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martes, 6 de julio de 2010

El que susurraba en las tinieblas -- H. P. LOVECRAFT





El que susurraba en las tinieblas
1

Recuerden ustedes bien, ante todo, que no vi al fin nada concreto. Afirmar que mis conclusiones fueron producto de un choque mental (última gota que me hizo huir rápi­damente de la solitaria granja de Akeley en un viejo auto­móvil, en medio de la noche y entre las redondas colinas de Vermont), es ignorar los hechos claros y simples de aquella mi última experiencia. A pesar de las cosas terri­bles que vi y escuché, y la impresión tan viva que me cau­saron, no puedo probar, aun ahora, la verdad o la falsedad de mis temibles hipótesis. Pues al fin y al cabo la desapari­ción de Akeley no prueba nada. La gente no encontró en la casa nada sospechoso, fuera de las marcas de balas en el interior y el exterior. Parecía como si hubiese salido ca­sualmente a dar un paseo por las colinas, y aún no hubiese vuelto. Nada revelaba que hubiese habido un huésped, ni que aquellos horribles cilindros y máquinas hubiesen es­tado allí en el estudio. Que Akeley hubiese sentido un miedo mortal a esas verdes y pobladas colinas e intermi­nables arroyuelos entre los que había nacido, tampo­co significaba nada. Miles de personas sufren de los mis­mos enfermizos temores. Bastaría, por otra parte, la excentricidad para explicar la conducta y las aprensiones de Akeley.
Todo comenzó, según mi conocimiento, con la inun­dación sin precedentes que asoló el Estado de Vermont el 3 de noviembre de 1927. Yo era entonces, como ahora, profesor de literatura en la Universidad de Miskatonic en Arkham, Massachusetts, y un aficionado entusiasta del folclore de Nueva Inglaterra. Poco después de la inunda­ción, entre los varios relatos de privaciones, sufrimientos y ayuda organizada que llenaban los periódicos, aparecie­ron ciertas raras noticias acerca de unas criaturas que ha­bían flotado en los ríos desbordados. Algunos de mis ami­gos se embarcaron en seguida en curiosas discusiones y pronto recurrieron a mí en busca de ayuda. Halagado porque se tomaran tan en serio mis estudios folclóricos, hice todo lo posible por aclarar las historias desordenadas y confusas que parecían inspiradas en verdad por viejas supersticiones campesinas. Me divirtió bastante encontrar varias personas cultas que insistían en que aquellos rumo­res podían estar basados en algunos hechos deformados o de difícil comprensión.
Las historias que llegaron a mí procedían casi todas de recortes de diarios; sin embargo, una de ellas tenía un ori­gen oral. Un amigo mío se había enterado del suceso por una carta que le había escrito su madre desde Hardwick, Vermont. Las descripciones coincidían en casi todos los casos. Los lugares en que habían descubierto a las criatu­ras parecían ser tres: el río Wincoski, cerca de Montpelier; el río West, más allá de Newfane, en el condado de Win­dham; y el Passumpsic, junto a Lyndonville, en el condado de Caledonia. Como es natural, los relatos mencionaban otros lugares, pero parecía que en última instancia todos podían reducirse a esos tres. Las gentes de esas regiones afirmaban haber visto en las aguas que bajaban de las poco frecuentadas colinas uno o más objetos muy raros y perturbadores, y había cierta tendencia a relacionarlos con un viejo ciclo dé leyendas, ya casi olvidado, y que los ancianos exhumaron en esta ocasión.
Lo que la gente creyó haber visto eran unas formas orgánicas distintas de todo lo que ellos conocían. Natu­ralmente, en aquellos días trágicos las aguas arrastraban muchos cuerpos humanos; pero los que vieron aquellas formas estaban totalmente seguros de que no eran de hombres, a pesar de cierta semejanza superficial en cuanto al tamaño del conjunto. No podía tratarse, dijeron los testigos, de algunos de los animales conocidos en Ver­mont. Eran unos seres rosados de alrededor de un metro y medio de altura. Los cuerpos de crustáceo estaban pro­vistos de algunos pares de aletas o alas membranosas y va­rios grupos de miembros articulados. En el lugar donde podría encontrarse la cabeza había una especie de elip­soide retorcido, cubierto por gran número de antenitas. Era verdaderamente notable cómo aquellos informes de distinta procedencia coincidían entre sí. Aunque no había que extrañarse tanto, pues las viejas leyendas, difundidas en otro tiempo por todo el país, habían alimentado una imagen particularmente mórbida que excitó sin duda la imaginación de todos los testigos. Saqué en conclusión que estos testigos -gente simple e ingenua de los bos­ques- habían debido ver en los cadáveres descompuestos y mutilados de seres humanos o animales de granja, arras­trados por las aguas turbulentas, objetos lastimosos a los que un semiolvidado folclore había dotado de fantásticos atributos.
Las antiguas tradiciones, aunque oscuras, confusas, y apenas recordadas por la generación actual, eran muy ori­ginales y reflejaban indudablemente influencias indias. Yo las conocía muy bien, aunque no había estado nunca en Vermont, gracias a la rarísima monografía -de El¡ Daven­port, que recoge leyendas orales anteriores a 1839. Este material, por otra parte, coincidía con las historias que oí en boca de viejos montañeses de New Hampshire. Brevemente resumidos, tales documentos hablan de una raza monstruosa que vive oculta en algún lugar de las más re­motas colinas, en los bosques espesos de los picos más inaccesibles, y en los valles oscuros por donde corren unos arroyos de origen misterioso. Muy pocos llegaron a ver alguna vez a esos seres, pero aquellos que se aventura­ron a subir por las faldas de ciertas montañas, o que des­cendieron a las gargantas cortadas a pico evitadas hasta por los mismos lobos, suministraron a menudo pruebas de su existencia.
Éstas eran unas curiosas huellas de pies o garras, en­contradas a orillas de los ríos o en terrenos desnudos, y singulares círculos de piedra alrededor de los cuales ha­bían sido arrancados los pastos. Había también, en las fal­das de las colinas, unas cavernas de profundidad proble­mática, con entradas cerradas por rocas de un modo que no podía ser accidental. Gran número de pisadas salía de las cuevas y entraba en ellas, aunque no podía estimarse con certeza su dirección. En fin, y esto era lo más grave, había unas criaturas que las gentes más aventuradas ha­bían visto alguna vez en la sombra de los valles remotos y en los bosques espesos y casi perpendiculares que crecían en algunas pendientes inaccesibles.
Todo habría tenido menos importancia si las distintas descripciones de esos monstruos no fuesen tan similares. Casi todos los relatos presentaban varios puntos en co­mún. Estas criaturas eran algo así como enormes cangre­jos rosados, con varios pares de patas y dos grandes alas membranosas que arrancaban de la parte media del dorso. Caminaban a veces apoyados en todos sus miembros, y otras en sólo el par posterior, utilizando los otros para transportar objetos de naturaleza indeterminada. En una ocasión alguien vio todo un tropel que vadeaba las aguas poco profundas de un arroyo, en filas de tres, en una for­mación evidentemente disciplinada. Una vez se vio un ejemplar que volaba; luego de lanzarse desde la cima de una colina solitaria y desnuda, sus grandes alas se dibuja­ron un momento contra la luna llena y luego se perdieron en el cielo de la noche.
Estas criaturas parecían dispuestas, en general, a dejar en paz al hombre, aunque a veces se las hacía responsables de la desaparición de algunos individuos temerarios, espe­cialmente de aquellos que levantaban sus casas muy cerca de algunos valles o muy en lo alto de algunas colinas. Se pensó que no era aconsejable vivir en ciertos sitios; esa idea persistió largo tiempo, cuando ya se habían olvidado las causas. La gente solía mirar estremeciéndose algunos precipicios montañosos, aun cuando no recordasen cuán­tos colonos se habían perdido, y cuántas casas habían quedado reducidas a cenizas en las faldas de aquellos ver­des y hoscos centinelas.
Pero si, de acuerdo con las leyendas primitivas, estas criaturas parecían haber molestado sólo a aquellos que se habían aventurado en sus refugios, las historias más re­cientes mencionaban su curiosidad hacia los seres huma­nos, y sus intentos de establecer puestos de avanzada en el mundo de los hombres. Se hablaba de curiosas huellas de garras descubiertas por la mañana al pie de las venta­nas de las quintas, y de algunas desapariciones en lugares muy alejados de las regiones consideradas como peligro­sas. Se hablaba asimismo de voces cuchicheantes que imi­taban el lenguaje humanó y que hacían sorprendentes ofertas a los viajeros solitarios en los caminos y senderos de los bosques, y de niños que habían perdido la razón por lo que habían visto u oído en sitios en que los árboles llegaban hasta las cercas de los patios. En fin, en las últi­mas leyendas -las que habían precedido a la declinación de las supersticiones y al alejamiento de los lugares temi­bles- había horrorizadas referencias a ciertos granjeros que en algún período de su solitaria existencia habían su­frido una repugnante transformación mental y a los que se acusaba de haberse vendido a aquellas extrañas criaturas. En un condado del nordeste parecía existir la costumbre, ha­cia 1800, de denunciar a ciertos reclusos, impopulares y excéntricos, como aliados o representantes de esos seres abominables.
Y en lo que concierne a la naturaleza de estos últi­mos... las explicaciones diferían. Los nombres que se les aplicaban con mayor frecuencia eran los de «Aquellos de Más Allá, o «los Antiguos», aunque también hubo otros de uso más efímero y local. La mayoría de los colonos pu­ritanos los consideraban, simplemente, parientes del de­monio, y tema por lo tanto de angustiadas especulaciones teológicas. Aquellos de origen céltico -sobre todo los es­coceses e irlandeses de New Hampshire, lo mismo que sus descendientes establecidos en Vermont después de las concesiones de tierras otorgadas por el coronel Went­worth los relacionaban vagamente con las hadas malig­nas y los «hombrecitos» de las turberas y las colinas, y buscaban protección en los encantamientos legados por sus antecesores. Pero las teorías más fantásticas eran las de los indios. Aunque las leyendas de las diferentes tribus difiriesen unas de otras, todas estaban unánimemente de acuerdo en afirmar que las criaturas no pertenecían a esta tierra.
Los mitos de los Pennacooks, que eran los más cohe­rentes y pintorescos, enseñaban que los Seres Alados ve­nían de la Osa Mayor, y que de las minas que poseían en nuestras montañas sacaban una piedra que no podían ob­tener en ningún otro mundo. No vivían en la Tierra, de­cían los mitos, y mantenían aquí unos simples puestos de avanzada desde donde enviaban a sus planetas del norte grandes cargamentos de piedra. Los animales los evitaban impulsados por una aversión instintiva, no porque los monstruos los persiguiesen. No podían alimentarse de las plantas y animales de este mundo, y traían de las estrellas su propia comida. Era peligroso acercarse a ellos; en algu­nas ocasiones los jóvenes cazadores que se habían aventu­rado por aquellas colinas no habían vuelto jamás. No era bueno tampoco escuchar lo que murmuraban de noche en los bosques, con voces similares a las de unas abejas que tratasen de imitar el lenguaje humano. Conocían todos los dialectos: el de los Pennacooks, el de los Hurones, el de los Cinco Países; pero no parecían tener o necesitar un lenguaje propio. Hablaban con sus cabezas; éstas cambia­ban de color de diversos modos, según lo que quisiesen expresar.
Todas esas leyendas, naturalmente, tanto las blancas como las de los indios, habían muerto en el siglo XIX. Sólo había habido algunos ocasionales y atávicos florecimien­tos. La vida de los habitantes de Vermont se había estabi­lizado, y una vez que se construyeron casas y caminos de acuerdo con un determinado plan, comenzaron a olvidar los temores que habían originado ese mismo plan, y ni si­quiera se recordó que esos temores hubiesen existido. La mayoría de la gente sólo sabía que ciertas regiones monta­ñosas eran consideradas como malsanas y poco producti­vas, y que traía mala suerte vivir en ellas. De modo que lo mejor era instalarse lo más lejos posible de esas regiones. Pasó el tiempo, y las huellas de la costumbre y de los inte­reses económicos se hicieron tan profundas que no hubo ningún motivo para no seguirlas, y así las temidas colinas quedaron desiertas más por accidente que por un deseo voluntario. Salvo infrecuentes pánicos locales, sólo algún nonagenario amante del pasado y alguna abuela aficio­nada a lo maravilloso hablaban de las criaturas de las coli­nas, y aun éstos admitían que poco había que temer ahora cuando esos seres se habían acostumbrado a la presencia de las casas. Además, los hombres no se internaban casi nunca en aquellos territorios.
Yo sabía todo esto desde hacía tiempo gracias a mis lecturas y a los relatos que había oído en New Hampshire. De modo que, cuando los rumores que siguieron a la inundación comenzaron a extenderse, pude adivinar con facilidad qué fondo imaginativo había permitido su desa­rrollo. Me esforcé en explicárselo a mis amigos, y me di­vertí de veras al ver que algunos de los más discutidores pensaban aún que quizá había algo de verdad en aquellos relatos. Estas personas trataron de señalarme que las le­yendas primitivas tenían una persistencia y una uniformi­dad singulares, y que la naturaleza virtualmente inexplo­rada de las colinas de Vermont hacía poco prudente asegurar que nadie vivía en ellas. Tampoco pude reducir­los a silencio afirmándoles que todos los mitos tenían una misma y conocida estructura y estaban determinados por fases primitivas de experiencia que producían siempre el mismo tipo de ilusión.
Fue inútil demostrarles que los mitos de Vermont di­ferían esencialmente muy poco de aquellas leyendas que personificaban fuerzas naturales, y que poblaron el mundo de faunos, dríades y sátiros, originaron los kalli­kanzarai de la Grecia moderna, y dieron a Irlanda y al viejo país de Gales la idea de una extraña y oculta raza de pequeños trogloditas. Fue inútil, también, llamar la aten­ción sobre un mito todavía más similar: la creencia de las tribus del Nepal en el terrible Mi-Go o «el abominable hombre de las nieves», que deambula por los glaciares y rocas de los picos del Himalaya. Cuando recurrí a estos argumentos, mis adversarios los volvieron contra mí sos­teniendo que implicaban cierta base histórica, y que reve­laban la existencia de una antigua raza terrestre, obligada a ocultarse luego de la aparición del hombre y que podía haber sobrevivido parcialmente hasta una época bastante cercana; quizá hasta la nuestra.
Cuanto más me burlaba de estas teorías, más insistían mis amigos, y añadían que aun fuera de las viejas tradicio­nes los informes recientes eran demasiado claros, consis­tentes, minuciosos, y hasta prosaicos, para no tenerlos en cuenta. Dos o tres fanáticos llegaron al extremo de conce­der una cierta verosimilitud a los relatos indios que atri­buían a las ocultas criaturas un origen extraterrestre; y ci­taban los extravagantes libros de Charles Fort donde se afirma que viajeros de otros mundos han visitado la Tie­rra. La mayor parte de mis adversarios, sin embargo, eran simplemente espíritus románticos que pretendían transfe­rir a la vida real la fantástica demonología popularizada por las magníficas historias de terror de Arthur Machen.

2

Dadas las circunstancias, no era sorprendente que esta discusión terminase por aparecer en letras de molde, en forma de cartas dirigidas al Arkham Advertiser. Algunas de ellas fueron reproducidas en los periódicos de las re­giones de Vermont de donde provenían las historias. El Rudand Herald dedicó media página a extractos de cartas de los dos bandos, y el Brattleboro Reformer reimprimió integralmente una de mis largas exposiciones históricas y mitológicas, acompañada de unos comentarios en la co­lumna firmada por «El cronista» que apoyaban y aplau­dían mis escépticas conclusiones. En la primavera de 1928 yo era tina figura casi célebre en Vermont, a pesar de que nunca había puesto el pie en ese Estado. Poco después lle­garon a mis manos las cartas de Henry Akeley que me im­presionaron de un modo tan profundo y me llevaron por primera y última vez a ese fascinante país de pobladas co­linas verdes y susurrantes y escondidos arroyos.
Casi todo lo que sé de Henry Wentworth Akeley lo aprendí después de mi aventura en su granja solitaria, y gracias a las cartas que intercambié con sus vecinos y con su único hijo, que vivía en California. Era, descubrí, el úl­timo representante de una distinguida cadena de juristas, administradores y caballeros dedicados a la agricultura. Pero Akeley había abandonado las aficiones de la familia, y los asuntos prácticos habían dado lugar a la pura erudi­ción. Había sido un estudiante notable de matemática, as­tronomía, biología, antropología y folclore en la Universi­dad de Vermont. Yo nunca había oído nada de él, y en sus comunicaciones no me dio detalles autobiográficos. Sin embargo, comprendí inmediatamente que era hombre de carácter, educación e inteligencia, aunque su vida recluida lo había apartado de todo conocimiento mundano.
A pesar de la naturaleza increíble de sus afirmaciones, no pude dejar de tomar a Akeley más en serio que a los otros adversarios de mis teorías. Ante todo, había sido testigo de los fenómenos -visibles y tangibles- sobre los que especulaba de un modo tan grotesco; y por otra parte estaba dispuesto a dejar en suspenso sus conclusiones como un verdadero hombre de ciencia. No se dejaba guiar por preferencias personales, y se apoyaba siempre en lo que creía ser una evidencia sólida. Naturalmente, pensé en seguida que se equivocaba, pero le concedí el favor de creer que se equivocaba de un modo inteligente. En nin­gún caso compartí el punto de vista de algunos de sus amigos que atribuían sus ideas y su terror a las colinas verdes a la mera locura. Comprendí en seguida que era un hombre notable, y que los hechos que me relataba tenían como origen circunstancias que bien merecían mi interés, aunque no tuviesen ninguna relación con las causas fan­tásticas que Akeley les atribuía. Más tarde me envió cier­tas pruebas materiales que dieron al asunto una base algo distinta y extremadamente curiosa.
No puedo hacer nada mejor que transcribir íntegra­mente, hasta donde me sea posible, la larga carta con que Akeley se presentó a sí mismo y que señala un punto tan importante en la historia intelectual. Ya no la tengo en mis manos, pero la recuerdo muy bien, y me atrevo a afir­mar otra vez que el hombre que la escribió era totalmente cuerdo. He aquí el texto, un texto que llegó a mí en una letra apretada y de aspecto arcaico, propia de un hombre
que no ha tratado mucho con el mundo durante su serena existencia de estudioso.



R. F. D. 2
Townshend, Windham Co., Vermont
5 de mayo de 1928

Sr. Albert N. Wilmarth
118, Saltondall Street Arkham,
Massachusetts


Mi estimado señor:
He leído con gran interés en el Brattleboro Reformer del 23 de abril la reproducción de una carta de usted en la que recoge algunas de las historias sobre cuerpos que han flotado en nues­tros ríos durante la última inundación, y las curiosas leyendas con las que tanto armonizan. Es fácil comprender por qué un hombre de otro Estado toma tal actitud, y hasta por qué «El cronista» se muestra de acuerdo. Es la posición adoptada gene­ralmente por todas las personas cultas, tanto de Vermont como de otras partes, y fue también la mía en mi juventud (tengo ac­tualmente 57 años) antes de que mis estudios, tanto los genera­les como los que hice del libro de Davenport, me llevaran a ex­plorar ciertas regiones poco frecuentadas de las colinas.
Emprendí estos estudios a causa de las historias que solía oír de labios de viejos granjeros ignorantes, pero en la actuali­dad lamento de veras haber tocado esas cuestiones. Puedo de­cir, con toda modestia, que la antropología y el folclore no me son totalmente desconocidos. En la Universidad me ocupé mu­cho de estas ciencias, y estoy familiarizado con autoridades ta­les como Tylor, Lubbock, Frazer, Quatrefages, Murray, Osorn, Keith, Boule, G. Elliot Smith, etcétera. No ignoro que los cuentos sobre razas ocultas son tan antiguos como la humani­dad. He leído en el Rutland Herald la reproducción de sus car­tas, y las de aquellos que lo apoyan, y creo saber en qué punto se encuentra actualmente la controversia.
Quiero decirle ahora que temo que sus adversarios estén más en lo cierto que usted, aunque carezcan, en apariencia, de razones válidas. Están más en lo cierto de lo que ellos mismos creen, pues, naturalmente, sólo apuntan algunas hipótesis e ig­noran lo que yo sé. Si yo supiera tan poco como ellos, no justifi­caría sus creencias. Lo apoyaría a usted enteramente.
Como puede usted comprobar, me resisto -a entrar de lleno en la cuestión, probablemente porque temo llegar a ella. En po­cas palabras: tengo la prueba de que ciertos seres monstruosos viven en los bosques de las colinas altas que nadie visita. No he visto a las criaturas que flotaban en los ríos, pero sí a seres que se les parecen en circunstancias que temo relatar. He visto hue­llas de pasos; recientemente tan cerca de mi propia casa (vivo en la vieja mansión de los Akeley al sur de la aldea de Townshend, junto a la montaña Negra) que no me atrevo a ser más preciso. Y he oído voces en los bosques y en ciertos lugares que no in­tentaré describir aquí.
En uno de esos lugares las voces eran tan claras que llevé allí un fonógrafo con un dictáfono y un cilindro de cera virgen. Trataré de hacerle llegar la grabación que entonces obtuve. Se la hice escuchar a algunos ancianos de la región y éstos quedaron casi paralizados, pues una de las voces (el zumbido de que habla Davenport) es casi igual a aquella de que hablaban sus abuelas y que éstas mismas trataban de imitar. Sé qué piensa la mayoría de la gente de un hombre que oye voces..., pero antes de sacar conclusiones escuche usted este cilindro y pídale su opinión a algún viejo colono. Si puede usted encontrar una explicación normal, mejor así; pero tiene que haber algo detrás de esto. Ex nihilo nihil fit, ya sabe usted.
Pero el objeto de esta carta no es el de iniciar una discusión, sino suministrarle ciertas informaciones que, puedo afirmar, a un hombre como usted le interesarán de veras. Esto es privado. Públicamente estoy de su parte, pues ciertos incidentes me de­mostraron que es mejor que no se sepa mucho de este asunto. Nadie conoce aún la índole de mis estudios, y nada diré que pueda atraer la atención de la gente y la incite a visitar estos lu­gares. Es cierto, terriblemente cierto: unas criaturas que no per­tenecen a este mundo están observándonos constantemente, y algunos de sus espías viven entre nosotros, recogiendo informa­ciones. Esto lo he sabido gracias sobre todo a un pobre desven­turado que si conservaba la razón (y hoy así lo creo) era uno de esos espías. Este hombre se suicidó poco más tarde, pero tengo razones para pensar que ahora mismo hay otros.
Las criaturas proceden de un lejano planeta y son capaces de vivir y volar en el espacio exterior, pues sus alas son bastante poderosas como para resistir el éter, aunque demasiado grose­ras para nuestra atmósfera. (Volveré a hablarle de esto si no me rechaza usted pensando que estoy loco.) Descienden a la Tierra para extraer algún metal de las montañas, y creo saber de dónde vienen. No nos harán ningún daño si las dejamos en paz, pero es imposible saber qué ocurriría si fuésemos demasiado curio­sos. Naturalmente, un buen ejército de hombres podría destruir con rapidez esa colonia; las criaturas lo saben. Pero en ese caso vendrían otras, y en número infinito. Podrían conquistarnos fá­cilmente; si no han tratado de hacerlo hasta ahora, es porque no lo han creído necesario. Prefirieron dejar las cosas como están y ahorrarse molestias.
Creo que quieren librarse de mí por lo que he descubierto. En la colina Redonda, al este de la granja, descubrí una piedra negra cubierta de oscuros jeroglíficos. La traje a casa y desde en­tonces todo ha cambiado. Si llegasen a imaginar mis sospechas, me matarían o me llevarían a su lugar de origen. De cuando en cuando se llevan a algunos hombres de ciencia para informarse de lo que ocurre en el mundo.
Lo que me trae al segundo punto importante de mi carta: pedirle a usted que silencie la actual discusión y no le dé mayor publicidad. Nadie debe acercarse a esas colinas, y es necesario por lo tanto no excitar todavía más la curiosidad pública. El peligro es ya, por cierto, bastante grande a causa de esos vende­dores de propiedades y esos rebaños de gente en vacaciones que invaden Vermont y pretenden cubrir las colinas de casas baratas.
Me alegraría mucho mantener correspondencia con usted. Trataré de enviarle por correo expreso el registro fonográfico y la piedra negra (está tan gastada que una fotografía no mostraría mucho). Digo trataré» porque creo que estas criaturas intervie­nen con frecuencia en mis asuntos. En una granja cercana a la aldea hay un individuo hosco y furtivo llamado Brown que debe de ser uno de sus espías. Poco a poco están tratando de apartarme de nuestro mundo, y todo porque sé demasiado del de ellos.
Es sorprendente cómo se enteran de lo que hago. Hasta es posible que usted no reciba esta carta. Si las cosas empeoran creo que tendré que dejar la región e irme a vivir con mi hijo a San Diego, California. Pero no es fácil abandonar la casa natal y además mi familia ha vivido en ella durante seis generaciones. Por otra parte, no sé si me atreveré a vender mi casa a alguien, ahora que ha atraído la atención de las criaturas. Parece como si quisiesen apoderarse de la piedra negra y destruir el registro fo­nográfico; pero trataré de impedirlo. Mis grandes perros guar­dianes las han mantenido a raya, pues son por ahora poco nu­merosas, y se desplazan torpemente. Como he dicho, esas alas no les son muy útiles para vuelos cortos a poca distancia del suelo. Estoy a punto de descifrar esa piedra -lo que en verdad me horroriza-, y quizá usted pueda, gracias a sus conocimien­tos de folclore, proporcionarme algunos elementos. Imagino que no ignora usted los terribles mitos anteriores a la aparición del hombre, los ciclos de Yog-Sothoth y Cthulhu de que se ha­bla en el Necronomicon. Tuve en un tiempo acceso a esta obra, y he oído que usted tiene un ejemplar guardado bajo llave en la biblioteca de la universidad.
Para terminar, señor Wilmarth, creo que, en razón de nues­tros respectivos conocimientos, ambos podemos ayudarnos mutuamente. No quiero comprometer su seguridad, y creo mi deber advertirle que la posesión de la piedra negra y la graba­ción fonográfica encierra sus peligros. Me parece, sin embargo, que se atreverá usted a correrlos en beneficio de la ciencia. Iré en mi coche hasta Newfane o Brattleboro para enviarle lo que usted me autorice, pues las oficinas de correo de esas dos locali­dades me parecen más dignas de confianza que la nuestra. Le diré, además, que desde hace un tiempo vivo completamente solo, pues no puedo conservar aquí ningún sirviente. Todos re­húsan quedarse a causa de las criaturas que se acercan de noche a la casa y hacen ladrar continuamente a los perros. Me alegra no haberme metido mucho en este asunto en vida de mi mujer; se habría vuelto loca.
Con la esperanza de no haberlo molestado demasiado, y de que decida usted ponerse en contacto conmigo, en vez de opi­nar que esta carta es obra de un loco, y echarla a la papelera, se despide de usted muy sinceramente suyo

Henry W. Akeley

P. S. - Estoy sacando varias copias de algunas de mis foto­grafías que creo me ayudarán a probar algunos de los puntos que le he expuesto. Los viejos de aquí las juzgan monstruosa­mente fieles. Si le interesan se las enviaré en seguida.


Me sería muy difícil describir los sentimientos que me inspiró la lectura de ese extraño mensaje. Ordinariamente yo me hubiese reído con más fuerza de estas extravagan­cias que de las teorías algo más moderadas que hasta ese entonces tanto me habían divertido. Pero había algo en el tono de esa carta que hizo que me la tomase paradójica­mente en serio. No creí por cierto, ni durante un instante, que esa raza estelar existiese de veras; pero luego de unas graves dudas preliminares quedé completamente seguro de la cordura y sinceridad de Akeley y de que se había visto ante ciertos fenómenos, aunque anormales y raros, a los que no había podido encontrar sino esta explicación imaginativa. Akeley tenía que estar equivocado, refle­xioné, pero el asunto bien merecía una investigación. El hombre parecía muy inquieto y alarmado por algo, pero era difícil pensar que no existiese causa alguna. Era, en cierto modo, muy preciso y lógico, y además su historia coincidía curiosamente con algunos de los viejos mitos, hasta con las más disparatadas leyendas indias.
Que hubiese oído realmente unas voces perturbado­ras en las colinas, y que hubiese encontrado de veras esa piedra negra de la que hablaba, era ciertamente posible, a pesar de las conclusiones insensatas a las que había lle­gado. Éstas habían sido sugeridas sin duda por el hombre que se decía espía de los monstruos y que había termi­nado suicidándose. Era indiscutible que este último indi­viduo había estado completamente loco, aunque en pose­sión de cierta lógica distorsionada que había hecho que el ingenuo Akeley -ya preparado para estas cosas por sus estudios de folclore- creyese en su historia. Y si ningún sirviente duraba en la granja había que pensar que los ve­cinos estaban tan convencidos como Akeley de que éste era asediado durante la noche por seres inverosímiles. Los perros ladraban realmente, había que admitirlo.
Y luego esa grabación; yo no podía creer que hubiese sido obtenida como lo pretendía Akeley. Tenía que ser otra cosa; ruidos emitidos por un animal que podían con­fundirse con el lenguaje humano, o la voz de un hombre degenerado, y no muy distinto de los animales, que erraba de noche por los bosques. De aquí mis pensamientos vol­vieron a la piedra negra cubierta de jeroglíficos, y me pre­gunté una y otra vez qué podía significar. ¿Y qué serían aquellas fotografías que Akeley ofrecía enviarme y que los viejos habían encontrado tan terriblemente fieles?
Mientras releía aquella apretada escritura sentí que mis crédulos adversarios disponían aún de muchos argu­mentos. Después de todo, podía haber en esas colinas unos parias de raro aspecto, quizá deformes hereditarios, aunque no tuviesen ninguna relación con la raza de mons­truos estelares de que hablaban las leyendas. Y si así fuese, la presencia de cuerpos extraños en las tierras inundadas no sería totalmente increíble. ¿Era demasiado presun­tuoso suponer que tanto las viejas fábulas como los infor­mes recientes tenían tanta base real? En el mismo instante en que me asaltaban esas dudas, sentí vergüenza de que hubiesen sido suscitadas por algo tan extravagante como la carta de Akeley.
Respondí al fin a la carta adoptando un tono de amis­toso interés y solicitando más amplios detalles. La contes­tación me llegó casi a vuelta de correo, y contenía, como Akeley lo había prometido, varias fotografías que apoya­ban sus afirmaciones. Al sacar las fotografías del sobre, ex­perimenté una curiosa sensación de terror y la proximi­dad de algo prohibido; pues a pesar de la vaguedad de muchas de las imágenes, tenían un innegable poder de su­gestión, acentuado por el hecho de que eran auténticas, es decir, trazos ópticos de unión con los objetos que repre­sentaban, resultado de un proceso de transmisión imper­sonal sin prejuicio, falibilidad o engaño.
Cuanto más las miraba, más comprendía que había te­nido razón al tomar en serio a Akeley y su historia. Era indudable, estas imágenes eran de veras una prueba; algo había en las colinas de Vermont que sobrepasaba nuestros conocimientos y creencias habituales. La peor de todas era la que mostraba la huella de un pie en un suelo ba­rroso, a pleno sol, en algún sitio de una meseta desierta. Pude ver en seguida que no se trataba de un truco; los gui­jarros y las hierbas claramente delineados indicaban una escala muy precisa y excluían la posibilidad de una doble exposición. He hablado de la huella de un pie, pero «hue­lla de garra» sería una denominación más apropiada. Aun ahora apenas podría describirla. Sólo podría decir que evocaba odiosamente la huella de un cangrejo, y que su orientación era bastante dudosa. Aunque no era fresca ni profunda, parecía tener el tamaño de un pie común de hombre. De un eje central partían en direcciones opuestas una especie de pinzas dentadas, cuya función -si en ver­dad aquello no era más que un órgano locomotor- era di­fícil adivinar.
Otra de las fotografías -obtenida evidentemente me­diante una larga exposición a la sombra- representaba la entrada de una caverna en el bosque, cerrada por una pie­dra. Enfrente, en el suelo desnudo, era posible discernir una complicada red de curiosas huellas, y cuando con ayuda de una lupa estudié la fotografía, sentí la inquie­tante seguridad de que eran idénticas a la de la otra ima­gen. Una tercera fotografía mostraba un círculo de pie­dras similar al de los druidas en lo alto de una colina solitaria. Alrededor de ese círculo críptico la hierba había sido aplastada o arrancada, pero no pude distinguir una sola huella, ni aun con la lupa. Era fácil darse cuenta de lo aislado del lugar a causa del verdadero mar de montañas que formaba el fondo y que se extendía hasta el borroso horizonte.
Pero si la más perturbadora de todas esas imágenes era la de la huella, ninguna encerraba una sugestión simi­lar a la de la piedra negra encontrada en la colina Re­donda. Henry Akeley la había fotografiado en lo que era evidentemente su mesa de trabajo, pues en el fondo se veían varias hileras de libros y un busto de Milton. El ob­jeto, hasta donde era posible suponerlo, había sido foto­grafiado verticalmente y tenía una superficie curva e irre­gular de unos treinta centímetros por sesenta. El lenguaje es impotente sin embargo para describir claramente esa superficie o la forma general del conjunto. Me es imposi­ble imaginar qué principios geométricos desconocidos y extraños guiaron al tallista. Nunca en mi vida vi nada que me sugiriese de un modo tan curioso v evidente algo ajeno a este mundo. De los jeroglíficos que cubrían la su­perficie sólo alcancé a discernir unos pocos; pero dos o tres me perturbaron profundamente. Podía tratarse, como es natural, de un fraude, pues no era yo el único que había leído el monstruoso y aborrecible Necronomicon del árabe loco Abdul Alhazred; pero, a pesar de eso, me estremecí al reconocer algunos ideogramas que mis estu­dios me habían enseñado a relacionar con los relatos más terroríficos y blasfematorios acerca de unas criaturas que habrían existido antes de la creación de la Tierra v otros mundos del sistema solar.
De las otras cinco fotografías, tres representaban pai­sajes montañosos o pantanosos que parecían conservar las huellas de una vida oculta. La cuarta, obtenida según Ake­ley luego de una noche en que los perros habían labrado más que de costumbre, mostraba una curiosa marca en el suelo, muy cerca de la casa. Era muy borrosa y no podía sacarse de ella ninguna conclusión cierta, pero se parecía terriblemente a la obtenida en las colinas. La última de las fotografías era de la casa de Akeley, un edificio blanco de dos pisos y buhardilla, de un siglo y cuarto de antigüedad aproximadamente, con un prado bien cuidado y un sen­dero bordeado de piedras que conducía a una puerta artís­ticamente labrada, de estilo georgiano. Algunos perros de policía estaban echados en el césped, cerca de un hombre de rostro agradable y barba tupida y gris que no podía ser otro que Akeley. Se había fotografiado a sí mismo a juz­gar por la pera de caucho que tenía en la mano derecha.
De las imágenes pasé a la carta voluminosa que las acompañaba, y durante tres horas me sumergí en un abismo de indecible horror. Akeley me exponía ahora mi­nuciosamente lo que antes me había descrito de un modo general. Me enviaba largas transcripciones de palabras es­cuchadas de noche en los bosques; largas descripciones de formas monstruosas y rosadas que espiaban desde los ma­torrales de las colinas a la hora del crepúsculo, y una terri­ble narración cósmica donde se utilizaba una variada y profunda erudición v los interminables despropósitos de aquel presunto espía que se había suicidado. Me encontré ante nombres y términos que había oído en otras partes en las más odiosas relaciones: Yuggoth, el Gran Cthulhu, Tsathoggua, Yo-Sothoth, R'lyeh, Nyarlathotep, Aza­thotlh, Hastur, Yian, Leng, el lago de Hali, Bethmoora, el Signo Amarillo, L'mur-Kathulos, Bran y el Magnum In­nominandum; y fui retrocediendo de desconocidos eones y dimensiones inconcebibles a mundos más viejos y leja­nos que el enloquecido autor del Necronomicon había vis­lumbrado sólo muy vagamente. Conocí los abismos de la vida original, las corrientes que habían fluido en ese en­tonces, y finalmente el ínfimo arroyo, derivado de una de esas corrientes, que se mezcló un día con los destinos de nuestro planeta.
Sentí que se me nublaba el cerebro, y comencé a creer en los prodigios increíbles y anormales que hasta enton­ces había tratado de negar. Esta acumulación de pruebas era decididamente enorme y abrumadora, y la actitud fría y científica de Akeley -una actitud alejada hasta lo ini­maginable de la de un loco, un fanático, un histérico o aun un razonador extravagante- ejerció un efecto tremendo en mi pensamiento y mi juicio. Cuando al fin dejé a un lado aquella terrible carta, pude entender los temores de Akeley, y me dispuse a hacer todo lo posible para alejar a las gentes de aquellas colinas. Aun ahora que el tiempo ha borrado en parte mis impresiones y me ha hecho dudar de la verdad de mi experiencia, no osaría citar algunos pa­sajes de aquella carta. Me alegro de que haya desaparecido junto con el disco y las fotografías, y lamento, por razo­nes que expondré más adelante, que se haya descubierto un nuevo planeta más allá de Neptuno.
Mi discusión pública acerca de los incidentes de Ver­mont terminó para siempre aquel día. Dejé de responder a los argumentos de mis adversarios o los hice a un lado prometiendo contestarlos más tarde. Así la controversia descendió a las sombras del olvido. Durante los meses de mayo y junio mantuve correspondencia con Akeley. De cuando en cuando se perdía una carta y nos veíamos obli­gados a rehacer el camino y librarnos a un considerable trabajo de copia. Nuestro propósito principal era el de in­tercambiar impresiones sobre asuntos de oscura erudi­ción mitológica y llegar a relacionar los horrores de Ver­mont con el conjunto de leyendas del mundo primitivo.
Entre otras cosas decidimos virtualmente que los monstruos de las colinas y el infernal Mi-Go del Hima­laya eran una sola y misma especie de encarnada pesadilla. Hubo también unas absorbentes conjeturas zoológicas que yo habría transmitido al profesor Dexter, de mi misma universidad, si no fuera porque Akeley me había pedido formalmente que guardase el secreto. Si le desobe­dezco ahora es sólo porque creo que una advertencia a propósito de esas lejanas colinas de Vermont -y de esos picos del Himalaya que arriesgados exploradores parecen realmente decididos a escalar- contribuirá, más que el si­lencio, a la seguridad pública. Uno de los objetos específi­cos de nuestra correspondencia era el descifrar los jeroglí­ficos de aquella infame piedra negra, lo que nos llevaría probablemente a conocer unos secretos más profundos y prodigiosos que los que haya poseído hombre alguno.
3

Hacia fines de junio llegó el cilindro fonográfico enviado desde Brattleboro, ya que Akeley desconfiaba del ramal del norte. Tenía, desde hacía un tiempo, la impresión de que lo espiaban, impresión agravada por la pérdida de al­gunas de nuestras misivas. No dejaba de hablar de los ac­tos insidiosos de ciertos hombres a los que consideraba instrumentos y agentes de las criaturas ocultas. Sospe­chaba sobre todo del granjero Walter Brown, quien vivía solo en una casa tambaleante en la falda de una colina, no muy lejos de los bosques, y a quien se veía a menudo me­rodeando por las esquinas de Brattleboro, Bellows Falls, Newfane y South Londonderry del modo más inexplica­ble e injustificado. La voz de Brown, estaba convencido,
era la misma que había escuchado un día en una terrible conversación. Akeley había visto una vez la huella de un pie o una garra cerca de la casa de Brown, lo que podía te­ner el más ominoso de los significados. Junto a esa huella se veían las marcas de las pisadas del mismo Brown, pisa­das que se orientaban hacia esa huella.
De modo que Akeley envió el disco desde Brattle­boro, hasta donde había ido en su coche Ford por los ca­minos más solitarios. En una nota me confesaba que es­taba comenzando a temer esos caminos, y que ni siquiera iba por provisiones a Townshend excepto en pleno día. Era peligroso, me repetía una y otra vez, saber demasiado, a no ser que viviera bastante lejos de esas silenciosas y problemáticas colinas. Muy pronto iría a reunirse con su hijo en California, aunque resultaba difícil dejar un lugar que era para él centro de emociones y recuerdos ancestrales.
Antes de probar el cilindro en un aparato cedido por la administración de la universidad, releí las explicaciones de Akeley. Este registro, decía, había sido obtenido a la una de la mañana del primero de mayo de 1915, cerca de la abertura cerrada de una caverna, en el lugar en que las faldas boscosas de la montaña Negra se alzan junto a los pantanos de Lee. El lugar había estado particularmente plagado de extrañas voces, y por esta razón había llevado allí el fonógrafo y el dictáfono con la esperanza de obte­ner algún resultado. Por experiencias anteriores creía sa­ber que la víspera del primero de mayo -la odiosa noche del sabbath de las leyendas subterráneas europeas- sería más fructífera que otras, y no quedó decepcionado. Con­viene anotar sin embargo que no volvió a escuchar voces en aquel sitio.
A diferencia de las palabras oídas otras veces en los bosques, lo más importante de esta grabación es que tenía un carácter casi ritual, e incluía una voz humana que Ake­ley no había identificado. No pertenecía a Brown, pues parecía ser de un hombre de mayor cultura. Pero el verda­dero enigma era la segunda voz: aquel maldito zumbido que no tenía nada de humano a pesar de las palabras pro­nunciadas en un buen inglés y con excelente acento.
La grabación no era del todo perfecta, y como entre el aparato y la fuente de las palabras había habido cierta dis­tancia, el discurso registrado tenía un carácter fragmenta­rio. Akeley había transcrito lo que según él decían las vo­ces. Mientras preparaba el fonógrafo volví a releer aquel texto oscuramente misterioso antes que terrible, aunque su origen y el modo como había sido obtenido le presta­ban un horror que ninguna palabra podía alcanzar. Lo re­produciré aquí íntegramente, tal como lo recuerdo, y es­toy seguro de no haber olvidado una palabra, no sólo por haber leído la transcripción, sino también por haber oído el disco una y otra vez. ¡No es cosa que pueda olvidarse fácilmente!

(Sonidos confusos.)

VOZ DE HOMBRE CULTO.-... es el señor de los bos­ques, hasta en... y los dones de los hombres de Leng... desde las honduras de la noche hasta los abismos del espa­cio, y desde los abismos del espacio a las honduras de la noche, se cantan los elogios del Gran Cthulhu, Tsathog­gua, y Aquel a Quien no se debe nombrar. Que se canten los elogios, y que la abundancia sea acordada al Chivo Negro de los Bosques. ¡Iá! ¡Shub-Niggurath! ¡El Chivo de un millar de descendientes!
ZUMBIDO QUE IMITA LA VOZ HUMANA.-¡Iá! ¡El Chivo Negro de los Bosques de un millar de descendientes! VOZ HUMANA.-Y ha ocurrido que el señor de los bos­ques, siendo... siete y nueve, bajo los escalones de ónix... (tributos acordados a Él en los abismos, Él de Quien Tú nos enseñaste marav(illas)... en alas de la noche más allá del espacio, más allá de... a Aquel de Quien Yuggoth es el último nacido, y que gira solitario por el éter negro a ori­llas de...
ZUMBIDO.-... id entre los hombres y aprended sus costumbres, para que Aquél en los abismos pueda saber. A Nyarlathotep, el Poderoso Mensajero, todo debe ser dicho. Y Él asumirá la apariencia de los hombres, la más­cara de cera y el disfraz del vestido, y descenderá del mundo de los siete soles a burlarse de...
VOZ HUMANA.-... (Nyar) athotep, Gran Mensajero, dador de raras alegrías a Yuggoth a través del vacío del espacio, Padre del Millón de Favorecidos, que andas entre...

(Fin del registro.)

Éstas eran las palabras que yo iba a escuchar cuando puse en marcha el fonógrafo. Moví la palanca y oí el ruido pre­liminar de la aguja de zafiro con una mezcla de disgusto y temor, y me alegré de que los primeros vocablos, frag­mentarios y débiles, fueran pronunciados por una voz hu­mana, una voz educada y suave que tenía un acento ligera­mente bostoniano, y que no era por cierto de ningún habitante de las colinas de Vermont. Mientras trataba de escuchar aquel apenas perceptible discurso me pareció que era idéntico a la transcripción de Akeley. La suave voz bostoniana proseguía su melopea:
-... ¡Iä! ¡Shub-Niggurath! ¡El Chivo de un millar de descendientes!
Y entonces, oí la otra voz. Aun ahora, cuando pienso en el efecto que me causó, aunque estaba preparado por las cartas de Akeley, me estremezco de pies a cabeza. Aquellos a quienes he hablado del disco afirman que no ven en él más que demencia o impostura; pero si lo hubie­sen oído o si hubiesen leído la correspondencia de Akeley (especialmente aquella terrible y enciclopédica segunda carta), sé que pensarían de distinto modo. Es en verdad
una tremenda lástima que yo no haya desobedecido a Akeley, y no haya tocado el disco para otros... Una tre­menda lástima, también, que todas sus cartas se hayan perdido. En cuanto a mí, con el conocimiento que ya te­nía del origen de los sonidos, y de las circunstancias que los rodeaban, la voz me pareció realmente monstruosa. Siguió rápidamente a la voz humana como en una res­puesta ritual, pero sonó en mi imaginación como un eco mórbido que venía de lejanos e inimaginables infiernos y que se abría camino a través de inimaginables abismos. Han pasado más de dos años desde que escuché por úl­tima vez aquel blasfemo cilindro de cera; pero en este mo­mento, y en todos los momentos, puedo oír todavía aquel débil y diabólico zumbido tal como cuando llegó a mí por primera vez.
-¡Iá! ¡Shub-Niggurath! ¡El Chivo Negro de los Bos­ques de un millar de descendientes!
Pero aunque aquella voz aún me suena en los oídos, no he sido nunca capaz de dar de ella una cabal descrip­ción. Era como el zumbido de un insecto gigantesco, mo­dulado para reproducir el lenguaje de otra especie, y tengo la seguridad de que los órganos que lo producían no tenían la menor semejanza con los órganos vocales del hombre, ni con los de ningún mamífero. El timbre, el re­gistro y los armónicos eran tan singulares que el fenó­meno sobrepasaba los límites de la humanidad y la vida terrestre. Cuando lo oí por primera vez me sentí como aturdido, y escuché el resto de la grabación en un estado de distraído estupor. Cuando llegó el pasaje en que el zumbido era más largo, volvió a intensificarse aquella sen­sación de monstruosa infinitud que me había golpeado la primera vez. El registro terminó bruscamente, mientras se oía de un modo desacostumbradamente claro aquella voz bostoniana. Me quedé inmóvil, con los ojos fijos en el va­cío, hasta que la máquina se detuvo.
No necesito añadir que repetí numerosas veces la audición del cilindro, y que cambié numerosas cartas con Akeley tratando de agotar todos los análisis y comenta­rios posibles. Sería inútil e inoportuno reproducir aquí to­das nuestras conclusiones, pero debo aclarar que estuvi­mos de acuerdo por lo menos en un punto: que teníamos en nuestras manos algo que podía llevarnos a las fuentes de las más primitivas y repulsivas costumbres de las anti­guas religiones. Nos parecía evidente, por otra parte, que había viejas y elaboradas alianzas entre aquellas ocultas criaturas del espacio y algunos seres humanos. Era impo­sible adivinar qué extensión tenían estas alianzas, y qué diferencia había entre su estado actual y el de las edades primeras; pero aun en el mejor de los casos había sitio de sobra para las más terribles especulaciones. Entre el hom­bre y aquella anónima infinitud parecía haber una unión inmemorial y definida. Los monstruos que habían venido a la Tierra parecían proceder del planeta Yuggoth, en el extremo del sistema solar; pero éste no era más que un ha­bitado puesto de avanzada de una raza horrible, cuyo lu­gar de origen estaba mucho más allá del universo cono­cido: el contínuum espacio-tiempo einsteiniano.
Seguimos también discutiendo a propósito de la pie­dra negra y el mejor modo de hacerla llegar a Arkham. Akeley juzgaba desaconsejable que yo visitase el lugar donde desarrollaba aquellos estudios de pesadilla. Por una u otra razón temía enviar la piedra por alguna de las rutas comunes. Finalmente tomó la decisión de transportarla él mismo a Bellows Falls y luego por el sistema Boston ­Maine a través de Keene, Winchendon y Fitchburg, aun­que esto obligase a pasar por más caminos solitarios y colinas boscosas que los de la ruta principal a Brattleboro. Afirmaba que el día en que había visitado la oficina de co­rreos de Brattleboro para enviarme el registro fonográfico había visto allí a un hombre de expresión y actitudes poco tranquilizadoras. Este hombre se había mostrado muy deseoso de hablar con los empleados y había tomado el mismo tren en que viajaba el cilindro. Akeley confesaba que se había sentido particularmente intranquilo a propó­sito de esta grabación hasta que supo que había llegado a mis manos.
Alrededor de esta época -la segunda semana de ju­lio- se perdió otra de mis cartas. Akeley me pidió que no volviera a escribirle a Townshend, y que enviara toda mi correspondencia a la oficina de correos de Brattleboro, adonde iría con frecuencia en su coche o en uno de los ómnibus recientemente puestos en servicio. Pude advertir que se sentía cada vez más inquieto, pues me contaba con minuciosidad que sus perros ladraban con mayor frecuen­cia en las noches sin luna y que cuando llegaba él día en­contraba huellas frescas de garras en el camino y en el ba­rro del patio de atrás. Una vez me describió un verdadero ejército de huellas que enfrentaban unas líneas igualmente numerosas y claras de huellas de perros, y me envió una perturbadora fotografía en apoyo de sus afirmaciones. La había tomado después de una noche en que los perros ha­bían ladrado y aullado más que nunca.
En la mañana del miércoles 18 de junio recibí un tele­grama de Bellows Falls en que Akeley decía que me en­viaba la piedra negra por la línea Boston-Maine, en el tren n.° 5.508. Éste partía de Bellows Falls a las doce y cuarto de la noche y llegaba a Boston a las cuatro y doce de la tarde. Calculé que el paquete estaría en Arkham al medio­día siguiente, y en consecuencia no salí de casa en toda la mañana del jueves. Pero llegó sin novedad el mediodía y cuando telefoneé a la oficina de expresos me informaron que nada sabían de ese paquete. Decidí entonces, en me­dio de una alarma creciente, hacer una llamada de larga distancia a la estación Boston North, y no me sorprendió mucho enterarme de que no habían visto ningún envío consignado a mi nombre. El tren n .o 5.508 había llega­do con un retraso de sólo treinta y cinco minutos, pero no había transportado nada para mí. El agente prometió, sin embargo, hacer una investigación, y al terminar el día envié una carta a Akeley exponiéndole los hechos.
En la tarde del día siguiente recibí una llamada telefó­nica del agente de Boston en el que me comunicaba el re­sultado de su búsqueda. Parecía que el estafetero del tren n.° 5.508 recordaba un incidente que podía tener alguna relación con mi pérdida: una discusión con un hombre delgado, pelirrojo y de voz muy curiosa, en momentos en que el tren estaba detenido en Keene, New Hampshire, poco después de la una de la tarde.
Ese hombre, decía el empleado, se había mostrado muy inquieto a propósito de una caja pesada que preten­día estar esperando, pero que no se encontraba en el tren ni figuraba en los registros de la compañía. Había dado el nombre de Stanley Adams y arrastraba la voz de un modo tan raro y monótono que el empleado había sentido una extraña somnolencia. Éste no sabía cómo había terminado la conversación, pero recordaba haberse despertado del todo en el momento en que el tren se ponía en marcha. El agente de Boston añadió que el empleado era un hombre joven, digno de toda confianza, de muy buenos antece­dentes, y que llevaba mucho tiempo en la compañía.
Aquella misma tarde, después de obtener el nombre y dirección del estafetero, viajé a Boston con el fin de entre­vistarlo. Era un hombre simpático y franco, pero pronto advertí que nada nuevo podía añadir a sus primeras decla­raciones. Cosa rara, no estaba seguro de poder reconocer a su interlocutor. Comprendiendo que nada más podía decirme, volví a Arkham y me pasé la mañana siguiente escribiendo cartas a Akeley, a la compañía de expresos, al departamento de policía, y al jefe de estación de Keene. Presentía que aquel hombre de la voz rara era el eje cen­tral de todo este asunto, y esperaba que los empleados de la estación y la oficina de telégrafos de Keene pudieran decirme algo acerca de él.
Debo confesar que mis investigaciones no llevaron a nada. Habían visto al hombre, es cierto, en los alrede­dores de la estación, en las primeras horas de la tarde del 18 de julio, y un vagabundo creía recordar vagamente que llevaba una caja pesada, pero nadie lo conocía y nadie tampoco lo había vuelto a ver. No había visitado la oficina del telégrafo, ni se había recibido ningún mensaje que pu­diera referirse a la presencia de la piedra negra en el tren n.' 5.508. Naturalmente, Akeley me ayudó en estas inves­tigaciones y hasta hizo un viaje a Keene para interrogar a la gente que vivía cerca de la estación, pero su actitud ante el asunto fue aún más fatalista que la mía. Parecía conside­rar que la pérdida de la caja era la amenazadora e inevita­ble consecuencia de hechos anteriores, y no tenía ninguna esperanza de recobrarla. Me habló de los indudables po­deres hipnóticos y telepáticos de las criaturas de las coli­nas y sus agentes, y en una carta dio a entender que no creía que la piedra estuviese aún en este mundo. Yo, por mi parte, estaba furioso, pues sentía que, por lo menos, habríamos podido aprender cosas sorprendentes de aque­llos viejos y borrosos jeroglíficos. El asunto me habría amargado mucho tiempo si las cartas subsiguientes de Akeley no hubiesen revelado una nueva e inquietante fase de aquel horrible problema de las colinas que atrajo en se­guida mi atención.


4

Aquellas criaturas desconocidas, me escribía Akeley con una letra cada vez más trémula, habían comenzado a asal­tarlo con una determinación renovada. El ladrido noc­turno de los perros, en las noches en que no había luna o en que ésta brillaba débilmente, era ahora insoportable. Y hasta habían tratado de atacarlo en los caminos solita­rios que debía recorrer durante el día. El 2 de agosto, mientras se dirigía a la aldea en su coche, se había encon­trado con un tronco de árbol que atravesaba el camino en un punto en que éste corría por entre la espesura; los fu­riosos ladridos de dos grandes perros que iban con él indi­caban con demasiada claridad la proximidad de los mons­truos. Akeley no osaba imaginar qué habría ocurrido si los dos perros no hubiesen estado allí; pero no salía nunca sin la compañía de por lo menos un par de ellos. Otras ex­periencias semejantes ocurrieron el 5 y el 6 de agosto. En una de esas ocasiones una bala rozó su coche. En la otra los ladridos de los perros revelaron la presencia de criatu­ras emboscadas.
El 15 de agosto recibí una carta que me perturbó so­bremanera y que me hizo desear que Akeley renunciara por una vez a su acostumbrada reticencia y llamara en su auxilio a la policía. En la noche del 12 al 13 se habían oído varios disparos en los alrededores de la granja y a la mañana siguiente tres de los doce perros habían aparecido muertos. En el camino había miles de huellas de garras, y entre ellas las de las pisadas de Walter Brown. Akeley ha­bía telefoneado a Brattleboro para pedir otros perros, pero la comunicación se había cortado casi en seguida. Más tarde fue a Brattleboro en su coche y allí se enteró de que el cable había sido cortado en dos en un punto si­tuado en las colinas desiertas al norte de Newfane. Pero estaba preparándose para volver a su casa con otros cua­tro hermosos perros y varias cajas de balas para su fusil. La carta había sido escrita en la oficina de correos de Brattleboro y llegó muy pronto a mis manos.
A partir de entonces mi actitud hacia el asunto co­menzó a perder rápidamente su carácter científico para transformarse en alarma. Sentía miedo por Akeley en aquella granja solitaria y remota, y en parte también por mí a causa de mi ya clara participación en aquel raro pro­blema de las colinas. El asunto se estaba extendiendo. ¿Me alcanzaría hasta envolverme? Escribí a Akeley rogándole
que buscara ayuda, y le adelanté que me decidiría a actuar en caso de que él no lo hiciera. Le dije que iría a Vermont a pesar de sus deseos, y que le ayudaría a explicar la situa­ción ante las autoridades. Como respuesta recibí el si­guiente telegrama expedido en Bellows Falls:

APRECIO SU ACTITUD PERO NADA PUEDE HACERSE STOP ABS­ TÉNGASE DE INTERVENIR PUES PERJUDICARÍA A AMBOS STOP ESPERE EXPLICACIÓN
HENRY AKELY

Pero aquello en realidad se estaba complicando. Contesté al telegrama y recibí como respuesta una temblorosa nota de Akeley en la que me decía que no sólo no había en­viado ningún telegrama, sino que tampoco había recibido la carta a la que ese mensaje pretendía responder. Hizo unas rápidas averiguaciones en Bellows Falls y supo que el mensaje había sido depositado por un hombre de pelo rojo y de voz muy curiosa, semejante a un zumbido. El empleado le mostró el texto original escrito con lápiz por el remitente; pero Akeley no pudo identificar la letra. Po­día advertirse que el nombre había sido mal escrito: A-K-E­L-Y, sin la segunda «E». Ciertas conjeturas eran inevita­bles, pero, en medio de aquella crisis, mi corresponsal no se había detenido a elaborarlas.
Akeley me hablaba además de la muerte de otros pe­rros, rápidamente reemplazados, y de las descargas de fu­silería que parecían ser ahora una costumbre en las no­ches sin luna. Las huellas de Brown, y las de por lo menos otros dos hombres, aparecían frecuentemente entre las huellas de garras en el camino y el patio. Akeley recono­cía que aquello era cada vez más grave, y que pronto ten­dría que mudarse a casa de su hijo en California, aunque no pudiese vender la granja. Pero no era fácil dejar el único sitio que consideraba realmente su hogar. Trataría de aguantar un poco más; quizá pudiese alejar a los intrusos, especialmente si renunciaba abiertamente a todo in­tento de descubrir sus secretos.
Escribí a Akeley en seguida diciéndole nuevamente que iría a visitarlo y le ayudaría a explicar a las autorida­des el peligro en que se hallaba. Su respuesta mostró que era ahora menos reacio a este proyecto, pero me repetía que quería quedarse un poco más, lo suficiente como para poner en orden sus cosas y acostumbrarse a la idea de abandonar esa casa natal a la que estaba atado por un ca­riño casi mórbido. La gente no miraba con simpatía sus estudios e investigaciones, y sería preferible alejarse tran­quilamente sin levantar una ola de rumores, evitando así que lo tomasen por loco. Reconocía que aquello era de­masiado, pero quería hacer, mientras pudiese, una digna retirada.
Esta carta llegó a mis manos el 28 de agosto, y envié a Akeley la respuesta más alentadora de que fui capaz. Mi mensaje de aliento tuvo aparentemente cierta eficacia, pues en la carta que me envió en seguida los incidentes te­rribles eran menos numerosos. No sentía, sin embargo, ningún optimismo, y expresaba la creencia de que aque­lla tranquilidad se debía a la luna llena. Esperaba que no hubiese muchas noches nubladas, y hablaba vagamente de mudarse a Brattleboro cuando la luna comenzara a menguar. Volví a escribirle otra carta animosa, pero el cinco de septiembre me llegó un mensaje que indudable­mente se había cruzado con el mío. Éste no admitía nin­guna réplica esperanzada. Dada su importancia, creo será mejor la reproduzca íntegramente, por lo menos tal como me lo permite la memoria. Decía sustancialmente lo que sigue:

Lunes

Mi estimado Wilmarth:

Una desanimada posdata a mi última. Anoche el cielo estaba cubierto de nubes, aunque sin amenaza de lluvia, y no había la menor traza de claridad lunar. Este asunto está empeorando de veras, y creo que no falta mucho para el fin, a pesar de nuestras esperanzas. Poco después de medianoche algo cayó sobre el te­cho de la casa, y los perros se precipitaron a ver qué era aquello. Podía oír cómo gruñían y daban vueltas; uno de ellos logró su­bir al techo saltando sobre el alero más bajo. Hubo entonces allí arriba una lucha terrible, y oí un espantoso zumbido que no ol­vidaré jamás. Luego sentí un olor repugnante. Casi al mismo tiempo unas balas atravesaron la ventana. Creo que el grueso de las fuerzas logró acercarse aprovechando que los perros se ha­bían dividido por lo que ocurría sobre el techo. Ignoro todavía qué había allí, pero temo que las criaturas estén aprendiendo a servirse de sus alas. Apagué la luz y utilizando las ventanas como troneras hice fuego con el rifle en todas direcciones, apuntando bastante alto para no herir a los perros. Esto pareció terminar el asunto, y por la mañana encontré grandes charcos de sangre en el patio junto a otros de un líquido verde y pega­joso de los que emanaba el peor olor que he sentido en mi vida. Subí al techo y encontré también allí huellas de ese líquido. Cinco de los perros estaban muertos, y temo que uno por mi culpa, pues tenía un tiro en el lomo. Estoy ahora poniendo otros cristales en las ventanas, y voy a ir a Brattleboro en busca de más perros. Sospecho que los hombres de la perrera creen que estoy loco. Volveré a escribirle más tarde. Imagino que den­tro de una semana o dos estaré ya listo para irme, aunque me mata casi el pensarlo.
Con prisa...
AKELEY


Pero no fue ésta la única carta de Akeley que se cruzó con la mía. A la mañana siguiente, el 6 de septiembre, me llegó otra. Esta vez la letra era casi indescifrable y revelaba un terror pánico. Me sentí perturbado hasta el punto de no saber ya qué hacer o decir. Nada será mejor otra vez que transcribir el texto tal como lo recuerdo:

Martes

El cielo sigue nublado, así que otra vez no hay luna; por otra parte, está ahora en menguante. Pensé en traer electricidad hasta la casa, pero sé que esos monstruos cortarían los cables en menos tiempo del que se necesita para repararlos.
Creo que estoy perdiendo la razón. Es posible que todo lo que le he escrito sea un sueño o el delirio de la locura. He so­portado mucho antes, pero esta vez es demasiado. Me hablaron anoche. Me hablaron anoche con ese zumbido maldito y me di­jeron cosas que no me atrevo a repetir. Los oí claramente por en­cima del ladrido de los perros, y en una ocasión en que el ruido no dejaba oír sus palabras, una voz humana vino en su ayuda. Apártese de esto, Wilmarth; es peor que lo que usted o yo he­mos podido imaginar. No quieren ahora que me mude a Califor­nia; quieren llevarme con ellos, vivo, o bajo una forma que teórica­mente y mentalmente podría considerarse viva. Y no sólo a Yuggoth, sino más allá, fuera de la galaxia, y posiblemente fuera también del último confín circular del espacio. Les dije que no iría con ellos a donde querían, y menos de ese modo terrible en que quieren llevarme. Pero temo que todo será inútil. Mi casa está tan aislada que nada les impide llegar a ella tanto de día como de noche. Han muerto otros seis perros y cuando fui hoy a Brattleboro sentí la presencia de estas criaturas a todo lo largo del camino.
Cometí un error al enviarle el cilindro grabado y la piedra negra. Será mejor que destruya ese registro antes de que sea de­masiado tarde. Le enviaré algunas líneas mañana si estoy aquí todavía. Me gustaría poder llevar mis libros y cosas a Brattle­boro e instalarme allí. Me escaparía en seguida sin nada, pero algo en mi interior me retiene. Puedo llegar a Brattleboro, donde podría estar a salvo, pero me siento allí tan prisionero como en mi casa. Y tengo la certidumbre de que no podría ir más lejos, aunque renunciase a todo. Es algo horrible..., apártese de esto.
Suyo
AKELEY
No pude dormir aquella noche, luego de haber recibido esta carta, y me pregunté una y otra vez hasta qué punto gozaría aún Akeley de todas sus facultades mentales. El tono de la nota era totalmente demencial, y sin embargo, teniendo en cuenta todo lo que había ocurrido, mi corres­ponsal se expresaba de un modo extrañamente convin­cente. Decidí no contestar en seguida, y esperar mejor hasta que Akeley tuviese tiempo de responder a mi última carta. Esa respuesta me llegó al día siguiente, aunque las novedades que ella me traía hacían olvidar mis preguntas. He aquí mi recuerdo de ese texto confuso y emborro­nado, escrito indudablemente muy de prisa.

Miércoles

Recibí su carta, pero es inútil discutir. Estoy totalmente re­signado. Me asombra conservar todavía bastante fuerza de vo­luntad como para mantenerlos a distancia. No podría escapar aunque decidiese abandonarlo todo y huir. De cualquier forma siempre se apoderarían de mí.
Ayer me mandaron una carta. La trajo un mensajero mien­tras yo me encontraba en Brattleboro. Está escrita a máquina y el matasellos es de Bellows Falls. Dice lo que quieren hacer con­migo... No puedo repetirlo. ¡Cuídese, Wilmarth! Rompa ese ci­lindro. El cielo sigue nublado por las noches, y la luna está en menguante. Debería atreverme a pedir ayuda -aumentaría así mi capacidad de resistencia-, pero cualquiera que se atreviese a venir me trataría de loco a no ser que le proporcionase alguna prueba. No puedo pedirle a la gente que venga sin ningún mo­tivo... Estoy desvinculado de todos los de la ciudad, y desde hace años.
Pero no le he dicho lo peor, Wilmarth. Prepárese para leer esto, pues va usted a recibir un choque. Estoy diciéndole la ver­dad, sin embargo. Se trata de esto: he vivido y tocado una de las criaturas, o parte de una de las criaturas. ¡Dios, Wilmarth, esto es espantoso! La criatura estaba muerta, naturalmente. La mató uno de los perros; la encontré esta mañana junto a la perrera. Traté de guardar los restos en la leñera para convencer a la gente de la ver­dad de todo esto, pero se evaporaron en el curso de unas pocas horas. No quedó nada.
Como usted debe de saber, todos los cuerpos encontrados en los ríos fueron vistos sólo en la primera mañana de la inundación. Y aquí está lo peor. Traté de fotografiar el cadáver para usted, pero cuando revelé la película no se veía nada excepto la leñera. ¿De qué sustancia pueden estar hechas las criaturas? La vi y la sentí, y dejan huellas en el suelo. Tienen que ser materiales, ¿pero qué clase de materia es ésta? La forma es indescriptible. Es una especie de cangrejo gigantesco, y en el sitio donde un hombre tiene la ca­beza hay una pirámide puntiaguda de anillos o nudos de carne correosa y erizada de tentáculos. Y cada vez hay más de esas cria­turas en el mundo...
Walter Brown ha desaparecido. Ha dejado de vérsele en los sitios de costumbre de las aldeas próximas. Debo de haberlo al­canzado con una de mis balas; parece que estas criaturas tratan siempre de retirar sus muertos y heridos.
He ido a la ciudad esta tarde, sin dificultades, pero temo que los monstruos hayan aflojado su vigilancia porque saben que ya he caído en sus garras. Le escribo desde la oficina de correos de Bratt­leboro. Esto puede ser una despedida; si así fuese escríbale a mi hijo George Goodenough Akeley, 176 Pleasant Street, San Diego, California, pero no venga aquí. Escríbale a mi muchacho si no sabe nada de mí en una semana, y fíjese en las noticias de los perió­dicos.
Voy a jugar mis dos últimas cartas, si me queda todavía bas­tante fuerza de voluntad. Primero trataré de usar gas venenoso (Tengo los elementos químicos necesarios, y máscaras para mí y los perros.) Si esto no resulta llamaré al sheriff. Pueden encerrarme en un manicomio si quieren. Será siempre mejor que lo que las otras criaturas quieren hacer. Quizá pueda hacerles examinar las huellas que rodean la casa... Son débiles, pero encuentro otras nuevas todos los días. Supongo, sin embargo, que la policía dirá que las he hecho yo; todos me juzgan aquí un personaje raro.
Debo tratar de que un policía federal pase conmigo una no­
che y vea por sí mismo..., pero podría ocurrir que las criaturas se enteraran y no se acercaran esa noche. Siempre que traté de comunicarme por teléfono a esas horas cortaron los cables. Los empleados de la compañía piensan que es algo muy raro y po­drían testimoniar a mi favor. Si no se les ocurre imaginar que los he cortado yo mismo. No he tratado de que los reparen desde hace una semana.
Yo podría obtener el testimonio de algunas gentes ignoran­tes acerca de la realidad de estos horrores, pero todo el mundo se ríe de lo que dicen. Por otra parte, hace tanto tiempo que evi­tan mi granja, que ignoran los últimos acontecimientos. Nada podría lograr que uno de estos granjeros se acercase a un kiló­metro de aquí. El cartero me repite sus historias y se ríe. ¡Dios! ¡Si me atreviese a decirle hasta qué punto todo eso es verdad! Pienso que trataré de que se fije en las huellas; pero el hombre viene a la tarde y a esa hora ya se han desvanecido. Si conser­vase una cubriéndola con un cesto o un balde, pensaría segura­mente qué se trata de una superchería o una broma.
Desearía no haber vivido como un ermitaño, y que las gen­tes viniesen a visitarme como en otro tiempo. Nunca me he atrevido a mostrar a nadie, salvo a algunos ignorantes, la piedra negra o las fotografías. ¡Qué lastima que nadie haya visto el cuerpo esa mañana antes de que se desvaneciese!
Pero ya no sé hasta qué punto me importa. Después de las cosas por las que he pasado, creo que un manicomio sería lo mejor. Los médicos podrían ayudarme a que me decidiese a de­jar esta casa, y bastaría eso quizá para salvarme.
Escríbale a mi hijo George si no tiene pronto noticias mías. Adiós. Rompa ese cilindro, y trate de olvidarse de esto.
Suyo
AKELEY


Esta carta me sumió en el más oscuro de los terrores. No sabía qué responderle, pero borroneé rápidamente algu­nas incoherentes palabras de advertencia y ánimo, y le en­vié la carta por correo urgente. Recuerdo haberle suplicado que se mudara a Brattleboro en seguida y que se pu­siera bajo la protección de las autoridades. Le añadía que iría a la ciudad con el registro fonográfico y que ayudaría a convencer a las cortes de su cordura. Era hora también, creo que escribí, de prevenir a la gente contra ese peligro. Se observará que en este momento de tensión yo ya creía casi del todo en las afirmaciones de Akeley, aunque pen­saba que su imposibilidad de obtener una fotografía del monstruo no se debía a ninguna anomalía de la naturale­za sino a algún error por su parte, provocado por la exci­tación.


5

Cruzándose aparentemente con mi incoherente mensaje, la tarde del sábado 8 de septiembre me llegó una carta es­crita a máquina curiosamente distinta y tranquilizadora; una serena carta de invitación que señalaba un cambio profundo en aquella pesadilla. Citaré nuevamente de me­moria, tratando, por razones especiales, de preservar todo lo posible el estilo del original. El matasellos era de Be­llows Falls, y hasta la firma había sido mecanografiada, como es costumbre en los principiantes. El texto, sin em­bargo, estaba enteramente desprovisto de faltas, y concluí que Akeley debió haber escrito a máquina en algún período anterior, quizás en la universidad. Decir que la carta me tranquilizó no sería bastante; pero en lo más hondo de mi ser había todavía un cierto malestar. Akeley no había perdido la cabeza en medio de aquellos terrores, ¿pero ocurría lo mismo ahora que se sentía liberado? Y ese «mejoramiento de las relaciones que mencio­naba... ¿qué quería decir? Todo implicaba una transfor­mación total en la actitud de Akeley. Pero he aquí el texto de la carta:

Townshend, Vermont
Jueves, 6 de septiembre de 1928

Mi querido Wilmarth:
Siento una gran alegría al poder tranquilizar a usted a pro­pósito de las tonterías que le he escrito. Cuando digo «tonte­rías» me refiero a mis terrores y no a mi descripción de ciertos fenómenos. Estos fenómenos son verdaderamente reales e im­portantes; mi error ha consistido en adoptar una actitud anor­mal ante ellos.
Creo haberle mencionado que mis extraños visitantes habían comenzado a tratar de comunicarse conmigo. Anoche la comunicación logró al fin realizarse. En respuesta a ciertas seña­les dejé entrar en mi casa a un mensajero. Me apresuro a aclarar que se trataba de un ser humano. Me dijo cosas que ni usted ni yo habíamos sospechado, y me demostró con claridad qué mal habíamos comprendido el propósito que guía a Estos de Más Allá al mantener en secreto su colonia.
Parece que las terribles leyendas acerca de lo que han ofre­cido a los hombres y lo que desean de la Tierra son en todo re­sultado de una mala interpretación de un lenguaje alegórico; lenguaje, naturalmente, desarrollado en un ambiente cultural y por sistemas mentales inimaginables para nosotros. Mis propias conjeturas, debo confesarlo, no fueron menos disparatadas que las de los incultos granjeros o los indios salvajes. Lo que juzgué enfermizo, vergonzoso e innoble es en realidad admirable y hasta glorioso. Mi anterior opinión fue simplemente un ejemplo típico de la natural tendencia del hombre a odiar y temer lo que es totalmente diferente.
Lamento ahora el daño que he infligido a esos extraños e in­creíbles seres en el curso de nuestras rencillas nocturnas. ¡Si me hubiese decidido en seguida a hablar pacífica y razonablemente con ellos! Pero no me guardan ningún rencor; sus emociones son radicalmente diferentes de las nuestras. Han tenido la des­gracia de tener como agentes en Vermont a algunos especíme­nes muy inferiores de la raza humana; el desaparecido Walter Brown, por ejemplo. Su conducta me previno contra ellos.
Nunca hicieron daño conscientemente a ningún hombre, y al contrario, han sido molestados y espiados por seres de nuestra especie. Hay toda una secta secreta de hombres malvados (un erudito como usted me comprenderá cuando los relaciono con Hastur y el Signo Amarillo) dedicada a perseguirlos y matarlos en beneficio de unos monstruosos poderes provenientes de otras dimensiones. Contra estos agresores -y no contra la hu­manidad- están dirigidas las drásticas medidas tomadas por es­tos seres. Por cierto, me han comunicado que la mayor parte de nuestras cartas perdidas fueron robadas por los emisarios de este culto maligno.
Todo lo que Estos de Más Allá desean del hombre es vivir en paz, sin molestias y con relaciones intelectuales cada vez más desarrolladas. Todo esto es ahora absolutamente necesario, pues la expansión de nuestros inventos y aparatos ha hecho im­posible que los puestos de avanzada de estos seres se manten­gan en secreto. Estos extranjeros desean conocer de un modo más completo a la humanidad, y que nuestros filósofos y hom­bres de ciencia conozcan más acerca de ellos. Con tal intercam­bio de conocimientos desaparecerá todo peligro y logrará esta­blecerse un satisfactorio modus vivendi. Puedo ahora asegurarle que la idea de que tratan de esclavizarnos o degradarnos es sim­plemente ridícula.
En el comienzo de este mejoramiento de las relaciones, Es­tos de Más Allá me han elegido, como es natural, a mí -ya que los conozco tanto- como su primer intérprete en la Tierra. Mucho aprendí anoche: hechos sorprendentes que abren asom­brosas perspectivas, y más aún me será comunicado tanto oral­mente como por escrito. Por ahora no haré ningún viaje afuera, aunque probablemente desee hacerlo más tarde. Emplearé para ello medios especiales que trascienden todo lo que hasta ahora hemos estado acostumbrados a considerar como experiencia humana. Mi casa ya no será asediada. Todo volverá a la normali­dad, y los perros no tendrán razón de ser. En lugar de terror se me ha dado un tesoro de conocimientos y aventura intelectual que muy pocos hombres han recibido hasta hoy.
Estos seres son quizá las criaturas más maravillosas entre to­das las que viven en el espacio y el tiempo o fuera de ellos. Son miembros de una raza extendida por todo el cosmos, y de la cual toda otra forma de vida no es más que una degenerada va­riante. Son más vegetales que animales, si estos términos pue­den ser aplicados a la materia de que están compuestos, y tienen una estructura, en cierto modo, fungoide. Sin embargo, la pre­sencia de una sustancia similar a la clorofila y un sistema nutri­tivo verdaderamente singular los diferencian claramente de los hongos cormofíticos. En realidad, en su constitución entra una forma de materia desconocida en esta región del espacio, con electrones que vibran de un modo totalmente diferente. Por esta razón no pueden ser fotografiados con placas o películas ordinarias, aunque nuestros ojos puedan verlos. Empero, con los conocimientos apropiados, cualquier químico podría elabo­rar una emulsión que recogería sus imágenes.
Esta raza es única por su habilidad en atravesar el vacío interestelar desprovisto de aire y calor, conservando la forma corpórea, y muchas de sus variedades no pueden hacerlo sin re­currir a la ayuda mecánica o a curiosas transposiciones quirúrgi­cas. Muy pocas de las especies tienen esas alas capaces de resis­tir al éter que caracterizan a la variedad de Vermont. Los que habitan en algunos picos remotos del Viejo Mundo han llegado a la Tierra por otros medios. Su semejanza externa con los ani­males, y con la estructura que llamamos material, es más resul­tado de una evolución paralela que de parentesco. Su capacidad cerebral supera la de cualquier otro ser viviente, aunque el tipo alado que habita en nuestras colinas no es de ningún modo el de más alto desarrollo. Su instrumento usual de discurso es la tele­patía, aunque tienen también órganos vocales rudimentarios que, tras una leve operación (pues la cirugía es una ciencia in­creíblemente desarrollada y común entre ellos), pueden repro­ducir el lenguaje de todo tipo de organismo que recurra aún a los sonidos.
Su lugar de residencia más inmediato es el planeta todavía sin descubrir y casi desprovisto de luz situado en el mismo borde del sistema solar, más allá de Neptuno. Es, como había­mos supuesto, el astro conocido con el nombre místico de Yug­goth en ciertas antiguas y vedadas escrituras. Pronto ese planeta será escenario de una extraña concentración de pensamiento di­rigida a nuestro mundo con el fin de facilitar las relaciones men­tales. No me sorprendería si los astrónomos llegaran a adquirir bastante sensibilidad ante estas corrientes como para descubrir a Yuggoth. Pero Yuggoth, naturalmente, es sólo un escalón. La mayor parte de estos seres habita unos abismos extrañamente organizados que están más allá de toda imaginación humana. El glóbulo espacio-tiempo que reconocemos como entidad cós­mica es sólo un átomo de la infinitud que ellos conocen. Y lo que de esta infinitud pueda caber en nuestras mentes me será, en su momento, ofrecido. No más de cincuenta hombres, desde que existe la raza humana, han recibido un don semejante.
Es probable, Wilmarth, que hoy piense usted que esto no es más que un tejido de divagaciones, pero llegará el tiempo en que apreciará la oportunidad inconmensurable que se me ha abierto de pronto. Quiero que usted la comparta conmigo todo lo posible, y que pueda decirle muchas cosas que no conviene trasladar al papel. En otro tiempo le pedí que no viniese a verme. Ahora que todo peligro ha pasado, me complazco en pe­dirle que olvide esa advertencia y me visite.
¿Puede venir antes de la iniciación de las clases? Sería mara­villoso si pudiera. Traiga consigo el registro fonográfico y todas mis cartas. Los utilizaremos como material de consulta, y con ellos podremos unir los fragmentos de esta increíble historia. Traiga también las fotografías, pues parece que en medio de esta reciente excitación he perdido mis negativos y mis copias. ¡Pero qué acumulación de hechos inestimables añadiremos a esa do­cumentación rudimentaria, y de qué dispositivo magnífico dis­pongo para completar esos hechos!
No titubee. Estoy libre de espías ahora, y no se encontrará usted con nada antinatural o perturbador. Decídase e iré a bus­carlo a la estación de Brattleboro en mi coche. Prepárese para quedarse todo el tiempo que quiera discutiendo cosas que están más allá de toda conjetura humana. No cuente nada de esto, na­turalmente. Este asunto no debe llegar al público vulgar.
El servicio de trenes de Brattleboro no es malo; puede usted ver un horario en Boston. Venga por la línea Boston-Maine, hasta Greenfield, y luego tome un tren local para recorrer el poco trayecto que falta. Le sugiero como más conveniente el tren que sale a las 4.10 de la tarde de Boston y que llega a Greenfield a las 19.35. A las 21.19 sale de allí un tren que llega a Brattleboro a las 22.10. Hágame saber la fecha de su viaje y le tendré el coche preparado en la estación.
Perdóneme que le escriba a máquina, pero últimamente mi letra es cada vez más ilegible, y no me siento capaz de redactar a pluma largos mensajes. Compré esta nueva Corona ayer en Brattleboro..., parece que va bien.
Aguardando su respuesta y con la esperanza de verlo muy pronto con el registro fonográfico y todas mis cartas, y las foto­grafías, se despide de usted muy cordialmente

HENRY W. AKELEY


Es imposible describir las complejas emociones que expe­rimenté al leer y releer esta carta inesperada. He dicho an­tes que me sentí a la vez tranquilizado y molesto, pero esto sólo expresa crudamente los armónicos sentimientos diversos, y sobre todo subconscientes, comprendidos en­tre esos dos estados de ánimo. Para empezar, la carta era totalmente opuesta a la cadena de horrores que la habían precedido. La transformación del terror pánico en fría complacencia, y hasta exaltación, era demasiado repen­tina, brusca y completa. Apenas podía creer que un solo día pudiese haber alterado la actitud psicológica del que había escrito la desesperada misiva del miércoles, no im­portaba cuáles fuesen las tranquilizadoras revelaciones co­nocidas en el curso de aquellas veinticuatro horas. En ciertos momentos yo tenía la sensación de un conflicto irreal, y me preguntaba si este drama lejano entre fuerzas
antinaturales no sería una especie de sueño creado por el poder de mi mente. Luego recordé el registro fonográfico y me abandoné a un acrecentado estupor.
La carta era enteramente distinta de todo lo que yo podía haber esperado. Mientras analizaba mis impresio­nes, comprobé que había en ellas dos elementos. Primero, concediendo que Akeley hubiese sido hasta ese entonces un hombre cuerdo, y lo fuese aún, el vuelco de la situa­ción era inconcebiblemente rápido. Segundo, el cambio de la actitud y el lenguaje de Akeley no entraba dentro de lo normal o lo previsible. Toda su personalidad parecía haber sufrido una insidiosa metamorfosis; tan profunda que era imposible reconciliar sus dos polos, si es que am­bos habían nacido de un mismo estado mental. El vocabu­lario, la forma, todo era sutilmente diferente. Y con mi sensibilidad académica para el estilo de la prosa, yo descu­bría profundas divergencias en el ritmo de las frases. Era indudable que el cataclismo emocional-o la revelación ca­paz de producir un vuelco tan radical tenía que ser verda­deramente extremo. Sin embargo, por otra parte, la carta parecía muy característica de Akeley. La misma vieja pa­sión por lo infinito; la misma curiosidad erudita. No pude ni un solo instante -o por lo menos más que un ins­tante- concebir la idea de un fraude o una maligna susti­tución. ¿Acaso la invitación -el deseo de que comprobara personalmente la verdad de los hechos relatados en la carta- no probaba su autenticidad?
Aquella noche del sábado no me acosté y me quedé pensando en las sombras y maravillas que la carta dejaba entrever. Mi mente, fatigada por la veloz sucesión de con­cepciones monstruosas con que había tenido que enfren­tarse en los últimos cuatro meses, se puso a trabajar con este material sorprendente y nuevo en un ciclo de dudas y aceptaciones en el que recorrió casi todos los caminos que ya conocía al encontrarse por primera vez con aquellos hechos maravillosos. Bastante antes de que llegara el alba, una curiosidad y un interés ardiente habían reemplazado a la tormenta inicial de perplejidad e inquietud. Loco o cuerdo, transformado o simplemente tranquilizado, siem­pre era posible que Akeley se hubiese visto de pronto, en el curso de su azarosa investigación, ante la posibilidad de una nueva perspectiva; una perspectiva que había hecho disminuir el peligro -imaginario o real- y que había abierto nuevos dominios de conocimiento cósmico y so­brehumano. La pasión que yo sentía por lo desconocido se encendió hasta igualar a la de Akeley; me sentí conta­giado por aquel deseo mórbido de romper las barreras de nuestro universo. Escapar a las enloquecedoras y exaspe­rantes limitaciones del tiempo, el espacio, y las leyes natu­rales; relacionarse con el vasto más allá, acercarse a los se­cretos abismales y nocturnos de lo elemental y lo infinito... valía sin duda la pena arriesgar la vida, el alma, la razón. Y Akeley me decía que ya no había peligro, y me invitaba a visitarlo en vez de aconsejarme que me apartase como lo había hecho hasta entonces. La sangre me hervía en las venas al pensar en lo que podía decirme; me fasci­naba la idea de pasar algunas veladas en aquella granja so­litaria en compañía de un hombre que había hablado con emisarios reales del espacio exterior.
El domingo por la mañana telegrafié a Akeley comu­nicándole que me encontraría con él en Brattleboro el miércoles siguiente -12 de septiembre- si la fecha le pa­recía apropiada. En sólo un aspecto no seguí sus sugestio­nes: la elección del tren. Francamente, no tenía deseos de llegar a aquella misteriosa región de Vermont en las últi­mas horas de la noche; de modo que telefoneé a la esta­ción y pregunté de qué otro modo podía hacer el viaje. Si me levantaba temprano y tomaba el tren a Boston de las 8.07, podía alcanzar allí el que salía para Greenfield a las 9.25 y llegaba a las 12.22. Este tren combinaba exac­tamente con otro que arribaba a Brattleboro a las 13.08. Una hora mucho más conveniente que las diez de la noche para encontrarme con Akeley y viajar con él entre aquellas apretadas y misteriosas colinas.
Mencioné en mi telegrama el horario elegido, y al re­cibir la respuesta comprobé satisfecho que contaba con la aprobación de mi huésped. Su telegrama decía así:

ARREGLO SATISFACTORIO NOS ENCONTRAREMOS UNA OCHO TREN MIÉRCOLES NO OLVIDE REGISTRO CARTAS Y FOTOGRA­FÍAS NO HABLE DE SU VIAJE ESPERE GRANDES REVELACIONES
AKELEY


Al recibir este mensaje, que era respuesta inmediata al mío -que había sido llevado sin duda a casa de Akeley desde la estación de Townshend por algún mensajero, o transmitido por teléfono-, desaparecieron mis dudas, aun las subconscientes, acerca del posible autor de la carta. Mi alivio fue grande, y no dejó de sorprenderme, pues yo creía que ya no había en mí ni la menor sospecha. Aquella noche dormí profunda y largamente, y durante los dos días que siguieron estuve muy ocupado con mis preparativos.


6

El miércoles me puse en camino llevando conmigo una maleta con ropa, objetos de tocador y algunos documen­tos científicos que incluían el cilindro grabado, las foto­grafías y todas las cartas de Akeley. De acuerdo con sus recomendaciones, yo no había revelado a nadie mi lugar de destino. No me costaba comprender que este asunto exigía un secreto absoluto, aunque tomase el rumbo más favorable. La idea de un contacto mental con entidades extrañas a nuestro mundo era bastante perturbadora aun para una mente en cierto modo preparada como la mía; y siendo así, ¿qué efecto hubiese podido causar en la masa de los no iniciados? No sé decir si era el temor o la expec­tación de la aventura lo que me dominaba cuando cambié de tren en Boston y comencé el largo viaje hacia el oeste internándome en regiones poco familiares para mí. Wal­tham, Concord, Ayer, Fitchburg, Gardner, Athol...
Mi tren llegó a Greenfield con un retraso de siete mi­nutos, pero el expreso del norte lo estaba esperando. Me trasladé de prisa a este último, y cuando en las primeras horas de la tarde los coches comenzaron a rodar por re­giones que yo sólo conocía a través de mis lecturas, me sentí presa de una curiosa agitación. Sabía que estaba en­trando en una región de Nueva Inglaterra más primitiva y anticuada que las mecanizadas áreas urbanas del sur y de la costa donde yo había pasado toda mi vida. Era una Nueva Inglaterra ancestral, sin extranjeros ni humo de fábricas, sin carteles ni caminos asfaltados. Iba a encon­trarme con raras supervivencias de aquella existencia tradicional y de profundas raíces que parece ser un pro­ducto natural del paisaje; la existencia tradicional que perpetúa curiosos y viejos recuerdos y prepara la tierra para creencias oscuras, maravillosas y muy raramente mencionadas.
De cuando en cuando veía brillar bajo el sol las aguas azules del río Connecticut, que cruzamos más allá de Northfield. Ante nosotros se alzaron unas colinas verdes, y cuando pasó el guarda me enteré de que estábamos al fin en Vermont. Él mismo me dijo que retrasara mi reloj una hora, pues las gentes de la región nada querían saber de nuevos esquemas horarios. Así lo hice, y me pareció que estaba volviendo atrás el calendario en un siglo.
El tren siguió bordeando las aguas. En la orilla opuesta, en New Hampshire, vi acercarse las faldas des­nudas del Wantastiquet, acerca del cual circulaban singu­lares leyendas. Luego aparecieron unas calles a mi iz­quierda, y una isla verde asomó en la corriente a mi derecha. Los pasajeros dejaron sus asientos y yo los seguí. El tren se detuvo. Descendí al largo andén de la estación de Brattleboro.
Recorrí con la mirada la fila de automóviles estaciona­dos tratando de identificar el Ford de Akeley, pero me re­conocieron antes de que pudiera tomar alguna iniciativa. Y sin embargo, no era Akeley el que se adelantaba hacia mí con una mano extendida y me preguntaba amable­mente si yo era de veras el señor Albert N. Wilmarth, de Arkham. Este hombre no tenía ningún parecido con el ca­noso y barbudo Akeley de la fotografía. Era una persona más joven y de aspecto más ciudadano, bien vestida y con un oscuro bigotito. Su voz cultivada tenía para mí un raro y casi perturbador matiz de familiaridad, aunque no fui capaz de ubicarla en mi memoria.
Mientras lo examinaba, le oí explicar que era un amigo de Akeley que venía de Townshend en su lugar. Akeley, declaró, había sufrido un repentino ataque de asma, y no se sentía como para salir al aire libre. No era nada grave, sin embargo, y los planes que concernían a mi visita no habían sufrido ninguna alteración. No pude adivinar lo que este señor Noyes -así se anunció a sí mismo- sabía de las investigaciones y descubrimientos de Akeley, aun­que me pareció que su actitud desenvuelta era propia de un profano. Recordando la vida de encierro de Akeley, me sorprendió bastante que hubiese encontrado tan fácil­mente un amigo para que lo reemplazase; pero mi sor­presa no me impidió subir al vehículo que Noyes me se­ñalaba con un ademán. No era aquél el viejo automóvil que yo esperaba ver, sino un modelo largo e inmaculado, de fabricación reciente -propiedad, en apariencia, del mismo Noyes- y que exhibía la matrícula de Massachu­setts con el divertido «bacalao sagrado de aquella tempo­rada. Mi guía, concluí, debía de ser en Vermont un turista veraniego.
Noyes se instaló a mi lado en el coche y lo puso en marcha sin esperar más. Me alegró que no quisiera darme conversación, pues había en la atmósfera una tensión pe­culiar que me inclinaba muy poco a la charla. Doblamos a la derecha internándonos en la calle principal, y la ciudad, a la luz de la tarde, me pareció muy atractiva. Dormitaba como las viejas ciudades de Nueva Inglaterra que uno re­cuerda haber visto en la infancia, y en la disposición de los techos, campanarios, chimeneas y muros de ladrillos había algo que hacía vibrar en mí una cuerda de profundas emociones ancestrales. Podría decir que me sentí en el umbral de una región semiembrujada por la acumulación sucesiva de misterios no revelados; una región donde ra­ros y viejos sucesos, que no habían sido perturbados ja­más, habían podido desarrollarse y crecer.
Al salir de Brattleboro mi sensación de malestar e in­quietud se hizo todavía más grande, pues aquel campo montañoso de pendientes altas, amenazadoras y verdes sugería de algún modo secretos oscuros y supervivencias inmemoriales que muy bien podrían ser, o no, hostiles a la humanidad. Durante un tiempo seguimos el curso de un río ancho y profundo que venía de las colinas lejanas del norte, y cuando mi acompañante me dijo que se tra­taba del río West sentí un estremecimiento. Había sido en estas aguas, recordé haber leído en los periódicos, donde uno de aquellos monstruos semejantes a cangrejos había flotado después de la inundación.
El campo a nuestro alrededor se hizo poco a poco más salvaje y desierto. Arcaicos puentes surgían del pa­sado y se hundían en los pliegues de las colinas, y los raí­les semiabandonados que bordeaban el río parecían exha­lar una niebla de desolación. En los espaciosos valles se alzaban grandes acantilados donde el granito virgen de Nueva Inglaterra parecía gris y austero junto a la verdura que escalaba las crestas. En el fondo de las gargantas se precipitaban los indomables torrentes llevando a las aguas del río los secretos inimaginados de los picos donde nadie había puesto el pie. De cuando en cuando se abrían a la derecha y a la izquierda unos estrechos y semiocultos ca­minos que atravesaban masas compactas de vegetación en donde podían ocultarse ejércitos enteros de espíritus ele­mentales. Al ver esto recordé cómo Akeley había sido molestado a lo largo de esta misma ruta por agentes invi­sibles, y no me maravilló que tales cosas pudieran ocurrir.
La pintoresca aldea de Newfane, a la que llegamos en menos de una hora, fue nuestro último contacto con ese mundo que el hombre puede llamar realmente suyo por derecho de conquista y ocupación exclusivas. Luego nos apartamos de las cosas inmediatas, tangibles y temporales, para entrar en un mundo fantástico de silenciosa irreali­dad donde la estrecha cinta del camino se alzaba y caía y se doblaba, casi como en un capricho deliberado y cons­ciente, entre las cimas verdes y solitarias y los valles semi­desiertos. Excepto el sonido del motor, y la leve agitación de las pocas granjas que encontrábamos irregularmente en nuestro camino, lo único que llegaba a mis oídos era el gorgoteo insidioso de las aguas de las innumerables fuen­tes que se ocultaban en el bosque.
La proximidad de las colinas redondas y bajas me qui­taba literalmente el aliento. Eran aún más abruptas y cor­tadas a pico de lo que yo había imaginado, y no parecían tener la menor relación con el mundo prosaico de los hombres. Los bosques densos que subían por aquellas fal­das inaccesibles parecían albergar seres de otros mundos, y sentí que hasta el mismo contorno de las colinas tenía un significado olvidado y oculto, como si se tratase de vastos jeroglíficos dejados por la antigua raza de titanes que existían solamente en la gloria de ciertos sueños. To­das las leyendas del pasado y todas las asombrosas revela­ciones de Henry Akeley surgieron en mi memoria como para acrecentar aquella atmósfera de tensión y amenaza. El propósito de mi visita, y las terribles anormalidades que implicaba, me hicieron sentir de pronto un helado estremecimiento que enfrió considerablemente mi ardiente deseo de conocer la verdad.
Mi guía debió de haber advertido mi perturbación, pues a medida que la ruta ascendía y se hacía más irregu­lar, y nuestra marcha más lenta e incómoda, sus ocasiona­ les y amables comentarios fueron convirtiéndose en un cada vez más alargado discurso. Me habló de la belleza y salvajismo de la región, y reveló cierto conocimiento de los estudios folclóricos de mi huésped. Por sus corteses preguntas comprendí que sabía que mi viaje tenía un pro­pósito científico, y que yo llevaba conmigo unos docu­mentos de cierta importancia, pero no dio muestras de apreciar la hondura y anormalidad de los conocimientos adquiridos por Akeley.
Su actitud era tan franca y cordial que sus comenta­rios debieran de haberme tranquilizado, sin embargo mi inquietud no dejó de crecer mientras nos internábamos entre aquellas colinas y bosques. En ciertos momentos me parecía que el joven trataba de averiguar qué sabía yo de los monstruosos secretos del lugar, y cada vez que alzaba la voz aquella sensación de vaga y desconcertante familia­ridad parecía acrecentarse. No era una familiaridad agra­dable, a pesar de la naturaleza cultivada de la voz. Yo la relacionaba de algún modo con olvidadas pesadillas, y hasta sentía que podía volverme loco si llegaba a recono­cerla. Si se me hubiese ocurrido alguna buena excusa, creo que habría renunciado a mi visita. Pero no podía hacerlo, y alimenté la esperanza de que una conversación científica y objetiva con Akeley me ayudara a recuperar la sangre fría.
Por otra parte, en aquel hipnótico paisaje por el que descendíamos y ascendíamos sin tregua, había un ele­mento de belleza cósmica curiosamente apaciguador. El tiempo se había extraviado en los laberintos que dejába­mos atrás, y alrededor de nosotros los siglos desvanecidos parecían florecer en olas de belleza y recuperado encanto: arboledas venerables, prados inmaculados bordeados por
los alegres capullos de otoño, y muy de cuando en cuando las pequeñas granjas oscuras escondidas entre árboles enormes o al pie de abruptos precipicios cubiertos de hierbas y fragantes rosales silvestres. Hasta la luz del sol tenía un brillo celestial, como si alguna atmósfera o exha­lación cubriese todo el país. Yo no había visto nada pare­cido salvo en las perspectivas mágicas que forman a veces los fondos de los pintores italianos primitivos. Sodoma y Leonardo llegaron a concebir esos paisajes, pero sólo a lo lejos y a través de arcadas renacentistas. Penetrábamos ahora en el corazón de la escena, y me pareció encontrar en su sortilegio algo que yo había heredado o que conocía de un modo instintivo y que había buscado vanamente hasta ahora.
De pronto, luego de una curva brusca en lo alto de una abrupta pendiente, el coche se detuvo. A mi iz­quierda, más allá de un prado bien cuidado y bordeado de piedras blancas que se extendía hasta el camino, se alzaba una casa de dos pisos y buhardilla, de un tamaño y una elegancia poco comunes en la región. Un poco más atrás, y a la derecha, había unos graneros unidos por arcadas, unos cobertizos y un molino de viento. Reconocí en segui­da el lugar tal como lo había visto en una de las fotogra­fías, y no me sorprendió ver el nombre de Henry Akeley en el buzón de hierro. A alguna distancia atrás de la casa se extendía un terreno pantanoso con unos pocos árboles, y más lejos se elevaba la falda boscosa y abrupta de una colina que terminaba en una cima de bordes mellados. Esta última, comprendí, era la cumbre de la montaña Ne­gra por la que habíamos estado ascendiendo.
Noyes bajó del coche con mi maleta y me pidió que esperara un momento mientras anunciaba a Akeley mi llegada. Él no podía quedarse, añadió, pues lo reclamaban algunos negocios. Mientras se alejaba rápidamente por el sendero, yo salí del coche deseando estirar un poco las piernas antes de entregarme a una conversación sedenta­ria. Ahora que me encontraba en la escena misma donde se habían desarrollado los mórbidos sucesos relatados por Akeley, mi tensión y nerviosismo llegaron al máximo, y temí la conversación que iba a ligarme a esos extraños mundos prohibidos.
Del contacto con lo fantástico suele nacer más el te­rror que la inspiración, y nada me animó a pensar que este camino polvoriento fuese el sitio donde Akeley había en­contrado aquellas huellas monstruosas y aquel líquido verde y nauseabundo, luego de unas noches sin luna visi­tadas por el terror y la muerte. Noté distraídamente que no parecía haber ningún perro en las cercanías. ¿Akeley los había vendido después de sellar la paz con Aquellos de Más Allá? A pesar de todos mis esfuerzos yo no podía confiar en la hondura y sinceridad de esa paz de que ha­blaba Akeley en su última y tan diferente carta. Después de todo, mi corresponsal era un hombre simple, con poca experiencia del mundo. ¿No ocultaría algo siniestro aque­lla alianza reciente?
Guiado por mis pensamientos, volví los ojos hacia la ruta polvorienta donde habían aparecido los odiosos tes­timonios. No había llovido en los últimos días, y en la su­perficie irregular de la carretera se acumulaban huellas de toda especie a pesar de lo poco frecuentado que era el lu­gar. Con una vaga curiosidad comencé a estudiar la forma de algunas de aquellas heterogéneas impresiones tratan­do de ahogar a la vez las fantasías macabras sugeridas por el lugar y mis recuerdos. Había algo de incómodo e intranqui­lizador en aquella quietud, en el apagado susurro de los arroyos distantes, y en las agrupadas cimas verdes y precipi­cios boscosos que obstruían el estrecho horizonte.
Y de pronto brotó en mí una imagen que hizo que aquellas vagas amenazas me parecieran realmente insigni­ficantes. Ya he dicho que estaba examinando aquellas hue­llas confusas con una especie de ociosa curiosidad, cuando ésta fue reemplazada por una oleada repentina y
paralizante de terror. Pues aunque aquellas huellas se con­fundían unas con otras, y no parecían capaces de revelar nada a una mirada casual, mis ojos inquietos habían dis­tinguido ciertos detalles cerca del punto donde el sendero se unía a la carretera, y habían reconocido al mismo tiempo, y fuera ya de toda duda o esperanza, su horrible significado. No había pasado vanamente, ay, horas y ho­ras inclinado sobre aquellas fotografías. Conocía dema­siado bien las marcas de esas pinzas horrorosas y esa am­bigua dirección que revelaba a criaturas de otro planeta. Aquí, ante mis propios ojos, en forma objetiva, había por lo menos tres marcas recientes que se destacaban como una blasfemia entre aquellas huellas indistintas que iban a la granja o venían de ella. Eran las infernales marcas de los seres infernales de Yuggoth.
Logré dominarme justo a tiempo para ahogar un grito. Al fin y al cabo, ¿qué había allí que yo no hubiese podido esperar, si es que había creído de veras en las car­tas de Akeley? Afirmaba que había hecho la paz con los monstruos. ¿Por qué entonces iba a sorprenderme que al­guno de éstos hubiese visitado la casa? Pero el terror era más fuerte que todo argumento. ¿Puede acaso un hombre permanecer indiferente al contemplar por primera vez las huellas de unos seres que vienen de las regiones más leja­nas del espacio? Justo en ese momento vi que Noyes salía de la casa y se dirigía rápidamente hacia mí. No debo per­der la cabeza, reflexioné, pues es muy posible que este jo­ven no sepa nada de las sorprendentes y profundas incur­siones de Akeley en lo desconocido.
Akeley, se apresuró Noyes a informar, se alegraba de mi llegada y estaba preparado para recibirme. Sin em­bargo, su repentino ataque de asma le impediría ser du­rante un día o dos un anfitrión competente. Estas crisis eran muy fuertes, y estaban siempre acompañadas por una fiebre debilitante y un decaimiento general. Mientras duraban los accesos no servía de mucho; hablaba en voz baja y se desplazaba con dificultad. Se le hinchaban ade­más los pies y los tobillos, de modo que tenía que ven­dárselos como un viejo atacado de gota. Hoy se sentía bastante mal, y yo tendría que atender a mis propias nece­sidades, pero no estaba por eso menos dispuesto a hablar. Yo lo encontraría en el estudio a la izquierda del vestí­bulo: la habitación de persianas cerradas. Cuando estaba enfermo no podía soportar la luz del sol, tenía unos ojos muy sensibles.
Noyes se despidió de mí, y mientras se alejaba hacia el norte en su automóvil, comencé a caminar lentamente ha­cia la casa. La puerta había quedado entreabierta, pero an­tes de acercarme miré a mi alrededor tratando de descu­brir qué había allí de raro e intangible. Los graneros y cobertizos me parecieron bastante prosaicos, y en un gra­nero descubierto vi el viejo Ford de Akeley. De pronto se me reveló el porqué de aquella rara sensación. El silencio era total. Comúnmente una granja está animada por cierto número de ruidos, provenientes en su mayor parte de diversos animales; aquí faltaba todo signo de vida. ¿Dónde estaban las gallinas y los cerdos? Las vacas de que me había hablado Akeley podían encontrarse en los pra­dos, y los perros podían haber sido vendidos. Pero la au­sencia de todo gruñido o cacareo era realmente singular.
No me detuve mucho tiempo. Abrí la puerta resuelta­mente y la cerré detrás de mí. Me costó bastante hacerlo, y ahora que me encontraba en el interior de la casa sentí el momentáneo deseo de retirarme apresuradamente. No era que el lugar tuviese un aspecto siniestro; al contrario, el gracioso vestíbulo de estilo colonial me pareció de muy buen gusto. Mi deseo de huir nacía de algo indefinible. Quizá se trataba de un cierto olor, aunque yo sabía muy bien qué comunes son los olores rancios aun en las gran­jas más cuidadas.


7

Rehusando abandonarme a esas vagas alarmas, recordé las instrucciones de Noyes y abrí la puerta blanca de seis pa­neles y pestillos de bronce que había a mi derecha. En el estudio reinaban las sombras, tal como me lo habían ad­vertido, y al entrar noté que el olor era aquí más fuerte. Me pareció además que había un ritmo o una vibración en el aire. Durante un momento apenas pude ver, pero luego una especie de tos o murmullo de disculpa atrajo mi aten­ción hacia el sillón que se encontraba en el rincón más os­curo y lejano del cuarto. En sus sombrías profundidades vislumbré las formas blancas del rostro y las manos de un hombre. Me apresuré a acercarme a la figura que había tratado de hablar. Aunque la luz era escasa reconocí su re­trato, y no podía haber ninguna duda acerca de ese rostro firme, arrugado por el tiempo, y de barbita gris.
Pero al volver a mirarlo se unió a mi reconocimiento una cierta tristeza y ansiedad. Era evidente que estaba muy enfermo. Sentí que aquella expresión tirante, rígida, inmóvil, y aquella mirada fija y vidriosa no podían tener como único motivo un ataque de asma, y comprendí de qué modo terrible debía haberlo afectado su aventura. ¿No hubiera bastado para acabar con cualquier ser hu­mano, aun un hombre más joven que este intrépido ex­plorador de lo prohibido? El extraño y repentino alivio, temí, había llegado demasiado tarde para salvarlo de lo que parecía ser una depresión general. Había algo de lasti­moso en la inercia con que sus manos descansaban en el regazo. Vestía una bata muy amplia, y una bufanda de un vívido amarillo le envolvía el cuello y la cabeza.
Y en seguida comprendí que estaba tratando de ha­blarme con aquel mismo apagado susurro con que me había saludado. Era difícil en un principio comprender ese susurro; el bigote gris ocultaba los movimientos de la boca, y había algo en su timbre que me perturbaba sobre­manera. Sin embargo, poniendo toda mi atención logré reconocer las palabras. Su acento no tenía nada de rústico, y el lenguaje era bastante más pulido de lo que sus cartas me hubiesen hecho esperar.
-¿El señor Wilmarth, supongo? Me perdonará que no me incorpore. Estoy bastante enfermo, como le habrá dicho el señor Noyes, pero no he podido resistir mis de­seos de verlo y hablar con usted. Lo que le he escrito en mi última carta no es nada comparado con lo que le expli­caré mañana cuando me sienta mejor. No puedo decirle cuánto me alegra conocerlo personalmente luego de ha­ber intercambiado tantas cartas. Las habrá leído todas, ¿no es cierto? Y el cilindro y las fotografías. Noyes ha dejado su maleta en el vestíbulo; la habrá visto usted. Por esta noche temo que tenga que vérselas solo. Su cuar­to está en el piso superior -justo sobre éste-, y encon­trará el baño frente a la escalera. Hay una comida prepa­rada en el comedor, a la derecha de esa puerta, que puede usted servirse cuando guste. Mañana estaré mejor; hoy la debilidad hace de mí un ser inútil.
»Considérese usted en su casa. Antes de subir a su cuarto será mejor que deje sobre esta mesa las cartas, las fotografías y el cilindro. Discutiremos aquí mismo el ma­terial. Puede usted ver mi fonógrafo en aquel estante del rincón.
»No, gracias. Nada puede hacer por mí. Conozco desde hace tiempo estos ataques. Vuelva a hacerme una visita antes de que caiga la noche, y luego podrá acostarse cuando quiera. Yo me quedaré aquí. Quizá pase la noche en un sillón. Suelo hacerlo a menudo. Mañana a la mañana estaré mejor y examinaremos lo que tenemos que examinar. Se dará cuenta, por supuesto, de que estamos ante algo realmente extraordinario. Se abrirán para noso­tros, como para algunos otros pocos hombres de esta tie­rra, los abismos del espacio y el tiempo: un conocimiento
que trascenderá todas las concepciones de la ciencia y la filosofía humanas.
»¿Sabe usted que Einstein está equivocado, y que cier­tos objetos y fuerzas pueden moverse con una velocidad superior a la de la luz? Con la ayuda apropiada espero via­jar hacia atrás y hacia adelante en el tiempo, y ver y tocar el pasado remoto y las épocas futuras. No puede imaginar a qué grado de adelanto han llevado la ciencia estos seres. No hay nada que no puedan hacer con la mente y el cuerpo de los organismos vivos. Espero visitar otros pla­netas, y aun otras estrellas y galaxias. El primer viaje será a Yuggoth: el mundo más cercano entre los poblados por estos seres. Es un mundo extraño y oscuro situado en el borde mismo de nuestro sistema solar. Todavía descono­cido para nuestros astrónomos. Pero creo haberle escrito acerca de esto. En el momento adecuado, ya lo sabe usted, los habitantes de Yuggoth dirigirán corrientes mentales hacia nosotros y el planeta será descubierto. O quizá per­mitan que uno de sus aliados terrestres dé alguna indica­ción a nuestros hombres de ciencia.
»Hay poderosas ciudades en Yuggoth; largas filas de torres de piedra oscura, como la que traté de enviarle. El sol no brilla allí más que una estrella, pero los habitantes no necesitan luz. Tienen otros sentidos más sutiles, y sus casas y templos carecen de ventanas. La claridad los mo­lesta y lastima, pues más allá del tiempo y el espacio, en el negro cosmos de donde proceden, no existe la luz. Visitar Yuggoth enloquecería a un hombre débil. Sin embargo, iré allí. Los negros ríos de pez que fluyen bajo misteriosos puentes ciclópeos -construidos por una raza anterior y ya olvidada cuando los actuales habitantes llegaron a Yug­goth desde los últimos espacios- bastarían para hacer de cualquier hombre un Dante o un Poe si fuese capaz de mantenerse bastante cuerdo como para contar lo que ha visto.
»Pero no lo olvide; ese mundo oscuro de jardines de hongos y ciudades sin ventanas no es tan terrible. Sólo a nosotros nos parece así. Probablemente cuando vinieron a nuestro mundo, en épocas prehistóricas, estos seres se sintieron igualmente aterrorizados. Están aquí desde mu­cho antes de que concluyera la fabulosa época de Cthulhu, y recuerdan perfectamente la sumergida ciudad de R'lyeh cuando aún sobresalía de las aguas. Han estado también en el interior de la tierra; hay aberturas que los seres humanos ignoran; algunas de estas mismas colinas de Vermont. Y hay allí mundos enteros de vida descono­cida: K'n-yan, de luz azul; Yoth, de luz reja; y N'kai, ne­gro y sin luz. De N'kai procede aquel terrible Tsathoggua que usted debe de recordar. Tsathoggua, esa amorfa cria­tura divina, semejante a un sapo, mencionada en los Ma­nuscritos Pnakóticos y el Necronomicon, y el ciclo mítico de Commorion preservado por el sacerdote atlanteano Kíarkash-Ton.
»Pero de todo esto hablaremos más tarde. Ya deben de ser más de las cuatro. Busque su maleta, traiga aquí sus documentos, coma algo, y vuelva luego para una charla más tranquila.
Salí lentamente de la habitación y comencé a obedecer a mi huésped. Abrí mi maleta, saqué las cosas que me pe­día Akeley y las llevé a la mesa del estudio. Luego subí a mi cuarto. Aún fresco en mi memoria el recuerdo de aquella huella que había visto junto al camino, las palabras susurradas por Akeley me habían afectado profunda­mente, y su familiaridad con ese mundo desconocido de vida fungosa -el prohibido Yuggoth- me estremecía to­davía. Lamentaba muchísimo la enfermedad de Akeley, pero tenía que confesarme que ese ronco susurro tenía tanto de horrible como de lastimoso. ¡Si al menos no se hubiese complacido en describir Yuggoth y sus oscuros secretos!
Mi cuarto resultó ser una habitación agradable y bien amueblada, desprovista tanto de aquel olor rancio como de vibraciones. Dejé allí mi maleta y volví a descender. Sa­ludé a Akeley, y fui luego en busca de la comida que me habían preparado. El comedor estaba detrás del estudio y daba a una pequeña cocina. En la mesa había un amplio surtido de sandwiches, tortas y quesos, y un termo junto a una taza demostraba que no había olvidado el café ca­liente. Comí con gran apetito y luego llené la taza de café. La habilidad del cocinero había fallado aquí. El primer trago me reveló un gusto acre ligeramente desagradable, y no tomé más. Durante toda la comida no dejé de pensar en Akeley sentado en silencio en la sombría habitación próxima. En una ocasión entré en el estudio para rogarle que me acompañara, pero murmuró que no podía comer nada todavía. Más tarde, poco antes de dormir, tomaría quizá un poco de leche malteada. Por el momento, no se podía permitir otra cosa.
Cuando terminé de comer, retiré los platos, los lavé en la cocina, y vacié la cafetera. Luego volví al estudio en sombras, instalé una silla cerca del rincón que ocupaba mi huésped, y me dispuse a escuchar. Las cartas, las fotogra­fías y la grabación se encontraban aún en la mesa del cen­tro, pero no recurrimos a ellas. Al cabo de poco tiempo olvidé aquel olor y la curiosa vibración del aire.
Ya he dicho que en las cartas de Akeley -especial­mente en la segunda, la más extensa- había cosas que yo no me atrevería a reproducir, y ni siquiera a dejar en el pa­pel. Lo mismo debo declarar, y con mayor motivo, de lo que oí en aquella habitación oscura, en medio de las coli­nas solitarias. En cuanto a la extensión de los horrores cósmicos develados por aquella voz enronquecida, no puedo ni siquiera aludir a ellos. Akeley había conocido ya cosas terribles, pero lo que había aprendido desde que ce­lebrara su pacto con los monstruos era algo que estaba más allá de toda cordura. Aun ahora rehúso absoluta­mente admitir sus afirmaciones acerca de la constitución de los límites del infinito, la yuxtaposición de dimensio­nes, y la terrible posición de nuestro mundo espacial-tem­poral en la interminable cadena de cosmos-átomos que en su relación mutua forman un supercosmos de curvas, án­gulos y organización electrónica material y semimaterial.
Nunca un hombre cuerdo estuvo más peligrosamente cerca de los arcanos de la entidad originaria, y nunca un cerebro orgánico se aproximó tanto a la aniquilación total en ese caos que trasciende formas, fuerzas y simetrías. Supe de dónde vino originalmente Cthulhu, y por qué se encendieron las primeras estrellas de la historia. Sospeché -por frases que hasta mi informante enunció tímida­mente- los secretos de las nubes magallánicas y las nebu­losas globulares, y la oscura verdad que se ocultaba tras la inmemorial alegoría de Tao. La naturaleza de los Doels me fue claramente revelada, así como también la esencia -aunque no el origen- de los perros de Tindalos. La le­yenda de Yig, padre de las serpientes, dejó de ser un mero símbolo, y me estremecí cuando Akeley me habló del caos monstruoso situado más allá del espacio angular y que el Necronomicon ha ocultado misericordiosamente bajo el nombre de Azathoth. Era algo intolerable oír cómo las más espantosas pesadillas de los antiguos mitos se transformaban en frases concretas mucho más terribles que las alusiones oscuras de los místicos de la Antigüedad y la Edad Media. Tuve necesariamente que concluir que los primeros que habían narrado aquellas historias maldi­tas se habían comunicado de algún modo con los seres de Akeley, y habían visitado quizá dominios extracósmicos, tal como pretendía hacerlo ahora mi huésped.
Akeley me habló también de la piedra negra, y se ale­gró de que no hubiera llegado a mis manos. Mis sospechas acerca de esos jeroglíficos habían sido demasiado correc­tas. Y sin embargo, Akeley parecía ahora reconciliado con aquel sistema demoníaco que acababa de descubrir. Y no sólo reconciliado, sino hasta dispuesto a sondear aquel monstruoso abismo. Me pregunté con qué seres habría hablado desde que había escrito su última carta, y si todos habrían sido tan humanos como aquel primer mensajero. La tensión se me hizo insoportable, y construí toda una serie de fantásticas teorías a propósito de aquel olor, tan raro y persistente, y aquellas insidiosas vibraciones que llenaban la oscura habitación.
Caía la noche, y, recordando lo que Akeley me había contado en sus cartas a propósito de algunas noches ante­riores, me estremecí al pensar que en esos días no había luna. No me agradaba nada tampoco el emplazamiento de la granja, al pie de aquella enorme pendiente que condu­cía a la cima virgen de la montaña Negra. Con permiso de Akeley encendí una pequeña lámpara de aceite, bajé la mecha, y la coloqué en un estante de la biblioteca junto al fantasmal busto de Milton. En seguida lamenté haberlo hecho, pues la cara estirada e inmóvil y las inertes manos de mi huésped adquirieron una apariencia anormal y ca­davérica. Akeley parece incapaz de movimiento, aunque vi que de cuando en cuando movía torpemente la cabeza.
Después de lo que me había dicho, me costaba imagi­nar qué secretos profundos habría guardado para el fu­turo; pero al fin se aclaró que el tema del día siguiente se­ ría el viaje de Akeley a Yuggoth, y más allá, y mi posible participación en él. Akeley debió de haberse divertido con el sobresalto de horror con que recibí la proposición de ese viaje cósmico, pues sacudió violentamente la cabeza. En seguida me explicó muy suavemente cómo los seres humanos pueden cumplir -y habían ya cumplido varias veces- ese vuelo aparentemente imposible a través del vacío interestelar. Parecía que los cuerpos humanos comple­tos no podían hacer el viaje; pero la prodigiosa habilidad quirúrgica, biológica, química y mecánica de Aquellos del Más Allá había encontrado un modo de transportar cere­bros humanos sin la estructura física concomitante.
Existía un procedimiento del todo inofensivo para ex­traer un cerebro, y otro que permitía mantener con vida los residuos orgánicos durante su ausencia. La materia ce­rebral era sumergida en el fluido contenido en un cilindro impermeable al éter y fabricado con un metal de Yuggoth. Cierto número de electrodos atravesaban el cerebro y se conectaban a voluntad con complicados instrumentos ca­paces de reproducir las tres facultades vitales de la vista, el oído y el lenguaje. Transportar los cilindros a través del espacio era fácil para los seres fungoides. Luego, en todos los planetas en que se desarrollaba su civilización, ponían en contacto los encerrados cerebros con unos aparatos re­productores de diversas facultades, de modo que luego de un cierto período de adaptación estas inteligencias viaje­ras podían tener toda una vida sensorial y articulada -aunque mecánica y sin cuerpo- en cada etapa de ese viaje a través y más allá del contínuum espacio-tiempo. Era algo tan simple como transportar un cilindro fono­gráfico y tocarlo en cualquier parte donde existiese un fo­nógrafo. El éxito de la operación no podía ponerse en duda. Akeley no tenía miedo. ¿No había sido ya antes bri­llantemente realizada?
Por primera vez una de aquellas manos inertes se elevó y apuntó duramente a un estante alto situado en el otro extremo de la habitación. Allí, en perfecto orden, se alineaban más de una docena de cilindros de un metal que yo nunca había visto antes. Los cilindros tenían unos treinta centímetros de alto y un poco menos de diámetro; tres curiosos alvéolos formaban sobre la superficie con­vexa un triángulo isósceles. Dos alvéolos de uno de los cilindros estaban conectados a un par de máquinas de singular aspecto situadas detrás. Akeley no tuvo que ex­plicarme el propósito de estas máquinas, y yo me estre­mecí como afiebrado. Luego vi que la mano apuntaba a un rincón más cercano donde se amontonaban varios instru­mentos provistos de hilos metálicos y clavijas; la mayo­ría se parecía a las dos máquinas colocadas detrás de los cilindros.


9

-Hay ahí cuatro clases de instrumentos, Wilmarth -murmuró la voz-. Cuatro clases. Tres facultades cada una; o sea doce piezas en total. En esos cilindros hay cua­tro especies de seres. Tres hombres, seis individuos fun­goides que no pueden navegar corporalmente por el espa­cio, y dos habitantes de Neptuno. ¡Dios! ¡Si pudiera usted ver el cuerpo original de esos seres! El resto son entes que viven en las cavernas centrales de una estrella oscura espe­cialmente interesante de más allá de la galaxia. En el prin­cipal puesto de avanzada del interior de la colina Re­donda encontrará usted más máquinas y cilindros. Los cilindros contienen cerebros extracósmicos con sentidos totalmente extraños a los nuestros, aliados y exploradores de los límites del espacio. Las máquinas especiales sirven para recibir y manifestar impresiones y expresiones de muy diferente carácter, y están adaptadas para que sean útiles para los seres mismos y para los diferentes tipos de auditorios. La colina Redonda, como la mayor parte de los principales puestos de avanzada del universo, es un lugar muy cosmopolita. Naturalmente, no me han facili­tado sino los ejemplares más comunes.
»Tome las tres máquinas que le señalo y colóquelas sobre la mesa. Ésa más alta con los dos lentes; luego ese instrumento con las lámparas al vacío y la caja de reso­nancia, y ahora el que tiene ese disco metálico en el ex­tremo superior. Tome ahora el cilindro con la inscripción B-67. Súbase a esa silla Windsor para alcanzar el estante. No se equivoque: que sea el B-67. No toque ese cilindro nuevo colocado entre dos aparatos y que lleva mi nom­bre. Ponga el B-67 en la mesa cerca de la máquina y cuide de que la aguja del cuadrante de las tres máquinas apunte hacia la extrema izquierda.
»Ahora conecte el alambre de la máquina de los lentes con el alvéolo superior del cilindro... Eso es. Una la máquina de la lámpara al alvéolo de la izquierda, y el apa­rato del disco al alvéolo exterior. Ahora mueva todas las
agujas hacia la derecha; primero la de los lentes, luego la del disco, y por fin la de la lámpara. Así. Permítame de­cirle que se trata de un ser humano como cualquiera de nosotros. Mañana le haré escuchar a alguno de los otros.
Hasta el día de hoy no sé por qué obedecí servilmente esas órdenes, o si pensaba en ese momento que Akeley es­taba loco o no. Después de todo lo ocurrido yo debía estar preparado para cualquier cosa, pero ese escenario mecánico se parecía tanto a las típicas divagaciones de in­ventores y hombres de ciencia que han perdido la razón, que despertó en mí unas dudas que ni siquiera el discurso precedente había alcanzado a suscitar. Lo que implicaban las palabras de Akeley estaba más allá de todo posible en­tendimiento humano. Sin embargo, las teorías que me ha­bía expuesto no eran menos inconcebibles, y si parecían menos ridículas se debía solamente a que no admitían nin­guna prueba concreta inmediata.
Mientras mi mente se extraviaba en ese caos, oí un chirrido y un zumbido en las tres máquinas conectadas con el cilindro metálico, seguidos inmediatamente de un silencio casi total. ¿Qué iba a ocurrir? ¿Iba yo a oír una voz? Y en ese caso, ¿cómo podía probarse que no se tra­taba de un ingenioso dispositivo de radio conectado con algún altavoz? Aun ahora no puedo asegurar con exacti­tud qué escuché, o a qué clase de fenómeno asistí. Pero algo se produjo sin duda.
Brevemente, la máquina provista de una caja de reso­nancia comenzó a hablar, tan a propósito y con tanta in­teligencia que era indudable que el orador estaba presente y nos observaba. La voz era alta, metálica, sin vida, e indu­dablemente mecánica. Era incapaz de toda inflexión o ex­presividad, pero emitía las palabras con una precisión y deliberación inexorables.
-Señor Wilmarth -dijo-, espero que no se asuste. Soy un ser humano como usted, aunque mi cuerpo yace ahora sano y salvo a tres kilómetros de distancia en el interior de la colina Redonda, donde es objeto de un trata­miento vitalizador. Pero yo estoy aquí, con usted. El cere­bro está en ese cilindro, y veo, oigo y hablo por medio de esos vibradores electrónicos. Dentro de unas semanas cruzaré el vacío, como ya lo he hecho otras muchas veces, y espero contar con la compañía del señor Akeley. Me gustaría que usted viniese con nosotros, pues lo conozco de vista y no ignoro su reputación. He seguido además muy atentamente su correspondencia con nuestro común amigo. Soy, por supuesto, uno de los hombres que se han aliado a esos seres del espacio que visitan nuestro planeta. Me encontré con ellos por vez primera en el Himalaya, y los he ayudado de varios modos. A cambio, ellos me han proporcionado experiencias que muy pocos hombres han llegado a tener.
¿Comprende usted qué significa haber visitado treinta y siete cuerpos celestes diferentes, de los cuales ocho están fuera de nuestra galaxia y dos fuera del cosmos curvo del espacio-tiempo? Todo esto no me ha dañado, de ningún modo. Mi cerebro ha sido separado del cuerpo por medio de incisiones tan sutiles que sería ridículo ha­blar aquí de operaciones quirúrgicas. Los seres que nos visitan disponen de métodos que hacen de estas extrac­ciones algo normal y sencillo, y el cuerpo no envejece mientras está privado del cerebro. En cuanto al cerebro mismo, es virtualmente inmortal; basta cambiar de cuan­do en cuando el fluido nutritivo del cilindro.
Espero de veras que se decida usted a venir conmigo y el señor Akeley. Nuestros visitantes están ansiosos por conocer hombres de ciencia como usted, y enseñarles los grandes abismos con los cuales la mayor parte de noso­tros no ha podido hacer otra cosa que soñar. El primer contacto con ellos puede parecer extraño, pero sé que us­ted no se preocupará por eso. Creo que el señor Noyes vendrá también con nosotros..., el hombre que sin duda lo trajo hasta aquí en su coche. Ha sido uno de los nues­tros durante años. Supongo que habrá reconocido usted su voz como una de las que se oyen en el cilindro.
Me sobresalté tan violentamente que la máquina dejó de hablar un momento.
-Señor Wilmarth, es a usted a quien le toca decidir; pero añadiré que un hombre con su amor por el folclore y las cosas singulares no debe dejar pasar una ocasión como ésta. Nada hay que temer. Todas las transiciones se efec­túan sin dolor, y las sensaciones enteramente mecánicas proporcionan numerosos placeres. Una vez desconecta­dos los electrodos, uno se hunde en un sopor poblado de sueños fantásticos y especialmente vívidos.
»Y ahora, si le parece a usted bien, interrumpiremos esta sesión hasta mañana. Buenas noches. Haga girar to­das las agujas hacia la izquierda; no importa en qué orden, pero que la máquina de los lentes sea la última. Buenas noches, señor Akeley. Trate bien a nuestro invitado. ¿Pre­parado ya con las agujas?
Eso fue todo. Obedecí mecánicamente y moví las tres agujas, aunque rehusaba admitir lo que había pasado. La cabeza me daba todavía vueltas cuando oí la susurrante voz de Akeley que me decía que dejara los aparatos sobre la mesa, tal como estaban. No intentó hacer ningún co­mentario a propósito de lo que había ocurrido, y por otra parte ningún comentario habrían servido de mucho. Se contentó con decirme que podía llevar la lámpara a mi dormitorio, y deduje que quería descansar en la oscuri­dad. Era seguramente hora de que durmiese, pues sus dis­cursos de la tarde y la noche habrían bastado para agotar a un hombre vigoroso. Todavía aturdido, le di las buenas noches, y subí con la lámpara, aunque llevaba corunigo una excelente linterna.
Me alegró abandonar el estudio, aquel raro olor y esa vaga impresión de vibraciones. Sin embargo, cuando pensé en el lugar en que estaba y en las fuerzas con que es­taba enfrentándome sentí naturalmente la presencia de un terrible peligro y de una cósmica anormalidad. La salvaje y solitaria región; la falda oscura y misteriosamente bos­cosa que se levantaba a pico no muy lejos de allí; la huella en el camino; el hombre enfermo que susurraba en la os­curidad, los cilindros y las máquinas diabólicas, y sobre todo las invitaciones a una extraña cirugía y a más extra­ños viajes...; todo esto, tan nuevo y tan repentino, se alzó en mí con una fuerza acumulada que minó mi voluntad y destruyó casi mi fuerza física.
Descubrir que mi guía Noyes había sido el oficiante humano de aquel rito monstruoso registrado en el cilin­dro me había turbado de veras, aunque ya había tenido previamente al oír su voz una oscura sensación de desa­gradable familiaridad. Por otra parte, no estaba menos perturbado por mi propia actitud ante Akeley. Había sen­tido hacia él, en el curso de nuestra correspondencia, una gran simpatía instintiva, pero ahora me inspiraba una ver­dadera repulsión. Su enfermedad debía haber suscitado mi piedad, pero yo en cambio me estremecía de disgusto. ¡Estaba tan rígido e inerte y se parecía tanto a un cadáver! ¡Y aquel incesante susurro era tan odioso e inhumano!
Se me ocurrió que aquel susurro no se parecía a nada, y que, a pesar de la curiosa inmovilidad de los bigotes, ha­bía en él una fuerza latente y un poder verdaderamente notables para un asmático. La voz llegaba de un extremo a otro de la habitación, y en una o dos ocasiones me había parecido que aquellos débiles pero penetrantes sonidos no eran tanto signo de debilidad como de una represión deliberada... Ignoraba por qué motivo. Desde un princi­pio había encontrado en su timbre una cualidad inquie­tante. Ahora, al reflexionar sobre el asunto, creí que podía relacionar esa impresión con la familiaridad siniestra que había sentido ante la voz de Noyes. Pero yo no podía re­cordar cuándo o dónde había escuchado aquella voz.
De algo estaba seguro: no volvería a pasar aquí otra noche. Mi celo científico no había resistido al terror y el
disgusto. Ahora sólo sentía el deseo de huir de este nido de fenómenos mórbidos y revelaciones antinaturales. Ya sabía bastante. Debía de ser cierto que existían extrañas relaciones cósmicas; pero los seres humanos no debían penetrar esos misterios.
Influencias blasfemas parecían envolverme e incidir en mis sentidos. Dormir, decidí, era imposible, así que extin­guí la lámpara y me eché en el lecho sin desnudarme. Sin duda era algo absurdo, pero yo quería estar preparado para cualquier desconocida emergencia: en mi mano dere­cha esgrimí el revólver que había traído conmigo, y con la izquierda así la linterna. Nada se oía en el piso de abajo, y me imaginaba a mi huésped sentado en la oscuridad con aquella cadavérica rigidez. De alguna parte venía el tictac de un reloj y experimenté un vago sentimiento de grati­tud ante la normalidad de ese sonido. Me recordaba, sin embargo, otra característica inquietante de la región: la ausencia de vida animal. Era indudable que no había nin­guna bestia en la granja, y yo advertía ahora que faltaban también los habituales sonidos nocturnos de los animales salvajes. Fuera de aquel siniestro fluir de los arroyos leja­nos, había allí una quietud anormal, interplanetaria, y me pregunté qué maldición estelar, intangible, podía estar pe­sando sobre la región. Yo recordaba que, según las viejas leyendas, los perros y otros animales habían odiado siem­pre a Aquellos de Más Allá y me pregunté qué significa­rían todas esas huellas en el camino.


8

No me pregunten cuánto tiempo duró aquel inesperado sopor, ni en qué medida lo que va a seguir fue un simple sueño. Si digo que me desperté a una determinada hora, y que vi y oí determinadas cosas, me responderán simplemente que no me desperté entonces, y que todo fue un sueño hasta el momento en que escapé de la casa, corrí tambaleándome hacia el granero donde había visto el viejo Ford, y subí a aquel vehículo para iniciar una alo­cada y ciega carrera por entre las misteriosas colinas que concluyó -después de haber recorrido durante horas un laberinto de bosques- en una aldea que resultó ser Townshend.
No tendrán en cuenta, naturalmente, todo lo que fi­gura en mi informe, y declararán que las fotografías, la grabación, los cilindros y máquinas eran parte de una su­perchería en la que Henry Akeley me había hecho caer. Hasta llegarán a insinuar que conspiró con otros excéntri­cos para hacerme una broma complicada y estúpida. Di­rán que Akeley robó él mismo la piedra en el tren, y que pidió a Noyes que preparara aquella terrorífica grabación. Es raro, sin embargo, que Noyes no haya sido identifi­cado aún, y que nadie lo conozca en las aldeas más cerca­nas a la granja de Akeley, aunque debía de haber estado frecuentemente en la región. Desearía no recordar el nú­mero de la licencia de su coche... o quizá es mejor que la recuerde. Pues yo, a pesar de todo lo que ustedes puedan decir, y a pesar de lo que a veces trato de decirme a mí mismo, sé que unas fuerzas ominosas acechan en las casi desconocidas colinas, y que esas fuerzas tienen espías y emisarios en el mundo de los hombres. Mantenerme tan lejos como sea posible de tales espías y emisarios es todo lo que pido hoy a la vida.
Cuando mi increíble historia hizo que el sheriff en­viase algunos hombres a la granja, Akeley había desapare­cido sin dejar huellas. Aquella bata amplia, la bufanda amarilla y los vendajes de los pies yacían en el suelo del estudio, no lejos del sillón, y era imposible saber si había alguna otra ropa suya que también se había desvanecido. Los perros y el ganado faltaban realmente, y había algu­nos curiosos agujeros de bala, tanto en el exterior de la casa como en el interior. Pero aparte de esto no se descu­brió nada anormal. No había cilindros o máquinas, ni nin­guna de las pruebas que yo había llevado en mi maleta. No se sentía ya aquel olor raro ni aquellas vibraciones; no había huellas en el camino ni ninguna de aquellas cosas in­verosímiles que yo había vislumbrado en los últimos días.
Pasé una semana en Brattleboro luego de mi huida, in­terrogando a gentes de toda especie que habían conocido a Akeley, y los resultados me convencieron de que en todo aquello no había habido engaño. No había sido tam­poco un sueño o una ilusión. Las compras raras de Akeley (perros y municiones y elementos químicos), y el corte de los hilos telefónicos pueden confirmarse; y todos los que lo conocían -incluso su hijo en California- admiten que sus ocasionales comentarios acerca de raros estudios tenían una cierta consistencia. Los ciudadanos formales decían que estaba loco, y declaraban sin titubear que to­das las pruebas eran simples supercherías elaboradas por una mente desordenada, con la ayuda quizá de cómplices excéntricos. Los campesinos confirmaban en cambio sus declaraciones en todos sus detalles. Akeley había mos­trado a algunos de estos rústicos sus fotografías y la pie­dra negra, y les había hecho escuchar el horrible cilindro; y todos afirmaban que las huellas de pies y aquella voz si­milar a un zumbido correspondían exactamente a las des­cripciones de las leyendas ancestrales.
Según ellos mismos, ciertos sonidos y movimientos sospechosos se habían multiplicado en los alrededores de la granja de Akeley desde que éste había encontrado la piedra negra; de modo que todo el mundo, excepto el car­tero y alguna gente poco aprensiva, evitaba el lugar. La montaña Negra y la colina Redonda eran notoriamente lugares malditos, y no pude encontrar a nadie que las hu­biese explorado. Nadie ignoraba tampoco que algunos na­tivos del lugar habían desaparecido en el curso de los últi­mos años, entre ellos figuraba el semivagabundo Walter Brown mencionado en las cartas de Akeley. Llegué a en­contrar a un viejo granjero que había visto personalmente uno de los curiosos cuerpos que habían flotado en el río West, pero su relato era demasiado confuso para atri­buirle algún valor.
Dejé Brattleboro dispuesto a no regresar jamás a Ver­mont, y tengo la seguridad de que no cambiaré de idea. Esas colinas salvajes son, es indudable, los puestos de avanzada de una terrible raza cósmica. Lo dudo menos aún desde que leí que se ha descubierto un noveno pla­neta más allá de Neptuno, justo en donde aquellas criatu­ras habían dicho que se encontraba. Los astrónomos, con una propiedad que no sospechan, lo han bautizado con el nombre de Plutón. Estoy seguro de que no se trata sino del oscuro Yuggoth, y me estremezco al pensar por qué razones sus monstruosos habitantes han querido que se lo conociese de este modo y en esta época. Vanamente trato de asegurarme a mí mismo que estas demoníacas criaturas no están iniciando una nueva política para dañar a la Tie­rra y sus normales habitantes.
Pero aún me falta relatar el fin de aquella noche horri­ble en la granja de Akeley. Como ya he dicho, caí en un pesado sopor, un sopor poblado de sueños fragmentarios en los que figuraban unos paisajes deformes. No sé toda­vía qué me despertó, pero estoy seguro de que en un mo­mento determinado abrí los ojos. Mi primera impresión, algo confusa, fue la de unos crujidos en el piso del corre­dor, frente a mi puerta, y de un torpe movimiento del pestillo. Esto, sin embargo, cesó casi en seguida, de modo que mis impresiones realmente claras comenzaron con las voces que venían del estudio. Parecían ser varios los que hablaban, y me pareció que estaban discutiendo.
Luego de haber escuchado durante algunos segundos, me sentí bien despierto, y en verdad la cualidad de aque­llas voces bastaba para ahuyentar todo deseo de dormir. Los tonos eran curiosamente claros, y nadie que haya es­ cuchado la grabación fonográfica puede guardar alguna duda acerca de la naturaleza de por lo menos dos de ellas. Por más odiosa que fuese aquella idea, yo tenía la seguri­dad de encontrarme bajo el mismo techo con dos de las innominables criaturas de los abismos del espacio; pues aquellas dos voces eran indiscutiblemente los zumbidos blasfemos que usaban aquellos seres para comunicarse con los hombres. Las dos eran individualmente distintas -distintas en el tono, el acento y el ritmo-, pero las dos eran de la misma condenada especie.
Una tercera voz provenía sin duda de una de las máquinas parlantes conectadas con los cerebros de los ci­lindros. No había aquí posibilidad de error, lo mismo que en el caso de los zumbidos. La voz alta, metálica y sin vida que yo había oído hacía algunas horas, incapaz de infle­xiones o matices, deliberada y precisa, era de veras inolvi­dable. Durante un tiempo no me pregunté si la inteligen­cia que animaba esa voz era la misma que me había hablado; pero poco después comprendí que cualquier cerebro emitiría sonidos de la misma cualidad si se lo co­nectaba con la misma máquina. Las únicas posibles dife­rencias consistirían en el lenguaje, el ritmo y la pronuncia­ción. Para completar aquel fantástico coloquio había dos voces humanas: una sonaba como la de un rústico desco­nocido; la otra, de suave entonación bostoniana, pertene­cía a mi guía Noyes.
Mientras me esforzaba en comprender las palabras in­terceptadas por el grueso piso de un modo tan irritante, percibí al mismo tiempo una agitación confusa en el es­tudio. No pude escapar a la impresión de que había allí muchos seres vivos, muchos más que aquellos que oía ha­blar. La naturaleza exacta de esta agitación es muy difícil de describir, pues no sé a qué compararla. Parecía como si unos objetos se moviesen por el cuarto como entidades conscientes; el sonido de sus pisadas tenía algo de incom­pleto, como el contacto poco firme de una superficie de goma o hueso con otra de madera. Era, para usar una comparación más concreta, pero menos adecuada, como si unas gentes calzadas con unos zuecos demasiado gran­des se desplazasen por el piso encerado. No traté de ima­ginar la naturaleza y apariencia de los responsables de es­tos sonidos.
No tardé en comprender que sería imposible oír frases coherentes. Palabras aisladas -que incluían el nombre de Akeley y el mío- llegaban a mí de cuando en cuando, es­pecialmente al ser emitidas por la máquina parlante; pero no alcanzaba a comprender su verdadero sentido por falta de contexto. Todavía hoy me resisto a sacar de esas pala­bras alguna conclusión definida; aun en aquellos instantes produjeron en mí un efecto terrible, más por lo que suge­rían que por lo que revelaban. Un cónclave horrible y an­tinatural se había reunido allí abajo, de eso estaba seguro; pero no puedo decir qué se deliberaba. Era curioso que no pudiese dejar de sentir la presencia de algo maligno y blasfemo, a pesar de las afirmaciones de Akeley acerca de la benevolencia de aquellos seres.
Después de escuchar un rato pacientemente, comencé a distinguir con claridad entre las diversas voces, aunque apenas comprendiese lo que decían. Sin embargo, creí adi­vinar de cuando en cuando ciertas emociones particula­res. En uno de aquellos zumbidos, por ejemplo, había una innegable nota de autoridad; en cambio la voz mecánica, a pesar de su altura y su regularidad artificiales, parecía la de un subordinado. Las otras no pude interpretarlas. No escuché el susurro familiar de Akeley, pero yo sabía muy bien que ese sonido no podría atravesar el piso de mi ha­bitación.
Trataré de reproducir algunos sonidos y palabras suel­tas que logré oír, dando el nombre que me parece más exacto a cada uno de los interlocutores. Las primeras fra­ses reconocibles fueron las de la máquina parlante.

MÁQUINA PARLANTE.-... yo mismo lo he hecho ve­nir... trajo el cilindro y las cartas... esto ha terminado... un engaño... he visto y he oído ... maldita sea... al fin y al cabo una fuerza impersonal... el cilindro brillante y nuevo... gran Dios...
PRIMER ZUMBIDO.-... es hora de que nos detenga­mos... pequeño y humano... Akeley... cerebro... dice...
SEGUNDO ZUMBIDO.-... Nyarlathotep... Wilmarth... grabación y cartas... pobre impostura...
NOYES. ... (una palabra impronunciable, posiblemente N'gah-Kthun)... inofensivo... en paz... dos semanas... una farsa... ya se lo he dicho...
PRIMER ZUMBIDO.-... no hay por qué... plan origi­nal... efectos... Noyes puede vigilar... colina Redonda... cilindro nuevo... coche de Noyes...
NOYES.-... bueno... como usted quiera... aquí... des­canso.

(Varias voces que hablan a la vez. Muchas pisadas, incluso ese ruido de zuecos sueltos. Algo así como un aleteo. El ruido de un automóvil que se pone en marcha y se aleja. Silencio.)

Esto es lo esencial de lo que llegó a mí mientras yacía talmente vestido en aquella cama, entre aquellas demoníacas colinas, con un revólver en la mano derecha y una lin­terna de mano en la izquierda. Estaba totalmente despierto, como ya he dicho, pero una especie de oscura parálisis me obligó a pesar mío a permanecer inmóvil hasta que se desvanecieron los últimos ecos de aquella conversación. Escuché el tictac del viejo reloj de pesas que sonaba en alguna parte, allá abajo, y luego el ron­quido irregular de una persona dormida. Akeley debía de haberse entregado al sueño luego de aquella extraña sesión.
Yo no sabía ni qué hacer ni qué pensar. Al fin y al cabo, ¿qué había oído que mis informes previos no me permitiesen esperar? ¿No sabía yo que aquellos seres in­nominables eran admitidos ahora libremente en la casa? No era sorprendente que hubiesen hecho a Akeley una vi­sita inesperada. Pero había algo en aquel fragmentario dis­curso que me helaba los huesos, que suscitaba en mí unas dudas grotescas y horribles y me hacía desear ferviente­mente que todo aquello no fuese más que una simple pe­sadilla. Creo que mi subconsciente comprendió algo que mi conciencia no llegó a reconocer. Pero, ¿y Akeley? ¿No era acaso amigo mío, y no habría protestado si quisiesen hacerme algún mal? El pacífico ronquido que me llegaba del estudio parecía arrojar una sombra de ridículo sobre mis temores repentinamente acrecentados.
¿Sería posible que hubiesen engañado a Akeley y lo hubieran utilizado como cebo para atraerme a las colinas con las fotografías, las cartas y el cilindro? ¿Pensarían es­tos seres en destruirnos a los dos porque sabíamos dema­siado? Volví a reflexionar en ese vuelco brusco y antinatu­ral de la situación que debió de haberse producido entre la penúltima y la última de las cartas de Akeley. Mi ins­tinto me decía que algo estaba mal. Todo no era como pa­recía. En aquel café amargo que yo no había podido be­ber, ¿no habría puesto alguien una droga? Debía hablar con Akeley en seguida, y devolverle el sentido de las pro­porciones. Aquellas criaturas lo habían hipnotizado con la promesa de revelaciones cósmicas, pero ahora tenía que escuchar la voz de la razón. Debíamos salir de esto antes de que fuese demasiado tarde. Si mi amigo no tenía bas­tante fuerza de voluntad, yo pondría la que fuese necesa­ria. Y si no podía persuadirlo, me iría yo solo. Me permiti­ría seguramente usar su Ford, y dejarlo luego en un garaje de Brattleboro. Lo había visto en el granero. La puerta es­taba abierta y sin cerradura, ya que había pasado el peli­gro. Y sin duda el coche estaba listo para marchar. Aque­lla antipatía momentánea que yo había sentido hacia Akeley durante nuestra conversación, y aun después de
ella, ya se había desvanecido. Estaba en una posición muy similar a la mía, y debíamos luchar juntos. Conociendo su estado de salud, me repugnaba despertarlo a esta hora de la noche; pero tenía que hacerlo. Tal como estaban las co­sas, no podía esperar aquí la mañana.
Al fin me sentí capaz de actuar y me estiré vigorosa­mente para recobrar el dominio de mi cuerpo. Me levanté con una precaución más instintiva que deliberada, me puse el sombrero, cogí mi maleta, y comencé a descender las escaleras ayudado por la linterna. Nervioso aún, seguí sosteniendo el revólver en la mano derecha, arreglándo­melas para llevar la linterna y la maleta con la izquierda. No sé realmente por qué tomé todas estas precauciones, ya que iba decidido a despertar al único ocupante de la casa.
Mientras descendía de puntillas las crujientes escale­ras que llevaban al vestíbulo, pude oír con mayor claridad los ronquidos de Akeley, y me pareció que se encontraba en la sala de la izquierda, una habitación en la que yo no había entrado. A mi derecha se alzaba la oscuridad del es­tudio en el que habían sonado aquellas voces. Empujé la puerta de la sala y dirigí el haz de luz de la linterna hacia el lugar de donde venían los ronquidos. Fue sólo un ins­tante. En seguida cambié la dirección del haz y comencé a retroceder silenciosamente hacia el vestíbulo. Pues el hombre que dormía en el sofá no era Akeley, sino mi guía Noyes.
A decir verdad, yo no comprendía exactamente la si­tuación, pero el sentido común me dijo que lo mejor sería averiguar algo antes de despertar a nadie. Volví al vestí­bulo y cerré detrás de mí la puerta de la sala. Las posibili­dades de despertar a Noyes eran así mucho menores. En­tré luego precavidamente en el estudio en sombras, donde esperaba encontrar a Akeley en su sillón, dormido o des­pierto. Mientras entraba en el cuarto, el haz de mi linterna iluminó la mesa y reveló uno de aquellos demoníacos cilindros conectado con dos máquinas, la visual y la audi­tiva, y no muy lejos un aparato parlante. Este, reflexioné, debe de ser el cerebro que oí hablar durante esa terrible conferencia, y sentí, un instante; el impulso perverso de conectar el cilindro a la máquina parlante y oír qué decía.
El cerebro, pienso, debió tener conciencia de mi pre­sencia, ya que conectado a las dos máquinas no podía de­jar de percibir el haz de mi linterna y el débil crujido del piso bajo mis pies. Pero no me atreví a tocar aquel objeto. Advertí distraídamente que era el cilindro nuevo que lle­vaba el nombre de Akeley y que había visto en el estante hacía unas horas. En la actualidad lamento de veras mi ti­midez. Hubiera tenido que poner el aparato en marcha. ¡Dios sabe qué misterio y dudas horribles hubiese podi­do disipar! Pero quizá fue mejor que no haya tocado el cilindro.
Volví la linterna hacia el rincón donde pensaba encon­trar a Akeley, y comprobé con gran perplejidad que no había nadie en el sillón. Del asiento colgaba la vieja bata familiar, y cerca, en el suelo, se veían la bufanda amarilla y los grandes vendajes que me habían sorprendido tanto. Mientras titubeaba, preguntándome a dónde podría haber ido Akeley, y por qué se había desprendido de sus vesti­mentas de enfermo, observé que aquel raro olor y aquellas vibraciones habían desaparecido. ¿Qué podría haberlos causado? Se me ocurrió, curiosamente, que sólo las había advertido en las proximidades de Akeley. Habían sido más fuertes junto a su sillón, y no habían existido fuera del estudio. Hice una pausa paseando el haz luminoso a mi alrededor y torturando mi cerebro en busca de una po­sible explicación del problema.
Mejor habría sido que hubiese dejado tranquilamente la habitación sin volver otra vez el haz de luz hacia el asiento vacío. Lancé un grito ahogado que debió haber perturbado el sueño del centinela que dormía en la otra habitación, aunque sin despertarlo del todo. Aquel grito, y los ronquidos de Noyes, fueron los últimos sonidos que oí en aquella mórbida granja dominada por la cresta os­cura de la montaña Negra: ese foco de horrores ultracós­micos rodeado de solitarias colinas verdes y arroyos que fluyen, murmurando sus lamentos, por una tierra espectral.
No sé cómo no arrojé la linterna, la maleta y el revól­ver en mi precipitada huida. Conseguí salir de la casa sin hacer ruido, me subí al viejo Ford, y en la noche oscura y sin luna puse en marcha el arcaico vehículo hacia algún lu­gar desconocido y seguro. Aquella carrera fue una escena de delirio salida de las páginas de Poe o de Rimbaud, o de los dibujos de Doré; pero al fin llegué a Townshend. Eso es todo. Tengo suerte si aún no he perdido la razón. A ve­ces temo qué puedan traerme lo años, especialmente desde que ese nuevo, planeta, Plutón, ha sido descubierto de un modo tan curioso.
Como he dicho antes, volví el haz de luz hacia el si­llón vacío y noté por primera vez la presencia de ciertos objetos en el asiento, algo ocultos entre los pliegues de la bata. Cuando los investigadores fueron a la granja, no en­contraron esos objetos, tres en total. No había en ellos nada de específicamente horrible, pero sí en lo que permi­tían inferir. Aun ahora tengo momentos en los que creo dudar, momentos en los que casi acepto el escepticismo de aquellos que atribuyen la totalidad de mi experiencia al sueño, a los nervios o una alucinación.
Esos tres objetos, muy hábilmente construidos, esta­ban provistos de unas ingeniosas grapas de metal destina­das a fijarlos en unas estructuras orgánicas acerca de las cuales no me atrevo a formular ninguna hipótesis. Espero -espero fervientemente- que hayan sido moldeados en cera por algún extraordinario artista, a pesar de lo que me dicen mis más secretos temores. ¡Dios! ¡Aquel susurro en la oscuridad con su olor mórbido y sus vibraciones! He­chicero, emisario, habitante del más allá... aquel odioso y reprimido zumbido… y en todo ese tiempo, en aquel cilindro nuevo y brillante…pobre diablo… “Prodigiosa habilidad quirúrgica, biológica, química y mecánica…”
Pues los objetos del sillón, perfectos hasta el último y más sutil de los detalles, eran microscópicamente parecidos, o idénticos, a las manos y la cara de Henry Wentworth Akeley
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