MISTERIO
Anton Chejov
--La noche del primer día de Pascua, el consejero de Estado Navaguin,
después de haber hecho sus visitas, tornó a su casa y tomó en la antesala
el pliego de papel en donde los visitantes de aquel día habían puesto sus
firmas. Mudóse de traje, bebió un vaso de agua de Seltz, sentóse
cómodamente en una butaca y comenzó la lectura de aquellas firmas. Al
llegar a la mitad del primer pliego se estremeció y dio muestras de
asombro.
¡Otra vez! -exclamó golpeándose la rodilla-. ¡Es pasmoso! ¡Otra vez
ha firmado ese diablo de Fedinkof, que nadie conoce!
Entre las numerosas firmas había, en efecto, la de un Fedinkof. ¿Qué
clase de pájaro era ese Fedinkof? Navaguin, decididamente, lo ignoraba.
Pasó mentalmente revista a los nombres de sus parientes, de sus
subordinados; exploró en el fondo de su memoria su pasado más lejano, y
nada descubrió parecido, ni remotamente, al nombre de Fedinkof. Lo más
extraordinario era que, en los últimos trece años, ese incógnito Fedinkof
aparecía fatalmente en ocasión de cada Pascua de Navidad y de cada Pascua
florida. ¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Qué representa? Nadie lo sabía, ni
Navaguin, ni su mujer, ni el portero.
-¡Esto es increíble! -decíase Navaguin paseándose por el gabinete-;
¡es extraordinario e incomprensible!... ¡Llamad al conserje! -gritó
asomándose a la puerta-. ¡Esto es diabólico! No importa; yo he de
averiguar quién es... ¡Oye, Gregorio! -añadió dirigiéndose al conserje-;
otra vez ha firmado ese Fedinkof. ¿Le has visto?
-No, señor contestó el conserje.
-Sin embargo, él ha firmado, lo cual prueba que estuvo en la
portería.
-No, señor, no estuvo.
-Pero ¿cómo pudo firmar sin venir a la portería?
-Eso yo no lo sé.
-Entonces, ¿quién lo ha de saber? Acaso te duermes y no ves quién
entra. Procura acordarte. Piénsalo bien.
-No, señor; ninguna persona desconocida ha franqueado la entrada.
Vinieron nuestros empleados; también vino la baronesa, con objeto de
visitar a la señora; asimismo vino el clero de la iglesia vecina con el
crucifijo; y nadie más.
-Así, pues, Fedinkof, para firmar, se hizo invisible.
-No lo puedo saber; lo que sí sé es que no había entre los visitantes
ningún Fedinkof; esto lo juraría delante de Cristo.
-¡Increíble! ¡Incomprensible! ¡Ex-tra-or-di-na-rio! -reflexionó
Navaguin-. ¡Hasta tiene algo de cómico! Por espacio de trece años viene un
hombre, firma, y no hay modo de averiguar quién es. ¿Será una broma? ¿Será
que alguno de mis empleados, por chancearse, escribe el nombre de
Fedinkof?
Navaguin emprendió el estudio de la firma de Fedinkof; la rúbrica,
floreada, llena de rasgos y de curvas, al modo antiguo, no se parecía a
ninguna de las otras rúbricas. Figuraba junto a la del secretario
Stutchkin, hombre modesto y de pocos ánimos, quien antes moriría de susto
que permitirse broma tan osada.
-Otra vez ha firmado ese misterioso Fedinkof -dijo Navaguin,
penetrando en el aposento de su esposa-, y tampoco ahora me ha sido
posible averiguar quién es.
La señora de Navaguin era espiritista y explicaba cosas más
inexplicables con la mayor sencillez del mundo.
-No veo en ello nada de extraordinario -repuso-; tú te empeñas en no
creerlo; sin embargo, cuántas veces te he advertido que en la vida hay
muchas cosas sobrenaturales, inaccesibles a nuestra comprensión. Estoy
certísima de que el tal Fedinkof es un espíritu que siente simpatías por
ti... En tu lugar, yo le llamaría y le preguntaría qué es lo que desea.
-¡Vaya una sandez!
Navaguin no tenía preocupaciones; pero el acontecimiento en cuestión
se le antojaba tan misterioso que su cabeza llenóse de ideas del otro
mundo. Transcurrió la velada, y entretanto, meditó sobre si ese Fedinkof
sería alguno de sus subordinados, arrojado del servicio por algún
predecesor suyo, y que se vengaba en la persona de uno de los sucesores de
aquél. O quién sabe si no es el deudo de algún escribiente despedido por
el propio Navaguin. O acaso también el espíritu de alguna doncella por él
seducida... Durante toda la noche, Navaguin vio en sueños a un empleado
viejo, flaco, con uniforme ajado, la tez amarilla como un limón, pelos de
punta y ojos de plato. El empleado, con voz de ultratumba, pronunciaba
frases y enviaba gestos amenazadores.
Navaguin estuvo a punto de sufrir un ataque cerebral. Por espacios de
dos semanas anduvo de un lado para otro en su habitación. Fruncía el
entrecejo y callaba. Vencido su escepticismo, entró en la habitación de su
mujer y le dijo con voz ronca:
-Zina, llama a Fedinkof.
La espiritista, regocijada, ordenó que le trajeran un trozo de cartón
y un platillo, y procedió inmediatamente a sus manipulaciones. Fedinkof no
se hizo esperar.
-¿Qué quieres? -le preguntó Navaguin.
-Arrepiéntete -contestó el platillo.
-¿Qué fuiste tú en la tierra?
-Yo erré mi camino.
-¿Ves? -le murmuró su mujer al oído-, ¡y tú no creías!
Navaguin conversó largamente con Fedinkof, luego con Napoleón, con
Aníbal, con Ascotchensky, con su tía Claudia Zajarrovna; todos daban
respuestas cortas, pero justas y de un sentido profundo. Cuatro horas duró
este ejercicio. Navaguin acabó por dormirse, traspuesto y feliz, por haber
entrado en contacto con un mundo nuevo y misterioso.
Diariamente se ocupó en el espiritismo, explicando a sus subalternos
que existen muchas cosas sobrenaturales y milagrosas, dignas, desde mucho
tiempo, de fijar la atención de los sabios. El hipnotismo, el medionismo,
el bischopismo, el espiritismo, la cuarta dimensión y otros temas
nebulosos acapararon completamente su atención. Consagraba días enteros,
con el mayor júbilo por parte de su esposa, a la lectura de libros
espiritistas; se entretenía con el platillo, con la mesa, y trataba de
hallar explicación a los problemas sobrenaturales. Influidos por su
verbosidad convincente, y deseosos de serle agradables, todos sus
empleados dieron en dedicarse al espiritismo, y con tanto afán que uno de
ellos se volvió loco, y hubo de expedir un telegrama concebido en estos
términos:
«Al Infierno, en la Tesorería, siento que me transformo en espíritu
malo; ¿qué debo hacer? -Respuesta pagada. Vasilio Krinolinski.»
Luego de haber leído algunos centenares de librejos espiritistas,
Navaguin viose poseído de la ambición de componer él mismo una obra. Al
cabo de cinco meses de estudios y compilaciones, produjo un enorme
manuscrito, con el nombre de «Lo que yo opino a mi vez», resolviendo
mandarlo a una revista espiritista. El día en que tomó esta resolución fue
para él un día memorable. Navaguin, en aquella hora trascendental, tenía a
su lado a su secretario y al sacristán de la parroquia vecina, llamado
para un menester urgente. El autor contempló con cariño su obra; la palpó,
sonrió satisfecho, y dijo a su secretario:
-Supongo, Felipe Serguievitch, que habrá que expedir esto
certificado; será más seguro -volvióse luego hacia el sacristán-. Amigo,
te hice llamar porque, teniendo que mandar a mi hijo al colegio, necesito
su partida de bautismo. Es preciso que me la procures cuanto antes.
-Perfectamente, excelencia -replicó el sacristán inclinándose-;
perfectamente; comprendo lo que vuecencia desea.
-¿Puedes hacerlo para mañana?
-Perfectamente; puede vuecencia contar conmigo; mañana estará todo
listo. Sírvase mandar alguien a la iglesia antes del Ángelus. Yo me
encontraré allí, como de costumbre; que pregunten por Fedinkof.
-¿Cómo? -exclamó Navaguin pálido y estupefacto.
-Fedinkof.
-¿Tú eres Fedinkof? -preguntó Navaguin abriendo desmesuradamente los
ojos.
-Así como suena: Fedinkof.
-¿Eres tú quien firmaba en los pliegos de mi antesala?
-Era yo, en efecto -confesó el sacristán, confuso y avergonzado-.
Excelencia, cuando visitamos con el crucifijo a personajes de calidad, yo
acostumbro a firmar... Esto me complace en extremo... Vuecencia me
censurará; pero viendo en la antesala un pliego de papel destinado a
recibir firmas, es indispensable que yo estampe allí mi nombre. Una fuerza
oculta me impulsa a ello.
Mudo y entristecido, Navaguin se puso a caminar a grandes pasos.
Extendió la mano con ademán trágico; una sonrisa extraña asomó a sus
labios, y con el dedo señaló algo en el espacio.
-Excelencia -dijo el secretario-, voy al correo para expedir el
paquete.
Estas palabras llamaron de nuevo a Navaguin a la realidad. Miró
alternativamente al secretario y al sacristán; acordóse de todo; pataleó y
gritó en tono agudo:
-¡Déjame en paz! ¡Les repito que me dejen en paz! ¿Qué me quieren?
El secretario y el sacristán salieron rápidamente del gabinete,
mientras el consejero de Estado seguía gritando con voz estentórea:
-¡Dejadme en paz! ¡Les repito que me dejen en paz! ¿Qué me quieren?...
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