Charles Bukowski
Erecciones, Eyaculaciones, Exhibiciones
--
A Linda King
que me lo trajo y
se lo llevará
ÍNDICE
LA CHICA MAS GUAPA DE LA CIUDAD 3
VIDA EN UN PROSTÍBULO DE TEJAS 14
DOCE MONOS VOLADORES QUE NO QUERÍAN FORNICAR ADECUADAMENTE 31
NACIMIENTO, VIDA Y MUERTE DE UN PERIÓDICO UNDERGROUND 36
EL DÍA QUE HABLAMOS DE JAMES THURBER 54
EL ASESINATO DE RAMÓN VASQUEZ 66
UN 45 PARA PAGAR LOS GASTOS DEL MES 89
LA CHICA MAS GUAPA DE LA CIUDAD
Cass era la más joven y la más guapa de cinco hermanas. Cass era la chica más guapa de la ciudad. Medio india, con un cuerpo flexible y extraño, un cuerpo fiero y serpentino y ojos a juego. Cass era fuego móvil y fluido. Era como un espíritu embutido en una forma incapaz de contenerlo. Su pelo era negro y largo y sedoso y se movía y se retorcía igual que su cuerpo. Cass estaba siempre muy alegre o muy deprimida. Para ella no había término medio. Algunos decían que estaba loca. Lo decían los tontos. Los tontos no podían entender a Cass. A los hombres les parecía simplemente una máquina sexual y no se preocupaban de si estaba loca o no. Y Cass bailaba y coqueteaba y besaba a los hombres pero, salvo un caso o dos, cuando llegaba la hora de hacerlo, Cass se evadía de algún modo, los eludía.
Sus hermanas la acusaban de desperdiciar su belleza, de no utilizar lo bastante su inteligencia, pero Cass poseía inteligencia y espíritu; pintaba, bailaba, cantaba, hacía objetos de arcilla, y cuando la gente estaba herida, en el espíritu o en la carne, a Cass le daba una pena tremenda. Su mente era distinta y nada más; sencillamente, no era práctica. Sus hermanas la envidiaban porque atraía a sus hombres, y andaban rabiosísimas porque creían que no les sacaba todo el partido posible. Tenía la costumbre de ser buena y amable con los feos; los hombres considerados guapos le repugnaban: «No tienen agallas —decía ella—. No tienen nervio. Confían siempre en sus orejitas perfectas y en sus narices torneadas... todo fachada y nada dentro...». Tenía un carácter rayano en la locura; un carácter que algunos calificaban de locura.
Su padre había muerto del alcohol y su madre se había largado dejando solas a las chicas. Las chicas se fueron con una pariente que las metió en un colegio de monjas. El colegio había sido un lugar triste, más para Cass que para sus hermanas. Las chicas envidiaban a Cass y Cass se peleó con casi todas. Tenía señales de cuchillas por todo el brazo izquierdo, de defenderse en dos peleas. Tenía también una cicatriz imborrable que le cruzaba la mejilla izquierda; pero la cicatriz, en vez de disminuir su belleza, parecía, por el contrario, realzarla.
Yo la conocí en el bar West End unas noches después de que la soltaran del convento. Al ser la más joven, fue la última hermana que soltaron. Sencillamente entró y se sentó a mi lado. Yo quizá sea el hombre más feo de la ciudad, y puede que esto tuviese algo que ver con el asunto.
—¿Tomas algo? —pregunté.
—Claro, ¿por qué no?
No creo que hubiese nada especial en nuestra conversación esa noche, era sólo el sentimiento que Cass transmitía. Me había elegido y no había más. Ninguna presión. Le gustó la bebida y bebió mucho. No parecía tener la edad, pero de todos modos le sirvieron. Quizás hubiese falsificado el carnet de identidad, no sé. En fin, lo cierto es que cada vez que volvía del retrete y se sentaba a mi lado yo sentía cierto orgullo. No sólo era la mujer más bella de la ciudad, sino también una de las más bellas que yo había visto en mi vida. Le eché el brazo a la cintura y la besé una vez.
—¿Crees que soy bonita? —preguntó.
—Sí, desde luego. Pero hay algo más... algo más que tu apariencia. ..
—La gente anda siempre acusándome de ser bonita. ¿Crees de veras que soy bonita?
—Bonita no es la palabra, no te hace justicia.
Buscó en su bolso. Creí que buscaba el pañuelo. Sacó un alfiler de sombrero muy largo. Antes de que pudiese impedírselo, se había atravesado la nariz con él, de lado a lado, justo sobre las ventanillas. Sentí repugnancia y horror.
Ella me miró y se echó a reír.
—¿Crees ahora que soy bonita? ¿Qué piensas ahora, eh?
Saqué el alfiler y puse mi pañuelo sobre la herida. Algunas personas, incluido el encargado, habían observado la escena. El encargado se acercó.
—Mira —dijo a Cass—, si vuelves a hacer eso te echo. Aquí no necesitamos tus exhibiciones.
—¡Vete a la mierda, amigo! —dijo ella.
—Será mejor que la controles —me dijo el encargado.
—No te preocupes —dije yo.
—Es mi nariz —dijo Cass—, puedo hacer lo que quiera con ella.
—No —dije—, a mí me duele.
—¿Quieres decir que te duele a ti cuando me clavo un alfiler en la nariz?
—Sí, me duele, de veras.
—De acuerdo, no lo volveré a hacer. Animo.
Me besó, pero como riéndose un poco en medio del beso y sin soltar el pañuelo de la nariz. Cuando cerraron nos fuimos a donde yo vivía. Tenía un poco de cerveza y nos sentamos a charlar. Fue entonces cuando pude apreciar que era una persona que rebosaba bondad y cariño. Se entregaba sin saberlo. Al mismo tiempo, retrocedía a zonas de descontrol e incoherencia. Esquizoide. Una esquizo hermosa y espiritual. Quizás algún hombre, algo, acabase destruyéndola para siempre. Esperaba no ser yo.
Nos fuimos a la cama y cuando apagué las luces me preguntó:
—¿Cuándo quieres hacerlo, ahora o por la mañana?
—Por la mañana —dije, y me di la vuelta.
Por la mañana me levanté, hice un par de cafés y le llevé uno a la cama.
Se echó a reír.
—Eres el primer hombre que conozco que no ha querido hacerlo por la noche.
—No hay problema —dije—. En realidad no tenemos por qué hacerlo.
—No, espera, ahora quiero yo. Déjame que me refresque un poco.
Se fue al baño. Salió en seguida, realmente maravillosa, largo pelo negro resplandeciente, ojos y labios resplandecientes, toda resplandor... Se desperezó sosegadamente, buena cosa. Se metió en la cama.
—Ven, amor.
Fui.
Besaba con abandono, pero sin prisa. Dejé que mis manos recorriesen su cuerpo, acariciasen su pelo. La monté. Su carne era cálida y prieta. Empecé a moverme despacio y queriendo que durara. Ella me miraba a los ojos.
—¿Cómo te llamas? —pregunté.
—¿Qué diablos importa? —preguntó ella.
Solté una carcajada y seguí. Después se vistió y la llevé en coche al bar, pero era difícil olvidarla. Yo no trabajaba y dormí hasta las dos y luego me levanté y leí el periódico. Cuando estaba en la bañera, entró ella con una gran hoja: una oreja de elefante.
—Sabía que estabas en la bañera —dijo—, así que te traje algo para tapar esa cosa, hijo de la naturaleza.
Y me echó encima, en la bañera, la hoja de elefante.
—¿Cómo sabías que estaba en la bañera?
—Lo sabía.
Cass llegaba casi todos los días cuando yo estaba en la bañera. No era siempre la misma hora, pero raras veces fallaba, y traía la hoja de elefante. Y luego hacíamos el amor.
Telefoneó una o dos noches y tuve que sacarla de la cárcel por borrachera y pelea pagando la fianza.
—Esos hijos de puta —decía—, sólo porque te pagan unas copas creen que pueden echarte mano a las bragas.
—La culpa la tienes tú por aceptar la copa.
—Yo creía que se interesaban por mí, no sólo por mi cuerpo.
—A mí me interesas tú y tu cuerpo. Pero dudo que la mayoría de los hombres puedan ver más allá de tu cuerpo.
Dejé la ciudad y estuve fuera seis meses, anduve vagabundeando; volví. No había olvidado a Cass ni un momento, pero habíamos tenido algún tipo de discusión y además yo tenía ganas de ponerme en marcha, y cuando volví pensé que se habría ido; pero no llevaba sentado treinta minutos en el bar West End cuando ella llegó y se sentó a mi lado.
—Vaya, cabrón, has vuelto.
Pedí un trago para ella. Luego la miré. Llevaba un vestido de cuello alto. Nunca la había visto vestida así. Y debajo de cada ojo, clavado, llevaba un alfiler de cabeza de cristal. Sólo se podían ver las cabezas de los alfileres, pero los alfileres estaban clavados.
—Maldita sea, aún sigues intentando destruir tu belleza...
—No, no seas tonto, es la moda.
—Estás chiflada.
—Te he echado de menos —dijo.
—¿Hay otro?
—No, no hay ninguno. Sólo tú. Pero ahora hago la vida. Cobro diez billetes. Pero para ti es gratis.
—Sácate esos alfileres.
—No, es la moda.
—Me hace muy desgraciado.
—¿Estás seguro?
—Sí, mierda, estoy seguro.
Se sacó lentamente los alfileres y los guardó en el bolso.
—¿Por qué estropeas tu belleza? —pregunté—. ¿Por qué no aceptas vivir con ella sin más?
—Porque la gente cree que es todo lo que tengo. La belleza no es nada. La belleza no permanece. No sabes la suerte que tienes siendo feo, porque si le agradas a alguien sabes que es por otra cosa.
—Vale —dije—, tengo mucha suerte.
—No quiero decir que seas feo. Sólo que la gente cree que lo eres. Tienes una cara fascinante.
—Gracias.
Tomamos otra copa.
—¿Qué andas haciendo? —preguntó.
—Nada. No soy capaz de apegarme a nada. Nada me interesa.
—A mí tampoco. Si fueses mujer podrías ser puta.
—No creo que quisiese establecer un contacto tan íntimo con tantos extraños. Debe ser un fastidio.
—Tienes razón, es fastidioso, todo es fastidioso.
Salimos juntos. Por la calle, la gente aún miraba a Cass. Aún era una mujer hermosa, quizá más que nunca.
Fuimos a casa y abrí una botella de vino y hablamos. A Cass y a mí, siempre nos era fácil hablar. Ella hablaba un rato yo escuchaba y luego hablaba yo. Nuestra conversación fluía fácil, sin tensión. Era como si descubriésemos secretos juntos. Cuando descubríamos uno bueno, Cass se reía con aquella risa... de aquella manera que sólo ella podía reírse. Era como el gozo del fuego. Y durante la charla nos besábamos y nos arrimábamos. Nos pusimos muy calientes y decidimos irnos a la cama. Fue entonces cuando Cass se quitó aquel vestido de cuello alto y lo vi... vi la mellada y horrible cicatriz que le cruzaba el cuello. Era grande y ancha.
—Maldita sea, condenada, ¿qué has hecho? —dije desde la cama.
—Lo intenté con una botella rota una noche. ¿Ya no te gusto? ¿Soy bonita aún?
La arrastré a la cama y la besé. Me empujó y se echó a reír:
—Algunos me pagan los diez y luego, cuando me desvisto no quieren hacerlo. Yo me quedo los diez. Es muy divertido.
—Sí —dije—, no puedo parar de reír... Cass, zorra, te amo... deja de destruirte; eres la mujer con más vida que conozco.
Volvimos a besarnos. Cass lloraba en silencio. Sentí las lágrimas. Sentí aquel pelo largo y negro tendido bajo mí como una bandera de muerte. Disfrutamos e hicimos un amor lento y sombrío y maravilloso.
Por la mañana, Cass estaba levantada haciendo el desayuno. Parecía muy tranquila y feliz. Cantaba. Yo me quedé en la cama gozando su felicidad. Por fin, vino y me zarandeó:
—¡Arriba, cabrón! ¡Chapúzate con agua fría la cara y la polla y ven a disfrutar del banquete!
Ese día la llevé en coche a la playa. No era un día de fiesta y aún no era verano, todo estaba espléndidamente desierto. Vagabundos playeros en andrajos dormían en la arena. Había otros sentados en bancos de piedra compartiendo una botella solitaria. Las gaviotas revoloteaban, estúpidas pero distraídas. Ancianas de setenta y ochenta, sentadas en los bancos, discutían ventas de fincas dejadas por maridos asesinados mucho tiempo atrás por la angustia y la estupidez de la supervivencia. Había paz en el aire y paseamos y estuvimos tumbados por allí y no hablamos mucho. Era agradable simplemente estar juntos. Compré bocadillos, patatas fritas y bebidas y nos sentamos a beber en la arena. Luego abracé a Cass y dormimos así abrazados un rato. Era mejor que hacer el amor. Era como un fluir juntos sin tensión. Luego volvimos a casa en mi coche y preparé la cena. Después de cenar, sugerí a Cass que viviésemos juntos. Se quedó mucho rato mirándome y luego dijo lentamente: «No». La llevé de nuevo al bar, le pagué una copa y me fui.
Al día siguiente, encontré un trabajo como empaquetador en una fábrica y trabajé todo lo que quedaba de semana. Estaba demasiado cansado para andar mucho por ahí, pero el viernes por la noche me acerqué al West End. Me senté y esperé a Cass. Pasaron horas. Cuando estaba ya bastante borracho, me dijo el encargado.
—Siento lo de tu amiga.
—¿El qué? —pregunté.
—Lo siento. ¿No lo sabías?
—No.
—Suicidio, la enterraron ayer.
—¿Enterrada? —pregunté. Parecía como si fuese a aparecer en la puerta de un momento a otro, ¿cómo podía haber muerto?
—La enterraron las hermanas.
—¿Un suicidio? ¿Cómo fue?
—Se cortó el cuello.
—Ya. Dame otro trago.
Estuve bebiendo allí hasta que cerraron. Cass, la más bella de las cinco hermanas, la chica más guapa de la ciudad. Conseguí conducir hasta casa sin poder dejar de pensar que debería haber insistido en que se quedara conmigo en vez de aceptar aquel «no». Todo en ella había indicado que le pasaba algo. Yo sencillamente había sido demasiado insensible, demasiado despreocupado. Me merecía mi muerte y la de ella. Era un perro. No, ¿por qué acusar a los perros? Me levanté, busqué una botella de vino, bebí lúgubremente. Cass, la chica más guapa de la ciudad muerta a los veinte años.
Fuera, alguien tocaba la bocina de un coche. Unos bocinazos escandalosos, persistentes. Dejé la botella y aullé: «¡MALDITO SEAS, CONDENADO HIJO DE PUTA, CÁLLATE YA!». Y seguía avanzando la noche y yo nada podía hacer.
KID STARDUST EN EL MATADERO
la suerte me había vuelto a abandonar y estaba demasiado nervioso por el exceso de bebida; desquiciado, débil; demasiado deprimido para encontrar uno de mis trabajos habituales como recadero o mozo de almacén con qué tapar agujeros y reponerme un poco, así que bajé al matadero y entré en la oficina.
¿no te he visto ya?, preguntó el tipo.
no, mentí yo.
había estado allí dos o tres años antes, había pasado por todo el papeleo, revisión médica y demás, y me habían llevado escaleras abajo, cuatro plantas, y cada vez hacía más frío y los suelos estaban cubiertos de un lustre de sangre, suelos verdes, paredes verdes, me habían explicado mi trabajo, que era apretar un botón y luego por un agujero de la pared salía un ruido como un estruendo de defensas o elefantes desplomándose, y llegaba la cosa... algo muerto, mucho, sangriento, y el tipo me dijo, lo coges y lo echas al camión y luego aprietas el timbre y ya llega otro, y después se largó, cuando vi que se iba me quité la bata, el casco metálico, las botas (tres números menos que el que yo uso), subí otra vez la escalera y me largué de allí, y ahora estaba de vuelta, tronado otra vez.
pareces un poco viejo para el trabajo.
quiero endurecerme, necesito trabajo duro, muy duro, mentí.
¿y puedes aguantarlo?
otra cosa no tendré, pero coraje sí. fui boxeador, y bueno.
¿ah sí?
sí.
vaya, se te nota en la cara, debieron darte duro.
de lo de la cara no hagas caso, yo tenía un juego de brazos magnífico, todavía lo tengo, lo de la cara es porque tuve que hacer algunos tongos y tenía que parecer verdad.
sigo el boxeo, no recuerdo tu nombre.
peleaba con otro nombre, Kid Stardust.
¿Kid Stardust? no recuerdo a ningún Kid Stardust.
peleé en América del Sur, en África, en Europa, en las Islas, en ciudades pequeñas, por eso hay ese hueco en mi historial de trabajo... no me gusta poner que fui boxeador porque la gente cree que hablo en broma o que miento, lo dejo en blanco y se acabó.
vale, vale, sube a que te hagan la revisión médica, mañana a las nueve y media te pondremos a trabajar, ¿dices que quieres trabajo duro?
bueno, si tenéis otra cosa...
no, en este momento no. sabes, aparentas cerca de cincuenta, no sé si darte el trabajo... no nos gusta la gente que nos hace perder el tiempo.
yo no soy gente: soy Kid Stardust.
vale, vale, dijo riendo, ¡te pondremos a TRABAJAR!
no me gustó el tono.
dos días después crucé la puerta y entré en el garito de madera y le enseñé a un viejo la tarjeta con mi nombre: Henry Charles Bukowski, hijo, y el viejo me mandó al muelle de descarga: tenía que ver a Thurman. fui hasta allí, había una fila de hombres sentados en un banco de madera y me miraron como si fuese un homosexual o una canasta de baloncesto.
yo les miré con lo que supuse tranquilo desdén y mascullé con mi mejor acento golfo:
dónde está Thurman. tengo que ver a ese tío.
alguien señaló.
¿Thurman?
¿sí?
trabajo para ti.
¿sí?
sí.
me miró.
¿y las botas?
¿botas?
no tengo, dije.
sacó un par de botas de debajo del banco y me las dio. viejas, duras, tiesas, me las puse, la historia de siempre: tres números menos, me encogían y me espachurraban los dedos.
luego me dio una ensangrentada bata y un casco metálico, allí me quedé de pie mientras él encendía un cigarrillo, tiró la cerilla con un floreo tranquilo y varonil.
vamos.
eran todos negros y cuando me acerqué me miraron como si fueran musulmanes negros, yo mido casi uno ochenta, pero todos eran más altos que yo, y, si no más altos, por lo menos dos o tres veces más anchos.
¡Charley! aulló Thurman.
Charley, pensé. Charley, como yo. qué bien.
sudaba ya bajo el casco metálico.
¡¡dale TRABAJO!!
dios mío oh dios mío. ¿qué había sido de las noches plácidas y dulces? ¿por qué no le pasa esto a Walter Winchey que cree en el sistema americano? ¿no era yo uno de los estudiantes de antropología más inteligentes de mi promoción? ¿qué pasó?
Charley me llevó hasta un camión vacío de media manzana de largo que había en el muelle.
espera aquí.
luego llegaron corriendo algunos de los musulmanes negros con carretillas pintadas de un blanco grumoso y sórdido, un blanco que parecía mezclado con mierda de pollo, y cada carretilla estaba cargada con montañas de jamones que flotaban en sangre acuosa y fina, no, no flotaban en sangre, se asentaban en ella, como plomo, como balas de cañón, como muerte.
uno de los tipos saltó al camión detrás de mí y el otro empezó a tirarme los jamones y yo los cogía y se los tiraba al que estaba
detrás de mí que se volvía y echaba el jamón en la caja, los jamones venían deprisa, DEPRISA, y pesaban, pesaban cada vez más. en cuanto lanzaba un jamón y me volvía, ya había otro de camino hacia mí por el aire, comprendí que querían reventarme, pronto sudaba y sudaba como si se hubiesen abierto grifos, y me dolía la espalda y me dolían las muñecas, y me dolían los brazos, me dolía todo y había agotado hasta el último gramo de energía, apenas podía ver, apenas podía obligarme a agarrar un jamón más y lanzarlo, un jamón más y lanzarlo, estaba embadurnado de sangre y seguía agarrando el suave muerto pesado FLUMP con mis manos, el jamón cedía un poco, como un culo de mujer, y estaba demasiado débil para hablar y decir eh, qué demonios pasa, amigos... los jamones seguían llegando y yo giraba, clavado, como un hombre clavado en una cruz bajo el casco metálico, y ellos seguían trayendo a toda prisa carretillas llenas de jamones jamones jamones y al fin todas se vaciaron, y yo me quedé allí tambaleante, respirando la amarillenta luz eléctrica, era de noche en el infierno, bueno, siempre me había gustado el trabajo nocturno.
¡vamos!
me llevaron a otro local, arriba en el aire en una gran compuerta elevada en la pared del extremo había media ternera, o quizá fuese una ternera entera, sí, eran terneras enteras, ahora que lo pienso, las cuatro patas, y una de ellas salía del agujero sujeta en un gancho, recién asesinada, y se paró justo sobre mí, colgada allí justo sobre mi cabeza de aquel gancho.
acaban de asesinarla, pensé, han asesinado a ese maldito bicho, ¿cómo pueden distinguir un hombre de una ternera? ¿cómo saben que yo no soy una ternera?
VENGA... ¡MENÉALA!
¿menéala?
eso es: ¡BAILA CON ELLA!
¿qué?
¡pero qué coño pasa! ¡GEORGE, ven aquí!
George se puso debajo de la ternera muerta, la agarró. UNO. corrió hacia adelante. DOS. corrió hacia atrás. TRES, corrió hacia delante mucho más. la ternera quedó casi paralela al suelo, alguien apretó un botón y George quedó abrazado a ella, lista para las carnicerías del mundo, lista para las bien descansadas chismosas y chifladas amas de casa del mundo a las dos en punto de la tarde con sus batas de casa, chupando cigarrillos manchados de carmín y sintiendo casi nada.
me pusieron debajo de la ternera siguiente.
UNO.
DOS.
TRES.
la tenía, sus huesos muertos contra mis huesos vivos, su carne muerta contra mi carne viva, y el hueso y el peso me aplastaban; pensé en óperas de Wagner, pensé en cerveza fría, pensé en un lindo chochito sentado frente a mí en un sofá con las piernas alzadas y cruzadas y yo tengo una copa en la mano y hablo lenta, pausadamente abriéndome paso hacia ella y hacia la mente en blanco de su cuerpo y Charley aulló ¡CUÉLGALA DEL CAMIÓN!
caminé hacia el camión, por la aversión a la derrota que me inculcaron de muchacho en los patios escolares de Norteamérica supe que no debía dejar que la ternera cayera al suelo, porque eso demostraría que era un cobarde, que no era un hombre y que, en consecuencia, nada merecía, sólo burlas y risas y golpes, en Norteamérica tienes que ser un ganador, no hay otra salida, y tienes que aprender a luchar porque sí y se acabó, sin preguntas, y además si soltaba la ternera quizá tuviera que volver a recogerla, además se ensuciaría, yo no quería que se ensuciase, o más bien... ellos no querían que se ensuciase.
llegué al camión.
¡CUÉLGALA!
el gancho que pendía del techo estaba tan romo como un pulgar sin uña. dejabas que el trasero de la ternera se deslizase hacia atrás e ibas a por lo de arriba, empujabas la parte de arriba contra el gancho una y otra vez pero el gancho no enganchaba. ¡¡MADRE MIA!! era todo cartílago y grasa, duro, duro.
¡VAMOS! ¡VAMOS!
utilicé mi última reserva y el gancho enganchó, era una hermosa visión, un milagro, el gancho clavado, aquella ternera colgando allí sola completamente separada de mi hombro, colgando para el chismorreo bata de casa y carnicería.
¡MUÉVETE!.
un negro de unos ciento quince kilos, insolente, áspero, frío, criminal, entró, colgó su ternera tranquilamente y me miró de arriba abajo.
¡aquí trabajamos en cadena!
vale, campeón.
me puse delante de él. otra ternera me esperaba, cada una que agarraba estaba seguro de que sería la última que podría agarrar, pero me decía.
una más
sólo una más
luego
lo dejo.
a la
mierda.
ellos estaban esperando que me rajara, lo veía en sus ojos, en sus sonrisas cuando creían que no miraba, no quería darles el placer de la victoria, agarré otra ternera, como el campeón que hace el último esfuerzo, agarré otra ternera.
pasaron dos horas y entonces alguien gritó DESCANSO.
lo había conseguido, un descanso de diez minutos, un poco de café y ya no podrían derrotarme, fui tras ellos hacia un carrito que alguien había traído, vi elevarse el vapor del café en la noche; vi los bollos y los cigarrillos y las pastas y los emparedados bajo la luz eléctrica.
¡EH, TU!
era Charley. Charley, como yo.
¿sí, Charley?
antes de tomarte el descanso, lleva ese camión a la parada dieciocho.
era el camión que acabábamos de cargar, el de media manzana de largo, la parada dieciocho quedaba al otro extremo del patio.
conseguí abrir la puerta y subir a la cabina, tenía un asiento blando de suave piel y era tan agradable que me di cuenta de que si me descuidaba caería dormido allí mismo, yo no era un camionero. miré por abajo y vi como media docena de mandos, palancas, frenos, pedales y demás, di vuelta a la llave y conseguí encender el motor, fui probando pedales y palancas hasta que el camión empezó a rodar y entonces lo llevé hasta el fondo del patio, hasta la parada dieciocho, pensando constantemente: cuando vuelva, ya no estará el carrito, era una tragedia para mí, una verdadera tragedia, aparqué el camión, apagué el motor y quedé allí sentado unos instantes paladeando la suave delicia del asiento de piel, luego abrí la puerta y salí, no acerté con el escalón o lo que fuese y caí al suelo con mi bata ensangrentada y mi maldito casco metálico como si me hubiesen pegado un tiro, no me hice daño, ni siquiera lo sentí, me levanté justo a tiempo para ver cómo se alejaba el carrito y cruzaba la puerta camino de la calle.
les vi dirigirse de nuevo al muelle riendo y encendiendo cigarrillos.
me quité las botas, me quité la bata, me quité el casco metálico y fui hasta el garito del patio de entrada, tiré bata, casco y botas por encima del mostrador. El viejo me miró:
vaya, así que dejas esta BUENA colocación...
diles que me manden por correo el cheque de mis dos horas de trabajo o si no que se lo metan en el culo ¡me da igual!
salí, crucé la calle hasta un bar mejicano y bebí una cerveza, luego cogí el autobús y volví a casa, el patio escolar norteamericano me había derrotado otra vez.
VIDA EN UN PROSTÍBULO DE TEJAS
Salí del autobús en aquel lugar de Tejas y hacía frío y yo tenía catarro, y uno nunca sabe, era una habitación muy grande, limpia, por sólo cinco dólares a la semana, y tenía chimenea, y apenas me había quitado la ropa cuando de pronto entró aquel negro viejo y empezó a hurgar en la chimenea con aquel atizador largo. No había leña en la chimenea y me pregunté qué haría allí aquel viejo hurgando en la chimenea con el atizador. Y entonces me miró, se agarró el pijo y emitió un sonido así como, «¡isssssss!» y yo pensé, bueno, por alguna razón debe creer que soy marica, pero como no lo soy, no puedo hacer nada por él. En fin, pensé, así es el mundo, así funciona. Dio unas cuantas vueltas por allí con el atizador y luego se fue. Entonces me metí en la cama. Cuando viajo en autobús siempre me acatarro y además me da insomnio, aunque la verdad es que siempre tengo insomnio de todos modos.
En fin, la cosa es que el negro del atizador se largó y yo me tumbé en la cama y pensé, bueno, puede que un día de éstos consiga cagar.
Volvió a abrirse la puerta y entró una criatura, hembra, bastante sabrosa, y se echó de rodillas y empezó a fregar el suelo de madera, y a mover y mover y mover el culo mientras fregaba el suelo de madera.
—¿Quieres una chica guapa? —me preguntó.
—No. Estoy molido. Acabo de bajarme del autobús. Sólo quiero dormir.
—Un buen chocho te ayudaría a dormir, de veras. Sólo son cinco dólares.
—Estoy hecho migas.
—Es una chica muy guapa... y limpia.
—¿Dónde está esa chica?
—Yo soy la chica —se levantó y se plantó delante de mí.
—Lo siento, pero estoy agotado, de veras.
—Sólo dos dólares.
—No, lo siento.
Se fue. Al cabo de unos minutos oí la voz de hombre.
—Oye, ¿vas a decirme que eres incapaz de camelerarle? Le dimos nuestra mejor habitación por sólo cinco dólares. ¿Me vas a decir que no puedes?
—¡Lo intenté, Bruno! ¡De verdad que lo intenté, Bruno!
—¡Sucia zorra!
Identifiqué el sonido. No era un bofetón. La mayoría de los buenos chulos procuran no espachurrar la cara. Pegan en la mejilla, junto a la mandíbula, evitando los ojos y la boca. Bruno debía tener un establo bien surtido. Era sin lugar a dudas el sonido de puñetazos en la cabeza. Ella chilló y cayó al suelo y el hermano Bruno le atizó otro lanzándola contra la pared. Anduvo un rato rebotando de puño a pared y de pared a puño entre chillidos; yo me estiré en la cama y pensé, bueno, a veces la vida resulta interesante. Pero no quiero de ninguna manera oír esto. Si hubiese sabido que iba a pasar le habría dejado acostarse conmigo.
Luego me dormí.
Por la mañana, me levanté, me vestí. Normalmente lo hago. Pero de cagar nada. Me fui a la calle y empecé a buscar estudios fotográficos. Entré en el primero.
—Buenos días, caballero. ¿Quiere usted una foto?
Era una guapa pelirroja y sonreía.
—¿Una foto con esta cara? Ando buscando a Gloria Westhaven.
—Yo soy Gloria Westhaven —dijo ella y cruzó las piernas y se subió un poquito la falda! Pensé que el hombre ha de morir para llegar al cielo.
—¿Pero qué dices? —dije—. Tú no eres Gloria Westhaven. Conocí a Gloria Westhaven en un autobús de Los Angeles.
—¿Y qué pasó?
—Bueno, me enteré de que su madre tenía un estudio fotográfico. Ando buscándola. Es que en el autobús pasó algo...
—Vaya, vaya, ¿qué pasó?
—Que la conocí. Había lágrimas en sus ojos cuando se bajó. Yo seguí hasta Nueva Orleans, al llegar cogí el autobús de vuelta. Nunca una mujer había llorado por mí.
—Quizá llorase por otra cosa.
—Eso creí yo también hasta que los otros pasajeros empezaron a insultarme.
—¿Y lo único que sabes es que su madre tiene un estudio fotográfico?
—Eso es todo lo que sé.
—Muy bien, escucha. Conozco al director del periódico más importante de esta ciudad.
—No me sorprende —dije mirándole las piernas.
—Escucha, déjame tu nombre y dirección. Le explicaré por teléfono la historia, aunque habrá que cambiarla. Os conocisteis en un avión, ¿entiendes? Amor en el aire. Ahora estáis separados y perdidos, ¿entiendes? Y tú has volado hasta aquí desde Nueva Orleans y lo único que sabes es que su madre tiene un estudio fotográfico. ¿Comprendido? Lo pondremos en la columna de M...K... en la edición de mañana. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dije y eché una última ojeada a sus piernas y salí mientras ella marcaba en el teléfono. Y allí estaba yo en la segunda o tercera ciudad de Tejas, el amo de la ciudad. Entré en el primer bar...
Estaba muy lleno para aquella hora del día. Me senté en el único taburete vacío. Bueno, no. Había dos taburetes vacíos, uno a cada lado de aquel tipo grande. Tendría unos veinticinco años, con cerca de uno noventa y unos cien kilos. Ocupé uno de los taburetes y pedí una cerveza. Me zampé la cerveza y pedí más.
—Así me gusta, eso es beber, sí señor —dijo el tipo grande—. En cambio estos maricas de aquí, se sientan y están horas con una cerveza. Me gusta cómo se comporta usted, forastero. ¿De dónde es, qué hace?
—No hago nada —dije—. Y soy de California.
—¿Y no tiene proyectos?
—No, ninguno. Yo sólo ando por ahí.
Bebí la mitad de mi segunda cerveza.
—Usted me gusta, forastero —dijo el tipo grande— Confiaré en usted. Pero hablaré bajo, porque aunque soy un tipo grande, son muchos para mí.
—Diga diga —dije terminando la segunda cerveza.
El tipo grande se inclinó y me dijo al oído, en un susurro:
—Los téjanos apestan.
Miré alrededor. Asentí lentamente. Sí.
Cuando acabó, yo estaba debajo de una de las mesas que atendía la camarera por la noche. Salí a gatas, me limpié la boca furtivamente, vi que todos se reían y me largué...
Cuando llegué al hotel no podía entrar. Había un periódico debajo de la puerta y la puerta estaba abierta sólo unos milímetros.
—Eh, déjeme pasar —dije.
—¿Quién es usted? —preguntó el tipo.
—Estoy en la ciento dos. Pagué por una semana. Me llamo Bukowski.
—Usted no lleva botas, ¿verdad?
—¿Botas? ¿Cómo dice?
—Rangers.
—¿Rangers? ¿Qué es eso?
—Pase pase —dijo...
No llevaba diez minutos en mi habitación, estaba en la cama con toda aquella red alrededor. Toda la cama (y era una cama grande con una especie de techo) tenía alrededor aquella red. Tiré de ella por los lados y me quedé allí tumbado con toda aquella red alrededor. Me producía una sensación bastante extraña hacer una cosa así, pero tal como iban las cosas pensé que de todos modos me sentiría extraño. Por si no bastara esto, sentí una llave en la puerta y la puerta se abrió. Esta vez era una negra baja y maciza de rostro bonachón y culo inmenso.
Y aquella amable y enorme negra se puso a colocar de nuevo la extraña red, diciendo:
—Es hora de cambiar las sábanas, querido.
—Pero sí llegué ayer —dije yo.
—Querido, nuestro turno de cambio de sábanas no depende de ti. Venga, saca de ahí tu culito rosado y déjame hacer mi trabajo.
—Bueno bueno —dije, y salté de la cama, absolutamente desnudo. No pareció asustarse.
—Conseguiste una cama muy linda y muy grande, querido —me dijo—. Tienes la mejor habitación y la mejor cama de este hotel.
—Debo ser un hombre de suerte.
Estiró aquellas sábanas y me enseñó todo aquel culo. Me enseñó todo aquel culo y luego se volvió y dijo:
—Vale, querido, ya está hecha la cama. ¿Algo más?
—Bueno, sí puedes subirme doce o quince cuartos de cerveza.
—Te lo subiré. Primero dame el dinero.
Le di el dinero y pensé, en fin, hasta nunca. Eché la red alrededor decidido a dormir. Pero la negrita volvió y corrió la red y nos sentamos allí a charlar y a beber cerveza.
—Háblame de ti —le dije.
Se rió y empezó a contar. Por supuesto, no había tenido una vida fácil. No sé cuánto tiempo estuvimos bebiendo. Por fin se metió en la cama y fue uno de los polvos mejores de mi vida...
Al día siguiente, me levanté, bajé a la calle y compré el periódico y allí estaba, en la columna del popular columnista. Se mencionaba mi nombre. Bukowski, novelista, periodista, viajero. Nos habíamos conocido en el aire. La encantadora dama y yo. Y ella había aterrizado en Tejas y yo había seguido hasta Nueva Orleans cumpliendo mi trabajo de periodista, pero, como no podía borrar del pensamiento a aquella maravillosa mujer, había cogido otro avión rumbo a Tejas. Sólo sabía que su madre tenía un estudio fotográfico. En el hotel, me hice con una botella de whisky y cinco o seis cuartos de cerveza y cagué al fin. ¡Qué gozosa experiencia! ¡Debería haber figurado en la columna!
Me metí de nuevo en la red. Sonó el teléfono. Era el teléfono interior. Estiré la mano y descolgué.
—Una llamada para usted, señor Bukowski, del director del... ¿se la paso?
—Sí, pásemela —dije—. Diga.
—¿Es usted Charles Bukowski?
—Sí.
—¿Qué hace en un sitio así?
—¿Qué quiere decir? ¿Qué tiene este sitio? Me parece una gente muy agradable.
—Es el peor prostíbulo de la ciudad. Llevamos quince años intentando cerrarlo. ¿Cómo fue a parar ahí?
—Hacía frío. Entré en el primer sitio que vi. Vine en autobús y hacía frío.
—Vino usted en avión. ¿No recuerda?
—Recuerdo.
—Muy bien, tengo la dirección de la chica. ¿La quiere?
—Sí, si no tiene usted inconveniente. Si lo tiene, olvídelo.
—No entiendo, la verdad, cómo vive usted en un sitio así.
—Está bien. Es usted el director del periódico más importante de la ciudad y está hablando conmigo por teléfono y estoy en un burdel de Tejas. En fin, amigo, dejémoslo. La chica lloraba o algo así; y eso me impresionó. Sabe, cogeré el próximo autobús y me iré de la ciudad.
—¡Espere!
—¿Qué he de esperar?
—Le daré la dirección. La chica leyó la columna. Leyó entre líneas. Telefoneó. Quiere verle. No le dije dónde estaba viviendo. En Tejas somos gente hospitalaria.
—Sí, estuve en un bar anoche. Pude comprobarlo.
—¿También bebe?
—No es que beba, soy un borracho.
—Creo que no debería darle la dirección.
—Entonces olvide este jodido asunto —dije, y colgué.
Sonó otra vez el teléfono.
—Una llamada para usted, señor Bukowski. Del director del...
—Pásela.
—Mire, señor Bukowski, necesitamos completar la historia. Hay mucha gente interesada.
—Dígale al columnista que utilice su imaginación.
—Escuche, ¿le importa que le pregunte qué hace usted para ganarse la vida?
—No hago nada.
—¿Sólo viajar por ahí en autobús y hacer llorar a las jóvenes?
—No todos pueden hacerlo.
—Escuche, voy a darle una oportunidad. Voy a darle esa dirección. Vaya usted y véala.
—Puede que sea yo el que esté dándole una oportunidad.
Me dio la dirección.
—¿Quiere que le explique cómo puede ir allí?
—No se preocupe. Si puedo encontrar un burdel, podré encontrarla a ella.
—Hay algo en usted que no acaba de gustarme —dijo.
—Olvídelo. Si la chica merece la pena, volveré a llamarle.
Colgué.
Era una casita marrón. Me abrió una vieja.
—Busco a Charles Bukowski —dije—. No, perdón —añadí—. Busco a una tal Gloria Westhaven.
—Soy su madre —dijo ella—. ¿Es usted el del avión?
—Soy el del autobús.
—Gloria leyó la columna. Supo inmediatamente que era usted.
—Magnífico. ¿Qué hacemos ahora?
—Oh, pase pase.
Pasé.
—Gloria —aulló la vieja.
Salió Gloría. Seguía con muy buen aspecto. Exactamente una más de esas saludables pelirrojas tejanas.
—Pase, pase, no se quede ahí —dijo—. Discúlpanos, mamá.
Me hizo pasar a su cuarto, pero dejó la puerta abierta. Nos sentamos, muy separados.
—¿Qué hace usted? —preguntó.
—Soy escritor.
—¡Oh, qué maravilla! ¿Dónde le han publicado?
—No me han publicado.
—Entonces, en cierto modo, en realidad no es usted escritor.
—Así es. Y vivo en una casa de putas.
—¿Que?
—Lo dicho, tiene usted razón, no soy escritor, en realidad.
—No, me refiero a lo otro.
—Estoy viviendo en un burdel.
—¿Vive usted siempre en burdeles?
—No.
—¿Cómo es que no está usted en el ejército?
—No pude pasar el psiquiatra.
—Bromea usted.
—No, gracias a Dios.
—¿No quiere usted combatir?
—No.
—Ellos bombardearon Pearl Harbor.
—Ya me enteré, ya.
—¿No quiere usted luchar contra Adolfo Hitler?
—Pues, no, la verdad, prefiero que sean otros.
—Es usted un cobarde.
—Sí, claro, lo soy. No es que me importe mucho matar a un hombre, pero no me gusta dormir en barracones con un montón de tíos roncando y luego que me despierte un idiota a cornetazos, y no me gusta llevar esas cochambrosas camisas color aceituna que pican muchísimo. Soy de piel muy sensible.
—Me alegro que tenga usted algo sensible.
—Yo también, pero ojalá que no fuese la piel.
—Quizá debiese usted escribir con la piel.
—Quizá debiese usted escribir con el chocho.
—Es usted ruin. Y cobarde. Alguien ha de enfrentarse a las hordas fascistas. Estoy prometida a un teniente de la marina norteamericana que si estuviese aquí ahora, le daría a usted una buena zurra.
—Ya puede ser, pero eso sólo me haría aún más ruin.
—Le enseñaría al menos a portarse como un caballero delante de una dama.
—Sí, claro, tiene usted razón. ¿Si matase a Mussolini sería un caballero?
—Sin duda.
—Me alisto ahora mismo.
—No le quieren. ¿Se acuerda?
—Me acuerdo.
Estuvimos sentados allí mucho tiempo en silencio. Luego dije yo:
—Oiga, ¿puedo preguntarle algo?
—Adelante —dijo ella.
—¿Por qué me pidió que me bajara del autobús con usted? ¿Y por qué lloró al ver que no lo hacía?
—Bueno, se trata de su cara. Es usted tan feo.
—Sí, ya lo sé.
—En fin, tiene esa cara tan fea y tan trágica. No quería perder esa «cosa trágica». Me daba usted lástima, por eso lloré. ¿Cómo consiguió una cara tan trágica?
—Ay Dios mío —dije. Luego me levanté y me fui.
Volví andando al burdel. El tipo de la puerta me reconoció.
—Eh, amigo, ¿dónde le hicieron ese cardenal?
—Un asunto relacionado con Tejas.
—¿Tejas? ¿Estaba usted a favor o en contra de Tejas?
—A favor, desde luego.
—Va usted aprendiendo, amigo.
—Sí, lo sé.
Subí a la habitación y cogí el teléfono y le dije al tipo que me pusiera con el director del periódico.
—Oiga amigo, aquí Bukowski.
—¿Vio usted a la chica?
—Vi a la chica.
—¿Cómo fueron las cosas?
—Bien, muy bien. Estuve corriéndome como una hora. Dígaselo a su columnista. Colgué.
Bajé y salí y busqué el mismo bar. No había cambiado nada. Aún seguía allí el tipo grande, con un taburete vacío a cada lado.
Me senté y pedí dos cervezas. Bebí la primera de un trago. Luego bebí la mitad de la otra.
—Yo a usted le recuerdo —dijo el tipo grande—. ¿Qué le pasó?
—La piel. Es muy sensible.
—¿Usted me recuerda? —preguntó.
—Le recuerdo.
—Creí que no volvería nunca.
—Pues aquí estoy. ¿Jugamos el jueguecito?
—Aquí en Tejas no jugamos jueguecitos, forastero.
—¿No?
—¿Aún cree usted que los téjanos apestan?
—Algunos.
Y allá fui yo otra vez debajo de la mesa. Salí, me levanté y me fui. Volví al burdel.
Al día siguiente, el periódico decía que el «Romance» había fracasado. Yo había vuelto a Nueva Orleans. Recogí mis cosas y bajé hasta la estación de autobuses. Llegué a Nueva Orleans, conseguí una habitación legal y me instalé. Conservé los recortes de periódico un par de semanas, y luego los tiré. ¿Tú no habrías hecho lo mismo?
QUINCE CENTÍMETROS
Los primeros tres meses de mi matrimonio con Sara fueron aceptables, pero luego empezaron los problemas. Era una buena cocinera, y yo empecé a comer bien por primera vez en muchos años. Empecé a engordar. Y Sara empezó a hacer comentarios.
—Ay, Henry, pareces un pavo engordando para el Día de Acción de Gracias.
—Tienes razón, mujer, tienes razón —le decía yo.
Yo trabajaba de mozo en un almacén de piezas de automóvil y apenas si me llegaba la paga. Mis únicas alegrías eran comer, beber cerveza e irme a la cama con Sara. No era precisamente una vida majestuosa, pero uno ha de conformarse con lo que tiene. Sara era suficiente. Respiraba SEXO por todas partes. La había conocido en una fiesta de Navidad de los empleados del almacén. Trabajaba allí de secretaria. Me di cuenta de que ninguno se acercaba a ella en la fiesta y no podía entenderlo. Jamás había visto mujer tan guapa y además no parecía tonta. Sin embargo, tenía algo raro en la mirada. Te miraba fijamente como si entrara en ti y daba la impresión de no parpadear. Cuando se fue al lavabo me acerqué a Harry, al camionero.
—Oye Harry —le dije—. ¿Cómo es que nadie se acerca a Sara?
—Es que es bruja, hombre, una bruja de verdad. Ándate con ojo.
—Vamos, Harry, las brujas no existen. Está demostrado. Las mujeres aquellas que quemaban en la hoguera antiguamente, era todo un error horrible, una crueldad. Las brujas no existen.
—Bueno, puede que quemaran a muchas mujeres por error, no voy a discutírtelo. Pero esta zorra es bruja, créeme.
—Lo único que necesita, Harry, es comprensión.
—Lo único que necesita —me dijo Harry— es una víctima.
—¿Cómo lo sabes? .
—Hechos —dijo Harry—. Dos empleados de aquí. Manny, un vendedor, y Lincoln, un dependiente.
—¿Qué les pasó?
—Pues sencillamente que desaparecieron ante nuestros propios ojos, sólo que muy lentamente... podías verles irse, desvanecerse. ..
—¿Qué quieres decir?
—No quiero hablar de eso. Me tomarías por loco.
Harry se fue. Luego salió Sara del water de señoras. Estaba maravillosa.
—¿Qué te dijo Harry de mí? —me preguntó.
—¿Cómo sabes que estaba hablando con Harry?
—Lo sé —dijo ella.
—No me dijo mucho.
—Pues sea lo que sea, olvídalo. Son mentiras. Lo que pasa es que le he rechazado y está celoso. Le gusta hablar mal de la gente.
—A mí no me importa la opinión de Harry —dije yo.
—Lo nuestro puede ir bien, Henry —dijo ella.
Vino conmigo a mi apartamento después de la fiesta y te aseguro que nunca había disfrutado tanto. No había mujer como aquélla. Al cabo de un mes o así nos casamos. Ella dejó el trabajo inmediatamente, pero yo no dije nada porque estaba muy contento de tenerla. Sara se hacía su ropa, se peinaba y se cortaba el pelo ella misma. Era una mujer notable, muy notable.
Pero como ya dije, hacia los tres meses, empezó a hacer comentarios sobre mi peso. Al principio eran sólo pequeñas observaciones amables, luego empezó a burlarse de mí. Una noche llegó a casa y me dijo:
—¡Quítate esa maldita ropa!
—¿Cómo dices, querida?
—Ya me oíste, so cabrón. ¡Desvístete!
No era la Sara que yo conocía. Había algo distinto. Me quité la ropa y las prendas interiores y las eché en el sofá. Me miró fijamente.
—¡Qué horror! —dijo—. ¡Qué montón de mierda!
—¿Cómo dices, querida?
—¡Digo que pareces una gran bañera llena de mierda!
—Pero querida, qué te pasa... ¿Estás en plan de bronca esta noche?
—¡Calla! ¡Toda esa mierda colgando por todas partes!
Tenía razón. Me había salido un michelín a cada lado, justo encima de las caderas. Luego cerró los puños y me atizó fuerte varias veces en cada michelín.
—¡Tenemos que machacar esa mierda! Romper los tejidos grasos, las células...
Me atizó otra vez, varias veces.
—¡Ay! ¡Que duele, querida!
—¡Bien! ¡Ahora, pégate tú mismo!
—¿Yo mismo?
—¡Sí, venga, condenado!
Me pegué varias veces, bastante fuerte. Cuando terminé los michelines aún seguían allí, aunque estaban de un rojo subido.
—Tenemos que conseguir eliminar esa mierda —me dijo.
Yo supuse que era amor y decidí cooperar...
Sara empezó a contarme las calorías. Me quitó los fritos, el pan y las patatas, los aderezos de la ensalada, pero me dejó la cerveza. Tenía que demostrarle quién llevaba los pantalones en casa.
—No, de eso nada —dije—, la cerveza no la dejaré. ¡Te amo muchísimo, pero la cerveza no!
—Bueno, de acuerdo —dijo Sara—. Lo conseguiremos de todos modos.
—¿Qué conseguiremos?
—Quiero decir, que conseguiremos eliminar toda esa grasa, que tengas otra vez unas proporciones razonables.
-¿Y cuáles son las proporciones razonables? —pregunté.
—Ya lo verás, ya.
Todas las noches, cuando volvía a casa, me hacía la misma pregunta.
—¿Te pegaste hoy en los lomos?
—¡Si, mierda, sí!
—¿Cuántas veces?
—Cuatrocientos puñetazos de cada lado, fuerte.
Iba por la calle atizándome puñetazos. La gente me miraba, pero al poco tiempo dejó de importarme, porque sabía que estaba consiguiendo algo y ellos no...
La cosa funcionaba. Maravillosamente. Bajé de noventa kilos a setenta y ocho. Luego de setenta y ocho a setenta y cuatro. Me sentía diez años más joven. La gente me comentaba el buen aspecto que tenía. Todos menos Harry el camionero. Sólo porque estaba celoso, claro, porque no había conseguido nunca bajarle las bragas a Sara.
Una noche di en la báscula los setenta kilos.
—¿No crees que hemos bajado suficiente? —le dije a Sara—. ¡Mírame!
Los michelines habían desaparecido hacía mucho. Me colgaba el vientre. Tenía la cara chupada.
—Según los gráficos —dijo Sara—, según los gráficos, aún no has alcanzado el tamaño ideal.
—Pero oye —le dije—, mido uno ochenta, ¿cuál es el peso ideal?
Y entonces Sara me contestó en un tono muy extraño:
—Yo no dije «peso ideal», dije «tamaño ideal». Estamos en la Nueva Era, la Era Atómica, la Era Espacial, y, sobre todo, la Era de la Superpoblación. Yo soy la Salvadora del Mundo. Tengo la solución a la Explosión Demográfica. Que otros se ocupen de la Contaminación. Lo básico es resolver el problema de la superpoblación; eso resolverá la Contaminación y muchas cosas más.
—¿Pero de qué demonios hablas? —pregunté, abriendo una botella de cerveza.
—No te preocupes —contestó—. Ya lo sabrás, ya.
Empecé a notar entonces, en la báscula, que aunque aún seguía perdiendo peso parecía que no adelgazaba. Era raro. Y luego me di cuenta de que las perneras de los pantalones me arrastraban... y también empezaban a sobrarme las mangas de la camisa. Al coger el coche para ir al trabajo me di cuenta de que el volante parecía quedar más lejos. Tuve que adelantar un poco el asiento del coche.
Una noche me subí a la báscula.
Sesenta kilos.
—Oye Sara, ven.
—Sí, querido...
—Hay algo que no entiendo.
—¿Qué?
—Parece que estoy encogiendo.
—¿Encogiendo?
—Sí, encogiendo.
—¡No seas tonto! ¡Eso es increíble! ¿Cómo puede encoger un hombre? ¿Acaso crees que tu dieta te encoge los huesos? Los huesos no se disuelven! La reducción de calorías sólo reduce la grasa. ¡No seas imbécil! ¿Encogiendo? ¡Imposible!
Luego se echó a reír.
—De acuerdo —dije—. Ven aquí. Coge el lápiz. Voy a ponerme contra esta pared. Mi madre solía hacer esto cuando era pequeño y estaba creciendo. Ahora marca una raya ahí en la pared donde marca el lápiz colocado recto sobre mi cabeza.
—De acuerdo, tontín, de acuerdo —dijo ella.
Trazó la raya.
Al cabo de una semana pesaba cincuenta kilos. El proceso se aceleraba cada vez más. —Ven aquí, Sara.
—Sí, niño bobo.
.—Vamos, traza la raya.
Trazó la raya.
Me volví.
—Ahora mira, he perdido diez kilos y veinte centímetros en la última semana. ¡Estoy derritiéndome! Mido ya uno cincuenta y cinco. ¡Esto es la locura! ¡La locura! No aguanto más. Te he visto metiéndome las perneras de los pantalones y las mangas de las camisas a escondidas. No te saldrás con la tuya. Voy a empezar a comer otra vez. ¡Creo que eres una especie de bruja!
—Niño bobo...
Fue poco después cuando el jefe me llamó a la oficina.
Me subí en la silla que había frente a su mesa.
—¿Henry Markson Jones II?
—Sí señor, dígame.
—¿Es usted Henry Markson Jones II?
—Claro señor.
—Bien, Jones, hemos estado observándole cuidadosamente. Me temo que ya no sirve usted para este trabajo. Nos fastidia muchísimo tener que hacer esto... quiero decir, nos fastidia que esto acabe así, pero...
—Oiga, señor, yo siempre cumplo lo mejor que puedo.
—Le conocemos, Jones, le conocemos muy bien, pero ya no está usted en condiciones de hacer un trabajo de hombre.
Me echó. Por supuesto, yo sabía que me quedaba la paga del desempleo. Pero me pareció una mezquindad por su parte echarme así...
Me quedé en casa con Sara. Con lo cual, las cosas empeoraron: ella me alimentaba. Llegó un momento en que ya no podía abrir la puerta del refrigerador. Y luego me puso una cadenita de plata.
Pronto llegué a medir sesenta centímetros. Tenía que cagar en una bacinilla. Pero aún me daba mi cerveza, según lo prometido.
—Ay, mi muñequito —decía—. ¡Eres tan chiquitín y tan mono!
Hasta nuestra vida amorosa cesó. Todo se había achicado proporcionalmente. La montaba, pero al cabo de un rato me sacaba de allí y se echaba a reír.
—¡Bueno, ya lo intentaste, patito mío!
—¡No soy un pato, soy un hombre!
—¡Oh mi hombrecín, mi pequeño hombrecito!
Y me cogía y me besaba con sus labios rojos...
Sara me redujo a quince centímetros. Me llevaba a la tienda en el bolso. Yo podía mirar a la gente por los agujeritos de ventilación que ella había abierto en el bolso. Ahora bien, he de decir algo en su favor: aún me permitía beber cerveza. La bebía con un dedal. Un cuarto me duraba un mes. En los viejos tiempos, desaparecía en unos cuarenta y cinco minutos. Estaba resignado. Sabía que si quisiera me haría desaparecer del todo. Mejor quince centímetros que nada. Hasta una vida pequeña se estima mucho cuando está cerca el final de la vida. Así que entretenía a Sara. Qué otra cosa podía hacer. Ella me hacía ropita y zapatitos y me colocaba sobre la radio y ponía música y decía:
—¡Baila, pequeñín! ¡Baila, tontín mío, baila! ¡Baila, baila!
En fin, yo ya no podía siquiera recoger mi paga del desempleo, así que bailaba encima de la radio mientras ella batía palmas y reía.
Las arañas me aterraban y las moscas parecían águilas gigantes, y si me hubiese atrapado un gato me habría torturado como a un ratoncito. Pero aún seguía gustándome la vida. Bailaba, cantaba, bebía. Por muy pequeño que sea un hombre, siempre descubrirá que puede serlo más. Cuando me cagaba en la alfombra, Sara me daba una zurra. Colocaba trocitos de papel por el suelo y yo cagaba en ellos. Y cortaba pedacitos de aquel papel para limpiarme el culo. Raspaba como lija. Me salieron almorranas. De noche no podía dormir. Tenía una gran sensación de inferioridad, me sentía atrapado. ¿Paranoia? Lo cierto es que cuando cantaba y bailaba y Sara me dejaba tomar cerveza me sentía bien. Por alguna razón, me mantenía en los quince centímetros justos. Ignoro cuál era la razón. Como casi todo lo demás, quedaba fuera de mi alcance.
Le hacía canciones a Sara y las llamaba así: Canciones para Sara:
sí, no soy más que un mosquito,
no hay problema mientras no me pongo caliente,
entonces no tengo dónde meterla,
salvo en una maldita cabeza de alfiler.
Sara aplaudía y se reía.
si quieres ser almirante de la marina de la reina
no tienes más que hacerte del servicio secreto,
conseguir quince centímetros de altura
y cuando la reina vaya a mear
atisbar en su chorreante coñito...
Y Sara batía palmas y se reía. En fin, así eran las cosas. No podían ser de otro modo...
Pero una noche pasó algo muy desagradable. Estaba yo cantando y bailando y Sara en la cama, desnuda, batiendo palmas, bebiendo vino y riéndose. Era una excelente representación. Una de mis mejores representaciones. Pero, como siempre, la radio se calentó y empezó a quemarme los pies. Y llegó un momento en que no pude soportarlo.
—Por favor, querida —dije—, no puedo más. Bájame de aquí. Dame un poco de cerveza. Vino no. No sé como puedes beber ese vino tan malo. Dame un dedal de esa estupenda cerveza.
—Claro, queridito —dijo ella—. Lo has hecho muy bien esta noche. Si Manny y Lincoln lo hubiesen hecho tan bien como tú, estarían aquí ahora. Pero ellos no cantaban ni bailaban, no hacían más que llorar y cavilar. Y, peor aún, no querían aceptar el Acto Final.
—¿Y cuál es el Acto Final? —pregunté.
—Vamos, queridín, bébete la cerveza y descansa. Quiero que disfrutes mucho en el Acto Final. Eres mucho más listo que Manny y Lincoln, no hay duda. Creo que podremos conseguir la Culminación de los Opuestos.
—Sí, claro, cómo no —dije, bebiendo mi cerveza—. Llénalo otra vez. ¿Y qué es exactamente la Culminación de los Opuestos?
—Saborea la cerveza, monín, pronto lo sabrás.
Terminé mi cerveza y luego pasó aquella cosa repugnante, algo verdaderamente muy repugnante. Sara me cogió con dos dedos y me colocó allí, entre sus piernas; las tenía abiertas, pero sólo un poquito. Y me vi ante un bosque de pelos. Me puse rígido, presintiendo lo que se aproximaba. Quedé embutido en oscuridad y hedor. Oí gemir a Sara. Luego Sara empezó a moverme despacio, muy despacio, hacia adelante y hacia atrás. Como dije, la peste era insoportable, y apenas podía respirar, pero en realidad había aire allí dentro... había varias bolsitas y capas de oxígeno. De vez en cuando, mi cabeza, la parte superior de mi cabeza, pegaba en El Hombre de la Barca y entonces Sara lanzaba un gemido superiluminado.
Y empezó a moverme más deprisa, más deprisa, cada vez más y empezó a arderme la piel, y me resultaba más difícil respirar; el hedor aumentaba. Oía sus jadeos. Pensé que cuanto antes acabase la cosa menos sufriría. Cada vez que me echaba hacia adelante arqueaba la espalda y el cuello, arremetía con todo mi cuerpo contra aquel gancho curvo, zarandeaba todo lo posible al Hombre de la Barca.
De pronto, me vi fuera de aquel terrible túnel. Sara me alzó hasta su cara.
—¡Vamos, condenado! ¡Vamos! —exigió.
Estaba totalmente borracha de vino y pasión. Me sentí embutido otra vez en el túnel. Me zarandeaba muy deprisa arriba y abajo. Y luego, de pronto, sorbí aire para aumentar de tamaño y luego concentré saliva en la boca y la escupí... una, dos veces, tres, cuatro, cinco, seis veces, luego paré... El hedor resultaba ya increíble, pero al fin me vi otra vez levantado en el aire.
Sara me acercó a la lámpara de la mesita y empezó a besarme por la cabeza y por los hombros.
—¡Oh querido mío! ¡Oh mi linda pollita! ¡Te amo! —me dijo.
Y me besó con aquellos horribles labios rojos y pintados. Vomité. Luego, agotada de aquel arrebato de vino y pasión, me colocó entre sus pechos. Descansé allí, oyendo los latidos de su corazón. Me había quitado la maldita correa, la cadena de plata, pero daba igual. No era más libre. Uno de sus gigantescos pechos había caído hacia un lado y parecía como si yo estuviese tumbado justo encima de su corazón: el corazón de la bruja. Si yo era la solución a la Explosión Demográfica, ¿por qué no me había utilizado ella como algo más que un objeto de diversión, un juguetito sexual? Me estiré allí, escuchando aquel corazón. Decidí que no había duda, que ella era una bruja. Y entonces alcé los ojos. ¿Sabéis lo que vi? Algo sorprendente. Arriba, en la pequeña hendidura que había debajo de la cabecera de la cama. Un alfiler de sombrero. Sí, un alfiler de sombrero, largo, con uno de esos chismes redondos de cristal púrpura al extremo. Subí entre sus pechos, escalé su cuello, llegué a su barbilla (no sin problemas), luego caminé quedamente a través de sus labios, y entonces ella se movió un poco y estuve a punto de caer y tuve que agarrarme a una de las ventanas de la nariz. Muy lentamente llegué hasta el ojo derecho (tenía la cabeza ligeramente inclinada hacia la izquierda) y luego conseguí subir hasta la frente, pasé la sien, y alcancé el pelo... me resultó muy difícil cruzarlo. Luego, me coloqué en posición segura y estiré el brazo... estiré y estiré hasta conseguir agarrar el alfiler. La bajada fue más rápida, pero más peligrosa. Varias veces estuve a punto de perder el equilibrio con aquel alfiler. Una caída hubiese sido fatal. Varias veces se me escapó la risa: era todo tan ridículo. El resultado de una fiesta para los chicos del almacén, Feliz Navidad.
Por fin llegué de nuevo a aquel pecho inmenso. Posé el alfiler y escuché otra vez. Procuré localizar el punto exacto de donde brotaba el rumor del corazón. Decidí que era un punto situado exactamente debajo de una pequeña mancha marrón, una marca de nacimiento. Entonces, me incorporé. Cogí el alfiler con su cabeza de cristal color púrpura, tan bella a la luz de la lámpara, y pensé, ¿resultará? Yo medía quince centímetros y calculé que el alfiler mediría unos veintidós. El corazón parecía estar a menos de veintidós centímetros.
Alcé el alfiler y lo clavé. Justo debajo de la mancha marrón.
Sara se agitó. Sostuve el alfiler. Estuvo a punto de tirarme al suelo... lo cual en relación a mi tamaño hubiese sido una altura de trescientos metros o más. Me habría matado. Seguía sujetando con firmeza el alfiler. De sus labios brotó un extraño sonido.
Luego toda ella pareció estremecerse como si sintiese escalofríos.
Me incorporé y le hundí los siete centímetros de alfiler que quedaban en el pecho hasta que la hermosa cabeza de cristal púrpura chocó con la piel.
Entonces quedó inmóvil. Escuché.
Oí el corazón, uno, dos, uno dos, uno dos, uno dos, uno...
Se paró.
Y entonces, con mis manitas asesinas, me agarré a la sábana y me descolgué hasta el suelo. Medía quince centímetros y era un ser real y aterrado y hambriento. Encontré un agujero en una de las ventanas del dormitorio que daba al Este, me agarré a la rama de un matorral, y descendí por ella al interior de éste. Sólo yo sabía que Sara estaba muerta, pero desde un punto de vista realista no significaba ninguna ventaja. Si quería sobrevivir, tenía que encontrar algo que comer. De todos modos, no podía evitar preguntarme qué decidirían los tribunales sobre mi caso. ¿Era culpable? Arranqué una hoja e intenté comerla. Inútil. Era intragable. Entonces vi que la señora del patio del sur sacaba un plato de comida de gato para su gato. Salí del matorral y me dirigí al plato, vigilando posibles movimientos, animales. Jamás había comido algo tan asqueroso, pero no tenía elección. Devoré cuanto pude... peor sabía la muerte. Luego, volví al matorral y me encaramé en él.
Allí estaba yo, quince centímetros de altura, la solución a la Explosión Demográfica, colgando de un matorral con la barriga llena de comida de gato.
No quiero aburriros con demasiados detalles de mis angustias cuando me vi perseguido por gatos y perros y ratas. Percibiendo que poco a poco mi tamaño aumentaba. Viéndoles llevarse de allí el cadáver de Sara. Cómo entré luego y descubrí que era aún demasiado pequeño para abrir la puerta de la nevera.
El día que el gato estuvo a punto de cazarme cuando le comía su almuerzo. Tuve que escapar.
Ya medía entonces entre veinte y veinticinco centímetros. Iba creciendo. Ya asustaba a las palomas. Cuando asustas a las palomas puedes estar seguro de que vas consiguiéndolo. Un día sencillamente corrí calle abajo, escondiéndome en las sombras de los edificios y debajo de los setos y así. Y corriendo y escondiéndome llegué al fin a la entrada de un supermercado y me metí debajo de un puesto de periódicos que hay junto a la entrada. Entonces vi que entraba una mujer muy grande y que se abría la puerta eléctrica y me colé detrás. Una de las dependientas que estaba en una caja registradora alzó los ojos cuando yo me colaba detrás de la mujer.
—¿Oiga, qué demonios es eso?
—¿Qué —preguntó una cliente.
—Me pareció ver algo —dijo la dependienta—, pero quizá no. Supongo que no.
Conseguí llegar al almacén sin que me vieran. Me escondí detrás de unas cajas de legumbres cocidas. Esa noche salí y me di un buen banquete. Ensalada de patatas, pepinos, jamón con arroz, y cerveza, mucha cerveza. Y seguí así, con la misma rutina. Me escondía en el almacén y de noche salía y hacía una fiesta. Pero estaba creciendo y cada vez me era más difícil esconderme. Me dediqué a observar al encargado que metía el dinero todas las noches en la caja fuerte. Era el último en irse. Conté las pausas mientras sacaba el dinero cada noche. Parecía ser: siete a la derecha, seis a la izquierda, cuatro a la derecha, seis a la izquierda, tres a la derecha: abierta. Todas las noches me acercaba a la caja fuerte y probaba. Tuve que hacer una especie de escalera con cajas vacías para llegar al disco. No había modo de abrir, pero seguí intentándolo. Todas las noches. Entretanto, mi crecimiento se aceleraba. Quizá midiese ya noventa centímetros. Había una pequeña sección de ropa y tenía que utilizar tallas cada vez mayores. El problema demográfico volvía. Al fin una noche se abrió la caja. Había veintitrés mil dólares en metálico. Tenía que llevármelos de noche, antes de que abrieran los bancos. Cogí la llave que utilizaba el encargado para salir sin que se disparase la señal de alarma. Luego enfilé calle abajo y alquilé una habitación por una semana en el Motel Sunset. Le dije a la encargada que trabajaba de enano en las películas. Sólo pareció aburrirla.
—Nada de televisión ni de ruidos a partir de las diez. Es nuestra norma.
Cogió el dinero, me dio un recibo y cerró la puerta.
La llave decía habitación 103. Ni siquiera vi la habitación. Las puertas decían noventa y ocho, noventa y nueve, cien, 101, y yo caminaba rumbo al norte, hacia las colinas de Hollywood, hacia las montañas que había tras ellas, la gran luz dorada del Señor brillaba sobre mí, crecía.
DOCE MONOS VOLADORES QUE NO QUERÍAN FORNICAR ADECUADAMENTE
Suena el timbre y abro la ventana lateral que hay junto a la puerta. Es de noche.
—¿Quién es? —pregunto.
Alguien se acerca a la ventana, pero no puedo verle la cara. Tengo dos luces sobre la máquina de escribir. Cierro de golpe la ventana, pero hay gente hablando fuera. Me siento frente a la máquina, pero aún siguen hablando allí fuera. Me levanto de un salto y abro furioso la puerta y grito:
—¡YA LES DIJE QUE NO MOLESTARAN, ROMPEHUEVOS!
Miro y veo a un tipo de pie al fondo de las escaleras y a otro en el porche, meando. Está meando en un arbusto a la izquierda del porche, colocado en el borde del porche; la meada se arquea en un sólido chorro, hacia arriba, y luego hacia los matorrales.
—¡Ese tipo está meando en mis plantas! —digo.
El tipo se echa a reír y sigue meando. Le agarro por los pantalones, le alzo y le tiro, aún meando, por encima del matorral, hacia la noche. No vuelve.
—¿Por qué hizo eso? —dice el otro tío.
—Porque me dio la gana.
—Está usted borracho.
—¿Borracho? —pregunto.
Dobla la esquina y desaparece. Cierro la puerta y me siento de nuevo a la máquina. Muy bien, tengo este científico loco, ha enseñado a volar a los monos, tiene ya once monos con esas alas. Los monos son muy buenos. El científico les ha enseñado a hacer carreras. Hacen carreras alrededor de esos postes marcadores, sí. Ahora veamos. Hay que hacerlo bien. Para librarse de una historia tiene que haber jodienda, en abundancia a ser posible. Mejor que sean doce monos, seis machos y seis del otro género. Vale así. Ahí van. Empieza la carrera. Dan vuelta al primer poste. ¿Cómo voy a hacerles joder? Llevo dos meses sin vender un relato. Debía haberme quedado en aquella maldita oficina de correos. De acuerdo. Allá van. Rodean el primer poste. Quizá sólo se escapen volando. De pronto. ¿Qué tal eso? Vuelan hasta Washington, y se dedican a revolotear y saltar por el Capitolio cagando y meando sobre la gente, llenando la Casa Blanca con el aroma de sus cerotes. ¿No podría caerle un cerote encima al presidente? No, eso es pedir mucho. De acuerdo, que el cerote le caiga al secretario de estado. Se dan órdenes de acabar con ellos a tiros. Trágico, ¿verdad? ¿Y de joder qué? De acuerdo, de acuerdo. Veamos. Bueno, diez de ellos son abatidos a tiros, pobrecillos. Sólo quedan dos. Uno macho y uno del otro género. Al parecer no pueden localizarlos. Luego un policía cruza el parque una noche y allí están, los dos últimos, abrazados con las alas, jodiendo como diablos. El poli se acerca. El macho oye, vuelve la cabeza, alza la vista, esboza una estúpida sonrisa simiesca, sin dejar el asunto, y luego se vuelve y se concentra en su tarea. El policía le vuela la cabeza. La cabeza del mono, quiero decir. La hembra aparta al macho con disgusto y se incorpora. Para ser una mona, es bastante pequeñita. Por un momento, el policía piensa en, piensa... Pero no, sería demasiado, quizás, y además ella podría morderle. Mientras piensa esto, la mona se vuelve y levanta el vuelo. El poli apunta, dispara y la alcanza, ella cae. El poli se acerca corriendo. La mona está herida pero no de muerte. El poli mira a su alrededor, la levanta, se saca el chisme, prueba. No hay nada que hacer. Sólo cabe el capullo. Mierda. Tira la mona al suelo, se lleva el revólver a la sien y ¡BAM! Se acabó.
Vuelve a sonar el timbre.
Abro la puerta.
Eran tres tíos. Siempre estos tíos. Nunca viene una mujer a mear en mi porche, apenas si pasan siquiera mujeres por aquí. ¿Cómo se me van a ocurrir ideas? Ya casi se me ha olvidado lo que es joder. Pero dicen que es como lo de andar en bicicleta, que nunca se olvida. Es mejor que lo de andar en bicicleta.
Son Jack el Loco y dos que no conozco.
—Oye, Jack —digo—, creí que me había librado de ti.
Jack simplemente se sienta. Los otros dos se sientan. Jack me ha prometido no volver nunca, pero casi siempre está borracho, así que las promesas no significan mucho. Vive con su madre y pretende ser pintor. Conozco a cuatro o cinco tipos que viven con su madre o a costa de ella y que pretenden ser genios. Y todas las madres son iguales: «Oh, Nelson nunca ha conseguido que acepten sus trabajos. Va demasiado por delante de su época». Pero supongamos que Nelson es pintor y consigue colgar algo en una galería: «Oh, Nelson tiene un cuadro expuesto esta semana en las Galerías Warner-Finch. ¡Por fin reconocen su genio! Pide cuatro mil dólares por el cuadro. ¿Tú crees que es demasiado?». Nelson, Jack, Biddie, Norman, Jimmy y Katya. Mierda.
Jack lleva unos vaqueros azules, va descalzo, no tiene camisa ni camiseta, sólo lleva encima un chal marrón. Uno de los otros, tiene barba y hace muecas y se ruboriza continuamente. El otro tío es sólo gordo. Una especie de sanguijuela.
—¿Has visto últimamente a Borst? —pregunta Jack.
—No.
—¿Puedo tomar una de tus cervezas?
—No. Vosotros, amigos, venís, os bebéis todo mi material, os largáis y me dejáis en seco.
—De acuerdo.
Se levanta de un salto, sale y coge la botella de vino que había escondido debajo del cojín de la silla del porche. Vuelve. Descorcha y echa un trago.
—Yo estaba abajo en Venice con esa chica y cien arcoiris.1
Creí que me habían guipado y subí corriendo a casa de Borst con la chica y los cien arcoiris. Llamé a la puerta y le dije «¡rápido, déjame pasar! ¡Tengo cien arcoiris y vienen siguiéndome!». Borst cerró la puerta. La abrí a patadas y entré con la chica. Borst estaba en el suelo, meneándosela a uno. Entré en el baño con la chica y cerré la puerta. Borst llamó. «¡No te atrevas a entrar aquí!» dije. Estuve allí con la chica sobre una hora. Echamos dos para divertirnos. Luego nos fuimos.
—¿Tiraste los arcoiris?
—No, que coño, era una falsa alarma. Pero Borst se cabreó mucho.
—Mierda —dije—, Borst no ha escrito un poema decente desde 1955. Le mantiene su madre. Perdona. Pero quiero decir que lo único que hace es ver la televisión, comer esas delicadas verduras y pasearse por la playa en camiseta y calzoncillos sucios. Cuando vivía con aquellos muchachos en Arania era un buen poeta. Pero no me cae simpático. No es un ganador. Como dice Huxley, Aldous, «todo hombre puede ser un...».
—¿Qué andas haciendo tú? —pregunta Jack.
—Nada, todo me lo rechazan —dije.
Mientras la sanguijuela seguía allí sentada sin hacer nada, el otro tipo empieza a tocar la flauta. Jack alza su botella de vino. La noche es hermosa ahí en Hollywood, California. Entonces el tipo que vive en el patio de atrás se cae de la cama, borracho. Se oye un gran golpe. Estoy acostumbrado. Estoy acostumbrado a todo el patio. Todos están sentados en sus casas, con las persianas bajadas. Se levantan al mediodía. Tienen los coches fuera cubiertos de polvo, los neumáticos deshinchados, sin batería. Mezclan alcohol y droga y no tienen ningún medio visible de vida. Me gustan. No me molestan.
El tipo sube otra vez a la cama, se cae.
—Condenado y maldito imbécil —se le oye decir—, vuelve a esa cama.
—¿Qué ruido es ése? —pregunta Jack.
—El que vive ahí atrás. Es muy solitario. De vez en cuando bebe unas cervezas. Su madre murió el año pasado y le dejó veinte de los grandes. Se pasa la vida sentado en su casa, meneándosela y viendo los partidos de béisbol y las películas del oeste por la televisión. Antes trabajaba de ayudante en una gasolinera.
—Tenemos que largarnos —dice Jack—. ¿Quieres venir con nosotros?
—No —digo.
Explican que es algo relacionado con la Casa de Seven Gables. Van a ver a alguien relacionado con la Casa de Seven Gables. No es el escritor, el productor ni los actores, es otro.
—No, no —digo, y se largan. Magnífica perspectiva.
Así que me siento otra vez con los monos. Si pudiese manipularlos, hacer algo con ellos. ¡Si consiguiese ponerlos a joder todos al mismo tiempo! ¡Eso es! ¿Pero cómo? ¿Y por qué? Piensa en el Ballet Real de Londres. ¿Pero por qué? Me estoy volviendo loco. Vale, el Ballet Real de Londres es buena idea. Doce monos volando mientras bailan ballet, sólo que antes de la representación alguien les da a todos cantáridas. Pero la cantárida es un mito, ¿no? ¡Vale, introduce otro científico loco con una cantárida real! ¡No, no, oh Dios mío, no hay forma de arreglarlo!
Suena el teléfono. Lo cojo. Es Borst:
—¿Hank?
—¿Sí?
—Seré breve. Estoy arruinado.
—Sí, Jerry.
—Bueno, perdí mis dos patrocinadores. La bolsa y el duro dólar.
—Vaya, vaya.
—Bueno, siempre supe que esto iba a pasarme. Así que me voy de Venice. Aquí no puedo triunfar. Me iré a Nueva York.
-¿Qué?
—Nueva York.
—Ya me pareció que decías eso, ya.
—En fin, bueno, ya sabes, no tengo un céntimo y creo que allí triunfaré, realmente.
—Claro, Jerry.
—El perder a mis patrocinadores es lo mejor que podía haberme ocurrido.
—¿De veras?
—Ahora me siento de nuevo luchando. Ya has oído hablar de esa gente que se pudre en la playa. Pues bien, eso es lo que he estado haciendo yo hasta ahora: pudriéndome. He conseguido salir de esto. Y no me preocupa. Salvo los baúles.
—¿Qué baúles?
—No termino de hacerlos. Así que mi madre vuelve de Arizona para vivir aquí mientras yo esté fuera y para cuando vuelva, si es que vuelvo.
—Bien, Jerry, bien.
—Pero antes de ir a Nueva York voy a acercarme a Suiza y quizás a Grecia. Luego volveré a Nueva York.
—De acuerdo, Jerry, ya me tendrás informado. Me gusta saber de tu vida.
Luego, otra vez con los monos. Doce monos que pueden volar, jodiendo. ¿Cómo hacerlo? Ya van doce botellas de cerveza. Busco mi dosis de whisky de reserva en el refrigerador. Mezclo un tercio de vaso de whisky con dos tercios de agua. Nunca debí salir de aquella maldita oficina de correos. Pero incluso aquí, de este modo, uno tiene su pequeña oportunidad. Esos doce monos jodiendo, por ejemplo. Si hubiese nacido en Arabia y fuese camellero no tendría siquiera esta oportunidad. Así que endereza la espalda y dedícate a esos monos. Se te ha concedido la bendición de un pequeño talento y no estás en la India, donde probablemente dos docenas de muchachos podrían escribir para ti si supiesen escribir. Bueno, quizá no dos docenas, quizá sólo una docena pelada.
Termino el whisky, bebo media botella de vino, me acuesto, lo olvido.
A la mañana siguiente, a las nueve, suena el timbre. Hay una chica negra allí con un chico blanco con cara de tonto y gafas sin montura. Me cuentan que hace tres meses en una fiesta prometí ir en barco con ellos. Me visto, entro en el coche con ellos. Me llevan hasta un apartamento y allí sale un tipo de pelo oscuro.
—Hola, Hank —dice.
No le conozco. Al parecer, le conocí en la fiesta. Saca pequeños salvavidas color naranja. Luego estamos en el muelle. No puedo diferenciar el muelle del agua. Me ayudan a bajar a un balanceante artilugio de madera que lleva a un muelle colgante. Entre el artilugio y el muelle flotante hay como un metro de separación. Me ayudan a pasar.
—¿Qué coño es esto? —pregunto—. ¿Nadie tiene un trago?
Esta no es mi gente. Nadie tiene bebida. Luego estoy en un pequeño bote de remos, alquilado, al que alguien ha unido un motor de medio caballo. El fondo del bote está lleno de agua en la que flotan dos peces muertos. No sé qué gente es ésta. Ellos me conocen. Magnífico. Magnífico. Salimos al mar. Bonito. Pasamos ante una rémora que flota casi en la superficie del agua. Una rémora, pienso, una rémora enroscada a un mono volador. No, eso es horrible. Vomito otra vez.
—¿Cómo está el gran escritor? —pregunta el tipo con cara de tonto que va en la proa de la barca, el de las gafas sin montura.
—¿Qué gran escritor? —pregunto, pensando que está hablando de Rimbaud, aunque jamás consideré a Rimbaud un gran escritor.
—Tú —dice.
—¿Yo? —digo—. Oh, muy bien. Creo que el año que viene me iré a Grecia.
—¿Grasa? 2 —dice él—. ¿Para metértela en el culo?
—No —contesto—. En el tuyo.
Y seguimos hacia alta mar, donde Conrad triunfó. Al diablo con Conrad. Tomaré coca-cola con whisky en un dormitorio a oscuras en Hollywood en 1970, o en el año en que tú lees esto, sea el que sea. El año de la orgía simiesca que nunca sucedió. El motor farfulla y sorna en el mar. Vamos camino de Irlanda. No, es el Pacífico. Vamos camino del Japón. Al diablo.
NACIMIENTO, VIDA Y MUERTE DE UN PERIÓDICO UNDERGROUND
Hubo unas cuantas reuniones en casa de Joe Hyans al principio, y yo solía aparecer borracho, así que no recuerdo mucho de los principios de Open Pussy, el periódico underground, y sólo por lo que más tarde me contaron supe cómo fue. O más bien, lo que yo había hecho.
Hyans: «Dijiste que limpiarías todo esto y que empezarías por el tipo de la silla de ruedas. Entonces él empezó a chillar y la gente empezó a irse y tú le pegaste un botellazo en la cabeza».
Cherry (esposa de Hyans): «Te negaste a marchar y bebiste un botella entera de whisky y no parabas de decirme que ibas a joderme allí mismo contra la librería».
—¿Lo hice?
—No.
—Bueno, espera a la próxima vez.
Hyans: «Escucha, Bukowski, intentamos organizarnos y tú lo único que haces es estropearlo todo. ¡Eres el borracho más repugnante que he visto en mi vida!».
—De acuerdo, me largo. Por mí podéis joderos. ¿A quién le importan los periódicos?
—No, queremos que hagas una columna. Te consideramos el mejor escritor de Los Angeles.
Alcé mi copa.
—¡Es un insulto hijoputesco! ¡No vine aquí a que me insultaran!
—Bueno, quizá seas el mejor escritor de California.
—¡Qué dices! ¡Aún sigues insultándome!
—En fin, queremos que hagas una columna.
—Soy un poeta.
—¿Qué diferencia hay entre poesía y prosa?
—La poesía dice demasiado en demasiado poco tiempo; la prosa dice demasiado poco y se toma demasiado tiempo.
—Queremos una columna para Open Pussy.
—Sírveme un trago y de acuerdo.
Hyans me lo sirvió. Yo estaba de acuerdo. Terminé el trago y me fui a mi patio barriobajero, considerando el error que estaba cometiendo. Tenía casi cincuenta años y andaba haciendo el tonto con aquellos chavales melenudos y barbudos. ¡Oh qué alucinante, papi, qué alucinante! Guerra es mierda. Guerra es infierno. Jode, no luches. Hace cincuenta años que sé todo eso. Para mí no fue tan emocionante ni tan interesante. Oh, y no se olvide la yerba. La mandanga. ¡Alucinante, niño!
Encontré una pinta de whisky en casa, la bebí, luego bebí cuatro latas de cerveza y escribí la primera columna. Era sobre una puta de ciento veinte kilos que me había tirado una vez en Filadelfia. Era una buena columna. Corregí los errores mecanográficos, la envié y me fui a dormir...
El asunto empezó en la planta baja de la casa que había alquilado Hyans. Había algunos voluntarios medio memos y la cosa era nueva y todos estaban emocionados menos yo. Me dediqué a perseguir a las mujeres, pero todas parecían y actuaban igual: todas tenían diecinueve años, pelo rubio sucio, culo pequeño, pecho pequeño; eran tontuelas y aturdidas, y, en cierto modo, engreídas sin saber bien por qué. Cuando posaba mis manos borrachas sobre ellas se quedaban absolutamente frías. Absolutamente.
—¡Mira, abuelo, lo único que quiero que levantes es una bandera norvietnamita!
—¡Pero de todos modos tu coño probablemente apeste!
—¡Oh, qué viejo sucio! ¡Eres realmente... repugnante!
Y luego se alejaban meneando sus deliciosos culitos de manzana, llevando sólo en la mano (en vez de mi amoroso corazón púrpura) algún tebeo juvenil en el que los policías atizaban a los chicos y se llevaban sus chupachups en el Sunset Strip. Allí estaba yo, el mejor poeta vivo desde Auden y sin ni siquiera poder darle por el culo a un perro...
El periódico se hizo demasiado grande. O a Cherry le preocupaba el que yo anduviese por allí borracho en el sofá, atisbando a su hijita de cinco años. Cuando la cosa se puso mal de veras fue cuando la hija empezó a sentárseme en las rodillas y a mirarme a la cara frotándose contra mí, diciendo:
—Me gustas, Bukowski. Cuéntame cosas. ¿Quieres que te traiga otra cerveza, Bukowski?
—¡Deprisa, querida!
Cherry: «Escucha, Bukowski, haz el favor de...».
—Cherry, los niños me aman. Yo qué voy a hacer.
La niñita, Zaza, volvió corriendo con la cerveza y volvió a sentarse en mis rodillas. Abrí la cerveza.
—Me gustas, Bukowski. Cuéntame un cuento.
—De acuerdo, bonita. Bueno, érase una vez un viejo y una encantadora niñita que se perdieron juntos en el bosque...
Cherry: «Oye, viejo lascivo...».
—Cállate, Cherry, ¡tienes el alma sucia!
Cherry corrió escaleras arriba a buscar a Hyans que estaba echando una cagada.
—¡Joe, Joe, tenemos que trasladar el periódico a otro sitio! ¡Te lo digo en serio!
Encontraron un edificio libre enfrente, de dos plantas, y una medianoche que estaba bebiendo vino de Oporto le sujeté la linterna a Joe mientras él abría la caja telefónica que había a un costado de la casa y modificaba los cables para poder disponer de teléfonos interiores sin cargo. Por entonces, sólo había otro periódico underground en Los Angeles y acusó a Joe de robar una copia de su lista de direcciones. Yo sabía, por supuesto, que Joe tenía su moral y sus escrúpulos y sus ideales: por eso dejó de trabajar para el gran diario metropolitano. Por eso dejó de trabajar para el otro periódico underground. Joe era una especie de Cristo. De eso no había duda.
—Sostén bien la linterna —decía...
Por la mañana sonó el teléfono en mi casa. Era mi amigo Mongo, el Gigante de la Nube Eterna.
—¿Hank?
—¿Sí?
—Cherry se fue anoche.
—¿Sí?
—Tenía esa lista de direcciones. Estaba muy nerviosa. Quería que la escondiera yo. Dijo que Jensen anda tras la pista. La metí en la bodega debajo de un montón de bocetos a tinta china que hizo Jimmy el Enano antes de morir.
—¿Te la tiraste?
—¿Para qué? Sólo tiene huesos. Sus costillas me destrozarían.
—Pues te tiraste a Jimmy el Enano y sólo pesaba treinta y cinco kilos, cabrón.
—Pero tenía gancho.
—¿Sí?
—Sí.
Colgué...
Durante los cuatro o cinco números siguientes, Open Pussy salió con frases como éstas: «NOS ENCANTA LOS ANGELES FREE PRESS», «OH, NOS ENCANTA LOS ANGELES FREE PRESS», «NOS ENCANTA, NOS CHIFLA, NOS ENTUSIASMA LOS ANGELES FREE PRESS». Debía ser verdad. Tenían su lista de direcciones.
Uno noche Jensen y Joe cenaron juntos. Joe me explicó más tarde que todo iba ya «perfectamente». No sé quién jodió a quién o lo que pasó por debajo de la mesa. No me importaba...
Y pronto descubrí que tenía otros lectores lo que yo escribía, además de los barbudos y los encollarados...
En Los Angeles, el nuevo Edificio Federal se eleva, todo alto cristal, moderno y absurdo, con sus kafkianas series de oficinas, todas ellas provistas de su poquito de burocracia personal; todo alimentándose de todo y palpitando en una especie de calor y torpeza gusano-en-la-manzana. Pagué mis cuarenta y cinco centavos por medía hora de aparcamiento, o más bien me dieron un billete de tiempo por esa cantidad, y entré en el Edificio Federal, que tenía murales en el vestíbulo como Diego Rivera hubiese hecho si le hubiesen extirpado nueve décimas partes de su sensibilidad: marinos norteamericanos e indios y soldados sonrientes, procurando parecer nobles, en amarillos baratos y repugnantes y podridos verdes y azules meones.
Me llamaban a personal. Sabía que era para un ascenso. Cogieron la carta y me congelaron en el duro asiento durante cuarenta y cinco minutos. Formaba parte de la vieja rutina: tú tienes mierda en los intestinos y nosotros no. Afortunadamente, por pasadas experiencias, leí el verrugoso anuncio, y me quedé allí pensando cómo resultarían en la cama las chicas que pasaban, o con las piernas alzadas o cogiéndomela en la boca. Pronto me encontré con un cosa inmensa entre las piernas (bueno, inmensa para mí) y hube de clavar los ojos en el suelo.
Por fin me llamaron, una negra muy negra y grácil y bien vestida y agradable, con mucha clase e incluso cierta recámara, cuya sonrisa decía que sabía muy bien que me iban a joder, pero que insinuaba también que no le importaría hacerme un favor. Esto facilitaba las cosas. No es que fuera importante.
Y entré.
—Coja una silla.
Hombre detrás de la mesa. La misma mierda de siempre. Me senté.
—¿Mr. Bukowski?
—Sí.
Me dijo su nombre. No me interesaba.
Se echó hacia atrás, me miró fijamente desde su silla giratoria.
Estoy seguro de que esperaba a alguien más joven y de mejor aspecto, más vistoso, de aire más inteligente, de aire más traicionero... Yo era simplemente un viejo cansado, indiferente, con resaca. El era un poco canoso y distinguido, si entiendes el tipo de distinguido a que me refiero. Jamás arrancó remolachas de la tierra con una pandilla de emigrantes mejicanos ni estuvo en la cárcel por borrachera quince o veinte veces. Ni recogió limones a las seis de la mañana sin camisa, porque sabes que al mediodía hará más de cuarenta grados. Sólo los pobres saben lo que significa la vida: los ricos y aposentados tienen que imaginarlo. Luego, curiosamente, empecé a pensar en los chinos. Rusia se había suavizado. Quizá sólo los chinos supiesen, por subir desde el fondo, cansados de mierda blanda. Pero entonces no tenía ideas políticas, todo esto eran cuentos: la historia nos jodía a todos al final. Yo me adelantaba a mi época: cocido, jodido, machacado, no quedaba nada.
—¿Mr. Bukowski?
—¿Sí?
—Bueno, hemos recibido un informe...
—Sí. Adelante.
—...en el que nos dicen que usted no está casado con la madre de su hija.
Le imaginé entonces decorando un árbol de Navidad con una copa en la mano.
—Así es. No estoy casado con la madre de mi hija, que tiene cuatro años.
—¿Paga usted los gastos de manutención de la niña?
—Sí.
—¿Cuánto?
—No tengo por qué decírselo.
Se echó hacia atrás de nuevo.
—Debe usted comprender que los que servimos al gobierno debemos observar ciertas normas.
Como en realidad no me sentía culpable de nada, no contesté.
Esperé.
Oh, ¿dónde estáis vosotros, muchachos? ¿Dónde estás tú, Kafka? ¿Y tú, Lorca, fusilado en una cuneta, dónde estás? Hemingway, clamando que le vigilaba la CIA y sin que nadie lo creyera, salvo yo...
Entonces, el canoso y anciano y distinguido y bien descansado señor que jamás había arrancado remolachas de la tierra, se giró y buscó en un bien barnizado armarito que tenía detrás y sacó seis o siete ejemplares de Open Pussy.
Los tiró sobre la mesa como si fuesen apestosos, humeantes y violados cagarros. Los palmeó con una de aquellas manos que jamás habían recogido limones.
—Nos vemos obligados a creer que usted es el autor de estas columnas: Notas de un viejo asqueroso.
—Sí.
—¿Qué tiene que decir de estas columnas?
—Nada.
—¿Llama usted a esto escribir?
—Lo hago lo mejor que puedo.
—Pues bien, yo mantengo a dos hijos que estudian periodismo en la mejor universidad, y ESPERO...
Palmeó las hojas, las apestosas hojas cerotescas, con la palma de su anillada mano que nada sabía de fábricas o cárceles y dijo:
—¡Espero que mis hijos no escriban jamás como USTED!
—No lo harán —le prometí.
—Mr. Bukowski, creo que la entrevista ha concluido.
—Sí —dije, y encendí un cigarrillo, me levanté, rasqué mí panza cervecera y salí.
La segunda entrevista fue antes de lo que yo esperaba. Estaba plenamente entregado (por supuesto) a una de mis importantes tareas subalternas cuando el altavoz bramó: «¡Henry Charles Bukowski, preséntese en la oficina del supervisor de turno!».
Abandoné mi importante tarea, cogí una hoja de ruta que me dio el carcelero local y pasé a la oficina. El secretario del supervisor, un anciano pellejo canoso, me miró de arriba abajo.
—¿Es usted Charles Bukowski? —me preguntó, muy desilusionado.
—Sí, amigo.
—Sígame, por favor.
Le seguí. Era un edificio grande. Bajamos varios tramos de escaleras y rodeamos luego un largo vestíbulo y entramos en una gran estancia a oscuras que daba a otra gran estancia aún más a oscuras. Allí había dos hombres sentados al fondo de una mesa que debía medir por lo menos veinticinco metros. Estaban sentados bajo una solitaria lámpara. Y al fondo de la mesa había una sola silla: para mí.
—Puede usted pasar —dijo el secretario. Y luego se esfumó.
Entré. Los dos hombres se levantaron. Y allí quedamos bajo una lámpara en la oscuridad. Pensé en asesinatos, no sé por qué razón.
Luego pensé, esto son los Estados Unidos, papi, Hitler ha muerto. ¿O no?
—¿Bukowski?
—Sí.
Los dos me estrecharon la mano.
—Siéntese.
Alucinante, amigo:
—Este es el señor... de Washington —dijo el otro tipo que era uno de los grandes cagarros perrunos del lugar.
Yo no dije nada. Era una lámpara bonita. ¿Hecha con piel humana?
El que habló fue Mr. Washington. Llevaba una carpeta con unos cuantos papeles.
—Bien, Mr. Bukowski...
—¿Sí?
—Tiene usted cuarenta y ocho años y lleva once trabajando para el gobierno de los Estados Unidos.
—Sí.
—Estuvo usted casado con su primera esposa dos años y medio. Luego se divorció y se casó con su esposa actual, ¿cuándo? Querríamos saber la fecha.
—No hay fecha. No me casé.
—¿Tienen ustedes una hija?
—Sí.
—¿De qué edad?
—Cuatro años.
—¿Y no están casados?
—No.
—¿Paga usted la manutención de la niña?
—Sí.
—¿Cuánto?
—Lo normal.
Entonces retrocedió y nos sentamos. Estuvimos los tres sin decir nada por lo menos cuatro o cinco minutos.
Luego aparecieron los ejemplares del periódico underground Open Pussy.
—¿Escribe usted estas columnas, Notas de un viejo asqueroso? —preguntó Mr. Washington.
—Sí.
Entregó un ejemplar a Mr. Los Angeles.
—¿Ha visto usted éste?
—No, no, no lo he visto.
Cruzando la cabecera de la columna, caminaba una polla con piernas. Una andarina e inmensa INMENSA polla con piernas. La columna hablaba de un amigo mío al que le había dado por el culo por error, estando borracho, por creerme que era una de mis amigas. Me llevó dos semanas obligar a mi amigo a dejar mi casa. Era una historia auténtica.
—¿Llama a esto escribir? —preguntó el señor Washington.
—No sé si está bien escrito, pero la historia me pareció muy divertida. ¿A usted no le hizo gracia?
—Pero esta... esta ilustración de la cabecera? ¿Qué me dice de esto?
—¿La polla que anda?
—Sí.
—No la dibujé yo.
—¿No tiene usted nada que ver con la selección de las ilustraciones?
—El periódico se compone los martes por la noche.
— ¿Y no está usted allí los martes por la noche?
—Tendría que estar, sí.
Esperaron un rato, ojeando Open Pussy, leyendo mis columnas.
—Sabe —dijo Mr. Washington, palmeando de nuevo los Open Pussies—, no habría habido problema si hubiese seguido usted escribiendo poesía, pero cuando empezó usted a escribir estas cosas...
Volvió a palmear los Open Pussies.
Esperé dos minutos treinta segundos. Luego pregunté:
—¿Hemos de considerar que los funcionarios de correos son los nuevos críticos literarios?
—Oh, no, no —dijo Mr. Washington—. No queremos decir eso.
Seguí allí sentado, esperando.
—Pero se espera determinada conducta de un empleado de correos. Usted está a la vista del público. Tiene que ser un modelo de conducta ejemplar.
—Pues yo creo —dije— que está usted amenazando mi libertad de expresión con una consecuente pérdida de mi empleo. Quizá le interesa eso a la A.C.L.U.3
—Preferiríamos que no escribiese usted la columna.
—Caballeros, llega un momento en la vida del hombre en que éste tiene que elegir entre escapar o plantar cara. Yo elijo plantar cara.
Su silencio.
Espera.
Espera.
Barajeo de los Open Pussies.
Luego Mr. Washington:
—¿Mr. Bukowski?
—¿Sí?
—¿Va a escribir usted más columnas sobre la administración de correos?
Había escrito una sobre ellos que consideraba más humorística que degradante... pero en fin, quizá mi mente no funcionase como era debido.
Les dejé tomarse su tiempo. Luego contesté:
—No, si no me obligan a hacerlo.
Entonces esperaron ellos. Era una especie de partida de ajedrez-interrogatorio en la que estabas esperando a que el otro hiciese el movimiento equivocado: desbaratase peones, alfiles, caballos, rey, reina, sus fuerzas. (Y entretanto, mientras tú lees esto, allá se va mi maldito trabajo. Alucinante, niño. Pueden enviar dólares para cerveza y coronas de flores al Fondo de Rehabilitación de Charles Bukowski...)
Mr. Washington se levantó.
Mr. Los Angeles se levantó.
Mr. Charles Bukowski se levantó.
Mr. Washington dijo: «Creo que la entrevista ha terminado».
Nos estrechamos todos las manos como serpientes enloquecidas por el sol.
Mr. Washington dijo: «Y, por favor, no se tire de ningún puente...».
(Extraño: ni siquiera se me había ocurrido.)
—...llevábamos diez años sin tener un caso así.
(¿Diez años? ¿quién habría sido el último pobre mamón?)
—¿Sí? —pregunté.
—Mr. Bukowski —dijo Mr. Los Angeles—. Vuelva a su puesto.
Pasé un rato inquieto (¿o mejor inquietante?) intentando dar con la ruta de vuelta hasta la zona de trabajo por aquel subterráneo laberinto kafkiano y, cuando conseguí llegar, todos mis subnormales compañeros de trabajo (un buen atajo de cabrones) empezaron a gorjearme:
—¿Dónde has estado, muchacho?
—¿Qué querían, viejo?
—¿Te liquidaste a otra chica negra, papaíto?
Les di SILENCIO. Uno aprende del queridísimo Tío Sam.
Siguieron cotorreando y chismorreando y frotándose sus ojetes mentales. Estaban asustados de veras. Yo era el Viejo Frío y si eran capaces de liquidar al Viejo Frío, serían capaces de liquidar a cualquiera.
—Querían hacerme jefe de oficina —les dije.
—¿Y qué pasó, viejo?
—Les mandé a la mierda.
El capataz del pasillo pasó y todos le rindieron la adecuada pleitesía, salvo yo, yo, Bukowski, yo encendí un cigarrillo con un lindo floreo, tiré la cerilla al suelo y me puse a mirar al techo como si tuviese grandes y maravillosos pensamientos. Era cuento. Tenía la mente en blanco. Lo único que quería era una media pinta de Grandad y seis o siete buenas cervezas frías...
El jodido periódico creció, o pareció crecer, y se trasladó a un edificio de Melrose. Me fastidiaba siempre ir allí con mis originales, sin embargo, porque todos eran muy mierdas, muy mierdas y muy presumidos y no valían gran cosa, en fin. Nada cambiaba. La evolución histórica del Hombre-bestia es muy lenta. Eran como los mierdas que me encontré cuando entré en la redacción del periódico del City College de Los Angeles en 1939 o 1940, los mismos muñequitos petulantes con sombreritos de papel de periódico en la cabeza que escribían tonterías y estupideces. Se hacían los importantes... no eran lo bastante humanos para reconocer tu presencia. La gente del periódico siempre fue lo más bajo de la especie; los miserables que recogían las compresas de las mujeres en los retretes, tenían más alma... sí, no hay duda.
Cuando vi a aquellos tipos, a aquellos freaks de universidad, me largué, para no volver.
Ahora. Open Pussy. Veintiocho años después.
En mi mano las hojas. Allí en la mesa, Cherry. Cherry hablaba por teléfono. Muy importante. Silencio. O Cherry no estaba al teléfono. Escribía algo en un papel. Silencio. La misma vieja mierda de siempre. Treinta años no habían significado nada. Y Joe Hyans corriendo por allí, haciendo grandes cosas, subiendo y bajando las escaleras. Tenía un cuartito arriba. Un lugar íntimo, claro. Y tenía a un pobre mierda en un cuarto trasero con él allí donde Joe pudiera vigilarle, disponiendo las cosas para imprimir en la IBM. Le daba al pobre mierda treinta y cinco a la semana por sesenta horas de trabajo y el pobre mierda estaba contento, con su barba y sus encantadores ojos soñolientos, y el pobre mierda preparaba aquel patético periódico de tercera fila. Mientras los Beatles tocaban a todo volumen por el intercom y el teléfono sonaba sin parar, Joe Hyans, director, estaba siempre CAMINO DE ALGÚN SITIO IMPORTANTE. Pero cuando leías el periódico a la semana siguiente te preguntabas dónde habría estado. Allí no estaba.
Open Pussy siguió saliendo un tiempo. Mis columnas siguieron siendo buenas, pero el periódico en sí no valía gran cosa. Olía a coño4 muerto...
El equipo se reunía algún que otro viernes por la noche. Fui algunas veces. Y después de ver los resultados, no volví a ir. Si el periódico quería vivir, que viviese. Me mantuve al margen y me limité a echar mi material por debajo de la puerta en un sobre.
Entonces Hyans me llamó por teléfono:
—Se me ha ocurrido una idea. Quiero que me reúnas a los mejores poetas y prosistas que conozcas para sacar un suplemento literario.
Lo preparé todo. El lo editó. Y la bofia le metió en chirona por «obscenidad».
Pero era un buen tío. Le llamé por teléfono.
—¿Hyans?
—¿Sí?
—Ya que te metieron en la cárcel por ese asunto, te haré la columna gratis. Los diez dólares que me pagabas, que vayan al fondo de defensa de Open Pussy.
—Muchísimas gracias —dijo él.
Y así consiguió gratis al mejor escritor de Norteamérica...
Luego Cherry me telefoneó una noche.
—¿Por qué no vienes ya a nuestras reuniones de redacción? Todos te echamos muchísimo de menos.
—¿Qué? ¿Qué demonios dices, Cherry? ¿Me echas de menos?
—No, Hank, no sólo yo. Todos te queremos. De veras. Ven a nuestra próxima reunión.
—Lo pensaré.
—Estará muerta sin ti.
—Y muerta conmigo.
—Te queremos, viejo.
—Lo pensaré, Cherry.
Así pues, aparecí. El propio Hyans me había dado la idea de que como era el primer aniversario de Open Pussy, habría vino, jodienda, vida y amor a raudales.
Pero lleno de grandes esperanzas y con la idea de ver a la gente jodiendo por el suelo amando desatadamente, sólo vi a todas aquellas criaturitas del amor trabajando afanosamente. Me recordaban muchísimo, tan encorvados y desvaídos, a las ancianitas que trabajaban a destajo y a las que yo solía entregar ropa, abriéndome camino hasta allí en ascensores manuales todos llenos de ratas y hedores, de cien años, destajistas orgullosas y muertas y neuróticas como todos los infiernos, trabajando, trabajando, para hacer millonario a alguien... En Nueva York, en Filadelfia, en San Luis.
Y aquéllos, trabajaban sin salario por Open Pussy. Y allí estaba Joe Hyans, con su aspecto algo brutal y tosco paseando detrás de ellos, las manos a la espalda, controlando que cada voluntario cumpliese perfectamente su deber.
—¡Hyans! ¡Hyans, eres un asqueroso gilipollas! —grité al entrar—. Estás dirigiendo un mercado de esclavos, eres un miserable esclavista. ¡Pides a la policía y a Washington justicia y eres un cerdo mucho mayor que todos ellos! ¡Eres Hitler multiplicado por cien, bastardo esclavista! ¡Hablas de atrocidades y luego las repites tú mismo! ¿A quién coño crees que estás engañando, gilipollas? ¿Quién coño te crees que eres?
Afortunadamente para Hyans, el resto del equipo estaba muy acostumbrado a mí y pensaban que lo que yo dijese serían tonterías y que Hyans defendía la Verdad.
Hyans se acercó y me puso una grapadora en la mano.
—Siéntate —dijo—. Intentamos aumentar la circulación. Siéntate y grapa uno de estos anuncios verdes en cada periódico. Enviamos los ejemplares que sobran a posibles suscriptores...
El condenado Hyans, el Niño-Amor-Libertad, utilizando los métodos de las multinacionales para comer el coco al prójimo. Con el cerebro absolutamente lavado.
Por fin se acercó y me cogió la grapadora de la mano.
—Vas muy despacio.
—Vete a tomar por el culo, gilipollas. Iba a haber champán aquí. Y me das grapas…
—¡Eh, Eddie!
Llamó a otro miembro del equipo de esclavos: cara chupada, brazos de alambre, patético. El pobre Eddie andaba muriéndose de hambre. Todos andaban muriéndose de hambre por la causa. Salvo Hyans y su mujer, que vivían en una casa de dos plantas y mandaban a uno de sus hijos a un colegio privado, y luego estaba el viejo papá allá en Cleveland, uno de los cabezas tiesas del Plain Dealer, con más dinero que ninguna otra cosa.
Así, Hyans me echó y también a un tipo con una pequeña hélice en el pico de una gorra tipo casquete, Adorable Doctor Stanley, creo que se llamaba, y también a la mujer del Adorable Doctor, y cuando los tres salíamos por la puerta de atrás muy tranquilamente, compartiendo una botella de vino barato, llegó la voz de Joe Hyans.
—¡Y largaos de aquí, y no volváis ninguno nunca, pero no me refiero a ti, Bukowski!
Pobre gilipollas, qué bien sabía lo que mantenía en pie el periódico.
Luego intervino otra vez la policía. Esta vez por publicar la foto del coño de una mujer. También esta vez, como siempre, estaba comprometido Hyans. Quería aumentar la circulación, por cualquier medio, o liquidar el periódico y largarse. Al parecer era un tornillo que no podía manipular adecuadamente y se apretaba cada vez más. Sólo los que trabajaban gratis o por treinta y cinco dólares a la semana, parecían tener algún interés por el periódico. Pero Hyans consiguió tirarse a un par de las voluntarias más jóvenes, así que por lo menos no perdió el tiempo.
—¿Por qué no dejas tu cochino trabajo y vienes a trabajar con nosotros? —me preguntó Hyans.
—¿Por cuánto?
—Cuarenta y cinco dólares a la semana. Eso incluye tu columna. Distribuirías además por los buzones el miércoles por la noche, en tu coche, yo pagaría la gasolina, y escribirías también encargos especiales. De once de la mañana a siete y media de la tarde, viernes y sábados libres.
—Lo pensaré.
Vino de Cleveland el papá de Hyans. Nos emborrachamos juntos en casa de Hyans. Hyans y Cherry parecían muy desgraciados con papá. Y papá le daba al whisky. A él no le iba la yerba. Yo también le di al whisky. Bebimos toda la noche.
—Bueno, el modo de librarse de la Free Press es liquidar sus puntos de apoyo, echar de las calles a los vendedores, detener a unos cuantos cabecillas. Eso era lo que hacíamos en los viejos tiempos. Tengo dinero, puedo contratar a unos cuantos hampones, que sean unos buenos hijos de puta. Puedo contratar a Bukowski.
—¡Maldita sea! —chilló el joven Hyans—. ¡No quiero que me sueltes toda tu mierda, comprendes!
—¿Qué piensas tú de mi idea, Bukowski? —me preguntó papá.
—Creo que es una buena idea. Pasa la botella.
—¡Bukowski está loco! —chilló Joe Hyans.
—Tú publicas su columna —dijo papá.
—Es el mejor escritor de California —dijo el joven Hyans.
—El mejor escritor loco de California —corregí yo.
—Hijo —continuó papá—, tengo mucho dinero. Quiero que salga adelante tu periódico. Lo único que tenemos que hacer es detener a unos cuantos...
—No. No. ¡No! —chilló Joe Hyans—. ¡No lo soportaré!
Y salió corriendo de la casa. Qué hombre maravilloso era Joe Hyans. Salió corriendo de la casa. Me serví otro trago y le dije a Cherry que iba a joderla allí mismo contra la librería. Papá dijo que después le tocaba a él. Cherry nos insultó mientras Joe Hyans escapaba en la calle con su sensibilidad...
El periódico siguió, saliendo más o menos una vez por semana. Luego llegó el juicio de la foto del coño.
El fiscal preguntó a Hyans:
—¿Se opondría usted a la copulación oral en las escaleras del ayuntamiento?
—No —dijo Joe—, pero probablemente habría un atasco de tráfico.
Oh Joe, pensé, qué mal lo hiciste. Deberías haber dicho: «Para copulación oral preferiría el interior del ayuntamiento, donde suele hacerse normalmente».
Cuando el juez preguntó al abogado de Hyans qué sentido tenía la foto del órgano sexual femenino, el abogado de Hyans contestó:
—Bueno, es sencillamente lo que es. Es lo que es, amigo.
Perdieron el juicio, claro, y apelaron.
—Una provocación —dijo Joe Hyans a los pocos medios de información que se preocuparon—. No es más que una provocación policial.
Qué hombre inteligente era Joe Hyans...
La siguiente noticia que me llegó de Joe Hyans fue por teléfono:
—Bukowski, acabo de comprarme un revólver. Ciento doce dólares. Una bonita arma. Voy a matar a un hombre.
—¿Dónde estás ahora?
—En el bar, junto al periódico.
—Voy para allá.
Cuando llegué estaba paseando delante del bar.
—Vamos —dijo—. Te invito a una cerveza.
—Nos sentamos. Aquello estaba lleno. Hyans hablaba muy alto. Podían oírle en Santa Mónica.
—¡Voy a aplastarle los sesos contra la pared...! ¡Voy a matar a ese hijo de puta!
—¿Pero quién es, muchacho? ¿Por qué quieres matarle?
Miraba fijo al frente.
—Vamos, amigo, ¿Por qué quieres matar a ese hijo de puta, dime?
—¡Está jodiéndose a mi mujer, por eso!
—Oooh.
Siguió mirando al frente fijamente un poco más. Era como una película. Ni siquiera tan bueno como una película.
—Es una bonita arma —dijo Joe—. Se coloca en esta pequeña abrazadera. Dispara diez tiros. Fuego rápido. ¡Acabaré con ese cabrón!
Joe Hyans.
Aquel hombre maravilloso de la gran barba pelirroja.
Alucinante, sí.
En fin, de todos modos, le pregunté:
—¿Y qué me dices de todos esos artículos antibélicos que has publicado? ¿Y qué me dices del amor? ¿Qué fue de todo eso?
—Vamos, vamos, Bukowski, tú nunca te has creído toda esa mierda pacifista...
—Bueno, no sé, en fin... creo que no exactamente.
—Le dije a ese tipo que iba matarle si no se largaba, y entro y allí está sentado en el sofá en mi propia casa. ¿Qué harías tú, dime?
—Estás convirtiendo esto en cuestión de propiedad privada. ¿No comprendes? Mándalo al carajo. Olvídalo. Lárgate. Déjales allí juntos.
—¿Eso es lo que has hecho tú?
—A partir de los treinta años, siempre. Y después de los cuarenta, resulta aún más fácil. Pero entre los veinte y los treinta me sacaba de quicio. Las primeras quemaduras son las peores.
—¡Pues yo voy a matar a ese hijo de puta! ¡Voy a volarle la tapa de los sesos!
Todo el bar escuchaba. Amor, nene, amor.
—Salgamos de aquí —le dije.
Después de cruzar la puerta del bar, Hyans cayó de rodillas y se puso a gritar, un largo grito leche cuajada de cuatro minutos. Debían oírle en Detroit. Le levanté y le llevé a mi coche. Cuando llegó a la puerta agarró el manillar, cayó de rodillas y lanzó otro aullido hasta Detroit. Cherry le tenía enganchado, pobre imbécil. Le levanté, le metí en su asiento, entré por el otro lado, enfilé hacia el norte camino de Sunset y luego al este a lo largo de Sunset y en la señal, roja, entre Sunset y Vermont, lanzó otro. Yo encendí un puro. Los otros conductores miraban espantados cómo lloraba aquel pelirrojo barbudo.
Pensé, no va a parar. Tendré que atizarle.
Pero luego al ponerse verde el disco, lo dio por terminado y salimos de allí. Seguía gimiendo. Yo no sabía qué decir. No había nada que decir. Pensé, le llevaré a ver a Mongo el Gigante de la Nube Eterna. Mongo está lleno de mierda. Quizá pueda volcar alguna mierda en Hyans. Yo llevaba cuatro años sin vivir con una mujer. Estaba ya demasiado alejado del asunto para verlo con claridad.
La próxima vez que chille, pensé, le atizaré. No puedo soportar otro chillido de ésos.
—¡Eh! ¿Adonde vamos?
—A ver a Mongo.
—¡Oh, no! ¡Mongo no! ¡Odio a ese tío! ¡No hará más que reírse de mí! ¡Es un hijoputa de lo más cruel!
Era verdad. Mongo era inteligente pero cruel. No serviría de nada ir allí. Y yo tampoco podía hacer nada. Seguimos.
—Escucha —dijo Hyans—, por aquí vive una amiga mía. Un par de manzanas al norte. Déjame allí. Ella me comprende.
Giré hacia el norte.
—Oye —dije—, no te cargues al tío.
—¿Por qué?
—Porque eres el único capaz de publicar mi columna.
Le llevé hasta allí, le dejé, esperé hasta que abrieron la puerta y luego me fui.
Unas buenas cachas le suavizarían, sin duda. Yo también las necesitaba...
La siguiente noticia que tuve de Hyans fue que se había mudado de casa.
—No podía soportarlo más. En fin, la otra noche me di una ducha, me disponía a echar un polvo con ella, quería meter un poco de vida en sus huesos y, ¿sabes lo que hizo?
—¿Qué?
—Cuando yo entré escapó corriendo y se largó de casa. La muy zorra.
—Escucha, Hyans, conozco el juego. No puedo hablar contra Cherry porque en seguida estaréis juntos otra vez y entonces recordarás todas las porquerías que dijera de ella.
—Nunca volveré.
—Bah, bah.
—He decidido no matar a ese cabrón.
—Bien.
—Voy a desafiarle a un combate de boxeo. Con todas las reglas del ring. Arbitro, ring, guantes y todo.
—Me parece muy bien —dije.
Dos toros luchando por la vaca. Por aquella vaca huesuda, además. Pero en Norteamérica los perdedores se llevan a menudo la vaca. ¿Instinto maternal? ¿Mejor cartera? ¿Polla mayor? Dios sabe qué...
Hyans, mientras se volvía loco, alquiló a un tipo de pipa y pajarita para llevar el periódico. Pero era evidente que Open Pussy andaba por su último polvo. Y nadie se preocupaba por la gente de los veinticinco o treinta dólares por semana y de la ayuda gratuita. Ellos disfrutaban con el periódico. No era muy bueno, pero tampoco era muy malo. En fin, estaba mi columna: Notas de un viejo asqueroso.
Y pipa y pajarita dirigió el periódico. No había diferencia. Y entretanto, yo no hacía más que oír: «Joe y Cherry andan juntos de nuevo. Joe y Cherry se separan otra vez. Joe y Cherry están otra vez juntos. Joe y Cherry...».
Luego, una cruda y triste noche de miércoles salí a un quiosco a comprar un ejemplar de Open Pussy. Había escrito una de mis mejores columnas y quería ver si tenían el valor de publicarla. En el quiosco había el número de la semana anterior. Lo olí en el aire azul muerte. El juego había terminado. Compré bebida en abundancia y volví a casa y bebí por el difunto. Siempre preparado para el final, no lo estaba cuando llegó. Quité el cartel de la pared y lo tiré a la basura. «OPEN PUSSY. REVISTA SEMANAL DEL RENACIMIENTO DE LOS ANGELES.»
El gobierno ya no tendría que preocuparse. Yo volvía a ser un ciudadano magnífico. Veinte mil de tirada. Si hubiéramos podido llegar a los sesenta (sin problemas familiares, sin provocaciones policiales) podríamos haber triunfado. No lo conseguimos.
Al día siguiente telefoneé a la oficina. La chica del teléfono lloraba.
—Intentamos localizarte anoche, Bukowski, pero nadie sabía tu dirección. Es terrible. Se acabó. No hay nada que hacer. El teléfono sigue sonando. Estoy sola aquí. Celebraremos una reunión todo el personal el martes próximo por la noche para intentar seguir con el periódico. Pero Hyans se lo llevó todo: todos los ejemplares, la lista de direcciones y la máquina IBM que no le pertenecía. Nos hemos quedado limpios. No queda nada.
Oh qué voz más dulce se te pone, niña, una voz dulce y triste, me gustaría follarte, pensé.
—Estamos pensando empezar un periódico hippie. El underground está muerto. Por favor, vete el martes por la noche a casa de Lonny.
—Procuraré ir —dije, sabiendo que no iría. Así que allí estaba... casi dos años. Había terminado. Había ganado la policía, había ganado la ciudad, había ganado el gobierno, la decencia reinaba de nuevo en las calles. Quizá los policías dejarían de ponerme multas siempre que veían mi coche. Y Cleaver no nos enviaría ya notitas desde su escondite. Y siempre podías comprar Los Angeles Times en cualquier parte. Por Dios y por la Madre Celestial, qué triste es la vida.
Pero le di a la chica mi dirección y mi teléfono, pensando que podríamos hacer algo de provecho. (Harriet, nunca viniste.)
Pero Barney Palmer, el escritor político, sí vino. Le dejé entrar y abrí unas cervezas.
—Hyans —dijo—, se puso el revólver en la boca y apretó el gatillo.
—¿Y qué pasó?
—Se encasquilló. Así que vendió el revólver.
—Podía haberlo intentado otra vez.
—Hace falta mucho coraje para intentarlo una.
—Tienes razón. Perdona. Tengo una resaca tremenda.
—¿Quieres saber lo que pasó?
—Claro. También es mi suerte.
—Bueno, fue el martes por la noche, estábamos intentando preparar el periódico. Teníamos tu columna y gracias a Dios era larga, porque andábamos escasos de material. Nos faltaban páginas. Apareció Hyans, con los ojos vidriosos, borracho. El y Cherry habían roto otra vez.
—Uf.
—Sí. En fin, no teníamos material para cubrir todas las páginas. Y Hyans seguía estorbando y metiéndose en medio. Por fin se fue arriba y se tumbó en el sofá y se quedó traspuesto. En cuanto se fue, el periódico empezó a encajar. Conseguimos terminarlo y nos quedaban cuarenta y cinco minutos para la imprenta. Dije que lo bajaría yo a la imprenta. ¿Sabes lo que pasó entonces?
—Se despertó Hyans.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque soy así.
—Bueno, insistió en llevarlo a la imprenta él mismo. Metió el material en el coche, pero no fue a la imprenta. Al día siguiente llegamos y encontramos la nota que dejó, y el local limpio: la IBM, la lista de direcciones, todo...
—Ya me enteré. Bueno, enfoquémoslo así: él empezó este maldito asunto, así que tenía derecho a terminar con él.
—Pero la máquina IBM no era suya. Podría verse en un lío por eso.
—Hyans está acostumbrado a los líos. Le encantan. Está chiflado. Si le oyeras llorar...
—Pero qué me dices de la otra gente, Buk, los de veinticinco dólares semanales que lo dieron todo para que el periódico siguiera. Los de suelas de cartón en los zapatos. Los que dormían en el suelo.
—A los pequeños siempre les dan por el culo. Palmer. Así es la historia.
—Pareces Mongo.
—Mongo suele tener razón, aunque sea un hijoputa.
Hablamos un poco más. Luego se acabó todo.
Aquella noche cuando estaba trabajando vino a verme un gran gatazo negro.
—Oye, hermano, oí que tu periódico cerró.
—Así es, hermano, pero, ¿dónde lo oíste?
—Está en Los Angeles Times, primera página de la sección segunda. Supongo que están celebrándolo.
—Supongo que sí.
—Nos gustaba tu periódico, amigo. Y también tu columna. Un buen material, sí señor.
—Gracias, hermano.
A la hora de comer (diez y veinticuatro), salí y compré el Los Angeles Times. Me lo llevé al bar de enfrente, pedí una jarra de cerveza de a dólar, encendí un puro y fui a sentarme en una mesa bajo una luz:
OPEN PUSSY EN LA BANCARROTA.
Open Pussy, el periódico underground número dos de Los Angeles, deja de publicarse, según declararon sus directores el martes. El periódico cumpliría dentro de diez semanas su segundo aniversario.
Cuantiosas deudas, problemas de distribución y una multa de mil dólares consecuencia de un proceso por obscenidad en octubre, contribuyeron a la ruina de esta publicación semanal, según Mike Engel, el director ejecutivo. Este situó la circulación última del periódico en veinte mil ejemplares.
Pero Engel y los demás miembros del equipo editorial dijeron también que creían que Open Pussy podría haber seguido publicándose y que su cierre fue decisión de Joe Hyans, su propietario-director jefe, de treinta y cinco años.
Cuando los miembros del equipo de redacción llegaron a la oficina del periódico, Avenida Melrose 4369, el miércoles por la mañana, encontraron una nota de Hyans que decía, entre otras cosas:
«El periódico ha cumplido ya su objetivo artístico. Políticamente no fue nunca demasiado eficaz, en realidad. Lo que ha aparecido en sus páginas últimamente no significa ningún avance sobre lo que imprimíamos hace un año.
»Como artista, debo abandonar un trabajo que no progresa... aunque sea un trabajo que haya hecho con mis propias manos y aunque esté dando pasta (dinero).»
Terminé la jarra de cerveza y fui a mi trabajo de funcionario del gobierno...
Unos días después encontré un nota en el buzón:
Lunes, 10,45 de la noche
Hank:
Encontré en mi buzón esta mañana una nota de Cherry Hyans. (Estuve fuera todo el día y la noche del domingo.) Dice que tiene los chicos y está enferma y pasando muchos apuros en Calle Douglas... No puedo localizar Douglas en este jodido plano, pero quería que supieras de esta nota.
Barney.
Unos dos días después sonó el teléfono. No era una mujer salida que no podía más. No. Era Barney.
—Oye, Joe Hyans está en la ciudad.
—También estamos tú y yo —dije.
—Joe ha vuelto con Cherry.
—¿Sí?
—Van a trasladarse a San Francisco.
—Deben hacerlo.
—Lo del periódico hippie fracasó.
—Sí. Siento no haber podido ir. Me emborraché.
—No te preocupes. Pero escucha, ahora estoy escribiendo un encargo. En cuanto acabe, quiero hablar contigo.
—¿Para qué?
—He conseguido un socio con cincuenta de los grandes.
—¿Cincuenta de los grandes?
—Sí. Dinero de verdad. Quiere hacerlo. Quiere empezar otro periódico.
—Tenme informado, Barney. Siempre me caíste simpático. ¿Recuerdas aquella vez que empezamos a beber en mi casa a las cuatro de la tarde, hablamos toda la noche y no terminamos hasta las once de la mañana siguiente?
—Sí. Fue una noche tremenda. A pesar de lo viejo que eres, tumbas a cualquiera bebiendo.
—Sí.
—Bueno, cuando termine de escribir esto, ya te informaré.
—Sí. Tenme informado, Barney.
—Lo haré. Entretanto, aguanta firme.
—Claro.
Entré en el cagadero, solté una hermosa mierdacerveza. Luego me fui a la cama, me hice una paja y me dormí.
EL DÍA QUE HABLAMOS DE JAMES THURBER
O estaba de mala suerte, o se me había terminado el talento. Creo que fue Huxley, o uno de sus personajes, quien dijo en Contrapunto: «A los veinticinco años, cualquiera puede ser un genio. A los cincuenta, cuesta bastante trabajo». En fin, yo tenía cuarenta y nueve, que no son cincuenta, faltan unos meses. Mis perspectivas no eran nada alentadoras. Había publicado hacía poco un librito de poemas: El cielo es el mayor de todos los coños, por el que había recibido cien dólares cuatro meses antes, y que había pasado a ser ejemplar de coleccionista, valorado en veinticinco dólares en las listas de los traficantes de libros raros. Ni siquiera tenía un ejemplar de mi propio libro. Me lo había robado un amigo estando yo borracho. ¿Un amigo?
La suerte me era adversa. Me conocían Genet, Henry Miller, Picasso, etc., etc., y ni siquiera podía conseguir trabajo como lavaplatos. Probé en un sitio pero sólo duré una noche con mi botella de vino. Una señora gorda y grande, una de las propietarias, proclamó: «¡Este hombre no sabe lavar platos!». Luego me enseñó que había que poner primero los platos en una parte de la fregadera (donde había una especie de ácido) y luego trasladarlos a la otra parte, donde había agua y jabón. Me despidieron aquella noche. Pero, de todos modos, conseguí liquidar dos botellas de vino y zamparme media pata de cordero que habían dejado justo detrás de mí.
Era, en cierto modo, aterrador terminar siendo un cero a la izquierda, pero lo que más me dolía era que había una hija mía de cinco años en San Francisco, la única persona que quería en el mundo, que tenía necesidad de mí, y de zapatos y vestidos y comida y amor y cartas y juguetes y una visita de vez en cuando.
Me vi obligado a vivir con cierto gran poeta francés que estaba por entonces en Venice, California, y el tipo era ambidextro... quiero decir que se jodía a hombres y a mujeres y le jodían hombres y mujeres. Era agradable y hablaba con gracia y con inteligencia. Tenía además una peluca pequeña que se le escurría siempre, y andaba colocándosela continuamente mientras hablaba contigo. Hablaba siete idiomas, pero si estaba yo, tenía que hablar inglés. Y hablaba todos esos idiomas como si fuesen su lengua materna.
—No té preocupes, Bukowski —me decía sonriendo—. ¡Yo me cuidaré de ti!
Tenía una polla de veinticinco centímetros, sin empalmar, y había aparecido en algunos de los periódicos underground al llegar a Venice, con noticias de él y comentarios sobre sus virtudes como poeta (uno de los comentarios lo había escrito yo), pero algunos de los periódicos underground habían publicado la foto del gran poeta francés... desnudo. Medía más o menos uno cincuenta de altura y tenía pelo por todo el pecho y los brazos. Tenía pelo desde el cuello a las bolas (negro, rizado, apestoso) y allí en medio de la foto aparecía su monstruoso chisme colgando, con la cabeza redonda, grueso: una polla de toro en un muñequito mal hecho.
Frenchy era uno de los grandes poetas del siglo. Lo único que hacía era andar por allí sentado y escribir sus mierdosos poemitas inmortales y tenía dos o tres mecenas que le mandaban dinero. Así cualquiera: polla inmortal, poemas inmortales. Conocía a Corso, a Burroughs, a Ginsberg, la tira. Conocía a todo aquel primer grupo del hotel que vivían juntos, empeñaban juntos, jodían juntos y creaban separadamente. Se había encontrado incluso a Miró y a Hem bajando por la avenida, Miró llevaba los guantes de boxeo de Hem cuando ambos iban hacia el campo de batalla donde esperaba Hemingway para arrearle una paliza a alguien. Por supuesto, se conocían todos y pararon un momento a soltar un poquito de inteligente mierda dialogal.
El inmortal poeta francés había visto a Burroughs arrastrarse por el suelo «borracho perdido» en casa de B.
—Me lo recuerdas, Bukowski. No hay fachada. Bebe hasta que cae, hasta que se le ponen los ojos vidriosos. Y aquella noche se arrastraba por la alfombra demasiado borracho para incorporarse y me miró y me dijo: «¡Me jodieron, me emborracharon! Firmé el contrato. ¡Vendí los derechos cinematográficos de Almuerzo desnudo por quinientos dólares! ¡Mierda, ahora ya es demasiado tarde!».
Por supuesto, Burroughs tuvo suerte: la opción caducó y ganó quinientos dólares. A mí me emborracharon y me sacaron una mierda mía a cincuenta dólares la opción por dos años, y aún me quedan por sudar dieciocho meses. Cazaron a Nelson Algren del mismo modo con El hombre del brazo de oro; millones para ellos y para Algren cáscaras de cacahuetes. Se emborrachó y no leyó la letra pequeña.
También me la jugaron con los derechos cinematográficos de Notas de un viejo asqueroso. Yo estaba borracho y me trajeron aquel chochito de dieciocho años con minifalda hasta las caderas, tacones altos y largas medias: llevaba dos años sin poder llevarme nada a la boca. Comprometí mi vida. Y probablemente podría haber entrado por aquella vagina con un camión de cuatro ejes. En realidad, no pude comprobarlo siquiera.
Así estaba yo, pues, absolutamente liquidado, sin suerte ni talento, incapaz de conseguir un trabajo ni de repartidor de periódicos, portero, lavaplatos, y el poeta francés inmortal siempre tenía algún asunto en su casa, jovencitos y jovencitas llamando siempre a su puerta. ¡Y un apartamento tan limpio! Parecía que nadie hubiese cagado nunca en aquel water. Los mosaicos brillaban blancos y pulidos, y había aquellas alfombritas gordas y blandas por todas partes. Sofás nuevos, sillones nuevos. Una nevera que brillaba como un diente inmenso y majestuoso al que hubiesen lavado y cepillado hasta hacerle llorar. Todo, todo adornado con la delicadeza de ningún dolor, ninguna preocupación, ningún mundo fuera de allí. Por otra parte, todos sabían qué decir y qué hacer y cómo actuar, era el código, discretamente y sin ruidos: dar por el culo, chuparla, meter el dedo y todo lo demás. Se admitían hombres, mujeres y niños. Y muchachos.
Y allí estaba el Gran C. El gran H. y Hash. Mary. Todos. Era un arte que se hacía con calma, todos sonreían corteses, suaves, esperando, luego haciendo. Se iban, volvían de nuevo.
Había incluso whisky, cerveza, vino para tipos como yo... cigarros y la estupidez del pasado.
El inmortal poeta francés seguía y seguía con sus diversas cosas. Se levantaba temprano y hacía varios ejercicios de yoga. Y luego se dedicaba a contemplarse en el espejo de cuerpo entero, frotándose su poquito de sudor, y luego, estiraba la mano y acariciaba su inmensa polla, sus huevos; dejaba la polla y los huevos para el final, los alzaba, los palpaba, luego los dejaba caer: PLUNK.
Y entonces yo entraba en el baño y vomitaba. Salía.
—¿No habrás ensuciado el suelo, eh Bukowski?
No me preguntaba si estaba muriéndome. Sólo le preocupaba tener limpio el suelo del baño.
—No, André, deposité todo el vómito en los canales adecuados.
—¡Buen chico!
Luego, por exhibirse, sabiendo que yo estaba peor que diez infiernos, se dirigía al rincón, se plantaba de cabeza con sus jodidas bermudas, cruzaba las piernas, me miraba al revés y decía:
—Oye, Bukowski, si te mantuvieses sereno un día y te pusieses un smoking, te aseguro una cosa: no tendrías más que entrar así vestido en un sitio y todas las mujeres se desmayarían.
—No lo dudo.
Luego hizo un pequeño floreo y aterrizó de pie:
—¿Te apetece desayunar?
—André, llevo treinta y dos años sin que me apetezca desayunar.
Luego sonaba una llamadita en la puerta, muy leve, tan delicada que parecía como si fuese un pajarillo que llamase con un ala, en plena agonía, a pedir un traguito de agua.
Solían ser dos o tres jóvenes, sexo masculino, mierdosas barbas pajizas.
Predominaban los hombres, aunque de vez en cuando aparecía una jovencita, absolutamente deliciosa, y a mí siempre me fastidiaba irme cuando era una chica. Pero él tenía casi treinta centímetros sin erección más la inmortalidad. Así que yo siempre sabía cuál era mi papel.
—Oye, André, no se me quita este dolor de cabeza... creo que voy a salir a dar una vuelta por la playa.
—¡Oh, no, Charles! ¡No hay ninguna necesidad!
Y antes incluso de que yo llegase a la puerta, si miraba hacia atrás furtivamente, la chica le había abierto ya la bragueta a André, o si las bermudas no tenían bragueta, allí estaban en el suelo, rodeando sus tobillos franceses, y la tipa agarrando aquello casi treinta centímetros sin erección para ver de lo que era capaz si la azuzaban un poco. Y André la tenía siempre desnuda ya hasta las caderas y escarbaba con el dedo buscando el agujero secreto en el hueco que quedaba entre sus apretadas bragas color rosa impecablemente lavadas. Y siempre había algo para el dedo: el ojo del culo aparentemente nuevo y melodramático o si, siendo como era un maestro, podía deslizarse alrededor y a través de la apretada y lavada tela rosa, hacia arriba, allá se iba, a preparar aquel coño que sólo había tenido dieciocho horas de descanso.
Y yo siempre tenía que darme aquel paseo por la playa. Como era tan temprano no tenía que contemplar aquella gigantesca extensión de humanidad desperdiciada, codo con codo, trozos de carne que croaban y parloteaban, tumores de Frogs. No tenía que verles caminar ni haraganear por allí con sus cuerpos horribles y sus vidas vendidas (sin ojos, ni voces, sin nada, y sin saberlo), aquella mierda, aquella basura, el olor a lo largo del paseo.
Pero por las mañanas temprano no era tan malo, sobre todo en los días de trabajo. Todo me pertenecía, hasta las feísimas gaviotas (que se hacían más feas cuando empezaban a desaparecer las bolsas y las migajas y desperdicios, hacia el jueves o el viernes) pues esto era para ellas el final de la Vida. No tenían medio de saber que el sábado y el domingo la gente estaría de vuelta con sus perros calientes y sus diversos bocadillos y emparedados. En fin, pensaba yo, quizá las gaviotas estén peor que yo. Quizás.
André aceptó un buen día una oferta para ir a hacer una lectura de poemas a un sitio, no recuerdo cuál (Chicago, Nueva York, San Francisco, no sé), y se fue y yo me quedé allí en aquella casa solo. Tenía la oportunidad de utilizar la máquina de escribir. Poco bueno salió de aquella máquina. André era capaz de hacer que aquel chisme funcionase casi perfectamente. Era extraño que él fuese tan gran escritor y yo no. No parecía que hubiese tanta diferencia entre nosotros. Pero la había: él sabía cómo colocar una palabra tras otra. Y cuando yo me senté delante de aquella hoja en blanco simplemente me quedé allí sentado y la hoja me miró. Cada hombre tiene sus diversos infiernos, pero yo llevaba una ventaja de tres largos a todos los demás.
Así que bebía más y más vino y esperaba la noche. André se había ido hacía un par de días cuando una mañana sobre las diez y media alguien llamó a la puerta. Yo dije «un momento», entré en el baño, vomité, me lavé la boca. Me puse unos pantalones cortos y luego me eché encima una de las túnicas de seda de André. Abrí la puerta.
Eran un chico y una chica. Ella llevaba una falda muy corta y tacones altos y las medias de nylon le subían casi hasta el culo. El chico era sólo un chico, joven, una especie de tipo Buquet Cachemira: jersey blanco de manga corta, delgado, la boca abierta, las manos a los lados un poco separadas, como si estuviese a punto de despegar y salir volando.
—¿André? —preguntó la chica.
—No. Soy Hank. Charles. Bukowski.
—¿Bromeas, verdad André? —preguntó la chica.
—Sí. Soy una broma —contesté.
Llovía un poco allí fuera. Ellos seguían bajo la lluvia.
—Bueno, en fin, entrad, que llueve.
—¡Tú eres André! —dijo la zorra—. Te reconozco, esa cara de anciano... ¡como de doscientos años!
—Bueno, bueno —dije—. Adelante. Soy André.
Traían dos botellas de vino. Fui a la cocina a por el sacacorchos y los vasos. Serví tres vinos. Y allí me planté de pie a beber mi vino, mirando todo lo posible aquellas piernas, cuando el tipo se abalanzó sobre mí, me abrió la bragueta y empezó a chupármela.
Hacía mucho ruido con la boca. Le di unas palmaditas en la nuca y luego le pregunté a la chica:
—¿Cómo te llamas?
—Wendy —dijo—, y he admirado siempre tu poesía, André. Creo que eres uno de los poetas más grandes del mundo.
El chico seguía con lo suyo, chupando y sorbiendo, y cabeceando como una máquina descompuesta.
—¿Uno de los más grandes? —pregunté—. ¿Quiénes son los otros?
—El otro —dijo Wendy—. Ezra Pound.
—Ezra siempre me aburrió —dije.
—¿De veras?
—De veras. Trabaja demasiado las cosas. Es demasiado serio, demasiado sabio y en último término no es más que un torpe artesano.
—¿Por qué firmas tus obras simplemente «André»?
—Porque me gusta.
Por entonces, el tipo estaba culminando ya su tarea. Agarré su cabeza, la empujé hacia mí, descargué.
Luego me subí la cremallera y serví otros tres vinos.
Seguimos simplemente allí sentados, hablando y bebiendo. No sé cuánto duró el asunto. Wendy tenía unas piernas maravillosas y unos tobillos finos y torneados que giraba constantemente como si tuviese fuego debajo o algo así. Conocían su literatura. Hablamos de varias cosas. Sherwood Anderson... Wines-burg, todo ese rollo. Dos. Camus. Los Granecs, los Dickeys, las Bronté; Balzac, Thurber, etc., etc..
Terminamos los vinos y busqué más material en la nevera. Seguimos con aquello. Luego, no sé. Creo que perdí el control y empecé a meterle la mano por debajo de la falda, lo que no era mucho camino a recorrer. Vi un poco de enagua y bragas. Luego arranqué el vestido por la parte superior, arranqué el sostén. Agarré una teta. Agarré una teta. Era gorda. La besé y la chupé. Luego la retorcí con la mano hasta que ella chilló, y cuando lo hizo puse mi boca sobre la suya, ahogando los chillidos.
Rasgué por completo el vestido: nylon, piernas, rodillas, carne de nylon. Y la levanté de la silla y le quité aquellas mierdosas bragas y se la metí.
—André —dijo—. Oh, André.
Miré por encima del hombro de la chica y el tipo nos miraba meneándosela en su sillón.
Estábamos de pie, pero nos movíamos por toda la habitación. Chocamos con las sillas, rompimos lámparas. En determinado momento, la eché encima de la mesita del café, pero sentí que las patas cedían bajo el peso de ambos, así que volví a levantarla antes de que aplastáramos la mesa contra el suelo.
—¡Oh André!
Luego se estremeció toda ella una vez, luego volvió a estremecerse, como si estuviera en un altar de sacrificios. Luego, sabiendo que ella estaba debilitada y sin control de sí misma, de su propio yo, simplemente le metí todo el chisme como si fuese un gancho, lo mantuve quieto, la colgué allí como una especie de disparatado pez atravesado para siempre. En medio siglo había aprendido unos cuantos trucos. Ella perdió la conciencia. Luego me eché hacia atrás y la taladré, la taladré, la taladré, mientras ella cabeceaba como una muñeca descompuesta, y se corrió otra vez justo cuando yo, y cuando nos corrimos estuve a punto de morir. Los dos estuvimos a punto de morir.
Para levantar a alguien así, su tamaño debe guardar cierta relación con el tuyo. Recuerdo que una vez estuve a punto de morir en Detroit en la habitación de un hotel. Intenté hacerlo, pero no funcionó. Quiero decir que ella alzó las piernas del suelo y me enroscó con ellas. Lo cual significaba que yo sostenía a dos personas con dos piernas. Eso es malo. Quise dejarlo. La sostenía sólo con dos cosas: mis manos debajo de su culo y mi polla.
Pero ella seguía diciendo:
—¡Dios mío, que piernas tan soberbias tienes! ¡Qué piernas tan fuertes, tan poderosas, tan bellas!
Es cierto. El resto de mi persona es mierda mayormente, incluyendo el cerebro y todo lo demás. Pero alguien ha colocado unas inmensas y poderosas piernas en mi cuerpo. No es broma. De cualquier modo estuve a punto de morir (con el polvo del hotel de Detroit). Debido al equilibrio, el movimiento de la polla hacia delante y hacia atrás, entrando y saliendo, exige en esa posición un ajuste muy especial. Sostienes el peso de dos cuerpos. El movimiento debe transferirse en consecuencia, todo él, a la espina dorsal. Es una maniobra dura y peligrosa. Por fin nos corrimos los dos y yo simplemente la tiré en algún sitio. Me la quité de encima.
Pero con la de casa de André, ella mantuvo los pies en el suelo, y eso me permitió hacer trucos: girar, arponear, reducir, acelerar, etc.
Por fin terminé con ella. Yo estaba en mala posición... los calzoncillos y los pantalones cortos allí abajo alrededor de mis zapatos. Simplemente dejé que Wendy se separara. No sé dónde demonios se cayó, ni me preocupó. Pero cuando me agachaba para subirme los calzoncillos y los pantalones, el tipo, se levantó, se acercó y me metió el dedo medio de la mano derecha recto por el culo. Lancé un grito, me volví y le aticé en la boca. Salió por el aire.
Luego, me puse los calzoncillos y los pantalones y me senté en un sillón, a beber vino y cerveza, resplandeciente, sin decir nada. Finalmente, ellos se repusieron.
—Buenas noches, André —dijo él.
—Buenas noches, André —dijo ella.
—Tened cuidado con las escaleras —dije—, se ponen muy resbaladizas con la lluvia.
—Gracias, André —dijo él.
—Ya tendremos cuidado, André —dijo ella.
—¡Amor! —dije yo.
—¡Amor! —contestaron ambos al unísono.
Cerré la puerta. ¡Dios mío, era delicioso ser un poeta francés inmortal!
Fui a la cocina, cogí una buena botella de vino francés, unas anchoas y unas aceitunas rellenas. Lo saqué todo y lo coloqué en la mesita de café.
Me serví un buen vaso de vino. Luego me acerqué a la ventana que dominaba el mundo y el océano. Aquel mar era delicioso: seguía haciendo lo que estaba haciendo. Terminé aquel vino, tomé otro, comí un poco y luego me sentí cansado. Me quité la ropa y me espatarré en mitad de la cama de André. Me tiré un pedo, miré hacia el sol que brillaba fuera, escuché el rumor del mar.
—Gracias, André —dije—. Después de todo, eres un buen tío.
Y mi talento aún no estaba liquidado.
CUANTOS CHOCHOS QUERAMOS
Harry y Duke. La botella en medio, un hotel barato del centro de Los Angeles. Noche de sábado en una de las ciudades más crueles del mundo. La cara de Harry era completamente redonda y estúpida con sólo una puntita de nariz saliendo y unos ojos odiosos; en realidad, Harry resultaba odioso en cuanto le mirabas, así que no le mirabas. Duke era un poco más joven, buen oyente, sólo una levísima sonrisa cuando escuchaba. Le gustaba escuchar; la gente era su mayor espectáculo y no había que pagar entrada. Harry estaba parado y Duke era conserje. Los dos habían estado en chirona y volverían otra vez. Lo sabían. Daba igual.
De la botella faltaban dos tercios y había latas de cerveza vacías por el suelo. Liaban cigarrillos con la tranquila calma de los que han vivido vidas duras e imposibles antes de los treinta y cinco y siguen vivos. Sabían que todo era un cubo de mierda, pero se negaban a renunciar.
—Mira —dijo Harry, dando una calada al cigarro—, te escogí, amigo. Sé que puedo confiar en ti. Tú no te asustarás. Creo que tu coche sirve. Iremos a medias.
—Explícame el asunto —dijo Duke.
—No vas a creerlo.
—Explícamelo.
—Mira, hay oro allí, tirado en el suelo. Oro auténtico. Sólo hay que ir y cogerlo. Sé que parece una locura, pero está allí. Yo lo he visto.
—¿Y cuál es el problema?
—Bueno, es un terreno del Ejército, de la artillería. Bombardean todo el día y a veces de noche, ése es el problema. Hacen falta huevos. Pero el oro está allí. Puede que las bombas y los proyectiles lo desenterraran, no sé. Lo que sí sé es que de noche no suelen bombardear.
—Iremos de noche.
—De acuerdo. Y cogeremos el oro y lo sacaremos de allí. Seremos ricos. Tendremos cuantos chochos queramos. Piénsalo... cuantos chochos queramos.
—Parece buena idea.
—Si tiran, nos metemos en el primer agujero de bomba. No van a apuntar allí otra vez. Si dan en el blanco, se dan por satisfechos; si no, no van a dirigir el tiro siguiente al mismo sitio.
—Sí, claro, natural.
Harry sirvió más whisky.
—Pero hay otra pega.
—¿Sí?
—Allí hay serpientes. Por eso hacen falta dos hombres. Sé que eres bueno con el revólver. Mientras yo recojo el oro, tú te ocupas de las serpientes. Si aparecen, les vuelas la cabeza. Hay serpientes de cascabel. Creo que para esto eres el indicado.
—¿Por qué no? ¡Claro!
Siguieron fumando y bebiendo, sentados allí, pensándose el asunto.
—Tendremos oro —dijo Harry—. Tendremos mujeres.
—Sabes —dijo Duke— quizá los cañonazos desenterrasen un cofre de un tesoro antiguo.
—Sea lo que sea, lo cierto es que ahí hay oro.
Cavilaron un rato más.
—¿Y sí —preguntó Duke— después de recogido el oro disparo contra ti?
—Bueno, tengo que correr ese riesgo.
—¿Te fías de mí?
—Yo no me fío de nadie.
Duke abrió otra cerveza, bebió otro trago.
.—Mierda, ya no tienes por qué ir a trabajar el lunes, ¿verdad?
—Ya no.
—Yo ya me siento rico.
—Yo casi también.
—Todo lo que uno necesita es una oportunidad —dijo Duke—, después te tratan como a un señor.
—Sí.
—¿Y dónde está ese sitio? —preguntó Duke.
—Ya lo sabrás cuando lleguemos.
—¿Vamos a medias?
—A medias.
—¿No tienes miedo que te liquide?
—¿Por qué vuelves con eso, Duke? Podría matarte yo a ti.
—Vaya, no se me ocurrió. ¿Serías capaz de matar a un camarada?
—¿Somos amigos?
—-Bueno, sí, yo diría que sí, Harry.
—Habrá oro y mujeres suficientes para los dos. Seremos ricos toda la vida. Se acabará la mierda de libertad vigilada. Se acabó el lavar platos. Las putas de Beverly Hills andarán detrás de nosotros. No tendremos más preocupaciones.
—¿Crees de veras que podremos sacarlo?
—Claro.
—¿De verdad hay oro allí?
—Hazme caso, te digo que sí.
—De acuerdo.
Bebieron y fumaron un rato más. Sin hablar. Pensaban los dos en el futuro. Era una noche calurosa. Algunos de los inquilinos tenían la puerta abierta. Casi todos tenían su botella de vino. Los hombres estaban sentados en camiseta, cómodos, pensativos, tristes. Algunos tenían incluso mujeres, no precisamente damas, pero sí capaces de aguantarles el vino.
—Será mejor que cojamos otra botella —dijo Duke— antes de que cierren.
—Yo no tengo un céntimo.
—Pago yo.
—Vale.
Se levantaron, salieron a la puerta. Giraron a la derecha al fondo del pasillo, camino de la parte de atrás.
La bodega estaba al fondo de la calleja, a la izquierda. En lo alto de las escaleras posteriores había un tipo andrajoso tumbado a la entrada.
—Vaya, si es mi viejo camarada Franky Cannon. La ha cogido buena esta noche. Lo quitaré de la entrada.
Harry le agarró por los pies y, a rastro, le retiró de allí. Luego se inclinó sobre él.
—¿Crees que ya le habrán registrado?
—No sé -—dijo Duke—. Comprueba.
Duke dio vuelta a todos los bolsillos de Franky. Tanteó la camisa. Le abrió los pantalones, palpó por la cintura. Sólo encontró una caja de cerillas que decía:
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—Me parece que alguien pasó antes —dijo Harry.
Bajaron las escaleras posteriores hasta la calleja.
—¿Estás seguro de que hay oro allí? —preguntó Duke.
—¡Oye —dijo Harry—, es que quieres tomarme el pelo! ¿Crees que estoy loco?
—No.
—¡Pues entonces no vuelvas a preguntármelo!
Entraron en la bodega. Duke pidió una botella de whisky y una caja de cerveza de malta. Harry robó una bolsa de frutos secos. Duke pagó lo que había pedido y salieron. Cuando llegaron a la calleja apareció una mujer joven; bueno, joven para aquel barrio, debía tener unos treinta, buena figura, pero despeinada y farfullante.
—¿Qué lleváis en esa bolsa?
—Tetas de gato —dijo Duke.
Ella se acercó a Duke y se frotó contra la bolsa.
—No quiero beber vino. ¿Tienes whisky ahí?
—Claro, niña, ven.
—Déjame ver la botella.
A Duke le pareció bien. Era esbelta y llevaba el vestido ceñido, muy ceñido, y estaba muy buena. Sacó la botella.
—Vale —dijo ella—, vamos.
Subieron por la calleja, ella en medio. Le daba con la cadera a Harry al andar. Harry la agarró y la besó. Ella le apartó bruscamente.
—¡Déjame, hijoputa! —gritó.
—¡Vas a estropearlo todo, Harry! —dijo Duke—. ¡Si vuelves a hacer eso, te doy una hostia.
—¡Tú qué vas a dar!
—¡Vuelve a hacerlo y vas a ver!
Subieron la calleja y luego la escalera y abrieron la puerta. Ella miró a Franky Cannon que seguía allí tirado, pero no dijo nada. Siguieron hasta la habitación. Ella se sentó, cruzando las piernas. Unas lindas piernas.
—Me llamo Ginny —dijo.
Duke sirvió los tragos.
—Yo Duke. Y él Harry.
Ginny sonrió y cogió su vaso.
—El hijo de puta con el que estaba me tenía desnuda, me encerraba la ropa con llave en el armario. Estuve allí una semana. Esperé a que se durmiera, le quité la llave, cogí este vestido y me largué.
—Está bien el vestido.
—Muy bien.
—Te favorece mucho.
—Gracias. Decidme, chicos, ¿vosotros qué hacéis?
—¿Hacer? —preguntó Duke.
—Sí, quiero decir, ¿cómo os lo montáis?
—Somos buscadores de oro —dijo Harry.
—Venga, no me vengáis con cuentos.
—De verdad —dijo Duke—, somos buscadores de oro.
—Y además ya lo hemos encontrado. En una semana seremos ricos —dijo Harry.
Luego, Harry tuvo que ir a echar una meada. El retrete quedaba al final del pasillo- En cuanto se fue, Ginny dijo:
—Quiero joder primero contigo, chato. El no me gusta gran cosa.
—Vale —dijo Duke.
Sirvió tres tragos más. Cuando Harry volvió, Duke le dijo:
—Joderá primero conmigo.
—¿Quién lo dijo?
—Nosotros —dijo Duke.
—Así es —dijo Ginny.
—Creo que deberíamos incluirla también a ella —dijo Duke.
—Primero vamos a ver cómo jode —dijo Harry.
—Vuelvo locos a los hombres —dijo Ginny—. Los hago aullar. ¡No hay mejor coño en toda California!
—De acuerdo —dijo Duke— ahora lo veremos.
—Primero otro trago —dijo ella, vaciando el vaso.
Duke le sirvió.
—Te advierto que yo también tengo un buen aparato, nena, lo más probable es que te parta en dos.
—Como no le metas los pies —dijo Harry.
Ginny se limitó a sonreír sin dejar de beber. Terminó el vaso.
—Venga —dijo a Duke—. Vamos.
Ginny se acercó a la cama y se quitó el vestido. Tenía bragas azules y un sostén de un rosa desvaído sujeto atrás con un imperdible. Duke tuvo que quitarle el imperdible.
—¿Va a quedarse mirando? —le preguntó.
—Si quiere —dijo Duke—, qué coño importa.
—Bueno —dijo Ginny.
Se metieron los dos en la cama. Hubo unos minutos de calentamiento y maniobraje mientras Harry observaba. La manta estaba en el suelo. Harry sólo podía ver movimiento debajo de una sábana bastante sucia. Luego, Duke la montó, Harry veía el trasero de Duke subir y bajar debajo la sábana.
Luego Duke dijo:
—¡Oh, mierda!
—¿Qué pasa? —preguntó Ginny.
—¡Me salí! ¿No decías que era el mejor coño de California?
—¡Yo la meteré! ¡Ni siquiera me di cuenta de que estabas dentro!
—¡Pues en algún sitio estaba! —dijo Duke.
Luego, el culo de Duke volvió a subir y bajar. Nunca debí contarle a ese hijo de puta lo del oro, pensó Harry. Ahora está por medio esa zorra. Pueden aliarse contra mí. Claro que si él muriera, se quedaba conmigo, seguro.
Entonces Ginny lanzó un gemido y empezó a hablar:
—¡Oh, querido, querido! ¡Oh Dios, querido, oh Dios mío!
Puro cuento, pensó Harry.
Se levantó y se acercó a la ventana de atrás. La parte de atrás del hotel quedaba muy cerca del desvío de Vermont de la autopista de Hollywood. Miró los faros y luces de los coches. Siempre la asombraba el que unos tuvieran tanta prisa por ir en una dirección y otros por ir en otra. Alguien tenía que estar equivocado. O si no, no era todo más que un juego sucio. Entonces oyó la voz de Ginny:
—¡Ay que me corro ya! ¡Ay, Dios mío, que me corro! ¡Ay, Dios mío...!
Cuento, pensó, y luego se volvió para mirarla. Duke estaba trabajando firmemente. Ginny tenía los ojos vidriosos miraba fijamente al techo, tenía la vista clavada en una bombilla sin pantalla que colgaba de él; aquellos ojos vidriosos miraban fijamente por encima de la oreja izquierda de Duke...
Quizá tenga que pegarle un tiro en ese campo de artillería, pensó Harry. Sobre todo, si ella tiene un coño tan prieto.
oro, todo ese oro.
EL ASESINATO DE RAMÓN VASQUEZ
Este relato es ficción, y el acontecimiento o semiacontecimiento de la vida real que pueda reflejar no ha influido en el autor a favor o en contra de ninguna de las personas implicadas o no implicadas. En otras palabras, se dejaron correr libres pensamiento, imaginación y capacidad creadora, y eso significa invención, que creo motivada y causada por el hecho de vivir un año menos de medio siglo entre la especie humana... Y no se ciñó la historia a ningún caso concreto, o casos, o noticias de periódico, y no se escribió para perjudicar, sacar consecuencias o hacer injusticia a ninguno de mis semejantes que se haya visto en circunstancias similares a las que se verán en la historia que sigue.
Sonó el timbre de la puerta. Dos hermanos, Lincoln, 23, y Andrew, 17.
El mismo salió a abrir.
Allí estaba, Ramón Vasquez, el viejo astro del cine mudo y principios del sonoro. Andaba ya por los sesenta. Pero aún tenía el mismo aire delicado. En los viejos tiempos, en la pantalla y fuera de ella, llevaba el pelo empastado en brillantina y peinado recto hacia atrás. Y con la nariz larga y fina y el fino bigote y la forma que tenía de mirar intensamente a las mujeres a los ojos, en fin, era demasiado. Le habían llamado «El Gran Amante». Las mujeres se desmayaban cuando le veían en la pantalla. Pero en realidad Ramón Vasquez era homosexual. Ahora tenía el pelo majestuosamente blanco y el bigote un poco más ancho.
Era una cruda noche californiana y la casa de Ramón estaba en una zona aislada de colinas. Los muchachos vestían pantalones del ejército y camisetas blancas. Los dos eran del tipo musculoso, con caras bastante agradables, agradables y tímidas.
Lincoln fue quien habló.
—Hemos leído sobre usted, señor Vasquez. Siento molestarle, pero estamos interesadísimos por los ídolos de Hollywood. Nos enteramos dónde vivía y pasábamos por aquí y no pudimos evitar llamar al timbre.
—Debe hacer bastante frío ahí fuera, muchachos.
—Sí, sí que lo hace.
—¿Por qué no entráis un momento?
—No queremos molestarle, no queremos interrumpirle para nada.
—No hay problema. Entrad. Estoy solo.
Los chicos entraron. Se quedaron de pie en el centro de la habitación, mirando, embarazados y confusos.
—¡Sentaos, por favor! —dijo Ramón.
Indicó un sofá. Los chicos se acercaron a él, se sentaron, torpemente. Había un pequeño fuego en la chimenea.
—Os traeré algo para que entréis en calor. Un momento.
Ramón volvió con una botella de buen vino francés, la abrió. Se fue otra vez, luego volvió con tres vasos. Sirvió tres tragos.
—Bebed un poco. Es muy bueno.
Lincoln vació el suyo con bastante rapidez. Andrew, que lo vio, hizo lo mismo. Ramón volvió a llenar los vasos.
—¿Sois hermanos?
—Sí.
—Me lo imaginé.
—Yo me lamo Lincoln. El es mi hermano menor, se llama Andrew.
—Vaya, vaya. Andrew tiene un rostro fascinante, muy delicado. Un rostro caviloso. Con un pequeño toque cruel también. Quizá sea el grado de crueldad justo. Mmmmm. Podría entrar en el cine. Aún tengo cierta influencia, sabéis.
—¿Y mi cara, señor Vasquez? —preguntó Lincoln.
—No es tan delicada y es más cruel. Tan cruel como para tener casi una belleza animal; eso y con tu... cuerpo. Perdona, pero tienes una constitución... como un mono al que le hubiesen afeitado el pelo... pero me gustas mucho... Irradias... algo.
—Quizá sea hambre —dijo Andrew, hablando por primera vez—. Acabamos de llegar a la ciudad. Venimos en coche de Kansas. Tuvimos varios pinchazos. Luego se nos jodió un pistón. Se nos fue casi todo el dinero entre neumáticos y reparaciones. Lo tenemos ahí fuera, un Plymouth del 56, no nos daban ni diez dólares por él como chatarra.
—¿Tenéis hambre?
—¡Mucha!
—Bueno, esperad, demonios, os traeré algo, os prepararé algo. ¡Mientras tanto, bebed!
Ramón entró en la cocina.
Lincoln cogió la botella y bebió a morro. Mucho rato. Luego se la pasó a Andrew.
—Termínala.
Andrew acababa de terminar la botella cuando volvió Ramón con una bandeja grande: aceitunas, rellenas y con hueso; queso; salami, pastrami, galletas, cebolletas, jamón y huevos rellenos.
—¡Oh, el vino! ¡Lo habéis acabado! ¡Estupendo!
Ramón salió y volvió con dos botellas frías. Las abrió.
Los chicos se lanzaron sobre la comida. No duró mucho. La bandeja quedó limpia.
Luego empezaron con el vino.
—¿Conoció usted a Bogart?
—Bueno, muy poco.
—¿Y a la Garbo?
—Claro, qué tonto eres.
—¿Y a Gable?
—Superficialmente.
—¿Y a Cagney?
—No conocí a Cagney. La mayoría de los que mencionáis son de épocas distintas. A veces creo que algunos de los astros posteriores estaban resentidos conmigo, por el hecho de que hubiese ganado la mayor parte de mi dinero antes de que los impuestos fuesen tan terribles. Pero se olvidan de que en términos de ganancias yo nunca gané su tipo de dinero inflacionario. Que están ahora aprendiendo a proteger con el asesoramiento de especialistas fiscales que les enseñan las artimañas... Reinvertir y todo eso. De todos modos, en fiestas y demás, esto provoca sentimientos contradictorios. Creen que soy rico; yo creo que los ricos son ellos. Todos nos preocupamos demasiado del dinero y de la fama y el poder. A mí sólo me queda lo suficiente para vivir con holgura lo que me queda de vida.
—Hemos leído cosas sobre usted, Ramón —dijo Lincoln—. Un periodista, no, dos periodistas, dicen que usted siempre tiene en casa escondidos cinco de los grandes en efectivo. Una especie de reserva. Y que desconfía usted de los bancos y del sistema bancario.
—No sé de dónde habéis sacado eso. No es cierto.
—De SCREEN —dijo Lincoln—, el número de septiembre de 1968. THE HOLLYWOOD STAR, YOUNG AND OLD, número de enero de 1969. Tenemos la revista ahí fuera en el coche.
—Es falso. El único dinero que tengo en casa es el que llevo en la cartera. Aquí la tengo. Veinte o treinta dólares.
—A ver.
—¿Por qué no?
Ramón sacó la cartera. Había un billete de veinte y tres de dólar.
Lincoln agarró la cartera.
—¡Eso me lo quedo!
—¿Qué te pasa, Lincoln? Si quieres el dinero cógelo, pero devuélveme la cartera. Llevo ahí mis cosas... el permiso de conducir, son cosas que necesito.
—¡Vete a la mierda!
—¿Qué?
—¡Que te vayas a la mierda, he dicho!
—Óyeme, tendré que pediros que salgáis de esta casa. ¡Os estáis comportando muy groseramente!
—¿Hay más vino?
—¡Sí, sí, hay más vino! Podéis cogerlo todo, hay diez o doce botellas de los mejores vinos franceses. ¡Cogedlas y marchaos, por favor! ¡Os lo suplico!
—¿Estás preocupado por los cinco billetes?
—Te aseguro que no tengo cinco mil dólares escondidos. ¡Te digo con toda sinceridad que no los tengo!
—¡Chupapollas mentiroso!
—¿Por qué tienes que ser tan grosero?
—¡Chupapollas! ¡CHUPAPOLLAS!
—Os ofrezco mi hospitalidad, soy amable con vosotros y vosotros correspondéis así.
—¿Lo dices por esa mierda de comida que nos diste? ¿Llamas comida a eso?
—¿Qué tenía de malo?
—¡Era comida de maricas!
—¡No comprendo!
—Aceitunas, huevitos rellenos... ¡Los hombres no comen esa mierda!
—Vosotros lo comisteis.
—¿Intentas tomarme el pelo, CHUPAPOLLAS?
Lincoln se levantó del sofá, se acercó a Ramón que seguía sentado en su silla, le abofeteó, fuerte, a mano abierta. Tres veces. Lincoln tenía unas manos muy grandes.
Ramón bajó la cabeza y empezó a llorar.
—Lo siento. Yo intenté hacerlo lo mejor posible.
Lincoln miró a su hermano.
—¿Le ves? ¡Jodido marica! ¡LLORANDO COMO UN NIÑO! ¡AMIGO, VOY A HACERLE LLORAR! ¡VOY A HACERLE LLORAR DE VERAS SI NO SUELTA ESOS 5 MIL!
Lincoln cogió una botella de vino y bebió a morro un buen trago.
—Bebe —le dijo a Andrew—. Tenemos que trabajar. Andrew bebió de su botella, también bastante. Luego, mientras Ramón lloraba, los dos se sentaron bebiendo vino y mirándose y pensando.
—¿Sabes lo que voy a hacer? —preguntó Lincoln a su hermano.
—¿Qué?
—¡Voy a hacer que me la chupe!
—¿Por qué?
—¿Por qué? ¡Sólo por reírnos, por eso!
Lincoln bebió otro trago. Luego se acercó a Ramón. Le agarró por la barbilla y le alzó la cabeza.
—Eh, mamón...
—¿Qué? ¡Oh, por favor, DEJADME, POR FAVOR!
—¡Vas a chupármela, CHUPAPOLLAS!
—¡Oh no, por favor!
—¡Sabemos que eres marica! ¡Venga, mamón!
—¡NO! ¡POR FAVOR! ¡POR FAVOR!
Lincoln abrió la bragueta.
—ABRE LA BOCA.
—¡Oh, no, por favor!
Esta vez Lincoln pegó con el puño cerrado.
—Te amo, Ramón: ¡chupa!
Ramón abrió la boca. Lincoln le puso la punta de la polla en los labios.
—¡Si me muerdes, cabrón, TE MATO!
Ramón, llorando, empezó a chupar.
Lincoln le dio un revés en la frente.
—¡Un poco de ACCIÓN! ¡Dale un poco de vida al asunto!
Ramón chupó con más fuerza. Movió la lengua. Luego Lincoln, cuando vio que iba a correrse, agarró a Ramón por la nuca y apretó, sujetándole bien. Ramón mascullaba, ahogándose. Lincoln se la dejó dentro hasta terminar.
—¡Vamos! ¡Ahora chúpasela a mi hermano!
—Oye Linc, prefiero que no lo haga.
—¿Tienes miedo?
—No, no es eso.
—¿No te atreves?
—No, no...
—Echa otro trago.
Andrew bebió. Caviló un rato.
—Bueno, puede chupármela.
—¡OBLÍGALE A HACERLO!
Andrew se levantó, abrió la bragueta.
—Prepárate a chupar, mamón.
Ramón seguía sentado allí, quieto, llorando.
—Levántale la cabeza. Si en realidad le gusta.
Andrew le alzó la cabeza a Ramón.
—No quiero pegarte, viejo, separa los labios. Acabaré en seguida.
Ramón abrió la boca.
—Ves —dijo Lincoln—, vés cómo lo hace. Si no hay ningún problema.
Ramón movía la cabeza, usó la lengua, Andrew se corrió.
Ramón lo escupió en la alfombra.
—Pedazo de cabrón —dijo Lincoln—. ¡Tenías que tragarlo!
Y se acercó y abofeteó a Ramón, que había dejado de llorar y parecía en una especie de trance.
Los hermanos volvieron a sentarse, terminaron las botellas de vino. Encontraron más en la cocina. Las trajeron, las descorcharon, bebieron otro poco.
Ramón Vasquez, parecía ya la figura de cera de una estrella muerta del museo de Hollywood.
—Vamos a hacernos con esos cinco billetes y luego nos largamos —dijo Lincoln.
—El dijo que no los tenía aquí —dijo Andrew.
—Los maricas son mentirosos natos. Yo se los sacaré. Tú quédate aquí sentado disfrutando del vino. Ya me encargaré yo de este mierda.
Lincoln cogió a Ramón, se lo echó al hombro y lo llevó al dormitorio.
Andrew siguió allí sentado bebiendo vino. Oía voces y gritos en el dormitorio. Luego vio el teléfono. Marcó un número de la ciudad de Nueva York, y cargó la llamada al teléfono de Ramón. Allí era donde estaba su chica. Se había ido de Kansas City para actuar en el musical. Pero aún le escribía cartas. Largas. Aún no había empezado a triunfar.
—¿Quién?
—Andrew.
—Oh, Andrew, ¿pasa algo?
—¿Estabas dormida?
—Acababa de acostarme.
—¿Sola?
—Claro.
—Bueno, no pasa nada. Este tío va a meterme en lo de las películas. Dice que tengo una cara muy fina.
—¡Qué maravilla, Andrew! Tienes una cara bellísima, y te quiero, ya lo sabes.
—Lo sé. ¿Y tú qué tal, gatita?
—No tan bien, Andrew. Nueva York es una ciudad fría. Todos intentan meterte la mano en las bragas. Es lo único que quieren. Estoy trabajando de camarera, es una mierda. Pero creo que conseguiré un papel en una obra de Broadway.
—¿Qué tipo de obra?
—Oh, no sé. Parece un poco verde. Una cosa que escribió un negro.
—No te fíes de los negros, nena.
—No me fío. Es sólo por la experiencia. Han conseguido la colaboración de una actriz muy famosa.
—Bueno, eso está bien. ¡Pero no te fíes de los negros!
—No me fío, Andrew, demonios. No me fío de nadie. Es sólo por la experiencia.
—¿Quién es el negro?
-—No sé. Un escritor. Sólo está por allí sentado, fumando yerba y hablando de la revolución. Es el rollo de ahora. Hay que seguirlo mientras dure.
—¿No estarás jodiendo con ese escritor?
—No seas imbécil, Andrew. Me trata muy bien, pero es sólo un pagano, un animal... Si vieras qué harta estoy de ser camarera. Todos esos aprovechados pellizcándote el culo porque dejan unos centavos de propina. Es una mierda.
—Pienso en ti constantemente, nena.
—Yo pienso en ti, cara linda, Andy pijo grande. Y te amo.
—A veces dices cosas divertidas, divertidas y reales, por eso te amo, nena.
—¡Eh! ¡Qué gritos son esos que oigo!
—Es una broma, nena. Estoy en una fiesta aquí en Beverly Hills. Ya sabes cómo son los actores.
—Pues parece que estuvieran matando a alguien.
—No te preocupes, nena. Interpretan. Están todos borrachos. Y ensayan sus papeles. Te amo. Te telefonearé otra vez o te escribiré pronto.
—Hazlo, por favor, Andrew. Te amo.
—Buenas noches, querida.
—Buenas noches, Andrew.
—Andrew colgó y se acercó al dormitorio. Entró. Allí estaba Ramón en la cama de matrimonio. Ramón estaba lleno de sangre. Las sábanas estaban llenas de sangre. Lincoln tenía el bastón en la mano. Era el famoso bastón que utilizaba en la película El Gran Amante. Estaba todo ensangrentado.
—Este hijo de puta no suelta prenda —dijo Lincoln—. Tráeme otra botella de vino.
Andrew volvió con el vino, lo descorchó, Lincoln bebió un buen trago.
—Quizá no estén aquí los cinco mil —dijo Andrew.
—Están. Y los necesitamos. Los maricas son peor que los judíos. Tengo entendido que los judíos prefieren morir a dar un centavo. ¡Y los maricas MIENTEN! ¿Entiendes?
Lincoln volvió a mirar el cuerpo de la cama.
—¿Dónde escondiste los cinco grandes, Ramón?
—Lo juro... Lo juro... ¡Juro por mi madre que no los tengo, lo juro! ¡Lo juro!
Lincoln cruzó otra vez con el bastón la cara del Gran Amante. Luego otra. Corrió la sangre. Ramón perdió el conocimiento.
—Así no adelantamos nada. ¡Dale una ducha! —dijo Lincoln a su hermano—. Reanímalo. Límpiale la sangre. Empezaremos otra vez. Y ahora... no sólo la cara sino también la polla y los huevos. Hablará. Cualquiera hablaría. Límpiale mientras echo un trago. Lincoln salió. Andrew contempló la masa de rojo ensangrentado, le dio una arcada y vomitó en el suelo. Se sintió mejor después de vomitar. Levantó el cuerpo, lo arrastró hacia el baño. Ramón pareció revivir por un momento.
—Virgen Santa, Virgen Santa, Madre de Dios...
Lo dijo una vez más antes de llegar al baño.
—Virgen Santa, Virgen Santa, Madre de Dios...
Andrew le metió en el baño y le quitó la ropa empapada de sangre, luego le puso en la ducha y comprobó el agua hasta ponerla a la temperatura adecuada. Luego se quitó él mismo los zapatos, calcetines, pantalones, calzoncillos y camiseta, se metió en la ducha con Ramón, le sujetó debajo del chorro de agua. La sangre empezó a desaparecer. Andrew vio cómo el agua aplastaba los cabellos grises sobre el cráneo del que había sido ídolo de la Feminidad. Ramón sólo parecía un viejo triste, hundido en la misericordia de sí mismo. Luego, de pronto, como por un impulso, cerró el agua caliente, dejó sólo la fría.
Apoyó la boca en el oído de Ramón.
—Sólo queremos tus cinco mil, viejo. Nos largaremos. Danos los cinco, luego te dejaremos en paz, ¿entendido?
—Virgen Santa... —decía el viejo.
Andrew le sacó de la ducha. Le llevó al dormitorio, le echó en la cama. Lincoln tenía otra botella de vino. Estaba bebiéndola.
—Bueno —dijo—. ¡Esta vez habla!
—No creo que tenga los cinco mil. Yo no aguantaría una paliza así por cinco mil!
—¡Los tiene! ¡Es un marica de mierda! ¡Esta vez HABLA!
Le pasó la botella a Andrew que se la llevó inmediatamente a la boca. Lincoln cogió el bastón:
—¡Venga! ¡Mamón ¿DONDE ESTÁN LOS CINCO MIL?
El hombre de la cama no contestó. Lincoln dio la vuelta al bastón, es decir, cogió el extremo más delgado, luego con la punta curvada bajó hasta la polla y los huevos de Ramón.
Lo único que Ramón hizo fue lanzar series continuas de gemidos.
Los órganos sexuales de Ramón quedaron casi completamente borrados.
Lincoln se tomó un momento para echar un buen trago de vino y luego agarró el bastón y empezó a atizarle en todas partes: en la cara, en vientre, manos, nariz, cabeza, por todas partes, sin preguntar ya nada sobre los cinco mil. Ramón tenía la boca abierta y la sangre de la nariz rota y de otras partes de la cara se le metió en ella. La tragó y se ahogó en su propia sangre. Luego se quedó muy quieto y el batir del bastón tuvo muy poco efecto ya.
—Lo mataste —dijo Andrew desde la silla, mirando—. Iba a meterme en las películas.
—¡No lo maté yo! —dijo Lincoln—. ¡Lo mataste tú! Yo estaba sentado ahí viendo cómo le matabas con su propio bastón. ¡El bastón que le hizo famoso en sus películas!
—No jodas, anda —dijo Andrew—, hablas como un borracho. Ahora lo principal es salir de aquí. El resto ya lo arreglaremos más tarde. ¡Este tío esta muerto! ¡Vámonos!
—Primero hay que despistarles —dijo Lincoln—. He leído en las revistas de estas cosas. Lo de mojar los dedos en su sangre y escribir cosas en las paredes, todo ese rollo.
—¿Qué?
—Sí. Podemos poner, por ejemplo: «¡CERDOS DE MIERDA! ¡MUERTE A LOS CERDOS!». Luego, escribes un nombre encima, un nombre masculino... Por ejemplo «Louie». ¿Entiendes?
—Entiendo.
Mojaron los dedos en su sangre y escribieron sus letreritos. Luego salieron.
El Plymouth del 56 arrancó. Pusieron rumbo sur con los 23 dólares de Ramón más el vino que le habían robado. Entre Sunset y Western vieron a dos chicas de mini junto a la esquina haciendo auto-stop. Pararon. Cruzaron unas palabras y luego las dos chicas entraron. El coche tenía radio. Era casi todo lo que tenía. La encendieron. Rodaban botellas de caro vino francés por el coche.
—Oye —dijo una de las chicas—, creo que estos tíos tienen muy buen rollo.
—Óyeme tú —dijo Lincoln—, vamos hasta la playa a tumbarnos en la arena y beber este vino y ver salir el sol.
—Vale —dijo la otra chica.
Andrew consiguió descorchar una, era difícil. Tuvo que usar su navaja, que era de hoja fina, habían dejado atrás a Ramón y el magnífico sacacorchos de Ramón... y la navaja no servía tan bien, tenían que beber el vino mezclado con trozos de corcho.
Lincoln iba delante conduciendo, así que sólo podía mirar a la suya. Andrew, en el asiento trasero, ya le había metido a la suya la mano entre las piernas. Le abrió las bragas por un lado. Le costó trabajo, pero por fin consiguió meterle el dedo. De pronto ella se apartó, le dio un empujón y dijo:
—Creo que antes debemos conocernos un poco.
—De acuerdo —dijo Andrew—. Nos faltan aún 20 o 30 minutos para llegar a la arena y hacerlo. Me llamo —dijo Andrew— Harold Anderson.
—Yo me llamo Claire Edwards.
Volvieron a abrazarse.
El Gran Amante estaba muerto. Pero ya habría otros. Y también muchachos medianos. Sobre todo de éstos. Así funcionaban las cosas. O no funcionaban.
UN COMPAÑERO DE TRAGO
Conocí a Jeff en un almacén de piezas de automóvil de la calle Flower, o quizá de la calle Figueroa, siempre las confundo. En fin, yo estaba de dependiente y Jeff era más o menos el mozo. Tenía que descargar las piezas usadas, barrer el suelo, poner el papel higiénico en los cagaderos, etc. Yo había hecho trabajos parecidos por todo el país, así que nunca los miraba por encima del hombro. Salía precisamente por entonces de un mal paso con una mujer que había estado a punto de acabar conmigo. Quedé sin ganas de mujeres un tiempo y, como sustituto, jugaba a los caballos, me la meneaba y bebía. Yo, francamente, me sentí mucho más feliz haciendo esto, y cada vez que me pasaba una cosa así pensaba, se acabaron las mujeres, para siempre. Por supuesto, siempre aparecía otra. Acababan cazándote, por muy indiferente que fueses. Creo que cuando llegas a hacerte indiferente de veras es cuando más te lo ofrecen, para fastidiarte. Las mujeres son capaces de eso; por muy fuerte que sea un hombre, las mujeres siempre pueden conseguirlo. Pero, de todos modos, yo me encontraba en esa situación de paz y libertad cuando conocí a Jeff (sin mujer) y no había en la relación nada de homosexual. Sólo dos tíos que vivían sin normas, viajaban y les habían abandonado las mujeres. Recuerdo una vez que estaba sentado en La Luz Verde, tomando una cerveza, recuerdo que estaba en una mesa leyendo los resultados de las carreras y que aquel grupo hablaba de algo cuando de pronto alguien dijo, «...y, sí, a Bukowski le ha dejado la pequeña Flo, ¿verdad? ¿No es cierto que te dejó plantado, Bukowski?». Miré. La gente se reía. No sonreí. Sólo alcé mi cerveza:
—Sí —dije, bebí un trago, dejé el vaso.
Cuando volví a mirar, una joven negra se había traído su cerveza.
—Mira, amigo —dijo—, mira amigo...
—Hola —dije yo.
—Mira, amigo, no dejes que esa Flo te hunda, no la dejes que te hunda, amigo. Puedes superarlo.
—Ya sé que puedo superarlo. Aún no me he rendido.
—Bueno. Es que pareces triste, sabes. Pareces tan triste.
—Claro, lo estoy. La tenía muy dentro. Pero pasará. ¿Cerveza?
—Sí. Y pago yo.
Dormimos esa noche en mi casa, pero fue mi despedida de las mujeres... por catorce o dieciocho meses. Si no andas a la caza, puedes conseguir esos períodos de descanso.
Así que después del trabajo, me dedicaba a beber solo todas las noches, en mi casa, y me quedaba lo suficiente para ir a las carreras el sábado y la vida era simple y no demasiado dolorosa. Quizá sin demasiada razón, pero apartarse del dolor era bastante razonable. Conocí muy pronto a Jeff. Aunque era más joven que yo, reconocí en él un modelo más joven de mí mismo.
—Tienes una resaca infernal, muchacho —le dije una mañana.
—Qué le vamos a hacer —dijo él—. Hay que olvidar.
—Quizá tengas razón —dije—. Es mejor la resaca que el manicomio.
Aquella noche fuimos a un bar cercano después del trabajo. El era como yo, no le preocupaba la comida, un hombre nunca pensaba en la comida. Y, en realidad, éramos dos de los hombres más fuertes del almacén, aunque nunca se llegara a hacer comprobaciones. La comida era simplemente algo aburrido. Yo ya estaba harto de los bares por entonces: todos aquellos imbéciles chiflados esperando a que entrara una mujer y les llevara al país de las maravillas. Los dos grupos más detestables eran los que iban a las carreras de caballos y los de los bares, y me refiero básicamente a los varones de ambos grupos. Los perdedores que seguían perdiendo y no eran capaces de plantarse y afrontar el asunto. Y allí estaba yo, en el medio mismo de ellos. Jeff me hacía más fáciles las cosas. Quiero decir con esto que el rollo era más nuevo para él y él animaba la fiesta, conseguía casi hacerla realista, como si estuviésemos haciendo algo significativo en vez de derrochar nuestros míseros salarios bebiendo o jugando, viviendo en habitaciones miserables, perdiendo empleos, encontrándolos, rechazados por las mujeres, siempre en el infierno e ignorándolo. Todo ese rollo.
—Quiero que conozcas a mi amigo Gramercy Edwards —dijo. —¿Gramercy Edwards? —Sí, Gram ha estado más dentro que fuera.
—¿Cárcel?
—Cárcel y manicomio.
—No está mal. Dile que baje.
—Voy a llamarle por teléfono. Vendrá, si no está demasiado borracho...
Gramercy Edwards vino como una hora después. Para entonces, yo ya me sentía más capaz de manejar las cosas, y esto fue bueno, pues allí llegaba Gramercy, cruzando la puerta: una auténtica víctima de reformatorios y cárceles. Parecía hacer rodar constantemente los ojos hacia atrás, hacia el interior de la cabeza, como si intentase mirar al interior de su cerebro para ver qué error había. Vestía con andrajos y de un bolsillo rasgado de sus pantalones salía una gran botella de vino. Apestaba y llevaba en los labios un cigarrillo liado. Jeff nos presentó. Gram sacó del bolsillo la botella de vino y me ofreció un trago. Bebí. Y allí estuvimos bebiendo hasta la hora de cerrar. Luego, bajamos por la calle hasta el hotel de Gramercy. En aquellos tiempos, antes de que se instalara la industria en la zona, había casas viejas que alquilaban habitaciones a los pobres, y en una de aquellas casas la propietaria tenía un bulldog al que dejaba suelto por la noche para que guardase su preciosa propiedad. Era un perro de lo más cabrón e hijoputa. Me había asustado más de una noche de borrachera hasta que aprendí qué lado de la calle era el suyo y qué lado el mío. Y elegí el lado que él no quería.
—Vale —dijo Jeff—. Vamos a agarrar a ese cabrón esta noche. Bueno, Gram, yo me encargo de agarrarle. Pero cuando lo tenga agarrado, tendrás que rajarlo tú.
—Tú agárralo —dijo Gramercy—. Traje el corte. Está recién afilado.
Y hacia allá fuimos. Pronto oímos gruñidos y vimos acercarse a saltos al bulldog. Era muy hábil mordiendo pantorrillas. Un perro guardián magnífico. Venía saltando con mucho aplomo. Jeff esperó a que estuviese casi encima de nosotros y entonces se puso de lado y saltó por encima de él. El bulldog patinó, se movió rápidamente y Jeff le agarró cuando le pasaba por debajo. Le metió los brazos debajo de las patas delanteras y tiró hacia arriba. El bulldog pataleaba y lanzaba mordiscos desesperado, con la barriga al descubierto.
—Jejejejeje —decía Gramercy—. ¡Jejejeje!
Y metió el cuchillo y cortó un rectángulo. Luego lo dividió en cuatro partes.
—Jesús —dijo Jeff.
Había sangre por todas partes. Jeff dejó al perro. El perro no se movía.
—Jejejeje —-siguió Gramercy—. Ese hijoputa no volverá a molestar a nadie.
—Me dais asco —dije yo. Subí a mi habitación pensando en aquel pobre bulldog. Estuve enfadado con Jeff dos o tres días. Luego lo olvidé...
Nunca volví a ver a Gramercy, pero seguí emborrachándome con Jeff. Qué otra cosa podíamos hacer.
Todas las mañanas, en el trabajo, nos sentíamos enfermos... Era nuestro chiste particular. Y todas las noches volvíamos a emborracharnos. ¿Qué va a hacer un pobre? Las chicas no buscan a los vulgares trabajadores. Las chicas buscan médicos, científicos, abogados, negociantes, etc. Nosotros las conseguimos cuando ya les repugnan a ellos, cuando ya no son chicas... nos toca el material usado, deformado, nos tocan las enfermas, las locas. Cuando llevas un tiempo aguantando esto, en vez de conformarte con segundos o terceros o cuartos platos, renuncias. O intentas renunciar. El trago ayuda. Y a Jeff le gustaban los bares, así que yo le acompañaba. El problema de Jeff era que cuando se emborrachaba le gustaba la bronca. Por suerte, no se peleaba conmigo. Era muy bueno en eso, era un buen luchador, sabía esquivar y tenía fuerza, quizá sea el hombre más fuerte que haya conocido. No era fanfarrón, pero después de beber un rato, sencillamente parecía volverse loco. Le vi en una ocasión arrear a tres tipos. Era de noche y les miró tirados en la calleja, metió las manos en los bolsillos, luego me miró:
—Venga, vamos a echar otro trago.
Nunca presumía de ello.
Por supuesto, las noches de los sábados eran las mejores. Teníamos el domingo para superar la resaca. Casi siempre nos preparábamos otra para el día siguiente, pero por lo menos la mañana del domingo no tenías que estar en aquel almacén por un salario de esclavos en un trabajo que acabarías dejando o del que te echarían.
Aquella noche de sábado estábamos sentados en La Luz Verde y al final se nos despertó el hambre. Nos acercamos al Chino, que era un sitio bastante limpio y con cierta clase. Subimos por la escalera a la segunda planta y cogimos una mesa al fondo. Jeff estaba borracho y tiró una lámpara de mesa. Se rompió con mucho estrépito. Todo el mundo miraba. El camarero chino que estaba en otra mesa nos dirigió una mirada particularmente hostil.
—Tómeselo con calma —dijo Jeff—. Puede incluirlo en la cuenta. Lo pagaré.
Una mujer embarazada miraba fijamente a Jeff. Parecía muy contrariada por lo que Jeff había hecho. Yo no era capaz de entenderlo. No podía ver que fuese tan grave. El camarero no quería servirnos, o quería hacernos esperar, y aquella mujer embarazada seguía mirando. Era como si Jeff hubiese cometido el más odioso de los crímenes.
—¿Qué pasa, nena? ¿Necesitas un poquito de amor? Si quieres puedo entrar por la puerta trasera. ¿Te encuentras sola. cariño?
—Llamaré ahora mismo a mi marido. Está abajo, ha ido al servicio. Voy a llamarle. Ahora mismo, le llamaré. ¡El le enseñará!
—¿Qué es lo que tiene? —preguntó Jeff—. ¿Una colección de sellos? ¿O mariposas debajo de un cristal?
—¡Voy a decírselo! ¡Ahora mismo! —dijo ella.
—No lo haga, señora, por favor —dije yo—. Necesita usted a su marido. No lo haga, señora, por favor.
—Claro que lo haré —dijo ella—. ¡Ahora mismo!
Se levantó y corrió hacia la escalera. Jeff corrió detrás de ella, la agarró, le dio la vuelta y dijo:
—¡Toma, te ayudaré a bajar!
Y le pegó un puñetazo en la barbilla y allá la mandó saltando y rodando escaleras abajo. Aquello me puso enfermo. Era tan terrible como lo del perro.
—¡Dios del cielo, Jeff! Has tirado por la escalera de un puñetazo a una mujer embarazada. Eso es cobarde y estúpido. Puedes haber matado a dos personas. Eres un mal bicho, ¿qué diablos quieres demostrar?
—¡Calla o te arreo a ti también! —dijo Jeff.
Jeff estaba bestialmente borracho, allí plantado de pie en lo alto de la escalera, tambaleándose. Abajo se había reunido mucha gente alrededor de la mujer. Aún parecía viva y no parecía tener nada roto, pero yo no sabía del niño. Deseé que el niño estuviese perfectamente. Luego salió el marido del water y vio a su mujer. Le explicaron lo que había pasado y luego le señalaron a Jeff. Jeff se volvió y se dispuso a regresar a la mesa. El marido subió las escaleras como un tiro. Era alto, tan alto como Jeff e igual de joven. Yo no me sentía nada a gusto con Jeff, así que no le avisé. El marido le saltó a la espalda y le sujetó en una llave de estrangulamiento. Jeff se ahogaba y se le puso toda la cara roja, pero por debajo sonreía. Le encantaban las peleas. Consiguió poner una mano en la cabeza del tipo y luego maniobró con la otra y logró alzar el cuerpo del tipo y colocarlo paralelo al suelo. El marido aún le tenía cogido por el cuello cuando Jeff se aproximó a la boca de la escalera. Se plantó allí y luego simplemente se apartó al tipo del cuello, lo alzó en el aire y lo lanzó al espacio. El marido, cuando dejó de rodar, se quedó muy quieto. Yo empecé a pensar en la forma de salir de allí. Abajo había varios chinos dando vueltas. Cocineros, camareros, propietarios. Parecían comunicarse entre sí. Empezaron a subir por la escalera. Yo tenía media botella en el abrigo y me senté en la mesa a contemplar el espectáculo. Jeff se plantó al final de la escalera y fue echándoles abajo a puñetazos. Pero venían más y más. No sé de dónde saldrían todos aquellos chinos. La simple presión del número fue haciendo retroceder a Jeff de la escalera y, por último, se vio en el centro de la estancia derribándolos a puñetazos. En otra ocasión, yo habría ayudado a Jeff, pero entonces no podía dejar de pensar en aquel pobre perro y aquella pobre mujer embarazada y seguí allí sentado bebiendo de la botella y observando.
Por fin un par de ellos agarraron a Jeff por detrás, uno le agarró un brazo, otros dos el otro brazo, otro una pierna, el otro por el cuello. Era como una araña arrastrada por una masa de hormigas. Luego cayó al suelo y todos intentaban inmovilizarle. Como dije, era el hombre más fuerte que he visto en mi vida. Le tenían allí sujeto, pero no conseguían inmovilizarle del todo. De vez en cuando, salía volando un chino del montón, como lanzado por una fuerza invisible. Luego volvía a saltar encima. Jeff simplemente no se rendía. Y aunque le tenían allí sujeto, no podían hacer nada con él. Seguía luchando y los chinos parecían muy desconcertados y muy preocupados al ver que no se rendía.
Bebí otro trago, metí la botella en el abrigo, me levanté. Me acerqué allí.
—Si vosotros le sujetáis —dije— yo lo dejaré listo. Me matará por esto, pero no hay otra salida.
Me agaché y me senté en su pecho.
—¡Sujetadle! ¡Ahora sujetadle la cabeza! ¡No puedo atizarle si sigue moviéndose así! ¡Agarradle bien, coño! ¡Maldita sea, sois una docena! ¿Es que no vais a ser capaces de sujetar a un hombre? ¡Vamos, vamos, agarradle bien!
No eran capaces de inmovilizarle. Jeff seguía dando vueltas y debatiéndose. Parecía tener una fuerza inagotable. Renuncié, me senté otra vez en la mesa, eché otro trago. Debieron pasar otros cinco minutos.
Luego, de pronto, Jeff se quedó muy quieto. Dejó de moverse. Los chinos le observaban sin dejar de sujetarle. Empecé a oír un llanto. ¡Jeff estaba llorando! Tenía la cara cubierta de lágrimas. Toda la cara le brillaba como un lago. Luego gritó, muy quejumbrosamente, una palabra...
—¡MADRE!
Fue entonces cuando oí la sirena. Me levanté, pasé ante ellos y bajé la escalera. Cuando iba a la mitad, me crucé con la policía.
—¡Está allá arriba, agentes! ¡Deprisa!
Salí lentamente por la puerta principal. Luego, en la primera calleja, empecé a correr. Salí a la otra calle y cuando lo hacía pude oír las ambulancias que se acercaban. Me metí en mi habitación, cerré todas las cortinas y apagué la luz. Terminé la botella en la cama.
Jeff no fue a trabajar el lunes. Jeff no fue a trabajar el martes. Ni el miércoles. En fin, no volví a verle. No indagué en las cárceles. Poco después, me echaron por absentismo y me mudé a la zona oeste de la ciudad, donde encontré trabajo como mozo de almacén en Sears Roebuck. Los mozos de almacén de Sears Roebuck nunca tenían resaca y eran muy dóciles, y bastante flacuchos. Nada parecía alterarlos. Yo comía solo y hablaba muy poco con el resto.
No creo que Jeff fuese un ser humano excelente. Cometió muchos errores, errores brutales, pero había sido interesante, bastante interesante. Supongo que ahora está cumpliendo condena o que le ha matado alguien. Nunca encontraré otro compañero de trago como él. Todo el mundo está dormido y es sensato y correcto. Se necesita, de vez en cuando, un verdadero hijo de puta como él. Pero como dice la canción: «¿Dónde se han ido todos?».
LA BARBA BLANCA
Y Herb hacía un agujero en una sandía y se jodía la sandía y luego obligaba a Talbot, al pequeño Talbot, a comérsela. Nos levantábamos a las seis y media de la mañana a recoger las manzanas y las peras y estábamos casi en la frontera y los bombardeos estremecían la tierra mientras tú arrancabas manzanas y peras, procurando ser buen chico, procurando recoger sólo las maduras, y luego bajabas a mear (hacía frío por las mañana) y a fumar un poco de hash en el water. No había quién entendiera todo aquello. Estábamos cansados y nos daba igual. Estábamos a miles de kilómetros de casa en un país extranjero y todo nos daba igual. Era como si hubiesen excavado un espantoso agujero en la tierra y nos hubiesen tirado por él. Trabajábamos sólo por el alojamiento y la comida y un pequeñísimo salario y lo que podíamos robar. Ni siquiera el sol se portaba bien; estaba cubierto de aquella especie de sutil celofán rojo que los rayos no podían atravesar, así que siempre andábamos enfermos, siempre en la enfermería, donde lo único que hacían era alimentarte con aquellos inmensos pollos fríos. Aquellos pollos sabían a goma y te sentabas en la cama y comías aquellos pollos de goma, uno detrás de otro, moqueando sin parar, chorreándote los mocos por la nariz, por la cara, y tenías que aguantar los pedos de aquellas enfermeras culigordas. Tan mal estaba uno allí que tenía que sanar y volver en seguida a aquellos estúpidos manzanos y perales.
La mayoría habíamos huido de algo: mujeres, facturas, niños, incapacidad para soportar. Estábamos descansando y cansados, enfermos y cansados, estábamos liquidados.
—No deberías obligarle a comerse esa sandía —dije.
—Venga, cómela —dijo Herb—. ¡Cómela o te juro que te arranco la cabeza de los hombros!
El pequeño Talbot mordía aquella sandía, tragando las pepitas y el semen de Herb, llorando en silencio. A los hombres cuando se aburren, les gusta pensar cosas para no volverse locos. O quizá se vuelvan locos. El pequeño Talbot estuvo enseñando álgebra en un instituto de enseñanza media de los Estados Unidos, pero había tenido algún problema y se había largado a nuestro pozo de mierda, y ahora estaba comiendo semen mezclado con jugo de sandía.
Herb era un tipo grande, con unas manos como palas mecánicas, barba negra como de alambre y tiraba tantos pedos como aquellas enfermeras. Llevaba siempre aquel inmenso cuchillo de caza a la cadera, metido en una vaina de cuero. No lo necesitaba, podía matar a cualquiera sin él.
—Oye Herb —dije—, ¿por qué no sales ahí y terminas de una vez con esta guerra? Ya estoy harto.
—No quiero desequilibrar la balanza —dijo Herb.
Talbot había acabado con la sandía.
—Sí, ¿por qué no echas un vistazo a los calzoncillos, a ver si los tienes cagados? —preguntó a Herb.
—Una palabra más —contestó Herb— y tendrás que llevar el culo en una mochila.
Salimos a la calle y allí estaba toda aquella gente culiflaca en pantalones cortos, armados y con barba de días. Hasta algunas de las mujeres parecían necesitar un afeitado. Había por todas partes un vago olor a mierda, y de cuando en cuando ¡BURUMB... BURUMB!, oías el bombardeo. Menudo «alto el fuego»...
Entramos en un sitio, cogimos una mesa y pedimos un poco de vino barato. En el local ardían velas. Había algunos árabes sentados en el suelo, inertes y soñolientos. Uno tenía un cuervo en el hombro y de vez en cuando alzaba la palma de la mano. En la palma había una o dos semillas. El cuervo las cogía y parecía tener dificultades para tragarlas. Vaya mierda de tregua. Vaya mierda de cuervo.
Luego vino y se sentó a nuestra mesa una chica de trece o catorce años. Tenía los ojos de un azul lechoso, si es que puede concebirse un azul lechoso, y la pobrecilla no tenía más que pechos. Era sólo un cuerpo, brazos, cabeza, etc., colgando de aquellos pechos. Unos pechos mayores que el mundo, que aquel mundo que estaba matándonos. Talbot la miraba a los pechos, Herb la miraba a los pechos, yo la miraba a los pechos. Era como si nos hubiese visitado el último milagro, y sabíamos que los milagros habían terminado. Estiré la mano y toqué uno de aquellos pechos. No pude evitarlo. Luego lo apreté. La chica se echó a reír y dijo, en inglés:
—Te ponen caliente, ¿eh?
Me eché a reír. Ella vestía una cosa amarilla transparente. Llevaba bragas y sostén rojos; zapatos de tacón alto verdes y grandes pendientes verdes. Le brillaba la cara como si la hubiesen barnizado y tenía la piel entre marrón pálido y amarillo oscuro. En fin, no soy pintor, no sé decirlo exactamente. Tenía pezones. Tenía pechos. Era todo un espectáculo.
El cuervo voló una vez alrededor del local en un falso círculo, aterrizó otra vez en el hombro del árabe. Yo, allí sentado, pensaba en los pechos, y en Herb y en Talbot también. En Herb y en Talbot, en que jamás me habían dicho qué les había llevado allí y en que yo jamás había dicho qué me había llevado allí y en que éramos unos absolutos fracasos, unos imbéciles que nos escondíamos, intentando no pensar ni sentir, pero sin decidirnos todavía a matarnos, vegetando aún por el mundo. Nuestro sitio era aquél. Pertenecíamos a aquello. Luego cayó una bomba en la calle y la vela de nuestra mesa se desprendió de su soporte. Herb la cogió y yo besé a la chica, acariciándole los pechos. Estaba volviéndome loco.
—¿Quieres joder? —preguntó ella.
Me indicó el precio, pero era demasiado alto. Le dije que éramos sólo recolectores de fruta y que cuando aquello acabase tendríamos que ir a trabajar a las minas. Las minas no eran ninguna juerga. La última vez la mina estaba en la montaña. En vez de cavar en el suelo, derribamos la montaña. El filón estaba en la cima y el único medio de extraerlo era desde abajo. Así que excavamos aquellos agujeros hacia arriba formando un círculo, cortamos la dinamita, cortamos las mechas y metimos los cartuchos en aquel círculo de agujeros. Había que unir todas las mechas a una mecha general más larga, encenderla y largarle. Tenías dos minutos y medio para alejarte lo más posible. Luego, después de la explosión, volvías y paleabas toda aquella mierda y luego repetías el proceso. Subías y bajabas corriendo aquella escalerilla como un mono. De vez en cuando, encontraban una mano o un pie, y nada más. Los dos minutos y medio no habían bastado. O una de las mechas estaba mal, y el fuego se había corrido. El fabricante había hecho trampas, pero estaba demasiado lejos para preocuparse. Era como tirarse en paracaídas: si no se abría, no había a quién reclamar en realidad.
Subí con la chica. El cuarto no tenía ventana, y la luz era también de velas. Había un colchón en el suelo. Nos sentamos los dos en él. Ella encendió la pipa de hash y me la pasó. Le di una chupada y se la pasé, contemplando otra vez aquellos pechos. Me parecía casi ridícula, allí colgada de aquellas dos cosas. Era casi un crimen. Ya dije casi. Y, después de todo, hay otras cosas además de los pechos. Las cosas que van con ellos, por ejemplo. En fin, yo no había visto nada parecido en Norteamérica. Pero claro, en Norteamérica, cuando había algo como aquello, los ricos le echaban mano y lo escondían hasta que se estropeaba o cambiaba, y entonces nos dejaban probar a los demás.
Pero yo estaba furioso contra Norteamérica porque me habían echado de allí. Siempre habían intentado matarme, enterrarme. Hubo incluso un poeta conocido mío, Larsen Castile, que escribió un largo poema sobre mí en el que al final encontraban un montículo en la nieve una mañana y paleaban la nieve y allí estaba yo. «Larsen, gilipollas —le dije—, eso es lo que tú quieres.»
En fin, me lancé a los pechos, chupando primero uno, luego el otro, me sentía como un niño. Al menos sentía lo que yo imaginaba que podría sentir un niño. Me daban ganas de llorar de lo bueno que era. Teñía la sensación de poder estar allí chupando aquellos pechos eternamente. A la chica parecía no importarle. ¡De hecho, brotó una lágrima! ¡Era tan delicioso, el que brotara una lágrima! Una lágrima de plácido gozo. Navegando, navegando. Dios, ¡lo que tienen que aprender los hombres! Yo había sido siempre hombre de pierna, mis ojos siempre quedaban atrapados por las piernas: las mujeres que salían de los coches me dejaban siempre absolutamente extasiado. No sabía qué hacer. Ay, cuando salía una mujer de un coche y yo veía aquellas PIERNAS... SUBIENDO. Todo aquel nylon, aquellas trampas, toda aquella mierda... ¡SUBIENDO! ¡Demasiado! ¡No puedo soportarlo! ¡Piedad! ¡Que me capen como a los bueyes!... Sí, era demasiado... Y ahora, me veía chupando pechos. En fin.
Metí las manos bajo aquellos pechos, los alcé. Toneladas de carne. Carne sin boca ni ojos. CARNE CARNE CARNE. Me la metí en la boca y volé al cielo.
Luego me lancé a su boca y empecé a bajarle las bragas rojas. Luego la monté. Pasaban navegando vapores en la oscuridad. Me echaban chorros de supor por la espalda los elefantes. Temblaban en el viento flores azules. Ardía trementina. Eructaba Moisés. Un neumático bajó rodando una verde ladera. Y así terminó todo. No tardé mucho. Bueno... en fin.
Ella sacó una pequeña palangana y me lavó y luego me vestí y bajé la escalera. Herb y Talbot estaban esperándome. La eterna pregunta:
—¿Qué tal?
—Bueno, casi como las demás.
—¿Quieres decir que no se lo hiciste en los pechos?
—Demonios. Yo sólo sé que se lo hice en algún sitio.
Herb subió.
—Voy a matarle —me dijo Talbot—. Le mataré esta noche con su propio cuchillo cuando esté dormido.
—¿Te cansaste de comer sandías?
—Nunca me gustaron las sandías.
—¿No quieres probarla? Quizá lo haga también.
—Los árboles están casi vacíos. Creo que pronto tendremos que irnos a las minas.
—Al menos allí no estará Herb apestando los pozos con sus pedos.
—Ah sí, no me acordaba. Vas a matarle.
—Sí, esta noche, con su propio cuchillo. No me lo estropearás, ¿verdad?
—No es asunto mío. Supongo que me lo dices como un secreto.
—Gracias.
—De nada...
Luego bajó Herb. Las escaleras se estremecían con sus pisadas. Todo el local se estremecía. No podías diferenciar el ruido de las bombas del ruido que hacía Herb. Luego bombardeó él. Pudimos oírlo, FLURRRRPPPP, luego pudimos olerlo, por todas partes se extendió el olor. Un árabe que había estado durmiendo apoyado en la pared, despertó, soltó un taco y salió corriendo a la calle.
—Se la metí entre los pechos —dijo Herb—. Y luego fue como un mar debajo de su barbilla. Cuando se levantó, le colgaba como una barba blanca. Necesitó dos toallas para limpiarse. Después de hacerme a mí, tiraron el molde.
—Después de hacerte a ti se olvidaron de tirar de la cadena —dijo Talbot.
Herb se limitó a sonreír.
—¿No vas a probarla tú, pajarillo? —le dijo.
—No, cambié de idea.
—Miedo, ¿eh? Me lo figuraba.
—No, es que tengo otra cosa en la cabeza.
—Probablemente la polla de alguien.
—Puede que tengas razón. Me has dado una idea.
—No hace falta mucha imaginación. Basta con que te la metas en la boca. En fin, haz lo que quieras.
—No es eso lo que pienso.
—¿Sí? ¿Y qué es lo que piensas? ¿Que te la metan por el culo?
—Ya lo descubrirás.
—Lo descubriré, ¿eh? ¿Qué me importa a mí lo que hagas con la polla de otro?
Luego, Talbot se echó a reír.
—Este pajarillo se ha vuelto loco. Ha comido demasiada sandía.
—Quizá, quizá —dije yo.
Bebimos un par de rondas de vino y nos fuimos. Era nuestro día libre, pero nos habíamos quedado sin dinero. Lo único que podíamos hacer era volver, tumbarnos en los catres y esperar el sueño. Hacía mucho frío allí de noche, y no había calefacción y sólo nos daban dos mantas muy finas. Tenías que echar encima de las mantas toda la ropa: chaquetas, camisas, calzoncillos, toallas, todo. Ropa sucia, ropa limpia, todo. Y cuando Herb tiraba un pedo, tenías que taparte la cabeza con todo aquello. Volvimos, pues, y yo me sentía muy triste. Nada podía hacer. A las manzanas les daba igual, a las peras les daba igual. Norteamérica nos había echado o nosotros habíamos escapado. A dos manzanas de distancia cayó una bomba encima de un autobús escolar. Los niños volvían de una excursión. Cuando pasamos había trozos de niños por todas partes. La carretera estaba llena de sangre.
—Pobres niños —dijo Herb—. Nunca les joderán.
Yo pensé que ya lo habían hecho. Seguimos nuestra ruta.
UN COÑO BLANCO
es un bar que queda cerca de la estación de ferrocarril, ha cambiado de dueño seis veces en un año. pasó de bar top-less a restaurante chino, después a mejicano y luego a varias cosas más, pero a mí me gustaba sentarme allí a mirar el reloj de la estación por una puerta lateral que siempre dejan entornada, es un bar bastante aceptable: no hay mujeres que molesten, sólo un grupo de comedores de mandioca y jugadores del volante que me dejan en paz. están siempre allí sentados viendo la aburrida retransmisión de un partido de algo en la tele, se está mejor en el cuarto de uno, por supuesto, pero hemos aprendido con los años de trinque que si bebes solo entre cuatro paredes, las cuatro paredes no sólo te destruyen sino que les ayudan a ELLOS a destruirte. No hay por qué darles victorias fáciles. Saber mantener el equilibrio justo entre soledad y gente, ésa es la clave, ésa es la táctica, para no acabar en el manicomio.
así que estoy allí sentado muy serio cuando se sienta a mi lado el mejicano de la Sonrisa Eterna.
—necesito tres verdes, ¿puedes dármelos?
—los muchachos dicen que «no»... por ahora, ha habido muchos problemas últimamente.
—pero lo necesito.
—todos lo necesitamos, págame una cerveza.
la Sonrisa Mejicana Eterna me paga una cerveza.
a) está tomándome el pelo.
b) está loco.
c) quiere liarme.
d) es un poli.
e) no sabe nada.
—quizá pueda conseguirte tres verdes —le digo.
—ojalá, perdí a mi socio, él sabía cómo agujerear una caja fuerte, sabía encontrarle el punto débil y aplicar la presión necesaria hasta que la plancha saltaba, todo perfecto, sin un ruido, ahora le han cazado, y yo tengo que usar el martillo, sacar la combinación y dinamitar el agujero, muy anticuado y muy ruidoso, pero necesito tres verdes hasta que me salga un asunto.
me cuenta todo esto muy bajo, acercándose, para que nadie oiga, apenas puedo oírle.
—¿cuánto hace que eres policía? —le pregunto.
—te equivocas conmigo, soy estudiante, de la escuela nocturna, estudio trigonometría superior.
—¿y para eso necesitas robar cajas fuertes?
—claro, y cuando acabe yo también tendré cajas fuertes y una casa en Beberly Hills, donde no lleguen los motines.
—mis amigos me dicen que la palabra es Rebelión, no Motín.
—-¿qué clase de amigos tienes?
—de todas clases, y de ninguna, quizá cuando llegues al cálculo superior, entiendas mejor lo que quiero decir, creo que te queda mucho por delante.
—por eso necesito tres verdes.
—un préstamo de tres verdes significa cuatro verdes dentro de treinta y cinco días.
—¿cómo sabes que no voy a largarme?
—nunca lo ha hecho nadie, tú ya me entiendes.
tomamos otras dos cervezas, mientras veíamos el partido.
—¿cuánto hace que eres policía? —volví a preguntarle.
—me gustaría que dejases eso. ¿te importa que te pregunte yo algo?
—bueno —dije.
—te vi por la calle una noche hace unas dos semanas, hacia la una, con la cara llena de sangre, y también la camisa, una camisa blanca, quise ayudarte pero parecías no saber dónde estabas, me asustaste: no te tambaleabas pero era como si anduvieras en sueños, luego vi cómo entrabas en una cabina de teléfonos y más tarde te recogió un taxi.
—bueno —dije.
—¿eras tú?
—supongo.
—¿qué pasó?
—tuve suerte.
—¿qué?
—claro, sólo me tocaron un poco, estamos en la Década Loca de los Asesinos. Kennedy. Oswald. el doctor King. Che G. Lumumba. olvido varios, seguro, tuve suerte, no era lo bastante importante para un asesinato.
—¿y quién te hizo aquello?
—todos.
—¿todos?
—claro.
—¿qué piensas del asunto de King?
—una chorrada, como todos los asesinatos desde Julio César.
—¿crees que los negros tienen razón?
—no creo que yo merezca morir a manos de un negro, pero creo que hay algunos blancos enfermos de fantasías que sí, quiero decir ELLOS quieren morir a manos de un negro, pero creo que una de las cosas mejores de la Revolución Negra es que ellos están INTENTÁNDOLO, la mayoría de nosotros los lindos blanquitos hemos olvidado ya esto, incluido yo. ¿pero qué tiene eso que ver con los tres verdes?
—bueno, a mí me dijeron que tenías contactos y necesito pasta, pero creo que estás un poco loco.
—FBI.
—¿cómo?
—¿eres del FBI?
—¿estás paranoico? —pregunta él.
—por supuesto, ¿qué hombre sano no?
—¡tú estás loco! —parece fastidiado y echa hacia atrás la silla y se va. Teddy, el nuevo propietario, llega con otra cerveza.
—¿quién era? —pregunta.
—un tío que quería liarme.
—¿sí?
—sí. así que le lié yo.
Teddy se alejaba nada impresionado pero así son los de los bares, termino la cerveza, salgo y bajo hasta el bar mejicano grande de la baranda de bronce, querían matarme allí dentro, yo era mal actor estando borracho, era agradable ser blanco y estar loco y ser tan desenvuelto, ella se acerca, la camarera, recuerdo la cara, la banda empieza «Vuelven los días felices», quieren engañarme, esto activa la navaja automática.
—necesito recuperar mis llaves.
ella busca en el delantal (le sienta bien ese delantal; a las mujeres siempre les sientan bien los delantales; algún día joderé a una que no tenga más que el delantal, quiero decir encima de ELLA) y coloca las llaves sobre la barra, allí estaban: las llaves del coche, las del apartamento, las llaves para llegar al interior de mi cráneo.
—anoche dijiste que volvías.
miro alrededor, hay por allí, por la barra, dos o tres, groguis. revolotean las moscas sobre sus cabezas, sin carteras, el asunto olía a droga en la bebida, en fin, ellos se lo merecen, yo no. pero los mejicanos eran fríos: nosotros les robamos su tierra pero ellos siguieron tocando sus trompetas, y yo digo:
—se me olvidó volver.
—la consumición es por mi cuenta.
—oye, ¿crees que soy Bob Hope contando chistes navideños a los soldados? un whisky con droga, fuerte.
se echa a reír y va a mezclar el veneno, vuelvo la cabeza para facilitarle las cosas, se sienta frente a mí.
—me gusta —dice—. quiero que jodamos otra vez. haces buenos trucos para ser un viejo.
—gracias, es por esa peluca blanca que llevas, soy un chiflado: me gustan las jóvenes que se fingen viejas, y las viejas que se fingen jóvenes, me gustan los ligueros, los tacones altos, las braguitas rosa, todo ese rollo picante.
—hago una escena en que me tiño el coño de blanco.
—perfecto.
—bebe tu veneno.
—oh sí, gracias.
—no hay de qué.
bebí el whisky con droga, pero les engañé, salí inmediatamente y tuve la suerte de ver un taxi allí mismo en Sunset, al sol, entré y cuando llegué a casa apenas pude pagar, abrir la puerta y cerrarla, luego quedé paralizado, un coño blanco, sí, ella no quería joder conmigo, quería joderme. conseguí llegar al sofá y quedar paralizado allí, salvo en el pensamiento, oh sí, tres verdes, ¿quién no lo aceptaría? al diablo el interés y la cláusula de penalización final, treinta y. cinco días, ¿cuántos hombres han tenido treinta y cinco días libres en sus vidas? y luego, se puso oscuro, así que no pude contestarme mi propia pregunta.
ujjujj.
UN 45 PARA PAGAR LOS GASTOS DEL MES
Duke tenía aquella hija, Lala, le llamaban, de cuatro años era su primer crío y él siempre había procurado no tener hijos, temiendo que pudiesen asesinarle, o algo así, pero ahora estaba loco y ella le encantaba, ella sabía todo lo que Duke pensaba, pues había una especie de cable que iba de ella a él y de él a ella.
Duke estaba en el supermercado con Lala, y hablaban, decían cosas, hablaban de todo y ella le decía todo lo que sabía, y sabía mucho, instintivamente, y Duke no sabía mucho, pero le decía lo que podía, y el asunto funcionaba, eran felices juntos.
—¿qué es eso? —preguntó ella.
—eso es un coco.
—¿qué tiene dentro?
—leche y cosa de masticar.
—¿por qué está ahí?
—porque se siente a gusto ahí, toda esa leche y esa carne mascable, se siente bien dentro de esa cáscara, se dice: «¡oh qué bien me siento aquí!».
—¿y por qué se siente bien ahí?
—porque cualquier cosa se sentiría bien ahí. yo me sentiría bien.
—no, tú no. no podrías conducir el coche desde ahí dentro, ni verme desde ahí dentro, no podrías comer huevos con jamón desde ahí.
—los huevos y el jamón no lo son todo.
—¿qué es todo?
—no sé. quizás el interior del sol, sólido congelado.
—¿el INTERIOR del SOL...? ¿SOLIDO CONGELADO?
—sí.
—¿cómo sería el interior del sol si fuese sólido congelado?
—bueno, el sol debe ser corno una pelota de fuego, no creo que los científicos estuviesen de acuerdo conmigo, pero yo creo que debe ser eso.
Duke cogió un aguacate.
—¡oh!
—sí, eso es un aguacate: sol congelado, comemos el sol y luego podemos andar por ahí y sentirnos calientes.
—¿está el sol en toda esa cerveza que tú bebes?
—sí, lo está.
—¿está el sol dentro de mí?
—no he conocido a nadie que tenga dentro tanto sol como tú.
—¡pues yo creo que tú tienes dentro un SOL INMENSO!
—gracias, querida.
siguieron y terminaron sus compras. Duke no eligió nada. Lala llenó el cesto de cuanto quiso, parte de ello no comestible: globos, lapiceros, una pistola de juguete, un hombre espacial al que le salía un paracaídas de la espalda al lanzarlo al cielo, un hombre espacial magnífico.
a Lala no le gustó la cajera, la miró ceñuda, hosca, pobre mujer: le habían ahuecado la cara y se la habían vaciado. era un espectáculo de horror y ni siquiera lo sabía.
—¡hola bonita! —dijo la cajera. Lala no contestó. Duke no la empujó a hacerlo, pagaron su dinero y volvieron al coche.
—cogen nuestro dinero —dijo Lala.
—sí.
—y luego tú tienes que ir a trabajar de noche para ganar más. no me gusta que marches de noche, yo quiero jugar a mamá, quiero ser mamá y que tú seas un niño.
—bueno, yo seré el niño ahora mismo, ¿qué tal, mamá?
—muy bien, niño, ¿puedes conducir el coche?
—puedo intentarlo.
luego, en el coche, cuando iban conduciendo, un hijo de puta apretó el acelerador e intentó embestirlos en un giro a la izquierda.
—¿por qué quiere la gente pegarnos con sus coches, niño?
—bueno, mamá, es porque son desgraciados y a los desgraciados les gusta destrozar las cosas.
—¿no hay gente feliz?
—hay mucha gente que finge ser feliz.
—¿por qué?
—porque están avergonzados y asustados y no tienen el valor de admitirlo.
—¿tú estás asustado?
—yo sólo tengo el valor de admitirlo contigo... estoy tan asustado y tengo tanto miedo, mamá, que podría morirme en este mismo instante.
—¿quieres tu biberón, niño?
—sí, mamá, pero espera a que lleguemos a casa.
siguieron su camino, giraron a la derecha en Normandie. Por la derecha les resultaba más difícil embestir.
—¿trabajarás esta noche, niño?
—sí.
—¿por qué trabajas de noche?
—porque está más oscuro y la gente no puede verme.
—¿por qué no quieres que la gente te vea?
—porque si me viesen podrían detenerme y meterme en la cárcel.
—¿qué es cárcel?
—todo es cárcel.
—¡yo no soy cárcel!
aparcaron y subieron las compras a casa.
—¡mamá! —dijo Lala— ¡hemos comprado muchas cosas! ¡soles congelados, hombres espaciales, todo!
mamá (la llamaban «Mag») mamá dijo:
—qué bien.
luego dijo a Duke:
—diablos, no quiero que salgas esta noche, tengo un presentimiento, no salgas, Duke.
—¿tú tienes un presentimiento, querida? yo lo tengo siempre, es cosa del oficio, tengo que hacerlo, estamos sin blanca, la niña echó de todo en el carrito, desde jamón enlatado a caviar.
—¿pero es que no puedes controlar a la niña?
—quiero que sea feliz.
—no será feliz si tú estás en la cárcel.
—mira, Mag, en mi profesión, sólo tienes que hacerte a la idea de que pasarás temporadas en la cárcel, yo ya pasé una, muy corta, he tenido más suerte que la mayoría.
—¿y si hicieras un trabajo honrado?
—nena, trabajar a presión es espantoso, te hunde, y además no hay trabajos honrados, de un modo u otro te mueres, y yo ya estoy metido por este camino... soy una especie de dentista, digamos, que le saca dientes a la sociedad, no sé hacer otra cosa, es demasiado tarde, y ya sabes cómo tratan a los ex presidiarios, ya sabes las cosas que te hacen, ya te lo he dicho, yo...
—ya sé que me lo has dicho, pero...
—¡pero pero pero... perooo! —dijo Duke—. déjame acabar, condenada!
—acaba, acaba.
—esos soplapollas industriales de esclavos que viven en Beverly Hills y Malibu. esos tipos especializados en «rehabilitar» presidiarios, ex presidiarios, es algo que hace que la libertad vigilada de mierda huela a rosas, un cuento, trabajo de esclavos, los funcionarios de libertad vigilada lo saben, lo saben de sobra, y lo sabemos nosotros, ahorra dinero al estado, haz dinero para otro, mierda, mierda todo. todo, hacen trabajar el triple al individuo normal mientras ellos roban a todos dentro de la ley: les venden mierda por diez o veinte veces su valor real, pero eso está dentro de la ley, su ley...
—cállate ya, he oído eso tantas veces...
—¡pues lo oirás OTRA VEZ, maldita sea! ¿crees que no lo veo y no lo siento? ¿crees que debo callármelo? ¿delante de mi propia mujer? tú eres mi mujer, ¿no? ¿no jodemos? ¿no vivimos juntos? ¿eh?
—el jodido eres tú. ahora te pones a gritar.
—¡TU eres la jodida! ¡cometí un error, un error técnico! era joven; no entendía sus reglas de mierda...
—¡y ahora intentas justificar tu estupidez!
—¡ésa sí que es buena! eso ME GUSTO, mi mujercita, mi coñito. mi coñito. eres sólo un coñito en las escaleras de la Casa Blanca, abierto del todo y acribillado mentalmente...
—Duke, que nos oye la niña.
—bueno, terminaré, coñito mío. REHABILITADO, ésa es la palabra, eso es lo que dicen los mamones de Beverly Hills. son tan condenadamente decentes, tan HUMANOS, sus mujeres escuchan a Mahler en el centro musical y hacen caridad, donaciones libres de impuestos, y las eligen entre las diez mejores mujeres del año en el Times de Los Angeles, ¿y sabes lo que te hacen sus MARIDOS? te tratan como a un perro, te recortan el jornal y se lo embolsan, y no hay más que hablar, ¿cómo no verá la gente que todo es una mierda? ¿es que nadie lo ve?
—yo...
—¡CÁLLATE! ¡Mahler, Beethoven, STRAVINSKY! te hacen trabajar de más por nada, están siempre dándote patadas en el culo, y como digas una palabra, cogen el teléfono y hablan con el funcionario de libertad vigilada, y estás listo, «lo siento, Jensen, pero no tengo más remedio que decírtelo, tu hombre robó veinticinco dólares de la caja, empezaba a caernos simpático, pero...»
—¿y qué clase de justicia quieres tú? Dios mío, Duke, no sé qué hacer, gritas y gritas, te emborrachas y me cuentas que Dillinger fue el hombre más grande de todos los tiempos, te acunas en la mecedora, completamente borracho, y te pones a dar vivas a Dillinger. yo también estoy viva, escúchame...
—¡a la mierda Dillinger! está muerto, ¿justicia? en Norteamérica no hay justicia, sólo hay una justicia, pregunta a los Kennedy, pregunta a los muertos, pregunta a cualquiera.
Duke se levantó de la mecedora, se acercó al armario, hurgó debajo de la caja de adornos navideños y sacó la pipa, un cuarenta y cinco.
—ésta, ésta, ésta es la única justicia de Norteamérica, esto es lo único que entienden todos.
y agitó en el aire el condenado trasto.
Lala estaba jugando con el hombre espacial, el paracaídas no abría bien, lógico: una estafa, otra estafa, como la gaviota de los ojos muertos, como el bolígrafo, como Cristo dando voces al Papa con las líneas cortadas.
—oye —dijo Mag—, guarda ese maldito revólver, trabajaré yo. déjame trabajar.
—¡trabajarás tú! ¿cuánto hace que oigo eso? tú sólo sirves para joder, para andar sin hacer nada tumbada por ahí leyendo revistas y comiendo bombones.
—oh, Dios mío, eso no es cierto... yo te amo, Duke, de veras.
a él ya le cansaba.
—de acuerdo vale, entonces, recoge y coloca las compras, y prepárame algo de comer antes de que salga a la calle.
Duke volvió a guardar la pipa en el armario, se sentó y encendió un cigarrillo.
—Duke —preguntó Lala—, ¿quieres que te llame Duke o que te llame papá?
—como tú quieras, cariño, como tú quieras.
—¿por qué tienen pelo los cocos?
—ay, Dios mío, y yo qué sé. ¿por qué tengo yo pelos en los huevos?
Mag salió de la cocina con una lata de guisantes en la mano.
—no tienes por qué hablarle a mi hija de ese modo.
—¿tu hija? ¿es que no ves esa boca que tiene? como la mía. ¿y esos ojos? exactamente iguales que los míos, tu hija... sólo porque salió de tu agujero y mamó de ti. ella no es hija de nadie, ella es su propia niña.
—insisto —dijo Mag— ¡en que no le hables así a la niña!
—insistes... insistes...
—¡sí, insisto! —sostuvo en el aire la lata de guisantes, equilibrada en la palma de la mano izquierda—. ¡insisto!
—¡si no quitas esa lata de mi vista te juro por Dios que te la meto POR EL CULO!
Mag entró en la cocina con los guisantes, se quedó allí.
Duke sacó del armario el abrigo y la pistola, dio un beso de despedida a su hijita. era más dulce aquella niña que un bronceado de diciembre y seis caballos blancos corriendo por una loma verde, eso era lo que le evocaba; empezaba a dolerle. se largó deprisa, cerró la puerta despacio.
Mag salió de la cocina.
—Duke se fue —dijo la niña.
—sí, ya lo sé.
—tengo un poco de sueño, mamá, léeme un libro.
se sentaron juntas en el sofá.
—¿volverá Duke, mamá?
—sí, claro que volverá ese hijo de puta.
—¿qué es un hijo de puta?
—Duke lo es. y yo le amo.
—¿amas a un hijo de puta?
—si —dijo Mag riendo—. sí, ven aquí, cariño, siéntate encima de mí.
abrazó a la niña.
—¡eres tan rica tan rica como el jamón como las galletas!
—¡yo, no soy jamón ni galletas! ¡tú eres jamón y galletas!
—esta noche hay luna llena, demasiada luna, demasiada luz. tengo miedo, mucho miedo. Dios mío, le amo, oh Dios mío...
Mag cogió una carpeta de cartón y sacó un libro de cuentos.
—mamá, ¿por qué tienen pelo los cocos?
—¿los cocos tienen pelo?
—sí.
—escucha, puse un poco de café, acabo de oír que hierve, déjame ir a apagarlo.
—bueno.
Mag entró en la cocina y Lala se quedó esperando sentada en el sofá.
mientras Duke estaba a la puerta de una bodega entre Hollywood y Normandie, cavilando: demonios demonios demonios.
no tenía buen aspecto, no le olía bien, podía haber un tipo detrás con una Luger, mirando por un agujero, así habían cazado a Louis. le habían hecho trizas, como a un muñeco de barro, asesinato legal, todo el jodido mundo nada en la mierda del asesinato legal.
el sitio no parecía bueno, quizás un bar pequeño esta noche, un bar de maricas, algo fácil, dinero suficiente para un mes.
estoy perdiendo el valor, pensaba Duke, cuando me dé cuenta estaré sentado oyendo a Shostakovitch.
volvió a meterse en el ford negro del 61.
y enfiló hacia el norte, tres manzanas, cuatro manzanas, seis manzanas, doce manzanas en el mundo en congelación, mientras Mag sentada con la niña en el regazo empezaba a leer un libro, LA VIDA EN EL BOSQUE...
«las comadrejas y sus primos, los visones, y las martas son criaturas delgadas, ágiles, rápidas y feroces, son carnívoros y compiten continua y sanguinariamente por el...»
entonces, la hermosa niña se quedó dormida y salió la luna llena.
EN LA CÁRCEL CON EL ENEMIGO PUBLICO NUMERO UNO
estaba escuchando a Brahms en Filadelfia, en 1942. tenía un pequeño tocadiscos, era el segundo movimiento de Brahms. vivía solo entonces, iba bebiendo lentamente una botella de oporto y fumando un puro barato, la habitación era pequeña y limpia, alguien llamó a la puerta, pensé que vendrían a darme el premio Nobel o el Pulitzer. eran dos zoquetes grandes con pinta de palurdos.
¿Bukowski?
sí.
me enseñaron la chapa: FBI.
venga con nosotros, es mejor que se ponga la chaqueta, estará fuera un tiempo.
yo no sabía lo que había hecho, no pregunté, imaginé que todo estaba perdido, de cualquier modo, uno apagó a Brahms. bajamos, salimos a la calle, había cabezas en las ventanas como si todos supieran.
luego la eterna voz de mujer: ¡oh ahí va ese hombre horrible! ¡le han cogido!
tengo poco éxito con las damas, no hay duda.
empecé a pensar en lo que podría haber hecho y lo único que se me ocurrió fue que hubiese asesinado a alguien estando borracho. pero no podía entender por qué intervenía en aquello el FBI.
¡manos en las rodillas y sin moverse!
iban dos delante y dos atrás, así que pensé que tenía que haber matado a alguien, a alguien importante.
arrancamos de allí y luego se me olvidó y levanté la mano para rascarme la nariz.
¡¡LA MANO QUIETA!!
cuando llegamos a la oficina, uno de los agentes señaló una hilera de fotos que recorría las cuatro paredes.
¿ve esas fotos?, preguntó con dureza.
miré las fotos, estaban muy bien enmarcadas pero ninguna de las caras me decía nada.
sí, ya vi las fotos, le dije.
eso son hombres que han sido asesinados sirviendo al FBI.
como no sabía lo que él esperaba que dijera, no dije nada.
me llevaron a otra habitación, había un hombre detrás de una mesa.
¿DONDE ESTA SU TÍO JOHN? me gritó.
¿qué? pregunté.
¿DONDE ESTA SU TÍO JOHN?
yo no sabía qué quería decir, por un momento, pensé que quería decir que yo llevaba una especie de herramienta secreta con la que mataba a la gente cuando estaba borracho, me sentía muy nervioso y todo me parecía absurdo y sin sentido.
me refiero a ¡JOHN BUKOWSKI!
oh, murió.
¡mierda!, ¡por eso no podemos localizarle!
me bajaron a una celda amarillo-naranja, era un sábado por la tarde, desde la ventana de la celda veía pasar a la gente caminando ¡qué suerte tenían! al otro lado de la calle, había una tienda de discos, un altavoz lanzaba música hacia mí. todo parecía tan libre y cómodo allá fuera, me quedé allí intentando descubrir lo que había hecho, me daban ganas de llorar, pero no conseguí averiguar nada, era una especie de enfermedad triste, de tristeza enferma, en que llega un momento en que ya no puedes sentirte peor, creo que sabes lo que quiero decir, creo que todo el mundo siente esto de vez en cuando, pero yo lo he sentido muy a menudo, demasiado a menudo.
la Prisión de Moyamensing me recordaba a un viejo castillo, los grandes portones de madera se abrieron para dejarme paso, me sorprende que no tuviésemos que pasar por un puente levadizo.
me metieron con un hombre gordo que parecía un contable.
soy Courtney Taylor, enemigo público número uno, me dijo.
¿y por qué estás aquí?, me preguntó.
(entonces ya lo sabía, lo había preguntado al entrar.)
por no querer hacer el servicio militar.
hay dos cosas que no podemos soportar aquí: los que rehuyen el servicio militar y los exhibicionistas.
honor entre ladrones, ¿eh? mantener firme al país para poder saquearlo.
aún no nos gustan quienes rehuyen el servicio militar.
en realidad, soy inocente, me trasladé y se me olvidó dejar la dirección en la oficina militar, lo notifiqué en la oficina de correos, recibí una carta de San Luis estando en esa ciudad, en la que me decían que me presentara para un examen relacionado con el servicio militar, les dije que no podía ir a San Luis para que me hicieran aquí el examen, me agarraron y me metieron aquí, no lo comprendo: si intentase eludir el servicio militar, no les hubiese dado mi dirección.
vosotros siempre sois inocentes, eso a mí me suena a cuento.
me tumbé en el jergón.
pasó un segundo.
¡LEVANTA EL CULO DE AHÍ! me gritó.
alcé mi culo prófugo.
¿quieres suicidarte? me preguntó Taylor.
sí, dije.
no tienes más que sacar esa tubería de arriba donde está la luz de la celda, luego llenas este cubo de agua y metes los pies dentro, sacas la bombilla y metes el dedo, así saldrás de aquí.
miré la luz largo rato.
gracias, Taylor, eres muy amable.
apagadas las luces me tumbé y empezaron, las chinches.
¿qué coño es esto? grité.
chinches, dijo Taylor, tenemos chinches.
apostaría a que yo tengo más que tú, dije.
apuesta.
¿diez centavos?
diez centavos.
empecé a capturar y matar las mías, fui dejándolas en la mesita de madera.
cuando se acabó el tiempo, llevamos nuestras chinches junto a la puerta de la celda, donde había luz, y las contamos, yo tenía trece, él tenía dieciocho, le di el dinero, más tarde descubrí que él partía las suyas por la mitad y las estiraba, había sido estafador, era un buen profesional el muy hijoputa.
tuve suerte con los dados en el patio, ganaba todos los días y estaba haciéndome rico, rico de cárcel, ganaba de quince a veinte billetes diarios, los dados estaban prohibidos y nos apuntaban con las ametralladoras desde las torres y aullaban ¡DISUÉLVANSE! pero siempre conseguíamos organizar otra vez el juego, precisamente fue un exhibicionista el que consiguió pasar los dados, era un exhibicionista que no me gustaba un pelo, en realidad no me gustaba ninguno, todos tenían barbillas débiles, ojos acuosos, caderas estrechas y modales relamidos, sólo eran hombres en una décima parte, no tenían la culpa, supongo, pero no me gustaba mirarles, éste se dedicaba a rondarme después de cada juego. estás de suerte, estás ganando mucho, dame un poco, anda, yo dejaba caer unas cuantas monedas en aquella mano de lirio y él se largaba, aquel marrano que soñaba con enseñarles la polla a niñas de tres años, tenía que hacerlo para quitármelo de encima sin pegarle porque si le pegabas a alguien te mandaban a celda de castigo, y el agujero era depresivo, pero era aún peor lo de estar a pan y agua, les había visto salir de allí y tardaban un mes en recuperar el aspecto normal, pero todos estábamos locos, yo era un loco, un chiflado, y a aquel tipo lo tenía atravesado, sólo podía razonar cuando no le miraba.
yo era rico, el cocinero bajaba después de apagarse las luces, con platos de comida, comida buena y abundante, helados, tartas, pasteles, buen café. Taylor dijo que nunca le diera más de quince centavos, que era suficiente, el cocinero susurraba gracias y preguntaba si debía volver la noche siguiente.
desde luego, le decía yo.
aquélla era la comida de los guardias, y los guardias, evidentemente, comían bien, los presos se morían todos de hambre, y Taylor y yo andábamos que parecíamos con embarazo de nueve meses.
es un buen cocinero, decía Taylor. asesinó a dos hombres, mató a uno y luego salió y se cargó en seguida a otro, está aquí para mucho tiempo, si no puede fugarse, la otra noche agarró a un marinero y le dio por el culo, le dejó destrozado, no podrá andar en una semana.
me gusta el cocinero, dije, creo que es buen tío.
es buen tío, confirmó Taylor.
nos quejábamos siempre de las chinches al carcelero, y el carcelero nos gritaba:
¿pero qué creéis que es esto? ¿un hotel? ¡las trajisteis vosotros !
esto, por supuesto, lo considerábamos un insulto.
los carceleros eran serviles, los carceleros eran tontos y malos, los carceleros tenían miedo, lo sentía por ellos.
por fin, nos colocaron a Taylor y a mí en celdas distintas y fumigaron la nuestra.
me encontré con Taylor en el patio.
me han metido con un chaval, dijo Taylor, un infeliz, es tonto, no sabe nada, es insoportable.
a mí me metieron con un viejo que no hablaba inglés y que se pasaba el día sentado en el water diciendo, ¡TARA BUBBA COMER TARA BUBBA CAGAR! lo decía sin parar, su vida consistía en comer y cagar, creo que hablaba de alguna figura mitológica de su tierra natal, quizá Taras Bulba... no sé. el viejo me rasgó la sábana de mi jergón la primera vez que fui al patio y se hizo con ella una cuerda para tender la ropa, y colgó allí los calcetines y los calzoncillos y yo entré y todo goteaba, el viejo no salía nunca de la celda, ni siquiera para ducharse, decían que no había cometido ningún delito, que simplemente quería estar allí y le dejaban, ¿un acto de bondad? a mí me volvía loco porque no me gusta que las mantas de lana me rocen la piel, tengo una piel muy delicada.
¡viejo de mierda, le grité, ya he matado a un hombre, y si no miras lo que haces, serán dos!
pero él seguía allí sentado riéndose de mí y diciendo ¡TARA BUBBA COMER, BUBBA CAGAR!
tuve que dejarlo, pero he de reconocer, de todos modos, que nunca tuve que fregar el suelo, su maldito hogar estaba siempre húmedo y fregado, teníamos la celda más limpia de Norteamérica, del mundo, le encantaba aquella comida extra de la noche. le entusiasmaba.
el FBI decidió que yo era inocente de tentativa deliberada de eludir el servicio militar y me llevaron al centro de reclutamiento, nos llevaron a muchos, y pasé el examen físico y luego entré a ver al psiquiatra.
¿cree usted en la guerra? me preguntó.
no.
¿quiere usted ir a la guerra?
sí.
(tenía la loca idea de salir de la trinchera y avanzar hacia las ametralladoras hasta que me mataran.)
estuvo un rato callado escribiendo en un papel, luego, alzó los ojos.
por cierto, el próximo miércoles por la noche haremos una fiesta para médicos, artistas y escritores, deseo invitarle, ¿vendrá?
no.
de acuerdo, dijo, no tiene que ir.
¿ir adonde?
a la guerra.
le miré.
no creyó usted que lo entenderíamos, ¿verdad?
no.
déle este papel al hombre de la mesa siguiente.
fue un largo paseo, el papel estaba doblado y pegado a mi carnet con un clip, alcé el borde y miré: «...oculta una sensibilidad extrema bajo una cara de póquer...» qué risa, pensé, ¡por amor de Dios! yo ¡¡sensible!!
y así fue lo de Myamensing. y así fue como gané la guerra.
LA GRAN BODA ZEN
Yo iba en la parte de atrás, embutido entre el pan rumano, las salchichas de hígado, la cerveza, las gaseosas; con corbata verde, la primera corbata desde la muerte de mi padre diez años atrás. Ahora era el padrino de una boda zen, Hollis iba a casi ciento cuarenta por hora, y la barba de metro de Roy flotaba alrededor de mi cara. íbamos en mi Comer del 62, pero yo no podía conducir... no tenía seguro, dos accidentes conduciendo borracho y estaba medio trompa ya. Hollis y Roy habían vivido sin casarse tres años. Hollis mantenía a Roy. Yo sorbía cerveza sentado allí detrás. Roy me explicaba quiénes eran los miembros de la familia de Hollis uno por uno. A Roy le iba mejor con la mierda intelectual. O con la lengua. Las paredes de la casa en que vivían estaban cubiertas con fotos de ésas de tíos agachados hacia el chisme y chupando.
También una instantánea de Roy corriéndose al final de una paja. La había hecho Roy solo. Quiero decir, él mismo accionó la cámara. Un hilo o un alambre. Algún truco. Roy afirmaba haber tenido que meneársela seis veces para lograr la foto perfecta. Toda una jornada de trabajo. Allí estaba: aquel globo lechoso: una obra de arte. Hollis se desvió de la autopista. No era muy lejos. Algunos ricos tienen caminos de coches de kilómetro y medio. Este no estaba mal del todo: casi un kilómetro. Salimos. Jardines tropicales. Cuatro o cinco perros. Grandes bestias negras lanudas, estúpidas, babosas. No llegamos a la puerta: allí estaba él, el rico, de pie en la baranda, mirando hacia abajo, un vaso en la mano. Y Roy gritó:
—¡Ay, Harvey, cabrón, cuánto me alegro de verte!
Harvey esbozó una sonrisilla:
—También yo me alegro de verte, Roy.
Uno de aquellos grandes bichos lanudos y negros empezó a mordisquearme la pierna izquierda.
—¡Echa a tu perro, Harvey, cabrón, cuánto me alegro de verte! —grité.
—¡Aristóteles, vamos, BASTA ya!
Aristóteles se apartó, justo a tiempo.
Y.
Subimos y bajamos escaleras, con el salami, el pescado escabechado a la húngara, los camarones. Las colas de langosta. Los roscos de pan. Los culos de paloma troceados.
Cuando lo tuvimos todo allí, me senté y agarré una cerveza. Era el único que llevaba corbata. Era también el único que había comprado un regalo de boda. Lo escondí entre la pared y la pierna que Aristóteles había mordisqueado.
—Charles Bukowski...
Me levanté.
—Oh, Charles Bukowski.
—Uj juj.
Luego:
—Este es Marty.
—Hola, Marty.
—Y ésta es Elsie.
—Qué hay, Elsie.
—¿De veras —preguntó ella— rompes los muebles y las ventanas y te destrozas las manos y todo eso cuando, te emborrachas?
—Uj juj.
—Pues eres un poco viejo para eso.
—Vamos, Elsie, déjate de historias...
—Y ésta es Tina.
—Hola, Tina.
Me senté.
¡Nombres! Había estado casado con mi primera mujer dos años y medio. Una noche vino gente. Le había dicho a mi mujer: «Esta es Louie, la medio culo. Y ésta Marie, Reina de la Mamada Super Rápida, y éste Nick, el medio cojo». Luego me había vuelto a ellos y les había dicho: «Esta es mi mujer... ésta es mi mujer... ésta es...» y por último tuve que mirarla y preguntarle: «¿COMO DEMONIOS TE LLAMAS EN REALIDAD?»,
—Barbara.
—Esta es Barbara —dije...
No había llegado el maestro zen. Seguí sentado, soplando cerveza.
Luego llegó más gente. Fueron subiendo las escaleras. Eran todos familia de Hollis. Parecía que Roy no tuviera familia. Pobre Roy. No había trabajado un solo día en toda su vida. Cogí otra cerveza.
Seguían subiendo las escaleras: ex presidiarios, estafadores, lisiados, traficantes de artículos diversos. Familia y amigos. A docenas. Ningún regalo de boda. Ninguna corbata.
Me retrepé en mi rincón.
Había uno que estaba bastante jodido. Tardó veinticinco minutos en subir la escalera. Tenía unas muletas hechas a medida, unos chismes que parecían muy fuertes, con tiras redondas para los brazos. Y varios agarraderos especiales. Aluminio y goma. Nada de madera para aquel chico. Me lo figuré: material acuoso o un mal paso. Había recibido la metralla en la vieja silla de barbería con la toalla de afeitar húmeda y caliente sobre la cara. Sólo que no le habían dado en los puntos vitales.
Había otros. Alguien que daba clase en la Universidad de California, Los Angeles. Otro que traficaba en mierda con los barcos de pesca chinos por puerto San Pedro.
Me presentaron a los mayores asesinos y traficantes del siglo.
Yo, bueno yo traficaba por ahí.
Luego se acercó Harvey.
—Bukowski, ¿te apetece un poco de whisky con agua?
—Claro, Harvey, claro.
Fuimos hacia la cocina.
—¿Para qué es la corbata?
—Es que tengo rota la parte de arriba de la cremallera de los pantalones. Y los calzoncillos son demasiado cortos. El final de la corbata cubre la pelambrera apestosa que va encima del pijo.
—Creo que eres el maestro máximo del relato corto moderno. Nadie se aproxima siquiera a ti.
—Claro, Harvey. ¿Dónde está el whisky?
Harvey me enseñó la botella de whisky.
—Yo siempre bebo de éste... desde que tú lo mencionas en tus relatos.
—Pero Harv, ya he cambiado de marca. Encontré uno mucho mejor.
—¿Cómo se llama?
—Que me condenen si me acuerdo.
Busqué un vaso grande de agua y serví mitad whisky, mitad agua.
—Para los nervios —le dije—. Ya sabes.
—Claro, Bukowski.
Me lo bebí de un trago.
—¿Otra ronda?
—Claro.
Cogí el vaso y fui al salón principal y me senté en un rincón. Nueva animación: ¡El maestro zen HABÍA LLEGADO!
El maestro zen llevaba aquel atuendo tan fantástico y mantenía siempre los ojos entrecerrados. Quizá fueran así.
El maestro zen necesitaba mesas. Roy empezó a buscar mesas.
Y el maestro zen estaba muy tranquilo entretanto, muy afable. Terminé mi whisky, fui a por más. Volví.
Entró una chica de pelo dorado. Unos once años.
—Bukowski, he leído algunos de tus relatos. ¡Creo que eres el mejor escritor que he leído en mi vida!
Largos bucles rubios. Gafas. Cuerpo delgado.
—Muy bien, niña. Tú hazte mayor. Nos casaremos. Viviremos de tu dinero. Estoy ya cansándome. Puedes pasearme por ahí en una caja de cristal con agujeritos para respirar. Te dejaré joder con los chavales. Miraré, incluso.
—¡Bukowski! ¡Sólo porque tengo el pelo largo piensas que soy una chávala! ¡Me llamo Paul! ¡Nos presentaron! ¿No te acuerdas?
El padre de Paul, Harvey, me miraba. Vi sus ojos. Me di cuenta de que había decidido que yo no era tan buen escritor, en realidad. Puede incluso que fuese mal escritor. En fin, nadie logra engañar eternamente.
Pero el chaval era estupendo:
—¡Da igual, Bukowski! ¡Aún sigues siendo el mejor escritor que he leído! Papá me dejó leer algunos de tus relatos.
Entonces se apagaron todas las luces. Era lo que se merecía el chico, por bocazas...
Pero se encendieron velas por todas partes. Todo el mundo se dedicó a buscar velas, a buscar velas y a encenderlas.
—Mierda, son sólo los plomos. Hay que cambiarlos —dije.
Alguien dijo que no eran los plomos, que era otra cosa, así que cedí y mientras todos los enciendevelas seguían, yo entré en la cocina a por más whisky. Mierda, allí estaba Harvey.
—Tienes un hijo estupendo, Harvey. Tu chico, Peter...
—Paul.
—Perdona. Lo bíblico.
—Entiendo.
(Los ricos entienden; simplemente no obran en consecuencia.)
Harvey descorchó otra botella. Hablamos de Kafka. De Dos. De Turgueniev, de Gogol. Toda esa mierda sosa. Luego ya había velas por todas partes. El maestro zen quería empezar el asunto. Roy me había dado los dos anillos. Palpé. Aún seguían allí. Nos esperaban todos. Yo esperaba que Harvey se cayese al suelo después de haberse zampado todo aquel whisky. El no tenía aguante. Había bebido el doble que yo, y aún seguía en pie. No solía pasar. Nos habíamos liquidado media botella en los diez minutos de búsqueda de velas. Nos unimos de nuevo a la masa. Le pasé los anillos a Roy. Roy había informado días antes al maestro zen de que yo era un borracho... en quien no se podía confiar, débil de espíritu o vicioso. En consecuencia, durante la ceremonia, no había que pedirle a Bukowski los anillos porque Bukowski podía no estar allí o podía perder los anillos, o vomitar, o perder a Bukowski.
Así que por fin el asunto se ponía en marcha. El maestro zen empezó a jugar con su librito negro. No parecía muy grueso. Unas ciento cincuenta páginas, diría yo.
—Ruego —dijo el zen— que no fumen ni beban durante la ceremonia.
Vacié el vaso. Me puse a la derecha de Roy. Se vaciaban vasos por todas partes.
Luego, el maestro zen esbozó una sonrisilla boba.
Yo conocía las ceremonias nupciales cristianas por triste experiencia. Y la ceremonia zen se parecía, en realidad, a la cristiana. Con un pequeño volumen de chorradas añadidas. En determinado momento del asunto, se encendían tres varillas. El zen tenía una caja entera de aquellos chismes. Dos o trescientos. Después de encenderlas, se colocaba una en el centro de una jarra de arena. Aquella era la varilla zen. Luego, el maestro pidió a Roy que colocase su varilla encendida a un lado de la varilla zen y a Holis que colocase la suya al otro lado.
Pero las varillas no iban del todo bien. El maestro zen tuvo que inclinarse con media sonrisa y ajustar las varillas a nuevas profundidades y alturas.
Luego, sacó un aro de cuentas marrones.
Entregó el aro de cuentas a Roy.
—¿Ahora? —preguntó Roy.
Maldita sea, pensé, Roy siempre se ha dedicado a leerlo todo sobre cualquier cosa. ¿Por qué no lo ha hecho con su propia boda?
El zen se inclinó hacia delante y colocó la mano derecha de Hollis en la izquierda de Roy. Y luego las cuentas rodearon ambas manos.
—Quieres...
—Quiero...
(¿Aquello era zen?, pensé.)
—Y quieres tú, Hollis...
—Quiero...
Mientras tanto, a la luz de las velas, había un imbécil tomando cientos de fotos de la ceremonia. Me puso nervioso. Podría haber sido el FBI.
¡Clic! ¡Clic! ¡Clic!
Por supuesto, todos estábamos limpios. Pero era irritante porque resultaba poco delicado.
Luego me fijé en las orejas del maestro zen a la luz de las velas. La luz de las velas brillaba a través de ellas como si estuviesen hechas del más fino papel higiénico.
El maestro zen tenía las orejas más finas que yo había visto en toda mi vida. ¡Aquello era lo que le hacía sagrado! ¡Yo tenía que tener aquellas orejas! Para mi cartera o mi gato o mi memoria. Para meter debajo de la almohada.
Por supuesto, yo sabía que eran el whisky y el agua y la cerveza quienes hablaban por mí. Y luego, al mismo tiempo, olvidé esto por completo.
Seguí mirando fijamente las orejas del maestro zen.
Y seguían las palabras.
—...Y tú Roy, ¿prometes no tomar drogas mientras mantengas tu relación con Hollis?
Pareció producirse una pausa embarazosa. Luego, sus manos se apretaron entre las cuentas marrones:
—Prometo —dijo Roy—, no...
Pronto terminó. O pareció terminar. El maestro zen se irguió, con una levísima sonrisa.
Toqué a Roy en un hombro:
—Enhorabuena.
Luego me incliné. Cogí la cabeza de Hollis, besé sus espléndidos labios.
Aún seguían todos sentados. Una nación de subnormales.
Nadie se movía. Las velas brillaban como velas subnormales.
Me acerqué al maestro zen. Le estreché la mano:
—Gracias. Hizo usted muy bien la ceremonia.
Pareció realmente complacido. Me hizo sentirme un poco mejor. Pero todos los otros gángsters... mafiosos... eran demasiado orgullosos y estúpidos para estrecharle la mano a un oriental. Sólo otro besó a Hollis. Sólo otro estrechó la mano al maestro zen. Podría haber sido un matrimonio pistola en mano... ¡Toda aquella familia! En fin, yo habría sido el último en saber o el último al que se lo dijeran.
Después de terminada la boda, el ambiente era muy frío allí dentro. La gente estaba sentada, mirándose. Yo no era capaz de entender el género humano, pero alguien tenía que hacer el payaso. Me arranqué la corbata verde, la tiré al aire:
—¡EH! ¡MAMONES! ¿ES QUE NO TENÉIS HAMBRE?
Me lancé y empecé a agarrar queso y patas de cerdo escabechado y coños de gallina. Algunos, animados, se acercaron y empezaron a atacar la comida, no sabiendo qué otra cosa hacer.
Les dejé mascando y me fui a por el whisky y el agua.
Cuando estaba en la cocina, repostando, oí decir al maestro zen:
—Debo irme ya.
—Ooooh, no se vaya... —oí elevarse una vieja voz cascada y femenina entre la mayor asamblea de gángsters de los últimos tres años. Y ni siquiera ella parecía hablar sinceramente. ¿Qué demonios estaba haciendo yo allí con aquella gente? ¿O el profesor de la Universidad de California? No, el profesor de la Universidad de California pertenecía a aquello.
Debía ser un arrepentimiento. O algo. Algún acto para humanizar los procedimientos.
En cuanto oí al maestro zen cerrar la puerta de la calle, vacié mi vaso lleno de whisky. Luego atravesé corriendo el salón, iluminado por las velas y lleno de balbucientes cabrones, busqué la puerta (que fue todo un trabajo, durante unos instantes) y la abrí, y la cerré luego y allí estaba yo... unos quince escalones detrás del señor zen. Aún quedaban de cuarenta y cinco a cincuenta escalones para llegar al aparcamiento.
Le alcancé, bajando los escalones de dos en dos.
—¡Eh, maestro! —grité.
Zen se volvió.
—¿Sí, viejo?
—¿Viejo?
Los dos quedamos allí plantados, mirándonos, en aquella retorcida escalera, en el jardín tropical iluminado por la luna. Parecía momento adecuado para una relación más íntima. Entonces le dije:
—Quiero o tus jodidas orejas o tu jodida ropa: ¡ese albornoz color neón que llevas!
—¡Estás chiflado, viejo!
—Yo creí que el zen tenía más vigor, que no cabían en él esas afirmaciones tan directas y espontáneas. ¡Me desilusionas, maestro!
El zen juntó las manos y miró hacia arriba.
—Quiero —le dije— ¡o tu jodida ropa o tus jodidas orejas!
Siguió con las manos juntas, mirando hacia arriba.
Me lancé escaleras abajo, un poco tambaleante, pero sin caerme, lo cual me impidió partirme la cabeza, y mientras caía hacia delante, sobre él, intenté desviarme, pero me pudo el impulso y me convertí en algo suelto y sin dirección. El zen me cogió y me enderezó:
—Hijo mío, hijo mío...
Estábamos cuerpo a cuerpo. Le lancé un golpe. Le alcancé bastante bien. Le oí bufar. Retrocedió un paso. Volví al ataque. Erré. Muy a la izquierda. Caí entre unas plantas importadas del infierno. Me levanté. Avancé de nuevo hacia él. Y a la luz de la luna vi la parte delantera de mis pantalones... salpicada de sangre, cera de las velas y vómito.
—¡Encontraste a tu maestro, cabrón! —le notifiqué mientras avanzaba hacia él. El esperó. Los años de trabajo como factótum no habían resultado tan inútiles para los músculos. Conseguí atizarle un buen golpe en la barriga, con todos mis noventa kilos de peso.
Zen soltó un breve jadeo, suplicó una vez más al cielo, dijo algo en su cosa oriental, me dio un breve golpe de kárate, amablemente, y me dejó enrollado entre unos insensibles cactus mejicanos, que me parecieron plantas antropófagas de lo más profundo de las selvas brasileñas. Estuve reponiéndome tumbado allí, a la luz de la luna, hasta que aquella flor púrpura pareció avanzar hacia mi nariz y empezó a asfixiarme delicadamente.
Mierda, lleva por lo menos ciento cincuenta años introducirse en los Clásicos Harvard. No había elección: me liberé de aquel chisme y empecé a gatear otra vez escaleras arriba. Cerca de la cima, me puse de pie, abrí la puerta y entré. Nadie advirtió mi presencia. Todos seguían diciendo chorradas. Me metí en mi rincón. El golpe de kárate me había hecho un corte sobre la ceja izquierda. Busqué el pañuelo.
—¡Mierda! ¡Necesito un trago! —aullé.
Apareció Harvey con uno. Whisky puro. Lo vacié. ¿Por qué podía ser tan insensato el ronroneo de seres humanos hablando? Vi una mujer que me habían presentado como la madre de la novia, que estaba ahora enseñando abundante pierna, no tenía mal aspecto, todo aquel largo nylon con los caros zapatos de tacón, más las pequeñas puntas enjoyadas abajo junto a los dedos. Podría haber puesto caliente a un tonto, y yo sólo era medio tonto.
Me levanté, me acerqué a la madre de la novia, le alcé la falda hasta los muslos, besé rápidamente sus lindas rodillas y empecé a subir, besando.
La luz de las velas ayudaba. Todo.
—¡Eh! —se despertó bruscamente—. ¿Qué demonios hace?
—¡Menudo polvo voy a echarte! ¡Te vas a cagar de gusto! ¿Qué te parece?
Me empujó y caí hacía atrás sobre la alfombra. Luego, me vi tumbado de espaldas en el suelo, debatiéndome, intentando levantarme.
—¡Condenada amazona! —le grité.
Por último, tres o cuatro minutos después, logré levantarme. Alguien reía. Luego, sintiendo otra vez los píes asentados en el suelo, me dirigí a la cocina. Me serví un trago, me lo trinqué. Luego me serví otro y salí.
Allí estaban: todos los malditos parientes.
—¿Roy o Hollis? —pregunté—. ¿Por qué no abrís vuestro regalo de bodas?
—Claro —dijo Roy—, ¿por qué no?
El regalo estaba envuelto en cuarenta y cinco metros de papel de estaño. Roy estuvo un bueno rato desenvolviéndolo. Por fin, terminó.
—¡Feliz matrimonio! —grité.
Todos lo vieron. La habitación quedó en silencio.
Era un pequeño ataúd de artesanía, obra de uno de los mejores artesanos de España. Tenía incluso su fondo de fieltro rojo rosado. Era la reproducción exacta de un ataúd mayor, salvo que quizás estuviese hecho con más amor.
Roy me lanzó una mirada asesina, arrancó el folleto de instrucciones, en que explicaba qué había que hacer para conservar limpia la madera, lo metió dentro del ataúd y cerró la tapa.
Todos seguían callados. El único regalo no había tenido éxito. Pero pronto se recuperaron y empezaron otra vez a soltar chorradas.
Yo guardé silencio. En realidad, me había sentido muy orgulloso de mi pequeño ataúd. Me había pasado horas buscando un regalo. Había estado a punto de volverme loco. Luego lo había visto allí solo, en la estantería. Lo acaricié por fuera, lo volví, miré el interior. Era caro, pero había que pagar la perfecta artesanía. La madera. Las visagritas. Todo. Necesitaba también un pulverizador matahormigas. Encontré un Bandera Negra al fondo de la tienda. Las hormigas me habían hecho un hormiguero en casa, debajo de la puerta de entrada. Fui con aquello al mostrador. Había una chica joven, lo coloqué delante de ella, señalé el ataúd.
—¿Sabe usted lo que es esto?
—¿Qué?
—¡Esto es un ataúd!
Lo abrí y se lo enseñé.
—Esas hormigas están volviéndome loco. ¿Sabe usted lo que voy a hacer?
—¿Qué?
—Voy a matar a todas esas hormigas y a meterlas en este ataúd y a enterrarlas.
Se echó a reír.
—¡Lo mejor del día! —dijo.
Y es que ya no se puede uno burlar de los jóvenes; son de una especie totalmente superior. Pagué y salí de allí...
Pero ahora, en la boda, nadie se reía. Una olla a presión con una cinta roja les habría hecho felices. ¿O no?
Harvey, el magnate, finalmente, fue el más amable de todos. ¿Quizá porque podía permitirse ser amable? Recordé entonces algo que había leído, una cosa de los antiguos chinos:
«¿Preferirías ser rico o ser un artista?»
«Preferiría ser rico, pues según parece los artistas siempre han de sentarse a la entrada de las casas de los ricos.»
Eché un trago de la botella y no me preocupé más. En realidad, cuando volví en mí todo había terminado. Estaba en el asiento trasero de mi propio coche. Hollis conduciendo de nuevo, y de nuevo la barba de Roy flotando en mi cara. Eché otro trago de mi botella.
—Decidme, ¿tirasteis mi pequeño ataúd, amigos? ¡Os quiero mucho a los dos, y lo sabéis! ¿Por qué tirasteis mi pequeño ataúd?
—¡Vamos, Bukowski! ¡Aquí tienes tu ataúd!
Roy lo alzó hacia mí, lo echó hacia mí.
—¡Está bien, está bien!
—¿Lo quieres?
—¡No! ¡No! ¡Es mi regalo para vosotros! ¡Vuestro único regalo! ¡Quedáoslo! ¡Por favor!
—De acuerdo.
El resto del viaje fue bastante tranquilo. Yo vivía en una plazoleta cerca de Hollywood (por supuesto). Era difícil encontrar aparcamiento. Por fin dieron con un sitio a una media manzana de donde yo vivía. Aparcaron mi coche y me entregaron las llaves. Luego vi cómo cruzaban la calle hacia su propio coche. Les observé un momento, me volví camino de mi casa y cuando aún seguía observándoles y sujetando el resto de la botella de Harvey, se me enganchó el zapato en la pernera y caí al suelo. Como caí hacia atrás, de espaldas, el primer instinto fue proteger el resto de aquella excelente botella para que no se rompiera contra el cemento (como una madre con su niño), y al caer procuré hacerlo sobre los hombros manteniendo alzadas cabeza y botella. Salvé la botella, pero la cabeza chocó con la acera. ¡PAF!
Ambos se pararon y contemplaron mi caída. Quedé conmocionado, casi sin sentido, pero conseguí gritarles:
—¡Roy! ¡Hollis! ¡Ayudadme a llegar a la puerta de mi casa, por favor, me he hecho daño!
Se quedaron parados un momento, mirándome. Luego entraron en su coche, mirándome, encendieron el motor, dieron marcha atrás y, limpiamente, se alejaron.
Aquello era el pago por algo. ¿El ataúd? Fuera lo que fuera, el uso de mi coche, o yo como payaso y/o padrino... yo había dejado de ser útil. La especie humana me ha repugnado siempre. Y lo que les hacía repugnantes era, básicamente, la enfermedad relación-familia, que incluía matrimonio, intercambio de poder y ayuda, que como una llaga, una lepra, se convertía luego en tu vecino de la puerta de al lado, tu barrio, tu distrito, tu ciudad, tu condado, tu estado, tu nación... cada cual cogiendo el culo del otro en el panal de la supervivencia por pura estupidez y miedo animal.
Lo entendí todo allí, comprendí por qué me habían dejado, a pesar de mis súplicas.
Cinco minutos más, pensé. Si puedo seguir cinco minutos más aquí tumbado sin que me molesten, me levantaré y conseguiré llegar a casa, entrar. Era el último de los forajidos. No tenía nada que envidiar a Billy el Niño. Cinco minutos más. Dejadme que llegue hasta mi cueva. Me enmendaré. La próxima vez que me inviten a una de sus funciones, les diré dónde pueden meterse la invitación. Cinco minutos. No necesito más.
Pasaron dos mujeres, se volvieron y me miraron.
—¡Oh, mira! ¿Qué le pasará?
—Está borracho.
—No está enfermo, ¿verdad?
—Qué va, mira cómo agarra esa botella, como si fuese un niño de pecho.
Oh, mierda. Les grité:
—¡VOY A CHUPAROS LA VAGINA A LAS DOS! ¡OS DEJARE SECO EL COÑO!
—¡Oooooh!
Las dos salieron corriendo y se metieron en el alto edificio encristalado. Cruzaron la puerta de cristal. Yo estaba allí fuera en la calle sin poder levantarme, padrino de alguna cosa. Todo lo que tenía que hacer era llegar hasta mi casa: treinta metros de distancia, que eran como tres millones de años luz. A treinta metros de una puerta alquilada. Dos minutos más y podría levantarme. Cada vez que lo intentaba me sentía más fuerte. Un viejo borracho siempre lo conseguiría, si le daban suficiente tiempo. Un minuto. Un minuto más. Podría haberlo conseguido.
Entonces, aparecieron. Parte de la disparatada estructura familiar del mundo. Locos, en realidad, que jamás se preguntan lo que les mueve a hacer lo que hacen. Dejaron encendida su luz roja al aparcar. Luego salieron. Uno levaba una linterna.
—Bukowski —dijo el de la linterna—, siempre metido en líos, ¿eh?
Conocía mi nombre de alguna parte, de otros tiempos.
—Mira —dije—, resbalé. Me di en la cabeza. Yo nunca pierdo el sentido o la coherencia. No soy peligroso. ¿Por qué no me ayudáis, muchachos, a llegar a mi puerta? Está a treinta metros. Dejadme que me eche en la cama y la duerma. ¿No creéis, realmente, que sería lo más decente?
—Señor, dos damas informaron que usted intentó violarlas.
—Caballeros, yo jamás intentaría violar a dos damas al mismo tiempo.
Uno de los policías mantenía enfocada su estúpida linterna hacia mi cara. Esto debía darle una gran sensación de superioridad.
—¡Sólo treinta metros para la Libertad! ¿Es que no lo comprenden?
—Eres el peor comediante de la ciudad, Bukowski. Danos una excusa mejor.
—Bien, veamos... Esta cosa que veis aquí espatarrada en el suelo, es el producto final de una boda, una boda zen.
—¿Quieres decir que una mujer intentó realmente casarse contigo?
—No conmigo, gilipollas...
El de la linterna la acercó a mi nariz.
—Exigimos respeto a los funcionarios de policía.
—Lo lamento. Por un momento se me olvidó.
Me bajaba la sangre por el cuello y luego hacia y sobre la camisa. Me sentía muy cansado... De todo.
—Bukowski —dijo el que acababa de utilizar la linterna—, ¿es que nunca vas a dejar de meterte en líos?
—Basta de coñazo —dije yo—, vamos a la cárcel.
Me esposaron y me metieron en el asiento de atrás. La misma vieja y triste escena de siempre.
Fuimos despacio, hablando de diversas cosas, cosas posibles y cosas disparatadas... como de ampliar el porche delantero, instalar una piscina o hacer una habitación más en la parte trasera para la abuela. Y en cuanto a los deportes (eran hombres auténticos) los Dodgers aún tenían una oportunidad. Pese a la feroz competencia de los otros dos o tres equipos que estaban a su altura. Vuelta a la familia: si los Dodgers ganaban, ganaban ellos. Si un hombre aterrizaba en la luna, ellos aterrizaban en la luna. Pero que un hombre que se muera de hambre les pida unos centavos... ¿no tiene identificación? jódete. Comemierda. Quiero decir, cuando iban vestidos de paisano. Aún no se ha dado el caso de un muerto de hambre que haya ido a pedirle unos centavos a un policía. Las estadísticas son claras.
Y, sí, me hicieron pasar por el molino. Después de encontrarme a treinta metros de mi casa. Después de ser el único humano en una casa llena de cincuenta y nueve personas.
Allí estaba, una vez más, en la larga cola de los de algún modo culpables. Los jóvenes no sabían lo que se avecinaba. Estaban embaucados con ese artilugio llamado La Constitución y sus Derechos. Los policías jóvenes, tanto en la jaula de la ciudad como en la del condado, se entrenaban con los borrachos. Tenían que demostrar que valían. Metieron, estando yo mirando, a un tipo en el ascensor y le subieron y le bajaron, sube y baja, sube y baja; cuando salió, apenas sabías quién era o lo que había sido... un negro que exigía a gritos respeto por los Derechos Humanos. Luego cogieron a un blanco que gritaba algo sobre DERECHOS CONSTITUCIONALES; le cogieron cuatro o cinco, y le agarraron por los pies tan deprisa que apenas pudo moverse, y cuando le trajeron otra vez le apoyaron contra la pared y se quedó allí temblando, con todo el cuerpo lleno de cintarazos rojos, allí temblando y tiritando.
Me sacaron la foto otra vez. Otra vez las huellas dactilares.
Me bajaron a la celda de los borrachos, abrieron la puerta.
Después, sólo fue cuestión de buscar un cuadrado de suelo entre los ciento cincuenta hombres que había. Aquello era un orinal. Vómitos y meadas por todas partes. Encontré un sitio entre mis camaradas. Yo era Charles Bukowski, figuraba en los archivos literarios de la Universidad de California, Santa Bárbara. Alguien pensaba allí que yo era un genio. Me estiré sobre las tablas. Oí una voz infantil. La voz de un muchacho.
—¡Se la chupo por veinticinco centavos, señor!
En principio, te quitan todo, las monedas, los billetes, los carnets, las llaves, los cuchillos, etc., y además los cigarrillos, y luego te dan el recibo. Que pierdes o vendes o te roban. Pero aún así, allí siempre había dinero y cigarrillos.
—Lo siento amigo —le dije—, me quitaron hasta el último céntimo.
Cuatro horas después, conseguí dormir.
Allí.
Padrino en una boda zen, y apuesto que ellos, la novia y el novio, ni siquiera jodieron aquella noche. Claro que alguien acabó bien jodido.
LOS CRISTOS ESTÚPIDOS
tres hombres tenían que alzar la masa de goma y colocarla en la máquina y la máquina la fragmentaba en las diversas cosas para las que estaba prevista; la calentaba y la cortaba y luego la cagaba: pedales de bicicleta, gorros de baño, bolsas de agua caliente... tenías que mirar cómo metías aquello en la máquina porque si no te comía un brazo, y cuando estabas de resaca te preocupaba especialmente el que te dejara sin un brazo, les había pasado a dos tipos en los tres últimos años. Durbin y Peterson. a Durbin le pusieron en nómina... podías verle allí sentado con la manga colgando, a Peterson le dieron una escoba y una bayeta y limpiaba las letrinas, vaciaba los cubos de basura, colocaba el papel higiénico, etc., todos decían que era asombroso lo bien que hacía Peterson todas aquellas cosas sólo con un brazo.
las ocho horas estaban a punto de terminar. Dan Skorski ayudó a meter la última masa de goma, había trabajado las ocho horas con una de las peores resacas de su carrera: los minutos se le habían convertido en el trabajo en horas, los segundos habían sido minutos, siempre que alzabas los ojos, allí estaban sentados cinco tipos en la rotonda, siempre que alzabas la vista estaban allí aquellos diez OJOS mirándote.
Dan se volvió para ir a la estantería de las fichas cuando entró un hombre delgado que parecía un cigarro puro, cuando el cigarro caminaba, sus pies ni siquiera tocaban el suelo, el cigarro se llamaba señor Blackstone.
—¿dónde demonios va? —preguntó a Dan.
—fuera de aquí, ahí es adonde voy.
—HORAS EXTRAS —dijo el señor Blackstone.
—¿qué?
—lo que dije: HORAS EXTRAS, vamos, hay que sacar eso.
Dan miró, había por todas partes montones y montones de goma para las máquinas, y lo peor de las horas extras era que nunca podías saber cuándo terminaban, podían ser dos horas o cinco, nunca sabías, sólo te quedaba tiempo para volver a la cama, tumbarte, levantarte otra vez y empezar a meter aquella goma en las máquinas, y nunca terminabas, siempre había más goma, más pedidos, más máquinas, todo el edificio explotaba, se corría, soltando goma, montones de goma goma goma y los cinco tipos de la rotonda iban haciéndose más ricos y más ricos y más ricos.
—¡vuelva usted al TRABAJO! —dijo el cigarro puro.
—no, no puedo —dijo Dan—. no puedo levantar una pieza más de goma.
—¿y cómo vamos a sacarnos todo este material de encima? —preguntó el cigarro—. tenemos que hacer sitio para el suministro que llega mañana.
—alquile otro edificio, contrate más gente, están matando al personal, destrozándoles el cerebro, ni siquiera saben dónde están, ¡MÍRELOS! ¡mire a esos pobres idiotas!
y era verdad, los obreros apenas parecían humanos, tenían los ojos vidriosos, tenían un aire abatido y demente, se reían por cualquier cosa y se burlaban unos de otros continuamente, los habían vaciado por dentro, habían sido asesinados.
—son sus compañeros, son buena gente —dijo el cigarro.
—claro que lo son. la mitad de su salario va al Estado en impuestos, la otra mitad se va en coches nuevos, televisión en color, esposas estúpidas y cuatro o cinco tipos distintos de seguros.
—si no trabaja usted las horas extras como los demás, se queda sin trabajo, Skorski.
—entonces me quedo sin trabajo, Blackstone.
—soy un hombre honrado y quiero pagarle.
—en la oficina de trabajo del Estado.
—allí le enviaremos su cheque por correo.
—muy bien, y háganlo rápido.
al abandonar el edificio, tuvo la misma sensación de libertad y maravilla que experimentaba siempre que le despedían o que dejaba un trabajo, al dejar aquel edificio, al dejarles allí dentro... «¡has encontrado un hogar, Skorski! ¡nunca habías tenido una cosa tan buena!» por muy mierda que fuese el trabajo, los obreros siempre le decían eso.
Skorski paró en la bodega, compró una botella de Grandad y empezó a darle, era una tarde agradable y terminó la botella y se fue a la cama y durmió en una cómoda gloria que no había sentido en muchos años, ningún despertador le arrojaría a las seis y media hacia una falsa y bestial humanidad.
durmió hasta el mediodía, se levantó, tomó dos alka-seltzers y bajó hasta el buzón, había una carta:
Querido señor Skorski:
Soy desde hace mucho tiempo admirador de sus poemas y relatos cortos, y pude apreciar también la gran calidad de los cuadros que expuso usted recientemente en la Universidad de N. Tenemos un puesto libre aquí en el departamento editorial de World-Way Books, Incs. Estoy seguro de que habrá oído hablar de nosotros. Nuestras publicaciones se distribuyen en Europa, África, Australia y, sí, incluso en Oriente. Hemos estado siguiendo su trabajo durante varios años y hemos visto que fue usted editor de la pequeña revista LAMEBIRD, los años 1962-63, y nos gusta mucho su criterio en la selección de poesía y prosa. Creemos que es usted el hombre que necesitamos aquí, en nuestro departamento editorial. Creo que podríamos llegar a un acuerdo, ha proposición inicial sería de doscientos dólares por semana y nos honraría mucho tenerle con nosotros. Si le atrae nuestra proposición, telefonéenos, por favor a..., y le enviaremos por giro telegráfico el precio del billete del avión y una suma que consideramos generosa para los gastos de traslado.
Humildemente suyo,
D. R. Signo,
Redactor Jefe
WorldWay Books, Inc.»
Dan tomó una cerveza, puso un par de huevos a hervir y telefoneó a Signo. Signo parecía hablar a través de un trozo de acero enrollado, pero Signo había publicado a algunos de los mejores escritores del mundo, y Signo parecía muy distante, muy distinto a la carta.
—¿quieren de verdad que trabaje ahí? —le preguntó Dan.
—desde luego —dijo Signo—. tal como le indicamos.
—de acuerdo, envíenme el dinero y me pondré en camino.
—el dinero está en camino —dijo Signo—. lo adivinamos.
colgó. Signo, claro. Dan sacó los huevos, se fue a la cama y durmió otras dos horas...
en el avión de Nueva York, las cosas podrían haber ido mejor. Dan no podía determinar si la causa había sido el que fuese la primera vez que volaba o el extraño tono de la voz de Signo hablando a través de acero enrollado, de la goma al acero, bueno, quizá Signo estuviese muy ocupado, podría ser. había hombres que estaban muy ocupados, siempre, de todos modos, cuando Skorski subió en el avión, estaba ya bastante colocado, y llevaba además con él un poco de Grandad. Sin embargo, se le acabó a mitad de camino y empezó a acosar a la azafata pidiéndole bebida, no tenía la menor idea de lo que le servía la azafata: era una cosa dulce, de color purpúreo, y no parecía ligar muy bien con el Grandad, pronto estaba hablando a todos los pasajeros, diciéndoles que él era Rocky Graziano. ex boxeador, al principio se reían, pero luego se quedaron callados, al ver que él seguía insistiendo:
—soy Rock, sí, soy Rock, ¡vaya puños que tenía! ¡coraje y pegada! ¡cómo aullaba la gente!
luego se puso malo y se fue al cagadero, al vomitar, parte del vómito se le quedó en los zapatos y los calcetines y se sacó zapatos y calcetines y salió descalzo, puso los calcetines a secar en algún sitio y luego los zapatos en otro y luego se olvidó de dónde había puesto ambas cosas.
caminaba pasillo arriba y pasillo abajo, descalzo.
—señor Skorski —le dijo la azafata—, quédese en su asiento, por favor.
—Graziano. Rocky. ¿y quién demonios me robó mis zapatos y mis calcetines? ¿voy a atizarles un puñetazo en la barriga a cada uno de ustedes.
vomitó allí en el pasillo y una vieja lanzó un bufido realmente como de una culebra.
—señor Skorski —dijo la azafata—. ¡insisto en que vuelva a su asiento!
Dan la agarró por la cintura.
—me gustas, creo que te violaré aquí mismo en el pasillo, ¡piénsalo! ¡violación en el cielo! ¡te encantará! ¡ex boxeador, Rocky Graziano, viola a azafata en el cielo de Illinois! ¡ven p'acá!
Dan la tenía cogida por la cintura, ella de cara pálida e insulsa. joven, mezquina y fea. con el coeficiente de inteligencia de una rata tetuda pero sin tetas, pero fuerte, se soltó y corrió al compartimiento del piloto. Dan vomitó un poco más y luego se sentó.
salió el copiloto. un hombre de gran trasero y mandíbula alargada, casa de tres plantas, cuatro hijos y una esposa loca.
—¿qué pasa, amigo? —dijo el copiloto.
—¿qué pasa, gilipollas?
—compórtese, tengo entendido que está usted organizando un escándalo.
—¿un escándalo? ¿qué es eso? ¿es que eres marica, niño volador?
—¡le repito que se comporte!
—¡cierra el pico, comemierda! ¡yo pago mi pasaje!
Trasero Inmenso agarró el cinturón de seguridad y ató a Dan a su asiento con despreocupado desdén y gran aparato y amenaza de fuerza, como un elefante que arrancase un mango del suelo con la trompa.
—¡ahora QUÉDESE ahí!
—soy Rocky Graziano —dijo Dan al copiloto. el copiloto estaba ya en su compartimiento, cuando pasó la azafata y vio a Skorski atado a su asiento, rió entre dientes.
—¡tengo más de TREINTA CENTÍMETROS de polla! —le gritó Dan.
la vieja volvió a bufarle como una culebra...
en el aeropuerto, descalzo, cogió un taxi y se dirigió al nuevo Village. encontró una habitación sin problemas, y también un bar a la vuelta de la esquina, bebió en el bar hasta primera hora de la mañana y nadie hizo comentario alguno sobre sus pies descalzos, nadie se fijó en él siquiera, ni le habló, estaba en Nueva York, no había duda.
incluso cuando compró zapatos y calcetines a la mañana siguiente, al entrar descalzo en la tienda, nadie le dijo nada, era una ciudad con siglos de vejez y refinada más allá de todo significado y/o sentimiento.
un par de días después telefoneó a Signo.
—¿ha tenido buen viaje, señor Skorski?
—oh, sí.
—bueno, yo como en Griffo's. queda justo en la esquina de WorldWay. ¿podemos vernos allí dentro de media hora?
—¿dónde está Griffo's? quiero decir, ¿cuál es la dirección?
—basta que le dé el nombre al taxista: Griffo's —colgó.
—sí, claro.
le dijo al taxista lo de Griffo's. y allá se fueron, entró, se quedó en la entrada, había cuarenta y cinco personas dentro, ¿cuál era Signo?
—Skorski —dijo una voz—. ¡aquí!
estaba a una mesa. Signo, otro, estaban tomando cocktails. cuando se sentó apareció el camarero y le puso un cocktail delante.
bueno, aquello estaba mejor.
—¿cómo supo usted quién era? —preguntó a Signo.
—bueno, lo supe —digo Signo.
Signo jamás miraba a los ojos, siempre miraba por encima de uno, como si estuviese esperando un mensaje o que entrara un pájaro volando o un dardo envenenado de un ubangi.
—sí que lo es —dijo Dan.
—quiero decir que éste es el señor Extraño, uno de nuestros jefes de redacción.
—hola —dijo Extraño—. siempre he admirado su obra.
Extraño era exactamente lo contrario: siempre miraba hacia el suelo como si esperase que brotara algo de entre las tablas: aceite rezumante o un gato montes o una invasión de cucarachas enloquecidas por la cerveza, nadie decía nada. Dan terminó su combinado y les esperó, ellos bebían muy despacio, como si no importase, como si fuese agua de tiza, tomaron otra ronda y se fueron a la oficina...
le enseñaron su mesa, cada mesa estaba separada de las otras por aquellos altos acantilados de cristal blanquecino, no se podía ver a través del cristal, y detrás de la mesa había una puerta de cristal blanquecino, cerrada, y apretando un botón, se cerraba un cristal allí mismo delante de la mesa y quedabas absolutamente solo, uno podía tirarse allí mismo a una secretaria sin que nadie se enterara, una de las secretarias le había sonreído. ¡Dios mío, qué cuerpo! toda aquella carne, fluida y bamboleante y deseando ser jodida, y luego la sonrisa... qué tortura medieval.
jugueteó con una regla de cálculo que había en su mesa, era para medir cíceros o píceros o algo así. él no sabía manejar aquella regla, claro, sólo se sentaba allí a jugar con ella, pasaron cuarenta y cinco minutos, empezó a sentir sed. abrió la puerta posterior y caminó entre las hileras de mesas con aquellas paredes de cristal blanco, tras cada una de aquellas paredes de cristal había un hombre, unos hablaban por teléfono, otros jugaban con papeles, todos parecían saber qué estaban haciendo, encontró Griffo's. se sentó en la barra y echó dos tragos, luego volvió a subir, se sentó y se puso a jugar otra vez con la regla, pasaron treinta minutos, se levantó y volvió a bajar a Griffo's. tres tragos, vuelta otra vez a la regla, y así estuvo bajando a Grifo's y subiendo, perdió la cuenta, pero más tarde, ese mismo día, cuando pasaba frente a las mesas, cada redactor apretó su botón y la hoja de cristal se cerró frente a él. flip, flip, flip, flip, y así todo el camino hasta que llegó a su mesa, sólo un redactor no cerró su pared de cristal. Dan se quedó parado frente a él y le miró: era un hombre inmenso, agonizante, con un cuello grueso pero flácido, los tejidos fofos, y la cara redonda e hinchada, redonda como el balón de playa de un niño con los rasgos difusamente marcados, el hombre no le miraba, miraba al techo, por encima de la cabeza de Dan, y estaba furioso... rojo primero, pálido después, decayendo, decayendo. Dan llegó hasta su mesa, apretó el botón y se encerró, alguien llamó a su puerta, la abrió, era Signo. Signo miraba por encima de la cabeza de Dan.
—hemos decidido que no podemos utilizarle.
—¿y los gastos de vuelta?
—¿cuánto necesita?
—ciento setenta y cinco bastarían.
Signo extendió un cheque por ciento setenta y cinco, lo dejó sobre la mesa y...
Skorski, en vez de coger el avión para Los Angeles, se decidió por San Diego, llevaba mucho tiempo sin ir a la pista de carreras de Caliente, y consiguió que resultase lo del 5-10. pensó que podría coger 5 X 6 sin demasiadas combinaciones, prefirió establecer una relación peso-distancia-velocidad que pareciese lo bastante segura, se mantuvo aceptablemente sobrio en el viaje de vuelta, se quedó una noche en San Diego y luego cogió un taxi para Tijuana. cambió de taxi en la frontera y el taxista mejicano le encontró un buen hotel en el centro de la ciudad, metió su bolsa de andrajos en un armario del cuarto del hotel y luego salió a ver la población, eran las seis de la tarde y el sol rosado parecía suavizar la pobreza y la cólera del pueblo, pobres mierdas, lo bastante cerca de los Estados Unidos para hablar el idioma y conocer su corrupción, pero sin poder más que rebañar un poco de la riqueza, como una rémora adosada al vientre de un tiburón.
Dan encontró un bar y tomó un tequila, la máquina tocaba música mejicana, había cuatro o cinco hombres sentados por allí bebiendo y haciendo tiempo, no había ninguna mujer, bueno, eso no era problema en Tijuana. y lo que menos deseaba en aquel momento era una mujer, asediándole, presionándole; las mujeres fastidian siempre, pueden matar a un hombre de nueve mil modos distintos, después de conseguir el 5-10, cogería sus cincuenta o sesenta de los grandes, se agenciaría una casita en la costa, entre Los Angeles y Dago, y luego compraría una máquina de escribir eléctrica y sacaría el pincel, bebería vino francés y daría largos paseos nocturnos por la orilla del mar. pasar de vivir mal a vivir bien era sólo cuestión de un poco de suerte y Dan tenía la sensación de que le llegaba aquel poco de suerte, los libros, los libros contables, se lo debían...
preguntó al tipo del bar qué día era y el del bar dijo «jueves», así que tenía un par de días, no había carreras hasta el sábado. Aleseo tenía que esperar a que las multitudes norteamericanas pasaran la frontera para sus dos días de locura tras cinco de infierno. Tijuana se cuidaba de ellos. Tijuana se cuidaba de su dinero por ellos, pero los norteamericanos nunca sabían cuánto les odiaban los mejicanos; el dinero les cegaba y no podían verlo, y andaban por Tijuana como si fuesen los amos de todo, y toda mujer era un polvo y todo poli sólo era una especie de payaso, pero los norteamericanos habían olvidado que le habían ganado a Méjico unas cuantas guerras, como norteamericanos o téjanos o lo que fuese, para los norteamericanos esto era sólo una historia en un libro, para los mejicanos era muy real, no te sentías a gusto como norteamericano en un bar mejicano un jueves por la noche, los norteamericanos habían acabado con las corridas de toros, los norteamericanos habían acabado con todo.
Dan pidió más tequila.
—¿quiere una chica guapa, señor? —dijo el del bar.
—gracias, amigo —contestó él—, pero soy escritor, estoy más interesado en la humanidad en general que en joder en concreto.
el comentario nacía de su timidez, se sintió muy mal después de hacerlo, el otro se fue.
pero se estaba tranquilo allí, bebió y escuchó la música mejicana, era agradable dejar un rato el suelo patrio, estar sentado allí y sentir y escuchar el trasero de otra cultura, ¿qué clase de palabra era aquélla? cultura, de cualquier modo, era agradable.
estuvo cuatro o cinco horas bebiendo y nadie le molestó y él no molestó a nadie y salió un poco cargado y subió a su cuarto, levantó la persiana, contempló la luna de Méjico, se estiró, se sintió absoluta y totalmente en paz con todo, se durmió...
encontró un café por la mañana donde pudo obtener jamón y huevos, y alubias refritas, el jamón duro, los huevos quemados por los bordes, el café malo, pero le gustó, el sitio estaba vacío. y la camarera era tan gorda y boba como una cucaracha, un ser no pensante... jamás había tenido un dolor de muelas, nunca había estado siquiera acatarrada, nunca había pensado en la muerte y sólo un poco en la vida, tomó otro café y fumó un cigarrillo mejicano dulce-azúcar, los cigarrillos mejicanos ardían de modo distinto... ardían caliente como si estuviesen vivos.
era temprano, alrededor del mediodía, demasiado temprano sin duda para empezar a beber, pero la carrera no era hasta el sábado y no tenía máquina de escribir, tenía que escribir directamente a máquina, no podía escribir con lápiz o pluma, le gustaba el rumor de ametralladora de la máquina, le ayudaba a escribir.
Skorski volvió al mismo bar. seguía habiendo música mejicana, parecían seguir sentados allí los cuatro o cinco tipos del día anterior, el camarero llegó con el tequila, parecía más amable que el día antes, quizás aquellos cuatro o cinco tipos tuviesen una historia que contar. Dan se acordó de cuando andaba por los bares negros de Avenida Central, solo, mucho antes de que ser pronegro se convirtiese en la cosa intelectual que había que ser, se convirtiese en juego y puro cuento, se acordó de que se ponía a hablar con ellos y tenía que cortar y largarse porque hablaban y pensaban exactamente igual que los blancos... eran materialistas, mucho, y se había derrumbado borracho encima de sus mesas y no le habían asesinado, cuando lo que él quería en realidad era que le asesinasen, cuando la muerte era el único sitio adonde ir.
y ahora aquello. Méjico.
se emborrachó muy pronto y empezó a meter monedas en la máquina, música mejicana, apenas si la entendía, parecía tener toda el mismo sonsonete romántico jerga-mierda tañido-sueño.
aburrido, pidió una mujer, la mujer vino y se sentó a su lado, era algo más vieja de lo que había supuesto, tenía un diente de oro en el centro de la boca y él no sentía absolutamente ningún deseo, ninguno, de joderla. le dio sus cinco dólares y le dijo de la forma más amable posible, creía él, que se fuese. Se fue.
más tequila, los cinco tipos y el del bar seguían sentados, observándole, ¡tenía que llegar a sus almas! tenían que tenerlas, ¿cómo podían estar allí así? ¿como dentro de capullos? ¿como moscas en el cristal de una ventana tomando perezosamente el sol de la tarde?
Skorski se levantó y metió más monedas en la máquina.
luego abandonó su sitio y empezó a bailar, ellos reían y gritaban, era alentador, ¡al fin se animaba la cosa!
Dan siguió echando monedas en la máquina y bailando, pronto los otros dejaron de gritar y de reír y se limitaron a observarle, en silencio, pidió tequila tras tequila, pagó tragos a los cinco silenciosos, y luego al camarero cuando el sol ya se ocultaba, cuando la noche empezaba a arrastrarse como un gato mojado y sucio a través del alma de Tijuana, Dan bailaba, bailaba y bailaba, sin ningún control ya, claro, pero era perfecto, la ruptura, al fin. era Avenida Central de nuevo, 1955. él era perfecto, estaba siempre allí primero antes de que la masa y los oportunistas viniesen a joderlo.
toreó incluso con uno silla y el paño del camarero...
Dan Skorski despertó en el parque público, la plaza, sentado en un banco, lo primero que advirtió fue el sol. eso era bueno, luego advirtió las gafas sobre su cabeza, colgaban de una oreja. y uno de los cristales estaba salido de la montura, colgaba sujeto sólo por la punta, cuando alzó la mano y lo tocó, el roce de su mano hizo que se desprendiera y cayera, cayó el cristal, después de estar colgando toda la noche, cayó en el cemento y se rompió.
Dan cogió lo que quedaba de las gafas y lo metió en el bolsillo de la camisa, luego pasó al movimiento siguiente que SABIA que sería inútil, inútil, inútil... pero TENIA que hacerlo, que saberlo, finalmente...
buscó su cartera.
no estaba, en ella tenía todo su dinero.
ante sus pies pasó andando perezosamente una paloma, le resultaba siempre odioso el movimiento del cuello de las palomas, estupidez, como esposas estúpidas y jefes estúpidos y presidentes estúpidos y Cristos estúpidos.
y había una historia estúpida que nunca había sido capaz de contarles, la noche que estaba borracho y vivía en aquel barrio donde tenían LA LUZ PURPURA, tenían aquel pequeño cubículo de cristal y en medio de aquel jardín de flores estaba aquel Cristo de tamaño natural, un poco triste y un poco cochambroso, que miraba hacia abajo, hacia los dedos de sus pies ... SOBRE EL BRILLABA LA LUZ PURPURA.
a Dan le fastidiaba, por último, una noche que estaba bastante borracho, estaban sentadas las viejas allí en el jardín, mirando su Cristo púrpura y Skorski había entrado, borracho, y empezó a trabajar, intentando sacar el Cristo de su jaula de plástico, pero era difícil, luego salió un tío corriendo.
—¡señor! ¿qué intenta hacer usted?
—... sólo quería sacar a este cabrón de su jaula, ¿qué pasa?
—lo siento, señor, pero hemos llamado a la policía...
—¿la policía?
Skorski dejó el Cristo y se largó rápido.
y había bajado hasta la plaza mejicana de ningún sitio.
le tocó en la rodilla un jovencito. un jovencito todo vestido de blanco, hermosos ojos, no había visto nunca ojos tan lindos.
—¿quiere usted joder a mi hermana, señor? —preguntó el muchacho—. tiene doce años.
—no, no, de veras, hoy, no.
el muchachito se alejó realmente triste, baja la cabeza, había fracasado, a Dan le dio pena.
luego se levantó y salió de la plaza, pero no hacia el norte, hacia la tierra de la Libertad, sino hacia el sur. hacia el interior de Méjico.
algunos niños, cuando pasaba por un fangoso callejón, camino de algún sitio, le tiraban piedras.
pero no importaba, al menos, esta vez, tenía zapatos.
y él sólo quería lo que ellos le diesen.
y lo que ellos diesen era lo que él quería.
todo estaba en manos de idiotas.
cruzando un pueblecito, a pie, camino de Ciudad de Méjico, dicen que parecía casi un Cristo púrpura, bueno, estaba en realidad AZUL, lo cual es aproximarse.
luego, jamás volvieron a verle.
lo cual significa que quizá nunca debió haberse bebido aquellos combinados tan deprisa en la ciudad de Nueva York.
o quizá sí.
DEMASIADO SENSIBLE
«muéstrame un hombre que viva solo y tenga una cocina perpetuamente sucia, y cinco veces de cada nueve se tratará de un hombre excepcional»
—Charles Bukowski, 27-6-67', hacia
la 19.a botella de cerveza.
«muéstrame un hombre que viva solo y tenga una cocina perpetuamente limpia, y ocho veces de cada nueve se tratará de un hombre de cualidades espirituales detestables».
—Charles Bukowski, 27-6-67 hacia
la 20.a botella de cerveza.
a menudo, el estado de la cocina es el estado de la mente, los pensadores son hombres confusos e inseguros, hombres flexibles, sus cocinas son como sus mentes, llenas de basura, de cubiertos sucios, de impureza, pero ellos son conscientes de su estado mental y encuentran cierto humor en él. a veces, en una violenta explosión de fuego, desafían a las deidades eternas y aparecen todos resplandecientes con lo que solemos llamar creación; y lo mismo hay otras veces que están medio borrachos y limpian sus cocinas. pero pronto cae todo de nuevo en desorden y ellos vuelven a verse en la oscuridad, y necesitan, píldoras, oración, sexo, suerte y salvación, el hombre que tiene la cocina siempre ordenada es un chiflado, sin embargo, cuidado con él. el estado de su cocina es el estado de su mente: todo en orden, asentado, ese hombre ha dejado que la vida le condicione rápidamente a un complejo vil y endurecido de orden mental, defensivo y suave, si le escuchas diez minutos te darás cuenta de que todo lo que dice en su vida será básicamente insignificante y siempre estúpido, es un hombre de cemento, hay más hombres de cemento que de otras clases, así que si buscas un hombre vivo, mira primero su cocina y ahorrarás tiempo.
ahora bien, la mujer que tiene la cocina sucia es otro asunto... desde el punto de vista del varón, si no está empleada en otro sitio y no tiene hijos, la limpieza o la suciedad de su cocina está casi siempre (hay excepciones, por supuesto) en relación directa con lo que se preocupa por ti. unas mujeres tienen teorías sobre cómo salvar el mundo, pero no son capaces de lavar una taza de café, si se lo mencionas, te dirán: «lavar tazas de café no es importante», por desgracia lo es. sobre todo para un hombre que se ha pasado ocho horas seguidas más dos extras con un torno, se empieza a salvar el mundo salvando a los hombres de uno en uno. todo lo demás o es romanticismo grandilocuente o es política.
hay mujeres buenas en el mundo, yo he conocido incluso a una o dos. luego, hay de la otra clase, por entonces, el maldito trabajo me destrozaba tanto que al final de ocho o doce horas todo mi cuerpo quedaba agarrotado en una tabla de dolor, digo «tabla» porque no encuentro otro término que lo exprese mejor, quiero decir que, por la noche, ni siquiera podía ponerme la chaqueta, me resultaba imposible levantar los brazos y meterlos en las mangas, el dolor era excesivo y no podía alzar tanto los brazos, cualquier movimiento provocaba unas explosiones de dolor horribles y calambres, en fin algo de locura, me habían puesto por entonces una serie de multas de tráfico, la mayoría de ellas a las tres o las cuatro de la madrugada, volviendo a casa del trabajo, esta noche concreta, cuando intentaba protegerme de pequeñas formalidades, quise sacar el brazo izquierdo para indicar un giro a la izquierda, las luces indicadoras del coche ya no funcionaban, pues había arrancado los cables del volante estando borracho, así que intenté sacar el brazo izquierdo, sólo conseguí llegar con la muñeca hasta la ventanilla y sacar un dedito. mi brazo no se alzaba más y el dolor era ridículo, tan ridículo que empecé a reírme, me parecía divertidísimo, aquel dedito saliendo para obedecer a las reglas de cortesía de Los Angeles, en aquella noche negra y vacía, sin nadie por ninguna parte, y yo haciendo aquella frustrada y absurda señal, no podía parar de reírme y estuve a punto de chocar con un coche aparcado mientras giraba, riendo, e intentando controlar el volante con aquel otro brazo piojoso, el caso es que salí bien librado, aparqué como pude, cerré la puerta del coche y entré en casa, ay, el hogar.
allí estaba ella, en la cama, comiendo chocolatinas (¡de veras!) y repasando el New Yorker y la Saturday Review of Literature. era miércoles o jueves y los periódicos del domingo aún estaban en el suelo de la habitación principal, yo estaba demasiado cansado para comer y llené la bañera sólo hasta la mitad para no ahogarme (es mejor elegir el momento a que lo elijan por ti).
cuando salí de la condenada bañera centímetro a centímetro, como un ciempiés, me abrí camino hasta la cocina con el propósito de beber un vaso de agua, la fregadera estaba atascada, con agua gris y hedionda hasta el borde; casi vomito, había basura por todas partes, y además, aquella mujer parecía tener la afición de guardar tarros vacíos y tapas de tarros, y, flotando en el agua, entre platos, etc., estaban aquellos tarros medio vacíos y aquellas tapas, en una especie de amable e irracional burla de todo.
lavé un vaso y bebí un poco de agua, luego me dirigí al dormitorio, no podéis imaginaros el calvario que fue llevar mi cuerpo de la posición erecta a la posición horizontal sobre la cama, la única salida era no moverme, y así, allí me quedé como un jodido pez congelado, torpe y tonto, la oía pasar páginas, y queriendo establecer cierto contacto humano, probé a hacer preguntas.
—¿cómo te ha ido esta noche en el taller de poesía?
—oh, estoy muy preocupada con lo de Benny Adimson —contestó.
—¿Benny Adimson?
—sí, el que escribe esas historias tan divertidas sobre la iglesia católica, tienen mucha gracia, sólo ha publicado una vez en una revista canadiense, y ya no manda sus cosas a nadie, no creo que las revistas estén preparadas para él. pero es muy divertido, de veras, tiene mucha gracia.
—¿y qué problema tiene?
—bueno, perdió el trabajo que tenía con el camión de reparto, hablé con él fuera de la iglesia antes de que empezara la lectura, dice que cuando no tiene trabajo no puede escribir, para escribir necesita tener un trabajo.
—qué extraño —dije yo—, yo escribí algunas de mis mejores cosas cuando no trabajaba, cuando estaba muriéndome de hambre.
—¡pero Benny Adimson —contestó ella—, Benny Adimson no escribe sobre SI MISMO! escribe sobre OTRA gente.
—ah.
decidí olvidarlo, sabía que habrían de pasar por lo menos tres horas para que pudiese dormir, por entonces, algunos de los dolores se habrían filtrado al fondo del colchón, y pronto sería hora de levantarse y volver al mismo sitio, la oía pasar páginas del New Yorker. me sentía muy mal, pero decidí que HABÍA otros modos de pensar, quizás en el taller de poesía hubiese realmente algunos escritores; era improbable pero PODÍA ser.
esperé a que mi cuerpo se relajara, oí el rumor de otra página, el rumor del envoltorio de otra chocolatina. luego habló otra vez:
—sí, Benny Adimson necesita un trabajo, necesita una base para trabajar, estamos intentando todos animarle a que envíe cosas a las revistas, me gustaría que leyeses sus relatos anticatólicos, el fue católico, sabes.
—no, no lo sabía.
—pero necesita un trabajo, estamos intentando buscarle un trabajo para que pueda escribir.
hubo un espacio de silencio, francamente, yo no pensaba siquiera en Benny Adimson y su problema, luego intenté pensar en Benny Adimson y su problema.
—oye —dije—, yo puedo resolver el problema de Benny Adimson.
—¿TU?
—sí.
—¿cómo?
—están contratando gente en correos, mucha gente, puede ir mañana mismo por la mañana, así podrá escribir.
—¿correos?
—sí.
pasó otra página, luego habló:
—¡Benny Adimson es demasiado SENSIBLE para trabajar en una oficina de correos.
—ah.
escuché pero no oí más rumor de páginas ni de papeles de chocolatinas. ella estaba muy interesada por entonces en un autor de relatos cortos llamado Choates o Coates o Caos o algo así, que escribía una prosa deliberadamente desmañada que llenaba las largas columnas entre los anuncios de licores y de viajes en barco con bostezos y luego acababa siempre, por ejemplo, con un tipo que tiene una colección completa de Verdi y una resaca de Bacardí y que asesina a una niñita de tres años de bombachos azules en alguna sucia calleja de Nueva York a las cuatro y trece de la tarde, ésta era la jodida y subnormal idea que tenían los editores del New Yorker de la sofisticación vanguardista: queriendo decir que la muerte siempre gana y que todos tenemos mierda debajo de las uñas, esto lo hizo todo y mejor hace cincuenta años alguien llamado Ivan Bunin, en una cosa que se llamaba El caballero de San francisco, desde la muerte de Thurber, el New Yorker ha estado vagando como un murciélago muerto entre las resacas hielo-cueva de la guardia roja china, dando a entender que lo habían logrado.
—buenas noches —le dije.
hubo una larga pausa, luego, decidió corresponderme.
—buenas noches —dijo por fin.
desolados chillidos azules rasgueaban sus banjos, pero sin un sonido, me puse bocabajo tardé en hacerlo por lo menos cinco minutos, y esperé a que llegara la mañana y otro día.
quizás haya sido malévolo con esta dama, quizás haya pasado de las cocinas a la venganza, hay mucha basura en todas nuestras almas, muchísima en la mía, y me enredé en las cocinas, casi siempre me enredo, la dama que he mencionado tenía mucho valor en varios sentidos, fue sólo que aquella noche no era una buena noche ni para ella ni para mí.
y espero que ese bastardo de las historias anticatólicas y las angustias haya encontrado un trabajo que se ajuste a su sensibilidad y que todos nos veamos recompensados con su genio inédito (salvo en Canadá).
entretanto, yo escribo sobre mí mismo y bebo demasiado.
pero eso ya lo sabéis.
UNA CÍUDAD MALIGNA
Frank bajó las escaleras. No le gustaban los ascensores.
Había muchas cosas que no le gustaban. Detestaba menos las escaleras de lo que detestaba los ascensores.
El empleado de recepción le llamó:
—¡Señor Evans! ¿Quiere venir un momento, por favor?
Asociaba la cara del empleado de recepción con un plato de gachas de maíz. Era todo lo que Frank podía hacer para no pegarle. El empleado de recepción miró a ver si había alguien en el vestíbulo, luego se acercó a él, inclinándose.
—Hemos estado observándole, señor Evans.
El empleado volvió a mirar hacia el vestíbulo, vio que no había nadie cerca, luego se aproximó de nuevo.
—Señor Evans, hemos estado observándole y creemos que está usted perdiendo el juicio.
El empleado se echó entonces hacia atrás y miró a Frank cara a cara.
—Tengo ganas de ir al cine —dijo Frank—. ¿Sabe dónde ponen una buena película en esta ciudad?
—No nos desviemos del asunto, señor Evans.
—De acuerdo, estoy perdiendo el juicio. ¿Algo más?
—Queremos ayudarle, señor Evans. Creo que hemos encontrado un trozo de su juicio, ¿le gustaría recuperarlo?
—De acuerdo, devuélvame ese trozo de mi juicio.
El empleado buscó debajo del mostrador y sacó algo envuelto en celofán.
—Aquí tiene, señor Evans.
—Gracias.
Frank lo metió en el bolsillo de la chaqueta y salió. Era una noche fresca de otoño y bajó la calle, hacia el Este. Paró en la primera bocacalle. Entró. Buscó en el bolsillo de la chaqueta, sacó el paquete y quitó el celofán. Parecía queso. Olía a queso. Dio un mordisco. Sabía a queso. Se lo comió todo. Luego salió de la calleja y volvió a seguir bajando la calle.
Entró en el primer cine que vio, pagó la entrada y se adentró en la oscuridad. Se sentó en la parte de atrás. No había mucha gente. El local olía a orina. Las mujeres de la pantalla vestían como en los años veinte y los hombres llevaban fijador en el pelo, peinado hacia atrás, apretado y liso. Las narices parecían muy largas y los hombres parecían llevar también pintura alrededor de los ojos. Ni siquiera hablaban. Las palabras aparecían debajo de las imágenes: BLANCHE ACABABA DE LLEGAR A LA GRAN CIUDAD. Un tipo de pelo liso y grasiento estaba haciendo beber a Blanche una botella de ginebra. Blanche se emborrachaba, al parecer. BLANCHE SE SENTÍA MAREADA. DE PRONTO EL LA BESO.
Frank miró a su alrededor. Las cabezas parecían balancearse por todas partes. No había mujeres. Los tipos parecían estar chupándosela unos a otros. Chupaban y chupaban. Parecían no cansarse. Los que se sentaban solos estaban al parecer meneándosela. El queso le había gustado. Ojalá el del hotel le hubiese dado más.
Y AQUEL HOMBRE EMPEZÓ A DESNUDAR A BLANCHE.
Cada vez que miraba, aquel tipo estaba más cerca de él. Cuando Frank volvía a mirar a la pantalla, el tipo se acercaba dos o tres asientos.
Y AQUEL INDIVIDUO VIOLO A BLANCHE MIENTRAS ESTA ESTABA INDEFENSA.
Volvió a mirar. El tipo estaba a tres butacas de distancia. Respiraba pesadamente. Luego, el tipo estaba ya en el asiento de al lado.
—Oh mierda —decía el tipo—, oh, mierda, oh, ooooh, ooooh, oooooh. ¡Ah, ah! ¡Uyyyyy! ¡Oh!
CUANDO BLANCHE DESPERTÓ A LA MAÑANA SIGUIENTE COMPRENDIÓ QUE HABÍA SIDO MANCILLADA.
Aquel tipo olía como si no se hubiese limpiado nunca el culo. Se inclinaba hacia él, le caían hilos de saliva por las comisuras de los labios.
Frank apretó el botón de la navaja automática.
—¡Cuidado! —le dijo a aquel tipo—. ¡Si te acercas más a lo mejor te haces daño con esto!
—¡Oh, Dios santo! —dijo el tipo. Se levantó y corrió por la fila hasta el pasillo. Luego bajó por el pasillo rápido hacia las filas delanteras. Había allí otros dos. Uno se la meneaba al otro y el otro se la chupaba. El que había estado molestando a Frank se sentó allí a mirar.
POCO DESPUÉS, BLANCHE ESTABA EN UNA CASA DE PROSTITUCIÓN.
Entonces a Frank le entraron ganas de mear. Se levantó y fue hacia el letrero: CABALLEROS. Entró. El lugar apestaba. Sintió náuseas, abrió la puerta del retrete, entró. Sacó el pijo y empezó a mear. Luego oyó un ruido.
—Oooooh mierda oooooh mierda ooooh ooooooh Dios mío es una serpiente una cobra oooh Dios mío oooh oooh!
En la partición que separaba los waters había un agujero. Vio el ojo de un tipo. Desvió el pijo y meó por el agujero.
—¡Ooooh ooooh, marrano! —dijo el tipo—. ¡Oooh eres un salvaje, un cacho mierda!
Oyó al tipo arrancar el papel higiénico y limpiarse la cara. Luego el tipo empezó a llorar. Frank salió del retrete y se lavó las manos. No le apetecía ya ver la película. Salió y volvió andando al hotel. Entró. El empleado de recepción le hizo una seña.
—¿Sí? —preguntó Frank.
—Por favor, señor Evans, lo siento mucho. Sólo era una broma.
—¿El qué? —Ya sabe.
—No, no sé.
—Bueno, lo de que estaba perdiendo el juicio. Es que he estado bebiendo, sabe. No se lo diga a nadie, si no me echarán. Es que estuve bebiendo. Ya sé que no está usted perdiendo el juicio. No era más que una broma.
—Sí estoy perdiendo el juicio —dijo Frank—. Y gracias por el queso.
Luego se volvió y subió las escaleras. Cuando llegó a la habitación, se sentó a la mesa. Sacó la navaja automática, apretó el botón, miró la hoja. Sólo estaba afilada, muy bien, por un lado. Podía clavar y cortar. Apretó de nuevo el botón y guardó la navaja en el bolsillo. Luego cogió pluma y papel y empezó a escribir:
Querida madre:
Esta es una ciudad maligna. Controlada por el Diablo. Hay sexo por todas partes y no se utiliza como instrumento de Belleza según los deseos de Dios, sino como instrumento de Maldad. Sí, la ciudad ha caído sin duda en manos del demonio, en manos del Maligno. Obligan a las jóvenes a beber ginebra y luego las desfloran y las obligan a entrar en casas de prostitución. Es terrible. Es increíble. Tengo el corazón destrozado.
Ayer estuve paseando a la orilla del mar. No exactamente a la orilla sino por unos acantilados, y luego me detuve y me senté allí respirando toda aquella Belleza. El mar, el cielo, la arena. La vida se convirtió en Bendición Eterna. Luego sucedió algo aún más milagroso. Tres pequeñas ardillas me vieron desde abajo y empezaron a subir por el acantilado. Vi sus caritas atisbándome desde detrás de las rocas y desde las hendiduras de los acantilados mientras subían hacia mí. Por último llegaron a mis pies. Sus ojos me miraban. Nunca, madre, he visto ojos más bellos... tan libres de Pecado: todo el cielo, todo el mar. La Eternidad estaba en aquellos ojos. Por último, me moví y ellas…
Alguien llamaba a la puerta. Frank se levantó, se acercó a la puerta, la abrió. Era el empleado de recepción.
—Por favor, señor Evans, tengo que hablar con usted.
—Muy bien, pase.
El recepcionista cerró la puerta y se quedó plantado frente a Frank. El empleado de recepción olía a vino.
—Por favor, señor Evans, no le hable al encargado de nuestro malentendido.
—No sé de qué me habla usted.
-—Es usted un gran tipo, señor Evans. Es que, sabe, he estado bebiendo.
—Le perdono. Ahora váyase.
—Hay algo que tengo que decirle, señor Evans.
—Está bien. ¿De qué se trata?
—Le quiero, señor Evans.
—¿Cómo? ¿Querrá decir usted que aprecia mi carácter, verdad?
—No, su cuerpo, señor Evans.
—¿Qué?
—Su cuerpo, señor Evans. ¡No se ofenda, por favor, pero quiero que usted me dé por el culo!
—¿Qué?
—QUE ME DE POR EL CULO, señor Evans. ¡Me ha dado por el culo la mitad de la Marina de los Estados Unidos! Esos muchachos saben lo que es bueno, señor Evans. No hay nada como un buen ojete.
—¡Salga usted inmediatamente de esta habitación!
El recepcionista le echó a Frank los brazos al cuello, luego posó su boca en la de Frank. La boca del empleado de recepción estaba muy húmeda y fría. Apestaba. Frank le dio un empujón.
—¡Sucio bastardo! ¡ME HAS BESADO!
—¡Le amo, señor Evans!
—¡Cerdo asqueroso!
Frank sacó la navaja, apretó el botón, surgió la hoja y Frank la hundió en el vientre del empleado de recepción. Luego la sacó.
—Señor Evans... Dios mío...
El empleado cayó al suelo. Se sujetaba la herida con ambas manos intentando contener la sangre.
—¡Cabrón! ¡ME HAS BESADO!
Frank se agachó y bajó la cremallera de la bragueta del empleado de recepción. Luego le cogió el pijo, lo estiró y cortó unos tres cuartos de su longitud.
—Oh Dios mío Dios mío Dios mío... —dijo el empleado.
Frank fue al baño, y tiró el trozo de carne en el water. Luego tiró de la cadena. Luego se lavó meticulosamente las manos con agua y jabón. Salió, se sentó otra vez a la mesa. Cogió la pluma.
...se fueron pero yo había visto la Eternidad.
Madre, debo irme de esta ciudad, de este hotel: el Diablo controla casi todos los cuerpos. Volveré a escribirte desde la próxima ciudad... quizá sea San Francisco o Portland, o Seattle. Tengo ganas de ir hacia el Norte. Pienso continuamente en ti y espero que seas feliz y te encuentres bien de salud, y que nuestro Señor te proteja siempre.
Recibe todo el cariño de tu hijo
Frank.
Escribió la dirección en el sobre, lo cerró, puso el sello y luego metió la carta en el bolsillo interior de la chaqueta que estaba colgada en el armario. Luego, sacó una maleta del armario, la colocó en la cama, la abrió, y empezó a hacer el equipaje.
¡VIOLACIÓN! ¡VIOLACIÓN!
El médico estaba haciendo una especie de prueba. Consistía en una triple extracción de sangre, la segunda diez minutos después de la primera, la tercera diez minutos más tarde. Ya me habían hecho las dos primeras extracciones y yo estaba dando vueltas por la calle, esperando que pasaran los quince minutos para volver. Allí en la calle, vi que había una mujer sentada en la parada del autobús, al otro lado. De los millones de mujeres que ves, aparece de pronto una que te impresiona. Hay algo en sus formas, en cómo está hecha, en el vestido concreto que lleva, algo, a lo que no puedes sobreponerte. Tenía un cruce de piernas espectacular, y llevaba un vestido amarillo claro. Las piernas terminaban en unos finos y delicados tobillos, pero tenía unas magníficas pantorrillas y unas nalgas y unos muslos espléndidos. Y en la cara aquella expresión juguetona, como si estuviese riéndose de mí, pero intentando ocultarme algo.
Bajé hasta el semáforo, crucé la calle. Fui hacia ella, hacia el banco de la parada del autobús. Era como un trance. No podía controlarme. Cuando me acercaba, se levantó y se alejó calle abajo. Aquel trasero me hechizó, me hizo perder el juicio. Fui tras ella embrujado por el tintineo de sus tacones, devorando su cuerpo con los ojos.
¿Qué demonios me pasa? pensé. He perdido el control.
Me da igual, me contestó algo.
Llegó a una oficina de correos y entró. Entré detrás de ella. En la cola había cuatro o cinco personas. Era una tarde agradable y cálida. Todos parecían como sonámbulos. Yo, desde luego, lo estaba.
Estoy a unos centímetros de ella, pensé. Podría tocarla con la mano.
Recogió un giro postal de siete dólares ochenta y cinco. Escuché su voz. Hasta su voz parecía brotar de una máquina sexual especial. Salió. Yo compré una docena de postales aéreas que no quería. Luego salí apresuradamente detrás. Ella esperaba el autobús y el autobús llegaba. Conseguí entrar detrás de ella. Luego encontré asiento justo detrás. Recorrimos una larga distancia. Ella debe darse cuenta de que estoy siguiéndola, pensé. Sin embargo, no parece incómoda. Tenía el pelo amarillo rojizo. Todo era fuego a su alrededor.
Debíamos llevar recorridos de cinco a seis kilómetros. De pronto se levantó y apretó el botón. Vi cómo se alzaba su ceñido vestido por todo su cuerpo al estirarse a pulsar el botón. Dios mío, no puedo soportarlo, pensé.
Salió por la puerta de delante y yo por la de atrás. Dobló la esquina a la derecha y la seguí. Nunca miraba atrás. Era una zona de casas de apartamentos. Tenía un aspecto más espléndido que nunca. Una mujer como aquélla no debería andar por la calle.
Luego entró en un sitio llamado «Hudson Arms». Me quedé fuera mientras ella esperaba el ascensor. La vi entrar. La puerta se cerró y entonces entré yo y me quedé a la puerta del ascensor. Lo oí subir, oí abrirse las puertas, la oí salir. Cuando pulsé el botón, lo oí bajar e hice un cálculo de los segundos:
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis...
Cuando llegó abajo, yo había calculado dieciocho segundos de descenso.
Entré y apreté el botón del último piso, el cuarto. Luego conté. Cuando llegué a la cuarta planta habían pasado veinticuatro segundos. Eso significaba que ella estaba en la tercera planta. En alguna de las puertas. Di al tercero. Seis segundos. Salí.
Había allí muchos apartamentos. Pensando que sería demasiado fácil que estuviese en el primero, prescindí de él y llamé al segundo.
Abrió la puerta un hombre calvo, con camiseta y tirantes.
—Soy de la Empresa de Seguros de Vida Concord. ¿Tienen ustedes hecho su seguro de vida?
—Lárguese —dijo Calvo, y cerró la puerta.
Probé en la siguiente puerta. Abrió una mujer de unos cuarenta y ocho, gorda, muy arrugada.
—Soy de la Empresa de Seguros Concord. ¿Tienen hecho su seguro de vida, señora?
—Pase por favor, caballero —dijo ella.
Entré.
—Escuche —dijo—, mi niño y yo estamos muriéndonos de hambre. Mi marido cayó muerto en la calle hace dos años. Muerto en la calle, se quedó el pobre. No puedo vivir con ciento noventa dólares al mes. Mi hijo pasa hambre. ¿Tiene usted algo de dinero para que pueda comprarle a mi hijo un huevo?
La miré de arriba abajo. El chico estaba de pie en el centro de la habitación, sonriendo. Era un arrapiezo muy alto, de unos doce años y un poco subnormal. No dejaba de sonreír.
Le di un dólar a la mujer.
—¡Oh, gracias, señor! ¡Muchas gracias!
Me rodeó con sus brazos, me besó. Tenía la boca húmeda, acuosa, fofa. Luego me metió la lengua en la boca. Casi vomito Era una lengua gorda, llena de saliva. Tenía pechos muy grandes, muy blandos, tipo bizcocho. Me aparté.
—Oiga, ¿nunca ha estado solo? ¿No necesita una mujer? Soy una mujer buena y limpia, de veras. Conmigo no cogerá ninguna enfermedad, no se preocupe.
—Mire, tengo que irme —dije. Salí de allí.
Probé en otras tres puertas. Sin suerte.
Luego, en la cuarta puerta apareció ella. Abrió unos diez centímetros. Me eché hacia delante y empujé. Cerré la puerta después de entrar. Era un lindo apartamento. Ella se quedó allí plantada mirándome. ¿Cuándo chillará? pensé. Tenía aquella cosa larga frente a mí.
Me acerqué a ella, la agarré por el pelo y por el culo y la besé.
Ella me empujó, rechazándome. Aún llevaba puesto aquel vestido amarillo tan ceñido. Retrocedí y la abofeteé, con fuerza, cuatro veces. Cuando volví a cogerla, la resistencia fue menor. Fuimos tambaleándonos por el piso, Le rasgué el vestido por el cuello, le rompí toda la pechera, le arranqué el sostén. Eran unos pechos inmensos. Volcánicos. Los besé. Luego llegué a la boca. Le había levantado el vestido y estaba trabajando con las bragas. De pronto, cayeron. Y yo la tenía dentro. La atravesé allí mismo, de pie. Después de hacerlo, la tiré de espaldas en el sofá. Su coño me miraba. Aún era tentador.
—Vete al baño —le dije—. Límpiate.
Fui a la nevera. Había una botella de buen vino. Busqué dos vasos. Serví dos tragos. Luego ella salió y le di un vaso. Me senté en el sofá a su lado.
—¿Cómo te llamas?
—Vera.
—¿Te gustó?
—Sí. Me gusta que me violen. Sabía que estabas siguiéndome. Te esperaba. Cuando subí en el ascensor sin ti, creí que habías perdido el valor. Sólo me habían violado una vez. A las mujeres guapas nos resulta muy difícil conseguir un hombre. Todo el mundo piensa que somos inaccesibles. Es un infierno.
—Pero con la pinta que tienes y como vistes... ¿Te das cuenta de que torturas a los hombres por la calle?
—Sí. Quiero que la próxima vez utilices el cinturón.
—¿El cinturón?
—Sí, que me azotes, en el culo, en los muslos, en las piernas, que me hagas daño y luego que me la metas. ¡Dime que vas a violarme!
—De acuerdo, te pegaré, te violaré.
La agarré por el pelo, la besé violentamente, la mordí el labio.
—¡Jódeme! —dijo ella—. ¡Jódeme!
—Espera —dije—, ¡tengo que descansar!
Me bajó la cremallera y sacó el pene.
—¡Qué hermoso es! ¡Así todo rosado y doblado!
Lo metió en la boca. Empezó a trabajar. Lo hacía muy bien.
—¡Oh, mierda! —dije—. ¡Oh, mierda!
Me tenía enganchado. Estuvo trabajando sus buenos seis o siete minutos y luego el aparato empezó a bombear. Clavó los dientes justo debajo del capullo y me sorbió el tuétano.
—Escucha —dije—, parece como si hubiese estado aquí toda la noche. Creo que voy a necesitar recuperar fuerzas. ¿Qué te parece si tomo un baño mientras tú preparas algo de comer?
—De acuerdo —dijo.
Entré en el baño. Solté el agua caliente. Cerré la puerta. Colgué la ropa en la manilla.
Me di un buen baño caliente y luego salí con una toalla por encima.
Justo cuando salía, entraban dos polis.
—¡Ese hijo de puta me violó! —les decía ella.
—¡Un momento, un momento! —dije.
—Vístase, amigo —dijo el poli más grande.
—Oye, Vera, esto es una broma o qué.
—¡No, tú me violaste! ¡Me violaste! ¡Y luego me obligaste a hacerlo con la boca!
—Vístase amigo —dijo el poli grande—. ¡Que no tenga que repetirlo!
Entré en el baño y empecé a vestirme. Cuando salí me pusieron las esposas.
Vera lo dijo otra vez:
—¡Violador!
Bajamos en el ascensor. Cuando cruzábamos el vestíbulo, varias personas me miraron. Vera se había quedado en su apartamento. Los polis me metieron violentamente en el asiento de atrás.
—¿Pero qué le pasa, amigo? —preguntó uno de ellos—. ¿Por qué arruinó su vida por un polvo? Es un disparate.
—No fue exactamente una violación —dije.
—Pocas lo son.
—Sí —dije—. Creo que tiene razón.
Pasé por el papeleo. Luego me metieron en una celda.
Confían sólo en la palabra de una mujer, pensé. ¿Dónde está la igualdad?
Luego pensé: ¿La violaste tú a ella o te violó ella a ti?
No lo sabía.
Por fin me dormí. Por la mañana me dieron uvas, gachas de maíz, café y pan. ¿Uvas? Un sitio con verdadera clase. Sí.
Quince minutos después abrieron la puerta.
—Tienes suerte, Bukowski, la señora retiró las acusaciones.
—¡Magnífico! ¡Magnífico!
—Pero cuidadito con lo que haces.
—¡Claro, claro!
Recogí mis cosas y salí de allí. Cogí el autobús, hice transbordo, me bajé en la zona de casas de apartamentos y por fin me vi frente al «Hudson Arms». No sabía qué hacer. Debí estar allí unos veinticinco minutos. Era sábado. Probablemente ella estuviese en casa. Fui hasta el ascensor, entré y apreté el botón del tercer piso. Salí. Llamé a la puerta. Apareció ella. Entré.
—Tengo otro dólar para su chico —dije.
Lo cogió.
—¡Oh, gracias! ¡Muchas gracias!
Pegó su boca a la mía. Fue como una ventosa de goma húmeda. Apareció la lengua gorda. La chupé. Luego le alcé el vestido. Tenía un culo grande y lindo. Mucho culo. Bragas azules anchas con un agujerito en el lado izquierdo. Estábamos enfrente de un espejo de cuerpo entero. Agarré aquel gran culo y luego metí la lengua en aquella boca-ventosa. Nuestras lenguas se enredaron como serpientes locas. Tenía frente a mí algo grande.
El hijo idiota estaba de pie en el centro de la habitación y nos sonreía.
1 Barbitúricos. (N. de los Ts.)
2 Juego de palabras entre Greece (Grecia) y grease (grasa). (N. de los Ts.)
3 American Civil Liberties Union (Sindicato de libertades civiles norteamericano). (N. de los Ts.)
4 Uno de los significados de pussy es coño. (N. de los Ts.)
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