UN OLOR
A MUNDO
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El extraño artefacto que, a veces, daba la impresión de ser cuadrado y que, un segundo más tarde, parecía completamente redondo (cuando no las dos Cosas a la vez), fue descendiendo suavemente, sin hacer ningún ruido, en una pequeña meseta.
Amanecía lentamente.
Junto a la raya del horizonte, un horizonte de color indefinido
- como todos los horizontes -, docenas de hombres, que cubrían sus cuerpos con pieles de animales> trabajaban, muy primariamente, la tierra Detrás de ellos, unos perros y unos asnos ayudaban. Y en todos, en los hombres y en las bestias, se reflejaba el aburrimiento y la fatiga, y hasta una cierta tristeza.
Hacía calor. Un calor que había empezado hacía ya un buen número de días y de noches. Era el calor árido, pegajoso, que trituraba las gargantas hasta que eran regadas mil veces, para volver luego a triturarlas; era el calor del verano. Y el aíre del verano, con su sabor tibio y dulce. Y el sol del verano, un disco completamente blanco, con sus rayos compactos, perfectamente paralelos y cegadores. Y la claridad del verano, que penetraba en las paredes, y en las camas, y hasta en el fondo de los ríos.
Era el verano. Aunque aquí líos hombres que trabajaban la tierra, de cabellos muy largos y descuidados, de tez morena y de ojos negros (y mucho menos
aún sus animales), no supieran muy bien qué era el verano. Simplemente lo notaban.
«Es un mundo extraño; tan primitivo, tan salvaje...», dijo el que tenía los ojos dorados y que, a veces, no los tenía dorados, porque no tenía ojos.
«No es tan extraño. Es un mundo que empieza a formarse», contestó otra voz. La voz de un ser exageradamente alto; o exageradamente bajo, ya que en aquel desconcertante artefacto era muy difícil apreciar medida alguna: no existían las medidas.
Corrió una ligera brisa, y el artefacto pareció moverse, hacia arriba y hacia abajo.
Era ya la hora en que aquel mundo estaba completamente despierto
Los hombres dejaban de trabajar continuamente y se limpiaban, con las manos, el sudor que resbalaba de sus frentes hasta sus espesas barbas negras. Bebían, entonces, un vino rojo, que también resbalaba hasta sus espesas barbas negras. El arar se hacía cada vez más lento, más fatigoso. El polvo iba cubriendo de blanco los cabellos. Y el sudor seguía resbalando, inundando millones de poros, muy de prisa.
«No parecen seres inteligentes»; y no se podía saber con certeza, quién de los dos hablaba dentro del artefacto, ya que no se advertía ningún movimiento. Era como un silbido del aire, si hubiera habido entonces aire.
«No lo son»> y las voces tenían igual sonido, igual intensidad. Quizás una fuese más dorada que la otra; quizá la otra es que era más blanca. Pero eran dos, no cabía duda.
«Entonces, ¿por qué ha sido él escogido?, preguntó la voz más blanca, aunque, naturalmente, no se trataba de una voz.
«Es un hombre bueno», pareció contestar el extraño artefacto; o los ojos dorados; o el ser tan alto y tan bajo. O puede que no contestase nadie.
Al llegar el mediodía descansaron los hombres y las bestias. Y se tumbaron en una sombra> tan raquítica como los árboles que la proyectaban. A lo lejos se vieron venir las mujeres, con sus panes y sus guisos. Eran mujeres morenas, como sus hombres. De ojos grandes, como sus hombres, intensamente negros.
Y trajeron, además, nuevo vino rojo. Y caricias, tibias caricias que duraban anos, y aún más.
Comieron despacio. Después se tumbaron, abrazados, quietos. Y los hombres hablaron de días felices y de recuerdos; y las mujeres de hijos. Por último se quedaron dormidos, mezclándose el sudor de ambos, el calor de ambos.
Un hombre, exactamente igual al resto, estaba apartado, solo, recostado en un tronco oscuro. Tenía los ojos cerrados, pero no dormía. Le gustaba tener los ojos cerrados; imaginaba así cosas fantásticas y maravillosas.
El hombre, todas las noches, antes de dormirse, cerraba los ojos. Y llegaba, incluso, a oír cómo los sueños, sus sueños, se movían, y se volvían reales, aunque, eso sí, eran de otro lugar, de no sabía dónde. Aquellos sueños le hablaban siempre de paz, de algo mágico y transparente. Nunca entendía bien.
Se encontraba a gusto. Soñando. Despierto. Sin ver, allá lejos> las casas de adobe, envueltas en calor, sin ver los otros hombres, sin ver los árboles ni las bestias, sin ver los billones de puñados de tierra - de tierra seca y hostil - que diariamente tenía que coger con sus manos.
El extraño artefacto seguía estando allí, en la meseta, muy cerca. Pero ahora no parecía redondo. Ni cuadrado. Ni ambas cosas. Ahora, el extraño artefacto se parecía a nada. Porque no se le veía.
Pasó tiempo.
Los hombres seguían arando. Atardecía ya. Los cuerpos estaban teñidos de naranja, gracias a los rayos del sol. Un perro lo advirtió. Y comenzó a ladrar. El perro sabía - lo había visto tantas veces - que cuando los cuerpos se volvían de color naranja los cuerpos se detenían.
Al oír ladrar al perro los hombres se miraron y, efectivamente, sus cuerpos se detuvieron. Era la hora de volver a las recalentadas paredes de adobe, de sentarse, con la mirada perdida, hasta ver cómo el cielo se volvía noche.
«Ha llegado el momento, vamos»> pareció como si hubiese susurrado la meseta.
«Sí, vamos>, y de nuevo la meseta susurró algo
Iban todos juntos de regreso, y cantaban.
Sus canciones hablaban de vino rojo, de caricias primitivas, casi eternas, y de millones de pájaros que cantando alegremente, saltaban a millones de árboles. Los ojos de los hombres estaban alegres y despedían chispitas muy pequeñas; los ojos de los animales estaban más alegres aún, y sus chispitas eran mayores. Realmente, los ojos de los animales y de los hombres hablaban una misma lengua.
Un hombre no iba con los demás de regreso. Ni cantaba. Ni tenía los ojos alegres.
Estaba sentado, recostado en un tronco, con los ojos cerrados.
Pasó tiempo.
«Levántate. Síguenos», oyó claramente que le decían, aunque no había oído palabra alguna.
El hombre no hizo ningún movimiento. Retuvo el aliento. Al fin abrió los ojos y no vio a nadie. No obstante, el hombre se levantó y comenzó a andar.
Llegó a la pequeña meseta. Por un momento vio algo que nunca habla visto.
Algo como una nube solidificada, de color azul intenso. Pero rápidamente el color azul intenso se transformó en azul claro, tan claro como si no existiera. Y el azul claro en rosa, y el rosa en verde... Hasta que, finalmente, el hombre vio unos enormes ojos dorados.
Al avanzar un paso más, se dio cuenta de que estaba en otro lugar No veía ya ni el sol, ni los campos, ni el cielo... Veía miles de sonrisas, millones de sus antiguos sueños, y un sol nuevo, más reluciente... Y vio también hasta un olor a mundo, un olor a mundo feliz.
Seguía estando allí, junto a los campos, junto al sol> junto al cielo, junto a...
«Siéntate», y se sentó.
Ellos también estaban sentados, sin parpadear, esperando, sonriéndole. Al cabo de mucho tiempo - o de poco tiempo -el hombre moreno, de ojos negros y espesa barba, sonrió. Luego escuchó un ruido muy suave.
Los demás hombres, y las bestias, que ya casi habían llegado junto a las casas de adobe, escucharon un ruido muy suave. Se detuvieron. Y volvieron las cabezas.
Hubo un silencio completo.
Por un instante todos creyeron que se habían vuelto sordos.
-Es..., es como un carro de fuego...
-Allí, les cierto! Como un carro de fuego que volara..., que caminara por los aires.
-¡Allí! ¡Allí!...
El extraño artefacto, mientras recibía los rayos del sol, unos rayos totalmente rojos, parecia en efecto, un carro, un enorme carro de fuego que volara por los aires.
«No temas, Elías», dijeron unos hermosos ojos dorados.
«No temas, Elías», dijeron otros hermosos ojos dorados.
Y Elías no temió. Porque a Elías le pareció que, incluso él, tenía ya unos hermosos ojos dorados.
* * *
1
«No te asustes», y el hombre moreno no se asustó.
«¿Cómo te llamas?», le preguntó una figura con rostro, con boca, con mirada, una figura que, sin embargo, no se veía.
«Elías», dijo sin abrir la boca. «Mi nombre es Elías.»
Empezaron a elevarse.
Elías cogió las nubes con la mano y un olor a tiempo, y hasta los rayos del sol, que volvían rojas sus manos.
Los hombres y las bestias se detuvieron. Se miraron unos a otros. Alguien se llevó la mano a la frente y miró hacia arriba.
Fue entonces cuando se vio al extraño artefacto. Que no era redondo, ni cuadrado, ni extraño.
-¡Mirad! ¡Allí!
-Sí, allí, mirad...
A la mañana siguiente amaneció en otro lugar un día bello y radiante, como el primero de la Creación.
La gente leyó los periódicos, como siempre. Había una magnífica noticia en primera página. Una noticia que no pasó inadvertida para nadie.
En un alarde de colorido -de un colorido cálido e íntimo -, se anunciaba la llegada de otro hombre bueno. Y todos se alegraron. Y Henoc - el primer hombre que llegó - lloró de alegría y de felicidad.
Más tarde, al anochecer, era realmente hermoso ver a seres de todos los mundos hablarse, sonreírse, entenderse. Y no era menos magnífico oír cómo cantaban, para celebrar el acontecimiento, el Aleluya de Hándel, mientras un olor a mundo feliz se desprendía de todos.
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