El Signo Amarillo,
de R. W. Chambers
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Rompen las olas neblinosas a lo largo de la costa,
Los soles gemelos se hunden tras el lago,
Se prolongan las sombras
En Carcosa.
Extraña es la noche en que surgen estrellas negras,
Y extrañas lunas giran por los cielos,
Pero más extraña todavía es la
Perdida Carcosa.
Los cantos que cantarán las Híades
Donde flamean los andrajos del Rey,
Deben morir inaudibles en la
Penumbrosa Carcosa.
Canto de mi alma, se me ha muerto la voz,
Muere, sin ser cantada, como las lágrimas no derramadas
Se secan y mueren en la
Perdida Carcosa.
El canto de Cassilda en El Rey de Amarillo
Acto 1º, escena 2ª
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I.
QUE COMPRENDE EL CONTENIDO DE UNA CARTA SIN FIRMA ENVIADA
AL AUTOR
-
¡Hay tantas cosas imposibles de explicar! ¿Por qué ciertas notas musicales me recuerdan
los tintes dorados y herrumbrosos del follaje de otoño? ¿Por qué la Misa de Santa
Cecilia hace que mis pensamientos vaguen entre cavernas en cuyas paredes
resplandecen desiguales masas de plata virgen? ¿Qué había en el tumulto y el torbellino
de Broadway a las seis de la tarde que hizo aparecer ante mis ojos la imagen de un
apacible bosque bretón en el que la luz del sol se filtraba a través del follaje de la
primavera y Sylvia se inclinaba a medias con curiosidad y a medias con ternura sobre
una pequeña lagartija verde murmurando: "¡Pensar que esta es una criatura de Dios!"
La primera vez que vi al sereno, estaba de espaldas a mí. Lo miré con indiferencia hasta
que entró a la Iglesia. No le presté más atención que la que hubiera prestado a cualquier
otro que deambulara por el parque de Washington aquella mañana, y cuando cerré la
ventana y volví a mi estudio, ya lo había olvidado. Avanzaba la tarde, como hacía calor,
abrí la ventana nuevamente y me asomé para respirar un poco de aire. Había un hombre
en el atrio de la iglesia y lo observé otra vez con tan poco interés como por la mañana.
Miré la plaza en que jugueteaba el agua de la fuente y luego, llena la cabeza de vagas
impresiones de árboles, de senderos de asfalto y de grupos de niñeras y ociosos
paseantes, me dispuse a volver a mi caballete. Entonces, mi mirada distraída incluyó al
hombre del atrio de la iglesia. Tenía ahora la cara vuelta hacia mí y, con un movimiento
totalmente involuntario, me incliné para vérsela. En el mismo instante levanté la cabeza
y me miró. Me recordó de inmediato a un gusano de ataúd. Qué era lo que me
repugnaba en el hombre, no lo sé, pero la impresión de un grueso gusano blancuzco de
tumba fue tan intensa y nauseabunda que debe de haberle mostrado en mi expresión,
porque apartó su abultada cara con un movimiento que me recordó una larva perturbada
en un nogal.
Volví a mi caballete y le hice señas a la modelo para que reanudara su pose. Después de
trabajar un buen rato, advertí que estaba echando a perder tan de prisa como era posible
lo que había hecho. Cogí una espátula y quité con ella el color. Las tonalidades de la
carne eran amarillentas y enfermizas; no entendía cómo había podido dar unos colores
tan malsanos a un trabajo que había resplandecido antes de salud.
Miré a Tessie. No había cambiado y el claro arrebol de la salud le teñía el cuello y las
mejillas; fruncí el ceño.
-¿He hecho algo malo? -preguntó.
-No... he estropeado este brazo y, no sé cómo pude haber ensuciado de este modo la tela
-le contesté.
-¿No estoy posando mal? -insistió.
-Pues, claro, perfectamente.
-¿No es culpa mía entonces?
-No, es mía.
-Lo siento muchísimo -dijo ella.
Le dije que podía descansar mientras yo aplicaba trapo y aguarrás al sitio corroído de la
tela; ella empezó a fumar un cigarrillo y a hojear las ilustraciones del Courier Français.
No sé si tenía algo el aguarrás o era defecto de la tela, pero cuanto más frotaba, más
parecía extenderse la gangrena. Trabajé como un castor para quitar aquello, pero la
enfermedad parecía extenderse de miembro en miembro de la figura que tenía ante mí.
Alarmado, luché por detenerla, pero ahora el color del pecho cambió y la figura entera
pareció absorber la infección como una esponja absorbe el agua. Apliqué vigorosamente
espátula y aguarrás pensando en la entrevista que tendría con Duval, que me había
vendido la tela. pero pronto advertí que la culpa no era de la tela ni de los colores de
Edward.
"Debe de ser el aguarrás -pensé con enfado- o bien la luz del atardecer ha enturbiado y
confundido tanto mi vista, que no me es posible ver bien."
Llamé a Tessie, la modelo, que vino y se inclinó sobre mi silla llenando el aire con
volutas de humo.
-¿Qué ha estado usted haciendo? -exclamó.
-Nada -gruñí-. Debe de ser el aguarrás.
-¡Qué color más horrible tiene ahora! -prosiguió-. ¿Le parece a usted que mi carne se
parece a un queso Roquefort?
-No, claro que no -dije con enfado-. ¿Me has visto alguna vez pintar de este modo?
-¡Por cierto que no!
-¡Entonces!
-Debe de ser el aguarrás, o algo -admitió.
Se puso una túnica japonesa y se acercó a la ventana. Yo raspé y froté hasta cansarme;
finalmente cogí los pinceles y los hundí en la tela lanzando una gruesa expresión cuyo
tono tan solo llegó a oídos de Tessie.
No obstante, no tardó en exclamar:
-¡Muy bonito! ¡Jure, actúe como un niño y arruine sus pinceles! Lleva tres semanas
trabajando en ese estudio y ahora ¡mire! ¿De qué le sirve desgarrar la tela? ¡Que
criaturas son los artistas!
Me sentí tan avergonzado como de costumbre después de un exabrupto semejante, y
volví contra la pared la tela arruinada. Tessie me ayudó a limpiar los pinceles y luego
marchó bailando a vestirse. Desde detrás del biombo me regaló consejos sobre la
pérdida parcial o total de la paciencia, hasta que creyendo quizá que ya me había
atormentado lo bastante, salió a suplicarme que le abrochara el vestido por la espalda,
donde ella no alcanzaba.
-Todo ha salido mal desde el momento en que volvió de la ventana y me habló del
horrible hombre que vio en el atrio de la iglesia -declaró.
-Sí, probablemente embrujó el cuadro dije bostezando.
Miré el reloj.
-Son más de la seis, lo sé -dijo Tessie arreglándose el sombrero ante el espejo.
-Sí -contesté-. No fue mi intención retenerte tanto tiempo.
Me asomé por la ventana, pero retrocedí con disgusto. El joven de la cara pastosa estaba
todavía en el atrio. Tessie vio mi ademán de desaprobación y se asomó.
-¿Es ese el hombre que le disgusta? -susurró.
Asentí con la cabeza.
-No puedo verle la cara, pero parece gordo y blando. De todas maneras -continuó y se
volvió hacia mí- me recuerda un sueño... un sueño espantoso que tuve una vez. Pero -
musitó mirando sus elegantes zapatos- ¿fue un sueño en realidad?
-¿Cómo puedo yo saberlo? -dije con una sonrisa.
Tessie me sonrió a su vez.
-Usted figuraba en él -dije-, de modo que quizá sepa algo.
-¡Tessie, Tessie! -protesté- ¡No te atrevas a halagarme diciendo que sueñas conmigo!
-Pues lo hice -insistió-. ¿Quiere que se lo cuente?
-Adelante -le contesté encendiendo un cigarrillo.
Tessie se apoyó en el antepecho de la ventana abierta y empezó muy seriamente:
-Fue una noche del invierno pasado. Estaba yo acostada en la cama sin pensar en nada
en particular. Había estado posando para usted y me sentía agotada, no obstante, me era
imposible dormir. Oí a las campanas de la ciudad dar las diez, las once y la medianoche.
Debo de haberme quedado dormida aproximadamente alrededor de las doce, porque no
recuerdo haber escuchado más campanadas. Me parece que apenas había cerrado los
ojos, cuando soñé que algo me impulsaba a ir a la ventana. Me levanté abriendo el
postigo, me asomé. La calle Veinticinco estaba desierta hasta donde alcanzaba mi vista.
Empecé a sentir miedo; todo afuera parecía tan... ¡tan negro e inquietante! Entonces oí
un ruido lejano de ruedas a la distancia, y me pareció corno si aquello que se acercaba
era lo que debía esperar. Las ruedas se aproximaban muy lentamente y por fin pude
distinguir un vehículo que avanzaba por la calle. Se acercaba cada vez más, y cuando
pasó bajo mi ventana me di cuenta que era una carroza fúnebre. Entonces, cuando me
eché a temblar de miedo, el cochero se volvió y me miró. Cuando desperté estaba de pie
frente a la ventana abierta estremecida de frío, pero la carroza empenachada de negro y
su cochero habían desaparecido. Volví a tener ese mismo sueño el pasado mes de marzo
y otra vez desperté junto a la ventana abierta, Anoche tuve el mismo sueño. Recordará
cómo llovía; cuando desperté junto a la ventana abierta tenía el camisón empapado.
-Pero ¿qué relación tengo yo con el sueño? -pregunté.
-Usted... usted estaba en el ataúd; pero no estaba muerto.
-¿En el ataúd?
-Sí.
-¿Cómo lo sabes? ¿Podías verme?
-No; sólo sabía que usted estaba allí.
-¿Habías comido Welsh rarebits o ensalada de langosta? -empecé yo riéndome, pero la
chica me interrumpió con un grito de espanto.
-¡Vaya! ¿Qué sucede? -pregunté al verla retroceder de la ventana.
-El... el hombre de abajo del atrio de la iglesia... es el que conducía la carroza fúnebre.
-Tonterías -dije, pero los ojos de Tessie estaban agrandados por el terror. Me acerqué a
la ventana y miré. El hombre había desaparecido-. Vamos, Tessie -la animé-, no seas
tonta. Has posado demasiado; estás nerviosa.
-¿Cree que podría olvidar esa cara? -murmuró-. Tres veces vi pasar la carroza fúnebre
bajo mi ventana, y tres veces el cochero se volvió y me miró. oh, su cara era tan blanca
y... ¿blanca? Parecía un muerto... como si hubiera muerto mucho tiempo atrás.
Convencí a la muchacha de que se sentara y se bebiera un vaso de Marsala. Luego me
senté junto a ella y traté de aconsejarla.
-Mira, Tessie -dije-, vete al campo por una semana o dos y ya verás como no sueñas
más con carrozas fúnebres. Pasas todo el día posando y cuando llega la noche tienes los
nervios alterados. No puedes seguir a este ritmo. Y después, claro, en lugar de irte a la
cama después de terminado el trabajo, te vas de picnic al parque Sulzer o a El Dorado o
a Coney Island, y cuando vienes aquí a la mañana siguiente te encuentras rendida. No
hubo tal carroza fúnebre. No fue más que un tonto sueño.
La muchacha sonrió débilmente.
-¿Y el hombre del atrio de la iglesia?
-Oh, no es más que un pobre enfermo como tantos.
-Tan cierto como me llamo Tessie Rearden, le juro, señor Scott, que la cara del hombre
de abajo es la cara del que conducía la carroza fúnebre.
-¿Y qué? -dije-. Es un oficio honesto.
-Entonces, ¿cree que sí vi la carroza fúnebre?
-Bueno -dije diplomáticamente-, si realmente la viste, no sería improbable que el
hombre de abajo la condujera. Eso nada tiene de raro,
Tessie se levantó, desenvolvió su perfumado pañuelo y cogiendo un trozo de goma de
mascar anudado en un ángulo, se lo metió en la boca. Luego, después de ponerse los
guantes, me ofreció su mano con un franco:
-Hasta mañana, señor Scott.
Y se marchó.
II
A la mañana siguiente, Thomas, el botones, me trajo el Herald y una noticia. La iglesia
de al lado había sido vendida. Agradecí al cielo por ello. No porque yo siendo católico,
tuviera repugnancia alguna por la congregación vecina, sino porque tenía los nervios
destrozados a causa de un predicador vociferante, cuyas palabras resonaban en la nave
de la iglesia como si fueran pronunciadas en mi casa y que insistía en sus erres con una
persistencia nasal que me revolvía las entrañas. Había además un demonio en forma
humana, un organista que interpretaba los himnos antiguos de una manera muy
persona1. Yo clamaba por la sangre de un ser capaz de tocar la doxología con una
modificación de tonos menores sólo perdonable en un cuarteto de principiantes. Creo
que el ministro era un buen hombre, pero cuando berreaba: "Y el Señorrr dijo a Moisés,
el Señorrr es un hombre de guerrrra; el Señorrr es su nombre. Arrrderá mi irrra y yo te
matarrré con la espada", me preguntaba cuántos siglos de purgatorio serían necesarios
para expiar semejante pecado.
-¿Quien compró la propiedad? -pregunté a Thomas.
-Nadie que yo conozca, señor. Dicen que el caballero que es propietario de los
apartamentos Hamilton estuvo mirándola. Quizás esté por construir más estudios.
Me acerqué a la ventana. El joven de la cara enfermiza estaba junto al portal del atrio;
sólo verlo me produjo la misma abrumadora repugnancia.
-A propósito, Thomas -dije-, ¿quién es ese individuo allá abajo?
Thomas resopló por la nariz.
-¿Ese gusano, señor? Es el Sereno de la iglesia, señor. Me exaspera verlo toda la noche
en la escalinata, mirándolo a uno con aire insultante. Una vez le di un puñetazo en la
cabeza, señor... con su perdón, señor...
-Adelante, Thomas.
-Una noche que volvía a casa con Harry, el otro chico inglés, lo vi sentado allí en la
escalinata. Molly y Jen, las dos chicas de servicio, estaban con nosotros, señor, y él nos
miró de manera tan insultante, que yo voy y le digo: ";Qué está mirando, babosa
hinchada?" Con su perdón, señor, pero eso fue lo que le dije. Entonces él no contestó y
yo le dije: "Ven y verás cómo te aplasto esa cabeza de puddin." Entonces abrí el portal y
entré, pero él no decía nada y seguía mirándome de ese modo insultante. Entonces le di
un puñetazo, pero ¡ajj! tenía la cara tan fría y untuosa que daba asco tocarla.
-¿Qué hizo él entonces? -pregunté con curiosidad.
-¿Él? Nada.
-¿Y tú, Thomas?
El joven se ruborizó turbado y sonrió con incomodidad.
-Señor Scott, yo no soy ningún cobarde y no puedo explicarme por qué eché a correr.
Estuve en el Quinto de Lanceros, señor, corneta en Te-el-Kebir y me han disparado a
menudo.
-¿Quieres decir que huiste?
-Sí, señor, eso hice.
-¿Por qué?
-Eso es lo que yo quisiera saber, señor. Agarré a Molly del brazo y eché a correr, y los
demás estaban tan asustados como yo.
-Pero ¿de qué tenían miedo?
Thomas rehusó contestar de momento, pero el repulsivo joven de abajo había
despertado tanto mi curiosidad, que insistí. Tres años de estadía en América no sólo
habían modificado el dialecto cockney25 de Thomas, sino que le habían inculcado el
temor americano al ridículo.
-No va usted a creerme, señor Scott.
-Sí, te creeré.
-¿No va a reírse de mí, señor?
-¡Tonterías!
Vaciló.
-Bien señor, tan verdad como que hay Dios lo golpeé, él me agarró de las muñecas, y
cuando le retorcí uno de los puños blandos y untuosos, me quedé con uno de sus dedos
en la mano.
Toda la repugnancia y el horror que había en la cara de Thomas debieron de haberse
reflejado en la mía, porque agregó:
-Es espantoso. Ahora cuando lo veo, me alejo. Me pone enfermo.
Cuando Thomas se hubo marchado, me acerqué a la ventana. El hombre estaba junto al
enrejado de la iglesia con las manos en el portal, pero retrocedí con prisa a mi caballete,
descompuesto y horrorizado. Le faltaba el dedo medio de la mano derecha.
25 Todo lo que dice Thomas está representado fonéticamente en inglés. Es imposible, por supuesto,
reproducirlo en castellano. (N. del T.)
A las nueve apareció Tessie y desapareció tras el biombo con un alegre "Buenos días,
señor Scott". Cuando reapareció y adoptó su pose sobre la tarima, empecé para su
deleite una tela nueva. Mientras trabajé en el dibujo, permaneció en silencio, pero no
bien cesó el rasguido de la carbonilla y cogí el fijador, comenzó a charlar.
-¡Pasamos un momento tan agradable anoche! Fuimos a Tony Pastor's.
-¿Quienes?
-Oh, Maggie, ya sabe usted, la modelo del señor Whyte, y Rosi McCormick -la
llamamos Rosi porque tiene esos hermosos cabellos rojos que gustan tanto a los artistasy
Lizzie Burke.
Rocié la tela con el fijador y dije:
-Bien, continúa.
-Vimos, a Kelly y a Baby Barnes, la bailarina y... a todo el resto. Hice una conquista.
-¿Entonces me has traicionado, Tessie?
Ella se echó a reír y sacudió la cabeza.
-Es Ed Burke, el hermano de Lizzie. Un perfecto caballero.
Me sentí obligado a darle algunos consejos paternales acerca de las conquistas, que ella
recibió con sonrisa radiante.
-Oh, sé cuidarme de una conquista desconocida -dijo examinando su goma de mascar-
,pero Ed es diferente. Lizzie es mi mejor amiga.
Entonces contó que Ed había vuelto de la fábrica de calcetines de Lowell,
Massachusetts, y que se había encontrado con que ella y Lizzie ya no eran unas niñas, y
que era un joven perfecto que no tenía el menor inconveniente en gastarse medio dólar
para invitarlas con helados y ostras a fin de festejar su comienzo como dcpendiente en
el departamento de lanas de Macy's. Antes que terminara, yo había empezado a pintar, y
adoptó nuevamente su pose sonriendo y parloteando como un gorrión. Al mediodía ya
tenía el estudio bien limpio y Tessie se acercó a mirarlo.
-Eso está mejor -dijo.
También yo lo pensaba así y comí con la íntima satisfacción de que todo iba bien.
Tessie puso su comida en una mesa de dibujo frente a mí y bebimos clarete de la misma
botella y encendimos nuestros cigarrillos con la misma cerilla. Yo le tenía mucho apego
a Tessie. De una niña frágil y desmañada, la había visto convertirse en una mujer
esbelta y exquisitamente formada. Había posado para mí durante los tres últimos años y
de todas mis modelos ella era la favorita. Me habría afligido mucho, en verdad, que se
vulgarizara o se volviera una fulana, como suele decirse, pero jamás advertí el menor
deterioro en su conducta y sentía en el fondo que ella era una buena chica. Nunca
discutíamos de moral, y no tenía intención de hacerlo, en parte porque yo no tenía muy
en cuenta a la moral, pero también porque sabía que ella haría lo que le gustara muy a
mi pesar. No obstante, esperaba de todo corazón que no se viera envuelta en
dificultades, porque deseaba su bien y también por el egoísta motivo de no perder a la
mejor de mis modelos. Sabía que una conquista, como la había llamado Tessie, no
significaba nada para chicas como ella, y que tales cosas en América no se asemejan en
nada a las mismas cosas en París. No obstante, yo había vivido con los ojos bien
abiertos y sabía que alguien se llevaría algún día a Tessie de un modo u otro, y aunque
por mi parte consideraba que el matrimonio era un disparate, esperaba sinceramente,
que en este caso había un sacerdote al final de la aventura. Soy católico. Cuando oigo
misa solemne, cuando me persigno, siento que todo, con inclusión de mí mismo, se
encuentra más animado, y cuando me confieso, me siento bien. Un hombre que vive tan
solo como yo, debe confesarse con alguien. Claro que Sylvia, era católica, y ese era
motivo suficiente para mí. Pero estaba hablando de Tessie, lo que es muy diferente.
Tessie también era católica y mucho más devota que yo, de modo que, teniendo todo
esto en cuenta, no había mucho que temer por mi bonita modelo mientras no se
enamorase. Pero entonces sabía que sólo el destino decidiría su futuro, y rezaba
internamente por que ese destino la mantuviera alejada de hombres como yo y que
pusiera en su camino muchachos como Ed Burker y Jimmy McCormick. ¡Dios bendiga
su dulce rostro!
Tessie estaba sentada lanzando anillos de humo que ascendían al cielo raso y haciendo
tintinear el hielo en su vaso.
-¿Sabes, Chavala, que también yo tuve un sueño anoche?
La observé. A veces la llamaba "la Chavala".
-No habrá sido ese hombre -dijo riendo.
-Exacto. Un sueño parecido al tuyo, sólo que mucho peor.
Fue tonto e irreflexivo de mi parte decirlo, pero ya se sabe el poco tacto que tienen los
pintores por lo general.
-Debo de haberme quedado dormido poco más o menos a las diez -proseguí-, y al cabo
de un rato soñé que me despertaba. Tan claramente oí las campanas de la medianoche,
el viento en las ramas de los árboles y la sirena de los vapores en la bahía, que incluso
ahora me es difícil creer que no estaba despierto. Me parecía yacer en una caja con
cubierta de cristal. Veía débilmente las lámparas de la calle por donde pasaba, pues
debo decirte, Tessie, que la caja en la que estaba tendido parecía encontrarse en un
carruaje acojinado en el que iba sacudiéndome por una calle empedrada. Al cabo de un
rato me impacienté e intenté moverme, pero la caja era demasiado estrecha. Tenía las
manos cruzadas en el pecho, de modo que no me era posible levantarlas para aliviarme.
Escuché y, luego, intenté llamar. Había perdido la voz. Podía oír los cascos de los
caballos uncidos al coche e incluso la respiración del conductor. Entonces otro ruido
irrumpió en mis oídos, como el abrir de una ventana. Me las compuse para ladear la
cabeza un tanto, y descubrí que podía ver, no sólo a través del cristal que cubría la caja,
sino también a través de los paneles de cristal a los lados del carruaje. Vi casas. Vi
casas, vacías y silenciosas, sin vida ni luz en ninguna de ellas, excepto en una. En esa
casa había una ventana abierta en el primer piso, y una figura toda de blanco miraba a la
calle. Eras tú.
Tessie había apartado su cara de mí y se apoyaba en la mesa sobre el codo.
-Pude verte la cara proseguí- que me pareció muy angustiada. Luego seguimos viaje y
doblamos por una estrecha y negra calleja. De pronto los caballos se detuvieron. Esperé
y esperé, cerrando los ojos con miedo e impaciencia, pero todo estaba silencioso como
una tumba. Al cabo de lo que me parecieron horas, empecé a sentirme incómodo. La
sensación de que algo se acercaba hizo que abriera los ojos. Entonces vi la cara del
cochero de la carroza fúnebre que me miraba a través de la cubierta del ataúd...
Un sollozo de Tessie me interrumpió. Estaba temblando como una hoja. Vi que me
había comportado como un asno e intenté reparar el daño.
-¡Vaya, Tess -dije- Sólo te lo conté para mostrarte la influencia de tu historia en los
sueños de los demás. No pensarás realmente que estoy tendido en un ataúd ¿no es
cierto? ¿Por qué estás temblando? ¿No te das cuenta de que tu sueño y la irrazonable
repugnancia que me produce ese inofensivo sereno de la iglesia pusieron sencillamente
en marcha mi cerebro no bien me quedé dormido?
Puso la cabeza entre sus brazos y sollozó como si fuera a rompérsele el corazón. Me
había portado como un imbécil. Pero estaba por superar mi propio récord. Me le acerqué
y la rodeé con el brazo.
-Tessie, querida, perdóname -dije-; no tendría que haberce asustado con semejantes
tonterías. Eres una chica demasiado atinada, demasiado buena católica corno para creer
en sueños.
Su mano se puso en la mía y su cabeza cayó sobre mi hombro, pero todavía temblaba;
yo la acariciaba y la consolaba.
-Vamos, Tess, abre los ojos y sonríe.
Sus ojos se abrieron con un lánguido lento movimiento y se encontraron con los míos,
pero su expresión era tan extraña que me apresuré a reanimarla otra vez.
-Fue una patraña, Tessie, no creerás que todo esto podrá acarrearte algún mal.
-No -dijo, pero sus labios escarlatas se estremecieron.
-¿Qué sucede, entonces? ¿Tienes miedo?
-Sí, pero no por mi.
-¿Por mí, entonces? -pregunté alegremente.
-Por usted -murmuró en voz casi inaudible-. Yo... yo lo quiero a usted.
En un principio me eché a reír, pero cuando comprendí lo que decía, un
estremecimiento me atravesó el cuerpo y me quedé sentado como de piedra. Esta era la
culminación de las tonterías que llevaba cometidas. En el momento que transcurrió
entre su réplica y mi contestación, pensé en mil respuestas a esa inocente confesión.
Podía desecharla con una sonrisa, podía hacerme el desentendido y decirle que me
encontraba muy bien de salud, podía manifestarle con sencillez que era imposible que
ella me amase. Pero mi reacción fue más veloz que mis pensamientos, y cuando quise
darme cuenta ya era demasiado tarde, porque la había besado en la boca.
Aquella noche fui a dar mi paseo habitual por el parque de Washington pensando en los
acontecimientos del día. Me había comprometido a fondo. No podía echarme atrás
ahora, y miré de frente a mi futuro. Yo no era bueno, ni siquiera escrupuloso, pero no
tenía intención de engañarme a mí mismo o a Tessie. La única pasión de mi vida yacía
sepultada en los soleados bosques de Bretaña. ¿Estaba sepultado para siempre? La
Esperanza clamaba: "¡No!" Durante tres años había esperado el ruido de unos pasos en
mi umbral. ¿Sylvia se había olvidado? "¡No!" clamaba la Esperanza.
Dije que no era bueno. Eso es verdad, pero con todo no era exactamente el villano de la
ópera cómica. Había llevado una vida fácil y atolondrada, recibiendo de buen grado el
placer que se me ofrecía, deplorando, a veces lamentando con amargura, las
consecuencias. Sólo una cosa, con excepción de mi pintura, tomaba en serio, y aquello
yacía ocultado, si no perdido, en los bosques bretones.
Era demasiado tarde ahora para lamentar lo ocurrido en el día. Tanto si fue lástima,
como si fue la súbita ternura que produce el dolor o el más brutal instinto de la voluntad
satisfecha, daba igual ahora, y a no ser que deseara dañar a un corazón inocente, tenía la
senda trazada ante mí. El fuego y la intensidad, la profundidad de la pasión de un amor
que ni siquiera había sospechado, a pesar de la experiencia que creía tener del mundo,
no me dejaban otra alternativa que corresponderle o apartarla de mi lado. No se si me
acordaba producir dolor en los demás o si hay algo en mí de lóbrego puritano, pero lo
cierto es que me repugnaba negar la responsabilidad por ese irreflexible beso, y de
hecho no tuve tiempo de hacerlo antes que se abriesen las puertas de su corazón y la
marejada se expandiera. Otros que habitualmente cumplen con su deber y encuentran
una sombría satisfacción en hacer de sí mismos y de los demás unos desdichados, quizá
habrían resistido. Yo no. No me atreví. Después de amainada la tormenta, le dije que
más le habría valido amar a Ed Burke y llevar un sencillo anillo de oro, pero no quiso
escucharme siquiera, y pensé que mientras hubiera decidido amar a alguien con quien
no podía casarse, era preferible que fuera yo. Yo, al menos, podría tratarla con
inteligente afecto, y cuando ella se cansara de su pasión, no saldría de ella mal parada.
Porque yo estaba decidido en cuanto a eso, aunque sabía lo difícil que resultaría.
Recordaba el final habitual de las relaciones platónicas y cuánto me disgustaba oír de
ellas. Sabía que iniciaba una gran empresa para alguien tan falto de escrúpulos como yo,
y temía el futuro, pero ni por un momento dudé de que ella estaría segura conmigo. Si
se hubiera tratado de cualquier otra, no me habría dejado atormentar por escrúpulos.
Pero ni se me ocurría la posibilidad de sacrificar a Tessie como lo habría hecho con una
mujer de mundo. Miraba el porvenir directamente a la cara y veía los varios probables
finales del asunto. Terminaría ella por cansarse de mí, o llegaría a ser tan desdichada
que tendría que desposarla o abandonarla. Si nos casábamos, seríamos desdichados. Yo
con una mujer inapropiada para mí, ella con un marido inapropiado para cualquier
mujer. Porque mi vida pasada no me calificaba para el matrimonio. Si la abandonaba,
quizá caería enferma, pero se recuperaría y acabaría casándose con algún Ed Burke,
pero, precipitada o deliberadamente, podía cometer una tontería. Por otra parte, si se
cansaba de mí, toda su vida se desplegaría ante ella con maravillosas visiones de Eddie
Burke, anillos de boda, gemelos, pisos en Harlem y el Cielo sabe que más. Mientras me
paseaha entre los árboles vecinos al Arco de Washington, decidí que de cualquier modo
ella encontraría a un sólido amigo en mí, y que el futuro se cuidara de sí mismo. Luego
entré en la casa y me puse el traje de noche, porque la nota ligeramente perfumada que
habla sobre mi tocador decía: "Tenga un coche pronto a la entrada de los artistas a las
once", y estaba firmada "Edith Carmichel, Teatro Metropolitan, 19 de junio de 189-."
Esa noche cené o, más bien cenamos la señorita Carmichel y yo, en el Solari y el alba
empezaba a dorar la cruz de la iglesia Memorial cuando entré en el parque de
Washington después de haber dejado a Edith en Brunswick. No había un alma en el
parque cuando pasé entre los árboles y cogí el sendero que va de la estatua de Garibaldi
al edificio de los apartamentos Hamilton, pero al pasar junto al atrio de la iglesia vi una
figura sentada en la escalinata de piedra. A pesar mío, me estremecí al ver la hinchada
cara blancuzca y apresuré el paso. Entonces dijo algo que pudo haberme estado dirigido
o quizá sólo estuviera musitando para sí, pero que semejante individuo se dirigiera a mí
me puso súbitamente furioso. Por un instante me dieron ganas de girar sobre los talones
y aplastarle la cabeza con el bastón, pero seguí andando, entré en el Hamilton y fui a mi
apartamento. Por algún tiempo di vueltas en la cama intentando librarme de su voz, pero
no me fue posible. Ese murmullo me llenaba la cabeza como el denso humo aceitoso de
una cuba donde se cuece grasa o la nociva fetidez de la podredumbre. Y mientras me
revolvía en mi lecho, la voz en mis oídos parecía más clara y distante, y empecé a
entender las palabras que había murmurado. Me llegaban lentamente, como si las
hubiera olvidado y por fin pudiera comprender su sentido. Había articulado:
-¿Has encontrado el Signo Amarillo?
-¿Has encontrado el Signo Amarillo?
-¿Has encontrado el Signo Amarillo?
Estaba furioso. ¿Qué había querido decir con eso? Luego, dirigiéndole una maldición,
cambié de postura, y me quedé dormido, pero cuando más tarde desperté estaba pálido y
ojeroso, porque había vuelto a soñar lo mismo de la noche pasada y me turbaba más de
lo que quería confesarme.
Me vestí y bajé al estudio. Tessie estaba sentada junto a la ventana. Cuando yo entré se
puso de pie y me rodeó el cuello con los brazos para darme un beso inocente. Tenía un
aspecto tan dulce y delicado que la volví a besar y luego me fui a sentar frente al
caballete.
-¡Vaya! ¿Dónde está el estudio que empecé ayer?
Tessie parecía confusa, pero no respondió. Comencé a buscar entre pilas de telas
mientras le decía:
-Apresúrate, Tess, y prepárate; debemos aprovechar la luz de la mañana.
Cuando por fin abandoné la búsqueda entre las otras telas y me volví para registrar el
cuarto, vi que Tessie estaba de pie junto al biombo con las ropas todavía puestas.
-¿Qué sucede? -le pregunté-. ¿No te sientes bien?
-Sí.
-Apresúrate, entonces.
-¿Quiere que pose como... como he posado siempre?
Entonces comprendí. Se presentaba una nueva complicación. Había perdido, por
supuesto, a la mejor modelo de desnudo que había conocido nunca. Miré a Tessie. Tenía
el rostro escarlata. ¡Ay! ¡Ay! Habíamos comido el fruto del árbol del conocimiento y el
Edén y la inocencia original ya eran sueños del pasado... quiere decir, para ella.
Supongo que notó la desilusión en mi cara, porque dijo:
-Posaré, si lo desea. El estudio está detrás del biombo. He sido yo quien lo ha puesto
allí.
-No -le dije-, empezaremos algo nuevo.
Y fui a mi armario y elegí un vestido morisco resplandeciente de lentejuelas. Era un
traje auténtico y Tessie se retiró tras el biombo encantada con él. Cuando salió otra vez,
quedé atónito. Sus largos cabellos negros estaban sujetos en su frente por una diadema
de turquesas y los extremos llegaban rizados hasta la faja resplandeciente. Tenía los pies
calzados en unas bordadas babuchas puntiagudas, y la falda del vestido, curiosamente
recamada de arabescos de plata, le caía hasta los tobillos. El profundo azul metálico del
chaleco bordado en plata y la chaquetilla morisca en la que estaban cosidas refulgentes
turquesas, le sentaban maravillosamente. Avanzó hacia mí y levanté la cabeza sonriente.
Deslicé la mano en el bolsillo, saqué una cadena de oro con una cruz y se la coloqué en
la cabeza.
-Es tuya, Tessie.
-¿Mía? -balbució.
-Tuya. Ahora ve y posa.
Entonces, con una sonrisa radiante, corrió tras el biombo y reapareció en seguida con
una cajita en la que estaba escrito mi nombre.
-Tenía intención de dársela esta noche antes de irme a casa-dijo-, pero ya no puedo
esperar.
Abrí la caja. Sobre el rosado algodón, había un broche de ónix negro en el que estaba
incrustado un curioso símbolo o letra de oro. No era arábigo ni chino, ni como pude
comprobar después no pertenecía a ninguna de las escrituras humanas.
-Es todo lo que tengo para darle como recuerdo.
Me sentí molesto, pero le dije que lo tendría en alta estima y le prometí llevarlo
siempre. Ella me lo sujetó en la chaqueta, bajo la solapa.
-¡Qué tontería, Tess, comprar algo tan bello! -le dije.
-No lo he comprado -dijo riendo.
-¿De dónde lo has sacado?
Entonces me contó que lo había encontrado un día al volver del acuario de la Batería y
que había hecho publicar un aviso en los periódicos y que por fin perdió las esperanzas
de encontrar al propietario del broche.
-Fue el invierno pasado -dije-, el mismo día en que tuve por primera vez ese horrible
sueño de la carroza fúnebre.
Recordé el sueño que había tenido la pasada noche, pero no dije nada, y en seguida la
carbonilla empezó a revolotear sobre la nueva tela, y Tessie permaneció inmovil en la
tarima.
III
El día siguiente fue desastroso para mí. Mientras trasladaba una tela enmarcada de un
caballete a otro, mis pies resbalaron en el suelo encerado y caí pesadamente sobre
ambas muñecas. Tan grave fue la luxación sufrida que resultó inútil intentar sostener el
pincel, examinando dibujos y esbozos inacabados hasta que, ya desesperado me senté a
fumar y a girar los pulgares con fastidio. La lluvia que azotaba los cristales y
tamborileaba sobre el techo de la iglesia me produjo un ataque de nervios con su
interminable repiqueteo. Tessie cosía sentada junto a la ventana, y de vez en cuando
levantaba la cabeza y me miraba con una compasión tan inocente, que empecé a
avergonzarme de mi irritación y miré a mi alrededor en busca de algo en qué ocuparme.
Había leído todos los periódicos y todos los libros de la biblioteca, pero por hacer algo
me dirigí a la librería y la abrí con el codo. Conocía cada volumen por el color y los
examiné a todos pasando lentamente junto a la librería y silbando para animarme el
espíritu. Estaba por volverme para ir al comedor, cuando me sorprendió un libro
encuadernado en amarillo en un rincón de la repisa más alta de la última biblioteca. No
lo recordaba y desde el suelo no alzaba a descifrar las pálidas letras sobre el lomo, de
modo que fui a la sala de fumar y llamé a Tessie. Ella vino del estudio y se encaramó
para alcanzar el libro
-¿Qué es? -le pregunté.
-El Rey de Amarillo.
Quedé estupefacto. ¿Quién lo había puesto allí? ¿Cómo había ido a parar a mis
aposentos? Hacía ya mucho que había decidido no abrir jamás ese libro, y nada en la
tierra podría haberme persuadido a comprarlo. Temiendo que la curiosidad me tentara a
abrirlo, ni siquiera lo había mirado nunca en las librerías. Si alguna vez experimenté la
curiosidad de leerlo, la espantosa tragedia del joven Castaigne, a quien yo había
conocido, me disuadió de enfrentarme con sus malignas páginas. Siempre me negué a
escuchar su descripción y, en verdad, nadie se aventuró nunca a comentar en alta voz la
segunda parte, de modo que no tenía conocimiento en absoluto de lo que podrían revelar
esas páginas. Me quedé mirando fijamente la ponzoñosa encuadernación amarilla como
habría mirado a una serpiente.
-No lo toques, Tessie -dije-. Baja de ahí.
Por supuesto, mi admonición bastó para despertar su curiosidad y antes que pudiera
impedírselo cogió el libro y, con una carcajada, se fue bailando al estudio con él. La
llamé, pero ella se alejó dirigiendo una torturadora sonrisa a mis imponentes manos y yo
la seguí con cierta impaciencia.
-¡Tessie! -grité entrando en la biblioteca-, escucha, hablo en serio. Deja ese libro. ¡No
quiero que lo abras!
La biblioteca estaba vacía. Fui a ambas salas, luego los dormitorios, a la lavandería, la
cocina y, finalmente, volví a la biblioteca donde inicié un registro sistemático. Se había
acurrucado, pálida, y silenciosa, junto a la ventana reticulada del cuarto del almacenaje
de arriba. A primera vista me di cuenta que su necedad había sido castigada. El Rey de
Amarillo estaba a sus pies, pero el libro estaba abierto en la segunda parte. Miré a Tessie
y vi que era demasiado tarde. Había abierto El Rey de Amarillo. Entonces la tomé de la
mano y la conduje al estudio. Parecía obnubilada, y cuando le dije que se tendiera en el
sofá me obedeció sin decir palabra. Al cabo de un rato sus ojos se cerraron y la
respiración se le hizo regular y profunda, pero no me fue posible descubrir si dormía o
no. Durante largo rato me quedé sentado en silencio junto a ella, en el cuarto de
almacenaje jamás frecuentado, cogí el libro amarillo con la mano menos herida. Parecía
pesado como el plomo, pero lo llevé al estudio otra vez y sentándome en la alfombra
junto al sofá, lo abrí y lo leí desde el principio al fin.
Cuando debilitado por el exceso de las emociones, dejé caer el volumen y me recosté
fatigado contra el sofá, Tessie abrió los ojos y me miró.
Habíamos estado hablando cierto tiempo con opacada y monótona tensión cuando
advertí que estábamos comentando El Rey de Amarillo. ¡Oh, qué pecado, haber escrito
semejantes palabras... palabras que son claras como el cristal, límpidas y musicales
como una fuente burbujeante, palabras que resplandecen y refulgen como los diamantes
envenenados de los Medicis! ¡Oh, la malignidad, la condenación más allá de toda
esperanza de un alma capaz de fascinar y paralizar a criaturas humanas con tales
palabras! Palabras que comprenden el ignorante y el sabio por igual, palabras más
preciosas que joyas, más apaciguadoras que la música celestial, más espantosas que la
muerte misma.
Seguimos hablando sin prestar atención a las sombras que se espesaban, y ella me
estaba rogando que me deshiciera del broche de ónix negro en que estaba curiosamente
incrustado lo que, ahora lo sabíamos, era el Signo Amarillo. Nunca sabré por qué me
negué a hacerlo, aunque en esta hora, aquí, en mi habitación, mientras escribo esta
confesión, me gustaría saber qué me impidió arrancar el Signo Amarillo de mi pecho y
arrojarlo al fuego. Estoy seguro de que deseaba hacerlo, pero Tessie me lo imploró en
vano. Cayó la noche y transcurrieron las horas, pero aún seguíamos hablando quedo del
Rey y la Máscara Pálida, y la medianoche sonó en los chapiteles brumosos de la ciudad
hundida en la niebla. Hablamos de Hastur y Cassilda mientras afuera la niebla rozaba
los ciegos paneles de las ventanas como el oleaje de las nubes avanzaba y se rompía
sobre las costas de Hali.
La casa estaba ahora acallada y ni el menor sonido de las calles brumosas quebrantaba
el silencio. Tessie yacía entre cojines, su rostro era una mancha gris en la penumbra,
pero tenía sus manos apretadas en las mías y yo sabía que ella sabía y que leía mis
pensamientos como yo los suyos, porque habíamos comprendido el misterio de las
Híadas y ante nosotros se alzaba el Fantasma de la Verdad. Entonces, mientras nos
respondíamos el uno a la otra, velozmente, en silencio, pensamiento tras pensamiento,
las sombras se agitaron en la penumbra que nos rodeaba y a lo lejos en las calles
distantes oímos un sonido. Cada vez más cerca, se escuchó el lóbrego crujido de ruedas,
cada vez más cerca todavía, y ahora cesó afuera, ante la puerta. Me arrastré hasta la
ventana y vi una carroza fúnebre empenachada de negro. El portal, abajo, se abrió y se
volvió a cerrar; me arrastré temblando hasta la puerta y le eché la llave, pero no había
candado ni cerradura que pudiera impedir el paso de la criatura que venía en busca del
Signo Amarillo. Y ahora la oía avanzar muy lentamente por el vestíbulo. Y ahora estaba
a la puerta y los candados se pudrieron a su tacto. Ahora había entrado. Con ojos que se
me saltaban de las órbitas trate de escudriñar en la oscuridad, pero cuando entró en el
cuarto, no la vi. Sólo cuando la sentí envolverme en su frío abrazo blando grité y luché
con furia mortal, pero tenía las manos inutilizadas y me arrancó el broche de el ónix de
la chaqueta y me golpeó en plena cara. Entonces, al caer, oí el grito leve de Tessie y su
espíritu voló al encuentro de Dios, y mientras caía deseé poder seguirla, porque sabía
que el Rey de Amarillo había abierto su andrajoso manto y ahora sólo era posible
implorar ante Cristo.
Podría decir más, pero al mundo no le serviría de nada. En cuanto a mí, estoy más allá
de toda ayuda o esperanza humanas. Mientras yazgo aquí escribiendo, sin preocuparme
de si moriré o no, antes de terminar, veo al doctor que recoge sus polvos y frascos con
un vago ademán dirigido al buen cura que tengo junto a mí; entonces comprendo.
Sentirán curiosidad por conocer los detalles de la tragedia... ésos del mundo exterior que
escriben libros e imprimen millones de periódicos, pero no escribiré ya más, y el padre
confesor sellará mis últimas palabras con el sello sagrado cuando su santo oficio haya
sido cumplido. Los del mundo exterior podrán enviar a sus vástagos a hogares
desdichados o casas visitadas por la muerte, y sus periódicos se cebarán en la sangre y
las lágrimas, pero en mi caso sus espías tendrán que detenerse ante el confesionario.
Saben que Tessie ha muerto y que yo agonizo. Saben que la gente de la casa, alarmada
por un grito infernal, se precipitó a mi cuarto y encontró a un vivo y dos muertos; pero
no saben lo que voy a decir ahora; no saben que el médico dijo señalando un horrible
bulto descompuesto que yacía en el suelo... el lívido cadáver del sereno de la iglesia:
-No tengo teoría alguna, ninguna explicación. ¡Este hombre debe de haber muerto hace
meses!
Creo que me muero. Desearía que el cura...
1 comentario:
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