ITALO CALVINO -- CUENTOS DEL SIGLO XIX
1ªparte
-
VOLUMEN PRIMERO: LO FANTASTICO VISIONARIO
INTRODUCCION
El cuento fantástico es uno de los productos más característicos de la narrativa del siglo XIX y, para nosotros, uno de los más significativos, pues es el que más nos dice sobre la interioridad del individuo y de la simbología colectiva. Para nuestra sensibilidad de hoy, el elemento sobrenatural en el centro de estas historias aparece siempre cargado de sentido, como la rebelión de lo inconsciente, de lo reprimido, de lo olvidado, de lo alejado de nuestra atención racional. En esto se ve la modernidad de lo fantástico, la razón de su triunfal retorno en nuestra época. Notamos que lo fantástico dice cosas que nos tocan de cerca, aunque estemos menos dispuestos que los lectores del siglo pasado a dejarnos sorprender por apariciones y fantasmagorías, o nos inclinemos a gustarlas de otro modo, como elementos del colorido de la época.
El cuento fantástico nace entre los siglos XVIII y XIX sobre el mismo terreno que la especulación filosófica: su tema es la relación entre la realidad del mundo que habitamos y conocemos a través de la percepción, y la realidad del mundo del pensamiento que habita en nosotros y nos dirige. El problema de la realidad de lo que se ve ‑caras extraordinarias que tal vez son alucinaciones proyectadas por nuestra mente; cosas corrientes que tal vez esconden bajo la apariencia más banal una segunda naturaleza inquietante, misteriosa, terrible‑ es la esencia de la literatura fantástica, cuyos mejores efectos residen en la oscilación de niveles de realidad inconciliables.
Tzvetan Todorov, en su Introduction à la littérature fantastique (1970), sostiene que lo que distingue a lo «fantástico» narrativo es precisamente la perplejidad frente a un hecho increíble, la indecisión entre una explicación racional y realista, y una aceptación de lo sobrenatural. El personaje del incrédulo positivista que interviene a menudo en este tipo de cuentos, visto con compasión y sarcasmo porque debe rendirse frente a lo que no sabe explicar, no es, sin embargo, refutado por completo. El hecho increíble que narra el cuento fantástico debe dejar siempre, según Todorov, una posibilidad de explicación racional, a no ser que se trate de una alucinación o de un sueño (buena tapadera para todos los pucheros). En cambio, lo «maravilloso», según Todorov se distingue de lo «fantástico» por presuponer la aceptación de lo inverosímil y de lo inexplicable, como en las fábulas o en Las mil y una noches (distinción que se adhiere a la terminología literaria francesa, donde «fantastique» se refiere casi siempre a elementos macabros, tales como apariciones de fantasmas de ultratumba. El uso italiano, en cambio, asocia más libremente fantástico a fantasía; en efecto, nosotros hablamos de lo fantástico ariostesco , mientras que según la terminología francesa se debería decir «lo maravilloso ariostesco»).
El cuento fantástico nace a principios del siglo XIX con el romanticismo alemán, pero ya en lasegunda mitad del XVIII la novela «gótica» inglesa había explorado un repertorio de motivos, de ambientes y de efectos (sobre todo macabros, crueles y pavorosos) que los escritores del Romanticismo emplearon profusamente. Y dado que uno de los primeros nombres que destaca entre éstos (por el logro que supone su Peter Schlemihl) pertenece a un autor alemán nacido francés, Chamisso, que aporta una ligereza propia del XVIII francés a su cristalina prosa alemana, vemos que también el componente francés aparece como esencial desde el primer momento. La herencia que el siglo XVIII francés deja al cuento fantástico del Romanticismo es de dos tipos: por un lado, la pompa espectacular del «cuento maravilloso» (del féerique de la corte de Luis XIV a las fantasmagorías orientales de Las mil y una noches descubiertas y traducidas por Galland) y, por otro, el estilo lineal, directo y cortante del «cuento filosófico» volteriano, donde nada es gratuito y todo tiende a un fin.
Si el «cuento filosófico» del siglo XVIII había sido la expresión paradójica de la Razón iluminista, el «cuento fantástico» nace en Alemania como sueño con los ojos abiertos del idealismo filosófico, con la declarada intención de representar la realidad del mundo interior, subjetivo, de la mente, de la imaginación, dándole una dignidad igual o mayor que a la del mundo de la objetividad y de los sentidos, Por tanto, ésta también se presenta como cuento filosófico, y aquí un nombre se destaca por encima de todos: Hoffmann.
Toda antología debe trazarse unos límites e imponerse unas reglas; la nuestra se ha impuesto la regla de ofrecer un solo texto de cada autor: regla particularmente cruel cuando se trata de elegir un solo cuento que represente todo Hoffmann. He elegido el más conocido (porque es un texto, podríamos decir, «obligatorio», El hombre de la arena (Der Sandmann), en el que los personajes y las imágenes de la tranquila vida burguesa se transfiguran en apariciones grotescas, diabólicas, aterradoras, como en las pesadillas. Pero también habría podido orientar mi elección hacia ciertas obras de Hoffmann en las que falta casi por completo lo grotesco, como en Las minas de Falun, donde la poesía romántica de la naturaleza alcanza lo sublime a través de la fascinación del mundo mineral. Las minas en las que el joven Ellis se abisma hasta el punto de preferirlas a la luz del sol y al abrazo de su esposa constituyen uno de los grandes símbolos de la interioridad ideal. Y aquí aparece otro punto esencial que todo discurso sobre lo fantástico debe tener presente: los intentos de esclarecer el significado de un símbolo (la sombra perdida de Peter Schlemihl en Chamisso, las minas en las que se pierde el Ellis de Hoffmann, el callejón de los hebreos en Die Majoratsherren de Arnim) no hacen otra cosa que empobrecer sus ricas sugerencias.
Dejando a un lado el caso de Hoffmann, las grandes obras del género fantástico en el romanticismo alemán son demasiado largas para entrar en una antología que quiere ofrecer el panorama más extenso posible. La medida de menos de cincuenta páginas es otro límite que me he impuesto y que me ha obligado a renunciar a algunos de mis textos favoritos, que tienen dimensiones de cuento largo o de novela corta: Chamisso, de quien ya he hablado, y su Isabel de Egipto, las demás obras hermosas de Arnim y Las memorias de un holgazán de Eichendorff. Ofrecer algunas páginas elegidas habría supuesto contravenir la tercera regla que me había fijado: ofrecer sólo cuentos completos. (He hecho una sola excepción: Potocki. Su novela, El manuscrito encontrado en Zaragoza, tiene cuentos que, pese a estar bastante relacionados entre sí, gozan de una cierta autonomía).
Si consideramos la difusión de la influencia declarada de Hoffmann en las distintas literaturas europeas, podemos asegurar que, al menos para la primera mitad del siglo XIX, «cuento fantástico» es sinónimo de «cuento a lo Hoffmann». En la literatura rusa el influjo de Hoffmann produce frutos milagrosos, como los Cuentos de Petersburgo de Gogol; pero hay que advertir que, antes incluso de cualquier inspiración europea, Gogol había escrito extraordrnarios relatos de brujería en sus dos libros de cuentos ambientados en el campo ucraniano. Desde un primer momento la tradición crítica ha considerado la literatura rusa del siglo XIX bajo la perspectiva del realismo, pero, de igual modo, el desarrollo paralelo de la tendencia fantástica ‑de Pushkin a Dostoyevski‑ se advierte con claridad. Precisamente en esta línea, un autor de primera fila como Leskov adquiere su plena proporción.
En Francia, Hoffmann ejerce una gran influencia sobre Charles Nodier, sobre Balzac (sobre el Balzac declaradamente fantástico y sobre el Balzac realista con sus sugestiones grotescas y nocturnas) y sobre Théophile Gautier, de quien podemos hacer partir una ramificación del tronco romántico que jugará un papel importante en el desarrollo del cuento fantástico: la esteticista. En cuanto al aspecto filosófico, en Francia lo fantástico se tiñe de esoterismo iniciático de Nodier a Nerval, o de teosofía a lo Swedenborg, como en Balzac y Gautier. Gérard de Nerval crea un nuevo género fantástico: el cuento‑sueño (Sylvie, Aurélia), sostenido por la densidad lírica más que por la estructura de la trama. En lo que respecta a Mérimée, con sus historias mediterráneas (y también nórdicas: la sugerente Lituania de Lokis), con su arte para fijar la luz y el alma de un país en una imagen que al punto se convierte en emblemática, abre al género fantástico una nueva dimensión; el exotismo.
Inglaterra pone un especial placer intelectual en jugar con lo macabro y lo terrible: el ejemplo más famoso es el Frankenstein de Mary Shelley. El patetismo y el humour de la novela victoriana dejan cierto margen para que siga actuando la imaginación «negra», «gótica», con renovado espíritu: nace la ghost story, cuyos autores acaso hacen gala de un guiño irónico pero, mientras tanto, ponen sobre el tapete algo de sí mismos, una verdad interior que no aparecerá en los manierismos del género. La propensión de Dickens por lo grotesco y macabro no sólo tiene cabida en sus grandes novelas, sino también en sus producciones menores, tales como las fábulas navideñas y las historias de fantasmas. Digo producciones porque Dickens (como Balzac) programaba su trabajo con la determinación de quien actúa en un mundo industrial y comercial (y de ese modo nacen sus mejores obras) y publicaba periódicos de narrativa escritos en su mayor parte por él mismo, pero pensados para dar cabida también a las colaboraciones de sus amigos. Entre estos escritores de su círculo (que incluye al primer autor de novelas policíacas, Wilkie Collins), hay uno que tiene un puesto de relieve en la historia del género: Le Fanu, irlandés de familia protestante, primer ejemplo de «profesional» de la ghost story, ya que prácticamente no escribió otra cosa que historias de fantasmas y de horror. Se afirma por entonces una «especialización» en el cuento fantástico que se desarrollará ampliamente en nuestro siglo (tanto a nivel de literatura popular como de literatura de ralidad, pero a menudo a caballo entre ambas). Esto no implica que Le Fanu deba considerarse como un mero artesano (lo que más tarde seráBram Stoker, el creador de Drácula), al contrario: el drama de las controversias religiosas da vida a sus cuentos, así como la imaginación popular irlandesa y una vena poética grotesca y nocturna (véase El juez Harbottle) en la que reconocemos una vez más la influencia de Hoffmann.
Lo común de todos estos autores tan distintos que he hombrado hasta aquí consiste en poner en primer plano una sugestión visual. Y no es casual. Como decía al principio, el verdadero tema del cuento fantástico del siglo XIX es la realidad de lo que se ve: creer o no creer en apariciones fantasmagóricas, vislumbrar detrás de la apariencia cotidiana otro mundo encantado o infernal. Es como si el cuento fantástico, más que cualquier otro género, estuviera destinado a entrar por los ojos, a concretarse en una sucesión de imágenes, a confiar su fuerza de comunicación al poder de crear «figuras». No es tanto la maestría en el tratamiento de la palabra o en perseguir el fulgor del pensamiento abstracto que se narra, como la evidencia de una escena compleja e insólita. El elemento «espectáculo» es esencial en la narración fantástica: no es de extrañar que el cine se haya alimentado tanto de ella.
Pero no podemos generalizar. Si en la mayor parte de los casos la imaginación romántica crea en torno a sí un espacio poblado de apariciones visionarias, existe también el cuento fantástico en el que lo sobrenatural es invisible, más que verse se siente, entra a formar parte de una dimensión interior, como estado de ánimo o como conjetura. Incluso Hoffmann, que tanto se complace en evocar visiones angustiosas y demoníacas, tiene cuentos en los que pone en juego una apretada economía de elementos espectaculares, con predominio de las imágenes de la vida cotidiana. Por ejemplo, en La casa deshabitada bastan las ventanas cerradas de una casucha ruinosa en medio de los ricos palacios del Unter den Linden, un brazo de mujer y luego un rostro de muchacha que asoman, para crear una expectación llena de misterio: tanto mayor por cuanto estos movimientos no son observados directamente, sino que se reflejan en un espejillo cualquiera que adquiere la función de espejo mágico.
La ejemplificación más clara de estas dos direcciones podemos encontrarla en Poe. Sus cuentos más típicos son aquellos en los que una muerta vestida de blanco y ensangrentada sale del féretro en una casa oscura cuyo fastuoso mobiliario respira un aire de disolución. La caída de la casa Usher constituye la más rica elaboración de este tipo. Pero tomemos El corazón revelador: las sugestiones visuales, reducidas al mínimo, se han concentrado en un ojo abierto de par en par en la oscuridad, y toda la tensión se centra en el monólogo del asesino.
Para comparar los aspectos de lo fantástico «visionario» y los de lo fantástico «mental», o «abstracto», o «psicológico», o «cotidiano», había pensado en un primer momento elegir dos cuentos representativos de ambas tendencias por cada autor. Pero rápidamente he advertido que a principios del siglo XIX lo fantástico «visionario», predomina con claridad, así como a finales de siglo predomina lo fantástico «cotidiano», para alcanzar la cima de lo inmaterial e inaprehensible con Henry James. He entendido, en suma, que con un mínimo de renuncias respecto al proyecto primitivo, podía unificar la sucesión cronológica y la clasificación estilística, titulando "Lo fantástico visionario» el primer volumen, que comprende textos de las tres primeras décadas del siglo XIX, y «Lo fantástico cotidiano» el segundo, que llega hasta el alba del siglo XX. Forzar un poco las cosas es inevitable en operaciones como esta, que tienen su punto de partida en definiciones contrapuestas: en todo caso, las etiquetas son intercambiables y cualquier cuento de una serie también podrá ser asignado a la otra; pero lo importante es que quede claro que la dirección general va hacia la paulatina interiorización de lo sobrenatural.
Poe ha sido, después de Hoffmann, el autor que más ha influido sobre el género fantástico europeo. La traducción de Baudelaire debía funcionar como el manifiesto de un nuevo planteamiento del gusto literario; y sucedió que los efectos macabros y «malditos» fueron acogidos más fácilmente que la lucidez de raciocinio que es el más importante rasgo distintivo de este autor. He hablado en primer lugar de su fortuna europea porque en su patria la figura de Poe no resultaba tan emblemática como para identificarla con un género literario concreto. Junto a él, incluso un poco antes que él, hubo otro gran americano que alcanzó en el cuento fantástico una intensidad extraordinaria: Nathaniel Hawthorne.
Hawthorne, entre los autores representados en esta antología, es ciertamente el que logra profundizar más en una concepción moral y religiosa, tanto en el drama de la conciencia individual como en la representación sin paliativos de un mundo forjado por una religiosidad exasperada, como el de la sociedad puritana. Muchos de sus cuentos son obras maestras (tanto de lo fantástico visionario, el aquelarre de Young Master Brown, como de lo fantástico introspectivo, Egotismo o la serpiente en el seno), pero no todos: cuando se aleja de los escenarios americanos (como en la demasiado famosa La hija de Rapaccini) su inventiva puede permitirse los efectos más previsibles. Pero en las obras mejores sus alegorías morales, siempre basadas en la presencia indeleble del pecado en el corazón humano, tienen una fuerza para visualizar el drama interior que sólo será igualada en nuestro siglo por Franz Kafka (sin duda existe un antecedente de El castillo kafkiano en uno de los mejores y más angustiosos cuentos de Hawthorne: My kinsman Major Molineaux).
Habría que decir que antes de Hawthorne y Poe lo fantástico en la literatura de los Estados Unidos tenía ya su tradición y su clásico: Washington Irving. Y no debemos olvidar un cuento emblemático como Peter Rugg, the Missing Man de William Austin (1824). Una misteriosa condena divina obliga a un hombre a correr en calesa junto a su hija, sin poder detenerse nunca perseguido por el huracán a través de la inmensa geografía del continente; un cuento que expresa con elemental evidencia los componentes del naciente mito americano: poder de la naturaleza, predestinación individual, intensidad aventurera.
Es, en suma, una tradición de lo fantástico ya adulta la que Poe hereda (a diferencia de los románticos de principios del siglo XIX) y transmite a sus seguidores, que a menudo no son más que epígonos y manieristas (algunos de ellos ricos en colores de la época, como Ambrose Bierce). Hasta que con Henry James nos encontramos frente a una nueva directriz.
En Francia, el Poe que a través de Baudelaire se ha hecho francés no tarda en hacer escuela. Y el más interesante de sus continuadores en el ámbito específico del cuento es Villiers de l'Isle‑Adam, que en Véra nos ofrece una eficaz puesta en escena del tema del amor que continúa más allá de la tumba, y en La tortura con la esperanza, uno de los ejemplos más perfectos de lo fantástico puramente mental (en sus antologías del género, Roger Callois elige Véra; Borges, La tortura con la esperanza: óptimas elecciones una y, sobre todo, la otra. Si yo propongo un tercer cuento es más que nada por no repetir las elecciones de los otros).
A finales de siglo, sobre todo en Inglaterra, se abren los caminos gue serán recorridos por el género fantástico en el siglo XX. Es en Inglaterra donde se perfila un tipo de escritor refinado al que le gusta disfrazarse de escritor popular, y su disfraz tiene éxito porque no lo emplea con condescendencia, sino con desenfado y empeño profesional, y esto es sólo posible cuando se sabe que sin la técnica del oficio no hay sabiduría artística que valga. R. L. Stevenson es el más feliz ejemplo de esta disposición de ánimo; pero junto a él debemos considerar dos casos extraordinarios de genialidad inventiva, así como de dominio del oficio: Kipling y Wells.
Lo fantástico de los cuentos hindúes de Kipling es exótico, pero no en el sentido esteticista y decadente, sino en cuanto que nace del contraste entre el mundo religioso, moral y social de la India y el mundo inglés. Lo sobrenatural a menudo es una presencia invisible, aunque sea terrorífica, como en La marca de la bestia; a veces el escenario del trabajo cotidiano, como el de Los constructores de puentes, se desgarra y, en una aparición visionaria, se revelan las antiguas divinidades de la mitología hindú. Kipling ha escriro también muchos cuentos fantásticos de ambiente inglés donde lo sobrenatural es casi siempre invisible (como en They) y domina la angustia de la muerte.
Con Wells se inaugura la ciencia ficción, un nuevo horizonte de la imaginación que conorerá un gran desarrollo en la segunda mitad de nuestro siglo. Pero el genio de Wells no reside sólo en formular hipótesis maravillosas y terrores futuros desvelando visiones apocalípticas; sus cuentos extraordinarios se basan siempre en un hallazgo de la inteligencia que puede ser muy simple. El caso del difunto Mr. Evelsham trata de un joven que es nombrado heredero universal por un viejo desconocido a condición de que acepte tomar su nombre. He aquí que se despierta en casa del viejo; se mira las manos: están arrugadas; se mira al espejo: él es el viejo; entonces se da cuenta de que el viejo ha tomado su identidud y su persona y está viviendo su juventud. Exteriormente todo es idéntico a la normal apariencia de antes; pero la realidad es de un horror sin límites.
Quien con más facilidad conjuga el refinamiento del literato de calidad y el brío del narrador popular (entre sus autores favoritos siempre citaba a Dumas) es R. L. Stevenson. En su corta vida de enfermo llegó a hacer muchas obras perfectas, de las novelas de aventuras al Dr. Jekyll, y numerosas narraciones fantásticas muy breves: Olalla, historia de vampiresas en la España napoleónica (el mismo ambiente de Potocki, a quien no sé si él llegó a leer); Thrown Janet, historia escocesa de brujería; los Island's Entertainements, donde con pluma ligera muestra lo mágico del exotismo (y también exporta motivos escoceses adaptándolos a los ambientes de la Polinesia); Markheim, que sigue el camino de lo fantástico interiorizado, como El corazón revelador de Poe, con una presencia más marcada de la conciencia puritana.
Uno de los más firmes seguidores de Stevenson es precisamente un escritor que no tiene nada de popular: Henry James. Con este escritor, que no sabemos si llamar americano, inglés o europeo, el género fantástico del siglo XIX tiene su última encarnación ‑o, mejor dicho, desencarnación; ya que se hace más invisible e impalpable que nunca: una emanación o vibración psicológica. Es necesario considerar el ambiente intelectual del que nace la obra de Henry James, y particularmente las teorías de su hermano, el filósofo William James, sobre la realidad psíquica de la experiencia: podemos decir que a finales de siglo el cuento fantástico vuelve a ser cuento filosófico como a principios de siglo.
Los fantasmas de las ghost stories de Henry James son muy evasivos: pueden ser encarnaciones del mal sin rostro o sin forma, como los diabólicos servidores de La vuelta de tuerca, o apariciones bien visibles que dan forma sensible a un pensamiento dominante, como Sir Edmund Orme, o mixtificaciones que desencadenan la verdadera presencia de lo sobrenatural, como en El alquiler del fantasma. En uno de los cuentos más sugestivos y emocionantes, The Jolly Corner, el fantasma apenas entrevisto por el protagonista es el mismo que él habría sido si su vida hubiese tomado otro camino; en La vida privada hay un hombre que sólo existe cuando otros lo miran, en caso contrario se disipa, y otro que, sin embargo, existe dos veces, porque tiene un doble que escribe los libros que él no sabría escribir.
Con James, autor que pertenece al siglo XIX por la cronología, pero a nuestro siglo por el gusto literario, se cierra esta reseña: He dejado a un lado a los autores italianos porque no me agradaba hacerlos figurar sólo por obligación: lo fantástico representa en la literatura italiana del XIX algo «menor». Antologías especiales (Poesie e racconti de Arrigo Boito, y Racconti neri della scapigliatura), así como algunos textos de escritores más conocidos por otros aspectos de su obra, de De Marchi a Capuana, pueden ofrecer preciosos hallazgos y una interesante documentación sobre el gusto de la época. Entre las demás literaturas que he omitido, la española tiene un autor de cuentos fantásticos muy conocido, Gustavo Adolfo Bécquer. Pero esta antología no pretende ser exhaustiva. Lo que he querido ofrecer es un panorama centrado en algunos ejemplos y, sobre todo, un libro fácil de leer.
Italo Calvino
***
Jan Potocki
HISTORIA DEL ENDEMONIADO PACHECO
(Histoire du démoniaque Pacheco, 1805)
Lo macabro, lo espectral, lo demoníaco, lo vampiresco, lo erótico y lo perverso: todos los ingredientes (ocultos o manifestos) del romanticismo visionario se encuentran en ese libro extraordinario que es el Manuscrit trouvé à Saragosse publicado en francés por el conde polaco Jan Potocki (1761‑1815). Misterioso por su origen y fortuna tanto como por su contenido, este libro desapareció durante más de un siglo (era, por otra parte, demasiado escandaloso para poder circular impunemente) y sólo en 1958 volvió a publicarse como en la edición original, mérito que hay que atribuir a Robert Callois, gran connaisseur de lo fantástico de cualquier época y país.
Preludio ideal al siglo de Hoffmann y de Poe, Potocki no podía faltar al comienzo de nuestra antología: pero como se trata de un libro en el que los cuentos están insertados unos en otros, un poco como en Las mil y una noches, formando una novela larga donde es difícil desligar una historia de otra, estamos obligados a hacer, precisamente al comienzo, una excepción a la regla que el resto de nuestra antología pretende respetar, y así damos aquí un capítulo del libro por separado, mientras que nuestra norma será la de ofrecer cuentos completos e independientes.
Estamos poco después del comienzo de la novela (Jornada segunda). Alpbonse van Worden, oficial del ejército napoleónico, se encuentra en España, ve un patíbulo con dos ahorcados (los dos hermanos de Zoto), luego encuentra a dos bellísimas hermanas árabes que le cuentan su historia, repleta de un erotismo perturbador. Alphonse hace el amor con ambas, pero por la noche tiene extrañas visiones, y al alba se encuentra abrazado a los cadáveres de los dos ahorcados.
Este tema del abrazo con dos hermanas (y a veces con su madre) se repite en el libro varias veces, en las historias de varios personajes, y siempre aquel que se creía un amante afortunadísimo se encuentra por la mañana bajo el patíbulo, entre los cadáveres y los buitres. Un encantamiento ligado a la constelación de Géminis es la clave de la novela.
En los inicios del nuevo género literario, Potocki sabe con exactitud por dónde encaminarse: lo fantástico es exploración de la zona oscura donde se mezclan las pasiones más desenfrenadas del deseo y los terrores de la culpa; es evocación de fantasmas que cambian de forma como en los sueños, ambigüedad y perversión.
HISTORIA DEL ENDEMONIADO PACHECO
FINALMENTE, desperté de verdad. El sol quemaba mis párpados, que apenas si podía abrir. Entreví el cielo y me di cuenta de que me hallaba al aire libre. Pero el sueño pesaba aún sobre mis ojos, y aunque ya no dormía, todavía no estaba despierto del todo. Veía desfilar ante mí imágenes de suplicios, sucediéndose unas tras otras. Me sentí horrorizado, y me incorporé rápidamente.
¿Cómo expresar con palabras el horror que sentí en ese momento? Me encontraba bajo la horca de Los Hermanos. Pero los cadáveres de los dos hermanos de Zoto no colgaban al aire, sino que yacían junto a mí. Lo que quiere decir que había pasado la noche con ellos. Me hallaba sentado sobre trozos de cuerdas, restos de ruedas y de esqueletos humanos, y sobre horrorosos harapos que la podredumbre había separado de ellos.
Pensé un momento que quizá no estaría aún bien despierto y que aquello era un horrible sueño. Cerré los ojos y busqué en mi memoria dónde había estado la víspera. En ese instante sentí como si las garras de un animal se hundiesen en mi costado, y vi a un buitre que se había arrojado sobre mí y que devoraba a uno de mis compañeros de lecho. El dolor que me causaban sus garras era tan intenso que logró despertarme del todo. Junto a mí se encontraban mis ropas, y me apresuré a vestirme. Ya vestido, quise salir de la tapia que rodeaba la horca, pero vi que la puerta se hallaba cerrada, y a pesar de mi esfuerzo no logré romperla. Tuve, pues, que trepar por la triste muralla y, apoyándome en una de las columnas de la horca, me puse a contemplar la comarca que desde allí se divisaba. Fácilmente pude orientarme. Me hallaba a la entrada del valle de Los Hermanos, no lejos de las orillas del Guadalquivir.
Mientras observaba el paisaje, vi cerca del río a dos viajeros, uno de los cuales preparaba un almuerzo, mientras el otro sujetaba con la brida los caballos. Me alegró tanto ver a aquellos hombres que mi primer movimiento fue gritarles: «¡Agur, agur!». Lo que en español quiere decir «hola» o «buenos días».
Al ver que alguien les saludaba desde lo alto de la horca, los viajeros parecieron indecisos un instante, pero en seguida montaron en sus caballos, los pusieron a galope tendido y tomaron el camino de Los Alcornoques. Fue inútil que les gritara para que se detuviesen. Cuanto más les gritaba, más golpes de espuela daban a sus caballos. Cuando les perdí de vista decidí abandonar aquel sitio. Salté a tierra, pero con tan mala fortuna que me hice daño en una pierna.
Cojeando un poco, logré llegar a la orilla del Guadalquivir, y me acerqué al sitio donde los viajeros habían abandonado su almuerzo; era lo que yo necesitaba, pues me encontraba agotadísimo. El almuerzo se componía de chocolate, que cocía aún, sponhao mojado en vino de Alicante, pan y huevos. Después de reparar mis fuerzas, me puse a pensar en lo que me había ocurrido durante la noche. Guardaba todavía un recuerdo algo confuso de ello pero lo que sí recordaba perfectamente era haber dado mi palabra de honor de guardar el secreto, y estaba firmemente decidido a cumplirla. Esto resuelto, lo único que tenía que hacer, por el momento, era decidir qué camino había de tomar, y me pareció que las leyes del honor me obligaban más que nunca a atravesar Sierra Morena.
Quizá el lector se sorprenda de verme tan preocupado por mi honor y tan poco por los sucesos de la víspera. Pero esta manera de pensar era consecuencia de la educación que había recibido, como podrá verse por la continuación de mi relato. Por el momento, sigo con el de mi viaje.
Tenía gran curiosidad por saber lo que los demonios habrían hecho de mi caballo, que había dejado en Venta Quemada. Y como además estaba en mi camino, decidí pasar nuevamente por la Venta. Tuve que recorrer a pie todo el valle de Los Hermanos y el de la Venta, lo que no dejó de fatigarme. Estaba deseando encontrar mi caballo, y, en efecto, lo hallé en la misma cuadra donde lo dejé. Parecía animado, bien cuidado y limpio. No podía imaginarme quién se había ocupado de él, pero como ya había presenciado tantas cosas extraordinarias, no me llamó mucho la atención. Me habría puesto inmediatamente en camino si la curiosidad no me hubiese empujado a recorrer de nuevo el interior de la Venta. Encontré el cuarto donde había dormido la noche que llegué por vez primera, pero no pude hallar el salón donde vi a las bellas africanas. Cansado de buscarlo, renuncié a ello, y montando en mi caballo continué mi camino.
Cuando desperté bajo la horca de Los Hermanos, el sol se encontraba en su punto más alto. Como había tardado más de dos horas en llegar a la Venta, después de hacer dos leguas más, tuve que pensar en buscar una posada, pero, al no encontrar ninguna, decidí continuar mi camino. Por fin vi a lo lejos una capilla gótica y una cabaña que parecía ser la vivienda de un ermitaño. Aunque se hallaba alejada del camino principal, como empezaba a tener hambre, no dudé en dar ese rodeo con tal de conseguir algo de comer. Cuando llegué a la cabaña, até el caballo a un árbol y llamé a la puerta de la ermita. La abrió un religioso de rostro venerable, que me abrazó con paternal ternura, y me dijo: ‑Entrad, hijo mío, daos prisa. No os conviene pasar la noche fuera; temed al demonio. El Señor nos ha retirado su mano.
Di las gracias al ermitaño por su bondad y le confesé que estaba muerto de hambre.
‑Pensad primero en vuestra alma, hijo mío ‑me contestó‑. Pasad a la capilla y arrodillaos ante la cruz. Me cuidaré de vuestra hambre, pero sólo podréis hacer una comida frugal, la que corresponde a un ermitaño.
Entré en la capilla y me puse a rezar de verdad, pues era creyente y hasta ignoraba que hubiese incrédulos.
El ermitaño vino a buscarme al cabo de un cuarto de hora y me condujo a la cabaña, donde me había preparado una modesta comida. Se componía de aceitunas excelentes, cardos conservados en vinagre, cebollas dulces en salsa y galletas en vez de pan. También disponía de una media botella de vino. El ermitaño me dijo que él no bebía nunca, pero que la guardaba para el sacrificio de la misa. Así, pues, tampoco me atreví a beber yo, pero gocé, en cambio, de la cena. Mientras comía, vi entrar en la cabaña a una figura más horrible que todo lo que había visto hasta entonces. Era un hombre que parecía joven, pero de una delgadez espantosa. Sus cabellos se hallaban erizados, y de uno de sus ojos, que había perdido, manaba sangre. Su lengua pendía fuera de su boca, y de ella resbalaba una babosa espuma. Llevaba puesto un traje negro bastante bueno, pero ésa era su única ropa; no tenía ni medias ni camisa.
El repugnante personaje no dijo ni palabra, y fue a acurrucarse a un rincón de la cabaña, donde permaneció más quieto que una estatua, contemplando fijamente con su único ojo un crucifijo que sostenía en su mano. Cuando acabé de cenar, pregunté al ermitaño quién era aquel hombre.
‑Hijo mío ‑me respondió‑, ese hombre es un poseso al que yo intento librar de los demonios. Su terrible historia prueba el poder fatal que el ángel de las tinieblas ha usurpado en esta desgraciada comarca. Como puede ser útil para vuestra salvación que la conozcáis, voy a ordenarle que os la cuente ‑y, volviéndose hacia donde estaba el endemoniado, le dijo‑: Pacheco, Pacheco, en nombre de tu redentor, te ordeno que relates tu historia.
Pacheco lanzó un terrible alarido, y comenzó en estos términos.
Historia del endemoniado Pacheco
«Nací en Córdoba, donde mi padre vivía disfrutando de una excelente posición. Mi madre murió allí hace tres años. Al principio, mi padre pareció sentir mucho su pérdida, pero al cabo de algunos meses, con ocasión de un viaje que tuvo que hacer a Sevilla, se enamoró de una joven viuda llamada Camila de Tormes. Esta Camila no gozaba de muy buena fama, y algunos amigos de mi padre intentaron hacerle desistir de tales relaciones. Pero fue inútil. Mi padre insistió en casarse con ella, y el matrimonio tuvo lugar dos años después de que mi madre muriera. Las bodas se celebraron en Sevilla, y pocos días después mi padre regresó a Córdoba con Camila, su nueva esposa, y una hermana de ésta que se llamaba Inesilla.
»Mi madrastra respondía perfectamente a la mala opinión que se tenía de ella, y lo primero que hizo en su nueva casa fue intentar seducirme, cosa que no logró, pues supe resistir a su intento. Pero, en cambio, me enamoré perdidamente de su hermana Inesilla. Mi pasión por ella creció de tal modo que no tardé en arrojarme a los pies de mi padre para pedirle la mano de su cuñada.
»Mi padre me obligó a levantarme, y después me dijo:
»‑Hijo mío, te prohíbo que pienses en ese matrimonio, y te lo
prohíbo por tres razones. En primer lugar, no sería serio que te convirtieras en el cuñado de tu padre. En segundo lugar, los santos cánones de la Iglesia no aprueban esa clase de matrimonios. Y por último, no quiero que te cases con Inesilla.
»Después de exponerme estas tres razones, me volvió la espalda y se marchó. Me encerré en mi cuarto, abandonándome a la desesperación. Mi madrastra, a quien mi padre había contado lo ocurrido, vino en seguida a verme. Me dijo que no debía desesperarme de ese modo, porque, aunque yo no pudiese ser el marido de Inesilla, podría ser su cortejo, es decir, su amante, y que el lograrlo corría de su cuenta. Pero a la vez me declaró la pasión que sentía por mí e hizo valer el sacrificio que hacía al brindarme a su hermana. Abrí mis oídos a sus palabras, que tanto encendían mis deseos, aunque Inesilla era tan recatada que me parecía imposible se pudiese lograr que correspondiera a mi pasión.
»Por aquel tiempo mi padre decidió hacer un viaje a Madrid, con el propósito de conseguir la plaza de corregidor de Córdoba, y llevó consigo a su mujer y a su cuñada. Su ausencia iba a durar sólo dos meses, pero ese tiempo me pareció muy largo, estando lejos de Inesilla. Cuando transcurrieron los dos meses, recibí una carta de mi padre en la cual me ordenaba fuese a esperarle a Venta Quemada, a la entrada de Sierra Morena. Unas semanas antes quizá hubiese dudado mucho antes de ir a Sierra Morena. Pero precisamente acababan de ahorcar a los dos hermanos de Zoto, su banda había sido dispersada y los campos parecían ahora bastante seguros. Partí, pues, de Córdoba a las diez de la mañana siguiente y pernocté en Andújar, en la posada de uno de los andaluces más charlatanes que he conocido. Pedí una cena abundante; comí buena parte de ella y guardé el resto para el viaje.
»Al día siguiente, al llegar a Los Alcornoques, almorcé algo de lo que había reservado la víspera, y aquella misma tarde llegué a Venta Quemada. Mi padre no había llegado aún, pero como en su carta me ordenaba que lo esperase me dispuse a ello con agrado, pues la posada era espaciosa y confortable. El posadero que la dirigía entonces era un tal González de Murcia, buena persona, pero muy hablador, que en seguida me prometió una cena digna de un grande de España. Mientras se ocupaba en prepararla, fui a pasearme por la orilla del Guadalquivir, y cuando regresé a la posada me encontré, en efecto, ya dispuesta una cena nada despreciable.
»Cuando terminé de cenar, dije a González que preparase mi lecho. Apenas me oyó vi que se turbaba, y empezaba a hablarme de modo confuso. Por último, me confesó que en la posada había fantasmas y que él y su familia pasaban las noches en una pequeña granja junto al río. Añadió que, si yo quería, podría prepararme una cama cerca de la suya. La proposición me pareció absurda, y le dije que podía irse a dormir donde quisiera, y que llamara a mis criados. Me obedeció, y se retiró al instante, moviendo la cabeza de un lado para otro y encogiéndose de hombros. Un momento después llegaron mis criados. También ellos habían oído hablar de aparecidos, y me rogaron que pasara la noche en la granja. No acepté, naturalmente, sus consejos, y les ordené que me prepararan la cama en la habitación donde había cenado. Me obedecieron muy a regañadientes, y cuando el lecho estuvo preparado me rogaron aún, con lágrimas en los ojos, que fuese a dormir con ellos a la granja. Sus ruegos me impacientaron de tal modo que les amenacé con arrojarlos violentamente, y se apresuraron a salir. Como no era mi costumbre que mis criados me ayudaran a desnudarme, pude pasarme fácilmente sin ellos. Pero debo reconocer que fueron muy gentiles conmigo, más de lo que yo merecía por mi crudeza al tratarlos. Antes de marcharse dejaron junto a mi lecho una vela encendida, otra de repuesto, un par de pistolas y algunos libros con cuya lectura pudiese permanecer despierto, aunque la verdad es que había perdido completamente el sueño.
»Durante un par de horas estuve leyendo y dando vueltas en la cama. Por último, oí el sonido de una campana o de un reloj que daba las doce. El hecho me sorprendió, pues no había oído dar las otras horas. Pero en seguida se abrió la puerta y vi entrar a mi madrastra, en camisón de noche, y llevando una palmatoria en la mano. Andando de puntillas se acercó hasta mí, con un dedo en la boca como para imponerme silencio. Y dejando la palmatoria en mi mesilla de noche se sentó en mi cama, tomó una de mis manos entre las suyas y me habló así:
»‑Mi querido Pacheco, ha llegado el momento de ofreceros los placeres que os prometí. Hace una hora que hemos llegado a esta posada. Vuestro padre ha ido a dormir a la granja, pero como he sabido que os hallabais aquí, logré que me autorizara a pasar la noche en la posada con Inesilla. Ella os aguarda y está dispuesta a no negaros sus favores. Pero debo informaros de las condiciones que impongo para que logréis vuestra dicha. Amáis a Inesilla, y yo os amo. No es justo que, de nosotros tres, sólo dos sean felices a costa del tercero. Así pues, un solo lecho nos acogerá a los tres. Seguidme.
»Mi madrastra no me dejó tiempo para contestarla. Tomándome de la mano me condujo, de corredor en corredor, hasta que llegamos a una puerta, en donde Camila se puso a mirar por el ojo de la cerradura. Estuvo algún tiempo mirando, y después me dijo:
»‑Todo va bien, podéis mirar vos mismo.
»Ocupé su puesto junto a la cerradura y pude ver a la encantadora Inesilla en su lecho. Me sorprendió el que no pareciera tan pudorosa como la había conocido siempre. La expresión de sus ojos, su agitada respiración, su animada tez, su actitud, todo en ella expresaba que estaba aguardando a un amante.
»Después de haberme dejado mirar unos minutos, mi madrastra me dijo:
»‑Mi querido Pacheco, permaneced en esta puerta, y cuando llegue el instante oportuno vendré a avisaros.
»Cuando Camila entró en la habitación pegué mi ojo al agujero de la cerradura y vi mil cosas que me cuesta trabajo contar. Primeramente, Camila se desnudó del todo, y metiéndose en la cama de su hermana le dijo estas palabras:
»‑Mi pobre Inesilla, ¿es verdad que deseas un amante? Pobre niña. No sabes el daño que te hará. Primero te derribará, se echará sobre ti, y después te aplastará y te desgarrará.
»Cuando Camila creyó que su alumna ya sabía bastante, vino a abrirme la puerta, me llevó hasta el lecho de su hermana y se acostó con nosotros.
»¿Que podría deciros de aquella noche fatal? Que agoté en ella las delicias y los crímenes. Durante largo tiempo estuve luchando contra el sueño y la naturaleza para lograr aún más los infernales goces. Finalmente, me dormí y desperté al día siguiente bajo la horca de los hermanos de Zoto, acostado entre los dos horribles cadáveres.»
En este momento, el ermitaño interrumpió al endemoniado y me dijo:
‑Y bien, hijo mío, ¿qué os parece? Imaginad vuestro horror si hubieseis amanecido entre los dos ahorcados.
A lo cual respondí:
‑Me ofendéis, padre. Un caballero no debe jamás tener miedo y menos aún si tiene el honor de ser capitán de la Guardia Valona.
‑Pero hijo mío ‑continuó el padre‑, ¿habéis oído decir alguna vez que semejante aventura ha sucedido a alguien?
Dudé un instante antes de contestar, y al fin le dije:
‑Si esa aventura, padre, ha ocurrido al señor Pacheco, puede también suceder a otros. Pero mejor podré juzgar si os dignáis ordenarle que continúe su historia.
EI ermitaño se volvió hacia el endemoniado y le dijo:
‑Pacheco, en nombre de tu redentor, te ordeno que continúes tu historia.
Pacheco lanzó un nuevo y terrible alarido, y continuó de esta suerte:
«Dejé la horca medio muerto de miedo. Me arrastré como pude y marché sin saber adónde me dirigía. Por fin, encontré a unos viajeros que tuvieron piedad de mi situación y me condujeron a la Venta Quemada, donde hallé al posadero y a mis criados, muy preocupados por mí. Les pregunté si mi padre había dormido en la granja, y me contestaron que nadie había llegado aún.
»No me atreví a quedarme más tiempo en la Venta, y resolví regresar a Andújar. Cuando llegué ya se había puesto el sol y la posada estaba llena. Me prepararon una cama en la cocina, y me acosté pronto, pero los horrores de la noche anterior, vivos aún en mi espíritu, me impedían coger el sueño.
»Había dejado encendida una vela sobre el hogar de la cocina. De pronto, la vela se apagó, y sentí al instante un escalofrío mortal que heló mis venas. Al mismo tiempo alguien tiró del cobertor, y oí una voz femenina que me decía:
»‑Soy Camila, tu madrastra. Tengo frío, amor mío, hazme sitio bajo la manta.
»Y otra voz:
»‑Soy Inesilla. Tengo mucho frío, déjame entrar en tu cama.
»En ese momento sentí una mano helada que me agarraba por el cuello. Reuní todas mis fuerzas y exclamé:
»‑¡Satán, vete de aquí!
»Entonces las dos voces de antes me dijeron:
»‑¿Por qué nos echas? ¿No eres nuestro maridito? Tenemos mucho frío. Vamos a encender un poco de lumbre.
»En efecto, poco tiempo después vi las llamas en el hogar de la chimenea. La estancia se iluminó, pero en vez de ver a Camila y a Inesilla lo que vi fue a los hermanos de Zoto, colgados de la chimenea.
»Esta visión me aterrorizó. Rápidamente me levanté, salté por la ventana y me puse a correr con todas mis fuerzas. Por un momento creí haber logrado escapar de tantos horrores, pero al volverme vi con terror que era seguido por los dos ahorcados. Corrí de nuevo, y me pareció que había logrado dejarlos atrás. Pero mi ilusión duró poco. Las horribles criaturas lograron rodearme y llegar hasta mí. Intenté correr, pero mis fuerzas me abandonaron.
»Sentí entonces que uno de los ahorcados me sujetaba por el tobillo izquierdo. Intenté zafarme, pero el otro ahorcado me cortó el camino poniéndose ante mí, mirándome con ojos terribles y sacándome una lengua roja como el hierro cuando sale del fuego. Pedí clemencia, pero fue en vano. Aquel monstruo me sujetó del cuello con una mano y con la otra me arrancó el ojo que me falta. En el hueco de mi ojo introdujo su lengua de fuego. Me lamió el cerebro y me hizo aullar de dolor.
»El otro ahorcado, que me había agarrado la pierna derecha, quiso también martirizarme. Comenzó haciéndome cosquillas en la planta del pie que tenía sujeto, pero después el monstruo me arrancó la piel del pie, separó los nervios, les quitó su encarnadura, y el muy canalla se puso a tocar sobre ellos como si fuesen un instrumento musical. Mas como por lo visto no daban un sonido que fuese de su agrado, hundió sus uñas en mi corva, agarró con ellas mis tendones y se puso a retorcerlos, como se hace para afinar un arpa. Finalmente, se puso a tocar sobre mi pierna, convertida en salterio. Escuché su risa diabólica, y mientras el dolor me arrancaba terribles aullidos los gemidos del infierno me hacían coro. Cuando oí el rechinar de los condenados me pareció que cada una de mis fibras era triturada por sus dientes. Por último, perdí el conocimiento.
»Al día siguiente, unos pastores me encontraron en el campo y me trajeron a esta ermita. Aquí he confesado mis pecados y he hallado al pie de la cruz algún consuelo a mis desgracias.»
Nuevamente el endemoniado lanzó un horrible aullido y se calló. El ermitaño habló entonces, y me dijo:
-Joven, ya veis el poder de Satán. Debéis rezar y llorar. Pero ya es tarde y debemos separarnos. No os invito a que descanséis en mi celda porque Pacheco lanza tales gritos durante la noche que no podríais dormir. Id a acostaros a la capilla. Allí estaréis bajo la protección de la cruz que triunfa sobre los demonios.
Contesté al buen ermitaño que lo haría de buen grado. Llevamos a la capilla un pequeño catre de tijera y me acosté en él, mientras el ermitaño me deseaba buenas noches.
Cuando me encontré solo me puse a pensar en la historia de Pacheco, en la que encontraba bastante semejanza con mis propias aventuras.
Me hallaba aún pensando en ello cuando oí que daban las doce, pero no podía saber si era la campana de la ermita o si es que iba a toparme nuevamente con aparecidos. A los pocos instantes oí que llamaban a la puerta de la capilla, y pregunté:
‑¿Quién es ahí?
Una voz femenina me respondió:
‑Tenemos frío, ábrenos, somos tus mujercitas.
‑Sí, sí, malditos ahorcados ‑les contesté‑, volveos a vuestra horca y dejadme dormir.
La misma voz volvió a decirme:
‑Te burlas de nosotras porque estás en una capilla. Ven fuera y verás...
‑Ahora mismo voy ‑contesté.
Fui a buscar mi espada e intenté salir, pero vi que la puerta estaba cerrada. Les dije a los aparecidos lo que ocurría, pero no me contestaron. Entonces me fui a acostar y dormí hasta el alba.
***
Joseph von Eichendorff
-
SORTILEGIO DE OTOÑO
(Die Zauberei im Herbst, 1808‑1809)
Eichendorff (1788‑ 1857) narrador y poeta, es uno de los autores más brillantes del romanticismo alemán; su obra más representativa es la breve novela Historia de un holgazán (1826). En la novela corta que incluyo aquí, la primera que escribió ‑a los veinte años‑, aunque fue publicada póstuma, Eichenderff nos da una versión romántica de una famosa leyenda medieval: la de la estancia de Tannhäuser en el paraíso pagano de Venus, visto como el mundo de la seducción y del pecado. Esta leyenda ‑que Wagner transformaría después en ópera‑ será también la inspiración de otro cuento de Eichendorff, La estatua de mármol (1819), de ambiente ilaliano. Pero aquí el país del pecado es una especie de doble de nuestro mundo, un mundo paralelo, sensual y angustioso a la vez. Pasar de un mundo a otro es fácil, y volver a nuestro mundo no es imposible: pero el hombre que, después de haber sufrido el encantamiento y haber escapado, quería expiar sus culpas haciéndose ermitaño, al cabo opta por el mundo encantado y sucumbe ante él.
SORTILEGIO DE OTOÑO
EL caballero Ubaldo, una tranquila tarde de otoño mientras cazaba, se encontró alejado de los suyos, y cabalgaba por los montes desiertos y boscosos cuando vio venir hacia él a un hombre vestido con ropas extrañas. El desconocido no advirtió la presencia del caballero hasta que estuvo delante de él. Ubaldo vio con estupor que vestía un jubón magnífico y muy adornado pero descolorido y pasado de moda. Su rostro era hermoso, aunque pálido, y estaba cubierto pur una barba tupida y descuidada.
Los dos se saludaron sorprendidos y Ubaldo explicó que, por desgracia, se encontraba perdido. El sol se había ocultado detrás de los montes y aquel lugar se encontraba lejos de cualquier sitio habitado. El desconocido ofreció entonces al caballero pasar la noche en su compañía. Al día, añadió, le indicaría la única manera de salir de aquellos bosques. Ubaldo aceptó y le siguió a través de los desiertos desfiladeros.
Pronto llegaron a un elevado risco a cuyo pie se encontraba una espaciosa cueva, en medio de la cual había una piedra y sobre la piedra un crucifijo de madera. Al fondo estaba situada una yacija de hojas secas. Ubaldo ató su caballo a la entrada y, mientras, el huésped trajo en silencio pan y vino. Después de haberse sentado, el caballero, a quien no le parecían las ropas del desconocido propias de un ermitaño, no pudo por más que preguntarle quién era y qué le había llevado hasta allí.
‑No indagues quién soy ‑respondió secamente el ermitaño, y su rostro se volvió sombrío y severo. Entonces Ubaldo notó que el ermitaño escuchaba con atención y se sumía en profundas meditaciones cuando empezó a contarle algunos viajes y gestas gloriosas que había realizado en su juventud. Finalmente Ubaldo, cansado, se acostó en la yacija que le había ofrecido su huésped y se durmió pronto, mientras el ermitaño se sentaba en el suelo a la entrada de la cueva.
A la mitad de la noche el caballero, turbado por agitados sueños, se despertó sobresaltado y se incorporó. Afuera, la luna bañaba con su clara luz el silencioso perfil de los montes. Delante de la caverna vio al desconocido paseando intranquilo de aquí para allá bajo los grandes árboles. Cantaba con voz profunda una canción de la que Ubaldo sólo consiguió entender estas palabras:
Me arrastra fuera de la cueva el temor.
Me llaman viejas melodías.
Dulce pecado, déjame
O póstrame en el suelo
Frente al embrujo de esta canción,
Ocultándome en las entrañas de la tierra.
¡Dios! Querría suplicarte con fervor,
Mas las imágenes del mundo siempre
Se interponen entre nosotros,
Y el rumor de los bosques
Me llena de terror el alma.
¡Severo Dios, te temo!
¡Oh, rompe también mis cadenas!
Para salvar a todos los hombres
Sufriste tú una amarga muerte.
Estoy perdido ante las puertas del infierno.
¡Qué desamparado estoy!
¡Jesús, ayúdame en mi angustia!
Al terminar su canción se sentó sobre una roca y pareció murmurar una imperceptible oración, semejante a una confusa fórmula mágica. El rumor del riachuelo cercano a las montañas y el leve silbido de los abetos se unieron en una misma melodía, y Ubaldo, vencido por el sueño, cayó de nuevo sobre su lecho.
Apenas brillaron los primeros rayos de la mañana a través de las copas de los árboles, cuando el ermitaño se presentó ante el caballero para mostrarle el camino hacia los desfiladeros. Ubaldo montó alegre su caballo y su extraño guía cabalgó en silencio junto a él. Pronto alcanzaron la cima del monte, y contemplaron la deslumbrante llanura que aparecía súbitamente a sus pies con sus torrentes, ciudades y fortalezas en la hermosa luz de la mañana. El ermitaño pareció especialmente sorprendido:
‑¡Ah, qué hermoso es el mundo! ‑exclamó turbado, cubrió su rostro con ambas manos y se apresuró a adentrarse de nuevo en los bosques. Ubaldo, moviendo la cabeza, tomó el conocido camino que conducía a su castillo.
La curiosidad le empujó de nuevo a buscar aquellas soledades, y, aunque con esfuerzo, consiguió encontrar la cueva, donde el ermitaño le recibió esta vez sombrío y silencioso.
Ubaldo, por el canto nocturno del ermitaño en el primer encuentro, supo que éste quería sinceramente expiar graves pecados, pero le pareció que su espíritu luchaba en vano contra el enemigo, pues en su conducta no existía la alegre confianza de un alma verdaderamente sumisa a la voluntad de Dios, y, con frecuencia, cuando conversaban sentados uno junto al otro, irrumpía una contenida ansiedad terrenal con una fuerza terrible en los extraviados y llameantes ojos de aquel hombre, transformando su fisonomía y dándole un cierto aire salvaje.
Esto impulsó al piadnso caballero a hacer más frecuentes sus visitas para ayudar con todas sus fuerzas a aquel espíritu vacilante. Sin embargo, el ermitaño calló su nombre y su vida anterior durante todo aquel tiempo, y parecía temeroso de su pasado. Pero, con cada visita se tornaba más apacible y confiado. Así, finalmente consiguió el buen caballero convencerle para que le acompañara a su castillo.
Ya había anochecido cuando llegaron a la fortaleza. El caballero Ubaldo ordenó encender un hermoso fuego en la chimenea e hizo traer el mejor vino de cuantos tenía. Era la primera vez que el ermitaño parecía encontrarse a gusto. Observaba muy atentamente una espada y otras armas que, colgadas en la pared, reflejaban los destellos de la lumbre, y luego contemplaba silenciosamente al caballero.
‑Vos sois feliz ‑dijo‑, y veo vuestra firme y gallarda figura con verdadero temor y profundo respeto; vivís sin que os conmueva la alegría ni el dolor, y domináis con serena tranquilidad la vida, al igual que un navegante que sabe manejar el timón, y no se deja confundir con el maravilloso canto de las sirenas. Junto a vos me he sentido muchas veces como un necio cobarde o como un loco. Hay personas embriagadas de vida. ¡Qué terrible es volver de nuevo a la sobriedad!
Ubaldo, que no quería desaprovechar aquel desacostumbrado comportamiento de su huésped, le insistió con entusiasmo para que le revelara la historia de su vida. El ermitaño se quedó pensativo.
‑Si me prometéis ‑dijo finalmente‑ mantener eternamente en secreto lo que voy a contaros y me permitís omitir los nombres, lo haré.
El caballero levantó su mano en señal de juramento y llamó a continuación a su mujer, de cuyo silencio respondía, para que participase junto con él de la historia tan ansiosamente esperada.
Ésta apareció con un niño en sus brazos y llevando a otro de la mano. Era alta y de hermosa figura en su florecirnte juventud, silenciosa y dulce como el crepúsculo, reflejando en !os encantadores niños su propia belleza. El huésped se sintió profundamente confundido al verla. Abrió bruscamente la ventana y, pensativo, detuvo su mirada unos instantes en el bosque oscurecido. Tranquilizado, volvió junto a ellos, se sentaron alrededor del fuego y empezó a hablar de la siguiente manera:
«El tibio sol del otoño se levantaba sobre la niebla azul que cubría los valles cercanos a mi castillo. La música había callado, la fiesta terminaba y los animados invitados se dispersaban. Era una fiesta de despedida que yo ofrecía a mi más querido amigo, que aquel día, con su hueste, se había armado de la Santa Cruz para unirse al ejército cristiano en la conquista de Tierra Santa. Desde nuestra más temprana juventud era esta empresa nuestra única meta, el único deseo y la única esperanza de nuestros sueños de adolescencia. Aún hoy recuerdo con indescriptible nostalgia aquel tiempo tranquilo como la mañana, cuando, sentados bajo los altos tilos de mi castillo, seguíamos con la imaginación las nubes navegantes hacia aquella tierra bendita, donde Godofredo y otros héroes vivían y combatían en el claro esplendor de la gloria. Pero, ¡qué pronto cambió todo en mí!
»Una doncella, flor de toda belleza, que había visto muy poco y de la cual, sin que ella lo supiera, estaba perdidamente enamorado, me retenía en la cárcel silenciosa de estas montañas. Sí, yo era lo bastante fuerte para luchar, pero no tuve el valor de alejarme, y dejé marchar solo al amigo.
»También la doncella había participado en la fiesta y yo había sucumbido al esplendor de su hermosura. Al alba, cuando ella iba a despedirse y yo la ayudaba a montar en su caballo, tuve el valor de confesarle que, si era su voluntad, renunciaría a mi empresa. Ella no dijo nada y me miró fijamente, casi con horror, y salió al galope.»
Oyendo estas palabras, Ubaldo y su mujer se miraron sin ocultar su asombro. Pero el huésped no lo advirtió y siguió su relato:
«Todos se habían ido. Los rayos del sol, a través de las altas ventanas ojivales, entraban en los salones vacíos, donde sólo resonaban mis pasos. Permanecí largo tiempo asomado al mirador; del silencioso bosque llegaban los acompasados golpes de las hachas de los leñadores. Tan grande era mi soledad, que, en un momento, se apoderó de mí una indescriptible ansiedad. No pude soportarlo: monté sobre mi caballo y salí de caza para aliviar mi oprimido corazón.
»Erré durante mucho tiempo y, finalmente, me encontré perdido en un paraje desconocido entre las montañas. Cabalgaba pensativo, con mi halcón en la mano a través de un prado maravilloso que acariciaban los oblicuos rayos del sol poniente. Las nubes otoñales se movían ligeras en el aire azul y sobre las montañas se oían los cantos de adiós de los pájaros migratorios.
»De repente llegó a mis oídos el sonido de varios cuernos de caza que parecían responderse unos a otros desde las cimas. Algunas voces los acompañaban con un canto. Hasta entonces, ninguna melodía me había conmovido de tal manera, y, aún hoy, recuerdo algunas de sus estrofas, que llegaban a mí a través del viento:
Por lo alto, en bandadas amarillas y rojas
Se van los pájaros volando.
Los pensamientos vagan sin consuelo
¡Ay de mí, que no encuentran refugio!
Y las oscuras quejas de los cuernos,
Golpean el corazón solitario.
¿Ves el perfil de los azules montes
Que se yergue a lo lejos sobre los bosques,
Y los arroyos que en el valle silencioso,
Se alejan susurrantes?
Nubes, arroyos, pájaros ruidosos:
Todo se junta allá a lo lejos.
Mis rizos de oro ondean
Y florece mi joven cuerpo dulcemente.
Pronto sucumbe la belleza;
lgual que el esplendor se apaga del verano
Debe la juventud inclinar sus flores.
Callan alrededor todos lus cuernos.
Esbeltos brazos para abrazar,
Y roja boca para el dulce beso,
El cobijo del blanco seno,
Y el cálido saludo de amor,
Te ofrece el eco de los cuernos de caza.
Dulce amor, ven, antes de que callen.
»Yo estaba confundido con aquella melodía que había conmovido mi corazón. Mi halcón, tan pronto como oyó las primeras notas, se intranquilizó, para después desapareeer en el aire y no volver más. Yo, sin embargo, incapaz de resistir, seguí oyendo aquella seductora melodía que confusa, unas veces se alejaba y, otras, llevada por el viento, parecía acercarse.
»Finalmente salí del bosque y divisé delante de mí, sobre la cumbre de una montaña, un majestuoso castillo. Desde arriba hasta el bosque, sonreía un bellísimo jardín, repleto de todos los colores, que rodeaba al castillo como un anillo mágico. Todos los árboles y los setos, encendidos por los tonos violentos del otoño, aparecían purpúreos, amarillos oro y rojos fuego. Altos áster, las últimas estrellas del verano, brillaban allí con múltiples destellos. El sol poniente derramaba sus últimos rayos sobre aquella deliciosa altura, reflejando sus deslumbrantes llamas en las ventanas y en las fuentes.
»Me di cuenta entonces de que el sonido de los cuernos de caza que había escuchado poco antes provenía de este jardín. Vi con espanto, en medio de tanta magnificencia, bajo los emparrados, a la doncella de mis sueños, que paseaba cantando la misma melodía. Al verme calló, pero los cuernos de caza seguían sonando. Hermosos muchachos, vestidos de seda, se acercaron a mí y me ayudaron a desmontar.
»Pasé a través del arco ligero y dorado de la cancela, directo hacia la explanada del jardín, donde se encontraba mi amada y caí a sus pies, vencido por tanta belleza. Llevaba un vestido rojo oscuro; largos velos transparentes cubrían sus rizos dorados, que una diadema de piedras preciosas sujetaba sobre la frente.
»Me ayudó a levantarme amorosamente y, con voz entrecortada por el amor y el dolor, me dijo:
»‑¡Cuánto te amo, hermoso e infeliz joven! Desde hace mucho tiempo te amo, y cuando el otoño inicia su fiesta misteriosa despierta mi deseo con nueva e irresistible fuerza. ¡Infeliz! ¿Cómo has llegado a la esfera de mi canción? Déjame y vete.
»Al oír estas palabras fui presa de un gran temblor y le supliqué que me hablara y se explicase. Pero ella no respondió, y recorrimos silenciosos, uno al lado del otro, el jardín.
»Mientras tanto, había oscurecido y el aspecto de la doncella se había tornado grave y majestuoso.
»‑Debes saber ‑dijo‑ que tu amigo de la infancia, el cual hoy se ha despedido de ti, es un traidor. He sido obligada a ser su prometida. Sólo por celos te ha ocultado su amor. No ha partido hacia Palestina: mañana vendrá para llevarme a un castillo lejano donde estaré eternamente oculta a la mirada de todos. Ahora debo irme. Sólo nos volveremos a ver si él muere.
»Dicho esto, me besó en los labios y desapareció en las oscuras galerías. Una gema de su diadema heló mi vista, y su beso estremeció mis venas con un tembloroso deleite.
»Medité con terror las espantosas palabras que, al despedirse, había vertido como un veneno en mi sangre. Vagué pensativo mucho tiempo por los solitarios senderos. Finalmente, cansado, me eché sobre los escalones de piedra de la puerta del castillo. Los cuernos de caza sonaban todavía, y me dormí combatido por extraños pensamientos.
»Cuando abrí los ojos, ya había amanecido. Las puertas y las ventanas del castillo estaban cerradas, y el jardín, silencioso. En aquella soledad, con los nuevos y hermosos colores de la mañana, se despertaban en mi corazón la imagen de mi amada y todo el sortilegio de la víspera, y yo me sentía feliz sabiéndome amado y correspondido. A veces, al recordar aquellas terribles palabras, quería huir lejos de allí, pero aquel beso ardía aún en mis labios y no podía hacerlo.
»El aire era cálido, casi sofocante, como si el verano quisiera volver sobre sus propios pasos. Recorrí el bosque cercano para distraerme con la caza. De improviso vislumbré en la copa de un árbol un pájaro con un plumaje tan maravilloso como jamás lo había visto. Cuando tensé el arco para lanzar la flecha, voló hacia otro árbol. Lo perseguí ávidamente, pero el pájaro seguía saltando de copa en copa, mientras sus alas doradas reflejaban la luz del sol.
»Así, fui a parar a un estrecho valle, flanqueado por escarpados riscos. Allí no llegaba la fría brisa y todo estaba todavía verde y florido como en el verano. Del centro del valle salía un canto embriagador. Sorprendido, aparté las ramas de los tupidos matorrales y mis ojos se cegaron ante el hechizo que se manifestó delante de mí.
»En medio de las altas rocas había un apacible lago circundado de hiedra y juncos. Muchas doncellas bañaban sus hermosos miembros en las tibias ondas. Entre ellas se encontraba mi hermosísima amada sin velos, que, silenciosa, mientras las otras cantaban, miraba fijamente el agua, que cubría sus tobillos, como encantada y absorta en su propia belleza reflejada en el agua. Permanecí durante un tiempo mirando de lejos, inmóvil y tembloroso. De golpe, el hermoso grupo salió del agua, y me apresuré para no ser descubierto.
»Me refugié en lo más profundo del bosque para apaciguar las llamas que abrasaban mi corazón. Pero cuanto más lejos huía tanto más viva se agitaba delante de mis ojos la visión de aquellos miembros juveniles.
»La noche me alcanzó en el bosque. El cielo se había oscurecido y una tremenda tormenta apareció sobre los montes. "Sólo nos volveremos a ver si él muere", repetía para mí, mientras huía como si me persiguieran fantasmas.
»A veces me parecía oír a mi flanco estrépito de caballos, pero yo huía de toda mirada humana y de todo rumor que pareciera acercarse. Al cabo, cuando llegué a una cima, vi a lo lejos el castillo de mi amada. Los cuernos de caza sonaban como siempre, el esplendor de las luces irradiaba como una tenue luz de luna a través de las ventanas, iluminando alrededor mágicamente los árboles y las flores cercanas, mientras todo el resto del paraje luchaba en la tormenta y la oscuridad.
«Finalmente, incapaz casi de dominar mis facultades, escalé una alta roca, a cuyos pies pasaba un ruidoso torrente. Llegado a la cima divisé una sombra oscura que, sentada sobre una piedra, silenciosa e inmóvil, parecía ella misma también de piedra. Rasgadas nubes huían por el cielo. Una luna color sangre apareció por un instante, reconocí entonces a mi amigo, el prometido de mi amada.
«Apenas me vio, se levantó apresuradamente. Temblé de arriba abajo. Entonces le vi empuñar su espada. Colérico, me lancé contra él y lo agarré. Luchamos unos instantes y luego lo despeñé.
»De repente el silencio se hizo terrible. Sólo el torrente rugió más fuerte como si sepultase eternamente mi pasado en medio del fragor de sus ondas turbulentas.
»Me alejé velozmente de aquel horrible lugar. Entonces me pareció oír a mis espaldas una carcajada aguda y perversa que venía de las copas de los árboles. Al mismo tiempo creí ver en la confusión de mis sentidos, al pájaro que poco antes había perseguido. Me precipité lleno de espanto, a través del bosque, y salté el muro del jardín. Con todas mis fuerzas llamé a las puertas del castillo:
»‑¡Abre ‑gritaba fuera de mí‑, ¡abre, he matado al hermano de mi corazón! ¡Ahora eres mía en la tierra y en el infierno!
»La puerta se abrió y la doncella, más hermosa que nunca, se echó contra mi pecho, destrozado por tantas tormentas, y me cubrió de ardientes besos.
»No os hablaré de la magnificencia de las salas, de la fragancia de exóticas y maravillosas flores, entre las cuales cantaban hermosas doncellas, de los torrentes de luz y de música, del placer salvaje e inefable que gusté entre los brazos de la doncella.»
En este punto, el ermitaño dejó de hablar. Fuera se oía una extraña canción. Eran pocas notas: ora semejaban una voz humana, ora la voz aguda de un clarinete, cuando el viento soplaba sobre los lejanos montes, encogiendo el corazón.
‑Tranquilizaos ‑dijo el caballero‑. Estamos acostumbrados a esto desde hace tiempo. Se dice que en los bosques vecinos existe un sortilegio. Muchas veces, en las noches de otoño, esta música llega hasta nuestro castillo. Pero igual que se acerca, se aleja y no nos preocupamos de ello.
Sin embargo, un estremecimiento sobrecogió el corazón de Ubaldo y sólo con esfuerzo consiguió dominarse. Ya no se oía la música. El huésped, sentado, callaba, perdido en profundos pensamientos. Su espíritu vagaba lejos. Después de una larga pausa volvió en sí y retomó su narración, aunque no con la calma de antes:
»Observé que, a veces, la doncella, en medio de todo aquel esplendor, caía en una invencible melancolía cuando veía desde el castillo que el otoño iba a despedirse. Pero bastaba un sueño profundo para que se calmase, y su rostro maravilloso, el jardín y todo el paraje me parecían, a la mañana, frescos y como recién creados.
»Una vez, mientras estaba junto a ella asomado a la ventana, noté que mi amada estaba más triste y silenciosa que de costumbre. Fuera, en el jardín, el viento del invierno jugaba con las hojas caídas. Advertí que mientras miraba el paisaje palidecía y temblaba. Todas sus damas se habían ido, las canciones de los cuernos de caza sonaban aquel día en una lejanía infinita, hasta que, finalmente, callaron. Los ojos de mi amada habían perdido su esplendor, casi hasta apagarse. El sol se ocultó detrás de los montes, e iluminó con un último fulgor el jardín y los valles. De repente, la doncella me apretó entre sus brazos y comenzó una extraña canción, que yo no había oído hasta entonces y resonaba en toda la estancia con melancólicos acordes. Yo escuchaba embelesado. Era como si aquella melodía me empujase hacia abajo junto con el ocaso. Mis ojos se cerraron involuntariamente: Caí adormecido y soñé.
»Cuando me desperté ya era de noche. Un gran silencio reinaba en todo el castillo y la luna brillaba muy clara. Mi amada dormía a mi lado sobre un lecho de seda. La observé con asombro: estaba pálida, como muerta. Sus rizos caían desordenadamente como enredados por el viento, sobre su rostro y su pecho. Todo lo demás, a mi alrededor, permanecía intacto; igual que cuando me había dormido. Me parecía, sin embargo, como si hubiera pasado mucho tiempo. Me acerqué a la ventana abierta. Todo lo de fuera me pareció distinto de lo que siempre había visto. El rumor de los árboles era misterioso. De repente vi junto a la muralla del castillo a dos hombres que murmuraban frases oscuras, y se inclinaban curvándose el uno hacia el otro como si quisieran tejer una tela de araña. No entendí nada de lo que hablaban: sólo oía de vez en cuando pronunciar mi nombre. Me volví a mirar la imagen de la doncella que palidecía aún más en la claridad de la luna. Me pareció una estatua de piedra, hermosa, pero fría como la muerte e inmóvil. Sobre su plácido seno brillaba una piedra similar al ojo del basilisco y su boca estaba extrañamente desfigurada.
»Entonces se apoderó de mí un terror como nunca había sentido. Huí de la alcoba y me precipité a través de los desiertos salones, donde todo el esplendor se había apagado. Cuando salí del castillo vi a los dos desconocidos dejar lo que estaban haciendo y quedarse rígidos y silenciosos como estatuas. Había al pie del monte un lago solitario, a cuyo alrededor algunas doncellas con túnicas blancas como la nieve cantaban maravillosamente, a la vez que parecían entretenidas en extender sobre el prado extrañas telas de araña a la luz de la luna. Aquella visión y aquel canto aumentaron mi terror. Salté aprisa el muro del jardín. Las nubes pasaban rápidas por el cielo, las hojas de los árboles susurraban a mis espaldas, y corrí sin aliento.
»Poco a poco la noche se fue haciendo más callada y tibia; los ruiseñores cantaban entre los arbustos. Abajo, en el fondo del valle, se oían voces humanas, y viejos y olvidados recuerdos volvieron a amanecer en mi corazón apagado, mientras, ante mí, se levantaba sobre las montañas una hermosa alba de primavera.
»‑¿Qué es esto? ¿Dónde estoy? ‑exclamé con asombro. No sabía qué me había pasado‑. El otoño y el invierno han transcurrido. La primavera ilumina nuevamente el mundo. Dios mío, ¿dónde he permanecido tanto tiempo?
»Finalmente alcancé la cima de la última montaña. Salía un sol espléndido. Un estremecimiento de placer recorrió la tierra; brillaron los torrentes y los castillos; los tranquilos y alegres hombres preparaban sus trabajos cotidianos; incontables alondras volaban jubilosas. Caí de rodillas y lloré amargamente mi vida perdida.
»No comprendí, y aún hoy no lo comprendo, cómo había sucedido todo. Me propuse no bajar más al alegre e inocente mundo con este corazón lleno de pecados y de desenfrenada ansiedad. Decidí sepultarme vivo en un lugar desolado, invocar el perdón del cielo y no volver a ver las casas de los hombres antes de haber lavado con lágrimas de cálido arrepentimiento mis pecados, lo único que en mi pasado era claro para mí.
»Así viví todo un año hasta que me encontré con vos. Cada día elevaba ardientes plegarias y a veces me pareció haber superado todo y haber encontrado la gracia de Dios, pero era una falsa ilusión que luego desaparecía. Sólo cuando el otoño extendía de nuevo su maravillosa red de colores sobre el monte y el valle, llegaban de nuevo del bosque cantos muy conocidos. Penetraban en mi soledad, y oscuras voces respondían dentro de mí. El sonido de las campanas de la lejana catedral me espanta cuando, en las claras mañanas de domingo, vuela sobre las montañas y llega hasta mí como si buscara en mi pecho el antiguo y callado reino del Dios de la infancia, que ya no existe. Sabed que en el corazón de los hombres hay un reino encantado y oscuro, en el cual brillan cristales, rubíes y todas las piedras preciosas de las profundidades con amorosa y estremecedora mirada, y tú no sabes de dónde vienen ni adónde van. La belleza de la vida terrenal se filtra resplandeciendo como en el crepúsculo y las invisibles fuentes, arremolinándose, murmuran melancólicas, todo te arrastra hacia abajo, eternamente hacia abajo.»
‑¡Pobre Raimundo! ‑exclamó el caballero Ubaldo, que había escuchado con profunda emoción al ermitaño, absorto e inmerso en su relato.
‑¡Por Dios! ¿Quién sois que conocéis mi nombre? ‑preguntó el ermitaño levantándose como herido por un rayo.
‑Dios mío ‑respondió el caballero abrazando con afecto al tembloroso ermitaño‑. ¿Es que no me reconoces? Yo soy tu viejo y fiel hermano de armas, Ubaldo, y ésta es tu Berta, a la que amabas en secreto y a la que ayudaste a montar a caballo después de la fiesta en el castillo. El tiempo y una vida venturosa han desdibujado nuestro aspecto de entonces. Te he reconocido sólo cuando comenzaste a relatar tu historia. Jamás he estado en un paraje como el que tú describes y nunca he luchado contigo en el acantilado. Inmediatamente después de aquella festa salí para Palestina, donde combatí varios años, y, a mi vuelta, la hermosa Berta se convirtió en mi esposa. Ella tampoco te ha visto jamás después de aquella fiesta, y todo lo que has contado es una vana fantasía. Un malvado sortilegio, que despierta cada otoño y desaparece después, te ha tenido, mi pobre Raimundo, encadenado con juegos engañosos durante muchos años. Los días han sido meses para ti. Cuando volví de Tierra Santa nadie supo decirme dónde estabas y todos te creíamos perdido.
A causa de su alegría, Ubaldo no se dio cuenta de que su amigo temblaba cada vez más fuertemente a cada una de sus palabras. Raimundo les miraba a él y a su esposa con ojos extraviados. De repente reconoció a su amigo y a la amada de su juventud, iluminados por la crepitante llama de la chimenea.
‑¡Perdido, todo perdido! ‑exclamó trágicamente. Se separó de los brazos de Ubaldo y huyó velozmente en la noche hacia el bosque.
‑Sí, todo está perdido, y mi amor y toda mi vida no son más que una larga ilusión ‑decía para sí mientras corría, hasta que las luces del castillo de Ubaldo desaparecieron a sus espaldas. Involuntariamente, se había dirigido hacia su propio castillo, al que llegó cuando amanecía.
Había amanecido de nuevo un claro día de otoño, como aquel de muchos años antes, cuando se había marchado del castillo. El recuerdo de aquel tiempo y el dolor por el perdido esplendor de la gloria de su juventud se apoderaron de toda su alma. Los altos tilos del jardín susurraban como antaño, pero la desolación reinaba por todos lados y el viento silbaba a través de los arcos en ruinas.
Entró en el jardín. Estaba desierto y destruido. Sólo algunas flores tardías brillaban acá y allá sobre la hierba amarillenta. Sobre una rama un pájaro cantaba una maravillosa canción que llenaba el corazón de una gran nostalgia.
Era la misma melodía que oyera junto a las ventanas del castillo de Ubaldo. Con terror reconoció también al hermoso y dorado pájaro del bosque encantado. Asomado a una ventana del castillo había un hombre alto, pálido y manchado de sangre. Era la imagen de Ubaldo.
Horrorizado, Raimundo alejó la mirada de esa visión y fijó los ojos en la claridad de la mañana. De repente, vio avanzar por el valle a la hermosa doncella a lomos de un brioso corcel. Estaba en la flor de su juventud. Plateados hilos del verano flotaban a sus espalidas; la gema de su diadema arrojaba desde su frente rayos de verde oro sobre la llanura.
Raimundo, enloquecido, salió del jardín y persiguió a la dulce figura, precedido del extraño canto del pájaro.
A medida que avanzaba, la canción se transformaba en la vieja melodía del cuerno de caza, que en otro tiempo le sedujera.
Mis rizos de oro ondean
Y florece mi joven cuerpo dulcemente,
oyó, como si fuera un eco en la lejanía...
Y los arroyos que en el valle silencioso,
Se alejan susurrantes.
Su castillo, las montañas, y el mundo entero, todo se hundió a sus espaldas.
Y el cálido saludo de amor,
Te ofrece el eco de los cuernos de caza.
¡Dulce amor, ven antes de que callen!
resonó una vez más.
Vencido por la locura, el pobre Raimundo siguió tras la melodía por lo profundo del bosque. Desde entonces nadie le ha vuelto a ver.
***
Ernst Theodor Amadeus Hoffmann
EL HOMBRE DE ARENA
(Der Sandmann, 1817)
Es el cuento más célebre de Hoffmann: fue la fuente principal de la ópera de Offenbach; ha dado pie a un ensayo de Freud sobre lo «perturbador». Escoger uno entre los muchos cuentos de Hoffmann es difícil: si elijo Der Sandmann no es por confirmar la elección más obvia, sino porque este cuento me parece en verdad el más representativo del máximo autor del género durante el siglo XIX (1766‑1822), el más rico en sugestión y el de mayor contenido narrativo. El descubrimiento del inconsciente acontece aquí, en la literatura fantástica romántica, casi cien años antes de que aparezca su primera definición teórica.
Las pesadillas infantiles de Nataniel ‑el cual identifica el coco que su madre le evocaba para que se durmiese con el siniestro personaje del abogado Coppelius, amigo de su padre, y se convence de que éste es el ogro que arranca los ojos a los niños‑ le siguen acompañando de adulto. Mientras estudia en la ciudad, cree descubrir a Coppelius en el piamontés Coppola, vendedor de barómetros y gafas. El amor por la hija del profesor Spalanzani, Olimpia, que no es una muchacha, pese a lo que todos creen, sino un maniquí (este tema del autómata, de la muñeca, reaparecerá con frecuencia en la literatura fantástica), se ve trastornado por nuevas apariciones de Coppola‑Coppelius hasta que se consuma la locura de Nataniel.
EL HOMBRE DE ARENA
Nataniel a Lotario
SIN duda estaréis inquietos porque hace tanto tiempo que no os escribo. Mamá estará enfadada y Clara pensará que vivo en tal torbellino de alegría que he olvidado por completo la dulce imagen angelical tan profundamente grabada en mi corazón y en mi alma. Pero no es así; cada día, cada hora, pienso en vosotros y el rostro encantador de Clara vuelve una y otra vez en mis sueños; sus ojos transparentes me miran con dulzura, y su boca me sonríe como antaño, cuando volvía junto a vosotros. ¡Ay de mí! ¿Cómo podría haberos escrito con la violencia que anidaba en mi espíritu y que hasta ahora ha turbado todos mis pensamientos? ¡Algo espantoso se ha introducido en mi vida! Sombríos presentimientos de un destino cruel y amenazador se ciernen sobre mí, como nubes negras, impenetrables a los alegres rayos del sol. Debo decirte lo que me ha sucedido. Debo hacerlo, es preciso, pero sólo con pensarlo oigo a mi alrededor risas burlonas. ¡Ay, querido Lotario, cómo hacer para intentar solamente que comprendas que lo que me sucedió hace unos días ha podido turbar mi vida de una forma terrible! Si estuvieras aquí, podrías ver con tus propios ojos; pero ciertamente piensas ahora en mí como en un visionario absurdo. En pocas palabras, la horrible visión que tuve, y cuya mortal influencia intento evitar, consiste simplemente en que, hace unos días, concretamente el 30 de octubre a mediodía, un vendedor de barómetros entró en mi casa y me ofreció su mercancía. No compré nada y le amenacé con precipitarle escaleras abajo, pero se marchó al instante.
Sospechas sin duda que circunstancias concretas que han marcado profundamente mi vida, conceden relevancia a este insignificante acontecimiento, y así es en efecto. Reúno todas mis fuerzas para contarte con tranquilidad y paciencia algunas cosas de mi infancia que aportarán luz y claridad a tu espíritu. En el momento de comenzar te veo reír y oigo a Clara que dice: «¡son auténticas chiquilladas!» ¡Reíros! ¡Reíros de todo corazón, os lo suplico! Pero ¡Dios del cielo!, mis cabellos se erizan, y me parece que os conjuro a burlaros de mi en el delirio de la desesperación, como Franz Moor conjuraba a Daniel. Vamos al hecho en cuestión.
Salvo en las horas de las comidas, mis hermanos y yo veíamos a mi padre bastante poco. Estaba muy ocupado en su trabajo. Después de la cena, que, conforme a las antiguas costumbres, se servía a las siete, íbamos todos, nuestra madre con nosotros, al despacho de nuestro padre, y nos sentábamos a una mesa redonda. Mi padre fumaba su pipa y bebía un gran vaso de cerveza. Con frecuencia nos contaba historias maravillosas, y sus relatos le apasionaban tanto que debaja que su pipa se apagase; yo estaba encargado de encendérsela de nuevo con una astilla prendida, lo cual me producía un indescriptible placer. También a menudo nos daba libros con láminas; y permanecía silencioso e inmóvil en su sillón apartando espesas nubes de humo que nos envolvían a todos como la niebla. En este tipo de veladas, mi madre estaba muy triste, y apenas oía sonar las nueve, exclamaba: «Vamos niños, a la cama... ¡el Hombre de Arena está al llegar...! ¡ya le oigo!» Y, en efecto, se oían entonces retumbar en la escalera graves pasos; debía ser el Hombre de Arena. En cierta ocasión, aquel ruido me produjo más escalofrío que de costumbre y pregunté a mi madre mientras nos acompañaba:
‑¡Oye mamá! ¿Quién es ese malvado Hombre de Arena que nos aleja siempre del lado de papá? ¿Qué aspecto tiene?
‑No existe tal Hombre de Arena, cariño ‑me respondió mi madre‑. Cuando digo: viene el Hombre de Arena, quiero decir que tenéis que ir a la cama y que vuestros párpados se cierran involuntariamente como si alguien os hubiera tirado arena a los ojos.
La respuesta de mi madre no me satisfizo y mi infantil imaginación adivinaba que mi madre había negado la existencia del Hombre de Arena para no asustarnos. Pero yo le oía siempre subir las escaleras.
Lleno de curiosidad, impaciente por asegurarme de la existencia de este hombre, pregunté a una vieja criada que cuidaba de la más pequeña de mis hermanas, quién era aquel personaje.
‑¡Ah mi pequeño Nataniel! ‑me contestó‑, ¿no lo sabes? Es un hombre malo que viene a buscar a los niños cuando no quieren irse a la cama y les arroja un puñado de arena a los ojos haciéndoles llorar sangre. Luego, los mete en un saco y se los lleva a la luna creciente para divertir a sus hijos, que esperan en el nido y tienen picos encorvados como las lechuzas para comerles los ojos a picotazos.
Desde entonces, la imagen del Hombre de Arena se grabó en mi espíritu de forma terrible; y, por la noche, en el instante en que las escaleras retumbaban con el ruido de sus pasos, temblaba de ansiedad y de horror; mi madre sólo podía entonces arrancarme estas palabras ahogadas por mis lágrimas: «¡El Hombre de Arena! ¡El Hombre de Arena!» Corría al dormitorio y aquella terrible aparición me atormentaba durante toda la noche.
Yo tenía ya la edad suficiente como para pensar que la historia del Hombre de Arena y sus hijos en el nido de la luna creciente, según la contaba la vieja criada, no era del todo exacta pero, sin embargo, el Hombre de Arena siguió siendo para mí un espectro amenazador. El terror se apoderaba de mí cuando le oía subir al despacho de mi padre. Algunas veces duraba su ausencia largo tiempo; luego, sus visitas volvían a ser frecuentes; aquello duró varios años. No podía acostumbrarme a tan extraña aparición, y la sombría figura de aquel desconocido no palidecía en mi pensamiento. Su relación con mi padre ocupaba cada vez más mi imaginación, la idea de preguntarle a él me sumía en un insuperable temor, y el deseo de indagar el misterio, de ver al legendario Hombre de Arena, aumentaba en mí con los años. El Hombre de Arena me había deslizado en el mundo de lo fantástico, donde el espíritu infantil se introduce tan fácilmente. Nada me complacía tanto como leer o escuchar horribles historias de genios, brujas y duendes; pero, por encima de todas las escalofriantes apariciones, prefería la del Hombre de Arena que
dibujaba con tiza y carbón en las mesas, en los armarios y en las paredes bajo las formas más espantosas. Cuando cumplí diez años, mi madre me asignó una habitación para mí solo, en el corredor, no lejos de la de mi padre. Como siempre, al sonar las nueve, el desconocido se hacía oír, y había que retirarse. Desde mi habitación, le oía entrar en el despacho de mi padre, y poco después, me parecía que un imperceptible vapor se extendía por toda la casa. La curiosidad por ver al Hombre de Arena de la forma que fuese crecía en mí cada vez más. Alguna vez abrí mi puerta, cuando mi padre ya se había ido, y me deslicé en el corredor; pero no pude oír nada, pues siempre habían cerrado ya la puerta cuando alcanzaba la posición adecuada para poder verle. Finalmente, empujado por un deseo irresistible, decidí esconderme en el gabinete de mi padre, y esperar allí mismo al Hombre de Arena.
Por el semblante taciturno de mi padre y por la tristeza de mi madre supe una noche que vendría el Hombre de Arena. Pretexté un enorme cansancio y abandonando la sala antes de las nueve fui a esconderme detrás de la puerta. La puerta de la calle crujió en sus goznes y lentos pasos, tardos y amenazadores, retumbaron desde el vestíbulo hasta las escaleras. Mi madre y los niños pasaron apresuradamente ante mí. Abrí despacio, muy despacio, la puerta del gabinete de mi padre. Estaba sentado, como de costumbre en silencio, y de espaldas a la puerta. No me vio, y corrí a esconderme detrás de una cortina que tapaba un armario en el que estaban colgados sus trajes. Después los pasos se oyeron cada vez más cerca, alguien tosía, resoplaba y murmuraba de forma singular. El corazón me latía de miedo y expectación. Muy cerca de la puerta, un paso sonoro, un golpe violento en el picaporte, los goznes giran ruidosamente. Adelanto a mi pesar la cabeza con precaución, el Hombre de Arena está en medio de la habitación ¡el resplandor de las velas ilumina su rostro! ¡El Hombre de Arena, el terrible Hombre de Arena es el viejo abogado Coppelius que a veces se sienta a nuestra mesa! Pero, el más horrible de los rostros no me hubiera causado más espanto que el de aquel Coppelius. Imagínate un hombre de anchos hombros con una enorme cabeza deforme, una tez mate, cejas grises y espesas bajo las que brillan dos ojos verdes como los de los gatos y una nariz gigantesca que desciende bruscamente sobre sus gruesos labios. Su boca torcida se encorva aún más con su burlona sonrisa; en sus mejillas dos manchas rojas y unos acentos a la vez sordos y silbantes se escapan de entre sus dientes irregulares. Coppelius aparecía siempre con un traje color ceniza, de una hechura pasada de moda, chaqueta y pantalones del mismo color, medias negras y zapatos con hebillas de estrás. Su corta peluca, que apenas cubría su cuello, terminaba en dos bucles pegados que soportaban sus grandes orejas, de un rojo vivo, e iba a perderse en un amplio tafetán negro que se desplegaba aquí y allá en su espalda y dejaba ver el broche de plata que sujetaba su lazo. Aquella cara ofrecía un aspecto horrible y repugnante, pero lo que más nos chocaba a nosotros, niños, eran aquellas grandes manos velludas y huesudas; cuando él las dirigía hacia algún objeto, nos guardábamos de tocarlo. Él se había dado cuenta de esto y se complacía en tocar los pasteles o las frutas confitadas que nuestra madre había puesto sigilosamente en nuestros platos; entonces él gozaba viendo nuestros ojos llenos de lágrimas al no poder ya saborear por asco y repulsion las golosinas que él había rozado. Lo mismo hacía los días de fiesta, cuando nuestro padre nos servía un vasito de vino dulce. Entonces se apresuraba a coger el vaso y lo acercaba a sus labios azulados, y reía diabólicamente viendo cómo sólo podíamos exteriorizar nuestra rabia con leves sollozos. Acostumbraba a llamarnos los animalitos; en presencia suya no nos estaba permitido decir una sola palabra y maldecíamos con toda nuestra alma a aquel personaje odioso, a aquel enemigo que envenenaba deliberadamente nuestra más pequeña alegría. Mi madre parecía odiar tanto como nosotros al repugnante Coppelius, pues, desde el instante en que aparecía, su dulce alegría y su despreocupada forma de ser, se tornaban en una triste y sombría gravedad. Nuestro padre se comportaba con Coppelius como si éste perteneciera a un rango superior y hubiera que soportar sus desaires con buen ánimo. Nunca dejaba de ofrecerle sus platos favoritos y descorchaba en su honor vinos de reserva.
Al ver entonces a Coppelius me di cuenta de que ningún otro podía haber sido el Hombre de Arena; pero el Hombre de Arena ya no era para mí aquel ogro del cuento de la niñera que se lleva a los niños a la luna, al nido de sus hijos con pico de lechuza. No. Era una odiosa y fantasmagórica criatura que dondequiera que se presentase traía tormento y necesidad, causando un mal durable, eterno.
Yo estaba como embrujado, con la cabeza entre las cortinas, a riesgo de ser descubierto y cruelmente castigado. Mi padre recibió alegremente a Coppelius.
‑¡Vamos! ¡al trabajo! ‑exclamó el otro con voz sorda quitándose la levita.
Mi padre, con aire sombrío, se quitó su bata y los dos se pusieron unas túnicas negras. Mi padre abrió la puerta de un armario empotrado que ocultaba un profundo nicho donde había un horno. Coppelius se acercó, y del hogar se elevó una llama azul. Una gran cantidad de extrañas herramientas se iluminaron con aquella claridad. Pero, ¡Dios mío, qué extraña metamorfosis se había operado en los rasgos de mi anciano padre! Un dolor violento y terrible parecía haber cambiado la expresión honesta y leal de su fisonomía, que se había contraído de forma satánica. ¡Se parecía a Coppelius! Éste manejaba unas pinzas incandescentes y atizaba los carbones ardientes del hogar. Creí ver a su alrededor figuras humanas, pero sin ojos. En su lugar había cavidades negras, profundas, horribles.
‑¡Ojos, ojos! ‑gritaba Coppelius con voz sorda, amenazadora.
Grité y caí al suelo violentamente abatido por el miedo. Entonces Coppelius me cogió.
‑¡Pequeña bestia! ¡Pequeña bestia! ‑dijo haciendo crujir los dientes de un modo espantoso. Diciendo esto me arrojó al horno, cuya llama prendía ya mis cabellos.
‑Ahora ‑exclamó‑ ya tenemos ojos, ¡ojos! ¡un hermoso par de ojos de niño! Y con sus manos cogió del hogar un puñado de carbones ardientes que se disponía a arrojar a mis ojos, cuando mi padre, con las manos juntas le imploró:
‑¡Maestro! ¡Maestro! ¡Deja los ojos a mi Nataniel! ¡Déjaselos!
Coppelius se echó a reír de forma estrepitosa.
‑Que el niño conserve sus ojos para que éstos realicen su trabajo en el mundo; pero, puesto que está aquí, observemos atentamente el mecanismo de sus pies y de sus manos.
Sus dedos apretaron todas las articulaciones de mis miembros, que crujieron, y me retorció las manos y los pies de una forma y de otra.
‑¡Esto no está del todo bien! ¡Tan bien como estaba! ¡El viejo lo ha entendido perfectamente!
Coppelius murmuraba esto mientras me retorcía; pero pronto, todo se volvió oscuro y confuso a mi alrededor; un dolor nervioso agitó todo mi ser; no sentí nada más. Un vapor dulce y cálido se derramó sobre mi rostro; desperté como del sueño de la muerte. Mi madre estaba inclinada sobre mí.
‑¿Está aquí el Hombre de Arena? ‑balbucí.
‑No, mi niño, está muy lejos; se fue hace mucho, no te hará daño.
Así decía mi madre, y me besaba estrechando contra su corazón al niño querido que le era devuelto.
¿Para qué cansarte por más tiempo con estas historias, querido Lotario? Fui descubierto y cruelmente maltratado por Coppelius. La ansiedad y el miedo me causaron una ardiente fiebre que padecí durante algunas semanas; «¿Está aún aquí el Hombre de Arena?» Éstas fueron las primeras palabras de mi salvación y el primer signo de mi curación. Sólo me queda contarte el instante más horrible de mi infancia; después te habrás convencido de que no hay que acusarles a mis ojos de que todo me parezca sin color en la vida; pues un sombrío destino ha levantado una densa nube ante todos los objetos, y sólo mi muerte podrá disiparla.
Coppelius no volvió a aparecer, se dijo que había abandonado la ciudad.
Había transcurrido un año, y cierta noche, según la antigua e invariable costumbre, estábamos sentados en la mesa redonda. Nuestro padre estaba muy alegre y nos contaba historias divertidas que le habían sucedido en los viajes de su juventud. En el momento en que el reloj daba las nueve oímos sonar los goznes de la puerta de la casa, y unos graves pasos retumbaron desde el vestíbulo hasta las escaleras.
‑¡Es Coppelius! ‑dijo mi madre palideciendo.
‑Sí, es Coppelius ‑repitió mi padre con voz entrecortada.
Las lágrimas asomaron a los ojos de mi madre:
‑¡Padre! ¿es preciso?
‑Por última vez ‑respondió‑. Viene por última vez, te lo juro. Ve con los niños. Buenas noches.
Yo estaba petrificado, me faltaba el aire. Mi madre, viéndome inmóvil, me cogió del brazo.
‑Ven, Nataniel ‑me dijo‑. Me dejé llevar a mi habitación‑. Estate tranquilo y acuéstate. ¡Duerme! ‑me dijo al irse. Pero un terror invencible me agitaba y no pude cerrar los ojos. El horrible, el odioso Coppelius estaba ante mí, con sus ojos destellantes, sonriéndome hipócrita, e intentaba alejar su imagen. Era cerca de media noche cuando se oyó un golpe violento, como la detonación de un arma de fuego. La casa entera se tambaleó, alguien pasó corriendo por delante de mi cuarto y la puerta de la calle se cerró estrepitosamente de un porrazo.
‑¡Es Coppelius! ‑grité fuera de mí, y salté de la cama. Oí gemidos; corrí a la habitación de mi padre, la puerta estaba abierta, se respiraba un humo asfixiante, y una criada gritaba:
‑¡El señor! El señor!
Delante del horno encendido, en el suelo, yacía mi padre, muerto, con la cara destrozada. Mis hermanas, de rodillas a su alrededor, clamaban y gemían. Mi madre había caído inmóvil junto a su marido.
‑¡Coppelius, monstruo infame! ¡Has asesinado a mi padre! ‑grité. Y caí sin sentido. Dos días más tarde cuando colocaron su cuerpo en el ataúd, sus rasgos habían vuelto a ser serenos y dulces como lo fueron durante toda su vida. Aquella imagen mitigó mi dolor, pensé que su alianza con el infernal Coppelius no le había llevado a la condenación eterna.
La explosión había despertado a los vecinos, el suceso causó sensación, y las autoridades, que tuvieron conocimiento del mismo, requirieron la presencia de Coppelius. Pero había desaparecido de la ciudad sin dejar rastro.
Si te dijera, querido amigo, que el vendedor de barómetros no era otro sino el miserable Coppelius, comprenderías el horror que me produjo tan desgraciada y enemiga aparición. Llevaba otro traje, pero los rasgos de Coppelius están demasiado profundamente marcados en mi alma como para poder equivocarme. Además, Coppelius ni siquiera ha cambiado de nombre. Se hace pasar aquí ‑según tengo oído‑, por un mecánico piamontés llamado Giuseppe Coppola.
Estoy decidido a vengar la muerte de mi padre, pase lo que pase. No digas nada a mi madre de este encuentro cruel. Saluda a la encantadora Clara; le escribiré con una mayor presencia de ánimo.
Queda con Dios, etcétera.
Clara a Nataniel
Es cierto que hace mucho que no me has escrito pero creo, sin embargo, que me llevas en tu alma y en tus pensamientos; pues pensabas vivamente en mí cuando, queriendo enviar tu última carta a mi hermano Lotario la suscribiste a mi nombre. La abrí con alegría y sólo me di cuenta de mi error al ver estas palabras: «¡Ay, mi querido Lotario!» Sin duda no debería haber seguido leyendo y debí entregar la carta a mi hermano. Alguna vez me has reprochado entre risas el que yo tuviera un espíritu tan apacible y tranquilo que si la casa se derrumbara, antes que huir, colocaría en su sitio una cortina mal puesta; pero apenas podía respirar y todo daba vueltas ante mis ojos, mi querido Nataniel, al saber la infortunada causa que ha turbado tu vida. Separación eterna, no verte nunca más, este presentimiento me atravesaba como un puñal ardiente. Leí y volví a leer. Tu descripción del repugnante Coppelius es horrible. Así he sabido la forma cruel en que murió tu anciano y venerable padre. Mi hermano, a quien remití lo que le pertenecía, intentó tranquilizarme, sin conseguirlo. El fatal vendedor de barómetros Giuseppe Coppola me perseguía, y casi me avergüenza confesar que ha turbado, con terribles imágenes, mi sueño siempre profundo y tranquilo. Pero de pronto, desde la mañana siguiente, todo me parece distinto. No estés enfadado conmigo, amor mío, si Lotario te dice que a pesar de tus funestos presentimientos sobre Coppelius no se altera mi serenidad en absoluto. Te diré sinceramente lo que pienso. Las cosas terribles de que hablas tienen su origen dentro de ti mismo, el mundo exterior y real tiene poco que ver. El viejo Coppelius sin duda era repelente, pero, como odiaba a los niños, esto producía en vosotros, niños, verdadero horror hacia él.
El Hombre de Arena de la niñera se asoció en tu imaginación infantil al viejo Coppelius quien, sin que te dieras cuenta, permaneció en ti como un fantasma de tus primeros años. Sus entrevistas nocturnas con tu padre no tenían otro objeto que realizar experimentos de alquimia, cosa que afligía a tu madre pues posiblemente costara mucho dinero; y aquella ocupación, además de llenar a su esposo de una engañosa esperanza de sabiduría, le apartaba del cuidado de su familia. Tu padre sin duda causó su muerte por imprudencia suya, y Coppelius no es culpable. ¿Creerías que ayer pregunté a un viejo vecino boticario si los experimentos químicos podían causar explosiones mortales? Asintió describiéndome largamente a su manera cómo se hacían tales cosas, citándome gran número de palabras extrañas que no he podido retener en mi memoria. Ahora vas a enfadarte con tu Clara; dices: «en su frío espíritu no entra ni un solo rayo misterioso de los que tantas veces abrazan al hombre con sus alas invisibles; ella percibe tan sólo la superficie coloreada del mundo y se alegra como un niño a la vista de frutas cuya dorada cáscara esconde un mortal veneno.»
¡Ah, mi bienamado Nataniel! ¿Acaso no piensas que el sentimiento de un poder enemigo que se agita de manera funesta sobre nuestro ser, no puede penetrar en las almas sonrientes y serenas? Perdóname, si yo, una simple jovencita, intento expresar lo que siento ante la idea de una lucha semejante. Quizá no encuentro las palabras adecuadas y tú te ríes, no de mis pensamientos, sino de mi torpeza para expresarlos. Si realmente existe un poder oculto que tan traidoramente hunde sus garras en nuestro interior para cogernos y arrastrarnos a un camino peligroso que habríamos evitado, si tal fuerza existe, debe doblegarse ante nosotros mismos, pues sólo así ganará nuestra confianza y un lugar en nuestro corazón, lugar que necesita para realizar su obra. Si tenemos la suficiente firmeza, el valor necesario para reconocer el camino hacia el que deben conducirnos nuestra vocación y nuestras inclinaciones, para caminar con paso tranquilo, nuestro enemigo interior perecerá en los vanos esfuerzos que haga por ilusionarnos. También es cierto, añade Lotario, que la tenebrosa presencia a la que nos entregamos, crea con frecuencia en nosotros imágenes tan atrayentes que nosotros mismos producimos el engaño que nos consume. Es el fantasma de nuestro propio Yo cuya influencia mueve nuestra alma y nos sumerge en el infierno o nos conduce al cielo. ¡Te das cuenta, querido Nataniel! Mi hermano y yo hemos hablado de oscuras fuerzas y poderes que a mí, después de haber escrito, no sin esfuerzo, lo más importante, se me aparecen sosegadas, profundas. Las últimas palabras de Lotario no las entiendo del todo bien, sólo intuyo lo que piensa, y sin embargo, me parece rigurosamente cierto. Te lo suplico, aparta de tu pensamiento al odioso abogado Coppelius y al vendedor de barómetros Coppola. Convéncete de que esas extrañas figuras no tienen influencia sobre ti. Sólo la creencia en su poder enemigo las vuelve enemigas. Si cada línea de tu carta no expresara la profunda exaltación de tu espíritu, si el estado de tu alma no afligiera mi corazón, podría bromear sobre tu Hombre de Arena y tu abogado alquimista. ¡Alégrate! Me he prometido estar a tu lado como un ángel guardián y arrojar al odioso Coppola de una loca carcajada si viniera a turbar tu sueño. No le temo en absoluto, ni a él ni a sus horribles manos que no podrían estropearme las golosinas ni arrojarme arena a los ojos.
Hasta siempre, mi bienamado Nataniel, etcétera.
Nataniel a Lotario
Me resulta muy penoso el que Clara, por un error que causó mi negligencia, haya roto el sello de mi carta y la haya leído. Me ha escrito una epístola llena de una profunda filosofía, según la cual me demuestra explícitamente que Coppelius y Coppola sólo existen en mi interior y que se trata de fantasmas de mi Yo que se verán reducidos a polvo en cuanto los reconozca como tales. Uno jamás podría imaginar que el espíritu que brilla en sus claros y estremecedores ojos, como un delicioso sueño, sea tan inteligente y pueda razonar de una forma tan metódica. Se apoya en tu autoridad. ¡Habéis hablado de mí los dos juntos! Le has dado un curso de lógica para que pueda ver las cosas con claridad y razonadamente. ¡Déjalo! Además, es cierto que el vendedor de barómetros Coppola no es el viejo abogado Coppelius. Asisto a las clases de un profesor de física de origen italiano que acaba de llegar a la ciudad, un célebre naturalista llamado Spalanzani. Conoce a Coppola desde hace muchos años, y por otra parte, es fácil observar su acento piamontés. Coppelius era alemán, pero no un alemán honesto. Aun así, no estoy del todo tranquilo. Tú y Clara podéis seguir considerándome un sombrío soñador, pero no puedo apartar de mí la impresión que Coppola y su espantoso rostro causaron en mí. Estoy contento de que haya abandonado la ciudad, según dice Spalanzani. Este profesor es un personaje singular, un hombre rechoncho, de pómulos salientes, nariz puntiaguda y ojos pequeños y penetrantes. Te lo podrías imaginar mejor que con mi descripción mirando el retrato de Cagliostro realizado por Chodowiecki y que aparece en cualquier calendario berlinés; así es Spalanzani. Hacr unos días subiendo a su apartamento observé que una cortina que habitualmente cubre una puerta de cristal estaba un poco separada. Ignoro yo mismo cómo me encontré mirando a través del cristal. Una mujer, alta, muy delgada, de armoniosa silueta, magníficamente vestida, estaba sentada con sus manos apoyadas en una mesa pequeña. Estaba situada frente a la puerta, y de este modo pude contemplar su rostro arrebatador. Pareció no darse cuenta de que la miraba, y sus ojos estaban fijos, parecían no ver; era como si durmiera con los ojos abiertos. Me sentí tan mal que corrí a meterme en el salón de actos que está justo al lado. Más tarde supe que la persona que había visto era la hija de Spalanzani, llamada Olimpia, a la que éste guarda con celo, de forma que nadie puede acercarse a ella. Esta medida debe ocultar algún misterio, y Olimpia tiene sin duda alguna tara. Pero, ¿por qué te escribo estas cosas? Podría contártelas personalmente. Debes saber que dentro de dos semanas estaré con vosotros. Tengo que ver a mi ángel, a mi Clara. Entonces podrá borrarse la impresión que se apoderó de mí (lo confieso), al leer su carta tan fatal y razonable. Por eso no le escribo hoy.
Mil abrazos, etcétera.
Nadie podría imaginar algo tan extraño y maravilloso como lo que le sucedió a mi pobre amigo, el joven estudiante Nataniel, y que voy a referirte, lector. ¿Acaso no has sentido alguna vez tu interior lleno de extraños pensamientos? ¿Quién no ha sentido latir su sangre en las venas y un rojo ardiente en las mejillas? Las miradas parecen buscar entonces imágenes fantásticas e invisibles en el espacio y las palabras se exhalan entrecortadas. En vano los amigos te rodean y te preguntan qué te sucede. Y tú querrías pintar con sus brillantes colores, sus sombras y sus luces destellantes, las vaporosas figuras que percibes, y te esfuerzas inútilmente en encontrar palabras para expresar tu pensamiento. Querrías reproducir con una sola palabra todo cuanto estas apariciones tienen de maravilloso, de magnífico, de sombrío horror y de alegría inaudita, para sacudir a los amigos como con una descarga eléctrica, pero toda palabra, cada frase, te parece descolorida, glacial, sin vida. Buscas y rebuscas, y balbuces y murmuras, y las tímidas preguntas de tus amigos vienen a golpear, como el soplo del viento, tu ardiente imaginación hasta acabar apagándola. Pero si tú, como un hábil pintor, trazas un rápido esbozo de tales imágenes interiores, del mismo modo puedes también animar con poco esfuerzo los colores y hacerlos cada vez más brillantes, y las diversas figuras fascinan a los amigos que te ven en medio del mundo que tu alma ha creado. Debo confesar que, a mí, querido lector, nadie me ha preguntado por la historia del joven Nataniel; pero tú sabes que yo penenezco a esa clase de autores que cuando se encuentra en el estado de ánimo que acabo de describir se imagina que cuantos le rodean, e incluso el mundo entero, le preguntan, «¿qué te pasa? ¡cuéntanos!» Así, una fuerza poderosa me obliga a hablarte del fatal destino de Nataniel. Su vida singular me impresionaba, y por esta razón me atormentaba la idea de comenzar su historia de una manera significativa, original. «Érase una vez...» bonito principio, para aburrir a todo el mundo. «En la pequeña ciudad de S...., vivía...» algo mejor, si se tiene en cuenta que prepara ya el desenlace. O bien entrar in medias res: «‑¡Váyase al diablo! exclamó colérico con los ojos llenos de furia y de espanto el estudiante Nataniel cuando el vendedor de barómetros Giuseppe Coppola... » Así había empezado ya a escribir cuando creí ver algo de burla en la enfurecida mirada de Nataniel, aunque la historia no es en absoluto divertida. No me vino a la mente ninguna frase que reflejara el estallido de colores de la imagen que brillaba en mi interior. Decidí entonces no empezar. Toma, querido lector, las tres cartas que mi amigo Lotario me invitó a compartir como el esbozo del cuadro que me esforzaré, en el curso de la narración, en animar cada vez con más colorido, lo mejor que pueda. Quizá consiga, como un buen retratista, dar a algún personaje un toque expresivo de manera que al verlo lo encuentres parecido al original, aun sin conocerlo, y te parecerá verlo en persona. Quizá creerás, lector, que no hay nada tan maravilloso y fantástico como la vida real, y que el poeta se limita a recoger un pálido brillo, como en un espejo sin pulir.
Para que desde el principio quede claro lo que es necesario saber, hay que añadir como aclaración a las cartas que, inmediatamente después de la muerte del padre de Nataniel, Clara y Lotario, hijos de un pariente lejano también recientemente fallecido, fueron recogidos por la madre de aquél. Clara y Nataniel sintieron una fuerte inclinación mutua, contra la que nadie tuvo nada que oponer. Estaban, pues, prometidos cuando Nataniel abandonó la ciudad para proseguir sus estudios en G. Aquí se encuentra mientras escribe su última carta y asiste al curso del célebre profesor de física Spalanzani.
Ahora podría continuar mi relato tranquilamente, pero la imagen de Clara se presenta ante mis ojos tan llena de vida que no puedo apartarla de mí, como me pasaba siempre que me miraba dulcemente.
No podía decirse que Clara fuese bella, esto pensaban al menos los entendidos en belleza. Sin embargo, los arquitectos elogiaban la pureza de las líneas de su talle; los pintores decían que su nuca, sus hombros y su seno eran tal vez demasiado castos, pero todos amaban su maravillosa cabellera que recordaba a la de la Magdalena y coincidían en el color de su tez, digno de un Battoni. Uno de ellos, un auténtico extravagante, comparaba sus ojos a un lago de Ruisdael, donde se reflejan el azul del cielo, el colorido del bosque y las flores del campo, la vida apacible. Poetas y virtuosos iban más lejos y decían:
‑¡Cómo habláis de lagos y de espejos! No podemos contemplar a esta muchacha sin que su mirada haga brotar de nuestra alma cantos y armonías celestes que nos sobrecogen y nos animan. ¿Acaso no cantamos nos otros también, y alguna vez hasta creemos leer en la tenue sonrisa de Clara, que es como un cántico, no obstante algunos tonos disonantes?
Así era, Clara poseía la imaginación alegre y vivaz de un niño inocente, un alma de mujer tierna y delicada, y una inteligencia penetrante y lúcida. Los espíritus ligeros y presuntuosos no tenían nada que hacer a su lado, pues ella, sin muchas palabras, conforme a su temperamento silencioso, parecía decirles con su mirada transparente y su sonrisa irónica: «Queridos amigos, ¿pretendéis que mire vuestras tristes sombras como auténticas fguras animadas y con vida?» Por esta razón Clara fue acusada por muchos de ser fría, prosaica e insensible. Pero otros, que veían la vida con más claridad, amaban fervorosamente a esta joven y encantadora muchacha; pero nadie tanto como Nataniel, quien se dedicaba a las ciencias y a las artes con pasión. Clara le correspondía con toda su alma. Las primeras nubes de tristeza pasaron por su vida cuando se separó de ella. ¡Con cuánta alegría se arrojó en sus brazos cuando él, al volver a su ciudad natal, entró en casa de su madre, como había anunciado en su última carta a Lotario! Sucedió entonces lo que Nataniel había imaginado; en el momento en que volvíó a ver a Clara desapareció la imagen del abogado Coppelius y la fatal y razonable carta de Clara, que tanto le había contrariado.
Sin embargo, Nataniel tenía razón cuando escribía a su amigo Lotario que su encuentro con el repugnante vendedor de barómetros había ejercido una funesta influencia en su vida. Todos sintieron desde los primeros días de su estancia que Nataniel había cambiado su forma de ser. Se hundía en sombrías ensoñaciones y se comportaba de un modo extraño, no habitual en él. La vida era sólo sueños y presentimientos; hablaba siempre de cómo los hombres, creyéndose libres, son sólo juguete de oscuros poderes, y humildemente deben conformarse con lo que el destino les depara. Aún iba más lejos, y afirmaba que era una locura creer que el arte y las ciencias pueden ser creados a nuestro antojo, puesto que la exaltación necesaria para crear no proviene de nuestro interior sino de una fuerza exterior de la que no somos dueños.
Clara no estaba de acuerdo con esos delirios místicos pero era inútil refutarlos. Sólo cuando Nataniel afirmaba que Coppelius era el principio maligno que se había apoderado de él en el momento en que se escondió tras la cortina para observarle, y que aquel demonio enemigo turbaría su dichoso amor, Clara decía seriamente:
‑Sí, Nataniel, tienes razón, Coppelius es un principio maligno y enemigo, puede actuar de forma espantosa, como una fuerza diabólica que se introduce visiblemente en tu vida, pero sólo si no lo destierras de tu pensamiento y de tu alma. Mientras tú creas en él, existirá; su poder está en tu credulidad.
Nataniel, irritado al ver que Clara sólo admitía la existencia del demonio en su interior quiso probársela por medio de doctrinas místicas de demonios y fuerzas oscuras, pero Clara interrumpió la discusión con una frase indiferente, con gran disgusto de Nataniel. Pensó entonces que las almas frías encerraban estos profundos misterios sin saberlo, y que Clara percenecía a esta naruraleza secundaria, por lo cual decidió hacer todo lo posible para iniciarla en tales secretos. Al día siguiente, mientras Clara preparaba el desayuno, fue a su lado y empezó a leer diversos pasajes de libros místicos, hasta que Clara dijo:
‑Pero, mi querido Nataniel, ¿y si yo te considerase a ti como el principio diabólico que actúa contra mi café? Porque, si me pasara el día escuchándote mientras lees y mirándote a los ojos como tú quieres, el café herviría en el fuego y no desayunaríais ninguno. Nataniel cerró el libro de golpe y se dirigió malhumorado a su habitación.
En otro tiempo había escrito cuentos agradables y animados que Clara escuchaba con indescriptible placer, pero ahora, sus composiciones eran sombrías, incomprensibles, vagas, y podía sentir en el indulgente silencio de Clara, que no eran de su gusto. Nada era peor para Clara que el aburrimiento; su mirada y sus palabras dejaban ver que el sueño se apoderaba de ella. Las obras de Nataniel eran de hecho muy aburridas. Su disgusto por el frío y prosaico carácter de Clara fue en aumento, y Clara no podía vencer el mal humor que le producía el sombrío y aburrido misticismo de Nataniel; y así, sus almas se fueron alejando una de otra, sin que se dieran cuenta. La imagen del odioso Coppelius, como el mismo Nataniel podía reconocer, cada vez era más pálida en su fantasía, y hasta le costaba a menudo un esfuerzo darle vida y color en sus poemas, donde aparecía como un horrible espantajo del destino. Finalmente, el atormentado presentimiento de que Coppelius destruiría su amor le inspiró el tema de una de sus composiciones. Se describía a él mismo y a Clara unidos por un amor fiel, pero, de vez en cuando, una mano amenazadora aparecía en su vida y les arrebataba su alegría. Cuando por fin se encontraban ante el altar aparecía el horrible Coppelius que tocaba los maravillosos ojos de Clara; éstos saltaban al pecho de Nataniel como chispas sangrientas encendidas y ardientes, luego Coppelius se apoderaba de él, le arrojaba a un círculo de fuego que giraba con la velocidad de la tormenta y le arrastraba en medio de sordos bramidos. Es un rugido, como cuando el huracán azota la espuma de las olas en el mar, que se alzan, como negros gigantes de cabeza blanca, en furiosa lucha. En medio de aquel salvaje bramido oye la voz de Clara: «¿No puedes mirarme? Coppelius te ha engañado, no eran mis ojos los que ardían en tu pecho, eran ardientes gotas de sangre de tu propio corazón... yo tengo mis ojos, ¡mírame!» Nataniel piensa: Es Clara, y yo soy eternamente suyo. Es como si dominase el círculo de fuego donde se encuentra, y el sordo estruendo desaparece en un negro abismo. Nataniel mira los ojos de Clara, pero es la muerte la que le contempla amigablemente con los ojos de Clara.
Mientras Nataniel escribía el poema estaba muy tranquilo y reflexivo, limaba y perfeccionaba cada línea, y volcado por completo en la rima, no descansaba hasta conseguir que todo fuera puro y armonioso. Cuando terminó y leyó el poema en voz alta, el horror se apoderó de él y exclamó espantado:
‑¿De quién es esa horrible voz?
Enseguida le pareció, sin embargo, que había escrito un poema excelente, y que podría inflamar el frío ánimo de Clara, sin darse cuenta de que así conseguiría sobresaltarla con terribles imágenes presagiando un destino fatal que destruiría su amor.
Nataniel y Clara se hallaban sentados en el pequeño jardín de su madre. Clara estaba muy alegre, porque Nataniel, desde hacía tres días, durante los cuales había trabajado en el poema, no la había atormentado con sus sueños y presentimientos. También Nataniel hablaba con entusiasmo y alegría de cosas divertidas, de modo que Clara dijo:
‑Ahora vuelvo a tenerre, ¿ves cómo hemos desterrado al odioso Coppelius?
Nataniel entonces se acordó de que llevaba el poema en el bolsillo, y de que deseaba leérselo, sacó las hojas y comenzó su lectura.
Clara, esperando algo aburrido como de costumbre, y resignándose, empezó a hacer punto. Pero, del mismo modo que se van levantando los negros y cada vez más sombríos nubarrones, dejó caer su labor y miró fijamente a Naraniel a los ojos. Éste seguía su lectura fascinado, con las mejillas encendidas y los ojos llenos de lágrimas. Cuando terminó suspiró profundamente abatido, cogió la mano de Clara y sollozando exclamó desconsolado:
‑¡Ah, Clara, Clara! ‑Clara le estrechó contra su pecho y le dijo dulcemente pero seria:
‑Nataniel, querido Nataniel, ¡arroja al fuego esa loca y absurda historia!
Nataniel se levantó indignado y exclamó apartándose de Clara:
‑Eres un autómata inanimado y maldito ‑y se alejó corriendo.
Clara se echó a llorar amargamente, y decía entre sollozos:
‑Nunca me ha amado, pues no me comprende.
Lotario apareció en el cenador y Clara tuvo que contarle lo que había sucedido; como amaba a su hermana con toda su alma, cada una de sus quejas caía como una chispa en su interior de tal modo que el disgusto que llevaba en su corazón desde hacía tiempo contra el visionario Nataniel se transformó en una cólera terrible. Corrió tras él y le reprochó con tan duras palabras su loca conducta para con su querida hermana que el fogoso Nataniel contestó de igual manera. Los insultos de fatuo, insensato y loco, fueron contestados por los de desgraciado y vulgar. El duelo era inevitable. Decidieron batirse a la mañana siguiente detrás del jardín y conforme a las reglas académicas con afilados floretes. Se separaron sombríos y silenciosos. Clara había oído la violenta discusión, y al ver que el padrino traía los floretes al atardecer, presintió lo que iba a ocurrir.
Llegados al lugar del desafío se quitaron las levitas en medio de un hondo silencio, e iban a abalanzarse uno sobre otro con los ojos relampagueantes de ardor sangriento cuando apareció Clara en la puerta del jardín. Separándolos, exclamó entre sollozos:
‑¡Locos, salvajes, tendréis que matarme a mí antes que uno de vosotros caiga!, porque ¿cómo podría seguir viviendo en este mundo si mi amado matara a mi hermano o mi hermano a mi amado?
Lotario dejó caer el arma y bajó los ojos en silencio; pero Nataniel sintió renacer dentro de sí toda la fuerza de su amor hacia Clara de la misma manera que lo había sentido en los hermosos días de la juventud. El arma homicida cayó de sus manos y se arrojó a los pies de Claa diciendo:
‑¿Podrás perdonarme alguna vez tú, mi querida Clara, mi único amor? ¿Podrás perdonarme, querido hermano Lotario?
Lotario se conmovió al ver el profundo dolor de su amigo y derramando abundantes lágrimas se abrazaron los tres y se juraron permanecer unidos por el amor y la fidelidad.
A Nataniel le pareció haberse librado de una pesada carga que le oprimía, como si se hubiera liberado de un oscuro poder que amenazaba todo su ser. Permaneció aún durante tres felices días junto a sus bienamados hasta que regresó a G., donde debía permanecer un año más antes de volver para siempre a su ciudad natal.
A la madre de Nataniel se le ocultó todo lo referente a Coppelius, pues sabían que no podía pensar sin horror en aquel hombre a quien, al igual que Nataniel, culpaba de la muerte de su esposo.
¡Cuál no sería la sorpresa de Nataniel cuando al llegar a su casa vio que ésta había ardido entera, y que sólo quedaban de ella los muros y un montón de escombros! El fuego había comenzado en el laboratorio del químico, situado en el piso bajo; varios amigos, que vivían cerca de la casa incendiada, habían conseguido entrar valientemente en la habitación de Nataniel, situada en el último piso, y salvar sus libros, manuscritos e instrumentos que trasladaron a otra casa donde alquilaron una habitación en la que Nataniel se instaló. No se dio cuenta al principio de que el profesor Spalanzani vivía enfrente, y no llamó especialmente su atención observar que desde su ventana podía ver el interior de la habitación donde Olimpia estaba sentada a solas. Podía reconocer su silueta claramente, aunque los rasgos de su cara continuaban borrosos. Pero acabó por extrañarse de que Olimpia permaneciera en la misma posición, igual que la había descubierto la primera vez a través de la puerta de cristal, sin ninguna ocupación, sentada junto a la mesita, con la mirada fija, invariablemente dirigida hacia él; tuvo que confesarse que no había visto nunca una belleza como la suya, pero la imagen de Clara seguía instalada en su corazón, y la inmóvil Olimpia le fue indiferente, y sólo de vez en cuando dirigía una mirada furtiva por encima de su libro hacia la hermosa estatua, eso era todo. Un día estaba escribiendo a Clara cuando llamaron suavemente a la puerta. Al abrirla, vio el repugnante rostro de Coppola. Nataniel se estremeció; pero recordando lo que Spalanzani le había dicho de su compatriota Coppola y lo que le había prometido a su amada en relación con el Hombre de Arena, se avergonzó de su miedo infantil y reunió todas sus fuerzas para decir con la mayor tranquilidad posible:
‑No compro barómetros, amigo, así que ¡váyase!
Pero Coppola, entrando en la habitación, le dijo con voz ronca, mientras su boca se contraía en una odiosa sonrisa y sus pequeños ojos brillaban bajo unas largas pestañas grises:
‑¡Eh, no barómetros, no barómetros! ¡También tengo bellos ojos..., bellos ojos!
Nataniel espantado exclamó:
‑¡Maldito loco! ¡Cómo puedes tú tener ojos! ¡Ojos!... ¡Ojos!...
Al instante puso Coppola a un lado los barómetros y empezó a sacar del inmenso bolsillo de su levita lentes y gafas que iba dejando sobre la mesa.
‑Gafas para poner sobre la nariz. Ésos son mis ojos, ¡bellos ojos! ‑y, mientras hablaba, seguía sacando más y más gafas, tantas que empezaron a brillar y a lanzar destellos sobre la mesa.
Miles de ojos centelleaban y miraban fijamente a Nataniel, pero él no podía apartar su mirada de la mesa, y Coppola continuaba sacando cada vez más gafas y cada vez eran más terribles las encendidas miradas que disparaban sus rayos sangrientos en el pecho de Nataniel.
Éste, sobrecogido de terror, gritó:
‑¡Detente, hombre maldito! ‑cogiéndole del brazo en el momento en que Coppola hundía de nuevo su mano en el bolsillo para sacar más lentes, por más que la mesa estuviera ya cubierta de ellas.
Coppola se separó de él suavemente con una sonrisa forzada, diciendo:
‑¡Ah, no son para usted, pero aquí tengo bellos prismáticos! ‑y recogiendo los lentes empezó a sacar del inmenso bolsillo prismáticos de todos los tamaños.
En cuanto todas las gafas estuvieron guardadas, Nataniel se tranquilizó, y acordándose de Clara, se dio cuenta de que el horrible fantasma sólo estaba en su interior, ya que Coppola era un gran mecánico y óptico, y en modo alguno el doble del maldito Coppelius. Por otra parte, las lentes que Coppola había extendido sobre la mesa no tenían nada de particular, y menos de fantasmagórico, por lo que Nataniel decidió, para reparar su extraño comportamiento, comprarle alguna cosa. Escogió unos pequeños prismáticos muy bien trabajados, y, para probarlos, miró a través de la ventana. Nunca en su vida había utilizado unos prismáticos con los que pudieran verse los objetos con tanta claridad y pureza. Involuntariamente miró hacia la estancia de Spalanzani. Olimpia estaba sentada, como de costumbre, ante la mesita, con los brazos apoyados y las manos cruzadas. Por primera vez podía Nataniel contemplar la belleza de su rostro. Sólo los ojos le parecieron algo fijos, muertos. Sin embargo, a medida que miraba más y más a través de los prismáticos le parecía que los ojos de Olimpia irradiaban húmedos rayos de luna. Creyó que ella veía por primera vez y que sus miradas eran cada vez más vivas y brillantes. Nataniel permanecía como hechizado junto a la ventana, absorto en la contemplación de la belleza celestial de Olimpia...
Un ligero carraspeo le despertó como de un profundo sueño. Coppola estaba detrás de él:
‑Tre Zechini. Tres ducados.
Nataniel, que había olvidado al óptico por completo, se apresuró a pagarle:
‑¿No es verdad? ¡Buenos prismáticos, buenos prismáticos! ‑decía Coppola con su repugnante voz y su odiosa sonrisa.
‑Sí, sí ‑respondió Nataniel contrariado‑. Adiós, querido amigo.
Coppola abandonó la habitación, no sin antes lanzar una mirada de reojo sobre Nataniel, que le oyó reír a carcajadas al bajar la escalera.
‑Sin duda ‑pensó Nataniel‑ se ríe de mí porque he pagado los prismáticos más caros de lo que valen, más caros de lo que valen.
Mientras decía estas palabras en voz baja le pareció oír en la habitación un profundo suspiro que le hizo contener la respiración sobrecogido de espanto. Se dio cuenta de que era él mismo quien había suspirado así. «Clara tenía razón ‑se dijo a sí mismo‑ al considerararme un visionario, pero lo absurdo, más que absurdo, es que la idea de haber pagado a Coppola los prismáticos más caros de lo que valen me produzca tal terror, y no encuentro cuál puede ser el motivo.»
Se sentó de nuevo para terminar la carta a Clara, pero una mirada hacia la ventana le hizo ver que Olimpia aún estaba allí sentada, y al instante, empujado por una fuerza irresistible, cogió los prismáticos de Coppola y ya no pudo apartarse de la seductora mirada de Olimpia hasta que vino a buscarle su amigo Segismundo para asistir a clase del profesor Spalanzani.
A partir de aquel día, la cortina de la puerta de cristal estuvo totalmente echada, por lo que no pudo ver a Olimpia, y los dos días siguientes tampoco la encontró en la habitación, si bien apenas se apartó de la ventana mirando a través de los prismáticos. Al tercer día estaba la ventana cerrada. Lleno de desesperación y poseído de delirio y ardiente deseo, salió de la ciudad. La imagen de Olimpia flotaba ante él en el aire, aparecía en cada arbusto y le miraba con ojos radiantes desde el claro riachuelo. El recuerdo de Clara se había borrado, sólo pensaba en Olimpia y gemía y sollozaba:
‑Estrella de mi amor, ¿por qué te has alzado para desaparecer súbitamente y dejarme en una noche oscura y desesperada?
Cuando Nataniel volvió a su casa observó una gran agitación en la de Spalanzani. Las puertas estaban abiertas, y unos hombres metían muebles; las ventanas del primer piso estaban abiertas también, y unas atareadas criadas iban y venían mientras carpinteros y tapiceros daban golpes y martilleaban por toda la casa.
Nataniel, asombrado, se detuvo en mitad de la calle. Segismundo se le acercó sonriente y le dijo:
‑¿Qué me dices de nuestro viejo amigo Spalanzani?
Nataniel aseguró que no podía decir nada, puesto que nada sabía de él, y que le sorprendía bastante que aquella casa silenciosa y sombría se viera envuelta en tan gran tumulto y actividad. Segismundo le dijo entonces que al día siguiente daba Spalanzani una gran fiesta con concierto y baile a la que estaba invitada media universidad. Se rumoreaba que Spalanzani iba a presentar por primera vez a su hija Olimpia, que hasta entonces había mantenido oculta, con extremo cuidado, a las miradas de todos. Nataniel encontró una invitación, y, con el corazón palpitante, se encaminó a la hora fijada a casa del profesor cuando empezaban a llegar los carruajes y resplandecían las luces de los adornados salones. La reunión era numerosa y brillante. Olimpia apareció ricamente vestida, con un gusto exquisito, Todos admiraron la perfección de su rostro y de su talle. La ligera inclinación de sus hombros parecía estar causada por la oprimida esbeltez de su cintura de avispa. Su forma de andar tenía algo de medido y de rígido, que causó mala impresión a muchos, y que fue atribuida a la turbación que le causaba tanta gente.
El concierto empezó. Olimpia tocaba el piano con una habilidad extrema, e interpretó un aria con voz tan clara y penetrante que parecía el sonido de una campana de cristal. Nataniel estaba fascinado; se encontraba en una de las últimas filas y el resplandor de los candelabros le impedía apreciar los rasgos de Olimpia. Sin ser visto, sacó los lentes de Coppola y miró a la hermosa Olimpia. ¡Ah!... entonces sintió las miradas anhelantes que ella le dirigía, y que a cada nota le acompañaba una mirada de amor que le atravesaba ardientemente. Las brillantes notas le parecían a Nataniel el lamento celestial de un corazón enamorado, y cuando finalmente la cadencia del largo trino resonó en la sala, le pareció que un brazo ardiente le ceñía y, extasiado, no pudo contenerse y exclamó en voz alta:
‑¡Olimpia!
Todos los ojos se volvieron hacia él, algunos rieron. El organista de la catedral adoptó un aire sombrío y dijo simplemente:
‑Bueno, bueno.
El concierto había terminado y el baile comenzó. «¡Bailar con ella..., bailar con ella!», era ahora su máximo deseo, su máxima aspiración, pero ¿cómo tener el valor de invitarla a ella, la reina de la fiesta?
Sin saber ni él mismo cómo, se encontró junto a Olimpia, a quien nadie había sacado aún; cuando comenzaba el baile y, después de intentar balbucir algunas palabras, tomó su mano. La mano de Olimpia estaba helada, y él se sintió atravesado por un frío mortal, miró a Olimpia fijamente a los ojos, que irradiaban amor y deseo, y al instante le pareció que el pulso empezaba a latir en su fría mano y que una sangre ardiente corría por sus venas. También Nataniel sentía en su interior una ardorosa voluptuosidad, rodeó la cintura de la hermosa Olimpia y cruzó con ella la multitud de invitados.
Creía haber bailado acompasadamente, pero la rítmica regularidad con que Olimpia bailaba y que algunas veces le obligaba a detenerse, le hizo observar enseguida que no seguía los compases. No quiso bailar con ninguna otra mujer, y hubiera matado a cualquiera que se hubiese acercado a Olimpia para solicitar un baile. Si Nataniel hubiera sido capaz de ver algo más que a Olimpia, no habría podido evitar alguna pelea, pues murmullos burlones y risas apenas sofocadas se escapaban de entre los grupos de jóvenes, cuyas curiosas miradas se dirigían a Olimpia, sin que se pudiera saber por qué.
Excitado por la danza y por el vino, había perdido su natural timidez. Sentado junto a Olimpia y con su mano entre las suyas le hablaba de su amor exaltado e inspirado con palabras que nadie, ni él ni Olimpia, habría podido comprender. O quizá Olimpia sí, pues le miraba fijamente a los ojos, y de vez en cuando suspiraba:
‑¡Ah..., ah..., ah...,!
A lo que Nataniel respondía:
‑¡Oh, mujer celestial, divina criatura, luz que se nos promete en la otra vida, alma profunda donde todo mi ser se mira...! ‑y cosas parecidas.
Pero Olimpia suspiraba y contestaba sólo:
‑¡Ah..., ah...!
El profesor Spalanzani pasó varias veces junto a los felices enamorados y les sonrió con satisfacción.
Aunque Nataniel se encontraba en un mundo distinto, le pareció como si de pronto oscureciera en casa del profesor Spalanzani. Miró a su alrededor y observó espantado que las dos últimas velas se consumían y estaban a punto de apagarse. Hacía tiempo que el baile y la música habían cesado.
‑¡Separarnos, separarnos! ‑exclamó furioso y desesperado Nataniel, besó la mano de Olimpia y se inclinó sobre su boca; sus labios ardientes se encontraron con los suyos helados. Se estremeció como cuando tocó por primera vez la fría mano de Olimpia, y la leyenda de la novia muerta le vino de pronto a la memoria; pero al abrazar y besar a Olimpia sus labios parecían cobrar el calor de la vida.
El profesor Spalanzani atravesó lentamente la sala vacía, sus pasos resonaban huecos y su figura, rodeada de sombras vacilantes, ofrecía un aspecto fantasmagórico.
‑¿Me amas? ¿Me amas, Olimpia? ¡Sólo una palabra! ‑murmuraba Nataniel.
Pero Olimpia, levantándose, suspiró sólo:
‑¡Ah..., ah...,!
‑¡Sí, amada estrella de mi amor! ‑dijo Nataniel‑, ¡tú eres la luz que alumbrará mi alma para siempre!
‑¡Ah..., ah...! ‑replicó Olimpia alejándose.
Nataniel la siguió, y se detuvieron delante del profesor.
‑Ya veo que lo ha pasado muy bien con mi hija ‑dijo éste sonriendo‑: así que, si le complace conversar con esta tímida muchacha, su visita será bien recibida.
Nataniel se marchó llevando el cielo en su corazón.
Al día siguiente, la fiesta de Spalanzani fue el centro de las conversaciones. A pesar de que el profesor había hecho todo lo posible para que la reunión resultara espléndida, hubo numerosas críticas, y se dirigieron especialmente contra la muda y rígida Olimpia, a la que, a pesar de su belleza, consideraron completamente estúpida; se pensó que ésta era la causa por la que Spalanzani la había mantenido tanto tiempo oculta. Nataniel escuchaba estas cosas con rabia, pero callaba; pues pensaba que aquellos miserables no merecían que se les demostrara que era su propia estupidez la que les impedía conocer la belleza del alma de Olimpia.
‑Dime, por favor, amigo ‑le dijo un día Segismundo‑, dime, ¿cómo es posible que una persona sensata como tú se haya enamorado del rostro de cera de una muñeca?
Nataniel iba a responder encolerizado, pero se tranquilizó y contestó:
‑Dime, Segismundo, ¿cómo es posible que los encantos celestiales de Olimpia hayan pasado inadvertidos a tus clarividentes ojos? Pero agradezco al destino el no tenerte como rival, pues uno de los dos habría tenido que morir a manos del otro.
Segismundo se dio cuenta del estado de su amigo y desvió la conversación diciendo que en amor era muy difícil juzgar, para luego añadir:
‑Es muy extraño que la mayoría de nosotros haya juzgado a Olimpia del mismo modo. Nos ha parecido ‑no te enfades, amigo‑ algo rígida y sin alma. Su talle es proporcionado, al igual que su rostro, es cierto. Podría parecer bella si su mirada no careciera de rayos de vida, quiero decir, de visión. Su paso es extrañamente rítmico, y cada uno de sus movimientos parece provocado por un mecanismo. Su canto, su interpretación musical tiene ese ritmo regular e incómodo que recuerda el funcionamiento de una máquina, y pasa lo mismo cuando baila. Olimpia nos resulta muy inquietante, no queremos tener nada que ver con ella, porque nos parece que se comporta como un ser viviente pero pertenece a otra naturaleza distinta.
Nataniel no quiso abandonarse a la amargura que provocaron en él las palabras de Segismundo, hizo un esfuerzo para contenerse y respondió simplemente muy serio:
‑Para vosotros, almas prosaicas y frías, Olimpia resulta inquietante. Sólo al espíritu de un poeta se le revela una personalidad que le es semejante. Sólo a mí se han dirigido su mirada de amor y sus pensamientos, sólo en el amor de Olimpia he vuelto a encontrarme a mí mismo. A vosotros no os parece bien que Olimpia no participe en conversaciones vulgares, como hacen las gentes superficiales. Habla poco, es verdad, pero esas pocas palabras son para mí como jeroglíficos de un mundo interior lleno de amor y de conocimientos de la vida espiritual en la contemplación de la eternidad. Ya sé que esto para vosotros no tiene ningún sentido, y es en vano hablar de ello.
‑¡Que Dios te proteja, hermano! ‑dijo Segismundo dulcemente, de un modo casi doloroso‑, pero pienso que vas por mal camino. Puedes contar conmigo si todo... no, no quiero decir nada más.
Nataniel comprendió de pronto que el frío y prosaico Segismundo acababa de demostrarle su lealtad y estrechó de corazón la mano que le tendía.
Había olvidado por completo que existía una Clara en el mundo a la que él había amado; su madre, Lotario, todos habían desaparecido de su memoria, vivía solamente para Olimpia, junto a quien permanecía, cada día, largas horas hablándole de su amor, de la simpatía de las almas y de las afinidades psíquicas, todo lo cual Olimpia escuchaba con una gran atención.
Nataniel sacó de los lugares más recónditos de su escritorio todo lo que había escrito, poesías, fantasías, visiones, novelas, cuentos, y todo esto se vio aumentado con toda clase de disparatados sonetos, estrofas, canciones que leía a Olimpia durante horas sin cansarse. Jamás había tenido una oyente tan admirable. No cosía ni tricotaba, no miraba por la ventana, no daba de comer a ningún pájaro, ni jugaba con ningún perrito, ni con su gato favorito, ni recortaba papeles o cosas parecidas, ni tenía que ocultar un bostezo con una tos forzada; en una palabra, permanecía horas enteras con los ojos fijos en él, inmóvil, y su mirada era cada vez más brillante y animada. Sólo cuando Nataniel al terminar cogía su mano para besarla decía:
‑¡Ah! ¡ah! ‑y luego‑, buenas noches, mi amor.
‑¡Alma sensible y profunda! ‑exclamaba Nataniel en su habitación‑: ¡Sólo tú me comprendes!
Se estremecía de felicidad al pensar en las afinidades intelectuales que existían entre ellos y que aumentaban cada día; le parecía oír la voz de Olimpia en su interior que ella hablaba en sus obras. Debía ser así, pues Olimpia nunca pronunció otras palabras que las ya citadas. Pero cuando Nataniel se acordaba en los momentos de lucidez ‑por ejemplo, cuando se levantaba por las mañanas y en ayunas‑, de la pasividad y del mutismo de Olimpia se decía:
‑¿Qué son las palabras? ¡Palabras! La mirada celestial de sus ojos dice más que todas las lenguas. ¿Puede acaso una criatura del Cielo encerrarse en el círculo estrecho de nuestra forma de expresarnos?
El profesor Spalanzani parecía mirar con mucho agrado las relaciones de su hija con Nataniel, prodigándole a éste todo tipo de atenciones, de modo que cuando se atrevió a insinuar un matrimonio con Olimpia, el profesor, con una gran sonrisa, dijo que dejaría a su hija elegir libremente.
Animado por estas palabras y con el corazón ardiente de deseos, Nataniel decidió pedirle a Olimpia al día siguiente que le dijera con palabras lo que sus miradas le daban a entender desde hacía tiempo, que sería suya para siempre. Buscó el anillo que su madre le diera al despedirse, para ofrecérselo a Olimpia, como símbolo de unión eterna. Las cartas de Clara y de Lotario cayeron en sus manos; las apartó con indiferencia, encontró el anillo y, poniéndoselo en el dedo, corrió de nuevo junto a Olimpia. Al subir las escaleras, y cuando se encontraba ya en el vestíbulo, oyó un gran estrépito que parecía venir del estudio de Spalanzani. Pasos, crujidos, golpes contra la puerta, mezclados con maldiciones y juramentos:
‑¡Suelta! ¡Suelta de una vez!
‑¡Infame!
‑¡Miserable!
‑¿Para esto he sacrificado mi vida? ¡Éste no era el trato!
‑¡Yo hice los ojos!
‑¡Y yo los engranajes!
‑¡Maldito perro relojero!
‑¡Largo de aquí, Satanás!
‑¡Fuera de aquí, bestia infernal!
Eran las voces de Spalanzani y del horrible Coppelius que se mezclaban y retumbaban juntas. Nataniel, sobrecogido de espanto, se precipitó en la habitación. El profesor sujetaba un cuerpo de mujer por los hombros, y el italiano Coppola tiraba de los pies, luchando con furia para apoderarse de él. Nataniel retrocedió horrorizado al reconocer el rostro de Olimpia; lleno de cólera quiso arrancar a su amada de aquellos salvajes, pero al instante, Coppola, con la fuerza de un gigante, cnnsiguió hacerse con ella descargando al mismo tiempo un tremendo golpe sobre el profesor, que fue a caer sobre una mesa llena de frascos, cilindros y alambiques, que se rompieron en mil pedazos. Coppola se echó el cuerpo a la espalda y bajó rápidamente las escaleras profiriendo una horrible carcajada; los pies de Olimpia golpeaban con un sonido de madera en los escalones.
Nataniel permaneció inmóvil; había visto que el pálido rostro de cera de Olimpia no tenía ojos, y que en su lugar había unas negras cavidades; era una muñeca sin vida.
Spalanzani yacía en el suelo, en medio de cristales rotos que le habían herido en la cabeza, en el pecho y en un brazo, y sangraba abundantemente. Reuniendo fuerzas dijo:
‑¡Corre tras él! ¡Corre! ¿A qué esperas? ¡Coppelius me ha robado mi mejor autómata! ¡Veinte años de trabajo! ¡He sacrificado mi vida! Los engranajes, la voz, el paso, eran míos; los ojos, te he robado los ojos, maldito, ¡corre tras él! ¡Devuélveme a mi Olimpia! ¡Aquí tienes los ojos!
Entonces vio Nataniel en el suelo un par de ojos sangrientos que le miraban fijamente. Spalanzani los recogió y se los lanzó al pecho. El delirio se apoderó de él y, confundidos sus sentidos y su pensamiento, decía:
‑¡Huy... Huy...! ¡Círculo de fuego! ¡Círculo de fuego! ¡Gira, círculo de fuego! ¡Linda muñequita de madera, gira! ¡Qué divertido...!
Y precipitándose sobre el profesor le agarró del cuello. Le hubiera estrangulado, pero el ruido atrajo a algunas personas que derribaron y luego ataron al colérico Nataniel, salvando así al profesor. Segismundo, aunque era muy fuerte, apenas podía sujetar a su amigo, que seguía gritando con voz terrible:
‑Gira, muñequita de madera ‑pegando puñetazos a su alrededor. Finalmente consiguieron dominarle entre varios. Sus palabras seguían oyéndose como un rugido salvaje, y así, en su delirio, fue conducido al manicomio.
Antes de continuar, ¡oh amable lector!, con la historia del desdichado Nataniel, puedo decirte, ya que te interesarás por el mecánico y fabricante de autómatas Spalanzani, que se restableció completamente de sus heridas. Se vio obligado a abandonar la universidad porque la historia de Nataniel había producido una gran sensación y en todas partes se consideró intolerable el hecho de haber presentado en los círculos de té ‑donde había tenido cierto éxito‑ a una muñeca de madera. Los juristas encontraban el engaño tanto más punible cuanto que se había dirigido contra el público y con tanta astucia que nadie (salvo algunos estudiantes muy inteligentes) había sospechado nada, aunque ahora todos decían haber concebido sospechas al respecto. Para algunos, entre ellos un elegante asiduo a las tertulias de té, resultaba sospechoso el que Olimpia estornudase con más frecuencia que bostezaba, lo cual iba contra todas las reglas. Aquello era debido, según el elegante, al mecanismo interior que crujía de una manera distinta, etcétera. El profesor de poesía y elocuencia tomó un poco de rapé y dijo alegremente:
‑Honorables damas y caballeros, no se dan cuenta de cuál es el quid del asunto. Todo ha sido una alegoría, una metáfora continuada. ¿Comprenden? ¡Sapienti sat!
Pero muchas personas honorables no se contentaron con aquella explicación; la historia del autómata les había impresionado profundamente y se extendió entre ellos una terrible desconfianza hacia las figuras humanas. Muchos enamorados, para convencerse de que su amada no era una muñeca de madera, obligaban a ésta a bailar y a cantar sin seguir los compases, a tricotar o a coser mientras les escuchaban en la lectura, a jugar con el perrito... etc., y, sobre todo, a no limitarse a escuchar, sino que también debía hablar, de modo que se apreciase su sensibilidad y su pensamiento. En algunos casos, los lazos amorosos se estrecharon más, en otros, ésto fue causa de numerosas rupturas.
‑Así no podemos seguir, decían todos.
Ahora en los tés se bostezaba de forma increíble y no se estornudaba nunca para evitar sospechas.
Como ya hemos dicho, Spalanzani tuvo que huir para evitar una investigación criminal por haber engañado a la sociedad con un autómata. Coppola también desapareció.
Nataniel se despertó un día como de un sueño penoso y profundo, abrió los ojos, y un sentimiento de infnito bienestar y de calor celestial le invadió. Se hallaba acostado en su habitación, en la casa paterna, Clara estaba inclinada sobre él y, a su lado, su madre y Lotario.
‑¡Por fin, por fin, querido Nataniel! ¡Te has curado de una grave enfermedad! ¡Otra vez eres mío!
Así hablaba Clara, llena de ternura, abrazando a Nataniel que murmuró entre lágrimas:
‑¡Clara, mi Clara!
Segismundo, que no había abandonado a su amigo, entró en la habitación. Nataniel le estrechó la mano:
‑Hermano, no me has abandonado.
Todo rastro de locura había desaparecido, y muy pronto los cuidados de su madre, de su amada y de los amigos le devolvieron las fuerzas. La felicidad volvió a aquella casa, pues un viejo tío, de quien nadie se acordaba, acababa de morir y había dejado a la madre en herencia una extensa propiedad cerca de la ciudad. Toda la familia se proponía ir allí, la madre, Nataniel y Clara, quienes iban a contraer matrimonio, y Lotario.
Nataniel estaba más amable que nunca, había recobrado la ingenuidad de su niñez y apreciaba el alma pura y celestial de Clara. Nadie le recordaba el pasado ni en el más mínimo detalle. Sólo cuando Segismundo fue a despedirse de él le dijo:
‑Bien sabe Dios, hermano, que estaba en el mal camino, pero un ángel me ha conducido a tiempo al sendero de la luz. Ese ángel ha sidu Clara.
Segismundo no le permitió seguir hablando temiendo que se hundiera en dolorosos pensamientos.
Llegó el momento en que los cuatro, felices, iban a dirigirse hacia su casa de campo. Durante el día hicieron compras en el centro de la ciudad. La alta torre del ayuntamiento proyectaba su sombra gigantesca sobre el mercado.
‑¡Vamos a subir a la torre para contemplar las montañas! ‑dijo Clara.
Dicho y hecho; Nataniel y Clara subieron a la torre, la madre volvió a casa con la criada, y Lotario, que no tenía ganas de subir tantos escalones, prefirió esperar abajo. Enseguida se encontraron los dos enamorados, cogidos del brazo, en la más alta galería de la torre contemplando la espesura de los bosques, detrás de los cuales se elevaba la cordillera azul, como una ciudad de gigantes.
‑¿Ves aquellos arbustos que parecen venir hacia nosotros? ‑preguntó Clara. Nataniel buscó instintivamente en su bolsillo y sacó los prismáticos de Coppola. Al llevárselos a los ojos vio la imagen de Clara ante él. Su pulso empezó a latir con violencia en sus venas; pálido como la muerte, miró fijamente a Clara, sus ojos lanzaban chispas y empezó a rugir como un animal salvaje; luego empezó a dar saltos mientras decía riéndose a carcajadas:
‑¡Gira muñequita de madera, gira! ‑y, cogiendo a Clara, quiso precipitarla desde la galería; pero, en su desesperación, Clara se agarró a la barandilla. Lotario oyó la risa furiosa del loco y los gritos de espanto de Clara; un terrible presentimiento se apoderó de él y corrió escaleras arriba. La puerta de la segunda escalera estaba cerrada. Los gritos de Clara aumentaban y, ciego de rabia y de terror, empujó la puerta hasta que cedió. La voz de Clara se iba debilitando:
‑¡Socorro, salvadme, salvadme! ‑su voz moría en el aire.
‑¡Ese loco va a matarla! ‑exclamó Lotario. También la puerta de la galería estaba cerrada. La desesperación le dio fuerzas y la hizo saltar de sus goznes. ¡Dios del cielo! Nataniel sostenía en el aire a Clara, que aún se agarraba con una mano a la barandilla. Lotario se apoderó de su hermana con la rapidez de un rayo, y golpeó en el rostro a Nataniel obligándole a soltar la presa. Luego bajó la escalera con su hermana desmayada en los brazos. Estaba salvada.
Nataniel corría y saltaba alrededor de la galería gritando:
‑¡Círculo de fuego, gira, círculo de fuego!
La multitud acudió al oír los salvajes gritos y entre ellos destacaba por su altura el abogado Coppelius, que acababa de llegar a la ciudad y se encontraba en el mercado. Cuando alguien propuso subir a la torre para dominar al insensato, Coppelius dijo riendo:
‑Sólo hay que esperar, ya bajará solo ‑y siguió mirando hacia arriba como los demás. Nataniel se detuvo de pronto y miró fijamente hacia abajo, y distinguiendo a Coppelius gritó con voz estridente:
‑¡Ah, hermosos ojos, hermosos ojos! ‑y se lanzó al vacío.
Cuando Nataniel quedó tendido y con la cabeza rota sobre las losas de la calle, Coppelius desapareció.
Alguien asegura haber visto años después a Clara, en una región apartada, sentada junto a su dichoso marido ante una linda casa de campo. Junto a ellos jugaban dos niños encantadores. Se podría concluir diciendo que Clara encontró por fin la felicidad tranquila y doméstica que correspondía a su dulce y alegre carácter y que nunca habría disfrutado junto al fogoso y exaltado Nataniel.
***
Walter Scott
LA HISTORIA DE WILLIE EL VAGABUNDO
(Wandering Willie's Tale, 1824)
En este cuento histórico de Walter Scott sobre la Escocia del siglo XVII, el más allá se asemeja por completo a la existencia que las almas condenadas llevaban en vida: es un infierno feudal en el que se come, se bebe y se baila. Pero el ser vivo que por una intercesión autorizada (el diablo bajo la forma de un gentil hombre a caballo) pudiera pisar ese mundo, deberá guardarse de las tentaciones que allí se le ofrecen. ¡Ay de él si se lleva a los labios la flauta escocesa que se le pide tocar! Está incandescente por el fuego infernal. Y si acepta acercar a sus labios comida o bebida, jamás podrá volverse atrás. La probibición de probar la comida del país de los muertos es una vieja creencia de la que encontramos huellas tanto en Homero (Ulises y los Lotófagos) como en las religiones orientales.
Las leyendas y las tradiciones locales constituyen una de las inagotables fuentes de la literatura fantástica. Aquí lo sobrenatural de las leyendas religiosas se mezcla con el arte de la novela histórica, del que Walter Scott (1771‑1832) puede considerarse precursor; a ello se le añade la agilidad del relato contado de viva voz y un antecedente de historia policíaca. Otro elemento inesperado: el papel importante que juega un mono, animal que desde Bandello y el Renacimiento sirve a los efectos del género fantástico.
LA HISTORIA DE WILLIE EL VAGABUNDO
PUEDE que hayáis oído hablar de Sir Robert Redgauntlet, del señorío de Redgauntlet, que vivió en estas tierras hace ya mucho tiempo. Siempre se le recordará en la región; nuestros padres solían contener el aliento cuando oían su nombre. Ya estaba con los Highlanders en tiempos de Montrose y estuvo nuevamente en las colinas con Glencairn en el año de 1652; y cuando volvió el rey Carlos II ¿quién gozaba más de su favor sino el señor de Redgauntlet? Fue armado caballero en la corte de Londres por la propia espada del rey. Y como era prelatista acérrimo vino a estas tierras, fiero como un león, con el nombramiento de teniente (y, por lo que sé, de loco) para aplastar a los Whigs y a los Covenanters del país. Y no se anduvo con contemplaciones. Porque los Whigs eran tan tercos como fieros los caballeros y se trataba de ver quien se cansaría primero. Redgauntlet era partidario de emplear mano dura y su nombre era tan conocido en el país como los de Claverhause o Tom Dalyell. Ni valle, ni ladera, ni montaña, ni cueva servían para ocultar a la pobre gente de las montañas cuando Redgauntlet salía en su persecución con cuernos de caza y sabuesos, como si de ciervos se tratase. Y la verdad es que, cuando alcanzaban a alguien, no se andaban con más ceremonias que con un corzo. Tan sólo le preguntaban: «¿Quieres prestar juramento?» Y si no: «Preparados, listos, ¡fuego!», y allí yacía el renegado.
Temido y odiado era Sir Robert a lo largo y ancho de la región. La gente pensaba que tenía tratos con el diablo, que era inmune al acero, y que las balas rebotaban en su armadura como el granizo en la piedra, que tenía una yegua que podía transformarse en liebre en la pared de Garrifra‑gawns, y más cosas por el estilo, que contaré más adelante. La maldición más suave que le dirigían era: «¡Que el diablo se lleve a Redgauntlet!»
Sin embargo, no era un mal amo para los suyos, y sus vasallos le querían. Y los escuderos y soldados que cabalgaban con él durante las persecuciones, como llamaban los Whigs a aquellos tiempos turbulentos, hubieran estado dispuestos en cualquier momento a brindar a su salud hasta quedarse ciegos.
Pues bien, habéis de saber que mi abuelo vivía en los dominios de Redgauntlet. El lugar se llamaba Primrose‑Knowe. Mi familia había vivido allí desde los tiempos de los bandoleros y aun antes. Era un sitio agradable, y estoy convencido de que el aire es más fresco y sano allí que en ninguna otra parte de la comarca. Hoy día está desierto. Hace sólo tres días estuve sentado en el roto umbral de la puerta y me alegré de no poder ver la ruina en que se había convertido.
Pero me estoy desviando de mi historia. Allí habitaba mi abuelo, Sieenie Steenson, que había sido en su juventud algo bribón y un poco vagabundo y era un buen gaitero. Era famoso tocando Hoopers and Girders y no había en Cumberland quien le superase con Jockie Latin. Desde Berwick a Carlisle no había nadie mejor en la back‑lilt. Los hombres como Steenie no tienen madera de Whig, así que se hizo Tory, como los llamaban entonces, lo que ahora llamamos jacobitas, simplemente porque sentía una especie de necesidad de pertenecer a uno de los dos bandos. No les tenía inquina a los Whigs y le gustaba poco ver correr la sangre, aunque, obligado como estaba a seguir a Sir Robert cuando salía a cazar, a reclutar, de vigilancia o de guardia, vio hacer muchas cosas malas y puede que no pudiese evitar hacer algún daño a su vez.
Resulta que Steenie era un poco el favorito de su señor, y conocía a toda la gente del castillo, y a menudo le mandaban buscar para que tocase la gaita mientras se divertían. Al viejo Dougal McCallum, el mayordomo, que había servido a Sir Robert en las duras y en las maduras, en los buenos y en los malos tiempos, en la adversidad y en la fortuna, le gustaba muchísimo la gaita, y de ahí le venía a mi abuelo su buen cartel ante el señor, porque Dougal hacía lo que quería con su amo.
Bueno, llegó la Revolución, que debiera de haber roto los corazones de Dougal y su amo. Pero el cambio no fue tan grande como ambos se temían y otros deseaban. Mucho fanfarronearon los Whigs sobre lo que le iban a hacer a sus viejos enemigos, y en especial a Sir Robert Redgauntlet. Pero había demasiados señores importantes comprometidos en el asunto como para poder hacer tabla rasa y empezar el mundo desde los cimientos, así que el Parlamento hizo la vista gorda; y Sir Robert, salvo que tuvo que conformarse con cazar zorros en vez de Covenanters, siguió siendo el hombre que siempre había sido. Sus fiestas eran tan ruidosas y sus salones estaban tan bien iluminados como siempre, aunque es posible que echara de menos las multas de los no conformistas que solían irle a engordar la despensa y la bodega; porque lo cierto es que empezó a interesarse por las rentas de sus vasallos mucho más de lo que acostumbraba. Y éstos se esforzaban por pagar a tiempo ya que, si no, el señor se disgustaba muchísimo. Y era tan temible que nadie se atrevía a provocar su ira, pues profería tales juramentos, se ponía tan furioso y adquiría un aspecto tan terrible que la gente pensaba que era el mismísimo demonio.
Bueno, mi abuelo no era un buen administrador, tampoco es que fuera despilfarrador, pero no tenía la virtud del ahorro, y se atrasó en dos recibos de la renta. Consiguió salir del primer aprieto el domingo de Pentecostés con buenas palabras y canciones de su gaita, pero, al llegar el día de San Martín, el oficial de guardia le transmitió la orden de que se presentase con la renta un día determinado o tendría que exiliarse del señorío. Arduo trabajo le costó conseguir el dinero. Pero tenía buenos amigos y por fin consiguió reunir el importe, mil monedas de plata. La mayor parte del dinero procedía de un vecino al que llamaban Laurie Lapraik, un zorro astuto. Laurie poseía todo tipo de riquezas, le ponía una vela a Dios y otra al Diablo y era Whig o Tory, pecador o santo según soplasen los vientos. Era un maestro en este mundo de la Revulución, pero le gustaba bastante un soplo de aire mundano de vez en cuando y alguna que otra canción de gaita y, sobre todo, pensó que hacía un buen negocio con el dinero que le prestaba a mi abuelo a cambio de todos los bienes de Primrose‑Knowe como garantía.
Allá que se fue mi abuelo al castillo de Redgauntlet, con la bolsa pesada y el corazón ligero, contento de escapar a la ira de su señor. Bueno, pues lo primero de lo que se enteró en el castillo fue de que a Sir Robert le había dado un ataque de gota del enfado, porque no había aparecido antes de las doce. No era sólo por el dinero, creía Dougal, sino porque no le gustaba tener que prescindir de mi abuelo. Dougal se alegró mucho de ver a Steenie y lo condujo al gran salón de roble, y allí estaba el señor sentado en completa soledad, excepto por la compañía de un mono feo y grande que era su animal favorito; era una bestia maligna que gastaba muchas bromas pesadas ‑difícil de complacer y fácil de enfadar‑, correteaba por todo el castillo parloteando y gritando, robando y mordiendo a la gente, sobre todo cuando iba a hacer mal tiempo o iba a haber problemas de gobierno. Sir Robert lo llamaba Mayor Weir, como a un brujo que habían quemado; y a muy poca gente le gustaba, ni el nombre ni la criatura ‑creían que había algo extraño en ella‑, y mi abuelo no se sintió precisamente feliz cuando la puerta se cerró tras él y se encontró solo en la habitación con el señor, Dougal McCallum y el Mayor, cosa que nunca antes le había ocurrido.
Sir Robert estaba sentado o mejor dicho tendido, en un gran sillón, con su magnífica bata de terciopelo y los pies sobre un taburete, porque sufría de gota y arenilla, y su rostro estaba tan pálido y descompuesto como el de Satanás. El Mayor Weir estaba sentado frente a él, con una casaca roja de encaje y la peluca del señor en la cabeza, y juro que cuando Sir Robert se retorcía de dolor, el mono lo hacía también y formaban una pareja tan perversa cumo aterradora. El abrigo de cuero del señor colgaba de una percha a su espalda, y el sable y las pistolas estaban a su alcance; porque conservaba la vieja costumbre de tener las armas preparadas y un caballo ensillado día y noche, como solía hacer cuando aún podía montar a caballo y salir en persecución de cualquier montañés de que tuviera noticia. Algunos dicen que era por temor a que los Whigs intentaran vengarse, pero yo opino que era simplemente una vieja costumbre, pues no era hombre que se asustara por nada. El libro de cuentas, con sus tapas negras y sus cierres de cobre, estaba frente a él; y había un librillo de canciones obscenas entre las páginas, para mantenerlo abierto en el sitio en que figuraba la evidencia de que el buen hombre de Primrose‑Knowe estaba atrasado en el pago de sus rentas e impuestos. La mirada que Sir Robert dirigió a mi abuelo parecía querer helarle el corazón en el pecho. Puede que hayáis oído decir a la gente que al fruncir las cejas se le formaba el dibujo de una herradura profundamente incrustada en la frente, como si se la hubiesen estampado allí.
‑¿Vienes con las manos vacías, tú, hijo de una gaita desinflada? Brrrrr... si es así...
Mi abuelo, poniendo la mejor cara que pudo, dio un paso adelante y puso la bolsa del dinero sobre la mesa, con movimientos rápidos, como quien está muy seguro de lo que hace. El señor se apresuró a atraerla hacia sí:
‑¿Está todo Steenie?
‑Su Excelencia comprobará que sí ‑dijo mi abuelo.
‑Bien Dougal, dale a Steenie una copa de brandy abajo, mientras cuento el dinero y le extiendo el recibo.
Pero apenas si habían terminado de salir de la habitación cuando Sir Robert dio un grito que conmovió los cimientos de roca del castillo. Volvió Dougal corriendo, volaron los lacayos, grito tras grito daba el señor, a cuál más horrible. Mi abuelo no sabía si quedarse o salir corriendo, pero se aventuró a regresar al salón, donde el lío era tan fenomenal que nadie se preocupaba de quién salía o entraba. El señor daba terribles alaridos pidiendo agua fría para los pies y vino para refrescar la garganta. Y la palabra infierno ‑infierno, infierno y sus llamas‑ no se le caía de la boca. Y cuando le trajeron agua y sumergieron sus hinchados pies en el barreño gritó que estaba ardiendo; y muchos dicen que realmente burbujeaba y humeaba como un caldero en ebullición. Le tiró la copa a la cabeza a Dougal y gritó que le había dado sangre en vez de borgoña; y efectivamente, al día siguiente los criados limpiaron sangre coagulada de la alfombra. El mono al que llamaban Mayor Weir se retorcía y gritaba como si estuviese haciéndole burla a su amo. Mi abuelo estuvo a punto de perder la cabeza, olvidó el dinero y el recibo y salió disparado escaleras abajo; pero conforme corría, los gritos fueron haciéndose cada vez más débiles, se oyó un largo y tembloroso gemido y la noticia de que el señor había muerto se extendió por el castillo.
Bueno, mi abuelo se fue con las manos vacías confiando en que Dougal hubiera visto la bolsa del dinero y hubiera oído al señor hablar de redactar el recibo. El joven señor, ahora Sir John, vino de Edimburgo para arreglar las cosas. Sir John y su padre nunca se habían llevado bien. Sir John había estudiado para abogado y luego había tenido un escaño en el último Parlamento escocés y votado a favor de la Unión, habiendo obtenido, se creía, un buen bocado de las compensaciones. Si su padre hubiera podido salir de la tumba le hubiera parado la cabeza con las piedras de su propia lápida.
Algunos creían que era más fácil tratar con el viejo y rudo caballero que con el joven, a pesar de sus suaves maneras, pero ya hablaremos de eso más adelante.
Dougal McCallum, pobre hombre, ni lloraba, ni se lamentaba, sino que se paseaba por la casa como un muerto, pero dirigiendo, como era su deber, todos los preparativos para el grandioso funeral. Pero conforme se aproximaba la noche Dougal tenía cada vez peor aspecto y era siempre el último en irse a la cama, que estaba en una pequeña alcoba justo enfrente de la cámara que su amo ocupaba mientras vivió, y donde ahora yacía de cuerpo presente, como se dice. La noche del funeral, Dougal no pudo mantenerse callado por más tiempo. Olvidó su orgullo y le pidió al viejo Hutcheon que se sentara con él durante un rato. Cuando estuvieron en la habitación, Dougal se sirvió una copa de brandy y le sirvió otra a Hutcheon, y le deseó salud y larga vida y dijo que, por su parte, no le quedaba mucho de estar en este mundo. Porque todas las noches desde la muerte de Sir Robert, había sonado el silbato de plata desde la cámara mortuoria, como lo solía hacer por la noche, en vida de Sir Robert, para llamar a Dougal a que le ayudase a darse la vuelta en la cama. Dougal dijo que, al estar solo en aquel piso de la torre (porque nadie quería velar a Sir Robert Redgauntlet como se vela a cualquier otro cadáver) no se había atrevido a responder a la llamada, pero que ahora su conciencia le reprochaba el haber descuidado su deber; porque:
‑Aunque la muerte libera del voto de obediencia ‑dijo McCallum‑ nunca romperé mi voto a Sir Robert; y contestaré a su próximo silbido, así que te ruego que te quedes conmigo, Hutcheon.
Hutcheon no sentía deseo alguno de hacerlo, pero había luchado y pasado penalidades junto a Dougal y no iba a fallarle en aquel aprieto; así que los dos sirvientes se sentaron ante una copa de brandy y Hutcheon, que era algo clerical, hubiera leído un capítulo de la Biblia, pero Dougal no quiso oír sino un párrafo de David Lindsay, cosa que no era prrcisamente lo más adecuado.
A medianoche, cuando la casa estaba silenciosa como una tumba, se oyó el sonido del silbato, tan claro y penetrante como si Sir Robert estuviera tocándolo, y allá que se levantaron los dos viejos servidores y se dirigieron tambaleándose a la habitación donde yacía el muerto: Hutcheon vio lo suficiente al primer vistazo, porque había antorchas en la habitación que le mostraron al maldito diablo en persona, sentado sobre el ataúd del señor. Se desplomó como un muerto y no pudo decir durante cuánto tiempo yació en trance en la puerta, pero cuando volvió en sí, llamó a su compañero y, al no encontrar respuesta, alertó al resto de la casa. Dougal fue encontrado muerto a dos pasos de la cama donde estaba colocado el ataúd de su señor. Respecto al silbato, éste había desaparecido por completo, pero muchas veces se lo oía en lo alto de la casa, en las almenas y en las viejas chimeneas y torreones donde anidan los búhos. Sir John acalló el incidente y el funeral transcurrió sin más contratiempos.
Cuando todo hubo terminado y el Señor empezó a poner orden en sus asuntos, todos los vasallos fueron llamados a pagar sus atrasos y mi abuelo lo fue por toda la suma que se suponía que debía. Bueno, pues allá se va para el castillo a contar la historia, y allí fue llevado a presencia de Sir John, sentado en la silla de su padre, de luto riguroso, con brazalete y corbata negras y un pequeño estoque de paseo junto a él, en vez del viejo sable que, con la hoja, la empuñadura y la funda, pesaba un quintal. Tantas veces he oído contar la conversación que sostuvieron que casi me parece haberla presenciado, aunque aún no había nacido por aquel entonces.
‑Le deseo felicidad, señor del gran asiento, el pan blanco y el ancho señorío.
Su padre era un hombre amable para sus amigos y sirvientes; es un honor para usted, Sir John, llevar sus zapatos ‑sus botas debería decir‑ porque rara vez se ponía zapatos, a no ser las zapatillas cuando tenía la gota.
‑Ay, Steenie ‑replicó el Señor, dando un profundo suspiro y llevándose el pañuelo a los ojos‑, la suya fue una muerte repentina y el país lo echará de menos; no tuvo tiempo de ordenar sus asuntos, pero sin duda estaba preparado para Dios, que es lo que cuenta, y nos dejó una enredada madeja que deshilvanar. Ejem, ejem, Steenie... podemos ir al grano; tengo mucho trabajo que hacer y poco tiempo para hacerlo.
Y con esto abrió el libro fatídico. He oído hablar de algo a lo que llaman el iibro del Juicio Final y estoy seguro de que era un libro de vasallos deudores.
‑Stephen ‑dijo Sir John con el mismo tono de voz, suave y meloso‑ Stephen Stevenson o Steenson, apareces aquí con un año de atraso en el pago de tus rentas. Vencía el trimestre pasado.
Stephen: Por favor, Excelencia, Sir John, se lo pagué a vuestro padre.
Sir John: Entonces tendrás un recibo, Stephen. ¿Puedes presentarlo?
Stephen: No tuve tiempo, Excelencia, porque no había hecho más que entregar el dinero y justo cuando Su Excelencia Sir Robert, que en paz descanse, lo cogió para contarlo y extender el recibo, le asaltaron los dolores que le causaron la muerte.
‑Mala suerte ‑dijo Sir John tras una pausa‑, pero quizá lo pagaste en presencia de alguien. Sólo quiero una prueba palpable, Stephen. No pretendo aprovecharme de un pobre hombre.
Stephen: La verdad, señor, no había nadie en la habitación excepto Dougal McCallum, el mayordomo. Pero, como sabe Su Excelencia, ha seguido el mismo destino que su antiguo amo.
‑Mala suerte otra vez ‑dijo Sir John, sin alterar la voz ni una octava‑, el hombre al que le pagaste está muerto y el hombre que presenció el pago también, y del dinero, que debería haber aparecido, no hay ni rastro en los inventarios. ¿Cómo voy a creérmelo?
Stephen: No lo sé, Excelencia, pero aquí tengo anotadas cada una de las monedas; porque ¡Dios me ayude!, tuve que pedirlas prestadas a veinte bolsillos distintos, y estoy seguro de que todos estarán dispuestos a jurar para qué tomé prestado el dinero.
Sir John: No dudo de que tomaste prestado el dinero, Steenie. Es de la entrega del dinero a mi padre de lo que quiero alguna prueba.
Stephen: Puede que el dinero esté en algún sitio de la casa, Sir John. Y puesto que Vuestra Excelencia nunca lo recibió y Su Excelencia que en paz descanse no pudo llevárselo, puede que alguien de la familia lo haya visto.
Sir John: Preguntaremos a los criados, Stephen; es lo razonable.
Pero criados y criadas, pajes y caballerizos, todos negaron de firme haber visto nunca una bolsa de dinero como la que describía mi abuelo. Para empeorarlo, Steenie no había comunicado a ningún ser vivo que se proponía pagar la renta. Una doncella había notado que llevaba algo bajo el brazo, pero creyó que era la gaita.
Sir John Redgauntlet ordenó salir a los sirvientes y a continuación dijo a mi abuelo:
‑Ahora Steenie, ves que has tenido un trato justo; y puesto que no me cabe duda de que tú sabes mejor que nadie dónde encontrar la bolsa, te pido, de buenas maneras y por tu propio bien, que termines de una vez con este fastidioso asunto; o pagas o te vas de mis tierras.
‑Que el Señor me perdone ‑dijo Steenie, ya agotados todos sus recursos‑, yo soy un hombre honrado.
‑Yo también, Stephen ‑dijo Su Excelencia‑ y también lo son todos los de esta casa, espero. Pero si hay algún granuja entre nosotros debe de ser aquel que cuenta una historia que no puede probar ‑hizo una pausa y añadió, con más seriedad‑: si entiendo tu jugada, intentas aprovecharte de algunas habladurías maliciosas sobre mi familia y en especial sobre la repentina muerte de mi padre, para estafarme el dinero y quizá desacreditarme, insinuando que ya he recibido la renta que reclamo. ¿Dónde supones que puede estar el dinero? Insisto en saberlo.
Mi abuelo lo vio todo tan en su contra que casi se dejó llevar por la desesperación, sin embargo se removió un poco, miró a todos lados y permaneció en silencio.
‑Habla, bribón ‑dijo el señor, con el mismo aspecto de su padre, ése tan especial que tenía cuando se enfadaba (parecía como si las arrugas de la frente formaran la misma aterradora herradura en el ceño)‑ ¡Habla! Quiero saber lo que piensas. ¿Crees que el dinero lo tengo yo?
‑Lejos de mí afirmar tal cosa ‑respondió Stephen.
‑¿Acusas a alguno de mis criados de haberlo robado?
‑No me gustaría acusar a un inocente. Y si alguno fuera el culpable no tengo pruebas.
‑En alguna parte tiene que estar el dinero, si hay algo de verdad en tu historia ‑dijo Sir John‑, te pregunto dónde crees que está y exijo una respuesta.
‑En el infierno, si de verdad quiere saber lo que pienso ‑dijo mi abuelo, sintiéndose completamente acorralado‑; en el infierno, con el padre de Vuestra Excelencia, su mono y su silbato de plata.
Salió corriendo escaleras abajo (porque el salón no era un lugar seguro para él después de haber dicho tales palabras) y oyó al señor maldecirle a sus espaldas, con la misma soltura con que lo hacía Sir Robert, llamando a gritos al alguacil y al oficial de guardia. Cabalgó mi abuelo hasta la casa de su principal acreedor (aquel al que llamaban Laurie Lapraik) para ver si podía sacarle algo; pero cuando le contó la historia, no obtuvo más que los peores insultos de su repertorio ‑ladrón, mendigo y granuja fueron los más suaves‑; y junto a los insultos sacó de nuevo a relucir la historia de que mi abuelo se había manchado las manos con la sangre de los justos, como si un vasallo hubiera podido negarse a cabalgar junto a su señor, y más junto a un señor como Sir Robert Redgauntlet. A estas alturas a mi abuelo se le había agotado la paciencia y cuando él y Laurie estaban a punto de echarse a las manos, tuvo la desfachatez suficiente de insultarle, tanto al hombre como a lo que éste decía, y dijo unas cosas que hicieron ponerse lívidos a los que las oyeron; estaba fuera de sí, y además había convivido con gente que no se mordía la lengua.
Por fin les separaron y mi abuelo volvió a casa por el bosque de Pitmurkie, que, según dicen, está todo lleno de abetos negros ‑conozco el bosque, pero no sabría decir si los abetos son blancos o negros‑. A la entrada del bosque hay un prado, y en el borde del prado una pequeña posada solitaria que en aquella época estaba a cargo de una posadera a la que llamaban Tibbie Faw, y allí el pobre Steenie pidió media pinta de brandy, porque no había tomado ningún refrigerio en todo el día. Tibbie insistió en que comiera algo, pero él no quiso ni oír hablar de ello, ni consintió en bajar de su cabalgadura, y se tomó todo el brandy en dos tragos, haciendo cada vez un brindis: el primero a la memoria de Sir Robert Redgauntlet, para que no descansara en su tumba hasta que hubiera hecho justicia a su pobre vasallo; y el segundo a la salud del Enemigo del Hombre si le devolvía el saco con el dinero o le decía lo que había sido de él, porque veía que todo el mundo iba a considerarle un ladrón y un estafador, y eso le sentaba aún peor que la pérdida de todos sus bienes.
Siguió cabalgando, sin importarle a dónde. La noche era oscura y los árboles la oscurecían todavía más, asi que dejó al animal elegir su propio camino a través del bosque cuando, de repente, de estar cansado y agotado, el rocín empezó a trotar, galopar y encabritarse, hasta el punto de que mi abuelo apenas podía mantenerse en la silla. Y conforme sucedía esto, un jinete, acercándose de repente a él, le dijo:
‑Una bestia valerosa la suya, amigo, ¿estaría dispuesto a venderla? ‑y diciendo esto, tocó el cuello del caballo con su fusta y éste volvió a su antiguo trote cansino y vacilante‑. Pero pronto se le acaba el valor, me parece ‑continuó el extraño‑ y lo mismo les ocurre a muchos hombres, que se creen capaces de grandes cosas hasta que les llega el momento de demostrarlo.
Mi abuelo apenas si prestó atención a sus palabras, sino que espoleó a su caballo con un:
‑Buenas noches, amigo.
Pero al parecer el extraño no era de los que dan fácilmente su brazo a torcer porque, calbalgase como cabalgase Steenie, siempre estaba a su lado. Por fin mi abuelo empezó a enfadarse y, a decir verdad, a asustarse.
‑¿Qué queréis de mí, amigo? ‑dijo‑. Si sois un ladrón, no tengo dinero; si sois un hombre honrado que quiere compañía, no tengo ánimos para hablar o bromear; y si queréis saber el camino, apenas lo conozco yo mismo.
‑Si hay algo que te atormente ‑dijo el extraño‑ cuéntamelo, soy alguien que, aunque ha sido muy calumniado en este mundo, no tiene igual para ayudar a sus amigos.
Así que mi abuelo, más para aliviar su propia congoja que porque esperase ayuda alguna, le contó toda la historia.
‑Estás en un buen aprieto ‑dijo el extraño‑, pero creo que puedo ayudarte.
‑Si podéis prestarme el dinero y no esperáis que os lo devuelva en mucho tiempo... no sé de otra ayuda en la tierra ‑dijo mi abuelo.
‑Puede que la haya debajo de ella ‑replicó el extraño‑. Venga, seré sincero contigo. Podría prestarte el dinero a cambio de un contrato, pero puede que sintieses escrúpulos al ver los términos. Aun así puedo decirte que tus juramentos y los lamentos de tu familia han turbado el descanso de tu viejo Señor en su tumba y que si te atreves a aventurarte a ir a verle, te dará el recibo.
A mi abuelo se le pusieron los pelos de punta al oír la oferta, pero pensó que su compañero podía ser algún bromista que estaba tratando de amedrentarle y que quizá acabaría prestándole el dinero. Además, el brandy le infundía valor y estaba desesperado por la angustia; así que le dijo que tenía suficientes agallas para ir a las puertas del infierno, y aún más allá, por aquel recibo. El extraño se echó a reír.
Bueno, pues siguieron cabalgando por lo más espeso del bosque cuando, de repente, el caballo se detuvo a la puerta de una gran casa; y, si no fuera porque sabía que el lugar estaba a diez millas de distancia, mi abuelo hubiera pensado que se trataba del castillo de Redgauntlet. Atravesando el arco de la vieja puerta, entraron en el patio. Vieron todo el frente de la casa iluminado y oyeron gaitas y violines, y había tanto baile y bullicio dentro como solía haber en la casa de Sir Robert en Navidades y en otras grandes ocasiones. Se apearon de sus caballos y a mi abuelo le pareció que ataba el suyo a la misma argolla a la que lo había atado aquella mañana cuando acudió a presentarse al joven Sir John.
‑¡Dios! ‑exclamó mi abuelo‑ ¡si parece que la muerte de Sir Robert sólo ha sido un sueño!
Llamó a la puerta del vestíbulo, como acostumbraba, y su viejo conocido Dougal McCallum, también como de costumbre, vino a abrir la puerta y dijo:
‑Gaitero Steenie, ¿estás ahí, chico? Sir Robert ha estado llamándote.
A mi abuelo le parecía que estaba soñando. Buscó al extraño, pero había desaparecido por el momento. Por fin trató simplemente de decir:
‑Hola Dougal del Más Allá ¿estás vivo? Creía que estabas muerto.
‑No te preocupes por mí ‑dijo Dougal‑, sino por ti; y cuida de no tomar nada de nadie aquí, ni comida, ni bebida, ni dinero, excepto el recibo que te pertenece.
Y dicho esto, le guió a través de salones y estancias que mi abuelo conocía muy bien, hasta llegar al viejo salón de roble; había en él ese mismo cantar, canciones profanas, escanciar vino, blasfemar y contar obscenidades que siempre había habido en el castillo de Redgauntlet en sus mejores tiempos. Pero ¡que Dios nos ampare! ¡Qué colección de juerguistas fantasmales se sentaban a la mesa! Mi abuelo reconoció a varios que hacía ya tiempo que se habían convertido en polvo, porque a menudo había tocado para ellos en el vestíbulo de Redgauntlet. Allí estaba el fiero Middleton, y el disoluto Rothes, y el astuto Lauderdale; y Dalyell, con la cabeza calva y barba hasta la cintura; y Earlshall, con la sangre de Cameron en sus manos; y el cruel Bonshaw, que desmembró a Mr. Cargill; y Dunbarton Douglas, dos veces traidor, a su patria y a su rey. Allí estaba el sanguinario abogado McKenyie que, por su sabiduría y su astucia mundana, había sido como un dios para el resto. Y allí estaba Claverhouse, tan bello como cuando vivía, con sus largos y oscuros rizos cayéndole sobre la casaca de encaje y la mano izquierda siempre en el hombro derecho, para ocultar la herida que la bala de plata le había hecho. Sc sentaba aparte de todos los demás y los miraba con expresión melancólica y altiva; mientras, el resto aullaba, cantaba y reía de tal modo que la habitación retumbaba. Pero, de vez en cuando, sus sonrisas se contraían de manera tan horrible y sus risas eran tan salvajes que a mi abuelo se le pusieron azules las uñas y se le heló la médula de los huesos.
Los que servían las mesas eran los mismos sirvientes y soldados que habían ejecutado sus crueles órdenes en la tierra.
Estaba el Mozo Largo de Nethertown, que ayudó a tomar Argyle; y el que intimidó al obispo, al que llamaban el Sonajero del Diablo; y los malvados guardias con sus casacas de encaje; y los salvajes amoritas de las Tierras Altas, que derramaban sangre como si fuera agua; y muchos sirvientes altivos, de corazón soberbio y manos ensangrentadas, serviles con los ricos para hacerlos aún peores de lo que hubieran sido, despiadados con los pobres hasta convertirlos en polvo una vez despedazados por los ricos. Y muchos, muchos más iban y venían, tan atareados como en vida.
En medio de aquel terrible escándalo, Sir Robert Redgauntlet llamó con voz de trueno al gaitero Steenie, para que se acercase a la mesa principal, donde él estaba sentado, con las piernas extendidas y envueltas en franela; las pistolas estaban junto a él y el sable apoyado en la silla, justo como mi abuelo lo había visto por última vez en la tierra, incluso el cojín del mono estaba allí, pero no la criatura‑ no le había llegado la hora, probablemente, porque, al aproximarse, oyó decir a uno de ellos:
‑¿No ha venido aún el Mayor? Y el otro contestó:
‑Estará aquí antes de la mañana.
Y cuando mi abuelo se adelantó, Sir Robert, o su fantasma, o el diablo con su apariencia, dijo:
‑Bueno, gaitero ¿has arreglado lo de la renta anual con mi hijo?
Con gran esfuerzo, mi abuelo consiguió el aliento suficiente para decir que Sir John no se conformaría sin el recibo de Su Excelencia.
‑Lo tendrás a cambio de alguna melodía, Steenie ‑dijo la apariencia de Sir Robert‑, toca para nosotros Veel Horldled Luckie.
Aquélla era una melodía que mi abuelo aprendió de un brujo, quien a su vez la había oído cuando estaban adorando a Satanás en sus aquelarres, y mi abuelo la había tocado algunas veces en las ruidosas cenas del castillo de Redgauntlet, pero siempre a disgusto. Y ahora, con sólo mencionarla, sintió frío y, para excusarse, dijo que no llevaba la gaita consigo.
‑McCallum, tú, hijo de Belcebú ‑dijo el terrible Sir Robert‑, tráele a Steenie la gaita que tengo para él.
McCallum trajo una gaita que podía haber servido a Donald de las Islas. Pero, al ofrecérsela, le dio a mi abuelo un ligero codazo y, mirando de reojo con atención, Steenie vio que el caramillo era de acero y había sido calentado al rojo vivo. Así que tuvo buen cuidado de no tocarlo con los dedos. Se excusó de nuevo y dijo que estaba tan débil y asustado que no tenía bastante aliento para tocar.
‑Entonces debes comer y beber, Steenie ‑dijo la figura‑, porque poco más hacemos aquí; y no está bien que conversen un hombre harto y otro hambriento.
Pero aquéllas eran las mismísimas palabras que el sanguinario conde de Douglas dijo para entretener al mensajero del rey mientras le cortaba la cabeza a McLellan de Bombie en el castillo de Threave; y eso puso a Steenie aún más en guardia. Así que alzó la voz como un hombre y dijo que no había ido allí a comer, ni a beber ni a tocar la gaita, sino a recuperar lo suyo, a saber qué había sido del dinero que había pagado y a conseguir un recibo a cambio; y en ese momento se sentía tan valiente que instó a Sir Robert en nombre de su conciencia (no tuvo valor para decir el nombre sagrado) a que, si quería descansar en paz, no le tendiese más trampas y le diese lo que le pertenecía.
La aparición rechinó los dientes y se rió, pero sacó el recibo de una gran carpeta y se lo tendió a Steenie:
‑Ahí tienes tu recibo, perro despreciable; y en cuanto al dinero, el hijo de perra de mi hijo puede ir a buscarlo a la Cuna del Gato.
Mi abuelo le dio las gracias y estaba a punto de retirarse cuando Sir Robert gritó:
‑¡Detente, tú, condenado hijo de puta! No he terminado contigo. Aquí no hacemos nada gratis; tienes que volver dentro de doce meses, a rendir a tu amo el homenaje que le debes por su protección.
A Steenie se le desató la lengua de repente y dijo en voz alta:
‑Me debo al servicio de Dios y no al vuestro.
No había terminado de pronunciar estas palabras cuando se hizo la oscuridad a su alrededor y cayó a tierra con tal fuerza que perdió a la vez la respiración y el sentido.
Cuánto tiempo yació tendido allí no supo decirlo, pero cuando volvió en sí estaba tendido en el viejo cementerio de la iglesia de Redgauntlet, justo en la puerta del panteón de la familia, y el escudo de armas del viejo caballero, Sir Robert, colgaba sobre su cabeza. Una densa niebla matinal se extendía sobre la hierba y alrededor de las lápidas, y su caballo pacía tranquilamente junto a las dos vacas del párroco. Steenie habría pensado que todo había sido un sueño de no haber tenido el recibo en la mano, claramente escrito y firmado por el viejo señor; tan sólo las últimas letras del nombre eran un poco irregulares, como si hubiesen sido escritas por alguien víctima de un dolor repentino.
Profundamente preocupado, mi abuelo abandonó aquel triste lugar, cabalgó a través de la niebla hasta el castillo de Redgauntlet y con gran dificultad consiguió hablar con el señor.
‑Bueno, ¿me traes la renta, bribón arruinado? ‑fueron sus primeras palabras.
‑No, ‑contestó mi abuelo‑, no la traigo. Pero le traigo el recibo que Sir Robert me dio.
‑¿Cómo bribón? ¡El recibo de Sir Robert! ¡Me dijiste que no te había dado ninguno!
‑¿Quiere Vuestra Excelencia ver si estas pocas líneas son correctas?
Sir John examinó cada línea y cada letra con gran atención y, por último, la fecha que mi abuelo no había notado. En el lugar que me corresponde ‑leyó‑ a veinticinco de noviembre.
‑¡Qué! ¡Eso fue ayer! Villano, debes de haber ido al infierno por esto.
‑Lo obtuve del padre de Vuestra Excelencia, si está en el infierno o en el cielo no lo sé.
‑Te denunciaré por brujo al Consejo Privado ‑dijo Sir John‑, te enviaré junto a tu amo, el diablo, con ayuda de un barril de alquitrán y una antorcha.
‑Tengo intención de presentarme yo mismo en la iglesia ‑dijo Steenie‑, y decirles todo lo que vi ayer noche, que son cosas más apropiadas para ser juzgadas por ellos que por un ignorante como yo.
Sir John se detuvo, recuperó el control y quiso oír la historia completa; y mi abuelo se la contó punto por punto, como yo la he contado, palabra por palabra, ni más ni menos.
Sin John permaneció en silencio durante largo rato y por fin dijo, con gran comedimiento:
‑Steenie, esta historia tuya afecta al honor de muchas familias nobles, además de la mía y si fuese una mentira para librarte de mí, lo menos que puedes esperar es que te perfore la lengua con un hierro candente, que será casi tan malo como abrasarse los dedos con un caramillo al rojo vivo. Pero puede que sea verdad; y si el dinero aparece no sabré qué pensar. Pero ¿dónde encontraremos esa Cuna del Gato? Hay gatos de sobra en el castillo, pero me parece que crían sin necesidad de cama o cuna.
‑Es mejor que le preguntemos a Hutcheon ‑dijo mi abuelo‑, conoce todos los rincones tan bien como... como otro antiguo servidor que ha desaparccido y al que no me gustaría nombrar. Bueno, pues Hutcheon, cuando le preguntaron, les dijo que había un torreón ruinoso, en desuso desde hacía largo tiempo, próximo a la torre del reloj, accesible sólo por una escalerilla, porque la apertura estaba en el exterior y situada muy por encima de las almenas, al que desde antiguo se le llamaba la Cuna del Gato.
‑Iré allí inmediatamente ‑dijo Sir John, y cogió (con qué propósito, sólo el cielo lo sabe) una de las pistolas de su padre de la mesa del salón, donde habían estado desde la noche en que murió, y se dirigió apresuradamente a las almenas.
Era un lugar peligroso porque la escalerilla estaba vieja y carcomida, y le faltaban uno o dos peldaños. Sin embargo, Sir John trepó por ella y entró por la puerta de la torre, donde su cuerpo tapó la poca luz que se filtraba. Algo se abalanzó sobre él con violencia y casi lo tira de espaldas, la pistola del caballero se disparó y Hutcheon, que sostenía la escalera, y mi abuelo, que estaba a su lado, oyeron un fuerte alarido. Un minuto después Sir John lanzó el cuerpo del mono a los pies de ambos y gritó que había descubierto el dinero y que debían subir a ayudarle. Y allí estaba la bolsa con el dinero, efectivamente, y muchas otras cosas que se habían perdido hacía mucho tiempo.
Cuando Sir John hubo limpiado bien el torreón, condujo a mi abuelo al comedor, le cogió de la mano, le habló afablemente y le dijo que sentía haber dudado de su palabra, y que para compensarle en adelante sería un buen señor para él.
‑Y ahora Steenie ‑dijo Sir John‑, aunque esa visión tuya, en general, acredita a mi padre como un hombre honrado que incluso después de muerto ha querido hacer justicia a un pobre hombre como tú, eres lo bastante sensato como para comprender que hombres malintencionados podrían poner en duda la salvación de su alma. Así que mejor le echamos toda la culpa a esa criatura ladrona, el Mayor Weir, y no decimos nada de tu sueño en el bosque de Pitmurkie. Habías bebido demasiado brandy para estar muy seguro de nada y, Steenie, este recibo (la mano le temblaba mientras lo sostenía) no es sino un extraño documento y lo mejor que podemos hacer es, creo, echarlo tranquilamente al fuego.
‑Pero por muy extraño que sea, es la única garantía que tengo de haber pagado mi renta ‑dijo mi abuelo, que tenía miedo quizá de perder el beneficio del recibo de Sir Robert.
‑Anotaré el importe a tu favor en el libro de rentas y te daré un recibo de mi propia mano ‑dijo Sir John- ahora mismo. Y Steenie, si eres capaz de mantener la boca cerrada sobre este asunto, a partir de ahora tendrás una renta más baja.
‑Muchas gracias, Excelencia ‑dijo Steenie, que vio rápidamente cómo estaban las cosas‑. Desde luego que seguiré en todo las órdenes de Vuestra Excelencia; sólo que me gustaría hablar del asunto con algún hombre de la iglesia, porque no me gusta el emplazamiento que el padre de Vuestra Excelencia...
‑No llames a ese fantasma mi padre ‑dijo Sir John, interrumpiéndole.
‑Bueno, entonces, esa cosa que se le parecía tanto ‑dijo mi abuelo‑ habló de que tenía que regresar el mismo día al cabo de un año, y eso me pesa sobre la conciencia.
‑Bien ‑dijo Sir John‑, si estás tan angustiado puedes hablar con nuestro párroco; es un hombre justo, respeta el honor de nuestra familia y además creo que quiere conseguir mi protección. Y con esto mi abuelo estuvo enseguida de acuerdo en que se quemase el recibo y el señor lo tiró a la chimenea con su propia mano. Sin embargo, no ardió, sino que voló chimenea arriba con un cortejo de chispas y un ruido de cohete.
Mi abuelo fue a la casa del párroco y éste, después de oír la historia, dijo que su opinión era que aunque mi abuelo había ido demasiado lejos en asuntos muy peligrosos, sin embargo, como había rechazado las arras del demonio (pues eso es lo que eran las ofertas de comida y bebida) y se había negado a rendirle homenaje tocando la gaita cuando se lo ordenó, esperaba que si de ahora en adelante se comportaba con circunspección, Satanás podría sacar muy pocas ventajas de lo ocurrido. Y desde luego mi abuelo, por su propia voluntad, estuvo durante bastante tiempo sin tocar la gaita ni el brandy y, hasta que no terminó el año y pasó el día fatídico, no hizo tan siquiera intención de coger el violín ni de beber whisky o cerveza.
Sir John contó la historia del mono a su manera, y hasta hoy día algunas personas creen que en aquel asunto todo se debió a la naturaleza ladrona del animal. Incluso hay quienes aseguran que no fue el Viejo Enemigo al que Dougal y Hutcheon vieron en la habitación del señor, sino a esa criatura, el Mayor Weir, brincando sobre el ataúd; y en cuanto al silbato del señor, oído después de su muerte, era el sucio animal, que lo tocaba tan bien como el propio señor, si no mejor.
Pero el cielo sabe la verdad y salió a la luz por vez primera por boca de la esposa del párroco, después de que Sir John y su marido estuvieran ambos en sus respectivas tumbas.
Entonces, mi abuelo, a quien le fallaban las piernas pero no el juicio ni la memoria ‑al menos no tanto como para que se le notara‑ se vio obligado a contar la verdadera historia a sus amigos, para defender su buen nombre. De otro modo le podían haber acusado de brujo.
***
Honoré de Balzac
EL ELIXIR DE LARGA VIDA
(L'élixir de longue vie, 1830)
Si la gloria de Balzac (1799‑1850), se funda en La Comedia Humana, esto es, en el gran fresco de la sociedad francesa de su tiempo, no es menos cierto que las obras fantásticas tienen un puesto de relieve dentro de su producción y en especial en su primer período, cuando estaba más influido por el ocultismo de Swedenborg. Una novela fantástica, La peau de chagrin (1831), es una de sus mejores obras. Pero también en sus novelas consideradas «realistas», hay un fuerte componente de transfiguración fantástica que constituye un elemento esencial de su arte.
Cuando Balzac emprende el proyecto de La Comedia Humana, deja al margen de su obra la narrativa fantástica de su juventud; así, el cuento L'élixir de longue vie, ya publicado en revista en 1830, fue publicado de nuevo entre los Études philosophiques, precedido por un encabezamiento que lo presentaba como un estudio social sobre los herederos que esperan con impaciencia la muerte de sus padres. No he tenido en cuenta este añadido artificioso y presento aquí el texto de la primera versión.
Lo satánico con carácter docto es un viejo tema medieval y renacentista (Fausto, las leyendas de los alquimistas) que el siglo XIX, primero romántico y después simbolista, sabrá aprovechar (basta recordar el Frankenstein de Mary Shelley, obra que no figura en nuestra antología debido a su extensión) y que, finalmente, heredará la ciencia ficción.
Estamos en la Ferrara del siglo XVI. Un viejo muy rico se ha hecho con un ungüento oriental que hace resucitar a los muertos. Balzac tiene muchas ideas, quizá demasiadas: la Italia renacentista papal y pagana, la España beata y penitencial, el desafío alquimista a las leyes de la naturaleza, la perdición de don Juan (con una curiosa variante: es él quien se convierte en convidado de piedra) y un final espectacular repleto de grandes pompas eclesiásticas y de sarcasmos blasfemos. Pero el cuento se impone por los efectos macabros de las partes del cuerpo que viven por sí mismas: un ojo, un brazo e incluso una cabeza que, separándose del cuerpo muerto, muerde el cráneo de un vivo, como el conde Ugolino en el Infierno.
EL ELIXIR DE LARGA VIDA
AL lector: al comienzo de su carrera literaria recibió el autor, de manos de un amigo muerto hacía tiempo, el tema de esta obra, que más tarde encontró en una antología a principios de este siglo; y, según sus conjeturas, se trata de una fantasía creada por Hoffmann de Berlín, publicada en algún almanaque alemán y olvidada por sus editores. La Comédie Humaine es lo suficientemente original para que el autor pueda confesar una copia inocente; como La Fontaine ha tratado a su manera, y sin saberlo, un hecho ya contado. Esto no ha sido una broma como estaba de moda en 1810, época en la que todo autor escribía cosas atroces para complacer a las jovencitas. Cuando el lector llegue al elegante parricidio de don Juan, intente adivinar cuál sería la conducta, en situaciones más o menos semejantes, de gentes honestas que en el siglo diecinueve toman dinero de rentas vitalicias con la excusa de un catarro, o que alquilan una casa a una anciana por el resto de sus días. ¿Resucitarían a sus arrendatarios? Desearía que «pesadores‑jurados» examinasen concienzudamente qué grado de similitud puede existir entre don Juan y los padres que casan a sus hijos por interés. La sociedad humana, que según algunos filósofos avanza por una vía de progreso, ¿considera como un paso hacia el bien el arte de esperar pasar a mejor vida? Esta ciencia ha creado oficios honestos, por medio de los cuales se vive de la muerte. Algunas personas tienen como ocupación la de esperar un fallecimiento, la abrigan, se acurrucan cada mañana sobre el cadáver, lo convierten en almohada por la noche: se trata de los coadjutores, cardenales supernumerarios, tontineros, etc. Hay que añadir gente elegante presurosa por comprar una propiedad cuyo precio sobrepasa sus posibilidades, pero que consideran lógica y fríamente el tiempo de vida que les queda a sus padres o a sus suegras, octogenarias o septuagenarias diciendo: «Antes de tres años heredaré seguramente, y entonces...» Un asesino nos desagrada menos que un espía. El asesino lo es quizá por un arrebato de locura, puede arrepentirse, ennoblecer. Pero el espía es siempre un espía; es espía en la cama, en la mesa, andando, de noche, de día; es vil a cada momento, ¿qué es, pues, ser un asesino, cuando un espía es vil? Pues bien, ¿no acabamos de reconocer que hay en la sociedad unos seres que llevados por nuestras leyes, por nuestras costumbres y nuestros hábitos piensan sin cesar en la muerte de los suyos y la codician? Sopesan lo que vale un ataúd mientras compran cachemira para sus mujeres, subiendo la escalera del teatro, queriendo ir a la Comedia o deseando un coche. Asesinan en el momento en que los seres queridos, llenos de inocencia, les dan a besar por la noche frentes infantiles, mientras dicen:
‑Buenas noches, padre.
A todas horas ven los ojos que quisieran cerrar, y que cada mañana se abren a la luz como el de Belvídero en esta obra. ¡Sólo Dios sabe el número de parricidios que se cometen con el pensamiento! Imaginemos a un hombre que tiene que pagar mil escudos de renta vitalicia a una anciana, y que ambos viven en el campo, separados por un riachuelo, pero tan extraños uno a otro como para poderse odiar cordialmente, sin faltar a las humanas conveniencias que colocan una máscara sobre el rostro de dos hermanos, de los cuales uno obtendrá el mayorazgo y otro una legitimación. Toda la civilización europea reposa en la herencia como sobre un eje, sería una locura suprimirla; pero, ¿no se podría hacer como con las máquinas que son el orgullo de nuestra época, es decir, perfeccionar el engranaje principal?
Si el autor ha conservado la vieja fórmula AL LECTOR en una obra en la que trata de representar todas las formas literarias, es para incluir una observación relativa a algunos trabajos, y sobre todo a éste. Cada una de sus composiciones está basada en ideas más o menos nuevas cuya expresión le parece útil, puede haber considerado la prioridad de ciertas fórmulas, de ciertos pensamientos que, más tarde, han pasado al campo literario, y una vez allí quizá se han vulgarizado. Las fechas de la publicación primitiva de cada obra no deben, pues, serles indiferentes a aquellos lectores que quieran hacerles justicia. La lectura proporciona amigos desconocidos y ¡qué amigo, el lector! tenemos amigos conocidos que no leen nada nuestro. El autor espera haber pagado su deuda dedicando esta obra DIIS IGNOTIS. (1846)
En un suntuoso palacio de Ferrara, agasajaba don Juan Belvídero una noche de invierno a un príncipe de la casa de Este. En aquella época, una fiesta era un maravilloso espectáculo de riquezas reales de que sólo un gran señor podía disponer. Sentadas en torno a una mesa iluminada con velas perfumadas conversaban suavemente siete alegres mujeres, en medio de obras de arte, cuyos blancos mármoles destacaban en las paredes de estuco rojo y contrastaban con las ricas alfombras de Turquía. Vestidas de satén, resplandecientes de oro y cargadas de piedras preciosas que brillaban menos que sus ojos, todas contaban pasiones enérgicas, pero tan diferentes unas de otras como lo eran sus bellezas. No diferían ni en las palabras, ni en las ideas; el aire, una mirada; algún gesto, el tono, servían a sus palabras como comentarios libertinos, lascivos, melancólicos o burlones.
Una parecía decir:
‑Mi belleza sabe reanimar el corazón helado de un hombre viejo.
Otra:
‑Adoro estar recostada sobre los almohadones pensando con embriaguez en aquellos que me adoran.
Una tercera, debutante en aquel tipo de fiestas, parecía ruborizarse:
‑En el fondo de mi corazón siento remordimientos ‑decía‑. Soy católica, y temo al infierno. Pero os amo tanto ¡tanto! que podría sacrificaros la eternidad.
La cuarta, apurando una copa de vino de Quío, exclamaba:
‑¡Viva la alegría! Con cada aurora tomo una nueva existencia. Olvidada del pasado, ebria aún del encuentro de la víspera, agoto todas las noches una vida de felicidad, una vida llena de amor.
La mujer sentada junto a Belvídero le miraba con los ojos llameantes. Guardaba silencio.
‑¡No me confiaría a unos espadachines para matar a mi amante, si me abandonara!‑ después había reído; pero su mano convulsa hacía añicos una bombonera de oro milagrosamente esculpida.
‑¿Cuándo serás Gran Duque? ‑preguntó la sexta al Príncipe, con una expresión de alegría asesina en los dientes y de delirio báquico en los ojos.
‑¿Y cuándo morirá tu padre? ‑dijo la séptima riendo y arrojando su ramillete de flores a don Juan con un gesto ebrio y alocado. Era una inocente jovencita acostumbrada a jugar con las cosas sagradas.
‑¡Ah, no me habléis de ello! ‑exclamó el joven y hermoso don Juan Belvídero‑. ¡Sólo hay un padre eterno en el mundo, y la desgracia ha querido que sea yo quien lo tenga!
Las siete cortesanas de Ferrara, los amigos de don Juan y el mismo Príncipe lanzaron un grito de horror. Doscientos años más tarde y bajo Luis XV, las gentes de buen gusto hubieran reído ante esta ocurrencia. Pero, tal vez al comienzo de una orgía las almas tienen aún demasiada lucidez. A pesar de la luz de las velas, las voces de las pasiones, de los vasos de oro y de plata, el vapor de los vinos, a pesar de la contemplación de las mujeres más arrebatadoras, quizá había aún, en el fondo de los corazones, un poco de vergüenza ante las cosas humanas y divinas, que lucha hasta que la orgía la ahoga en las últimas ondas de un vino espumoso. Sin embargo, los corazones estaban ya marchitos, torpes los ojos, y la embriaguez llegaba, según la expresión de Rabelais, hasta las sandalias. En aquel momento de silencio se abrió una puerta, y, como en el festín de Balthazar, Dios hizo acto de presencia y apareció bajo la forma de un viejo sirviente, de pelo blanco, andar vacilante y de ceño contraído. Entró con una expresión triste; con una mirada marchitó las coronas, las copas bermejas, las torres de fruta, el brillo de la fiesta, el púrpura de los rostros sorprendidos, y los colores de los cojines arrugados por el blanco brazo de las mujeres; finalmente, puso un crespón de luto a toda aquella locura, diciendo con voz cavernosa estas sombrías palabras:
‑Señor, vuestro padre se está muriendo.
Don Juan se levantó haciendo a sus invitados un gesto que bien podría traducirse pur un: «Lo siento, esto no pasa todos los días.»
¿Acaso la muerte de un padre no sorprende a menudo a los jóvenes en medio de los esplendores de la vida, en el seno de las locas ideas de una orgía? La muerte es tan repentina en sus caprichos como lo es una cortesana en sus desdenes; pero más fiel, pues nunca engañó a nadie.
Cuando don Juan cerró la puerta de la sala y enfiló una larga galería tan fría como oscura, se esforzó por adoptar una actitud teatral pues, al pensar en su papel de hijo, había arrojado su alegría junto con su servilleta. La noche era negra. El silencioso sirviente que conducía al joven hacia la cámara mortuoria alumbraba bastante mal a su amo, de modo que la Muerte, ayudada por el frío, el silencio, la oscuridad, y quizá por la embriaguez, pudo deslizar algunas reflexiones en el alma de este hombre disipado; examinó su vida y se quedó pensativo, como un procesado que se dirije al tribunal.
Bartolomé Belvídero, padre de don Juan, era un anciano nonagenario que había pasado la mayor parte de su vida dedicado al comercio. Como había atravesado con frecuencia las talismánicas regiones de Oriente, había adquirido inmensas riquezas y una sabiduría más valiosa ‑decía‑ que el oro y los diamantes, que ahora ya no le preocupaban lo más mínimo.
‑Prefiero un diente a un rubí, y el poder al saber ‑exclamaba a veces sonriendo.
Aquel padre bondadoso gustaba de oír contar a don Juan alguna locura de su juventud y decía en tono jovial, prodigándole el oro:
‑Querido hijo, haz sólo tonterías que te diviertan.
Era el único anciano que se complacía en ver a un hombre joven, el amor paterno engañaba a su avanzada edad en la contemplación de una vida tan brillante. A la edad de sesenta años Belvídero se había enamorado de un ángel de paz y de belleza. Don Juan había sido el único fruto de este amor tardío y pasajero. Desde hacía quince años este hombre lamentaba la pérdida de su amada Juana. Sus numerosos sirvientes y también su hijo atribuyeron a este dolor de anciano las extrañas costumbres que adoptó. Confinado en el ala más incómoda de su palacio, salía raramente, y ni el mismo don Juan podía entrar en las habitaciones de su padre sin haber obtenido permiso. Si aquel anacoreta voluntario iba y venía por el palacio, o por las calles de Ferrara, parecía buscar alguna cosa que le faltase; caminaba soñador, indeciso, preocupado como un hombre en conflicto con una idea o un recuerdo. Mientras el joven daba fiestas suntuosas y el palacio retumbaba con el estallido de su alegría, los caballos resoplaban en el patio y los pajes discutían jugando a los dados en las gradas, Bartolomé comía siete onzas de pan al día y bebía agua. Si tomaba algo de carne era para darle los huesos a un perro de aguas, su fiel compañero. Jamás se quejaba del ruido. Durante su enfermedad, si el sonido del cuerno de caza y los ladridos de los perros le sorprendían, se limitaba a decir: ¡ah, es don Juan que vuelve! Nunca hubo en la tierra un padre tan indulgente. Por otra parte, el joven Belvídero, acostumbrado a tratarle sin ceremonias, tenía todos los defectos de un niño mimado. Vivía con Bartolomé como vive una cortesana caprichosa con un viejo amante, disculpando sus impertinencias con una sonrisa, vendiendo su buen humor, y dejándose querer. Reconstruyendo con un solo pensamiento el cuadro de sus años jóvenes, don Juan se dio cuenta de que le sería difícil echar en falta la bondad de su padre. Y sintiendo nacer remordimientos en el fondo de su corazón mientras atravesaba la galería, estuvo próximo a perdonar a Belvídero por haber vivido tanto tiempo. Le venían sentimientos de piedad filial del mismo modo que un ladrón se convierte en un hombre honrado por el posible goce de un millón bien robado. Cruzó pronto las altas y frías salas que constituían los aposentos de su padre. Tras haber sentido los efectos de una atmósfera húmeda, respirado el aire denso, el rancio olor que exhalaban viejas tapicerías y armarios cubiertos de polvo, se encontró en la antigua habitación del anciano, ante un lecho nauseabundo junto a una chimenea casi apagada. Una lámpara, situada sobre una mesa de forma gótica, arrojaba sobre el lecho, en intervalos desiguales, capas de luz más o menos intensas, mostrando de este modo el rostro del anciano siempre bajo un aspecto diferente. Silbaba el frío a través de las ventanas mal cerradas; y la nieve, azorando las vidrieras, producía un ruido sordo. Aquella escena, contrastaba de tal modo con la que don Juan acababa de abandonar, que no pudo evitar un estremecimiento. Después tuvo frío, cuando al acercarse al lecho un violento resplandor empujado por un golpe de viento iluminó la cabeza de su padre: sus rasgos estaban descompuestos, la piel pegada a los huesos tenía tintes verdosos que la blancura de la almohada sobre la que reposaba el anciano hacía aún más horribles. Contraída por el dolor, la boca entreabierta y desprovista de dientes, dejaba pasar algunos suspiros cuya lúgubre energía era sostenida por los aullidos de la tempestad. A pesar de tales signos de destrucción brillaba en aquella cabeza un increíble carácter de poder. Un espíritu superior que combatía a la muerte. Los ojos hundidos por la enfermedad guardaban una singular fijeza. Parecía que Bartolomé buscaba con su mirada moribunda a un enemigo sentado al pie de su cama para matarlo. Aquella miraja, fija y fría, era más escalofriante por cuanto que la cabeza permanecía en una inmovilidad semejante a la de los cráneos situados sobre la mesa de los médicos. Su cuerpo, dibujado por completo por las sábanas del lecho, permitía ver que los miembros del anciano guardaban la misma rigidez. Todo estaba muerto menos los ojos. Los sonidos que salían de su boca tenían también algo de mecánico.
Don Juan sintió una cierta vergüenza al llegar junto al lecho de su padre moribundo conservando un ramillete de cortesana en el pecho, llevando el perfume de la fiesta y el olor del vino.
‑¡Te divertías! ‑exclamó el anciano cuando vio a su hijo.
En el mismo momento, la voz fina y ligera de una cantante que hechizaba a los invitados, reforzada por los acordes de la viola con la que se acompañaba, dominó el bramido del huracán y resonó en la cámara fúnebre. Dun Juan no quiso oír aquel salvaje asentimiento.
Bartolomé dijo:
‑No te quiero aquí, hijo mío.
Aquella frase llena de dulzura lastimó a don Juan, que no perdonó a su padre semejante puñalada de bondad.
‑¡Qué remordimientos, padre! ‑dijo hipócritamente.
‑¡Pobre Juanito! ‑continuó el moribundo con voz sorda‑, ¿tan bueno he sido para ti que no deseas mi muerte?
‑¡Oh! ‑exclamó don Juan‑, ¡si fuera posible devolverte a la vida dándote parte de la mía! (cosas así pueden decirse siempre, pensaba el vividor, ¡es como si ofreciera el mundo a mi amante!).
Apenas concluyó este pensamiento cuando ladró el viejo perro de aguas. Aquella voz inteligente hizo que don Juan se estremeciera, pues creyó haber sido comprendido por el perro.
‑Ya sabía, hijo mío, que podía contar contigo ‑exclamó el moribundo‑, viviré. Podrás estar contento. Viviré, pero sin quitarte un solo día que te pertenezca.
«Delira», se dijo a sí mismo don Juan. Luego añadió en voz alta:
‑Sí, padre querido, viviréis ciertamente, porque vuestra imagen permanecerá en mi corazón.
‑No se trata de esa vida ‑dijo el noble anciano, reuniendo todas sus fuerzas para incorporarse, porque le sobrecogió una de esas sospechas que sólo nacen en la cabecera de los moribundos‑. Escúchame, hijo ‑continuó con la voz debilitada por este último esfuerzo‑, no tengo yo más ganas de morirme que tú de prescindir de amantes, vino, caballos, halcones, perros y oro.
«Estoy seguro de ello», pensó el hijo arrodillándose a la cabecera de la cama y besando una de las manos cadavéricas de Bartolomé.
‑Pero ‑continuó en voz alta‑, padre, padre querido, hay que someterse a la voluntad de Dios.
‑Dios soy yo ‑replicó el anciano refunfuñando.
‑No blasfeméis ‑dijo el joven viendo el aire amenazador que tomaban los rasgos de su padre. Guardaos de hacerlo, habéis recibido la Extremaunción, y no podría hallar consuelo viéndoos morir en pecado.
‑¿Quieres escucharme? ‑exclamó el moribundo, cuya boca crujió.
Don Juan cedió. Reinó un horrible silencio. Entre los grandes silbidos de la nieve llegaron aún los acordes de la viola y la deliciosa voz, débiles como un día naciente. El moribundo sonrió.
‑Te agradezco el haber invitado a cantantes, haber traído música. ¡Una fiesta! mujeres jóvenes y bellas, blancas y de negros cabellos. Todos los placeres de la vida, haz que se queden. Voy a renacer.
‑Es el colmo del delirio ‑dijo don Juan.
‑He descubierto un medio de resucitar. Mira, busca en el cajón de la mesa; podrás abrirlo apretando un resorte que hay escondido por el Grifo.
‑Ya está, padre.
‑Bien, coge un pequeño frasco de cristal de roca.
‑Aquí está.
‑He empleado veinte años en... ‑en aquel instante, el anciano sintió próximo el final y reunió toda su energía para decir‑: Tan pronto como haya exhalado el último suspiro, me frotarás todo el cuerpo con este agua, y renaceré.
‑Pues hay bastante poco ‑replicó el joven.
Si bien Bartolomé ya no podía hablar, tenía aún la facultad de oír y de ver, y al oír esto, su cabeza se volvió hacia don Juan con un movimiento de escalofriante brusquedad, su cuello se quedó torcido como el de una estatua de mármol a quien el pensamiento del escultor ha condenado a mirar de lado, sus ojos, más grandes, adoptaron una espantosa inmovilidad. Estaba muerto, muerto perdiendo su única, su última ilusión. Buscando asilo en el corazón de su hijo encontró una tumba más honda que las que los hombres cavan habitualmente a sus muertos. Sus cabellos se habían erizado también por el horror, y su mirada convulsa hablaba aún. Era un padre saliendo con rabia de un sepulcro para pedir venganza a Dios.
‑¡Vaya!, se acabó el buen hombre ‑exclamó don Juan.
Presuroso por acercar el misterioso cristal a la luz de la lámpara como un bebedor examina su botella al fnal de la comida, no había visto blanquear el ojo de su padre. El perro contemplaba con la boca abierta alternativamente a su amo muerto y el elixir, del mismo modo que don Juan miraba, ora a su padre, ora al frasco. La lámpara arrojaba ráfagas ondulantes. El silencio era profundo, la viola había enmudecido. Belvídero se extremeció creyendo ver moverse a su padre. Intimidado por la expresión rígida de sus ojos acusadores los cerró del mismo modo que hubiera bajado una persiana abatida por el viento en una noche de otoño. Permaneció de pie, inmóvil, perdido en un mundo de pensamientos. De repente, un ruido agrio, semejante al grito de un resorte oxidado, rompió el silencio. Don Juan, sorprendido, estuvo a punto de dejar caer el frasco. De sus poros brotó un sudor más frío que el acero de un puñal. Un gallo de madera pintada surgió de lo alto de un reloj de pared, y cantó tres veces. Era una de esas máquinas ingeniosas, con la ayuda de las cuales se hacían despertar para sus trabajos a una hora fija los sabios de la época. El alba enrojecía ya las ventanas. Don Juan había pasado diez horas reflexionando. El viejo reloj de pared era más fiel a su servicio que él en el cumplimiento de sus deberes hacia Bartolomé. Aquel mecanismo estaba hecho de madera, poleas, cuerdas y engranajes, mientras que don Juan poseía uno particular al hombre, llamado corazón. Para no arriesgarse a perder el misterioso licor, el escéptico don Juan volvió a colocarlo en el cajón de la mesita gótica. En tan solemne momento oyó un tumulto sordo en la galería: eran voces confusas, risas ahogadas, pasos ligeros, el roce de las sedas, el ruido en fin de un alegre grupo que se recoge. La puerta se abrió y el Príncipe, los amigos de don Juan, las siete cortesanas y las cantantes aparecieron en el extraño desorden en que se encuentran las bailarinas sorprendidas por la luz de la mañana, cuando el sol lucha con el fuego palideciente de las velas. Todos iban a darle al joven heredero el pésame de costumbre.
‑¡Oh, oh!, ¿se habrá tomado el pobre don Juan esta muerte en serio? ‑dijo el Príncipe al oído de la de Brambilla.
‑Su padre era un buen hombre ‑le respondió ella.
Sin embargo, las meditaciones nocturnas de don Juan habían imprimido a sus rasgos una expresión tan extraña que impuso silencio a semejante grupo. Los hombres permanecieron inmóviles. Las mujeres, que tenían los labios secos por el vino y las mejillas cárdenas por los besos, se arrodillaron y comenzaron a rezar. Don Juan no pudo evitar estremecerse viendo cómo el esplendor, las alegrías, las risas, los cantos, la juventud, la belleza, el poder, todo lo que es vida, se postraba así ante la muerte. Pero, en aquella adorable Italia la vida disoluta y la religión se acoplaban por entonces tan bien, que la religión era un exceso, y los excesos una religión. El Príncipe estrechó afectuosamente la mano de don Juan, y después, todos los rostros adoptaron simultáneamente el mismo gesto, mitad de tristeza mitad de indiferencia, y aquella fantasmagoría desapareció, dejando la sala vacía. Ciertamente era una imagen de la vida. Mientras bajaban las escaleras le dijo el Príncipe a la Rivabarella:
‑Y bien, ¿quién habría creído a don Juan un fánfarrón impío? ¡Ama a su padre!
‑¿Os habéis fijado en el perro negro? ‑preguntó la Brambilla.
‑Ya es inmensamente rico, ‑dijo suspirando Blanca Cavatolino.
‑¡Y eso qué importa! ‑exclamó la orgullosa Baronesa, aquella que había roto la bombonera.
‑¿Cómo que qué importa? ‑exclamó el Duque‑. ¡Con sus escudos él es tan príncipe como yo!
Don Juan, en un principio, asediado por mil pensamientos, dudaba ante varias decisiones. Después de haber examinado el tesoro amasado por su padre, volvió a la cámara mortuoria con el alma llena de un tremendo egoísmo. Encontró allí a toda la servidumbre ocupada en adornar el lecho fúnebre en el cual iba a ser expuesto al día siguiente el difunto señor, en medio de una soberbia capilla ardiente, curioso espectáculo que toda Ferrara vendría a admirar. Don Juan hizo un gesto y sus gentes se detuvieron, sobrecogidos, temblorosos.
‑Dejadme solo aquí ‑dijo con voz alterada‑ y no entréis hasta que yo salga.
Cuando los pasos del anciano sirviente que salió el último sólo sonaron débilmente en las losas, cerró don Juan precipitadamente la puerta, y seguro de su soledad exclamó:
‑¡Veamos!
El cuerpo de Bartolomé estaba acostado en una larga mesa. Con el fin de evitar a los ojos de todos el horrible espectáculo de un cadáver al que una decrepitud extrema y la debilidad asemejaban a un esqueleto, los embalsamadores habían colocado una sábana sobre el cuerpo, envolviéndole todo menos la cabeza. Aquella especie de momia yacía en el centro de la habitación, y la sábana, amplia, dibujaba vagamente las formas, aun así duras, rígidas y heladas. El rostro tenía ya amplias marcas violeta que mostraban la necesidad de terminar el embalsamamiento. A pesar del escepticismo que le acompañaba, don Juan tembló al destapar el mágico frasco de cristal. Cuando se acercó a la cabecera un temblor estuvo a punto de obligarle a detenerse. Pero aquel joven había sido sabiamente corrompido, desde muy pronto, por las costumbres de una corte disoluta; un pensamiento digno del duque de Urbino le otorgó el valor que aguijoneaba su viva curiosidad; pareció como si el diablo le hubiera susurrado estas palabras que resonaron en su corazón: «¡impregna un ojo!» Tomó un paño y, después de haberlo empapado con parsimonia en el precioso licor, lo pasó lentamente sobre el párpado derecho del cadáver. El ojo se abrió.
‑¡Ah! ¡Ah! ‑dijo don Juan apretando el frasco en su mano como se agarra en sueños la rama de la que colgamos sobre un precipicio.
Veía un ojo lleno de vida, un ojo de niño en una cabeza de muerto, donde la luz temblaba en un joven fluido, y, protegida por hermosas pestañas negras, brillaba como ese único resplandor que el viajero percibe en un campo desierto en las noches de invierno. Aquel ojo resplandeciente parecía querer arrojarse sobre don Juan, pensaba, acusaba, condenaba, amenazaba, juzgaba, hablaba, gritaba, mordía. Todas las pasiones humanas se agitaban en él. Eran las más tiernas súplicas: la cólera de un rey, luego, el amor de una joven pidiendo gracia a sus verdugos; la mirada que lanza un hombre a los hombres al subir el último escalón del patíbulo. Tanta vida estallaba en aquel fragmento de vida, que don Juan retrocedió espantado, paseó por la habitación sin atreverse a mirar aquel ojo, que veía de nuevo en el suelo, en los tapices. La estancia estaba sembrada de puntos llenos de fuego, de vida, de inteligencia. Por todas partes brillaban ojos que ladraban a su alrededor.
‑¡Bien podría haber vivido cien años! ‑exclamó sin querer cuando, llevado ante su padre por una fuerza diabólica, contemplaba aquella chispa luminosa.
De repente, aquel párpado inteligente se cerró y volvió a abrirse bruscamente, como el de una mujer que consiente. Si una voz hubiera gritado: «¡Sí!», don Juan no se hubiera asustado más.
«¿Qué hacer?», pensaba. Tuvo el valor de intentar cerrar aquel párpado blanco. Sus esfuerzos fueron vanos.
‑¿Reventarlo? ¿Sería acaso un parricidio? ‑se preguntaba.
‑Sí ‑dijo el ojo con un guiño de una sorprendente ironía.
‑¡Ja! Ja! ¡Aquí hay brujería! ‑exclamó don Juan, y se acercó al ojo para reventarlo. Una lágrima rodó por las mejillas hundidas del cadáver, y cayó en la mano de Belvídero‑. ¡Está ardiendo! ‑gritó sentándose.
Aquella lucha le había fatigado como si hubiera combatido contra un ángel, como Jacob.
Finalmente se levantó diciendo para sí:
«¡Mientras no haya sangre...!» Luego, reuniendo todo el valor necesario para ser cobarde, reventó el ojo aplastándolo con un paño, pero sin mirar. Un gemido inesperado, pero terrible, se hizo oír. El pobre perro de aguas expiró aullando.
«¿Sabría él el secreto?»,, se preguntó don Juan mirando al fiel animal.
Don Juan Belvídero pasó por un hijo piadoso. Levantó sobre la tumba de su padre un monumento y confió la realización de las figuras a los artistas más célebres de su tiempo. Sólo estuvo completamente tranquilo el día en que la estatua paterna, arrodillada ante la Religión, impuso su enorme peso sobre aquella fosa, en el fondo de la cual enterró el único remordimiento que hubiera rozado su corazón en los momentos de cansancio físico. Haciendo inventario de las inmensas riquezas amasadas por el viejo orientalista, don Juan se hizo avaro. ¿Acaso no tenía dos vidas humanas para proveer de dinero? Su mirada, profunda y escrutadora, penetró en el principio de la vida social y abrazó mejor al mundo, puesto que lo veía a través de una tumba. Analizó a los hombres y las cosas para terminar de una vez con el Pasado, representado por la Historia; con el Presente, configurado por la Ley; con el Futuro, desvelado por las Religiones. Tomó el alma y la materia, las arrojó a un crisol, no encontró nada, y desde entonces se convirtió en DON JUAN.
Dueño de las ilusiones de la vida, se lanzó, joven y hermoso, a la vida, despreciando al mundo, pero apoderándose del mundo. Su felicidad no podía ser una felicidad burguesa que se alimenta con un hervido diario, con un agradable calentador de cama en invierno, una lámpara de noche y unas pantuflas nuevas cada trimestre. No; se asió a la existencia como un mono que coge una nuez y, sin entretenerse largo tiempo, despoja sabiamente las envolturas del fruto, para degustar la sabrosa pulpa. La poesía y los sublimes arrebatos de la pasión humana no le interesaban. No cometió el error de otros hombres poderosos que, imaginando que las almas pequeñas creen en las grandes almas, se dedican a intercambiar los más altos pensamientos del futuro con la calderilla de nuestras ideas vitalicias, Bien podía, como ellos, caminar con los pies en la tierra y la cabeza en el cielo; pero prefería sentarse y secar bajo sus besos más de un labio de mujer joven, fresca y perfumada; porque, al igual que la Muerte, allí por donde pasaba devoraba todo sin pudor, queriendo un amor posesivo, un amor oriental de placeres largos y fáciles. Amando sólo a la mujer en las mujeres, hizo de la ironía un cariz natural de su alma. Cuando sus amantes se servían de un lecho para subir a los cielos donde iban a perderse en el seno de un éxtasis embriagador, don Juan las seguía, grave, expansivo, sincero, tanto como un estudiante alemán sabe serlo. Pero decía YO cuando su amante, loca, extasiada decía NOSOTROS. Sabía dejarse llevar por una mujer de forma admirable. Siempre era lo bastante fuerte como para hacerla creer que era un joven colegial que dice a su primera compañera de baile: «¿Te gusta bailar?», también sabía enrujecer a propósito, y sacar su poderosa espada y derribar a los comendadores. Había burla en su simpleza y risa en sus lágrimas, pues siempre supo llorar como una mujer cuando le dice a su marido: «Dame un séquito o me moriré enferma del pecho.»
Para los negociantes, el mundo es un fardo o una mesa de billetes en circulación; para la mayoría de los jóvenes, es una mujer; para algunas mujeres, es un hombre; para ciertos espíritus es un salón, una camarilla, un barrio, una ciudad; para don Juan, el universo era él. Modelo de gracia y de belleza, con un espíritu seductor, amarró su barca en todas las orillas; pero, haciéndose llevar, sólo iba allí adonde quería ser llevado. Cuanto más vivió, más dudó. Examinando a los hombres, adivinó con frecuencia que el valor era temeridad; la prudencia, cobardía; la generosidad, finura; la justicia, un crimen; la delicadeza, una necedad; la honestidad, organización; y, gracias a una fatalidad singular, se dio cuenta de que las gentes honestas, delicadas, justas, generosas, prudentes y valerosas, no obtenían ninguna consideración entre los hombres: ¡Qué broma tan absurda! ‑se dijo‑. No procede de un dios. Y entonces, renunciando a un mundo mejor, jamás se descubrió al oír pronunciar un nombre, y consideró a los santos de piedra de las iglesias como obras de arte. Pero también, comprendiendo el mecanismo de las sociedades humanas, no contradecía en exceso los prejuicios, puesto que no era tan poderoso como el verdugo, pero daba la vuelta a las leyes sociales con la gracia y el ingenio tan bien expresados en su escena con el Señor Dimanche. Fue, en efecto, el tipo de Don Juan de Molière, del Fausto de Goethe, del Manfred de Byron y del Melmoth de Maturin. Grandes imágenes trazadas por los mayores genios de Europa, y a las que no faltarán quizá ni los acordes de Mozart ni la lira de Rossini. Terribles imágenes que el principio del mal, existente en el hombre, eterniza y del cual se encuentran copias cada siglo: bien porque este tipo entra en conversaciones humanas encarnándose en Mirabeau; bien porque se conforma con actuar en silencio como Bonaparte; o de comprimir el mundo en una ironía como el divino Rabelais; o, incluso, se ría de los seres en lugar de insultar a las cosas como el mariscal de Richelieu; o que se burle a la vez de los hombres y de las cosas como el más célebre de nuestros embajadores.
Pero la profunda jovialidad de don Juan Belvídero precedió a todos ellos. Se rió de todo. Su vida era una burla que abarcaba hombres, cosas, instituciones e ideas. En lo que respecta a la eternidad, había conversado familiarmente media hora con el papa Julio II, y al final de la charla le había dicho riendo:
‑Si es absolutamente preciso elegir prefiero creer en Dios a creer en el diablo; el poder unido a la bondad ofrece siempre más recursos que el genio del mal.
‑Sí, pero Dios quiere que se haga penitencia en este mundo.
‑¿Siempre pensáis en vuestras indulgencias? ‑respondió Belvídero‑. ¡Pues bien! tengo reservada toda una existencia para arrepentirme de las faltas de mi primera vida.
‑¡Ah! si es así como entiendes la vejez ‑exclamó el papa‑ corres el riesgo de ser canonizado.
‑Después de vuestra ascensión al papado, puede creerse todo.
Fueron entonces a ver a los obreros que construían la inmensa basílica consagrada a San Pedro.
‑San Pedro es el hombre de genio que dejó constituido nuestro doble poder ‑dijo el papa a don Juan‑, merece este monumento. Pero, a veces, por la noche, pienso que un silencio borrará todo esto y habrá que volver a empezar...
Don Juan y el papa se echaron a reír, se habían entendido bien. Un necio habría ido a la mañana siguiente a divertirse con Julio II a casa de Rafael o a la deliciosa Villa Madame, pero Belvídero acudió a verle oficiar pontificalmente para convencerse de todas sus dudas. En un momento libertino, la Rovere hubiera podido desdecirse y comentar el Apocalipsis.
Sin embargo, esta leyenda no tiene por objeto el proporcionar material a aquellos que deseen escribir sobre la vida de don Juan, sino que está destinada a probar a las gentes honestas que Belvídero no murió en un duelo con una piedra como algunos litógrafos quieren hacer creer.
Cuando don Juan Belvídero alcanzó la edad de sesenta años, se instaló en España. Allí, ya anciano, se casó con una joven y encantadora andaluza. Pero, tal y como lo había calculado, no fue ni buen padre ni buen esposo. Había observado que no somos tan tiernamente amados como por las mujeres en las que nunca pensamos. Doña Elvira, educada santamente por una anciana tía en lo más profundo de Andalucía, en un castillo a pocas leguas de Sanlúcar, era toda gracia y devoción. Don Juan adivinó que aquella joven sería del tipo de mujer que combate largamente una pasión antes de ceder, y por ello pensó poder conservarla virtuosa hasta su muerte. Fue una broma seria, un jaque que se quiso reservar para jugarlo en sus días de vejez. Fortalecido con los errores cometidos por su padre Bartolomé, don Juan decidió utilizar los actos más insignificantes de su vejez para el éxito del drama que debía consumarse en su lecho de muerte. De este modo, la mayor parte de su riqueza permaneció oculta en los sótanos de su palacio de Ferrara, donde raramente iba. Con la otra mitad de su fortuna estableció una renta vitalicia para que le produjera intereses durante su vida, la de su mujer y la de sus hijos, astucia que su padre debiera haber practicado. Pero semejante maquiavélica especulación no le fue muy necesaria. El joven Felipe Belvídero, su hijo, se convirtió en un español tan concienzudamente religioso como impío era su padre, quizá en virtud del proverbio: a padre avaro, hijo pródigo.
El abad de Sanlúcar fue elegido por don Juan para dirigir la conciencia de la duquesa de Belvídero y de Felipe. Aquel eclesiástico era un hombre santo, admirablemente bien proporcionado, alto, de bellos ojos negros y una cabeza al estilo de Tiberio, cansada por el ayuno, blanca por la mortificación y diariamente tentada como son tentados todos los solitarios. Quizá esperaba el anciano señor matar a algún monje antes de terminar su primer siglo de vida. Pero, bien porque el abad fuera tan fuerte como podía serlo el mismo don Juan, bien porque doña Elvira tuviera más prudencia o virtud de la que España le otorga a las mujeres, don Juan fue obligado a pasar sus últimos días como un viejo cura rural, sin escándalos en su casa. A veces, sentía placer si encontraba a su mujer o a su hijo faltando a sus deberes religiosos, y les exigía realizar todas las obligaciones impuestas a los fieles por el tribunal de Roma. En fin, nunca se sentía tan feliz como cuando oía al galante abad de Sanlúcar, a doña Elvira y a Felipe discutir sobre un caso de conciencia. Sin embargo, a pesar de los cuidados que don Juan Belvídero prodigaba a su persona, llegaron los días de decrepitud; con la edad del dolor llegaron los gritos de impotencia, gritos canto más desgarradores cuanto más ricos eran los recuerdos de su ardiente juventud y de su voluptuosa madurez. Aquel hombre, cuyo grado más alto de burla era inducir a los otros a creer en las leyes y principios de los que él se mofaba, se dormía por las noches pensando en un quizá. Aquel modelo de elegancia, aquel duque, vigoroso en las orgías, soberbio en la corte, gentil para con las mujeres cuyos corazones había retorcido como un campesino retuerce una vara de mimbre, aquel hombre ingenio, tenía una pituita pertinaz, una molesca ciática y una gota brutal. Veía cómo sus dientes le abandonaban, al igual que se van, una a una, las más blancas damas, las más engalanadas, dejando el salón desierto. Finalmente, sus atrevidas manos temblaron, sus esbeltas piernas se tambalearon, y una noche, la apoplejía le aprisionó sus manos corvas y heladas. Desde aquel fatal día se volvió taciturno y duro. Acusaba la dedicación de su mujer y de su hijo, pretendiendo en ocasiones que sus emotivos cuidados y delicadezas le eran así prodigados porque había puesto su fortuna en rentas vitalicias. Elvira y Felipe derramaban entonces lágrimas amargas y doblaban sus caricias al malicioso viejo, cuya voz cascada se volvía afectuosa para decirles: «Queridos míos, querida esposa, ¿me perdonáis, verdad? Os atormento un poco. ¡Ay, gran Dios! ¿cómo te sirves de mí para poner a prueba a estas dos celestes criaturas? Yo, que debiera ser su alegría, soy su calamidad.» De este modo les encadenó a la cabecera de su cama, haciéndoles olvidar meses enteros de impaciencia y crueldad por una hora en que les prodigaba los tesoros, siempre nuevos, de su gracia y de una falsa ternura. Paternal sistema que resultó infinitamente mejor que el que su padre había utilizado en otro tiempo para con él.
Por fin llegó a un grado tal de enfermedad en que, para acostarle, había que manejarle como una falúa que entra en un canal peligroso. Luego, llegó el día de la muerte. Aquel brillante y escéptico personaje de quien sólo el entendimiento sobrevivía a la más espantosa de las destrucciones, se vio entre un médico y un confesor, los dos seres que le eran más antipáticos. Pero estuvo jovial con ellos. ¿Acaso no había para él una luz brillante tras el velo del porvenir? Sobre aquella tela, para unos de plomo, diáfana para él, jugaban como sombras las arrebatadoras delicias de la juventud.
Era una hermosa tarde cuando don Juan sintió la proximidad de la muerte. El cielo de España era de una pureza admirable, los naranjos perfumaban el aire, las estrellas destilaban luces vivas y frescas, parecía que la naturaleza le daba pruebas ciertas de su resurrección, un hijo piadoso y obediente le contemplaba con amor y respeto. Hacia las once, quiso quedarse solo con aquel cándido ser.
‑Felipe ‑le dijo con una voz tan tierna y afectuosa que hizo estremecerse y llorar de felicidad al joven. Jamás había pronunciado así «Felipe», aquel padre inflexible.
‑Escúchame, hijo mío ‑continuó el moribundo. Soy un gran pecador. Durante mi vida, también he pensado en mi muerte. En otro tiempo, fui amigo del gran papa Julio II. El ilustre pontífice temió que la excesiva exaltación de mis sentidos me hiciese cometer algún pecado mortal entre el momento de expirar y de recibir los santos óleos; me regaló un frasco con el agua bendita que mana entre las rocas, en el desierto. He mantenido el secreto de este despilfarro del tesoro de la Iglesia, pero estoy autorizado a revelar el misterio a mi hijo, in articulo mortis. Encontrarás el frasco en el cajón de esa mesa gótica que siempre ha estado en la cabecera de mi cama... El precioso cristal podrá servirte aún, querido Felipe. Júrame, por tu salvación eterna, que ejecutarás puntualmente mis órdenes.
Felipe miró a su padre. Don Juan conocía demasiado la expresión de los sentimientos humanos como para no morir en paz bajo el testimonio de aquella mirada, como su padre había muerto en la desesperanza de su propia mirada.
‑Tú merecías otro padre, ‑continuó don Juan‑. Me atrevo a confesarte, hijo mío, que en el momento en que el venerable abad de Sanlúcar me administraba el viático, pensaba en la incompatibilidad de los dos poderes, el del diablo y el de Dios.
‑¡Oh, padre!
‑Y me decía a mí mismo que, cuando Satán haga su paz, tendrá que acordar el perdón de sus partidarios, para no ser un gran miserable. Esta idea me persigue. Iré, pues, al infierno, hijo mío, si no cumples mi voluntad.
‑¡Oh, decídmela pronto, padre!
‑Tan pronto como haya cerrado los ojos ‑continuó don Juan‑, unos minutos después, cogerás mi cuerpo, aún caliente, y lo extenderás sobre una mesa, en medio de la habitación. Después apagarás la luz. El resplandor de las estrellas deberá ser suficiente. Me despojarás de mis ropas, rezarás padrenuestros y avemarías elevando tu alma a Dios y humedecerás cuidadosamente con este agua santa mis ojos, mis labios, toda mi cabeza primero, y luego sucesivamente los miembros y el cuerpo; pero, hijo mío, el poder de Dios es tan grande, que no deberás asombrarte de nada.
Entonces, don Juan, que sintió llegar la muerte, añadió con voz terrible:
‑Coge bien el frasco ‑y expiró dulcemente en los brazos de su hijo, cuyas abundantes lágrimas bañaron su rostro irónico y pálido.
Era cerca de la medianoche cuando don Felipe Belvídero colocó el cadáver de su padre sobre la mesa. Después de haber besado su frente amenazadora y sus grises cabellos, apagó la lámpara. La suave luz producida por la claridad de la luna cuyos extraños reflejos iluminaban el campo, permitió al piadoso Felipe entrever indistintamente el cuerpo de su padre como algo blanco en medio de la sombra. El joven impregnó un paño en el licor que, sumido en la oración, ungió fielmente aquella cabeza sagrada en un profundo silencio. Oía estremecimientos indescriptibles, pero los atribuía a los juegos de la brisa en la cima de los árboles. Cuando humedeció el brazo derecho sintió que un brazo fuerte y vigoroso le cogía el cuello, ¡el brazo de su padre! Profirió un grito desgarrador y dejó caer el frasco, que se rompió. El licor se evaporó. Las gentes del castillo acudieron, provistos de candelabros, como si la trompeta del juicio final hubiera sacudido el universo. En un instante, la habitación estuvo llena de gente. La multitud temblorosa vio a don Felipe desvanecido, pero retenido por el poderoso brazo de su padre, que le apretaba el cuello. Después, cosa sobrenatural, los asistentes contemplaron la cabeza de don Juan tan joven y tan bella como la de Antínoo; una cabeza con cabellos negros, ojos brillantes, boca bermeja y que se agitaba de forma escalofriante, sin poder mover el esqueleto al que pertenecía. Un anciano servidor gritó:
‑¡Milagro! ‑y todos los españoles repitieron‑: ¡Milagro!
Doña Elvira, demasiado piadosa como para admitir los misterios de la magia, mandó buscar al abad de Sanlúcar. Cuando el prior contempló con sus propios ojos el milagro, decidió aprovecharlo, como hombre inteligente y como abad, para aumentar sus ingresos. Declarando enseguida que don Juan sería canonizado sin ninguna duda, fijó la apoteósica ceremonia en su convento que en lo sucesivo se llamaría, dijo, San Juan‑de‑Lúcar. Ante estas palabras, la cabeza hizo un gesto jocoso.
El gusto de los españoles por este tipo de solemnidades es tan conocido que no resultan difíciles de creer las hechicerías religiosas con que el abad de Sanlúcar celebró el traslado del bienaventurado don Juan Belvídero a su iglesia. Días después de la muerte del ilustre noble, el milagro de su imperfecta resurrección era tan comentado de un pueblo a otro, en un radio de más de cincuenta leguas alrededor de Sanlúcar, que resultaba cómico ver a los curiosos en los caminos; vinieron de todas partes, engolosinados por un Te Deum con antorchas. La antigua mezquita del convento de Sanlúcar, una maravillosa edificación construida por los moros, cuyas bóvedas escuchaban desde hacía tres siglos el nombre de Jesucristo sustituyendo al de Alá, no pudo contener a la multitud que acudía a ver la ceremonia. Apretados como hormigas, los hidalgos con capas de terciopelo y armados con sus espadas, estaban de pie alrededor de las columnas, sin encontrar sitio para doblar sus rodillas, que sólo se doblaban allí. Encantadoras campesinas, cuyas basquiñas dibujaban las amorosas formas, daban su brazo a ancianos de blancos cabellos. Jóvenes con ojos de fuego se encontraban junto a ancianas mujeres adornadas. Había, además, parejas estremecidas de placer, novias curiosas acompañadas por sus bienamados; recién casados; niños que se cogían de la mano, temerosos. Allí estaba aquella multitud, llena de colorido, brillante en sus contrastes, cargada de flores, formando un suave tumulto en el silencio de la noche. Las amplias puertas de la iglesia se abrieron. Aquellos que, retardados, se quedaron fuera, veían de lejos, por las tres puertas abiertas, una escena tan pavorosa de decoración a la que nuestras modernas óperas sólo podrían aproximarse débilmente. Devotos y pecadores, presurosos por alcanzar la gracia del nuevo santo, encendieron en su honor millares de velas en aquella amplia iglesia, resplandores interesados que concedieron un mágico aspecto al monumento. Las negras arcadas, las columnas y sus capiteles, las capillas profundas y brillantes de oro y plata, las galerías, las figuras sarracenas recortadas, los más delicados trazos de tan delicada escultura se dibujaban en aquella luz excesiva, como caprichosas figuras que se forman en un brasero al rojo.
Era un océano de fuego, dominado al fondo de la iglesia por un coro dorado, donde se levantaba el altar mayor, cuya gloria habría podido rivalizar con la de un sol naciente. En efecto, el esplendor de las lámparas de oro, de los candelabros de plata, de los estandartes, de las borlas, de los santos y de los ex‑votos, palidecía ante el relicario en que se encontraba don Juan. El cuerpo del impío resplandecía de pedrería, de flores, cristales, diamantes, oro y plumas tan blancas como las alas de un serafín, y sustituía en el altar a un retablo de Cristo. A su alrededor brillaban numerosos cirios que lanzaban al aire ondas llameantes. El abad de Sanlúcar, adornado con los hábitos pontificios, con su mitra enriquecida de piedras preciosas, su roqueta, su báculo de oro, estaba sentado, rey del coro, en un sillón de un lujo imperial, en medio del clero compuesto por impasibles ancianos de cabellos plateados, revestidos de albas finas y que le rodeaban semejantes a los santos confesores que los pintores agrupan alrededor del Eterno. El gran chantre y los dignatarios del cabildo, adornados con las brillantes insignias de sus vanidades eclesiásticas, iban y venían en el seno de las nubes formadas por el incienso, semejantes a los astros que ruedan en el firmamento. Cuando llegó la hora del triunfo, las campanas despertaron los ecos del campo, y aquella inmensa asamblea lanzó a Dios el primer grito de alabanza con que comienza el Te Deum. ¡Sublime grito! Eran voces puras y ligeras, voces de mujeres en éxtasis unidas a las voces graves y fuertes de los hombres, de millares de voces tan poderosas, que el órgano no dominó el conjunto, a pesar del mugir de sus tubos. Sólo las agudas notas de la voz joven de los niños del coro y los amplios acentos de algunos bajos, suscitaron ideas graciosas, dibujaron la infancia y la fuerza en este arrebatador concierto de voces humanas confundidas en un sentimiento de amor.
‑¡Te Deum laudamus!
Aquel canto salía del seno de la catedral negra de mujeres y hombres arrodillados, semejante a una luz que brilla de pronto en la noche; y se rompió el silencio como por el estallido de un trueno. Las voces ascendieron con nubes de incienso que arrojaban entonces velos diáfanos y azulados sobre las fantasías maravillosas de la arquirectura. Todo era riqueza, perfume, luz y melodía. En el instante en que aquella música de amor y de reconocimiento se concentró en el altar, don Juan, demasiado educado como para no dar las gracias, demasiado espiritual, por no decir burlón, respondió con una espantosa carcajada y se acomodó en su relicario. Pero el diablo le hizo pensar en el riesgo que corría de ser tomado por un hombre ordinario, un santo, un Bonifacio, un Pantaleón. Turbó aquella melodía de amor con un aullido al que se unieron las mil voces del inferno. La tierra bendecía, el cielo maldecía. La iglesia tembló en sus antiguos cimientos.
‑¡Te Deum laudamus! ‑decía la asamblea.
‑¡Al diablo todos!, ¡sois unas bestias! ¡Dios! ¡Dios!, ¡carajos demonios!, ¡animales, sois unus estúpidos con vuestro viejo Dios!
Y un torrente de imprecaciones discurrió como un río de lava ardiente en una erupción del Vesubio.
‑¡Deus sabaoth, sabaoth! ‑gritaron los cristianos.
‑¡Insultáis la majestad del infierno! ‑contestó don Juan con un rechinar de dientes.
Pronto pudo el brazo viviente salir por encima del relicario y amenazó a la asamblea con gestos de desesperación e ironía.
‑El santo nos bendice ‑dijeron las viejas mujeres, los niños y los novios, gentes crédulas.
Así somos frecuentemente engañados en nuestras adoraciones. El hombre superior se burla de los que le elogian y elogia en ocasiones a aquellos de los que se burla en el fondo de su corazón.
Cuando el abad arrodillado ante el altar cantaba:
‑Sancte Johannes ora pro nobis ‑entendió claramente‑: ‑¡Oh, coglione!
»‑¿Qué pasa ahí arriba? ‑exclamó el deán al ver moverse el relicario.
‑El santo hace diabluras, ‑respondió el abad.
Entonces, aquella cabeza viviente se separó violentamente del cuerpo que ya no vivía y cayó sobre el cráneo amarillo del oficiante.
‑¡Acuérdate de doña Elvira! ‑gritó la cabeza devorando la del abad.
Éste profirió un horrible grito que turbó la ceremonia.
Todos los sacerdotes corrieron y rodearon a su soberano.
‑¡Imbécil! ¿y dices que hay un Dios? ‑gritó la voz en el momento en que el abad, mordido en su cerebro, expiraba.
París, octubre 1830
***
Philaréte Chasles
EL OJO SIN PARPADO
(L'oeil sans paupière, 1832)
Los autores poco conocidos de cuentos fantásticos son, sin duda, más numerosos que los muy conocidos. Es justo que nuestra antología albergue al menos a alguno de ellos. Philarète Chasles (1799‑1873), francés, hijo de un miembro de la Convención que había votado la condena a muerte de Luis XVl, tuvo que escapar de Francia siendo aún múy joven con el advenimiento de la Restauración. Vivió en Inglaterra y en Alemania antes de volver a Francia en 1823. Profesor de literaturas extranjeras en el Collège de France y conservador de la Bibliothèque Mazarine, pertenece a esa familia de escritores bibliotecarios, al igual que Nodier antes que él, y Schwob y Borges después.
L'oeil sans paupière, publicado en la colección anónima de los Contes bruns (1832), en la que también colaboró Balzac, es un cuento de ambiente escocés, sobre las creencias populares de los duendes y las hadas, representadas con adhesión a su espíritu pánico y pagano, pero también con respeto al anatema cristiano que las asimila a los cultos diabólicos. Es la época del descubrimiento romántico del folclore, y de la moda escocesa de las novelas de Walter Scott. Pero este cuento no sólo merece hoy ser recordado por su documentación folclorista. La imagen dominante es un perturbador fantasma psicológico: un ojo abierto de par en par que siempre está a espaldas de un hombre, sin perderle nunca de vista. Dado que este hombre había causado con sus celos la muerte de su esposa, el ojo sin párpado que lo sigue constituye una especie de contrappasso.
El final nos lleva a ultramar, entre los pioneros de Ohio y los indios. Pero queda claro que las barreras geográficas no cuentan para los duendes escoceses.
EL OJO SIN PARPADO
«¡HALLOWE'EN!, ¡Hallowe'en!, gritaban todos.» ¡Ésta es la noche santa, la gran noche de los skelpies y de las hadas! Carrick, y tú, Colean, ¿venís? Están ya todos los de Carrick‑Border, y van a venir nuestra Meg y nuestra Jeannie. Vamos a llevar las cantimploras llenas de whisky del bueno, cerveza espumosa y parritch bien espeso. Hace buen tiempo y va a salir la luna; amigos, las ruinas de Cassilis no habrán conocido una fiesta más alegre.
Así hablaba Jock Muirland, un granjero viudo, pero todavía joven. Como la mayoría de los campesinos escoceses, era medio teólogo y medio poeta, gran bebedor y, sin embargo, sobrio y trabajador.
Murdock, Will Lapraik y Tom Duckat estaban a su alrededor, la conversación se desarrollaba muy cerca de la aldea de Cassilis. Seguramente no sabéis qué es Hallowe'en: es la noche de las hadas, y tiene lugar hacia medidados de agosto. En esta noche se consulta al brujo de la aldea, y todos los espíritus traviesos bailan por los páramos, atraviesan los campos cabalgando los ténues rayos de luna. Se trata del carnaval de los espíritus y de los duendes. No hay cueva ni peñasco que no celebre su fiesta y su baile; no hay flor que no se estremezca al soplo de una ninfa; no hay mujer que no cierre cuidadosamente la puerta, para que los spunkies no roben los alimentos del día siguiente, ni estropeen con sus travesuras la comida de los niños, que duermen abrazados en la misma cuna.
Así era aquella noche solemne, tejida de caprichosa fantasía y un secreto temor que subía por las colinas de Cassilis.
Imaginad un terreno montañoso, ondulado como el mar, y las numerosas colinas tapizadas de verde y brillante musgo; a lo lejos, sobre un picacho escarpado, las murallas almenadas de un castillo en ruinas, cuya capilla, ya sin techo, se ha conservado casi entera y eleva aún al cielo raso las esbeltas pilastras frágiles como las ramas de los árboles en invierno. En toda la zona la tierra es estéril. La dorada retama sirve de refugio a las liebres y la roca aparece desnuda hasta donde alcanza la vista. El hombre, que sólo percibe el poder supremo ante la desolación y el temor, mira estas tierras marcadas por el sello de la Divinidad. La inmensa y fecunda benevolencia del Altísimo nos inspira poca gratitud: sólo respetamos su severidad y sus castigos.
Ya bailaban los spunkies sobre la hierba de Cassilis y la luna salía, grande y roja, tras la vidriera rota del portón de la capilla.
Parecía suspendida, como un rosetón escarlata sobre el que se recortaba la silueta de un pequeño trébol de piedra mutilada. Los spunkies bailaban.
¡EI spunkie!
Una mujer, blanca como la nieve, de largos cabellos resplandecientes. Las bellas alas, compuestas y sostenidas por fibras menudas y elásticas, no nacen de su espalda, sino de sus brazos, a cuyo perfil se adaptan. El spunkie es hermafrodita; tiene el rostro femenino y la grácil y delicada elegancia de la pubertad viril. El spunkie sólo va vestido con sus alas; tejido fino y ligero, mullido y compacto, impenetrable y liviano, como las alas del murciélago. Un velo oscuro, difuminado de púrpura y azul tornasolado, brilla sobre este vestido natural, que se repliega alrededor del spunkie cuando descansa comu los pliegues de la bandera en torno al asta que la sostiene. Largos filamentos, brillantes como el acero bruñido, sustentan esos amplios velos en los que el spunkie se envuelve; sus extremidades están armadas por uñas de acero. ¡Ay de la mujer que se aventura, al caer la tarde, por los pantanos o los bosques donde se esconde el spunkie!
Ya danzaban los spunkies a orillas del Doon, cuando la alegre comitiva ‑mujeres, niños, jovencitas‑ se acercó. Los duendes desaparecieron al instante. Sus grandes alas, desplegadas al unísono, oscurecieron el aire, cual una bandada de pájaros que de golpe alzase el vuelo de entre los cañaverales. Por un instante, el claro de luna se oscureció; Muirland y sus acompañantes se detuvieron.
‑Tengo miedo ‑gritó una muchacha.
‑Tonterías ‑contestó el granjero‑. Son ánades silvestres que salen volando.
‑Muirland ‑le dijo el joven Colean con tono de reproche‑ tú acabarás mal; no crees en nada.
‑Quememos las nueces y casquemos las avellanas ‑continuó Muirland, sin atender al reproche del compañero. Sentémonos aquí mismo y abramos las cestas. Aquí hay un buen abrigo: la roca nos cubrirá y el prado nos ofrece un suave lecho. El mismo Satanás habrá de turbar mis meditaciones al calor de la bebida.
‑Pero podrían encontrarnos los bogillies y los brownillies ‑observó tímidamente una jovencita.
‑¡Que se los lleve el cranreuch! ‑contestó Muirland. ¡Rápido Lapraik, enciende un fuego de ramas y hojarasca junto a la roca; calentaremos un poco de whisky; y si las mozas quieren saber qué marido les tiene reservado el buen Dios o el Diablo, tenemos con qué contentarlas. Bome Lesley nos ha traído espejos y avellanas, semillas de lino, platos y manteca. Lasses, eso es todo lo que necesitáis para vuestras ceremonias, ¿no es así?».
‑Sí, sí ‑respondieron las muchachas.
‑Pero, antes de nada, bebamos ‑continuó el granjero, quien, por su carácter autoritario, su patrimonio, su bodega bien surtida, su granero repleto y su habilidad como agricultor, había adquirido cierta autoridad en la zona.
Es hora de que sepáis, amigos, que de todos los países del mundo aquel en donde las clases inferiores tienen al mismo tiempo una mayor cultura y la mayor cantidad de supersticiones, es Escocia. Preguntádselo, si no, a Walter Scott, el insigne escocés que debe su grandeza a la facultad, recibida de Dios, de representar simbólicamente el carácter y el humor nacionales. En Escocia se cree en todo tipo de duendes y en las cabañas se discute de filosofía.
La noche de Hallowe'en está consagrada sobre todo a la superstición. Las gentes se reúnen para desvelar los misterios del porvenir. Los ritos que se practican con este objeto son bien conocidos e inalterables: no existe culto más riguroso en la observancia de sus prácticas. Y esta ceremonia llena de interés, donde cada uno es al mismo tiempo sacerdote y hechicero, era la meta de la excursión y la diversión nocturna a la que se dirigían los habitantes de Cassilis. Esta rústica magia tiene un encanto indescriptible. Descansa, por así decirlo, en el límite impreciso entre poesía y realidad; se comunica con los poderes infernales sin abandonar enteramente a Dios; los objetos más vulgares se transforman en sagrados y mágicos; con una espiga de grano y una hoja de sauce se crean esperanzas y temores.
Quiere la tradición que los hechizos de Hallowe'en empiecen cuanto las campanas tocan la medianoche; es la hora en que la atmósfera se llena de seres sobrenaturales, y en la que no sólo los spunkies, actores principales del drama, sino todas las huestes mágicas de Escocia, vienen a tomar posesión de sus dominios.
Nuestros campesinos reunidos desde las nueve, pasaron el tiempo bebiendo, cantando las viejas y encantadoras baladas, en las que el lenguaje melancólico e ingenuo se entrelaza armoniosamente con el ritmo cadencioso, en una melodía que desciende a caprichosos intervalos de cuarta, con un singular empleo del cromatismo. Las jovencitas, con sus plaids multicolores, con sus impecables vestidos de lana; las mujeres sonrientes; los niños, con la hermosa cinta roja anudada a la rodilla, que les sirve de liga y de ornamento; los jóvenes, cuyos corazones latían cada vez más aprisa, conforme se acercaba el momento misterioso en el que el destino sería interrogado; uno o dos ancianos, a los que la sabrosa cerveza devolvía la alegría de la juventud: todos formaban un grupo encantador, que Wilkie hubiera retratado con gozo y que hubiese alegrado las almas sensibles de Europa, sumidas en tantas tribulaciones y afanes, con la jovialidad de un sentimiento verdadero y profundo.
Muirland se entregaba como ningún otro a la ruidosa alegría que subía burbujeante como la densa espuma de las cervezas y que se comunicaba a todos los demás.
Era una de esas criaturas a las que la vida no consigue domar, uno de esos hombres de inteligencia enérgica que luchan contra viento y marea. Una mozuela del condado, que había unido su destino al de Muirland, murió al dar a luz después de dos años de matrimonio, y Muirland había jurado no volver a casarse jamás. Nadie en la vecindad ignoraba la causa de la muerte de Tuilzie: los celos de Muirland. Tuilzie, frágil y aún casi una niña, tenía apenas dieciséis años cuando se casó con el granjero. Le amaba, pero no conocía su carácter apasionado, la violencia que podía animarle, el tormento cotidiano que era capaz de infligirse a sí mismo y a los demás. Jock Muirland era celoso, y la dulce ternura de su compañera no lograba tranquilizarle. Un día, en lo más riguroso del invierno, la envió a Edimburgo para alejarla del galanteo que, supuestamente, le dedicaba un pequeño hacendado que se había empeñado en pasar el invierno en sus tierras.
Todos sus amigos, incluso el sacerdote, le manifestaron su descontento y le reprocharon su conducta; él sólo respondía que amaba apasionadamente a Tuilzie, y que únicamente a él le correspondía juzgar qué era lo mejor para el éxito de su matrimonio. Bajo el rústico techo de la casa de Jock se escuchaban a menudo lamentos, gritos y llantos, cuyos ecos llegaban al exterior; el hermano de Tuilzie fue a ver a su cuñado para decirle que su conducta era imperdonable, pero esta iniciativa sólo dio como resultado una violenta riña. La joven iba marchitándose día tras día. Finalmente, el dolor que la consumía le arrebató la vida.
Muirland se sumió en una profunda desesperación que duró muchos años; pero como todo pasa en esta vida y porque juró permanecer viudo, fue olvidándose poco a poco de aquella de quien había sido verdugo involuntario. Las mujeres, que durante muchos años le habían mirado con horror, habían acabado por perdonarle; y la noche de Hallowe'en lo encontró como fuera tiempo atrás: alegre, irónico, divertido, buen bebedor y narrador de magníficas historias, chistoso e intérprete de chispeantes apostillas, que mantenían despierto el buen humor y alargaban la reunión nocturna.
Habían ya cantado todos los viejos romances épicos cuando sonaron las doce campanadas de la medianoche; y el eco de aquel tañido se propagó en la distancia. Todos habían bebido copiosamente. Había llegado el momento de los acostumbrados ritos supersticiosos. Todos, salvo Muirland, se levantaron.
‑Vamos a buscar el kail ‑gritaron‑, vamos a buscar el kail.
Muchachos y muchachas se esparcieron por los campos, y fueron regresando, uno tras otro, trayendo una raíz arrancada de la tierra: el kail. Debéis arrancar de raíz la primera planta que aparezca en vuestro camino; si la raíz es recta, vuestra esposa o vuestro marido serán apuestos y cariñosos, si la raíz está retorcida, os casaréis con alguien de aspecto desagradable. Si ha quedado tierra adherida a las raíces, vuestro matrimonio será feliz y fecundo; pero si la raíz es delgada y está desnuda, vuestro matumonio no durará mucho. Podéis imaginar las explosiones de risa, el jolgorio y las burlas a que daban lugar estas indagaciones conyugales: los jóvenes se empujaban, se arrimaban unos a otros, comparando los resultados de la pesquisa; incluso los niños más pequeños tenían su raíz.
‑¡Pobre Will Haverel! ‑exclamó Muirland, echando una mirada a la raíz que tenía un joven en la mano‑. Tu mujer será fea; la raíz que has encontrado se parece al rabo de mi cerdo.
Después se sentaron en círculo, y todos probaron el sabor de la raíz: una raíz amarga presagia un mal marido; una dulce, un marido tonto; y si la raíz es aromática, el esposo será de carácter agradable.
A esta ceremonia siguió la del tap‑pickle. Las muchachas, con los ojos vendados, salen a coger tres espigas. Si alguna de las tres no tiene grano, nadie duda que el futuro marido de la joven habrá de perdonarla alguna debilidad antes de la boda. ¡Oh Nelly! ¡Nelly! A tus tres espigas les falta el tap‑pickle, y no has podido evitar las burlas. Es cierto que, justo ayer, la fause‑house, o granero, fue testigo de una larga conversación entre tú y Robert Luath.
Muirland observaba sin participar en los juegos.
‑¡Las avellanas! ¡Las avellanas! ‑gritaron todos‑. Sacaron del cesto un saquito de avellanas, y todos se acercaron al fuego que habían mantenido encendido todo el tiempo. La luna brillaba resplandeciente. Cada uno cogió su avellana. Se trata de un rito célebre y venerable. Se forman las parejas, y cada avellana lleva escrito el nombre de la persona que la ha elegido; se meten en el fuego, al mismo tiempo, la avellana que lleva el nombre de la novia y la propia. Si las dos avellanas arden tranquilamente, una junto a otra, habrá una unión larga y placentera; pero si al arder, estallan y se separan, habrá discordia y desunión en el matrimonio. A menudo es la muchacha quien deposita en el fuego la imagen a la que está unida su alma. ¡Y cuál no será su dolor, cuando se produce la separación, y el futuro esposo se precipita, chisporroteando, lejos de ella!
Ya había dado la una, y los campesinos no se cansaban de consultar los místicos oráculos. El temor y la fe que los acompañaban revestían los conjuros de un embrujo desconocido. Los spunkies empezaban a moverse de nuevo por entre los juncos. Las muchachas temblaban. La luna, ya alta en el cielo, se escondió tras una nube. Se llevaron a cabo la ceremonia de los guijarros, la de la vela y la de la manzana, grandes conjuros que no desvelaré. Willie Maillie, una de las jóvenes más hermosas, hundió su brazo tres veces en las aguas del Doon, exclamando: «Mi futuro esposo, mi desconocido marido, ¿dónde estás? Aquí tienes mi mano.» Tres veces repitió el conjuro, y entonces la oyeron lanzar un grito.
‑¡Ay, pobre de mí! ¡El spunkie me ha cogido la mano! ‑gritó‑. Todos se acercaron atemorizados; sólo Muirland no sentía miedo. Maillie mostró su mano ensangrentada; los jueces, de ambos sexos, cuya larga experiencia les convertía en hábiles intérpretes de las señales mágicas, declararon sin vacilar que los arañazos no habían sido causados, como sostenía Muirland, por las espinosas puntas de los juncos, sino que el brazo de la joven portaba la marca de la afilada garra del spunkie. Y todos reconocieron que aquello significaba que la sombra de un marido celoso había de pesar sobre el futuro de Maillie. El granjero viudo había bebido, quizá, un trago de más.
‑¡Celoso! ‑exclamó‑, celoso!
Le parecía advertir en la declaración de los compañeros una malévola alusión a su desgracia.
‑Yo ‑continuó vaciando de un trago una cantimplora llena de whisky hasta el borde‑, preferiría mil veces casarme con el spunkie que volverme a casar otra vez. Sé lo que es vivir encadenado; tanto valdría vivir prisionero en una botella con una mona, un gato o el verdugo por compañero. Yo tenía celos de mi pobre Tuilzie; quizá estaba equivocado; pero decidme, ¿cómo habría podido no tenerlos? ¿Qué mujer no debe ser continuamente vigilada? No dormía por las noches; no la dejaba un momento sola durante el día; no cerraba los ojos ni un momento. El negocio de la granja marchaba mal; todo se desmoronaba. La misma Tuilzie languidecía ante mis ojos. ¡Que se lo lleve el diablo, al matrimonio!
Algunos reían; otros guardaban silencio escandalizados. Todavía quedaba el último y más temible de los conjuros: la ceremonia del espejo.
Sosteniendo una vela en la mano, uno debe colocarse ante un pequeño espejo; se sopla tres veces sobre el cristal y se seca otras tantas, repitiendo: «Aparece, marido mío», o bien, «Aparece, esposa mía.» Entonces, por encima del hombro de quien interroga al destino aparece una figura, que se refleja claramente en el espejito: es la de la esposa o la del marido así invocado.
Nadie, tras lo sucedido a Maillie, se atrevía a desafiar de nuevo a las potencias sobrenaturales. El espejo y la vela estaban ya preparados; pero nadie parecía tener la intención de utilizarlos. Se escuchaba el murmullo del Doon por entre los cañaverales. La larga cinta de plata, que temblaba sobre las aguas a lo lejos, parecía, a los ojos de los aldeanos, el rastro centelleante de los spunkies, o el de los espíritus de las aguas; la yegua de Muirland, la pequeña yegua de los Highlands de cola negra y pecho blanco, relinchaba con todas sus fuerzas, delatando así la proximidad de un espíritu maligno. El viento se volvía helado y los tallos de los juncos se agitaban con un largo y triste susurro; las mujeres empezaron a hablar del regreso, y no escatimaron buenas razones, ni reproches para los maridos y hermanos, ni advertencias sobre la salud de los padres; en fn, toda esa elocuencia doméstica a la que nosotros, reyes de la naturaleza y del mundo, nos sometemos con facilidad.
‑¡Y bien! ¿Quién de vosotros se atreve con el espejo? ‑exclamó Muirland.
No hubo respuesta.
‑Bien poco valor tenéis ‑continuó el granjero‑. Os echáis a temblar con los sauces en cuanto sopla un poco el viento. Yo ‑bien lo sabéis‑ no me quiero volver a casar, porque quiero dormir, y mis párpados se niegan a cerrarse cuando estoy casado; así que no puedo empezar el conjuro. Lo sabéis tan bien como yo.
Pero finalmente, puesto que nadie quería coger el espejo, Jock Muirland se hizo cargo de él.
«Os daré ejemplo», y sin vacilar, agarró el espejo; encendieron una vela, y Muirland pronunció valerosamente las palabras del conjuro.
«Aparece, pues, esposa mía.»
De pronto, una pálida imagen, de cabellos rubios resplandecientes, apareció por encima de su hombro. Muirland se sobresaltó; se volvió, por si hubiera alguna joven detrás de él para simular la aparición. Pero ninguna había simulado al espectro; el espejo se deslizó de sus manos y se rompió; pero detrás de su hombro aparecía aún el rostro blanco de cabellera resplandeciente. Muirland lanzó un grito y cayó de bruces al suelo.
Teníais que haber visto entonces a los habitantes de la aldea huir desordenadamente, como hojas arrastradas por el viento; en el lugar donde, poco antes, todos se habían abandonado a sus pueblerinas diversiones, no quedó nada, salvo los restos de la fiesta, el fuego casi apagado, jarros y cantimploras vacías, y Muirland tendido en el suelo. Los spunkies y su cortejo regresaban ahora en tropel, y el temporal, que ya estaba en el aire, unía a sus cánticos misteriosos, el largo ulular que los escoceses llaman de forma pintoresca, Sugh. Muirland, irguiéndose, miró una vez más sobre su hombro: allí estaba aquel rostro. Sonreía al granjero sin decir una palabra, y Muirland no conseguía descubrir si aquella cabeza pertenecía a un cuerpo, ya que sólo aparecía cuando se daba la vuelta.
Muirland tenía la boca seca, y sentía su lengua helada pegada al paladar. Haciendo acopio de todo su valor, intentó entablar conversación con aquel ser infernal; pero en vano: sólo con ver las pálidas facciones, los encendidos rizos, le temblaba todo el cuerpo. Intentó huir, con la esperanza de librarse de la aparición. Había saltado sobre la pequeña yegua blanca, y tenía ya el pie en el estribo, cuando probó por última vez; pero el temor le venció. La cabeza estaba siempre junto a él, era su compañera inseparable. Estaba pegada a su hombro como esas cabezas sin cuerpo, cuyos perfiles los escultores góticos disponían a veces en lo alto de un pilar o en el ángulo de un cornisamento. La pobre Meg, la pequeña yegua, relinchaba con todas sus fuerzas y daba coces al aire, mostrando el mismo pánico que su dueño. Siempre que Muirland se volvía, el spunkie (era sin duda uno de aquellos moradores de las junqueras quien le perseguía), fijaba en él sus ojos brillantes de un azul profundo, sin pestañas que los oscurecieran ni párpados que velasen su insoportable resplandor.
Muirland espoleó a la yegua, atormentado siempre por la ansiedad de saber si su perseguidora seguía todavía allí; pero ella no le abandonaba; en vano lanzaba al galope a la yegua; en vano los páramos y los cerros huían a su paso; Muirland ya no sabía por qué camino iba, ni a dónde llevaba a la pobre Meg. Una sola idea le obsesionaba: el spunkie, su compañero o mejor su compañera, porque la cabeza femenina tenía toda la malicia y toda la delicadeza de una joven de dieciocho años. Ia bóveda del cielo se cubría de espesas nubes, que parecían devorarlo poco a poco. Nunca un pobre diablo se encontró más solo en medio de los campos, en una oscuridad tan infernal. El viento soplaba como si quisiera despertar a los muertos, y la lluvia caía oblicuamente por la violencia de la tempestad. El resplandor de los relámpagos se desvanecía, devorado por las nubes de las que salían sobrecogedores bramidos. ¡Pobre Muirland!, voló tu gorra escocesa azul y roja y no osaste volver atrás a recogerla. La tempestad redobló su furia; el Doon se desbordó; y Muirland, tras haber galopado durante una hora, descubrió con gran dolor, que había regresado al punto de partida. Allí estaba, bajo sus ojos, la iglesia derruida de Cassilis, y parecía que un incendio ardía entre los restos de las viejas pilastras; las llamas salian por las rotas aperturas, y las esculturas se recortaban sobre aquel fondo lúgubre. Meg se negaba a seguir avanzando; pero el granjero, a quien le había abandonado la razón y creyendo sentir la horrible cabeza apoyada sobre su hombro, clavó con tanta fuerza las espuelas en los flancos de la pobre Meg, que ésta se desplomó, a pesar suyo, ante la violencia que se le vino encima.
‑Jock ‑dijo una dulce voz‑, cásate conmigo y nunca más volverás a tener miedo.
Imaginad el profundo horror del desventurado Muirland.
‑Cásate conmigo ‑repitió el spunkie.
Entretanto, huían hacia la catedral en llamas. Muirland, detenido en su carrera por los pilares mutilados y las estatuas caídas, bajó del caballo; había bebido tanto vino aquella noche, tanta cerveza y aguardiente, había galopado tanto y había vivido tantas emociones que terminó por acostumbrarse a aquel estado de misteriosa excitación: nuestro granjero entró con paso firme en la nave sin bóveda de donde salía el fuego infernal. La escena que apareció entonces ante sus ojos era nueva para él. Una figura acurrucada en medio de la nave sostenía, sobre su espalda arqueada, un vaso octogonal en el que ardía una llama verde y roja. El altar estaba dispuesto con los antiguos adornos del rito católico. Demonios de roja cabellera erizada ocupaban, de pie sobre el altar, el lugar de las velas. Todas las formas grotescas e infernales que la fantasía del pintor y del poeta hayan podido imaginar, se agolpaban, corrían y se entremezclaban en múltiples y extrañas formas. Los asientos del coro estaban ocupados por graves personajes que conservaban los hábitos propios de su rango. Pero bajo las mucetas se dibujaban manos de esqueletos, de cuyas cuencas vacías no salía luz alguna. No diré, porque el lenguaje humano no puede llegar a tanto, qué incienso quemaban en aquella iglesia, ni qué abominable parodia de santos misterios estaban representando allí los demonios. Cuarenta diablos encaramados en la antigua galería que antaño albergase el órgano de la catedral, sostenían gaitas escocesas de diferentes tamaños. Doce de ellos formaban un trono para un enorme gato negro que marcaba el compás con un maullido prolongado. La diabólica sinfonía hacía temblar las bóvedas semiderruidas, de las que caían, de vez en cuando, fragmentos de piedra. En medio de aquel tumulto estaban arrodillados algunos esbeltos skelpies, parecidos a encantadoras niñas, a no ser por sus colas, que sobresalían bajo sus hábitos blancos; y más de cincuenta skelpies, con las alas extendidas o recogidas, bailaban o reposaban. En los nichos de los santos, dispuestos simétricamente en trorno a la nave central, se abrían trumbas profanadas, de donde surgía la muerte, en su blanco sudario, sosteniendo entre sus manos el cirio fúnebre. En cuanto a las reliquias que colgaban de los muros, no me detendré a describirlas. Todos los crímenes cometidos en Escocia desde hacía veinte años estaban allí, tapizando los muros de la iglesia abandonada a los demonios.
Ahí estaban la cuerda del ahorcado, el cuchillo del asesino, los despojos horripilantes del aborto y las huellas del incesto. Ahí estaban los corazones de los desalmados ennegrecidos por el vicio, y los blancos cabellos de una cabeza paterna aún pegados a la hoja criminal del parricida. Muirland se detuvo y se volvió; la cabeza, su compañera de camino, no había abandonado su puesto. Uno de los monstruos encargados del servicio infernal le cogió de la mano; Muirland no se resistió. Le condujo al altar; Muirland siguió a su guía. Estaba vencido, sin fuerzas. Todos se arrodillaron, y Muirland se arrodilló; entonaron entonces unos extraños cánticos pero Muirland no escuchaba nada; permaneció inmóvil, atónito, como petrificado, esperando su destino. Entretanto, los himnos diabólicos se hacían más audibles. Los spunkies, encargados de formar el cuerpo de baile, daban vueltas cada vez más frenéticas en su corro infernal; las gaitas gritaban, mugían, aullaban y silbaban con mayor vehemencia. Muirland se volvió para mirar su hombro aciago, que un huésped indeseable había elegido como residencia.
‑¡Ah! ‑gritó con un largo suspiro de satisfacción.
La cabeza había desaparecido.
Pero cuando su mirada alucinada y asustada volvió a los objetos que le rodeaban, vio con estupor junto a él, arrodillada sobre un ataúd, una jovencita cuyo rostro era el del fantasma que lo había perseguido. Un vestido de lino gris la cubría apenas hasta medio muslo. Podía entrever el escote encantador; los hombros, ocultos por sus cabellos rubios; el seno virginal, cuya belleza dejaba traslucir el liviano vestido. Muirland quedó conmovido; aquellas formas gráciles y delicadas contrastaban con las horrendas apariciones que se veían en torno a ella. El esqueleto que parodiaba la misa tomó, con sus dedos retorcidos, la mano de Muirland, y la unió a la de la joven. Muirland sintió entonces, cuando su extraña novia le apretó la mano, el tacto de la fría punzada que el vulgo arribuye a las garras del spunkie. Era demasiado para él; cerró los ojos, y sintió que se desmayaba. Vencido a medias por un desfallecimiento que luchaba por combatir, creyó adivinar a quién pertenecían las manos infernales que le volvieron a montar sobre la yegua, que le estaba esperando a las puertas de la iglesia; pero su percepción era confusa, y vagas sus sensaciones.
Como cualquiera puede imaginar, semejante noche dejó sus huellas en Muirland; se despertó como si saliese de un letargo, y se sorprendió al comprender que estaba casado desde hacía algunos días: después de la noche de Hallowe'en había viajado a las montañas y había llevado consigo a una joven esposa, que ahora yacía junto a él, en el viejo lecho de la granja.
Se frotó los ojos y creyó estar soñando; luego quiso contemplar a la que, sin saberlo, había elegido y que ahora era la señora Muirland. Era ya de día. ¡Qué graciosa era la esposa! ¡Qué dulce luz había en su amplia mirada! ¡Qué esplendor en aquellos ojos! Sin embargo, Muirland se sentía atrapado por la extraña luz que emanaba de aquella mirada. Se acercó a ella; para su sorpresa, su esposa ‑o así le pareció a él‑ no tenía párpados; grandes pupilas de azul profundo se dibujaban bajo el oscuro arco de las cejas, cuyo trazo era admirablemente sutil. Muirland suspiró; el recuerdo vago del spunkie, de la carrera nocturna y de la espantosa boda en la catedral, volvió de golpe a su mente.
Observando más de cerca a su nueva esposa, le pareció descubrir en ella todos los rasgos característicos de aquel ser misterioso, aunque modificados, y algo suavizados. Los dedos de la joven eran largos y delgados; las uñas blancas y afiladas; los cabellos caían hasta el suelo. Permaneció como abstraído en una fantasía; no obstante, los vecinos le comunicaron que la familia de la joven vivía en los Highlands; que al terminar la boda había sufrido una fiebre altísima, y que no debía sorprenderse si el recuerdo de la ceremonia se había borrado de su mente, aún convalenciente; y que muy pronto se portaría mejor con la joven, ya que era graciosa, dulce y muy buena ama de casa.
‑Pero si no tiene párpados ‑exclamó Muirland.
Los vecinos se reían de él y decían que la fiebre no le había abandonado todavía; nadie, salvo el granjero, advertía aquella extraña característica.
Llegó la noche; para Muirland era su noche de bodas, ya que, hasta aquel momento, estaba casado sólo de nombre. La belleza de su esposa le había enternecido, aunque él la viese sin párpados. Se prometía, pues, una y otra vez, vencer su miedo y gozar del singular regalo que el cielo o el infierno le habían enviado.
Pedimos ahora al lector que nos conceda las ventajas y ardides propios de la novela y de la fábula, y que nos permita omitir los detalles de los primeros acontecimientos de la noche. No diremos lo hermosa que estaba la bella Spellie (tal era el nombre de la esposa) ataviada para esa noche.
Muirland se despertó, soñando que la luz del sol iluminaba de golpe la habitación donde estaba el lecho nupcial. Deslumbrado por los rayos ardientes, se alzó sobresaltado, y vio los ojos de su esposa fijos tiernamente en él.
‑¡Diablos! ‑pensó‑, dormir ahora es una verdadera ofensa a su belleza. Así pues, alejó el sueño y susurró a Spellie tiernas frases de amor, a las que la joven montañesa respondió como mejor pudo.
Spellie no había dormido aún cuando llegó la mañana.
‑¿Y cómo podría dormir ‑se preguntaba Muirland‑, si no tiene párpados?
Y su pobre mente volvía a caer en un abismo de dudas y temores.
Salió el sol. Muirland estaba pálido y abatido. La señora Muirland tenía los ojos resplandecientes como nunca. Pasaron la mañana paseando por las orillas del Doon. La joven esposa era tan encantadora, que el marido, a pesar de la extrañeza y de la fiebre que aún tenía, no podía contemplarla sin sentir admiración.
‑Jock ‑le dijo ella‑, te amo como tu amabas a Tuilzie; todas las jóvenes de los alrededores me envidian; así pues, habrás de estar alerta, amor mío, porque me sentiré celosa y te vigilaré de cerca.
Los besos de Muirland cerraron su boca; pero las noches se sucedían, y en lo más profundo de cada noche, los ojos resplandecientes de Spellie arrancaban al granjero de su sueño, el vigor de Muirland declinaba.
‑Pero amor mío ‑preguntó Jock a su mujer‑, ¿es que no duermes nunca?
‑¿Dormir yo?
‑Sí, dormir. Desde que estamos casados creo que no has dormido un sólo instante.
‑En mi familia no se duerme nunca.
Y sus pupilas azules, parecían brillar aún más.
‑¡No duerme! ‑exclamó Muirland, desesperado‑. ¡No duerme!
Y se dejó caer de nuevo, exhausto y espantado, sobre la almohada.
‑¡No tiene párpados, no duerme jamás! ‑repitió.
‑No me canso de mirarte ‑respondió Spellie‑, y te vigilaré muy de cerca.
¡Pobre Muirland! Los hermosos ojos de su esposa no le concedían reposo; eran, como diría el poeta, estrellas eternamente encendidas para deslumbrarlo. Se compusieron en el condado más de treinta baladas que celebraban los bellos ojos de Spellie. En cuanto a Muirland, un día desapareció. Habían transcurrido tres meses; el suplicio que había sufrido había arruinado su vida y apurado su sangre; sentía que aquella mirada de fuego le consumía. Cuando regresaba del campo, cuando permanecía en casa, cuando iba a la iglesia, siempre estaba a merced del terrible rayo resplandeciente, que penetraba hasta lo más hondo de su ser y que le sobrecogía de terror. Terminó por odiar el sol y huir del día.
El suplicio que había destruido a la pobre Tuilzie, se había convenido en el suyo: la inquietud espiritual que había hecho de él el verdugo de su primera y joven esposa, y que los hombres llamaban celos, se había transfigurado en el ojo escrutador, imposible de eludir, que le perseguía constantemente: siempre los celos, pero transformados en imagen palpable, en el prototipo de la sospecha. Muirland abandonó la granja, abandonó sus tierras, cruzó el mar y se adentró en los bosques de América del Norte, donde muchos de sus compatriotas habían fundado pueblos y construido un hogar acogedor.
Confiaba en que las praderas de Ohio le brindasen un asilo seguro; prefería la pobreza, la vida del colono, la serpiente oculta entre la tupida maleza, un alimento sencillo, simple e incierto, a su techo de Escocia, donde el ojo celoso y perpetuamente abierto relucía para atormentarlo. Después de pasar un año en aquellas soledades, terminó por bendecir su suerte: al menos había hallado el reposo en el seno de aquella naturaleza fecunda.
No mantenía correspondencia con nadie, en Gran Bretaña, por temor a tener noticias de su esposa; algunas veces, en sueños, veía aún aquellos ojos sin párpados, y se despertaba sobresaltado; se aseguraba cuidadosamente de que las temibles pupilas vigilantes no estuviesen junto a él, no lo atravesasen, no lo devorasen con su luz insoportable; y entonces volvía a dormirse, feliz.
Los Narraghansetts, una tribu que vivía por los alrededores, habían elegido como sachem, o jefe, a Massasoir, un anciano enfermizo, de carácter pacífico; Muirland se había granjeado muy pronto su afecto, regalándole el aguardiente que él sabía destilar. Massasoit cayó un día enfermo, y su amigo Muirland fue a visitarlo a su tienda.
Imaginad un wigwam indio; una especie de choza cónica con una abertura en lo alto para dejar salir el humo; en el centro de este humilde palacio ardía un fuego; sobre las pieles de bisonte, extendidas en el suelo, yacía el viejo jefe enfermo; a su alrededor, los hombres de la tribu aullaban, gritaban y lloraban, causando tal alboroto, que no sólo no hubiera curado a un hombre enfermo, sino que habría hecho enfermar a un hombre sano. Un powam, o curandero indio dirigía el lúgubre coro y la danza; el eco retumbaba con el estruendo de aquella extraña ceremonia; era la plegaria pública, ofrecida a la divinidad local.
Seis jóvenes daban masajes a los miembros desnudos y fríos del anciano: una de ellas, de apenas dieciséis años, lloraba. El sentido común de Muirland le hizo comprender que el único resultado de todo aquel aparato medicinal iba a ser la muerte de Massasoit; en su condición de europeo y de hombre blanco, todos le consideraban médico de nacimiento. Aprovechando la autoridad que ese título confería, hizo salir a todos aquellos hombres que gritaban, y se acercó al sachem.
‑¿Quién viene a mí? ‑preguntó el viejo.
‑Jock, el hombre blanco.
‑¡Oh! ‑respondió el sachem, tendiéndole la áspera mano‑. No nos veremos más, Jock.
Jock, aunque sabía bastante poco de medicina, advirtió enseguida que el sachem padecía simplemente de indigestión; lo tomó a su cuidado y ordenó que se hiciese silencio; le impuso una dieta y le preparó un excelente potaje escocés que el viejo engulló como si se tratase de una medicina. En tres días Massasoit había vuelto a la vida; los gritos de nuestros salvajes expresaban ahora gratitud y alegría. Massasoit hizo sentar a Jock a su lado, le dio a fumar su calumet y le presentó a su hija Anauket, la más joven y bella de cuantas había visto Muirland en la tienda.
‑Tú no tienes una squaw ‑le dijo el viejo guerrero‑. Toma a mi hija y honra mis canas.
Jock se estremeció; recordó a Tuilzie y a Spellie: el matrimonio nunca le había traído la felicidad. Pero, por otra parte, la joven squaw era dulce, ingenua y obediente. Además, un matrimonio en aquellas soledades reviste muy poca solemnidad: no tiene gran valor para un europeo. Jock aceptó, y la bella Anauket no le dio jamás ocasión alguna de arrepentirse de su decisión.
Un día, el octavo desde su unión, navegaban por el Ohio, en una bella mañana de otoño. Jock llevaba su fusil de caza. Anauket, acostumbrada a estas expediciones propias de la vida en los bosques, ayudaba y servía a su marido. El tiempo era magnífico; las orillas del río ofrecían parajes deliciosos a los amantes. Jock había tenido buena caza; de repente, una pintada de espléndidas alas atrajo su atención; apuntó, la hirió, y el pájaro, herido de muerte, cayó gimiendo, en medio de la espesura. Muirland no quería perder una pieza tan magnífica; varó la canoa y corrió en busca del pájaro herido. Batió en vano muchos matorrales, pero su obstinación de escocés le empujaba siempre más hacia el corazón del bosque. Muy pronto se halló en uno de esos verdes claros naturales que se hallan en los bosques de América, rodeado de árboles de gran altura; entonces un fulgor atravesó el follaje y llegó hasta él. A Muirland le dio un vuelco el corazón: el rayo le quemaba; aquella luz insoportable le obligaba a bajar la mirada.
El ojo sin párpado estaba allí, eternamente vigilante.
Spellie había atravesado el océano, había encontrado el rastro de su marido y le había seguido de cerca; había mantenido su palabra, y sus celos terribles aplastaban ya a Muirland con sus justos reproches. El hombre corrió hacia el río, seguido por la mirada del ojo sin párpado; vio la onda clara y pura del Ohio y se lanzó a ella, empujado por el terror.
Éste fue el fin de Jock Muirland, tal y como se halla en una leyenda escocesa que las viejas cuentan a su manera. Se trata de una alegoría, afirman, y el ojo sin párpado es el ojo, siempre vigilante, de la mujer celosa, el más espantoso de los suplicios.
***
Gérard de Nerval
LA MANO ENCANTADA
(La main enchantée, 1832)
Gérard de Nerval (1808‑1854) ha creado dentro de la narrativa fantástica del romanticismo un género nuevo: la evocación lírico‑amorosa suspendida entre el sueño y la memoria. Los textos más típicos de este género, como Aurélia y Sylvie, son difícilmente antologizables: pero Nerval es autor también de un clásico del género fantástico más típico: La main enchantée, un cuento basado en un tema bastante explotado y de efecto seguro: la mano que vive su propia vida separada del cuerpo.
Además del simbolismo moral que la mano encantada asume con sugestiva evidencia ‑la violencia agresiva que cada uno lleva dentro‑ encontramos aquí una minuciosa reconstrucción del París del siglo XVII. Un vendedor de tejidos, habiendo de batirse en duelo con un militar, recurre a los encantamientos de un alquimista cíngaro que le hechiza la mano derecha. El vendedor mata en el duelo al espadachín. Perseguido por la justicia, busca la protección de un magistrado; pero la mano encantada, ajena a su voluntad, ataca al hombre de leyes. Mientras el negociante está en prisión, condenado a la horca, viene a verle el cíngaro: la mano de un ahorcado es un talismán extraordinario para los ladrones, ya que con ella pueden abrir cualquier puerta. El cíngaro reclama la mano y cuando sobre el patíbulo el verdugo corta la mano del ahorcado, la vemos moverse, escapar, abrirse camino entre la multitud e ir a reunirse con el brujo.
LA MANO ENCANTADA
I
LA PLAZA DAUPHINE
NADA es tan hermoso como las casas del siglo XVII que la Place Royale ofrece en tan majestuoso conjunto. Cuando sus fachadas de ladrillos intercalados y enmarcados por molduras y cantos de piedras, y cuando sus altas ventanas se encienden con los espléndidos rayos del sol del atardecer, uno siente, al contemplarlas, la misma veneración que ante un tribunal de magistrados vestidos con ropas rojas forradas de armiño y, si no fuese una pueril comparación, se podría decir que la larga mesa verde alrededor de la cual se sientan estos temibles magistrados formando un cuadrado se parece un poco a la diadema de tilos que bordea las cuatro caras de la Place Royale completando su grave armonía.
Hay otra plaza en la ciudad de París que no es menos agradable por su regularidad y su estilo, y que es, en triángulo, poco más o menos lo que la otra en cuadrado. Fue construida bajo el reinado de Enrique el Grande, que la llamó Place Dauphine, y entonces se admiró el poco tiempo que precisaron sus edificios para cubrir el vacío terreno de la isla de la Gourdaine. La invasión de este terreno fue un cruel disgusto para los clérigos que iban allí a divertirse ruidosamente, y para los abogados, que meditaban en él sus alegatos: ¡era un paseo tan verde y tan florido al salir de la infecta audiencia del Palacio...!
Apenas se levantaron aquellas tres filas de casas sobre sus pesados pórticos cargados y surcados de salientes y tabiques, apenas fueron revestidas con sus ladrillos, abiertas sus ventanas con balaústres y cubiertas con macizos tejados, aquel linaje de gentes de justicia invadió toda la plaza, siguiendo cada uno su categoría y sus medios, es decir, en relación inversa a la altura de los pisos. Aquello se convirtió en una especie de corte de los milagros de altos vuelos, un hampa de ladrones privilegiados, guarida de picapleitos, edificada con ladrillo y piedra, mientras que las otras eran de barro y madera.
En unas de aquellas casas que constituían la Place Dauphine vivía, en los últimos años del reinado de Enrique el Grande, un personaje bastante importante, llamado Godinot Chevassut, lugarteniente civil del preboste de París; cargo a la vez muy penoso y lucrativo en un siglo en que los ladrones eran mucho más numerosos de lo que lo son hoy en día, ¡tanto ha disminuido la probidad desde entonces en nuestra Francia!, y en el que el número de mujeres de alegre vivir era mucho más considerable, ¡tanto se han degradado nuestras costumbres! Como la humanidad no cambia en absoluto se puede decir, como un antiguo autor, que cuantos menos granujas hay en galeras más hay fuera.
También hay que decir que los ladrones de aquel tiempo eran menos innobles que los de hoy, y que tan miserable oficio era entonces un tipo de arte que los hijos de familia no desdeñaban ejercer. Muchas buenas capacidades arrojadas a los pies de una sociedad de barreras y privilegios se desarrollaban considerablemente en este sentido; enemigos mucho más peligrosos para los particulares que para el Estado, cuya máquina quizá hubiera estallado sin esta salida. También, sin duda alguna, la justicia de entonces tenía muchos miramientos hacia los ladrones distinguidos, y nadie ejercía más a gusto esta tolerancia que nuestro magistrado de la Place Dauphine, y por razones que ya conocerán. Por el contrario, nadie más severo que él con los torpes: estos pagaban por los otros y llenaban los patíbulos que daban entonces sombra a París, según expresión de d'Aubigné, con gran deleite de los burgueses, que sólo eran entonces mejor robados, y con el perfeccionamiento del arte de la truhanería.
Godinot Chevassut era un hombrecillo regordete que empezaba a encanecer, y se alegraba mucho de ello, al revés de lo que ocurre normalmente con los viejos, porque al blanquearse sus cabellos perderían necesariamente aquel color encendido que tenían de nacimiento y que le había valido el desagradable mote de Rousseau, que sus conocidos sustituían por el suyo propio, por ser más fácil de pronunciar y de recordar. Tenía además los ojos bizcos y muy vivos, aunque siempre medio cerrados bajo sus espesas cejas, y una boca agrietada, como las personas que ríen mucho. Y, sin embargo, aunque sus rasgos tuvieran casi siempre un aire de malicia, nunca se le oía reír a grandes carcajadas; como suele decirse, a mandíbula batiente; solamente cuando se le escapaba alguna cosa divertida la acentuaba al final con un ¡ah! o ¡oh! que le salía de lo más hondo de sus pulmones, pero con un efecto singular; esto sucedía con mucha frecuencia, pues nuestro magistrado gustaba de salpicar su conversación con agudezas, equívocos y frases pícaras, incluso ante el tribunal. Por lo demás, era ésta una costumbre entre las gentes de toga de la época que hoy ha pasado casi por completo a provincias.
Para terminar su retrato sería preciso colocarle en el lugar acostumbrado una nariz bastante larga y cuadrada en la punta; luego las orejas, bastante pequeñas y lisas y de una finura de oído capaces de distinguir desde un cuarto de legua el tintineo de un cuarto de escudo y el de un doblón desde mucho más lejos. Por esto, como en cierta ocasión un litigante preguntase si el señor magistrado tenía algún amigo que le pudiera recomendar, le contestaron que en efecto, que Rousseau tenía unos amigos a los que hacía mucho caso, y que eran, entre otros, monseñor Doblón, maese Ducado e, incluso, don Escudo; que era necesario hacer actuar a varios a la vez y con ello se podía estar seguro de ser fervorosamente atendido.
II
UNA IDEA FIJA
Hay gentes que sienten más simpatía por esta o aquella cualidad o por tal o cual virtud.
Unos tienen en la más alta estima la grandeza y el valor guerreros, y sólo se complacen en los relatos de hermosas hazañas bélicas; otros sitúan por encima de todo el genio y las invenciones de las Artes, las Letras y las Ciencias; otros se sienten conmovidos por la generosidad y las virtuosas acciones encaminadas a socorrer a nuestros semejantes y consagrándose a su salvación por inclinación propia. Pero el sentimiento personal de Godinot Chevassut era el mismo que el del sabio Carlos IX, a saber, que no se puede establecer ninguna virtud por encima del ingenio y la destreza, y que las gentes que lo poseen son los únicos dignos de ser admirados y honrados en este mundo; y en ninguna parte encontraba estas cualidades más brillantes y mejor desarrolladas como en la gran sociedad de los rateros, estafadores, bribones y vagabundos, cuya vida generosa y trucos singulares se desarrollaban cada día ante él con una inagotable variedad.
Su héroe favorito era maese François Villon, parisino, tan célebre en el arte de la poética como en el arte de la estafa y el robo; ¡seguramente habría dado la Ilíada junto con la Eneida y la novela no menos admirable de Huon de Bordeaux, por el poema de las Comilonas caseras, e induso por la Légende de maître Faifeu, que son las epopeyas rimadas de los truhanes! Las Illustrations de Du Bellay, el Aristóteles Peripoliticón y el Cymbalum mundi le parecían muy flojas al lado de la Jerga, seguida de los Estados Generales del reino del Argot, y de los diálogos del pícaro y el tunante, escrita por un papanatas e impresa en Tours con autorización del rey de Thunes, Fiacre el Embalador, Tours, 1603. Y como naturalmente aquellos que tienen una virtud sienten un profundo desprecio por el defecto contrario, no había nada más odioso para él que las gentes simples, de inteligencia espesa y de espíritu poco complicado. Esto llegaba a tal extremo que quiso cambiar por completo la distribución de la justicia, de modo que, cuando se descubriera algún grave latrocinio, se colgara no al ladrón, sino al robado. Era una idea; era su idea. Creía ver en ella el único medio de acelerar la emancipación intelectual del pueblo, y de hacer llegar a los hombres del siglo a un supremo progreso del ingenio, de destreza y de inventiva, que, según él decía, era la verdadera corona de la humanidad y la perfección que más agradaba a Dios.
Esto en cuanto a la moral. Respecto a la política estaba convencido de que el robo organizado a gran escala favorecía más que nada la división de las grandes fortunas y la circulación de las pequeñas, teniendo como resultado el bienestar y la liberación de las clases inferiores.
Como verás, sólo le llenaba de gozo el fraude de calidad, las sutilezas y zalamerías de los verdaderos clérigos de San Nicolás, los viejos trucos de maese Gonin, que conservaban su gracia y su ingenio desde hacía doscientos años, y que Villon, el villonense, era su compadre y no los salteadores de caminos como Guilleris o el capitán Encrucijada. Ciertamente, el bandido que apostado en la carretera despoja brutalmente a un viajero le parecía tan espantoso como a todo espíriru sano, lo mismo que aquellos que sin ningún esfuerzo de imaginación penetran en una casa aislada, la saquean y, a veces, degüellan a sus dueños. Pero si hubiese sabido de algún distinguido ladrón que practicando una brecha en el muro para introducirse en una mansión hubiese cuidado de adornar su abertura con un trébol gótico, para que al día siguiente al descubrir el robo se viera que lo había ejecutado un hombre de buen gusto, ciertamente Godinot Chevassut hubiera tenido a éste en mayor estima que a Bertrand de Clasquin o al emperador César, como poco.
III
LOS GREGÜESCOS DEL MAGISTRADO
Dicho todo esto, creo que ya es hora de descorrer la cortina y, siguiendo la costumbre de los antiguos comediantes, de dar una patada en el trasero al señor Prólogo tan enojosamente prolijo que ha sido preciso despabilar tres veces las velas desde su exordio. Que acabe de prisa como Bruscambille, conjurando a los espectadores a que «limpien las imperfecciones de su decir con el cepillo de su humanidad y que reciban una lavativa de excusas en el intestino de su impaciencia»; ya está dicho, y la acción va a comenzar.
Estamos en una gran sala, sombría y amueblada. El viejo magistrado, sentado en un amplio sillón labrado, de retorcidas patas y de respaldo forrado de damasco a franjas, está probándose unos gregüescos nuevos y almidonados que acaba de traerle Eustaquio Bouteroue, aprendiz de maese Goubard, pañero‑calcetero. Maese Chevassut, anudándose los cordones, se levanta y se vuelve a sentar dirigiendo la palabra de vez en cuando al aprendiz que, rígido como un santo de piedra, se ha sentado, accediendo a su invitación, en el borde de un escabel, y le mira con vacilación y timidez.
‑¡Hum! ¡Estos ya cumplieron! ‑dijo empujando con el pie los viejos gregüescos que se acababa de quitar‑. Estaban tan desgastados como una ordenanza prohibitiva del prebostazgo, y todos los pedazos se decían adiós..., ¡un adiós desgarrador!
El chistoso magistrado recogió, sin embargo, el viejo vestido necesario para coger su bolsillo del que sacó algunas monedas y las extendió en su mano.
‑Está claro ‑continuó‑ que nosotros los hombres de leyes damos un uso muy prolongado a nuestros trajes gracias a la toga bajo la que los llevamos mientras los tejidos resisten y se mantienen las costuras; es por ello y porque es necesario que todo el mundo viva, incluso los ladrones, y, por tanto, los pañeros‑calceteros, que no regatearé los seis escudos que maese Goubard me pide; a los que añado, además, generosamente un escudo falso para el dependiente con la condición de que no lo cambie perdiendo, sino que lo haga pasar por bueno a algún burgués bribón, empleando para ello todos los recursos de su ingenio; si no es así, me quedo el citado escudo para la colecta de mañana domingo en Nôtre‑Dame.
Eustaquio Bouteroue cogió los seis escudos y el escudo falso, dando las gracias muy bajo.
‑¡Y bien, muchacho!, ¿empiezas ya a cogerle el tino a la pañería?, ¿sabes ya sisar cuando mides y cortas, y colocarle al parroquiano lo viejo por nuevo y hacerle ver lo blanco negro? En fin, ¿mantienes la vieja reputación de los comerciantes del mercado de Les Halles? Eustaquio levantó los ojos hacia el magistrado con cierto temor, y, suponiendo que bromeaba se echó a reír, pero el magistrado no bromeaba.
‑No me gusta nada el modo de robar de los comerciantes ‑añadió‑; el ladrón roba y no engaña; el comerciante roba y engaña. Un camarada mío con muy buena labia y que sabía latín compra un par de gregüescos; regatea en el precio y acaba pagándolos a seis escudos. Luego llega un buen cristiano, de esos que algunos llaman parias y los comerciantes buenos parroquianos, y puede ocurrir que coja un par de gregüescos como los del otro, y confiando en el pañero que pone a la Virgen y a los santos por testigos de su honestidad los pague a ocho escudos; en ese caso, no le compadeceré, porque es un idiota. Pero si, mientras el comerciante está contando las dos sumas que acaba de cobrar y hace tintinear en su mano satisfecho los dos escudos de diferencia de una y otra cuenta, pasa por delante de su tienda un pobre infeliz condenado a galeras por haber robado de un bolsillo algún pañuelo sucio y agujereado va y exclama: ¡Mirad que gran criminal!, ¡si la justicia fuera justa, ese truhán sería descuartizado vivo, y yo iría a verlo!, y dice esto con los dos escudos en la mano, Eustaquio, ¿qué piensas tú que pasaría si según el deseo del comerciante la justicia fuera justa?
Eustaquio Bouteroue ya no reía; la paradoja era demasiado inaudita para atreverse a contestar, y la boca de donde salía la hacía aún más inquietante. Maese Chevassut, viendo al muchacho aturdido como un lobo cogido en la trampa, se echó a reír con su risa especial, le dio una palmadita en la mejilla y le despidió. Eustaquio descendió muy pensativo la escalera con barandilla de piedra y, aunque oyó a lo lejos en el patio del palacio la trompeta de Galinette la Galine, bufón del célebre curandero Jerónimo, que llamaba a los curiosos a escuchar sus chistes y a comprar los potingues de su amo, se hizo el sordo esta vez y se dispuso a cruzar el Pont‑Neuf para llegar al barrio del mercado de Les Halles.
IV
EL PONT‑NEUF
El Pont‑Neuf, terminado bajo Enrique IV, es el monumento más importante de su reinado. Nada es comparable al entusiasmo que produjo su contemplación cuando, después de grandes trabajos, atravesó completamente el Sena con sus doce arcos y unió más estrechamente las tres antiguas ciudades a la capital.
Pronto se convirtió también en el lugar de cita de todos los parisinos ociosos, cuyo número es considerable, y, por consiguiente, de juglares, vendedores de ungüentos y timadores, cuyas habilidades ponen en marcha la multitud como la corriente de agua el molino.
Cuando Eustaquio salió del triángulo de la Place Dauphine, el sol lanzaba sus rayos polvorientos sobre el puente, muy concurrido, pese a que por lo general los paseos más frecuentes de París eran aquellos adornados de escaparates, empedrados y a la sombra de las casas y de las murallas.
Eustaquio iba adentrándose a duras penas en aquel río de gente que cruzaba el otro río y discurría con lentitud de un extremo a otro del puente, deteniéndose al menor obstáculo como témpanos de hielo que el agua arrastra, dando vueltas y arremolinándose en torno a algunos escamoteadores, cantantes o vendedores que pregonan sus mercancías. Muchos se detenían a lo largo de la barandilla del puente para ver pasar las almadías bajo los arcos, o deslizarse los barcos, o contemplar el magnífico panorama que ofrecía río abajo el Sena, costeando a la derecha la larga fila de edificios del Louvre, y a la izquierda el Pré‑aux‑Clercs, surcados por las hermosas avenidas de tilos y rodeados de sauces grises desgreñados o sauces verdes llorando sobre el agua; más allá y en cada orilla, la torre de Nesle y la torre de Bois, que parecían centinelas a las puertas de París, como los gigantes de las novelas antiguas.
De pronto, un gran ruido de petardos hizo volver los ojos de los transeúntes y mirones hacia un mismo sitio, y anunció un espectáculo digno de llamar la atención. Era en el centro de una de esas plataformas en forma de media luna, cubiertas en otro tiempo de tiendas de piedra y que formaban ahora espacios vacíos encima de cada pilar del puente fuera de la calzada. Un prestidigitador se había instalado allí; había colocado una mesa, y sobre ella se paseaba un hermoso mono vestido de negro y rojo como un perfecto diablo, con rabo y todo, y que, sin la menor timidez, lanzaba gran cantidad de petardos y cohetes con gran disgusto del resto de tenderetes que no habían hecho círculo tan aprisa.
El dueño del mono era uno de esos cíngaros tan frecuentes hace cien años, pero ya escasos entonces y hoy día ahogados y perdidos en la fealdad y en la insignificancia de nuestras cabezas burguesas: un perfil de filo de hacha, frente alta pero recta, nariz larga y gibosa, inclinada, pero, sin embargo, no al estilo de la nariz romana, sino al contrario, respingona y apenas adelantándose a la boca, de labios finos y salientes, la barbilla hundida; luego, los ojos oblicuos bajo unas cejas dibujadas en V y largos cabellos negros completaban el conjunto. Un cierto aire, en fin, de soltura y agilidad en sus gestos y actitudes denotaba a un truhán habilidoso metido desde temprana edad en todo tipo de oficios.
Iba vestido con un viejo traje de bufón que llevaba con gran dignidad y tocado con un gran sombrero de fieltro negro de amplias alas, muy arrugado y viejo. Todos le llamaban maese Gonin, tal vez a causa de su habilidad en los juegos de prestidigitación, o quizá porque en efecto descendiera de aquel famoso juglar que fundó bajo Carlos VI el teatro de los Enfants‑sans‑Souci y fuera el primero en llevar el título de Príncipe de los Tontos, heredado por el señor Chotacabras, quien mantuvo sus soberanas prerrogativas, incluso, en el parlamento.
V
LA BUENAVENTURA
El prestidigitador, viendo que había conseguido reunir un buen número de espectadores, hizo unos cuantos juegos de manos que produjeron una ruidosa admiración. Lo cierto es que el compadre había elegido su sitio en la media luna de forma premeditada, y no solamente, como parecía, para no entorpecer la circulación, pues de este modo los espectadores sólo podían estar delante de él, y no detrás.
Y es que el arte, en verdad, no era entonces lo que ha llegado a ser hoy en día, en que el escamoteador trabaja rodeado por su público. Una vez terminados los juegos de manos, el mono dio una vuelta entre la multitud, recogiendo gran cantidad de monedas que agradecía de forma muy galante, acompañando sus saludos con un grito bastante parecido al del grillo. Pero los juegos de manos eran tan sólo el preludio de otra cosa muy distinta, y en un prólogo muy bien traído, el nuevo maese Gonin anunció que poseía el don de adivinar el futuro valiéndose de la cartomancia, la quiromancia y los números pitagóricos; cosa que no se podía pagar, pero que hacía por un sueldo por agradar al público. Y diciendo esto, barajaba los naipes que el mono, llamado Pacolet, distribuía inteligentemente entre aquellos que tendían la mano. Cuando el mono hubo atendido todas las demandas, su dueño fue llamando por los nombres de sus naipes a los curiosos para que se acercaran a la media luna, y predijo a cada uno su buena o mala fortuna, mientras que Pacolet, al que dio una cebolla en premio a su trabajo, distraía a la concurrencia con las contorsiones que aquel manjar le provocaba, a la vez encantado y desdichado, con la risa en la boca y el llanto en los ojos, emitiendo con cada mordisco un gruñido de satisfacción y haciendo una mueca lamentable.
Eustaquio Bouteroue, que también había cogido una carta, fue llamado en último lugar. Maese Gonin miró atentamente su cara ingenua y alargada y le habló en un tono enfático:
‑He aquí vuestro pasado: vos no tenéis padre ni madre, y desde hace seis años sois aprendiz de calcetero en la plaza de Les Halles. Y he aquí el presente: vuestro patrón os ha prometido su única hija y piensa retirarse dejándoos su comercio. Para el futuro, enseñadme vuestra mano.
Eustaquio, muy asombrado, alargó la mano. El prestidigitador examinó curiosamente las rayas, frunció las cejas con gesto de duda y llamó a su mono como para consultarle. Éste tomó la mano, la observó, y subiéndose al hombro de su dueño pareció hablarle al oído; pero sólo movía los labios muy de prisa, como hacen los animales cuando están descontentos.
‑¡Qué cosa más extraña! ‑exclamó finalmente maese Gonin‑, ¡cómo una existencia al principio tan sencilla y burguesa tiende a transformarse en algo tan poco común y hacia un final tan elevado...! ¡Ah, polluelo!, vos romperéis el cascarón; llegaréis muy alto, muy alto... ¡Moriréis hecho un gran hombre!
«¡Bueno! ‑se dijo Eustaquio para sus adentros‑. Es lo que estas gentes prometen siempre... Pero ¿cómo sabe las cosas que me ha dicho primero? ¡Es maravilloso...! A menos que me conozca de alguna parte.»
No obstante, sacó de su bolsillo el escudo falso del magistrado rogándole que le diera la vuelta. Quizá dijo esto en voz muy baja. Quizá el escamoteador no le oyó, pues haciendo girar el escudo entre sus dedos continuó diciendo:
‑Bien, veo que vos sabéis vivir, y por eso añadiré algunos detalles a la predicción, verdadera, pero un poco ambigua, que os acabo de hacer. Sí, querido compañero, habéis hecho bien no pagándome con un sueldo como los otros, aunque vuestro escudo pierda una cuarta parte de su valor, no importa, esta blanca moneda será para vos un espejo reluciente donde la verdad pura va a reflejarse.
‑¿Pero lo que acabáis de decirme de mi encumbramiento no es cierto entonces? ‑preguntó Eustaquio.
‑Vos me pedisteis la buenaventura, y yo os la he dicho; pero faltaba la glosa... Ese fin elevado de vuestra existencia que os he vaticinado, ¿vos cómo lo entendéis?
‑Pienso que puedo llegar a ser síndico de los pañeros‑calceteros, mayordomo de una parroquia, regidor...
‑¡Eso sí que es dar en el clavo...! ¡Y por qué no gran Sultán de Turquía? ¡No señor, querido amigo! Hay que entenderlo en otro sentido. Y puesto que vos deseáis una explicación de este oráculo sibilino os diré que para nosotros llegar alto se dice de quienes son enviados a guardar ovejas a la luna, del mismo modo que decimos llegar lejos de aquellos que son enviados a escribir su historia en el océano con plumas de quince pies...
‑¡Ah, ya...! Pero si me explicáis ahora vuestra explicación, seguramente lo comprenderé.
‑Son dos honestas frases para sustituir dos palabras, horca y galeras. Vos llegaréis alto y yo lejos. Esto está muy claro para mí en esta raya central, cortada en ángulos rectos por otras rayas menos pronunciadas; en vuestro caso, por una línea que corta la del medio sin prolongarse, y otra que atraviesa oblicuamente a las dos.
‑¡La horca! ‑exclamó Eustaquio.
‑¿Es que tenéis un especial apego a la muerte horizontal? ‑observó Gonin‑. Sería una puerilidad; tanto más cuanto que de este modo os veis libre de caer en otros tipos de fines a los que cualquier mortal está expuesto. Además, es posible que cuando la señora Horca os levante cogiéndoos del cuello y os cuelguen los brazos, no seáis más que un pobre viejo asqueado del mundo y de todo... Pero están dando las doce y a esta hora la orden del preboste de París es echarnos del Pont‑Neuf hasta la tarde. Ahora bien, si alguna vez necesitáis un consejo, un sortilegio, un hechizo o un filtro para usar en caso de peligro, de amor o de venganza, vivo allí, al final del puente, en el Château‑Gaillard. ¿Veis desde aquí la torrecilla puntiaguda?
‑Sólo una cosa más ‑dijo Eustaquio temblando‑. ¿Seré feliz en mi matrimonio?
‑Traedme a vuestra mujer y os lo diré... Pacolet, haz una reverencia al señor y bésale la mano.
El prestidigitador plegó su mesa, se la puso bajo el brazo, se cargó el mono a la espalda y se dirigió hacia el Château‑Gaillard tarareando entre dientes una vieja canción.
VI
CRUCES Y MISERIAS
Es cierto que Eustaquio Bouteroue iba a casarse bien pronto con la hija del maestro calcetero. Era un muchacho formal, listo para los negocios y que no empleaba sus ratos libres jugando a los bolos o a la pelota, como otros jóvenes, sino a las cuentas o a la lectura del Bocage des six corporations y a aprender un poco de español, muy conveniente entonces para un comerciante, como hoy día el inglés, por el gran número de personas de esta nación que residen en París.
Convencido maese Goubard, a lo largo de seis años, de la perfecta honestidad y del excelente carácter de su dependiente y habiendo advertido además entre su hija y el muchacho cierta inclinación muy virtuosa y severamente contenida por ambas partes, había decidido unirlos el día de San Juan Bautista y retirarse luego a Laon, en Picardía, donde poseía algunos bienes de familia.
Eustaquio carecía de fortuna, pero entonces no era costumbre casar un saco de escudos con otro saco de escudos; los padres consultaban los gustos y simpatías de los futuros esposos y se dedicaban a estudiar largamente el carácter, la conducta y la capacidad de las personas que iban a unirse. Muy distintos son los padres de hoy día, que exigen mayores garantías morales de un criado a su servicio que de un futuro yerno.
Mientras tanto, la predicción del juglar había condensado hasta tal punto las ideas poco fluidas del pañero, que se había quedado completamente aturdido en el centro de la media luna, sin oír las cristalinas voces que parloteaban en los campanarios de la Samaritaine y repetían: ¡mediodía! ¡mediodía...! Pero en París están dando las doce durante una hora, y el reloj del Louvre tomó pronto la palabra con más solemnidad, luego el de los Agustinos y después el del Châtelet, de modo que Eustaquio, asustado porque se había hecho muy tarde, echó a correr con todas sus fuerzas, dejando atrás en pocos minutos las calles de la Monnaie, de Borrel y Tirechappe; luego contuvo el paso y, una vez dobló la calle de la Boucherie‑de‑Beauvais, alegró el semblante al vislumbrar los toldos rojos de la plaza de Les Halles, los tenderetes de los Enfants‑sans‑Souci, la escala y la cruz y el hermoso farol de la picota con su tejadillo de plomo. Era en aquella plaza y bajo uno de aquellos toldos donde Javotte Goubard, la novia de Eustaquio, esperaba su regreso. La mayor parte de los comerciantes tenían un puesto en la plaza del mercado de Les Halles que servía de sucursal a su oscura tienda y que guardaba una persona de su familia. Javotte se instalaba todas las mañanas en el de su padre, y allí, o bien sentada sobre las mercancías, hacía ganchillo, o bien se levantaba para llamar a los transeúntes, les cogía del brazo y no les soltaba hasta que comprasen alguna mercancía; lo cual, por otra parte, no le impedía ser al mismo tiempo la más tímida de las jovencitas de cuantas, sin haberse casado, había llegado a la edad en la que a una muchacha se la consideraba solterona; llena de gracia, linda, rubia, alta y ligeramente encorvada, como la mayoría de las chicas dedicadas al comercio, de talle esbelto y delicado; además, de fácil rubor por cualquier palabra que pronunciase fuera del puesto, mientras que en éste aventajaba a cualquier otra por su labia y desparpajo (estilo comercial de entonces).
A mediodía venía normalmente Eustaquio a sustituirla bajo el toldo rojo, mientras ella iba a comer con su padre a la tienda. Y a cumplir con este deber iba ahora Eustaquio, temiendo que su retraso hubiese impacientado a Javotte. Pero, tan pronto como la vio de lejos le pareció muy tranquila, con el codo apoyado en un rollo de mercancías y muy atenta a la conversación animada y ruidosa de un guapo militar, apoyado en el mismo rollo, y que lo mismo podía parecer un parroquiano que cualquier otra cosa que uno se pudiera imaginar.
‑¡Es mi novio! ‑dijo Javotte sonriendo al desconocido, que hizo un movimiento de cabeza sin cambiar de postura mientras medía al dependiente con ese desdén que tienen los militares para con los burgueses, cuyo aspecto es poco importante.
‑Tiene un cierto aire de corneta ‑observó gravemente‑, sólo que el corneta tiene más consistencia en el paso; pero sabes, Javotte, el corneta en un escuadrón es algo menos que un caballo y algo más que un perro...
‑Aquí tienes a mi sobrino ‑dijo Javotte a Eustaquio, mirándole con sus grandes ojos azules y sonriendo satisfecha‑. Ha conseguido un permiso para venir a nuestra boda, ¿qué bien, verdad? Es arcabucero de Caballería. ¡Oh! ¡Un cuerpo estupendo! ¡Si tú fueras así vestido, Eustaquio! Pero tú no eres tan alto ni tan fuerte...
‑¿Y cuánto tiempo ‑dijo tímidamente el joven Eustaquio‑ nos hará el honor de permanecer con nosotros en París?
‑Depende... ‑dijo el militar irguiéndose, después de hacer esperar un poco su respuesta‑. Nos han enviado a Berri para exterminar a los villanos, y si permanecen tranquilos durante algún tiempo, os concederé un mes; pero de todas formas por San Martín nos destinarán a París para reemplazar al regimiento de Humières ,y entonces podré veros todos los días ya indefinidamente.
Eustaquio examinaba al arcabucero cuando conseguía evitar la mirada de éste y decididamente le encontró fisicamente desproporcionado para lo que debe ser un sobrino.
‑Bueno, he dicho todos los días y no es así ‑prosiguió el sobrino‑, pues los jueves asistimos a la gran parada... pero como tenemos la noche, ese día cenaré siempre en vuestra casa.
«¿Pero es que cuenta con comer los demás días?», pensó Eustaquio...
‑Pero no me habíais dicho, señorita Goubard, que vuestro sobrino fuese tan...
‑¿Tan apuesto? ¡Oh sí!, ¡cómo ha crecido! Bueno, es que hacía siete años que no veíamos al pobre José, y desde entonces ha pasado bien de agua bajo el puente...
«Y mucho vino bajo su nariz», pensó el dependiente, deslumbrado por la cara resplandeciente de su futuro sobrino. «No se le enciende a uno la cara bebiendo vino aguado, y las botellas de maese Goubard van a bailar la danza de los muertos antes de la boda... y quizá después...»
‑Vamos a comer, papá debe estar impacience ‑dijo Javotte saliendo del puesto‑. ¡Ay, José, dame tu brazo...!, y pensar que antes, cuando tenía doce años y tú diez, yo era la mayor y me llamabas mamá... ¡Y qué orgullosa voy del brazo de un arcabucero! ¿Me llevarás de paseo, verdad? ¡Salgo tan poco!, y como no puedo salir sola..., los domingos por la tarde tengo que asistir a los ejercicios piadosos, porque soy de la cofradía de la Virgen de los Santos Inocentes; llevo una cinta del estandarte. Aquel parloteo de la joven rítmicamente cortado por el paso del militar, aquella forma graciosa y ligera que andaba a saltitos enlazada a la otra, pesada y rígida, se perdieron pronto en la sorda sombra de los pilares que bordeaban la calle de la Tonnellerie, no dejando en los ojos de Eustaquio más que una sombra y en sus oídos un zumbido.
VII
MISERIAS Y CRUCES
Hasta aquí hemos ido pisándole los talones a esta historia burguesa, sin emplear más tiempo para contarla del que ella ha necesitado para suceder; y ahora, a pesar de nuestro respeto, o mejor aún, de nuestra profunda estima por la observación de las tres unidades en la novela, nos vemos obligados a que una de ellas dé un salto de varias jornadas. Las tribulaciones de Eustaquio con respecto a su futuro sobrino serían quizá lo bastante interesantes de relatar, pero fueron, sin embargo, menos amargas de lo que pudiera pensarse después de lo dicho. Eustaquio se sintió pronto tranquilo en lo relativo a su novia; Javotte, en realidad, no había hecho otra cosa que guardar una impresión demasiado intensa de sus recuerdos de niña, que en una vida tan poco accidentada como la suya adquirían una importancia desmesurada.
Al principio, ella sólo había visto en el arcabucero de Caballería al niño alegre y bullicioso, en otro tiempo compañero de juegos; pero no tardó en darse cuenta de que este niño había crecido, que había tomado otros rumbos y se tornó más reservada para con él.
En cuanto al militar, aparte las familiaridades de costumbre, no aparentaba albergar malas intenciones hacia su joven tía; incluso podría decirse que era de ese tipo de hombres, bastante numerosos, a quienes las mujeres honradas inspiraban poco deseo, y por el momento decía, como Tabarin, «que la botella era su amante». Los tres primeros días de su estancia en París no dejó ni por un momento a Javotte, e incluso la llevaba por la noche al Cours de la Reine, acompañados únicamente por la vieja criada de la casa, con gran disgusto de Eustaquio. Pero aquello no duró mucho, pues él no tardó en aburrirse de su compañía y cogió la costumbre de salir solo durante todo el día, teniendo la cortesía eso sí, de volver a las horas de las comidas.
Por consiguiente, la única cosa que inquietaba al futuro esposo era ver a ese pariente tan bien establecido en la casa que iba a ser suya después de la boda y que no parecía fácil de desalojar, pues cada día se le veía más sólidamente incrustado en ella. Y eso que era sobrino político de Javotte, pues era hijo del primer matrimonio de la difunta esposa de maese Goubard. Pero ¿cómo hacerle comprender que exageraba la importancia de los vínculos familiares y que tenía ideas demasiado exigentes acerca de los derechos y de los principios del parentesco e incluso hasta cierto punto demasiado anticuadas y patriarcales?
Sin embargo, era posible que él mismo se diera cuenta de su indiscreción, y Eustaquio se vio obligado a tener paciencia como las damas de Fontainebleau cuando la Corte está en París, como dice el proverbio.
Pero la celebración de la boda no cambió las costumbres del arcabucero, quien pensó que gracias a la tranquilidad de los villanos podría obtener un permiso para quedarse en París hasta la llegada de su Cuerpo. Eustaquio intentó algunas alusiones epigramáticas acerca de algunas gentes, que tomaban una tienda por una hospedería, otras que no eran bien acogidas y que parecían débiles; por otra parte, no se atrevía a hablar abiertamente a su mujer y a su suegro para no dar la impresión de ser un hombre interesado desde los primeros días de su matrimonio, cuando realmente les debía a ellos todo cuanto era.
Además, la compañía del soldado no era en absoluto divertida, su boca era eterna campana de su gloria, adquirida en parte por sus triunfos en singulares combates, que le convertían en el terror del ejército, y en parte por sus proezas contra los villanos, infelices aldeanos franceses a quienes los soldados del rey Enrique combatían porque no podían pagar los impuestos, y no parecían gozar precisamente de la famosa olla de gallina...
Esta fanfarronería era entonces bastante frecuente, como bien puede verse en los tipos de los Taillebras y de los capitanes Matamoros, reproducidos constantemente en las comedias de la época, y esto se debe, a mi juicio, a la victoriosa irrupción del gascón, seguido del navarro, en París. Pero este carácter vanidoso se fue debilitando a medida que se extendía, y, algunos años más tarde, el varón de Foeneste fue ya débil caricatura, pero de una comicidad perfecta, y en la comedia del Menteur se mostró, en 1662, reducida a proporciones casi comunes.
Pero lo que más llamaba la atención del bueno de Eustaquio en las costumbres del militar era su constante manía de tratarle a él como a un niño pequeño, de poner en evidencia aquellos rasgos menos favorecidos de su fisonomía y, siempre que podía, de ponerle en ridículo delante de Javotte, cosa muy perjudicial en los primeros días, cuando el recién casado necesita asentar su respetabilidad cara al fururo; además, era muy fácil herir el amor propio recién estrenado de un hombre establecido, patentado y juramentado hacía bien poco.
No tardó en colmar la medida una nueva tribulación. Como Eustaquio iba a formar parte de la ronda gremial, y como no quería, al igual que el honrado maese Goubard, desempeñar su oficio con traje burgués y con una alabarda prestada, se compró una espada de cazoleta, pero sin cazoleta, una celada y una loriga de cobre rojo que parecía de calderero, y después de pasarse tres días limpiándolas y bruñéndolas consiguió darles el lustre que no tenían; pero cuando se puso todo ello y se paseó orgulloso por la tienda preguntando si tenía gracia para llevar la armadura, el arcabucero se echó a reír a mandíbula batiente y aseguró que parecía llevar puesta la batería de cocina.
VIII
EL PAPlROTAZO
Estando así las cosas sucedió que una tarde ‑era el día doce o trece, desde luego un jueves‑, Eustaquio cerró su tienda temprano, cosa que él no se habría permitido de no estar ausente maese Goubard, que había marchado la víspera para visitar su hacienda de Picardía, porque pensaba instalarse allí tres meses más tarde, cuando su sucesor estuviese sólidamente establecido y mereciese plenamente la confianza de los demás mercaderes.
Sucedió entonces que el arcabucero, al volver como de costumbre, encontró la puerta cerrada y las luces apagadas. Aquello le asombró muchísimo, porque en el Châtelet no había pasado la ronda, y como siempre volvía un poco animado por el vino, su contrariedad se tradujo en una maldición que hizo estremecer a Eustaquio, que aún no se había acostado, temeroso ya por la audacia de su resolución.
‑¡Hola! ¡Eh! ‑exclamó dando una patada en la puerta‑. ¿Acaso es fiesta esta tarde? ¿Es hoy acaso San Miguel, fiesta de los pañeros, ladrones y vacía‑bolsillos...?
Y aporreaba con el puño el escaparate; pero aquello no hizo más efecto que si hubiese majado agua en un mortero.
‑¡Eh! ¡Tío, tía...! ¿Pero es que queréis que me acueste al aire libre, sobre los adoquines de la calle a merced de perros y otras bestias...? ¡Ah, ah!, ¡baja pronto burgués, te traigo dinero! ¡Mala peste te lleve, patán!
Toda esta arenga del pobre sobrino no llegó a conmover ni lo más mínimo al rostro de madera de la puerta; sus palabras no fueron escuchadas, como cuando el venerable Beda predicaba a un montón de piedras.
Pero cuando las puertas están sordas, las ventanas no son ciegas y hay una forma muy sencilla de iluminarles la vista; el soldado se hizo de pronto esta reflexión, salió de la sombría galería de pórticos, retrocedió hasta el medio de la calle de la Tonnellerie y cogiendo una piedra apuntó tan bien que destrozó una de las pequeñas ventanas del entresuelo. Semejante incidente no había sido previsto por Eustaquio, un formidable interrogante para la pregunta que resumía el monólogo del militar: ¿por qué no se me abre la puerta...?
Eustaquio tomó de pronto una decisión; pues un cobarde que pierde la cabeza es como un villano que se pone a despilfarrar llevando las situaciones al extremo, y, además, se había propuesto dar la cara por una vez ante su esposa, que quizá sentía poco respeto por él viéndole durante muchos días servir de fantoche al militar, con la diferencia de que el fantoche devuelve alguno de los golpes que recibe. Se lió, pues, la manta a la cabeza y, antes de que Javotte tuviese tiempo de detenerle, se precipitó por la estrecha escalera del entresuelo. Descolgó su espada al pasar por la trastienda y, sólo cuando sintió en su mano ardiente el frío de la empuñadura de cobre, se detuvo un instante para caminar con pies de plomo hacia la puerta, cuya llave llevaba en la otra mano. Pero un segundo cristal roto con gran estruendo y los pasos de su mujer que oyó tras los suyos le devolvieron toda su energía; abrió precipitadamente la pesada puerta y se plantó en el umbral con la espada desnuda, como el arcángel en la puerta del paraíso terrenal.
‑¿Pero qué quiere este trasnochador? ¿Este borracho de tres al cuarto? ¿Este chiflado que busca pelea...? ‑gritó con un tono de voz que habría resultado temblón si llega a cogerlo dos notas más bajo‑. ¿Ésta es forma de comportarse con gente honrada...?, ¡vamos, marchad de aquí enseguida a dormir bajo los toldos con los de vuestra cuerda o llamo a los vecinos y a la ronda para que os prendan!
‑¡Oh, oh! ¡Hay que ver cómo canta ahora el muy simple!, ¿qué te han dado esta noche? ¡Esto es otra cosa...! Me gusta verte hablar trágicamente como Tranchemontagne, ¡los valientes son mis amigos! ¡Ven que te abrace Picrochole...!
‑¡Vete de aquí granuja! ¡No oyes a los vecinos que se están despertando con tu escándalo y que te van a meter en el primer cuerpo de guardia como a un estafador o a un ladrón! ¡Vete, pues, sin más alboroto, y no vuelvas!
Pero, en lugar de irse, el soldado avanzaba hacia la puerta, lo cual debilitó un poco el final de la réplica de Eustaquio.
‑¡Muy bien hablado! ‑dijo el soldado a este último‑. El aviso es honesto y merece ser pagado...
Y en un abrir y cerrar de ojos se plantó junto a él y soltó tal papirotazo en la nariz al joven mercader que se la puso como el carmín.
‑¡Quédatelo todo si no tienes cambio y hasta la vista, tío!
Eustaquio no pudo tolerar pacientemente ante su esposa una afrenta semejante, más humillante aún que un bofetón, y a pesar de los esfuerzos de Javotte por retenerle, se lanzó sobre su adversario, que se iba, y le soltó un mandoble que habría honrado al brazo del valeroso Roger si la espada hubiera sido una tizona; pero, desde las guerras de religión no cortaba, y ni siquiera rompió el correaje del soldado; éste cogió sus dos manos con las suyas de modo que la espada cayó enseguida y Eustaquio se puso a gritar tan fuerte como pudo arremetiendo a patadas contra las botas de su verdugo. Felizmente se interpuso Javotte, pues aunque los vecinos contemplaban la lucha desde sus ventanas, no pensaban bajar para darle fin, y Eustaquio sacó finalmente sus azulados dedos del torno natural que los había atenazado, y tuvo que frotárselos mucho tiempo para quitarles la forma cuadrada que habían adquirido.
‑¡No te tengo miedo! ‑exclamó‑ ¡Y nos veremos las caras! ¡Si tienes dignidad ve mañana por la mañana al Pré‑áux‑Clercs...! ¡A las seis, bribón, y nos batiremos a muerte, bravucón!
‑¡Muy bien elegido el sitio, campeoncete mío, y haremos como los caballeros! ¡Hasta mañana entonces, y por San Jorge que la noche te parecerá corta!
El militar pronunció aquellas palabras en un tono considerado, que no había empleado hasta entonces. Eustaquio se volvió con orgullo hacia su mujer; su desafío le había hecho crecer seis palmos. Recogió su espada y cerró la puerta con estrépito.
IX
EL CHATEAU‑GAILLARD
Cuando el joven pañero se despertó se sintió completamente desamparado de su valor de la víspera. No le costó reconocer que había hecho el ridículo proponiéndole un duelo al arcabucero, él, que no sabía manejar más arma que la vara, con la que había jugado a menudo en sus tiempos de aprendiz en el campo de los Cartujos con sus amigos. No tardó entonces en tomar la firme resolución de quedarse en casa y dejar a su adversario paseando, luciendo el tipo y balanceándose como un ganso atado.
Cuando transcurrió la hora de la cita, se levantó, abrió la tienda y no dijo una palabra a su mujer de lo que ocurriera la víspera; ella, por su parte, evitó también cualquier alusión. Desayunaron silenciosamente, y, luego, Javotte, como de costumbre, fue a instalarse bajo el toldo rojo, dejando a su marido ocupado en examinar, con ayuda de una sirvienta, una pieza de tela para buscarle los defectos. Hay que decir que dirigía con frecuencia su mirada hacia la puerta, temiendo cada vez que su terrible pariente viniera a reprocharle su cobardía y su falta de palabra. Pero, hacia las ocho y media vio aparecer a lo lejos el uniforme del arcabucero bajo la galería de los pórticos, como un soldado alemán de Rembrandt que brillara por el triple resplandor de su morrión, de su coraza y de su nariz; funesta aparición que se agrandaba y esclarecía rápidamente, y cuyo metálico paso parecía marcar cada minuto de la última hora del pañero.
Pero el mismo uniforme no cubría el mismo cuerpo, para decirlo de un modo más simple, era un militar compañero del otro quien se detuvo ante la tienda de Eustaquio, que a duras penas volvía de su espanto y le dirigió la palabra en un tono calmado y muy civilizado.
Le hizo saber, en primer lugar, que su adversario, después de haberle esperado durante dos horas en el lugar de la cita y no viéndole, había pensado que algún accidente imprevisto le había impedido acudir y que por ello volvería al día siguiente, a la misma hora y al mismo lugar, permaneciendo allí el mismo espacio de tiempo, y que si también resultaba sin éxito, se dirigiría enseguida a la tienda, le cortaría las dos orejas y se las metería en el bolsillo, como hizo, en 1605, el célebre Brusquet a un escudero del duque de Chevreuse por el mismo motivo, obteniendo a continuación el aplauso de la corte que lo encontró de muy buen gusto.
Eustaquio respondió que su adversario ofendía su valor con una amenaza semejante y con ello doblaba el motivo del duelo; añadió que el obstáculo no era otro sino que no había encontrado a nadie que le sirviera de padrino.
El otro pareció satisfecho con la explicación e incluso informó al comerciante de que encontraría excelentes padrinos en el Pont‑Neuf, delante de la Samaritaine, por donde paseaban de costumbre estas gentes que no tenían otra profesión y que por un escudo se encargaban de abrazar la causa que fuera y hasta de proporcionar las espadas. Tras estas observaciones hizo una profunda reverencia y se retiró.
Cuando Eustaquio se quedó solo se puso a pensar y permaneció largo rato sumido en la perplejidad: su espíritu se enredaba en tres resoluciones distintas: tan pronto pensaba en avisar al juez de las molestias y amenazas del militar y pedir autorización para llevar armas con qué defenderse; pero esto le exponía al combate. O bien se decidía a ir al lugar de la cita advirtiendo a los sargentos, de modo que llegaran en el momento de comenzar el duelo; pero también podrían llegar cuando hubiera terminado. Y por fin pensaba también consultar al bohemio del Pont‑Neuf. Y fue esto lo que por fin decidió.
Al mediodía, la sirvienta reemplazó a Javotte bajo el toldo rojo, y ésta fue a comer con su marido. Eustaquio no le habló en absoluto de la visita de por la mañana, pero después le pidió que se ocupara de la tienda mientras él iba a hacerse publicidad a casa de un gentilhombre que acababa de llegar a la ciudad y quería hacerse ropa. Cogió, en efecto, su muestrario y se dirigió al Pont‑Neuf.
El Château‑Gaillard, situado a la orilla del río, en el extremo meridional del puente, era un edificio coronado por una torre redonda que en otros tiempos sirvió de prisión, pero que ahora empezaba a arruinarse y a desmoronarse, siendo sólo habitable por aquellos que no tenían otro refugio. Eustaquio, después de caminar vacilante algún tiempo por el suelo pedregoso encontró una pequeña puerta, en el centro de la cual había un murciélago clavado. Llamó suavemente, y el mono de maese Gonin le abrió enseguida levantando un pestillo, servicio para el que estaba amaestrado como suelen estarlo a veces los gatos domésticos.
El prestidigitador estaba ante una mesa, leyendo. Se volvió gravemente y le hizo una indicación al joven para que se sentase en un escabel. Cuando éste le contó su aventura le dijo que era lo más fácil del mundo, pero que había hecho bien dirigiéndose a él.
‑Lo que deseáis es un hechizo ‑añadió‑, un hechizo mágico para vencer a vuestro adversario con seguridad, ¿no es eso lo que queréis?
‑Sí, si es posible.
‑Aunque todo el mundo los fabrica, no encontraréis en ninguna parte ninguno tan eficaz como los míos; además, no es como otros, procedente de artes diabólicas, sino el resultado de una ciencia profunda de magia blanca y que no puede, de ninguna forma, comprometer la salvación del alma.
‑Eso está bien, porque de otro modo yo me guardaría de usarla. Pero, ¿cuánto cuesta vuestro mágico producto? Pues debo saber si puedo pagarlo.
‑Pensad que es la vida lo que vais a comprar, y la gloria además. Siendo así, ¿pensáis que por estas dos excelentes cosas puede pedirse menos de cien escudos?
‑¡Cien diablos te lleven! ‑gruñó Eustaquio cuyo rostro se ensombreció‑; ¡es más de lo que poseo...! ¿Y qué vale la vida sin pan y la gloria sin vestidos? Puede incluso que todo sean falsas promesas de charlatán para embaucar a las gentes crédulas.
‑Pagadme después.
‑Eso es otra cosa..., ¿qué queréis como prenda?
‑Vuestra mano solamente.
‑Vamos, que soy un necio escuchando vuestras fanfarronadas. ¿Acaso no me dijisteis que acabaría en la horca?
‑Sin duda, y no me desdigo.
‑Entonces, si eso es cierto, ¿qué voy a temer del duelo?
‑Nada, salvo algunas estocadas y rasguños que abrirán a vuestra alma las puertas más grandes... Después de esto os recogerán y seréis izado a la media cruz alto y corto, muerto o vivo, como mandan las ordenanzas, y así se cumplirá vuestro destino. ¿Comprendéis?
El pañero comprendió hasta tal punto que se apresuró a ofrecer su mano al prestidigitador como prueba de asentimiento, pidiéndole diez días para encontrar el dinero, a lo cual se avino el otro, después de anotar en la pared el día fijado del plazo. Luego, cogió el libro del gran Alberto comentado por Cornelio Agripa y el abad Trithème, lo abrió por el capítulo de los «Combates singulares», y para convencer aún más a Eustaquio de que su operación no tenía nada de diabólica, le dijo que podía seguir rezando sus oraciones sin temor de que ello fuera un obstáculo. Levantó después la tapa de un cofre y sacó una vasija de barro sin barnizar y mezcló en ella diversos ingredientes que parecía le iba indicando el libro, mientras pronunciaba quedamente algún tipo de encantamiento. Cuando terminó, cogió la mano derecha de Eustaquio que se santiguaba con la otra y le ungió hasta la muñeca con la mezcla que acababa de hacer.
Seguidamente sacó de otro cofre un frasco muy viejo y grasiento y volcándolo lentamente derramó algunas gotas sobre el dorso de la mano pronunciando unas palabras en latín parecidas a la fórmula que los sacerdotes emplean para el bautismo.
Y entonces Eustaquio sintió por todo el brazo una especie de conmoción eléctrica que le asustó muchísimo; le pareció que su mano se entumecía, y sin embargo ‑cosa extraña‑, se retorció y estiró varias veces haciendo crujir las articulaciones, como un animal que se despierta, luego no sintió nada más, la circulación pareció restablecerse, y maese Gonin dijo que todo había concluido, que ya podía desafiar a los espadachines más encopetados de la corte y del ejército y abrirles ojales para todos los inútiles botones con que la moda recargaba sus uniformes.
X
EL PRÉ‑AUX‑CLERCS
Al día siguiente por la mañana cuatro hombres cruzaban las verdes avenidas del Pré‑aux‑Clercs buscando un lugar adecuado y lo suficientemente oculto. Cuando llegaron al pie de una pequeña colina que bordeaba la parte meridional se detuvieron en el lugar del juego de bolos, que les pareció el sitio indicado para batirse cómodamente. Entonces, Eustaquio y su adversario se quitaron los jubones, y los padrinos les pasaron revista según la costumbre, bajo la camisa y bajo las calzas. El pañero estaba emocionado, pero tenía fe en el sortilegio del cíngaro, pues es sabido que nunca operaciones mágicas, encantos, filtros y sortilegios tuvieron tanto crédito como en aquella época, en que dieron lugar a tantísimos procesos, llenando los registros de los tribunales y compartiendo los mismos jueces la credulidad general.
El padrino que Eustaquio había tomado en el Pont Neuf pagándole un escudo, saludó al amigo del arcabucero y le preguntó si también tenía la intención de batirse; como el otro contestase que no, se cruzó de brazos con indiferencia y retrocedió para contemplar a los campeones.
El pañero no pudo evitar una cierta angustia cuando su adversario le hizo el saludo de armas, que no rindió por su parte. Permaneció inmóvil, sosteniendo su espada como si fuese un cirio y puesto en guardia de tal manera que el militar, que en el fondo tenía buen corazón, se prometió hacerle sólo un rasguño. Pero apenas se hubieron tocado las armas, Eustaquio advirtió que su mano arrastraba su brazo hacia delante y se debatía violentamente. Más exactamente, sólo sentía su mano en la poderosa fuerza que ésta ejercía sobre los músculos de su brazo; sus movimientos tenían una fuerza y una elasticidad prodigiosas, que se podría comparar a la de un resorte de acero. Así que el militar casi se disloca la muñeca al parar un golpe en tercera; pero un golpe en cuarta envió su espada a diez pasos mientras la de Eustaquio, sin tomar nuevo impulso y con el mismo movimiento inicial, le atravesó el cuerpo tan violentamente que la cazoleta se le incrustó en el pecho. Eustaquio, que no se había lanzado a fondo y, arrastrado por una sacudida imprevista de la mano, se hubiera roto la cabeza al caer cuan largo era, de no haber ido a parar al vientre de su adversario.
‑¡Dios, qué muñeca! ‑exclamó el padrino del soldado‑. ¡Este tipo le daría una lección al caballero Tord‑Chêne. No tiene su gracia, ni su físico, pero en cuanto a la fuerza del brazo es peor que un arquero del País de Gales.
Entre tanto, Eustaquio se había levantado con la ayuda de su testigo, y permanecía absorto ante lo que acababa de suceder; pero cuando pudo distinguir claramente al arcabucero tendido a sus pies, clavado al suelo con la espada como un sapo en un círculo mágico, echó a correr de tal modo que se dejó olvidado en la hierba su jubón de domingo, acuchillado y con franjas de seda.
Así que como el soldado estaba bien muerto, los dos padrinos no tenían nada que hacer quedándose ahí y se alejaron rápidamente. Habrían andado unos cien pasos cuando el de Eustaquio exclamó dándose una palmada en la frente:
‑¡Pues no me olvidaba de la espada que le presté!
Dejó al otro que continuara su camino y una vez en el lugar del combate se puso a registrar los bolsillos del muerto, hallando sólo unos dados, un trozo de cuerda y una baraja de tarot sucia y vieja.
‑¡Fullero, más que fullero! ¡Otro tipejo que no lleva ni un miserable reloj! ¡Así te lleve el diablo, soplamechas!
La educación enciclopédica del siglo nos dispensa explicar, en esta frase, otra cosa que no sea el último término, que alude a la profesión arcabucera del difunto.
No atreviéndose nuestro hombre a llevarse nada del uniforme, cuya venta hubiera podido comprometerle, se limitó a quitarle las botas, las enrolló bajo su capa junto con el jubón de Eustaquio y se alejó refunfuñando.
XI
OBSESION
El pañero estuvo varios días sin salir de su casa con el corazón afligido por aquella muerte trágica que él había causado por ofensas de tan poco peso y por un medio reprobable y condenable tanto en este mundo como en otro. Había momentos en que pensaba que todo era un sueño, y si no hubiese sido por su jubón olvidado en la hierba, testimonio que brillaba por su ausencia, habría dudado de la exactitud de su memoria.
Una tarde, por fin quiso abrir los ojos a la evidencia y se dirigió hacia el Pré‑aux‑Clercs como para dar un paseo. La vista se le nubló al reconocer el juego de bolos donde se desarrolló el duelo, y tuvo que sentarse. Algunos procuradores jugaban allí, según su costumbre, antes de cenar. Eustaquio, cuando la neblina que cubría sus ojos se disipó, creyó ver en el suelo entre los pies separados de uno de los jugadores una gran mancha de sangre.
Se levantó convulsivamente y apresuró el paso para salir del paseo, llevando en sus ojos la mancha de sangre, que conservaba su forma y se posaba en aquellos objetos donde su mirada se detenía al pasar, semejante a las manchas lívidas que revolotean alrededor nuestro cuando se ha fijado la vista en el sol.
Al regresar a casa creyó descubrir que le habían seguido; sólo entonces pensó que alguien del hotel de la reina Margarita, ante el cual había pasado la otra mañana y esta misma tarde, podría haberle reconocido; y aunque en aquella época las leyes del duelo no eran aplicadas con rigor, consideró que bien podían juzgar conveniente ahorcar a un pobre mercader como escarmiento de los cortesanos a quienes en aquel tiempo no se osaba atacar, como más tarde se haría.
Estos pensamientos y otros muchos le hicieron pasar una noche muy agitada: no podía cerrar los ojos sin que se le aparecieran mil patíbulos mostrando sus puños, de los que pendía una soga, y de ella un muerto que se retorcía riendo de una forma horrible, o un esqueleto cuyas costillas se dibujaban claramente en la amplia faz de la luna.
Pero una feliz idea vino a borrar todas aquellas retorcidas visiones: Eustaquio se acordó del magistrado, antiguo cliente de su suegro y que tan amablemente le había acogido; se propuso ir a verle a la mañana siguiente y confiarse a él por completo, persuadido de que le protegería, aunque sólo fuera por Javotte, a quien había visto y acariciado desde niña y por maese Goubard, al que tenía gran estima. El pobre comerciante se durmió por fin, y descansó hasta la mañana, apoyado en la almohada de tan buena resolución.
Al día siguiente cerca de las nueve, llamaba a la puerta del magistrado. El ayuda de cámara, suponiendo que venía a tomar medidas para algún traje o a proponer alguna venta, le condujo enseguida ante su señor que, medio tumbado en un sillón con cojines leía un libro regocijante. Tenía en su mano el antiguo poema de Merlín Coccaie y se delectaba especialmente con la narración de las proezas de Balde, el valiente prototipo de Pantagruel, y todavía más con las incomparables sutilezas y latrocinios de Cingar, ese grotesco patrón que tan felizmente dio forma a nuestro Panurge.
Maese Chevassut estaba leyendo la historia de las ovejas que Cingar consigue arrojar de la nave, tirando al mar la que había pagado, y a la que siguen todas las demás al instante, cuando se dio cuenta de la visita que recibía, y dejando el libro sobre una mesa se volvió hacia el pañero de muy buen humor.
Le preguntó por la salud de su mujer y de su suegro y le gastó todo tipo de bromas banales, aludiendo a su estado de recién casado. El joven aprovechó ese momento para hablarle de su aventura, y después de contarle la disputa con el arcabucero, animado por el aire paternal del magistrado, confesó también el triste desenlace.
El otro le miró con el mismo asombro que si se hubiera tratado del gigante Fracasse de su libro, o el fiel Falquet que parecía un lebrel y no de maese Eustaquio Bouteroue, comerciante de los pórticos: pues aunque supo que se sospechaba de un tal Eustaquio no había prestado el menor crédito a tales informes ni a la hazaña referida a la espada que había dejado clavado al suelo a un soldado del rey, atribuida a un enano dependiente de pañero, no más alto que Gribouille o Triboulet.
Pero cuando ya no pudo dudar del hecho aseguró al pobre pañero que se valdría de su influencia para silenciar el asunto y despistar a los agentes de la justicia que seguían su rastro, y le prometió que, si los testigos no le acusaban, podría vivir tranquilo y libre.
Ya le acompañaba maese Chevassut hasta la puerta reiterándole sus promesas cuando, en el instante de despedirse humildemente de él, Eustaquio le propinó un bofetón que le volvió la cara del revés, un glorioso bofetón que puso al magistrado el rostro mitad rojo y mitad azul, como el escudo de París y que le dejó mudo de asombro, con dos palmos de boca abierta y más mudo que un pez sin lengua.
El pobre Eustaquio se espantó tanto de su acción que se arrojó a los pies del magistrado pidiéndole perdón en los términos más suplicantes y piadosos, jurando que había sido un movimiento convulsivo imprevisto, en el que su voluntad no entraba para nada y para el que esperaba la misericordia suya y de Dios. El anciano le levantó más asombrado que colérico; pero apenas Eustaquio estuvo de pie le soltó un revés en la otra mejilla para que hiciera pareja con el primero, de forma que los cinco dedos se le quedaron marcados de tal manera que se podría haber hecho un molde.
Esto ya era insoportable y maese Chevassut corrió a la campanilla para llamar a su gente; pero el pañero le perseguía continuando su danza, lo cual constituía una escena singular, porque a cada bofetón con que gratificaba a su protector, el infeliz se deshacía en lacrimosas excusas y ahogadas súplicas que contrastaban con su acción de forma jocosa; pero en vano intentaba detener los impulsos a que le arrastraba su mano, semejante a un niño que sujeta con un cordel a un enorme pájaro. El pájaro arrastra al asustado niño por todos los rincones de la habitación y éste no se atreve a soltarlo y no tiene fuerza para detenerlo. Así era arrastrado el infortunado Eustaquio por su mano en la persecución del magistrado que daba vueltas a mesas y sillas, llamaba al timbre y gritaba furioso de dolor y de rabia. Finalmente entraron los criados y redujeron a Eustaquio, sofocado y desfallecido. Maese Chevassut, que por supuesto no creía en la magia blanca, no pensaba otra cosa sino que había sido burlado y maltratado por aquel joven por alguna razón que no acertaba a explicarse; hizo llamar, pues, a los agentes y les entregó a su hombre bajo la doble acusación de homicidio en duelo y ultrajes de obra a un magistrado en su propio domicilio. Eustaquio sólo volvió en sí al oír los cerrojos del calabozo que le era destinado.
‑¡Soy inocente! ‑gritaba al carcelero que le conducía.
‑¡Por Dios! ‑repuso el carcelero gravemente‑ ¿dónde creéis que estáis? ¡Si aquí todos sois inocentes...!
XII
DE ALBERTO EL GRANDE Y DE LA MUERTE
Eustaquio fue encerrado en una de esas celdas del Châtelet, de las que Cyrano decía que viéndole allí, le habrían tomado como una vela bajo una ventosa.
‑Si es que me dan ‑pensaba después de dar una vuelta por todos los rincones con una pirueta‑, si es que me dan este traje de roca como vestido, es demasiado ancho; si es como tumba, es demasiado estrecho. Los piojos tienen los dientes más largos que el cuerpo, y se sufre del mal de piedra que no es menos doloroso por ser exterior.
Aquí pudo nuestro héroe reflexionar a placer sobre su mala fortuna y maldecir el auxilio fatal que había recibido del escamoteador, distrayendo de aquel modo uno de sus miembros de la natural autoridad de su cabeza, lo cual originaba a la fuerza toda clase de desórdenes. Pero su sorpresa fue enorme al verle aparecer un día en su calabozo preguntándole con toda tranquilidad cómo se encontraba.
‑¡Que el diablo te cuelgue con tus tripas, canalla charlatán y echador de cartas! ¡tus malditos encantamientos tienen la culpa!
‑¿Cómo? ‑respondió el otro‑; ¡tengo yo la culpa de que no vinierais el décimo día para hacer desaparecer el encantamiento trayéndome la suma convenida?
‑¿Eh? ¿Acaso sabía yo que necesitabais tanto el dinero? ‑dijo Eustaquio bajando la voz‑, ¡vos que hacéis oro a voluntad, como el escritor Flamel!
‑¡De ninguna manera! ‑contestó el otro‑, ¡es todo lo contrario! Algún día llegaré a realizar esa gran obra hermética, puesto que estoy en vías de descubrirlo; pero hasta ahora sólo he logrado transformar el oro fino en un hierro muy bueno y muy puro: secreto que ya poseía el gran Raimundo Lulio al final de su vida...
‑¡Extraordinaria ciencia! ‑dijo el pañero‑. ¡Ya! ¡Por fin viene usted a sacarme de aquí! ¡Pardiez! ¡Ya era hora!, ya no contaba con ello...
‑¡He aquí precisamente la clave del asunto, amigo mío! Eso es, en efecto, lo que pretendo conseguir, abrir las puertas sin llaves, para poder entrar y salir, y veréis por medio de qué operación se obtiene.
Diciendo esto, el cíngaro se sacó del bolsillo su libro de Alberto el Grande, y a la luz de una linterna que había traído consigo, leyó el párrafo siguiente:
‑Medio heroico del que se sirven los ladrones para introducirse en las casas.
»Se coge la mano cortada de un ahorcado, que habrá que comprar antes de su muerte; se la sumerge con cuidado de tenerla casi cerrada en un recipiente de cobre que contenga cimac y nitro con grasa de spondillis. Se pone el recipiente a fuego vivo de helecho y verbena hasta que la mano, al cabo de un cuarto de hora, esté completamente seca y lista para conservarse durante mucho tiempo. Después se fabrica una vela con grasa de foca y sésamo de Laponia y se hace que la mano coja la vela encendida como si fuera una palmatoria; y por donde quiera que se vaya, llevándola ante sí, caen las barreras, se abren las cerraduras, y las personas que salen al encuentro permanecen inmóviles.
»La mano preparada de tal modo recibe el nombre de mano de gloria.
‑¡Vaya invento! ‑exclamó Eustaquio Bouteroue.
‑¡Esperad un momento! Aunque no me hayáis vendido vuestra mano, ésta me pertenece, puesto que no la habéis rescatado el día convenido; y la prueba de ello es que una vez cumplido el plazo se ha conducido ‑gracias al espíritu que la posee‑ de modo que yo pudiese gozar de ella a la mayor brevedad. Mañana, el parlamento os condenará a la horca; pasado mañana se ejecutará la sentencia, y ese mismo día cogeré el fruto tan codiciado y lo aderezaré como es debido.
‑¡De eso nada! ‑exclamó Eustaquio‑. ¡Mañana mismo desvelaré a esos señores todo el misterio!
‑¡Ah, muy bien! Hacedlo... y seréis quemado vivo por serviros de la magia, lo cual os irá acostumbrando a la parrilla del Diablo... Pero ni siquiera esto sucederá, pues vuestro horóscopo dice la horca, y nada podrá libraros de ella.
Entonces, el infeliz Eustaquio empezó a gritar tan desesperadamente y a llorar con tanta amargura que daba lástima.
‑¡Vamos, vamos, querido amigo! ‑le dijo cariñosamente maese Gonin‑. ¿Por qué rebelarse así contra el destino?
‑¡Cielo santo! Es fácil hablar así... ‑dijo entre sollozos Eustaquio‑. Pero cuando la muerte está tan cerca...
‑¡Bueno!, ¿y qué tiene la muerte de extraño...? ¡A mí la muerte me importa un rábano! «Nadie muere antes de su hora», dijo Séneca el Trágico. ¿Acaso sois vos el único vasallo de esa Dama, camarada? También lo soy yo, y el otro, y el de más allá, y Martín, y Philippe..., la muerte no respeta a nadie. Es tan atrevida que condena, mata y coge indistintamente a papas, emperadores y reyes, como prebostes, sargentos y otras canallas. Por ello, no os aflijáis tanto de hacer lo que otros harán más tarde: Su suerte es más deplorable que la vuestra, pues si la muerte es un mal, sólo es un mal para aquellos que van a morir. De modo que a vos sólo os queda un día de padecer este mal, y la mayor parte de la gente tiene para veinte o treinta años, o más.
»Un viejo autor decía: "La hora que os ha dado la vida ya os la disminuye." Se está en la muerte mientras se está en la vida, pues, cuando ya no se está en la vida, uno está más allá de la muerte; o, para decirlo mejor y terminar, la muerte no os concierne ni muerto ni vivo; vivo porque sois, y muerto porque ya no sois.
»Deben bastaros, amigo mío, estos razonamientos para daros valor cuando bebáis el ajenjo de la muerte, y meditad hasta entonces un hermoso verso de Lucrecio, cuyo sentido es éste: "Vivid tanto como podáis, que no quitaréis nada a la eternidad de vuestra muerte."
Después de aquellas máximas, quintaesencia de clásicos y modernos, sutilizadas y sofisticadas a gusto del siglo, maese Gonin guardó su linterna, golpeó la puerta del calabozo, que abrió el carcelero, y las tinieblas cayeron de nuevo sobre el preso como una plancha de plomo.
XIII
DONDE EL AUTOR TOMA LA PALABRA
Las personas que deseen conocer todos los detalles del proceso de Eustaquio Bouteroue encontrarán los documentos en los Arrêts memorables du Parlement de Paris, que se hallan en la biblioteca de manuscriros y cuya localización será facilitada por M. Paris con su solicitud acostumbrada. Este proceso va por orden alfabético, justo antes del proceso del barón de Boutreville, muy curioso también por la singularidad de su duelo con el marqués de Bussi, en el que, para desafiar las leyes, vino expresamente de Lorena a París y se batió en la mismísima Place Royale, a las tres de la tarde y el domingo de Pascua (1627). Pero ahora no se trata de esto. En el proceso de Eustaquio Bouteroue sólo se trata del duelo y de los ultrajes al magistrado, y no del mágico encantamiento que causó todo el desorden. Pero una nota aneja remite al Recueil d'histoires tragiques de Belleforest (edición de la Haye; la de Rouen está incompleta); y allí es donde se encuentran los detalles que nos faltan relativos a esta aventura que Belleforest titula con bastante acierto: La mano poseída.
XIV
CONCLUSION
La mañana de su ejecución, Eustaquio, que había sido alojado en una celda menos oscura que la otra, recibió la visita de un confesor que le masculló algunos consuelos espirituales del mismo estilo que los del cíngaro, pero que no produjeron mejor efecto. Era un tonsurado que pertenecía a una de esas buenas familias que para enaltecer su nombre tienen un hijo abate; llevaba un alzacuello bordado, la barba recortada en forma de huso y unos bigotes retorcidos y atusados; tenía el pelo muy rizado y hablaba de forma pastosa y con un estilo afectado. Eustaquio, viéndole tan superficial y pimpante no tuvo valor para confesarle toda su culpa y confió en sus propias oraciones para obtener el perdón.
El sacerdote le absolvió, y, para pasar el rato, como tenía que permanecer hasta las dos junto al condenado le enseñó un libro titulado: El llanto del alma penitente, o el regreso del pecador hacia su Dios. Eustaquio abrió el volumen por el capítulo del privilegio real y se puso a leerlo, muy compungido, por: «Enrique, rey de Francia y de Navarra, a nuestros súbditos y vasallos», etc., hasta la frase, «considerando estas causas, y queriendo tratar favorablemente al ya citado...» Aquí, no pudo contener sus lágrimas y devolvió el libro al sacerdote diciéndole que era demasiado emocionante y que temía enternecerse demasiado si seguía leyendo. Entonces, el confesor sacó de su bolsillo una baraja muy bien pintada y propuso al penitente jugar unas cuantas partidas, en las que le ganó algún dinero enviado por Javotte para procurarle consuelo. El pobre Eustaquio no estaba muy atento al juego, y la pérdida le era poco sensible.
A las dos, salió del Châtelet temblándole la voz al decir los padrenuestros de rutina, y fue conducido a la plaza de los Agustinos, situada entre los dos arcos que forman la entrada de la calle Dauphine y el Pont‑Neuf donde se le honró con un patíbulo de piedra. Mostró bastante firmeza al subir la escalera, ya que al ser este lugar de ejecución uno de los más frecuentados, había mucha gente mirándole. Unicamente, como para dar este salto al vacío uno se toma el mayor tiempo posible, en el instante en que el verdugo se dispuso a pasarle la soga por el cuello con la misma ceremonia que si se tratara del Toisón de Oro, pues este tipo de personas cuando ejerce su profesión ante el público se aplican con habilidad e incluso con cierta gracia, Eustaquio le rogó que se detuviera un instante para que pudiera rezar aún dos oraciones a San Ignacio y a San Luis Gonzaga, santos que había reservado para el final porque habían sido beatificados aquel mismo año 1609; pero el verdugo le respondió que el público también tenía sus quehaceres y que era de mal gusto hacerle esperar para un espectáculo tan sencillo como una simple ejecución; así que, la soga que sujetaba, al empujarle fuera de la escalerilla, interrumpió la réplica de Eustaquio.
Se asegura que, cuando todo parecía haber terminado y el verdugo se iba a su casa, maese Gonin se asomó a una de las troneras del Château‑Gaillard que daban a la plaza. Al instante, aunque el cuerpo del pañero colgaba totalmente flojo e inanimado, su brazo se levantó y su mano empezó a agitarse alegremente como el rabo de un perro que ve a su amo. Esto hizo que la multitud lanzara un grito de sorpresa y que aquellos que se marchaban volvieran presurosos, como la gente que cree que el espectáculo ha terminado cuando todavía queda un acto.
El verdugo volvió a poner la escalerilla, tocó los pies del ahorcado en los tobillos: el pulso no latía; cortó una arteria, y no manó sangre, pero el brazo continuaba, sin embargo, sus movimientos desordenados.
El verdugo no era hombre que se asustase fácilmente; se subió a la espalda de su víctima con gran griterío de los asistentes, pero la mano mostró con su rostro la misma irreverencia que con el del magistrado Chevassut; el verdugo, maldiciendo, sacó un gran cuchillo que llevaba siempre entre sus ropas y de dos golpes cortó la mano poseída.
Ésta dio un salto prodigioso y cayó ensangrentada en medio de la multitud, que se dispersó espantada; entonces dando varios saltos gracias a la elasticidad de sus dedos y ya que todo el mundo le dejaba libre el camino, pronto se encontró al pie de la torrecilla del Château‑Gaillard; luego, trepando con los dedos como un cangrejo por los salientes y asperezas de la muralla, subió hasta la tronera donde el cíngaro la esperaba.
Belleforest detiene aquí su singular historia y termina con estas palabras:
‑Esta aventura, anotada, comentada e ilustrada, constituyó durante mucho tiempo la comidilla de la buena sociedad y de las clases populares, siempre ávidas de narraciones extrañas y sobrenaturales; pero incluso hoy es un buen relato para distraer a los niños al amor de la lumbre, aunque no debe ser tomado a la ligera por personas serias y de buen juicio.
***
Nathaniel Hawthorne
EL JOVEN GOODMAN BROWN
(Young Goodman Brown, 1835)
Lo fantástico puritano en Nueva Inglaterra nace de la obsesión de condenación universal, que triunfa en el terrible aquelarre de este cuento. ¡Todos los habitantes de la aldea ‑incluidos los más beatos‑ son brujas! No en vano, Nathaniel Hawthorne (1804‑1864) descendía de uno de los jueces que condenaron a las brujas de Salem. En este cuento, el que muestra mejor su religiosidad desesperada, el aquelarre se representa según lo imaginaban los inquisidores (con el interesante añadido sincrético de los ritos mágicos de los indios), pero envuelve a toda la sociedad puritana que los inquisidores querián salvar.
Antes de Poe y, a veces, mejor que Poe, Hawthorne fue el gran narrador de género fantástico de los Estados Unidos de América.
EL JOVEN GOODMAN BROWN
CAIA la tarde sobre el pueblo de Salem cuando el joven Goodman Brown salió a la calle; pero, una vez cruzado el zaguán, volvió la cabeza para intercambiar con su joven esposa un beso de despedida. Y Fe, pues éste era su nombre ‑por cierto que muy adecuado‑, asomó su linda cabeza a la calle, dejando que el viento jugara con las cintas color rosa de su gorrito mientras llamaba a Goodman Brown.
‑Corazón mío ‑murmuró ella con dulzura no exenta de tristeza, cuando sus labios hubieron rozado sus oídos‑, te suplico que aplaces tu viaje hasta el amanecer y que duermas esta noche en tu cama. Una mujer sola se ve asaltada por tales sueños y pensamientos que a veces siente miedo de sí misma. Te ruego, querido esposo, que te quedes conmigo esta noche, tan sólo ésta entre todas las del año.
‑Mi amor, mi Fe ‑replicó el joven Goodman Brown‑, de todas las noches del año, ésta es la única en que debo separarme de ti. Mi viaje, como tú lo llamas, es decir, la ida y la vuelta, debo realizarlo entre estos momentos y el amanecer. ¿Cómo dudas de mí, mi dulce y bella esposa, si apenas hace tres meses que nos hemos casado?
‑Entonces, que Dios te bendiga ‑dijo Fe, con sus rosadas cintas al aire‑. Y ojalá que encuentres todo bien a tu regreso.
‑¡Amén! ‑exclamó Goodman Brown‑. Reza tus oraciones, querida Fe, y acuéstate al anochecer, que nadie te hará daño alguno.
Separáronse entonces; y el joven Goodman Brown prosiguió su camino hasta que, al ir a doblar la esquina a la altura de la iglesia, miró hacia atrás y se dio cuenta de que Fe le estaba siguiendo con la mirada; a pesar de sus cintas rosas, su aspecto era ciertamente melancólico.
‑Pobrecita Fe ‑pensó él con el corazón afligido‑. ¡Cuán despreciable soy abandonándola para semejante cometido! Me ha hablado de sus sueños y, al hacerlo, me ha parecido que la amargura se pintaba en su rostro, como si un sueño le hubiese avisado de lo que va a acontecer esta noche. Pero no, no es posible, sólo el pensarlo la mataría. Bien, ella es un ángel bendito venido a este mundo y, después de esta noche, me pegaré a sus faldas y no dejaré de seguirla hasta llegar al cielo.
Con tan inmejorables propósitos para el futuro, Goodman Brown se sintió justificado para acelerar el paso rumbo a su infame objetivo de la hora presente. Había tomado un camino sórdido, ensombrecido por los árboles más tenebrosos del bosque que, apenas apartados para poder pasar, ya se habían cerrado tras él de inmediato. El paraje no podía ser más solitario. Hay algo muy peculiar en esta soledad, y es que el viajero ignora lo que pueden ocultar los innumerables troncos y el espeso follaje que se alza ante él; así que en su solitario caminar puede ir acompañado de una multitud invisible.
‑Puede haber un indio endemoniado detrás de cada árbol ‑se dijo Goodman Brown; y, mirando temerosamente hacia atrás, añadió‑, ¿y si estuviera a un paso del mismísimo diablo?
Al llegar a una curva del camino volvió la vista atrás, y cuando miró nuevamente al frente, se topó con la silueta de un hombre, severa y pulcramente ataviado, sentado al pie de un viejo árbol. Al acercársele Goodman Brown, se levantó y echó a andar, codo con codo, a su lado.
‑Llegas tarde, Goodman Brown ‑dijo‑. Cuando pasé por Boston, el reloj de Old South estaba dando las campanadas y de eso hace un buen cuarto de hora.
‑Fe me entretuvo un rato ‑replicó el joven, con la voz temblorosa a causa de la repentina, aunque no del todo inesperada, aparición de su compañero.
Era ya noche cerrada en el bosque; sobre todo, en la zona que atravesaban nuestros dos personajes. Por lo poco que podía apreciarse, el segundo viajero tenía unos cincuenta años y parecía pertenecer a la misma clase social que Goodman Brown, con el que guardaba un notable parecido, aunque tal vez más por la expresión que por los rasgos. No obstante, podrían fácilmente pasar por padre e hijo. Y, sin embargo, aunque el traje y los modales del de mayor edad eran igual de sencillos que los del más joven, el primero tenía ese aire indescriptible de alguien que conoce el mundo, y que no se sentiría avergonzado en la mesa del gobernador ni en la del rey Guillermo, si sus asuntos le llevaran hasta allí. Pero lo único que llamaba la atención en él era su bastón, que tenía el aspecto de una gran serpiente negra, tan ingeniosamente labrada que se curvaba y contorsionaba como una serpiente de verdad. Naturalmente, esto bien podía ser una ilusión óptica, a la que contribuiría la escasa luz reinante.
‑Vamos, Goodman Brown ‑exclamó su compañero de viaje‑. Paso muy cansino es éste para estar al principio de la caminata; ya que tan pronto te fatigas, coge mi bastón.
‑Amigo ‑dijo el otro trocando su lento caminar por una detención absoluta‑, hemos convenido en encontrarnos aquí, mas ahora es mi propósito regresar por donde he venido, pues siento escrúpulos respecto al asunto que nos concierne.
‑¿Con ésas vienes? ‑replicó el de la serpiente, disimulando una sonrisa‑. Sigamos, empero, hablando mientras caminamos: y si te convenzo no has de volver atrás. Apenas nos hemos internado un poco en el bosque.
‑Para mí es ya demasiado, ¡demasiado lejos! ‑exclamó el buen hombre, echando a andar de nuevo sin darse cuenta‑. Mi padre jamás se aventuró en el bosque en una correría de esta clase, ni tampoco el padre de mi padre. Desde los tiempos de los mártires hemos sido una casta de hombres honestos y buenos cristianos; y sería yo el primero de los Brown que tomase este camino y lo siguiera...
‑Con semejante compañía, ibas a decir ‑observó el de mayor edad interpretando su pausa‑. ¡Muy bien dicho, Goodman Brown, he sido tan amigo de tu familia como de muchos otros puritanos, lo cual no es decir poco. Ayudé a tu abuelo, el policía, cuando azotaba tan cruelmente a aquella cuáquera por las calles de Salem, y fui yo quien alcanzó a tu padre la tea de pino encendida en mi propio hogar con la que pegó fuego al poblado indio durante la guerra contra el rey Felipe. Ambos eran buenos amigos míos; han sido muchos los animados paseos que hemos dado juntos por este camino, tantos como nuestros alegres regresos pasada la medianoche. Será para mí un placer que, en memoria suya, tú y yo seamos amigos.
‑Si fuera como dices ‑replicó Goodman Brown‑ mucho me asombra que nunca me hablasen de tales asuntos; o, a decir verdad, no me sorprende, pues el menor rumor de ese género les habría llevado a ser expulsados de Nueva Inglaterra. Somos gentes de oración y buenas obras, además, y no nos dedicamos a semejantes infamias.
‑Infamias o no ‑dijo el viajero del bastón retorcido‑, tengo muchas amistades aquí en Nueva Inglarerra, los diáconos de muchas iglesias han bebido conmigo el vino de la comunión; los notables de varias ciudades me han hecho su presidente; y casi todos los miembros del Gran Consejo General son firmes defensores de mis intereses. El gobernador y yo también..., pero esto son secretos de Estado.
‑¿Como puede ser eso? ‑exclamó Goodman Brown, mirando con asombro a su inmutable compañero‑. Sin embargo, nada tengo que ver con el gobernador ni con el consejo; ellos tienen sus propias costumbres, que no pueden valer para un simple aldeano como yo. Pero, si os acompañara, ¿cómo podría después mirar a la cara a ese venerable anciano, nuestro pastor del pueblo de Salem?, ¡oh! su voz me haría temblar los domingos y los días de sermón.
Hasta entonces, el viajero de más edad había escuchado con la debida seriedad, pero ahora rompió en irreprimibles carcajadas, agitándose con tanta violencia que su serpenteante bastón parecía contorsionarse al unísono, como por contagio.
‑¡Ja, ja, ja! ‑reía una y otra vez. Luego tranquilizándose, dijo‑: Ea, continúa, Goodman Brown, continúa; pero te lo ruego, no me mates de risa.
‑Bien, entonces, para acabar con este asunto ‑dijo Goodman Brown, considerablemente irritado‑, está Fe, mi mujer. Le destrozaría su querido corazoncito; y antes que eso me arrancaría el mío.
‑Nada, si es así ‑ respondió el otro‑, sigue tu camino. Ni por veinte ancianas como la que renquea ante nosotros quisiera yo que Fe sufriera daño alguno.
Diciendo esto señaló con su bastón hacia una silueta femenina qué avanzaba por el sendero, en la que Goodman Brown reconoció a una dama piadosísima y ejemplar, que le había enseñado el catecismo en su juventud y que todavía seguía siendo su consejera moral y espiritual, junto con el pastor y el diácono Gookin.
‑Es realmente increíble que Goody Cloyse se interne tanto en la espesura a la caída de la noche ‑dijo‑. Pero con vuestra venia, amigo, daré un rodeo a través de la arboleda hasta que hayamos dejado atrás a esta cristiana mujer. Como no la conocéis podría preguntarme quién me acompaña y adónde me dirijo.
‑Sea como dices ‑dijo su compañero de viaje‑. Ve tú entre los árboles y deja que yo siga mi camino.
Así pues, el joven se apartó, pero teniendo cuidado de no perder de vista a su compañero, que avanzó lentamente por el camino hasta que hubo dado alcance a la anciana dama. Mientras tanto, ésta corría a toda prisa, con una presteza bien singular en una mujer tan entrada en años, musitando al tiempo que caminaba palabras ininteligibles, sin duda una plegaria. El viajero alzó su bastón y tocó su marchita nuca con lo que parecía la cola de la serpiente.
‑¡El diablo! ‑gritó la piadosa anciana.
‑¡Así que Goody Cloyse reconoce a su viejo amigo! ‑observó el viajero, encarándosele mientras se apoyaba en su serpenteante bastón.
‑¡Ah!, desde luego. ¿Así que es vuesa merced en persona? ‑exclamó la buena señora‑. Ah, sí que lo es, con la misma imagen de mi viejo compadre, Goodman Brown, el abuelo del idiota de ahora. Pero, ¿querrá creerlo vuesa merced?, mi escoba ha desaparecido sorprendentemente, robada, sospecho, por Goody Coory, esa bruja a la que todavía no han colgado, y precisamente, cuando estaba yo bien untada con el bálsamo de ojo de apio silvestre, cincoenrama y acónito...
‑Mezclado con harina de trigo y la grasa de un niño recién nacido ‑dijo el doble del viejo Goodman Brown.
‑Ah, vuesa merced conoce la receta ‑exclamó la anciana, lanzando una estruendosa carcajada‑. Así pues, como iba diciendo, preparada ya para la reunión y sin montura me hice a la idea de ir caminando, pues me han dicho que esta noche comulga un guapo joven. Pero ahora vuesa merced me dará su brazo y estaremos allí en un abrir y cerrar de ojos.
‑Eso no es posible ‑respondió su amigo‑. No puedo darle mi brazo, Goody Cloyse; pero aquí está mi bastón, si lo desea.
Diciendo esto, lo arrojó a sus pies, donde cobró vida propia, pues era una de aquellas varas prestadas hace mucho tiempo a los magos egipcios.
Sin embargo, Goodman Brown no pudo percatarse de esto último. Había elevado sus ojos al cielo lleno de asombro y al volver a bajarlos no vio a Goody Cloyse ni el bastón serpenteante, sino a su compañero de viaje, que le esperaba solitario y tan tranquilo como si nada hubiera ocurrido.
‑Esa anciana fue la que me enseñó el catecismo ‑dijo el joven; y en tan escueto comentario latía todo un mundo de significaciones.
Prosiguieron su marcha, mientras el viajero de más edad exhortaba a su compañero a apresurarse y a continuar la expedición, discurriendo tan acertadamente que se diría que sus argumentos brotaban directamente del pecho de su interlocutor en vez de sugerirlos él mismo. Mientras caminaban, cogió una rama de arce para utilizarla como bastón y comenzó a arrancarle los brotes y retoños que estaban húmedos del rocío. Nada más tocarlos con sus dedos se marchitaban inexplicablemente, como si hubieran estado toda una semana secándose al sol. Caminó así la pareja durante un rato hasta que de repente, al llegar a un siniestro recodo del camino, Goodman Brown se sentó en el tocón de un árbol y se negó a seguir adelante.
‑Amigo ‑dijo en tono obstinado‑, estoy decidido. No daré un paso más en esta expedición. ¿Qué me importa a mí que una despreciable vieja haya optado por entregarse al diablo, cuando yo creía que iba derecha al cielo? ¿Es ésa una razón para que yo abandone a mi querida Fe y me vaya tras ella?
‑Será mejor que lo pienses dos veces ‑dijo su acompañante sosegadamente‑. Siéntate aquí y descansa un rato; y cuando decidas volver a ponerte en marcha, aquí está mi bastón para que te apoyes en él.
Sin más palabras arrojó a su compañero el bastón de arce, poniéndose, acto seguido, fuera del alcance de su vista, con tal celeridad que parecía que se hubiera desvanecido en la creciente penumbra. El joven permaneció sentado durante algunos momentos al borde del camino, felicitándose a sí mismo y pensando que cuando se cruzase con el pastor durante su paseo matinal tendría la conciencia bien limpia y no se avergonzaría ante la mirada del diácono Gookin. ¡Y qué tranquilo sería su sueño esta misma noche que iba a haber estado dedicada a cosas tan culpables, pero que ahora iba a ser tan pura, tan dulce en los brazos de Fe! En medio de tan placenteras y loables meditaciones, Goodman Brown oyó un trote de caballos por el camino y consideró aconsejable ocultarse entre el follaje, consciente del culpable propósito que le había llevado hasta allí, aunque ahora lo hubiera felizmente abandonado.
Ya se aproximaban el ruido de los cascos y las voces de los jinetes, dos voces graves, dos personas de edad, que conversaban sosegadamente. Estos sonidos entremezclados parecían producirse en el camino, a pocos metros del escondite del joven; pero, debido sin duda a la considerable oscuridad reinante en aquel paraje, ni los caballeros ni sus caballos eran visibles. Aunque sus siluetas rozaron al pasar las frágiles ramitas del camino, no se pudo ver que interceptaban ni por un momento el débil resplandor que todavía iluminaba el cielo bajo el que debieron pasar. A veces agachado, a veces de puntillas, apartando el ramaje y estirando la cabeza todo lo que podía, Goodman Brown no llegó a distinguir más que vagas sombras. Ello le irritó sobremanera, pues hubiera jurado, caso de ser eso posible, haber reconocido las voces del pastor y del diácono Gookin, cabalgando tranquilamente, como solían hacerlo cuando se dirigían a una ordenación o a algún consejo eclesiástico. Todavía se les oía cuando uno de los jinetes se detuvo para coger una varita.
‑Si tuviera que elegir entre las dos cosas, reverendo ‑dijo la que parecía la voz del diácono‑, antes hubiera preferido perderme una cena de ordenación que la reunión de esta noche. Me han dicho que vendrán algunos miembros de nuestra comunidad de Falmouth, y aún de más lejos, otros de Connecticut y Rhode Island, además de varios hechiceros indios, quienes, a su manera, son tan entendidos en las cosas del diablo como los más aventajados de entre nosotros. Por si fuera poco, se administrará la comunión a una hermosa muchacha.
‑Completamente de acuerdo, diácono Gookin ‑replicó el solemne y familiar tono de voz del pastor‑. Apresurémonos o vamos a llegar tarde. Como bien sabéis, nada puede hacerse hasta que llegue yo.
Volvióse a oír el repiqueteo de los cascos; y las voces, que tan misteriosamente hablaron en el vacío, se perdieron en aquel bosque donde jamás se congregó iglesia alguna ni nunca rezó un solo cristiano.
‑¿Adónde, pues, podrían dirigirse aquellos santos varones que se adentraban en la pagana espesura? ‑el joven Goodman Brown se agarró a un árbol para sujetarse, pues estaba a punto de desmayarse, desfallecido y abrumado por el peso que acababa de caer en su corazón. Miró hacia el cielo, dudando de si realmente habría uno sobre su cabeza. Y efectivamente allí estaba la bóveda azul en la que brillaban las estrellas.
‑¡Con el cielo arriba y Fe abajo me mantendré firme ante el diablo! ‑gritó Goodman Brown.
Todavía tenía la mirada clavada en la elevada bóveda del firmamento y acababa de enlazar sus manos en oración, cuando una nube, pese a no correr ningún viento, irrumpió en el cénit y ocultó las resplandecientes estrellas. El cielo azul era todavía visible, excepto en el espacio que le cubría la cabeza, donde esa negra masa de nubes se deslizaba velozmente hacia el norte. De las alturas, se diría que de las profundidades de la nube, vino un confuso e incierto rumor de voces. Al principio, el que escuchaba creyó distinguir el habla de las gentes de la aldea, de sus paisanos y paisanas, los piadosos y los impíos: con muchos había compartido la comunión, mientras que a otros los había visto entregándose al vicio en la taberna. Algo más tarde, los sonidos se hicieron tan confusos que dudó si habría oído algo que no fuera el murmullo de la vetusta arboleda, aunque no hubiera viento alguno. Luego, aquellos timbres familiares de voz, oídos diariamente al amanecer en el pueblo de Salem, pero nunca hasta entonces viniendo de una nube en plena noche, irrumpieron con mayor fuerza. Se oyó la voz de una muchacha prorrumpiendo en lamentaciones, si bien su pesar era un tanto ambiguo, que suplicaba algún tipo de favor cuya obtención tal vez le deparara nuevas aflicciones; y toda aquella invisible multitud, tanto justos como pecadores, parecía animarla a seguir adelante.
‑¡Fe! ‑gritó Goodman Brown, con voz de angustia y desesperación; y el eco del bosque se burlaba repitiendo: «¡Fe!, ¡Fe!», como si fuesen muchos los desgraciados que la buscaban, perdidos en medio de la espesura.
Todavía traspasaba la noche aquel grito de dolor, ira y terror, y el desventurado marido contenía el aliento esperando una respuesta, cuando se oyó un agudo chillido, ahogado inmediatamente por el rumor de voces más fuertes, que se desvaneció después en lejanas carcajadas, mientras se evaporaba la sombría nube. Sobre Goodman Brown brillaba un cielo despejado y silencioso. Pero algo bajó revoloteando levemente, algo que al final se quedó prendido en la rama de un árbol. El joven lo tomó y vio que se trataba de una cinta rosa.
‑¡Mi Fe se ha ido! ‑gritó tras un momento de estupefacción‑. No existe el bien sobre la tierra; y el pecado no es más que una palabra; ven, diablo; tuyo es este mundo.
Y, prorrumpiendo en grandes y ruidosas carcajadas, enloquecido de desesperación, Goodman Brown agarró su bastón y se puso de nuevo en marcha, a tal velocidad que en vez de andar o correr se diría que volaba por el camino del bosque. El sendero se hizo más agreste y sombrío, de contornos más indefinidos, que acabaron por desvanecerse completamente dejando al joven en el centro de aquella siniestra soledad, corriendo todavía hacia adelante con el instinto que guía a los mortales hacia el mal. Todo el bosque estaba poblado de sonidos aterradores: el crujido de los árboles, el aullido de las bestias salvajes, los gritos de los indios. A veces, el viento sonaba como el tañido de la campana de una lejana iglesia, mientras que otras rugía poderosamente en torno al viajero, como si la naturaleza se estuviese mofando de él. Pero el mayor horror de esta escena era él mismo, y en absoluto retrocedió ante los demás horrores.
‑¡Ja, ja, ja! ‑rugía Goodman Brown mientras el viento le hacía burla‑. Veremos quién ríe el último. ¡No creas que vas a asustarme con tus satánicas argucias! ¡Venid brujos, venid brujas, venid hechiceros indios, y que venga el diablo en persona! ¡Aquí llega Goodman Brown! ¡Podéis temerle tanto como él os teme a vosotros!
En verdad, nada había en aquel bosque embrujado que inspirase más terror que la estampa de Goodman Brown. Volaba entre los negros pinos, blandiendo su bastón con gesto frenético, ora dando rienda suelta a horribles blasfemias, ora prorrumpiendo en tales carcajadas que se diría que a su alrededor todos los ecos del bosque rieran como demonios.
El demonio, cuando adopta su propia forma, no es tan horrible como cuando desencadena su furia en el pecho del hombre. De este modo prosiguió el endemoniado su vertiginosa carrera hasta que divisó ante sí, oscilando entre los árboles, un replandor rojizo, como si alguien hubiera prendido fuego a troncos y ramas caídas que proyectasen su diabólico fulgor sobre el cielo de la medianoche. Cuando la tempestad que le arrastraba bosque adentro amainó, se detuvo; y entonces llegó hasta él la algarada de lo que parecía ser un himno que resonase solemnemente en la distancia, con el clamor de mil voces. Conocía la melodía; la cantaban habitualmente en el coro del templo de su pueblo. La estrofa se extinguió roncamente, prolongada por un coro, no de voces humanas, sino de todos los ruidos que la sonora maleza tañía en horrísona armonía. Goodman Brown gritó, pero su grito le resultó inaudible al confundirse con el fragor de la agreste naturaleza.
En el intervalo de silencio que siguió, Goodman Brown avanzó sigilosamente hasta que el resplandor le dio de lleno en los ojos. En un extremo de un claro cercado por la oscura muralla del bosque, alzábase una roca que guardaba alguna semejanza ruda y natural con un altar o un púlpito, rodeada por cuatro refulgentes pinos, cual cirios de una misa nocturna, las copas en llamas e incólumes los troncos. El follaje que coronaba la cumbre de la roca ardía por los cuatro costados, encendiendo con fuerza la noche e iluminando intermitentemente todo su entorno. Las ramas y los festones de hojas arrojadas al fuego lanzaban chispas. Al compás de aquella luz carmesí, una numerosa congregación resplandecía y desaparecía alternativamente entre las sombras para refulgir nuevamente como si, emergiendo de las tinieblas, poblase de un fogonazo las entrañas de aquellos solitarios bosques.
‑He aquí una asamblea tan circunspecta como sombría en su indumentaria ‑articuló para sus adentros Goodman Brown.
Y en verdad lo era. Entre ellos, oscilando una y otra vez entre la luz y las tinieblas, se veían rostros que serían vistos al día siguiente en el consejo de gobierno de la provincia y otros que, domingo tras domingo, miraban devotamente al cielo y con benevolencia a los bancos de los fieles, desde los más venerables púlpitos de la comarca.
Hay quien afirma que estaba allí la esposa del gobernador, pero lo cierto es que había allí encumbradas damas que ella conocía bien y esposas y maridos respetables y muchas viudas y solteronas, todas ellas de excelente reputación, y encantadoras muchachas que temblaban de miedo de que sus madres pudieran verlas. Goodman Brown, a no ser que los súbitos fulgores que resplandecían sobre la oscuridad del campo lo hubieran deslumbrado, creyó reconocer a una veintena de miembros de la Iglesia de Salem conocidos por su especial santidad. Gookin, el anciano y bondadoso diácono, había ya llegado y esperaba pegado a las faldas de su reverenciado pastor, aquel santo venerable. Pero, impíamente mezclados con tan sesudos, reputados y píos personajes, esos patriarcas de la iglesia, aquellas castas damas y vírgenes puras, había hombres de vida disoluta y mujeres de dudosa reputación, granujas abocados a todos los vicios mezquinos y despreeiables, e incluso sospechosos de horribles crímenes. Era extraño comprobar cómo los virtuosos no se amedrentaban ante los malvados ni los pecadores sentían vergüenza alguna ante los santos. Diseminados entre los rostros pálidos, sus enemigos, estaban los sacerdotes indios, hechiceros, quienes no pocas veces habían sobresaltado sus bosques nativos con encantamientos mucho más abominables que cualesquiera otros conocidos por la brujería inglesa.
‑¿Pero dónde está Fe? ‑se preguntó Goodman Brown, y se estremeció al tiempo que la esperanza empezaba a infiltrarse en su corazón.
Oyóse otra estrofa del himno, un compás lento y lastimero, de esos que tanto gustan a las personas piadosas, pero sus palabras expresaban todo lo que nuestra naturaleza pueda concebir de pecaminoso y, misteriosamente, insinuaban algo peor. Insondables son para los simples mortales los arcanos del maligno. Una tras otra resonaban las estrofas, y el selvático coro seguía aumentando en los intervalos como el tono más grave de un potentísimo órgano. Y el acorde final de aquella infame antífona coincidió con un clamor tal que se diría que el rugido del viento, el fragor de las corrientes, el aullido de las bestias y todas las demás voces de la caótica maleza, se mezclaban y armonizaban con la voz del hombre culpable, en homenaje al príncipe de todos ellos. Los cuatro pinos encendidos elevaron sus poderosísimas llamas mostrando tétricamente rostros y siluetas horripilantes entre las volutas de humo que se alzaban sobre la impía asamblea. En ese preciso instante, el fuego que circundaba la roca arrojaba llamas aún más altas, formando un arco de fuego sobre su base, en la que se hizo visible una figura. Dicho sea con todo respeto, la tal figura no guardaba la menor semejanza, ni por su porte ni por sus modales, con ninguno de los austeros doctores de las iglesias de Nueva Inglaterra.
‑Traed a los conversos ‑gritó una voz que repercutió en el campo y se perdió en la maleza.
Al oír estas palabras, Goodman Brown salió de entre las sombras de los árboles y se acercó a la congregación, con la que se sentía repugnantemente hermanado por todo cuanto de perverso había en su corazón. Hubiera jurado que no era sino su propio padre aquella figura que le observaba desde una voluta de humo haciéndole señas para que avanzara, mientras que una mujer, con difusos rasgos de desesperación, levantaba la mano para detenerlo. ¿Sería su madre? Pero no tuvo fuerzas para dar un solo paso atrás, ni para resistirse tan siquiera con la mente, cuando el pastor y aquel bondadoso anciano, el diácono Gookin, le cogieron por los brazos y le condujeron a la roca en llamas. Hacia el mismo lugar se dirigía la esbelta figura de una mujer, cubierta por un velo y flanqueada por Goody Cloyse, aquella piadosa catequista, y Martha Carrier, a quien el diablo había prometido ser reina del infierno. Ella sí que era una verdadera bruja. Así fueron llevados los dos prosélitos bajo el dosel de fuego.
‑Bienvenidos hijos míos ‑dijo la tenebrosa figura‑, a la comunión de los de vuestra estirpe. Os habéis encontrado muy jóvenes con vuestra naturaleza y vuestro destino. ¡Hijos míos, mirad a vuestra espalda!.
Se dieron la vuelta y, como proyectados, por así decirlo, en una sábana de fuego, vieron a los adoradores del diablo. Todos los rostros se iluminaron con una siniestra sonrisa de bienvenida.
‑Aquí, prosiguió la negra silueta, están todos aquellos a quienes habéis respetado desde que erais niños. Los creíais más virtuosos que vosotros mismos y os avergonzabais de vuestros pecados cuando os comparabais con sus vidas rectas y entregadas a la oración y a la búsqueda del cielo. Sin embargo, aquí están todos, en mi asamblea de adoradores. Esta noche podréis conocer sus actos secretos. Sabréis cómo los venerables sacerdotes de la iglesia, de blancas barbas, susurraban palabras lascivas a las jóvenes doncellas que servían en sus casas; cómo muchas mujeres, ansiando vestir las galas de luto, han dado a sus maridos, antes de acostarse, la pócima que entre sus brazos les conduciría a su último sueño; cómo algunos jóvenes imberbes se han apresurado a heredar antes de tiempo las riquezas de sus padres. Y cómo hermosas damiselas ‑no os ruboricéis, dulces criaturas‑ han cavado diminutas tumbas en su jardín, y sólo a mí han invitado al funeral de ese niño recién nacido. Gracias a la afinidad de vuestros humanos corazones con el pecado, olfatearéis todos los lugares ‑ya sea en la iglesia, en la alcoba, en la calle, en los campos, en el bosque‑, en donde se haya cometido un crimen y os regocijaréis al comprobar que la tierra entera no es sino una mancha de pecado, un inmenso charco de sangre. Pero aún hay más. Podréis penetrar en cada pecho el profundo enigma del pecado, la fuente de todas las artes perversas que inagotablemente proporciona más ímpulsos malignos que los que ningún poder humano ‑ni siquiera el mío en todo su apogeo‑ puede llevar a la práctica. Y ahora, hijos míos, miraos el uno al otro.
Así lo hicieron; y, al resplandor de las antorchas encendidas con el fuego del infierno, el infeliz marido contempló a su Fe, y la esposa al marido temblando ante aquel sacrílego altar.
‑Aquí estáis, hijos míos ‑dijo la figura en tono grave y solemne, casi triste, en su horrenda desesperación, como si su anterior naturaleza angélica todavía pudiera afligirse por nuestra desdichada especie‑. Confíabais mutuamente en vuestros corazones, abrigabais aún la esperanza de que la virtud fuera algo más que un sueño. Ahora ya estáis desengañados. El mal es la verdadera naturaleza del hombre. Sólo en el mal encontraréis la felicidad. Una vez más, bienvenidos hijos míos a la comunión de los de vuestra estirpe.
‑Bienvenidos ‑repitieron los adoradores del diablo, con un grito de triunfo y desesperación.
Y ambos continuaban en pie, la única pareja que, al parecer, todavía vacilaba al borde de la depravación en este mundo tenebroso. En la roca había un pozo natural. ¿Contenía agua, enrojecida por aquel fuego horrible? ¿o acaso era sangre, o fuego líquido? En ella hundió su mano la Forma del Mal, disponiéndose a estampar la impronta del bautismo sobre sus frentes, para hacerles partícipes del misterio del pecado, para que a partir de entonces fueran más conscientes de las culpas secretas de los demás ‑de pensamiento o de obra‑ que de las suyas propias. El marido clavó sus ojos en su pálida esposa, y Fe los suyos en él. ¡Qué inmunda carroña contemplarían la próxima vez que se mirasen, temblando al unísono ante lo que les sería dado tanto descubrir como contemplar!
‑¡Fe!, ¡Fe!, ‑gritó el marido‑, ¡mira arriba, hacia el cielo, y resiste al Maligno!
Si Fe le obedeció o no es cosa que nunca llegó a saber. Apenas había hablado cuando se encontró en medio de la tranquila y solitaria noche, escuchando el rugir del viento que se adentraba en la floresta. Se agarró tambaleándose a la roca, sintiéndola fría y húmeda, mientras que un rama, hace unos instantes en llamas, le salpicaba ahora las mejillas con su gélido rocío.
A la mañana siguiente, el joven Goodman Brown avanzó lentamente por las calles del pueblo de Salem, mirando a su alrededor, presa del mayor desconcierto. El viejo y buen pastor estaba dando su acostumbrado paseo por el cementerio para abrir el apetito y meditar sobre su próximo sermón; a su paso, bendijo a Goodman Brown. Éste huyó del venerable santo como de un anatema. El anciano diácono Gookin estaba rezando en familia, y las sagradas palabras se oían a través de la ventana abierta. «¿A qué dios estará rezando este brujo?», se preguntó Goodman Brown.
Goody Cloyse, aquella vieja y excelente cristiana, apoyada en su celosía, catequizaba al sol de la mañana a una niña que le había traído una pinta de leche recién ordeñada. Goodman Brown le arrebató violentamente a la niña, como si la arrancara de las garras del diablo. Al doblar la esquina de la iglesia, divisó la cabeza de Fe, con sus cintas rosas mirando ansiosamente en torno suyo y le dio tanta alegría verle que corrió por toda la calle dando saltos, y poco faltó para que besara a su marido delante de todo el pueblo. Pero Goodman Brown la miró fría y amargamente y pasó de largo sin saludarla.
¿Se habría dormido en el bosque y sólo fue una pesadilla aquel aquelarre?
Así es, si así os parece. Pero, ¡ay! fue un sueño de ominosos presagios para el joven Goodman Brown. Desde la noche de aquel terrible sueño se convirtió en un hombre duro, meditabundo, receloso, por no decir desesperado. El domingo cuando la congregación entonaba los sagrados salmos no podía escucharlos, pues un pecaminoso motete le aturdía los oídos, ahogando los beatíficos compases. Cuando el pastor, con su mano sobre la Biblia abierta, hablaba desde el púlpito con energía y febril elocuencia de las sagradas verdades de nuestra religión, de vidas santificadas y muertes gloriosas y de las indescriptibles alegrías o sufrimientos futuros, entonces Goodman Brown palidecía, temeroso de que el techo se derrumbara sobre el encanecido blasfemo y sus oyentes. A menudo, despertándose súbitamente a media noche, se apartaba del regazo de Fe; y por la mañana o a la caída de la tarde, cuando la familia se arrodillaba para rezar, fruncía el ceño y mascullaba para sus adentros, miraba severamente a su mujer y les daba la espalda. Y, tras una larga vida, cuando llevaron a la tumba su marchito cuerpo, seguido de Fe, ya anciana y de una nutrida profesión de hijos y nietos, aparte de no pocos vecinos, no fue esperanzador el epitafio que grabaron sobre su lápida porque tampoco murió con esperanza.
***
Nikolaj Vasilievic Gogol
LA NARIZ
(Nos, 1835)
Hasta ahora nos hemos detenido en temas siniestros, macabros, horripilantes. Para cambiar la atmósfera y representar el humor visionario, he aquí este maravilloso relato de Gogol que desarrolla uno de los temas dominantes de la literatura fantástica: una parte de la persona que se separa y actua independientemente del resto del cuerpo. Pero no es este hallazgo lo que hace de La nariz una obra maestra, sino su fuerza, su inventiva y lo que tiene de imprevisible frase a frase. La risa de Gogol, se sabe, siempre es sutilmente amarga: véanse, por ejemplo, los intentos de pegar de nuevo sobre el rostro la nariz reencontrada.
Este texto se separa del género en una cosa. El cuento fantástico suele tener una lógica interna irreprochable; Gogol, sin embargo, se burla felizmente de toda lógica, incluso más que Hoffmann, el inspirador direrto de esta vena suya. Si entramos luego en las claves simbólicas, vemos que esta nariz ‑como la sombra en Chamisso‑ no se deja encerrar por ninguna interpretación exclusiva. El relato es, sin duda, una sátira del decoro funcionarial de la burocracia rusa, pero diciendo esto no se dice verdaderamente nada.
Toda la producción fantástica de Gogol (1809‑ 1852) merece estar en esta antología: de las primeras historias campesinas de miedo (como Vij, el maravilloso cuento del seminarista seducido por la bruja) a un ejemplo más cercano a la tipología de lo fantástico romántico, como El retrato, notable por sus dos versiones (1835 y 1836), de distinta intención moral.
LA NARIZ
I
EN marzo, el día 25, sucedió en San Petersburgo un hecho de lo más insólito. El barbero Iván Yákovlevich, domiciliado en la Avenida Voznesenski (su apellido no ha llegado hasta nosotros y ni siquiera figura en el rótulo de la barbería, donde sólo aparece un caballero con la cara enjabonada y el aviso de «También se hacen sangrías»), el barbero Iván Yákovlevich se despertó bastante temprano y notó que olía a pan caliente. Al incorporarse un poco en el lecho vio que su esposa, señora muy respetable y gran amante del café, estaba sacando del horno unos panecillos recién cocidos.
‑Hoy no tomaré café, Praskovia Osipovna ‑anunció Iván Yákovlevich‑. Lo que sí me apetece es un panecillo caliente con cebolla.
(La verdad es que a Iván Yákovlevich le apetecían ambas cosas, pero sabía que era totalmente imposible pedir las dos a la vez, pues a Praskovia Osipovna no le gustaban nada tales caprichos.) «Que coma pan, el muy estúpido. Mejor para mí: así sobrará una taza de café», pensó la esposa. Y arrojó un panecillo sobre la mesa.
Por aquello del decoro, Iván Yákovlevich endosó su frac encima del camisón de dormir, se sentó a la mesa provisto de sal y dos cebollas, empuñó un cuchillo y se puso a cortar el panecillo con aire solemne. Cuando lo hubo cortado en dos se fijó en una de las mitades y muy sorprendido, descubrió un cuerpo blanquecino entre la miga. Iván Yákovlevich lo tanteó con cuidado, valiéndose del cuchillo, y lo palpó. «¡Está duro! ‑se dijo para sus adentros‑. ¿Qué podrá ser?»
Metió dos dedos y sacó... ¡una nariz! Iván Yákovlevich estaba pasmado. Se restregó los ojos, volvió a palpar aquel objeto: nada, que era una nariz. ¡Una nariz! Y, además, parecía ser la de algún conocido. El horror se pintó en el rostro de Iván Yákovlevich. Sin embargo, aquel horror no era nada, comparado con la indignación que se adueñó de su esposa.
‑¿Dónde has cortado esa nariz, so fiera? ‑gritó con ira‑ ¡Bribón! ¡Borracho! Yo misma daré parte de ti a la policía. ¡Habráse visto, el bribón! Claro, así he oído yo quejarse ya a tres parroquianos. Dicen que, cuando los afeitas, les pegas tales tirones de narices que ni saben cómo no te quedas con ellas entre los dedos.
Mientras tanto, Iván Yákovlevich parecía más muerto que vivo. Acababa de darse cuenta de que aquella nariz era nada menos que la del asesor colegiado Kovaliov, a quien afeitaba los miércoles y los domingos.
‑¡Espera! Praskovia Osipovna! Voy a dejarla de momento en un rincón, envuelta en un trapo, y luego me la llevaré.
‑¡Ni hablar! ¡Enseguida voy a consentir yo una nariz cortada en mi habitación!... ¡Esperpento! Como no sabe más que darle correa a la navaja para suavizarla, pronto será incapaz de cumplir con su cometido. ¡Estúpido! ¿Crees que voy a cargar yo con la responsabilidad cuando venga la policía? ¡Fuera esa nariz! ¡Fuera! ¡Llévatrela adonde quieras! ¡Que no vuelva yo a saber nada de ella!
Iván Yákovlevich seguía allí como petrificado, pensando y venga a pensar, sin que se le ocurriera nada.
‑El demonio sabrá cómo ha podido suceder esto ‑dijo finalmente, rascándose detrás de una oreja‑. ¿Volví yo borracho anoche, o volví fresco? No podría decirlo a ciencia cierta. Ahora bien, según todos los indicios, éste debe ser un asunto enrevesado, ya que el pan es una cosa y otra cosa muy distinta es una nariz. ¡Nada, que no lo entiendo!
Iván Yákovlevich enmudeció, a punto de desmayarse ante la idea de que la policía llegase a encontrar la nariz en su poder y le empapelara.
Le parecía estar viendo ya el cuello rojo del uniforme, todo bordado en plata, la espada... y temblaba de pies a cabeza. Finalmente, agarró la ropa y las botas, se puso todos aquellos pingos y, acompañado por las desabridas reconvenciones de Praskovia Osipovna, se echó a la calle llevando la nariz envuelta en un trapo.
Tenía la intención de deshacerse del envoltorio en cualquier parte, tirándolo tras el guardacantón de una puerta cochera o dejándolo caer como inadvertidamente y torcer luego por la primera bocacalle. Lo malo era que, en el preciso momento, se cruzaba con algún conocido, que enseguida empezaba a preguntarle:
«¿A dónde bueno?, o ¿a quién vas a afeitar tan temprano?», de manera que a Iván Yákovlevich se le escapaba la ocasión propicia. Una vez consiguió dejarlo caer, pero un guardia urbano le hizo señas desde lejos con su alabarda al tiempo que le advertía: «¡Eh! Algo se te ha caído. Recógelo». De modo que Iván Yákovlevich tuvo que recoger la nariz y guardársela en el bolsillo.
Le embargaba la desesperación, sobre todo porque el número de transeúntes se multiplicaba sin cesar, a medida que se abrían los comercios y los puestos.
Tomó la decisión de llegarse al puente Isákievski, por si conseguía arrojar la nariz al Neva... Pero, a todo esto, he de pedir disculpas por no haber dicho hasta ahora nada acerca de Iván Yákovlevich, persona honorable bajo muchos conceptos.
Como todo menestral ruso que se respete, Iván Yákovlevich era un borracho empedernido. Y aunque a diario afeitaba mentones ajenos, el suyo estaba eternamente sin rapar. El frac de Iván Yákovlevich (porque Iván Yákovlevich jamás usaba levita) ostentaba tantos lamparones parduzcos y grises que, a pesar de ser negro, parecía hecho de tela estampada; además tenía el cuello lustroso de mugre y unas hilachas en el lugar de tres botones. Iván Yákovlevich era un gran cínico. El asesor colegiado Kovaliov solía decirle mientras le afeitaba: «Siempre te apestan las manos, Iván Yákovlevich.» A lo que Iván Yákovlevich contestaba preguntando a su vez: «¿Y por qué han de apestarme?» El asesor colegiado insistía: «No lo sé, hombre; pero te apestan.» Por lo cual, y después de aspirar una toma de rapé, Iván Yákovlevich le aplicaba el jabón a grandes brochazos en las mejillas, debajo de la nariz, detrás de las orejas, en el cuello... Donde se le antojaba, vamos.
Nuestro respetable ciudadano se encontraba ya en el puente de Isákievski. Empezó por mirar a su alrededor, luego se asomó por encima del pretil como para ver si había muchos peces debajo del puente y arrojó disimuladamente el trapo con la nariz. Notó como si le hubieran quitado de golpe diez puds de encima: incluso esbozó una sonrisita socarrona. Y entonces, cuando en vez de marcharse a rapar mentones oficinescos se dirigía a tomar un vaso de ponche en cierto establecimiento cuyo rótulo decía «Comidas y té», divisó de pronto al final del puente a un guardia de gallarda apostura y frondosas patillas con su tricornio y su espada. Se quedó frío: el guardia le llamaba con un dedo y decía:
‑Ven para acá, hombre.
Conocedor de las ordenanzas, Iván Yákovlevich se quitó el gorro desde lejos y obedeció a toda prisa con estas palabras:
‑¡Salud tenga usía!
‑Deja, hombre, déjate de usías y explícame lo que estabas haciendo ahí en el puente.
‑Por Dios le juro, señor, que iba a afeitar a un parroquiano y sólo me detuve a mirar si llevaba mucha agua el río.
‑¡Mentira! Estás mintiendo. Pero, no te ha de valer. Haz el favor de contestar.
‑Estoy dispuesto a afeitar a vuestra merced dos veces por semana, o incluso tres, sin rechistar ‑contestó Iván Yákovlevich.
‑¡Quiá! Déjate de bobadas, amigo. A mí me afeitan ya tres barberos, y lo tienen a mucha honra. Conque, haz el favor de contarme lo que estabas haciendo allí.
Iván Yákovlevich se puso lívido... Pero el suceso queda a partir de aquí totalmente envuelto en brumas y no se sabe nada en absoluto de lo ocurrido después.
II
El asesor colegiado Kovaliov se despertó bastante temprano y resopló ‑«brrr...»‑, cosa que hacía siempre al despertarse, aunque ni él mismo habría podido explicar por qué razón. Kovaliov se desperezó y pidió un espejo pequeño que había encima de la mesa. Quería verse un granito que le había salido la noche anterior en la nariz. Y entonces, para gran asombro suyo, en el lugar de su nariz descubrió una superficie totalmente lisa. Mandó que le trajeran agua y se frotó los ojos con una toalla húmeda: ¡nada, que no estaba la nariz! Comenzó a palparse, preguntándose si estaría dormido. Pero, no; no era una figuración. El asesor colegiado Kovaliov se tiró precipitadamente de la cama, sacudiendo la cabeza con preocupación: ¡no tenía nariz! Pidió su ropa al instante y partió como una flecha a ver al jefe de policía.
A todo esto, bueno sería decir unas palabras acerca de Kovaliov para poner al lector en antecedentes del rango de nuestro asesor colegiado. Los asesores colegiados que han obtenido su título mediante estudios respaldados por certificaciones científicas no pueden ser comparados en modo alguno con aquellos que se han firmado en el Cáucaso. Son dos categorías enteramente distintas. Los asesores colegiados... Pero, Rusia es un país tan peregrino que basta decir algo acerca de un asesor colegiado para que, desde Riga hasta Kamchatka, se den por aludidos todos cuantos poseen igual título... Y lo mismo sucede con todos los demás títulos o grados. Kovaliov era asesor colegiado del Cáucaso. Sólo hacía dos años que ostentaba el título, hecho que no se permitía olvidar ni por un instante. De manera que, para darse más prestancia y fuste, nunca se presentaba como asesor colegiado sino como mayor. «Oye, guapa, pásate por mi casa ‑solía decir al cruzarse en la calle con alguna vendedora de pecheras almidonadas‑. Está en la calle Sadóvaya. Con que preguntes dónde vive el mayor Kovaliov, cualquiera te lo dirá.» Y si se encontraba con una de buen palmito, precisaba confidencialmente: «Pregunta por el piso del mayor Kovaliov, ¿eh, preciosa?» Por eso mismo, también nosotros llamaremos mayor a este asesor colegiado.
El mayor Kovaliov tenía el hábito de pasear todos los días por la Avenida Nevski. Llevaba siempre el cuello de la pechera muy limpio y almidonado. Sus patillas eran como las que todavía usan los agrimensores provinciales y comarcales, los arquitectos y los médicos de regimiento, igual que los funcionarios de policía y, en general, todos esos caballeros de mejillas rubicundas y sonrosadas que suelen jugar muy bien al boston: son unas patillas que bajan hasta media cara y llegan en línea recta a la misma nariz. El mayor Kovaliov lucía multitud de dijes, unos de cornalina, otros con escudos labrados y también de los que llevan grabadas las palabras miércoles, jueves, lunes, etc. El mayor Kovaliov había viajado a San Petersburgo para ciertos menesteres consistentes en buscar un acomodo a tenor con su rango: un nombramiento de vicegobernador, si lo conseguía, o, en todo caso, el de ejecutor en algún Departamento de fuste. El mayor Kovaliov tampoco estaba en contra de casarse, pero sólo en el caso de que acompañara a la novia un capital de doscientos mil rublos. Por todo lo cual podrá comprender ahora el lector el estado de ánimo de este mayor al descubrir un estúpido espacio plano y liso en lugar de su nariz, que no era nada fea ni desproporcionada.
Para colmo de males, no aparecía ni un solo coche de punto por la calle, y el mayor tuvo que caminar a pie, embozado en su capa y cubriéndose la cara con un pañuelo como si fuera sangrando. «Pero, bueno, ¿no será esto una figuración mía? Es imposible que una nariz se extravíe así, estúpidamente», pensó, y entró en una pastelería, con el solo fin de mirarse al espejo. Por fortuna, no había parroquianos en el establecimiento. Unos chicuelos barrían el local y ordenaban los asientos mientras otros, con ojos de sueño, sacaban bandejas de pastelillos recién hechos; sobre las mesas y las sillas andaban tirados periódicos de la víspera manchados de café. «¡Menos mal que no hay nadie! ‑se dijo Kovaliov‑. Ahora podré mirarme.» Se acercó tímidamente al espejo y miró. «Pero, ¿qué demonios de porquería es ésta? ‑profirió soltando un salivazo‑. ¡Si por lo menos hubiera algo en lugar de la nariz!... ¡Pero, es que no hay nada!»
Salió de la pastelería mordiéndose los labios de rabia y, en contra de sus hábitos, decidió no mirar ni sonreír a nadie. De pronto, se detuvo atónito a la entrada de una casa. Ante sus ojos se produjo un fenómeno inexplicable: un carruaje paró al pie de la puerta principal y, cuando se abrió la portezuela, saltó a tierra, ligeramente encorvado, un caballero de uniforme que subió con presteza la escalinata. Cuál no sería el sobresalto, y al mismo tiempo la estupefacción de Kovaliov al reconocer a su propia nariz. A la vista de semejante portento, le pareció que todo daba vueltas a su alrededor. Notó que apenas podía tenerse en pie y, sin embargo, decidió, aunque tiritando como si tuviera fiebre, aguardar a toda costa a que volviera a subir al coche. Efectivamente, a los dos minutos salió la nariz. Vestía uniforme bordado en oro, de cuello alto, y pantalón de gamuza y llevaba la espada al costado. El penacho del tricornio indicaba que poseía el rango de consejero de Estado. Según todas las apariencias, estaba haciendo visitas. Miró a un lado y a otro, llamó de un grito al cochero, subió al carruaje y partió.
El pobre Kovaliov estuvo a punto de volverse loco.
No sabía ni qué pensar de tan extraño suceso. En efecto, ¿cómo podía vestir uniforme una nariz que, la víspera sin ir más lejos, se encontraba en mitad de su cara y no era capaz de desplazarse, ni en carruaje ni a pie, por sí sola? Corrió en pos del vehículo que, felizmente, pronto se detuvo ante la iglesia de Nuestra Señora de Kazán.
Kovaliov corrió hacia el templo, abriéndose paso entre las filas de viejas mendigas ‑entrapajadas hasta el extremo de que sólo quedaban dos orificios para los ojos‑ de las que tanto se burlaba antes, y penetró en la iglesia. Había pocos fieles y casi todos se habían quedado cerca de la puerta. Kovaliov se hallaba en tal estado de consternación que ni siquiera tenía ánimos para rezar, y buscaba con los ojos a aquel caballero por todos los rincones. Al fin lo descubrió, un poco apartado. La nariz tenía el rostro totalmente oculto por el gran cuello alto y oraba con extraordinaria devoción.
«¿Cómo le abordaría? ‑se preguntó Kovaliov‑. A la vista está, por el uniforme, por el tricornio, que se trata de un consejero de Estado. El demonio sabrá...»
Carraspeó varias veces cerca de la nariz, que no abandonaba ni por un instante su devota actitud ni cesaba en sus genuflexiones.
‑Caballero... ‑dijo Kovaliov, haciendo un esfuerzo para darse ánimos‑. Caballero...
‑¿Qué se le ofrece? ‑preguntó la nariz volviendo la cara.
‑Estoy extrañado, caballero... Me parece... Debería usted saber cuál es su sitio. De repente le encuentro a usted... ¿Y dónde le encuentro? En una iglesia. Habrá de convenir que...
‑Perdone usted, pero no logro entender lo que tiene usted a bien decirme. Explíquese.
«¿Cómo voy a explicarme?» ‑pensó Kovaliov‑, y luego, sacando fuerzas de flaqueza, comenzó:
‑Claro que yo... Por cierto, he de decirle que soy mayor y eso de andar por ahí sin nariz, como usted comprenderá, es indecoroso. Sin nariz podría pasar cualquiera de esas vendedoras de naranjas peladas del puente de Voskresenski; pero yo, que aspiro a obtener..., habiendo sido presentado en muchas casas donde hay damas como la señora Chejtariova, esposa de un consejero de Estado, y otras muchas... Hágase usted cargo... Yo no sé, caballero... ‑al llegar aquí, el mayor Kovaliov se encogió de hombros‑. Usted perdone, pero considerando todo esto desde el punto de vista de las normas del deber y del honor..., usted mismo comprenderá...
‑Pues no. No comprendo absolutamente nada ‑contestó la nariz‑. Hable de modo más explícito.
‑Caballero... ‑replicó Kovaliov con aire muy digno‑, no acierto a interpretar sus palabras... Me parece que el asunto está bien claro. ¡O pretende usted... ¡Pero si usted es mi propia nariz!
La nariz consideró al mayor y frunció un poco el ceño.
‑Está usted en un error, caballero. Yo soy yo, además, que entre nosotros no puede haber la menor relación directa, pues a juzgar por los botones de su uniforme, usted pertenece a otro departamento que yo.
Dicho esto, la nariz volvió la cabeza y prosiguió sus oraciones.
Totalmente confuso, Kovaliov se quedó sin saber qué hacer y ni siquiera qué pensar. En esto se escuchó el encantador rumor de unas vestiduras femeninas. Llegaba una señora de cierta edad, toda encajes, y con ella otra, muy esbelta, con un vestido blanco que dibujaba a la perfección su fina silueta y un sombrero de paja ligero como un pastel.
Un lacayo alto, con frondosas patillas y una buena docena de esclavinas en la librea, se situó detrás de ellas y abrió una tabaquera.
Kovaliov se acercó un poco, estiró el cuello de batista de su pechera, retocó los dijes colgantes de la cadena de oro y, sonriendo a un lado y a otro, fijó su atención en la etérea dama que se inclinaba levemente, parecida a una florecilla de primavera, y elevaba hacia la frente su breve mano blanca de dedos traslúcidos. La sonrisa de Kovaliov se acentuó cuando divisó, bajo el sombrero, su mentón redondo, deslumbrante de blancura, y parte de la mejilla teñida por el color de la primera rosa primaveral. Pero de pronto pegó un respingo cumo si se hubiera quemado con algo. Recordó que no tenía absolutamente nada en lugar de nariz y se le saltaron las lágrimas. Dio media vuelta con objeto de tildar sin rodeos de farsante y miserable al señor del uniforme, para decirle que no era ni por asomo consejero de Estado, sino única y exclusivamente su propia nariz... Pero ya no estaba allí la nariz. Se conoce que, entre tanto, había salido disparada para continuar sus visitas.
Esta circunstancia sumió a Kovaliov en la desesperación. Salió de la iglesia y se detuvo un instante bajo el pórtico, escudriñando hacia todas partes por si divisaba en algún sitio a su nariz. Recordaba muy bien que llevaba tricornio con penacho y uniforme bordado en oro, pero no se había fijado en el capote, ni en el color del carruaje, ni en los caballos y ni siquiera en si llevaba lacayo detrás y cómo era su librea. Con la particularidad de que habría sido difícil identificar aquel carruaje entre tantos, como circulaban en uno y otro sentido a toda velocidad. Además, aunque lo hubiese identificado, no tenía a su alcance ningún medio para hacerlo detenerse. Hacía un día espléndido y soleado. La Avenida Nevski era un hormiguero de gente. Desde el puente de Politséiski hasta el de Anichkin cubría las aceras una polícroma cascada femenina. Kovaliov divisó también a un consejero de la Corte conocido suyo a quien siempre daba el tratamiento de teniente coronel, especialmente si se hallaban ante extraños. Luego vio a Yariguin, jefe de negociado en el Senado, gran amigo suyo, que siempre era pillado en renuncio al boston cuando jugaba el ocho. Y otro mayor, con asesoría del Cáucaso, que agitaba una mano llamándole...
‑¡Maldita sea! ‑masculló Kovaliov‑. ¡Eh, cochero! ¡A la prefectura de policía!
Kovaliov subió al vehículo y se pasó todo el trayecto gritándole al cochero: «¡arrea, hombre, arrea!»
‑¿Está en su despacho el señor prefecto?, ‑preguntó a voz en cuello al penetrar en el vestíbulo.
‑No, señor ‑contestó el conserje‑. Acaba de salir.
‑¡Ésta sí que es buena!
‑Y no hace mucho que salió, por cierto ‑añadió el conserje‑. Con haber llegado un momento antes, quizá le hubiera encontrado.
Sin apartar el pañuelo de su rostro, Kovaliov regresó al coche de alquiler y ordenó con acento desesperado:
‑¡Tira!
‑¿Hacia dónde? ‑inquirió el cochero.
‑Derecho.
‑¡Derecho! ¡Pero, si estamos en un cruce! A la derecha o a la izquierda?
Esta pregunta dejó cortado a Kovaliov y le obligó a reflexionar de nuevo. En su situación, lo lógico era acudir, antes que nada, a la Dirección de Seguridad, y no por su relación directa con la policía, sino porque sus disposiciones podían ser mucho más expeditas que las de otras instancias. En cuanto a buscar justicia recurriendo a las autoridades superiores del Departamento al que dijo pertenecer la nariz, no tenía sentido, pues de las propias respuestas de la nariz se podía colegir que no había nada sagrado para aquel sujeto y era muy capaz de mentir en esa circunstancia, lo mismo que había mentido al afirmar que nunca se habían visto. De modo que Kovaliov iba a ordenar ya al cochero que le condujera a la Dirección de Seguridad, cuando de nuevo le asaltó la idea de que aquel redomado bribón, que con tanta desfachatez se había comportado durante la primera entrevista, podía muy bien aprovechar el tiempo para escabullirse de la ciudad y todas las pesquisas serían entonces inútiles o podían durar un mes entero si Dios no ponía remedio. Finalmente, como si el cielo le iluminara, decidió personarse en la oficina de publicidad para que apareciera en los periódicos, sin pérdida de tiempo, un anuncio con la descripción detallada de todas las señas, de manera que cuantos se encontraran con él pudieran conducirle, acto seguido, a su presencia o, por lo menos, darle a conocer su paradero. Nada más tomar esta decisión, ordenó al cochero que le llevara a la oficina de publicidad, y fue todo el trayecto aporreándole la espalda con el puño, repitiendo: «¡Date prisa, miserable! ¡Date prisa, bribón!» A lo que el cochero sólo contestaba: «¡Ay, señorito!...», sacudiendo la cabeza y arreando con las riendas a su caballo, tan peludo como un perro de lanas. El carruaje se detuvo al fin, y Kovaliov irrumpió todo jadeante en una oficina de reducidas dimensiones. Detrás de una mesa, un empleado canoso y con gafas, que vestía un viejo frac, recontaba la calderilla que había cobrado, manteniendo la pluma entre los dientes.
‑¿Quién recibe aquí los anuncios? ‑preguntó Kovaliov en un grito‑. ¡Ah! Buenos días.
‑Muy buenos los tenga usted ‑eoncestó el empleado canoso alzando un momento los ojos y volviendo a posarlos en el dinero que contaba.
‑Desearía insertar...
‑Perdone. Le ruego aguarde un instante ‑profirió el empleado anotando un número en un papel al tiempo que pasaba dos bolas de ábaco con la mano izquierda.
Un lacayo de casa grande, a juzgar por su empaque y por su librea galonada esperaba junto a la mesa con una nota en la mano y consideró oportuno patentizar su urbanidad:
‑Le aseguro, caballero, que el perrillo no vale ochenta kopecs. Es más: yo no daría ni cuatro por él. Pero la Condesa le tiene cariño; sí, le tiene cariño, y ya ve usted: ¡cien rublos a quien lo encuentre! Si hemos de hablar con propiedad, así, como estamos aquí usted y yo, hay personas que tienen gustos disparatados. Puestos a tener un perro, que sea uno de muestra, o un maltés. Y entonces, no hay que reparar en quinientos rublos; ni siquiera en mil, con tal de que sea lo que se dice todo un perro.
El respetable empleado escuchaba todo aquello con aire entendido, aunque sin dejar por eso de calcular las letras del anuncio que le habían entregado. Alrededor se apretujaban viejucas, dependientes de comercio y porteros; todos con alguna nota en la mano. Una era ofreciendo los servicios de un cochero de conducta sobria; otra un carruaje en buen uso, traído de París el año 1814, y otra más una moza de diecinueve años, sabiendo lavar y planchar, así como otras faenas... Se vendía una calesa resistente, aunque le faltaba una ballesta, un joven y brioso caballo rodado de diecisiete años, simientes de nabo y rábano recién recibidas de Londres, una casa de campo con todas sus dependencias, dos cuadras para caballos y un terreno donde se podía plantar un magnífico soto de abedules o abetos... También había un aviso para quienes desearan adquirir suelas usadas, invitándoles a la reventa que se efectuaba diariamente de ocho a tres. El cuarto donde se hacinaba toda aquella gente era pequeño y la atmósfera estaba sumamente cargada; pero el asesor colegiado no podía percibir el olor porque se cubría la cara con el pañuelo y porque su nariz se encontraba Dios sabía dónde.
‑Permítame preguntarle, señor mío... Es muy urgente, ‑pronunció al fin con impaciencia.
‑Ahora mismo, ahora mismo... Son dos rublos con cuarenta y tres kopecs. Enseguida le atiendo. Un rublo con sesenta y cuatro kopecs ‑decía el empleado canoso arrojándoles a viejucas y porteros sus resprctivos recibos a la cara‑. ¿Deseaba usted? ‑preguntó al fin dirigiéndose a Kovaliov.
‑Pues, quisiera... ‑contestó Kovaliov‑. He sido víctima de una extorsión o de una superchería..., no podría decirlo a ciencia cierta hasta este momento... Sólo quisiera anunciar que quien me traiga a ese canalla será cumplidamente recompensado.
‑¿Su apellido, por favor?
‑¿Mi apellido? ¡No! ¿Para qué? No puedo decirlo. ¡Con tantas amistades como tengo! La señora Chejtariova, esposa de un consejero de Estado... Palagueia Grigórievna Podtóchina, casada con un oficial superior... ¿Y si se enteraran de pronto? ¡Dios me libre! Puede usted poner, sencillamente, un asesor colegiado o, mejor todavía, un caballero con el grado de mayor.
‑Y el que se le ha escapado, ¿era siervo suyo?
‑¿Quién habla de un siervo? Eso no sería una granujada muy grande. Lo que se me ha escapado es... la nariz...
‑¡Hum! ¡Qué apellido tan raro! ¿Y le ha estafado mucho ese señor?
‑No me ha entendido usted. Cuando digo nariz, no me refiero a un apellido, sino a mi propia nariz, que ha desaparecido sin dejar rastro. ¡Alguna jugarreta del demonio!
‑Pero, ¿de qué modo ha desaparecido? No acabo de hacerme cargo.
‑Tampoco podría decir yo de qué modo ha desaparecido; pero lo esencial es que ahora anda de un lado para otro por la ciudad y se hace pasar por consejero de Estado. Por eso le ruego poner el anuncio: para que quien le eche mano me la traiga inmediatamente, sin dilación alguna. Hágase usted cargo: ¿cómo me las voy a arreglar sin un apéndice tan visible? Porque no se trata de un simple meñique del pie, por ejemplo, que va metido dentro de la bota y nadie advierte su falta. Yo suelo ir los jueves a casa de la señora Chejtariova, esposa de un consejero de Estado. También me distinguen con su amistad Palagueia Grigórievna Podtóchina, casada con un oficial de Estado Mayor, y su hija, que es un encanto. Conque, dígame usted qué hago yo ahora. No puedo presentarme a ellas de ninguna manera.
El empleado se puso a cavilar, lo que podía colegirse por el modo de apretar los labios.
‑Pues, no. No puedo insertar ese anuncio ‑dictaminó al fin, después de un largo silencio.
‑¿Cómo? ¿Por qué no?
‑Porque podría desprestigiar a un periódico. Si ahora se pone a escribir la gente que se le ha escapado la nariz, pues... Demasiado se murmura ya de que publicamos muchos disparates y bulos.
‑¿Y por qué es esto un disparate? Me parece que no tiene nada de particular.
‑Eso se lo parece a usted. Bueno, pues mire: la semana pasada ocurrió algo por el estilo. Se presentó un funcionario, de la misma manera que se ha presentado usted ahora, con una nota que le salió por dos rublos y setenta y tres kopecs, anunciando en todo y por todo que se había escapado un perro de aguas de pelo negro. Al parecer, nada de particular, ¿verdad? Pues resultó un embrollo: se trata del cajero de no recuerdo qué establecimiento.
‑Pero el anuncio que yo le traigo no se refiere a ningún perro, sino a mi propia nariz, cosa que equivale casi a mi propia persona.
‑No. Yo no puedo insertar en modo alguno un anuncio así.
‑Pero, ¡si es verdad que se ha extraviado mi nariz!
‑Entonces, eso es cosa de los médicos. Los hay, según cuentan, que son capaces de ponerle a la gente la nariz que quiera. Pero, estoy viendo que es usted un hombre de buen humor y amigo de gastar bromas.
‑¡Por Dios santo, le juro que es verdad! En fin, si hasta aquí hemos llegado, ahora verá usted mismo...
‑¿Para qué se va a molestar? ‑protestó el empleado tomando un poco de rapé‑. Aunque, si no le hace extorsión ‑añadió, picado ya por la curiosidad‑, me gustaría verlo.
El asesor colegiado retiró el pañuelo de su rostro.
‑Es rarísimo, efectivamente ‑opinó el empleado‑. Tiene el sitio de la nariz tan liso como la palma de la mano. Sí, sí, increíblemente liso...
‑¿Seguirá discutiendo ahora? Ya lo está viendo: no hay más remedio que publicarlo. Le quedaré especialmente agradecido, y celebro que este suceso me haya proporcionado el placer de conocerle...
Como puede verse, el mayor llegó incluso a rebajarse un poco en esta ocasión.
‑Claro que publicarlo no cuesta ningún trabajo ‑dijo el empleado‑, aunque no veo que saque provecho alguno de ello. Si tanto interés tiene, cuéntele el caso a alguien que tenga la pluma fácil para que lo describa como un fenómeno de la naturaleza y lo publique en La abeja del Norte ‑aquí sorbió otro poco de tabaco‑ para instrucción de la juventud ‑aquí se limpió la nariz‑ o simplemente como un hecho curioso.
El asesor colegiado estaba totalmente apabullado. Bajó los ojos, que tropezaron con la cartelera de espectáculos al pie de un periódico. Iba a sonreír al leer el nombre de una encantadora actriz y echaba ya mano al bolsillo para comprobar si llevaba algún billete de cinco rublos, pues los oficiales superiores, en opinión de Kovaliov, debían sentarse en el patio de butacas, cuando el recuerdo de la nariz echó por tierra toda su alegría.
Al propio empleado pareció afectarle la situación peliaguda de Kovaliov. Y creyó oportuno mitigar un poco su pesar con algunas palabras de simpatía.
‑En verdad lamento mucho el percance que le ha sucedido. ¿No quiere usted tomar un poco de rapé? Disipa los dolores de cabeza y los disgustos. Incluso va bien para las hemorroides.
Con estas palabras, el empleado presentó a Kovaliov su tabaquera escamoteando con bastante agilidad la tapa que representaba a una señora con sombrero.
Esta acción impremeditada sacó de sus casillas a Kovaliov.
‑No comprendo cómo se le ocurren esas bromas ‑dijo irritado‑. ¿No está viendo que me falta, precisamente, lo necesario para aspirar el rapé? ¡Al diablo con su tabaco! Ahora no puedo ni verlo, aunque me lo ofreciera de la mejor marca y no esa porquería que fabrica Berezin.
Dicho lo cual, salió profundamente contrariado de la oficina de publicidad para dirigirse a casa del comisario de policía; hombre muy aficionado al azúcar. En el recibimiento, que hacía las veces de comedor, había gran cantidad de pilones de azúcar, amistosa ofrenda de los comerciantes. La sirvienta estaba quitándole al comisario las botas altas de reglamento; la espada y demás atributos guerreros pendían ya pacíficamente en sus rincones; el imponente tricornio había pasado a manos del hijo del comisario, un niño de tres años, y el propio comisario se disponía, después del batallar cotidiano, a gozar de una calma deliciosa.
Kovaliov se presentó cuando el comisario decía, entre un desperezo y un resoplido: «¡Vaya dos horitas de siesta que me voy a echar!» De lo cual podía colegirse que la llegada del mayor era totalmente intempestiva. Y no creo que le hubiera recibido con excesiva afabilidad aun trayéndole en ese momento unas libras de té o una pieza de paño. El comisario era gran amante de todas las artes y los productos manufacturados, aunque por encima de todo prefería los billetes de banco. «Esto sí que es bueno ‑solía decir‑. No hay nada mejor. No piden de comer, ocupan tan poco sitio que siempre caben en el bolsillo y si se caen, no se rompen.»
El comisario dispensó a Kovaliov una acogida bastante fría y dijo que después de comer no era el momento de realizar investigaciones, que era mandato de la propia naturaleza descansar un poco después de alimentarse suficientemente (de lo cual pudo deducir el asesor colegiado que el comisario no ignoraba las sentencias de los sabios de la Antigüedad), que a ninguna persona de orden le arrancan la nariz y que anda por el mundo buen número de mayores de toda calaña que ni siquiera tienen ropa interior decente y frecuentan lugares poco recomendables.
Lo que se llama un buen revolcón. Preciso es señalar que Kovaliov era un hombre sumamente susceptible. Podía perdonar cuanto dijeran de su persona, pero de ningún modo lo que se refiriese a su categoría o a su título. Incluso opinaba que en las obras de teatro se podía pasar por alto todo lo relativo a los oficiales subalternos, pero que de ahí para arriba era inadmisible cualquier ataque. El recibimiento dispensado por el comisario le ofuscó tanto que sacudió la cabeza y dijo muy digno, abriendo un poco los brazos: «Confieso que, después de observaciones tan afrentosas por su parte, yo no puedo añadir nada...», y se retiró.
Llegó a su casa tan cansado que casi no podía tenerse. Había caído la tarde. Después de tantas gestiones infructuosas, su domicilio le pareció tristón y de lo más repugnante. Cuando entró en el recibimiento descubrió a Iván, su criado, tumbado de espaldas en un mugriento sofá de cuero y dedicado a escupir al techo con tanta puntería que muchas veces acertaba en el mismo sitio. Indignado ante tal indiferencia, Kovaliov le pegó un sombrerazo en la frente rezongando: «Tú siempre haciendo estupideces, ¡cerdo!».
Iván se levantó de un brinco y corrió a quitarle la capa.
Al entrar en su cuarto, el mayor se dejó caer cansado y abatido en un sillón y al fin dijo, después de unos cuantos suspiros:
‑¡Dios mío! ¡Dios mío!, ¿qué habré hecho yo para merecer este castigo? Si me hubiera quedado sin un brazo, o sin una pierna, habría sido preferible; incluso sin orejas, aunque estaría mal, aún podría pasar. Pero, ¿qué diablos es un hombre sin nariz? No es un pajarraco ni es un ciudadano honrado. Nada; una cosa que se puede tirar sencillamente por la ventana. Y bueno que el percance hubiera ocurrido en la guerra o en un duelo o por culpa mía. Pero, ¡es que mi nariz ha desaparecido sin más ni más, tontamente!... Aunque, no; no puede ser ‑añadió después de pensarlo un poco‑. Es inconcebible que desaparezca una nariz: de todo punto inconcebible. O estoy soñando, o es una figuración; seguro. O quizá me haya bebido por equivocación, en vez de agua, el vodka de friccionarme la cara después del afeitado. El estúpido de Iván no lo volvería a su sitio, y yo me lo bebí.
Para convencerse de que, efectivamente, no estaba borracho, el mayor se pegó tal pellizco que no pudo reprimir un grito. Aquel dolor le persuadió de que era realidad todo lo que hacía y lo que le pasaba. Se acercó sigilosamente al espejo, y primero cerró los ojos con la esperanza de que quizá apareciera la nariz en su sitio cuando los abriera, pero al instante pegó un respingo y retrocedió exclamando:
‑¡Qué asco de cara!
En efecto, aquello era incomprensible. Si se hubiera perdido un botón, una cuchara de plata, un reloj o cosa por el estilo... Pero, ¡perderse aquello! Y dentro de casa, además... Sopesando todas las circunstancias, el mayor consideró como más probable la hipótesis de que el culpable sólo podía ser la señora Podtóchina, esposa de un oficial de Estado Mayor, que pretendía casar a su hija con Kovaliov. Y él, aunque le agradaba cortejarla, eludió un compromiso definitivo. De manera, que cuando la señora Podtóchina le declaró sin ambages que deseaba dársela en matrimonio, él recogió velas poco a poco en sus asiduidades, alegando que todavía era joven y que aún necesitaba hacer méritos en su carrera unos cinco años para cumplir los cuarenta y dos. Y entonces, seguramente por venganza, la señora Podtóchina urdió
aquello de desfigurarle, pagando a cualquier bruja agorera, pues no podía admitirse en modo alguno que la nariz hubiera sido cercenada: nadie había entrado en su habitación. Iván Yákovlevich, el barbero, le afeitó el miércoles, y Kovaliov conservó su nariz íntegra durante todo el miércoles e incluso el jueves a lo largo de todo el día. Eso, lo recordaba y lo sabía muy bien. Además, hubiera notado dolor y, desde luego, la herida no habría podido cicatrizarse tan pronto y quedar lisa como la palma de la mano. Se puso a cavilar en si debía denunciar en toda regla a la señora Podtóchina ante los tribunales o personarse él en su casa y echarle en cara su acción. Vino a interrumpir sus reflexiones un destello de luz que penetró por todas las rendijas de la puerta y era indicio de que Iván había encendido ya una vela en el recibimiento. Enseguida apareció el propio Iván con ella, iluminando la estancia. El primer movimiento de Kovaliov fue echar mano de un pañuelo y cubrirse el lugar que su nariz ocupaba todavía la víspera para que aquel estúpido no se quedara con la boca abierta ante un hecho tan insólito en su señor.
Apenas se había retirado Iván a su cuchitril cuando una voz desconocida se dejó oír en el recibimiento:
‑¿Vive aquí el asesor colegiado Kovaliov?
‑Adelante. Aquí está el mayor Kovaliov ‑contestó él mismo, levantándose precipitadamente para abrir la puerta.
Entró un guardia de buena prestancia, con patillas no muy claras ni tampoco oscuras y mejillas bastante llenas: el mismo que al comienzo de nuestro relato vimos en un extremo del puente Isákievski.
‑¿Es usted el caballero que ha perdido la nariz?
‑En efecto.
‑Pues ha aparecido.
‑¿Qué me dice usted? ‑lanzó un grito el mayor Kovaliov, y se quedó sin habla de la alegría, mirando fijamente al guardia plantado delante de él, en cuyos mofletes y labios abultados se reflejaba la trémula luz de la vela‑. ¿Cómo ha sucedido?
‑Por pura casualidad. Le echamos mano cuando casi estaba en camino: iba a tomar ya la diligencia para marcharse a Riga. Y el pasaporte había sido extendido hace ya tiempo a nombre de cierto funcionario. Lo extraño es que, al principio, yo mismo le tomé por un caballero. Afortunadamente llevaba las gafas, y enseguida me di cuenta de que se trataba de una nariz. Porque le diré que yo soy miope y, si se coloca usted delante de mí, yo sólo veo su cara, pero sin distinguir la nariz, la barba ni nada. Mi suegra, es decir, la madre de mi esposa, tampoco ve nada.
Kovaliov estaba como loco.
‑¿Dónde está? ¿Dónde? Voy corriendo...
‑No tiene usía por qué molestarse. Suponiendo que le haría a usted falta, la traigo yo. Y, ya ve usted qué raro: el autor principal del hecho es un pícaro barbero de la calle Voznesénskaia que ahora está detenido en el cuartelillo. Hace ya tiempo que yo andaba tras él por borracho y ratero. Anteayer, sin ir más lejos, robó una docena de botones en una tienda. En cuanto a la nariz de usía, está exactamente igual que estaba.
Con estas palabras, el guardia metió la mano en un bolsillo, de donde extrajo la nariz envuelta en un papel.
‑¡Ésa es! ¡Sí, sí! ‑gritó Kovaliov‑. Hoy tiene usted que quedarse a tomar una taza de té conmigo.
‑Aceptaría con sumo gusto, pero no puedo de ninguna manera: desde aquí tengo que acercarme al manicomio. Han subido mucho los precios de todas las subsistencias... Yo debo mantener a mi suegra, la madre de mi esposa, que vive con nosotros, y a mis hijos. El mayor, sobre todo, es un chico listo, que promete mucho, pero carezco totalmente de posibilidades para darle estudios...
Kovaliov se dio por enterado y, tomando de encima de la mesa un billete de diez rublos, lo puso en manos del guardia que abandonó la estancia después de pegar un taconazo y cuya voz oyó Kovaliov casi al instante en la calle aleccionando, con acompañamiento de puñetazos, a un estúpido mujik que se había metido en la
acera con su carreta.
Después de marcharse el guardia, permaneció el asesor colegiado unos minutos como aturdido y sólo al cabo de ese tiempo, tal era el desconcierto que le produjo la inesperada alegría, recobró la capacidad de ver y sentir. Tomó con precaución la nariz en el cuenco formado por las dos manos y volvió a observarla atentamente.
‑Es ella, claro que sí ‑decía el mayor Kovaliov‑. Aquí está, en el lado izquierdo, el granito que le salió ayer.
El mayor estuvo a punto de soltar la risa de alegría.
Pero no hay nada eterno en el mundo. Por eso, la alegría del primer instante no es ya tan viva a los dos minutos, al tercero se debilita más aún y al fin se diluye inadvertidamente con el estado de ánimo habitual, lo mismo que el círculo formado en el agua por la caída de una piedra acaba diluyéndose en la superficie lisa. Kovaliov se puso a cavilar y sacó en claro que todavía no estaba todo terminado: la nariz había aparecido, sí; pero faltaba ponerla y ajustarla en su sitio.
‑¿Y si no se pega?
El mayor se quedó lívido al hacerse esta pregunta.
Presa de un miedo indescriptible corrió a la mesa y acercó el espejo, no fuera a colocarse la nariz torcida. Le temblaban las manos. Con cuidado y mucho tiento aplicó la nariz en el lugar de antes. ¡Qué espanto! La nariz no se pegaba... La acercó a su boca, le echó el aliento para calentarla y de nuevo la aplicó a la superficie lisa que se extendía entre sus mejillas; la nariz no se sujetaba de ninguna manera.
‑¡Vamos! Pero, ¡vamos! ¡Quédate ahí! ‑le decía.
Pero la nariz parecía de madera y caía sobre la mesa con un ruido extraño, como si fuera un corcho. Una mueca contrajo el rostro del mayor. «¿Será posible que no se pegue?», se preguntaba asustado. Pero, por muchas veces que colocó la nariz en el lugar adecuado, todos sus esfuerzos continuaron siendo estériles.
Llamó a Iván y le mandó en busca del médico que vivía en el entresuelo de la misma casa, ocupando el mejor piso. Aquel médico era hombre de gran prestancia, que poseía unas magníficas patillas negras, y una esposa lozana, rebosante de salud, se desayunaba con manzanas y cuidaba esmeradamente el aseo de su boca, enjuagándose cada mañana durante casi tres cuartos de hora y puliéndose los dientes con cinco cepillos distintos. El doccor acudió al instante. Después de inquirir el tiempo transcurrido desde el percance, levantó la cara de Kovaliov agarrándole por la barbilla y le pegó tal papirotazo en el lugar antes ocupado por la nariz que el mayor echó violentamente la cabeza hacia atrás hasta pegar con la nuca en la pared. El médico dijo que aquello no era nada, le invitó a apartarse un poco de la pared, le hizo volver la cabeza hacia la derecha y, después de palpar el sitio donde antes se encontraba la nariz, dijo «ummm». Luego le mandó volver la cabeza hacia el lado izquierdo, profirió otra vez «ummm» y, finalmente, le pegó con el pulgar otro papirotazo que hizo respingar al mayor Kovaliov lo mismo que un caballo cuando le miran los dientes. Después de esta prueba, el médico sacudió la cabeza diciendo:
‑No. No puede ser. Preferible es dejarlo así, porque podría quedar peor. Arreglo tiene, desde luego, y yo mismo se la pondría quizá ahora mismo. Pero le aseguro que sería peor para usted.
‑¡Ésta sí que es buena! ¿Cómo voy a quedarme sin naríz? ‑protestó Kovaliov‑. Peor que ahora, imposible. ¿Qué demonios es esto? ¿Dónde me presento yo con esta facha? Yo tengo muy buenas relaciones. Hoy mismo debo asistir a dos veladas. Conozco a mucha gente: la señora Chejtariova, esposa de un consejero de Estado, la señora Podtóchina, casada con un oficial del Estado Mayor... Aunque, después de su actual comportamiento, mi único trato con ella puede ser a través de la policía. Por favor se lo ruego ‑prosiguió Kovaliov suplicante‑. ¿No hay ningún remedio? Póngamela como sea, aunque no quede bien, con tal de que se sostenga. Incluso podría sujetarla un poco con la mano en los casos de apuro. Además, como no bailo, tampoco es de temer ningún movimiento brusco que le perjudique. Y en lo referente a agradecerle su visita, tenga por seguro que, en la medida de mis posibilidades...
‑Crea usted ‑intervino el doctor en un tono que no era ni alto ni bajo, pero sí sumamente persuasivo y magnético‑ que yo nunca ejerzo por el dinero. Eso sería contrario a mis normas y a mi arte. Cierto que cobro mis visitas, pero con el único fin de no agraviar a nadie al negarme. Desde luego, yo podría ajustar su nariz. Sin embargo, y lo afirmo por mi honor, si mi palabra no le basta, quedaría mucho peor. Deje actuar a la naturaleza. Las frecuentes abluciones frías le mantendrán a usted, aun sin nariz, tan sano como si la tuviera, se lo aseguro. En cuanto a la nariz, le aconsejo que la meta en un frasco de alcohol o, mejor todavía, añadiendo una solución de dos cucharadas de vodka fuerte y vinagre caliente. Entonces podrá sacar por ella una cantidad respetable. Yo mismo se la compraría si no se excede en el precio.
‑¡No, no! No la vendería por nada del mundo ‑protestó el mayor desesperado‑. ¡Prefiero que desaparezca!
‑Perdone usted, pero yo quería hacerle un favor ‑replicó el médico saludando‑. ¡En fin! Por lo menos, habrá usted visto mi buena intención.
Con estas palabras, el médico abandonó muy dignamente la estancia. Kovaliov no se había fijado siquiera en su rostro, ya que, en su profundo abatimiento, sólo acertó a ver los puños de la camisa pulcra y blanca como la nieve asomando por las mangas del frac negro.
Al día siguiente, y antes de presentar querella, se decidió a escribir a la señora del oficial de Estado Mayor para ver si accedía a devolverle de buen grado lo que era suyo. La carta decía lo siguiente:
«Muy señora mía, Alexandra Grigórievna:
»No alcanzo a comprender tan extraño proceder por parte suya. Tenga la seguridad de que, obrando de este modo, no ganará usted nada ni me obligará en modo alguno a casarme con su hija. Crea usted que me hallo perfectamente enterado de la historia de mi nariz como también de que usted y nadie más que usted ha sido la principal causante de ella. El súbito desprendimiento, la fuga y el disfraz de mi apéndice nasal, apareciendo primero bajo el aspecto de un funcionario y luego con el suyo propio, no son ni más ni menos que consecuencia de las hechicerías practicadas por usted o por quienes se ejercitan en menesteres tan nobles como los suyos. Por mi parte, considero deber mío advrrtirle que si el susodicho apéndice no se reintegra hoy mismo a su sitio, me veré en la obligación de apelar a la defensa y la protección de las leyes.
»Por lo demás, con todos mis respetos, tengo el honor de quedar, de usted, seguro servidor
Platón Kovaliov.»
«Muy señor mío, Platón Kuzmich:
«Su carta me ha dejado sumamente sorprendida. Le confieso a usted con toda sinceridad que nunca esperé nada parecido y menos aún lo referente a los injustos reproches de usted. Pongo en su conocimiento que jamás he recibido en mi casa, ni con disfraz ni bajo su aspecto propio, al funcionario a quien usted alude. No niego que me ha visitado Filipp Ivánovich Potánchikov. Pero, aunque él aspiraba, es cierto, a la mano de mi hija y si bien tratándose de una persona de conducta buena y sobria, así como de muchos estudios, yo nunca le he dado la menor esperanza. También menciona usted la nariz. Si con ello quiere dar a entender que yo me proponía dejarle con tres cuartas de narices o sea, darle una negativa rotunda, me sorprende que sea usted quien lo diga, sabiendo como sabe que mi intención es muy otra y que si usted se compromete ahora mismo y en debida forma con mi hija, yo estoy dispuesta a acceder sin dilación, pues tal ha sido siempre el objeto de mis más fervientes deseos, en espera de lo cual quedo siempre al servicio de usted
Alexandra Podtóchina.»
«No, seguro que no ha sido ella ‑se dijo Kovaliov después de leer la misiva‑. ¡Imposible! En la forma que está escrita la carta, no puede ser obra de quien haya cometido un delito. ‑El asesor colegiado era hombre entendido en la materia; pues, hallándose todavía en la región del Cáucaso, había sido encargado varias veces de instruir sumario‑. ¿Cómo ha podido suceder esto? ¿De qué manera? Sólo el demonio lo entendería», concluyó desalentado.
Entretanto, corrían ya por toda la capital los rumores acerca de tan extraordinario suceso, adornado con toda clase de exageraciones, como suele ocurrir. Precisamente por entonces se hallaban las mentes orientadas hacia lo sobrenatural, pues hacía poco tiempo que a todos intrigaban los experimentos sobre los efectos del magnetismo. Además, como la historia de las sillas danzantes de la calle Koniúshennaia era todavía reciente, nada tiene de particular que al poco tiempo se empezara a comentar que la nariz del asesor colegiado solía pasearse a las tres en punto de la tarde por la Avenida Nevski. Y a diario acudía allí una multitud de curiosos. Alguien anunció que la nariz se encontraba en la tienda de Junker, y frente al establecimiento se formó tal aglomeración que hubo de intervenir la policía. Un especulador con aspecto respetable, que usaba patillas y solía vender pastas variadas a la puerta del teatro, fabricó especialmente unos magníficos y sólidos bancos de madera que alquilaba, a razón de ochenta kopecs por persona, a cuantos curiosos deseaban subirse en ellos para ver mejor. Un benemérito coronel salió de su casa con ese único fin antes que de costumbre y a duras penas logró abrirse paso entre el gentío; pero, cuál no sería su indignación al ver en el escaparate de la tienda, en lugar de la nariz, una simple camiseta de lana y una litografía representando a una jovencita que se subía una media mientras un petimetre con chaleco de solapas y barbita la espiaba desde detrás de un árbol. Dicha litografía llevaba ya más de diez años colgada en el mismo sitio. Al retirarse, el coronel dijo contrariado: «¿Cómo se puede soliviantar a la gente con bulos tan estúpidos e inverosímiles?»
Luego cundió la especie de que no era por la Avenida Nevski sino por el jardín de Taurida por donde se paseaba la nariz del mayor Kovaliov y eso, desde hacía ya mucho tiempo. Tanto, que cuando Jozrev‑Mirza se alojó allí, le sorprendió sobremanera aquel extraño capricho de la naturaleza.
Allá fueron algunos estudiantes de la Academia de Cirugía. Una ilustre y noble dama rogó al vigilante del jardín, por carta especial, que mostrara a sus hijos el raro fenómeno y, a ser posible, se lo explicara de modo instructivo y a la vez edificante para ellos.
Todos estos hechos fueron acogidos con gran regocijo por los caballeros asiduos de las veladas de sociedad y aficionados a distraer a las señoras, con curiosas historias, cuyo repertorio se encontraba por entonces agotado. Una minoría de respetables personas de orden estaba sumamente descontenta. Un señor decía, muy sulfurado, que no comprendía cómo era posible que se propalaran absurdos infundios en nuestro siglo ilustrado y que le sorprendía que el gobierno no prestara atención al hecho. Al parecer, ese señor era de los que quisieran complicar al gobierno en todo; incluso en las trifulcas cotidianas que tiene con su esposa. Luego... Pero, a partir de aquí, de nuevo queda el suceso totalmente envuelto en brumas y no se sabe nada en absoluto de lo acaecido después.
III
En el mundo ocurren verdaderos disparates. A veces, sin la menor verosimilitud; súbitamente, la misma nariz que andaba de un lado para otro con uniforme de consejero de Estado y que tanto alboroto había armado en la ciudad volvió a encontrarse como si tal cosa en su sitio, es decir, exactamente entre las dos mejillas del mayor Kovaliov. Esto sucedió ya en el mes de abril, el día 7. Al despertarse y lanzar una mirada fortuita al espejo, descubrió el mayor que allí estaba la nariz. Echó mano de ella, y allí estaba, sí! «¡Al fin!», exclamó Kovaliov y, de la alegría, estuvo a punto de ponerse a bailar, tal y como estaba, descalzo, por toda la habitación; pero la entrada de Iván se lo impidió. Enseguida pidió agua para lavarse y, mientras se aseaba, lanzó otra mirada al espejo. ¡Allí estaba la nariz! Cuando se secaba con la toalla, miró una vez más: ¡allí estaba la nariz!
‑Mira a ver, Iván: parece como si tuviera un granito en la nariz ‑dijo al tiempo que pensaba‑: «Menudo disgusto si Iván me dice ahora: Pues no, señor; no veo ningún grano ni tampoco veo la nariz.»
Pero Iván contestó:
‑No; no hay ningún grano. No tiene nada en la nariz.
«Esto ya está bien, ¡qué demonios!», se dijo el mayor chascando los dedos. En ese momento asomó por la puerta el barbero Iván Yákovlevich, pero con tanto temor como un gato al que acaban de atizar por robar tocino.
‑Lo primero que debes decirme es si traes las manos limpias ‑le interpeló ya desde lejos Kovaliov.
‑Sí. Claro que están limpias.
‑¡Mentira!
‑Le juro que están limpias, señor.
‑Bueno. Ya veremos.
Kovaliov se sentó. Iván Yákovlevich le puso el paño y, con la brocha, convirtió su barba y parte de las mejillas en algo parecido a la crema que se suele servir en los convites onomásticos de los comerciantes.
«¡Bueno!... ‑exclamó Iván Yákovlevich para sus adentros contemplando la nariz, y luego torció la cabeza hacia el lado opuesto para verla de perfil‑. ¡Mírenla ustedes!... ¡Ahí está! Aunque la verdad es que, si se para uno a pensar...», agregó, y estuvo mirando todavía un buen rato la nariz. Finalmente, con toda la delicadeza y todo el esmero que se puede uno imaginar, levantó dos dedos para sujetarla por la punta, pues tal era el sistema de Iván Yákovlevich.
‑¡Eh, eh, tú! ¡Cuidado! ‑gritó Kovaliov.
Más aturdido y confuso todavía, Iván Yákovlevich retiró la mano. Al fin comenzó a pasar la navaja por debajo del mentón y, aunque le resultaba muy incómodo y difícil rapar sin tener sujeto el órgano del olfato, logró vencer todos los obstáculos y terminar de afeitar ingeniándoselas para atirantar la piel con su áspero dedo pulgar apoyado unas veces en la mejilla y otras veces en la mandíbula inferior del mayor.
Cuando todo estuvo listo, Kovaliov se apresuró a vestirse inmediatamente, tomó un coche de punto y se fue derechito a una pastelería. Nada más entrar, gritó desde lejos: «¡Un chocolate, muchacho!» y al instante se dirigió hacia un espejo. ¡Tenía la nariz! Dio media vuelta lleno de alegría y contempló con aire sarcástico, entornando un poco los párpados, a dos militares: la nariz de uno de ellos tenía apenas el tamaño de un botón de chaleco. Luego se dirigió a las oficinas del Departamento donde estaba gestionando un puesto de vicegobernador o de ejecutor, en su defecto. Al cruzar la antesala, se miró a un espejo: ¡allá estaba la nariz! Más tarde fue a visitar a otro asesor colegiado ‑o mayor, si se quiere‑, gran amigo de chanzas, a cuyas mordaces observaciones solía contestar Kovaliov: «¡Demasiado te conozco a ti. Eres un criticón!» Durante el trayecto, iba pensando: «Si el mayor no revienta de risa al verme, seguro es que cada cosa está en su sitio.» Pero el asesor colegiado se quedó tan campante. «Perfecto, perfecto, ¡qué demonios!», se dijo Kovaliov. Después se encontró con la señora Podtóchina, esposa de un oficial de Estado Mayor, y su hija. Las saludó y fue acogido con exclamaciones de júbilo: por tanto, no se advertía en él ningún defecto. Conversó con ellas un buen rato y, sacando adrede la tabaquera, se complació largamente delante de ellas en atascar su nariz de rapé por ambos conductos, mascullando para sus adentros: «Así, para que os enteréis, cabezas de chorlitos. Y con la hija no me caso, desde luego. Así por las buenas, par amour, ¡ni pensarlo! A partir de entonces, el mayor Kovaliov volvió a pasearse como si tal cosa por la Avenida Nevski, a frecuentar los teatros y acudir a todas partes. Y también su nariz campaba en medio de su rostro como si tal cosa, sin aparentar siquiera que hubiera faltado nunca de allí. Después de todo esto pudo verse al Mayor Kovaliov siempre de buen humor, sonriente, rondando absolutamente a todas las mujeres bonitas e incluso detenido una vez delante de una tienda de Gostínni Dvor para comprar el pasador de una condecoración, si bien por motivos desconocidos, ya que él no era caballero de ninguna orden.
¡Ahí tienen ustedes lo sucedido en la capital norteña de nuestro vasto imperio! Y únicamente ahora, atando cabos, vemos que la historia tiene mucho de inverosímil. Sin hablar ya de que resulta verdaderamente extraña la separación sobrenatural de la nariz y su aparición en distintos lugares bajo el aspecto de consejero de Estado. ¿Cómo no se le ocurrió pensar a Kovaliov que no se podía anunciar el caso de su nariz en los periódicos a través de la Oficina de Publicidad? Y no lo digo en el sentido de que me parezca excesivo el precio del anuncio: es una futesa y yo estoy lejos de ser una persona roñosa. ¡Pero, es que resulta desplazado, violento, feo! Y otra cosa: ¿cómo fue a parar la nariz al interior de un panecillo y cómo es que Iván Yákovlevich...? Nada, nada, que no lo entiendo. ¡No lo entiendo de ninguna manera! Pero lo más chocante, lo más incomprensible de todo es que los autores sean capaces de elegir semejantes temas. Confieso que esto es totalmente inconcebible, es como si... ¡Nada, nada, que no lo entiendo! En primer lugar, que no le da ningún provecho a la patria; en segundo lugar... Bueno; pues, en segundo lugar, tampoco le da provecho. No sé lo que es esto, sencillamente...
Aunque, sin embargo, con todo y con ello, si bien, naturalmente, se puede admitir esto y lo otro y lo de más allá, es posible incluso... Porque, claro ¿dónde no suceden cosas absurdas? Y es que, no obstante, si nos paramos a pensar, seguro que hay algo en todo esto. Se diga lo que se diga, sucesos por el estilo ocurren en el mundo. Pocas veces, pero ocurren.
***
Théophile Gautier
LA MUERTA ENAMORADA
(La morte amoureuse, 1836)
Además del celebrado maestro de la plena estación romántica y de la primera estación parnasiana, Théophile Gautier (1811‑1872) fue el principal seguidor de Hoffmann en Francia. Entre sus numerosos cuentos fantásticos, La morte amoureuse es el más famoso y el más perfecto (tal vez demasiado perfecto, como es costumbre en Gautier), una obra concebida y acabada siguiendo todas las reglas. El tema de los muertos vivientes y de los vampiros (en este caso una vampiresa) tiene aquí un modelo de alta calidad, que mereció las alabanzas de Baudelaire.
La tentación de Romualdo, que apenus ordenado sacerdote se encuentra con la bella Clarimonda, la visión de la ciudad desde lo alto con el palacio de las cortesanas iluminado por el sol, la vida de penitencia en la lejana parroquia hasta que un siervo a caballo viene a llamarlo para que dé la extremaunción a Clarimonda, los amores con la mujer ya muerta, la incertidumbre de si el sueño son sus días de cura pobre o las noches de orgías renacentistas, el descubrimiento de que Clarimonda es un vampiro que bebe la sangre de su amante: tantos y tantos grandes pasajes que harán escuela. Harán escuela también en la literatura de segundo orden y en el cine: así la exhumación del cadáver de Clarimonda, intacto en el ataúd y con sangre en los labios, que de repente se transforma en un esqueleto.
LA MUERTA ENAMORADA
ME preguntáis hermano si he amado; sí. Es una historia singular y terrible, y, a pesar de mis sesenta y seis años, apenas me atrevo a remover las cenizas de este recuerdo. No quiero negaros nada, pero no referiría a otra persona menos experimentada que vos una historia semejante. Se trata de acontecimientos tan extraordinarios que apenas puedo creer que hayan sucedido. Fui, durante más de tres años, el juguete de una ilusión singular y diabólica. Yo, un pobre cura rural, he llevado todas las noches en sueños (quiera Dios que fuera un sueño) una vida de condenado, una vida mundana y de Sardanápalo. Una sola mirada demasiado complaciente a una mujer pudo causar la perdición de mi alma, pero, con la ayuda de Dios y de mi santo patrón, pude desterrar al malvado espíritu que se había apoderado de mí. Mi vida se había complicado con una vida nocturna completamente diferente. Durante el día, yo era un sacerdote del Señor, casto, ocupado en la oración y en las cosas santas. Durante la noche, en el momento en que cerraba los ojos, me convertía en un joven caballero, experto en mujeres, perros y caballos, jugador de dados, bebedor y blasfemo. Y cuando al llegar el alba me despertaba, me parecía lo contrario, que me dormía y soñaba que era sacerdote. Me han quedado recuerdos de objetos y palabras de esta vida sonámbula, de los que no puedo defenderme y, a pesar de no haber salido nunca de mi parroquia, se diría al oírme que soy más bien un hombre que lo ha probado todo, y que, desengañado del mundo, ha entrado en religión queriendo terminar en el seno de Dios días tan agitados, que un humilde seminarista que ha envejecido en una ignorada casa de cura, en medio del bosque y sin ninguna relación con las cosas del siglo.
Sí, he amado como no ha amado nadie en el mundo con un amor insensato y violento, tan violento que me asombra que no haya hecho estallar mi corazón. ¡Oh, qué noches! ¡Qué noches!
Desde mi más tierna infancia, había sentido la vocación del sacerdocio; también fueron dirigidos en este sentido todos mis estudios, y mi vida, hasta los veinticuatro años, no fue otra cosa que un largo noviciado. Con los estudios de teología terminados, pasé sucesivamente por todas las órdenes menores, y mis superiores me juzgaron digno, a pesar de mi juventud, de alcanzar el último y terrible grado. El día de mi ordenación fue fijado para la semana de Pascua.
Jamás había andado por el mundo. El mundo era para mí el recinto del colegio y del seminario. Sabía vagamente que existía algo que se llamaba mujer, pero no me paraba a pensarlo: mi inocencia era perfecta. Sólo veía a mi madre, anciana y enferma, dos veces al año y ésta era toda mi relación con el exterior.
No lamentaba nada, no sentía la más mínima duda ante este compromiso irrevocable; estaba lleno de alegría y de impaciencia. Jamás novia alguna contó las horas con tan febril ardor; no dormía, soñaba que cantaba misa. ¡Ser sacerdote! No había en el mundo nada más hermoso: hubiera rechazado ser rey o poeta. Mi ambición no iba más allá.
Os digo esto para mostraros cómo lo que me sucedió no debió sucederme y cómo fui víctima de tan inexplicable fascinación.
Llegado el gran día caminaba hacia la iglesia tan ligero que me parecía estar sostenido en el aire, o tener alas en los hombros. Me creía un ángel, y me extrañaba la fisonomía sombría y preocupada de mis compañeros, pues éramos varios. Había pasado la noche en oración, y mi estado casi rozaba el éxtasis. El obispo, un anciano venerable, me parecía Dios Padre inclinado en su eternidad, y podía ver el cielo a través de las bóvedas del templo.
Vos sabéis los detalles de esta ceremonia: la bendición, la comunión bajo las dos especies, la unción de las palmas de las manos con el aceite de los catecúmenos y, finalmente, el santo sacrificio ofrecido al unísono con el obispo. No me detendré en esto. ¡Oh, qué razón tiene Job, y cuán imprudente es aquel que no llega a un pacto con sus ojos! Levanté casualmente mi cabeza, que hasta entonces había tenido inclinada, y vi ante mí, tan cerca que habría podido tocarla ‑aunque en realidad estuviera a bastante distancia y al otro lado de la balaustrada‑, a una mujer joven de una extraordinaria belleza y vestida con un esplendor real. Fue como si se me cayeran las escamas de las pupilas. Experimenté la sensaaón de un ciego que recuperara súbitamente la vista. El obispo, radiante, se apagó de repente, los cirios palidecieron en sus candelabros de oro como las estrellas al amanecer, y en toda la iglesia se hizo una completa oscuridad. La encantadora criatura destacaba en ese sombrío fondo como una presencia angelical; parecía estar llena de luz, luz que no recibía, sino que derramaba a su alrededor.
Bajé los párpados, decidido a no levantarlos de nuevo, para apartarme de la influencia de los objetos, pues me distraía cada vez más, y apenas sabía lo que hacía.
Un minuto después volví a abrir los ojos, pues a través de mis párpados la veía relucir con los colores del prisma en una penumbra púrpura, como cuando se ha mirado al sol. ¡Ah, qué hermosa era! Cuando los más grandes pintores, persiguiendo en el cielo la belleza ideal, trajeron a la tierra el divino retrato de la Madonna, ni siquiera vislumbraron esta fabulosa realidad. Ni los versos del poeta ni la paleta del pintor pueden dar idea. Era bastante alta, con un talle y un porte de diosa; sus cabellos, de un rubio claro, se separaban en la frente, y caían sobre sus sienes como dos ríos de oro; parecía una reina con su diadema; su frente, de una blancura azulada y transparente, se abría amplia y serrna sobre los arcos de las pestañas negras, singularidad que contrastaba con las pupilas verde mar de una vivacidad y un brillo insostenibles. ¡Qué ojos! Con un destello decidían el destino de un hombre; tenían una vida, una transparencia, un ardor, una humedad brillante que jamás había visto en ojos humanos; lanzaban rayos como flechas dirigidas a mi corazón. No sé si la llama que los iluminaba venía del cielo o del infierno, pero ciertamente venía de uno o de otro. Esta mujer era un ángel o un demonio, quizá las dos cosas, no había nacido del costado de Eva, la madre común. Sus dientes eran perlas de Oriente que brillaban en su roja sonrisa, y a cada gesto de su boca se formaban pequeños hoyuelos en el satén rosa de sus adorables mejillas. Su nariz era de una finura y de un orgullo regios, y revelaba su noble origen, En la piel brillante de sus hombros semidesnudos jugaban piedras de ágata y unas rubias perlas, de color semejante al de su cuello, que caían sobre su pecho. De vez en cuando levantaba la cabeza con un movimiento ondulante de culebra o de pavo real que hacía estremecer el cuello de encaje bordado que la envolvía como una red de plata.
Llevaba un traje de terciopelo nacarado de cuyas amplias mangas de armiño salían unas manos patricias, infinitamente delicadas. Sus dedos, largos y torneados eran de una transparencia tan ideal que dejaban pasar la luz como los de la aurora.
Tengo estos detalles tan presentes como si fueran de ayer, y aunque estaba profundamente turbado nada escapó a mis ojos; ni siquiera el más pequeño detalle: el lunar en la barbilla, el imperceptible vello en las comisuras de los labios, el terciopelo de su frente, la sombra temblorosa de las pestañas sobre las mejillas, captaba el más ligero matiz con una sorprendente lucidez.
Mientras la miraba sentía abrirse en mí puertas hasta ahora cerradas; tragaluces antes obstruidos dejaban entrever perspectivas desconocidas; la vida me parecía diferente, acababa de nacer a un nuevo orden de ideas. Una escalofriante angustia me atenazaba el corazón; cada minuto transcurrido me parecía un segundo y un siglo. Sin embargo, la ceremonia avanzaba, y yo me encontraba lejos del mundo, cuya entrada cerraban con furia mis nuevos deseos. Dije sí, cuando quería decir no, cuando todo mi ser se revolvía y protestaba contra la violencia que mi lengua hacía a mi alma: una fuerza oculta me arrancaba a mi pesar las palabras de la garganta. Quizá por este motivo tantas jóvenes llegan al altar con el firme propósito de rechazar clamorosamente al esposo que les imponen y ninguna lleva a cabo su plan. Por esta razón, sin duda, tantas novicias toman el velo aunque decididas a destrozarlo en el momento de pronunciar sus votos. Uno no se atreve a provocar tal escándalo ni a decepcionar a tantas personas; todas las voluntades, todas las miradas pesan sobre uno como una losa de plomo; además, todo está tan cuidadosamente preparado, las medidas tomadas con antelación de una forma tan visiblemente irrevocable, que el pensamiento cede ante el peso de los hechos y sucumbe por completo.
La mirada de la hermosa desconocida cambiaba de expresión según transcurría la ceremonia. Tierna y acariciadora al principio, adoptó un aire desdeñoso y disgustado, como de no haber sido comprendida.
Hice un esfuerzo capaz de arrancar montañas para gritar que yo no quería ser sacerdote, sin conseguir nada; mi lengua estaba pegada al paladar y me fue imposible traducir mi voluntad en el más mínimo gesto negativo. Aunque despierto, mi estado era semejante al de una pesadilla, donde se quiere gritar una palabra de la que nuestra vida depende sin obtener resultado alguno.
Ella pareció darse cuenta de mi martirio y, como para animarme, me lanzó una mirada llena de divinas promesas. Sus ojos eran un poema en el que cada mirada era un canto.
Me decía:
‑Si quieres ser mío te haré más dichoso que el mismo Dios en su paraíso; los ángeles te envidiarán. Rompe ese fúnebre sudario con que vas a cubrirte, yo soy la belleza, la juventud, la vida; ven a mí, seremos el amor. ¿Qué podría ofrecerte Yahvé como compensación? Nuestra vida discurrirá como un sueño y será un beso eterno.
»Derrama el vino de ese cáliz y serás libre, te llevaré a islas desconocidas, dormirás apoyado en mi seno en un lecho de oro macizo bajo un dosel de plata. Te amo y quiero arrebatarte a tu Dios ante quien tantos corazones nobles derraman un amor que nunca llega hasta él.
Me parecía oír estas palabras con un ritmo y una dulzura infinita, su mirada tenía música, y las frases que me enviaban sus ojos resonaban en el fondo de mi corazón como si una boca invisible las hubiera susurrado en mi alma. Me encontraba dispuesto a renunciar a Dios y, sin embargo, mi corazón realizaba maquinalmente las formalidades de la ceremonia. La hermosa mujer me lanzó una segunda mirada tan suplicante, tan desesperada, que me atravesaron el corazón cuchillas afiladas, y sentí en el pecho más puñales que la Dolorosa.
Todo terminó. Ya era sacerdote.
Jamás fisonomía humana manifestó una angustia tan desgarradora; la joven que ve morir a su novio súbitamente junto a ella, la madre junto a la cuna vacía de su hijo, Eva sentada en el umbral del paraíso, el avaro que encuentra una piedra en el lugar de su tesoro, y el poeta que deja caer al fuego el único manuscrito de su más bella obra, no muestran un aire tan aterrado e inconsolable. La sangre abandonó su rostro encantador, que se volvió blanco como el mármol; sus hermosos brazos cayeron a lo largo de su cuerpo como si sus músculos se hubieran relajado y se apoyó en una columna, pues desfallecían sus piernas. Yo me dirigí vacilante hacia la puerta de la iglesia, lívido, con la frente inundada de sudor más sangrante que el del Calvario. Me ahogaba. Las bóvedas caían sobre mis hombros y me parecía como si sostuviera sólo yo con mi cabeza todo el peso de la cúpula.
Al franquear el umbral una mano se apoderó bruscamente de la mía, ¡una mano de mujer! Jamás había tocado otra. Era fría como la piel de una serpiente y me dejó una huella ardiente como la marca de un hierro al rojo vivo. Era ella.
‑¡Infeliz, infeliz! ¿Qué has hecho? ‑me susurró. Luego desapareció entre la multitud.
El anciano obispo pasó a mi lado; me miró severamente. Mi comportamiento era de lo más extraño, palidecía, enrojecía, me encontraba turbado. Uno de mis compañeros se apiadó de mí y me llevó con él; hubiera sido incapaz de encontrar solo el camino del seminario. A la vuelta de una esquina, mientras el joven sacerdote miraba hacia otro lado, un paje vestido de manera extraña se me acercó y, sin detenerse, me entregó un portafolios rematado en oro, indicándome que lo ocultara; lo deslicé en mi manga y lo tuve guardado hasta que me quedé solo en mi celda. Hice saltar el broche; sólo había dos hojas con estas palabras: «Clarimonda, en el palacio Concini.» Como yo no estaba entonces al corriente de las cosas de la vida, no conocía a Clarimonda, a pesar de su celebridad, e ignoraba por completo dónde se encontraba el palacio Concini. Hice mil conjeturas tan extravagantes unas como otras, pero con tal de volver a verla, me importaba bastante poco que pudiera ser gran dama o cortesana.
Este amor, nacido hacía bien poco, se había enraizado de forma indestructible. De tan imposible como me parecía, ni siquiera pensaba en intentar arrancarlo. Esta mujer se había apoderado de mí, por completo, tan sólo una mirada suya había bastado para transformarme; me había insinuado su voluntad; y ya no vivía en mí, sino en ella y para ella. Hacía mil extravagancias, besaba mi mano donde ella me había cogido y repetía su nombre durante horas. Sólo con cerrar los ojos la veía con la misma claridad que si estuviera ante mí y me repetía las mismas palabras que ella me dijo en el pórtico de la iglesia: «infeliz, infeliz, ¿qué has hecho?». Comprendía todo el horror de mi situación y el carácter fúnebre y terrible del estado que acababa de profesar se revelaba ante mí. Ser sacerdote, es decir, castidad, no amar, no distinguir ni edad ni sexo, apartarse de la belleza, arrancarse los ojos, arrastrarse en la sombra helada de un claustro o de una iglesia, ver sólo moribundos, velar cadáveres desconocidos y llevar sobre sí el duelo de la negra sotana con el fin de convertir la túnica en un manto para el propio féretro.
Y sentía mi vida como un lago interior que crece y se desborda; la sangre me laría con fuerza en las arterias; mi juventud, tanto tiempo reprimida, estallaba de golpe, como el áloe que tarda cien años en florecer y se abre con la fuerza de un trueno.
¿Cómo hacer para ver de nuevo a Clarimonda? No tenía pretextos para salir del seminario, no conocía a nadie en la ciudad; ni siquiera permanecería allí por más tiempo, pues sólo esperaba a que me designasen la parroquia que debía ocupar. Intenté arrancar los barrotes de la ventana, pero la altura era horrible, y sin escalera era impensable. Además, sólo podría bajar de noche y ¿cómo conducirme en el inextricable laberinto de calles? Estas dificultades ‑que no serían nada para otros‑ eran inmensas para mí, pobre seminarista recién enamorado, sin experiencia, sin dinero y sin ropa.
«¡Ah! ‑me decía a mí mismo en mi ceguera‑, si no hubiera sido sacerdote habría podido verla todos los días, habría sido su amante, su esposo; en vez de estar cubierto con mi triste sudario, tendría ropas de seda y terciopelo, cadenas de oro, una espada y plumas como los jóvenes y hermosos caballeros. Mis cabellos, deshonrados por la tonsura, jugarían alrededor de mi cuello, formando ondeantes rizos. Tendría un lustroso bigote, y sería un valiente. Pero, una hora ante el altar, unas pocas palabras apenas articuladas me separaban para siempre de entre los vivos, ¡y yo mismo había sellado la losa de mi tumba, había corrido el cerrojo de mi prisión!»
Me asomé a la ventana. El cielo estaba maravillosamente azul, los árboles se habían vestido de primavera; la naturaleza hacía gala de una irónica alegría. La plara estaba llena de gente; unos iban, otros venían. Galanes y hermosas jovencitas iban en parejas hacia el jardín y los cenadores. Grupos de amigos pasaban cantando canciones de borrachos. Había un movimiento, una vida, una animación que aumentaba penosamente mi duelo y mi soledad. Una madre joven jugaba con su hijo en el umbral de la casa. Le besaba su boquita rosa perlada de gotas de leche, y le hacía arrumacos con mil divinas puerilidades que sólo las madres saben hacer. El padre, de pie, a una cierta distancia, sonreía dulcemente ante esta encantadora escena, y sus brazos cruzados estrechaban su alegría contra el corazón. No pude soportar este espectáculo; cerré la ventana y me eché en la cama con un odio y una envidia espantosa en el corazón, mordiendo mis dedos y la manta como un tigre con hambre de tres días.
No sé cuántos días permanecí de este modo; pero al volverme en un furioso espasmo vi al padre Serapion, de pie en la habitación, observándome atentamente. Me avergoncé de mí mismo y, hundiendo la cabeza en mi pecho, me cubrí el rostro con las manos.
‑Romualdo, amigo mío ‑me dijo Serapion después de algunos minutos de silencio‑, os sucede algo extraño; ¡vuestra conducta es verdaderamente inexplicable! Vos, tan sosegado y tan dulce os revolvéis ahora como un animal furioso. Tened cuidado hermano, y no escuchéis las sugerencias del diablo; el espíritu maligno, irritado por vuestra eterna consagración al Señor, os acecha como un lobo rapaz, e intenta un último esfuerzo para atraeros a él. En vez de dejaros abatir, mi querido Romualdo, haceos una coraza de oración, un escudo de mortificación y combatid valientemente al enemigo: le venceréis. La virtud necesita de la tentación, y el oro sale más fino del crisol. No os asustéis ni os desaniméis. Las almas mejor guardadas y las más firmes han tenido estos momentos. Orad, ayunad, meditad y se alejará el malvado espíritu.
El discurso del padre Serapion me hizo volver en mí y me tranquilicé.
‑Venía a anunciaros que os ha sido asignada la parroquia de C**: el sacerdote que la ocupaba acaba de morir, y el obispo me ha encargado que os instale allí. Estad preparado para mañana.
Respondí afirmativamente con la cabeza y el padre se retiró. Abrí el misal y comencé a leer oraciones; pero pronto las líneas se tornaron confusas bajo mis ojos. Las ideas se enmarañaron en mi cerebro, y el libro se deslizó de entre mis manos sin darme cuenta.
¡Partir mañana sin haberla visto!, ¡añadir otro imposible más a todos los que ya había entre nosotros!, ¡perder para siempre la esperanza de encontrarla a menos que sucediera un milagro!, ¿escribirle?, ¿y a través de quién haría llegar mi carta? Con el carácter sagrado de mi estado, ¿a quién podría abrir mi corazón? ¿en quién confiar? Fui presa de una terrible ansiedad. Además, me venía a la memoria lo que el padre Serapion me acababa de decir de los artificios del diablo: lo extraño de la aventura, la belleza sobrenatural de Clarimonda, el destello fosforescente de sus ojos, la ardiente huella de su mano, la turbación en que me había hundido, el cambio repentino que se había operado en mí, mi piedad desvanecida en un instante; todo ello demostraba claramente la presencia del diablo, y la mano satinada no era sino el guante con que cubría sus garras. Estos pensamientos me sumieron en un gran temor, recogí el misal que había caído de mis rodillas al suelo y volví a mis oraciones.
A la mañana siguiente, Serapion vino a recogerme. Dos mulas cargadas con nuestro equipaje esperaban a la puerta. Él montó una, y yo, mejor o peor, la otra. Mientras recorríamos las calles de la ciudad miraba todas las ventanas y balcones por si veía a Clarimonda; pero era demasiado temprano, y la ciudad aún no había abierto los ojos. Mi mirada intentaba atravesar los estores y cortinas de los palacios ante los que pasábamos. Serapion, sin duda, atribuía esta curiosidad a la admiracion que me causaba la belleza de la arquitectura, pues aminoraba el paso de su montura para darme tiempo de ver. Por fin llegamos a la puerta de la ciudad y empezamos a subir la colina. Cuando llegué a la cima me volví para mirar una vez más el lugar donde vivía Clarimonda. La sombra de una nube cubría por completo la ciudad; los tejados azules y rojos se confundían en un semitono general donde flotaban, aquí y allá, los humos de la mañana, como blancos copos de espuma. Gracias a un singular efecto óptico se dibujaba, rubio y dorado, bajo un rayo único de luz, un edificio que sobrepasaba en altura a las construcciones vecinas, hundidas por completo en el vaho; aunque estaba a más de una legua, parecía muy cercano. Podían distinguirse los más mínimos detalles, las torres, las azoteas, las ventanas e incluso las veletas con cola de milano.
‑¿Qué palacio es ese que veo allá a lo lejos iluminado por un rayo de sol? ‑le pregunté a Serapion.
Puso la mano por encima de sus ojos y cuando lo vio me contestó:
‑Es el antiguo palacio que el príncipe Concini regaló a la cortesana Clarimonda; allí suceden cosas horribles.
En ese instante ‑aún no sé si fue realidad o ilusión‑ creí ver cómo en la terraza se deslizaba una silueta blanca y esbelta que brilló un segundo y se apagó. ¡Era Clarimonda!
¡Oh! ¿Sabía ella entonces que en ese momento desde lo alto de este amargo camino que me separaba de ella que no descendería nunca más, ardiente e inquieto, no apartaba mis ojos del palacio que habitaba y al que un insignificante juego de luz parecía acercarme como para invitarme a entrar y ser su dueño? Sin duda lo sabía, pues su alma estaba demasiado ligada a la mía como para sentir el menor estremecimiento, y esta sensación la había impulsado a subir a la terraza, envuelta en sus velos, en el helado rocío de la mañana.
La sombra se apoderó del palacio, y todo fue un océano inmóvil de tejados y cumbres donde sólo se distinguía una ondulación montuosa. Serapion arreó a su mula, cuyo paso siguió la mía enseguida, y un recodo del camino me arrebató para siempre la ciudad de S**, pues no volvería nunca.
Al cabo de tres días de camino a través de campos tristes vislumbramos a través de los árboles el gallo del campanario de la iglesia donde debía servir. Después de recorrer calles tortuosas flanqueadas por chozas y cercados llegamos ante la fachada, que no se caracterizaba por su grandeza. Un porche adornado con algunas nervaduras y dos o tres pilares del mismo gres toscamente tallados, tejas y contrafuertes del mismo gres que los pilares, esto era todo. A la izquierda, el cementerio con la hierba crecida y una gran cruz de hierro en medio; a la derecha y a la sombra de la iglesia, la casa parroquial. Era una casa de una sencillez extrema y de una desolada pulcritud. Entramos. Algunas gallinas picoteaban unos pocos granos de avena; acostumbradas como estaban a la negra sotana de los curas, no se espantaron con nuestra presencia y apenas se apartaron para dejarnos pasar. Se oyó un ladrido ronco y áspero, y vimos aparecer un perro viejo. Era el perro de mi antecesor. Tenía los ojos apagados, el pelo gris y todos los síntomas de la mayor vejez que un perro puede alcanzar. Lo acaricié suavemente y se puso a caminar junto a mí lleno de una indecible satisfacción. Vino también a nuestro encuentro una mujer muy vieja que había sido el ama de llaves del anciano cura, quien después de conducirme a una habitación de la planta baja me preguntó si había pensado despedirla. Le respondí que me quedaría con ella, con ella y con el perro, asimismo con las gallinas y con todos los muebles que su amo le había dejado al morir, cosa que la llenó de alegría, una vez que el padre Serapion le pagó en el momento el dinero que quería a cambio.
Cuando estuve instalado, el padre Serapion volvió al seminario. De forma que me quedé solo y sin otro apoyo que yo mismo. La idea de Clarimonda comenzó de nuevo a obsesionarme, y aunque me esforzaba en apartarla de mí, no siempre lo conseguía. Una tarde, paseando por mi jardín entre los caminos bordeados de boj, me pareció ver a través de los arbustos una silueta de mujer que seguía todos mis movimientos, y vi brillar entre las hojas dos pupilas verde mar; pero era sólo una ilusión, pues al pasar al otro lado encontré la huella de un pie tan pequeño que parecía de un niño. El jardín estaba rodeado por murallas muy altas, inspeccioné todos los recodos y rincones y no había nadie. Jamás pude explicarme este hecho, que no fue nada comparado con las cosas extrañas que me habían de suceder. Durante un año viví cumpliendo con exactitud todos los deberes correspondientes a mi estado, orando, ayunando y socorriendo enfermos, dando limosnas hasta privarme de lo más indispensable. Pero sentía en mi interior una profunda aridez y la fuente de la gracia estaba seca para mí. No podía gozar de la felicidad que da el cumplimiento de una misión santa. Mi pensamiento estaba en otra parte, y las palabras de Clarimonda me volvían a los labios como un estribillo que se repite involuntariamente. ¡Oh hermano, meditad bien esto! Por haber mirado solamente una vez a una mujer, por una falta aparentemente tan leve, he sufrido durante años las más miserables turbaciones. Mi vida está trastornada para siempre jamás.
No voy a entreteneros más tiempo con derrotas y victorias seguidas siempre de las más profundas caídas y pasaré a relatar enseguida un hecho decisivo. Una noche llamaron violentamente a la puerta. La anciana ama de llaves fue a abrir, y un hombre de rostro cobrizo y ricamente vestido, aunque a la moda exrranjera, y con un gran puñal, apareció en el umbral a la luz del farol de Bárbara. La primera impresión de ésta fue de miedo, pero el hombre la tranquilizó diciéndole que necesitaba verme enseguida para algo relacionado con mi ministerio. Bárbara le hizo subir. Yo ya iba a acostarme. El hombre me dijo que su señora, una gran dama, estaba a punto de morir y deseaba un sacerdote. Le respondí que estaba dispuesto a acompañarle; cogí lo necesario para la Extremaunción y bajé a toda prisa. En la puerta resoplaban de impaciencia dos caballos negros como la noche, y de su pecho emanaban oleadas de humo. Me sujetó el estribo y me ayudó a montar uno de ellos, después montó él el otro, apoyando solamente una mano en la silla. Apretó las rodillas y soltó las riendas de su caballo, que salió como una flecha. El mío, cuya brida también sujetaba él, se puso al galope y se mantuvo a la par que el suyo. Bajo nuestro insaciable galope, la tierra desaparecía gris y rayada, y las negras siluetas de los árboles huían como un ejército derrotado. Atravesamos un sombrío bosque tan oscuro y glacial que un escalofrío de supersticioso terror me recorrió el cuerpo. La estela de chispas que las herraduras de nuestros caballos producían en las piedras dejaba a nuestro paso un reguero de fuego, y si alguien nos hubiera visto a esta hora de la noche, nos habría tomado a mi guía y a mí por dos espectros cabalgando en una pesadilla. De cuando en cuando, fuegos fatuos se cruzaban en el camino, y las cornejas piaban lastimeras en la espesura del bosque, donde a lo lejos brillaban los ojos fosforescentes de algún gato salvaje. La crin de los caballos se enmarañaba cada vez más, el sudor corría por sus flancos y resoplaban jadeantes. Cuando el escudero les veía desfallecer emitía un grito gutural sobrehumano, y la carrera se reanudaba con furia. Finalmente se detuvo el torbellino. Una sombra negra salpicada de luces se alzó súbitamente ante nosotros; las pisadas de nuestras cabalgaduras se hicieron más ruidosas en el suelo de hierro, y entramos bajo una bóveda que abría sus fauces entre dos torres enormes. En el castillo reinaba una gran agitación; los criados, provistos de antorchas, atravesaban los patios, y las luces subían y bajaban de un piso a otro. Pude ver confusamente formas arquitectónicas inmensas, columnas, arcos, escalinatas y balaustradas, todo un lujo de construcción regia y fantástica. Un paje negro en quien reconocí enseguida al que me había dado el mensaje de Clarimonda, vino a ayudarme a bajar del caballo, y un mayordomo vestido de terciopelo negro con una cadena de oro en el cuello y un bastón de marfil avanzó hacia mí. Dos lágrimas cayeron de sus ojos y rodaron por sus mejillas hasta su barba blanca.
‑¡Demasiado tarde, padre! ‑dijo bajando la cabeza‑, ¡demasiado tarde!, pero ya que no pudisteis salvar su alma, venid a velar su pobre cuerpo.
Me tomó del brazo y me condujo a la sala fúnebre; mi llanto era tan copioso como el suyo, pues acababa de comprender que la muerta no era otra sino Clarimonda, tanto y tan locamente amada. Había un reclinatorio junto al lecho; una llama azul, que revoloteaba en una pátera de bronce, iluminaba toda la habitación con una luz débil e incierta, y hacía pestañear en la sombra la arista de algún mueble o de una cornisa. Sobre la mesa en una urna labrada, yacía una rosa blanca marchita, cuyos pétalos, salvo uno que se mantenía aún, habían caído junto al vaso, como lágrimas perfumadas; un roto antifaz negro, un abanico, disfraces de todo tipo se encontraban esparcidos por los sillones, y hacían pensar que la muerte se había presentado de improviso y sin anunciarse en esta suntuosa mansión. Me arrodillé, sin atreverme a dirigir la mirada al lecho, y empecé a recitar salmos con gran fervor, dando gracias a Dios por haber interpuesto la tumba entre el pensamiento de esa mujer y yo, para así poder incluir en mis oraciones su nombre santificado desde ahora. Pero, poco a poco, se fue debilitando este impulso, y caí en un estado de ensoñación. Esta estancia no tenía el aspecto de una cámara mortuoria. Contrariamente al aire fétido y cadavérico que estaba acostumbrado a respirar en los velatorios, un vaho lánguido de esencias orientales, no sé qué aroma de mujer, flotaba suavemente en la tibia atmósfera. Aquel pálido resplandor se asemejaba más a una media luz buscada para la voluptuosidad que al reflejo amarillo de la llama que tiembla junto a los cadáveres. Recordaba el extraño azar que me había devuelto a Clarimonda en el instante en que la perdía para siempre y un suspiro nostálgico escapó de mi pecho. Me pareció oír suspirar a mi espalda y me volví sin querer. Era el eco. Gracias a este movimiento mis ojos cayeron sobre el lecho de muerte que hasta entonces habían evitado. Las cortinas de damasco rojo estampadas, recogidas con entorchados de oro, dejaban ver a la muerta acostada con las manos juntas sobre el pecho. Estaba cubierta por un velo de lino de un blanco resplandeciente que resaltaba aún más gracias al púrpura del cortinaje, de una finura tal que no ocultaba lo más mínimo la encantadora forma de su cuerpo y dejaba ver sus bellas líneas ondulantes como el cuello de un cisne que ni siquiera la muerte había podido entumecer. Se hubiera creído una estatua de alabastro realizada por un hábil escultor para la tumba de una reina, o una doncella dormida sobre la que hubiera nevado.
No podía contenerme; el aire de esta alcoba me embriagaba, el olor febril de rosa medio marchita me subía al cerebro, me puse a recorrer la habitación deteniéndome ante cada columna del lecho para observar el grácil cuerpo difunto bajo la transparencia del sudario. Extraños pensamientos me atravesaban el alma. Me imaginaba que no estaba realmente muerta y que no era más que una ficción ideada para atraerme a su castillo y así confesarme su amor. Por un momento creí ver que movía su pie en la blancura de los velos y se alteraban los pliegues de su sudario. Luego me decía a mí mismo: «¿acaso es Clarimonda? ¿Qué pruebas tengo? El paje negro puede haber pasado al servicio de otra mujer. Debo estar loco para desconsolarme y turbarme de este modo». Pero mi corazón contestaba: «es ella, claro que es ella». Me acerqué al lecho y miré aún más atentamente al objeto de mi incertidumbre. Debo confesaros que tal perfección de formas, aunque purificadas y santificadas por la sombra de la muerte, me turbaban voluptuosamente, y su reposado aspecto se parecía tanto a un sueño que uno podría haberse engañado. Olvidé que había venido para realizar un oficio fúnebre y me imaginaba entrando como un joven esposo en la alcoba de la novia que oculta su rostro por pudor y no quiere dejarse ver. Afligido de dolor, loco de alegría, estremecido de temor y placer me incliné sobre ella y cogí el borde del velo; lo levanté lentamente, conteniendo la respiración para no despertarla.
Mis venas palpitaban con tal fuerza que las sentía silbar en mis sienes, y mi frente estaba sudorosa como si hubiese levantado una lápida de mármol. Era en efecto la misma Clarimonda que había visto en la iglesia el día de mi ordenación; tenía el mismo encanto, y la muerte parecía en ella una coquetería más. La palidez de sus mejillas, el rosa tenue de sus labios, sus largas pestañas dibujando una sombra en esta blancura le otorgaban una expresión de castidad melancólica y de sufrimiento pensativo de una inefable seducción. Sus largos cabellos sueltos, entre los que aún había enredadas florecillas azules, almohadillaban su cabeza y ocultaban con sus bucles la desnudez de sus hombros; sus bellas manos, más puras y diáfanas que las hostias, estaban cruzadas en actitud de piadoso reposo y de tácita oración, y esto compensaba la seducción que hubiera podido provocar, incluso en la muerte, la exquisita redondez y el suave marfil de sus brazos desnudos que aún conservaban los brazaletes de perlas. Permanecí largo tiempo absorto en una muda contemplación, y cuanto más la miraba menos podía creer que la vida hubiera abandonado para siempre aquel hermoso cuerpo.
No sé si fue una ilusión o el reflejo de la lámpara, pero hubiera creído que la sangre corría de nuevo bajo esta palidez mate; sin embargo, ella permanecía inmóvil. Toqué ligeramente su brazo; estaba frío, pero no más frío que su mano el día en que rozó la mía en el eco de la iglesia. lncliné de nuevo mi rostro sobre el suyo derramando en sus mejillas el tibio rocío de mis lágrimas. ¡Oh, qué amargo sentimiento de desesperación y de impotencia! ¡Qué agonía de vigilia! Hubiera querido poder juntar mi vida para dársela y soplar sobre su helado despojo la llama que me devoraba. La noche avanzaba, y al sentir acercarse el momento de la separación eterna no pude negarme la triste y sublime dulzura de besar los labios muertos de quien había sido dueña de todo mi amor. ¡Oh prodigio!, una suave respiración se unió a la mía, y la boca de Clarimonda respondió a la presión de mi boca: sus ojos se abrieron y recuperaron un poco de brillo, suspiró y, descruzando los brazos, rodeó mi cuello en un arrebato indescriptible.
‑¡Ah, eres rú Romualdo! ‑dijo con una voz lánguida y suave como las últimas vibraciones de un arpa‑; ¿qué haces? Te esperé tanto tiempo que he muerto; pero ahora estamos prometidos, podré verte e ir a tu casa. ¡Adiós Romualdo, adiós! Te amo, es todo cuanto quería decirte, te debo la vida que me has devuelto en un minuto con tu beso. Hasta pronto.
Su cabeza cayó hacia atrás, pero sus brazos aún me rodeaban, como reteniéndome. Un golpe furioso de viento derribó la ventana y entró en la habitación; el último pétalo de la rosa blanca palpitó como un ala durante unos instantes en el extremo del tallo para arrancarse luego y volar a través de la ventana abierta, llevándose el alma de Clarimonda. La lámpara se apagó y caí desvanecido en el seno de la hermosa muerta.
Cuando desperté estaba acostado en mi cama, en la habitación de la casa parroquial, y el viejo perro del anciano cura lamía mi mano que colgaba fuera de la manta. Bárbara se movía por la habitación con un temblor senil, abriendo y cerrando cajones, removiendo los brebajes de los vasos. Al verme abrir los ojos, la anciana gritó de alegría, el perro ladró y movió el rabo, pero me encontraba tan débil que no pude articular palabra ni hacer el más mínimo movimiento. Supe después que estuve así tres días, sin dar otro signo de vida que una respiración casi imperceptible. Estos días no cuentan en mi vida, no sé dónde estuvo mi espíritu durante este tiempo, no guardé recuerdo alguno. Bárbara me contó que el mismo hombre de rostro cobrizo que había venido a buscarme por la noche, me había traído a la mañana siguiente en una litera cerrada, y se había vuelto a marchar inmediatamente. En cuanto recuperé la memoria examiné todos los detalles de aquella noche fatídica. Pensé que había sido el juego de una mágica ilusión; pero hechos reales y palpables tiraban por tierra esta suposición. No podía pensar que era un sueño, pues Bárbara había visto como yo al hombre de los caballos negros y describía con exactitud su vestimenta y compostura. Sin embargo, nadie conocía en los alrededores un castillo que se ajustara a la descripción de aquel en donde había encontrado a Clarimonda.
Una mañana apareció el padre Serapion. Bárbara le había hecho saber que estaba enfermo y acudió rápidamente. Si bien tanta diligencia demostraba afecto e interés por mi persona, no me complació como debía. El padre Serapion tenía en la mirada un aire penetrante e inquisidor que me incomodaba. Me sentía confuso y culpable ante él, pues había descubierto mi profunda turbación, y temía su clarividencia.
Mientras me preguntaba por mi salud con un tono melosamente hipócrita, clavaba en mí sus pupilas amarillas de león, y hundía su mirada como una sonda en mi alma. Después se interesó por la forma en que llevaba la parroquia, si estaba a gusto, a qué dedicaba el tiempo que el ministerio me dejaba libre, si había trabado amistad con las gentes del lugar, cuáles eran mis lecturas favoritas y mil detalles parecidos. Yo le contestaba con la mayor brevedad, e incluso él mismo pasaba a otro tema sin esperar a que hubiera terminado. Esta charla no tenía, por supuesto, nada que ver con lo que él quería decirme. Así que, sin ningún preámbulo y como si se tratara de una noticia recordada de pronto y que temiera olvidar, me dijo con voz clara y vibrante que sonó en mi oído como las trompetas del juicio final:
‑La cortesana Clarimonda ha muerto recientemente tras una orgía que duró ocho días y ocho noches. Fue algo infernalmente espléndido. Se repitió la abominación de los banquetes de Baltasar y Cleopatra. ¡En qué siglo vivimos, Dios mío! Los convidados fueron servidos por esclavos de piel oscura que hablaban una lengua desconocida; en mi opinión, auténticos demonios; la librea del de menor rango hubiera vestido de gala a un emperador. Sobre Clarimonda se han contado muchas historias extraordinarias en estos tiempos, y todos sus amantes tuvieron un fnal miserable o violento. Se ha dicho que era una mujer vampiro, pero yo creo que se trata del mismísimo Belcebú.
Calló, y me miró más fijamente aún para observar el efecto que me causaban sus palabras. No pude evitar estremecerme al oír nombrar a Clarimonda, y, la noticia de su muerte, además del dolor que me causaba por su extraña coincidencia con la escena nocturna de que fui testigo, me produjo una turbación y un escalofrío que se manifestó en mi rostro a pesar de que hice lo posible por contenerme. Serapion me lanzó una mirada inquieta y severa, luego añadió:
‑Hijo mío, debo advertiros, habéis dado un paso hacia el abismo, cuidaos de no caer en él. Satanás tiene las garras largas, y las tumbas no siempre son de fiar. La losa de Clarimonda debió ser sellada tres veces, pues, por lo que se dice, no es la primera que ha muerto. Que Dios os guarde, Romualdo.
Serapion dijo estas palabras y se dirigió lentamente hacia la puerta. No volví a verle, pues partió hacia S** inmediatamente después.
Me había recuperado por completo y volvía a mis tareas cotidianas. El recuerdo de Clarimonda y las palabras del anciano padre estaban presentes en mi memoria; sin embargo, ningún extraño suceso había ratificado hasta ahora las fúnebres predicciones de Serapion, y empecé a creer que mis temores y mi terror eran exagerados. Pero una noche tuve un sueño. Apenas me había quedado dormido cuando oí descorrer las cortinas de mi lecho y el ruido de las anillas en la barra sonó estrepitosamente; me incorporé de golpe sobre los codos y vi ante mí una sombra de mujer. Enseguida reconocí a Clarimonda. Sostenía una lamparita como las que se depositan en las tumbas, cuyo resplandor daba a sus dedos afilados una transparencia rosa que se difuminaba insensiblemente hasta la blancura opaca y rosa de su brazo desnudo. Su única ropa era el sudario de lino que la cubría en su lecho de muerte, y sujetaba sus pliegues en el pecho, como avergonzándose de estar casi desnuda, pero su manita no bastaba, y como era tan blanca, el color del tejido se confundía con el de su carne a la pálida luz de la lámpara. Envuelta en una tela tan fina que traicionaba todas sus formas, parecía una estatua de mármol de una bañista antigua y no una mujer viva. Muerta o viva, estatua o mujer, sombra o cuerpo, su belleza siempre era la misma; tan sólo el verde brillo de sus pupilas estaba un poco apagado, y su boca, antes bermeja, sólo era de un rosa pálido y tierno semejante al de sus mejillas. Las florecillas azules que vi en sus cabellos se habían secado por completo y habían perdido todos sus pétalos; pero estaba encantadora, tanto que, a pesar de lo extraño de la aventura y del modo inexplicable en que había entrado en mi habitación, no sentí temor ni por un instante.
Dejó la lámpara sobre la mesilla y se sentó a los pies de mi cama; después, inclinándose sobre mí, me dijo con esa voz argentina y aterciopelada, que sólo le he oído a ella:
‑Me he hecho esperar, querido Romualdo, y sin duda habrás pensado que te había olvidado. Pero vengo de muy lejos, de un lugar del que nadie ha vuelto aún; no hay ni luna ni sol en el país de donde procedo; sólo hay espacio y sombra, no hay camino, ni senderos; no hay tierra para caminar, ni aire para volar y, sin embargo, heme aquí, pues el amor es más fuerte que la muerte y acabará por vencerla. ¡Ay!, he visto en mi viaje rostros lúgubres y cosas terribles. Mi alma ha tenido que luchar tanto para, una vez vuelta a este mundo, encontrar su cuerpo y poseerlo de nuevo... ¡Cuánta fuerza necesité para levantar la lápida que me cubría! Mira las palmas de mis manos lastimadas. ¡Bésalas para curarlas, amor mío! ‑me acercó a la boca sus manos, las besé mil veces, y ella me miraba hacer con una sonrisa de inefable placer.
Confieso para mi vergüenza que había olvidado por completo las advertencias del padre Serapion y el carácter sagrado que me revestía. Había sucumbido sin oponer resistencia, y al primer asalto. Ni siquiera intenté alejar de mí la tentación; la frescura de la piel de Clarimonda penetraba la mía y sentía estremecerse mi cuerpo de manera voluptuosa. ¡Mi pobre niña! A pesar de todo lo que vi, aún me cuesta creer que fuera un demonio: no lo parecía desde luego, y jamás Satanás ocultó mejor sus garras y sus cuernos. Había recogido sus piernas sobre los talones y, acurrucada en la cama, adoptó un aire de coquetería indolente. Cada cierto tiempo acariciaba mis cabellos y con sus manos formaba rizos como ensayando nuevos peinados. Yo me dejaba hacer con la más culpable complacencia y ella añadía a la escena un adorable parloteo. Es curioso el hecho de que yo no me sorprendiera ante tal aventura y, dada la facilidad que tienen nuestros ojos para considerar con normalidad los más extraños acontecimientos, la situación me pareció de lo más natural.
‑Te amaba mucho antes de haberte visto, querido Romualdo, te buscaba por todas partes. Tú eras mi sueño y me fijé en ti en la iglesia, en el fatal momento; me dije: ¡es él! y te lancé una mirada con todo el amor que había tenido, tenía y tendría por ti. Fue una mirada capaz de condenar a un cardenal, de poner de rodillas a mis pies a un rey ante su corte. Tú permaneciste impasible y preferiste a tu Dios. ¡Ah, cuán celosa estoy de tu Dios al que has amado y amas aún más que a mí!
»¡Desdichada, desdichada de mí!, jamás tu corazón será para mí sola, para mí, a quien resucitaste con un beso, para mí, Clarimonda la muerta, que forzó por tu causa las puertas de la tumba y viene a consagrarte su vida; recobrada para hacerte feliz.
Estas palabras iban acompañadas de caricias delirantes que aturdieron mis sentidos y mi razón hasta el punto de no temer proferir para contentarla una espantosa blasfemia y decirle que la amaba tanto como a Dios.
Sus pupilas se reavivaron y brillaron como crisopacios:
‑¡Es cierto, es cierto!, ¡tanto como a Dios! ‑dijo rodeándome con sus brazos‑. Si es así, vendrás conmigo, me seguirás donde yo quiera. Te quitarás ese horrible traje negro. Serás el más orgulloso y envidiable de los caballeros, serás mi amante. Ser el amante confeso de Clarimonda, que llegó a rechazar a un papa, es algo hermoso. ¡Ah, llevaremos una vida feliz, una dorada existencia! ¿Cuándo partimos, caballero?
‑¡Mañana!, ¡mañana! ‑gritaba en mi delirio.
‑Mañana, sea ‑contestó‑. Tendré tiempo de cambiar de ropa, porque ésta es demasiado ligera y no sirve para ir de viaje. Además tengo que avisar a la gente que me cree realmente muerta y me llora. Dinero, trajes, coches, todo estará dispuesto, vendré a buscarte a esta misma hora. Adiós, corazón ‑rozó mi frente con sus labios. La lámpara se apagó, se corrieron las cortinas y no vi nada más; un sueño de plomo se apoderó de mí hasta la mañana siguiente. Desperté más tarde que de costumbre, y el recuerdo de tan extraña visión me tuvo todo el día en un estado de agitación; terminé por convencerme de que había sido fruto de mi acalorada imaginación. Pero, sin embargo, las sensaciones fueron tan vivas que costaba creer que no hubieran sido reales, y me fui a dormir no sin cierto temor por lo que iba a suceder, después de pedir a Dios que alejara de mí los malos pensamientos y protegiera la castidad de mi sueño.
Enseguida me dormí profundamente, y mi sueño continuó. Las cortinas se corrieron y vi a Clarimonda, no como la primera vez, pálida en su pálido sudario y con las violetas de la muerte en sus mejillas, sino alegre, decidida y dispuesta, con un magnífico traje de terciopelo verde adornado con cordones de oro y recogido a un lado para dejar ver una falda de satén. Sus rubios cabellos caían en tirabuzones de un amplio sombrero de fieltro negro cargado de plumas blancas colocadas caprichosamente, y llevaba en la mano una fusta rematada en oro. Me dio un toque suavemente diciendo:
‑Y bien, dormilón, ¿así es como haces tus preparativos? Pensaba encontrarte de pie. Levántate, que no tenemos tiempo que perder ‑salté de la cama‑. Anda, vístete y vámonos ‑me dijo señalándome un paquete que había traído‑; los caballos se aburren y roen su freno en la puerta. Deberíamos estar ya a diez leguas de aquí.
Me vestí enseguida, ella me tendía la ropa riéndose a carcajadas con mi torpeza y explicándome su uso cuando me equivocaba. Me arregló los cabellos y cuando estaba listo me ofreció un espejo de bolsillo de cristal de Venecia con filigranas de plata diciendo:
‑¿Cómo te ves?, ¿me tomarás a tu servicio como mayordomo?
Yo no era el mismo y no me reconocí. Mi imagen era tan distinta como lo son un bloque de piedra y una escultura terminada. Mi antigua figura no parecía ser sino el torpe esbozo de lo que el espejo reflejaba. Era hermoso y me estremecí de vanidad por esta metamorfosis. Las elegantes ropas y el traje bordado me convertían en otra persona y me asombraba el poder de unas varas de tela cortadas con buen gusto. El porte del traje penetraba mi piel, y al cabo de diez minutos había adquirido ya un cierto aire de vanidad.
Di unas vueltas por la habitación para manejarme con soltura. Clarimonda me miraba con maternal complacencia y parecía contenta con su obra.
‑Ya está bien de chiquilladas, en marcha, querido Romualdo. Vamos lejos, y así no llegaremos nunca ‑me tomó de la mano y salimos. Las puertas se abrían a su paso apenas las tocaba, y pasamos junto al perro sin despertarle.
En la puerta estaba Margheritone, el escudero que ya conocía; sujetaba la brida de tres caballos negros como los anteriores, uno para mí, otro para él y otro para Clarimonda. Debían ser caballos bereberes de España, nacidos de yeguas fecundadas por el Céfiro, pues corrían tanto como el viento, y la luna, que había salido con nosotros para iluminarnos, rodaba por el cielo como una rueda soltada de su carro; la veíamos a nuestra derecha, saltando de árbol en árbol y perdiendo el aliento por correr tras nosotros. Pronto aparecimos en una llanura donde, junto a un bosquecillo, nos esperaba un coche con cuatro vigorosos caballos; subimos y el cochero les hizo galopar de una forma insensata, Mi brazo rodeaba el talle de Clarimonda y estrechaba una de sus manos; ella apoyaba su cabeza en mi hombro y podía sentir el roce de su cuello semidesnudo en mi brazo. Jamás había sido tan feliz. Me había olvidado de todo y no recordaba mejor el hecho de haber sido cura que lo que sentí en el vientre de mi madre, tal era la fascinación que el espíritu maligno ejercía en mí. A partir de esa noche, mi naturaleza se desdobló y hubo en mí dos hombres que no se conocían uno a otro. Tan pronto me creía un sacerdote que cada noche soñaba que era caballero, como un caballero que soñaba ser sacerdote. No podía distinguir el sueño de la vigilia y no sabía dónde empezaba la realidad ni dónde terminaba la ilusión. El joven vanidoso y libertino se burlaba del sacerdote, y el sacerdote detestaba la vida disoluta del joven noble. La vida bicéfala que llevaba podría describirse como dos espirales enmarañadas que no llegan a tocarse nunca. A pesar de lo extraño que parezca no creo haber rozado en momento alguno la locura. Tuve siempre muy clara la percepción de mis dos existencias. Sólo había un hecho absurdo que no me podía explicar: era que el sentimiento de la misma identidad perteneciera a dos hombres tan diferentes. Era una anomalía que ignoraba ya fuera mientras me creía cura del pueblo C**, ya como il signor Romualdo, amante titular de Clarimonda.
El caso es que me encontraba ‑ o creía encontrarme‑ en Venecia; aún no he podido aclarar lo que había de ilusión y de real en tan extraña aventura. Vivíamos en un gran palacio de mármol en el Canaleio, con frescos y estatuas, y dos Ticianos de la mejor época en el dormitorio de Clarimonda: era un palacio digno de un rey. Cada uno de nosotros tenía su góndola y su barcarola con nuestro escudo, sala de música y nuestro poeta. Clarimonda entendía la vida a lo grande y había algo de Cleopatra en su forma de ser. Por mi parte, llevaba un tren de vida digno del hijo de un príncipe, y era tan conocido como si perteneciera a la familia de uno de los doce apóstoles o de los cuatro evangelistas de la serenísima república. No hubiera cedido el paso ni al mismo dux, y creo que desde Satán, caído del cielo, nadie fue más insolente y orgulloso que yo. Iba al Ridotto y jugaba de manera infernal. Me mezclaba con la más alta sociedad del mundo, con hijos de familias arruinadas, con mujeres de teatro, con estafadores, parásitos y espadachines. A pesar de mi vida disipada, permanecía fiel a Clarimonda. La amaba locamente. Ella habría estimulado a la misma saciedad, y habría hecho estable la inconstancia. Tener a Clarimonda era tener cien amantes, era poseer a todas las mujeres por tan mudable, cambiante y diferente de ella misma que era: un verdadero camaleón. Me hacía cometer con ella la infidelidad que hubiera cometido con otras, adoptando el carácter, el porte y la belleza de la mujer que parecía gustarme. Me devolvía mi amor centuplicado, y en vano jóvenes patricios e incluso miembros del Consejo de los Diez le hicieron las mejores proposiciones. Un Foscari llegó a proponerle matrimonio; rechazó a todos. Tenía oro suficiente; sólo quería amor, un amor joven, puro, despertado por ella y que sería el primero y el último. Hubiera sido completamente feliz de no ser por la pesadilla que volvía cada noche y en la que me creía cura de pueblo mortificándome y haciendo penitencia por los excesos cometidos durante el día. La seguridad que me daba la costumbre de estar a su lado apenas me hacía pensar en la extraña manera en que conocí a Clarimonda. Sin embargo, las palabras del padre Serapión me venían alguna vez a la memoria y no dejaban de inquietarme.
La salud de Clarimonda no era tan buena desde hacía algún tiempo. Su tez se iba apagando día a día. Los médicos que mandaron llamar no entendieron nada y no supieron qué hacer. Prescribieron algún medicamento sin importancia y no volvieron. Pero ella palidecía visiblemente y cada vez estaba más fría. Parecía tan blanca y tan muerta como aquella noche en el castillo desconocido. Me desesperaba ver cómo se marchitaba lentamente. Ella, conmovida por mi dolor, me sonreía dulcemente con la fatal sonrisa de los que saben que van a morir.
Una mañana, me encontraba desayunando en una mesita junto a su lecho, para no separarme de ella ni un minuto, y partiendo una fruta me hice casualmente un corte en un dedo bastante profundo. La sangre, color púrpura, corrió enseguida, y unas gotas salpicaron a Clarimonda. Sus ojos se iluminaron, su rostro adquirió una expresión de alegría feroz y salvaje que no le conocía. Saltó de la cama con una agilidad animal de mono o de gato y se abalanzó sobre mi herida que empezó a chupar con una voluptuosidad indescriprible. Tragaba la sangre a pequeños sorbitos, lentamente, con afectación, como un gourmet que saborea un vino de Jerez o de Siracusa. Entornaba los ojos, y sus verdes pupilas no eran redondas, sino que se habían alargado. Por momentos se detenía para besar mi mano y luego volvía a apretar sus labios contra los labios de la herida para sacar todavía más gotas rojas. Cuando vio que no salía más sangre, se incorporó con los ojos húmedos y brillantes, rosa como una aurora de mayo, satisfecha, su mano estaba tibia y húmeda, estaba más hermosa que nunca y completamente restablecida.
‑¡No moriré! ¡No moriré! ‑decía loca de alegría colgándose de mi cuello‑; podré amarte aún más tiempo. Mi vida está en la tuya y todo mi ser proviene de ti. Sólo unas gotas de tu rica y noble sangre, más preciada y eficaz que todos los elixires del mundo, me han devuelto a la vida.
Este hecho me preocupó durante algún tiempo, haciéndome dudar acerca de Clarimonda, y esa misma noche, cuando el sueño me transportó a mi parroquia vi al padre Serapion más taciturno y preocupado que nunca:
‑No contento con perder vurstra alma queréis perder también vuestro cuerpo. ¡Infeliz, en qué trampa habéis caído!
El tono de sus palabras me afectó profundamente, pero esta impresión se disipó bien pronto, y otros cuidados acabaron por borrarlo de mi memoria. Una noche vi en mi espejo, en cuya posición ella no había reparado, cómo Clarimonda derramaba unos polvos en una copa de vino sazonado que acostumbraba a preparar después de la cena. Tomé la copa y fingí llevármela a los labios dejándola luego sobre un mueble como para apurarla más tarde a placer y, aprovechando un instante en que estaba vuelta de espaldas, vacié su contenido bajo la mesa, luego me retiré a mi habitación y me acosté decidido a no dormirme y ver en qué acababa todo esto. No esperé mucho tiempo, Clarimonda entró en camisón y una vez que se hubo despojado de sus velos se recostó junto a mí. Cuando estuvo segura de que dormía tomó mi brazo desnudo y sacó de entre su pelo un alfiler de oro, murmurando:
‑Una gota, sólo una gotita roja, un rubí en la punta de mi aguja... Puesto que aún me amas no moriré... ¡Oh, pobre amor!, beberé tu hermosa sangre de un púrpura brillante. Duerme mi bien, mi dios, mi niño, no te haré ningún daño, sólo tomaré de tu vida lo necesario para que no se apague la mía. Si no te amara tanto me decidiría a buscar otros amantes cuyas venas agotaría, pero desde que te conozco todo el mundo me produce horror. ¡Ah, qué brazo tan hermoso, tan perfecto, tan blanco! Jamás podré pinchar esta venita azul ‑lloraba mientras decía esto y sentía llover sus lágrimas en mi brazo, que tenía entre sus manos. Finalmente se decidió, me dio un pinchacito y empezó a chupar la sangre que salía. Apenas hubo bebido unas gotas tuvo miedo de debilitarme y aplicó una cinta alrededor de mi brazo después de frotar la herida con un ungüento que la cicatrizó al instante.
Ya no cabía duda. El padre Serapion tenía razón. Pero, a pesar de esta certeza, no podía dejar de amar a Clarimonda y le hubiera dado toda la sangre necesaria para mantener su existencia ficticia. Por otra parte, no tenía qué temer, la mujer respondía del vampiro, y lo que había visto y oído me tranquilizaba. Mis venas estaban colmadas, de forma que tardarían en agotarse y no iba a ser egoísta con mi vida. Me habría abierto el brazo yo mismo diciéndole:
‑Bebe, y que mi amor se filtre en tu cuerpo con mi sangre.
Evitaba hacer la más mínima alusión al narcótico y a la escena de la aguja, y vivíamos en una armonía perfecta. Pero mis escrúpulos de sacerdote me atormentaban más que nunca y ya no sabía qué penitencia podía inventar para someter y mortificar mi carne. Aunque todas mis visiones fueran involuntarias y sin mi participación, no me atrevía a tocar a Cristo con unas manos tan impuras y un espíritu mancillado por semejantes excesos reales o soñados. Para evitar caer en semejantes alucinaciones, intentaba no dormir, manteniendo abiertos mis párpados con los dedos, y permanecía de pie apoyado en los muros luchando con todas mis fuerzas contra el sueño. Pero la arena del adormecimiento pesaba en mis ojos, y al ver que mi lucha era inútil dejaba caer mis brazos y, exhausto y sin aliento, dejaba que la corriente me arrastrase hacia la pérfida orilla. Serapion me exhortaba de forma vehemente y me reprochaba con dureza mi debilidad y mi falta de fervor. Un día en que mi agitación era mayor que de ordinario me dijo:
‑Sólo hay un remedio para que os desembaracéis de esta obsesión, y aunque es una medida extrema la llevaremos a cabo: a grandes males, grandes remedios. Conozco el lugar donde fue enterrada Clarimonda; vamos a desenterrarla para que veáis en qué lamentable estado se encuentra el objeto de vuestro amor. No permitiréis que vuestra alma se pierda por un cadáver inmundo devorado por gusanos y a punto de convertirse en polvo; esto os hará entrar en razón.
Estaba tan cansado de llevar esta doble vida que acepté; deseaba saber de una vez por todas quién era víctima de una ilusión, si el cura o el gentilhombre, y quería acabar con uno o con otro o con los dos, pues mi vida no podía continuar así. El padre Serapion se armó con un pico, una palanca y una lintera y a medianoche nos fuimos al cementerio de** que él conocía perfectamente. Tras acercar la luz a las inscripciones de algunas tumbas, llegamos por fin ante una piedra medio escondida entre grandes hierbas y devorada por musgos y plantas parásitas, donde desciframos el principio de la siguiente inscripción:
Aquí yace Clarimonda
Que fue mientras vivió
La más bella del mundo.
.......................
‑Aquí es ‑dijo Serapion y, dejando en el suelo su linterna, colocó la palanca en el intersticio de la piedra y comenzó a levantarla. La piedra cedió y se puso a trabajar con el pico. Yo le veía hacer más oscuro y silencioso que la noche misma; él, ocupado en tan fúnebre tarea, sudaba copiosamente, jadeaba, y su respiración entrecortada parecía el estertor de un agonizante. Era un espectáculo extraño y, cualquiera que nos hubiera visto desde fuera, nos habría tomado por profanadores y ladrones de sudarios antes que por sacerdotes de Dios. El celo de Serapion tenía algo de duro y salvaje que le asemejaba más a un demonio que a un apóstol o a un ángel, y sus rasgos austeros recortados por el reflejo de la linterna nada tenían de tranquilizador.
Sentía en mis miembros un sudor glacial, y mis cabellos se erizaban dolorosamente en mi cabeza; en el fondo de mí mismo veía el acto de Serapion como un abominable sacrilegio, y hubiera deseado que del flanco de las sombrías nubes que transcurrían pesadamente sobre nosotros hubiera salido un triángulo de fuego que le redujera a polvo. Los búhos posados en los cipreses, inquietos por el reflejo de la linterna, venían a golpear sus cristales con sus alas polvorientas, gimiendo lastimosamente; los zorros chillaban a lo lejos y mil ruidos siniestros brotaban del silencio. Finalmente, el pico de Serapion chocó con el ataúd, y los tablones retumbaron con un ruido sordo y sonoro, con ese terrible ruido que produce la nada cuando se la toca; derribó la tapa y vi a Clarimonda, pálida como el mármol, con las manos juntas; su blanco sudario formaba un solo pliegue de la cabeza a los pies. Una gotica roja brillaba como una rosa en la comisura de su boca descolorida. Al verla, Serapion se enfureció:
‑¡Ah! ¡Estás aquí demonio, cortesana impúdica, bebedora de sangre y de oro! ‑y roció de agua bendita el cuerpo y el ataúd sobre el que dibujó una cruz con su hisopo. Tan pronto como el santo roció a la pobre Clarimonda su hermoso cuerpo se convirtió en polvo y no fue más que una mezcla espantosa deforme de ceniza y de huesos medio calcinados. ‑He aquí a vuestra amante, señor Romualdo ‑dijo el despiadado sacerdote mostrándome los tristes despojos‑, ¿iréis a pasearos al Lido y a Fusine con esta belleza?
Bajé la cabeza, sólo había ruinas en mi interior. Volví a mi parroquia, y el señor Romualdo, amante de Clarimonda, se separó del pobre cura a quien durante tanto tiempo había hecho tan extraña compañía. Sólo que la noche siguiente volví a ver a Clarimonda, quien me dijo, como la primera vez en el pórtico de la iglesia:
‑¡Infeliz! ¡infeliz!, ¿qué has hecho?, ¿por qué has escuchado a ese cura imbécil?, ¿acaso no eras feliz?, ¿y qué te había hecho yo para que violaras mi tumba y pusieras al descubierto las miserias de mi nada? Se ha roto para siempre toda posible comunicación entre nuestras almas y nuestros cuerpos. Adiós, me recordarás ‑se disipó en el aire como el humo y nunca más volví a verla.
¡Ay de mí! Tenía razón; la he recordado más de una vez y aún la recuerdo. La paz de mi alma fue pagada a buen precio; el amor de Dios no era suficiente para reemplazar al suyo. Y, he aquí, hermano, la historia de mi juventud. No miréis jamás a una mujer, y caminad siempre con los ojos fijos en tierra, pues, aunque seáis casto y sosegado, un solo minuto basta para haceros perder la eternidad.
***
Prosper Mérimée
LA VENUS DE ILLE
(La Vénus d'Ille, 1837)
He aquí otro gran tema de la literatura fantástica del XIX: la supervivencia de la antigüedad clásica, anulación de la discontinuidad histórica que nos separa del mundo grecorromano, con todo lo que ello significa en contraste con nuestro mundo.
También habría podido escoger para representar este tema Arria Marcella, de Théophile Gautier (1852), que se desarrolla en Pompeya y que tiene notas de una gran delicadeza sensual: la huella de un seno de muchacha en la lava nos hace entrar en el mundo del pasado. O bien The Last of Valerii de Henry James (1874): el tema ha tenido muchas versiones. He preferido este cuento porque es muy representativo de Mérimée (1803‑1870) y de su esmero en la presentación del «color local», los climas y la atmósfera humana.
Los cuentos fantásticos de Mérimée no son muchos, pero forman una parte esencial de su narrativa: recordaré Lokis (1868), historia de supersticiones lituanas, con una cala inolvidable en el mundo animal de los bosques.
La Vénus d'Ille, estatua de bronce ‑romana o griega‑, es vista con malos ojos por los habitantes del pueblo del Rosellón donde ha sido recientemente descubierta. La consideran un «ídolo». El novio de la hija del arqueólogo local, para jugar al trinquete, se quita el anillo y lo pone en un dedo de la estatua. No lo podrá volver a sacar. ¿Se ha desposado con la estatua? La Venus gigantesca, sueño de la serena belleza olímpica, se transforma, en la noche de bodas, en una pesadilla terrorífica.
LA VENUS DE ILLE
Que la estatua, decía, sea favorable
y benévola puesto que tanto se parece a un hombre.
Luciano, El hombre que ama las mentiras
BAJABA la última ladera del Canigó y, aunque el sol ya se hubiera puesto, distinguía en la llanura las casas de la pequeña ciudad de Ille, hacia la que me dirigía.
‑Seguramente sabrá usted ‑dije al catalán que me servía de guía desde la víspera‑ dónde vive el señor de Peyrehorade.
‑¡Que si lo sé! ‑exclamó‑. Conozco su casa como la mía, y si no hubiera oscurecido se la mostraría. Es la más bonita de Ille. Tiene dinero el señor de Peyrehorade, ya lo creo, y casa a su hijo con alguien más rico todavía.
‑¿Será pronto la boda? ‑le pregunté.
‑Muy pronto. Es posible que ya estén encargados los violines para la ceremonia, quizá esta noche, o mañana, o pasado mañana, ¡qué se yo! Será en Puygarrig, pues la señorita de Puygarrig es con quien se casa su hijo. Estará muy bien, ¡ya lo creo!
Me había recomendado al señor de Peyrehorade mi amigo, el señor de P. Me dijo que era un arqueólogo muy entendido e increíblemente amable. No le importaría enseñarme todas las ruinas en diez leguas a la redonda. Así que contaba con él para visitar los alrededores de Ille, que sabía llenos de monumentos antiguos y de la Edad Media. Esta boda, de la que oía hablar ahora por primera vez, desorganizaba todos mis planes.
«Voy a ser un aguafiestas» me dije. Pero me estaban esperando; mi llegada había sido anunciada por el señor de P. y era preciso presentarse.
‑Apostemos, señor ‑me dijo mi guía cuando estuvimos en la llanura‑, apostemos un cigarro a que adivino lo que le ha traído a casa del señor de Peyrehorade.
‑Pero ‑respondí ofreciéndole un cigarro‑, no es difícil de adivinar que, a estas horas y cuando hemos andado seis leguas por el Canigó, lo más importante es cenar.
‑Sí, pero ¿y mañana...? ¿Sabe?, apostaría a que ha venido a Ille para ver el ídolo. Lo adiviné al verle dibujar los santos de Serrabona.
‑¿El ídolo?, ¿qué ídolo? ‑esta palabra había despertado mi curiosidad.
‑¿Pero cómo? ¿Es que no le han contado en Perpiñán que el señor de Peyrehorade ha encontrado un ídolo enterrado?
‑¿Quiere decir una estatua de terracota, de arcilla?
‑No, de bronce, y como para sacar de ahí un montón de monedas. Pesa tanto como una campana de iglesia. Bien hundida estaba en la tierra, al pie de un olivo.
‑¿Estaba usted, entonces, cuando la descubrieron?
‑Sí, señor. El señor de Peyrehorade nos dijo a Jean Coll y a mí hace quince días que tiráramos un viejo olivo que se heló el año pasado, que fue muy mal año, como usted sabe. Y hete aquí que Jean Coll, que estaba poniendo toda su alma, da un golpe con su pico y oigo bimm..., como si hubiera golpeado una campana. «¿Qué es eso?» dijo. Seguimos cavando y aparece una mano negra que parecía una mano de muerto saliendo de la tierra. A mí me entró mucho miedo. Me voy al señor y le digo: «Muertos, hay muertos bajo el olivo, señor. Hay que llamar al cura» «¿Qué muertos?» me dice. Y viene y nada más ver la mano grita: «¡Una antigüedad, una antigüedad!» Como si hubiera encontrado un tesoro. Y allí le viera usted con el pico, con las manos, haciendo casi el mismo trabajo que nosotros dos juntos.
‑Y por fin ¿qué encontraron?
‑Una mujer grande, negra, medio desnuda, con perdón, señor, toda de bronce, y el señor de Peyrehorade nos dijo que era un ídolo de la época de los paganos ¡del tiempo de Carlomagno, vaya!
‑Ya veo, una Virgen de bronce de algún convento destruido.
‑Una Virgen, sí, sí, ya la hubiera reconocido yo, si hubiera sido una Virgen. Es un ídolo, le digo: se ve en su aspecto. Fija en uno sus grandes ojos blancos... Se diría que le observa a uno. Hay que bajar la vista cuando se la mira.
‑¿Ojos blancos? Están sin duda incrustados en el bronce. Será entonces alguna estatua romana.
‑¡Romana!, eso es. El señor de Peyrehorade dice que es una romana. ¡Ah!, ya veo que usted es un sabio, como él.
‑¿Está entera, bien conservada?
‑¡Ah, señor! No le falta nada. Es más bonita y está mejor acabada que el busto de yeso pintado de Luis Felipe que hay en el Ayuntamiento. Pero con todo, la cara de este ídolo sigue sin gustarme. Tiene un aire de maldad, y es malvada.
‑¡Malvada! ¿Y qué maldad le ha hecho a usted?
‑A mí precisamente ninguna, pero verá. Éramos cuatro para levantarla, además del señor de Peyrehorade, que también tiraba de la cuerda, aunque no tiene más fuerza que un pollo, el pobre hombre. Con bastante trabajo la ponemos en pie. Yo cojo unas tejas para cazarla cuando ¡cataplás! Va y se cae de espaldas con todo su peso. Digo: ¡cuidado ahí abajo! Pero demasiado tarde, y a Jean Coll no le da tiempo a quitar la pierna...
‑¿Se hirió?
‑Rota de un golpe, como una estaca, ¡su pobre pierna! ¡Pobrecillo!, yo al ver aquello, me puse furioso. Quería aplastar el ídolo a golpe de pala, pero el señor de Peyrehorade me detuvo. Le dio dinero a Jean Coll, que todavía guarda cama después de quince días, y el médico dice que ya no andará con esa pierna como con la otra. Es una pena, él que era el que mejor corría y después del hijo del señor, nuestro más hábil jugador de frontón. Por eso se disgustó mucho el señor Alphonse de Peyrehorade, pues era con Coll con quien echaba las partidas. Daba gusto ver cómo se devolvían las pelotas. ¡Paf!, ¡paf! Nunca tocaban el suelo.
Con esta charla llegamos a Ille, y pronto me encontré ante el señor de Peyrehorade. Era un vejete lozano y despierto empolvado, de nariz roja, de aspecto jovial y guasón. Antes de abrir la carta del señor de P. ya me había instalado ante una mesa bien servida y me había presentado a su mujer y a su hijo como un ilustre arqueólogo que iba a sacar al Rosellón del olvido en que se encontraba por culpa de la indiferencia de los sabios.
Mientras comía con buen apetito, pues no hay nada mejor para ello que el aire puro de las montañas, observaba a mis anifitriones. Sólo he dicho unas palabras sobre el señor de Peyrehorade; debo añadir que era la vivacidad misma. Hablaba, comía, se levantaba, corría a su biblioteca y me traía libros, me enseñaba las láminas y me servía vino: no estaba más de dos minutos quieto. Su mujer, un tanto demasiado gruesa, como la mayoría de las catalanas que han cumplido los cuarenta años, me parecío una provinciana ocupada únicamente en los cuidados de la casa. Aunque la cena era suficiente para más de seis personas, corrió a la cocina, hizo matar unos palomos, freír tortas de maíz y abrió no sé cuántos frascos de confitura. En un momento, la mesa estuvo colmada de platos y botellas y ciertamente hubiera muerto de indigestión sólo con probar de todo cuanto se me ofrecía. Sin embargo, a cada plato que rechazaba había que oír nuevas disculpas. Temían que me encontrase a disgusto en Ille. En provincias hay tan pocos recursos, ¡y los parisinos son tan difíciles de contentar!
En medio de las idas y venidas de sus padres, el señor Alphonse de Peyrehorade no se movía lo más mínimo. Era un joven alto, de veintiséis años, de fisonomía hermosa y regular, pero carente de expresión. Su estatura y constitución atlética justificaban bien la reputación de infatigable jugador de frontón que tenía en la región. Aquella noche vestía con elegancia, exactamente según el grabado del último número del Diario de la Moda. Pero me parecía incómodo con su atuendo; estaba rígido como un poste con su cuello de terciopelo, y para volverse, giraba por completo. Sus manos grandes y tostadas, sus uñas cortas, contrastaban con su traje. Eran manos de labrador que salían de las mangas de un dandy. Sin embargo, aunque me observó con gran curiosidad de la cabeza a los pies por mi condición de parisino, no me dirigió la palabra en toda la velada más que una vez, para preguntarme dónde había comprado la cadena de mi reloj.
‑De modo que, mi querido huésped ‑me dijo Peyrehorade cuando la cena tocaba a su fin‑, me pertene usted, puesto que está en mi casa. No le soltaré hasta que haya visto todo cuanto hay de interesante en nuestras montañas. Tiene que aprender a conocer nuestro Rosellón y a hacerle justicia. No se imagina lo que vamos a enseñarle. Monumentos fenicios, celtas, romanos, árabes, bizantinos, lo verá usted todo, desde el cedro hasta el hisopo. Le llevaré a todas partes, y le enseñaré hasta la última piedra.
Un acceso de tos le obligó a parar. Aproveché para decirle que no quería molestar en un momento tan importante para su familia. Que si quería orientarme acerca de las excursiones que debía hacer, yo podría, sin que tuviera que acompañarme...
‑¡Ah!, se refiere usted a la boda de este muchacho, exclamó interrumpiéndome. ¡Qué tontería!, eso se acaba pasado mañana. Usted celebrará la boda con nosotros, en familia, pues la novia está de luto por una tía suya de la que hereda. Por ello, no habrá fiesta, ni baile... Es una pena... hubiera visto usted bailar a nuestras catalanas... Son muy bonitas y quizá le hubiese apetecido imitar a mi Alphonse. Una boda, dicen, trae otras... El sábado, con los jóvenes recién casados, estoy libre, y nos pondremos en camino. Le pido perdón por la incomodidad de una boda provinciana. Para un parisino harto de fiestas... y, además, ¡una boda sin baile! Pero, verá usted a una novia, ¡qué novia!, ya me contará... Aunque usted parece un hombre serio que no se fija en mujeres. Tengo algo mejor para enseñarle. Le voy a enseñar algo que... Le tengo una sorpresa reservada para mañana.
‑¡Cielos! ‑le dije‑ es difícil tener un tesoro en casa sin que la gente se entere. Creo adivinar la sorpresa que me prepara usted. Pero, si se trata de su estatua, la descripción que me ha hecho mi guía ha excitado mi curiosidad y predispuesto mi admiración.
‑¡Ah!, le ha hablado del ídolo, porque es así como llaman a mi Venus Tur... Pero no quiero decirle nada, y ya me dirá usted mañana si tengo motivos para creer que es una obra maestra. ¡Pardiez, que me viene usted al pelo! Hay unas inscripciones que yo, pobre ignorante, explico a mi modo... pero ¡un sabio de Paris!... Usted quizá se burle de mi interpretación, porque he redactado un informe, sí, yo, un viejo arqueólogo de provincias, me he lanzado... Quiero hacer gemir a la prensa... Si usted quisiera leerlo y corregírmelo podría esperar... Por ejemplo, tengo curiosidad por saber cómo traduciría usted la inscripción del pedestal CAVE... ¡Pero no voy a preguntarle nada todavía! ¡Mañana, mañana! Hoy, ¡ni una palabra sobre la Venus!
‑Haces bien Peyrehorade en dejar ya el tema de tu ídolo ‑dijo su mujer‑. Deberías darte cuenta de que no dejas comer a este señor. Además, el señor ha visto en París estatuas más bonitas que la tuya. En las Tullerías las hay por docenas, y también de bronce.
‑¡He ahí la ignorancia, la gran ignorancia de provincias! ‑la interrumpió Peyrehorade‑. ¡Comparar una antigüedad admirable a las banales esculturas de Coustou!
Con cuánta irreverencia
habla de los dioses mi mujercita.
»Sabe que mi mujer quería que fundiese mi estatua en una campana para la iglesia? Y eso porque ella hubiera sido la madrina. ¡Una obra maestra de Mirón, señor!
‑¡Obra maestra!, ¡obra maestra! Una buena obra maestra es la que ha hecho ya. ¡Romperle la pierna a un hombre!
‑Mira mujer ‑dijo Peyrehorade en tono decidido, mostrándole su pierna derecha con la media de seda tejida‑, si mi Venus me hubiera roto esta pierna, no lo sentiría en absoluto.
‑¡Dios mío! Peyrehorade, ¿cómo puedes decir eso? Menos mal que el hombre va mejorando... Además, ¿cómo voy a mirar con buenos ojos a una estatua que ocasiona desgracias como ésta? ¡Pobre Jean Coll!
‑Herido por Venus, caballero ‑dijo Peyrehorade riéndose a carcajadas‑, herido por Venus y el muy tunante se queja.
Veneris nec praemia noris
‑¿Quién no fue herido por Venus?
Alphonse, que comprendía mejor el francés que el latín, me guiñó un ojo con picardía como preguntándome: ¿Y usted, parisino, comprende?
La cena terminó. Hacía una hora que yo había dejado de comer. Estaba cansado y no conseguía ocultar los frecuentes bostezos que se me escapaban. La señora de Peyrehorade se dio cuenta enseguida y dijo que ya era hora de irse a dormir. Entonces se reanudaron las excusas por el mal alojamiento que iba a tener. No estaría como en París. En provincias no se está tan bien. Tenía que ser indulgente con los rosellonenses. Aunque yo argumentaba que después de recorrer las montañas un montón de paja sería una magnífica cama, seguían pidiéndome que disculpara a unos pobres campesinos que no me trataban como hubieran deseado. Subí finalmente a la habitación que me habían destinado acompañado por Peyrehorade. La escalera, cuyos últimos peldaños eran de madera, terminaba en mitad de un corredor al que daban varias habitaciones.
‑A la derecha ‑me dijo mi anfitrión‑, está la habitación destinada a la futura mujer de Alphonse. La suya está en el extremo opuesto del corredor. Usted comprenderá ‑añadió en un tono deliberadamente pícaro‑, usted comprenderá que hay que dejar solos a los recién casados. Usted está en un extremo de la casa, y ellos en el otro.
Entramos en una habitación bien amueblada, en la que el primer objeto sobre el que cayeron mis ojos era una cama de siete pies de largo y seis de ancho, y tan alta que había que subirse con ayuda de un escabel.
Mi anfitrión, una vez que me indicó el lugar de la campanilla, y se hubo asegurado de que el azucarero estaba lleno, los frascos de colonia bien situados en el tocador, y después de preguntarme repetidamente si no me faltaba nada, me deseó buenas noches y me dejó solo.
Las ventanas estaban cerradas. Antes de vestirme, abrí una para respirar el aire fresco de la noche, delicioso después de tan larga cena. Enfrente estaba el Canigó, siempre admirable, pero que esta noche me pareció la montaña más hermosa del mundo, iluminado como estaba por una luna resplandeciente. Permanecí algunos minutos para contemplar su maravillosa silueta, e iba a cerrar la ventana cuando me fijé, al bajar los ojos, en la estatua que estaba sobre un pedestal, a unas veinte toesas de la casa. Estaba colocada en el ángulo de un seto que separaba un pequeño jardín de un vasto cuadrado que más tarde supe que era el frontón de la ciudad. Aquel terreno, propiedad de Peyrehorade, fue cedido al municipio gracias a los apremiantes ruegos de su hijo.
A la distancia que me encontraba, me era difícil apreciar el aspecto de la estatua; sólo podía juzgar su altura, que me pareció de alrededor de seis pies. En ese momento aparecieron dos pillos de la ciudad en el frontón, cerca del seto, silbando una bonita melodía del Rosellón: Montagnes régalades. Se detuvieron para mirar la estatua; uno de ellos le increpó en voz alta. Hablaba en catalán; pero yo ya llevaba bastante tiempo en el Rosellón como para comprender más o menos lo que decía:
‑¡Conque estás aquí, tunanta! (el término en catalán es mucho más enérgico). ¡Estás aquí! ‑decía‑. Así que tú le has roto la pierna a Jean Coll. Si fueras mía te rompería el cuello.
‑¡Bah!, ¿y con qué? ‑dijo el otro‑. Es de bronce, y tan dura que a Etienne se le ha roto la lima intentando hacerle un corte. Es de bronce del tiempo de los paganos, más duro que yo qué sé.
‑Si tuviera mi cortafrío (parecía un aprendiz de cerrajero) le saltaría esos ojos blancos como se saca una almendra de su cáscara. Hay para más de cien monedas de plata.
Se alejaron unos pasos.
‑Voy a darle las buenas noches al ídolo ‑dijo el mayor de los dos deteniéndose de repente.
Se agachó y posiblemente cogió una piedra. Le vi estirar el brazo y arrojar algo, y resonó un golpe en el bronce. En ese mismo instante el aprendiz se llevó la mano a la cabeza gritando de dolor.
‑¡Me la ha devuelto! ‑exclamó.
Y los dos pillos huyeron a toda prisa. Era evidente que la piedra había rebotado en el metal y había castigado semejante ultraje a la diosa.
Cerré la ventana riendo de buena gana.
«¡Un vándalo más castigado por Venus! ¡Si se rompiesen así la cabeza todos los que destruyen nuestros viejos monumentos!» Y me dormí con tan caritativo deseo.
Me desperté bien entrada la mañana. Junto a mi cama estaban, a un lado, Peyrehorade en bata, y, al otro, un criado enviado por su mujer, con un taza de chocolate en la mano.
‑¡Vamos, arriba parisino! ¡Éstos son los perezosos de la capital! ‑decía mi anfitrión mientras yo me vestía a toda prisa‑. ¡Son las ocho y todavía en la cama! Yo estoy levantado desde las seis. Ya he subido tres veces, me he acercado a la puerta de puntillas y nada, ninguna señal de vida. No es bueno dormir tanto a su edad. ¡Y todavía no ha visto mi Venus! Venga, bébase la taza de chocolate de Barcelona..., de contrabando auténtico... Un chocolate que no se encuentra en París. Tiene que cobrar fuerzas, porque una vez delante de mi Venus no va a haber quien le separe de ella.
En cinco minutos estuve listo, es decir, a medio afeitar, mal abrochado y abrasado por el chocolate que engullí ardiendo. Bajé al jardín y me encontré ante una estatua admirable.
Era ciertamente una Venus de una maravillosa belleza. Tenía el torso desnudo, de la forma en que los antiguos representan a las grandes divinidades; su mano derecha, a la altura del pecho, estaba vuelta, con la palma hacia dentro; el pulgar y los dos primeros dedos extendidos, los otros dos ligeramente doblados. La otra mano, junto a la cadera, recogía la ropa que cubría la parte inferior del cuerpo. La actitud de la estatua recordaba a aquella del jugador de morra que se conoce, no sé bien por qué, con el nombre de Germánico. Quizá se había querido representar a la diosa jugando a la morra.
De cualquier manera, resulta imposible ver algo más perfecto que el cuerpo de aquella Venus; no hay nada tan suave y voluptuoso como su contorno; nada más elegante y más noble que sus ropas. Me esperaba una obra cualquiera del Bajo Imperio y estaba viendo una obra maestra del mejor tiempo estatuario.
Lo que más llamaba mi atención era la exquisita autenticidad de sus formas, que se hubieran podido creer moldeadas del natural, si la naturaleza produjera tan perfectos modelos.
La cabellera, recogida en la frente, parecía haber sido dorada en otro tiempo. Su cabeza, pequeña como la de casi todas las estatuas griegas, estaba ligeramente inclinada hacia delante. En cuanto al rostro, no creo poder explicar su extraño carácter, de un tipo que no se asemeja al de ninguna estatua antigua que yo recuerde. No tenía en absoluto esa belleza tranquila y severa de los escultores griegos que por sistema otorgaban rasgos de majestuosa inmovilidad. Aquí, por el contrario, observaba con sorpresa la clara intención del artista de concederle una malicia que incluso rozaba la maldad. Sus facciones estaban ligeramente contraídas: los ojos eran algo oblicuos, las comisuras de los labios estaban levantadas y la nariz un tanto dilatada.
Desprecio, ironía, crueldad podían leerse en aquel rostro, no obstante, de una increíble belleza. Verdaderamente, cuanto más se miraba aquella admirable estatua más se experimentaba el penoso sentimiento de que tan maravillosa belleza pudiera aliarse con la ausencia de toda sensibilidad.
‑Si alguna vez existió la modelo ‑dije a Peyrehorade‑, y dudo que el cielo haya creado una mujer así, ¡cómo compadezco a sus amantes! Debió complacerse haciéndoles morir de desesperación. En su expresión hay algo de feroz, y, sin embargo, jamás vi nada tan hermoso.
‑«¡Es Venus cautivando por completo a su presa!» ‑exclamó Peyrehorade satisfecho de mi entusiasmo.
La expresión de infernal ironía se acentuaba, quizá, por el contraste de sus ojos incrustados de plata y muy brillantes por la pátina de un verde negruzco que el tiempo concede a toda estatua. Sus ojos brillantes producían una cierta ilusión que recordaba la realidad, la vida.
Recordé lo que me había dicho mi guía, que obligaba a bajar los ojos a quien la miraba. Casi era cierto, y no pude evitar un sentimiento de cólera hacia mí mismo por sentirme un poco a disgusto ante aquella figura de bronce.
‑Ahora que ya lo ha admirado usted todo con detalle, querido colega en antiguallería ‑dijo mi anfitrión‑ por favor, celebremos un consejo científico. ¿Qué piensa de esta inscripción en la que aún no se ha fijado?
Me mostraba el pedestal de la estatua donde leí las siguientes palabras:
CAVE AMANTEM
‑¿Quid dicis, doctissime? ‑me preguncó frotándose las manos‑. A ver si nos ponemos de acuerdo sobre el sentido de este cave amantem.
‑Bueno ‑respondí‑, tiene dos sentidos. Se puede traducir: «guárdate de quien te ama, desconfía de los amantes». Pero en este sentido no sé si cave amantem sería un buen latín. Viendo la expresión diabólica de la dama, yo diría más bien que el artista quiso advertir al espectador contra esta terrible belleza. Entonces lo traduciría: «guárdate si ella te ama».
‑¡Hum! ‑dijo Peyrehorade‑, es un buen sentido; pero, si no le importa, prefiero la primera traducción, que voy a desarrollar además. ¿Conoce al amante de Venus?
‑Hay varios.
‑Sí, pero el primero es Vulcano. ¿No se habrá querido decir: «a pesar de tu belleza, de tu aire desdeñoso, tendrás por amante a un herrero, a un feo cojo»? ¡Una buena lección para las coquetas!
No pude contener una sonrisa, hasta tal punto me pareció traída por los pelos la explicación.
‑Es terrible el latín con su precisión ‑observé, para evitar contradecir formalmente a mi arqueólogo, y retrocedí unos pasos para contemplar mejor la estatua.
‑¡Un momento, colega! ‑me dijo Peyrehorade cogiéndome el brazo‑. Aún no ha visto todo. Hay otra inscripción. Suba al pedestal y mire el brazo derecho.
Y hablaba mientras me ayudaba a subir. Me cogí sin muchos miramientos del cuello de la Venus, con quien empezaba a familiarizarme. La miré por unos instantes bis a bis y la encontré aún más malvada y más hermosa. Después me fijé en unos caracteres grabados en el brazo que me parecieron en escritura cursiva antigua. Con ayuda de mis gafas deletreé lo que sigue mientras Peyrehorade repetía cada palabra que yo pronunciaba, asintiendo con gestos y con la voz. Así que leí:
VENERI TURBUL...
EVTICHES MYRO
IMPERlO FECIT
Me pareció que después de la palabra TURBUL de la primera línea, había algunas letras borradas, pero TURBUL era perfectamente legible.
‑¿Lo cual quiere decir...? ‑me preguntó mi anfitrión radiante y sonriendo de malicia, pues pensaba que no resolvería fácilmente aquel TURBUL.
‑Hay una palabra que todavía no entiendo ‑le dije‑, todo lo demás es fácil. Eutiques Mirón hizo esta ofrenda a Venus por orden suya.
‑Muy bien. Pero TURBUL, ¿cómo se explica? ¿Qué es eso de TURBUL?
‑TURBUL me desconcierta bastante. Habría que buscar algún epíteto de Venus. Veamos, ¿qué me diría la TURBULENTA? Venus la que turba, la que agita... ya ve usted que sigo preocupado por su expresión de maldad. TURBULENTA, no es en absoluto un mal calificativo para Venus ‑añadí modestamente, pues yo mismo no estaba demasiado conforme con mi explicación.
‑¡Venus turbulenta! ¡Venus la alborotadora! ¡Ah!, pero ¿usted se cree que mi Venus es una Venus de cabaret? De eso nada, caballero; es una Venus de la alta sociedad. Pero voy a explicarle ese TURBUL siempre y cuando me prometa no divulgar mi descubrimiento antes de que se publique mi informe. Y es que, ya ve, estoy orgulloso con mi hallazgo... Deben dejarnos algunas migajas también a nosotros, pobres provincianos. ¡Son ustedes tan ricos los sabios de París!
Desde lo alto del pedestal, donde seguía encaramado, le prometí solemnemente no cometer jamás la indignidad de robarle el descubrimiento.
‑TURBUL... ‑dijo acercándose y bajando la voz temeroso de que alguien distinto a mí pudiera oírle‑, hay que leer TURBULNERAE.
‑No lo entiendo todavía.
‑Escúcheme bien. A una legua de aquí, hay un pueblo al pie de la montaña, que se llama Boulternère. Es una degeneración de la palabra latina TURBULNERA. Estas inversiones son muy corrientes. Boulternère, amigo mío, fue una ciudad romana. Siempre lo sospeché, pero no tenía pruebas. Pero he aquí la prueba. Esta Venus era la divinidad de la ciudad de Boulternère, y esta palabra, cuyo origen antiguo acabo de demostrar, prueba algo muy curioso y es que Boulternère antes de ser una ciudad romana ¡fue una ciudad fenicia!
Se detuvo un momento para tomar aliento y disfrutar con mi sorpresa. Conseguí concener las ganas de reírme.
‑En efecto, prosiguió, TURBULNERA es fenicio puro, pronuncie usted TUR... TUR y SUR, es la misma palabra ¿no? SUR es el nombre fenicio de Tiro; no hace falta que le recuerde lo que significa. BUL es Baal; Bâl, Bel, Bul, pequeñas diferencias de pronunciación. En cuanto a NERA, me cuesta más trabajo. Estoy tentado a creer, a falta de encontrar la palabra fenicia, que viene del griego vnp6s, húmedo, pantanoso. Se trataría entonces de una palabra híbrida. Para justificar vnpós, te mostraré cómo en Boulternère los arroyos de la montaña forman pantanos infectos. Por otra parte, la terminación NERA, bien pudo ser añadida más tarde en honor de Nera Pivesuvia, mujer de Tetricus, y benefactora de la ciudad. Pero, debido a los pantanos, prefiero la etimología de unpóç.
Tomó un poco de rapé con aire satisfecho.
‑Pero leamos a los fenicios y volvamos a la inscripción. De modo que traduzco: «a Venus de Boulternère Mirón dedica por orden suya esta estatua, su obra».
Me guardé muy mucho de criticar su etimología, pero quise a mi vez demostar ingenio y le dije:
‑Alto ahí, caballero. Mirón consagró algo, pero no veo por qué había de ser esta estatua.
‑¡Cómo! ‑exclamó‑, ¿acaso no fue Mirón un célebre escultor griego? El talento debió perpetuarse en su familia y uno de sus descendientes hizo esta estatua. Seguro.
‑Pero ‑respondí‑, yo veo en su brazo un pequeño orificio. Pienso que debió servir para sujetar algo, un brazalete, por ejemplo, que Mirón dio a Venus como ofrenda expiatoria. Mirón fue un amante desdichado. Venus estaba irritada con él, y él la apaciguó consagrándole un brazalete de oro. Observe usted que fecit se utiliza a menudo por consecravit. Son términos sinónimos. Le diría más de un ejemplo si tuviera a mano un Gruter o un Ovelli. Es natural que un enamorado sueñe con Venus o imagine que le pida consagrar un brazalete de oro a su estatua. Mirón se lo consagra... Luego llegan los bárbaros, o algún ladrón sacrílego...
‑¡Ah!, ¡cómo se nota que ha escrito usted novelas! ‑exclamó mi anfitrión ofreciéndome la mano para bajar‑. No, caballero, es una obra de la escuela de Mirón. Observe cómo ha sido trabajada y estará de acuerdo.
Tenía como norma no contradecir jamás a ultranza a los arqueólogos testarudos y bajé la cabeza con convencimiento diciendo:
‑Es una pieza admirable.
‑¡Dios mío ‑exclamó Peyrehorade‑, un acto más de vandalismo! ¡Han debido tirar otra piedra contra mi estatua!
Acababa de descubrir una marca blanca un poco más arriba del pecho de la Venus, yo observé una señal parecida en los dedos de la mano derecha, que supuse, habían sido rozados por la piedra en su trayectoria, o bien un fragmento de la piedra se había desprendido por el choque y había rebotado en la mano. Le conté a mi anfitrión el insulto del que había sido testigo y del castigo subsiguiente. Se rió mucho y, comparando al aprendiz con Diomedes, le deseó que viera, como el héroe griego, a sus amigos convertidos en pájaros blancos.
La campana de la comida interrumpió esta conversación clásica y, al igual que la víspera, me vi obligado a comer por cuatro. Luego vinieron los arrendatarios de Peyrehorade, y mientras les atendía, su hijo me llevó a ver una calesa que había comprado en Toulouse para su prometida, y que, por supuesto, admiré.
Luego entré con él en la cuadra, donde me tuvo media hora elogiándome sus caballos, refiriéndome su genealogía y los premios que habían ganado en las carreras de la región. Por fin pasó a hablarme de su futura esposa a propósito de una yegua gris que le iba a regalar.
‑Hoy la veremos ‑dijo‑. No sé si a usted le parecerá bonita. En París son ustedes muy especiales. Aqui y en Perpiñán, todo el mundo la encuentra encantadora. Lo mejor es que es muy rica. Su tía de Prades se lo ha dejado todo. ¡Seré muy feliz!
Me sorprendió profundamente el ver a un joven que parecía más emocionado por la dote de su novia que por sus hermosos ojos.
‑Usted entiende de joyas ‑siguió Alphonse‑, ¿qué le parece ésta? Es el anillo que le daré mañana.
Diciendo esto, sacó de la primera falange de su dedo meñique un grueso anillo cuajado de diamantes y formado por dos manos entrelazadas, motivo que me pareció infinitamente poético. Era un trabajo antiguo, prro noté que lo habían retocado para engarzar los diamantes. En el interior del anillo se leían en letras góticas las siguientes palabras: sempr' ab tibi, es decir, siempre contigo.
‑Es un bonito anillo, pero estos diamantes añadidos le hacen perder un poco su carácter.
‑¡Oh!, así es mucho más bonito ‑respondió sonriendo‑. Hay aquí mil doscientos francos en diamantes. Mi madre me lo dio. Es un anillo de familia, muy antiguo..., del tiempo de la caballería. Fue de mi abuela, que a su vez lo había recibido de la suya. Dios sabe cuándo lo hicieron.
‑En París ‑le dije‑ la costumbre es regalar una sortija muy sencilla, normalmente de dos metales distintos, como oro y platino. Mire, esa otra que lleva en el dedo, sería muy a propósito. Esta, con sus diamantes y las manos en relieve es tan grande que no se podrá poner un guante con ella.
‑¡Oh!, mi mujer se las arreglará seguramente. Creo que estará muy contenta de tenerlo. Mil doscientos francos en el dedo están muy bien. Este otro anillo ‑añadió, mirando con satisfacción la sortija que llevaba en la mano‑, éste me lo dio una mujer en París un día de carnaval. ¡Ah! ¡Qué bien lo pasé en París hace dos años! ¡Allí sí que se divierte uno!... ‑y suspiró con nostalgia.
Aquel día íbamos a cenar a Puygarrig, a casa de los padres de la novia. Montamos en una calesa y nos dirigimos al castillo, alejado una legua y media de Ille. Fui presentado y acogido como un amigo de la familia. No hablaré ni de la cena, ni de la conversación posterior, en la que participé muy poco. Alphonse, sentado junto a su prometida, le decía algo al oído cada cuarto de hora. Ella, apenas levantaba los ojos, y cada vez que le hablaba su novio se sonrojaba tímidamente, pero le contestaba sin turbación.
La señorita de Puygarrig tenía dieciocho años; su talle, esbelto y delicado, contrastaba con la constitución huesuda de su robusto novio. No sólo era hermosa, sino también seductora. Me admiraba la perfecta naturalidad de sus respuestas; y su aire de bondad, que, sin embargo, no estaba exento de malicia, me recordó, a mi pesar, a la Venus de mi anfitrión. En esta comparación, que hice para mí, me preguntaba si la superior belleza, que no había más remedio que conceder a la estatua, no se debía en gran parte a su expresión de tigresa; pues la energía, incluso en las malas pasiones, excita siempre en nosotros un asombro y una especie de alucinación involuntaria.
«¡Qué lástima ‑me dije al marchar de Puygarrig‑, que tan encantadora persona sea rica, y que su dote la obligue a ser pretendida por un hombre indigno de ella!»
De regreso a Ille, y no sabiendo muy bien qué decirle a la señora de Peyrehorade, a quien creía conveniente dirigir la palabra de vez en cuando, exclamé:
‑Son ustedes muy atrevidos aquí en el Rosellón. ¿Cómo es posible, señora, celebrar una boda en viernes? En París somos más supersticiosos, nadie se casaría en día semejante.
‑¡Dios Santo! No me hable ‑me contestó‑, si hubiera dependido de mí, desde luego que habríamos elegido otro día. Pero Peyrehorade lo ha querido así y ha habido que ceder. Pero bien que lo siento. ¿Y si pasara alguna desgracia? Habrá alguna razón para que todo el mundo tenga miedo el viernes.
‑¡Viernes! ‑exclamó su marido‑, es el día de Venus. ¡Un buen día para una boda!, ya ve usted, querido colega, que sólo pienso en mi Venus. Palabra de honor que ha sido por ella por lo que he elegido el viernes. Mañana, si usted quiere, antes de la ceremonia le ofreceremos un pequeño sacrificio: sacrificaremos dos palomas, y, si pudiera conseguir incienso...
‑¡Calla, Peyrehorade! ‑le interrumpió su mujer completamente escandalizada‑. ¡Incensar un ídolo! ¡Sería una abominación! ¿Qué dirían de nosotros?
‑Al menos ‑dijo Peyrehorade‑ me permitirás ponerle en la cabeza una corona de rosas y lirios:
Manibus date lilia plenis
‑¡Ya ve usted!, ¡nuestras leyes son sólo papel mojado! ¡No tenemos libertad de cultos!
El día siguiente estaba dispuesto de esta manera: todo el mundo tenía que estar listo y arreglado para las diez en punto. Después del chocolate iríamos en coche a Puygarrig. El matrimonio civil tendría lugar en la alcaldía del pueblo, y la ceremonia religiosa en la capilla del castillo. Seguiría luego la comida. Después de la comida, cada cual pasaría el rato como pudiera hasta las siete. A las siete se volvería a Ille, a casa del señor de Peyrehorade, donde cenarían las dos familias juntas. Lo demás se entiende por sí solo. Como bailar no se podía, se iba a comer lo más posible.
Desde las ocho me encontraba sentado frente a la Venus, con un lápiz en la mano y empezando por vigésima vez la cabeza de la estatua sin conseguir captar su expresión. Peyrehorade iba y venia a mi alrededor, dándome consejos, repitiéndome sus etimologías fenicias, luego colocaba unas rosas de Bengala en el pedestal de la estatua y formulaba en tono tragicómico ruegos por la pareja que iba a vivir bajo su techo. Hacia las nueve entró en la casa para arreglarse, y al mismo tiempo apareció Alphonse, bien ajustado en su traje nuevo, con guantes blancos, zapatos de charol, botones cincelados y una rosa en el hojal.
‑¿Hará usted un retraro a mi mujer? ‑dijo inclinándose sobre mi dibujo‑. Ella también es bonita.
En aquel momento empezó en el frontón, del que ya he hablado, una partida, que inmediatamente llamó la atención a Alphonse. Y yo, cansado y sin esperanzas de conseguir representar aquella belleza diabólica, abandoné pronto mi dibujo para mirar a los jugadores. Había entre ellos algunos muleros españoles que habían llegado la víspera. Eran aragoneses y navarros, casi todos de una extraordinaria destreza. Los illenses, aunque alentados por la presencia y los consejos de Alphonse, fueron prontamente derrotados por aquellos campeones.
Los espectadores nacionales estaban consternados. Alphonse miró su reloj. Sólo eran las nueve y media. Su madre aún estaba sin peinar. No lo dudó más. Se quitó la chaqueta del frac, pidió otra y desafió a los españoles. Yo le miraba sonriendo y un tanto sorprendido.
‑Hay que defender el honor del país ‑dijo.
Entonces le encontré realmente hermoso. Estaba ansioso. Su aspecto, que tan preocupado le tenía hacía tan sólo unos instantes, ya no le importaba en absoluto. Minutos antes habría temido girar la cabeza por temor a descolocarse la corbata. Ahora ya no pensaba ni en su pelo rizado, ni en su chorrera tan bien plisada. ¿Y su novia...? Pues, si hubiera sido necesario, creo que habría aplazado la boda. Le vi calzarse apresuradamente un par de sandalias, arremangarse, y con gesto confiado ponerse a la cabeza del equipo vencido como César reagrupando a sus soldados en Dirraquio. Salté el seto y me situé cómodamente a la sombra de un almez, para así poder ver bien los dos campos.
En contra de lo que se esperaba, Alphonse falló la primera pelota; lo cierto es que le llegó a ras de tierra y lanzada con una fuerza sorprendente por un aragonés que parecía ser el jefe de los españoles.
Era un hombre de unos cuarenta años, seco y menudo, de seis pies de estatura, y su piel olivácea tenía un color casi tan oscuro como el bronce de la Venus.
Alphonse arrojó enfurecido su raqueta rontra el suelo.
‑¡Este maldito anillo ‑gritó‑, me aprieta el dedo y me hace fallar una pelota segura!
Se quitó, no sin esfuerzo, su anillo de diamantes; me acerqué para que me lo diera, pero él corrió antes hacia la Venus y le puso el anillo en el dedo anular volviendo luego a su puesto a la cabeza de los illenses.
Estaba pálido, pero tranquilo y resuelto. A partir de entonces no hubo ni un fallo, y los españoles fueron derrotados por completo. El entusiasmo de los espectadores sí que fue todo un espectáculo: unos gritaban de alegría lanzando las gorras al aire, otros se estrechaban la mano, llamándole el orgullo del país. Si hubiese reprimido una invasión, no habría recibido felicitaciones más vivas y sinceras. El pesar de los vencidos aumentaba el brillo de su victoria.
‑Echaremos otra partida, amigo ‑le dijo al aragonés con tono de superioridad‑ y os daré unos tantos de ventaja.
Yo hubiera deseado que Alphonse fuera más modesto, y casi me apenó la humillación de su rival.
El gigante español se sintió profundamente dolido con este insulto. Le vi palidecer bajo su piel tostada. Miraba sombrío su raqueta apretando los dientes, luego con voz ahogada dijo muy bajo: me lo pagarás.
La voz de Peyrehorade turbó el triunfo de su hijo: mi anfitrión, sorprendido al no encontrarle presidiendo los preparativos de la calesa nueva, quedó aún más atónito al verle sudoroso, con la raqueta en la mano. Alphonse corrió a la casa, se lavó la cara y las manos, volvió a ponerse su traje nuevo y sus zapatos de charol y a los cinco minutos estábamos al trote en la carretera de Puygarrig. Todos los jugadores de frontón de la ciudad y un gran número de espectadores nos siguieron gritando de alegría. Los vigorosos caballos que nos llevaban apenas podían mantener su paso entre aquellos intrépidos catalanes.
Estábamos ya en Puygarrig y el cortejo iba a dirigirse hacia la alcaldía, cuando Alphonse dándose una palmada en la frente me dijo en voz baja:
‑¡Vaya faena! ¡He olvidado el anillo! ¡Me lo dejé olvidado en el dedo de la Venus de los demonios! No se lo diga a mi madre por lo menos. No creo que se dé cuenta de nada.
‑Podría usted mandar a alguien ‑le dije.
‑¡Bah!, mi criado se ha quedado en Ille y de éstos no me fío nada. Mil doscientos francos en diamantes podrían tentar a más de uno. Además, ¿qué pensarían aquí de mi olvido? Se burlarían de mí. Me llamarían el marido de la estatua... ¡Mientras no me lo roben! Menos mal que el ídolo atemoriza a aquellos bribones. No se atreven a acercársele a menos de un metro. ¡Bah!, es igual; tengo otro anillo.
Las dos ceremonias, la civil y la religiosa, se celebraron con la pompa adecuada; y la señorita de Puygarrig recibió el anillo de una modista de París, sin sospechar que su novio le sacrificaba una prenda de amor. Después nos sentamos a la mesa, donde se comió, se cantó, incluso, durante largo tiempo. Sufría por la novia a causa de la tosca alegría que había a su alrededor; sin embargo, ella lo soportaba mejor de lo que yo hubiera esperado, y su turbación no era ni torpeza ni afectación.
Quizá el valor viene dado en las situaciones difíciles. La comida terminó cuando Dios quiso; eran las cuatro de la tarde. Los hombres fuimos a pasear al parque, que era magnífico, donde vimos bailar en el césped del castillo a las campesinas de Puygarrig, vestidas con sus trajes de fiesta. Así pasaron las horas. Mientras tanto, las mujeres rodeaban a la novia que les mostraba su ajuar. Después se cambió de ropa, y observé que cubría sus hermosos cabellos con redecilla y un sombrero de plumas, ya que las mujeres se apresuran en ponerse tan pronto como pueden los adornos que la costumbre les prohibe llevar mientras son solteras.
Eran cerca de las ocho cuando nos dispusimos a salir hacia Ille. Pero antes tuvo lugar una escena patética. La tía de la señorita de Puygarrig, que hacía las veces de madre, una mujer muy mayor y muy devota, no venía con nosotros a la ciudad, así que en el momento de la partida le hizo una escena sermoneándole acerca de sus deberes de esposa, de la que resultó un torrente de lágrimas y abrazos sin fin. Peyrehorade comparaba esta separación con el rapto de las Sabinas. A pesar de todo, nos pusimos en marcha y, en el camino, cada cual se esforzaba por distraer a la recién casada y hacerla reír; pero fue en vano.
En Ille nos esperaba la cena, ¡y qué cena! Si la burda alegría de la mañana me había chocado, todavía me sorprendieron más los equívocos y chistes de que fueron objeto el novio y, sobre todo, la novia. El novio, que se había ausentado unos minutos antes de sentarnos a la mesa estaba pálido y gélidamente serio. Bebía una y otra vez el viejo vino de Colliure, que es tan fuerte como el aguardiente. Como estaba sentado a su lado, me creí en la obligación de advertirle:
‑¡Tenga cuidado!, dicen que el vino... ‑ y no sé qué idiotez le dije para ponerme a la altura de los convidados.
Me dio con la rodilla y me dijo en voz muy baja:
‑Cuando nos levantemos de la mesa... tengo que decirle una cosa.
Me sorprendió su tono solemne. Le observé más atentamente y me di cuenta de la extraña alteración de sus rasgos.
‑¿Se encuentra usted mal? ‑le pregunté.
‑No.
Y bebió de nuevo.
Mientras tanto, en medio de los gritos y aplausos, un niño de once años que se había deslizado debajo de la mesa, mostraba a los invitados una bonita cinta blanca y rosa que había cogido del tobillo de la novia. Era una liga que enseguida fue cortada en pedacitos y distribuida entre los jóvenes, que se los ponían en el ojal siguiendo una costumbre que aún se conserva en algunas familias patriarcales. La novia se sonrojó hasta la médula. Pero su turbación llegó al límite cuando Peyrehorade, una vez que pidió silencio, le cantó algunos versos en catalán, según él, improvisados. Helos aquí, si no entendí mal:
‑¿Qué es esto, amigos míos? ¡El vino que he bebido me hace ver doble! Hay dos Venus aquí...
El novio volvió bruscamente la cabeza, desconcertado, cosa que hizo reír a todo el mundo.
‑Sí, continuó Peyrehorade, hay dos Venus bajo mi techo. A una, la encontré bajo tierra, como una trufa; la otra, que ha bajado del cielo, acaba de repartirnos su cinturón.
Quería decir su liga.
‑Hijo mío, elige la Venus que prefieras, la romana o la catalana. El muy pícaro se queda con la catalana y se lleva la mejor parte. La romana es negra y la catalana es blanca. La romana es fría, la catalana inflama todo lo que se le acerca.
Este final provocó cales hurras, tan estrepitosos aplausos, y risas tan escandalosas, que creí que el techo iba a desplomarse sobre nuestras cabezas. En la mesa sólo había tres caras serias, las de los novios y la mía. A mí me dolía la cabeza, y, además, las bodas siempre me han entristecido. Esta boda, por otra parte, me desagradaba un poco.
Una vez que el teniente de alcalde cantó las últimas parrafadas, que eran bastante picantes, dicho sea de paso, pasamos al salón para ver la salida de la novia, que iba a ser acompañada enseguida a su habitación, pues era cerca de la medianoche.
Alphonse me llevó al hueco de una ventana y me dijo apartando los ojos:
‑Se burlará usted de mí, pero no sé qué me pasa... ¡estoy embrujado! ¡que el diablo me lleve!
Lo primero que se me ocurrió fue que se creía amenazado por alguna desgracia de las que hablan Montaigne y Mme. de Sévigné: «Todo imperio amoroso está lleno de historias trágicas, etc...»
«Creí que este tipo de hechos sólo le ocurrían a las personas inteligentes», me dije a mí mismo.
‑Ha bebido usted demasiado vino de Colliure, mi querido Alphonse ‑le dije‑, ya se lo advertí.
‑Sí, quizá, pero hay algo mucho más terrible.
Tenía la voz entrecortada. Le creí completamente borracho.
‑Mi anillo... ya sabe... ‑siguió, tras un silencio.
‑¿Y qué?, ¿se lo han robado?
‑No.
‑Entonces ¿lo tiene usted?
‑No..., yo..., no puedo quitárselo del dedo a esa maldita Venus.
‑Bueno, no habrá tirado con fuerza.
‑Claro que sí, pero la Venus, ha doblado el dedo.
Me miraba fijamente, despavorido, apoyándose en la falleba para no caerse.
‑Vaya historia ‑le dije‑, eso es que encajó demasiado el anillo. Mañana lo sacaremos con unas tenazas, pero con cuidado de no estropear la estatua.
‑Le digo que no. El dedo de la Venus está doblado, contraído; aprieta la mano ¿comprende?... Es mi esposa... por lo que se ve, puesto que le he dado mi anillo... y no quiere devolverlo.
Sentí un escalofrío de repente, y por un momento se me puso la carne de gallina. Luego, al suspirar él me llegó una bocanada de vino y desapareció toda la emoción.
«Este miserable», pensé, «está completamente borracho».
‑Usted es arqueólogo ‑siguió el novio en tono lastimoso‑, conoce este tipo de estatuas, hay quizá algún resorte, alguna brujería que yo no conozco... ¿y si fuera usted a ver?
‑De acuerdo ‑dije‑ venga conmigo.
‑No, sugiero que vaya solo.
Salí del salón.
El tiempo había cambiado durante la cena y empezaba a llover con fuerza. Iba a pedir un paraguas cuando un pensamiento me detuvo. Sería un idiota si fuese a comprobar lo que me ha dicho un borracho. Además, por otra parte, lo mismo ha querido gastarme una broma pesada para hacer reír a esos honrados provincianos; y lo menos que puede pasarme es que me cale hasta los huesos y agarre un buen resfriado.
Desde la puerta eché un vistazo a la estatua chorreante de agua y subí a mi habitación sin volver por el salón. Me acosté, pero no conseguía conciliar el sueño. Recordaba todas las escenas del día. Pensaba en aquella jovencita tan hermosa y tan pura abandonada en manos de un borracho brutal. ¡Qué cosa tan odiosa, me decía, un matrimonio de conveniencia! Un alcalde se pone una faja tricolor, un cura una estola, y la joven más honesta del mundo se entrega al Minotauro. Dos seres que no se aman ¿qué pueden decirse en semejante momento que dos amantes comprarían por el precio de su vida? ¿Puede una mujer amar alguna vez a un hombre al que ha visto comportarse de forma grosera? Ciertamente, las primeras impresiones no se borran, y estoy seguro de que este señor Alphonse merece ser odiado...
Durante mi monólogo, que abrevio bastante, había escuchado idas y venidas en la casa, puertas que se abrían y cerraban, coches que partían; luego me pareció oír en la escalera los pasos ligeros de algunas mujeres que se dirigían hacia el extremo opuesto del corredor. Era probablemente el cortejo de la novia que la acompañaba a la cama. Luego bajaron la escalera. La puerta de la señora de Peyrehorade se había cerrado. «Esta pobre chica», me dije, «¡debe estar tan turbada e incómoda!». Me revolví en la cama malhumorado. Un solterón no pinta nada en una casa donde se consuma una boda.
Se había hecho el silencio hacía un buen rato cuando se vio turbado por unos graves pasos que subían la escalera.
Los peldaños de madera crujieron estrepitosamente.
‑¡Ese necio! Apuesto a que se cae por la escalera.
Volvió la calma. Cogí un libro para distraer un poco mis pensamientos. Era una estadística de la región, que incluía un informe de Peyrehorade sobre los monumentos druidas del distrito de Prades. Me dormí en la tercera página.
Dormí mal y me desperté varias veces. Serían las cinco de la mañana y yo llevaba ya despierto más de veinte minutos cuando cantó el gallo. Iba a amanecer. Entonces oí claramente los mismos graves pasos, el mismo crujir de la escalera que había oído antes de dormirme. Me pareció extraño. Intenté, mientras bostezaba, imaginar por qué Alphonse madrugaba tanto. No se me ocurrió nada verosímil. Iba a cerrar los ojos de nuevo, cuando extrañas pisadas apresuradas, y a poco mezdadas con timbres y ruido de puertas cerradas con estrépito llamaron mi atención, luego distinguí unos gritos confusos.
«¡Ese borracho habrá prendido fuego en alguna parte!», pensé saltando de mi cama.
Me vestí rápidamente y salí al corredor.
Del extremo opuesto salían gritos y lamentos, y una voz desgarradora dominaba sobre todas las demás: «¡Mi hijo! ¡Mi hijo!» Era evidente que alguna desgracia le había ocurrido a Alphonse. Corrí a la habitación nupcial: estaba llena de gente.
Lo primero que vi fue a aquel joven a medio desvestir atravesado en la cama cuyas maderas estaban rotas. Estaba lívido, inmóvil. Su madre lloraba y gritaba junto a él. Peyrehorade, nervioso, le frotaba las sienes con agua de colonia, o le ponía sales bajo la nariz. Por desgracia hacía ya rato que su hijo estaba muerto. En un sofá, en el otro extremo de la habitación, estaba la novia presa de horribles convulsiones. Profería gritos inarticulados y dos robustas criadas tenían dificultades para contenerla.
‑¡Dios mío! ‑exclamé‑ ¿qué ha pasado? Me acerqué a la cama y levanté el cuerpo del desgraciado joven; estaba ya rígido y frío. Sus dientes apretados y su rostro ennegrecido revelaban la más horrible angustia. Parecía que su muerte había sido violenta y terrible su agonía. No había, sin embargo, rastros de sangre en sus ropas. Abrí su camisa y vi en su pecho una marca roja que se prolongaba en su costado y en la espalda. Se diría que había sido estrujado por un círculo de hierro. Pisé algo duro que había en la alfombra; me agaché y vi el anillo de diamantes.
Llevé a Peyrehorade y a su mujer a su habitación; luego hice venir a la novia.
‑Todavía les queda una hija ‑les dije‑, le deben ustedes cuidados.
Luego les dejé solos.
No me parecía extraño que Alphonse hubiera sido víctlma de un asesinato, cuyos autores habían encontrado el modo de introducirse por la noche en la habitación de la novia. Aquellas magulladuras en el pecho, su sentido circular, me preocupaban, pues ni un bastón ni una barra de hierro podían haberlas producido. De repente recordé haber oído contar que en Valencia los asesinos a sueldo utilizaban largos sacos de cuero llenos de arena para matar a la gente por cuya muerte habían cobrado. Inmediatamente pensé en el mulero aragonés y en su amenaza; sin embargo, apenas osaba creer que se hubiera tomado tan terrible venganza por una simple broma.
Recorrí la casa, buscando alguna entrada que hubieran forzado, sin encontrar nada. Bajé al jardín para ver si los asesinos se habían introducido por allí, pero no encontré ningún indicio seguro. Por otra parte, la lluvia de la víspera había inundado la tierra, de tal forma que no habría guardado huella alguna. Observé, no obstante, algunos pasos profundamente marcados en la tierra: los había en dos direcciones opuestas, pero sobre una misma línea, saliendo del ángulo del seto contiguo al frontón y que terminaban en la puerta de la casa. Podía tratarse de los pasos de Alphonse cuando fue a buscar su anillo en el dedo de la estatua. Por otro lado, el seto en aquel lugar era menos denso, y los asesinos lo habrían franqueado por aquel punto. Pasando una y otra vez delante de la estatua me detuve un instante a observarla. En esta ocasión, lo confieso, no pude contemplarla sin sentir un escalofrío ante su expresión de maldad irónica; y, con la cabeza llena de las terribles escenas de que había sido testigo, me pareció ver a una divinidad infernal regocijándose en la desgracia que había tenido lugar en aquella casa.
Volví a mi habitación y permanecí allí hasta mediodía. Salí entonces a pedir noticias a mis anfitriones. Estaban más tranquilos. La señorita Puygarrig, debería decir la viuda de Alphonse, había recobrado el conocimiento. Incluso había hablado con el procurador del rey en Perpiñán, que estaba de visita en Ille, y aquel magistrado había recibido su declaración. Me pidió la mía. Le dije lo que sabía, y no le oculté mis sospechas contra el mulero aragonés. Ordenó inmediatamente su detención.
‑¿Le ha dicho algo la mujer de Alphonse? ‑pregunté al procurador del rey, una vez escrita y firmada mi declaración.
‑Esa desdichada joven se ha vuelto loca ‑dijo sonriendo tristemente‑. ¡Loca!, ¡completamente loca! Mire lo que cuenta:
«Se había acostado, dice, hacía algunos minutos, y había corrido las cortinas, cuando se abrió la puerta de la habitación y entró alguien. En aquel momento ella estaba en el espacio que hay entre la cama y la pared, con la cara vuelta hacia la pared. No se movió convencida de que era su marido. Al cabo de un rato la cama crujió como si hubiera soportado un peso enorme. Tuvo mucho miedo pero no se atrevió a volver la cabeza. Transcurrieron así cinco minutos, diez quizá... no puede calcular el tiempo. Luego, ella hizo un movimiento involuntario, o bien lo hizo la persona que estaba en la cama y sintió el contacto de algo frío como el hielo, según expresiones suyas. Se acurrucó más en el espacio entre la cama y la pared, temblando. Poco después, la puerta se abrió por segunda vez y alguien entró diciendo: "Buenas noches, mujercita mía.» Un instante después descorrieron las cortinas y ella oyó un grito ahogado. La persona que estaba en la cama junto a ella se incorporó y pareció extender los brazos hacia delante. Ella volvió entonces la cabeza... y vio, dice, a su marido arrodillado junto al lecho, con la cabeza a la altura de la almohada, entre los brazos de una especie de gigante verdoso que le estrujaba con fuerza. Dice, ¡y me lo ha repetido veinte veces, la pobre mujer!... dice que reconoció, ¿lo adivina usted?, a la Venus de bronce, la estatua del señor de Peyrehorade.. Todo el mundo habla de ella en la región. Pero sigo con la narración de esa desdichada loca. Al ver aquello, perdió el sentido, y es probable que instantes antes hubiera perdido la razón. De cualquier manera, no sabe decir cuánto tiempo permaneció desvanecida. Al volver en sí, vio de nuevo al fantasma o la estatua, como dice constantemente, a la estatua inmóvil, con las piernas y la parte inferior del cuerpo en la cama, el busto y los brazos extendidos hacia adelante, y entre sus brazos su marido, que no se movía. Cantó el gallo. Entonces la estatua se bajó de la cama, dejó caer el cadáver y salió. Ella se colgó de la campanilla, y lo demás ya lo sabe usted.
Trajeron al español; estaba tranquilo y se defendió con sangre fría y presencia de ánimo. No negó la amenaza que yo había oído; pero lo explicaba diciendo que se refería a que al día siguiente, cuando hubiera descansado, habría ganado una partida de frontón a su vencedor. Recuerdo que añadió:
‑Un aragonés ofendido no espera al día siguiente para vengarse. Si hubiera creído que el señor Alphonse había querido insultarme le habría hundido mi cuchillo en el vientre.
Se compararon sus zapatos con las huellas de los pasos en el jardín. Sus zapatos eran mucho más grandes.
Finalmente, el hospedero en cuya casa se alojaba el hombre, aseguró que se había pasado toda la noche dando friegas y medicinas a una de sus mulas que estaba enferma.
Por lo demás, aquel aragonés era un hombre de buena reputación, conocido en la zona, ya que venía cada año para comerciar. De modo que le dejaron ir, pidiéndole disculpas.
Había olvidado la declaración de un criado, la última persona que había visto a Alphonse con vida. Cuando iba a subir a la habitación de su mujer, le llamó para preguntarle, con un aire inquieto, si sabía dónde estaba yo. El criado contestó que no me había visto. Entonces Alphonse suspiró y permaneció más de un minuto sin hablar, luego dijo: «¡Vaya!, ¡el diablo se lo habrá llevado también!»
Pregunté a aquel hombre si Alphonse llevaba el anillo de diamantes cuando habló con él. El criado vaciló antes de contestar. Por fin dijo que creía que no, pero que tampoco se había fijado.
‑Si hubiera llevado el anillo en el dedo ‑añadió sobreponiéndose‑ me habría llamado la atención, pues creía que se lo había dado a su mujer.
Al interrogar a aquel hombre noté en cierto modo el supersticioso temor que la declaración de la mujer de Alphonse había propagado por toda la casa. El procurador del rey me miró sonriendo, y no insistí más.
Unas horas después del funeral de Alphonse me dispuse a partir de Ille. El coche de Peyrehorade me conduciría a Perpiñán. A pesar de su debilidad, el pobre viejo quiso acompañarme hasta la puerta de su jardín. Lo cruzamos en silencio, él arrastrando los pies, apoyado en mi brazo. En el momento de separarnos miré por última vez a la Venus. Presentía que mi anfitrión, si bien no compartía el temor y el odio que la Venus inspiraba a parte de su familia, querría deshacerse de un objeto que le recordaba constantemente tan horrible desgracia. Yo tenía la intención de sugerirle que la cediera a un museo. Dudaba si entrar en el tema cuando Peyrehorade volvió maquinalmente la cabeza hacia donde me veía mirar fijamente. Vio la estatua y rompió a llorar. Le abracé, y sin atreverme a decir nada, subí al coche.
Desde mi partida no he sabido que luz alguna haya aclarado tan misteriosa desgracia.
El señor de Peyrehorade murió algunos meses después. En su testamento me legó sus manuscritos, que algún día publicaré. No he encontrado entre ellos el informe relativo a las inscripciones de la Venus.
P. S. Mi amigo el señor de P. acaba de escribirme desde Perpiñán diciéndome que la estatua ya no existe. Tras la muerte de su marido la primera preocupación de la señora de Peyrehorade fue hacerla fundir en una campana, y bajo esa forma se encuentra en la iglesia de Ille. «Pero ‑añade el señor de P.‑, parece que la mala suerte persigue a quienes poseen ese bronce. Desde que esa campana dobla en Ille, los viñedos se han helado dos veces.»
***
John Sheridan Le Fanu
EL FANTASMA Y EL ENSALMADOR
(The Ghost and the Bonesetter, 1838)
Del más famoso autor de historias de fantasmas de la literatura inglesa virtoriana, John Sheridan Le Fanu (Dublín, 1814‑1873; era irlandés protestante, descendiente de hugonotes franceses), presentamos un cuento juvenil, probablemente el primero que publicó. The Ghost and the Bonesetter está a medio camino entre el cuento fantástico de escuela «gótica» y la transcripción de una leyenda del folklore local. El hombre «sin miedo» que pasa la noche en un castillo dominado por un fantasma, es un viejo tema de las fábulas populares de todos los países. En la narración de Le Fanu, a este tema se le incorpora una tradición irlandesa por la cual el último enterrado en un cementerio debe ir a buscar agua para los muertos más antiguos, que sufren de sed por las llamas del purgatorio. Si dos funerales se desarrollan a un tiempo, tiene lugar, como efecto de esta creencia, una carrera entre ambos para que el muerto que llegue el último se encargue de la penosa obligación. (Guido Almansi, señalando este episodio, recuerda el funeral a todo correr en Entr'acte de René Clair.)
El original está escrito según la pronunciación angloirlandesa; su espíritu se encuentra por completo en el tono de narración oral. Es uno de los pocos cuentos de Le Fanu dominados por la ironía.
EL FANTASMA Y EL ENSALMADOR
AL revisar los papeles de mi respetado y apreciado amigo Francis Purcell, que hasta el día de su muerte y por espacio de casi cincuenta años desempeñó las arduas tareas propias de un párroco en el sur de Irlanda, encontré el documento que presento a continuación. Como éste había muchos, pues era coleccionista curioso y paciente de antiguas tradiciones locales, materia muy abundante en la región en la que habitaba. Recuerdo que recoger y clasificar estas leyendas constituía un pasatiempo para él; pero no tuve noticia de que su afición por lo maravilloso y lo fantástico llegara al extremo de incitarle a dejar constancia escrita de los resultados de sus investigaciones hasta que, bajo la forma de legado universal, su testamento puso en mis manos todos sus manuscritos. Para quienes piensen que el estudio de tales temas no concuerda con el carácter y la costumbres de un cura rural, es conveniente resaltar que existía una clase de sacerdotes ‑los de la vieja escuela, clase casi extinta en la actualidad‑, de costumbres más refinadas y de gustos más literarios que los de los discípulos de Maynooth.
Tal vez haya que añadir que en el sur de Irlanda está muy extendida la superstición que ilustra el siguiente relato, a saber, que el cadáver que ha recibido sepultura más recientemente, durante la primera etapa de su estancia contrae la obligación de proporcionar agua fresca para calmar la sed abrasadora del purgatorio a los demás inquilinos del camposanto en el que se encuentra. El autor puede dar fe de un caso en el que un agricultor próspero y respetable de la zona lindante con Tipperary apenado por la muerte de su esposa, introdujo en el féretro dos pares de abarcas, unas ligeras y otras más pesadas, las primeras para el tiempo seco y las segundas para la lluvia, con el fin de aliviar las fatigas de las inevitables expediciones que habría de acometer la difunta para buscar agua y repartirla entre las almas sedientas del purgatorio. Los enfrentamientos se tornan violentos y desesperados cuando, casualmente, dos cortejos fúnebres se aproximan al mismo tiempo al cementerio, pues cada cual se empeña en dar prioridad a su difunto para sepultarle y liberarle de la carga que recae sobre quien llega el último. No hace mucho sucedió que uno de los dos cortejos, por miedo a que su amigo difunto perdiera esa inestimable ventaja, llegó al cementerio por un atajo y, violando uno de sus prejuicios más arraigados, sus miembros lanzaron el ataúd por encima del muro para no perder tiempo entrando por la puerta. Se podrían citar numerosos ejemplos, y todos ellos pondrían de manifiesto cuán arraigada se encuentra esta superstición entre los campesinos del sur. Pero no entretendré al lector con más preliminares y procederé a presentarle el siguiente:
Extracto de los manuscritos del difunto reverendo Francis Purcell, de Drumcoolagh.
«Voy a contar la siguiente historia con todos los detalles que recuerdo y con las propias palabras del narrador. Tal vez sea necesario destacar que se trataba de un hombre, como se suele decir, bien hablado, pues durante mucho tiempo enseñó las artes y las ciencias liberales que a su juicio era conveniente que conocieran los despiertos jóvenes de su parroquia natal, circunstancia ésta que podría explicar la aparición de ciertas palabras altisonantes en el transcurso de la presente narración, más destacables por su eufonía que por la corrección con que se emplean. Sin más preámbulos, procedo a presentar ante ustedes las fantásticas aventuras de Terry Neil.
»Pues es una historia rara, y tan cierta como que yo estoy vivo, y hasta me atrevería a decir que no hay nadie en las siete parroquias que pueda contarla ni mejor ni con más claridad que yo, porque le pasó a mi padre y la he oído de su propia boca cien veces. Y no es porque fuera mi padre, pero puedo decir con orgullo que la palabra de mi padre era tan indigna de crédito como el juramento de cualquier noble del país. Tanto es así que cuando algún pobre hombre se metía en líos, siempre era él quien iba de testigo a los tribunales. Pero bueno, eso da igual. Era el hombre más honrado y más sobrio de los alrededores, aunque, eso sí, le gustaba un poco demasiado empinar el codo. No había en todo el pueblo nadie mejor dispuesto para trabajar y cavar, y era muy mañoso para la carpintería y para arreglar muebles viejos y cosas por el estilo. Y como es natural, también le dio por componer huesos, porque no había nadie como él para ajustar la pata de un taburete o de una mesa, y puedo asegurar que nunca hubo ensalmador con tantísima clientela, hombres y niños, jóvenes y viejos. No ha habido en el mundo nadie que arreglara mejor un hueso roto. Pues bien, Terry Neil, que así se llamaba mi padre, viendo que el corazón se le ponía cada día más ligero y la cartera más pesada, cogió unas tierrecitas que pertenecían al señor de Phalim, debajo del viejo castillo, un sitio bien majo. Ya fuera de noche o de día, iban a verle pobres desgraciados de toda la región con las piernas y los brazos rotos, que no podían ni apoyar siquiera un pie en el suelo, para que les juntara los huesos.
»Todo marchaba muy bien, señoría, pero era costumbre que cuando Sir Phelim salía al campo, unos cuantos arrendatarios suyos vigilasen el castillo, como una especie de homenaje a la vieja familia, y la verdad, era un homenaje muy desagradable para ellos, porque todo el mundo sabía que en el castillo había algo raro. Al decir de los vecinos, el abuelo de Sir Phelim, que Dios tenga en su gloria, era un caballero de los pies a la cabeza pero le daba por pasear en mitad de la noche, igual que lo hacemos usted o yo, y que Dios quiera que sigamos haciendo, desde el día que se le reventó una vena cuando sacaba un corcho de una botella. Pero a lo que vamos: el señor se salía del cuadro en el que estaba pintado su retrato, rompía todos los vasos y botellas que se le ponían por delante y se bebía lo que tuvieran, cosa que no es de extrañar. Si por casualidad entraba alguien de la familia, volvía a subirse a su sitio con cara de inocente, como si no supiera nada de nada, el muy sinvergüenza.
»Pues bien, señoría, como iba diciendo, una vez los del castillo fueron a Dublín a pasar una o dos semanas, así que, como de costumbre, varios arrendatarios fueron a vigilar el castillo, y a la tercera noche le tocó el turno a mi padre.
»"Maldita sea" se dijo para sus adentros. "Tengo que pasar en vela toda la noche, y encima con ese espíritu vagabundo, que Dios confunda, dando la tabarra por la casa y haciendo perrerías." Pero como no había forma de librarse de aquello, hizo de tripas corazón y allá que se fue a la caída de la noche, con una botella de whisky y otra de agua bendita.
»Llovía bastante y estaba todo oscuro y tenebroso cuando llegó mi padre. Se echó un poco de agua bendita por encima y, al poco tiempo, tuvo que beberse un vaso de whisky para entrar en calor. Le abrió la puerta el viejo mayordomo, Lawrence O'Connor, que siempre se había llevado bien con mi padre. Así que al ver quien era y que mi padre le dijo que le tocaba a él vigilar en el castillo, el mayordomo se ofreció a velar con él. Estoy seguro de que a mi padre no le pareció mal. Larry le dijo:
»‑Vamos a encender fuego en el salón.
»‑¿No será mejor en el comedor? ‑contesta mi padre, porque sabía que el retrato del señor estaba en el salón.
»‑No se puede encender fuego en el comedor, porque en la chimenea hay un nido de grajillas ‑dice Lawrence.
»‑Pues entonces vamos a la cocina, porque no me parece bien que una persona como yo esté en el salón ‑va y dice mi padre.
»‑Venga, Terry ‑dice Lawrence‑. Si vamos a mantener la vieja costumbre, más vale hacerlo como Dios manda.
»"¡Al diablo con las costumbres!", dijo mi padre, pero para sus adentros, a ver si me entiende, porque no quería que Lawrence notara que tenía miedo.
»‑Bueno, como a ti te parezca, Lawrence ‑dice‑, y bajaron a la cocina hasta que prendiera la leña en el salón, para lo que no tuvieron que esperar mucho.
»Al poco rato subieron otra vez y se sentaron cómodamente junto a la chimenea del salón y se pusieron a charlar, fumando y bebiendo a sorbitos el whisky, con un buen fuego de leña y turba para calentarse las piernas.
»Pues señor, como iba diciendo, estuvieron hablando y fumando tan a gusto hasta que Lawrence empezó a quedarse dormido, como solía pasarle con frecuencia, porque era un criado viejo acostumbrado a dormir mucho.
»‑Pero hombre, ¿será posible que te estés durmiendo? ‑dice mi padre.
»‑No digas bobadas ‑le contesta Larry‑. Es que cierro los ojos para que no me entre el humo del tabaco, que me hace llorar. Así que no te metas donde no te llaman ‑le dice muy tieso (porque el hombre tenía una panza enorme, que Dios le tenga en su gloria)‑, y continúa con lo que me estabas contando, que te escucho ‑le dice, cerrando los ojos.
»Cuando mi padre se dio cuenta de que no servía de nada hablarle, siguió con la historia de Jim Sullivan y su cabra, que es lo que estaba contando. Era una historia bien bonita, y tan entretenida que podría haber despertado a un lirón y aún más a un simple cristiano que se estaba quedando dormido. Pero, según como lo contaba mi padre, creo que jamás se ha oído nada por el estilo, porque le ponía toda el alma, como si le fuera en ello la vida, porque quería que Larry se mantuviera despierto. Pero no le sirvió de nada, porque le invadió el sueño, y antes de que terminara de contar la historia, Larry O'Connor se puso a roncar como un condenado.
»‑¡Maldita sea! ‑dice mi padre‑. Este tipo es imposible, es capaz de dormirse en la misma habitación en la que ronda un espíritu. Que Dios nos coja confesados ‑dice, y fue a sacudir a Lawrence para espabilarlo, pero cayó en la cuenta de que si lo despertaba, seguramente se iría a la cama y lo dejaría completamente solo, lo que sería todavía peor.
«"En fin, no molestaré al pobre hombre" ‑pensó mi padre‑. "No estaría bien interrumpirle ahora que se ha quedado dormido. Ojalá estuviera yo igual que él."
»Así que se puso a pasear por la habitación, rezando, hasta que rompió a sudar, con perdón. Pero como no le servía de nada, se bebió lo menos medio litro de alcohol para darse ánimos.
»"Ojalá estuviera tan tranquilo como Larry" ‑se dijo‑. "A lo mejor me duermo si me pongo a ello."
»Y al tiempo que lo pensaba arrastró un sillón grande hasta el de Lawrence y se acomodó lo mejor que pudo.
»Pero se me olvidaba contarle una cosa muy rara. Aunque no quería hacerlo, de vez en cuando miraba al cuadro, y se dio cuenta de que los ojos del retrato le seguían a todas partes y lo miraban fijamente y hasta le hacían guiños. Al ver aquello pensó: »Maldita sea mi suerte y el día en que se me ocurrió venir aquí. Pero nada vale lamentarse. Si tengo que morir, más vale armarse de valor."
»Pues bien, señoría, intentó tranquilizarse y hasta llegó a pensar que a lo mejor se había quedado dormido, pero lo desengañó el ruido de la tormenta, que hacía crujir las grandes ramas de los árboles y silbaba por el tiro de las chimeneas del castillo. Una vez, el viento dio tal bufido que le pareció que se iban a desmoronar los muros del castillo de lo fuerte que los sacudió. De repente acabó la tormenta, y la noche se quedó de lo más apacible, como en pleno mes de julio. No habrían pasado más de tres minutos cuando le pareció oír un ruido sobre la repisa de la chimenea. Mi padre abrió una pizca los ojos y vio con toda claridad que el viejo señor salía del cuadro poco a poco, como si se estuviera quitando la chaqueta. Se apoyó en la repisa y puso los pies en el suelo. Y entonces, el viejo zorro, antes de seguir adelante, se paró un rato para ver si los dos hombres dormían, y cuando creyó que todo estaba en orden, estiró un brazo y agarró la botella de whisky, y se bebió por lo menos medio litro. Cuando quedó satisfecho dejó la botella en el mismo sitio de antes con todo el cuidado del mundo y se puso a pasear por la habitación, tan sobrio como si no hubiera bebido ni una gota de alcohol. Cada vez que se paraba junto a él, a mi padre se le venía un olor a azufre, y le entró un miedo espantoso, porque sabía que es azufre precisamente lo que se quema en el infierno, con perdón. Se lo había oído contar muchas veces al padre Murphy, que tenía que saber lo que pasa allí. El pobre ya ha muerto, que Dios lo tenga en su gloria. Mire usted, señoría, mi padre estuvo bastante tranquilo hasta que se le acercó el espíritu. Madre mía, le pasó tan cerca que el olor a azufre le dejó sin respiración y le dio un ataque de tos tan fuerte que casi se cayó del sillón en que estaba.
»‑¡Vaya, vaya! ‑dice el señor parándose a poco más de dos pasos de mi padre y volviéndose para mirarlo‑. De modo que eres tú, ¿eh? ¿Qué tal te va, Terry Neil?
»‑A su disposición, señoría ‑dice mi padre (cuando se lo permitió el susto que tenía, porque estaba más muerto que vivo)‑. Me alegro de ver a su señoría.
»‑Terence ‑dice el señor‑, eres un hombre respetable (cosa que es cierta), trabajador y sobrio, un verdadero ejemplo de embriaguez para toda la parroquia.
»‑Gracias, señoría ‑respondió mi padre, cobrando ánimos‑. Usted siempre ha sido un caballero muy atento. Que Dios tenga en su gloria a su señoría.
»‑¿Que Dios me tenga en su gloria? ‑dice el espíritu (poniéndosele la cara roja de ira)‑. ¿Que Dios me tenga en su gloria? Pero ¡serás cretino y bruto! ¿Qué modales son ésos? ‑dice‑. Yo no tengo la culpa de estar muerto, y la gente como tú no tiene que restregármelo por las narices a la primera de cambio ‑dice, dando una patada tan fuerte en el suelo que casi rompió la madera.
»‑No soy más que un pobre hombre, tonto e ignorante ‑le dice mi padre.
»‑Desde luego que sí ‑dice el señor‑, pero para escuchar tus tonterías y hablar con gente como tú no me molestaría en subir hasta aquí, quiero decir en bajar ‑dice, y a pesar de lo pequeño que fue el error, mi padre se dio cuenta‑. Escúchame bien, Terence Neil ‑dice‑. Siempre fui un buen amo para Patrick Neil, tu abuelo.
»‑Sí que es verdad ‑dice mi padre.
»‑Y además, creo que siempre fui un caballero correcto y sensato ‑dice el otro.
»‑Así es como yo lo llamaría, sí señor ‑dice mi padre (aunque era una mentira muy gorda, pero ¡a ver qué iba a hacer!).
»‑Pues aunque fui tan sobrio como la mayoría de los hombres, o al menos como la mayoría de los caballeros, y aunque en algunas épocas fui un cristiano tan extravagante como el que más, y caritativo e inhumano con los pobres ‑va y dice‑, no me encuentro muy a gusto donde vivo ahora, que sería lo suyo.
»‑Sí que es una lástima ‑dice mi padre‑. A lo mejor su señoría debería hablar con el padre Murphy...
»‑Calla la boca, deslenguado ‑dice el señor‑. No es en mi alma en lo que estoy pensando. No sé cómo te atreves a hablar de almas con un caballero. Cuando quiera arreglar eso, iré a ver a quien se ocupa de estas cosas. No es mi alma lo que me molesta ‑dice sentándose frente a mi padre‑. Lo que tengo mal es la pierna derecha, la que me rompí en Glenvarloch el día en que maté a Barney.
«(Más adelante, mi padre se enteró de que era uno de sus caballos preferidos, que se cayó debajo de él al saltar la valla que bordea la cañada.)
»‑¿No será que su señoría se siente incómodo por haberlo matado?
»‑Calla la boca, estúpido ‑dice el señor‑. Ahora te explico por qué me molesta la pierna ‑dice‑. En el lugar en que paso la mayor parte del tiempo, a no ser los pocos ratos que me quedan para dar una vuelta por aquí, tengo que andar mucho, cosa a la que no estaba acostumbrado antes ‑dice‑; y no me sienta nada bien, porque sabrás que a la gente con la que estoy le gusta muchísimo el agua, porque no hay nada mejor para la sed y, además, allí hace demasiado calor ‑dice‑. Tengo la obligación de llevarles agua, aunque la verdad es que yo me quedo con muy poca. Te puedo asegurar que es una tarea complicada, porque esa gente parece estar seca y se la beben toda en cuanto la llevo. Pero lo que me lleva a mal traer es lo débil que tengo la pierna y, para abreviar, lo que quiero es que le des un par de tirones para ponerla en su sitio.
»‑Pues, señoría, yo no me atrevería a hacerle una cosa así a su señoría ‑dice mi padre (porque no le apetecía lo más mínimo tocar al espíritu)‑. Sólo lo hago con pobres hombres como yo.
»‑No seas pelotillero ‑dice el señor‑. Aquí tienes la pierna ‑dice, levantándola hacia mi padre‑. Dale un buen tirón, porque si no lo haces, te juro por todos los poderes inmortales que no te dejaré un solo hueso sano.
»Cuando mi padre oyó aquello, comprendió que no le iba a servir de nada resistirse, así que cogió la pierna y se puso a tirar hasta que la cara se le cubrió de sudor, bendito sea Dios.
»‑Tira fuerte, imbécil ‑dice el señor.
»‑Como mande su señoría ‑dice mi padre.
»‑Más fuerte ‑dice el señor.
»Y mi padre tiró con todas sus fuerzas.
»‑Voy a beber un traguito para darme ánimos ‑dice el señor, acercando la mano a la botella y dejando caer todo el peso del cuerpo. Pero, con todo lo listo que era, metió la pata, porque cogió la otra botella‑. A tu salud, Terence ‑dice‑, y sigue tirando con todas tus fuerzas ‑levantó la botella de agua bendita, pero casi no se la había acercado a los labios cuando soltó un grito tan grande que pareció como si la habitación fuera a hacerse pedazos, y pegó tal sacudida que mi padre se quedó con la pierna en las manos. El señor dio un salto por encima de la mesa, y mi padre salió volando hasta el otro extremo de la habitación y se cayó de espaldas en el suelo. Cuando volvió en sí, el alegre sol de la mañana se colaba por las contraventanas, y él estaba tumbado de espaldas en el suelo. Tenía agarrada un pata de una silla que se había desprendido, y el viejo Larry seguía dormido como un tronco y roncando. Aquella mañana, mi padre fue a ver al padre Murphy, y desde ese día hasta el de su muerte no dejó de confesarse ni de ir a misa, y, como hablaba poco de lo que le había pasado, la gente le creía más. En cuanto al señor, o sea el espíritu, no se sabe si porque no le gustó lo que bebió o porque perdió una pierna, el caso es que nadie le volvió a ver deambular.»
No hay comentarios:
Publicar un comentario