, le dije, tendría que ser todo o nada —los poemas, las obras de teatro, las otras dos novelas—, pero aquélla era la obra más importante de Fanshawe y me parecía lógico que empezásemos por ella. Me refería a El país de nunca jamás, por supuesto. Stuart dijo que le gustaba el título, pero cuando me pidió que le describiera el libro, le contesté que preferiría no hacerlo, que pensaba que seria mejor que lo descubriera por si mismo. Levantó una ceja como respuesta (un truco que probablemente había aprendido durante el año que pasó en Oxford), como dando a entender que no debía jugar con él. Que yo supiera, no estaba jugando a nada. Era sólo que no quería forzarle. El libro se encargaría de eso, y yo no veía ninguna razón para negarle entrar en él indefenso: sin mapas, sin brújula, sin nadie que le llevase de la mano.
Tardó tres semanas en llamarme. Las noticias no eran ni buenas ni malas, pero parecían esperanzadoras. Probablemente tendríamos suficiente apoyo de los editores para sacar el libro adelante, dijo Stuart, pero antes de tomar la decisión definitiva querían echar una ojeada al resto del material. Yo ya esperaba aquello —cierta prudencia, andar con pies de plomo—, y le dije a Stuart que pasaría por su oficina para llevarle los manuscritos la tarde siguiente.
—Es un libro extraño —me dijo, señalando el manuscrito de El país de nunca jamás sobre su mesa—. No es en absoluto la típica novela, ya me entiende. No es típico en nada. Aún no está claro que vayamos a publicarlo, pero si lo hacemos, estaremos corriendo cierto riesgo.
—Lo sé —dije—. Pero eso es lo que lo hace interesante.
—Lo que es una verdadera pena es que Fanshawe no este disponible. Me encantaría poder trabajar con él. Hay cosas en el libro que deberían cambiarse, creo yo, ciertos pasajes que deberían suprimirse. Eso haría que el libro fuese aún más fuerte.
—Eso no es más que orgullo de editor —dije—. Les resulta difícil ver un manuscrito y no atacarlo con un lápiz rojo. La verdad es que creo que acabará usted por encontrarles sentido a las partes que ahora no le gustan, y se alegrará de no haber podido tocarlas.
—El tiempo lo dirá —dijo Stuart, nada dispuesto a darme la razón—. Pero no hay duda, no hay duda de que el hombre sabía escribir. Leí el libro hace más de dos semanas y no me ha abandonado desde entonces. No puedo quitármelo de la cabeza. Me acuerdo de él una y otra vez, y siempre en los momentos más extraños. Al salir de la ducha, andando por la calle, cuando me estoy metiendo en la cama por la noche, siempre que no estoy pensando conscientemente en nada. Eso no sucede muy a menudo, usted lo sabe. Lee uno tantos libros en este trabajo que todos tienden a mezclarse. Pero el libro de Fanshawe destaca. Hay algo poderoso en él, y lo más raro es que ni siquiera sé qué es.
—Probablemente ésa es la verdadera prueba —dije—. A mi me sucedió lo mismo. El libro se te graba en el cerebro y no puedes librarte de él.
—¿Y qué me dice del resto de su obra?
—Es lo mismo —dije—. No puedes dejar de pensar en ella.
Stuart meneó la cabeza, y por primera vez vi que estaba sinceramente impresionado. No duró más que un momento, pero en aquel instante su arrogancia y su pose desaparecieron repentinamente, y me encontré casi deseando que me agradase.
—Creo que tal vez hayamos descubierto algo importante —dijo—. Si lo que usted dice es verdad, creo que realmente hemos encontrado algo importante.
Así era, y según se comprobó luego, quizá aún más importante de lo que Stuart había imaginado. El país de nunca jamás fue aceptado ese mes, con una opción sobre los otros libros. Mi veinticinco por ciento del anticipo fue suficiente para comprarme algún tiempo, y lo empleé en preparar una edición de los poemas. También fui a visitar a varios directores de teatro para ver si les interesaría montar las obras. Finalmente, también eso salió bien y planeamos estrenar tres obras de un acto en un pequeño teatro del centro unas seis semanas después de que se publicara El país de nunca jamás. Mientras tanto, persuadí al director de una de las principales revistas para las que yo escribía en ocasiones de que me dejase escribir un artículo sobre Fanshawe. Resultó un texto largo y bastante exótico y en ese momento pensé que era una de las mejores cosas que había escrito. El articulo tenía que aparecer dos meses antes de la publicación de El país de nunca jamás, y de repente me pareció que todo ocurría a la vez.
Reconozco que me dejé atrapar por todo ello. Una cosa llevaba a la otra y, antes de que pudiera darme cuenta, se había puesto en marcha una pequeña industria. Era una especie de delirio. Me sentía como un ingeniero, apretando botones y tirando de palancas, corriendo de las válvulas a los circuitos, ajustando una pieza aquí, diseñando una mejora allí, escuchando cómo el artefacto zumbaba, resoplaba y ronroneaba, olvidado de todo lo que no fuera el estrépito de mi invento. Yo era el científico loco que había inventado la gran máquina mágica, y cuanto más humo salía de ella y más ruido hacía, más feliz estaba yo.
Quizá eso era inevitable; quizá tenía que estar un poco loco para embarcarme en ello. Dado el esfuerzo que me había supuesto reconciliarme con el proyecto, probablemente era necesario que equiparase el éxito de Fanshawe con el mío propio. Había tropezado con una causa, algo que me justificaba y hacía que me sintiese importante, y cuanto más plenamente me sumergía en mis ambiciones para Fanshawe, más nítidamente me veía a mí mismo. Esto no es una excusa; es simplemente una descripción de lo que sucedió. La visión retrospectiva me dice que estaba metiéndome en líos, pero en aquella época yo no era consciente de ello. Es más, aunque lo hubiera sido, dudo que hubiera hecho algo diferente.
Debajo de todo ello estaba el deseo de permanecer en contacto con Sophie. A medida que pasaba el tiempo, se convirtió en algo perfectamente natural que yo la llamase tres o cuatro veces por semana, para almorzar con ella, para dar un paseo por la tarde en su barrio con Ben. Le presenté a Stuart Green, la invité a conocer al director de teatro, le busqué un abogado para que se ocupara de los contratos y otros asuntos legales. Sophie aceptó todo esto con naturalidad, considerando aquellos encuentros más como ocasiones sociales que como conversaciones de trabajo, dejándole claro a la gente que veíamos que yo era quien tomaba las decisiones. Intuí que estaba decidida a no sentirse en deuda con Fanshawe, que, sucediera lo que sucediera, ella continuaría guardando las distancias. El dinero la hacía feliz, por supuesto, pero nunca lo relacionó realmente con el trabajo de Fanshawe. Era un regalo inesperado, un billete de lotería premiado que le había caído del cielo, y eso era todo. Sophie vio a través del torbellino desde el principio. Comprendió el fundamental absurdo de la situación, y como no era avariciosa, como no tenía ningún impulso de aprovechar su ventaja, no perdió la cabeza.
Me esforcé mucho en mi cortejo. Sin duda mis motivos eran transparentes, pero quizá eso fue lo bueno. Sophie sabía que me había enamorado de ella, y el hecho de que no me abalanzase, de que no la obligase a declarar sus sentimientos hacia mí, probablemente contribuyó más que ninguna otra cosa a convencerla de mi seriedad. Sin embargo, yo no podía esperar eternamente. La discreción tenía su función, pero demasiada discreción podía ser fatal. Llegó un momento en que noté que ya no estábamos empeñados en un combate, que las cosas se habían asentado entre nosotros. Al pensar ahora en ese momento, me tienta utilizar el lenguaje tradicional del amor. Deseo hablar con metáforas de calor, de fuego, de barreras que se derriten ante pasiones irresistibles. Soy consciente de lo ampulosos que pueden sonar estos términos, pero al final creo que son exactos. Todo había cambiado para mí, y palabras que nunca había comprendido, súbitamente empezaron a tener sentido. Aquello fue una revelación, y cuando finalmente tuve tiempo de absorberla, me pregunté cómo había podido vivir tanto tiempo sin aprender aquella sencilla verdad. No estoy hablando de deseo tanto como de conocimiento, del descubrimiento de que dos personas, a través del deseo, pueden crear algo más poderoso de lo que ninguna de ellas podría crear sola. Ese conocimiento me transformó, creo, e hizo que me sintiera más humano. Al pertenecer a Sophie, empecé a sentir como si perteneciera a todos los demás. Resultó que mi verdadero lugar en el mundo estaba más allá de mí mismo, y si estaba dentro de mí, también era ilocalizable. Era el diminuto espacio entre el yo y el no yo, y por primera vez en mi vida vi esta nada como el centro exacto del mundo.
Era el día en que yo cumplía treinta años. Conocía a Sophie desde hacía aproximadamente tres meses y ella insistió en que lo celebráramos. Yo estaba reacio al principio, ya que nunca había dado mucha importancia a los cumpleaños, pero el sentido de la ocasión de Sophie acabó venciéndome. Me compró una cara edición ilustrada de Moby Dick, me llevó a cenar a un buen restaurante y luego a una representación de Boris Godunov en el Met. Por una vez, me dejé ir, sin intentar explicarme mi felicidad, sin intentar anticiparme a mí mismo o maniobrar mejor que mis sentimientos. Quizá estaba empezando a percibir una nueva audacia en Sophie; quizá ella me estaba dejando saber que había decidido por sí misma, que ya era demasiado tarde para que ninguno de los dos se echara atrás. Fuese lo que fuese, aquélla fue la noche en que todo cambió, en la que ya no hubo ninguna duda respecto a lo que íbamos a hacer. Regresamos a su apartamento a las once y media, Sophie pagó a la soñolienta canguro y luego entramos de puntillas en la habitación de Ben y nos quedamos allí un rato viéndole dormir en su cunita. Recuerdo claramente que ninguno de nosotros dijo nada, que el único sonido que yo oía era el leve gorgoteo de la respiración de Ben. Nos inclinamos sobre los barrotes y estudiamos la forma de su cuerpecito, tumbado boca abajo, las piernas encogidas, el trasero levantado, dos o tres dedos metidos en la boca. La escena pareció durar largo tiempo, pero dudo que fuese más de un minuto o dos. Luego, sin previo aviso, ambos nos erguimos, nos volvimos el uno hacia el otro y empezamos a besarnos. Después de eso, me resulta difícil hablar de lo que sucedió. Estas cosas tienen poco que ver con las palabras, tan poco, en realidad, que casi parece inútil tratar de expresarlas. En todo caso, diría que estábamos cayendo el uno en el otro, cayendo tan rápido y tan lejos que nada podía pararnos. De nuevo, recurro a la metáfora. Pero probablemente no se trata de eso. Porque que pueda o no pueda hablar de ello no cambia la verdad de lo que sucedió. El hecho es que nunca hubo un beso igual, y dudo que en toda mi vida vuelva a haber un beso igual.


4

Pasé aquella noche en la cama de Sophie y a partir de entonces se me hizo imposible dejarla. Volvía a mi apartamento durante el día para trabajar, pero regresaba a Sophie todas las noches. Me convertí en parte de su hogar —compraba comida para la cena, le cambiaba los pañales a Ben, sacaba la basura—, viviendo con otra persona más íntimamente de lo que había vivido nunca. Pasaron los meses y, con constante asombro, descubrí que tenía talento para aquella clase de vida. Había nacido para estar con Sophie, y poco a poco noté que me volvía más fuerte, noté que ella me hacía mejor de lo que había sido. Era extraña la forma en que Fanshawe nos había unido. De no ser por su desaparición, nada de aquello habría sucedido. Estaba en deuda con él, pero aparte de hacer todo lo que podía por su trabajo, no tenía ninguna posibilidad de saldar esa deuda.
Mi articulo se publicó y pareció surtir el efecto deseado. Stuart Green me llamó para decirme que era un «gran refuerzo», lo cual deduje que significaba que ahora se sentía más seguro. Con todo el interés que el artículo había despertado, Fanshawe ya no parecía un riesgo tan grande. Luego salió El país de nunca jamás y las críticas fueron unánimemente buenas, algunas extraordinarias. Era todo lo que uno podía esperar. Era el cuento de hadas con el que todo escritor sueña, y reconozco que yo mismo estaba un poco asustado. Esas cosas no pasan en el mundo real. Pocas semanas después de su publicación, las ventas eran mayores de lo que se había esperado para toda la edición. Finalmente una segunda edición entró en imprenta, pusieron anuncios en periódicos y revistas y luego vendieron el libro a una editorial de libros de bolsillo para que lo sacara al año siguiente. No quiero dar a entender que el libro fuera un récord de ventas de acuerdo con criterios comerciales ni que Sophie fuera camino de convertirse en millonaria, pero dada la seriedad y la dificultad de la obra de Fanshawe, y dada la tendencia del público a no acercarse a ese tipo de obra, fue un éxito mayor de lo que habíamos imaginado posible.
En cierto sentido, aquí es donde la historia debería terminar. El joven genio ha muerto, pero su obra seguirá viva, su nombre será recordado durante muchos años. Su amigo de la infancia ha salvado a la joven y hermosa viuda y los dos vivirán felices para siempre. Parecería que así concluye la representación, que lo único que falta es la última llamada a escena para recibir los aplausos. Pero resulta que esto es sólo el principio. Lo que he escrito hasta ahora no es más que un preludio, una rápida sinopsis de todo lo que viene antes de la historia que tengo que contar. Si no hubiera nada más que esto, no habría nada en absoluto, porque nada me habría impulsado a empezar. Sólo la oscuridad tiene la fuerza necesaria para hacer que un hombre le abra su corazón al mundo, y la oscuridad es lo que me rodea cada vez que pienso en lo sucedido. Si hace falta valor para escribir acerca de ello, también es cierto que sé que escribir es la única posibilidad que tengo de escapar. Pero dudo que esto ocurra, ni siquiera suponiendo que consiga contar la verdad. Las historias sin final no pueden hacer otra cosa que continuar eternamente, y verse atrapado en una de ellas significa que morirás antes de haber interpretado tu papel hasta el final. Mi única esperanza es que lo que tengo que decir tenga un final, que encuentre en alguna parte un claro en la oscuridad. Esta esperanza es lo que defino como valor, pero que haya razones para la esperanza es otra cuestión enteramente distinta.
Fue unas tres semanas después del estreno de las obras de teatro. Pasé la noche en casa de Sophie, como de costumbre, y por la mañana me fui a mi apartamento para trabajar. Recuerdo que tenía que terminar una reseña de cuatro o cinco libros de poesía —una de esas frustrantes mezcolanzas— y me estaba costando concentrarme. Mi mente se alejaba una y otra vez de los libros que estaban sobre mi mesa, y cada cinco minutos más o menos me levantaba de la silla y paseaba por la habitación. Stuart Green me había contado una extraña historia el día anterior y me resultaba difícil dejar de pensar en ella. Según Stuart, la gente estaba empezando a decir que Fanshawe no existía. El rumor afirmaba que me lo había inventado para perpetrar un fraude y que los libros los había escrito yo mismo. Mi primera reacción fue echarme a reír, y luego hice alguna broma acerca de que Shakespeare tampoco había escrito ninguna de sus obras. Pero, tras pensar más en ello, no sabía si sentirme insultado o halagado por aquel rumor. ¿Es que la gente no se fiaba de que dijese la verdad? ¿Por qué habría de tomarme la molestia de crear toda una obra para luego no querer atribuirme el mérito de la misma? Y, sin embargo, ¿creía la gente que yo era capaz de escribir un libro tan bueno como El país de nunca jamás? Me di cuenta de que una vez que se publicaran todos los manuscritos de Fanshawe, me sería perfectamente posible escribir uno o dos libros más con su nombre, escribir la obra yo y hacerla pasar por suya. No tenía intención de hacer tal cosa, por supuesto, pero la sola idea me abría ciertos extraños e intrigantes conceptos: lo que significaba que un escritor pusiera su nombre en un libro, por qué algunos escritores optaban por ocultarse detrás de un seudónimo, si un escritor tenía una vida real o no. Se me ocurrió que escribir con otro nombre podría ser algo que me gustase —inventarme una identidad secreta—, y me pregunté por qué encontraba esa idea tan atractiva. Un pensamiento me llevaba a otro, y cuando agoté el tema, descubrí que había malgastado la mayor parte de la mañana.
Eran las once y media —la hora en que llegaba el correo— e hice mi habitual excursión en el ascensor para ver si había algo en el buzón. Este era siempre un momento crucial del día para mí y me resultaba imposible acercarme a él tranquilamente. Siempre tenía la esperanza de que hubiera buenas noticias —un cheque inesperado, una oferta de trabajo, una carta que de algún modo cambiaría mi vida—, y el hábito de la expectativa era ya parte de mí hasta el punto de que apenas podía mirar mi buzón sin sentir una oleada de emoción. Aquél era mi escondite, el único lugar del mundo que era exclusivamente mío. Y al mismo tiempo me unía con el resto del mundo, y en su mágica oscuridad se hallaba el poder de hacer que ocurrieran cosas.
Solamente había una carta para mí aquel día. Venía en un sobre blanco liso con un matasellos de Nueva York y no llevaba remite. La letra no me era conocida (mi nombre y dirección estaban escritos con mayúsculas) y ni siquiera podía imaginarme de quién sería. Abrí el sobre en el ascensor, y fue entonces, allí, de pie camino del piso noveno, cuando el mundo se me cayó encima.
«No te enfades conmigo por escribirte», empezaba la carta. «Aun a riesgo de provocarte un ataque al corazón, quería enviarte una última palabra: darte las gracias por lo que has hecho. Sabía que eras la persona adecuada, pero las cosas han salido aún mejor de lo que yo pensaba. Has ido más allá de lo posible, y estoy en deuda contigo. Sophie y el niño estarán atendidos, y por ello puedo vivir con la conciencia tranquila.
»No voy a dar explicaciones aquí. A pesar de esta carta, quiero que sigas considerándome muerto. Nada es más importante que eso y no debes decirle a nadie que has tenido noticias mías. No me encontrarán, y hablar de esto sólo traería más problemas. No vale la pena. Sobre todo no le digas nada a Sophie. Haz que se divorcie de mí y luego cásate con ella lo antes posible. Confío en que lo hagas así, y doy mis bendiciones. El niño necesita un padre, y tú eres el único con quien puedo contar.
»Quiero que entiendas que no he perdido el juicio. Tomé ciertas decisiones que eran necesarias, y aunque algunas personas hayan sufrido, marcharme fue lo mejor y lo más bondadoso que he hecho nunca.
»Siete años después del día de mi desaparición será el día de mi muerte. He dictado sentencia contra mí mismo y no habrá apelaciones.
»Te ruego que no me busques. No tengo ningún deseo de ser encontrado y me parece que tengo derecho a vivir el resto de mi vida como crea oportuno. Me repugnan las amenazas, pero no tengo más remedio que hacerte esta advertencia: si por un milagro consigues encontrarme, te mataré.
»Me complace que mis escritos hayan despertado tanto interés. Nunca tuve la menor sospecha de que pudiera suceder algo así. Pero ahora todo eso me parece muy lejano. Escribir libros pertenece a otra vida y pensar en ello ahora me deja frío. Nunca intentaré reclamar el dinero, os lo doy gustosamente a ti y a Sophie. Escribir era una enfermedad que me aquejó durante mucho tiempo, pero ya me he repuesto de ella.
»Puedes estar seguro de que no volveré a ponerme en contacto contigo. De ahora en adelante te verás libre de mí, y te deseo una vida larga y feliz. Cuánto mejor que todo haya sido así. Eres mi mejor amigo, y mi única esperanza es que seas siempre el que eres. Lo mío es otra historia. Deséame suerte.»
No había firma al final de la carta, y durante una hora o dos intenté convencerme de que se trataba de una broma pesada. Si Fanshawe la hubiera escrito, ¿por qué no iba a firmarla? Me aferré a eso como prueba de que era una jugarreta, buscando desesperadamente una excusa para negar lo que había sucedido. Pero ese optimismo no duró mucho, y poco a poco me obligué a enfrentarme a los hechos. Podía haber diversas razones para omitir el nombre, y cuanto más lo pensaba, más claramente debía considerar auténtica la carta. Un bromista se habría preocupado de incluir el nombre, pero la persona real no le daría importancia: solamente alguien que no se propusiera engañar tendría suficiente seguridad en si mismo como para cometer un error tan evidente. Y luego estaban las últimas frases de la carta: «... sigas siendo el que eres. Lo mío es otra historia.» ¿Significaba eso que Fanshawe se había convertido en otra persona? Indiscutiblemente vivía con otro nombre, pero ¿cómo vivía? ¿Y dónde? El matasellos de Nueva York era una pista, quizá, pero igualmente podría ser un subterfugio, una información falsa para despistarme. Fanshawe había tenido muchísimo cuidado. Leí la carta una y otra vez, tratando de desmenuzarla, buscando una grieta, una forma de leer entre líneas, pero no conseguí nada. La carta era opaca, un bloque de oscuridad que frustraba cualquier intento de penetrarlo. Al final renuncié, guardé la carta en un cajón de mi mesa y reconocí que estaba perdido, que nada volvería a ser igual para mí.
Lo que más me molestaba, creo, era mi propia estupidez. Considerándolo ahora, veo que todos los hechos me habían sido mostrados desde el principio, desde mi primer encuentro con Sophie. Durante años Fanshawe no publica nada, luego le dice a su esposa lo que tiene que hacer si le ocurre algo (ponerse en contacto conmigo, conseguir que publiquen su obra) y después desaparece. Era todo muy evidente. El hombre quería marcharse y se marchó. Sencillamente se largó un buen día y dejó plantada a su esposa embarazada, y como ella confiaba en él, como le resultaba inconcebible que hiciera tal cosa, no tenía mas remedio que pensar que había muerto. Sophie se había engañado, pero, dada la situación, era difícil ver qué otra cosa podría haber hecho. Yo no tenía esa excusa. Ni una sola vez desde el principio había pensado a fondo en el asunto. Me había precipitado a creer en su versión, me había recreado en aceptar su interpretación de los hechos, y luego había dejado de pensar por completo. A la gente la habían matado por crímenes menores que ese.
Pasaron los días. Todos mis instintos me decían que confiase en Sophie, que le enseñara la carta, y sin embargo no fui capaz de hacerlo. Estaba demasiado asustado, demasiado inseguro respecto a cómo reaccionaría ella. Cuando mi estado de ánimo era más fuerte, me decía a mí mismo que guardar silencio era la única manera de protegerla. ¿A quién beneficiaría que ella supiera que Fanshawe la había dejado plantada? Se culparía a si misma por lo que había sucedido y yo no quería herirla. Debajo de aquel noble silencio, sin embargo, había un segundo silencio de pánico y miedo. Fanshawe estaba vivo, y si yo dejaba que Sophie lo supiera, ¿qué supondría ese conocimiento para nuestra relación? La idea de que Sophie pudiera desear que él volviese era demasiado para mí, y no tenía el valor de arriesgarme a descubrirlo. Quizá ése fue mi mayor fallo. Si hubiera creído lo suficiente en el amor de Sophie por mí, habría estado dispuesto a arriesgar cualquier cosa. Pero en aquel momento me pareció que no tenía elección y por lo tanto hice lo que Fanshawe me había pedido que hiciese, no por él, sino por mí. Encerré el secreto dentro de mí y aprendí a callarme.
Pasaron unos días más y luego le propuse matrimonio a Sophie. Habíamos hablado de ello antes, pero esta vez lo saqué del terreno de la conversación, dejándole claro que lo decía en serio. Me di cuenta de que actuaba de un modo desusado en mí (sin sentido del humor, inflexible), pero no podía remediarlo. La incertidumbre de la situación era imposible de soportar, y sentí que tenía que resolver las cosas inmediatamente. Sophie notó este cambio en mí, por supuesto, pero dado que no sabía la razón del mismo, lo interpretó como un exceso de pasión, el comportamiento de un hombre nervioso y excesivamente ardiente, ansioso de conseguir lo que más deseaba (lo cual también era cierto). Sí, me dijo, se casaría conmigo. ¿Realmente había pensado alguna vez que me rechazaría?
—Y también quiero adoptar a Ben —dije—. Quiero que lleve mi apellido. Es importante que crezca creyendo que soy su padre.
Sophie me contestó que no habría aceptado otra cosa. Era lo único que tenía sentido para los tres.
—Y quiero que sea pronto —continué—, lo antes posible. En Nueva York tardarías un año en conseguir el divorcio, y eso es demasiado tiempo, no podría soportar esperar tanto. Pero hay otros sitios, Alabama, Nevada, México, Dios sabe dónde. Podríamos marcharnos de vacaciones, y cuando volviésemos, ya serias libre para casarte conmigo.
Sophie dijo que le gustaba cómo sonaba eso: «libre para casarte conmigo». Si eso exigía irse a otro sitio durante algún tiempo, lo haría, dijo, iría a donde yo quisiera.
—Después de todo —dije—, ya hace más de un año que se fue, casi año y medio. Tienen que pasar siete años hasta que una persona muerta pueda ser declarada oficialmente muerta. Pasan cosas, la vida continúa. Imagínate: ya hace casi un año que nos conocemos.
—Para ser exactos —contestó Sophie—, entraste por esa puerta por primera vez el veinticinco de noviembre de 1976. Dentro de ocho días hará exactamente un año.
—Te acuerdas.
—Claro que me acuerdo. Fue el día más importante de mi vida.
Cogimos un avión con destino a Birmingham, Alabama, el veintisiete de noviembre y volvimos a Nueva York en la primera semana de diciembre. El día once nos casamos en el ayuntamiento y después tuvimos una cena alcohólica con veinte de nuestros amigos. Pasamos esa noche en el Hotel Plaza, pedí que nos subieran el desayuno a la habitación por la mañana y ese mismo día volamos a Minnesota con Ben. El dieciocho los padres de Sophie nos dieron una fiesta de boda en su casa y la noche del veinticuatro celebramos una Navidad noruega. Dos días más tarde Sophie y yo dejamos la nieve y nos fuimos a pasar semana y media en las Bermudas. Luego regresamos a Minnesota para recoger a Ben. Nuestro plan era empezar a buscar piso en cuanto llegásemos a Nueva York. Cuando volábamos sobre el oeste de Pennsylvania después de aproximadamente una hora de vuelo, Ben se hizo pis sobre mi regazo a pesar de sus pañales. Cuando le enseñé la gran mancha oscura en mis pantalones, se rió, batió palmas y luego, mirándome directamente a los ojos, me llamó pa-pa por primera vez.


5

Me aferré al presente. Pasaron varios meses y poco a poco empezó a parecer que me sería posible sobrevivir. Vivía en una madriguera, pero Sophie y Ben estaban allí conmigo y eso era todo lo que deseaba realmente. Con tal que me acordara de no levantar la vista, el peligro no podría tocarnos.
Nos trasladamos a un piso en Riverside Drive en febrero. Instalarnos nos llevó hasta la mitad de la primavera y tuve pocas oportunidades de detenerme a pensar en Fanshawe. Aunque la carta no desaparecía de mi cabeza por completo, ya no representaba la misma amenaza. Ahora me sentía seguro con Sophie y pensaba que nada podría separarnos, ni siquiera Fanshawe, ni siquiera Fanshawe en carne y hueso. Eso me parecía entonces, cada vez que aquello acudía a mi mente. Ahora entiendo hasta qué punto me estaba engañando, pero no lo descubrí hasta mucho tiempo después. Por definición, un pensamiento es algo de lo que eres consciente. El hecho de que nunca dejase de pensar en Fanshawe, de que él estuviera dentro de mí día y noche durante todos aquellos meses, me era desconocido en aquella época. Y si no eres consciente de tener un pensamiento, ¿es legítimo decir que estás pensando? Estaba obsesionado, quizá incluso poseído, pero no había ningún signo de ello, ninguna pista que me indicara lo que estaba sucediendo.
Ahora mi vida diaria estaba llena. Apenas me daba cuenta de que trabajaba menos de lo que había trabajado en años. No tenía un puesto de trabajo al que acudir todas las mañanas y puesto que Sophie y Ben estaban en el piso conmigo, no era muy difícil encontrar excusas para evitar mi mesa. Mi horario de trabajo se hizo muy flexible. En lugar de empezar a las nueve en punto todos los días, a veces no entraba en mi cuartito hasta las once o las once y media. Además, la presencia de Sophie en casa era una tentación constante. Ben dormía aún una o dos siestas al día y en esas horas tranquilas, mientras él estaba durmiendo, me era difícil no pensar en el cuerpo de Sophie. Con mucha frecuencia acabábamos haciendo el amor. Sophie estaba tan hambrienta como yo, y a medida que pasaban las semanas la casa se fue erotizando lentamente, transformándose en un dominio de posibilidades sexuales. El mundo subterráneo salió a la superficie. Cada habitación adquirió su propio recuerdo, cada lugar evocaba un momento diferente, de modo que, incluso en la calma de la vida práctica, un determinado trozo de alfombra, digamos, o el umbral de una puerta determinada, ya no eran estrictamente una cosa sino una sensación, un eco de nuestra vida erótica. Habíamos entrado en la paradoja del deseo. Nuestra necesidad del otro era inagotable, y cuanto más la satisfacíamos, más parecía aumentar.
De vez en cuando Sophie hablaba de buscarse un trabajo, pero ninguno de los dos sentía ninguna urgencia al respecto. Nuestro dinero nos mantenía bien e incluso conseguimos ahorrar un poco. El siguiente libro de Fanshawe, Milagros, estaba en preparación, y el anticipo del contrato había sido más grande que el de El país de nunca jamás. De acuerdo con el plan que habíamos hecho Stuart y yo, los poemas saldrían seis meses después de Milagros, luego vendría la primera novela de Fanshawe, Oscurecimientos, y por último las obras de teatro. Ese mes de marzo empezamos a recibir los derechos de El país de nunca jamás, y con cheques llegando repentinamente por uno u otro concepto, todos los problemas económicos se evaporaron. Como todo lo demás que me estaba ocurriendo, aquélla era una experiencia nueva para mí. Durante los últimos ocho o nueve años mi vida había sido una constante brega, un frenético abalanzarse de un miserable artículo al siguiente, y me había considerado afortunado cuando podía tener cubiertos más de un mes o dos. La preocupación se había incrustado dentro de mí, era parte de mi sangre, de mis glóbulos rojos, y casi no sabía lo que era respirar sin preguntarme si podía pagar la factura del gas. Ahora, por primera vez desde que me ganaba la vida, me di cuenta de que ya no tenía que pensar en esas cosas. Una mañana, mientras estaba sentado ante mi mesa luchando con el último párrafo de un articulo, buscando una frase que no encontraba, gradualmente caí en la cuenta de que se me había ofrecido una segunda oportunidad. Podía dejar aquello y empezar de nuevo. Ya no tenía que escribir artículos. Podía pasar a otras cosas, empezar a hacer el trabajo que siempre había querido hacer. Aquélla era mi oportunidad de salvarme, y decidí que sería un idiota si no la aprovechaba.
Pasaron más semanas. Entraba en mí cuarto todas las mañanas, pero no sucedía nada. Teóricamente, me sentía inspirado y cuando no estaba trabajando mi cabeza estaba llena de ideas. Pero cada vez que me sentaba para pasar algo al papel, mis pensamientos parecían desvanecerse. Las palabras morían en el momento en que levantaba la pluma. Empecé varios proyectos, pero nada cuajó realmente y uno por uno los fui dejando. Busqué excusas para explicar por qué no podía arrancar. Eso no fue difícil, y al poco rato había encontrado toda una letanía: la adaptación a la vida de casado, las responsabilidades de la paternidad, mi nuevo cuarto de trabajo (que parecía demasiado angosto), la vieja costumbre de trabajar con una fecha límite, el cuerpo de Sophie, la repentina e inesperada suerte, todo. Durante varios días incluso jugué con la idea de escribir una novela policíaca, pero luego me atasqué con la trama y no pude hacer encajar todas las piezas. Dejé que mi mente vagara sin propósito, esperando persuadirme de que aquella ociosidad era prueba de que estaba reuniendo fuerzas, señal de que algo estaba a punto de suceder. Durante más de un mes lo único que hice fue copiar pasajes de libros. Uno de ellos, de Spinoza, lo clavé en la pared: «Y cuando sueña que no quiere escribir, no tiene la capacidad de soñar que quiere escribir; y cuando sueña que quiere escribir no tiene la capacidad de soñar que no quiere escribir.»
Es posible que trabajando hubiera conseguido salir de aquel hoyo. Todavía no tengo claro si se trataba de un estado permanente o de una fase pasajera. Mi impresión visceral es que durante algún tiempo estuve verdaderamente perdido, forcejeando desesperadamente dentro de mí mismo, pero no creo que esto signifique que mi caso era desesperado. Me estaban ocurriendo cosas. Estaba viviendo grandes cambios y aún era demasiado pronto para saber adónde me llevarían. Luego, inesperadamente, se presentó una solución. Si ésa es una palabra demasiado favorable, lo llamaré un arreglo. Fuera lo que fuera, le opuse muy poca resistencia. Y llegó en un momento en que yo estaba vulnerable y mi juicio no era todo lo que debería haber sido. Éste fue mi segundo error crucial, y derivaba directamente del primero.
Estaba almorzando con Stuart un día cerca de su oficina en el Upper East Side. Hacia la mitad de la comida, me habló otra vez de los rumores sobre Fanshawe, y por primera vez se me ocurrió que él estaba empezando a tener dudas. El tema le resultaba tan fascinante que no podía dejarlo. Su actitud era socarrona, burlonamente conspiratoria, pero empecé a sospechar que debajo de aquella pose estaba tratando de pillarme para que confesara. Le seguí la corriente durante un rato, y luego, cansado del juego, le dije que el único método infalible para zanjar la cuestión era encargar una biografía. Hice este comentario con toda inocencia (como una cuestión lógica, no como una sugerencia), pero a Stuart le pareció una idea espléndida. Empezó a derrochar entusiasmo: por supuesto, por supuesto, el mito Fanshawe explicado, absolutamente evidente, por supuesto, la verdadera historia al fin. En cuestión de segundos lo tenía todo planeado. Yo escribiría el libro. Aparecería cuando se hubieran publicado todas las obras de Fanshawe y yo tendría todo el tiempo que quisiera, dos años, tres, lo que fuera. Tendría que ser un libro extraordinario, añadió Stuart, un libro a la altura del propio Fanshawe, pero tenía mucha confianza en mí y sabía que yo podría hacerlo. La propuesta me pilló desprevenido y la traté como una broma. Pero Stuart hablaba en serio; no me permitiría rechazarla. Piénsalo un poco, me dijo, y luego dime lo que opinas. Seguí escéptico, pero para ser cortés le dije que lo pensaría. Acordamos que le daría una respuesta definitiva a finales de mes.
Lo comenté con Sophie aquella noche, pero dado que no podía hablarle sinceramente, la conversación no me ayudó mucho.
—Eres tú quien debe decidirlo —me dijo—. Si te apetece hacerlo, creo que deberías seguir adelante.
—¿A ti no te molesta?
—No. Por lo menos, creo que no. Ya se me había ocurrido que antes o después saldría un libro sobre él. Si ha de ser así, mejor que sea tuyo y no de otro.
—Tendría que escribir sobre Fanshawe y tú. Podría resultar extraño.
—Unas cuantas páginas bastarán. Mientras seas tú el que las escribas, no me preocupa realmente.
—Puede —dije, sin saber cómo continuar—. Supongo que la pregunta más difícil de contestar es si quiero ponerme a pensar tanto en Fanshawe. Tal vez ha llegado el momento de dejar que se desvanezca.
—La decisión es tuya. Pero la verdad es que tu podrías escribir ese libro mejor que nadie. Y no tiene por qué ser una biografía convencional, ¿comprendes? Podrías hacer algo mucho más interesante.
—¿Como qué?
—No sé, algo más personal, con más garra. La historia de vuestra amistad. Podría tratar de ti tanto como de él.
—Quizá. Por lo menos es una idea. Lo que me desconcierta es que te lo tomes con tanta tranquilidad.
—Estoy casada contigo y te quiero, ésa es la razón. Si tú decides que es algo que quieres hacer, entonces yo estoy a favor de ello. No soy ciega, después de todo. Sé que estás teniendo dificultades con tu trabajo y a veces pienso que la culpa la tengo yo. Puede que ésta sea la clase de proyecto que necesitas para volver a empezar.
Secretamente yo había contado con que Sophie tomara la decisión por mí, suponiendo que ella se opondría, suponiendo que hablaríamos de ello una sola vez y ése sería el final del asunto. Pero había sucedido lo contrario. Yo mismo me había acorralado y de pronto me faltó valor. Dejé pasar un par de días y luego llamé a Stuart y le dije que haría el libro. Con eso me gané otra invitación a almorzar, y después me quedé solo.


Nunca me planteé contar la verdad. Fanshawe tenía que estar muerto, de lo contrario el libro no tendría sentido. No sólo tendría que omitir la carta, sino que tenía que fingir que nunca se había escrito. No me andaré con rodeos respecto a lo que planeaba hacer. Estuvo claro para mí desde el principio y me metí en ello con propósito de engaño. El libro era una obra de ficción. Aunque se basara en hechos reales, no podía contar más que mentiras. Firmé el contrato y después me sentí como un hombre que ha vendido su alma.
Vagabundeé mentalmente durante varias semanas, buscando la manera de empezar. Toda vida es inexplicable, me repetía. Por muchos hechos que se cuenten, por muchos datos que se muestren, lo esencial se resiste a ser contado. Decir que fulanito nació aquí y fue allá, que hizo esto y aquello, que se casó con esta mujer y tuvo estos hijos, que vivió, que murió, que dejó tras de sí estos libros o esta batalla o ese puente, nada de eso nos dice mucho. Todos queremos que nos cuenten historias, y las escuchamos del mismo modo que las escuchábamos de niños. Nos imaginamos la verdadera historia dentro de las palabras y para hacer eso sustituimos a la persona del relato, fingiendo que podemos entenderle porque nos entendemos a nosotros mismos. Esto es una superchería. Existimos para nosotros mismos quizá, y a veces incluso vislumbramos quiénes somos, pero al final nunca podemos estar seguros, y mientras nuestras vidas continúan, nos volvemos cada vez más opacos para nosotros mismos, más y más conscientes de nuestra propia incoherencia. Nadie puede cruzar la linde que le separa de otro por la sencilla razón de que nadie puede tener acceso a sí mismo.
Me acordé de algo que me había sucedido ocho años antes, en junio de 1970. Con poco dinero y sin ninguna perspectiva inmediata para el verano, cogí un empleo temporal como empadronador en Harlem. Había veinte personas en mi grupo, un grupo de trabajadores sobre el terreno contratados para perseguir a las personas que no habían respondido a los cuestionarios enviados por correo. Nos enseñaron durante varios días en una polvorienta buhardilla enfrente del teatro Apolo y luego, cuando dominamos las complejidades de los impresos y las reglas básicas del comportamiento del empadronador, nos dispersamos por el barrio con nuestras bolsas rojas, blancas y azules colgadas del hombro para llamar a las puertas, hacer preguntas y volver con los datos. El primer sitio al que fui resultó ser el cuartel general de una operación de lotería ilegal. La puerta se abrió una rendija, una cabeza asomó por ella (detrás pude ver a una docena de hombres en una habitación vacía escribiendo sobre largas mesas plegables) y me dijo cortésmente que no les interesaba. Eso pareció marcar la pauta. En un apartamento hablé con una mujer medio ciega cuyos padres habían sido esclavos. A los veinte minutos de entrevista, finalmente cayó en la cuenta de que yo no era negro y se echó a reír. Lo había sospechado desde el principio, me dijo, ya que mi voz era rara, pero le costaba creerlo. Era la primera vez que una persona blanca entraba en su casa. En otro apartamento me encontré a once personas, ninguna de las cuales era mayor de veintidós años. Pero en general no había nadie. Y cuando estaban en casa, no querían hablar conmigo ni dejarme entrar. Llegó el verano y las calles se volvieron calurosas y húmedas, intolerables como sólo pueden serlo en Nueva York. Yo empezaba mi ronda temprano, yendo estúpidamente de casa en casa, sintiéndome cada vez más como un hombre recién llegado de la luna. Finalmente hablé con el supervisor (un negro que hablaba muy deprisa y llevaba chalinas de seda y una sortija de zafiro) y le expliqué mi problema. Fue entonces cuando me enteré de lo que realmente se esperaba de mí. A aquel hombre le pagaban cierta cantidad por cada impreso que le entregara un miembro de su equipo. Cuanto mejores fueran nuestros resultados, más dinero entraría en su bolsillo.
—Yo no voy a decirte lo que tienes que hacer —dijo—, pero me parece a mí que si ya lo has intentado honradamente, no deberías sentirte demasiado mal.
—¿Por dejarlo? —le pregunté.
—Por otra parte —continuó él filosóficamente—, el gobierno quiere impresos rellenados. Cuantos más impresos reciban, mas contentos se pondrán. Yo sé que tú eres un chico inteligente y sé que no te salen cinco cuando sumas dos y dos. Que una puerta no se abra cuando llamas a ella no quiere decir que no haya nadie dentro. Tienes que utilizar la imaginación, amigo mío. Después de todo, no queremos que el gobierno esté descontento, ¿verdad?
El trabajo se volvió considerablemente más fácil después de aquello, pero ya no era el mismo. Mi trabajo sobre el terreno se había convertido en un trabajo de mesa, y en lugar de investigador ahora era inventor. Cada dos días pasaba por la oficina para recoger un nuevo paquete de impresos y entregar los que había terminado, pero aparte de eso no tenía necesidad de salir de mi apartamento. No sé cuántas personas me inventé, pero debieron de ser cientos, quizá miles. Me sentaba en mi habitación con el ventilador soplándome en la cara y una toalla mojada alrededor del cuello, llenando cuestionarios lo más deprisa que mi mano podía escribir. Me gustaban las familias numerosas —seis, ocho, diez hijos—, y me enorgullecía de perpetrar raras y complicadas redes de parentesco, sirviéndome de todas las combinaciones posibles: padres, hijos, primos, tíos, tías, abuelos, cónyuges consensuales, hijastros, hermanastros, hermanastras y amigos. Sobre todo, estaba el placer de inventar nombres. A veces tenía que frenar mi impulso hacia lo extravagante —lo rabiosamente cómico, el retruécano, las palabras obscenas—, pero en general me conformaba con permanecer dentro de los limites del realismo. Cuando mi imaginación flaqueaba, siempre había ciertos artificios mecánicos a los que recurrir: los colores (Brown, White, Black, Green, Grey, Blue), los presidentes (Washington, Adams, Jefferson, Fillmore, Pierce), personajes de ficción (Finn, Starbuck, Dimmsdale, Budd). Me gustaban los nombres relacionados con el cielo (Orville Wright, Amelia Earhart), con el humor del cine mudo (Keaton, Langdon, Lloyd), con el béisbol (Killebrew, Mantle, Mays) y con la música (Schubert, Ives, Armstrong). En ocasiones rastreaba los nombres de parientes lejanos o antiguos compañeros de colegio y una vez incluso utilicé un anagrama de mi propio nombre.
Era una actividad infantil, pero yo no tenía remordimientos. Tampoco era difícil de justificar. El supervisor no se opondría. La gente que vivía realmente en las direcciones que aparecían en los impresos no se opondría (no querían que les molestaran, y menos un chico blanco husmeando en sus asuntos personales) y el gobierno no se opondría ya que lo que no sabia no podía hacerle daño, ciertamente no más del que ya se estaba haciendo a sí mismo. Incluso fui lo bastante lejos como para defender mi preferencia por las familias numerosas basándola en razones políticas: cuanto mayor fuese la población pobre, más obligado se sentiría el gobierno a gastar dinero en ella. Éste era el fraude de las almas muertas con un toque americano, y mi conciencia estaba tranquila.
Eso era una parte del asunto. En el fondo estaba el simple hecho de que me estaba divirtiendo. Me proporcionaba placer sacarme nombres de la manga, inventar vidas que nunca habían existido, que nunca existirían. No era precisamente como crear los personajes de un relato, sino algo más grandioso, algo mucho más inquietante. Todo el mundo sabe que los relatos son imaginarios. Sea cual sea el efecto que puedan hacernos, sabemos que no son verdad, incluso cuando nos hablan de verdades más importantes que las que podemos encontrar en otra parte. Contrariamente a lo que pasa con el narrador, yo le ofrecía mis creaciones directamente al mundo real, y por lo tanto me parecía posible que pudiesen afectar a ese mundo real de un modo real, que pudiesen finalmente convertirse en parte de la realidad misma. Ningún escritor podría pedir más.
Todo esto me vino a la memoria cuando me senté a escribir sobre Fanshawe. Una vez había dado a luz mil almas imaginarias. Ahora, ocho años más tarde, iba a coger a un hombre vivo y a meterlo en su tumba. Yo era el principal deudo y el sacerdote oficiante en ese funeral fingido, mi tarea consistía en pronunciar las palabras adecuadas, en decir lo que todo el mundo quería oír. Los dos actos eran opuestos e idénticos, imágenes reflejadas el uno del otro. Pero eso no me consolaba. El primer fraude había sido una broma, solamente una aventura juvenil, mientras que el segundo fraude era serio, algo oscuro y aterrador. Estaba cavando una tumba, después de todo, y había momentos en que empezaba a preguntarme si no sería la mía.
Las vidas no tienen sentido, argumenté. Un hombre vive y luego muere, y lo que sucede en medio no tiene sentido. Pensé en la historia de La Chère, un soldado que tomó parte en una de las primeras expediciones francesas a América. En 1562, Jean Ribaut dejó a cierto número de hombres en Port Royal (cerca de Hilton Head, Carolina del Sur) bajo el mando de Albert de Pierra, un loco que gobernaba por medio del terror y la violencia. «Ahorcó con sus propias manos a un tamborilero que había caído en desgracia ante él», escribe Francis Parkman, «y desterró a un soldado, de nombre La Chère, a una isla desierta, a tres leguas del fuerte, donde le abandonó para que muriese de hambre.» Finalmente Albert fue asesinado por sus hombres en un levantamiento, y La Chère, medio muerto, fue rescatado de la isla. Uno pensaría que La Chère estaría a partir de entonces a salvo, que, habiendo sobrevivido a su terrible castigo, estaría exonerado de nuevas catástrofes. Pero nada es tan simple. No hay probabilidades que vencer, no hay reglas que pongan límites a la mala suerte, y en cada momento empezamos de nuevo, tan a punto de recibir un golpe bajo como lo estábamos en el momento anterior. Todo se vino abajo en la colonia. Los hombres no tenían talento para enfrentarse a un territorio virgen, y la hambruna y la nostalgia se adueñaron de ellos. Utilizando unas cuantas herramientas improvisadas, gastaron todas sus energías en construir un barco «digno de Robinson Crusoe» para regresar a Francia. En el Atlántico, otra catástrofe: no había viento, los alimentos y el agua se agotaron. Los hombres empezaron a comerse sus zapatos y sus justillos de cuero, algunos bebieron agua de mar por pura desesperación y varios murieron. Luego vino la inevitable caída en el canibalismo. «Lo echaron a suertes», escribe Parkman, «y le tocó a La Chère, el mismo desdichado hombre que Albert había condenado a morir de inanición en una isla desierta. Le mataron y con voraz avidez se repartieron su carne. La espantosa comida les sostuvo hasta que apareció tierra a la vista, momento en el que, según se dice, en un delirio de alegría, ya no pudieron gobernar su navío y lo dejaron a merced de la marea. Un pequeño barco inglés recaló sobre ellos, los trasladó a bordo y, después de desembarcar a los más débiles, llevó al resto como prisioneros ante la reina Isabel.»
Utilizo a La Chère sólo como ejemplo. Considerando otros destinos, el suyo no es nada extraño, quizá es incluso más benigno que la mayoría. Por lo menos él viajó en línea recta, y eso en sí mismo es raro, casi una bendición. En general, las vidas parecen virar bruscamente de una cosa a otra, moverse a empellones y trompicones, serpentear. Una persona va en una dirección, gira abruptamente a mitad de camino, da un rodeo, se detiene, echa a andar de nuevo. Nunca se sabe nada, e inevitablemente llegamos a un sitio completamente diferente de aquel al que queríamos llegar. En mi primer año como alumno de Columbia, pasaba todos los días, camino de clase, junto a un busto de Lorenzo Da Ponte. Le conocía vagamente como el libretista de Mozart, pero luego me enteré de que también había sido el primer profesor italiano que había tenido Columbia. Una cosa parecía incompatible con la otra, así que decidí investigar, curioso por averiguar cómo un hombre podía acabar viviendo dos vidas tan diferentes. Resultó que Da Ponte había vivido cinco o seis. Nació con el nombre de Emmanuele Conegliano en 1749, hijo de un comerciante de cueros judío. Después de la muerte de su madre, su padre contrajo un segundo matrimonio con una católica y decidió que él y sus hijos se bautizaran. El joven Emmanuele era un estudiante prometedor y cuando tenía catorce años el obispo de Cenada (monseñor Da Ponte) tomó al muchacho bajo su protección y le costeó su educación para el sacerdocio. Según era costumbre de la época, el discípulo adoptó el nombre de su benefactor. Da Ponte fue ordenado en 1773 y se convirtió en maestro de seminario, especialmente volcado en el latín, el italiano y la literatura francesa. Además de hacerse partidario de la Ilustración, se vio envuelto en varias complicadas aventuras amorosas, tuvo relaciones con una aristócrata veneciana y secretamente fue padre de un niño. En 1776 auspició un debate público en el seminario de Treviso que planteaba la cuestión de sí la civilización había logrado hacer más feliz a la humanidad. A consecuencia de esta afrenta a los principios de la Iglesia, se vio obligado a huir, primero a Venecia, luego a Gorizia y finalmente a Dresde, donde comenzó su nueva carrera de libretista. En 1782 marchó a Viena con una carta de presentación para Salieri y finalmente fue contratado como «poeta dei teatri imperiali», un puesto que desempeñó durante casi diez años. Fue durante este periodo cuando conoció a Mozart y colaboró con él en las tres óperas que han salvado su nombre del olvido. En 1740, sin embargo, cuando Leopoldo II redujo la actividad musical en Viena debido a la guerra con los turcos, Da Ponte se encontró sin trabajo. Se fue a Trieste y se enamoró de una inglesa llamada Nancy Grahl o Krahl (el nombre aún está en discusión). Desde allí ambos viajaron a París y luego a Londres, donde se quedaron trece años. El trabajo musical de Da Ponte se limitó a escribir unos cuantos libretos para compositores poco importantes. En 1805 él y Nancy emigraron a América, donde vivió los últimos treinta y tres años de su vida, trabajando durante algún tiempo como tendero en Nueva Jersey y Pennsylvania y muriendo a la edad de ochenta y nueve años. Fue uno de los primeros italianos enterrados en el Nuevo Mundo. Poco a poco, todo había cambiado para él. Del apuesto e hipócrita mujeriego de su juventud, un oportunista metido en intrigas políticas tanto de la Iglesia como de la corte, pasó a ser un ciudadano absolutamente corriente en Nueva York, lugar que en 1805 debió de parecerle el fin del mundo. De todo aquello a esto: un profesor muy trabajador, un marido cumplidor, el padre de cuatro hijos. Se dice que cuando uno de sus hijos murió el dolor le trastornó tanto que se negó a salir de casa durante casi un año. La cuestión es que, al final, cada vida es irreductible a nada que no sea ella misma. Lo cual equivale a decir: Las vidas no tienen sentido.
No tengo intención de insistir en esto. Pero las circunstancias bajo las cuales las vidas cambian de rumbo son tan diversas que lo lógico sería no decir nada sobre un hombre hasta que muere. La muerte no sólo es el único verdadero árbitro de la felicidad (comentario de Solón), sino que es la única medida por la cual podemos juzgar la vida misma. Conocí a un vagabundo que hablaba como un actor de Shakespeare, un apaleado alcohólico de mediana edad con costras en la cara y harapos en lugar de ropa, que dormía en la calle y me pedía dinero constantemente. Sin embargo, en otro tiempo había sido el dueño de una galería de arte en Madison Avenue. Conocí a otro que una vez había sido considerado el novelista joven más prometedor de América.
Cuando yo le conocí acababa de heredar quince mil dólares de su padre y estaba parado en una esquina de Nueva York dándoles billetes de cien dólares a los desconocidos que pasaban. Todo era parte de un plan para destruir el sistema económico de los Estados Unidos, me explicó. Piensen en las cosas que pasan, piensen en cómo estallan las vidas. Goffe y Whalley, por ejemplo, dos de los jueces que condenaron a muerte a Carlos I, llegaron a Connecticut después de la Restauración y pasaron el resto de sus vidas en una cueva. O la señora Winchester, la viuda del fabricante de rifles, que temía que los espíritus de las personas que habían muerto por disparos hechos con los rifles de su marido vinieran a llevarse su alma, y por lo tanto continuamente añadía habitaciones a su casa, creando un monstruoso laberinto de pasillos y escondites, de modo que pudiera dormir en una habitación diferente cada noche y así eludir a los fantasmas. La ironía es que durante el terremoto de San Francisco de 1906 quedó atrapada en una de estas habitaciones y estuvo a punto de morir de inanición porque los sirvientes no la encontraban. También está M. M. Bakhtin, el critico y filósofo literario ruso. Durante la invasión alemana de Rusia en la Segunda Guerra Mundial se fumó la única copia de uno de sus manuscritos, un estudio sobre la literatura alemana que tenía la extensión de un libro y le había llevado años escribir. Una por una, cogió las páginas del manuscrito y utilizó el papel para liar sus cigarrillos, fumándose cada día un poco más del libro hasta que no quedó nada. Estas historias son verdaderas. También son parábolas quizá, pero significan lo que significan solamente porque son verdaderas.
En su obra, Fanshawe muestra un particular cariño por las historias de este tipo. Especialmente en los cuadernos, hay un constante relatar de pequeñas anécdotas, y como son tan frecuentes —más aún hacia el final—, uno empieza a sospechar que Fanshawe pensaba que de alguna manera podían ayudarle a entenderse a sí mismo. Una de las últimas (de febrero de 1976, justo dos meses antes de que desapareciera) me parece significativa.
«En un libro de Peter Freuchen que leí una vez», escribe Fanshawe, «el famoso explorador del Ártico cuenta que quedó atrapado por una tormenta de nieve en el norte de Groenlandia. Solo con sus víveres disminuyendo, decidió construir un iglú y esperar a que amainara la tormenta. Pasaron muchos días. Temeroso, sobre todo, de ser atacado por los lobos —porque les oía merodear hambrientos junto al tejado de su iglú—, periódicamente salía fuera y cantaba a pleno pulmón para asustarlos. Pero el viento soplaba furiosamente, y por muy alto que cantase, lo único que oía era el viento. Sin embargo, si bien éste era un problema grave, el problema del propio iglú era mucho mayor. Porque Freuchen empezó a notar que las paredes de su pequeño refugio iban gradualmente cerrándose sobre él. Debido a las peculiares condiciones atmosféricas en el exterior, su aliento literalmente congelaba las paredes y con cada respiración éstas se volvían más gruesas y el iglú se hacía más pequeño, hasta que finalmente casi no quedaba espacio para su cuerpo. Ciertamente es aterrador imaginar que tu propia respiración te va metiendo en un ataúd de hielo, en mi opinión, es considerablemente más angustioso que, digamos, El pozo y el péndulo de Poe. Porque en este caso es el hombre mismo el agente de su destrucción y, además, el instrumento de esa destrucción es precisamente lo que necesita para mantenerse vivo. Porque ciertamente un hombre no puede vivir si no respira. Pero al mismo tiempo no vivirá si respira. Curiosamente, no recuerdo cómo consiguió Freuchen escapar de aquella apurada situación. Pero no hace falta decir que escapó. El título del libro, si no recuerdo mal, es Aventura Ártica. Hace muchos años que está agotado.»


6

En junio de ese año (1978) Sophie, Ben y yo fuimos a Nueva Jersey para ver a la madre de Fanshawe. Mis padres ya no vivían en la casa de al lado (se habían retirado a Florida) y yo no había vuelto desde hacia años. Puesto que era la abuela de Ben, la señora Fanshawe se había mantenido en contacto con nosotros, pero las relaciones eran algo difíciles. Parecía haber en ella una corriente oculta de hostilidad hacia Sophie, como si secretamente la culpara por la desaparición de Fanshawe, y este resentimiento salía a la superficie de vez en cuando en algún comentario casual. Sophie y yo la invitábamos a comer a intervalos razonables, pero ella raras veces aceptaba, y cuando lo hacía, se sentaba con nosotros nerviosa y sonriente, parloteando a su manera irritable, fingiendo admirar al niño, haciéndole a Sophie cumplidos inapropiados y diciéndole que era una chica muy afortunada, y luego se marchaba temprano, siempre levantándose en mitad de una conversación y soltando que había olvidado que tenía otra cita. Sin embargo, era difícil tenérselo en cuenta. Nada le había salido muy bien en la vida, y a aquellas alturas ya había dejado de esperar que fuese de otra manera. Su marido había muerto; su hija había tenido una larga serie de crisis mentales y ahora vivía a base de tranquilizantes en un centro de readaptación; su hijo había desaparecido. Aún guapa a los cincuenta (de niño yo pensaba que era la mujer más arrebatadora que había visto nunca), iba tirando gracias a variadas y turbias aventuras amorosas (la nómina de hombres cambiaba continuamente), viajes a Nueva York para hacer compras y su pasión por el golf. El éxito literario de Fanshawe la había cogido por sorpresa, pero una vez que se había acostumbrado a él, estaba absolutamente dispuesta a asumir la responsabilidad de haber dado a luz un genio. Cuando la llamé para hablarle de la biografía, pareció deseosa de ayudarme. Tenía cartas, fotografías y documentos, me dijo, y me enseñaría todo lo que yo quisiera.
Llegamos allí a media mañana y después de un embarazoso comienzo, seguido de una taza de café en la cocina y una larga charla acerca del tiempo, nos llevó a la antigua habitación de Fanshawe en el piso de arriba. La señora Fanshawe se había preparado concienzudamente para mi llegada y todo el material estaba dispuesto en ordenadas filas sobre lo que había sido la mesa de estudio de Fanshawe. Yo me quedé aturdido por la acumulación. Sin saber qué decir, le di las gracias por ser tan eficaz, pero en realidad estaba asustado, abrumado por el volumen de lo que había allí. Unos minutos más tarde la señora Fanshawe, Sophie y Ben bajaron y salieron al jardín trasero (era un día cálido y soleado) y yo me quedé allí solo. Recuerdo que miré por la ventana y vi a Ben andando como un pato por la hierba con su mono relleno de pañales, chillando y señalando a un tordo que pasó volando bajo. Di unos golpecitos en la ventana, y cuando Sophie se volvió y levantó la vista, la saludé con la mano. Ella me sonrió, me tiró un beso y luego se alejó para inspeccionar un parterre con la señora Fanshawe.
Me instalé detrás de la mesa. Era algo terrible estar sentado en aquella habitación y no sabia cuánto tiempo podría soportarlo. El guante de béisbol de Fanshawe estaba en un estante con una pelota arañada dentro; en los estantes que había encima y debajo del guante estaban los libros que él había leído de niño. Directamente detrás de mí estaba la cama, con la misma colcha de cuadros blancos y azules que yo recordaba. Aquélla era la prueba tangible, los restos de un mundo muerto. Yo había entrado en el museo de mi propio pasado y lo que encontré casi me aplasta.
En una pila: la partida de nacimiento de Fanshawe, las notas escolares de Fanshawe, las insignias de boy scout de Fanshawe, el diploma del instituto de Fanshawe. En otra pila: fotografías. Un álbum de Fanshawe de bebé; un álbum de Fanshawe y su hermana; un álbum de la familia (Fanshawe con dos años sonriendo en los brazos de su padre, Fanshawe y Ellen abrazando a su madre en el columpio del jardín trasero, Fanshawe rodeado de sus primos). Y luego las fotos sueltas, en carpetas, en sobres, en cajitas: docenas de Fanshawe y yo juntos (nadando, jugando al béisbol, montando en bicicleta, haciendo muecas en el jardín; mi padre con nosotros dos montados a la espalda; el pelo corto, los vaqueros anchos, los coches antiguos detrás de nosotros: un Packard, un DeSoto, una rubia Ford con paneles de madera). Fotos de la clase, fotos del equipo, fotos del campamento. Fotos de carreras, de partidos. Sentados en una canoa, tirando de una cuerda en una competición. Y al final, después del montón, unas cuantas de años posteriores: Fanshawe como yo no le había visto nunca. Fanshawe de pie en el jardín de la universidad de Harvard; Fanshawe en la cubierta de un petrolero de Esso; Fanshawe en París, delante de una fuente de piedra. Por último, una sola foto de Fanshawe y Sophie: Fanshawe con un aspecto más viejo y más severo; y Sophie terriblemente joven, guapísima y, a la vez, distraída, como si no pudiera concentrarse. Respiré hondo y luego me eché a llorar, de repente, sin ser consciente hasta el último momento de que tenía aquellas lágrimas dentro de mí, sollozando fuerte, estremeciéndome con la cara entre las manos.
Una caja que se encontraba a la derecha de las fotografías estaba llena de cartas, por lo menos cien, que comenzaban a la edad de ocho años (la escritura torpe de un niño, tiznones de lápiz y borraduras) y seguían hasta principios de los setenta. Había cartas de la universidad, cartas del barco, cartas de Francia. La mayoría de ellas iban dirigidas a Ellen, y muchas eran bastante largas. Supe inmediatamente que eran valiosas, sin duda más valiosas que todo lo demás que había en el cuarto, pero no tuve valor para leerlas allí. Esperé diez o quince minutos y luego bajé para reunirme con los demás.
La señora Fanshawe no quería que los originales salieran de la casa, pero no tenía inconveniente en que las cartas fuesen fotocopiadas. Incluso se ofreció ella misma, pero le dije que no se molestara: yo volvería otro día y me encargaría de eso.
Tomamos un almuerzo informal en el patio. Ben dominó la escena yendo y viniendo hasta las flores entre cada bocado de su sandwich y a las dos de la tarde ya estábamos listos para volver a casa. La señora Fanshawe nos llevó a la estación de autobuses y nos besó a los tres para despedirnos, mostrando más emoción que en ningún otro momento durante la visita. Cinco minutos más tarde el autobús arrancó, Ben se durmió en mi regazo y Sophie me cogió la mano.
—No ha sido un día muy feliz, ¿verdad? —me dijo.
—Uno de los peores —contesté.
—Tener que mantener la conversación con esa mujer durante cuatro horas. Yo me he quedado sin nada que decir en cuanto hemos llegado.
—Probablemente no le agradamos mucho.
—No, creo que no.
—Pero eso es lo de menos.
—Ha sido duro estar solo allí arriba, ¿no?
—Muy duro.
—¿Te lo has replanteado?
—Me temo que sí.
—No te culpo. Todo este asunto se está volviendo bastante espantoso.
—Tendré que volver a pensármelo. Ahora mismo estoy empezando a pensar que he cometido un gran error.


Cuatro días después la señora Fanshawe me telefoneó para decirme que se marchaba a pasar un mes a Europa y que quizá seria una buena idea que atendiéramos a nuestro asunto antes (ésas fueron sus palabras). Yo había pensado dejarlo correr, pero antes de que se me ocurriera una excusa decente para no ir, me oí aceptando hacer el viaje el lunes siguiente. Sophie no quiso acompañarme y no le insistí para que cambiara de opinión. Ambos pensábamos que una visita familiar había sido suficiente.
Jane Fanshawe me recibió en la estación de autobuses, toda sonrisas y afectuosos holas. Desde el mismo momento en que subí a su coche intuí que las cosas iban a ser diferentes esta vez. Había hecho un esfuerzo para arreglarse (pantalones blancos, una blusa de seda roja, el cuello bronceado y sin arrugas a la vista) y era difícil no notar que estaba tentándome para que la mirase, para que reconociese el hecho de que seguía siendo hermosa. Pero había algo más que eso: un tono vagamente insinuante en su voz, un dar por sentado que éramos viejos amigos, que teníamos una relación íntima debido al pasado, y qué suerte que hubiera venido solo, así tendríamos libertad para hablar abiertamente. Lo encontré todo de mal gusto y no dije más que lo imprescindible.
—Menuda familia tienes, muchacho —dijo, volviéndose hacia mi cuando nos detuvimos en un semáforo.
—Sí —dije—. Menuda familia.
—El niño es adorable, desde luego. Un verdadero encanto. Pero un poco salvaje, ¿no te parece?
—Sólo tiene dos años. La mayoría de los niños suelen ser vivaces a esa edad.
—Por supuesto. Pero yo creo que Sophie le consiente. Parece tan divertida todo el rato, no sé si me entiendes. No es que yo esté en contra de la risa, pero un poco de disciplina tampoco le vendría mal.
—Sophie actúa así con todo el mundo —dije—. Una mujer alegre tiene que ser una madre alegre. Que yo sepa, Ben no tiene ninguna queja.
Hubo una ligera pausa y luego, cuando arrancamos de nuevo, mientras íbamos por una ancha avenida comercial, Jane Fanshawe añadió:
—Es una chica afortunada, esa Sophie. Ha tenido la suerte de caer de pie. Ha tenido la suerte de encontrar a un hombre como tú.
—A mí me parece que ha sido al revés —dije.
—No deberías ser tan modesto.
—No lo soy. Lo que pasa es que sé de lo que estoy hablando. Hasta ahora, toda la suerte ha estado de mi lado.
Sonrió leve, enigmáticamente, como si me juzgara un zopenco y, a la vez, me concediera el tanto, consciente de que yo no iba a darle una oportunidad. Cuando llegamos a su casa unos minutos más tarde, ella parecía haber abandonado su táctica inicial. No volvió a mencionar a Sophie y Ben y se convirtió en un modelo de solicitud, diciéndome cuánto se alegraba de que estuviera escribiendo un libro sobre Fanshawe, actuando como si su ánimo hubiera cambiado de verdad, como si fuese una aprobación definitiva, no sólo del libro sino de mí. Luego, entregándome las llaves de su coche, me dijo cómo llegar a la tienda de fotocopias más cercana. El almuerzo me estaría esperando cuando volviese, me dijo.
Tardaron más de dos horas en fotocopiar las cartas y cuando regresé a la casa era casi la una. Allí estaba el almuerzo, efectivamente, y era un despliegue impresionante: espárragos, salmón frío, queso, vino blanco, de todo. Estaba puesto en la mesa del comedor, acompañado de flores y de lo que claramente era su mejor vajilla. La sorpresa debió de reflejarse en mi cara.
—Quería que fuese una ocasión festiva —dijo la señora Fanshawe—. No tienes ni idea de lo bien que me siento al tenerte aquí. Todos los recuerdos que me traes. Es como si las cosas malas no hubieran ocurrido nunca.
Sospeché que ella ya había empezado a beber mientras yo estaba fuera. Aún era dueña de sí, sus movimientos eran seguros, pero había cierto espesamiento en su voz, una vacilación, una cualidad efusiva que antes no estaba presente. Mientras nos sentábamos a la mesa me dije que debía estar alerta. Sirvió el vino en dosis generosas y cuando vi que prestaba más atención a su copa que a su plato, picoteando la comida y finalmente olvidándola por completo, empecé a esperar lo peor. Después de un poco de charla ociosa acerca de mis padres y de mis dos hermanas menores, la conversación se convirtió en un monólogo.
—Es extraño —dijo—, es extraño cómo salen las cosas en la vida. Nunca sabes lo que va a suceder en el momento siguiente. Aquí estás tú, el niño que vivía en la casa de al lado. Eres la misma persona que correteaba por esta casa con los zapatos llenos de barro, convertido en un hombre ahora. Eres el padre de mi nieto, ¿te das cuenta de eso? Estás casado con la mujer de mi hijo. Si alguien me hubiese dicho hace diez años que éste era el futuro, me habría echado a reír. Eso es lo que finalmente se aprende de la vida: lo extraña que es. No se puede seguir el curso de los acontecimientos. Ni siquiera puede uno imaginarlos.
«Incluso te pareces a él, ¿sabes? Siempre os parecisteis, como hermanos, casi como gemelos. Recuerdo que cuando erais pequeños a veces yo os confundía desde lejos. Ni siquiera sabía cuál de los dos era el mío.
»Sé cuánto le querías, cuánto le admirabas. Pero deja que te diga algo, querido. Él no valía ni la mitad que tú. Era frío por dentro. Estaba muerto por dentro, y creo que nunca quiso a nadie, ni una vez, nunca en su vida. A veces os veía a ti y a tu madre al otro lado del jardín, cómo corrías hacia ella y le echabas los brazos al cuello, cómo dejabas que te besara, y allí mismo, delante de mis narices, veía todo lo que yo no tenía con mi hijo. Él no dejaba que le tocara, ¿sabes? A partir de los cuatro o cinco años se retraía cada vez que me acercaba a él. ¿Cómo crees que se siente una mujer cuando su propio hijo la desprecia? Yo era tan condenadamente joven entonces... No tenía ni veinte años cuando nació él. Imagínate lo que se siente al ser rechazado así.
»No digo que fuera malo. Era un ser aislado, un niño sin padres. Nada de lo que yo decía le afectaba. Y era lo mismo con su padre. Se negaba a aprender nada de nosotros. Robert lo intentó una y otra vez, pero nunca pudo comunicarse con él. Claro que no se puede castigar a alguien por una falta de cariño, ¿verdad? No puedes ordenar a un niño que te quiera sólo porque es tu hijo.
»Y estaba Ellen, por supuesto. La pobre y torturada Ellen. Era bueno con ella, los dos lo sabemos. Pero demasiado bueno en cierta manera, y al final eso no la benefició nada. Él le hizo un lavado de cerebro. La hizo tan dependiente de él que ella empezó a pensárselo dos veces antes de acudir a nosotros. Él era el que la entendía, él era el que le daba consejo, él era el que podía resolver sus problemas. Robert y yo no éramos más que extras. Para ellos casi no existíamos. Ellen confiaba tanto en su hermano que al final le entregó su alma. No digo que él supiera lo que hacía, pero yo todavía tengo que vivir con los resultados. La chica tiene veintisiete años, pero actúa como si tuviera catorce, y eso cuando está bien. Está tan confusa tan aterrada... Un día piensa que me he propuesto destruirla, al día siguiente me llama treinta veces por teléfono. Treinta veces. No puedes ni remotamente imaginar lo que es.
»Ellen es la razón de que él nunca publicase su trabajo, ¿sabes? Por ella dejó Harvard después del segundo curso. Él entonces escribía poesía, y cada pocas semanas le mandaba un montón de manuscritos. Ya sabes cómo son esos poemas. Casi imposibles de entender. Muy apasionados, por supuesto, llenos de vehementes regañinas y exhortaciones, pero tan oscuros que uno pensaría que están escritos en clave. Ellen se pasaba horas descifrándolos, actuando como si su vida dependiera de ello, tratando los poemas como mensajes secretos, oráculos escritos directamente para ella. Creo que él no tenía ni idea de lo que sucedía. Su hermano se había ido, ¿comprendes?, y aquellos poemas eran lo único que le quedaban de él. La pobre criatura. Sólo tenía quince años, y ya se estaba desmoronando. Estudiaba aquellas páginas hasta que estaban arrugadas y sucias y las llevaba a todas partes adonde iba. Cuando se ponía realmente mal, se acercaba a los desconocidos en el autobús y se las ponía en las manos a la fuerza. “Lea estos poemas”, les decía. “Le salvarán la vida.”
»Acabó teniendo su primera crisis grave, claro está. Un día se apartó de mí en el supermercado, y antes de que yo me diera cuenta de lo que hacía, estaba cogiendo esas grandes botellas de zumo de manzana de las estanterías y estampándolas contra el suelo. Una tras otra, como si estuviera loca, de pie en medio de los cristales rotos, mientras le sangraban los tobillos y el zumo corría por todas partes. Fue horrible. Se puso tan fuera de sí que fueron necesarios tres hombres para sujetarla y llevársela.
»No digo que su hermano fuera responsable de ello. Pero aquellos malditos poemas ciertamente contribuyeron, y con razón o sin ella él se culpó a sí mismo. A partir de entonces nunca intentó publicar nada. Vino a visitar a Ellen al hospital y creo que fue demasiado para él, verla de aquella manera, totalmente fuera de sí, totalmente loca, chillándole y acusándole de odiarla. Fue un verdadero brote esquizoide, ¿sabes?, y él no pudo soportarlo. Fue entonces cuando hizo el juramento de no publicar. Fue una especie de penitencia, creo, y la mantuvo durante el resto de su vida, la mantuvo de aquella manera obstinada y brutal característica de él, hasta el final.
»Unos dos meses después recibí una carta suya informándome de que había dejado la universidad. No me pedía consejo, no vayas a creer, me decía lo que había hecho. Querida madre, etcétera, etcétera, todo muy noble e imponente. Dejo la universidad para librarte de la carga económica de mantenerme. Con la enfermedad de Ellen, los enormes costes médicos, una cosa y otra, etcétera, etcétera.
»Yo estaba furiosa. Un chico como él tirando sus estudios por la ventana sin ningún motivo. Era un acto de sabotaje, pero yo no podía hacer nada al respecto. Ya se había ido de la universidad. El padre de un amigo suyo de Harvard tenía alguna relación con navieras (creo que representaba al sindicato de marineros o algo así) y consiguió los papeles gracias a ese hombre. Cuando la carta me llegó, él ya estaba en algún lugar de Texas, y eso fue todo. No volví a verle hasta cinco años después.
»Más o menos cada mes llegaba una carta o una postal para Ellen, pero nunca llevaba remite. París, el sur de Francia, Dios sabe dónde, pero se aseguraba de que no tuviésemos manera de ponernos en contacto con él. Encontré despreciable este comportamiento. Cobarde y despreciable. No me preguntes por qué guardé las cartas. Lamento no haberlas quemado. Eso es lo que debería haber hecho. Quemarlas todas.
Continuó así durante más de una hora, la amargura de sus palabras aumentaba gradualmente, en algún punto alcanzaron un momento de sostenida claridad, y luego, después del siguiente vaso de vino, fueron perdiendo coherencia. Su voz era hipnótica. Yo sentía que mientras ella continuara hablando, ya nada podía afectarme. Era una sensación de ser inmune, de estar protegido de las palabras que salían de su boca. Apenas me molestaba en escucharlas. Yo flotaba dentro de aquella voz, estaba rodeado de ella, sostenido por su persistencia, llevado por el flujo de sílabas, las subidas y bajadas, las olas. Cuando la luz de la tarde entró a raudales por las ventanas y dio sobre la mesa, centelleando en las salsas, la mantequilla derretida, las botellas verdes de vino, todo en la habitación se volvió tan radiante y tranquilo que empecé a encontrar irreal estar allí sentado dentro de mi propio cuerpo. Me estoy derritiendo, me dije, viendo cómo la mantequilla se ablandaba en su plato, y una o dos veces incluso pensé que no debía dejar que aquello siguiera así, que no debía permitir que el momento se me escapara, pero al final no hice nada, porque de alguna manera sentí que no podía.
No me disculpo por lo que sucedió. La embriaguez nunca es más que un síntoma, no una causa absoluta, y me doy cuenta de que estaría mal que intentase defenderme. No obstante, por lo menos existe la posibilidad de una explicación. Ahora estoy bastante seguro de que lo que siguió tenía tanto que ver con el pasado como con el presente, y me parece raro, ahora que lo considero con cierta distancia, ver cómo algunos antiguos sentimientos finalmente me alcanzaron aquella tarde. Mientras estaba allí sentado escuchando a la señora Fanshawe, me resultaba difícil no recordar cómo la había visto de niño, y una vez que esto comenzó a suceder, me encontré tropezando con imágenes que no había recordado desde hacía años. Había una en particular que me impactó con gran fuerza: una tarde de agosto cuando yo tenía trece o catorce años, mirando por la ventana de mi dormitorio hacía el jardín de la casa de al lado vi a la señora Fanshawe salir con un bañador de dos piezas, desabrocharse despreocupadamente la parte de arriba y echarse en una tumbona dando la espalda al sol. Todo esto sucedió por casualidad. Yo había estado sentado junto a mi ventana fantaseando y luego, inesperadamente, una hermosa mujer entra en mi campo de visión, casi desnuda, sin ser consciente de mí presencia, como si la hubiera invocado yo mismo. Esta imagen permaneció conmigo durante mucho tiempo y volví a ella a menudo durante mi adolescencia: la lascivia de un niño, la esencia de las fantasías nocturnas. Ahora que aquella mujer al parecer estaba seduciéndome, yo casi no sabía qué pensar. Por una parte, encontraba la escena grotesca. Por otra, había algo natural en ella, incluso lógico, y sentí que si no utilizaba toda mi energía para luchar contra ella, iba a permitir que sucediera.
No hay duda de que ella me hizo compadecerla. Su versión de Fanshawe era tan angustiada, tan llena de señales de auténtica infelicidad, que gradualmente me ablandé, caí en su trampa. Lo que todavía no entiendo, sin embargo, es hasta qué punto ella era consciente de lo que estaba haciendo. ¿Lo había planeado de antemano o aquello sucedió de forma espontánea? ¿Era su digresivo discurso una maniobra para minar mi resistencia o un estallido espontáneo de verdadero sentimiento? Sospecho que me estaba diciendo la verdad sobre Fanshawe, por lo menos su verdad, pero eso no es suficiente para convencerme, porque hasta un niño sabe que la verdad puede utilizarse con fines tortuosos. Aún más importante, está la cuestión de los motivos. Casi seis años después del suceso, todavía no he dado con la respuesta. Decir que ella me encontró irresistible sería rebuscado y no estoy dispuesto a engañarme al respecto. Era algo mucho más profundo, mucho más siniestro. Recientemente he empezado a preguntarme si de alguna manera no percibió en mí un odio hacia Fanshawe que era tan fuerte como el suyo. Quizá sintió este vinculo tácito entre nosotros, quizá era la clase de vínculo que sólo puede demostrarse por medio de un acto perverso, extravagante. Follar conmigo sería como follar con Fanshawe —como follar con su propio hijo—, y en la oscuridad de este pecado le tendría de nuevo, pero sólo con el fin de destruirle. Una venganza terrible. Si esto es verdad, entonces no puedo permitirme el lujo de llamarme su víctima. En todo caso fui su cómplice.
Empezó poco después de que ella comenzase a llorar, cuando finalmente se agotó y las palabras se quebraron, deshaciéndose en lágrimas. Me levanté, borracho, lleno de emoción, me acerqué a donde ella estaba sentada y la abracé en un gesto de consuelo. Esto nos hizo cruzar el umbral. El simple contacto fue suficiente para desencadenar una respuesta sexual, un ciego recuerdo de otros cuerpos, de otros abrazos, y un momento más tarde estábamos besándonos y luego, no mucho después, desnudos en su cama en el piso de arriba.
Aunque estaba borracho, no lo estaba tanto que no supiera lo que hacía. Pero ni siquiera la culpa fue suficiente para detenerme. Este momento terminará, me dije, y nadie sufrirá. No tiene nada que ver con mi vida, nada que ver con Sophie. Pero luego, incluso mientras estaba ocurriendo, descubrí que había algo más que eso. Porque el hecho es que me gustó follar a la madre de Fanshawe, pero de un modo que no tenía nada que ver con el placer. Estaba consumido y, por primera vez en mi vida, no encontré ninguna ternura dentro de mi. Estaba follando por odio y lo convertí en un acto de violencia, atacando a aquella mujer como si quisiera pulverizarla. Había entrado en mi propia oscuridad y fue allí donde aprendí lo más terrible de todo: que el deseo sexual también puede ser el deseo de matar, que llega un momento en que es posible elegir la muerte en lugar de la vida. Aquella mujer quería que yo le hiciese daño, y se lo hice, y me encontré regodeándome en mi crueldad. Pero incluso entonces supe que sólo estaba a mitad de camino de la meta, que ella no era más que una sombra y que yo la estaba usando para atacar al propio Fanshawe. Cuando la penetré por segunda vez —los dos cubiertos de sudor, gimiendo como los protagonistas de una pesadilla— finalmente lo comprendí. Yo quería matar a Fanshawe. Quería que Fanshawe estuviera muerto e iba a hacerlo. Iba a encontrarle y a matarle.
La dejé dormida en la cama, salí de la habitación a hurtadillas y llamé a un taxi desde la planta baja. Media hora después estaba en el autobús camino de Nueva York. En la terminal de Port Authority entré en el lavabo de hombres y me lavé las manos y la cara, luego cogí el metro. Llegué a casa justo cuando Sophie estaba poniendo la mesa para cenar.
7

Lo peor empezó entonces. Había tantas cosas que ocultarle a Sophie que apenas podía mostrarme delante de ella. Me volví inquieto y remoto, y me encerraba en mi cuartito de trabajo, anhelando únicamente la soledad. Durante mucho tiempo Sophie me aguantó, actuando con una paciencia que yo no tenía ningún derecho a esperar, pero al final incluso ella comenzó a cansarse y a mediados del verano ya habíamos empezado a pelearnos, a criticarnos, a reñir por cosas que no importaban nada. Un día entré en casa y la encontré llorando sobre la cama; supe entonces que estaba a punto de destrozar mi vida.
Para Sophie el problema era el libro. Si dejaba de trabajar en él, las cosas volverían a la normalidad. Me había precipitado, decía. El proyecto era un error, y yo no debería resistirme a admitirlo. Tenía razón, por supuesto, pero yo me empeñaba en argumentar la posición contraria: me había comprometido a hacer el libro, había firmado un contrato, y sería una cobardía echarme atrás. Lo que no le decía era que ya no tenía ninguna intención de escribirlo. Ahora el libro existía para mí únicamente en la medida en que podría llevarme a Fanshawe, y más allá no había libro. Se había convertido en una cuestión personal para mí, algo que ya no tenía nada que ver con escribir. Toda la documentación para la biografía, todos los hechos que descubría mientras investigaba su pasado, todo el trabajo que parecía pertenecer al libro, todo eso lo utilizaría para descubrir dónde estaba. Pobre Sophie. Nunca tuvo la menor sospecha de lo que me proponía; porque lo que afirmaba estar haciendo no era nada diferente de lo que hacia en realidad. Estaba reconstruyendo la historia de la vida de un hombre. Estaba reuniendo información, recogiendo nombres, lugares, fechas, estableciendo una cronología de sucesos. Por qué persistía en ello es algo que todavía me deja perplejo. Todo se había reducido a un solo impulso: encontrar a Fanshawe, hablar con Fanshawe, enfrentarme a Fanshawe una última vez. Pero nunca podía pasar de ahí, nunca podía concretar una imagen de lo que esperaba conseguir con tal encuentro. Fanshawe me había escrito que me mataría, pero esa amenaza no me asustaba. Sabia que tenía que encontrarle, que nada estaría zanjado hasta que le encontrase. Esto era el dogma, el primer principio, el misterio de fe: lo reconocía pero no me molestaba en cuestionarlo.
Al final, creo que no pensaba matarle realmente. La visión asesina que había tenido cuando estaba con la señora Fanshawe no duró, por lo menos no a un nivel consciente. Había veces en que pasaban fugazmente por mi mente pequeñas escenas —estrangular a Fanshawe, apuñalarle, pegarle un tiro en el corazón—, pero otras personas habían tenido muertes semejantes en mi imaginación a lo largo de los años, y no hacía mucho caso de esas imágenes. Lo extraño no era que yo pudiera querer matar a Fanshawe, sino que a veces imaginaba que él quería que yo le matase. Esto me sucedió solamente una o dos veces —en momentos de extrema lucidez— y me convencí de que ése era el verdadero mensaje de la carta que me había escrito. Fanshawe me estaba esperando. Me había elegido como su ejecutor y sabía que podía confiar en que yo llevaría a cabo la tarea. Pero precisamente por eso no iba a hacerlo. Había que quebrar el poder de Fanshawe, no someterse a él. La cuestión era demostrarle que ya no me importaba, eso era lo esencial: tratarle como a un muerto, aunque estuviese vivo. Pero antes de demostrarle esto a Fanshawe, tenía que demostrármelo a mí mismo, y el hecho de que necesitara demostrármelo era prueba de que todavía me importaba demasiado. No me bastaba con dejar que las cosas siguieran su curso. Tenía que agitarlas, llevarlas a su culminación. Porque aún dudaba de mí mismo, necesitaba correr riesgos, ponerme a prueba ante el mayor peligro posible. Matar a Fanshawe no significaría nada. La cuestión era encontrarle vivo, y luego alejarse de él vivo.


Las cartas a Ellen me fueron útiles. Al contrario que los cuadernos, que tendían a ser especulativos y carentes de detalles, las cartas eran sumamente especificas. Intuí que Fanshawe hacía un esfuerzo por entretener a su hermana, por alegrarla con historias divertidas, y consecuentemente las referencias eran más personales que en otros escritos. Por ejemplo, mencionaba nombres a menudo, de amigos de la universidad, de compañeros en el barco, de gente que había conocido en Francia. Y aunque no había remite en los sobres, hablaba de muchos sitios: Baytown, Corpus Christi, Charleston, Baton Rouge, Tampa, diferentes barrios de París, un pueblo en el sur de Francia. Estas cosas bastaban para ponerme en marcha y pasaba semanas en mi cuarto haciendo listas, relacionando a personas con lugares, lugares con fechas, fechas con personas, dibujando mapas y calendarios, buscando direcciones, escribiendo cartas. Rastreaba pistas, y cualquier cosa que contuviera la más leve promesa trataba de seguirla hasta el final. Mi suposición era que en algún momento Fanshawe habría cometido una equivocación, que alguien sabría dónde estaba, que alguien del pasado le habría visto. Esto no era en absoluto seguro, pero me parecía la única manera plausible de empezar.
Las cartas de la universidad son bastante pesadas y sinceras —comentarios sobre los libros leídos, sobre las conversaciones con amigos, descripciones de la vida en el colegio mayor—, pero éstas pertenecen al periodo anterior a la crisis nerviosa de Ellen y tienen un tono íntimo y confidencial que las cartas posteriores abandonan. En el barco, por ejemplo, Fanshawe raras veces dice nada acerca de sí mismo, excepto como parte de una anécdota que ha decidido contar. Le vemos tratando de adaptarse a su nuevo entorno, jugando a las cartas en la sala de recreo con un engrasador de Louisiana (y ganando), jugando al billar en diversos bares de mala muerte en tierra (y ganando) y luego explicando su éxito como una chiripa: «Estoy tan concentrado en no pegármela que de alguna manera me he superado. Una descarga de adrenalina, creo.» Descripciones de las horas extra de trabajo en la sala de máquinas, «sesenta grados, aunque no puedas creerlo. Las zapatillas deportivas se me llenaban de sudor hasta tal punto que chapoteaba dentro de ellas como si hubiera metido los pies en un charco»; de cuando un dentista borracho le sacó una muela del juicio en Baytown, Texas, «sangre por todas partes, y trocitos de muela en el agujero de la encía durante una semana». Al ser un recién llegado sin ninguna antigüedad, a Fanshawe le pasaban de un trabajo a otro. En cada puerto había miembros de la tripulación que dejaban el barco para volver a casa y otros marineros venían a bordo para reemplazarlos, y si uno de estos recién llegados prefería el puesto de Fanshawe al que estaba vacante, al Chico (como le llamaban) le ponían a hacer otra cosa. Por lo tanto Fanshawe trabajó como marinero ordinario (rascando y pintando la cubierta), en servicios de limpieza (fregando suelos, haciendo camas, limpiando retretes) y en servicio de comedor (sirviendo el rancho y fregando los platos). Este último trabajo era el más duro, pero también el más interesante, ya que la vida en un barco gira principalmente en torno al tema de la comida: los grandes apetitos alimentados por el aburrimiento, los hombres que literalmente viven pendientes de una comida a la siguiente, la sorprendente exquisitez de algunos de ellos (hombres gordos y toscos juzgando los platos con la altanería y el desdén de un duque francés del siglo xviii). Pero un veterano le dio a Fanshawe buenos consejos el día en que comenzó ese trabajo: «No aceptes tonterías de nadie», le dijo el hombre. «Si un tipo se queja de la comida, le mandas que cierre el pico. Si insiste, actúas como si no estuviera allí y le sirves el último. Si eso no da resultado le dices que la próxima vez le pondrás agua helada en la sopa. Aún mejor, le dices que te mearás en ella. Tienes que dejar claro quién es el jefe.»
Vemos a Fanshawe llevándole el desayuno al capitán una mañana después de una noche de violentas tormentas frente al cabo Hatteras: Fanshawe poniendo el pomelo, los huevos revueltos y la tostada en una bandeja, envolviendo la bandeja en papel de aluminio, envolviéndola de nuevo en toallas, confiando en que los platos no salgan volando cuando llegue al puente (ya que el viento se mantiene a una velocidad de cien kilómetros por hora); Fanshawe subiendo la escalerilla, dando los primeros pasos por el puente y luego, repentinamente, cuando el viento le golpea, haciendo una complicada pirueta, porque el aire feroz empuja la bandeja hacia arriba y le obliga a levantar los brazos por encima de la cabeza, como si estuviera agarrándose a una máquina voladora primitiva, a punto de lanzarse al agua; Fanshawe reuniendo todas sus fuerzas para bajar la bandeja, poniéndola finalmente en una posición plana contra su pecho (los platos milagrosamente no resbalan) y luego, paso a paso, recorriendo toda la longitud del puente, una diminuta figura encogida por los estragos del aire a su alrededor. Fanshawe, después de muchos minutos, consigue llegar al otro extremo, entra en el castillo de proa, encuentra al gordo capitán detrás del timón y dice: «Su desayuno, capitán», y el timonel se vuelve, le dirige una brevísima ojeada de reconocimiento y responde con voz distraída: «Gracias, chico. Ponlo en esa mesa.»
No todo fue tan divertido para Fanshawe, sin embargo. Menciona una pelea (no da detalles) que parece haberle perturbado, lo mismo que varias desagradables escenas que presenció en tierra. Un ejemplo de acoso al negro en un bar de Tampa: un grupo de borrachos atormentando a un viejo negro que había entrado con una gran bandera americana (para venderla) y el primer borracho abre la bandera y dice que no tiene suficientes estrellas —«esta bandera es falsa»— y el viejo lo niega, casi suplicando compasión, mientras los otros borrachos empiezan a rezongar en apoyo del primero; el incidente termina cuando sacan al viejo a empujones y éste aterriza de bruces en la acera, y los borrachos muestran su aprobación, zanjando el asunto con unos cuantos comentarios acerca de poner el mundo a salvo para la democracia. «Me sentí humillado» escribía Fanshawe, «avergonzado de estar allí.»
Sin embargo, las cartas tienen básicamente un tono jocoso («Llámame Redburn», empieza una de ellas),1 y al final uno intuye que Fanshawe ha conseguido demostrarse algo a sí mismo. El barco no es más que una excusa, una arbitraria ajenidad, una forma de ponerse a prueba frente a lo desconocido. Como en cualquier iniciación, la supervivencia misma es el triunfo. Lo que comienzan siendo posibles inconvenientes —sus estudios en Harvard, su educación de clase media—, él lo convierte finalmente en su ventaja, y al término de su estancia en el buque le reconocen como el intelectual de la tripulación, ya no es únicamente el «Chico», sino a veces también el «Profesor», le piden que arbitre disputas (quién fue el vigésimo tercer presidente, cuál es la población de Florida, quién jugó de exterior izquierdo con los Giants en 1947) y le consultan con frecuencia como fuente de información de asuntos difíciles. Los miembros de la tripulación solicitan su ayuda para rellenar impresos burocráticos (declaraciones de impuestos, cuestionarios de compañías de seguros, partes de accidentes) y algunos incluso le piden que les escriba cartas (en un caso, diecisiete cartas de amor de Otis Smart a su novia Sue-Ann, residente en Dido, Louisiana). La cuestión no es que Fanshawe se convierta en el centro de atención, sino que logra encajar, encontrar su sitio. La verdadera prueba, después de todo, es ser como los demás. Una vez que eso sucede, ya no tiene que cuestionarse su singularidad. Se libera no sólo de los otros, sino de sí mismo. La prueba definitiva de esto, creo yo, es que cuando deja el barco no se despide de nadie. Deja el trabajo una noche en Charleston recoge su paga de manos del capitán y luego simplemente desaparece. Dos semanas más tarde llega a París.
Ni una palabra durante dos meses. Y luego, durante los tres siguientes, sólo postales, mensajes breves y elípticos garabateados en la parte de atrás de fotografías turísticas tópicas: Sacré-cœur, la torre Eiffel, la Conciergerie. Cuando empieza a escribir cartas, éstas llegan a intervalos irregulares y no dicen nada de gran importancia. Sabemos que Fanshawe está ya profundamente metido en su trabajo (numerosos poemas, un primer borrador de Oscurecimientos), pero las cartas no dan verdadera idea de la vida que lleva. Se intuye que tiene un conflicto, que está inseguro respecto a Ellen, que no quiere perder el contacto con ella pero no es capaz de decidir cuánto debe contarle. (Y la verdad es que la mayoría de estas cartas Ellen no llega a leerlas. Van dirigidas a la casa de New Jersey y las abre la señora Fanshawe, que las selecciona antes de enseñárselas a su hija, y con mucha frecuencia Ellen no las ve. Yo creo que Fanshawe debía de saber, o por lo menos sospechar, que eso sucedería. Lo cual complica aún más el asunto, ya que en cierto modo estas cartas no están escritas para Ellen. Ellen, finalmente, no es más que un artificio literario, la médium a través de la cual Fanshawe se comunica con su madre. De aquí la indignación de ella. Porque incluso cuando le habla finge no hacerlo.)
Durante aproximadamente un año las cartas hablan casi exclusivamente de objetos (edificios, calles, descripciones de París), elaborando meticulosos catálogos de cosas vistas y oídas, pero Fanshawe apenas está presente. Luego, gradualmente, empezamos a ver a algunos de sus conocidos, a notar una lenta gravitación hacia la anécdota, pero las historias están divorciadas de cualquier contexto, lo cual les da una cualidad flotante y desencarnada. Vemos, por ejemplo, a un viejo compositor ruso de nombre Ivan Wyshnegradsky, de casi ochenta años; empobrecido y viudo, vive solo en un deteriorado piso de la rue Mademoiselle. «Veo a este hombre más que a nadie», afirma Fanshawe. Luego ni una palabra sobre su amistad, ni un destello de lo que se dicen. En lugar de eso, hay una larga descripción del piano de cuarto de tono que tiene en el piso, de sus enormes dimensiones y múltiples teclados (fue construido para Wyshnegradsky en Praga casi cincuenta años antes y es uno de los tres pianos de cuarto de tono que hay en Europa), y luego, sin ninguna mención más a la carrera del compositor, la historia de cómo Fanshawe le regala al anciano una nevera. «Yo me mudé a otro piso el mes pasado», escribe Fanshawe. «Como éste tenía una nevera nueva, decidí darle la vieja a Ivan como regalo. Como muchas personas en París, él no ha tenido nunca una nevera; durante todos estos años ha almacenado sus alimentos en un armarito en la pared de su cocina. Pareció muy complacido por el ofrecimiento y yo me encargué de que se la llevaran a su casa, subiéndola por la escalera con ayuda del hombre que conducía el camión. Ivan saludó la llegada del aparato como un suceso importante en su vida, ilusionado como un niño pequeño y a la vez desconfiado, según pude apreciar, incluso un poco atemorizado, no muy seguro de qué hacer con aquel objeto extraño. “Es tan grande...”, repetía mientras la poníamos en su sitio, y luego, cuando la enchufamos y el motor se puso en marcha, “Cuánto ruido”. Le aseguré que se acostumbraría y le señalé todas las ventajas de aquel moderno artefacto, hasta qué punto mejoraría su vida. Me sentía como un misionero: el gran padre Sabelotodo, redimiendo la vida de aquel hombre de la Edad de Piedra al mostrarle la verdadera religión. Pasó una semana o cosa así e Ivan me llamaba casi todos los días para decirme lo contento que estaba con la nevera, describiéndome todos los nuevos alimentos que podía comprar y conservar en su casa. Luego el desastre. “Creo que se ha roto”, me dijo un día, con voz que sonaba muy contrita. El pequeño congelador de la parte superior al parecer se había llenado de hielo y, no sabiendo cómo quitarlo, había utilizado un martillo, partiendo no sólo el hielo sino el serpentín que había debajo. “Mi querido amigo”, le dije, “lo siento mucho”. Le dije que no se preocupara, yo encontraría a alguien que se lo arreglara. Una larga pausa al otro extremo. “Bueno”, me dijo al fin, “creo que tal vez sea mejor así. El ruido, ¿sabe?, hace que me sea difícil concentrarme. He vivido tanto tiempo con mi armarito en la pared que le tengo mucho cariño. Mi querido amigo, no se enfade. Me temo que no hay nada que hacer con un viejo como yo. Se llega a un punto en la vida en que es demasiado tarde para cambiar.”»
Las cartas siguientes continúan en la misma línea, menciona varios nombres, alude a diversos trabajos. Deduzco que el dinero que Fanshawe ganó en el barco le duró aproximadamente un año y que a partir de entonces fue tirando lo mejor que pudo. Durante algún tiempo parece que tradujo una serie de libros de arte; en otra época hay pruebas de que dio clases particulares de inglés a varios alumnos de lycée; parece que también trabajó un verano en la oficina de París del New York Times, como telefonista en el turno de noche (lo cual, por lo menos, indica que hablaba el francés con fluidez); y luego hay un periodo bastante curioso durante el cual trabajó esporádicamente para un productor cinematográfico, revisando adaptaciones, traduciendo, haciendo sinopsis de guiones. Aunque hay pocas alusiones autobiográficas en cualquiera de las obras de Fanshawe, creo que ciertos incidentes de El país de nunca jamás pueden estar inspirados en esta última experiencia (la casa de Montag en el capitulo siete; el sueño de Flood en el capitulo treinta). «Lo más extraño de este hombre», escribe Fanshawe (refiriéndose al productor de cine en una de sus cartas), «es que mientras en sus tratos financieros con los ricos bordea la delincuencia (tácticas criminales, mentiras descaradas), es muy bondadoso con aquellos a quienes la suerte ha abandonado. Raras veces demanda o lleva a los tribunales a las personas que le deben dinero, sino que les da la oportunidad de saldar sus deudas dándoles trabajo. Por ejemplo, su chófer es un marqués indigente que le lleva en un Mercedes blanco. Hay un viejo barón que no hace nada más que fotocopias. Cada vez que visito la casa para entregar mi trabajo hay un lacayo nuevo de pie en una esquina, algún noble decrépito escondido detrás de las cortinas, algún elegante financiero que resulta ser el botones. Tampoco tira nada. Cuando el ex director que había estado viviendo en la habitación de la doncella en el sexto piso se suicidó el mes pasado, yo heredé su abrigo. Lo llevo desde entonces, es una prenda negra y larga que me llega casi hasta los tobillos. Me hace parecer un espía.»
En cuanto a la vida privada de Fanshawe, sólo hay vagos indicios. Menciona una cena, describe el estudio de un pintor, el nombre de Anne asoma una o dos veces, pero la naturaleza de estas relaciones es oscura. Ésta era la clase de cosa que yo necesitaba, sin embargo. Haciendo el necesario trabajo de piernas, saliendo y haciendo suficientes preguntas, me figuraba que finalmente podría localizar a algunas de estas personas.
Aparte de un viaje de tres semanas a Irlanda (Dublin, Cork, Limerick, Sligo), Fanshawe parece haber permanecido más o menos quieto. Terminó la versión definitiva de Oscurecimientos en algún momento de su segundo año en París; escribió Milagros durante el tercero, junto con cuarenta o cincuenta poemas cortos. Todo esto es bastante fácil de determinar, ya que fue más o menos en esa época cuando Fanshawe adquirió la costumbre de fechar el trabajo. Lo que aún no está claro es el momento preciso en que dejó París para irse al campo, pero creo que debió de ser entre junio y septiembre de 1971. Las cartas empiezan a escasear a partir de entonces y los cuadernos no dan más que una lista de los libros que estaba leyendo (Historia del mundo, de Raleigh, y Los viajes de Cabeza de Vaca). Pero, una vez instalado en la casa de campo, hace un relato bastante minucioso de cómo acabó allí. Los detalles en sí mismos no son importantes, pero emerge un dato crucial: mientras vivió en Francia, Fanshawe no ocultó el hecho de que era escritor. Sus amigos conocían su trabajo, y si hubo alguna vez un secreto, lo fue sólo para su familia. Esto es un claro desliz por su parte, la única vez en sus cartas que se delata. «Los Dedmon, un matrimonio americano que conocí en París», escribe, «no podrán visitar su casa de campo durante un año (se marchan a Japón). Debido a que les han entrado en la casa una o dos veces para robar, se resisten a dejarla vacía y me han ofrecido el empleo de guardés. No sólo me la dejan gratis, sino que también me permiten usar su coche y me dan un pequeño sueldo (lo suficiente para ir tirando si tengo mucho cuidado). Esto es un golpe de suerte. Dicen que prefieren pagarme a mí para que me siente en su casa y escriba durante un año que alquilársela a unos desconocidos.» Un pequeño detalle, quizá, pero cuando me lo encontré en la carta, me animé. Fanshawe había bajado momentáneamente la guardia, y si eso había sucedido una vez, no había ninguna razón para suponer que no pudiera volver a pasar.
Como ejemplos de escritura, las cartas del campo sobrepasan a todas las demás. A estas alturas, el ojo de Fanshawe se ha vuelto increíblemente agudo, y uno intuye una nueva disponibilidad de las palabras dentro de él, como si la distancia entre ver y escribir se hubiese acortado, los dos actos son ahora casi idénticos, parte de un solo gesto ininterrumpido. A Fanshawe le preocupa el paisaje y vuelve a él una y otra vez, observándolo interminablemente, registrando interminablemente sus cambios. Su paciencia ante estas cosas es cuando menos notable y hay pasajes literarios sobre la naturaleza, tanto en las cartas como en los cuadernos, tan luminosos como los mejores que he leído. La casa de piedra en la que vive (muros de sesenta centímetros de grosor) fue construida durante la Revolución: a un lado hay un pequeño viñedo, al otro un prado donde pastan las ovejas; detrás hay un bosque (urracas, grajos, jabalíes) y delante, al otro lado de la carretera, están los barrancos que llevan a la aldea (cuarenta habitantes). En estos mismos barrancos, ocultas por una maraña de arbustos y de árboles, están las ruinas de una capilla que en otro tiempo perteneció a los Caballeros Templarios. Retama, tomillo, robles achaparrados, tierra roja, arcilla blanca, el mistral: Fanshawe vivió en medio de estas cosas durante más de un año, y poco a poco parecen haberle cambiado, haberle enraizado más profundamente en si mismo. Vacilo en hablar de una experiencia religiosa o mística (estos términos no significan nada para mí), pero todas las pruebas parecen indicar que Fanshawe estuvo solo durante todo el tiempo, casi sin ver a nadie, casi sin abrir la boca. El rigor de esta vida le disciplinó, la soledad se convirtió en un pasadizo hacia el yo, un instrumento para el descubrimiento. Aunque todavía era muy joven entonces, creo que este periodo marca el comienzo de su madurez como escritor. A partir de ese momento la obra ya no es prometedora, está consumada, lograda, es inconfundiblemente suya. Comenzando por la larga secuencia de poemas escritos en el campo (Fundamentos) y continuando con las obras de teatro y El país de nunca jamás (todas escritas en Nueva York), Fanshawe está en plena floración. Uno busca indicios de locura, signos del pensamiento que finalmente le puso contra sí mismo, pero la obra no revela nada de esto. Fanshawe es sin duda una persona poco corriente, pero según todas las apariencias está cuerdo, y cuando regresa a América en el otoño de 1972 parece totalmente dueño de sí mismo.


Mis primeras respuestas vinieron de las personas que Fanshawe había conocido en Harvard. La palabra biografía parecía abrirme las puertas y no tuve ninguna dificultad para conseguir citas con la mayoría de ellos. Vi a su compañero de habitación del primer curso; vi a varios de sus amigos; vi a dos o tres de las chicas de Radcliffe con las que había salido. No saqué mucho de ellos, sin embargo. De todas las personas a las que conocí, sólo una me dijo algo de interés. Fue Paul Schiff, cuyo padre le había conseguido a Fanshawe el trabajo en el petrolero. Schiff era ahora pediatra en el condado de Westchester y hablamos en su consulta una tarde durante varias horas. Era de una seriedad que me gustó (un hombre pequeño e intenso, el pelo ya ralo, los ojos firmes y la voz suave y clara) y habló abiertamente, sin necesidad de sonsacarle. Fanshawe había sido una persona importante en su vida y recordaba bien su amistad.
—Yo era un chico diligente —le dijo Schiff—. Trabajador, obediente, sin mucha imaginación. A Fanshawe no le intimidaba Harvard de la misma manera que a todos nosotros, y creo que a mí me impresionaba eso. Había leído más que nadie, más poetas, más filósofos, más novelistas, pero las asignaturas parecían aburrirle. No le importaban las notas, faltaba mucho a clase, parecía ir a su aire. El primer año vivíamos en el mismo pasillo y por alguna razón me eligió para ser su amigo. A partir de entonces, más o menos, fui a remolque de él. Fanshawe tenía tantas ideas sobre todas las cosas que creo que aprendí más de él que en ninguna de las clases. Supongo que fue un caso grave de adoración al héroe, pero Fanshawe me ayudó y yo no lo he olvidado. Fue el único que me ayudó a pensar por mí mismo, a hacer mis propias elecciones. De no ser por él, nunca habría sido médico. Me pasé a medicina porque él me convenció de que debía hacer lo que deseaba hacer, y todavía le estoy agradecido.
«Hacia la mitad del segundo año Fanshawe me dijo que iba a dejar la universidad. No me sorprendió realmente. Cambridge no era el sitio adecuado para Fanshawe y yo sabía que él estaba inquieto, deseoso de marcharse. Hablé con mí padre, que representaba al sindicato de marineros, y él le consiguió trabajo a Fanshawe en un barco. Lo organizó todo muy bien, le ahorró a Fanshawe todo el papeleo y unas semanas más tarde se fue. Supe de él varias veces, postales de un sitio y otro. Hola, cómo estás, esa clase de cosas. No me molestó, sin embargo, y me alegraba de haber podido hacer algo por él. Pero luego todos esos buenos sentimientos me estallaron en la cara. Yo estaba en Nueva York un día, hace unos cuatro años, andando por la Quinta Avenida y me encontré a Fanshawe, allí mismo, en la calle. Yo estaba encantado de verle, verdaderamente sorprendido y contento, pero él apenas me habló. Era como si se hubiera olvidado de mí. Muy rígido, casi grosero. Tuve que obligarle a coger mi dirección y mi número de teléfono. Prometió llamarme, pero por supuesto nunca lo hizo. Me dolió mucho, se lo aseguro. Qué hijo de puta, pensé, ¿quién se cree que es? Ni siquiera me dijo qué hacía, eludió mis preguntas y se fue. Adiós a los tiempos de la universidad, pensé. Adiós a la amistad. Me dejó un sabor amargo en la boca. El año pasado mi mujer compró un libro suyo y me lo regaló por mi cumpleaños. Sé que es infantil, pero no he tenido valor para abrirlo. Está en la librería cogiendo polvo. Es muy extraño, ¿no? Todo el mundo dice que es una obra maestra, pero no creo que yo pueda leerlo nunca.
Éste fue el comentario más lúcido que me hizo nadie. Algunos de sus compañeros del petrolero tenían cosas que decir, pero nada que realmente sirviera a mi propósito. Otis Smart, por ejemplo, recordaba las cartas de amor que Fanshawe escribía en su nombre. Cuando le llamé por teléfono a Baton Rouge, me habló largamente de ellas, incluso citando algunas de las frases que Fanshawe se había inventado («Mi querida pies bailarines», «Mi mujer de zumo de calabaza», «Mi perversidad de los sueños viciosos», etcétera), riéndose mientras hablaba. Lo más gracioso, me dijo, era que todo el tiempo que él estuvo mandándole aquellas cartas a Sue-Ann, ella estaba tonteando con otro y el día en que él volvió le comunicó que iba a casarse.
—Más vale así —añadió Smart—. Me encontré a Sue-Ann en mi pueblo el año pasado y debe pesar unos ciento cincuenta kilos. Parece una gorda de tebeo, pavoneándose por la calle con unos pantalones elásticos de color naranja y un montón de críos berreando a su alrededor. Me dio risa, de veras, acordándome de las cartas. Ese Fanshawe me hacía verdadera gracia. Soltaba una de sus frases y yo me partía de risa. Es una lástima lo que le ha sucedido. Da pena enterarse de que un tipo la ha palmado tan joven.
Jeffrey Brown, ahora jefe de cocina en un restaurante de Houston, había sido el ayudante de cocina en el barco. Recordaba a Fanshawe como el único blanco de la tripulación que había sido simpático con él.
—No era fácil —me dijo Brown—. La mayor parte de la tripulación eran paletos blancos del sur y hubieran preferido escupirme a decirme hola. Pero Fanshawe se puso de mi lado, no le importaba lo que pensara nadie. Cuando llegábamos a Baytown y sitios así, bajábamos a tierra juntos para beber, buscar chicas o lo que fuera. Yo conocía esas ciudades mejor que Fanshawe y le dije que si quería seguir conmigo no podíamos ir a los bares de marineros. Yo sabia lo que valdría mi culo en sitios así y no quería líos. Ningún problema, me dijo Fanshawe, y nos íbamos a los barrios negros. La mayor parte del tiempo la situación era bastante tranquila en el barco, nada que yo no pudiera manejar. Pero luego vino durante unas semanas un tipo pendenciero. Un tipo que se llamaba Cutbirth, Roy Cutbirth. Era un engrasador blanco y estúpido al que finalmente echaron del barco cuando el jefe de máquinas se dio cuenta de que no tenía ni idea de motores. Había hecho trampa en el examen de engrasador para conseguir el trabajo, era el hombre apropiado para tenerlo allí abajo si se quería volar el barco. Este Cutbirth era tonto, malo y tonto. Tenía unos tatuajes en los nudillos, una letra en cada dedo: A-M-O-R en la mano derecha y O-D-I-O en la izquierda. Cuando uno veía esa clase de gilipollez, lo único que quería era mantenerse alejado. Ese tipo fanfarroneó una vez delante de Fanshawe sobre cómo solía pasar las noches del sábado en su pueblo de Alabama: sentado en una colina sobre la carretera interestatal y disparando a los coches. Un tipo encantador, lo mires como lo mires. Y encima tenía un ojo enfermo, todo inyectado en sangre e hinchado. Pero también le gustaba presumir de eso. Parece que se le puso así cuando le saltó un pedazo de cristal. Eso ocurrió en Selma, decía, cuando le tiraba botellas a Martin Luther King. No hace falta que le diga que ese Cutbirth no era mi amigo del alma. Solía lanzarme continuas miradas asesinas, murmurando entre dientes y asintiendo para sí, pero yo no le hacía ningún caso. Las cosas siguieron así durante algún tiempo. Luego lo intentó cuando Fanshawe estaba cerca, y le salió demasiado alto y Fanshawe lo oyó. Se para, se vuelve a Cutbirth y le dice: «¿Qué has dicho?», y Cutbirth, en plan duro y gallito, dice algo como «Me estaba preguntando cuándo os casáis tú y el conejito de la selva, cariño.» Bueno, Fanshawe era siempre pacífico y amable, un verdadero caballero, no sé si me entiende, así que yo no esperaba lo que pasó. Fue como ver a ese tipo de la tele, el hombre que se convierte en bestia. De pronto se enfadó, quiero decir que se puso furioso, casi fuera de sí de rabia. Agarró a Cutbirth por la camisa y le lanzó contra la pared, le clavó allí, echándole el aliento a la cara. «No vuelvas a decir eso», dice Fanshawe, echando chispas por los ojos. «No vuelvas a decir eso o te mato.» Y vaya si le creías cuando lo decía. Estaba dispuesto a matar y Cutbirth se dio cuenta. «Era una broma», dice. «Sólo una broma.» Y ahí se acabó todo, muy deprisa. Todo el asunto no duró más que un instante. Unos dos días después despidieron a Cutbirth. Fue una suerte. Si llega a quedarse más tiempo, cualquiera sabe lo que podía haber pasado.
Obtuve docenas de declaraciones como ésta, en cartas, en conversaciones telefónicas, en entrevistas. La cosa continuó durante meses y cada día se ampliaba el material, crecía en olas geométricas, acumulando más y más asociaciones, una cadena de contactos que acabó por adquirir vida propia. Era un organismo infinitamente voraz y al final vi que no había nada que le impidiese hacerse tan grande como el mundo. Una vida toca otra vida, que a su vez toca otra, y enseguida los eslabones se convierten en innumerables, imposibles de calcular. Supe de la existencia de una mujer gorda en un pueblo de Louisiana; supe de la existencia de un racista demente con tatuajes en los dedos. Supe de docenas de personas de las que nunca había oído hablar y cada una de ellas tenía un papel en la vida de Fanshawe. Todo eso estaba muy bien, quizá, y uno podría decir que ese superavit de conocimientos era precisamente lo que demostraba que estaba llegando a alguna parte. Yo era un detective, después de todo, y mi trabajo consistía en buscar pistas. Enfrentado a millones de datos azarosos, conducido por millones de caminos falsos, tenía que encontrar el único camino que me llevaría a donde yo quería ir. Hasta ahora el hecho esencial era que no lo había encontrado. Ninguna de aquellas personas había visto a Fanshawe o tenido noticias de él desde hacía años, y a menos que dudara de todo lo que me decían, a menos que empezara a investigar a cada uno de ellos, tenía que suponer que me decían la verdad.
A lo que se reducía aquello era, creo yo, a una cuestión de método. En cierto sentido, yo ya sabía todo lo que había que saber acerca de Fanshawe. Las cosas que descubrí no me enseñaban nada importante, no contradecían lo que yo ya sabía. O, por decirlo de otra manera, el Fanshawe que yo había conocido no era el mismo Fanshawe al que estaba buscando. Había habido una ruptura en alguna parte, una súbita e incomprensible ruptura, y las cosas que me decían las distintas personas a las que interrogué no explicaban eso. En última instancia, sus declaraciones sólo confirmaban que lo sucedido no era posible. Que Fanshawe era amable, que Fanshawe era cruel, esto era una vieja historia, y yo me la sabía de memoria. Lo que yo buscaba era algo diferente, algo que ni siquiera podía imaginar: un acto puramente irracional, algo totalmente atípico, una contradicción de todo lo que Fanshawe había sido hasta el momento en que desapareció. Intentaba una y otra vez saltar a lo desconocido, pero cada vez que aterrizaba, me encontraba en territorio conocido, rodeado de lo que me resultaba más familiar.
Cuanto más avanzaba, más se estrechaban las posibilidades. Quizá eso era una buena cosa, no lo sé. Aunque fuese sólo eso, sabía que cada vez que fracasaba, había un sitio menos donde buscar. Pasaron los meses, más meses de los que me gustaría reconocer. En febrero y marzo pasé la mayor parte de mi tiempo buscando a Quinn, el detective privado que había trabajado para Sophie. Curiosamente, no encontré ni rastro de él. Parecía que ya no se dedicaba a eso, ni en Nueva York ni en ninguna parte. Durante un tiempo investigué informes de cadáveres que nadie había reclamado, interrogué a personas que trabajaban en el depósito municipal, traté de localizar a su familia, pero no conseguí nada. Como último recurso, consideré la posibilidad de contratar a otro detective privado para que le buscase, pero luego decidí no hacerlo. Me pareció que un desaparecido era suficiente y luego, poco a poco, agoté las posibilidades que tenía. A mediados de abril sólo me quedaba una. Esperé unos días más, confiando en tener suerte, pero no pasó nada. La mañana del veintiuno finalmente entré en una agencia de viajes y reservé plaza en un vuelo a París.


Yo tenía que marcharme el viernes. El martes Sophie y yo fuimos a comprar un tocadiscos. Una de sus hermanas menores estaba a punto de trasladarse a Nueva York y pensábamos darle nuestro viejo tocadiscos como regalo. La idea de sustituirlo estaba en el aire desde hacia varios meses y aquello al fin nos proporcionaba una excusa para salir a buscar uno nuevo. Así que nos fuimos al centro aquel martes, compramos el tocadiscos y nos lo llevamos a casa en un taxi. Lo pusimos en el mismo sitio donde estaba el viejo y luego metimos éste en la caja nueva. Una inteligente solución, pensamos, Karen debía llegar en mayo y mientras tanto queríamos guardarlo en algún sitio fuera de la vista. Fue entonces cuando nos topamos con un problema.
El espacio donde guardar cosas era limitado, como ocurre en la mayoría de los pisos de Nueva York, y parecía que no nos quedaba ningún sitio libre. El único armario que ofrecía alguna esperanza estaba en el dormitorio, pero el suelo estaba ya abarrotado de cajas: tres de fondo, dos de alto, cuatro de ancho, y en el estante superior tampoco cabía. Eran las cajas de cartón que contenían las cosas de Fanshawe (ropa, libros, objetos diversos), y habían estado allí desde el día en que nos mudamos. Ni Sophie ni yo supimos qué hacer con ellas cuando vaciamos su antiguo apartamento. No queríamos estar rodeados de recuerdos de Fanshawe en nuestra nueva vida, pero al mismo tiempo nos parecía mal tirarlas. Las cajas habían sido un compromiso y ya ni nos fijábamos en ellas. Se convirtieron en parte del paisaje doméstico —como la tabla del suelo rota debajo de la alfombra del cuarto de estar, como la grieta en la pared encima de nuestra cama—, invisibles en el flujo de la vida diaria. Ahora, cuando Sophie abrió la puerta del armario y miró dentro, su estado de ánimo cambió de pronto.
—Basta de esto —dijo, poniéndose en cuclillas junto al armario.
Apartó la ropa que colgaba sobre las cajas, haciendo entrechocar las perchas, separando el revoltijo con un gesto de frustración. Era una ira brusca, que parecía ir dirigida contra sí misma más que contra mí.
—¿Basta de qué?
Yo estaba de pie al otro lado de la cama, mirando su espalda.
—De todo —dijo ella, aún empujando la ropa de un lado a otro—. Basta de Fanshawe y sus cajas.
—¿Qué quieres hacer con ellas? —Me senté en la cama y esperé una respuesta, pero ella no contestó—. ¿Qué quieres hacer con ellas, Sophie? —repetí.
Ella se volvió para mirarme y vi que estaba al borde de las lágrimas.
—¿De qué sirve un armario si no puedes usarlo? —dijo. Le temblaba la voz, estaba perdiendo el control—. Quiero decir que él ha muerto, ¿no?, y si ha muerto, ¿para qué necesitamos todo esto, toda esta —hizo un gesto, buscando la palabra— basura? Es como vivir con un cadáver.
—Si quieres, podemos llamar al Ejército de Salvación —dije.
—Llámalos ahora mismo. Antes de decir una palabra más.
—Lo haré. Pero primero tendremos que abrir las cajas y seleccionar las cosas.
—No. Quiero que se lo lleven todo, enseguida.
—Me parece bien en cuanto a la ropa —dije—. Pero yo pensaba conservar los libros un poco más. Hace tiempo que quiero hacer una lista y buscar posibles notas en los márgenes. Terminaría en media hora.
Sophie me miró con incredulidad.
—No entiendes nada, ¿verdad? —dijo. Entonces, mientras se ponía de pie, finalmente se le saltaron las lágrimas, lágrimas infantiles, lágrimas que no se reservaban nada, que corrían por sus mejillas como si ella no se diera cuenta—. Ya no puedo hablar contigo. Sencillamente no oyes lo que digo.
—Hago todo lo que puedo, Sophie.
—No, no es verdad. Tú crees que sí, pero no. ¿No ves lo que está sucediendo? Le estás devolviendo la vida.
—Estoy escribiendo un libro. Eso es todo, sólo un libro. Pero si no me lo tomo en serio, ¿cómo crees que puedo hacerlo?
—Hay mucho más que eso. Lo sé, lo noto. Para que nuestra relación dure, él tiene que estar muerto. ¿No lo entiendes? Aunque esté vivo, tiene que estar muerto.
—¿De qué estás hablando? Por supuesto que está muerto.
—No por mucho tiempo. No si tú sigues así.
—Pero fuiste tú quien me animó. Tú querías que escribiese el libro.
—Eso fue hace cien años, cariño. Tengo mucho miedo de perderte. No podría soportarlo.
—Está casi terminado, te lo prometo. Este viaje es el último paso.
—Y luego ¿qué?
—Ya veremos. No puedo saber en qué me estoy metiendo hasta que esté dentro.
—Eso es lo que me da miedo.
—Podrías venir conmigo.
—¿A París?
—A París. Podríamos ir los tres juntos.
—Creo que no. Tal y como están las cosas no. Vete solo. Así, por lo menos, si vuelves, será porque quieres volver.
—¿Qué quiere decir eso de «si»?
—Sólo eso. «Si.» Como en «si vuelves».
—No puedes creer eso.
—Pues lo creo. Si las cosas siguen así, voy a perderte.
—No digas eso, Sophie.
—No puedo remediarlo. Ya casi te has ido. A veces me parece que te veo desaparecer delante de mis ojos.
—Eso es una tontería.
—Te equívocas. Estamos llegando al final, cariño, y ni siquiera lo sabes. Vas a desaparecer y nunca volveré a verte.


8

En París las cosas me parecieron extrañamente más grandes. El cielo estaba más presente que en Nueva York, sus caprichos eran más frágiles. Me sentí atraído por él, y durante el primer día lo observé constantemente, sentado en mi habitación del hotel, estudiando las nubes, esperando a que ocurriera algo. Eran nubes del norte, las nubes de los sueños que están siempre cambiando, acumulándose en enormes montañas grises, descargando breves chubascos, disipándose, juntándose de nuevo, tapando el sol, refractando la luz de maneras que siempre parecen distintas. El cielo de París tiene sus propias leyes, las cuales funcionan con independencia de la ciudad que hay abajo. Si los edificios parecen sólidos, anclados en la tierra, indestructibles, el cielo es vasto y amorfo, sujeto a constantes perturbaciones. Durante la primera semana me sentí como si me hubiesen puesto cabeza abajo. Aquélla era una ciudad del viejo mundo y no tenía nada que ver con Nueva York, con sus cielos bajos y calles caóticas, sus blandas nubes y agresivos edificios. Me habían desplazado y eso hacia que me sintiera repentinamente inseguro. Sentí que estaba perdiendo el control, y por lo menos una vez cada hora tenía que recordarme a mi mismo por qué estaba allí.
Mi francés no era ni bueno ni malo. Sabia lo suficiente como para entender lo que la gente me decía, pero hablar me resultaba difícil, y había veces que no acudía a mis labios ninguna palabra, veces que me costaba un esfuerzo decir incluso las cosas más sencillas. Creo que había cierto placer en aquello —experimentar el lenguaje como una colección de sonidos, verse empujado a la superficie de las palabras, donde los significados se desvanecen—, pero también era muy cansado y tenía el efecto de encerrarme en mis pensamientos. Para entender lo que la gente me decía tenía que traducirlo todo silenciosamente al inglés, lo cual significaba que incluso cuando entendía, lo lograba con retraso: hacia el trabajo dos veces y obtenía la mitad del resultado. Los matices, las asociaciones subliminales, las corrientes ocultas, todo eso se me escapaba. En última instancia, probablemente no sería equivocado decir que se me escapaba todo.
No obstante, seguí adelante. Tardé unos días en empezar la investigación, pero una vez que establecí mi primer contacto, los otros vinieron a continuación. Hubo algunas decepciones, sin embargo. Wyshnegradsky había muerto; no fui capaz de localizar a ninguna de las personas a las que Fanshawe había dado clases particulares de inglés; la mujer que le había contratado en el New York Times ya no estaba, hacía años que no trabajaba allí. Estas cosas eran de esperar, pero las encajé mal, sabiendo que incluso el más pequeño hueco podía ser fatal. Eran espacios vacíos para mí, espacios en blanco en el cuadro, y por mucho éxito que tuviera en llenar las otras zonas, quedarían dudas, lo cual significaba que el trabajo nunca podría estar verdaderamente terminado.
Hablé con los Dedmon, hablé con los editores de libros de arte para los que trabajó Fanshawe, hablé con la mujer que se llamaba Anne (resultó que había sido su novia), hablé con el productor de cine.
—Trabajos esporádicos —me dijo en un inglés con acento ruso—, eso es lo que hacía. Traducciones, sinopsis de guiones, un poco de negro literario para mi mujer. Era un chico listo, pero demasiado rígido. Muy literario, no sé si me entiende. Yo quise darle una oportunidad de trabajar como actor, incluso le ofrecí darle clases de esgrima y de equitación para una película que íbamos a hacer. Me gustaba su físico, pensé que podríamos sacar partido de él. Pero no le interesó. Tengo otros huevos que freír, me dijo. Algo así. Da igual. La película produjo millones y ¿qué me importa a mí que el chico no quisiera ser actor?
Allí había algo que valía la pena investigar, pero mientras estaba sentado con aquel hombre en su monumental piso de la Avenue Henri Martin, esperando cada frase de su historia entre llamadas telefónicas, de repente comprendí que no necesitaba oír nada más. Había una sola pregunta importante, y aquel hombre no podía contestarla. Si me quedaba y le escuchaba, me daría más detalles, más irrelevancias, otro montón de notas inútiles. Llevaba demasiado tiempo fingiendo que iba a escribir un libro y poco a poco había olvidado mi propósito. Basta, me dije, repitiendo conscientemente las palabras de Sophie, basta de esto, y entonces me levanté y me fui.
La cuestión era que ya nadie me observaba. Ya no tenía que disimular como me ocurría en casa. Ya no tenía que engañar a Sophie creando interminables tareas para mí. La comedia había terminado. Al fin podía desechar mi inexistente libro. Durante unos diez minutos, mientras volvía a pie al hotel cruzando el río, me sentí más feliz de lo que me había sentido en muchos meses. Las cosas se habían simplificado, se habían reducido a la claridad de un solo problema. Pero luego, en cuanto asimilé esta idea, comprendí lo mala que era la situación realmente. Estaba llegando al final y aún no le había encontrado. El error que andaba buscando no había aparecido. No había ninguna pista, ningún rastro que seguir. Fanshawe estaba oculto en alguna parte y toda su vida estaba oculta con él. A menos que él quisiera que le encontrasen, yo no tenía ni la más remota posibilidad.
Sin embargo, seguí adelante, tratando de llegar hasta el final, hasta el mismísimo final, ahondando ciegamente en las últimas entrevistas, no queriendo renunciar hasta que hubiese visto a todo el mundo. Deseaba llamar a Sophie. Un día incluso fui hasta la oficina de correos y esperé en la cola de las llamadas al extranjero, pero no llegué a llamarla. Ahora las palabras me fallaban constantemente y me entró pánico ante la idea de derrumbarme en el teléfono. ¿Qué podía decirle, después de todo? En lugar de eso, le mandé una postal de Laurel y Hardy. En la parte de atrás escribí: «Los verdaderos matrimonios nunca tienen sentido. Mira la pareja del dorso. Prueba de que cualquier cosa es posible, ¿no? Quizá deberíamos empezar a ponernos sombreros hongo. Por lo menos, acuérdate de vaciar el armario antes de que yo vuelva. Abrazos a Ben.»
Vi a Anne Michaux la tarde siguiente y tuve un pequeño sobresalto cuando entré en el café donde habíamos quedado en encontrarnos (Le Rouquet, en el Boulevard Saint Germain). Lo que me dijo sobre Fanshawe no tiene importancia: quién besó a quién, qué sucedió dónde, quién dijo qué, etcétera. Viene a ser más de lo mismo. Lo que mencionaré, no obstante, es que la lentitud de su reacción inicial se debió al hecho de que me confundió con Fanshawe. Duró sólo un brevísimo instante, según dijo, y luego pasó. Otras personas habían notado el parecido anteriormente, por supuesto, pero nunca de un modo tan visceral, con un impacto tan inmediato. Debí de mostrar mi sobresalto, porque ella se disculpó rápidamente (como si hubiera hecho algo malo) y volvió al tema varias veces durante las dos o tres horas que pasamos juntos, una vez incluso contradiciéndose:
—No sé en qué estaba pensando. No se parece usted a él en nada. Ha debido ser que he visto al americano que hay en los dos.
No obstante, me resultó perturbador, no pude remediar sentirme horrorizado. Algo monstruoso estaba sucediendo y yo ya no podía controlarlo. El cielo estaba oscureciendo dentro de mí, eso era seguro; la tierra temblaba. Me resultaba difícil quedarme quieto, me resultaba difícil moverme. De un momento al siguiente me parecía estar en un sitio diferente, olvidar dónde me encontraba. Los pensamientos se detienen donde empieza el mundo, me repetía. Pero el yo también está en el mundo, me contestaba, y lo mismo ocurre con los pensamientos que vienen de él. El problema era que ya no era capaz de hacer las distinciones correctas. Esto nunca puede ser aquello. Las manzanas no son naranjas, los melocotones no son ciruelas. Notas las diferencias en la lengua, y entonces lo sabes, como si fuera dentro de ti. Pero todo estaba empezando a tener el mismo sabor para mí. Ya no tenía hambre, ya no podía obligarme a comer.
En cuanto a los Dedmon, hay aún menos que decir, quizá. Fanshawe no podía haber elegido unos benefactores más apropiados, y de todas las personas que vi en París, ellos fueron los más amables, los más generosos. Me invitaron a tomar una copa en su piso y me quedé a cenar, y luego, cuando llegamos al segundo plato, me insistieron para que visitara su casa en el Var, la misma casa donde había vivido Fanshawe, y no hacia falta que la estancia fuese corta, me dijeron, ya que ellos no pensaban ir hasta agosto. Había sido un sitio importante para Fanshawe y su obra, dijo el señor Dedmon, y sin duda mi libro ganaría si lo veía con mis propios ojos. Tuve que mostrarme de acuerdo con él, y aún no habían salido las palabras de mi boca, cuando la señora Dedmon ya estaba al teléfono organizándolo todo en su preciso y elegante francés.
Ya no había nada que me retuviera en París, así que tomé el tren a la tarde siguiente. Era el final del camino para mí, mi viaje hacia el sur y hacia el olvido. Cualquier esperanza que pudiera haber tenido (la mínima posibilidad de que Fanshawe hubiera regresado a Francia, el ilógico pensamiento de que hubiese encontrado refugio dos veces en el mismo lugar) se evaporó cuando llegué allí. La casa estaba vacía; no había ni rastro de nadie. El segundo día, examinando las habitaciones del piso de arriba, me encontré un poema corto que Fanshawe había escrito en la pared, pero yo ya conocía ese poema y debajo había una fecha: 25 de agosto de 1972. Nunca había vuelto. Ahora me sentí estúpido por haberlo pensado siquiera.
Por falta de algo mejor que hacer, pasé varios días hablando con la gente de la zona: los granjeros cercanos, los aldeanos, la gente de los pueblos vecinos. Me presentaba enseñándoles una fotografía de Fanshawe, fingiendo ser su hermano, pero sintiéndome más bien como un detective privado sin un céntimo, un bufón que se agarra a un clavo ardiendo. Algunas personas le recordaban, otras no, otras no estaban seguras. Daba igual. Yo encontraba impenetrable el acento del sur (con sus erres arrastradas y sus finales nasalizados) y apenas entendía una palabra de lo que me decían. Entre todas las personas que vi, sólo una había tenido noticias de Fanshawe después de su marcha. Era su vecino más próximo, un granjero arrendatario que vivía aproximadamente a un kilómetro y medio, carretera adelante. Era un peculiar hombrecito de unos cuarenta años, el hombre más sucio que yo había conocido nunca. Su casa era una estructura del siglo xvii, húmeda y desmoronada, y él parecía vivir allí solo, sin más compañía que su perro trufero y su escopeta de caza. Estaba claro que se enorgullecía de haber sido amigo de Fanshawe, y para demostrarme lo unidos que habían estado me enseñó un sombrero tejano blanco que Fanshawe le había enviado después de regresar a América. No había ninguna razón para no creer su historia. El sombrero seguía guardado en su caja original y al parecer no había sido usado. Me explicó que lo reservaba para el momento oportuno, y luego se lanzó a una arenga política que me costó trabajo seguir. Iba a llegar la revolución, dijo, y cuando llegase, él iba a comprarse un caballo blanco y una metralleta, a ponerse su sombrero y a cabalgar por la calle Mayor del pueblo, pegando tiros a todos los tenderos que habían colaborado con los alemanes durante la guerra. Igual que en América, me dijo. Cuando le pregunté qué quería decir, me soltó una conferencia digresiva y alucinatoria acerca de los indios y los vaqueros. Pero eso fue hace mucho tiempo, le dije, tratando de cortarle. No, no, insistió, continúa hoy en día. ¿No me había enterado yo de los tiroteos en la Quinta Avenida? ¿No había oído hablar de los apaches? Era inútil discutir. En defensa de mi ignorancia, le dije que yo vivía en otro barrio.


Me quedé en la casa unos días más. Mi plan era no hacer nada durante el mayor tiempo posible, descansar. Estaba agotado y necesitaba una oportunidad de reponerme antes de volver a París. Pasaron uno o dos días. Paseé por los prados, visité el bosque, me senté al sol leyendo traducciones francesas de novelas policíacas americanas. Debería haber sido la cura perfecta: escondido en el culo del mundo, dejando que mi mente flotase libremente. Pero nada de esto me ayudó realmente. La casa no me hacia sitio y al tercer día noté que ya no estaba solo, que nunca estaría solo en aquel lugar. Fanshawe estaba allí, y por mucho que me esforzara en no pensar en él, no podía escapar. Esto fue algo inesperado, exasperante. Ahora que había dejado de buscarle, estaba más presente que nunca para mí. Todo el proceso se había invertido. Después de tantos meses tratando de encontrarle, me sentía como si fuera yo el que había sido encontrado. En lugar de buscar a Fanshawe, en realidad había estado huyendo de él. El trabajo que había inventado para mí —el falso libro, los interminables rodeos— no había sido sino un intento de apartarle, una artimaña para mantenerle lo más lejos posible. Porque si podía convencerme de que le estaba buscando, eso necesariamente significaba que él estaba en alguna otra parte, en alguna parte fuera de mí, más allá de los límites de mi vida. Pero me había equivocado. Fanshawe estaba exactamente donde yo estaba, y había estado allí desde el principio. Desde el momento en que llegó su carta, yo había estado esforzándome por imaginarle, por verle como podría haber sido, pero mi mente evocaba siempre el vacío. En el mejor de los casos, había una imagen empobrecida: la puerta de una habitación cerrada. Eso era todo: Fanshawe solo en esa habitación, condenado a una soledad mítica, quizá viviendo, quizá respirando, soñando Dios sabe qué. Esa habitación, lo descubrí entonces, estaba situada dentro de mi cráneo.
Después de eso me ocurrieron cosas extrañas. Regresé a París, pero una vez allí me encontré sin nada que hacer. No quería llamar a ninguna de las personas que había visto antes y no tenía valor para volver a Nueva York. Me quedé inerte, me convertí en una cosa que no podía moverse, y poco a poco me perdí la pista. Si puedo decir algo acerca de este periodo es únicamente porque tengo ciertas pruebas documentales que me ayudan. Los sellos en mi pasaporte, por ejemplo; el billete de avión, la cuenta del hotel, etcétera. Esas cosas me demuestran que me quedé en París durante más de un mes. Pero eso es muy diferente de recordarlo, y a pesar de lo que sé, aún me resulta imposible. Veo cosas que sucedieron, encuentro imágenes de mí mismo en distintos lugares, pero sólo a distancia, como si estuviera observando a otro. No tengo la sensación de que sean recuerdos, que siempre están anclados dentro de uno; están ahí fuera, más allá de lo que puedo sentir o tocar, más allá de nada que tenga que ver conmigo. He perdido un mes de mí vida, e incluso ahora me es difícil confesarlo, es una cosa que me llena de vergüenza.
Un mes es mucho tiempo, más que suficiente para que un hombre se desintegre. Aquellos días vuelven a mi memoria en fragmentos cuando vuelven, trocitos que se niegan a juntarse. Me veo borracho, cayéndome en la calle una noche, levantándome, caminando a tumbos hacia una farola y luego vomitando sobre mis zapatos. Me veo sentado en un cine con las luces encendidas mirando a la gente que sale, incapaz de recordar la película que acababa de ver. Me veo rondando por la Rue Saint-Denis por la noche, eligiendo prostitutas con las que acostarme, mi cabeza ardiendo con imágenes de cuerpos, una interminable confusión de senos desnudos, muslos desnudos, nalgas desnudas. Veo cómo me chupan la polla, me veo en una cama con dos chicas que se besan, veo a una enorme negra con las piernas abiertas sobre un bidé y lavándose el coño. No intentaré decir que estas cosas no son reales, que no sucedieron. Es sólo que no puedo responder por ellas. Follaba para sacarme el cerebro de la cabeza, me emborrachaba para entrar en otro mundo. Pero si el objetivo era borrar a Fanshawe, mis juergas fueron un éxito. Él desapareció.... y yo desaparecí con él.
El final, sin embargo, lo tengo claro. No lo he olvidado, y me siento afortunado por haber conservado eso. Toda la historia se resume en lo que sucedió al final, y, sin tener ese final dentro de mí, no habría podido empezar este libro. Lo mismo es válido para los dos libros anteriores, La ciudad de cristal y Fantasmas. Estas tres historias son finalmente la misma historia, pero cada una representa una etapa diferente en mi conciencia de dónde está el quid. No afirmo haber resuelto ningún problema. Simplemente sugiero que llegó un momento en que ya no me asustaba mirar lo que había sucedido. Si las palabras vinieron a continuación, es sólo porque no tuve más remedio que aceptarlas, asumirlas e ir a donde ellas quisieran llevarme. Pero eso no significa necesariamente que las palabras sean importantes. Llevo mucho tiempo luchando por decirle adiós a algo, y esta lucha es lo único que de veras importa. La historia no está en las palabras; está en la lucha.
Una noche me encontré en un bar cerca de la Place Pigalle. Me encontré es el término que deseo usar, porque no tengo ni idea de cómo llegué allí, ningún recuerdo de haber entrado en aquel lugar. Era uno de esos sitios carísimos que abundan en el barrio: seis u ocho chicas en la barra, la oportunidad de sentarse a una mesa con una de ellas y pedir una botella de champán de precio exorbitante, y luego, si a uno le apetece, la posibilidad de llegar a un acuerdo económico y retirarse a la intimidad de una habitación en el hotel de al lado. La escena empieza para mi cuando estoy sentado en una de las mesas con una chica y acaban de traernos el cubo de champán. La chica era tahitiana, recuerdo, y muy guapa: no tendría más de diecinueve o veinte años, era muy menuda y llevaba un vestido blanco de red sin nada debajo, un entrecruzado de cables sobre su suave piel morena. El efecto era extraordinariamente erótico. Recuerdo sus pechos redondos visibles por los agujeros en forma de diamante, la abrumadora suavidad de su cuello cuando me incliné y lo besé. Me dijo su nombre, pero yo insistí en llamarla Fayaway, diciéndole que ella era una exiliada de Taipi y yo era Herman Melville, un marinero americano que había venido desde Nueva York para rescatarla. Ella no tenía ni la menor idea de lo que le estaba diciendo, pero continuó sonriendo, sin duda pensando que estaba loco, mientras yo parloteaba en mi francés chapurreado; permanecía imperturbable, riéndose cuando yo me reía, permitiendo que la besara donde quisiera.
Estábamos sentados en un reservado en el rincón y desde mí asiento yo veía el resto de la sala. Los hombres iban y venían, algunos asomaban la cabeza por la puerta y se marchaban, otros se quedaban a tomar una copa en la barra, uno o dos se iban a una mesa como había hecho yo. Al cabo de unos quince minutos entró un joven que era evidentemente americano. Me pareció que estaba nervioso, como si no hubiera estado nunca en un sitio así, pero su francés era sorprendentemente bueno, y cuando pidió un whisky en la barra y empezó a hablar con una de las chicas, vi que pensaba quedarse un rato. Le estudié desde mi rincón, sin dejar de pasar la mano por la pierna de Fayaway y de hundir la cara en su cuello; pero cuanto más tiempo se quedaba él en la barra, más me distraía. Era alto, de constitución atlética, con el pelo rubio y una actitud abierta y bastante juvenil. Supuse que tendría veintiséis o veintisiete años, un estudiante graduado, quizá, o bien un joven abogado que trabajaba para una empresa americana en París. No había visto nunca a aquel hombre, y sin embargo había algo en él que me resultaba familiar, algo que me impedía apartar la vista: una breve quemadura, una extraña sinapsis de reconocimiento. Probé a ponerle varios nombres, le paseé por el pasado, devané la bovina de asociaciones, pero nada. No es nadie, me dije, renunciando finalmente. Y luego, de repente, por alguna confusa cadena de razonamientos, terminé el pensamiento añadiendo: y si no es nadie, debe ser Fanshawe. Me reí en alto de mi broma. Siempre alerta, Fayaway se rió conmigo. Yo sabía que nada podía ser más absurdo, pero lo dije otra vez: Fanshawe. Y luego otra: Fanshawe. Y cuanto más lo decía, más me complacía decirlo. Cada vez que la palabra salía de mi boca, iba seguida de otra carcajada. Su sonido me embriagaba; me llevaba a un paroxismo de risas roncas, y poco a poco Fayaway pareció desconcertarse. Probablemente había pensado que me refería a alguna práctica sexual, que estaba haciendo un chiste que ella no podía entender, pero mis repeticiones habían privado gradualmente a la palabra de su significado, y ella empezó a oírla como una amenaza. Yo miraba al hombre que estaba al otro extremo de la sala y decía la palabra una vez más. Mi felicidad era inconmensurable. Exultaba por la pura falsedad de mi afirmación, celebrando el nuevo poder que me había conferido a mí mismo. Yo era el sublime alquimista que podía cambiar el mundo a su antojo. Aquel hombre era Fanshawe porque yo decía que era Fanshawe, y eso era todo. Nada podía detenerme ya. Sin siquiera pararme a pensarlo; murmuré al oído de Fayaway que volvía enseguida, me solté de sus maravillosos brazos y me acerque al seudo-Fanshawe. Con mi mejor imitación del acento de Oxford, le dije:
—Vaya, hombre, qué casualidad. Volvemos a encontrarnos. Se volvió y me miró atentamente. La sonrisa que había empezado a dibujarse en su cara se apagó lentamente y se convirtió en un ceño.
—¿Le conozco? —preguntó finalmente.
—Por supuesto que sí —dije, bravucón y alegre—. Mi nombre es Melville. Herman Melville. Quizá haya leído alguno de mis libros.
Él no sabía si tratarme como a un borracho jovial o como a un psicópata peligroso, y la confusión se reflejaba en su cara. Era una confusión espléndida y la disfruté a fondo.
—Bueno —dijo al fin, forzando una sonrisita—, puede que haya leído uno o dos.
—El de la ballena, sin duda.
—Sí. El de la ballena.
—Me alegra saberlo —dije, asintiendo con agrado, y luego le puse un brazo sobre los hombros—. Bueno, Fanshawe, ¿qué te trae por París en esta época del año?
La confusión volvió a aparecer en su cara.
—Perdone —dijo—, no he cogido ese nombre.
—Fanshawe.
—¿Fanshawe?
—Fanshawe. f-a-n-s-h-a-w-e.
—Bueno —dijo, relajándose y sonriendo ampliamente, repentinamente seguro de sí mismo otra vez—, ése es el problema. Me ha confundido usted con otra persona. Mi nombre no es Fanshawe. Es Stillman. Peter Stillman.
—Eso no es ningún problema —contesté, dándole un pequeño apretón en el hombro—. Si quieres llamarte Stillman, yo no tengo inconveniente. Los nombres no son importantes, después de todo. Lo que importa es que yo sé quién eres realmente. Eres Fanshawe. Lo he sabido en cuanto has entrado. «Ahí está el viejo diablo en persona», me he dicho. «Me pregunto qué estará haciendo en un sitio como éste.»
Él estaba empezando a impacientarse conmigo. Apartó mi brazo de su hombro y retrocedió.
—Ya basta —dijo—. Se ha equivocado, dejémoslo así. No quiero seguir hablando con usted.
—Demasiado tarde —dije—. Tu secreto ha sido descubierto, amigo mío. Ya no puedes esconderte de mí.
—Déjeme en paz —dijo, dando muestras de enfado por primera vez—. Yo no hablo con locos. Déjeme en paz, o habrá jaleo.
Las otras personas que había en el bar no podían entender lo que decíamos, pero la tensión se había hecho evidente, y yo noté que me observaban, noté que los ánimos cambiaban a mi alrededor. Stillman parecía repentinamente asustado. Lanzó una mirada a la mujer que estaba detrás de la barra, miró aprensivamente a la chica que se encontraba a su lado y luego tomó la impulsiva decisión de marcharse. Me apartó de su camino de un empujón y echó a andar hacia la puerta. Yo podía haber dejado que las cosas quedaran así, pero no lo hice. Estaba entrando en calor y no quería desperdiciar mi inspiración. Volví a donde estaba Fayaway y puse unos cuantos billetes de cien francos sobre la mesa. Ella fingió un mohín en respuesta.
—C’est mon frère —dije—. Il est fou. Je dois le poursuivre.
Y luego, mientras ella alargaba la mano para coger el dinero, le tiré un beso, di media vuelta y me fui.
Stillman estaba veinte o treinta metros delante de mí, andando deprisa por la calle. Avancé al mismo paso que él, manteniendo la distancia para evitar que se percatara, pero sin perderle de vista. De vez en cuando él miraba por encima del hombro, como esperando que yo estuviera allí, pero creo que no me vio hasta que habíamos salido del barrio y estábamos lejos de las multitudes y el bullicio, atravesando el tranquilo y oscuro corazón de la orilla derecha del Sena. El encuentro le había atemorizado y se comportaba como un hombre que huye para salvar la vida. Pero eso no era difícil de entender. Yo representaba lo que más tememos todos: el desconocido beligerante que sale de las sombras, el cuchillo que se nos clava en la espalda, el coche veloz que nos atropella. Tenía razones para correr, pero su miedo me estimulaba, me aguijoneaba a perseguirle, rabioso por la determinación. No tenía ningún plan, ninguna idea de lo que iba a hacer, pero le seguía sin la menor duda, sabiendo que toda mi vida dependía de ello. Es importante subrayar que en aquel momento yo estaba completamente lúcido, ninguna vacilación, ninguna borrachera, la cabeza completamente despejada. Me daba cuenta de que actuaba de un modo absurdo. Stillman no era Fanshawe, yo lo sabía. Era una elección arbitraria, totalmente inocente y gratuita. Pero eso era lo que me excitaba, lo fortuito del asunto, el vértigo de la pura casualidad. No tenía sentido, y, por eso, tenía todo el sentido del mundo.
Llegó un momento en que los únicos sonidos en la calle eran nuestros pasos. Stillman se volvió de nuevo y finalmente me vio. Empezó a andar más deprisa, al trote. Le llamé:
—Fanshawe.
Le llamé otra vez:
—Es demasiado tarde. Sé quién eres, Fanshawe.
Y luego, en la calle siguiente:
—Todo ha terminado, Fanshawe. Nunca escaparás.
Stillman no respondió nada, ni siquiera se molestó en volverse. Yo quería seguir hablando con él, pero ahora él iba corriendo, y si trataba de hablar iría más despacio. Abandoné mis provocaciones y fui tras él. No tengo ni idea de cuánto tiempo estuvimos corriendo pero me parecieron horas. Él era más joven que yo, más joven y más fuerte, y estuve a punto de perderle, a punto de no conseguirlo. Me obligué a continuar por la calle oscura, sobrepasando el punto de agotamiento, de náusea, frenéticamente lanzado hacia él, sin permitirme parar. Mucho antes de alcanzarle, mucho antes de saber que iba a alcanzarle, sentí como si ya no estuviera dentro de mí mismo. No se me ocurre otra manera de expresarlo. Ya no me sentía. La sensación de la vida se me había escapado gota a gota y en su lugar había una milagrosa euforia, un dulce veneno que corría por mi sangre, el innegable olor de la nada. Éste es el momento de mi muerte, me dije, ahora es cuando me muero. Un segundo más tarde alcancé a Stillman y le agarré por la espalda. Caímos al suelo violentamente y los dos gruñimos al sentir el impacto. Yo había agotado todas mis fuerzas y estaba demasiado falto de aliento para defenderme, demasiado exhausto para pelear. No dijimos ni una palabra. Durante varios segundos luchamos cuerpo a cuerpo en la acera, pero luego él consiguió librarse de mi presa, y después de eso no pude hacer nada. Empezó a aporrearme con los puños, a patearme con la punta de los zapatos, a golpearme por todo el cuerpo. Recuerdo que intenté protegerme la cara con las manos; recuerdo el dolor y cuánto me aturdía, cuánto me dolía y cuán desesperadamente deseaba dejar de sentir el dolor. Pero no debió de durar mucho, porque la memoria de ese dolor cesa ahí. Stillman me destrozó, y cuando terminó, yo estaba inconsciente. Recuerdo que me desperté en la acera y me sorprendí de que aún fuese de noche, pero no recuerdo nada más. Todo lo demás ha desaparecido.
Durante los tres días siguientes no me moví de mí habitación en el hotel. Lo terrible no era tanto el dolor como que éste no fuese lo bastante fuerte como para matarme. Me di cuenta de esto el segundo o el tercer día. En un momento dado, tumbado sobre la cama y mirando las rendijas de las persianas cerradas, comprendí que había sobrevivido. Me parecía extraño estar vivo, casi incomprensible. Tenía un dedo roto; tenía cortes en ambas sienes; me dolía hasta respirar. Pero de alguna manera ésa no era la cuestión. Estaba vivo, y cuanto más lo pensaba, menos lo entendía. No me parecía posible que me hubiesen perdonado la vida.
Esa misma noche le mandé un telegrama a Sophie diciéndole que volvía a casa.


9

Ya casi he llegado al final. Sólo queda una cosa, pero eso no sucedió hasta más tarde, hasta que habían pasado tres años más. Entretanto se presentaron muchas dificultades, muchos dramas, pero creo que no pertenecen a la historia que estoy intentando contar. Después de mi regreso a Nueva York, Sophie y yo vivimos separados durante casi un año. Ella me había dado por perdido y hubo meses de confusión antes de que finalmente pudiera reconquistarla. Visto desde ahora (mayo de 1984), eso es lo único que importa. Comparado con ello, los hechos de mi vida son puramente incidentales.
El veintitrés de febrero de 1981 nació el hermanito de Ben. Le pusimos Paul, en recuerdo del abuelo de Sophie. Pasaron varios meses y en julio nos trasladamos al otro lado del río, donde alquilamos las dos plantas superiores de una casa de piedra marrón en Brooklyn. En septiembre Ben empezó a ir al jardín de infancia. En Navidad fuimos todos a Minnesota y cuando volvimos Paul había empezado a andar solo. Ben, que gradualmente había ido tomándole bajo su protección, reclamó todo el mérito del acontecimiento.
En cuanto a Fanshawe, Sophie y yo nunca hablábamos de él. Ése fue nuestro pacto de silencio, y cuanto más tiempo pasaba sin que dijéramos nada, más nos demostrábamos nuestra mutua lealtad. Después de que yo le devolviera el anticipo a Stuart Green y dejara oficialmente de escribir la biografía, mencionamos a Fanshawe una sola vez. Eso sucedió el día en que decidimos volver a vivir juntos y se formuló en términos estrictamente prácticos. Los libros y las obras de teatro de Fanshawe continuaban produciendo una buena renta. Si queríamos seguir casados, dijo Sophie, utilizar el dinero para nosotros quedaba descartado. Estuve de acuerdo con ella. Encontramos otras maneras de ganar lo que necesitábamos y pusimos el dinero de los derechos de autor en un fideicomiso para Ben, y posteriormente también para Paul. Como último paso, contratamos a un agente literario para que llevara todo lo relacionado con el trabajo de Fanshawe: solicitudes para representar las obras, negociaciones para las reimpresiones, contratos, lo que fuera necesario. En la medida en que nos fue posible, actuamos. Si Fanshawe seguía teniendo el poder de destruirnos, sería sólo porque nosotros queríamos que lo hiciese, porque queríamos destruirnos a nosotros mismos. Por eso nunca me molesté en decirle la verdad a Sophie; no porque me asustase, sino porque la verdad ya no tenía importancia. Nuestra fuerza era nuestro silencio, y yo no tenía intención de romperlo.
Sin embargo, sabía que la historia no había terminado. Mi último mes en París me había enseñado eso, y poco a poco aprendí a aceptarlo. Era sólo cuestión de tiempo que sucediera algo. Me parecía inevitable, y en lugar de seguir negándolo, en lugar de engañarme con la idea de que podría librarme de Fanshawe, traté de prepararme para ello, traté de estar dispuesto para cualquier cosa. Creo que es el poder de este cualquier cosa lo que ha hecho que la historia sea tan difícil de contar. Porque precisamente cuando puede suceder cualquier cosa, las palabras comienzan a fallar. El grado en el que Fanshawe se volvió inevitable era el grado en el que ya no estaba presente. Aprendí a aceptar eso. Aprendí a vivir con él del mismo modo que vivía con la idea de mi propia muerte. Fanshawe no era la muerte, pero era como la muerte, y dentro de mí funcionaba como un tropo de la muerte. De no haber sido por mi crisis de París, nunca habría entendido eso. No morí allí, pero estuve cerca, y hubo un momento, quizá hubo varios momentos, en que saboreé la muerte, en que me vi muerto. No hay cura para semejante encuentro. Una vez que sucede, continúa sucediendo; vives con eso el resto de tu vida.
La carta llegó a comienzos de la primavera de 1982. Esta vez el matasellos era de Boston y el mensaje era escueto, más apremiante que antes. «Imposible aplazarlo más», decía. «Tengo que hablar contigo. 9 Columbus Square, Boston; 1 de abril. Ahí acaba todo, te lo prometo.»
Tenía menos de una semana para inventar una excusa para ir a Boston. Esto resultó más difícil de lo que debería haber sido. Aunque no quería que Sophie supiera nada (me parecía que era lo menos que podía hacer por ella), por alguna razón me resistía a contarle otra mentira, aunque fuese necesario. Pasaron dos o tres días sin ningún progreso y al final me inventé una historia tonta sobre la necesidad de consultar unos documentos en la biblioteca de Harvard. Ni siquiera recuerdo qué documentos se suponía que eran. Algo relacionado con un articulo que iba a escribir, creo, pero puede que me equivoque. Lo importante es que Sophie no puso ninguna objeción. Muy bien, dijo, vete cuando quieras, etcétera. Mi impresión visceral es que sospechó algo, pero es sólo una impresión, y no tendría sentido especular sobre ello aquí. Cuando se trata de Sophie, tiendo a creer que no hay nada oculto.
Reservé una plaza para el uno de abril en el primer tren. La mañana de mi marcha, Paul se despertó un poco antes de las cinco y se metió en la cama con nosotros. Me levanté una hora más tarde y salí de la habitación sin hacer ruido, deteniéndome brevemente en la puerta para mirar a Sophie y al niño a la tenue luz gris: desparramados e impenetrables, los cuerpos a los que pertenecía. Ben estaba en la cocina del piso de arriba, ya vestido, comiéndose un plátano y dibujando. Hice unos huevos revueltos para los dos y le dije que iba a coger un tren para Boston. Quiso saber dónde estaba Boston.
—A unos trescientos kilómetros de aquí —le contesté.
—¿Eso es tan lejos como el espacio?
—Si fueras en línea recta hacia arriba, te aproximarías bastante.
—Creo que deberías ir a la luna. Un cohete es mejor que un tren.
—Haré eso a la vuelta. Tienen vuelos regulares de Boston a la luna los viernes. Reservaré una plaza en cuanto llegue allí.
—Estupendo. Entonces podrás contarme cómo es.
—Si encuentro una piedra lunar, te la traeré.
—¿Y a Paul?
—Le traeré otra.
—No, gracias.
—¿Qué quiere decir eso?
—No quiero una piedra lunar. Paul se la metería en la boca y se ahogaría.
—¿Qué te gustaría?
—Un elefante.
—No hay elefantes en el espacio.
—Lo sé. Pero tú no vas al espacio.
—Es verdad.
—Y seguro que hay elefantes en Boston.
—Probablemente tienes razón. ¿Quieres un elefante rosa o un elefante blanco?
—Un elefante gris. Grande, gordo y con muchas arrugas.
—No hay problema. Ésos son los más fáciles de encontrar. ¿Quieres que lo traiga en una caja o con un collar v una correa?
—Creo que deberías venir montado en él. Sentado encima con una corona en la cabeza. Como un emperador.
—¿El emperador de qué?
—El emperador de los niños.
—¿Y tendré una emperatriz?
—Claro. Mamá es la emperatriz. Le gustaría. Quizá deberíamos despertarla y decírselo.
—Será mejor que no. Prefiero darle la sorpresa cuando llegue a casa.
—Buena idea. De todas formas, no se lo creerá hasta que lo vea.
—Exacto. Y no queremos que se lleve una desilusión, si no encuentro el elefante.
—Oh, lo encontrarás, papá. No te preocupes por eso.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque tú eres el emperador. Un emperador puede conseguir todo lo que quiere.
Llovió durante todo el viaje, el cielo incluso amenazaba nieve cuando llegamos a Providence. En Boston me compré un paraguas y recorrí los últimos tres o cuatro kilómetros a pie. Las calles estaban tristes bajo la luz gris amarillenta y mientras caminaba hacia South End, casi no vi a nadie: un borracho, un grupo de adolescentes, un empleado de la telefónica, dos o tres chuchos vagabundos. Columbus Square consistía en diez o doce casas en hilera, dando a una isla empedrada que las separaba de la arteria principal. El número nueve era la más deteriorada de todas: cuatro plantas como las demás, pero medio hundida, con tablas apuntalando la entrada y una fachada de ladrillo muy necesitada de arreglo. Sin embargo, tenía una impresionante solidez, una elegancia decimonónica que seguía viéndose a través de las grietas. Imaginé habitaciones grandes con techos altos, cómodas repisas en las ventanas, molduras en las paredes. Pero no llegué a ver nada de esto. Nunca pasé del vestíbulo.
Había un llamador de metal herrumbroso en la puerta, media esfera con un tirador en el centro, y cuando hice girar la manija, emitió el sonido de alguien vomitando: un sonido ahogado de arcadas que no llegó muy lejos. Esperé, pero no pasó nada. Volví a llamar, pero no acudió nadie. Luego, probando a mover la puerta, vi que no estaba cerrada con llave, la empujé y la abrí, me detuve y luego entré. El vestíbulo estaba vacío. A mi derecha estaba la escalera, con su barandilla de caoba y escalones de madera desnuda; a mi izquierda había una puerta doble cerrada que sin duda ocultaba la sala; enfrente había otra puerta, también cerrada, que probablemente daba a la cocina. Vacilé un momento, me decidí por la escalera y estaba a punto de subir cuando oí algo detrás de las puertas dobles, unos ligeros golpecitos, seguidos de una voz que no entendí. Me aparté de la escalera y miré la puerta, escuchando por si volvía a oír la voz. No sucedió nada.
Un largo silencio. Luego, casi en un susurro, la voz habló de nuevo.
—Aquí —dijo.
Me acerqué a las puertas y apreté el oído contra la rendija entre las dos hojas.
—¿Eres tú, Fanshawe?
—No uses ese nombre —dijo la voz, más claramente esta vez—. No te permitiré que uses ese nombre.
La voz de la persona estaba en línea recta con mi oído. Sólo la puerta nos separaba y estábamos tan cerca que yo sentía como si las palabras se vertieran en mi cabeza. Era como escuchar el corazón de un hombre latiendo dentro de su pecho, como examinar un cuerpo buscando su pulso. Él dejó de hablar y noté su aliento escapando por la rendija.
—Déjame entrar —dije—. Abre la puerta y déjame entrar.
—No puedo hacerlo —contestó la voz—. Tendremos que hablar así.
Agarré el picaporte y sacudí las puertas presa de la frustración.
—Abre —dije—. Abre o echaré la puerta abajo.
—No —dijo la voz—. La puerta seguirá cerrada.
Ahora estaba convencido de que era Fanshawe quien se encontraba allí dentro. Deseaba que fuera un impostor, pero reconocía demasiado bien aquella voz para creer que era otra persona.
—Estoy aquí de pie con una pistola en la mano —dijo— que te apunta directamente. Si cruzas esa puerta, te matare.
—No te creo.
—Escucha —dijo, y luego oí que se alejaba de la puerta.
Un segundo más tarde oí un disparo, seguido del sonido de la escayola al caer al suelo. Mientras tanto traté de mirar por la rendija, esperando entrever la habitación, pero el espacio era demasiado estrecho. No pude ver más que un hilo de luz, un solo filamento gris. Luego la boca volvió y ya no pude ver ni eso.
—De acuerdo —dije—, tienes una pistola. Pero si no me dejas verte, ¿cómo sabré que eres quien dices ser?
—No he dicho quién soy.
—Deja que lo exprese de otra manera. ¿Cómo puedo saber que estoy hablando con la persona adecuada?
—Tendrás que confiar en mí.
—A estas alturas, confianza es lo último que deberías esperar.
—Te digo que soy la persona adecuada. Eso debería bastarte. Has venido al sitio adecuado y yo soy la persona adecuada.
—Creí que querías verme. Eso es lo que decías en tu carta.
—Decía que quería hablar contigo. Es diferente.
—No afinemos tanto.
—Sólo te recuerdo lo que escribí.
—No me presiones demasiado, Fanshawe. Nada me impide marcharme de aquí.
Oí una repentina aspiración de aire y luego una mano dio una violenta palmada contra la puerta.
—Nada de Fanshawe! —gritó—. Nada de Fanshawe, nunca más!
Dejé pasar unos momentos, no queriendo provocar otro estallido. La boca se apartó de la rendija y me pareció oír gemidos procedentes del centro de la habitación, gemidos o sollozos, no estaba seguro. Me quedé allí esperando, sin saber qué decir. Finalmente la boca volvió y, tras otra larga pausa, Fanshawe dijo:
—¿Sigues ahí?
—Sí.
—Perdóname. No quería empezar así.
—Recuerda —dije— que sólo estoy aquí porque tú me pediste que viniera.
—Lo sé. Y te lo agradezco.
—Podría servir de ayuda que me explicaras por qué me invitaste a venir.
—Más tarde. No quiero hablar de eso todavía.
—Entonces, ¿de qué?
—De otras cosas. De las cosas que han pasado.
—Te escucho.
—Porque no quiero que me odies. ¿Puedes comprender eso?
—No te odio. Hubo un tiempo en que te odié, pero ya ha pasado.
—Hoy es mi último día, ¿entiendes? Y tenía que asegurarme.
—¿Es aquí donde has estado todo el tiempo?
—Vine aquí hace unos dos años, creo.
—¿Y antes de eso?
—Aquí y allá. Ese hombre me seguía la pista y tenía que estar siempre en movimiento. Eso me proporcionó un verdadero gusto por los viajes. Todo lo contrario de lo que me imaginaba. Mi plan siempre había sido quedarme quieto y dejar correr el tiempo.
—¿Estás hablando de Quinn?
—Sí. El detective privado.
—¿Te encontró?
—Dos veces. Una vez en Nueva York, la siguiente en el sur.
—¿Por qué mintió?
—Porque le asusté mortalmente. Sabía lo que le ocurriría si alguien se enteraba.
—Desapareció, ¿sabes? No pude encontrar ni rastro de él.
—Está en alguna parte. Eso no importa.
—¿Cómo conseguiste librarte de él?
—Le di la vuelta a la situación. Él pensaba que me seguía, pero en realidad era yo quien le seguía a él. Me encontró en Nueva York, por supuesto, pero me escapé, me escapé de entre sus dedos. Después de eso fue como jugar un juego. Le fui guiando, dejándole pistas por todas partes, haciendo imposible que no me encontrara. Pero yo le estaba vigilando todo el tiempo, y cuando llegó el momento, le provoqué y se metió derecho en mi trampa.
—Muy hábil.
—No. Fue estúpido. Pero no tenía elección. Era eso o que me cogiera, lo cual habría significado que me tratasen como a un loco. Me odié por ello. Él sólo estaba haciendo su trabajo, después de todo, y sentí pena por él. La pena me asquea, especialmente cuando la encuentro en mí mismo.
—¿Y luego?
—No podía estar seguro de que mi truco hubiera dado resultado realmente. Pensé que Quinn podía volver a encontrarme. Así que seguí moviéndome, incluso cuando ya no tenía necesidad de hacerlo. Perdí casi un año de esa manera.
—¿Dónde fuiste?
—Al sur, al suroeste. Quería estar donde hiciera calor. Viajaba a pie, ¿comprendes?, dormía a la intemperie, trataba de ir donde no hubiera mucha gente. Es un país enorme, ¿sabes? Absolutamente desconcertante. En una época me quedé en el desierto durante unos dos meses; Más tarde viví en una choza al borde de una reserva de indios hopi en Arizona. Los indios tuvieron una asamblea tribal antes de darme permiso para quedarme allí.
—Eso te lo estás inventando.
—No te pido que me creas. Te cuento la historia, nada más. Puedes pensar lo que quieras.
—¿Y luego?
—Estuve en alguna parte de Nuevo México. Un día entré en un restaurante de carretera para comer algo y alguien se había dejado un periódico en el mostrador. Lo cogí y lo leí. Así fue como me enteré de que se había publicado un libro mío.
—¿Te sorprendió?
—Esa no es la palabra que yo usaría.
—¿Cuál, entonces?
—No sé. Me enfadé, creo. Me disgusté.
—No lo entiendo.
—Me enfadé porque el libro era una mierda.
—Los escritores nunca pueden juzgar su trabajo.
—No, el libro era una mierda, créeme. Todo lo que hice era mierda.
—¿Entonces por qué no lo destruiste?
—Estaba demasiado apegado a él. Pero eso no significa que fuese bueno. Un niño está apegado a su caca, pero nadie se entusiasma por eso. Es estrictamente asunto suyo.
—Entonces, ¿por qué le hiciste prometer a Sophie que me enseñaría tu trabajo?
—Para calmarla. Pero eso ya lo sabes. Hace tiempo que lo adivinaste. Esa era mi excusa. La verdadera razón era encontrarle un nuevo marido.
—Dio resultado.
—Tenía que darlo. No elegí a cualquiera, ¿comprendes?
—¿Y los manuscritos?
—Pensé que tú los tirarías. Nunca se me ocurrió que alguien se tomara en serio la obra.
—¿Qué hiciste después de leer que el libro había sido publicado?
—Volví a Nueva York. Era algo absurdo, pero estaba un poco fuera de mí, ya no podía pensar con claridad. El libro me había obligado a hacer lo que había hecho, ¿comprendes? Y ahora tenía que volver a luchar con él. Una vez publicado el libro, ya no podía retroceder.
—Creí que habías muerto.
—Eso es lo que tenías que creer. Por lo menos, me demostró que Quinn ya no era un problema. Pero este nuevo problema era mucho peor. Entonces fue cuando te escribí la carta.
—Eso fue algo cruel.
—Estaba enfadado contigo. Quería que sufrieses, que vivieses con las mismas cosas con las que yo había vivido. En el instante en que eché la carta en el buzón, me arrepentí.
—Demasiado tarde.
—Sí, demasiado tarde.
—¿Cuánto tiempo te quedaste en Nueva York?
—No lo sé. Seis u ocho meses, creo.
—¿Cómo vivías? ¿Cómo ganabas el dinero necesario para vivir?
—Robaba cosas.
—¿Por qué no me dices la verdad?
—Hago lo que puedo. Te estoy contando todo lo que puedo contarte.
—¿Qué más hiciste en Nueva York?
—Te vigilé. Os vigilé a ti, a Sophie y al niño. Hubo una época en que incluso acampé delante de vuestro edificio. Durante dos o tres semanas, quizá un mes. Te seguía a todas partes. Una o dos veces incluso tropecé contigo en la calle, te miré directamente a los ojos. Pero tú nunca te diste cuenta. Era fantástico comprobar que no me veías.
—Te estás inventando todo eso.
—Ya no debo tener el mismo aspecto.
—Nadie puede cambiar tanto.
—Creo que estoy irreconocible. Pero eso fue una suerte para ti. Si hubiera ocurrido algo, probablemente te habría matado. Durante todo el tiempo que estuve en Nueva York, sólo tenía pensamientos asesinos. Un mal asunto. Allí estuve muy cerca de una especie de horror.
—¿Qué te detuvo?
—Encontré el valor necesario para marcharme.
—Eso fue noble por tu parte.
—No estoy intentando defenderme. Sólo te estoy contando la historia.
—Y luego, ¿qué?
—Volví a embarcarme. Todavía tenía mí tarjeta de marinero y me enrolé en un carguero griego. Fue asqueroso, verdaderamente repugnante de principio a fin. Pero me lo merecía; era exactamente lo que quería. El barco iba a todas partes, la India, Japón, el mundo entero. No bajé a tierra ni una vez. Cada vez que llegábamos a puerto, bajaba a mi camarote y me encerraba allí. Pasé dos años así, sin ver nada, sin hacer nada, viviendo como un muerto.
—Mientras yo intentaba escribir la historia de tu vida.
—¿Es eso lo que estabas haciendo?
—Eso parecía.
—Un gran error.
—No hace falta que me lo digas. Lo descubrí yo solo.
—El barco atracó en Boston un día y decidí abandonarlo. Había ahorrado una gran cantidad de dinero, más que suficiente para comprar esta casa. He estado aquí desde entonces.
—¿Qué nombre usas?
—Henry Dark. Pero nadie sabe quién soy. No salgo nunca. Hay una mujer que viene dos veces a la semana y me trae lo que necesito, pero no la veo nunca. Le dejo una nota al pie de la escalera, junto con el dinero que le debo. Es un arreglo sencillo y eficaz. Eres la primera persona con quien hablo en dos años.
—¿Has pensado alguna vez que estás perdiendo el juicio?
—Sé que eso es lo que te parece, pero no es así, créeme. Ni siquiera deseo malgastar mi aliento hablándote de ello. Lo que necesito para mí es muy diferente de lo que necesitan otras personas.
—¿No es esta casa un poco grande para una sola persona?
—Demasiado grande. No he salido de la planta baja desde el día en que me mudé aquí.
—Entonces, ¿por qué la compraste?
—No me costó casi nada. Y me gustaba el nombre de la calle. Me atraía.
—¿Columbus Square?
—Sí.
—No te sigo.
—Me pareció un buen presagio. Volver a América y luego encontrar una casa en una calle que se llamaba Columbus.2 Hay una cierta lógica en ello.
—Y aquí es donde piensas morir.
—Exactamente.
—Tu primera carta decía siete años. Todavía te falta uno.
—Me he demostrado lo que quería. No hay necesidad de continuar. Estoy cansado. He tenido suficiente.
—¿Me pediste que viniera porque pensaste que te lo impediría?
—No. En absoluto. No espero nada de ti.
—Entonces, ¿qué quieres?
—Tengo algunas cosas que darte. En un momento dado comprendí que te debía una explicación por lo que hice. Por lo menos un intento. He pasado los últimos seis meses tratando de escribirla.
—Creí que habías dejado de escribir para siempre.
—Esto es diferente. No tiene nada que ver con lo que hacía.
—¿Dónde está?
—Detrás de ti. En el suelo del armario que está debajo de la escalera. Un cuaderno rojo.
Me volví, abrí la puerta del armario y cogí el cuaderno. Era un cuaderno corriente de espiral con doscientas páginas rayadas. Eché una rápida ojeada al contenido y vi que todas las páginas estaban llenas: la misma conocida escritura, la misma tinta negra, la misma letra pequeña. Me levanté y regresé a la rendija entre las dos hojas de la puerta.
—Y ahora, ¿qué? —pregunté.
—Llévatelo a casa y léelo.
—¿Y si no puedo?
—Entonces guárdalo para el niño. Puede que quiera leerlo cuando sea mayor.
—No creo que tengas ningún derecho a pedir eso.
—Es mi hijo.
—No, no lo es. Es mío.
—No insistiré. Léelo tú, entonces. Lo escribí para ti.
—¿Y Sophie?
—No. No debes decírselo.
—Eso es lo único que nunca entenderé.
—¿Sophie?
—Cómo pudiste abandonarla de esa manera. ¿Qué te hizo?
—Nada. No fue culpa suya. Eso ya debes saberlo. Es sólo que no era mi destino vivir como otras personas.
—¿Cuál era tu destino?
—Todo está en el cuaderno. Cualquier cosa que consiguiera decirte ahora sólo distorsionaría la verdad.
—¿Hay algo más?
—No, creo que no. Probablemente hemos llegado al final.
—No creo que tengas el valor de matarme. Si echase abajo la puerta ahora, no harías nada.
—No te arriesgues. Morirías por nada.
—Te quitaría la pistola de la mano, te dejaría inconsciente de un golpe.
—No tiene sentido hacer eso. Ya estoy muerto. He tomado veneno hace unas horas.
—No te creo.
—No puedes saber lo que es verdad y lo que no lo es. Nunca lo sabrás.
—Llamaré a la policía. Abrirán la puerta a hachazos y te llevarán al hospital a la fuerza.
—Un sonido en la puerta y una bala atravesará mi cabeza. No tienes manera de salirte con la tuya.
—¿Tan tentadora es la muerte?
—He vivido con ella tanto tiempo que es lo único que me queda.
Ya no sabía qué decir. Fanshawe me había agotado, y mientras le oía respirar al otro lado de la puerta, sentí como si me hubieran aspirado la vida.
—Eres un idiota —dije, incapaz de pensar en otra cosa—. Eres un idiota y mereces morir.
Luego, abrumado por mi propia debilidad y estupidez, empecé a aporrear la puerta como un niño, temblando y farfullando, al borde de las lágrimas.
—Será mejor que te vayas ahora —dijo Fanshawe—. No hay ninguna razón para prolongar esto.
—No quiero irme —dije—. Todavía tenemos cosas de que hablar.
—No. Se acabó. Llévate el cuaderno y vuelve a Nueva York. Es lo único que te pido.
Estaba tan exhausto que por un momento creí que iba a caerme. Me agarré al pomo de la puerta para sostenerme, notando que mí cabeza se oscurecía por dentro, luchando para no desmayarme. Después de eso no tengo ningún recuerdo de lo que sucedió. Me encontré fuera, delante de la casa, el paraguas en una mano y el cuaderno rojo en la otra. Había dejado de llover pero el aire seguía siendo frío y noté la humedad en los pulmones. Vi un camión grande que pasaba estrepitosamente entre el tráfico y seguí sus luces rojas traseras hasta que ya no pude verlas. Cuando levanté la cabeza, vi que era casi de noche. Eché a andar alejándome de la casa, poniendo mecánicamente un pie delante del otro, incapaz de concentrarme en la dirección que llevaba. Creo que me caí una o dos veces. En un momento dado recuerdo que estuve parado en una esquina tratando de coger un taxi, pero ninguno se paró. Unos minutos más tarde el paraguas se me escapó de la mano y cayó en un charco. No me molesté en recogerlo.
Eran poco más de las siete cuando llegué a la estación Sur. Un tren para Nueva York había salido quince minutos antes y el siguiente no tenía la salida hasta las ocho y media. Me senté en uno de los bancos de madera con el cuaderno rojo en el regazo. Unos cuantos viajeros de cercanías regazados fueron entrando dispersos; un empleado se movió despacio por el suelo de mármol con una fregona; escuché a dos hombres que hablaban de los Red Sox detrás de mi. Al cabo de diez minutos de resistir el impulso, finalmente abrí el cuaderno. Leí sin parar durante casi una hora, pasando las hojas hacia detrás y hacia adelante, tratando de comprender el sentido de lo que Fanshawe había escrito. Si no digo nada sobre lo que encontré allí, es porque entendí muy poco. Todas las palabras me eran conocidas, y sin embargo parecían juntadas de un modo extraño, como si su propósito final fuese anularse unas a otras. No se me ocurre ninguna otra manera de expresarlo. Cada frase borraba la frase anterior, cada párrafo hacía imposible el siguiente. Es extraño, entonces, que la sensación que sobrevive de ese cuaderno sea de gran lucidez. Es como si Fanshawe supiera que su obra final tenía que subvertir todas mis expectativas. Aquéllas no eran las palabras de un hombre que lamentase nada. Había contestado a la pregunta haciendo otra pregunta, y por lo tanto todo quedaba abierto, inacabado, listo para empezar de nuevo. Me perdí después de la primera palabra y a partir de entonces sólo pude avanzar tanteando, tropezando en la oscuridad, cegado por el libro que había sido escrito para mí. Y sin embargo, debajo de aquella confusión, comprendí que había algo demasiado voluntario, algo demasiado perfecto, como si en última instancia lo único que él hubiera querido realmente fuese fracasar, incluso hasta el punto de fallarse a sí mismo. Podría equivocarme, sin embargo, yo no estaba en condiciones de leer nada en aquel momento, y posiblemente mi juicio sea equivocado. Estaba allí, leía aquellas palabras con mis propios ojos, y sin embargo me resulta difícil fiarme de lo que digo.
Me acerqué a las vías con varios minutos de antelación. Llovía de nuevo y veía mi aliento en el aire delante de mi, saliendo de mi boca en pequeñas ráfagas de niebla. Una por una, arranqué las páginas del cuaderno, las arrugué con la mano y las tiré en una papelera del andén. Llegué a la última página justo cuando el tren salía.
FIN

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