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jueves, 17 de junio de 2010

RELATO -- SELECCION : ALGERNON BLACKWOOD III





El Valle Perdido

Algernon Blackwood


I

MARK y Stephen, gemelos, eran un caso notable incluso dentro de su género: constituían no tanto un alma partida en dos como dos almas hechas con el mismo molde. Sus formas de ser eran casi idénticas: en gustos, en esperanzas, en temores, en deseos, en todo. Incluso les gustaba la misma clase de comida; llevaban la misma clase de sombreros, de corbatas, de trajes; y —lo que era el vínculo más fuerte de todos— por supuesto, les desagradaban las mismas cosas también. A la edad de treinta y cinco años, ninguno de los dos se había casado; porque, invariablemente, les gustaba la misma mujer; y cuando aparecía en su horizonte cierto tipo de chica, abordaban el problema con franqueza, concluían que era imposible separarse, le volvían la espalda a la vez y cambiaban de escenario antes de que dicha joven pusiese en peligro la paz en que vivían.

Porque el amor entre ambos era ilimitado —irresistible como una fuerza de la naturaleza, e indeciblemente tierno—, y su único terror era que un día llegaran a separarse.

Físicamente, incluso como gemelos, eran asombrosamente iguales. Hasta sus ojos eran idénticos: de ese gris verdoso del mar que a veces tira a azul y por la noche se puebla de sombras. Y las dos caras tenían el mismo tipo de nariz aguileña, labios severos y mandíbula pronunciada. Los dos poseían imaginación, una imaginación disparada, a la vez que una excelente voluntad controladora, sin la que tal don puede llegar a ser fuente de debilidad. Sus emociones eran intensas y vivas también. No de las que producen cosquilleo en la piel del corazón, sino de las que abren surco.

Los dos contaban con recursos propios, aunque habían estudiado Medicina movidos por un interés personal, especializándose Mark en enfermedades de los ojos y Stephen en las mentales y nerviosas; y ejercían de manera selectiva, incluso distinguida, en la misma casa de Wimpole Street, con sus nombres en sendas placas de bronce. Así: Dr. Mark Winters, Dr. Stephen Winters.

En el verano de 1900 salieron juntos al extranjero, como tenían por costumbre, a pasar los meses de julio y agosto. Solían explorar las cadenas de montañas, recopilando el folclore y la historia natural de cada región en pequeños volúmenes cuidadosamente ilustrados con fotografías de Stephen. Y este año en particular eligieron el Jura; es decir, el tramo que se extiende entre el Lac de Joux, Baulmes y Fleurier. Porque, evidentemente, no podían abarcar toda la cordillera en sólo unas vacaciones. Lo exploraban por partes, año tras año. Y elegían invariablemente como centro de operaciones algún pueblecito tranquilo y apartado donde hubiera menos peligro de conocer gente simpática que pudiese irrumpir en la felicidad de su afecto profundo y fraterno..., de su afecto insondable y místico de gemelos.

—Porque en el extranjero —dijo Mark—, la gente tiene unas maneras insinuantes a las que a menudo es difícil resistirse. Desaparece la fría reserva inglesa. La relación se convierte en íntima amistad antes de que a uno le dé tiempo a sopesarla.

—Exactamente —añadió Stephen—. Los convencionalismos que nos protegen en nuestro país se vuelven tenues de repente, ¿verdad? Y uno se queda desarmado y expuesto al ataque... al ataque inesperado.

Alzaron los ojos y se echaron a reír; porque se leían el pensamiento el uno al otro como expertos en telepatía. Los dos estaban pensando en el temor de que una mujer acabase llevándose al uno... dejando solo al otro.

—Aunque a nuestra edad, uno es casi inmune —comentó Mark; y Stephen, sonriendo, coincidió filosóficamente:

—O debería serlo.

—Lo es —remachó Mark concluyente. Porque, de común acuerdo, Mark desempeñaba el rôle de hermano mayor. Su carácter era, si acaso, una pizca más práctico. Era ligeramente más crítico respecto a la vida, quizá; mientras que Stephen estaba más dispuesto a aceptar las cosas sin analizarlas, incluso sin reflexionar. Pero Stephen era más rico en ese patrimonio de sueños que proviene de una imaginación querida por sí misma.

II

Estaban muy cómodos en el chalet del campesino, del que ocupaban un cuarto de estar y dos dormitorios. Se hallaban en la linde del bosque que se extiende por las laderas de Chasseron, en el extremo de Les Rasses más alejado de Ste. Croix. Marie Petavel les servía los guisos sencillos que les gustaban; y se pasaban el día caminando, escalando y explorando: Mark recogía leyendas y folclore, Stephen realizaba estudios de historia natural, con pequeños mapas y perspectivas que dibujaba con verdadera habilidad. Pero esto era sólo una distribución del trabajo; porque cada uno estaba igualmente interesado en la ocupación del otro, y compartían sus resultados durante las largas tardes, cuando regresaban a tiempo de sus expediciones, fumando en la desvencijada galería de madera, comparando notas, perfilando capítulos, felices como dos niños. Ponían un entusiasmo infantil en todo lo que hacían, y disfrutaban tanto cuando se separaban como cuando estaban juntos. Después de efectuar su excursión cada uno por su cuenta, regresaban invariablemente con sorpresas que despertaban el interés —incluso el asombro— del otro.

De este modo, el mundo extranjero de los hoteles —carente de pintoresquismo durante el día, ruidoso y acicalado por la noche— les ignoraba por completo. Y el ver —cuando pasaban por delante, atardecido— esos caravasares en pleno jolgorio les hacía apreciar aún más su apacible refugio en la vecindad del bosque. No llevaban traje de etiqueta en sus equipajes, ni siquera le smoking.

—El ambiente de esos hoteles inmensos envenena francamente el de las montañas —sentenció Stephen—. Elimina toda sensación de «hechizo».

—Esa gente —confirmó Mark, con cierto desdén en los ojos— sería mucho más feliz en Trouville o en Dieppe, flirteando y demás.

Sintiéndose, pues, al resguardo de esos celos que subyacen terriblemente cerca de la superficie de todos los grandes afectos, de cuya posesión exclusiva depende la vida entera, los dos hermanos miraban con indiferencia los signos de este mundo alegre que les rodeaba. No había en toda la muchedumbre un solo individuo que pudiese introducir peligro alguno en sus vidas: ¡al menos, ninguna mujer que pudiese gustar a uno de los dos se encontraba allí!

Porque hay que subrayar esta idea, aunque sin exagerar. Ciertos episodios del pasado (protagonizados generalmente, además, por alguna mujer no inglesa; por ejemplo, la aventura de Budapest, o el incidente en Londres con la joven griega que fue la primera paciente de Mark y luego de Stephen), de los que escaparon sólo gracias a la fuerza de voluntad de ambos, habían demostrado que el peligro era real. Ninguno de los dos hacía referencia clara a dicho peligro; aunque sin duda tenían más o menos vívidamente presente, cada vez que llegaban a un nuevo lugar, la singular quimera de que un día llegaría una mujer, escogería a uno y dejaría solo al otro. Era instintivo, probablemente, como es instintivo en el ciervo el miedo al lobo. Lo curioso —aunque bastante natural— era que cada hermano tenía miedo por el otro y no por sí mismo. Si alguien hubiese dicho a Mark que un día se casaría, éste se habría encogido de hombros con una sonrisa, y habría replicado: «No, ¡pero mucho me temo que Stephen sí se case!». Y viceversa.

III

Y entonces, de un cielo despejado, cayó el rayo... sobre Stephen. Le cogió totalmente desprevenido, y le dejó tambaleante. Porque Stephen, aún más que su hermano, poseía ese don glorioso aunque funesto, común a los poetas y los niños, por el que con unos pocos detalles insignificantes el alma construye para sí todo un cielo donde habitar.

Fue a finales del primer mes, un mes de serena felicidad juntos. Desde su exploración de los Abruzzos, dos años antes, no habían disfrutado tanto. Y ni un alma había venido a turbar su intimidad. Estaban haciendo planes para trasladar su cuartel general unas millas más hacia el Val de Travers y el Creux du Van; y les faltaba sólo fijar el día de la marcha, cuando Stephen, que volvía de pasar la tarde entregado a la fotografía, vio con súbito e inesperado desconcierto... un Rostro. Y la impresión fue literalmente como un golpe en pleno corazón.

Cómo puede ocurrirle una cosa así a un hombre fuerte, a un hombre de mente equilibrada, sano de espíritu y de nervios, y cambiar en un instante su serenidad en febril y apasionado deseo de posesión, es un misterio demasiado profundo para que lo puedan explicar la filosofía o la ciencia. Le invadió un súbito y tempestuoso deleite, un verdadero vértigo del alma, maravillosamente dulce a la vez que mortal. Aunque tales casos suelen ser rarísimos, es innegable que ocurren a veces.

Regresaba a casa, oscurecido ya, algo cansado. El sol se había ocultado tras el horizonte de Francia, a su espalda. Desde el otro lado del extenso campo que llegaba hasta las montañas distantes del valle del Ródano, la luz de la luna ascendía con alas de espectral resplandor y se adentraba en las hendiduras y pinares del Jura, en torno suyo. El aire fresco de la noche se movía susurrante; se veían parpadear luces a través de las aberturas entre los árboles, y todo olía como un jardín.

Debió de desviarse bastante de la dirección correcta —sendero no había ninguno—, porque en vez de dar con el camino de montaña que conducía derecho al chalet, desembocó de repente en un charco de luz eléctrica que rodeaba uno de los pequeños hoteles de madera, junto a la linde del bosque. Lo reconoció en seguida porque él y su hermano lo evitaban siempre deliberadamente. No parecía tan animado y concurrido como los grandes caravasares; de todos modos, estaba lleno de una clase de gente por la que ellos no sentían el menor interés. Stephen se había apartado lo menos media milla de su camino.

Cuando se tiene la mente vacía y el cuerpo cansado, parece que el sistema nervioso llega a un grado de sensibilidad a las impresiones imposible de alcanzar cuando una y otro se encuentran en pleno vigor. El rostro de esta joven, recortado en el cristal del mirador del hotel, se proyectó hacia él con un halo súbito e invasor, y tomó la más completa posesión imaginable de esa vacuidad transitoria de su espíritu. Antes de que pudiese pensar ni hacer nada, aceptarlo o rechazarlo, se había alojado para siempre en el centro mismo de su ser. Se detuvo, como ante un relámpago inesperado, contuvo el aliento... y se quedó mirando.

Un poco apartado de la multitud de gente «elegante» que había sentada bajo la luz eléctrica, este rostro de oscuro y melancólico esplendor se alzó, a poca distancia de sus ojos, suave y maravilloso, como si la belleza de la noche —del bosque, de las estrellas, de la luna saliendo— se hubiese derramado, concentrándose en la superficie de un simple semblante humano. Enmarcada en el cristal de una esquina de los grandes ventanales, escrutando de soslayo la oscuridad, la visión de esta joven, a menos de veinte pies de donde él se había detenido, le produjo una impresión del más convincente deleite que había experimentado nunca. Fue casi como si viese a alguien que acabara de caer de otro mundo en medio de toda esta gente de hotel. Y en cierto modo, de otro mundo era, sin lugar a duda; porque nada había en su rostro que perteneciese a los países europeos que él conocía. Era de oriental. Y con esta visión, la magia de otros soles inundó su alma; se iluminó fugazmente la pompa de otros cielos, y se apagó. En rincones de su ser que hasta ahora habían permanecido a oscuras se encendieron antorchas.

La incongruencia de su entorno acentuaba el contraste con ventaja para ella; pero lo que al primer pronto la hacía tan extraordinariamente llamativa era la singular casualidad de que no la tocaba el haz de luz eléctrica. De hombros para abajo, estaba en sombra. Sólo al echarse hacia atrás, contra la ventana, con la cara y el cuello ligeramente vueltos, cayó sobre sus exquisitas facciones orientales el suave resplandor de la luna naciente. Y a los ojos de Stephen, fue hermosa como no lo había sido ninguna hasta ahora. Apartada de la vulgar multitud como se aparta una planta exótica de las yerbas que ahogan su desarrollo, su rostro pareció ir flotando hacia él por el sendero que trazaban los rayos sesgados de la luna. Y con él, fue literalmente ella. Una proyección emanada de la conciencia de él voló a su encuentro. La sensación de proximidad le cortó el aliento, con ese desmayo que lleva aparejado una dicha demasiado grande. La sintió en sus brazos, y sus labios se hundieron en los fragantes cabellos de ella. La sensación fue de intenso gozo y dolor, como en un éxtasis. Y quizá fue de naturaleza verdaderamente extática: porque, al parecer, él estaba fuera de sí.

Permaneció allí, clavado en el charco de luz lunar junto al límite del bosque, quizá un minuto entero, tal vez dos, antes de comprender lo que había sucedido. Luego recibió una segunda impresión, más avasalladora que la primera; porque vio que la joven no sólo le estaba mirando, sino que se levantaba como en un incipiente gesto de reconocimiento. Como si le conociese; con su cabecita graciosamente inclinada hacia delante, mientras sus dulces ojos sonreían claramente.

El anhelo impetuoso y definido que le invadió la sangre le enseñó en ese instante el secreto espiritual de que el dolor y el placer son esencialmente una misma fuerza. El intento de dominarse que hizo de manera instintiva fue barrido por completo. Algo centelleó en los ojos de ella que disolvió los cimientos mismos de su resolución. Stephen retrocedió tambaleante, se agarró al árbol más cercano para no caer y, al hacerlo, salió del charco de luz lunar, y desapareció de la vista, sumiéndose en las sombras de atrás.

Por increíble que pueda parecer en estos tiempos de exiguos idilios, este hombre de carácter firme y fuerte, que hasta aquí sólo había sabido de tales asaltos por referencias de otros, se apoyó ahora, vacilante, contra un tronco de pino, experimentando toda la dulce debilidad del flechazo irresistible.

—¡Dios mío, por esto me dejaría morir de hambre! ¡Soportaría un siglo de tortura, a cambio de darle un instante de felicidad...!

Porque con su torpe, concentrada pasión, se le escaparon las palabras antes de saber lo que hacía y decía; pero una vez dichas, se dio cuenta de lo penosamente pobres que eran para expresar una décima parte de lo que era un río creciente en su interior. Todas las palabras se le fueron: la respiración, que tan deprisa entraba y salía, no contenía ya ninguna.

Al retroceder hacia la sombra, la joven se había vuelto a sentar; aunque seguía mirando fijamente hacia el lugar que él acababa de dejar. Stephen, que había perdido toda capacidad de movimiento, se quedó mirando también. Entretanto, la imagen se estaba grabando con hierro al rojo en plásticas profundidades de su alma cuya existencia jamás había sospechado. Y otra vez, con la magia de este anhelo avasallador, pareció sacarla de entre la horda de huéspedes del hotel, hasta tenerla cerca de los ojos, cálida, perfumada, acariciante. Su rostro intensamente espléndido y delicado, amado ya más que ninguna otra cosa en la vida, se encendió al roce de sus labios. Stephen, ante el gozo, el asombro, el misterio de todo esto, sintió vértigo. Se disolvieron las fronteras de su ser... y luego se ensancharon para incluirla.

Por las palabras con que un enamorado se esfuerza en describir el rostro que adora adivinamos sólo una pequeña parte de su imagen: estos símbolos de vagos colores ocultan más belleza de la que revelan. Stephen no intentó analizar el inefable secreto de este rostro ovalado, oscuro, joven, que vio ladeado a la luz de la luna, con los párpados bajos sobre unos ojos almendrados, un cabello suave y brumoso, y envuelto todo por el misterio penetrante del amor. Lo aceptó, a la vez que se zambullía en un total abandono de sí mismo. Sólo se dio cuenta vagamente de que la naricilla, sin ser judía, se curvaba de manera especial hacia una barbilla cincelada delicadamente y con firmeza; de que sus labios expresaban la invitación de toda la feminidad de otra raza, una raza ajena a la suya: una raza oriental; y de que había en ese rostro algo no domado, casi salvaje, que corregía la exquisita ternura de sus ojos grandes, castaños, soñadores. La poderosa revolución del amor propagó su suave marea hacia todos los rincones de su ser.

Además, aceptó igualmente ese gesto de acogida, tan inesperado y espontáneo a la vez (¡tan natural, le parecía ahora!), la sonrisa de reconocimiento que tan deliciosa perplejidad le había causado. La joven había sentido lo que había sentido él; incluso se había delatado como él, con un movimiento súbito, incontrolado, de revelación y placer; y explicarlo con cualquier saber mundano y vulgar sería despojarlo de su entrañable pudor, veracidad y prodigio. Ella anhelaba conocerle, lo mismo que él anhelaba conocerla a ella.

Y todo esto en el corto espacio —según computan los hombres el tiempo— de dos minutos: incluso menos.

Jamás ha entendido Stephen cómo en ese instante fue capaz de frenar todo gesto precipitado e impulsivo. Sostuvo una lucha: breve, dolorosa, confusa. Pero acabó con una nota de alegría triunfal: el transporte de la felicidad futura...

Recuerda con gran esfuerzo que recobró el uso de los pies, y reemprendió el camino de regreso, saliendo otra vez a la luz de la luna. La joven de la ventana observó, con la cabeza vuelta, cómo se alejaba; estiró el cuello para seguir mirando, hasta que salió de su ángulo de visión; incluso agitó su mano pequeña y oscura.

«Voy a llegar tarde», fue el pensamiento que cruzó veloz por la mente de Stephen. Hacía frío; intenso hasta doler. «Mark se preguntará qué diablos me ha pasado...»

Porque, con rápida y terrible reacción, el significado de todo esto —las posibles consecuencias del Rostro— le inundó el corazón y se lo anegó como una riada de agua fría. Al calcular su amor fraternal, incluso su amor de gemelo, jamás había imaginado una cosa así: jamás había contado con la eventualidad de una fuerza capaz de hacer que todo en el mundo pareciese trivial...

De haber estado allí Mark, con su actitud más crítica ante la vida, habría podido analizarlo en seguida. Pero Mark no estaba allí. Y Stephen había... visto.

Esas cuerdas poderosas de la vida, como de un instrumento, sobre las que yace extendido el corazón del hombre, se habían puesto a temblar tremendamente. En su interior latían y se derramaban nuevas vibraciones. Algo se le desintegró dentro; y en su lugar nació algo maravilloso. El Rostro había establecido su dominio sobre las regiones secretas de su alma; a partir de ese momento, el proceso fue maquinal e inevitable.

IV

Entonces, espectral y fría, surgió la imagen de su hermano ante su visión interior. Le salió al paso, en el sendero, el amor profundo y fraterno de gemelo.

Caminaba tropezando con las raíces y las piedras, tratando de dominarse, aunque a duras penas lo conseguía. Se habían abierto ventanas en todos los rincones de su alma; a través de ellas veía un mundo nuevo, inmenso, de colores gloriosos. Detrás de él, en las sombras, mientras sus ojos miraban y su corazón cantaba, se alzó el único pensamiento que hasta aquí había regido su vida: su amor a Mark. Se había vuelto ya inequívocamente borroso.

Porque ambas pasiones eran reales y dominantes: la una generada a lo largo de treinta y cinco años de afecto y consolidada por mil asociaciones y sacrificios, la otra caída del cielo con sobrecogedora brusquedad. Y desde el primer instante comprendió que no podían subsistir las dos a la vez. Debía morir una para alimentar a la otra...

En la escalera notó la fragancia de un tabaco extraño y, para su sorpresa e inmenso alivio, al entrar en el chalet descubrió que, por primera vez, su hermano no estaba solo. Un hombre bajo y moreno hablaba en tono grave con él, de pie junto a la ventana: junto a la ventana donde evidentemente había estado Mark esperándole inquieto. Antes de presentarle al desconocido, Mark manifestó su alivio:

—Estaba empezando a temer que te hubiese ocurrido algo —dijo en voz baja, pero de manera que el otro le oyó. Y tras una pausa, durante la que escrutó con atención la cara de Stephen, añadió—: no te hemos esperado para cenar, como ves; pero la vieja Petavel te ha guardado la cena en la cocina para conservarla caliente y dispuesta.

—Yo... esto... me he extraviado —dijo Stephen con presteza, desviando la mirada de Mark al desconocido, y preguntándose vagamente quién sería—. Me he confundido en la oscuridad...

Mark recordó su obligación, ahora que su inquietud había desaparecido, y se apresuró a presentárselo: era un profesor de una universidad rusa, interesado en el folclore y las leyendas, que había leído el libro sobre los Abruzzos y había averiguado por pura casualidad que eran vecinos aquí en el bosque. Se hospedaba en un pequeño hotel de Les Rasses, y se había atrevido a venir a presentarse. Stephen estaba demasiado ocupado intentando ocultar el conflicto de sus nuevas emociones para notar que Mark y el desconocido parecían tratarse con relativa familiaridad. Tenía tanto miedo de que le traicionasen las tribulaciones de su corazón que era incapaz de percibir nada sutil o desacostumbrado en los demás.

—El profesor Samarianz es de Tiflis —explicaba Mark—, y me ha estado contando cosas de lo más interesantes sobre las leyendas y el folclore del Cáucaso. Tenemos que ir un año, Stephen... El señor Samarianz ha prometido amablemente facilitarme cartas de presentación para personas que pueden sernos útiles... Me ha hablado, también, de una preciosa leyenda sobre un «Valle perdido» que existe por aquí, donde los espíritus de los que mueren por propia mano, y los que tienen una muerte violenta, encuentran una paz perpetua: o sea la paz que les niegan todas las religiones...

Mark siguió hablando durante unos minutos, mientras Stephen se despojaba de la mochila e intercambiaba unas palabras con el visitante, que hablaba un excelente inglés. No estaba seguro de lo que decía, pero confiaba hablar con suficiente sensatez y sosiego, a pesar de las pasiones que tan terriblemente combatían en su pecho. Notó, sin embargo, que el rostro de este hombre poseía un atractivo especial, aunque no lograba determinar dónde concretamente residía su secreto. Luego, pretextando hambre, entró en la cocina a cenar, enormemente aliviado de tener una ocasión para poner un poco de orden en sus pensamientos; y cuando volvió, veinte minutos después, descubrió que su hermano estaba solo. El profesor Samarianz se había ido. Aún duraba en la habitación el perfume de sus cigarrillos de extraño aroma.

Mark, tras escuchar a medias el resumen del día que hacía su hermano, comenzó a hablar atropelladamente de su nuevo interés: estaba entusiasmado con el Cáucaso y su folclore y con la feliz casualidad de que este desconocido se hubiese cruzado en su camino. La leyenda de un «Valle perdido» en el Jura era sumamente interesante, también, y manifestó su asombro de no haber topado hasta ahora con ningún indicio de dicha historia.

—Imagino —exclamó, tras una relación que duró media hora— que ha venido de uno de esos pequeños hoteles que hay en el límite del bosque... de ése bullicioso que siempre procuramos evitar. Nunca sabe uno dónde se esconde su suerte, ¿verdad? —añadió, con una carcajada.

—Tú, desde luego que no —replicó Stephen en voz baja, ahora totalmente dueño de sí; o al menos de su mirada y su voz.

Y, para su secreta satisfacción y placer, fue Mark quien facilitó la excusa para seguir en el chalet, en vez de trasladarse más abajo del valle como habían pensado. Además, habría sido absurdo y poco natural dejar de investigar una leyenda tan pintoresca como la del «Valle perdido».

—Estamos muy a gusto aquí —añadió Mark en voz baja—; ¿por qué no quedarnos un poco más?

—Desde luego, ¿por qué no? —contestó Stephen, confiando en que no se delatara la terrible tormenta interior que al punto se le desató otra vez ante tal perspectiva.

—No te apetece, ¿verdad, muchacho? —insinuó Mark, amable.

—Al contrario; me apetece, y mucho —fue la respuesta.

—Bien. Entonces nos quedaremos.

Pronunció estas palabras tras una pausa de segundos. Stephen, que estaba en el fondo de la habitación ordenando sus muestras junto a la lámpara, alzó los ojos vivamente. La cara de Mark, que estaba sentado en el antepecho de la ventana, en la oscuridad, apenas era visible. Sin duda fue algún matiz de su voz lo que transmitió al corazón de Stephen un súbito destello de advertencia.

Una sensación de frío le recorrió fugazmente, y desapareció. ¿Se había traicionado ya? ¿Era la sutil, casi telepática comunicación entre dos gemelos, desarrollada a tal extremo que podían transmitirse emociones con el mínimo de palabras o gestos, incluso sumidos en la sombra de sus respectivos silencios? Y otro pensamiento: ¿había algo distinto en Mark, también... algo que había cambiado en él? ¿O era meramente su propia pasión, voraz e incontenible, aunque severamente reprimida, que le alteraba el juicio y le volvía imaginativo?

¿Qué se alzaba oscuramente en la habitación... entre ellos?

Un dolor repentino y tremendo le quemó por dentro al comprender de manera incuestionable, y con intensa y cruel penetración, que uno de estos dos amores de su corazón debía morir inevitablemente para alimentar al otro, y que quizá tuviera que ser... el de Mark, Le llegó de golpe su significado completo. Y ante tal pensamiento, todo su amor profundo de treinta años se alzó en su interior como una riada, fluyendo a raudales por las bocas de la vida, tratando de arrollar y arrastrar los obstáculos que amenazaban con desviarlo. Detrás de los ojos le ardían lágrimas no derramadas. Y soportaba un grado de dolor concreto y físico.

Tras un momento de feroz autodominio, dio media vuelta y cruzó la habitación: pero antes de haber recorrido la mitad de la distancia que le separaba de la ventana donde estaba su hermano fumando, el torrente de palabras —¿debían haber sido de confesión, de remordimiento, de renovado afecto?— le había abandonado, al extremo de olvidársele por completo. En su lugar le salieron frases vulgares y sin vida. Apenas les prestó atención, aunque las pronunciaron sus labios.

—Vamos, Mark, muchacho —dijo, consciente de que le temblaba la voz, y de que otra cara se superponía imperiosa a la que miraba—; es hora de acostarse. Estoy rendido como tú.

—Tienes razón —replicó Mark, mirándole fijamente, al tiempo que se volvía hacia la lámpara—. Además, el aire de la noche está refrescando... y llevamos todo el rato sentados en la corriente.

Por primera vez en la vida no pudieron encontrarse los ojos de los dos hermanos. Ninguna de las dos miradas se dirigió al centro de la otra. Fue como si colgase un velo entre ambas y fuese necesario enfocarlas deliberadamente. Se miraron de frente como de costumbre, pero con esfuerzo... con momentánea dificultad. La habitación, también, como Mark había dicho, estaba fría; y la lámpara, ya sin aceite, empezaba a oler. La luz y el calor se estaban apagando a la vez. Era hora de acostarse.

Salieron juntos del brazo, los dos hermanos, y la larga sombra de los pinos, proyectada a través de la ventana por la luna ascendente, se extendió en el piso como unos brazos que se agitaban. Y el viento arrebató de las ramas negras del exterior un aluvión de suspiros y los esparció por el tejado y las paredes, mientras ellos se dirigían a sus dormitorios, a uno y otro lado del pequeño corredor.

Cuatro horas más tarde, cuando la luna estaba en lo alto y la habitación no contenía sino una densa sombra, se abrió la puerta suavemente y entró... Stephen. Estaba vestido. Cruzó el piso sigilosamente, abrió la ventana, y salió a la galería. Un minuto después había desaparecido en el bosque, más allá de la franja de huerto de detrás del chalet.

Eran las dos de la madrugada, y el sueño no había rozado siquiera sus ojos. Porque le ardía el corazón, le dolía y luchaba dentro de él; y sentía la necesidad de espacios abiertos y de las grandes fuerzas de la noche y las montañas. Jamás se había visto en una batalla así. Recordó lo que había dicho su hermano hacía años, riendo, medio en serio medio en broma: «...Si alguna vez uno de los dos sucumbe al amor, muchacho, le habrá llegado al otro la hora de... ¡irse!». Y los dos sabían cuál era el significado último de esa palabra.

Cruzó los claros del bosque, perfumados por la noche, hasta que llegó al lugar donde el Rostro de suave esplendor le había bendecido el alma con su luz misteriosa. Se sentó y, con la espalda apoyada en el mismo árbol que le había sostenido hacía unas horas, lanzó sus pensamientos a la batalla con toda la fuerza de su voluntad y su carácter detrás. Muy sosegadamente, y con todo el cuidado, precisión y firmeza mental que habría dedicado a un «caso» difícil en Wimpole Street, hizo frente a la situación y luchó contra ella. Las emociones, después de las cuatro horas que se había pasado en la cama dando vueltas sin dormir, se habían mitigado un poco. En un sentido de la palabra, estaba sereno, era dueño de sí. Veía los hechos —con las enormes consecuencias que podían traer— desnudos. Y viéndose así, se daba cuenta de lo mucho que llevaba recorrido ya en ese dulce sendero que le conducía a la joven... y le alejaba de su hermano.

No conocía ningún detalle sobre ella; ni siquiera si era libre; sólo sabía que la amaba, y que su vida entera se consumía de deseo de ofrecerse en sacrificio a ese amor. Ésa era la pura realidad. El problema le atormentaba. ¿Podía hacer algo para contener la riada que seguía subiendo, para detener su terrible inundación? ¿Podía desviar su caudal, y ofrendarlo, con la joven y todo, en el altar de ese otro amor: el afecto de gemelo por su hermano, la misteriosa afinidad que hasta aquí había regido y dirigido todas las corrientes de su alma?

No cabía pensar en deshacer lo que ya estaba hecho. Aunque no volviese a ver nunca más ese rostro, ni oyese la voz de esos labios; aunque no llegase a conocer la magia del contacto, el perfume de los pensamientos íntimos, o la inefable beatitud de confesarle su ardiente mensaje y oír el murmullo del de ella... el amor había fraguado ya entre ellos. Era inextirpable. Stephen la había visto. La placa sensible había recibido su retrato indeleble.

Porque no era ésta una pasión surgida de la mera proximidad que da lugar a tantos matrimonios desajustados en el mundo. Era una unión profunda y mística ya consumada, psíquica en el sentido total, inevitable como el matrimonio del viento y el fuego. Casi oyó la risa de su propia alma al pensar en la revolución llevada a cabo en un instante del tiempo por el mensaje de una simple mirada. ¿Qué tenía que decir la ciencia, o su propia especialidad científica, sobre esta tempestad de fuerzas que le invadía y barría con sus hermosos terrores de viento y relámpagos las regiones más recónditas de su ser? ¿Que tenía que decir o pensar de este torbellino que le sacudía, que le envolvía deliciosamente, que hacía ya muy dulce la idea de sacrificar a su hermano?

¡Nada, nada, nada...! Sólo podía echarse en sus brazos y descansar, con esa paz —más honda que ninguna otra cosa en la vida— que conoce el místico cuando se sabe rodeado por los brazos eternos, y que su unión con la fuerza más grande del mundo se ha consumado.

No obstante, Stephen luchó como un león. Su voluntad se alzó, oponiéndose a la invasión... Y al final, esa voluntad de hierro, adiestrada como la adiestran todos los hombres de temple frente a las dificultades de la vida, logró un resultado claro y concreto. Este resultado fue casi un tour de force, quizá, aunque pareció válido. Gracias a él, Stephen logró adoptar una postura que intuía imposible, pero en la que decidió, mediante un acto deliberado de casi increíble volición, permanecer asido. Decidió dominar su obsesión, y permanecer fiel a Mark...

El esplendor del cercano amanecer bañaba la lejana cadena del Jura, borrosa y azul, cuando se levantó por fin, cansado y frío, para regresar al chalet.

Se dio cuenta plenamente de lo que significaba la resolución a la que había llegado. Y el saberlo le heló por dentro hasta una rigidez como la de la muerte. Era atroz el dolor de su corazón en lucha contra esa resolución. Había calculado, o así lo creía al menos, la importancia de su sacrificio. De hecho, su decisión era totalmente artificial, y su resolución estaba dictada por un código moral más que por esas fuerzas originales que rigen la vida y son las únicas que producen cambios permanentes. Stephen tenía madera de héroe; y dicho esto, hemos dicho todo cuanto el lenguaje puede decir.

De regreso en el fresco y pálido amanecer, mientras cruzaba los prados abiertos donde la bruma se levantaba y el rocío lo cubría todo como una lluvia, pensó de repente en ella muerta —o sea muerta como él había decidido que debía estar muerta— por él. E inmediatamente, como obedeciendo a una orden, se eclipsó toda la luz del paisaje y del mundo. Se le enfrió el alma, y se le ensombreció la dulzura de su vida. Porque era su antigua alma la que amaba, y negarlo era negar la vida misma. Había pronunciado sobre sí una sentencia de muerte por inanición: muerte lenta y prolongada acompañada de torturas de la más exquisita descripción. Y mientras caminaba por este sendero, creía de veras que su pequeña voluntad humana podía darle firmeza.

Se abría paso por la yerba empapada con el júbilo de tan inmenso sacrificio cantando singularmente en su sangre. Llevaba en el corazón el esplendor del sol naciente en la montaña y toda la frescura vital del amanecer. Llegó al chalet casi antes de darse cuenta; y allí, de pie en la galería, esperándole, con su bata gris subida hasta las orejas para protegerse del aire penetrante, estaba... ¡Mark!

Y de algún modo, al verle, decayó y le desapareció todo ese falso júbilo. Se detuvo en seco, y le miró como podría haber mirado a su verdugo. Su visión le devolvió bruscamente, con el más intenso dolor, a la realidad.

—No podías dormir, como yo, ¿eh? —dijo Mark desde lejos, en voz no muy alta para no despertar a los campesinos que dormían en la planta baja.

—¿Has estado desvelado tú también? —replicó Stephen.

—Toda la noche. No he pegado ojo —luego Mark añadió, mientras su hermano subía por la escalera de madera hacia él—. Sabía que estabas despierto. Lo intuía. Y sabía también que... habías salido.

Un silencio cruzó entre los dos. Ambos habían hablado con sosiego, con naturalidad, sin manifestar sorpresa.

Sí —dijo Stephen por fin—; lo que siente uno repercute siempre en el otro: el dolor, el ánimo... —calló de repente, dejando la frase sin terminar.

Se miraron a los ojos como en otro tiempo. Stephen experimentó un instante de frío terror en el que percibió que su hermano había adivinado la verdad. Entonces Mark le cogió del brazo y le llevó adentro de puntillas.

—Escucha, Stevie —dijo con suma ternura—; no hace falta que digas nada: sé que no eres feliz por algo; y por tanto, como es natural, tampoco yo lo soy —calló, como buscando las palabras. En circunstancias normales, Stephen habría captado su pensamiento exacto; pero ahora el tumulto de emociones reprimidas enturbiaba su capacidad de adivinación. Sintió el brazo atrapado por una súbita tenaza. Se acercaron más el uno al otro. No habló ninguno de los dos. Luego Mark, muy bajo, atropelladamente, dijo (casi murmuró)—: En realidad, es culpa mía... ¡muchacho!

Stephen se volvió, asombrado, y se quedó mirándole. ¿Qué diablos quería decir su hermano? ¿De qué estaba hablando? Antes de que pudiese recobrar el habla, sin embargo, siguió Mark, hablando claramente ahora, y con muestras de una fuerte emoción en la voz:

—Te diré lo que vamos a hacer —exclamó con súbita decisión —: ¡nos iremos, nos marcharemos! Puede que llevemos aquí demasiado tiempo. ¿Eh? ¿Qué dices a eso?

Stephen no notó con qué intensidad observaba Mark su cara. Al pensar en la separación que supondría, toda su poderosa resolución se vino abajo como un castillo de naipes. Su vida entera pareció derretirse y correr como un impetuoso torrente de anhelo hacia el Rostro.

Pero contestó con serenidad, manteniendo su propósito artificialmente con una fuerza de voluntad que parecía retorcer y arrancar su vida de raíz, con indecible dolor. No habría sido capaz de soportar la tensión más de unos segundos. Su voz sonó extraña y distante:

—De acuerdo; a final de semana —dijo; sentía una debilidad espantosa que le llenaba de frío—; eso nos dará tres días para hacer planes, ¿te parece bien?

Mark asintió. Sus caras estaban arrugadas como las de dos viejos. Pero no había nadie que advirtiese eso... ni la pétrea severidad que había caído súbitamente sobre sus ojos y sus labios.

Entraron en el chalet cogidos del brazo y se dirigieron a sus respectivos dormitorios sin decir una palabra más. El sol se elevó a ras de las copas de los árboles y derramó sus primeros rayos sobre el sitio donde ellos acababan de estar.

VI

Bajaron en bata, bastante tarde, a desayunar. Estaban callados, serios y ligeramente preocupados. Ninguno de los dos hizo alusión al encuentro de la madrugada. Nuevas arrugas surcaban sus rostros: parecían idénticas, y les bajaban de las comisuras de la boca en un gesto de hosquedad, donde hasta ahora había sido sólo de firmeza.

Los ojos de ambos veían nuevas cosas, nuevas distancias, nuevos terrores. Algo, temido hasta ahora sólo como una posibilidad, se había acercado y estaba junto a ellos por primera vez como una realidad. El sueño, donde se confirman y ratifican los cambios ofrecidos al alma durante el día, había establecido este nuevo factor en la ecuación personal de ambos. Habían cambiado, si no el uno respecto al otro, al menos respecto a otra cosa.

Pero Stephen veía el asunto sólo desde su propio ángulo. Por primera vez, que él recordase, parecía haber perdido la comunicación intuitiva que le permitía ver las cosas desde el punto de vista de su hermano también. El cambio, estaba seguro, se había operado en él, no en Mark.

«Sabe, intuye que algo ha cambiado terriblemente en mí. Pero todavía no ha descubierto el qué», discurrían sus pensamientos. «Pido a Dios que no llegue a saberlo... ¡al menos hasta que yo lo haya superado del todo!»

Porque aún se mantenía, con toda la innata firmeza de su voluntad, en el camino que heroicamente había escogido. Más tarde, al mirar todo esto retrospectivamente desde la serenidad del final, le parecía increíble el grado de autoengaño que su imaginación había llegado a poner en juego. Pero ahora esperaba, deseaba, quería vencer sinceramente; incluso creía que vencería.

Mark, observó, cometía pequeños errores que delataban su turbación de manera singular, lo que en otro tiempo habría despertado recelos en él. Le puso azúcar en el café, por ejemplo; se le olvidó traerle un cigarrillo al ir a la alacena a coger uno para sí; decía y hacía multitud de pequeñeces que eran contrarias a sus hábitos, o a los de su hermano gemelo.

En todo lo cual, sin embargo, Stephen veía sólo una reacción fraternal al cambio que constataba en sí mismo. Nada ocurría que le convenciese de que algo en Mark había experimentado una revolución. Con la devoción mística propia de hermano gemelo, tenía viva conciencia de su propio alejamiento para pensar en el alejamiento del otro. Él, Stephen, tenía la culpa, y sufría atrozmente. Además, el dolor de su renuncia se veía aumentado por la sensación de que su amor ideal a Mark había sufrido un cambio; de que, consiguientemente, estaba haciendo este sacrificio fatal por algo que quizá no existía ya. Esto, empero, no lo percibía aún como algo consumado. Aunque fuera cierto, la decisión a la que había llegado actuaba a manera de sugestión hipnótica para ocultarlo. Al mismo tiempo, aumentaba de forma considerable la confusión y perplejidad de su mente.

Ese día fue para los hermanos, prácticamente, un dies non. Pasaron el resto de la mañana ocupados en pequeños menesteres, superfluos y sin objeto, un poco a la manera de las mujeres. Aunque ninguno de los dos hablaba de la decisión de irse al finalizar la semana, cada cual por su lado procedía con arreglo a eso, casi como si se considerasen en la obligación de demostrarse que no lo habían olvidado... Al menos, no del todo. Simulaban valerosamente recoger diversas cosas con miras a hacer el equipaje más tarde. Sin embargo, lo más que se acercaban a tal decisión era con frases como: «Cuando llegue el momento de partir», «cuando nos marchemos», «es mejor que dejes eso fuera, o se nos olvidará».

Las frases les salían de la boca alternadamente, entre largos intervalos; y al único que engañaban era al que las decía. Era un fingimiento no muy distinto del de los colegiales, sólo que más complejo e infinitamente más torpe y rudimentario. Stephen, en cualquier otra ocasión, se habría reído de buena gana. Lo curioso, sin embargo, era que advertía el fingimiento sólo en su propio caso. Mark, pensaba, era sincero; aunque quizá no tenía demasiadas ganas de irse. «Accede a que nos marchemos, el pobre, porque cree que es lo que yo quiero; no por él», se dijo. Y la idea de este sacrificio fraternal le agradó; aunque le dolió terriblemente al mismo tiempo. Porque tendía a restablecer el viejo amor que se interponía en el camino del nuevo.

Empezó, sin embargo, a preocuparse menos de ordenar y recoger sus cosas: escribió alguna carta, sacó al sol las fotografías que reveló, incluso estudió en sus mapas nuevas expediciones, haciendo algún comentario al respecto en voz alta, que Mark no rechazó. Después, se olvidó por completo del equipaje. Mark no decía nada. Mark, no obstante, siguió su ejemplo.

Por la tarde durmieron la siesta los dos, reuniéndose otra vez a las cinco, para el té. Era raro encontrarse los dos a la hora del té. Mark lo convirtió hoy en un pequeño ritual; lo preparó en su infiernillo de alcohol... casi con ternura, atendiendo a las necesidades de su hermano como una mujer. Y apenas terminada la comida, se presentó un chico en librea de hotel con una nota: una invitación del profesor Samarianz.

—Ha consultado un montón de papeles suyos —comentó Mark con indiferencia—, y sugiere que vaya a cenar con él, a fin de enseñármelo todo sin prisas.

—Yo que tú aceptaría —dijo Stephen—. Puede que valgan la pena, si vamos al Cáucaso más tarde.

Mark vaciló un minuto o dos, diciéndole al chico que esperase en la cocina. «Creo que iré después de cenar», decidió. Había un asomo de ansiedad en su gesto que Stephen, sin embargo, no advirtió.

—Llévate el cuaderno de notas y sácale lo que puedas —añadió Stephen con una breve risa—. Yo es probable que me acueste pronto.

Y Mark, metiéndose la nota en el bolsillo, se echó a reír también y dijo que así lo haría, para gran alivio del otro.

Era muy tarde cuando Mark regresó de su visita; pero su hermano no le oyó volver, ya que había tomado una copa para asegurarse de poder dormir. Y a la mañana siguiente estaba Mark tan entusiasmado con los datos interesantes que había recopilado, y que seguiría recopilando, que renunciaron sin más al plan de irse al finalizar la semana. Ninguno de los dos volvió a simular ocuparse del equipaje. Los dos querían y pensaban seguir donde estaban.

—Esta tarde voy a visitar a Samarianz otra vez —dijo Mark de pasada, por la mañana—; y... si no te importa, podría traerle a cenar. Es la persona más amable que he conocido, y un pozo de saber.

Stephen, tras expresar su conformidad, cogió su cámara, su bote de muestras y su martillo de geólogo, y salió con un pedazo de pan y chocolate en la mochila para el resto de la tarde.

VII

Pero no sólo se puso en camino valerosamente, sino que durante muchas horas permaneció fiel, manteniendo tan rígido control sobre sus sentimientos que parecía literalmente que le costaba sangre. Un anhelo apasionado, sin embargo, le devoraba arteramente, y el mismo recuerdo que él pugnaba por sofocar se alzaba con una persistencia que ponía en ridículo ese intento de reprimirlo. Como los copos de nieve, cuyo peso individual es inapreciable pero cuya acumulación es irresistible, los pensamientos de ella se iban concentrando detrás de su espíritu, prestos a aplastarle en un momento dado. Y cuando regresaba, al atardecer, le acometió la tentación como una oleada, haciendo ridicula la sola idea de resistir.

Recuerda haberse preguntado, con una especie de alegría frenética, si le sería posible a la voluntad humana resistir una presión tempestuosa como la que le cogió a él materialmente por los hombros y le apartó de su camino, arrastrándole hacia el pequeño hotel de la linde del bosque.

Era totalmente ridículo, por supuesto, y no recurrió a ningún pretexto o excusa. A decir verdad, no sabía qué esperaba ver o hacer; su mente, al menos, no se hacía una idea clara. Pero muy dentro de sí, ese corazón que se resistía a ser sofocado clamaba por una gota de esa agua que ahora era su misma vida. Y sobre todo, quería ver. Si pudiera verla otra vez: aunque fuese de lejos... ¡fugazmente! Con una nueva visión de ella con que cargar su memoria hasta los bordes para la vida, quizá podría hacer frente al futuro con más valor. ¡Ah, ese quizá...! Porque la joven tiraba de él con ese millón de invisibles hilos amorosos que convencen al hombre de que obra por propia voluntad, cuando realmente no hace sino obedecer a las fuerzas inevitables que atan los planetas a los soles.

Y esta vez no había prisa; tenía por delante toda una hora, antes de que Mark esperase su llegada para cenar; podía permanecer sentado entre las sombras del bosque, a esperar.

Tenía los gemelos en el bolsillo, y comprendió, con secreta vergüenza, que no los llevaba encima por casualidad. Caminaba atolondrado incluso antes de llegar a un cuarto de milla del lugar; porque la idea de que quizá la viera otra vez le hacía ridiculamente feliz, y temblaba como un escolar, tropezando con las raíces y calculando mal la distancia de sus pasos. Todo formaba parte de un gran sueño vertiginoso en el que su alma cantaba y gritaba la primera delirante insensatez que le venía al pensamiento. La posibilidad de volverla a mirar a los ojos le producía una sensación de triunfo y excitación que sólo se puede describir con una palabra: embriaguez.

Al llegar al claro entre los árboles desde donde era visible el hotel, acortó el paso, andando incluso de puntillas. Fue instintivo; porque se estaba acercando a un lugar consagrado por el amor. Orientándose casi instintivamente, encontró el mismo árbol; a continuación se apoyó contra él, mientras sus ojos buscaban ansiosos algún rastro de ella en el mirador de cristal. La rapidez y agudeza de la visión pueden ser asombrosas a esas horas, pero es indudable que en menos de un segundo supo que la multitud de figuras movientes no incluía la que él buscaba: no estaba entre ellas.

Y se disponía a acomodarse para afrontar una prolongada vigilancia, cuando un ruido o movimiento —o quizá las dos cosas— entre los árboles de su derecha, atrajo su atención. Hubo un débil crujido; una ramita al romperse.

Stephen se volvió con rapidez. Bajo un gran abeto, a menos de media docena de yardas, se movió algo..., luego se levantó. Al principio, debido a la oscuridad, le pareció un animal, pero en ese mismo instante vio que se trataba de una figura humana. Eran dos figuras humanas, de pie una junto a la otra. A continuación se separaron; vio la silueta de un hombre recortada en un trozo de cielo entre los árboles. Y habló una voz... una voz cargada de gran ternura, aunque movida por una gran pasión:

—¡Pero si no es nada, nada! No tardaré ni dos minutos. Y por ahorrarte un instante de incomodidad, sabes que sería capaz de darle la vuelta al mundo! ¡Espérame aquí...!

Eso fue todo, pero la voz y la figura hicieron que el corazón de Stephen dejase de latir como si se lo hubiesen sumergido en hielo de repente; porque eran la voz y la figura de su hermano Mark.

Echando a correr ladera abajo hacia el hotel, Mark desapareció.

La otra figura, apoyada contra un árbol, era de una joven, y Stephen, incluso en ese primer instante de terrible perplejidad, comprendió por qué el rostro del profesor Samarianz le había encantado. Ésta, evidentemente, era su hija. Y entonces se le iluminó la realidad con toda crudeza, en una visión interior, y comprendió que también Mark se había enamorado locamente, y sufría las mismas atroces torturas, y sostenía la misma terrible batalla que él...

No pareció haber un acto de conocimiento consciente. El fuego que le inflamó e hizo que su helado corazón volviese a latir con violencia, golpeándole las costillas, le dejó claramente sin voluntad ni capacidad mental para acción ninguna. Ella se encontraba allí, a menos de seis yardas de donde él estaba sentado, acurrucado en el suelo; allí se encontraba, con toda su belleza, su misterio, su prodigio, lo bastante cerca como para poder estrecharla entre sus brazos con sólo dar un salto; allí, un poco velada por las sombras del anochecer, esperando el regreso de... ¡Mark!

Stephen recuerda lo que ocurrió, con esa confusión que suele acompañar a los momentos de pasión arrolladora. Porque en los pocos segundos siguientes, que remedaron toda la escala del tiempo, vivió una serie concentrada de emociones que abrasaron su cerebro demasiado intensamente para poder retener un recuerdo preciso. Se puso de pie, vacilante, con la mano en la áspera corteza del árbol. Sólo parece guardar memoria de detalles absurdos de esos momentos: que tenía un pie «dormido», y sentía hormigueo hasta la rodilla, y que se le cayó el sombrero flexible de la cabeza; lo cual le enfureció, porque le ocultó la figura de ella durante una fracción de segundo. Esos extraños detalles recuerda.

Y entonces, como si la fuerza que mueve el universo le empujase deliberadamente desde atrás, avanzó lentamente, con paso breve, inseguro, hacia el árbol donde la joven estaba medio de espaldas a él.

No sabía su nombre, no había oído nunca su voz, ni había estado lo bastante cerca de ella como para «sentir» su atmósfera; no obstante, tan hondamente habían preparado ya su amor y su imaginación, dentro de él, los pequeños senderos de la intimidad, que le pareció que se acercaba a alguien a quien conocía desde que tenía memoria, y que le pertenecía tan por completo como si la hubiese poseído de manera absoluta desde el principio de los tiempos. De haber compartido con ella toda una serie de vidas anteriores, la sensación no habría podido ser más convincente y completa.

Y recuerda que de este torbellino y tumulto se liberaron dos pequeñas acciones: de sus labios brotó un grito confuso que no fue ninguna palabra concreta, y... abrió los brazos para estrecharla contra su corazón. A lo cual, naturalmente, se volvió ella con vivo sobresalto, y se dio cuenta de su proximidad.

—¡Oh, oh! ¡Qué silencioso y deprisa has vuelto! —exclamó vacilante, mirándole a los ojos con una sonrisa a la vez de bienvenida y de alarma—. Me has asustado un poco, la verdad.

Era exactamente la voz que él había esperado oír, con acento curiosamente lento, arrastrado de su inglés poco fluido, demorándose las palabras en sus labios como si no desearan abandonarlos, y el suave calor de su sonido en la garganta como una caricia. Un instante después la tenía sofocada en sus brazos, y hundía la cara en los perfumados cabellos que rodeaban su cuello.

Hubo un increíble momento de olvido en el que el contacto, el perfume y el poder sanador que emanaba de ella derramaron en las profundidades de su alma una paz que le calmó todo dolor, acalló todo tumulto..., momento en que el Tiempo mismo suspendió por una vez su marcha inexorable, y los mismos procesos de la vida se detuvieron a observar. A continuación sonó un grito aterrado, y ella le apartó. Se quedó, con sus dulces ojos perplejos y sorprendidos, mirándole intensamente; jadeando un poco, con el pecho agitado.

Y Stephen comprendió ahora, si es que no había comprendido ya antes. El gesto de reconocimiento en el mirador del hotel, hacía dos días, y esta gloriosa realización de ahora, que ya parecía haber sucedido hacía un siglo, compartían un origen común. Iban destinados a otro, y en las dos ocasiones la joven le había tomado por su hermano Mark.

Y volviéndose repentinamente —casi cayéndose por la brusquedad—, al proferir los labios de la joven el súbito grito, vio junto a ellos a la mismísima persona con quien había sido confundido. Mark había subido la cuesta por detrás, sin ser visto, y llevaba en el brazo la pequeña capa roja que había ido a buscar.

Fue como si un viento helado le golpease la cara. El sentimiento de repugnancia con que Stephen vio el regreso de su hermano dio paso en seguida a un estado de embotamiento en el que toda emoción se retiró como las aguas de la muerte. Perdió momentáneamente la capacidad de comprensión. Olvidó quién era, qué hacía allí. Le tenía aturdido el hecho de que Mark se le hubiera adelantado tan por completo. Su vida vacilaba y se tambaleaba sobre sus cimientos...

A continuación, el rostro y la figura de su hermano se agitaron ante sus ojos como una rama de árbol, y un vértigo pasajero se apoderó de él. Quizá sus dedos bajaron, húmedos y fríos, hasta el martillo de geólogo que llevaba en el cinturón por pura casualidad. Desde luego, lo soltó casi inmediatamente... Y cuando la oleada de emoción volvió sobre él con la fuerza tremenda que había ido acumulando durante el intervalo, la posibilidad de que obedeciera al impulso insensato y cometiera una acción descabellada o criminal la anuló el rápido desarrollo de un pequeño drama sumamente conmovedor, que hizo que ambos hermanos se olvidasen de sí mismos en su deseo de salvar a la joven.

Con la más dulce perplejidad, como una criatura o una bestezuela asustada, la joven miraba a uno y otro hermano. Sus ojos brillaban en la oscuridad. Extrañamente atractivo era su encanto en ese momento en que trataba de explicarse esta doble visión. Inició primero un movimiento hacia Mark, retrocedió a mitad de camino, se volvió sobresaltada hacia Stephen; luego, con un agudo grito de terror, se desplomó como un fardo entre los dos.

Su indecisión de medio segundo, sin embargo, le pareció a Stephen que duraba muchos minutos. De haber caído ella finalmente en brazos de su hermano, nada en el mundo le habría impedido saltar sobre él con manos de asesino. En cambio así, piadosamente, la singular belleza de su pequeño rostro oriental, alterado por el pálido terror de su alma, paralizó momentáneamente todo sentimiento en él. Un estremecimiento de admiración recorrió su ser al verla vacilar y caer. Así podría haber caído un ángel silencioso de los cielos...

Fue Mark, sin embargo, con su habitual decisión, quien hizo posible que su mente recobrara algo de su poder de concentración; y lo hizo con un gesto y una frase tan totalmente inesperados, tan incongruentes en medio de este torbellino de pasión, que de haberlo visto en un escenario o haberlo leído en una novela sin duda se habría echado a reír. Porque, un segundo después de desmayarse y caer la persona amada, al encontrarse los ojos de los dos hermanos, por encima de ella, en una mirada fugaz cargada de posibilidades con las más terribles consecuencias, Mark, cuyo rostro recobró súbitamente la calma, se inclinó junto a la joven caída y, fijando los ojos en Stephen, dijo con voz suave, pero en el tono más deliberadamente profesional:

—Stephen, muchacho, ésta es... mi paciente. Quizá sería mejor que uno de nosotros se... fuera.

Se inclinó para aflojarle el cuello y frotarle sus manos frías; y Stephen, sin saber exactamente qué hacía, y temblando como un niño, dio media vuelta y desapareció entre los espesos árboles en dirección a casa. Pues sólo comprendió claramente una cosa en ese terrible momento: que debía matarle, o no verle. Y su voluntad, casi quebrantada bajo la tensión, sólo fue capaz de dictarle la segunda alternativa.

—¡Vete! —le dijo perentoriamente.

Y esta palabra pequeña resonó en las profundidades de su alma como el último tañido de una campana.

VIII

«¡Es mi paciente!» La frase de la espantosa comedia, la burla siniestra del gesto profesional, el contraste entre las palabras que alguien debía haber pronunciado y las que Mark pronunció..., todo esto tuvo el efecto de devolver a Stephen cierta cordura. Nadie más que su hermano, se daba cuenta, podía haberla dicho tan exactamente calculada para aliviar la atmósfera asfixiante de la situación. Fue una inspiración, aunque horrible por su extraña mezcla de verdad y falsedad.

«Pero todo esto es como un sueño», oyó que murmuraba una voz interior mientras regresaba tropezando sin volverse una sola vez a mirar, «el tipo de cosa que hace y dice la gente en las habitaciones de extrañas casas soñadas. ¡Sin duda estamos todos sumidos en un sueño, y dentro de poco voy a despertar...!».

La voz siguió hablando, pero él no escuchaba. Una telaraña de confusión comenzaba a envolver sus pensamientos, al tiempo que le invadía una sensación de lejanía respecto de las cosas reales de la vida. Probablemente era uno de esos sueños vívidos, obsesionantes que a veces tenía, en los que su espíritu parecía tomar parte en escenas reales, con gente real, sólo que muy, muy lejos, y en una escala de tiempo y valores totalmente diferente.

—¡Descubriré que estoy en mi cama de Wimpole Street! — exclamó. Incluso trató de escapar del dolor que le atenazaba como un torno, de escapar despertando, sólo para descubrir, naturalmente, que el esfuerzo le había acercado aún más a la realidad de su situación.

Sin embargo, el caso entero tenía textura de sueño; por todas partes se revelaban sus proporciones extravagantes de acontecimiento onírico; las causas minúsculas y los efectos prodigiosos; el poder terrible del Rostro sobre su alma; el misterioso semienfriamiento de su amor a Mark; la manera ridícula en que se habían encontrado los dos en el bosque, con el pesadillesco descubrimiento de lo que ya sabían el uno del otro desde hacía días; y luego, la visión de este rostro mágico, amado, cayendo en el aire oscuro del bosque, entre los dos. Más aún: justo cuando el sueño debía haber terminado en un súbito despertar, había hecho ese quiebro incoherente y repentino, y Mark había utilizado el lenguaje de... bueno, el lenguaje insoportable y horrible del mundo de las pesadillas:

—Es mi paciente...

Además, estaba su rostro de hielo cuando lo dijo; aunque, al mismo tiempo, estaba también la prudencia, la delicadeza de la decisión que había detrás de esas palabras: el deseo de aliviar una situación irresistiblemente dolorosa. Después, las otras palabras, pronunciadas amablemente, incluso noblemente, pero cargadas de desnuda crueldad de la vida:

—Quizá sería mejor que uno de nosotros... se fuera.

Y se había ido; afortunadamente, se había ido...

Sin embargo, una hora más tarde, tras permanecer inmóvil en la cama buscando con todas sus fuerzas una determinación que su voluntad pudiese adoptar y su mente aprobar, una voz totalmente real le llamó con suavidad por el ojo de la cerradura:

—Stevie, muchacho... ella está bien... se encuentra completamente bien, ahora. Se marcha mañana por la mañana con su padre... temprano... a primera hora.

Y a continuación, tras una pausa en la que Stephen no dijo nada por temor a soltarlo todo:

—...Y será mejor, quizá... que no nos veamos... tú y yo... durante unas horas. Sigamos cada uno a lo nuestro... hasta mañana por la noche. Después, estaremos... solos, juntos otra vez... tú y yo... igual que antes...

La voz de Mark no temblaba; pero sonaba lejana e irreal, casi como el viento en el ojo de la cerradura: débil, aguda, susurrante, extrañamente áspera y entrecortada.

—Estoy a tu lado, Stevie, muchacho, a tu lado siempre —añadió desde lejos, en el corredor, más como la voz de un sueño, otra vez, que nunca.

Pero aunque no contestó en ese momento, Stephen agradeció y aprobó la propuesta y la intención con que estaba hecha; y al día siguiente, poco después de salir el sol, abandonó el chalet calladamente y se dirigió a las montañas, solo con sus pensamientos, y con el dolor que le había estado devorando toda la noche.

IX

Es imposible saber con exactitud qué sintió toda esa mañana en las montañas. Sus emociones le acometían de un lado y de otro como toros salvajes. Solo parecía tener conciencia de dos sentimientos dominantes: primero, que su vida ahora pertenecía —sin posibilidad de cambio ni control— a otro; no obstante, y en segundo lugar, su voluntad, arma de acero templada y probada, seguía firme.

Así, sus poderosos sentimientos le arrojaban de un muro a otro de su espantosa mazmorra, sin que tuviese medio posible de escapar. Porque su situación comportaba una contradicción fundamental: el nuevo amor le poseía, aunque su voluntad gritaba: «Amo a Mark; soy fiel a ese amor: ¡al final venceré!». Es decir, se negaba a capitular, o más bien a reconocer que había capitulado. Y entretanto, incluso mientras gritaba, la parte más recóndita de su alma escuchaba, vigilaba y reía, conformándose con esperar el resultado.

Pero si sus sentimientos se hallaban demasiado alborotados para poderlos analizar con claridad, sus pensamientos, en cambio, eran dolorosamente precisos..., al menos algunos de ellos; y así como el ejercicio físico mitigaba los asaltos de la emoción, los segundos se alzaban con nitidez frente a la confusión de su mundo interior. Estaba claro como el día, por ejemplo, que Mark había sostenido una batalla parecida a la suya. El encuentro casual con el profesor había hecho que conociese a su hija. Luego, rápida e inevitablemente, como le había ocurrido a Stephen en su lugar, el amor había ejercido toda su magia. Y Mark había temido decírselo. Los dos hermanos habían recorrido el mismo camino; sólo que, al enturbiar sus sentimientos personales la habitual intuición de que estaban dotados, ni el uno ni el otro había adivinado la verdad.

Stephen lo veía ahora con claridad meridiana: las frecuentes visitas de su hermano al hotel, omitiendo mencionar que las notas de invitación le incluirían probablemente a él también; el deseo, o mejor, la intención de permanecer en el lugar; la dilación en hacer el equipaje... y una docena de detalles más destacaban ahora claramente. Recordó, también, con una punzada de dolor, cómo Mark no había dormido esa noche memorable; la enigmática conversación en la galería, al amanecer... y todo el resto de este desagradable rompecabezas.

Y al comprender, por sus propios tormentos, lo que Mark había debido de sufrir —y estaría sufriendo ahora—, sintió que cobraba fuerzas su voluntad de vencer. Este pensamiento volvió a unirle intensamente a su hermano gemelo: porque nada en la vida les había separado hasta ahora, y la cadena de su intimidad espiritual era de una fuerza incalculable. Vencerían... vencerían otra vez, juntos codo con codo. Mark vencería. Y él, Stephen, también vencería... ¡sobre ella!

Pero con la idea de ella muerta para él, y su propia vida fría y vacía sin ella, le vino la inevitable reacción de sentimientos. Era la anarquía del amor. El Rostro, el perfume, la fuerza impetuosa de sus ojos melancólicos y adorables, con su singular nota de orgullosa languidez, toda la asombrosa magia, en una palabra, que había hechizado a los dos, volvió a él con tan incontenible mezcla de súplica y autoridad que se sentó en la misma roca donde se había detenido, y se cubrió la cara con las manos, gimiendo literalmente de dolor. Porque el pensamiento le laceraba por dentro. Renunciar a ella era imposible... y renunciar a su hermano era igualmente inconcebible. El peso de los recuerdos y el amor de treinta y cinco años daban así la batalla contra el golpe tremendo de un simple instante. Detrás de lo primero estaba todo lo que la vida había incorporado hasta ahora en la trama de su personalidad; pero más allá de lo segundo estaba el hechizo poderoso, la invitación inmensa y seductora de lo que podía llegar a ser el futuro... con ella.

La contienda, por la naturaleza de las fuerzas en liza, era desigual. Aunque vagó sin rumbo toda la mañana por laderas y cimas, y por los elevados pastos del Jura que se extendían más arriba del bosque, sin cruzarse con ser humano ninguno, luchó consigo mismo como sólo saben luchar los hombres de innata energía: enconadamente, ferozmente, ciegamente. No se paró a pensar que era como la situación de una mosca tratando de desviar de su curso señalado al planeta sobre el que viaja por el espacio. Porque las aguas de la vida le arrastaban sobre su cresta, y a los treinta y cinco años, esas aguas están en su pleamar.

Así fue como, gradualmente, a medida que la desesperanza de la lucha se fue haciendo cada vez más evidente, se abrieron un poco las puertas de la única alternativa, permitiéndole mirar a través de ellas. Una vez entreabiertas, no obstante, parecieron abrirse en seguida de par en par: las cruzó y se cerraron... tras él. Para un hombre con otro talante, la alternativa podría haber adoptado una forma diferente. Como se ha visto, era demasiado fuerte para dejarse arrastrar sin más; debía encontrar una salida clara que fuese satisfactoria para un hombre de acción; y aunque quizá tenía madera de héroe, no aspiraba a un martirio tan prolongado como la vida misma. Y ahora se le revelaba esta alternativa, cuando asomaba para el condenado la luz grisácea de una última madrugada: teniendo en cuenta cómo era él, y teniendo en cuenta este problema particular, era la única salida.

Lo meditó de pronto con una especie de determinación serena y definitiva, característica en él. Porque era característica en todos los sentidos, dado que comportaba una combinación exacta de valor y de cobardía, de debilidad y de fuerza, de egoísmo y de sacrificio, y expresaba la verdadera resultante de todas las fuerzas que actuaban en su alma. No obstante, en el momento de su rápida decisión, le pareció que el motivo dominante era el sacrificio de ser ofrendado en el altar de su amor a Mark. La idea engañosa que le poseía era que de este modo podría reparar en cierta medida la mengua de su afecto fraternal. Su amor a la joven, y la posible reciprocidad de ella: las dos cosas debía sacrificar para lograr la felicidad —la eventual felicidad— de ella y Mark. Hacía tiempo que el propio Mark había dicho que si llegaba el caso, uno de los dos debía... irse. Y la conclusión a la que había llegado Stephen era que el que debía «irse» era... él.

Este día en el bosque y la montaña debía ser su último en la tierra; para la noche del siguiente, Mark debía ser libre.

—Daré mi vida por él.

Su rostro estaba gris, rígido, al decirlo. Se hallaba de pie en la alta ondulación de la ladera, soleada y barrida por el viento. Contempló el hermoso mundo de lomos y valles boscosos a sus pies; pero sus ojos, vueltos hacia dentro, veían sólo a su hermano —y ese dulce rostro oriental— ahora en la oscuridad.

—Lo comprenderá, y lo aceptará a la fuerza; y con el tiempo, sí, con el tiempo, la nueva dicha inundará enteramente su alma... y la de ella. Porque la doy también por ella... ¡Dadas las excepcionales circunstancias... debe ser así!

Y aunque no había una sola nube en el cielo, el paisaje a sus pies se oscureció de repente y se quedó sin sol de uno a otro horizonte.

X

Ahora, una vez llegado a la negrura de esta terrible decisión, su naturaleza imaginativa saltó inmediatamente al extremo opuesto, y una especie de exaltación se apoderó en él. En este caso habría sido correcto el veredicto estereotipado de un jurado. La prolongada tensión emocional que había estado soportando había desembocado finalmente, quizá, en un estado mental que sólo podía calificarse de... patológico.

Un aire fresco le azotaba la cara mientras dejaba vagar sus cansados ojos por las leguas de bosque silencioso que tenía debajo. A su alrededor se extendía el Jura azul, con sus miles de lomos y valles como olas de un mar gigantesco dispuesto a sepultar el átomo minúsculo de su vida en sus profundidades de olvido. En dirección a Francia vio, a un lado, más allá de la fortaleza de Pontarlier, una formación de nubes blancas que recorrían el horizonte empujadas por el viento de poniente; al otro, los Alpes vestidos de blanco, emergiendo borrosamente a través de la bruma de un sol otoñal. Entre estas distancias extremas se desplegaba todo ese mundo de cien valles intrincados, curiosamente sinuosos, densamente cubiertos de bosque, escasamente habitados: una región de belleza suave y confusa donde un viajero podía fácilmente andar extraviado durante días antes de encontrar la salida de tan inmenso laberinto.

Y mientras miraba cruzó por su pensamiento, como el vago recuerdo de algo oído en la niñez, esa leyenda del «Valle perdido» en donde las almas de los muertos en desdicha encuentran la paz profunda que todas las religiones les niegan, y cuyas lúgubres puertas tratan de encontrar los centenares que aún no tienen el triste derecho a su entrada. El recuerdo fue vívido, pero quedó rápidamente sepultado por otros, y olvidado: desfilaban en rápida sucesión, como pasaban las nubes en el crepúsculo, empujadas por un viento fuerte, fundiéndose sobre el horizonte en una masa común.

Luego, lentamente, dio la vuelta por fin y echó a andar, montaña abajo, en dirección a la frontera francesa, dispuesto a efectuar un último recorrido por la suave superficie del mundo que amaba. En el alma tenía un único sentimiento dominante: esta singular exaltación que provenía de saber que a la larga su gran sacrificio aseguraría la felicidad de dos seres a los que amaba más que a ninguna otra cosa en la vida.

En la granja solitaria donde una hora más tarde almorzó pan, queso y leche, se enteró de que se había apartado bastantes millas de los caminos que le eran más o menos familiares. Había andado más deprisa de lo que creía durante todas estas horas de lucha. Al enterarse del largo camino por montañas y valles que tenía que desandar, le invadió un cansancio físico que le hizo tener conciencia de cada músculo de su cuerpo. Pero, junto a la pesadez de la fatiga, aún experimentaba la sensación de exaltación espiritual. Algo en su interior caminaba por el aire con muelles de acero..., algo que era independiente de sus piernas y de su espalda dolorida. Por lo demás, parecía tener embotada la sensibilidad. Su gran Decisión se alzaba pétrea frente a él, obstruyéndole el paso. Los pensamientos y los sentimientos le habían abandonado como abandonan las ratas el barco que se hunde. Ya no había tiempo para estas cosas. Dos deseos irresistibles, empero, persistían firmemente en él: uno, ver a Mark otra vez y estar con él; el otro, volver a estar... con ella. Estos dos deseos no dejaban sitio para otros. Respecto al primero, incluso, era casi como si Mark le llamase.

Se detuvo un momento donde la profundidad del valle que tenía que recorrer se extendía a sus pies como una sombra sinuosa; corría, suave y borroso, por el plano inclinado de sol. De la superficie del bosque se elevaba sólo un murmullo: como un bordoneo de voces oídas en sueños, pensó. En él se fundía el susurro de los distintos árboles. Había paz allí, una paz remota y profunda; y su apagada resonancia apaciguaba el espíritu de Stephen.

Aceleró un poco el paso. El viento fresco que le había azotado la cara al principio de la tarde en las alturas seguía ahora con él, cuesta abajo, incitándole a seguir con deliberada urgencia, como si le empujase por detrás un millar de manos suaves. Y había espíritus en el viento, ese día. Oía sus voces; y distinguía allá abajo, por el movimiento de las copas de los árboles, cómo culebreaban pendiente arriba hacia él, a través de millas de bosque. Su camino, entretanto, se sumergió en la espesura de abetos y pinos, internándose en una región desconocida. El paisaje tenía un aspecto que casi sugería que era virgen, un rincón inexplorado del mundo. No había ninguno de los innumerables signos que delatan el paso de la humanidad, o al menos no se hacían visibles a él. Algo que era ajeno a la vida, extraño, al menos, a la vida normal que había conocido hasta aquí, comenzaba a invadir solapadamente su alma agobiada...

Así, quizá, su terrible Decisión había ejercido ya su influjo sobre su mente y sus sentidos. De modo que muy pronto... ¡se iría!

La tristeza del otoño imperaba a todo su alrededor, y la soledad de este valle apartado le hablaba de la melancolía de las cosas que fenecen..., de las primaveras que se fueron, de los veranos no cumplidos, de cosas que quedaron incompletas e insatisfechas para siempre. Se daba cuenta de que este valle no había conocido nunca el trabajo humano. Ninguna pezuña había pisado jamás la jugosa yerba de los claros de este bosque, ningún tráfico de campesinos o leñadores arrancó ecos de estos peñascos de roca caliza. Todo estaba callado, solitario, desierto.

Y no obstante... Las profundidades en las que al parecer se sumergía le tenían cada vez más asombrado. Cada curva del oscuro sendero, nunca a más de media milla de él, revelaba nuevas distancias en descenso. Con rincones de encantadora, embrujada belleza también: porque aquí y allá, en los rodales aislados como parcelas de césped, se alzaban lilos silvestres doblados por el viento; los sauces, en las orillas pantanosas del riachuelo, agitaban sus manos pálidas; los abetos, oscuros y erguidos, guardaban sus eternos secretos en las alturas. En un pequeño calvero, completamente aislado, descubrió un tilo; y más allá, brillando entre los pinos, había un grupo de hayas plateadas. Y aunque no había vida animal, había flores: las veía en grupos, altas, graciosas, azules, de nombres desconocidos para él, cabeceando dormidas al otro lado de las aguas espumosas del pequeño torrente.

Y sus pensamientos volaban incesantemente a Mark. Jamás había sentido un deseo tan imperioso de verle, de oír su voz, de estar a su lado. Había momentos en que casi se olvidaba del otro gran deseo... Nuevamente notaba aumentar su paz. Y el sendero se hundía cada vez más en el corazón de las montañas, sumergiéndose en un silencio más profundo, en una atmósfera más intensamente serena. Pues ningún ruido le llegaba aquí sin que recorriera antes las grandes distancias acolchadas por suave viento y tapizadas, por así decir, con millones de algodonosas copas de pino. Una sensación de paz inaccesible a toda posible turbación comenzó a envolver su vida quebrantada como con un tejido hecho de las más suaves sombras. Jamás había experimentado nada que se aproximase a su prodigio y perfección. Era una paz estancada como las profundidades del mar, que están inmóviles porque no pueden moverse..., ni siquiera temblar. Era una paz inmutable; lo que llaman algunos, quizá, la paz de Dios...

«No tardaré en llegar abajo», pensó, aunque sin el menor asomo de impaciencia o alarma, «¡y el camino torcerá hacia arriba otra vez para cruzar la última ondulación!». Pero le preocupaba poco; porque esta paz envolvente le tenía adormecido, y le ocultaba incluso el miedo a la muerte.

Y el camino seguía bajando hacia el ambiente soñoliento de los árboles cada vez más apretados; y sus pensamientos, por extraño que parezca, se hundían cada vez más en las oscuras regiones de su propio ser. Como si hubiese una secreta relación entre el sendero descendente y los pensamientos que se sumergían. Sólo, de vez en cuando, el recuerdo de su hermano Mark le devolvía a la superficie con violento impulso. En estos momentos le necesitaba terriblemente... y necesitaba sentir su mano fuerte y cálida en la suya, pedirle perdón; quizá, también, perdonarlo... no sabía.

«Pero ¿es que no tiene fin este valle delicioso?», se preguntó, entre perplejo y confundido. «¿No acabará, y empezará a subir el sendero otra vez por la otra montaña?» La pregunta pasó por su cerebro soñoliento, ajeno a todo claro interés. En el suelo, la yerba era ya lo bastante espesa como para apagar el rumor de sus pisadas. Incluso había desaparecido el sendero, borrado por el musgo. Los pies se le hundían.

«Ojalá estuviera ahora Mark aquí conmigo, para que viese y sintiese todo esto...»

Se paró de repente y miró embargado en torno suyo un momento, dejando incompleto su pensamiento. Un profundo suspiro, que el viento arrebató en seguida y fundió con el susurro de los árboles, había sonado muy cerca de él. ¿Había sido él mismo, que había suspirado... sin darse cuenta? ¡Sin duda tenía el corazón bastante cargado...!

Sus labios esbozaron una débil sonrisa... que se le heló al instante, al sonar a su lado otro suspiro —más claro que el anterior y, evidentemente, ajeno a él—, en el aire oscuro. Sin embargo, fue más parecido a una profunda respiración que a un suspiro... Había sido el viento, por supuesto. Stephen reanudó la marcha otra vez, apretando el paso, sin sorprenderse de haberse equivocado con tanta facilidad. Porque este valle estaba lleno de alientos y suspiros... de los árboles y el viento; no se atrevía a producir nada más sonoro. Los ruidos, de la clase que fueran, parecían imposibles y prohibidos en este valle mudo. Y Stephen había descendido ahora tanto que los rayos de sol, más plateados que dorados, se derramaban muy por encima de su cabeza, sobre las ondulaciones de la ladera, y ni un destello bajaba hasta donde estaba él. Las sombras, ya no azules ni purpúreas, se habían vuelto negras, como tejidas con alguna delicada sustancia dotada de evidente grosor, igual que un velo. En la ladera de enfrente, una de las cimas, en el cielo de poniente, proyectaba ya hacia abajo su sombra monstruosa orlada de pinos. El día se estaba yendo rápidamente.

XI

Y aquí, muy gradualmente, comenzaron a hacerse evidentes a su cerebro agotado ciertos detalles curiosos. Traspasaron la mezcla de melancolía y exaltación en que estaba sumido su estado de ánimo. Y le produjeron en la espalda cierta... agitación o contracción.

Porque ahora se daba cuenta claramente de que el vacío de este valle solitario era sólo aparente. Es imposible decir merced a qué sentido, o a qué combinación de sentidos, llegó a esta singular certeza de que el valle no estaba en realidad tan abandonado y desierto como parecía; de que, muy al contrario, sucedía al revés. De que, de hecho, el valle estaba... lleno. Repleto, atestado, rebosante —hasta los bordes de sus imponentes paredes boscosas— de vida. Ahora comprendió, con una convicción que no dejaba lugar a dudas, que había seres vivos —personas— por todas partes que le empujaban, le rozaban, observaban sus movimientos, y esperaban sólo a que cayese la oscuridad para manifestarse.

Más aún: con este extraño descubrimiento, le sobrevino también la clara conciencia de que una inmensa multitud de otros seres, de rostro pálido y ojos ansiosos, con los brazos extendidos y los pasos inseguros, buscaban por todas partes la entrada que él había encontrado con tanta facilidad. A su alrededor, notaba, había centenares, miles de personas que buscaban el estrecho sendero que conducía al fondo del valle con una especie de febril desasosiego anhelando —con una intensidad que batía su alma con un millón de olas— el descanso, el sereno silencio del lugar... pero, sobre todo, su extraña, su profunda e inalterable paz.

Sólo él, de entre todos, había encontrado la Entrada; él, y otro.

Porque de esta singular convicción pasó a otra más singular aún: su hermano Mark estaba también en alguna parte de este valle, con él. También Mark vagaba como él, de un lado para otro, entre las oscuras e intrincadas revueltas. Hacía poco rato había dicho: «¡Ojalá estuviese aquí Mark!». Y Mark estaba aquí. Y fue precisamente entonces —al detenerse un momento para hacer frente a estas abrumadoras obsesiones y tratar de rechazarlas— cuando surgió de entre los árboles la figura de un hombre que caminaba a grandes zancadas, y le pasó, apartando la cara. Stephen se sobresaltó tremendamente; se le cortó el aliento. Un instante después el hombre había desaparecido, tragado por la espesura de los pinos.

Movido por un súbito impulso, y tras dar una voz para hacer volver al hombre, echó a correr tras él... pero se detuvo otra vez, casi en el mismo momento, al comprender que la extraordinaria celeridad con que le había pasado hacía inútil toda persecución. Iba valle abajo; ahora estaría muy lejos ya. Pero en esa visión momentánea había distinguido lo suficiente como para reconocerle. Había apartado la cara, y la sombra era densa bajo los árboles; pero esa figura era sin ninguna duda la de... su hermano Mark.

Era su hermano, y no lo era. Era Mark... aunque un Mark cambiado. Y este cambio resultaba en cierto modo... espantoso; igual que era espantosa la silenciosa velocidad a la que le había pasado: una velocidad imposible en este espeso bosque. Luego, temblando todavía en su interior por lo inesperado del incidente, Stephen se dio cuenta de que al llamarle en voz alta había pronunciado unas palabras concretas. Palabras que ahora le volvieron a la conciencia:

—¡Mark, Mark! ¡No te vayas aún! ¡No te vayas... sin mí!

Antes de poder actuar, sin embargo, le invadió una sensación de mortal desmayo y dolor sin causa ni explicación aparentes, de manera que cayó para atrás, presa de un desvanecimiento momentáneo; y de no ser por la proximidad de los troncos se habría derrumbado al suelo cuan largo era. Del centro del corazón le brotó una especie de fiebre espantosa que se extendió por todo su ser. Se le relajaron todos los músculos del cuerpo; un sudor frío afloró por toda su piel; el pulso de la vida pareció descender súbitamente a un umbral a partir del cual se detendría. Había un ruido denso, tumultuoso en sus oídos, y su cerebro estaba completamente en blanco.

Eran las sensaciones de la muerte por asfixia. Lo sabía con la misma certeza que si tuviese a otro médico a su lado identificando cada espasmo, explicando cada nuevo debilitamiento de su llama vital. Estaba sufriendo las ansias del moribundo. Luego se agolpó en su mente, claramente en blanco, una vertiginosa sucesión de imágenes de su vida pasada. Incluso mientras le fallaba el aliento, vio desfilar gráficamente por la cámara iluminada de su cerebro sus treinta y cinco años, uno tras otro, aunque, de alguna extraña manera, a la vez. Así dicen que pasan los recuerdos por el cerebro del que se ahoga, un segundo antes de morir.

Ante sí surgió la infancia con escenas, figuras y voces: los prados de Kent donde jugaron él y Mark, con los baberos manchados; los cenadores donde tomaban el té, los campos de heno donde retozaban. Volvieron a su olfato las fragancias del tilo y el nogal, de los claveles y las rosas del jardín junto a la rocalla... Oyó voces de adultos a lo lejos, ladridos apagados de perros... ruido de ruedas en el camino de grava... y luego la llamada autoritaria desde la ventana abierta: «¡Es hora ya de entrar! ¡Es hora ya de entrar...!».

Hora ya de entrar. Todo desfiló ante él como si hubiese sido ayer, en las brisas olorosas de los días estivales de la niñez... Oyó la voz de su hermano —tremendamente débil y lejana— que le decía con tono atiplado de niño: «Oye, Stevie, podías callar... y jugar bien...».

A continuación siguió el panorama de los treinta años: todos los sucesos importantes dibujados con trazos vigorosos en blanco y negro, intensos bajo el sol, y vivos, hasta el momento presente, con la sombra portentosa y oscura de su terrible Decisión cerrando la serie como una nube.

Sí, como una nube negra y sofocante que obstruía el camino. Nada había visible más allá. Allí acababa la vida para él...

Sólo que —mientras miraba con los ojos vueltos hacia dentro sin poderlos cerrar aunque quisiera—, para su asombro, vio abrirse de pronto la nube negra y, en un espacio de luz diáfana, flotar radiante como la mañana aquel rostro joven, oscuro, oriental: el rostro dotado, para él, de toda la belleza del mundo. Los ojos del rostro descubrieron inmediatamente los suyos, y sonrió. Detrás de ella, y más allá, antes de que los inquietos vapores se cerrasen sobre él, vio una larga perspectiva de resplandor, atestada de imágenes que a duras penas lograba discernir; como si, a pesar de sí mismo y de su Decisión, la vida continuase; como si continuase con ella, además.

Y al punto, ante la visión y el pensamiento de ella, le desapareció la debilidad que le consumía; volvieron las fuerzas a su cuerpo con el calor de la vida; se le fue el dolor; se desvanecieron las imágenes; se disolvió la nube. Volvió a latir con fuerza, en su sangre, el pulso de la vida, y las tinieblas abandonaron su alma. La sonrisa de aquellos ojos amados estaba pletórica de invitación a vivir. Aunque su determinación seguía inconmovible, tras ella resplandecía el gozo de esta magia poderosa: vivir con ella...

Con gran esfuerzo, se recobró finalmente y prosiguió su marcha. Más o menos familiarizado, como es natural, con la psicología de la visión, comprendió vagamente que sus experiencias habían sido en cierto modo subjetivas, internas. Pero estaba fuera de su alcance determinar la línea de demarcación. El que Mark hubiese salido a entablar su propia batalla en las montañas, y hubiese llegado a este mismo valle, estaba dentro de los límites de la pura coincidencia. Pero la indecible y espantosa alteración que había vislumbrado en él durante el instante fugaz en que le adelantó... seguía siendo inexplicable. Pero ya no pensaba en eso. El resplandor de la dulce visión le había deslumhrado al extremo de resultarle imposible cualquier razonamiento o análisis.

Su reloj le reveló que pasaban de las cinco: diez minutos para ser exactos. Aún faltaban varias horas para llegar al campo más próximo a la casa donde se hospedaban. Prosiguiendo la marcha a paso más rápido, divisó al poco rato parcelas de prado que centelleaban entre los árboles cada vez más escasos; y comprendió que al fin tenía a la vista el fondo del valle.

—Mark, Dios le bendiga, está ahí abajo también... ¡en alguna parte! — exclamó en voz alta — . Seguro que lo encontraré.

Porque, por extraño que parezca, nada podría haberle convencido de que no andaba su hermano gemelo entre las sombras de este valle apacible y encantador, y que no tardaría en dar con él.

XII

Y unos minutos después salió de entre los árboles como si traspusiese una puerta abierta, y se encontró ante una granja que se alzaba en medio de un prado de verde y brillante yerba, contra la falda de la montaña. Necesitaba comida e información.

El chalet, menos pintoresco que los que se veían en los Alpes, parecía, no obstante, muy antiguo. No tenía el aspecto de juguete que tienen a veces los chalets del Jura. Sólidamente construido, con su galería y su techumbre salediza sostenidas por enormes vigas de madera manchada, se alzaba de tal forma que sus negras paredes se confundían con la falda de la montaña de atrás, y los pinos, abetos y cedros parecían extender sus brazos para envolverlo entre sus sombras. Un último rayo de sol, descendiendo entre dos lejanas cumbres, lo cubrió de oro pálido, poniendo de relieve la rica belleza de sus vigas teñidas. Aunque no había nadie a la vista en este momento, y no salía humo de su chimenea de ripia, tenía aspecto de estar habitado; y Stephen se acercó con cautela, dado que era el primer vestigio de humanidad con que tropezaba desde que había entrado en el valle.

Bajo la sombra del ancho alero de la galería, la puerta, observó, a la manera de las de las cuadras, estaba dividida en dos; y, sorprendido de hallarla cerrada, llamó con firmeza en la mitad superior. Debido a la fuerza de la segunda llamada, cedió ligeramente dicha mitad, aunque sin llegar a abrirse. La de abajo, sin embargo, tenía pasado el cerrojo y siguió como estaba.

La tercera vez llamó con más energía de lo que pretendía, y los golpes sonaron fuertes y clamorosos como una conminación. De dentro, aunque había grandes espacios al otro lado de la puerta, le llegó un murmullo de voces, amortiguadas y débiles; y a continuación, casi en seguida, un ruido de pasos de alguien que acudía discretamente a abrir.

Pero en vez de abrirse la pesada puerta marrón, le llegó una voz. La oyó petrificado de asombro. Porque era una voz que él conocía: apagada, suave, lenta. El corazón empezó a latirle atrozmente; parecía que iba a salírsele del pecho, a salírsele disparado.

—¡Stephen! —murmuró la voz, llamándole por su nombre—, ¿qué haces tú aquí, tan pronto? ¿Qué es lo que quieres?

El descubrir que sólo esta puerta marrón le separaba de ella le privó al principio de toda capacidad de responder o de moverse, y se le escapó el posible significado de estas palabras. En medio de la dulce confusión que embarazaba su espíritu, recordó sólo, como un destello fugaz, que ella y su padre tenían que haber dejado el hotel esa misma mañana. Luego, su pensamiento se detuvo.

A continuación, también como un destello fugaz, le vino a la memoria la figura que había pasado junto a él apartando la cara... Y a la vez, la clara convicción de que también Mark se encontraba en algún lugar de este mismo valle, incluso cerca de él. Más aún: de que Mark estaba en este chalet... con ella.

El torrente de palabras que instantáneamente se agolparon en sus labios fue casi demasiado denso para poder darle expresión.

—¡Abre, abre, abre! —fue lo único que le pareció inteligible del tropel de palabras que le salieron. Alzó las manos para empujar con fuerza; pero la respuesta de ella le contuvo.

—Aunque abriese... no podrías entrar aún —le llegó el susurro a través de la puerta. Y ahora casi habría jurado que sonó dentro de él mismo, más que fuera.

—Tengo que entrar —exclamó—. ¡Ábreme!

—Pero estás temblando...

—Ábreme, por Dios! ¡Ábreme!

—Pero tu corazón... está agitado.

—Porque... te tengo cerca —dijo con voz apasionada, tartamudeante—. ¡Porque estás ahí, cerca de mí! —luego, antes de que ella pudiese contestar, o controlar él sus propias palabras, añadió—: Y porque Mark, mi hermano, está ahí... contigo.

—¡Chist, chist! —le llegó la suave, asombrosa respuesta—. Está aquí, es verdad; pero no está conmigo. Y ha venido por mí... por mí y por ti. Mi alma, por desgracia, le ha conducido hasta las puertas...

Pero el estado emocional de Stephen había llegado al punto crítico, y le dominó, como una tormenta, la necesidad de actuar. Retrocedió unos pasos para lanzarse contra la puerta cerrada cuando, para su total asombro, se abrió. Se abrió lentamente la parte superior, hacia afuera, y... vio.

Descubrió una estancia inmensa con las ventanas completamente cerradas —parecía extenderse más allá de las paredes, hacia la ladera boscosa—, atestada de figuras movientes, como formas de vida deslizándose silenciosas de un lado para otro en el oscuro interior de una cisterna; y allí, enmarcada en esta abertura, estaba la joven: de pie, visible de cintura para arriba, radiante en el solitario rayo de sol que llegaba hasta el chalet, sonriéndole maravillosamente con la misma exquisita belleza de esos ojos que él había contemplado en la visión de la nube; con esa suprema invitación en ellos, también: la invitación a vivir.

La belleza le deslumbró. Podía ver el vello de sus pequeñas mejillas morenas que besaba el sol; la nube de cabello sobre su cuello, donde él había posado los labios; el pecho leve y adorable, también, que, aún no hacía veinticuatro horas, había conocido la presión de sus brazos. Y, otra vez, impulsado por el amor que triunfa sobre todos los obstáculos, reales o ficticios, se precipitó con los brazos abiertos para estrecharla.

—¡Katya! —exclamó, sin pensar en lo extraño que era que supiese su nombre, y mucho más su encantadora forma abreviada—. ¡Katya!

Pero la joven alzó su mano pequeña y morena frente a él en un gesto que frenaba más que un montón de puertas con el cerrojo pasado.

—Aquí no —murmuró ella con grave sonrisa, mientras, por debajo de sus palabras, captaba Stephen una alternancia de alientos y silencios como de un millar de durmientes en la habitación a oscuras—. ¡Aquí no! Ahora no puedes verle; porque ésta es la Sala de Recepción de la Muerte, y estoy en el Vestíbulo del Más Allá. Nuestro camino... el tuyo y mío... está lejos aún... trazado desde el principio del mundo... juntos.

Lo dijo en un inglés curiosamente defectuoso; pero la memoria de Stephen recuerda las palabras singulares en su forma más perfecta. De esto, sin embargo, se dio cuenta más tarde. En ese momento sólo tuvo conciencia de la doble oleada de amor que le invadió como una marea arrolladura amenazando con hacerle saltar en pedazos: tenía que estrecharla contra su corazón; tenía que correr en seguida junto a su hermano, mirarle a los ojos, hablar con él. Se le hizo irresistible el deseo de entrar en la gran habitación oscura y abrirse paso entre las formas silenciosas y vagas hasta donde él se encontraba, e inmediatamente detrás, le llegó, como una fiebre de gozo, el significado de las palabras que ella acababa de pronunciar; especialmente la última: ¡juntos!

A continuación, durante un instante, todas las fuerzas de su ser se volvieron negativas, de manera que su voluntad renunció a actuar. El exceso de sentimientos le paralizó. Experimentó un fugaz intervalo de conocimiento cierto y sereno. La exaltación espiritual que generaba esta clarividencia se elevó a un estadio superior y comprendió que estaba ante un orden de cosas que pertenecía al mundo de las causas eternas más que al de los efectos temporales. Alguien había retirado el Velo.

Con la sensación de que sólo le cabía esperar, y dejar que los acontecimientos tomasen su extraordinario curso, se quedó inmóvil. Durante un segundo, incluso menos, debió de taparse los ojos con la mano; porque cuando volvió a mirar, un momento después, vio que la mitad de la puerta que había estado abierta se hallaba cerrada. Estaba solo en la galería. Y el sol había desaparecido por completo del escenario.

Fue entonces, por lo visto, cuando desapareció su último vestigio de autodominio. Se lanzó contra la puerta; y la puerta resistió su embestida como un muro de sólida roca. Gritando alternativamente los nombres de sus dos seres amados, dio media vuelta, sin saber apenas lo que hacía, y echó a correr hacia el prado. El crepúsculo envolvía el chalet, acercando más el bosque de su alrededor. No tardaría en descender por las laderas la verdadera oscuridad. Las paredes del valle parecían llegar hasta el cielo.

Sin parar de llamarles, echó a correr alrededor de la casa buscando frenéticamente una entrada, con la mente repleta de desconcertantes retazos de lo que acababa de oír: «La Sala de Recepción de la Muerte», «El Vestíbulo del Más Allá», «No puedes verle ahora», «Nuestro camino está más allá... ¡y juntos!».

En la fachada posterior del chalet, junto a la esquina que tocaban los árboles, se detuvo de repente, al sentir atraída su mirada hacia arriba; y allí, apretado contra el cristal de la ventana de una habitación superior, vio que alguien le miraba.

Con una sensación de terror frío, descubrió que estaba mirando a los ojos de su hermano Mark. Un poco inclinado debido al esfuerzo de asomarse hacia abajo, con la cara pálida e inmóvil, tenía los ojos fijos en los suyos, aunque sin la menor muestra de reconocerle. No movió ni una sola de sus facciones: y aunque les separaban escasamente unos pasos, el rostro de Mark tenía un aspecto vago, brumoso, de lejanía. Era como el rostro del hombre al que acaban de sacar súbitamente de un sueño profundo: deslumhrado, perplejo; más aún: asustado, y horriblemente turbado.

Lo que Stephen leyó en él en ese primer instante, sin embargo, fue la grande y eterna pregunta que los hombres han formulado desde el principio de los tiempos, aunque jamás han oído la respuesta. Y el dolor traspasó como una espada su corazón de hermano gemelo.

—¡Mark! —balbuceó en esa voz baja que el valle parecía exigir—; ¡Mark! ¿Eres tú de verdad? —las lágrimas le anegaban ya los ojos y la emoción, como un torrente, le ahogaba las palabras.

Mark, con una mirada fija, espantosa, y sin la más leve muestra de reconocerle, seguía mirándole desde arriba, junto a la ventana cerrada, inmóvil, sin pestañear, como una estatua de piedra. Era casi como una imagen de sí mismo... sólo que con cierta alteración. Porque sin duda había una alteración en su rostro; una alteración espantosa, desconocida... aunque Stephen era incapaz de determinar en qué consistía. Y recordó cómo su figura había pasado junto a él en el bosque, con la cara apartada.

Entonces hizo Stephen, al parecer, una especie de seña violenta, en respuesta a la cual su hermano reaccionó por fin, y abrió la ventana despacio. Se inclinó hacia delante, bajando la cabeza y los hombros al apoyarse en el alféizar; al mismo tiempo, Stephen corrió al pie del muro y se estiró lo más posible hacia él. Se aproximaron los dos rostros; se miraron clara y derechamente a los ojos. Entonces se movieron los labios de Mark, y medio se desvaneció su turbada expresión entre las comisuras de una sonrisa de desconcertado y afectuoso asombro.

—Stevie, muchacho —fue una voz levísima, lejana—; pero ¿dónde estás, que te veo tan... borroso?

Sonó como una voz gritando a media milla de distancia. Stephen se estremeció al oírla.

—Estoy aquí, Mark; cerca de ti —susurró.

—Oigo tu voz, percibo tu presencia —la respuesta le llegó como las palabras del que habla en sueños—; pero te veo... como a través de un cristal oscuro. Y quiero verte con claridad, y de cerca...

—Pero ¿y tú? ¿Dónde estás tú? —le interrumpió Stephen con angustia.

—Estoy aquí, solo... completamente solo. Y hace frío, ¡mucho frío! —las palabras le llegaron blandamente, como ocultando una queja. El viento las arrastró, dio la vuelta a la esquina y se perdió, gimiendo, en dirección al bosque.

—Pero ¿cómo has venido, cómo has venido? —Stephen se puso de puntillas para captar la respuesta. Pero no hubo respuesta. La cara se retiró un poco; y al hacerlo, el viento, pasando otra vez sobre los muros, le agitó el cabello sobre la frente. Stephen vio cómo se le movía. Le pareció que se le movía la cabeza también, que se le agitaba ligeramente de un lado para otro.

—¡Ah, dímelo, hermano, queridísimo hermano! ¡Dímelo...! —gritó, sudando de manera horrible y con las piernas temblorosas.

Mark hizo un gesto extraño, retirándose al mismo tiempo un poco más hacia la habitación, de manera que quedó medio en sombra, junto a la ventana. La alteración que había en él se hizo ahora más evidente, aunque sin revelar su naturaleza exacta. Había algo en él que era terrible. Y el aire que salía de la ventana abierta y llegaba a Stephen era tan frío que parecía helarle el sudor de la cara.

—No lo sé; no recuerdo —oyó que decía la vocecita de la habitación, alejándose continuamente—. Además, no puedo hablar contigo... todavía; es muy difícil; me resulta doloroso.

Stephen estiró el cuerpo, arañando con las manos la pared de madera por encima de la cabeza, en un intento de trepar por su superficie lisa y resbaladiza.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó frenético—, dime qué significa todo esto y qué estáis haciendo aquí, tú y... y... ¡qué hacemos los tres! —las palabras resonaron en el valle silencioso.

Pero el otro se había vuelto a quedar inmóvil junto a la ventana, con la cara extraviada y perpleja, como si el esfuerzo de hablar hubiese sido excesivo para él. Su figura había empezado a desdibujarse un poco. Era como si, sin moverse, se fuera perdiendo en una especie de distancia interior. Más tarde, al parecer, se desvaneció por completo.

—No sé —le llegó por último la voz, más débil que antes, medio sofocada—. He estado durmiendo, creo. Acabo de despertarme, y he venido de otro lugar... donde estábamos juntos, tú y yo, y... y...

Como su hermano, fue incapaz de pronunciar el nombre. Terminó la frase, un momento después, en una especie de susurro apenas audible: «Pero no puedo decirte cómo he venido —dijo—, porque no sé las palabras».

Stephen, entonces, con un salto violento, trató de agarrarse al alféizar de la ventana para trepar. Pero estaba demasiado alto, y cayó en la yerba, conservando el equilibrio a duras penas.

—Voy a entrar —gritó con fuerza—. ¡Espérame! ¡Por el amor del cielo, espérame ahí! ¡Echaré abajo la puerta...!

Otra vez hizo Mark aquel gesto singular; otra vez pareció alejarse un poco más hacia una especie de velada perspectiva, haciendo que su figura siguiera desdibujándose; y desde una distancia increíble —una distancia que en cierto modo sugería la idea de una altura tremenda—, le llegó a Stephen, minúscula y tenue, la voz que brotó de los pálidos labios de la sombra:

—¡No vengas, muchacho! No estás preparado... y hace demasiado frío aquí. Te esperaré, Stevie, te esperaré. Más adelante, o sea lejos de aquí, estaremos juntos los tres... Pero tú no lo entiendes ahora. Estoy aquí por ti, muchacho, y por ella. Ella nos quiere a los dos; pero... a quien quiere más... es... a ti...

La voz susurrante se elevó de pronto con estas últimas palabras, y se convirtió en un grito largo que el viento se llevó instantáneamente, sepultándolo en el silencio sofocante del bosque. Porque, en ese mismo momento, Mark había vuelto con súbito impulso a la ventana, se había asomado y había extendido ambas manos hacia su hermano. Y su rostro se había iluminado y había sonreído. Atrapado en esta sonrisa, el espantoso cambio había desaparecido.

Stephen se volvió y echó a correr alrededor del chalet, en busca de alguna puerta que poder derribar con las manos y los pies y el cuerpo. Pero buscó en vano; porque con las sombras, los pilares de madera que sostenían el edificio no se distinguían de los troncos de los árboles de atrás; el tejado se perdió arriba, borrado por la lobreguez de las ramas, y la oscuridad fundió el bosque, la montaña y el cielo en una negrura uniforme en la que no se discernía detalle alguno.

Ya no había chalet. Lo que estaba golpeando con sus manos y pies magullados eran los troncos corpulentos de los pinos y los abetos del sendero; pero siguió golpeándolos, sin parar de llamar a voces a Mark, hasta que finalmente le dio un vahído de agotamiento, y se desplomó al suelo en un estado de semiinconsciencia.

Y durante casi media hora estuvo tendido en el musgo, inmóvil, mientras las manos inmensas de la noche extendían un manto de suavísima negrura sobre el valle y la montaña, cubriendo el cuerpo pequeño de Stephen con el mismo cuidado con que cubrió el cielo, el hemisferio, y todas aquellas leguas de bosque aterciopelado.

XIII

Pasó mucho rato antes de que volviera en sí, temblando de frío porque se le había secado el sudor, allí tendido. Se levantó y echó a correr. La noche había cerrado ya, y el aire penetrante le producía pinchazos en las mejillas. Pero con un instinto certero, incontestable, tomó la dirección de regreso.

Anduvo extraordinariamente deprisa, habida cuenta la oscuridad y la espesura de los árboles. No recuerda cómo salió del valle, ni cómo encontró el camino entre las elevaciones que se interponían entre él y el campo que le era familiar. En el fondo de su mente saltaban y se derrumbaban fragmentos sueltos de lo que había visto y oído, sin formar hasta ese momento ninguna pauta coherente. En realidad, los detalles carecían de interés para él. Era un condenado a muerte. Su determinación, pese a todo, seguía firme. Dentro de unas horas no estaría ya.

Sin embargo, movido por el hábito profesional, trató de ordenar un poco las cosas. Durante ese estado de singular exaltación, por ejemplo, comprendió vagamente que sus anhelos profundos se habían traducido de algún modo en acción y escenario. Porque esos anhelos eran vida. Su decisión los negaba; así que se dramatizaban gráficamente con la intensidad de que era capaz su imaginación.

Eran invenciones dramatizadas, singularmente elaboradas, de las emociones que ardían de forma violenta en su interior; proyecciones de su conciencia mutilada e incompleta que se disfrazaban de personas ante su visión interior. Todo había empezado con esas extrañas sensaciones, propias del que se está ahogando, que había experimentado. A partir de ese momento, habían pasado a actuar el resto de las fuerzas en liza, desempeñando su papel de manera más o menos convincente, según su vigor...

Pensó y razonó mucho mientras regresaba apresuradamente en plena oscuridad de la noche. Pero sabía que no era cierto. ¡Carecía de una verdadera explicación!

Desde los altos lomos, fríos y desolados bajo las estrellas, barridos por el viento libre de la noche, hizo el trayecto casi entero corriendo. Era cuesta abajo. Y durante ese pronunciado descenso de casi una hora, fueron adquiriendo forma los detalles de su «partida». Hasta ese momento no había hecho planes concretos. Ahora lo dispuso todo. Eligiría la misma poza donde el agua se enroscaba y burbujeaba como en un caldero, en un recodo que formaba el pequeño torrente más arriba de la casa donde se alojaban; decidió incluso los términos en que redactaría la carta que iba a dejar. La pondría en la mesa de la cocina, para que supiesen dónde encontrarle.

Aceleró el paso al máximo; porque le obsesionaba la idea de que pudiera haberse ido su hermano, de que quizá no le encontrase; le venía de esa visión singular, pormenorizada, que había tenido durante su gran debilitamiento en el valle. Le aterraba la posibilidad de no volver a ver a su hermano, de que se hubiese ido deliberadamente... tras ella.

«Tengo que ver otra vez a Mark. ¡Tengo que llegar antes de que se vaya!», insistía sin cesar el firme pensamiento en su cerebro, haciéndole correr como un gamo por el sendero sinuoso.

Eran las diez pasadas cuando llegó al pequeño claro que había detrás del chalet. No se veía ninguna luz: todas las ventanas estaban a oscuras; pero a continuación vislumbró una figura que andaba de un lado para otro al pie de la galería. No era Mark; se dio cuenta en seguida. Se movía de una manera rara. Al mismo tiempo, le llegó una especie de gemido. Y entonces se dio cuenta de que era la silueta de Marie Petavel, la campesina que les hacía la comida.

Y en el instante en que descubrió quién era, y oyó su gemido, supo qué había ocurrido. Mark había dejado una carta explicativa... y se había marchado: se había ido en pos de la joven. Sintió que se le encogía el corazón.

La mujer fue trabajosamente a su encuentro, en medio de la oscuridad; la yerba mojada de rocío le azotaba las faldas de manera audible. Y las palabras que Stephen oyó fueron exactamente las que había esperado oír; aunque el patois y la excitación las hacían casi incomprensibles:

—¡Su hermano... oh, su pobre hermano, monsieur le docteur, se ha... ido!

Y entonces vio brillar el trozo de papel blanco en manos de ella, al detenerse cerca. Era la carta que Mark había dejado, explicando su decisión.

Pero antes de que Stephen tuviese tiempo de leerla, salió del granero de detrás de la casa un hombre con un farol en la mano. Era el marido. Se acercó despacio.

—Le hemos estado buscando; le hemos estado buscando —dijo con voz pastosa—. Mi hijo ha ido incluso a Buttes, y aún no ha vuelto. Se ha alejado mucho, usted; mucho...

Calló, miró a su mujer, y le dijo con rudeza que dejase de lloriquear estúpidamente. Stephen, temblando por dentro, con un terror frío en la sangre, empezaba a intuir que las cosas no eran exactamente como él había previsto. Había algo que era diferente. La expresión del rostro del campesino, iluminado por el resplandor del farol, le llegó de pronto con el impacto de una revelación.

—¿Se lo has dicho a monsieur... todo? —susurró el hombre, inclinándose hacia su mujer. Ésta negó con la cabeza; y su marido abrió la marcha sin decir una palabra más. Este intervalo de unos segundos le pareció a Stephen interminable; temblaba como un enfermo de malaria. Detrás de ellos, la anciana caminaba cansina por la yerba mojada, gimiendo en voz baja.

—Nadie habría pensado que podía ocurrir... una cosa así —murmuró el hombre. El farol temblaba en su mano. Un minuto después el granero se recortó contra las estrellas como un animal monstruoso, con sus enormes puertas de madera abiertas de par en par ante ellos.

Entró primero el campesino, y se descubrió la cabeza; y Stephen, siguiéndole con pasos torpes, vio desplazarse las sombras de los postes por el piso de madera. Arrimado a la pared, adonde el hombre le guiaba, había un pequeño montón de heno; sobre éste, cubierto con una sábana blanca, yacía un cuerpo humano. El campesino retiró la sábana con su mano pesada, morena, inclinándose sobre él de manera que el farol alumbró enteramente su gesto.

Y Stephen, echándose hacia delante, sin saber apenas lo que hacía, sin haber sido informado o prevenido, descubrió el rostro de su hermano Mark: sus ojos miraban fijamente al vacío; su semblante tenía la expresión extraviada que él le había notado horas antes, a través del cristal de la ventana de aquella habitación superior.

—Le hemos encontrado en esa poza profunda que hay donde el río hace un recodo, arriba, detrás de la casa —murmuró el campesino—. Dejó un papel en la mesa de la cocina diciendo dónde estaría. Llegamos allí después de anochecer. Su reloj se había parado mucho antes... —susurró, de manera casi inaudible.

Stephen, incapaz de pronunciar una sola palabra, miró al hombre; y el hombre contestó a la pregunta no formulada:

—Se le paró a las cinco y diez —dijo—. Es cuando le entró agua.

Luego, al parpadeo del farol, sentado junto a esta figura inmóvil cubierta con la sábana, Stephen leyó la carta que Mark le había dejado:

«Stevie, muchacho: como sabes, uno de los dos tiene que... irse; y creo que es mejor que no seas tú. Sé todo lo que has pasado, porque he luchado y he sufrido cada momento contigo. He recorrido el mismo sendero, y la he querido demasiado por ti, y a ti demasiado por ella. Y te la dejo, muchacho, porque estoy convencido de que ahora te ama a ti, aunque al principio creyó que era a mí a quien amaba. Pero ha estado toda la tarde llorando sin parar por ti. Más, no te puedo explicar ahora; ella lo hará. Y no hace falta que sepa sino que me he retirado en tu favor: no tiene por qué saber cómo. Quizá, un día, cuando no haya matrimonio, o entrega en matrimonio, podamos estar juntos los tres, y ser felices. Corno sabes, me he preguntado a menudo... —el resto de la frase estaba tachado y era ilegible—... Y, por supuesto, si es posible, muchacho, esperaré.»

A continuación venían más palabras tachadas.

«...Voy a ir, unos minutos después de escribirte estas últimas palabras de bendición y de perdón (porque sé que lo necesitas ¡aunque no hay nada, nada que perdonar!), voy a ir a ese Valle Perdido del que nos habló su padre: el valle oculto entre estas montañas que tanto amamos; el Valle Perdido donde incluso los que mueren en desdicha encuentran la paz. Allí os esperaré a los dos. Mark.»

Unas semanas después, antes de coger el tren hacia el este, Stephen recorrió otra vez el camino hasta la granja donde había comprado leche y había preguntado la dirección. De allí siguió durante cierto trecho el sendero que recordaba bien. Esta vez, sin embargo, la confusión del bosque le dominó extrañamente. Las montañas, fieles al mapa, no lo eran a sus recuerdos. El sendero se cortaba: altas, desconocidas crestas se interponían; y esa tarde, después de andar muchas horas, no encontró ningún valle profundo y sinuoso. El mapa, los campesinos, la misma configuración del paisaje, negaron su existencia.

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