HISTORIA DEL JOVEN COJO CON EL BARBERO DE BAGDAD
(Contada por el colo y repetida por el sastre)
“Sabed, ¡oh todos los aquí presentes! que mi padre era uno de los principales mercaderes de Bagdad, y
por voluntad de Alah fui su único hijo. Mi padre, aunque muy rico y estimado por toda la población, llevaba
en su casa una vida pacífica, tranquila y llena de reposo. Y en ella me educó, y cuando llegué a la
edad de hombre me dejó todas sus riquezas, puso bajo mi mando a todos sus servidores y a toda la familia,
y murió en la misericordia de Alah, a quién fue a dar cuenta de la deuda de su vida. Yo seguí, como antes,
viviendo con holgura, poniéndome los trajes más suntuosos y comiendo los manjares más exquisitos. Pero
he de deciros que Alah, Omnipotente y Gloriosísimo, había infundido en mi corazón el horror a la mujer y
a todas las mujeres, de tal modo, que sólo verlas me producía sufrimiento y agravio. Vivía, pues, sin ocuparme
de ellas, pero muy feliz y sin desear cosa alguna.
Un día entre los días, iba yo por una de las calles de Bagdad, cuando vi venir hacia mí un grupo numeroso
de mujeres. En seguida, para librarme de ellas, emprendí rápidamente la fuga y me metí en una calleja
sin salida. Y en el fondo de esta calle había un banco, en el cual me senté a descansar.
Y cuando estaba sentado se abrió frente a mí una celosía, y aparecio en ella una joven con una regadera
en la mano, y se puso a regar las flores de unas macetas que había en el alféizar de la ventana.
¡Oh mis señores! He de deciros que al ver á esta joven sentí nacer en mí algo que en mi vida había sentido.
Así es que en aquel mismo instante mi corazón quedó hechizado y completamente cautivo, mi cabeza y
mis pensamientos no se ocuparon más que de aquella joven, y todo mi pasado horror a las mujeres se transformó
en un deseo abrasador. Pero ella, en cuanto hubo regado las plantas, miró distraídamente a la izquierda
y luego a la derecha, y al verme me dirigió una larga mirada que me sacó por completo el alma del
cuerpo. Después cerró la celosía y desapareció. Y por más que la estuve esperando hasta la puesta del sol,
no volvió a aparecer. Y yo parecía un sonámbulo o un ser que ya no pertenece a este mundo.
Mientras seguía sentado de tal suerte, he aquí que llegó y bajó de su mula, a la puerta de la casa; el kadí
de la ciudad, precedido de sus negros y seguido de sus criados. El kadí entró en la misma casa en cuya
ventana había yo visto a la joven, y comprendí que debía ser su padre.
Entonces volví a mi casa en un estado deplorable, lleno de pesar y de zozobra, y me dejé caer en el lecho.
Y en seguida se me acercaron todas las mujeres de la casa, mis parientes y servidores, y se sentaron a mi alrededor
y empezaron a importunarme acerca de la causa de mi mal. Y como nada quería decirles sobre
aquel asunto, no les contesté palabra. Pero de tal modo fue aumentando mi pena de día en día, que caí gravemente
enfermo y me vi muy atendido y muy visitado por mis amigos y parientes.
Y he aquí que uno de los días vi entrar en mi casa a una vieja, que en vez de gemir y compadecerse, se
sentó a la cabecera del lecho y empezó a decirme palabras cariñosas para calmarme. Después me miró, me
examinó atentamente, pidió a mi servidumbre que me dejaran solo con ella. Entonces me dijo: “Hijo mío,
sé la causa de tu enfermedad, pero necesito, que me des pormenores.” Y yo le comuniqué en confianza todas
las particularidades del asunto, y me contestó: “Efectivamente, hijo mío, esa es la hija del kadí de Bagdad
y aquella casa es ciertamente su casa. Pero sabe que el kadí no vive en el mismo piso que su hija, sino
en el de abajo. Y de todos modos, aunque la joven vive sola, está vigiladísima y bien guardada. Pero sabe
también que yo voy mucho a esa casa, pues soy amiga de esa joven, y puedes estar seguro de que no has de
lograr lo que deseas más que por mi mediación. ¡Anímate, pues, y ten alientos!”
Estas palabras me armaron de firmeza, y en seguida me levanté y me sentí el cuerpo ágil y recuparada la
salud. Y al ver esto, se alegraron todos mis parientes. Y entonces la anciana se marchó, prometiéndome
volver al día siguiente para darme cuenta de la entrevista que iba a tener con la hija del kadí de Bagdad.
Y en efecto, volvió al día siguiente. Pero apenas le vi la cara, comprendí que no traía buenas noticias. Y
la vieja me dijo: “Hijo mío, no me preguntes lo que acaba de suceder. Todavía estoy trastornada. Figúrate
que en cuanto le dije al oído el objeto de mi visita, se puso de pie y me replicó muy airada: “Malhadada
vieja, si no te callas en el acto y no desistes de tus vergonzosas proposiciones, te mandaré castigar como
mereces.” Entonces, hijo mío, ya no dije nada; pero me propongo intentarlo por segunda vez. No se dirá
que he fracasado en estos empeños, en los que soy más experta que nadie.” Después me dejó y se fue.
Pero yo volví a caer enfermo con mayor gravedad, y dejé de comer y beber.
Sin embargo, la vieja, como me había ofrecido, volvió a mi casa a los pocos días, y su cara resplandecía,
y me dijo sonriendo: “Vamos, hijo, ¡dame albricias por las buenas nuevas que te traigo!” Y al oírlo, sentí
tal alegría que me volvió el alma al cuerpo, y dije enseguida a la anciana: “Ciertamente, buena madre, te
deberé el mayor beneficio.” Entonces ella me dijo: “Volví ayer a casa de la joven. Y cuando me vio muy
triste y abatida y con los ojos arrasados en lágrimas, me preguntó: ¡Oh mísera! ¿por qué está tan oprimido
tu pecho? ¿Qué te pasa?” Entonces se aumentó mi llanto, y le dije: “¡Oh hija mía y señora! ¿no recuerdas
que vine a hablarte de un joven apasionadamente prendado en tus encantos? Pues bien: hoy está para morirse
por culpa tuya.” Y ella, con el corazón lleno de lástima, y muy enternecida, preguntó: “¿Pero quién es
ese joven de que me hablas?” Y yo le dije: “Es mi propio hijo, el fruto de mis entrañas. Te vio hace algunos
días, cuando estabas reganda las flores, y pudo admirar un momento los encantos de tu cara, y él, que hasta
ese momento no quería ver ninguna mujer y se horrorizaba de tratar con ellas, está loco de amor por ti. Por
eso, cuando le conté la mala acogida que me hiciste, recayó gravemente en su enfermedad. Y ahora acabo
de dejarle tendido en los almohadones de su lecho, a punto de rendir el último suspiro al Creador. Y me
temo que no haya esperanza de salvación para él.” A estas palabras palideció la joven, y me dijo: “¿Y todo
eso es por causa mía?” Yo le contesté: “¡Por Alah, que así es! ¿Pero qué piensas hacer ahora? Soy tu sierva,
y pondré tus órdenes sobre mi cabeza y sobre mis ojos.” Y la joven: me dijo: “Ve enseguida a su casa, y
transmítele de mi parte el saludo, y dile que me causa mucho dolor su pena. Y en seguida le dirás que mañana
viernes, antes de la plegaria, le aguardo aquí. Que venga a casa, y ya diré a mi gente que le abran la
puerta, y le haré subir a mi aposento, y pasaremos juntos toda una hora. Pero tendrá que marcharse antes de
que mi padre vuelva de la oración.”
Oídas las palabras de la anciana, sentí que recobraba las fuerzas y que se desvanecían todos mis padecimientos
y descansaba mi corazón. Y saqué del ropón una bolsa repleta de dinares y rogué a la anciana
que le aceptase: Y la vieja me dijo: “Ahora reanima tu corazón y ponte alegre.” Y yo le contesté: “En verdad
que se acabó mi mal.” Y en efecto, mis parientes notaron bien pronto mi curación, y llegaron al colmo
de la alegría, lo mismo que mis amigos.
Aguardé, pues, de este modo hasta el viernes, y entonces vi llegar a la vieja. Y en seguida me levanté, me
puse mi mejor traje, me perfumé con esencia de rosas, e iba a correr a casa de la joven, cuando la anciana
me dijo: “Todavía queda mucho tiempo. Más vale que entretanto vayas al hammam a tomar un buen baño y
que te den masaje, que te afeiten y depilen, puesto que ahora sales de una enfermedad. Veras qué bien te
sienta.” Y yo respondí: “Verdaderamente, es una idea acertada. Pero mejor será llamar a un barbero, para
que me afeite la cabeza, y después podré ir a bañarme al hammam.
Mandé entonces a un sirviente que fuese a buscar a un barbero, y le dije, “Ve en seguida al zoco y busca
un barbero que tenga la mano ligera, pero sobretodo que sea prudente y discreto,, sobrio en palabras y nada
curioso, que no me rompa la cabeza con su charla, coma hacen la mayor parte de los de su profesión. Y mi
servidor salió a escape y me trajo un barbero viejo.
Y el barbero era ese maldito que veis delante de vosotros, ¡oh mis señores!
Cuando entró, me deseó la paz, y yo correspondí a su saludo de paz. Y me dijo: “¡Que Alah aparte de ti
toda desventura, pena, zozobra, dolor y adversidad!” Y contesté: “¡Ojalá atienda Alah tus buenos deseos!”
Y prosiguió: “He aquí que te anuncio la buena nueva, ¡oh mi señor! y la renovación de tus fuerzas y tu salud.
¿Y qué he de hacer ahora? ¿Afeitarte o sangrarte? Pues no ignoras que nuestro gran Ibn-Abbas dijo:
“El que se corta el pelo el día del viernes alcanza el favor de Alah, pues aparta de él setenta clases de calamidades.”
Y el mismo Ibn-Abbas ha dicho: “Pero el que se sangra el viernes o hace que le apliquen ese
mismo día ventosas escarificadas, se expone a perder la vista y corre el riesgo de coger todas las enfermedades.”
Entonces le contesté: “¡Oh jeique! basta ya de chanzas; levántate en seguida para afeitarme la cabeza,
y hazlo pronto, porque estoy débil y no puede hablar ni aguardar mucho.”
Entonces se levantó y cogió un paquete cubierto con un pañuelo, en que debía llevar la bacía, las navajas
y las tijeras; lo abrió, y sacó, no la navaja, sino un astrolabio de siete facetas. Lo cogió, se salió al medio del
patio de mi casa, levantó gravemente la cara hacia el sol, lo miró atentamente, examinó el astrolabios, volvió,
y me dijo: “Has de saber que este viernes es el décimo día del mes de Safar del año 763 de la hégira de
nuestro Santo Profeta; ¡vayan a él la paz y las mejores bendiciones! Y lo sé por la ciencia de los números,
la cual me dice que este viernes coincide con el preciso momento en que se verifica la conjunción del planeta
Mirrikh con el planeta Hutared por siete grados y seis minutos. Y esto viene a demostrar que el afeitarse
hoy la cabeza es una acción fausta y de todo punto admirable. Y claramente me indica también que tienes
la intención de celebrar una entrevista con una persona cuya suerte se me muestra como muy afortunada.
Y aún podría contarte más casas que te han de suceder, pero son cosas que debo callarlas.”
Yo contesté: “¡Por Alah! Me ahogas con tanto discurso y me arrancas el alma. Parece también que no sepas
más que vaticinar cosas desagradables. Y yo sólo te he llamado para que me afeites la cabeza. Levántate,
pues, y aféitame sin más discursos.” Y el barbero replicó: “¡Por Alah! Si supieses la verdad de las cosas,
me pedirías más pormenores y mas pruebas. De todos modos, sabe que, aunque soy barbero; soy algo
más que barbero. Pues además de ser el barbero más reputado de Bagdad, conozco admirablemente, aparte
del arte de la medicina, las plantas y los medicamentos, la ciencia de los astros, las reglas de nuestro idioma,
el arte de las estrofas y de los versos, la elocuencia, la ciencia de: los números, la geometría, el álgebra,
la filosofía, la arquitectura, la historia y las tradiciones de todos los pueblos de la tierra. Por eso tengo mis
motivos para aconsejarte, ¡oh mi señor! que hagas, exactamente lo que dispone el horóscopo que acabo de
obtener gracias a mi ciencia y al examen de los cálculos astrales. Y da gracias a Alah, que me ha traído a tu
casa, y no me desobedezcas, porque sólo te aconsejo tu bien por el interés que me inspiras. Ten en cuenta
que no te pido mas que servirte un año entero sin ningún salario. Pero no hay que dejar de reconocer, a pesar
de todo, que soy un hombre de bastante mérito y que me merezco esta justicia.”
A estas palabras le respondí: “Eres un verdadero asesino, que te has propuesto volverme loco y matarme
de impaciencia.”
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 29a NOCHE
Ella dijo:
He llegado a saber ¡oh rey afortunado! que cuando el joven dijo al barbero: “Vas a volverme loco y a
matarme de impaciencia”, el barbero respondió:
“Sabe, sin embargo, ¡oh mi señor! que soy un hombre a quien todo el mundo llama el Silencioso, a causa
de mi poca locuacidad. De modo que no me haces justicia creyendo me un charlatán, sobre todo si te tomas
la molestia de compararme, siquiera sea por un momento, con mis hermanos. Porque sabe que tengo seis
hermanos que ciertamente son muy charlatanes, y para que los conozcas te voy a decir sus nombres: el mayor se
llama El-Bacbuk, o sea el que al hablar hace un ruido como un cántaro que se vacía; el segundo, El-
Haddar, o el que muge repetidas veces como un camello; el tercero, Bacbac, o el Cacareador hinchado; el
cuarto, El-Kuz. El-Assuani, o el Botijo irrompible de Assuan; el quinto, -El-Aschâ, o la Camella preñada, o
el Gran Caldero; el sexto, Schakalik, o el Tarro hendido, y el séptimo, El-Samet o el Silencioso; y este silencioso
es tu servidor.”
Cuando oí todo este flujo de palabras, sentí que la impaciencia me reventaba la vejiga de la hiel, y exclamé
dirigiéndome a misa criados: ¡Dadle en seguida un cuarto de dinar a este hombre y que se largue de
aquí! Porque renuncio en absoluto a afeitarme.” Pero él barbero, apenas oyó esta orden, dijo: “¡Oh mi señor!
¡qué palabras tan duras acabo de escuchar de tus labios! Porque ¡por Alah! sabe que quiero tener el
honor de servirte sin ninguna retribución, y de servirte sin remedio, pues considero un deber el ponerme a
tus órdenes y ejecutar tu voluntad. Y me creería deshonrado para toda mi vida si aceptara lo que quieres
darme tan generosamente. Porque sabe que si tú no tienes idea alguna de mi valía, yo, en cambio, estimo en
mucho la tuya. Y estoy seguro de que eres digno hijo de tu difunto padre. (¡Alah lo haya recibido en Su misericordia!)
Pues tu padre era acreedor mío por todos los beneficios de que me colmaba. Y era un hombre
lleno de generosidad y de grandeza, y me tenía gran estimación, hasta el punto de que un día me mandó
llamar, y era un día bendito como éste: y cuando llegué a su casa le encontré rodeado de muchos amigos, y
a todos los dejó para venir a mi encuentro, y me dijo: “Te ruego que me sangres.” Entonces saqué el astrolabio,
medí la altura del sol, examiné escrupulosamente los cálculos, y descubrí que la hora era nefasta y
que aquel día era muy peligrosa la operación de sangrar. Y en seguida comuniqué mis temores a tu difunto
padre, y tu padre se sometió dócilmente a mis palabras, y tuvo paciencia hasta que llegó la, hora fausta y
propicia para la operación. Entonces le hice una buena sangría, y se la dejó hacer con la mayor docilidad, y
me dio las gracias más expresivas, y por si no fuese bastante, me las dieron también todos los presentes. Y
para remunerarme por la sangría, me dio en el acto tú difunto padre cien dinares de oro.”
Yo, al oír estas palabras, le dije: ¡Ojalá no haya tenido Alah compasión de mi difunto padre, por lo ciego
que estuvo al recurrir a un barbero como tú!” Y el barbero, al oírme, se echó a reír, meneando la cabeza, y
exclamó: “¡No hay más Dios que Alah, y Mahoma es el enviado de Alah! ¡Bendito sea el nombre de Aquel
que transforma y no se transforma! Ahora bien, ` ¡oh joven! yo te creía dotado de razón, pero estoy viendo
que la enfermedad que tuviste te ha perturbado por completo el juicio y te hace divagar. Pero esto no me
asombra, pues conozco las palabras santas dichas por Alah en nuestro Santo y Precioso Libro en el versículo
que empieza de éste modo: “Los que reprimen su ira, y perdonan a los hombres culpables . . .” De modo,
-que me avengo a olvidar tu sinrazón para conmigo y olvido también tus agravios, y de todo ello te disculpo.
Pero, en realidad, he de confesarte que no comprendo tu impaciencia ni me explico su causa. ¿No
sabes que tu padre no emprendía nunca nada sin consultar antes mi opinión? Y a fe que en esto seguía el
proverbio que dice: “¡El hombre que pide consejo se resguarda!” Y yo, está seguro de ello, soy un hombre
de valía, y no encontrarás nunca tan buen consejero como éste tu servidor, ni persona más versada en los
preceptos de la sabiduría y en el arte de dirigir hábilmente los negocios. Heme, pues, aquí, plantado sobre
mis dos pies, aguardando tus órdenes y dispuesto por completo a servirte. Pero dime; ¿cómo es que tú no
me aburres y en cambio te veo tan fastidiado y tan furioso? Verdad que si tengo tanta paciencia contigo es
sólo por respeto a la memoria de tu padre, a quien soy deudor de muchos beneficios.” Entonces le repliqué:
“¡Por Alah! ¡Ya es demasiado! Me estás matando con tu charla. Te repito que sólo te he mandada llamar
para que me afeites la cabeza y te marches en seguida.”
Y diciendo esto, me levante muy furioso, y quise echarle y alejarle de allí, a pesar de tener ya mojado y
jabonado el cráneo. Entonces, sin alterarse, prosiguió: “En verdad que acabo de comprobar que te fastidio
sobremanera. Pero no por eso te tengo mala voluntad, pues comprendo que tu inteligencia no está muy desarrollada;
y que además eres todavía demasiado joven. Pues no hace mucho tiempo que aún te llevaba yo a
caballo sobre mis espaldas, para conducirte de este modo a la escuela, a la cual no querías ir” Y le contesté:
“¡Vamos;, hermano, te conjuro por Alah y por su verdad santa, que te vayas de aquí y me dejes dedicarme a
mis ocupaciones! ¡Vete por tu camino!” Y al pronunciar estas palabras, me dio tal ataque de impaciencia,
que me desgarré las vestiduras y empecé a dar gritos inarticulados, corno un loco.
Y cuando el barbero me vio en aquel estado, se decidió a coger la navaja y a pasarla por la correa que
llevaba a la cintura. Pero gastó tanto tiempo en pasar y repasar el acero por el cuero, que estuve a punto de
que se me saliese el alma del cuerpo. Pero, al fin, acabó por acercarse a mi cabeza, y empezó a afeitarme
por un lado, y, efectivamente, iban desapareciendo algunos pelos. Después se detuvo, levantó la mano, y
me dijo: “¡Oh joven dueño mío!„ Los arrebatos son tentaciones del Cheitán.” Y me recitó estas estrofas:
¡Oh sabio! ¡Medita mucho tiempo tus propósitos, y no tomes nunca resoluciones precipitadas, sobre todo
cuando te elijan para ser juez en la tierra!
¡Oh juez! ¡Nunca juzgues con dureza, y encontrarás misericordia cuando te toque el turno fatal!
¡Y no olvides jamás que no hay en la tierra mano tan poderosa que no puede ser humillada, por la mano
de Alah, que la domina!
¡Y tampoco olvides que el tirano ha de- encontrar siempre otro tirano que le oprimirá!
Después me dijo: “¡Oh mi señor! Ya veo sobradamente que no te merecen ninguna consideración mis
méritos ni mi talento. Y sin embargo, esta misma mano que hoy te afeita es la misma mano que toca y acaricia
la cabeza de los reyes, emires, visires y gobernadores; en una palabra, la cabeza de toda la gente ilustre
y noble. Y debía referirse a mí o a alguien que se me pareciese el poeta que habló de este modo:
¡Considero todos los oficios como collares preciosos, pero el de barbero es la perla más hermosa del
collar!
¡Supera en sabiduría y grandeza de alma a los más sabios y a los más ilustres, y su mano domina la cabeza
de los reyes!”
Y replicando a tanta palabrería, le dije: “¿Quieres ocuparte en tu oficio, sí o no? Has conseguido destrozarme
el corazón y hundirme el cerebro.” Y entonces exclamó; “Voy sospechando que tienes prisa de
que acabe.” Y le dije: “¡Sí que la tengo! ¡Sí queda tengo! ¡Sí que la tengo!” Y él insistió: “Que aprenda tu
alma un poco de paciencia y de moderación. Porque sabe, ¡oh mi joven amo! que el apresuramiento es una
mala sugestión del Tentador, y sólo trae consigo el arrepentimiento y el fracaso. Y además, nuestro soberano
Mohamed (¡sean con él las bendiciones y la paz!) ha dicho: “Lo más hermoso del mundo es lo que se,
hace con lentitud y madurez.” Pero lo que acabas de decirme excita grandemente mi curiosidad y te ruego
que me expliques el motivo de tanta impaciencia, pues nada perderás con decirme qué es lo que te obliga a
apresurarte de este modo. Confío, en mi buen desea hacia ti, que será un motivo agradable, pues me causaría
mucho sentimiento que fuese de otra clase, Pero ahora tengo que interrumpir por un momento mi tarea,
pues como quedan pocas horas de sol, necesito aprovecharlas.” Entonces soltó la navaja, cogió el astrolabio,
y salió en busca de los rayos del sol, y estuvo mucho tiempo en el patio. Y midió la altura del sol,
pero todo esto sin perderme de vista y haciéndome preguntas. Después, volviéndose hacia mí, me dijo: “Si
tu impaciencia es sólo por asistir a la oración, puedes aguardar tranquilamente, pues sabe que en realidad
aún nos quedan tres horas, ni más ni menos. Nunca me equivoco en mis cálculos.” Y yo contesté: ¡Por
Alahl ¡Ahórrame estos discursos, pues me tienes con el hígado hecho trizas!”
Entonces cogió la navaja y volvió a suavizarla, como lo había hecho antes, y reanudó la operación de
afeitarme muy poco a poco; pero no podía dejar de hablar; y prosiguió: “Mucho siento tu impaciencia, y si
quisieras revelarme su causa, sería bueno y provechoso para ti. Pues ya te dije que tu difunto padre me profesaba
gran estimación, y nunca emprendía nada sin oír, mi parecer.” Entonces hube de convencerme que
para librarme del barbero no me quedaba otro recurso que inventar algo para justificar mi impaciencia, pues
pensé: “He aquí que se aproxima la hora de la plegaria, y si no me apresuro a marchar a casa de la joven, se
me hará tarde, pues la gente saldrá de las mezquitas y entonces todo lo habré perdido.” Dije; pues, al barbera:
“Abrevia de una vez y déjate de palabras ociosas y de curiosidades indiscretas. Y ya que te empeñas en
saberlo, te diré que tengo que ir a casa de un amigo que acaba de enviarme una invitación urgente convidándome
a un festín:”
Pero cuando oyó hablar de convite y festín el barbero dijo: “¡Que Alah te bendiga, y te llene de prosperidades!
Porque precisamente me haces recordar que he convidado a comer en mi casa a varios amigos y
se me ha olvidado prepararles comida. Y me acuerdo ahora, cuando ya es demasiado tarde.” Entonces le
dije: “No te preocupe ese retraso, que lo voy a remediar en seguida. Ya que no como en mi casa, por haberme
convidado a un festín, quiero darte cuantos manjares y bebidas tenía dispuestos, pero con la condición
de que termines en seguida tu negocio y acabes pronto de afeitarme la cabeza”. Y el barbero contestó:
“¡Ojalá Alah te colme de sus dones y te lo pague en bendiciones en su día! Pero ¡oh mi señor! ten la bondad
de enumerar, aunque sea muy sucintamente, las cosas con que va a obsequiarme tu generoso desprendimiento,
para que yo las conozca.” Y le dije: “Tengo a tu disposición cinco marmitas llenas de cosas excelentes:
berenjenas y calabacines rellenos, hojas de parra sazonadas con limón, albondiguillas con trigo
partido y carne mechada, arroz con tomate y filetes de carnero, guisado con cebolletas. Y además diez pollos,
asados y un carnero a la parrilla. Después dos grandes bandejas: una de kenafa y la otra de pasteles,
quesos, dulce y miel. Y frutas de todas clases: pepinos, melones, manzanas, limones, dátiles frescos y otras
muchas más.” Entonces me dijo: “Manda traer todo eso aquí, para verlo.” Y yo mandé que lo trajesen, y lo
fue examinando y lo probó, y me dijo: “¡Grande es tu generosidad, pero faltan las bebidas!” Y yo contesté:
“También las tengo.” Y replicó: “Di que las traigan.” Y mandé traer seis vasijas. llenas de seis clases de
bebidas, y las probó una por una, y me dijo: “¡Alah te provea de todas sus gracias! ¡Cuán generoso es tu corazón!
Pero ahora falta el incienso, y el benjuí, y los perfumes para quemar en la. sala, y el agua de rosas y
la de azahar para rociar a mis huéspedes.” Entonces mandé, traer un cofrecillo lleno de ámbar gris, áloe,
nadd, almizcle, incienso y benjuí, que valía más de cincuenta dinares de oro, y no se me olvidaron las esencias
aromáticas ni los hisopos de plata con agua de olor. Y como el tiempo se acortaba tanto como sume
oprimía el corazón, dije al barbero: “Toma todo esto, pero acaba de afeitarme la cabeza, por la vida de Mohamed
(¡sean con Él la oración y la paz de Alah!)” Y el barbero dijo entonces: “¡Por Alah!” No cogeré ese
cofrecillo sin haberlo abierto, a fin de saber su contenido:” Y no hubo más remedio que llamar a un criado
para que abriese el cofrecillo. Y entonces el barbero soltó el astrolabio, se sentó en el suelo, y empezó a sacar
todos los perfumes, incienso, benjuí, almizcle, ámbar gris, áloe, y los olfateó uno tras otro con tanta
lentitud y tanta parsimonia, que se me figuró otra vez que el alma se me salía del cuerpo Después se levantó,
me dio las gracias, cogió la navaja, y volvió a reanudar la operación de afeitarme la cabeza. Pero apenas
había empezado, se detuvo de nueva y me dijo:
¡Por, Alah, ¡oh hijo de mi vida! no sé a cuál de los dos alabar y bendecir hoy más extremadamente, si a ti
o a tu difunto padre! Porque, en realidad, el festín que voy a dar en mi casa se debe por completo a tu iniciativa
generosa y a tus magnánimos donativos. Pero ¿te lo diré? Permíteme que te haga esta confianza.
Mis convidados son personas poco dignas de tan suntuoso festín. Son, como yo, gente de diversos oficios
pero resultan deliciosos. Y para que te convenzas, nada mejor que los enumere: en primer lugar, el admirable
Zeitún, el que da masaje en el hammam; el alegre y bromista Salih, que vende torrados; Haukal, vendedor
de habas cocidas; Hakraschat, verdulero; Hamid, basurero, y finalmente, Hakaresch, vendedor de leche
cuajada.
“Todos estos amigos a quienes he invitado no son, ni con mucho, de esos charlatanes, curiosos e indiscretos,
sino gente muy festiva, a cuyo lado no puede haber tristeza. El que menos, vale más en mi opinión
que el rey más poderoso. Pues sabe que cada uno de ellos tiene fama en toda la ciudad por un baile y una
canción diferentes. Y por si te agradase alguna, voy a bailar y cantar cada danza y cada canción.
“Fíjate bien: he aquí la danza de mi amigo Zeitún el del hammam... ¿Qué te ha parecido?' Y en cuanto a
su canción, es ésta:
¡Mi amiga es tan gentil, que el cordero más dulce no la iguala en dulzura! ¡La quiero apasionadamente,
y ella me ama, lo mismo! ¡Y me quiere tanto, que apenas me alejo uta instante la veo acudir y echarse en
mi cama!
¡Mi amiga es tan gentil, que el cordero más dulce no la iguala en dulzura!
“Pero ¡oh hijo de mi vida! -prosiguió el barbero- he aquí ahora la danza de mi amigo el basurero Hamid.
¡Observa cuán sugestiva es, cuánta es su alegría y cuanto es su ciencia!... Y escucha la canción:
¡Mi mujer es avara, y si la hiciese caso me moriría de hambre!
¡Mi mujer es fea, y si la hiciese caso estaría siempre encerrado en mi casa!
¡Mi mujer esconde el pan en la alacena! ¡Pero si no como pan Y sigue siendo tan fea que haría correr a
un negro de narices aplastadas, tendré que acabar por huir!
Después, el barbero, sin darme tiempo ni para hacer una seña de protesta, imitó todas las danzas de sus
amigos y entonó todas sus canciones. Y luego me dijo: “Eso es lo que saben hacer mis amigos. De modo
que si quieres reírte de veras, he de aconsejarte, por interés tuyo y placer para todos, que vengas a mi casa,
para estar en nuestra compañía, y dejes a esos amigos a quienes me has dicho que tenías intención de ver.
Porque observo aún en tu cara huellas de fatiga, y además de esto, como acabas de salir de una enfermedad,
convendría que te precavieses, pues es muy posible que haya entre esos amigos alguna persona indiscreta,
de esas aficionadas a la palabrería, o cualquier charlatán sempiterno, curioso e importuno, que te haga recaer
en tu enfermedad de modo más grave, que la primera vez.”
Entonces dije: “Hoy no me es posible aceptar tu invitación; otro día será:” Y él contestó: “Lo más ventajoso
para ti es que apresures el momento de venir a mi casa, para que disfrutes de toda la urbanidad de
mis amigos y te aproveches de sus admirables cualidades. Así, obrarás según dice el poeta:
¡Amigo, no difieras nunca el aprovecharte del goce que se te ofrece! ¡No dejes nunca para otro día la
voluptuosidad que pasa! ¡Porque la voluptuosidad no pasa todos los días, ni el goce ofrece diariamente
sus labios a tus labios! ¡Sabe que la fortuna es mujer, y como la mujer, mudable!
Entonces, con tanta arenga y tanta habladuría, hube de echarme a reír, pero con el corazón lleno de rabia.
Y después dije al barbero: “Ahora te mando que acabes de afeitarme y me dejes ir por el camino de Alah,
bajo su santa protección, y por tu parte, ve a buscar a tus amigos, que, a estas horas te estarán aguardando.”
Y el barbero repuso: “Pero ¿porqué te niegas? Realmente, no es que te pida una gran cosa. Fíjate bien que
vengas a conocer a mis amigos, que son unos compañeros deliciosos y que nada tienen de indiscretos ni de
importunos. Y aún podría decirte que, en cuanto los veas una vez nada más, no querrás tener trato con
otros, y abandonarás para, siempre a tus actuales amigos.” Y yo dije: “¡Aumente Alah la satisfacción que
su amistad te causa! Algún día los convidaré a un banquete que daré para ellos.”
Entonces ese maldito barbero me dijo: “Ya veo que de todos modos prefieres el festín de tus amigos y su
compañía a la compañía de los míos; pero te ruego que tengas un poco de paciencia y que aguardes a que
lleve a mi casa estas provisiones que debo a tu generosidad. Las pondré en el mantel, delante de mis convidados,
y como mis amigos no cometerán la majadería de molestarse si los dejo solos para que honren mi
mesa, les diré que por hoy no cuenten conmigo ni aguarden mi regreso. Y en seguida vendré a buscarte, para
ir contigo adonde quieras ir.”. Entonces exclamó: “¡Oh! ¡Sólo hay fuerzas y recursos en Alah Altísimo y
Omnipotente! Pero tú ¡oh ser humano! vete a buscar a tus amigos, diviértete con ellos cuanto quieras, y
déjame marchar en busca de los míos, que a esta hora precisamente esperan mi llegada.” Y el barbero dijo:
“¡Eso nunca! De ningún modo consentiré en dejarte solo.” Y yo, haciendo mil esfuerzos para no insultarle,
le dije: “Sabe, en fin, que, al sitio donde voy no puedo ir más que solo.” Y él dijo: “¡Entonces ya, comprendo!
Es que tienes cita con una mujer, pues si no, me llevarías contigo. Y sin embargo, sabe que no hay en el
mundo quien merezca ese honor como yo, y sabe además que podría ayudarte mucho en cuanto quisieras
hacer. Pero ahora se me ocurre que acaso esa mujer sea una forastera embaucadora. Y si es así, ¡desdichado
de ti si vas solo! ¡Allí perderás el alma seguramente! Porque esta ciudad de Bagdad no se presta a esa clase
de citas. ¡Oh, nada de eso! Sobre todo, desde que tenemos este nuevo gobernador, cuya severidad es tremenda
para estas cosas. Y dicen que por odio y por envidia castiga con tal crueldad esa clase de aventuras.”
Entonces, no pudiendo reprimirme, exclamé violentamente: “¡Oh tú el más maldito de los verdugos!
¿Vas a acabar de una vez con esa infame manía de hablar?” Y el barbero consintió en callar un momento,
cogió de nuevo la navaja, y por fin acabó de afeitarme la cabeza. Y a todo esto, ya hacía rato que había llegado
la hora de la plegaria. Y para que el barbero se marchase, le dije: “Ve a casa de tus amigos a llevarles
esos manjares y bebidas, que yo te prometo aguardar tu vuelta para que puedas acompañarme a esa cita.” E
insistí mucho, a fin de convencerlo. Y entonces me dijo: “Ya veo que quieres engañarme para deshacerte de
mí y marcharte solo. Pero sabe que te atraerás una serie de calamidades de las que no podrás salir ni librarte.
Te conjuro, pues, por interés tuyo, a que no te vayas, hasta que yo vuelva, para acompañarte y saber en
qué para tu aventura.” Yo le dije: “Sí, pero ¡por Alah! no tardes mucho en volver.” Entonces el barbero me
rogó que le ayudara a echarse a cuestas todo lo que le había regalado, y a ponerse encima de la cabeza las
dos grandes, bandejas de dulces, y salió cargado de este modo. Pero apenas se vio fuera el maldito, cuando
llamó a dos ganapanes, les entregó la carga, les mandó que la llevasen a su casa, y se emboscó en una calleja,
acechando mi salida.
En cuanto a mí, apenas desapareció el barbero, me lavé lo más de prisa posible, me puse la mejor ropa, y
salí de mi casa. E inmediatamente oí la voz de los muezines, que llamaban a los creyentes a la oración aquel
santo día viernes:
¡Bismillahi'rramani'rrahim! ¡En nombre de Alah, el Clemente sin límites, el Misericordioso!
¡Loor a Alah, Señor de los hombres, Clemente y Misericordiosa!
¡Supremo soberano, Arbitro absoluto el día de la Retribución!
¡A ti adoramos, tu socorro imploramos!
¡Dirígenos par el camino recto,
Por el camino de aquellos a quienes colmaste de beneficios,
Y no por el camino de aquellos que incurrieron en tu cólera, ni de los que se han extraviado!
Al verme fuera de casa, me dirigí apresuradamente a la de la joven. Y cuando llegué a la puerta del kadí,
instintivamente volví la cabeza y vi al maldito barbero a la entrada del callejón. Pero como la puerta estaba
entornada, esperando que yo llegase, me precipité dentro y la cerré en seguida. Y vi en el patio a la vieja,
que me guió al pisa alto, donde estaba la joven.
Pero apenas había entrado, oímos gente que venía por la calle. Era el kadí, que, con su séquito, volvía de
la oración. Y vi en la esquina al barbero, que seguía aguardándome. En cuanto al kadí, me tranquilizó la joven,
diciéndome que la visitaba pocas veces, y que ademas siempre se encontraría medio de ocultarme.
Pero, por mi desgracia, había dispuesto Alah que ocurriera un incidente, cuyas consecuencias hubieron
de serme fatales. Se dio la coincidencia de que precisamente aquel día una de las esclavas del kadí hubiese
merecido un castigo. Y el kadí, en cuanto entró, se puso a apalearla, y debía pegarle muy recio, porque la
esclava empezó a dar alaridos. Y entonces uno de los negros de la casa intercedió por ella; pero, enfurecido
el kadí, le dio también de palos, y el negro empezó a gritar. Y se armó tal tumulto, que alborotó toda la calle,
y el maldito barbero creyó que me habían sorprendido y que era yo quien chillaba. Entonces comenzó a
lamentarse, y se desgarró la ropa, se cubrió de polvo la cabeza y pedía socorro a los transeúntes que empezaban
a reunirse a su alrededor. Y llorando decía:' “¡Acaban de asesinar a mi amo en la casa del kadí!”
Después, siempre chillando, corrió a mi casa seguido de la multitud, y avisó a mis criados, que en seguida
se armaron de garrotes y corrieron hacia la casa del kadí, vociferando y alentándose mutuamente. Y llegaron
todos, con el barbero a la cabeza. Y el barbero seguía destrozándose la ropa y gritando a voz en cuello
delante de la puerta del kadí, junto adonde yo estaba.
Y cuando el kadí oyó este tumulto, miró por una ventana y vio a todos aquellos energúmenos que golpeaban
su puerta con los palos, Entonces, juzgando que la cosa era bastante grave, bajó, abrió la puerta y
preguntó: “¿Qué pasa, buena gente?” Y mis criados le dijeron: “¿Eres tú quien ha matado a nuestro amo?”
Y él repuso: “¿Pero quién es vuestro amo, y qué ha hecho para que yo le mate?...
En esté momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 30a NOCHE
Ella dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que el kadí, sorprendido, repuso: “¿Qué ha hecho vuestro amo
para que yo le mate?' ¿Y por qué está entre vosotros ese barbero que chilla y se revuelve como un asno?”
Entonces el barbero exclamó: “Tú eres quien ha matado a palos a mi amo, pues yo estaba en la calle y oí
sus gritos.” Y el kadí contestó: “¿Pero quién es tu amo? ¿De dónde viene? ¿Adónde va? ¿Quién lo ha traído
aquí?” Y el barbero dijo: “Malhadado kadí, no té hagas el tonto, pues sé toda la historia, la entrada de mi
amó en tu casa y todos los demás pormenores. Sé, y ahora quiero que todo el mundo lo sepa, que tu hija
está prendada de mi amo, y mi amo la corresponde. Y le he acompañado hasta aquí. Y tú lo has sorprendido
con tu hija, y lo has matado a palos, sin ayuda de tu servidumbre. Y yo te voy a obligar, ahora mismo a que
vengas conmigo al palacio de nuestro único juez, el califa, como no prefieras devolvemos inmediatamente
a nuestro amo, indemnizarle de los malos tratos que le has hecho sufrir y entregárnoslo sano y salvo, a mí y
a sus parientes Si no, me obligarás a entrar a viva fuerza en tu casa para libertarlo. Apresúrate pues, a entregárnoslo.”
Al oír estas palabras, el kadí quedó cortado y lleno de confusión y de vergüenza ante toda aquella gente
que estaba escuchando. Pero de todos modos, volviéndose hacia el barbero, le dijo: “Si no eres un embaucador,
te autorizo para que entres en mi casa y busques a tu amo por donde quieras, y lo libertes.” Entonces
el barbero se precipitó dentro de la casa.
Y yo, que asistía a todo esto detrás de una celosía, cuando vi que el barbero había entrado en la casa; quise
huir inmediatamente. Pero por más que buscaba escaparme, no hallé ninguna salida que no pudiese ser
vista por la gente de la casa o no la pudiese utilizar el barbero. Sin embargo, en una de las habitaciones encontré
un cofre enorme que estaba vacío, y me apresuré a esconderme en él, dejando caer la tapa. Y allí me
quedé bien quieto, conteniendo la respiración.
Pero el barbero, después de rebuscar por toda la casa, entró en aquel cuarto, y debió mirar a derecha e izquierda
y ver el cofre. Entonces, el maldito comprendió que yo estaba dentro, y sin decir nada, lo cogió, se
lo cargó a hombros y buscó a escape la salida,, mientras que yo me moría de miedo. Pero dispuso la fatalidad
que el populacho se empeñase en ver lo que había en el cofre, y de pronto levantaron la tapa. Y yo, no
pudiendo soportar aquella vergüenza, me levanté súbitamente y me tiré al suelo, pero con tal precipitación,
que me rompí una pierna, y desde entonces estoy cojo. Y luego sólo pensé en escapar y esconderme, y como
me vi entre una muchedumbre tan extraordinaria, me puse a echar puñados de monedas, y mientras se
detuvieron a recoger el oro, me escurrí y escapé lo más aprisa que pude. Y así recorrí las calles más oscuras
y más apartadas. Pero juzgad cuál sería mi temor cuando de pronto vi al barbero detrás de mí. Y decía a
gritos: “¡Oh buenas gentes! ¡Gracias a Alah que he encontrado a mi amo!” Después, sin dejar de correr detrás
de mí, me dijo: “¡Oh mi señor! `Ya ves ahora cuán mal hiciste en obrar con impaciencia y sin atender a
mis consejos, porque, según has podido comprobar; no eres hombre de muchas luces, pues eres muy arrebatado
y hasta algo simple. Pero señor, ¿adónde corras así? ¡Aguárdame!” Y yo, que no sabía ya cómo
deshacerme de aquella calamidad a no ser por la muerte, me paré y le dije: “¡Oh barbero! ¿No te basta con
haberme puesto en el estado en que me ves? ¿Quieres, pues, mi muerte?”
Pero al acabar de hablar vi abierta delante de mí la Senda de un mercader amigo mío. Me precipité dentro
y supliqué al mercader, que le impidiera entrar detrás de mí a ese maldito. Y pudo lograrlo con la amenaza
de un garrote enorme y echándole miradas terribles. Pero el barbero no se fue sin maldecir al mercader y
también al padre y al abuelo del mercader, vomitando insultos, injurias y maldiciones tanto contra mí como,
contra el mercader. Y yo di gracias al Recompensador por quella liberación que no esperaba nunca.
El mercader me interrogó entonces, y le conté mi historia con este barbero, y le rogué que me dejara en
su tienda hasta mi curación, pues no quería volver a mi casa por miedo a que me persiguiese otra vez ese
barbero de betún.
Pero por la gloria de Alah, mi pierna acabó de curarse. Entonces cogí todo el dinero que me quedaba,
mandé llamar a testigos y escribí un testamento, en virtud del cual legaba a mis parientes el resto de mi
fortuna, mis bienes y mis propiedades después de mi muerte, y elegí a una persona de confianza para que
administrase todo aquello, encargándole que tratase bien a todos los. míos, grandes y pequeños. Y para perder
de vista definitivamente a este barbero maldito decidí salir de Bagdad y marcharme a cualquiera otra
parte, donde no corriese riesgo de encontrarme cara a cara con mi enemigo, Salí, pues, de Bagdad, y no
dejé de viajar día y noche hasta, que llegué a este país, donde creía haberme librado de mi perseguidor. Pero
ya veis que todo fue trabajo perdido, ¡oh mis señores! pues me lo acabo de encontrar entre vosotros, en
este banquete a que me, habéis invitado.
Por eso os explicaréis que no pueda tener tranquilidad mientras no huya de este país, como del otro, ¡y
todo por culpa de ese malvado, de esa calamidad con cara de piojo, de ese barbero asesino, a quien Alah
confunda, a él, a su familia y a toda su descendencia!”
Cuando aquel joven -prosiguió el sastre, hablando al rey de la China- acabó de pronunciar estas palabras,
se levantó con el rostro muy pálido, y nos deseó la paz, y salió sin que nadie pudiera impedírselo.
En cuanto a nosotros, una vez que oímos esta historia tan sorprendente, miramos al barbero, que estaba
callado y con los ojos bajos, le dijimos: '“¿Es verdad lo que ha contado ese joven? Y en tal caso, ¿por qué
procediste de ese modo, causándole tanta desgracia?' Entonces, el barbero levantó la frente, y nos dijo:
“¡Por Alah! Bien sabía yo lo que me hacía al obrar así, y lo hice para ahorrarle mayores calamidades. Pues
a no ser por mí, estaba perdido sin remedio. Y tiene que dar gracias a Alah y dármelas a mí por no haber
perdido más que una pierna en vez de perderse por completo. En cuanto a vosotros, ¡oh mis señores! Para
probaros que no soy ningún charlatán, ni un indiscreto, ni en nada semejante a ninguno de mis seis hermanos,
y para demostraros también que soy un hombre listo y de buen criterio, y sobre todo muy callado os
voy a contar mi historia y juzgaréis.”
Después de estas palabras, todos nosotros -continuó el sastre- nos dispusimos, a escuchar en silencio
aquella historia, que juzgábamos había de ser extraordinaria.”
HISTORIAS DEL BARBERO DE BAGDAD Y DE SUS SEIS HERMANOS
(Contadas por el barbero y repetidas por el sastre)
HISTORIA DEL BARBERO
El barbero dijo:
“Sabed, pues, ¡oh mis señores! que yo viví en Bagdad durante el reinado del Emir de los Creyentes El-
Montasser Billah. Y bajo su gobierno vivíamos, porque amaba a los pobres y a los humildes, y gustaba de
la compañía de los sabios y los poetas.
Pero un día entre los días, el califa tuvo motivos de queja contra diez individuos que habitaban no lejos
de la ciudad, y mandó al gobernador-lugarteniente que trajese entre sus manos a estos diez individuos. Y
quiso el Destino que precisamente cuando les hacían atravesar el Tigris en una barca, estuviese yo en la
orilla del río. Y vi a aquellos hombres en la barca, y dije para mí: “Seguramente esos hombres se han dado
cita en esa barca para pasarse en diversiones todo el día, comiendo y bebiendo. Así es que necesariamente
me tengo que convidar para tomar parte en el festín.”
Me aproximé a la orilla, y sin decir palabra, que por algo soy el Silencioso, salté a la barca y me mezclé,
con todos ellos. Pero de pronto vi legar a. los guardias del walí, que se apoderaron, de todos, les echaron a
cada uno una argolla al cuello y cadenas, a las manos, y acabaron por cogerme a mí también y ponerme
asimismo la argolla al cuello y las cadenas a las manos. Y yo no dije palabra, lo cual os demostrará ¡oh mis
señores! mi firmeza de carácter y mi poca locuacidad. Me aguanté pues, sin protestar; y me vi llevado con
los diez individuos a la presencia del Emir de los Creyentes, el califa Montasser Billah..
Y en cuanto nos vio, el califa llamó al portaalfanje, y le dijo: ¡Corta inmediatamente la cabeza a esos diez
malvados!” Y el verdugo nos puso en fila en el patio, a la vista del califa, y empuñando el alfanje, hirió la
primera cabeza y la hizo saltar, y la segunda, y la tercera, hasta la décima. Pero cuando llegó a mí, el número
de cabezas cortadas era precisamente el de diez, y no tenía orden de cortar ni una más. Se detuvo, por
tanto, y dijo al califa que sus órdenes estaban ya cumplidas. Pero entonces volvió la cara el califa, y viendome
todavía en pie, exclamó: “¡Oh mi portaalfanjel! ¡Te he mandado cortar la cabeza a los diez malvados!
¿Cómo es que perdonaste al décimo?” Y el portaalfanje repuso: “¡Por la gracia de Alah sobre ti y par la tuya
sobre nosotros! He cortado diez cabezas.” Y el califa dijo: “Vamos a ver; cuéntalas delante de mi”. Las
contó, y efectivamente, resultaron diez cabezas. Y entonces el califa me miró y me dijo: “¿Pero tú quién
eres? ¿Y qué haces ahí entre esos bandidos, derramadores de sangre?” Entonces, ¡oh mis señores! y sólo
entonces, al ser interrogado por el Emir de los Creyentes, me resolví a hablar. Y dije: “¡Oh Emir de los
Creyentes! Soy el jeique a quien llaman El-Samed, a causa de mi poca locuacidad. En punto a prudencia,
tengo un buen acopia en mi persona, y en cuanto a la rectitud de mi juicio, la gravedad de mis palabras, lo
excelente de mi razón, lo agudo de mi inteligencia y mi ninguna verbosidad, nada he de decirte, pues tales
cualidades en mí son infinitas. Mi oficio es el de afeitar cabezas y barbas, escarificar piernas y pantorrillas
y aplicar ventosas y sanguijuelas. Y soy uno de los siete hijos de mi padre, y mis seis hermanos están vivos.
“Pero he aquí la aventura. Esta misma mañana me paseaba yo a lo largo del Tigris, cuando vi a esos diez
individuos que saltaban a una barca, y me junté con ellos, y con ellos me embarqué, creyendo que estaban
convidados a algún banquete en el río. Pero he aquí que, apenas llegamos a la otra orilla, adiviné que me
encontraba entre criminales, y me di cuenta de esto al ver a tus guardias que se nos echaban encima y nos
ponían la argolla al cuello. Y aunque nada tenía yo que ver, con esa gente, no quise hablar ni una palabra ni
protestar de ningún modo, obligándome a ello mi excesiva firmeza de carácter y mi ninguna locuacidad. Y
mezclado con estos hombres fui conducido entre tus manos, ¡oh Emir de los Creyentes! Y mandaste que
cortasen la cabeza a esos diez bandidos, y fui el único que quedó entre las manos de tu portaalfanje, y a pesar
de todo, no dije tan siquiera ni una palabra. Creo, pues, que esto es una buena prueba de valor y de firmeza
muy considerable. Y además, el solo hecho de unirme con esos diez desconocidos es por sí mismo la
mayor demostración de valentía que yo sepa. Pero no te asombre mi acción, ¡oh Emir de los Creyentes!
pues toda mi vida he procedido dei mismo modo, queriendo favorecer a los extraños.”
Cuando el califa oyó mis palabras, y advirtió en ellas que en mí era nativo el valor y la virilidad, y mi
amor al silencio y a la compostura, y mi odio a la indiscreción y a la impertinencia, a pesar de lo que diga
ese joven cojo que estaba ahí hace un momento, y a quien salvé de toda clase de calamidades, el Emir dijo:
“¡Oh venerable jeique, barbero espiritual e ingenio lleno de gravedad y de sabiduría! Dime: ¿y tus seis
hermanos son como tú? ¿Te igualan en prudencia, talento y discreción?” Y yo respondí: “¡Alah me libre de
ellos! ¡Cuán poco se asemejan a mí, oh Emir de los Creyentes! ¡Acabas de afligirme con tu censura al
compararme con esos seis locos que nada tienen de común conmigo, ni de cerca ni de lejos! Pues por su
verbosidad impertinente, por su indiscreción y por su cobardía, se han buscado mil disgustos; y cada uno
tiene una deformidad física, mientras que yo estoy sano y completo de cuerpo y espíritu, Porque, efectivamente,
el mayor de mis hermanos es cojo; el segundo, tuerto; el tercero, mellado; el cuarto, ciego; el quinto,
no tiene narices ni orejas, porque se las cortaron, y al sexto le han rajado los labios.
Pero ¡oh Emir de los Creyentes! no creas que exagero con eso mis cualidades, ni aumento los defectos de
mis hermanos. Pues si te contase su historia, verías cuán diferente soy de todos ellos. Y como su historia es
infinitamente interesante y sabrosa, te la voy a contar sin más dilaciones.
HISTORIA DE BACBUK, PRIMER HERMANO DEL BARBERO
Así, sabe, ¡oh Emir de los Creyentes! que el mayor de mis hermanos, el que se quedó cojo, se llama El-
Bacbuk, porque cuando se pone a charlar, parece oírse el ruido que hace un cántaro al vaciarse. Su oficio ha
sido el de sastre de Bagdad.
Ejercía su oficio de sastre en una tiendecilla cuyo propietario era un hombre cuajado de dinero y de riquezas.
Este hombre habitaba en lo alto de la misma casa en que estaba situada la tienda de mi hermano
Bacbuk. Y además, en el subterráneo de la casa había un molino, donde vivía un molinero y el buey del
molinero.
Pero un día que mi hermano Bacbuk estaba cosiendo, sentado en su tienda, teniendo debajo de él al molinero
y al buey del molinero, y encima al enriquecido propietario, he aquí que mi hermano Bacbuk levantó
de pronto la cabeza, y vio, asomada en una de las ventanas altas a una hermosa mujer como la luna saliente,
que se distraía mirando a los transeúntes. Y esta mujer era la esposa del propietario de la casa.
Al verla mi hermano Bacbuk, sintió que su corazón se prendaba apasionadamente de ella, y le fue imposible
coser ni hacer otra cosa que mirar a la ventana. Y se pasó todo el día como aturdido y en contemplación
hasta por la noche. Y al la siguiente, en cuanto amaneció, se sentó en su sitio de costumbre, y
mientras cosía, muy poco a poco, levantaba a cada momento la cabeza para mirar a la ventana. Y a cada
puntada que daba con la aguja se pinchaba los dedos, pues tenía los ojos en la ventana constantemente. Y
así estuvo varios días, durante los cuales apenas si trabajó ni su labor valió más de un dracma:
En cuanto a la joven, comprendió en seguida los sentimientos de mi hermano Bacbuk. Y se propuso sacarles
todo el partido posible y divertirse a su costa. Y un día que estaba mi hermano más entontecido que
de costumbre, la joven le dirigió una mirada asesina, que se clavó inmediatamente en el corazón de
Bacbuk. Y Bacbuk miró en seguida a la joven, pero de un modo tan ridículo, que ello se quitó de la ventana
para reírse a su gusto, y fue tal su explosión de risa, que se cayó sobre el piso. Pero el infeliz Bacbuk llegó
al límite de la alegría pensando que la joven le había mirado cariñosamente.
Así es que al día siguiente no se asombró, ni con mucho, mi hermano Bacbuk cuando vio entrar en su
tienda al propietario de la casa, que llevaba debajo del brazo una hermosa pieza de hilo envuelta en un pañuelo
de seda, y le dijo: “Te traigo esta pieza de tela para que me cortes unas camisas.” Entonces Bacbuk
no dudó que aquel hombre estaba allí enviado por su mujer, y contestó: “¡Sobre mis ojos y sobre mi cabeza!
Esta misma noche estarán acabadas tus camisas.” Y efectivamente, mi hermano se puso a trabajar con
tal ahinco, privándose hasta de comer, que por la noche, cuando llegó el propietario de la casa, ya tenía las
veinte camisas cortadas, cosidas y empaqúetadas en el pañuelo de seda. Y el propietario de la casa le preguntó:
“¿Qué te debo?” Pero precisamente en aquel instante se presentó furtivamente en la ventana la joven,
y dirigió una mirada a Bacbuk, haciéndole una seña con los ojos, como indicándole que no aceptase
nada. Y mi hermano no quiso cobrarle nada al propietario de la casa, por más que en aquella ocasión estuviese
muy apurado y cualquier dinero habría sido para él una gran ayuda. Pero se consideró dichoso con
trabajar para el marido y favorecerle por amor a la linda cara de la mujer.
Y al día siguiente al amanecer se presentó el propietario de la casa con otra pieza de tela debajo del brazo;
y le dijo a mi hermano Bacbuk.: “He aquí que acaban de advertirme en mi casa que necesito también
calzoncillos nuevos para ponérmelos con las camisas nuevas. Y te traigo esta otra pieza de tela para que me
hagas calzoncillos. Pero que sean muy anchos. Y no escatimes para nada los pliegues ni la tela.” Mi hermano
contestó: “Escucho y obedezco.” Y se estuvo tres días completos cose que te cose, sin tomar otro alimento
que el estrictamente necesaria, pues no quería perder tiempo, y además no tenía ni un dracma para
comprar comida.
Y cuando hubo terminado los calzoncillos, los envolvió en el pañuelo, y muy contento, fue a llevárselos
él mismo al propietario de la casa.
No es necesario decir, ¡oh Emir de los Creyentes! que la joven se había puesto de acuerdo con su marjido
para burlarse del infeliz de mi hermano y hacerle las más sorprendentes jugarretas. Porque cuando mi hermano
le presentó los calzoncillos al propietario de la casa, éste hizo como que iba a pagarle, pero inmediatamente
apareció en la puerta la linda cara de la mujer, sonriéndole con los ojos Y haciéndole señas con
las cejas para que no cobrase. Y Bacbuk se negó en redondo a recibir nada del marido. Entonces el marido
se ausentó un instante para hablar con su esposa, que había desaparecido también, y volvió en seguida junto
a mi hermano y le dijo: “Para agradecer tus favores, hemos resuelto mi mujer y yo casarte con nuestra esclava
blanca, que es muy hermosa y muy gentil, y de tal suerte serás de nuestra casa.” Y Bacbuk se figuró
en seguida que era una excelente astucia de la mujer para que él pudiese entrar con libertad en la casa. Y
aceptó en el acto. Y al momento mandaron llamar a la esclava, y la casaron con mi hermano Bacbuk.
Pero cuando llegó la noche, quiso acercarse Bacbuk a la esclava blanca, y ésta le dijo: “¡.No, no! ¡Esta
noche no!” Y por mucho que lo deseara Bacbuk, no pudo darle ni siquiera un beso.
Además, el propietario de la casa había dicho a mi hermano Bacbuk que aquella noche, en lugar de dormir
en la tienda, durmiese en el molino, que había en el sótano de la casa, a fin de que estuviesen más anchos
él y su mujer. Y como la esclava, después de resistirse, se subió a casa de su señora, Bacbuk tuvo que
acostarse solo. Y al amanecer aún dormía Bacbuk; cuando entró el molinero y dijo en alta voz: “Ya ha descansado
bastante este buey. Voy a engancharlo al molino para moler todo ese trigo que se me está amontonando
en cantidad considerable.” Y se acercó entonces a mi hermano, fingiendo confundirle con el buey, y
le dijo: “¡Vaya, arriba, holgazán, que tengo que engancharte!”, Y mi hermano Bacbuk no quiso hablar, tal
era su estupidez, y se dejó enganchar al molino. Y el molinero lo ató por la cintura al cilindro del molino, y
dándole un gran latigazo, exclamó: “¡Yallah!” Y cuando Bacbuk recibió aquel golpe, no pudo menos de
mugir como un buey. Y el molinero siguió dándole grandes latigazos, y haciéndole dar vueltas al molino
durante mucho tiempo. Y mi hermano mugía absolutamente como un buey, y resoplaba al recibir los estacazos.
Y no tardó en llegar el propietario de la casa, que, al verle en tal estado, dando vueltas y recibiendo golpes,
fue en seguida a avisar a su mujer, y ésta envió a la esclava blanca, que desató a mi hermano y le dijo
muy compasivamente. “Mi señora acaba de saber el mal trato que te han hecho sufrir, y lo siente muchísimo.
Todos lamentamos tus sufrimientos.” Pero el infeliz Bacbuk había recibido tanto palo y estaba tan molido,
que no pudo contestar palabra.
Y hallándose en tal estado, se presentó el jeique que había escrito su contrato de matrimonio con la esclava
blanca. Y le deseó la paz, y le dijo: “¡Concédate Alah larga vida! ¡Así sea bendito tu matrimonio!
Estoy seguro de que acabas de pasar una noche feliz. Y mi hermano Bacbuk le contestó: “¡Alah confunda a
los embaucadores y a los pérfidos de tu clase, traidor a la milésima potencia! Tú me metiste en todo esto
para que diese vueltas al molino en lugar del buey del molinero, y eso hasta la mañana.” Entonces el jeique
le invitó a que se lo contase todo, y mi hermano se lo contó. Y entonces el jeique le dijo: “Todo eso está
muy claro. No es otra cosa sino que tu estrella no concuadra con la estrella de la joven.” Y Bacbuk le replicó:
¡Ah, maldito! Anda a ver si puedes inventar más perfidias.” Después mi hermano se fue y volvió a meterse
en su tienda, con el fin áe aguardar algún trabajo que le permitiese ganar el pan, ya que tanto había
trabajado sin cobrar.
Y mientras estaba sentado, hete aquí que se presentó la esclava blanca, y le dijo: “Mi ama te quiere muchísimo,
y me encarga te diga que acaba de subir a la azotea para tener el gusto de contemplarte desde el
tragaluz.” Y efectivamente, mi hermano vió aparecer en el tragaluz a la joven, deshecha en lágrimas, y se
lamentaba y decía: “¡Oh querido míol ¿por qué me pones tan mala cara y estás tan enfadalo que ni siquiera
me miras? Te juro por tu vida que cuanto te ha pasado en el molino ha hecho a espaldas mías. En cúanto a
esa esclava loca, no quiero que la mires siquiera. En alelante, yo sola seré tuya,” Y mi hermano Bacbuk levantó
entonces la cabeza y miró a la joven. Y esto le bastó para olvidar todas las tribulaeianes pasadas y para
hartar sus ojos contemplando aquella hermosura. Después se puso a hablarle por señas, y ella con él,
hasta que Bacbuk se convenció de que todas sus desgracias no le habían pasado a él, sino a otro cualquiera.
Y con la esperanza de ver a la joven, siguió cortando y cosiendo camisas, calzoncillos, ropa interior y ropa
exterior, hasta que an día fue a buscarle la esclava blanca, y le dijo: “Mi señora te saluda. Y como mi
amo y esposo suyo se marcha esta noche a un banquete que le dan sus amigos, y no volverá hasta par la
mañana, te aguardará impaciente mi señora para pasar contigo esta noche entre delicias.” Y el infeliz
Bacbuk estuvo a punto de volverse loco al oír tal noticia.
Porque la astuta casada había combinado un último plan, de acuerdo con su marido, para deshacerse de
mi hermano, y verse libres, ella y él, de pagarle toda la ropa que le habían encargado. Y eI propietario de la
casa había dicho a su mujer: “¿Cómo haríamos que entrase en tu aposento para sorprenderle y llevarle a casa
del walí?” Y la mujer contestó: “Déjame obrar a mi gusto, y lo engañaré con tal engaño y lo comprometeré
en tal compromiso, que toda la ciudad se ha de burlar de él.”
Y Bacbuk no se figuraba nada de esto, pues desconocía en absoluto todas las astucias y todas las emboscadas
de que son capaces las mujeres. Así es que, llegada la noche, fue a buscarle la esclava, y lo llevó a las
habitaciones de su señora, que en seguida se levantó, le sonrió, y le dijo: “¡Por Alah! ¡Dueño mío, qué ansias
tenía de verte junta a mí!” Y Bacbuk contestó: “¡Y yo también! ¡Pero démonos prisa, y ante todo, un
beso! Y en seguida...” Pero aún no había acabado de hablar, cuando se abrió la puerta y entró el marido con
dos esclavos negros, que se precipitaron sobre mi hermano Bacbuk, lo ataron, lo arrojaron al suelo y empezaron
por acariciarle la espalda con sus látigos. Después se le echaron a cuestas para llevarle a casa del walí.
Y el walí le condenó a que le diesen doscientos azotes, y después le montaran en un camello y le pasearan
por todas las calles de Bagdad. Y un pregonero iba gritando: “¡De esta manera se castigará a todo hombre
que asalte a la mujer del prójimo!”
Pero mientras así paseaban a mi hermano Bacbuk; se enfureció de pronto el camello y empezó a dar
grandes corcovas. Y Bacbuk, como no podía valerse, cayó al suelo y se rompió una pierna, quedando cojo
desde entonces. Y Bacbuk, con su pata rota, salió de la ciudad. Pero me avisaron de todo ello a tiempo, ¡oh
Príncipe de los Creyentes! y corrí detrás de él, y le traje aquí en secreto, he de confesarlo, y me encargué de
su curación, de sus gastos y de todas sus necesidades: Y así seguimos”
Y cuando hube contado esta hístoria de Bacbuk; ¡oh mis señores! el califa Montasser-Billah se echó a
reír a carcajadas, y dijo: “¡Qué bien la contaste! ¡Qué divertido relato!” Y yo repuse: “En verdad que no
merezco aún tanta alabanza tuya. Porque entonces, ¿qué dirás cuando hayas oído la historia de cada uno de
mis otros hermanos? Pero temo que me tomes por un charlatán indiscreto.” Y el califa contestó: ¡Al contrario;
barbero sobrenatural! Apresúrate a contarme lo que ocurrió a tus hermanos, para adornar mis oídos con
esas historias que son pendientes de oro, y no temas mirar en pormenores, pues juzgo que tu historia ha de
tener tantas delicias como sabor.» Y entonces dije:
HISTORIA DE EL-HADDAR, SEGUNDO HERMANO DEL BARBERO
“Sabe, pues, ¡oh Emir de los Creyentes! que mi segundo hermano se llama El-Haddar, porque muge como
un camello, Y además está mellado. Como oficio no tiene ninguno, pero en cambio me da muchos disgustos.
Juzgad con vuestro entendimiento al oír esta aventura.
Un día que vagaba sin rumbo por las calles de Bagdad, se le acercó una vieja y le dijo en voz baja: “Escucha,
¡oh ser humano! Te voy a hacer una proposición, que puedes aceptar o rechazar, según te plazca,” Y
mi hermano se detuvo, y dijo: “Ya te escucho,” Y la vieja prosaguió: “Pero antes de ofrecerte esa cosa, me
has de asegurar que no eres un charlarán indiscreto.” Y mí hermano respondió “Puedes decir lo que quieras,”
Y ella le dijo: “¿Que te parecería un hermoso palacio, con arroyos y árboles frutales, en el cual corriese
el vino en las copas nunca vacías, en donde vieras caras arrebatadoras, besaras mejillas suaves, y disfrutaras
de otras cosas por el estilo, gozando desde la noche hasta la mañana? Y para disfrutar de todo esto, no
necesitarías más que avenirte a una condición.” Mi hermano El-Haddar replicó a estas palabras de la vieja:
“Pero ¡oh señora mia! ¿cómo es que vienes a hacerme precisamente a mí esa proposición, excluyendo a
otra cualquiera entre las criaturas de Alah? ¿Qué has encontarado en mí para preferirme?” Y la vieja contestó:
“Ya te he dicho que ahorres palabras, que separ callar, y conducirle en silencio. Sígueme, pues, y no
hables más.” Después se alejó precipitadamente. Y mi hermano, con la esperanza de todo lo prometaido,
echó a andar detrás de ella, hasta que llegaron a un palacio magnífico, en el cual entró la vieja e hizo entrar
a mi hermano Haddar. Y mi hermano vio que el interior del palacio era muy bello, pero que era más bello
aún lo que encerraba. Porque se encontró en medio de cuatro muchachas como lunas. Y esas jóvenes estabas
tendidas sobre riquísimos tapices y entonaban con una voz deliciosa canciones de amor.
Después de las zalemas aeostumbradas, una de ellas se levantó, llenó una copa y la bebió. Y mi hermano
Haddar le dijo:' “Que te sea sano y delicioso y aumente tus fuerzas.” Y se aproximo a la joven, para tomar
la copa vacía y ponerse a sus órdenes. Pero ella llenó inmediatamente la copa y se la ofreció. Y Haddar, cogiendo
la copa, se puso a beber, Y mientras él bebía, la joven empezó a acariciarle la nuca pero de pronto
lee gdpeó con tal saña, que mi hermana acabó por enfadarse. Y se levantó para irse, olvidando su promesa
de soportarlo todo sin protestar. Y entonces se acercó la vieja y le guiñó el ojo, como diciéndole: “¡No hagas
eso! Quédate y aguarda hasta, el fin.” Y mi hermano obedeció, y hubo de sopórtar pacientemente todos
los caprichos de la joven. Y las otras tres porfiaron en darle bromas no menos pesadas: una le tiraba de las
orejas como para arrancárselas, otra le daba capirotazos en la nariz, y la tercera le pellizcaba con las uñas.
Y mi hermano lo tomaba con mucha resignación, porque la vieja le seguía haciendo señas de que callase.
Por fin, para premiar su paciencia, se levantó la joven más hermosa y le dijo que se desnudase. Y mi hermano
obedeció sin protestar. Y entonces la joven cogió un hisopo, le roció con agua de rosas, y le dijo:
“Me gustas mucho, ¡ojo de mi vida! Pero me fastidian las barbas y los bigotes, que pinchan la piel. De modo
que, si me quieres, te has de afeitar la cara.” Y mi hermano contestó: “Pues eso no puede ser, porque sería
la mayor vergüenza que me podría ocurrir.” Y ella dijo: “Pues no podré amarte de otro modo. No hay
más remedio.” Y entonces mi hermano dejó que la vieja le llevase a una habitación contigua, donde le cortó
la barba y se la afeitó, y después los bigotes y las cejas. Y luego le embadurnó la cara con colorete y polvos,
y lo condujo a la sala donde estaban las jóvenes. Y al verle les entró tal risa, que se doblaron.
Después se le acercó la más hermosa de aquellas jóvenes y le dijo: “¡Oh dueño mío! Tus encantos acaban
de conquistar mi alma. Y sólo he de pedirte un favor, y es que así, desnudo como estás y tan lindo, ejecutes
delante de nosotras una danza que sea graciosa y sugestiva.” Y como El-Haddar no pareciese muy dispuesto,
prosiguió la joven: “Te conjuro por mi vida a que lo hagas. Y después lograrás de mí lo que tú sabes.”
Entonces, al son de la dorabuka, manejada por la vieja, mi hermano se ató a la cintura un pañuelo de
seda y se puso a bailar en medio de la sala.
Pero tales eran, sus gestos y sus piruetas, que las jóvenes se desternillaban de risa, y empezaron a tirarle
cuanto vieron a mano: los almohadones, las frutas, las bebidas y hasta las botellas. Y la mas bella de todas
se levantó entonces y fue adoptando toda clase de posturas, mirando a mi hermano con ojos como entornados.
Y El-Haddar, que había interrumpido el baile tan pronto como vio a la joven en ese estado, llegó al
límite más extremo.
Pero entonces se le acercó la vieja y le dijo: “Ahora te toca correr detrás de ella. De modo que la vas a
perseguir por todas partes, de habitación en habitación, hasta que la puedas atrapar.”
En este, momento de su narración, Schahrazáda vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 31a NOCHE
Ella dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que el barbero prosiguió su relato en esta forma:
“Mi hermano, Haddar, empezó a perseguir a la joven, que, ligera, huía de él y se reía. Y las otras jóvenes
y la vieja, al ver correr a aquel hombre con su rostro pintarrajeado, sin barbas, ni bigotes, ni cejas, se morían
de risa y palmoteaban Y golpeahan el suelo con los pies.
Y la joven, después de dar dos vueltas a la sala, se metió por un pasillo muy largo, y luego cruzó dos habitaciones,
una tras otra, siempre perseguida por mi hermano, completamente loco. Y ella, sin dejar de correr,
reía con toda su alma, moviendo las caderas.
Pero de pronto desapareció en un recodo, y mi hermano fue a abrir una puerta por la cual creía que había
salido la joven, y se encontró en medio de una calle. Y esta calle era la calle en que vivían los curtidores de
Bagdad. Y todos los curtidores vieron a El-Haddar afeitado de barbas, sin bigotes, las cejas rapadas y pintado
el rostro como una mujer. Y escandalizados, se pusieron a darle correazos, hasta que perdió el conocimiento.
Y después le montaron en un burro, poniéndole al revés, de cara al rabo, y le hicieron dar la
vuelta a todas los zocos, hasta que lo llevaron al walí, que les preguntó: “¿Quién es ese hombre?” Y ellos
contestaron: “Es un desconocido que salió súbitamente de casa del gran visir. Y lo hemos hallado en este
estado.” Entonces el walí mandó que le diesen cien latigazos en la planta de los pies, y lo desterró de la
ciudad. Y yo ¡oh Emir de los Creyentes! corrí en busca de mi hermano, me lo traje secretamente y le di
hospedaje. Y ahora lo sostengo a mi costa. Comprenderas que si yo no fuera un hombre lleno de entereza y
de cualidades, no habría podido soportar a semejante necio.
Pero en lo que se refiere a mi tercer hermano, ya es otra cosa, como vas a ver.
HISTORIA DE BACBAC, TERCER HERMANO DEL BARBERO
“Bacbac el ciego, por otro nombre el Cacareador hinchado, es mi tercer hermano. Era mendigo de oficio,
y uno de los principales de la cofradía de los pordioseros de Bagdad, de nuestra ciudad.
Cierto día, la voluntad de Alah y el Destina permitieron que mi hermano llegase a mendigar a la puerta
de una casa. Y mi hermano Bacbac, sin prescindir de sus acostumbradas invocaciones para pedir limosna:
“¡Oh donador, oh generoso!”, dio con el palo en la puerta.
Pero conviene que sepas, ¡oh Comendador de los Creyentes! que mi hermano Bacbac, igual que los más
astutos de su cofradía, no contestaba cuando, al llamar a la puerta de uno casa, le decían: “¿Quién es?” Y se
callaba para obligara que abriesen la puerta, pues de otro modo, en lugar de abrir, se contentaban con responder
desde dentro: “'¡Alah te ampare!” Que es el modo de despedir a los mendigos.
De modo que aquel día, por más que desde la casa preguntasen: ¿Quién es?”, mi hermano callaba. Y acabó
por oír pasos que se acercaban, y que se abría la puerta. Y se presentó un hombre al cual Bacbac, si no
hubiera estado ciego, no habría pedido limosna seguramente. Pero aquel era su Destino. Y cada hombre
lleva su Destino atado, al cuello.
Y el hombre le preguntó: “¿Qué deseas?” Y mi hermano Bacbac respondió: “Que me des una limosna,
por Alah el Altísimo.” El hombre volvió a preguntar: “¿Eres ciego?” y Bacbac dijo: “Sí, mi amo y muy pobre.”
Y el otro repuso: “En ese caso, dame la mano para que te guíe.” Y le dio la mano, y el hombre lo metió
en la casa, y lo hizo subir escalones y más escalones; hasta que lo llevó a la azotea, que estaba muy alta
Y mi hermano, sin aliento, se decía: “Seguramente, me va a dar las sobras de algún festín.”
Y cuando hubieron llegado a la azotea, el hombre volvió a preguntar: “¿Qué quieres, ciego?” Y mi. hermano,
bastante asombrado, respendió: “Una limosna por Alah.” Y el otro replicó: “Que Alah te abra el día
en otra parte:” Entonces Bacbac le dijo: “¡Oh tú, un tal! ¿no podías haberme contestado así cuando estábamos
abajo?” A lo cual replicó el otro: “¡Oh tú, que vales menos! ¿por qué no me contestaste cuando yo
preguntaba desde dentro: “¿Quién es? ¿Quién está a la puerta?” ¡Conque lárgate de aquí en seguida, o te
haré rodar como una bola, asqueroso mendigo de mal agüero!” Y Bacbác tuvo que bajar más que de prisa
la escalera completamente solo.
Pero cuando le quedaban unos veinte escalones dio un mal paso, y fue rodando hasta la puerta. Y al caer
se hizo una gran contusión en la cabeza, y caminaba gimiendo por la calle. Entonces varios de sus compañeros,
mendigos y ciegos como él al oírle gemir le preguntarte la causa, y Bacbac les refirió, su desventura.
Y después les dijo: “Ahora tendréis que acompañarme a casa para cojer dinero con que comprar comida para
este día infructuoso y maldito. Y habrá que recurrir a nuestros ahorros, que, como sabéis, son importantes,
y cuyo depósito me habéis confiado.”
Pero el hombre de la azotea había bajado detrás de él y le había seguído. Y echó a andar detrás de mi
hermano y los otros dos ciegos, sin que nadie se apercibiese, y así llegaron todas a casa de Bacbac. Entraron,
y el hombre se deslizó rápidamente antes de que hubiesen cerrado la puerta.Y Bacbac dijo a las dos
cíegos: “Ante todo, registremos la habitación por si hay algún extraño escondído”
Y aquel hombre, que era toda un ladrón de los más hábiles entre los ladrones, vio una cuerda que pendía
del techo, se agarró de ella, y silenciosamente trepó hasta una viga, donde se sentó con la mayor tranquilidad.
Y los dos ciegos camenzaran a buscar por toda la habitación, insistiendo en sus pesquisas varias veces„
tentando los rincones con los palos. Y hecho esto, se reunieron con mí hermano, que sacó entonces del
escondite todo el dinero de que era depositario, y lo contó con sus dos compañeros, resultando que tenían
diez mil dracmas juntos. Después, cada cual cogió dos o tres dracmas, volvieron a meter todo el dinero en
los sacos, y los guardaron en el escondite. Y uno de los tres ciegos marchó a comprar provisiones y volvió
en seguida, sacando de la alforja tres panes, tres cebollas y algunos dátiles. Y los tres compañeros se sentaron
en corro y se pusieron a comer.
Entonces el ladrón se deslizó silenciosamente a lo largo de la cuerda, se acurrucó junta a los tres mendigos
y se puso a comer con ellos. Y se había colocada al lado de Bacbac, que tenía un oído excelente. Y
Bacbac, oyendo el ruido de sus mandíbulas al comer, exclamó: ¿Hay un extraño entre nosotros!” Y alargó
rápidamente la mano hacia donde oía el ruida de la mandibulas y su mano cayó precisamente sobre el brazo
del ladrón. Entonces Bacbac y los dos mendigos se precipitaron encima de él, y empezaran a gritar y a golpearle
con sus palos, ciegos como estaban, y pedían auxilio a las vecinos, chillando: “¡Oh musulmanes,
acudid a socarrenos! ¡Aquí hay un ladrón! ¡Quiere robarnos el poquísimo dinero de nuestros ahorros!” Y
acudiendo los vecinos, vieron a Bacbac, que, auxiliado por los otros dos mendigos, tenía bien sujeto al ladrón,
que intentaba defenderse y escapar. Pero el ladrón, cuando llegaron los vecinos, se fingió támbién
ciego, y cerrando los ojos, exclamó: “¡Por Alah! ¡Oh musulmanes! Soy ciego y socio de estas otros tres,
que me niegan lo que me corresponde de los diez mil dracmas de ahorros que poseemos en comunidad. Os
lo jura por Alah el Áltísimo, por el sultán, por el emir. Y os pido que me llevéis a preseacia del walí, donde
se camprabará todo.” Entonces llegaron las guardias del walí, se apoderaron de los cuatro hombres y los
llevaron entre las manos del walí. Y el walí preguntó: “¿Quiénes son esos hombres?” Y el ladrón exclamó:
“Escucha mis palabras, ¡oh walí justo y perspicaz! y sabrás lo que debes saber. Y si no quisieras creerme,
manda que nos den tormento, a mí el primero, para obligarnos a confesar la verdad. Y somete en seguida al
mismo tormento a estos hombres para poner en claro este asunto.” Y el walí dispuso:
“¡Coged a ese hombre, echadlo en el suelo, y apaleadle hasta que confiese!” Entonces las guardias agarraron
al ciego fingido, Y uno le sujetaba los pies, y los demás principiaron a darle de palos en ellos. A los
diez palos, el supuesto ciego empezó a dar gritos y abrió un ojo, pues hasta entonces los había tenido cerrados.
Y después de recibir otros cuantos palos, no muchos, abrió ostensiblemente el otro ojo.
Y el walí enfurecido, le dijo: “¿Qué farsa es ésta, miserable embusteso?” Y el ladrón contestó; “Que suspendan
la paliza y lo explicaré todo.” Y el walí mandó suspender el tormento, y el ladrón dijo: “Somos
cuatro ciegos fingidos, que engañamos a la gente para que nos de limosna. Pero además simulamos nuestra
ceguera para poder entrar fácilmente en las casas, ver las mujeres con la cara descubierta, y al mismo tiempo
examinar el interior de las viviendas y preparar los robos sobre seguro. Y como hace bastante tiempo
que ejercemos este oficio tan lucrativo, hemos logrado juntar entre todos hasta diez mil dracmas. Y al reclamar
mi parte a estos hombres, no sólo se negaron a dármela, sino que me apalearon, y me habrían matado
a golpes si los guardias no me hubiesen sacado de entre sus manos. Esta es la verdad, ¡oh walí! Pero
ahora, para que confiesen mis compañeros, tendrás que recurrir al látigo, como hiciste conmigo. Y así hablarán.
Pero que les den de firme, porque de lo contrario no confesarán nada. Y hasta verás cómo se obstinan
en no abrir los ojos, como yo hice.”
Entonces el walí mandó azotar a mi hermano el primero de todos. Y por más que protestó y dijo que era
ciego de nacimiento, le siguieron azotando hasta que se desmayó. Y como al volver en sí tampoco abrió los
ojos, mandó el walí que le dieran otros trescientos palos, y luego trescientos más, y lo mismo hizo con los
otros dos ciegos, que tampoca los pudieron abrir, a pesar de los golpes Y a pesar de las consejos que les dirigía
el ciego fingido, su campañero improvisado.
Y en seguida, el walí encargó a este ciego fingido que fuese a casa de mi hermano Bacbac y trajese el dinero.
Y entonces dio a este ladrón dos mil quinientos dracmas, o sea la cuarta parte del dinero, y se quedó
con los demás.
En cuanto a mi hermano y los otros dos ciegos, el walí les dijo: “¡Miserables hipócritas! ¿Conque coméis
el pan que os concede la gracia de Alah, y luego juráis en su nombre que sois ciegos? Salid ds aquí y que
no se os vuelva a ver en Bagdad ni un solo día.”
Y yo, ¡oh Emir de las Creyentes! en cuanto supe todo esto salí en busca de mi hermano, lo encontré, lo
traje secretaanente a Bagdad, lo metí en mi casa, y me encargué de darle de comer Y vestirla mientras viva.
Y tal es la historia de mi tercer hermano, Bacbac el ciego.”
Y al oírla el califa Montasser Billah, dijo: “Que den una gratificación a este barbero, Y que se vaya en
seguida.” Pero yo, ¡ah mis señores! contesté: “¡Por Alah! ¡Oh Príncipe de los Creyentes! No puedo aceptar
nada sin referirte lo que les ocurrió a mis otros tres hermanos.” Y concedida la autorización, dije:
HISTORIA DE EL-KUZ, CUARTO HERMANO DEL BARBERO
“Mi cuarto hermano, el tuerto El-Kuz El-Assuaní, o el botijo irrompible, ejercía en Bagdad el oficio de
carnicero. Sobresalía en la venta de carne y picadillo, y nadie le aventajaba en criar y engordar carneros de
larga cola. Y sabía, a quién vender la carne buena y a quién despechar la mala. Así es que los mercaderes
más ricos y los principales de la ciudad sólo se abastecían en su casa y no compraban más carne que la de
sus carneros; de modo que en poco tiempo llegó a ser muy rico y propietario de grandes rebaños y hermosas
fincas.
Y seguía prosperando mi hermano El-Kuz, cuando cierto día entre los días, que estaba sentada en su establecimiento,
entró un jeique de larga barba blanca, que le dio dinero le dijo: “¡Corta carne buena!” Y mi
hermano le dio de la mejor carne, cogió el dinero y devolvió el saludo al anciano; que se fue.
Entonces mi hermano examinó las monedas de plata que le había entregado el desconocido, y vio que
eran nuevas, de una blancura deslumbradora. Y se apresuró a guardarlas aparte en una caja especial, pensando:
“He aquí unas monedas que me van a dar buena sombra.”
Y durante cinco meses seguidos el viejo jeique de larga barba blanca fue todos los días a casa de mi hermano,
entregándole monedas de plata completamente nuevas a cambio de carne fresca y de buena calidad.
Y todos los días mi hermanó cuidaba de guardar aparte aquel dinero. Pero un día mi hermano El-Kuz quiso
contar la cantidad que había reunido de este modo, a fin de comprar unos hermosos carneros, y especialmente
unos cuantos moruecos para enseñarles a luchar unos con otros, ejercicio muy gustado en Bagdad,
mi ciudad. Y apenas había abierto la caja en que guardaba el dinero del jeique de la barba blanca, vio
que allí no había ninguna moneda, sino redondeles de papel blanco.
Y entonces empezó a darse puñetazos en la cara y en la cabeza, a lamentarse a gritos. Y en seguida le rodeó
un gran grupo de transeúntes, a quienes contó su desventura, sin que nadie pudiera explicarse la desaparición
de aquel dinero. Y El-Kuz seguía gritando y diciendo: “¡Haga Alah que vuelva hora ese maldito
jeique para que le pueda arrancar las barbas y el turbante con mis propias manos!”
Y apenas había acabado de pronunciar estas palabras, cuando apareció el jeique. Y el jeique atravesó por
entre el gentío, y llegó hasta mi hermano para entregarle, como de costumbre, el dinero. En seguida mi
hermano se lanzó contra él; y sujetándole por un brazo; dijo: “¡Oh musulmanes! ¡Acudid en mi socorro!
¡He aquí al infame ladrón!” Pero el jeique no se inmutó para nada, pues inclinándose hacia mi hermano le
dijo de modo que sólo pudiera oírle él: “¿Qué prefieres, callar o que te comprometa delante de todos? Y te
advierto que tu afrenta ha de ser más terrible que la que quieres causarme.” Pero El-Kuz contestó: “¿Que
afrenta puedes hacerme, maldito viejo de betún? ¿De qué modo me vas a comprometer?” Y el jeique dijo:
“Demostraré que vendes carne humana en vez de carnero.” Y mi hermano repuso: “¡Mientes, oh mil veces
embustero y mil veces maldito!” Y el jeique dijo: “El embustero y el maldito es quien tiene colgando del
gancho de su carnicería un cadaver en vez de un carnero.” Y mi hermano protestó violentamente, y dijo:
“¡Perro, hijo de perro! Si pruebas semejante cosa, te entregaré mi sangre y mis bienes.” Y entonces el jeique
se volvió hacia la muchedumbre y dijo a voces: “¡Oh vosotros todos, amigos míos! ¿veis a este carnicero?
Pues hasta hoy nos ha estado engañando a todos, infringiendo'los preceptos de. nuestro ' Libro. Porque
en vez de matar carneros degüella cada día a un hijo de Adán y nos vende su carne por carne de carnero. Y
para convenceros de que digo la verdad, entrad a registrar la tienda.”
Entonces surgió un clamor, y la muchedumbre se precipitó en la tienda de mi hermana El-Kuz, tomandola
por asalto. Y a la vista de todos apareció colgado de un gancho el cadáver de un hombre; desollado,
preparado y destripado. Y en el tablón de las cabezas de carnero había tres cabezas humanas, desolladas,
limpias, y cocidas al horno, para la venta.
Y al ver esto, todos los presentes se lanzaron sobre mi hermanó, gritando: “¡Impío, sacrílego, asesino!” Y
la emprendieron con él a palos y a latigazos. Y los más encarnizados contra él y los que más cruelmente le
pegaban eran sus parroquianos más antiguos y sus mejores amigos. Y el viejo jeique le dio tan violento puñetazo
en un ojo, que se lo saltó sin remedio. Después cogieron el supuesto cadáver degollado, ataron a mi
hermano El-Kuz, y todo el mundo, precedido del jeique, se presentó delante del ejecutor de la ley. Y el jeique
le dijo: “¡Oh Emir! He aquí que te traemos, para que pague sus crímenes, a este hombre que desde hace
mucho tiempo degüella a sus semejantes y vende su carne como si fuese de carnero. No tienes más que
dictar sentencia y dar cumplimiento a la justicia de Alah, pues he aquí a todos los testigos.” Y esto fue todo
lo que. pasó. Porque el jeique de la blanca barba era un bruja que tenía el poder de aparentar cosas que no lo
eran realmente.
En cuanto a mi hermano El-Kuz, por más que se defendió, no quiso oírle el juez, y lo sentenció a recibir
quinientos palos. Y le confiscaron todos sus bienes y propiedades, no siendo poca su suerte con ser tan rico,
pues de otro modo le habrían condenado a muerte sin remedio. Y además le condenaron a ser desterrado.
Y mi hermano, con un ojo menos, con la espalda llena de golpes y medio muerto, salió de Bagdad camino
adelante y sin saber adónde dirigirse, hasta que llegó a una ciudad lejana, desconocida para él, y allí se
detuvo, decidido a establecerse en aquella ciudad y ejercer el oficio de remendón, que apenas si necesita
otro capital que unas manos hábiles.
Fijó, pues, su puesto en un esquinazo de dos calles, y se puso a trabajar para ganarse la vida. Pero un día
que estaba poniendo una pieza nueva a una babucha vieja oyó relinchos de caballos y el estrépito de una carrera
de jinetes. Y preguntó el motivo de aquel tumulto, y le dijeron: “Es el rey que sale de caza con galgos,,
acompañado de toda la corte.” Entonces mi hermano El-Kuz dejó un momento la aguja y el martillo y
se levantó para ver cómo pasaba la comitiva regia mientras estaba de pie, meditando sobre su pasado y su
presente y sobre las circunstancias que le habían convertido de famoso carnicero en el último de los remendones,
pasó el rey al frente de su maravilloso séqito, y dio la casualidad de que la mirada del rey, se fijase
en el ojo huero de mi hermano El-Kuz. Y al verlo, el rey palideció, y dijo: “¡Guárdeme Alah de las desgracias
de este día maldito y de mal agüero!” Y dio vuelta inmediatamente a las bridas de su yegua y desanduvo
el camino, acompañado de su séquito y de sus soldados. Pero al mismo tiempo mandó a sus siervos que
se apoderaran de mi hermano y le administrasen el consabido castigo. Y los esclavos, precipitándose sobre
mi hermano El-Kuz, le dieron tan tremenda paliza, que lo dejaron por muerto en medio de la calle. Y cuando
se marcharon se levantó El-Kuz y se volvió penosamente a su puesto debajo del toldo que le resguardaba,
y allí, se echó completamente molido. Pero entonces pasó un individuo del séquito del rey que venía rezagado.
Y mi hermano El-Kuz le rogó que se detuviese, le contó el trato que acababa de sufrir y le pidió
que le dijera el motivo. El hombre se echó a reír a carcajadas, y le contestó: “Sabe, hermano, que nuestro
rey no puede tolerar ningún tuerto, sobre todo si el tuerto lo es del ojo derecho. Porque cree que ha de
traerle desgracia. Y siempre manda matar al tuerto sin remisión. Así es que me sorprende mucho que todavía
estés vivo.”
Mi hermano no quiso oír más. Recogió sus herramientas, aprovechando las pocas fuerzas que le quedaban;
emprendió la fuga y no se detuvo hasta salir de la ciudad. Y siguió andando hasta llegar a otra población
muy lejana que no tenía rey ni tirano.
Residió mucho tiempo en aquella ciudad, cuidando de no exhibirse, pero un día salió a respirar aíre puro
y a darse un paseo. Y de pronto oyó detrás de él relinchar de caballos, y recordando su última desventura,
escapó lo más aprisa que pudo, buscando un rincón en qué esconderse, pero no lo encontró. Y delante de él
vio una puerta, y empujó la puerta y se encontró en un pasillo largo y obscuro, y allí se escondió. Pero apenas
se había ocultado aparecieron dos hombres, que se apoderaron de él, le encadenaron, y dijeron: “¡Loor
a Alah, que ha permitido que te atrapásemos, enemigo de Alah y de los hombres! Tres días y tres noches
llevamos buscándote sin descanso. Y nos has hecho pasar amarguras de muerte.” Pero mi hermano dijo:
“¡Oh señores! ¿A quién os referís? ¿De qué órdenes habláis?” Y le contestaron: “¿No te ha bastado con haber
reducido a la indigencia a todos tus amigos Y al amo de esta casa? ¡Y aún nos querías asesinar! ¿Dónde
está el cuchillo con que nos amenazabas ayer?”
Y se pusieron a registrarle, encontrándole el cuchillo con que cortaba el cuero para las suelas. Entonces
lo arrojaron al suelo, y le iban a degollar, cuando mi hermano exclamó: “Escuchad, buena gente: no soy ni
un ladrón ni tan asesino, pero puedo contares una historia sorprendente, y es mi propia historia. Y ellos, sin
hacerle caso, le pisotearan, le golpearon y le destrozaron la ropa. Y al desgarrarle la ropa. vieron en su espalda
desnuda las cicatrices de los latigazos que había recibido en otro tiempo. Y exclamaron: “¡Oh miserable!
He aquí unas cicatrices que prueban todos tus crimenes pasados.” Y en seguida lo llevaron a presencia
del walí, y mi hermano, pensando en todas sus desdichas, se decía: “¡Oh cuán grandes serán mis pecados,
cuando así los expío siendo inocente de cuanto me achacan! Pero no tengo más esperanza, que en Alah
el Altísimo:”
Y cuando estuvo en presencia del walí, el walí lo miró airadísimo y le dijo: “Miserable desvergonzado;
los latigazos con que marcaron tu cuerpo son una prueba sobrada de todas tus anteriores y presentes fechorías.”
Y dispuso que le dieran cien palos. Y después lo subieron y ataron a un camello y le pasearon por toda
la ciudad, mientras el pregonero gritaba: “He aquí el castigo de quien se mete en casa ajena con intenciones
criminales.”
Pero entonces supe todas estas desventuras de mi desgraciado hermano. Me dirigí en seguida en su busca,
y lo encontré precisamente cuando lo bajaban desmayado del camello. Y entonces, ¡oh Emir de los Creyentes!
cumplí mi deber de traérmelo secretamente a Bagdad, y le he señalado una pensión para que coma
y beba tranquilamente hasta el fin de sus días.
Tal es, la, historia del desdichado El-Kuz. En cuanto a mi quinto hermano, su aventura es aún más extraordinaria,
y te probará ¡oh Príncipe de los Creyentes! que soy el más cuerdo y el más prudente de mis hermanos.”
HISTORIA DE EL-ASCHAR, QUINTO HERMANO DEL BARBERO
“Este hermano mío, ¡oh Emir de los Creyentes! fue precisamente aquel a quien cortaron la nariz y las
orejas. Le llaman El-Aschar porque ostenta un vientre voluminoso como una camella preñada, y también
por su semejanza con un caldero grande. Y es muy perezoso durante el día, pero de noche desempeña cualquier
comisión, procurándose dinero por toda suerte de medios ilícitos y extraños.
Al morir nuestro padre heredamos cien dracmas de plata cada uno. El-Aschar cogió los cien dracmas que
le correspondían, pero, no sabía en qué emplearlos. Y se decidió por último a comprar cristalería para venderla
al por menor, prefiriendo este oficio a cualquier otro porque no le obligada a moverse mucho.
Se convirtió, pues, en vendedor de cristalería, para lo cual compró un canasto grande, en el que puso sus
géneros, buscó una esquina frecuentada y se instaló tranquilamente en ella, apoyada la espalda contra la pared
y delante el canasto, pregonando su mercadería de esta suerte:
“¡Oh cristal! ¡Oh gotas de sol! ¡Ojos de mi nodriza! ¡Soplo endurecido de las vírgenes! ¡Oh cristal, oh
cristal!”
Pero más tiempo se lo pasaba callado. Y entonces, apoyando con mayor firmeza la espalda contra la pared,
empezaba a soñar despierto. Y he aquí lo que soñaba un viernes en el momento de la oración:
“Acabo de emplear todo mi capital, o sean cien dracmas, en la compra de cristalería. Es seguro que lograré
venderla en doscientos dracmas. Con estos doscientos dracmas compraré otra vez cristalería y la venderé
en cuatrocientos dracmas. Y seguiré vendiendo y comprando hasta que me vea dueño de un gran capital.
Entonces compraré toda clase de mercancías, drogas y perfumes, y no dejaré de vender hasta que haya hecho
grandísimas ganancias. Y así podré adquirir un gran palacio y tener esclavos, y tener caballos con sillas
y gualdrapas de brocado y de oro. Y comeré y beberé soberbiamente, y no habrá cantora en la ciudad a la
que no invite a cantar en mi casa. Y luego me concertaré con las casamenteras más expertas de Bagdad, para
que me busquen novia que sea hija de un rey o de un visir. Y no transcurrirá mucho tiempo sin que me
case, ya que no con otra, con la hija del gran visir, porque es una joven hermosísima y llena de perfecciones.
De modo que le señalaré una dote de mil dinares. de oro. Y no es de esperar que su padre el gran visir
vaya a oponerse a esta boda pero si no la consintiese, le arrebataría a su hija y me la llevaría a mi palacio. Y
compraré diez pajecillos para mi servicio particular. Y me mandaré hacer ropa regia, como la que llevan los
sultanes y los emires, y encargaré al joyero más hábil que me haga una silla de montar toda de oro, con incrustaciones
de perlas y pedrería. Y montado en el el más hermoso de los corceles, que compraré a los beduinos
del desierto o mandaré traer de la tribu de Anezi, me pasearé por la ciudad precedido de numerosos
esclavos y otros detrás y alrededor de mi; y de este modo llegaré al palacio del gran visir. Y el gran visir
cuando me vea se levantará en honor mío, y me cederá su sitio, quedándose de pie algo más abajo que yo, y
se tendrá por muy honrado con ser mi suegro. Y conmigo irán dos esclavos, cada uno con una gran bolsa. Y
en cada bolsa habrá mil dinares. Una de las bolsas se la daré al gran visir como dote de su hija, y la otra se
la regalaré como muestra de mi generosidad y munificencia y para que vea también cuán por encima estoy,
de todo lo de este mundo. Y volveré solemnemente a mi casa, y cuando mi novia me envíe a una persona
con algún recado, llenaré de oro a esa persona y le regalaré telas preciosas y trajes magníficos. Y si el visir
llega a mandarme algún regalo de boda, no lo aceptaré, y se lo devolveré, aun que sea un regalo de gran
valor, y todo está para demostrarle que tengo gran altura de espíritu y soy incapaz de la menor falta de delicadeza.
Y señalaré después él día de mi boda y todos los pormenores, disponiendo que nada se escatime en
cuanto al banquete ni respecto al número y calidad de músicos, cantoras y danzarinas. Y prepararé mi palacio
tendiendo alfombras por todas partes, cubriré el suelo de flores desde la entrada hasta la sala del festín,
y mandaré regar el pavimento con esencias y agua de rosas.
La noche de bolas me pondré el traje más lujoso, me sentaré en un trono colocado en un magnífico estrado,
tapizado de seda con bordados de flores y pájaros. Y mientras mi mujer se pasee por el salón con todas
sus preseas, más resplandeciente que la luna llena del mes de Ramadán, yo permaneceré muy serio, sin mirarla
siquiera ni volver la cabeza a ningún lado probando con todo esto la entereza de mi carácter y mi cordura.
Y cuando me presenten a mi esposa, deliciosamente perfumada y con toda la frescura de su belleza,
yo no me moveré tampoco. Y seguiré impasible, hasta que todas las damas se me acerquen y digan: “¡Oh
señor, corona de nuestra cabeza! aquí tienes a tu esposa, que se pone respetuosamente entre tus manos y
aguarda que la favorezcas con una mirada. Y he aquí que, habiéndose fatigado al estar de pie tanto tiempo,
sólo espera tus órdenes para- sentarse.” Y yo no diré tampoco ni una palabra, haciendo desear más mi respuesta.
Y entonces todas las damas y todos los invitados se prosternaron y besarán la tierra muchas veces
ante mi grandeza. Y hasta entonces no consentiré en bajar la vista para dirigir una mirada a mi mujer, pero
sólo una mirada, porque volveré en seguida a levantar los ojos y recobraré mi aspecto lleno de dignidad. Y
las doncellas se llevarán a mi mujer, y yo me levantaré para cambiar de ropa y ponerme otra mucho más rica.
Y volverán a llevarme por segunda vez a la recién casada con otros trajes y otros adornos, bajo el hacinamiento
de las alhajas, el oro y la pedrería y perfumada con nuevos perfumes más gratos todavía. Y cuando
me hayan rogado muchas veces, volveré a mirar a mi mujer, pero en seguida levantaré los ojos para no
verla más. Y guardaré esta prodigiosa compostura hasta que terminen por completo todas las ceremonias.
Pero en este momento de su relato, Schahrazada vio aparecer la mañana, y discreta como siempre, no
quiso abusar más aquélla noche del permiso otorgado.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 32a NOCHE
Siguió contando la historia al rey Schahriar:
He llegado a saber; ¡oh rey afortunado! que el barbero prosiguió así la aventura de su quinto hermano El-
Aschar:
“... hasta que terminen por completo todas las ceremonias. Entonces mandaré a algunos de mis esclavos
que cojan un bolsillo con quinientos dinares en moneda menuda, y la tiren a puñados por el salón, y repartan
otro tanto entre músicos y cantoras y otro tanto a las doncellas de mi mujer. Y luego las doncellas llevarán,
a mi esposa a su aposento. Y yo me haré esperar mucho. Y cuando entre en la habitación atravesaré por
entre las dos filas de doncellas. Y al pasar cerca de mi esposa le pisaré el pié de un modo ostensible para
demostrar mi superioridad como varón. Y pediré una copa de agua azucarada, y después de haber dado gracias
a Alah, la beberé tranquilamente.
Y seguiré no haciendo caso a mi mujer, que estará en la cama dispuesta a recibirme, y a fin de humillarla
y demostrarle de nuevo mi superioridad y el poco caso que hago, de ella, no le dirigiré ni una vez la palabra,
y así aprenderá cómo pienso conducirme en lo sucesivo, pues no de otro modo se logra que las mujeres
sean dóciles, dulces y tiernas. Y en efecto, no tardará en presentarse mi suegra, que me besará la frente y
las manos, y dirá: “¡Oh mi señor! dígnate mirar a mi hija, que es tu esclava y desea ardientemente que le
acompañes, y le hagas la limosna de una sola palabra tuya.” Pero yo, a pesar de las súplicas de mi suegra,
que no se habrá atrevido a llamarme yerno por temor de demostrar familiaridad, no le contestaré nada. Entonces
me seguirá rogando, y estoy seguro de que acabará por echarse a mis pies y los besará, así como la
orla de mi ropón. Y me dirá entonces: “¡Oh mi señor! ¡Te juro por Alah que mi hija es virgen! ¡Te juro por
Alah que ningún hombre la vio descubierta, ni conoce el color de sus ojos! No la afrentes ni la humilles
tanto. Mira cuán sumisa la tienes. Sólo aguarda una seña tuya para satisfacerte en cuanto quieras.”
Y mi, suegra se levantará pará llenar una copa de un vino exquisito, dará la copa a su hija, que en seguida
vendrá a ofrecérmela, toda temblorosa. Y yo, arrellanado en los cojines de terciopelo bordados en oro, dejaré
que se me acerque, sin mirarla, y gustaré de ver de pie a la hija del gran visir delante del ex vendedor de
cristalería, que pregonaba en una esquina:
¡Oh gotas de sol! ¡Ojos de mi nodriza! ¡Soplo endurecido de las vírgenes! ¡Oh cristal! ¡Cristal ¡Miel
coloreada! ¡Cristal!
Y ella, al ver en mí tanta grandeza, habrá de tomarme por el hijo de algún sultán ilustre cuya gloria llene
el mundo. Y entonces insistirá para que tome la copa de vino, y la acercará gentilmente a mis labios. Y furioso
al ver esta familiaridad, le dirigiré una mirada terrible, le daré una gran bofetada y un puntapié en el
vientre, de esta manera...”
Y mi hermano hizo ademán de dar el puntapié a su soñada esposa y se lo dio de lleno al canasto que encerraba
la cristaría. Y el cesto salió rodando con su contenida. Y se hizo añicos todo lo que constituía la
fortuna de aquel loco.
Ante aquel irreparable destrozo, El-Aschar empezó a darse puñetazos en la cara y a desgarrarse la ropa y
a llorar. Y entonces, como era precisamente viernes e iba a empezar la plegaria, las personas que salían de
sus casas vieron a mi hermano, y unos se paraban movidos de lástima, y otros siguieron su camino creyéndole
loco.
Y mientras estaba deplorando la pérdida de su capital y de sus intereses, he aquí que pasó por allí, camino
de la mezquita, una gran señora. Un intenso perfume de almizcle se desprendía de toda ella. Iba montada
en una mula enjaezada con terciopelo y brocado de oro, y la acompañaba considerable número de esclavos
y sirvientes.
Al ver todo aquel cristal roto y a mi hermano llorando, preguntó la causa de tal desesperación. Y le dijeron
que aquel hombre no tenía más capital que el canasto de cristalería, cuya venta le daba de comer, y que
nada le quedaba después del accidente. Entonces la dama llamó a uno de los criados y le dijo: “Da a se pobre
hombre todo el dinero que lleves encima.” Y el criado se despojo de una gran bolsa que llevaba sujetó
al cuello con un cordón, y se la entregó a mi hermano. Y El-Aschar la cogió, la abrió, y encontró después
de contarlos quinientos dinares de oro. Y estuvo a punto de morirse de emoción y de alegría y empezó a invocar
todas las gracias y bendiciones de Alah en favor de su bienhechora.
Y enriquecido en un momento, se fue a su casa para guardar aquella fortuna. Y se disponía a salir para
alquilar una buena morada en que pudiese vivir a gusto, cuando oyó que llamaban a la puerta. Fue a abrir,
vio a una vieja desconocida que le dijo: “¡Oh hijo mío! sabe que casi ha transcurrido la hora de la plegaria
en este santo día de viernes, y aún no he podido hacer mis abluciones. Y te ruego que me permitas entrar
para hacerlas, resguardada de los importunos.” Y mi hermano dijo: “Escucho y obedezco.” Y abrió la
puerta de par en par y la llevó a la cocina, donde la dejó sola.
Y a los pocos instantes fue a buscarle la vieja, y sobre el miserable pedazo de estera que servía de tapiz
terminó su plegaria haciendo votos en favor de mi hermano, llenos de compunción. Y mi hermano le dio
las gracias más expresivas, y sacando del cinturón dos dinares de oro se los alargó generosamente. Pero la
vieja los rechazó con dignidad, y dijo: “¡Oh hijo mío, alabado sea Alah, que te hizo tan magnánimo! No me
asombra que inspires simpatías a las personas apenas te vean. Y en cuanto a ese dinero que me ofreces,
vuelva a tu cinturón, pues a juzgar por tu aspecto debes ser un pobre saaluk, y te debe hacer más falta que a
mí, que no lo necesito. Y si en realidad no te hace falta, puedes devolvérselo a la noble señora que te lo dio
por habérsete roto la cristalería..” Y mi hermano dijo: “¡Cómo! Buena madre, ¿conoces a esa dama? En ese
caso, te ruego que me indiques dónde la podré ver.” Y la vieja contestó: “Hijo mío, esa hermosa joven sólo
te ha demostrado su generosidad para expresar la inclinación que le inspira tu juventud, tu vigor y tu gallardía.
Pues su marido nunca logrará satisfacerla, porque Alah le ha castigado. Levántate, pues, guarda en tu
cinturón todo el dinero para que no te lo roben en esta casa tan poco segura, y ven conmigo. Pues has de
saber que sirvo a esa señora hace mucho tiempo y me confía todas sus comisiones secretas. Y en cuanto estés
con ella, no te enojes para nada, pues debes hacer con ella todo aquello de que eres capaz. Y cuanto más
hagas, más te querrá. Y por su parte se esforzará en proporcionarte todos los placeres y todas las alegrías, y
serás dueño absoluto de su hermosura y sus tesoros.
Cuando mi hermano oyó estas palabras de la vieja, se levantó, hizo lo que le había dicho, y siguió a la
anciana, que había echado a andar. Y mi hermano marchó detrás de ella hasta que llegaron ambos a un gran
portal, en el que la vieja llamó a su modo. Y mi hermano se hallaha en el límite de la emoción y de la dicha.
Y a aquel llamamiento salió a abrir una esclava griega muy bonita, que les deseó la paz y sonrió a mi
hermano de una manera muy insinuante. Y le introdujo en una magnífica sala, con grandes cortinajes de
seda y oro fino y magníficos tapices. Y mi hermano, al verse solo, se sentó en un diván, se quitó el turbante,
se lo puso en las rodillas y se secó la frente. Y apenas se hubo sentado se abrieron las cortinas y apareció
una joven incomparable, como no la vieron las miradas más maravilladas de los hombres. Y mi hermano
El-Aschar se puso de pie sobre sus dos pies.
Y la joven le sonrió con los ojos y se apresuró a cerrar la puerta, que se había quedado abierta. Y se acercó
a El-Aschar, le cogió de la mano, y lo llevó consigo al diván de terciopelo. Manifestóle que estaba muy
satisfecha de verle, y tras algunos agasajos, le dijo: “No estamos aquí con bastante comodidad; dadme la
mano y venid conmigo.”
Dióle ella la suya y condújole a un aposento retirado, donde estuvo conversando un rato con él, y luego le
dejó diciendo: “¡Ojo de mi vida! no te muevas de aquí hasta que yo vuelva.” Después salió rápidamente y
desapareció.
Pero de pronto se abrió violentarnente la puerta y apareció un negro horrible, gigantesco, que llevaba en
la mano un alfanje desnudo. Y gritó al aterrorizado El-Aschar: “¡Oh grandísimo miserable! ¿Cómo te atreviste
a llegar hasta aquí? Y mi hermano no supo qué contestar a lenguaje tan violento, se le paralizo la lengua,
se le aflojaron los músculos y se puso muy pálido. Entonces el negro le cogió, lo desnudó completamente
y se puso a darle de plano con el alfanje más de ochenta golpes, hasta que mi hermano se cayó
al suelo y el negro lo creyó cadáver. Llamó entonces con voz terrible, y acudió una negra con un plato lleno
de sal. Lo puso en el suelo y empezó a llenar de sal las heridas de mi hermano, que a pesar de padecer horriblemente,
no se atrevía a gritar por temor de que le remataran. Y la negra se marchó después que hubo
cubierto completamente de sal todas las heridas.
Entonces el negro dio otro grito tan espantoso como el primero, y se presentó la vieja, que, ayudada por
el negro, después de robar todo el dinero a mi hermano, lo cogió por los pies, lo arrastró por todas las habitaciones
hasta llegar al patio, donde lo lanzó al fondo de un subterráneo, en el que acostumbraba a precipitar
los cadáveres de todos aquellos a quienes con sus artificios había atraído a la casa para que sirviesen a
su joven señora.
El subterráneo en cuyo fondo habían arrojado a mi hermano El-Aschar era muy grande y obscurísimo, y
en él se amontonaban los cadáveres unos sobre otros. Allí pasó El-Aschar dos días enteros, imposibilitado
de moverse por las heridas y la caída. Pero Alah (¡alabado y glorificado sea!) quiso que mi hermano pudiese
salir de entre tanto cadáver y arrastrarse a lo largo del subterráneo, guiado por una escasa claridad que
venía de lo alto. Y pudo llegar hasta el tragaluz, de donde descendía aquella claridad, y una vez allí salir a
la calle, fuera del subterráneo.
Se apresuró entonces a regresar a su casa, a la cual fui a buscarle, y le cuidé con los remedios que sé extraer
de las plantas. Y al cabo de algún tiempo, curado ya completamente mi hermano, resolvió vengarse de
la vieja y de sus cómplices por los tormentos que le habían causado. Se puso a buscar a la vieja, siguió sus
pasos, y se enteró bien del sitio a que solía acudir diariamente para atraer a los jóvenes que habían de satisfacer
a su ama y convertirse después en lo que se convertían. Y un día se disfrazó de persa, se ciñó un cinto
muy abultado, escondió un alfanje bajo su holgado ropón, y fue a esperar la llegada de la vieja, que no tardó
en aparecer. En seguida se aproximó a ella, y fingiendo hablar mal nuestro idioma remedó el lenguaje
bárbaro de los persas. Dijo: “¡Oh buena madre! soy forastero, y quisiera saber dónde podría pesar y reconocer
unos novecientos dinares de oro que llevo en el cinturón, y que acabo de cobrar por la venta de unas
mercaderías que traje de mi tierra.” Y la maldita vieja de mal agüero le respondió: “¡Oh, no podías haber
llegado más a tiempo! Mi hijo, que es un joven tan hermoso como tú, ejerce el oficio de cambista, y te
prestará el pesillo que buscas. Ven conmigo, y te llevaré a su casa.” Y él contestó: '“Pues ve delante.” Y
ella fue delante y él detrás, hasta que llegaron a la casa consabida. Y les abrió la misma esclava griega de
agradable sonrisa, a la cual dijo la vieja en voz baja: “Esta vez le traigo a la señora músculos sólidos.”
Y la esclava cogió a El-Aschar de la mano, y le llevó a la sala de las sedas, y estuvo con él entreteniéndole
algunos momentos; después avisó a su ama, que llegó e hizo con mi hermano lo mismo, que la
primera vez. Pero sería ocioso repetirlo. Después se retiró, y de pronto apareció el negro terrible, con el alfanje
desenvainado en la mano, y gritó a mi hermano que se levantara y lo siguiese. Y entonces, mi hermano,
que iba detrás del negro, sacó de pronto el alfanje de debajo del ropón, y del primer tajo le cortó la cabeza.
Al ruido de la caída acudió la negra, que sufrió la misma suerte; después la esclava griega, que al primer
sablazo quedó también descabezada. Inmediatamente le tocó a la vieja, que llegó corriendo para echar mano
al botín. Y al ver a mi hermano con el brazo cubierto de sangre y el acero en la mano, se cayó espantada
en tierra, y El-Aschar la agarró del pelo y le dijo: ¿No me conoces, vieja zorra, podrida entre las podridas?”
Y respondió la vieja: “¡Oh mi señor, no te conozco!”; Pero mi hermano dijo: “Pues sabe, que soy aquél en
cuya casa fuiste a hacer las abluciones.” Y al decir esto, mi hermano partió en dos mitades a la vieja de un
solo sablazo. Después fue a buscar a la joven.
No tardó en encontrarla, ocupada en componerse y perfumarse en un aposento retirado. Y cuando la joven
le vio cubierto de sangre, dio un grito de terror, y se arrojó a sus pies, rogándole que le perdonase la vida.
Y mi hermano, recordando los placeres compartidos con ella, le otorgó generosamente la vida, y le preguntó:
“¿Y cómo es que estás en esta casa, bajo el dominio de ese negro horrible a quien he matado con
mis manos?” La joven respondió: “¡Oh dueño mio! antes de estar encerrada en esta maldita casa, era yo
propiedad de un rico mercader de la población, y esta vieja solía venir a verme y nos manifestaba mucha
amistad. Un día entre los días fue a su casa y me dijo: “Me han invitado a una gran boda, pues no habrá en
el mundo otra parecida. Y vengo a llevarte conmigo.” Yo le contesté: “Escucho y obedezco.” Me puse mis
mejores ropas, cogí un bolsillo con cien dinares y salí con la vieja. Llegamos a esta casa, en la cual me introdujo
con su astucia, y caí en manos de ese negro atroz, que me sujetó aquí a la fuerza y me utilizó para
sus criminales designios, a costa de la vida de los jóvenes que la vieja le proporcionaba. Y así he pasado
tres años entre las manos de esa vieja maldita.” Entonces mi hermano dijo: “Pero llevando aquí tanto tiempo,
debes saber si esos criminales han amontonado riquezas.” Y ella contestó: “Hay tantas, que dudo mucho
que tú solo pudieras llevártelas. Ven a verlo tú mismo.”
Y se llevó a mis hermano, y le enseñó grandes cofres llenos de monedas de todos los países y de bolsillos
de todas las formas. Y mi hermano se quedó deslumbrado y atónito. Ella entonces le dijo: “No es así como
podrás llevarte este oro. Ve a buscar unos mandaderos y tráelos para que carguen con él. Mientras tanto, yo
prepararé los fardos.”
Apresuróse El-Aschar a buscar a los mozos, y al poco tiempo volvió con diez hombres que llevaban cada
uno una gran banasta vacía.
Pero al llegar a la casa vio el portal abierto de par en par. Y la joven había desaparecido con todos los cofres.
Y comprendió entonces que se había burlado de él para poderse llevar las principales riquezas. Pero se
consoló al ver las muchas cosas preciosas que quedaban en la casa y los valores encerrados en los armarios,
con todo lo cual podía considerarse rico para toda su vida. Y resolvió llevárselo al día siguiente; pero cómo
estaba muy fatigado, se tendió en el magnífico lecho y se quedó dormido.
Al despertar al día siguiente, llegó hasta el límite del terror al verse rodeado por- veinte guardias del walí,
que le dijeron: “Llevántate a escape y vente con nosotros.” Y se lo llevaron, cerraron y sellaron las puertas,
y lo pusieron entre las manos de walí, que le dijo: “He averiguado tu historia, los asesinatos que has cometido
y el robo que ibas a perpetrar.” Entonces mi hermano exclamó: “¡Oh walí! Dame la señal de la seguridad,
y te contaré lo ocurrido.” Y el walí entonces le dio un velo, símbolo de la seguridad, y El-Aschar le
contó toda la historia desde el principio hasta el fin. Pero no sería útil repetirla. Después mi hermano añadió:
“Ahora, ¡oh walí lleno de ideas justas y rectas! consentiré, si quieres, en compartir contigo lo que queda
en aquella casa.” Pero el wali replicó: “¿Cómo te atreves a hablar de reparto? ¡Por Alah! No tendrás nada,
pues debo cogerlo todo. Y date por muy contento al conservar la vida. Además, vas a salir inmediatamente
de la ciudad y no vuelvas: por aquí, bajo pena del mayor castigo.” Y el walí desterró a mi hermano,
por temor a que el califa se enterase de la historia de aquel robo. Y mi hermano tuvo que huir muy lejos.
Pero para que se cumpliese por completo el Destino, apenas había salido de las puertas de la ciudad le
asaltaron unos bandoleros, y al no hallarle nada encima, le quitaron la ropa, dejándole en cueros, le apalearon
y le cortaron las orejas y la nariz.
Y supe entonces, ¡oh Emir de los Creyentes! las desventuras del pobre El-Aschar. Salí en su busca, y no
descansé hasta encontrarlo. Lo traje a mi casa, donde le curé, y ahora le doy para que coma y beba durante
el resto de sus días.
¡Tal es ta historia de El-Aschar! Pero la historia de mi sexto y último hermano, ¡oh Emir de los Creyentes!
merece que la escuches antes de que me decida a descansar.”
HISTORIA DE SCHAKALIK, SEXTO HERMANO DEL BARBERO
“Se llama Schakalik o el Tarro hendido, ¡oh Comendador de los Creyentes! Y a este hermano mío le
cortaron los labios a consecuencia de circunstancias extremadamente asombrosas.
Porque Schakalik, mi sexto hermano, era el más pobre de todos nosotros, pues era verdaoeramente pobre.
Y no hablo de los cien dracmas de la herencia de nuestro padre, porque Schakalik, que nunca había visto
tanto dinero junto, se comió los cien dracmas en una noche, acompañado de la gentuza más deplorable del
barrio izquierdo de Bagdad.
No poseía, pues, ninguna de las vanidades de este mundo, y sólo vivía de las limosnas de la gente que lo
admitía en su casa por su divertida conversación y por sus chistosas ocurrencias.
Un día entre los días había salido Schakalik en busca de un poco de comida para su cuerpo extenuado por
las privaciones, y vagando por las calles se encontró ante una magnífica casa, a la cual daba acceso un gran
pórtico con varias peldaños. Y en estos peldaños y a la entrada había un número considerable de esclavos,
sirvientes, oficiales y porteros. Y mi hermano Schakalik se aproximó a los que allí estaban y les preguntó
de quién era tan maravilloso edificio y le contestaron: “Es propiedad de un hombre que figura entre los hijos
de las reyes.”
Después se acercó a los porteros, que estaban sentados en un banco en el peldaño más alto, y les pidió
limosna en el nombre de Alah. Y le respondieron: “¿Pero de dónde sales para ignorar que no tienes más
que presentarte a nuestro amo para que te colme en seguida de sus dones?” Entonces mi hermano entró y
franqueó el gran pórtico, atravesó un patio espacioso, y un jardín poblado de árboles hermosísimos y de
aves cantoras. Lo rodeaba una galería calada con pavimento de mármol, y unos toldos le daban frescura durantes
las horas de calor. Mi hermano siguió andando y entró en la sala principal, cubierta de azulejos de
colores verde, azul y oro, con flores y hojas entrelazadas. En medio de la sala había una hermosa fuente de
mármol, con un surtidor de agua fresca, que caía con dulce murmullo. Una maravillosa estera de colores alfombraba
la mitad del suelo, más alta que la otra mitad, y reclinado en unos almohadones de seda con bordados
de oro se hallaba muy a gusto un hermoso jeique de larga barba blanca y de rostro iluminado por benévola
sonrisa. Mi hermano se acercó, y dijo al anciano de la hermosa barba: “¡Sea la paz contigo!” Y el
anciano, levantándose en seguida, contestó: “¡Y contigo la paz y la misericordia de Alah con sus bendiciones!
¿Qué deseas, ¡oh tú!?” Y mi hermano respondió: “¡Oh mi señor! sólo pedirte una limosna, pues estoy
extenuado por el hambre y las privaciones.”
Y al oír estas palabras, exclamó el viejo jeique: “¡Por Alah! ¿Es posible que estando yo en esta ciudad se
vea un ser humano en el estado de miseria en que te hallas? ¡Cosa es que realmente no puedo tolerar con
paciencia!” Y mi hermano, levantando las dos manos al cielo, dijo “Alah te otorgue su bendición! ¡Benditos
sean tus generadores!” Y el jéique repuso: “Es de todo punto necesario que te quedes en esta casa para
compartir mi comida y gustar la sal en mi mesa.” Y mi hermano dijo: “Gracias te doy, ¡oh mi señor y dueño!
Pues no podría estar más tiempo en ayunas, como no me muriese de hambre.” Entonces el viejo dio dos
palmadas y ordenó a un esclavo que se presentó inmediatamente: “¡Trae en seguida el jarro y la palangana
de plata para que nos lavemos las manos!” Y dijo a mi hermano Schakalik: “¡Oh huésped! Acércate y lávate
las manos.”
Y al decir esto, el jeique se levantó y aunque el esclavo no había vuelto, hizo ademán de echarse agua en
las manos con un jarro invisible y restregárselas como si tal agua cayese.
Al ver esto, no supo qué pensar mi hermano Schakalik; pero como el viejo insistía para que se acercase a
su vez, supuso que era una broma, y como él tenía también fama de divertido, hizo ademán de lavarse las
manos lo mismo que el jeique. Entonces el anciano dijo: ¡Oh vosotros! poned el mantel y traed la comida,
que este pobre hombre está rabiando de hambre.”
Y en seguida acudieron numerosos servidores, que empezaron a ir y venir como si pusieran el mantel y lo
cubriesen de numerosos platos llenos hasta los bordes. Y Schakalik aunque muy hambriento, pensó que los
pobres deben respetar los caprichos de los ricos, y se guardó mucho de demostrar impaciencia alguna. Entonces
el jeique le dijo: “¡Oh huésped! siéntate a mi lado, y apresúrate a hacer honor a mi mesa.” Y mi
hermano se sentó a su lado, junto al mantel imaginario, y el viejo empezó a fingir que tocaba a los platos y
que se llevaba bocados a la boca, y movía las mandíbulas y los labios como si realmente mascase algo. Y le
decía a mi hermano: “¡Oh huésped! mi casa es tu casa y mi mantel es tu mantel; no tengas cortedad y come
lo que quieras, sin avergonzarte. Mira qué pan; cuán blanco y bien cocido. ¿Cómo encuentras este pan?”
Schakalik contestó: “Este pan es blanquísimo y verdaderamente delicioso; en mi vida he probado otro que
se le parezca.” El anciano dijo: “¡Ya lo creo! La negra que lo amasa es una mujer muy hábil. La compré en
quinientos dinares de oro. Pero ¡oh huésped! prueba de esta fuente en que ves esa admirable pasta dorada
de kebeba con manteca, cocida al horno. Cree que la cocinera no ha escatimado ni la carne bien machacada,
ni el trigo mondado y partido, ni el cardamomo, ni la pimienta. Come, ¡oh pobre hambriento! y dime qué te
parecen su sabor Y su perfume.” Y mi hermano respondió`. “Esta kebeba es deliciosa para mi paladar, y su
perfume me dilata el pecho. Cuanto a la manera de guisarla, he de decirte que ni en los palacios de los reyes
se come otra mejor.” Y hablando así, Schakalik empezó, a mover las quijadas, a mascar y a tragar como si
lo hiciera realmente. Y el anciano dijo: “Así me gusta, ¡oh huésped! Pero no creo que merezca tantas alabanzas,
porque entonces, ¿qué dirás de ese plato que está a tu izquierda, de esos maravillosos pollos asados,
rellenos de alfónsigos, almendras, arroz, pasas, pimienta, canela y carne picada de carnero? ¿Qué te parece
el humillo?” Mi hermano exclamó: “¡Alah, Alahi ¡Cuán delicioso es su humillo, qué sabrosos están y qué
relleno tan admirable!” Y el anciano dijo: “En verdad eres muy indulgente y muy cortés, para mi cocina. Y
con mis propios dedos quiero darte a probar ese plato incomparable.” Y el jeique hizo ademán de preparar
un pedazo tomado de un plato que estuviese sobre el mantel, y acercándoselo a los labios a Schakalik, le
dijo: “Ten y prueba este bocado; ¡oh huésped! y dame tu opinión acerca de este plato de berenjenas rellenas
que nadan en apetitosa salsa.” Mi hermano hizo como si alargase el cuello, abriese la boca y tragara el pedazo,
y dijo cerrando los ojos de gusto: “¡Por Alah! ¡Cuán exquisito y cuán en su punto! Sólo en tu casa he
probado tan excelentes berenjenas. Todo está preparado con el arte de dedos expertos: la carne de cordero
picada, los garbanzos, los piñones, los granos de cardamomo, la nuez moscada, el clavo, el jengible, la pimienta
y las hierbas aromáticas. Y tan bien hecho está, que se distingue el sabor de cada aroma.” El anciano
dijo: “Por eso, ¡oh mi huésped! espero de tu apetito y de tu excelente educación que te comerás las cuarenta
y cuatro berenjenas rellenas que hay en ese plato.” Schakalik contestó: “Fácil ha de serme el hacerlo,
pues están muy sabrosas y acarician mi paladar más deliciosamente que dedos de vírgenes.” Y mi hermano
fingió coger cada berenjena una tras otra, haciendo como si las comiese; y meneando de gusto la cabeza y
dando con la lengua grandes chasquidos. Y al pensar en estos platos se le exasperaba el hambre y se habría
contentado con un poco de pan seco de habas o de maíz. Pero se guardó de decirlo.
Y el anciano repuso: “¡Oh huésped! tu lenguaje es el de un hombre bien educado, que sabe comer en
compañía de los reyes y de los grandes. Come, amigo, y que te sea sano y de deliciosa digestión. Y mi hermano
dijo: “Creo que ya he comido bastante de estas cosas.” Entonces el viejo volvió a palmotear, y dispuso:
“¡Quitad este mantel y poned el de los postres! ¡Vengan todos los dulces, la repostería y las frutas
más escogidas!” Y los esclavos empezaron otra vez a ir y venir, y a mover las manos, y a levantar, los brazos
por encima de la cabeza, y a cambiar un mantel por otro. Y después a una seña del viejo, se retiraron. Y
el anciano dijo a Schakalik: “Llegó, ¡oh huésped! el momento de endulzarnos el paladar, Empecemos por
los pasteles. ¿No da gusto ver esa pasta fina, ligera, dorada y rellena de almendra, azúcar y granada, esa
pasta de katayefs sublimes que hay en ese plato? ¡Por vida mía! Prueba uno o dos para convencerte. ¿Eh?
¡Cuán en su punto está el almíbar! ¡Qué bien salpicado está de canela! Se comería uno cincuenta sin hartarse,
pero hay que dejar sitio para la excelente kenafa que hay en esa bandeja de bronce cincelada. “Mira
cuán hábil es mi repostera, y cómo ha sabido trenzar las madejas de pasta. Apresúrate a comerla antes de
que se le vaya el jarabe y se desmigaje ¡Es tan delicada! Y esa mahallabieh de agua de rosas, salpicada con
alfónsigos pulverizados; y esos tazones llenos de natillas aromatizadas con agua de azahar. ¡Come, huésped,
métele mano sin cortedad! ¡Así! ¡Muy bien!” Y el viejo daba ejemplo a mi hermano, y se llevaba la
mano a la boca con glotonería, y fingía que tragaba como si fuese de veras, y mi hermano le imitaba admirablemente,
a pesar de que el hambre le hacía la boca agua.
El anciano continuó: “¡Ahora, dulces y frutas! Y respecto a los dulces, ¡oh huésped! sólo lucharás con la
dificultad de escoger. Delante de ti tienes dulces secos y otros con almíbar. Te aconsejo que te dediques a
los secos, pues yo los prefiero, aunque los otros sean también muy gratos. Mira esa transparente y rutilante
confitura seca de albaricoque tendida en anchas hojas. Y ese otro dulce seco de cidras con azúcar cande
perfumado con ámbar. Y el otro, redondo, formando bolas sonrosadas, de pétalos de rosa y de flores de
azahar. ¡Ese, sobre todo, me va acostar la vida, un día! Resérvate, resérvate, que has de probar ese dulce de
dátiles rellenos de clavo y almendra. Es del Cairo, pues en Bagdad no lo saben hacer así. Por eso he encargado
a un amigo de Egipto que me mande cien tarros llenos de esta delicia. Pero no comas tan aprisa, pues
por más que tu apetito me honre en extremo, quiero que me des tu parecer sobre ese dulce de zanahorias
con azúcar y nueces perfumado con almizcle. Y Schakalik dijo ¡Oh! ¡Este dulce es una cosa soñada! ¡Cómo
adora sus delicias mi paladar! Pero se me figura que tiene demasiado almizcle.” El anciano replicó:
“¡Oh no, oh no! Yo no pienso que sea excesivo, pues no puedo prescindir de ese perfume, como tampoco
del ámbar. Y mis cocineros y reposteros lo echan a chorros en todos mis pasteles y dulces. El almizcle y el
ámbar son los dos sostenes de mi corazón.”
Y el viejo prosiguió: “pero no olvides estás frutas, pues supongo que habrás dejado sitio para, ellas. Ahí
tienes limones, plátanos, higos, dátiles frescos, manzanas, membrillos, y muchas más. También hay nueces
y almendras frescas y avellanas. Come, ¡oh huésped! que Alah es misericordioso.”
Pero mi hermano, que a fuerza de mascar en balde ya no podía mover las mandíbulas, y cuyo estomago
estaba cada vez más excitado por el incesante recuerdo de tanta cosa buena, dijo: “¡Oh señor! He de confesar
que estoy ahito, y que ni un bocado me podría entrar por la garganta.” El anciano replicó: “¡Es admirable
que te hayas hartado tan pronto! Pero ahora vamos a beber, que aún no hemos bebido.”
Entonces el viejo palmoteó, y acudieron los esclavos con las mangas levantadas y los ropones cuidadosamente
recogidos, y fingieron llevárselo todo y poner después en el mantel dos copas frascos, alcarrazas y
tarros magnificos. Y el anciano hizo como si echara vino en las copas, y cogió una copa imaginaria y se la
presentó a mi hermano, que la aceptó con gratitud, y después de llevársela a la boca dijo: “¡Por Alah! ¡Qué
vino tan delicioso!” E hizo ademán de acariciarse placenteramente el estómago. Y el anciano fingió coger
un frasco grande de vino añejo y verterlo delicadamente en la copa, que mi hermano se bebió de nuevo. Y
siguieron haciendo lo mismo, hasta que mi hermano hizo como si se viera dominado por los vapores del vino,
y empezó a menear la cabeza y a decir palabras atrevidas. Y pensaba: “Llegó la hora de que pague este
viejo todos los suplicios que me ha hecho pasar.”
Y como si estuviera completamente borracho, levantó el brazo derecho y descargó tan violento golpe en
el cogote del anciano, que resonó en toda la sala. Y alzó de nuevo el brazo, y le dio el segundo golpe más
recio todavía. Entonces el anciano exclamó: “¿Qué haces, ¡oh tú el más vil entre los hombres!?” Mi hermano
Schakalik respondió: “¡Oh dueño mío y corona de mi cabeza! soy tu esclavo sumiso, aquel a quien has
colmado de dones, acogiéndole en tu mansión y alimentándole en tu mesa con los manjares más exquisitos,
como no los probaron ni los reyes. Soy aquel a quien has endulzado con las confituras, compotas y pasteles
más ricos, acabando por saciar su sed con los vinos más delicados. Pero bebí tanto, quo he perdido el seso.
¡Disculpa, pues, a tu esclavo, que levantó la mano contra su bienhechor! ¡Discúlpame, ya que tu alma es
más elevada que la mía, y perdona mi locura!”
Entonces el anciano, lejos de encolerizarse, se echó a reír a carcajadas, y acabó por decir: “Mucho tiempo
he estado buscando por todo el mundo, entre las personas con más fama de bromistas y divertidas, un hombre
de tu ingenio, de tu carácter y de tu paciencia. Y nadie ha sabido sacar tanto partido como tú de mis
chanzas, y juegos. Hasta ahora has sido el único que ha sabido amoldarse a mi humor, y a mis caprichos,
conllevando la broma y correspondiendo con ingenio a ella. De modo que no sólo te perdono este final, sino
que quiero que me acompañes a la mesa, que estará realmente cubierta de los manjares, dulces y frutas
enumeradas. Y en adelante, ya no me separaré jamás de ti:”
Y dio orden a sus esclavos para que los sirvieran en seguida, sin escatimar nada, lo cual se ejecutó puntualmente.
Después que comieron los manjares y se endulzaron con pasteles, confituras y frutas, el anciano invitó a
Schakalik a pasar con él al segundo comedor, reservado especialmente a las bebidas. Y al entrar fueron recibidos
al son de armoniosos instrumentos y con canciones de las esclavas blancas, deliciosas jóvenes más
hermosas que lunas. Y mientras el viejo y mi hermano bebían exquisitos vinos, no cesaron las cantoras de
entonar admirables melodías. Y algunas bailaron después como pájaros de alas rápidas. Y este día de fiesta
terminó con besos y goces más positivos que soñados.
Pero el jeique tomó tal afecto a mi hermano, que fue su amigo íntimo y su compañero inseparable, demostrándole
un inmenso cariño, y le obsequiaba cada día con mayor regalo. Y no dejaron de comer, beber
y vivir deliciosamente durante veinte años más.
Pero tenía que cumplirse lo que había escrito el Destino. Y pasados los veinte años murió el viejo, e inmediatamente
el walí mandó embargar todos sus bienes, confiscándolos en provecho propio, pues el jeique
carecía de herederos, y mi hermano no era su hijo. Entonces Schakalik, obligado a escaparse por la persecución
del walí, tuvo que buscar la salvación huyendo de Bagdad.
Y resolvió atravesar el desierto para dirigirse a la Meca y santificarse. Pero cierto día, la caravana a la
cual se había unido fue atacada por los nómadas, salteadores de caminos, malos musulmanes que no practicaban
los preceptos de nuestro Profeta (¡sean con él la plegaria y la paz de Alah!.) Y los viajeros fueran
despojados y reducidos a esclavitud, y a Schakalik le tocó el más feroz de aquéllos bandidos beduinos, que
lo llevó a su tribu y lo hizo su esclavo. Y todos los días le pegaba una paliza y le hacía sufrir todos los suplicios,
y le decía: “Debes ser muy rico en tu país, y si no me pagas un buen rescate, acabarás por morir a
mis propias manos.” Y mi hermano, llorando, exclamaba: “¡Por Alah! Nada poseo ¡oh jefe de los árabes!
pues desconozco el camino de la riqueza. Y ahora soy tu esclavo y estoy en tu poder; puedes hacer de mí lo
que quieras.”
Pero el beduíno tenía por esposa a una admirable mujer entre las mujeres, de negras cejas y ojos de noche.
Por eso, cada vez que el beduíno se alejaba de la tienda, esta criatura del desierto iba a buscar a mi
hermano para ofrecerle su amor. Pero un día que estaban a punto de besarse se precipitó en la tienda el terrible
beduíno, y los sorprendió en aquella postura. Y sacó del cinturón un cuchillo tan ancho que de un
solo golpe podía rebanar la cabeza de un camello, de una a otra yugular. Y agarró a mi hermano, empezó
por cortarle los dos labios, metiéndoselos en la boca, y le dijo: '¡Miserable! ¿Cómo te atreviste a seducir a
mi esposa? Y de un tajo lo mutiló. En seguida arrastrándolo por los pies lo echó sobre un camello, lo llevó
a lo alto de una montaña, lo tiró al suelo, y se marchó para seguir su camino.
Como la tal montaña está situada en el camino por donde van los peregrinos, algunos de estos peregrinos,
que eran de Bagdad, hallaron a Schakalik; y al reconocer al chistosísimo Tarro hendido, que tanto los había
hecho reír, vinieron a avisarme, después de haberle dado de comer y beber.
Y fui en su busca, ¡oh Emir de los Creyentes! me lo eché a cuestas, lo traje a Bagdad, y luego de curarle,
le he dado con que mantenerse mientras viva.
He aquí en pocas palabras, ¡oh Príncipe de los Creyentes! la historia de mis seis hermanos, que habría
podido contarte con más detenimiento. Pero he preferido no abusar de tu paciencia, probando de este modo
lo poco charlatán que soy, y que además de hermano de mis hermanos podría llamarme su padre, y que el
mérito de ellos desaparece al presentarme yo, apellidado el Samet.
Y el califa Montasser Billah se echó a reír a carcajadas y me dijo: “Efectivamente, ¡oh Samet! hablas
bien poco, y nadie podrá acusarte de indiscreción, ni de curiosidad, ni de malas cualidades. Pero tengo mis
motivos para exigir que inmediatamente salgas de Bagdad y te vayas a otra parte. Y sobre todo, date prisa.”
Y así me desterró el califa, tan injustamente, sin explicarme la causa de aquel castigo.
Entonces, ¡oh mis señores! empecé a viajar por todos los climas y todos los países, hasta que supe el fallecimiento
de Montasser Billah y el reinado de su sucesor el califa El-Mostasem. Volví a Bagdad en seguída,
pero me encontré con que todos mis hermanos habían muerto. Y entonces ese joven que se acaba de
marchar tan descortésmente me llamó a su casa para que le afeitase la cabeza. Y contra todo lo que ha dicho
puedo aseguraros, ¡oh mis señores! que le hice un grandísimo favor, y a no ser por mi ayuda, probable
es que el kadí, padre de la joven, lo hubiese mandado matar. De modo que todo lo que ha dicho es una calumnia,
y cuanto ha contado sobre mi supuesta curiosidad, indiscreción, charlatanería y falta de tacto es falso
absolutamente, ¡oh vosotros cuantos aquí estáis!”.
Tal es, ¡oh rey afortunado! ––prosiguió Schahrazada––, la historia en siete partes que el sastre de la China
refirió al rey. Y después añadió:
“Cuando el barbero Samet hubo terminado su historia, no necesitamos oír más para convencernos de que
era realmente el charlatán más extraordinario y el rapista más indiscreto de toda la tierra. Y quedamos persuadidos
de que el joven cojo de Bagdad había sido la víctima de su insoportable indiscreción. Entonces,
aunque sus historias nos habían hecho pasar un buen rato, acordamos castigarle. Y nos apoderamos de él, a
pesar de sus chillidos, y lo encerramos en un cuarto obscuro lleno de ratas. Y los demás seguimos comiendo,
bebiendo y disfrutando hasta que llegó la hora de la plegaria. Y entonces nos retiramos y yo fui en busca
de mi esposa.
Pero al llegar a mi casa encontré a mi mujer de muy mal humor, y me dijo: ¿Té parece bien dejarme sola
mientras andas de diversión con tus amigos? Si no me sacas en seguida a paseo, me presentaré al walí para
entablar la demanda de divorcio.”
Y como soy enemigo de disturbios conyugales, quise que hubiera paz, y a pesar del cansancio salí a paseo
con mi mujer. Y anduvimos recorriendo calles y jardines hasta la puesta del sol.
Y cuando regresábamos a casa encontramos por casualidad a ese jorobeta que se hallaba a tu servicio,
¡oh rey poderoso y magnánimo! Y el jorobado estaba borracho completamente, diciendo chiste a cuantos le
rodeaban, y recitó estos versos:
¡No sé si elegir la copa transparente y coloreada o el vino sutil y purpurino!
¡Porque la copa es como el vino sutil y purpurino, y el vino es como la copa coloreada y transparente!
Y se interrumpía para embromar a los transeúntes o para danzar, golpeando la pandereta. Y yo y mi mujer
supimos que sería para nosotros un agradable comensal, y le convidamos a comer con nosotros. Y juntos
comimos, y mi esposa se quedó con nosotros, pues no creía que la presencia de un jorobado fuese como
la de un hombre regular, pues de no pensarlo así no habría comido delante de un extraño. Entonces fue
cuando a mi esposa se le ocurrió bromear con el jorobeta y meterle en la boca la comida que lo ahogó.
Y en seguida, ¡oh rey poderoso! cogimos el cadáver del jorobeta y lo dejamos en la casa del médico judío
que está presente. Y a su vez el médico judío lo dejó en la casa del intendente, que hizo responsable al corredor
copto.
Y tal es, ¡oh rey generoso! la más extraordinaria de las historias que te hayan referido. Y esta historia del
barbero y sus hermanos es, con seguridad, más sorprendente que la del jorobado.”
Cuando el sastre hubo acabado de hablar, el rey de la China dijo: “He de confesar que es muy interesante
esa historia, y acaso más sugestiva que la del pobre jorobeta. Pero ¿dónde está ese asombroso barbero?
Quiero verle y oírle antes de adoptar mi decisión respecto a vosotros cuatro. Después enterraremos a nuestro
jorobeta. Y le erigiremos un buen sepulcro por lo mucho que me divirtió en vida, y aun después de
muerto, pues me ha dado ocasión de oír la historia del joven cojo, la del barbero con sus seis hermanos y
las otras tres historias.”
Y dicho esto, el rey mandó a sus chambelanes que se fuesen con el sastre a buscar al barbero. Y una hora
después, el sastre y los chambelanes, que habían ido a sacar al barbero del cuarto obscuro, lo trajeron al
palacio y se lo presentaron al rey.
Y el rey examinó al barbero, y vio que era un anciano jeique lo menos de noventa años, de cara muy negra,
barbas muy blancas, lo mismo que las cejas, orejas colgantes y agujereadas, narices de pasmosa longitud
y aspecto lleno de presunción y altanería. Al verlo, el rey de la China se echó a reír ruidosamente y le
dijo: “¡Oh Silencioso! Me han dicho que sabes contar historias admirables y llenas de maravillas. Quisiera
oírte algunas de las que sabes referir tan bien.” El barbero contestó: “¡Oh rey del tiempo! no te han engañado
al ponderarte mis cualidades, pero en primer lugar desearía saber lo que hacen aquí, reunidos, ese corredor
nazareno, ese judío, ese musulmán, y ese jorobeta muerto, tumbado en el suelo. ¿De dónde procede esta
extraña reunión?” Y el rey de la China se rió mucho y replicó: “¿Y por qué me interrogas respecto a gente
que te es desconocida?” El barbero dijo: “Pregunto solamente para demostrar a mi rey que no soy un charlatán
indiscreto, que no me ocupo nunca en lo que no me importa, y que soy inocente de las calumnias que
me dirigen, como la de llamarme hablador y lo demás. Sabe, por tanto, que soy digno de ostentar el sobrenombre
de Silencioso, pues el poeta dijo:
¡Cuando tus ojos vean a una persona con un sobrenombre, sabe que, como indagues bien, siempre acabará
por surgir el sentido del sobrenombre!”
Entonces dijo el rey: “Mucho me agrada este barbero. Voy a contarle la historia del jorobado, y luego las
relatadas por el nazareno, el judío, el intendente y el sastre.” Y el rey refirió al barbero todas las historias,
sin omitir una particularidad. Pero no es necesario repetirlas.
Cuando el barbero hubo oído las historias y supo, la causa de la muerte del jorobado, empezó a menear
gravemente la cabeza, y exclamó: “¡Por Alah! ¡Cosa extraordinaria es esa y me sorprende grandemente! A
ver, levantad el velo que cubre el cadáver, que yo lo vea.”
Y cuando se descubrió el cadáver, el barbero se sentó en el suelo, puso la cabeza del jorobado en sus rodillas
y le miró atentamente a la cara. Y de pronto soltó tal carcajada, que la fuerza de la risa le hizo caer. Y
exclamó: “En verdad, toda muerte tiene una causa entre las causas. Y la causa de la muerte de este jorobado
es la cosa más sorprendente de las cosas sorprendentes. Porque merece ser escrita con hermosas letras de
oro en los registros del reino, para enseñanza de los hombres futuros.”
Y el rey, pasmado al oír las palabras del barbero, le dijo: “¡Oh barbero, oh Silencioso! explícanos el sentido
de tus palabras.” Y el barbero replicó: “¡Oh rey! te juro por tu gracia y tus beneficios que tu jorobado
tiene el alma en el cuerpo. Y lo vas a ver.” Y en seguida sacó de su cinturón un frasquito con un ungüento,
empapó con él el pescuezo del jorobado y le vendó el cuello con un paño de lana. Después aguardó que
transcurriera una hora. Sacó entonces del mismo cinturón unas largas tenazas de hierro, las introdujo en el
garguero del jorobado, manipuló en varios sentidos, y las sacó al fin, llevando en ellas el pedazo de pescado
y la espina, causa de lo ocurrido al jorobeta. Y éste estornudó estrepitosamente, abrió los ojos, volvio en sí,
se palpó la cara con las manos, dio un brinco, se puso de pie y exclamó: “¡La ilah ile Alah! ¡Y Mohamed es
el Enviado de Alah! ¡Sean con él la plegaria y la salvación de Alah!”
Y todos los circunstantes quedaron estupefactos y llenos de admiración hacia el barbero. Y después, al
reponerse de su emoción, el rey y todas los presentes empezaron a reír a carcajadas al ver la cara del jorobeta.
Y el rey dijo: “¡Por Alah! ¡Qué ventura tan prodigiosa! ¡En mi vida he visto nada más sorprendente y
extraordinario!” Y añadió: “¡Oh vosotros aquí presentes! ¿Ha visto alguno que así se muera un hombre para
resucitar después? Si, gracías a Alah, no hubiese estado aquí este barbero, nuestro jeique Samet, el día de
hoy habría sido el último de la vida del jorobado. Y sólo por la ciencia y el mérito de este barbero admirable
y lleno de capacidad hemos podido salvar su vida” Y todos los presentes dijeron: “Verdad es, ¡oh rey!
Pues esta aventura es el prodigio de los prodigios y el milagro de los milagros.”
Entonces el rey de la China, lleno de júbilo, mandó que inmediatamente se escribieran con letras de oro
la historia del jorobado y la del barbero, y que se conservasen en los archivos del reino. Y así se ejecuto
puntualmente. En seguida regaló un magnífico traje de honor a cada uno de los acusados, al médico judío,
al corredor nazareno, el intendente y al sastre, y los agregó al servicio de su persona y del palacio, y les
mandó hacer las paces con el jorobeta. Y a éste le hizo maravillosos regalos, le colmó de riquezas, le nombró
para altas cargos y lo eligió como compañero de mesa y bebida.
Pero aún tuvo más extraordinarias atenciones con el barbero; le hizo vestir un suntuoso traje de honor,
mandó que le construyesen un astrolabio todo de oro, otros instrumentos de oro, tijeras y navajas con perlas
y pedrería; le nombró barbero y peluquero de su persona y del reino, y también le tomó por compañero íntimo.
Y siguieron viviendo la vida más próspera y más dichosa, hasta que puso término a su felicidad la Arrebatadora
de todo goce, la Dislocadora de toda intimidad, la Separadora de los amigos, la Sepultadora, la Invencible,
la Inevitable.
Al terminar, la discretísima Schahrazada dijo al rey: “No creas, ¡oh rey! que esta historia sea tan notable
y sorprendente como la de Ghanem ben-Ayub y su hermana Fetnah. “ Y el rey Schahriar contestó: “No conozco
tal historia.”
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