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EL SACRIFICIO
Algernoon Blackwood
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I
Limasson era hombre religioso, si bien no se sabía de qué hondura y calidad, dado
que ningún trance de supremo rigor le había puesto aún a prueba. Aunque no era
seguidor de ningún credo en particular, sin embargo, tenía sus dioses; y su autodisciplina
era probablemente más estricta de lo que sus amigos suponían. Era muy reservado. Pocos
imaginaban, quizá, los deseos que vencía, las pasiones que regulaba, las inclinaciones que
domaba y amaestraba... no sofocando su expresión, sino trasmutándolas alquímicamente
en canales más nobles. Poseía las cualidades de un creyente fervoroso, y habría podido
llegar a serlo, de no haber sido por dos limitaciones que se lo impedían. Amaba su
riqueza, se esforzaba en aumentarla en detrimento de otros intenreses; y, en segundo
lugar, en vez de seguir una misma línea de investigación, se dispersaba en múltiples
teorías pintorescas, como un actor que quiere representar todos los papeles, en vez de
concentrarse en uno solo. Y cuanto más pintoresco era un papel, más le atraía. Así, aunque
cumplía su deber sin desmayo y con cierto afecto, se acusaba a sí mismo, a veces, de
satisfacer un gusto sensual por las sensaciones espirituales. Este desequilibrio abonaba la
sospecha de que carecía de hondura.
En cuanto a sus dioses, al final descubrió su realidad, tras dudar primero de ellos y
luego negar su existencia.
Esta negación y esta duda fueron las que los restablecieron en sus tronos,
convirtiendo las escaramuzas de diletante de Limasson en sincera y profunda fe; y la
prueba se le presentó un verano a principios de junio, cuando se disponía a abandonar la
ciudad para pasar su mes anual en las montañas.
Las montañas eran para Limasson, en cierto inexplicable sentido, casi una pasión, y
la escalada le reportaba un placer tan intenso que un escalador normal apenas lo habría
comprendido. Para él, era serio como una especie de culto; los preparativos para la
ascención, la ascención misma sobre todo, requerían una concentración que parecía
simbólica como un ritual. No sólo amaba las alturas, la imponente grandiosidad, el
esplendor de las vastas proporciones recortadas en el espacio, sino que lo hacía con un
respeto que rayaba en el temor. La emoción que las montañas despertaban en él, podría
decirse, era de esa clase profunda, incalculable, que emparentaba con sus sentimientos
religiosos, aunque estuviesen estos realizados a medias. Sus dioses tenían sus tronos
invisibles entre las imponentes y terribles cumbres. Se preparaba para esa práctica anual
de montañismo con la misma seriedad con que un santo podría acercarse a una ceremoia
solemne de su iglesia.
Y discurría con gran energía el caudal de su mente en esa dirección, cuando le
aconteció, casi la víspera misma de su marcha, una serie ininterrumpida de desgracias que
sacudieron su ser hasta sus últimos cimientos, dejándole anonadado entre ruinas. Sería
superfluo describirlos. La gente decía: "¡Ocurrirle una tras otra de esa manera! ¡Vaya una
suerte negra! ¡Pobre diablo!"; luego se preguntaron, con curiosidad infantil, cómo lo
sobrellevaría. Puesto que ninguna culpa tenía, estos desastres le sobrevinieron de manera
tan súbita que la vida pareció saltar en pedazos, y casi perdió interes en seguir viviendo.
La gente movía la cabeza, y pensaba en la salida de emergencia. Pero Limasson era un
hombre demasiado lleno de vitalidad para soñar siquiera en autodestruirse. Todo esto
tuvo un efecto muy distinto en él: se volvió hacia lo que él llamaba sus dioses, para
interrogarles. No le contestaron ni le explicaron nada. Por primera vez en su vida, dudó.
Un milímetro más allá, y habría caído en la clara negación.
Las ruinas en que se hallaba sentado, sin embargo, no eran de naturaleza material;
ningún hombre de su edad, dotado de valor y con un proyecto de vida profesional por
delante, se habría dejado anonadar por un desastre de orden material. El derrumbamiento
era mental, espiritual; el ataque había sido a las raíces de su caracter y su temperamento.
Los deberes morales que cayeron sobre él amenazaron con aplastarle. Se vio asaltada su
existencia personal, y parecía que debía terminar. Debía pasar el resto de su vida cuidando
a otros que nada significaban para él. No se veía ninguna salida, ninguna vía de escape,
tan diabólicamente completa era la combinación de acontecimientos que anegaron sus
trincheras interiores. Su fe se tambaleó. Un hombre apenas puede soportar tanto y seguir
siendo humano. Parecía haber llegado al punto de saturación. Experimentaba el
equivalente espiritual de ese embotamiento físico que sobreviene cuando el dolor llega al
límite de lo soportable. Se rió, se volvió insensible; luego, se burló de sus dioses mudos.
Se dice que a ese estado de absoluta negación sigue a veces otro de lucidez que refleja
con nitidez cristalina las fuerzas que en un momento dado impulsan la vida desde atrás,
una especie de clarividencia que comporta explicación y, por tanto, paz. Limasson lo
buscó en vano. Estaba la duda que interrogaba, la sonrisa que remedaba el silencio en que
caían sus preguntas; pero no había respuesta ni explicación, ni, desde luego, paz. No había
alivio. En este tumulto de rebelión, no hizo ninguna de las cosas que sus amigos le
aconsejaba o esperaban de él: se limitó a seguir la línea de menor esfuerzo. Cuando llegó la
catástrofe, obedeció al impulso que sintió sobre él. Para indignado asombro de unos y
otros, se marchó a sus montañas.
Todos se asombraron de que en esos momentos adoptase tan trivial actitud,
abandonando deberes que parecían de importancia suprema; lo desaprobaron. Pero en
realidad no estaba tomando ninguna medida concreta, sino que iba a la deriva tan sólo,
con el impulso que acababa de recibir. Estaba ofuscado de tanto dolor, embotado por el
sufrimiento, atontado por el golpe que lo había abatido, impotente, en medio de una
calamidad inmerecida. Acudió a las montañas como acude el niño a su madre:
instintivamente; jamás habían dejado de traerle consuelo, alivio, paz: Su grandiosidad
restablecía la proporción cada vez que el desorden amenazaba su vida. Ningún cálculo,
propiamente hablando, movió su marcha, sino el deseo ciego de una relación física
enérgica como la que comporta la escalda. Y el instinto fue más saludable de lo qu él
suponía.
Arriba, en el valle, entre picos solitarios, adonde se dirigío entonces Limasson,
encontró en cierto modo la proporción que había perdido. Evitó con cuidado pensar; vivía
temerariamente fiando en sus músculos. Le era familiar la región, con su pequeña posada:
atacaba pico tras pico, a veces con guía, pero más a menudo sin él, hasta qe su prestigio
como escalador sansato y miembro laureado de todos los clubs alpinos extranjeros corrió
serio peligro. Por supuesto que se cansaba; pero también es cierto que las montañas le
infundían algo de su inmensa calma y profunda resistencia. Entre tanto se olvidó de sus
dioses por primera vez en su vida. Si en alguna ocasión pensaba en ellos, era como figuras
de oropel que la imaginación había creado, estatuas de cartón piedra que decoraban
meramente la vida para quiernes gustaban de cuadros bonitos. Sólo que... él había dejado
el teatro y sus simulaciones no hipnotizaban ya su mente. Se daba cuenta de su impotencia
y los repudiaba. Esta actitud, empero, era subconciente; no le otorgaba cosnsistencia ni de
pensamientio ni de palabra. Ignoraba, más que rechazaba, la existencia de todos ellos.
Y en este estado de ánimo —pensando poco y sintiendo menos aún—, entró en el
vestíbulo del hotel, una noche después de cenar, y cogió maquinalmente el puñado de
cartas que el conserje le tendía. No tentían ningún interés para él. Se fue a ordenarlas al
rincón donde la gran estufa de vapor mitigaba el frío vestíbulo. Estaban saliendo del
comedor la veintena más o menos de huéspedes, casi todos expertos escaladores, en
grupos de dos o tres; pero Limasson sentía tan poco interés por ellos como por las cartas:
ninguna conversación podía alterar los hechos, ninguna frase escrita podía modificar su
situación. Abrió una al azar: de negocios, con la dirección mecanografiada. Probablemente,
sería impersonal; menos sarcástica, por tanto, que las otras, con sus tediosas fingidas
condolencias. Y, en cierto modo, era impersonal el pésame de un despacho de abogado:
mera fórmula, unas cuantas pulsaciones más en el teclado universal de una Remington.
Pero al leerla, Limasson hizo un descubrimiento que le produjo un violento sobresalto y
una agradable sensación. Creía que había alcanzado el límite soportable de sufrimiento y
de desgracia. Ahora, en unas docenas de palabras, quedó demostrada de forma
convincente su equivocación. El nuevo golpe fue demoledor.
Esta noticia de una última desgracia desveló en él regiones enteras de nuevo dolor,
de penetrante, resentida furia. Al comprenderlo, Limasson experimentó una momentánea
parálisis del corazón, un vértigo, un intenso sentimiento de rebeldía cuya impotencia casi
le produjo una náusea física. Era como si... se fuese a morir.
"¿Acaso debo sufrirlo todo?", brilló en su mente paralizada con leras de fuego.
Sintió una rabia sorda, un perplejo ofuscamiento; pero no un dolor declarado,
todavía. Su emoción era demasiado angustiosa para contener el más ligero dolor del
desencanto; era una ira primitiva, ciega, lo que se dio cuenta de que sentía. Leyó la carta
con calma, hasta el elegante párrafo de condolencia, macanografiado al final, y luego se le
metió en el bolsillo. No reveló ningún signo externo de turbación: su respiración era
pausada; se estiró hasta la mesa para coger una cerilla, y la sostuvo a la distancia del brazo
para que no le molestase al olfato el humo del azufre.
Y en ese instante hizo un segundo descubrimiento. El hecho de que fuese posible
sufrir más incluía también el de que aún le quedaba cierta capacidad de resignación y, por
tanto, también un vestigio de fe. Ahora, mientras oía crujir la hoja del rígido papel en su
bolsillo, obeservó cómo se apagaba el azufre, y vio encenderse la madera y consumirse por
completo sus restos. Igual que la cabeza ennegrecida, el resto de la cerlla se encogió y
cayó. Desapareció. Salvajemente, aunque con una calma exterior que le permitía encender
su pipa con mano serena, invocó a sus deidades. Y otra vez surgió la interrogante con
letras de fuego, en la oscuridad de su pensamiento apasionado.
"¿Aún me pedís esto... este último y cruel sacrificio?".
Y los rechazó por entero; porque eran una burla y un fingimiento. Los repudió con
desprecio para siempre. Evidemntemente, había concluido el teatro. Negó a sus dioses.
Aunque con una sonrisa en los labios; porque ¿qué eran después de todo, sino muñecos
que su propia fantasía religiosa había imaginado? Jamás habían existido. ¿Era, pues, la
vertiete pintoresca, sensacionalista de este temperamento devocional, lo que los había
creado? Ese lado de su naturaleza, en todo caso, estaba muerto ahora, lo había aniquilado
un golpe devastador; los dioses habían caído con él.
Observando lo que quedaba de su vida, le parecía como una ciudad reducida a
ruinas por un terremoto. Los habitantes creen que no puede ocurrir nada peor. Y entonces
viene el incendio.
Dos cursos de pensamiento discurrían paralela y simultáneamente en él, al parecer;
porque mientas por debajo bramaba contra este último golpe, la parte superior de su
conciencia se ocupaba seria del proyecto de una gran expedición que iba a emprender por
la mañana. No había contratado ningún guía. Como montañero experimentado, conocía
bien la región; su nombre era relativamente familiar y en media hora consiguió tener
arreglados todos los detalles, y se retiró a dormir tras pedir que le avisasen a las dos. Pero
en vez de acostarse, se quedó en la butaca esperando, incapaz de levantarse, como un
volcán humano que podía estallar con violencia en cualquier momento. Fumaba en su
pipa con tanta calma como si nada hubiese ocurrido, mientras en sus ardientes
profundudades seguía leyendo esta sentencia: "¿Aún me pedís este último y cruel
sacrificio...?". Su dominio de sí, dinámicamente calculado, debió de ser muy grande
entonces y, reprimida de este modo, la reserva de energía potencial acumulada era
enorme.
Con el pensamiento concentrado en este golpe final, Limasson no se había dado
cuenta de la gente que salía de la salle à manger y se diseminaba por le vestíbulo en
grupos. Algún que otro individuo, de vez en cuando, se acercaba a su silla con idea de
trabar conversación con él; luego, viéndole ensimismado, daba media vuelta. Cuando un
escalador al que conocía ligeramente le abordó con unas palabras de excusa para pedirle
fuego, Limasson no le dijo nada, porque no le vio. No se daba cuenta de nada. No notó,
concretamente, que dos hombres llevaban un rato observándole desde un rincón del otro
extremo. Ahora alzó la vista —¿por casualidad?— y advirtió vagamente que hablaban de
él. Tropezó con sus miradas, y se sobresaltó.
Porque al principio le pareció que los conocía. Quizá los había visto en el hotel —le
eran familiares—, aunque desde luego no había hablado nunca con ellos. Al comprender
su error, volvió la mirada hacia otra parte, aunque consciente todavía de su atención. Uno
era clérigo o sacerdote, su cara tenía un aire de gravedad no extenta de cierta tristeza; la
severidad de sus labios era desmentida por la encendida belleza de sus ojos, que revelaban
un estusiasmo notablemente regulado. Había una nota de majestuosidad en este hombre
que intensificaba la impresión que causaba. Sus ropas la acentuaban aún más. Vestía un
traje de tweed oscuro de absoluta sencillez. Toda su persona denotaba austeridad.
Su compañero, quizá por contraste, parecía insignificante con su traje de etiqueta
convencional. Bastante más joven que su amigo, su cabello —detalle siempre revelador—
era un poquito largo, sus dedos delgados, que esgrimían un cigarrillo, llevaban anillos; su
rostro, aunque pintoresco, era impertinente, y toda su actitud sugería cierta insulsez. El
gesto, ese lenguaje perfecto que desafía la simulación, delataba cierto desequilibrio. La
impresión que causaba, no obstante, era gris comparado con la intensidad del otro.
"Teatral", fue la palabra que se le ocurrió a Limasson, mientras apartaba los ojos. Pero al
mirar a otra parte, sintió desasosiego. Las tienieblas interiores invocadas por la espantosa
carta se alzaron a su alrededor. Y con ellas, sintió vértigo...
A lo lejos, la negrura estaba bordeada de luz; y desde esa luz, avanzando deprisa y
con indiferencia como desde una distancia gigantesca, los dos hombres aumentaron
súbitamente de tamaño; se acercaron a él. Limasson, en un gesto de autodefensa, se volvió
hacia ellos. No tenía ganas de conversación. En cierto modo, había esperado este ataque.
Sin embargo, en el instante en que empezaron a hablar —fue el sacerdote el que abrió
fuego—, todo fue tan tranquilo y natural que casi saludó con agrado esta distracción. Tras
una frase a modo de presentación, se puso a hablar de cimas. Algo cedió en la mente de
Limasson. El hombre era un escalador de la misma especie que él: Limasson sintió cierto
alivio al oír la invitación, y comprendió, aunque oscuramente, el cumplido que ello
implicaba.
—Si le apetece unirse a nosotros... si desea honrarnos con su compañía —estaba
diciendo el hombre, con sosiego; luego añadió algo sobre su "gran experiencia" y su
"inestimable asesoramiento y juicio".
Limasson alzó los ojos, tratando de concentrarse y comprender.
—¿La Tour du Néant? —repitió, nombrando el pico que le proponían. Rara vez
atacada, jamás conquistada, y con un siniestro récord de accidentes, era precisamente la
cima que pensaba acometer por la mañana.
—¿Han contratado guía? —sabía que la pregunta era superflua.
—No hay guía que quiera intentar esa escalada —contestó el sacedote, sonriendo,
mientras su compañero añadía con un ademán: "pero no necesitaremos guía... si viene
usted"
—Esta libre, creo, ¿no? ¿Está solo? —preguntó el sacerdote, situándose un poco
delante de su amigo, como para mantenerle en segundo término.
—Sí —contestó Limasson—. Estoy completamente solo.
Escuchaba con atención, aunque con una parte de su mente tan sólo. Percibió el
halago de la invitación. Sin embargo, era como si ese halago estuviese dirigido a otro. Se
sentía indiferente... muerto. Estos hombres necesitaban su habilidad corporal, su cerebro
experimentado; y eran su cuerpo y su mente los que hablaban con ellos, y los que
finalmente accedieron. Eran muchas las expediciones que se habían planeado de esa
forma, pero esa noche notó cierta diferencia. Mente y el cuerpo sellaron el acuerdo; en
cambio su alma, que escuchaba y obserbava desde otra parte, guardaba silencio: al igual
que sus dioses rechazados, le había dejado, aunque permanecía cerca. No intervenía; no le
advertía; incluso aprobaba; le susurraba desde lejos que esta expedición encubría otra.
Limasson estaba perplejo ante el desacuerdo entre la parte superior y la parte inferior de
su mente.
—A la una de la madrugada, entonces, si le parece bien... —concluyó el de más edad.
—Yo me ocuparé de las provisiones —exclamó el más joven con entusiasmo—; y
llevaré mi cámara telefotográfica para la cima. Los porteadores pueden llegar hasta la
Gran Torre. Una vez allí, estaremos ya a seis mil pies; de manera que... —y su voz se
apagó a lo lejos, mientras se lo llevaba su compañero.
Limasson le vio marcharse con alivio. De no haber sido por el otro, habría rechazado
la invitación. En el fondo, le era indifierente. Lo que le había decidido finalmente a aceptar
fue la coincidencia de ser la Tour du Néant el pico que precisamente pensaba atacar solo, y
la extraña impresión de que esta expedición encubría otra; casi, de que esos hombres
ocultaban un motivo. Pero desechó tal idea; no valía la pena pensar en ello. Un momento
después se fue a dormir él también. Tan sin cuidado le tenían los asuntos del mundo, tan
muerto se sentía para los intereses terrenales, que rompió las otras cartas y las arrojó a un
rincón de la estancia... sin leer.
-
II
Una vez en su frío dormitorio, se dio cuenta de que la parte superior de su mente le
había dejado cometer una tontería, se había metido como un colegial en una situación
poco prudente. Se había enrolado en una expedición con dos desconocidos, expedición
para la que normalmente habría escogido a sus compañeros con el mayor cuidado. Más
aún, iba a ser el guía; habían recurrido a él por seguridad, mientras que los que disponían
y planeaban eran ellos. Pero ¿quiénes eran estos hombres con los que iba a correr graves
riesgos físicos? Los conocía tan poco como ellos a él. ¿Y de dónde le venía, se preguntó, la
extraña idea de que en realidad esta ascensión había sido planeada por alguien que no era
ninguno de ellos?
Tal fue la idea que le cruzó por la mente: y tras salirle por una puerta, le volvió
rápidamente por otra. Sin embargo, no la tuvo en cuenta más que para notar su paso entre
la confusión que en ese momento era su pensamiento. En efecto, nada había en el mundo
que le importase un comino. Mientras se desvestía para acostarse, se dijo: "Me llamarán a
la una... pero ¿por qué voy a ir con esos dos, con tan descabellado plan...? ¿Y quién ha
trazado el plan...?"
Parecía que se había generado espontáneamente. Había surgido con toda facilidad,
naturalidad y rapidez. No ahondó más en la cuestión. Le daba igual. Y, por primera vez,
prescindió del pequeño ritual, mitad adoración mitad plegaria, que siempre ofrecía a sus
deidades al retirarse a descansar. No los reconoció.
¡Cuán absolutamente rota estaba su vida! ¡Qué vacía y terrible y solitaria! Sintió frío,
y se echó los abrigos encima de la cama, como si su aislamiento mental tuviese un efecto
físico también. Apagó la luz junto a la puerta; y cruzaba la habitación a oscuras, cuando le
llegó un rumor que procedía de debajo de su ventana. Eran voces hablando. El rugido de
una cascada las volvía confusas; sin embargo, estaba seguro de que eran voces; y reconoció
una de ellas, además. Se detuvo a escuchar. Oyó pronunciar su propio nombre: "John
Limasson". Cesaron. Permaneció un momento de pie, temblando sobre el entariamado, y
luego se metió bajo las pesadas ropas. Pero en el mismo instante de arrebujarse,
empezaron otra vez. Se levantó y corrió a escuchar. El poco viento que soplaba pasó en ese
momento valle abajo, arrastrando el rugido de la cascada; y en ese momento de silecio le
llegaron fragmentos claros de frases:
—¿Y dice que han bajado al mundo... y que están cerca? —era la voz del sacerdote,
sin duda alguna.
—Llevan días pasando —fue la respuesta: una voz áspera, profunda que podía ser de
un campesino, en un tono como de temor—; todos mis rebaños andan desperdigados.
—¿Está seguro de los signos? ¿Los conoce?
—El tumulto —fue la respuesta, en tono mucho más bajo—. Ha habido tumulto en
las montañas...
Hubo una interrupción, como si hubiesen bajado la voz para que no les oyesen. A
continuación le llegaron dos fragmentos inconexos, el final de una pregunta y el principio
de una respuesta.
—¿... la oportunidad de toda una vida?
—Si va por su propia voluntad, el éxito es seguro. Porque la aceptación es... —y al
volver el viento, trajo consigo el fragor de la cascada, de manera que Limasson no oyó
nada más...
Una emoción indefinible se agitó en su interior al regresar a la cama. Se tapó las
orejas para no oír nada más.Sintió un inexplicable desfallecimiento de corazón. ¿De qué
diablos estaban hablando esos dos? ¿Qué significaban esas frases inconexas? Tras ellas
había un grave, casi solemne siginificado. Ese "tumulto en las montañas" era de algún
modo siniestro; de tremenda, pavorosa sugerencia. Se sintió inquieto, desasosegado; era la
primera emoción que se agitaba en él desde hacía días. Su débil despertar le disipó el
embotamiento. Había conciencia en ella —sentía un vago hormigueo—; aunque era algo
mucho más profundo que la conciencia. Las palabras se hundieron en algún lugar oculto,
en una región que la vida aún no había sondeado, y vibraron como notas de pedal. Se
perdieron retumbando en la noche de las cosas indescifrables. Y, aunque no encontraba
explicación, presintió que teínan que ver con la expedición de la mañana: no sabía cómo ni
por qué; habían pronunciado su nombre; luego esas frases extrañas... nada más. En cuanto
a la expedición en sí, ¿qué era sino algo de carácter impersonal que ni siquiera había
planeado él?. Tan sólo su plan adoptado y alterado por otros... ¿cedido a otros? Su
situación, su vida personal, no tomaban parte en él.
La idea le sobresaltó un momento. ¡Carecía de vida personal...!
Luchando con el sueño, su cerebro jugaba al juego interminable del desasimiento sin
ganar un solo tanto, mientras que la parte soterrada de su mente observaba y sonreía...
porque sabía. Luego, de pronto, le invadió una gran paz. Era debida al agotamiento, quizá.
Se durmió; y un momento después, al parecer, tuvo conciencia de un trueno en la puerta y
de una voz que gruñó con rudeza: "'s ist bald en Uhr, Herr! Aufstehen!"
Levantarse a esa hora, a menos que se tenga muchas ganas, es una empresa sórdida y
deprimente; Limasson se vistió sin entusiasmo, consciente de que el pensamiento y el
sentimiento estaban exactamente como los había dejado al acostarse. Seguía con la misma
confusión y perplejidad; también con la misma emoción solemne y profunda, removida
por las voces susurrantes. Sólo un hábito largamente practicado le permitió atender a los
detalles, asegurándose de que no olvidaba nada. Se sentía pesado, oprimido, presa de una
especie de ansiedad; llevó a cabo la rutina de los preparativos gravemente, sin el menor
atisbo del gozo acostumbrado; todo era maquinal. Sin embargo, sentía discurrir, a través
de él, la vieja sensación familiar del ritual, debido a la práctica de tantos años; de esa
purificación de la mente y el cuerpo para una gran Ascensión: como los ritos iniciáticos
que en otro tiempo habían sido para él tan importantes como para el sacerdote que se
acercaba a adorar a su deidad en los templos antiguos. Ejecutó la ceremonia con el mismo
cuidado que si observase un espectro de su desvanecida fe, haciéndole señas desde el aire
como antes... Ordenaba cuidadosamente su mochila, cogió su pico de junto a la cama,
apagó la luz y bajó la crujiente escalera de madera en calcetines, no fuese que sus pesadas
botas despertasen a los durmientes. Y aún le resonaba en la cabeza la frase con la que se
había dormido... como si la acabaran de pronunciar:
"Los signos son seguros; han estado pasando durante días... se han acercado al
mundo. Los rebaños andan desperdigados, ha habido tumulto... tumulto en las montañas"
Había olvidado los demas fragmentos. Pero ¿quiénes eran "ellos"? ¿Y por qué la palabra le
helaba la sangre?
Y a la vez que resonaban las palabras en su interior, Limasson sentía también el
tumulto en sus pensamientos y sentimientos. Había habido tumulto en su vida, y se
habían desperdigados todas sus alegrías... alegrías que hasta aquí habían alimentado su
vida. Los signos eran seguros. Algo descendió sobre su pequeño mundo, pasó... lo rozó.
Sintió un aletazo de terror.
Fuera, en la oscuridad fresca de la madrugada incipiente, le esperaban los
desconocidos. Pareció más bien, que llegaban a la vez que él, con igual puntualidad. El
reloj del campanario de la iglesia dio la una. Intercambiaron saludos en voz baja,
comentaron que el tiempo prometía mantenerse bueno, y echaron a andar en fila por los
prados empapados, hacia el primer cinturón del bosque. El porteador, un campesino de
rostro desconocido y sin relación alguna con el hotel, abría la marcha con un farol. El aire
era maravillosamente dulce y fragante. Arriba, en el cielo, las estrellas brillaban a miles.
Sólo el rumor del agua que caía de las alturas y el ruido regular de sus botas pesadas
quebraban el silencio. Y recortándose contra el cielo, se alzaba la enome pirámide de la
Tour du Néant que prentendían conquistar.
Quizá la parte más deliciosa de una gran ascención es el principio, en la perfumada
oscuridad, mentras se halla lejos aún la emoción de la posible conquista. Las horas se
alargan extrañamente; la puesta del sol de la víspera parece haber tenido lugar hace días;
el amanecer y la luz parecen cosa de otra semana, parte de un oscuro furturo como las
vacaciones de los niños. Es difícil comprender que este frío penetrante previo al amanecer,
y el inminente calor llameante, pertencen al mismo hoy.
No sonaba ningún rumor mientras subían trabajosamente por el sendero
zigzagueante, a través de los primeros mil quienientos pies de bosque de pino; ninguno
hablaba; todo lo que se oia era el golpeteo metálico de los clavos y los picos contra las
piedras. Porque el fragor del agua, más que oírse, se sentía: golpeaba contra los oídos y la
piel de todo el cuerpo a la vez. Las notas más profundas sonaban ahora debajo de ellos, en
el valle dormido; y las más estridentes arriba, donde tintineaban con fuerza los ríos recién
nacidos de las pesadas capas de nieve...
El cambio llegó delicadamente. Las estrellas se volvieron un poquitín menos
brillantes, adquirieron una suaviad como de los ojos humanos en el instante de decir
adiós. El cielo se hizo visible entre las ramas más altas. Un aire suspirante alisó todas sus
crestas en la misma dirección; el musgo, la tierra y los espacios abiertos difundieron
perfumes intensos; y la minúscula procesión humana, dejando atrás el bosque, salió a la
inmensidad del mundo que se extendía por encima de la líenea de árboles. Se detuvieron,
mientras el porteador se inclinaba a apagar el farol. Había color en el cielo de oriente. Se
juntaron más los picos y los barrancos.
¿Era el Amanecer? Limasson apartó los ojos de la altura del cielo donde las cumbres
abrían paso al día inminente, y miró los rostros de sus compañeros, pálidos, macilentos en
esta media luz.
¡Qué pequeños, qué insignificantes parecían, en medio de este hambriento vacío de
desolación! Los formidables crestones huían hacia atrás, guíados por tercos picos
coronados de nieves perpetuas. Delgadas líneas de nubes, extendidas a medio camino
entre lomo y precipicio, parecían el trazo del movimiento; como si viese la tierra girando
mientras cruza el espacio. Los cuatro, tímidos jinetes sobre gigantesca montura, se
aferraban con toda el alma a sus titánicas costillas, mientras subían hacia ellos, de todos
lados, las corrientes de alguna vida majestuosa. Limasson llenaba los pulmones de
bocanadas de aire enrarecido. Era muy frío. Eludiendo los pálidos, insignificantes rostros
de sus compañeros, fingió interés por lo que decía el porteador: miraba fijamente al suelo.
Pareció que transcurrían veinte minutos, hasta que apagó la llama, y ató el farol a la parte
de atrás del bulto. Este amanecer era distinto a cuantos había visto.
Porque en realidad, Limasson iba todo el tiempo tratando de ordenar las
extraordinarias ideas y sentimientos que le habían dominado durante la lenta ascención
por el bosque, y la empresa no parecía tener mucho éxito. Su impresión era que el Plan,
trazado por otros, se había hcho cargo de él; y que había dejado sueltas las riendas de su
voluntad y sus intereses personales sobre su marcha firme. Se había abandonado
despreocupadamente a lo que viniese. Sabedor de que era el guía de la expedición, dejaba
sin embargo que fuese delante el porteador, pasando él a ocupar su puesto, detrás del más
joven y delante del sacerdote. En este orden habían marchado, como sólo marchan los
escaladores expertos, durante horas, sin descansar, hasta que, en mitad del ascenso, se
había operado un cambio. Lo había deseado él, e instantáneamente se había producido.
Pasó delante el sacerdote, en tanto su compañero, que andaba tropezando constantemente
—el más viejo caminaba firme, seguro de sí mismo—, se situó a la zaga. Y desde ese
momento, Limasson fue más tranquilo; como si el orden de los tres tuviese alguna
importancia. Se hizo menos ardua la empinada ascención, de asfixiante oscuridad, a través
del bosque. Limasson se alegró de llevar detrás al más joven.
Porque se había reforzado su impresión, mientras avanzaban en silencio, de que esta
ascención formaba parte de alguna importante Ceremonia; idea que, de manera casi
solapada, se le había ido haciendo insistente. Sus propios movimientos y los de sus
compañeros, especialmente la posición que ocupaba cada uno respecto del otro,
establecían una especie de intimidad que asemejaba a la conversación, surgiendo incluso
la pregunta y la respuesta. Y su desarrollo entero, aunque representó horas en su reloj, le
pareció más de una vez que había sido en realidad más breve que el paso fugaz de un
pensamiento, de manera que lo vio dentro de sí... gráficamente. Pensó en un cuadro
multicolor pintado sobre una banda elástica. Alguien estiraba la banda, y el cuadro se
dilataba. O la aflojaba, y el cuadro se encogía rápidamente, reproduciéndose a una mota
estacionaria. Todo sucedió en una simple mota de tiempo.
Y el pequeño cambio de posición, aparentemente trivial, dio lugar a que esta
impresión singular actuase, y concibiese en el estrato inferior de su mente que esta
ascensión era un ritual y una ceremonia como en tiempos antiguos, cuyo significado, sin
embargo, se acercaba a la revelación... por primera vez. Sin lenguaje, esto fue lo que
comprendió; ninguna palabra habría podido transmitirlo. Comprendió que los tres
formaban una unidad, aunque reconocían en cierto modo que él era el principal, el guía. El
jadeante porteador no tenía sitio allí, porque esta primera etapa en medio de la oscuridad
era sólo un preámbulo; y cuando comenzara la verdadera ascensión, desaparecería, y el
propio Limasson pasaría a ser el primero. Esta idea de que todos participaban en una
Ceremonia se hizo firme en él, con el asombro adicional de que, aunque se le había
ocurrido muchas veces, ahora lo hizo con plena comprensión, conciencia y veracidad.
Vacío de todo deseo personal, indiferente a una ascensión que en otro tiempo habría hecho
vibrar su corazón de ambición y deleite, comprendió que subir había sido siempre un rito
para su alma y de su alma, y que de su puntual cumplimiento le vendría poder. Era una
scención simbólica.
No dilucidaba todo eso con palabras. Lo intuía; sin criticarlo en ningún momento. O
sea sin rechazarlo ni aceptarlo. Le llegaba suave, solemne, solapadamete. Penetraba
flotando en él mientras subía, aunque de manera tan convincente que comprendía que
había debido de cambiar su posición relativa. El más joven iba en un puesto demasiado
destacado, o al menos el que no le correspondía... antes de tiempo. Luego, tras el cambio
misteriosamente efectuado —como si todos reconociesen su necesidad—, aumentó esta
corriente de certidumbre, y se le ocurrió la grande, la extraña idea de que toda la vida es
una Ceremonia a escala gigantesca, y que ejecutando los gestos con puntualidad, con
exactitud, podría alcanzarse... el conocimiento. A partir de ese instante, adoptó una gran
seriedad.
Esto discurría con toda certeza en su mente. Aunque su pensamiento no adoptaba la
forma de pequeñas frases, su cerebro, sin embargo, proporcionaba mensajes detallados
que confirmaban esta asombrosa lucubración con el símil e incidente que la vida diaria
podía aprehender: que el conocimiento emana de la acción; que hacer una cosa incita a
enseñarla y a explicarla. La acción, además, es simbólica; un grupo de hombres, una
familia, una nación entera empeñando en esos movimientos diarios que son la realización
de su destino, ejecuta una Ceremonia que está en relación directa con la pausa de los
acontecimientos más grandes que son doctrina de los Dioses. Que el cuerpo imite,
reproduzca —en un dormitorio, en el bosque, donde sea— el movimiento de los astros, y
el significado de estos astros penetrará en el corazón. Los movimientos constituyen una
escritua, un lenguaje. Imitar los gestos de un desconocido es comprender su estado de
ánimo, su punto de vista... establecer una grave y solemne intimidad. Los templos están en
todas partes, porque la tierra entera es un templo; y el cuerpo, Casa de Realeza, es el más
grande de todos. Comprobar la pauta que trazan sus movimientos en la vida diaria podía
equivalera determminar la relación de esa ceremonia particular con el Cosmos, y así
adquirir poder. El sistema entero de Pitágoras, comprendió, podía ser enseñando
mediante movimientos, sin una sola palabra; y en la vida diaria, incluso el acto más
corriente y el movimiento más vulgar forman parte de alguna gran Ceremonia: un
mensaje de los dioses. La Ceremonia, en una palabra, es lenguaje tridimensional, y
consiguientemente, la acción es el lenguaje de los dioses. Los Dioses que él había negado le
estaban hablando... pasaban en tumulto por su vida asolada... ¡Y era su paso lo que
efectivamente causaba esa desolación!
De esta forma críptica, condensada, le llegó la gran verdad: que él y esos dos, aquí y
ahora. participaban en una gran Ceremonia cuyo objetivo último ignoraba todavía. Fue
tremendo el impacto con que cayó sobre él esta verdad. Se dio cuenta plenamente al salir
de la negrura del bosque y entrar en la extensión de luz temprana y temblorosa; hasta este
momento, su mente se había estado preparando tan sólo; en cambio ahora sabía. El innato
deseo de rendir culto que había tenido toda su vida, la fuerza que su temperamento
religioso había adquirido durante cuarenta años, el anhelo de tener una prueba, en una
palabra, de que los Dioses que en otro tiempo había reconocido existían efectivamente, le
volvió con esa violenta reacción que el rechazo había generado.
Se tambaleó, de pie, donde se hallaba detenido...
Luego, al mirar a su alrededor, mientras los otros redistribuían los bultos que el
porteador dejaba ahora para regresar, reparó en la asombrosa belleza del momento y el
lugar, sintiendo que penetraba en él como por los mismos poros de su piel. Desde todas
partes, esta belleza se precipitaba sobre él. Una sensación maravillosa, radiante, alada,
cruzó por encima de él, en el aire silencioso. Un estremecimiento de éxtasis sacudió todos
sus nervios. Se le erizó el cabello. No le era en absoluto desconocido este espectáculo del
mundo de las montañas despertando del sueño de la noche estival; pero jamás se había
encontrado así, temblando ante su exquisito y frío esplendor, no había comprendido su
significado como ahora, tan misteriosamente detro de él. Un poder trascendente dotado de
sublimidad cruzó esta meseta alta y desolada, muchísimo más majestuoso que la mera
salida del sol entre los montes que tantas veces había presenciado. Había Movimiento.
Comprendió por qué había visto inisgnificantes a sus compañeros. Otra vez se estremeció,
y miró a su alrededor, afectado por una solemnidad que contenía un profundo pavor.
Había naufragado, se había hundido la vida personal; pero algo más grande seguía
en marcha. Se había fortalecido su frágl alianza con un mundo espiritual. Comprendió su
pasada insolencia. Sintió miedo.
-
III
La pelada meseta sembrada de piedras enormes se extendía millas y millas a derecha
e izquierda, gris en el crepúsculo del alba reciente. Detrás de él descendía el espeso bosque
de pinos hacia el valle dormido que aún retenía la oscuridad de la noche. Aquí y allá había
manchas de nieve que brillaban débilmente a través de la bruma tenue que empezaba a
levantar; entre las piedras saltaban multitud de riachuelos cantarines de agua helada
empapando una yerba rústica que era el único signo de vegetación. No se veía ninguna
clase de vida; nada se agitaba, ni había movimiento en ninguna parte, salvo la niebla
callada y rastrera, y su propio aliento, que le barría la cara como si fuese humo. Sin
embargo, en medio de la portentosa quietud, había movimiento: esa sensación de
movimiento absoluto da como resultado la quietud —Limasson tuvo conciencia de él
debido a la quietud—, tan inmenso, de hecho, que sólo la inmovilidad era capaz de
expresarlo. Así, puede hacerse más real la carrera de la Tierra a través del epacio en el día
más tranquilo del verano que cuando la tempestad sacude los árboles y las aguas de su
superficie; o gira la gran maquinaria a tan vertiginosa velocidad que parece quieta a la
engañada función del ojo. Porque no es por medio del ojo como este solemne Movimiento
se da a conocer, sino más bien merced a una sensación global percibida con el cuerpo
entero como un órgano perceptor. Dentro del anfiteatro de enormes picos y precipicios
que cercaban la mesea y se apiñaban en el horizonte, Limasson percibió la silueta tendida
de una Ceremonia. Los latidos de su grandeza llegaban incontenibles hasta dentro de él.
Su vasto designio era conocible porque ellos habían trazado —aún estaban trazando— su
réplica terrena en pequeño. Y el pavor aumentó en su interior.
—Esta claridad es falsa. Todavía falta una hora para que amanezca de verdad —oyó
que decía el más joven alegremente—. Las cimas aún son fantasmales. Disfrutemos de esta
sensación y aprovechémosla lo más que podamos.
Y Limasson, volviendo de pronto de su ensoñación, vio que las cumbres y torres se
hallaban efectivamente sumidas en su espesa sombra, débilmente iluminadas aún por las
estrellas. Le pareció quie inclinaan sus cabezas tremendas y bajaban sus hombros
gigantescos. Que se juntaban, dejando fuera el mundo.
—Es verdad —dijo su compañero—; y la nieves de arriba aún tienen el brillo
espectral de la noche. Pero sigamos deprisa, ya que llevamos poco peso. Las sensaciones
que sugieres nos entretendrán y nos debilitarán.
Tendió una parte de los bultos a sus compañero y a Limasson. Lentamente, siguieron
adelante, y les cercaron las montañas.
Y entonces se dio cuenta Limasson de dos cosas, al cargar con el bulto más pesado y
abrir la marcha: en primer lugar, comprendió de repente qué destino llevaban, aunque
aún se le ocultaba el propósito; y segundo, que el haberse marchado el porteador antes de
que comenzase la ascensión propiamente dicha significaba en realidad que el verdadero
objetivo no era la ascensión en sí. Y también, que el amancer consisitía más en la
disipación de los velos de su mente que en la iluminación del mundo visible debida a la
proximidad del sol. Una espesa oscuridad envolvía este enorme y solitario anfiteatreo por
el que avanzaban.
—Veo que nos guía bien —dijo el sacerdote, unos pies detrás de él, caminado con
decisión entre las rocas y los arroyos.
—Pues es extraño —replicó Limasson en tono bajo—; porque el camino es nuevo
para mí, y la oscuridad, en vez de disminuir, es cada vez mayor —le pareció que no elegía
él las palabras. Hablaba y caminaba como en sueños.
Más atrás, el más joven les gritó en tono quejoso:
—Van ustedes demasiado deprisa, no puedo mantener esa marcha —y volvió a
tropezar, y se le cayó el pico entre las rocas. Parecía que se agachaba continuamente a
beber el agua helada, o apartarse a gatas del sendero para comprobar la calidad y espesor
de los rodales de nieve—. Se están perdiendo todo el encanto —gritaba repetidamente.
Hay mil placeres y sensaciones en el camino.
Se detuvieron un momento a esperarle; llegó cansado y jadeante, haciendo
comentarios sobre las estrellas desvanecientes, el viento sobre las cimas, las nuevas rutas
que deseaba explorar por couloirs peligrosos, sobre todas las cosas, al aprecer, salvo sobre
el asunto entre manos. Se le notaba una cierta ansiedad, esa especie de excitación que
agota toda energía y consume toda la fuerza de los nervios, augurando un probable
derrumbamiento antes de ser alcanzado el arduo objetivo.
—Sigue atento a la marcha —replicó severamente el sacerdote—. En realidad, no
vamos deprisa; eres tú, que te vas distrayendo sin motivo. Lo cual nos cansa a todos.
Debemos ahorrar energías —y señaló de manera siginificativamente la pirámide de la
Tour du Néant que descollaba por encima de ellos a increíble altitud.
—Estamos aquí para divertirnos: la vida es placer, sensaciones, o no es nada —gruñó
su compañero; pero había una gravedad en el tono del de más edad que disuadía de
discutir y hacía difícil oponerse. El otro se acomodó su carga por décima vez, sujetando el
pico con un ingenioso sistema de correas y cuerda, y se alineó detrás de ellos. Limasson
reanudó la marcha nuevamente... y empezó a clarear por fin. Muy arriba, al principio,
brillaron las cumbres nevadas con un tinte menos espectral; una delicada coloración rosa
se propagó suavemente desde oriente; hubo un enfriamiento del aire fresco; luego, de
pronto, el pico más alto, que se alzaba con unos mil pies de roca por encima del resto,
surgió a la vista nítidamente, medio dorado, medio rosa. En ese mismo instante disminuyó
el vasto Movimiento del escenario entero; hubo una o dos ráfagas terribles de viento, en
rápida sucesión; un rugido como de avalancha de piedras retumbó a lo lejos... y Limasson
se detuvo en seco y contuvo el aliento.
Porque algo había obstruido el camino delante de él, algo que sabía que no podía
sortear. Gigantesco e informe, parecía formar parte de la arquitectura del desolado
escenario que le rodeaba, aunque se alzaba allí, enorme en el amanecer tembloroso, como
si no perteneciese a la llanura ni a la montaña. Había surgido de repente donde un
momento antes no había habido sino aire vacío. Su imponente silueta cobró visibilidad
como si hubiese brotado del suelo. Limasson se quedó inmovil. Un frío que no era de este
mundo le dejó petrificado. A unas yardas de él, el sacerote se había detenido también. Más
atrás oyeron los pasos torpes del más joven y el débil acento de su voz; un tono inseguro,
como del hombre que se siente anulado por un súbito terror.
—Nos hemos apartado del sendero, y no sé por dónde voy —sonaron sus palabras
en el aire quieto—. He perdido el pico...¡pongámonos la cuerda...!¡Atención! ¿Han oído ese
rugido? —luego oyeron un ruido como si gatease a tientas, avanzando despacio.
—Te has cansado demasiado pronto —contstó el sacerdote con severidad—. Quédate
donde estás y descansa, porque no vamos a continuar. Éste es el sitio que buscábamos.
Había en su tono una especie de suprema solemnidad que por un momento desvió la
atención de Limasson del gran obstáculo que le impedía el paso. La oscuridad ibal
levantando velo tras velo, no gradualmente, sino a saltos, como cuando alguien apaga una
mecha con torpeza. Entocnes se dio cuenta que no tenía delante sólo una Grandiosidad,
sino que a todo su alrededor se alzaban otras parecidas, algunas mucho más altas que la
primera, formando el círculo que le rodeaba.
Entonces, con un sobresalto, se recobró. Le volvieron el equilibrió y el sentido
común. No era rara, a fin de cuentas, la broma que la vista le había gastado, ayudada por
el aire enrarecido de las alturas y del hechizo del amanecer. El esfuerzo prolongado del ojo
para distinguir el sendero en una luz incierta hace que se equivoque fácilmente en su
apreciación de la perspectiva. Siempre sufre una ilusión al cambiar repetidamente de foco.
Estas sombras oscuras en círculo no eran sino baluartes de precipicios aún distantes cuyas
murallas gigantescas enmarcaban el tremendo anfiteatro hasta el cielo.
Su cercanía era mero efecto de la oscuridad y la distancia.
El impacto de este descubrimiento le produjo una momentánea indecisión y
perplejidad. Se enderezó, alzó la cabeza, y miró a su alrededor. Los peñascos, le pareció,
retrocedieron instantáneamente a sus sitios de siempre; como si se hubiesen acercado;
hubo un tambaleo en los riscos más altos; oscilaron terriblemente, luego se recortaron
inmóviles contra un cielo ya vagamente carmesí. El fragor que Limasson oyó, que muy
bien podía haber sido el tumulto de la carrera precipitada de todos ellos, no era en
realidad sino el viento del amanecer que chocaba contra sus costados, arrancando ecos de
alas irritadas. Y los flecos de bruma, rayando el aire como trazos de rápido movimiento, se
enroscaban y flotaban en los espacios vacíos.
Se volvió hacia el sacerdote que había llegado junto a él.
—Que extraño es —dijo— este principio del nuevo día. Se me ha ofuscado la vista
por un momento. Pensé que las montañas se alzaban justo en mitad de mi camino. Y al
mirar ahora, me ha parecido que retrocedían a toda prisa —su voz sonó baja, perdida en el
aire atento.
El hombre le miró fijamente. Se había quitado el gorro, acalorado por la ascensión, y
contestó, al tiempo que aleteaba una débil sombra en su semblante. Una levísima
oscuridad se lo envolvió, fue como si se le formara una máscara. El rostro ahora velado
había estado... desnudo. Tardó tanto en contestar que Limasson oyó cómo su mente
afilaba la frase como si fuese un lápiz.
Habló muy despacio. "Se mueven, quizá, al moverse Sus poderes; y Sus minutos son
nuestros años. Su paso es siempre tumulto. Entonces se produce desorden en los asuntos
de los hombres, y confusión en sus espíritus. Puede que haya ruina y zozobra; pero del
naufragio surgirá una cosecha fuerte y fresca. Pues como un mar, pasan Ellos."
Había en su semblante una grandeza que parecía sacada maravillosamente de las
montañas, su voz era grave y profunda; no hizo ademán ni gesto alguno; y en su actitud
había una rara firmeza que transmitía, a través de sus palabras, una especie de sagrada
profecía.
Largas, atronadoras ráfagas de viento pasaron a lo lejos entre los precipicios mientras
hablaba. Y en el mismo instante, sin esperar al parecer una réplica a sus extrañas palabras,
se inclinó y comenzó a deshacer su mochila. El cambio de lenguaje sacerdotal a este
menester práctico y vulgar fue singularmente desconcertante.
—Es hora de descansar —añadió—, y hora de comer. Preparémonos —y sacó varios
paquetes pequeños y los colocó en fila en el suelo. Limasson sintió que le aumentaba el
temor mientras observaba; y con él, un gran asombro. Porque sus palabras parecían
presagiosas; como si dijese, de pie en el enlosado de algún templo inmenso: "¡Preparemos
un sacrificio...!" de las profundidades donde había estado oculta hasta ahora, le llegó la
conciencia de una idea clave que explicaba todo el extraño proceder: el súbito encuentro
con estos desconocidos, la impulsiva aceptación de su proyecto para la gran ascención, la
actitud grave de ambos como si se tratase de un Ceremonia de inmenso designio, el
engaño desconcertante de la vista y, finalmente, el lenguaje solemne del hombre de más
edad que confirmaba lo que él había considerado al principio una ilusión. Todo esto cruzó
por su cerebro en espacio de un segundo... y con ello, el intenso deseo de dar media
vuelta, retroceder, echar a correr.
Al notar el movimiento, o adivinar quizá la emoción que lo produjo, el sacerdote alzó
los ojos rápidamente. En su voz hubo tal frialdad que pareció como si hablara este
escenario de glacial desolación.
—Demasiado tarde se te ocurre regresar. Ya no es posible. Ahora estás ante las
puertas del nacimiento... y de la muerte. Todo lo que podía ser estorbo, lo has arrojado a
un lado valerosamente. Sé ahora valiente hasta el final.
Y mientras oía estas palabras, Limasson tuvo de repente una nueva y espantosa
visión interior de la humanidad, un poder que descubría de manera infalible las
necesidades espirituales de otros, y por tanto, de sí mismo. Con un sobresalto, se dio
cuenta de que el más joven, que les había acompañado con creciente dificultad a medida
que subían más arriba... no era sino un estorbo que retardaba la marcha. Y volvió la
mirada para reconocer el paisaje.
—No lo encotrarás —dijo su compañero— porque se ha ido. Nunca, a menos que le
llames débilmente, le volverás a ver, ni siquiera oír su voz.
Y Limasson comprendió que, en el fondo, este hombre no le había gustado en ningún
momento por su teatral afición a lo sensacional y lo efectista; más aún, que incluso lo
detestaba y depreciaba. Podía haberle visto caer, y consumirse de hambre, y no habría
movido un solo dedo para salvarle. Y ahora era con este hombre maduro con quien tenía
que resolver un asunto espantoso.
—Me alegro —replicó—; porque al final debe de haber confirmado mi
muerte...¡nuestra muerte! Y se acercaron al pequeño círculo de alimento que el sacerdote
había dispuesto sobre el suelo rocoso, unidos por un íntimo entendimiento que colmaba la
perplejidad de Limasson. Vio que había pan, y que había sal; también había un pequeño
frasco de vino tinto. En el centro del círculo había un fuego minúsculo hecho con ramitas
de rododendros silvestres que el sacerdote había recogido. El humo se elevaba en forma
de delgada hebra azul. No revelaba siquiera un temblor, tan profunda era aquí la quietud
del aire de la montaña; pero a lo lejos, entre los precipicios, corría el fragor de las cascadas,
y detrás, el rugido apagado como de picos y campos de nieve barridos por un tronar
continuo que rodaba en el cielo.
—Están pasando —dijo el sacerdote en voz baja—, y saben que estás aquí. Ahora
tienes la ocasión de tu vida; porque, si aceptas por propia voluntad, el éxito es seguro. Te
encuentras ante las puertas del nacimiento y de la muerte. Ellos te ofrecen la vida.
—¡Sin embargo... les negué! —mumuró para sí.
—Negar es invocar: les has llamado, y han venido. Todo lo que te piden es el
sacrificio de tu pequeña vida personal. Sé valiente... ¡y dásela!
Cogió el pan mientras hablaba, y, cortándolo en tres pedazos, colocó uno delante de
Limasson, otro delante de sí mismo, y el tercero sobre la llama, que lo ennegreció al
principio, y luego lo consumió.
—Cómetelo, y comprende —dijo—; porque es el alimento que hará revivir tu vida
languideciente.
A continuación hizo lo mismo con la sal. Luego, alzando el frasco de vino, se lo llevó
a los labios, ofreciéndoselo después a su compañero. Tras haber bebido los dos, aún
quedaba la mayor parte del contenido. Alzó el recipiente devotamente con ambas manos
hacia el cielo. Se quedó estático.
—A Ellos ofrendo, en tu nombre, la sangre de tu vida personal. Por la renuncia que
tú consideras la muerte, cruzarás las puertas del nacimiento a la vida de la libertad. Pues
el último sacrificio que Ellos te piden es... éste.
E inclinándose ante las cumbres distantes, derramó el vino sobre el suelo rocoso.
Durante un rato no fue capaz de calcular —tan terribles eran las emociones de su
corazón—, el sacerdote permaneció en esta actitud de adoración y obediencia. Cesó el
tumulto de las montañas. Un absoluto silencio descendió sobre el mundo. Parecía una
pausa en la historia íntima del universo. Todo esperaba... hasta que volvió a levantarse. Y
al hacerlo, se disipó la máscara que durante horas se había extendido sobre su semblante.
Sus ojos miraron severamente a Limasson. Éste le miró a su vez... y le reconoció. Estaba
ante el hombre que mejor conocía del mundo: él mismo.
Había acontecido la muerte. Había acontecido, también esa recuperación espléndida
que es el nacimiento y la resurrección.
Y el sol, en ese instante, con la súbita sorpresa que sólo las montañas conocen, asomó
nítido sobre las cumbres, bañando de luz inmaculada el paisaje y la figura de pie. En el
vasto Templo donde se arrodilló, como en ese otro Tempo interior y más grande que es la
verdadera Casa de Realeza de la humanidad, se derramó la Presencia culminante que es...
la Luz.
—Porque así, y sólo así, pasarás de la muerte a la vida —cantó una voz melodiosa
que ahora reconoció también, por primera vez, como inequívocamente suya.
Fue maravilloso. Pero el nacimiento de la luz es siempre maravilloso. Fue angustioso;
pero el parto de la resurrección, desde el principio de los tiempos, ha estado acompañado
por la dulzura del intenso dolor. Porque la mayoría se halla aún en estado prenatal,
nonato, sin tener conciencia clara de una existencia espiritual. Andan a tienteas,
frocejeando en el seno materno, perpetuamente dependientes de otros. Negar es siempre
una llamada a la vida, una protesta contra la perpetua tiniebla y en favor de la liberación.
Sin embargo, el nacimiento es la ruina de todo aquello de lo que se ha dependido hasta
entonces. Viene entonces ese estar solo que al principio parece un desolado aislamiento. El
tumulto de la destrucción precede a la liberación.
Limasson se puso de pie, se enderezó con dificultad, miró a su alrededor, desde la
figura ahora junto a él hasta la cumbre nevada de esa Tour du Néant que nunca escalaría.
Volvió el rugido y trueno del paso de Ellos. Las montañas parecían tambalearse.
—Están pasando —susurró la voz junto a él, y dentro de él también—; pero te han
conocido, y tu ofrenda ha sido aceptada. Cuando ellos se acercan al mundo, siempre hay
naufragios y desastres en los asuntos humanos. Traen desorden y confusión a la mente del
hombre; una confusión que parece final, un desorden que parece amenazar con la muerte.
Porque hay tumulto en Su Presencia, y un caos que parece hundimiento de todo orden.
Después, de esta inmensa ruina, surge la vida con un nuevo proyecto. Su entrada es la
dislocación, el desarreglo su fuerza. Ha tenido lugar el nacimiento...
El sol le deslumbró. Aquel rugido distante, como un viento, pasó junto a él y le rozó
la cara. Un aire helado, como de una estrella fugaz, suspiró sore él.
—¿Estás preparado? —oyó.
Volvió a arrodillarse. Sin un gesto de vacilación o renuencia, desnudó su pecho al sol
y al viento. Un relámpago descendió veloz, instantáneo, y le llegó al corazón con infalible
puntería. Vio el destello en el aire, sintió el ardiente impacto del golpe, incluso vio brotar
el chorro y caer en el suelo rocoso, mucho más rojo que el vino...
Jadeó unos momentos con dificultad, se tambaleó, sintió vértigo, se desplomó... y un
instante después, tan rápido sucedió todo, tuvo conciencia de que le sujetaban unas
manos, y le ayudaban a ponerse de pie. Pero estaba muy débil para sostenerse solo. Le
llevaron a la cama. El conserje, y el hombre que le había abordado para pedirle fuego cinco
minutos antes tratando de entablar conversación, estaban uno junto a sus pies y el otro
junto a su cabeza. Al cruzar el vestíbulo del hotel, vio que la gente miraba; su mano
estrujaba las cartas sin abrir que le habían entregado poco antes.
—En realidad, creo que... me las puedo arrelgar solo —dijo, dándoles las gracias—. Si
me dejan, puedo andar. Me he mareado un momento.
—Es el calor del vestíbulo —empezó a decir el caballero con voz sosegada,
comprensiva.
Le dejaron de pie en la escalera, observándole un momento para ver si se había
recobrado del todo. Limasson subió sin vacilar los dos tramos hasta su habitación. Se le
había pasado el mareo momentáneo. Se sentía totalmente recobrado, fuerte, confiado,
capaz de mantenerse de pie, capaz de andar, capaz de escalar.
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