Los crímenes que conmovieron al mundo
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La tecnología engendra
ruptura, la falta de ella
también.
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El Libro de las Desapariciones
Bajo el signo de Alpha
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Las ranuras en la parte
superior del cráneo,
se popularizaron en la
quinta década del Siglo
XXI cuando se volvieron
un requisito indispensable
para los alumnos de
nivel básico. Esta disposición
redujo el número de maestros, acabó con el sindicalismo
magisterial y las escuelas fueron adaptadas
como viviendas de interés social. El Estado Autárquico
que regía el destino de los habitantes de la Tierra absorbió
el costo de los implantes. La operación quirúrgica
no era muy cara, se infectaba de vez en cuando y no de-
jaba marcas demasiado notorias en el hueso frontal. Los
conectores de 64 pins nunca excedieron el tamaño de
una estampilla, aunque tales dimensiones a veces ocasionaran
dificultad para implantar un chip sin la ayuda
de un espejo. Desde el 2056, los niños recibían el chip
correspondiente a su grado académico y trabajaban en
aulas virtuales sin salir de casa. Las ranuras también se
difundieron entre el resto de la población que los usó por
disposiciones laborales encaminadas a mejorar la eficiencia,
o por simple placer. Los usuarios acostumbraban
disimular todo rastro de enchufe con el cabello o
cualquier accesorio de moda, aunque algunos excéntricos
los evidenciaban al raparse y al añadir tatuajes ridículos
en los bordes. No faltaba quien añadiera
extensiones terminadas en puntas de flecha, relámpagos
de lámina o imitaciones de viejos pararrayos y veletas.
El ciudadano medio disponía en el 2075 de incontables
opciones, marcas y títulos que incluían películas clásicas,
juegos de combate, intercambio sexual, sueños virtuales
que transfiguraban los deseos más recónditos del
usuario en aventuras placenteras o sadomasoquistas de
acuerdo a la posibilidad elegida, conciertos, incursiones
en paisajes extintos o soles de cualquier galaxia. No escaseaban
las cacerías, las carreras de naves espaciales,
las ofertas del deporte y las propuestas académicas que
ofrecían licenciaturas, maestrías y doctorados; aunque
entre estas últimas prevalecieran las estafas que propiciaron
una legión de ignorantes desempleados al ser instruidos
con sistemas deficientes. En fin, los catálogos
eran infinitos. La educación, la tecnología, las ciencias
teóricas, la historia, el placer, el esparcimiento, toda posibilidad,
toda posible demanda y cada necesidad de los
hombres era atendida por los proveedores con ofertas
multiplicadas de acuerdo al gusto más excéntrico y al nivel
de calidad pagado por los usuarios.
El desarrollo era una realidad, pero el índice de población
y los niveles de bienestar comenzaron a descender.
Las estadísticas mostraban un incremento en la tasa de
suicidios inexplicables para los teóricos de un sistema
empeñado en fundamentar la realidad en los universos
virtuales de las nuevas tecnologías. Era común que los
niños se cortaran las venas ante las exigencias de un
maestro distante. Mujeres y hombres murieron entre la
multiplicidad de los orgasmos obtenidos en los rincones
del cerebro donde las hormonas eran estimuladas con excesos
mortales hasta agotar el corazón. El hambre también
contribuyó a disminuir el número de usuarios de los
chips al extenderse los casos de personas que olvidaban
comer o dormir, mientras permanecían obsesionados por
los universos míticos a su alcance. Otros muchos murieron
al estallar los chips de procedencia indeterminada y
sin aval en llamaradas que parecían producidas por una
fuente divina. Un sobreviviente milagroso de un accidente
de esta naturaleza declaró que La luz estaba en todas
partes como si el fuego se extendiera ante los ojos y
dentro de los pensamientos.
La muerte no sólo se daba como producto de las obsesiones
que propiciaron un auge de la sicología y los astrólogos,
también era producida por los combates que
libraban los piratas tecnológicos, los comerciantes no establecidos,
los contrabandistas y los agentes de la policía
reforzados de manera no explícita por los mercenarios
contratados por las compañías productoras de chips. Incontables
inocentes murieron por la mala puntería de los
combatientes, el estallido de las bombas de neutrones
destinadas a destruir los centros de fabricación no autorizados,
o por ser confundidos con comerciantes no autorizados.
Otra fuente de víctimas mortales fue la oleada de accidentes
ocurridos por las distracciones de los conductores
de vehículos terrestres, náuticos, aéreos o
interespaciales, al desatender sus obligaciones por incursionar
con descuido en la cibernética.
La muerte multiplicaba sus caminos.
No faltaron los que murieron al ser asaltados para ser
despojados de tarjetas de crédito o dinero en efectivo, al
ser detectados mirando chips de altos precios en las vidrieras
de los centros comerciales o en los catálogos que
mostraban no pocas paredes citadinas. Los asaltantes suponían
que se trataba de millonarios y a veces eran decepcionados
por la cartera vacía de algún miserable
voyeurista que sólo se había atrevido a mirar un producto
que le resultaba inaccesible. En algunos casos, la sangre
de los bandoleros humedeció las calles al ser sorprendidos
por los guardaespaldas de los millonarios auténticos.
Los desempleados que incluían nombres connotados
del deporte, las artes plásticas, el gobierno, los medios de
comunicación, el ballet, la literatura, el sacerdocio y la
farándula formaron bandas terribles que no podían mantenerse
al margen del público que durante tantos años les
había permitido vivir con holgura o, por lo menos, contar
con una audiencia que les resultaba imprescindible. Estos
grupos acostumbraban capturar rehenes a los que forzaban
a presenciar, de acuerdo a las características
predominantes entre la pandilla de secuestradores de turno,
encuentros deportivos, obras teatrales, conciertos,
sermones religiosos, presentaciones de libros, noticieros,
discursos políticos, óperas italianas y espectáculos
circenses sin chip de por medio. Estas sesiones se prolongaban
hasta la muerte del público por hambre, indiferencia
o aburrimiento, aunque hubo ocasiones en que los
prisioneros lograron emanciparse de sus secuestradores.
Una historia clásica de la época, narra que una audiencia
obtuvo la libertad cerca de Victoria y que mató a los delincuentes
brindándoles rechiflas e insultos sin fin. Los
artistas murieron de pena más que por el cansancio causado
por el partido de futbol que tuvieron que disputar
durante tres días y tres noches sin pausa alguna.
La muerte también causó bajas entre la población alejada
de los grandes centros urbanos. Los chips fueron llevados
a todos los rincones de la Tierra mediante los
mercaderes ambulantes, los gitanos y los misioneros de
la Orden de la Tarjeta Madre que pregonaban que toda
realidad es virtual. Sería farragoso abundar sobre las defunciones
acaecidas en tales ámbitos por la similitud
mostrada con algunos ejemplos ya expuestos, sin embargo,
la proximidad de la naturaleza ofreció una que otra
posibilidad nueva a la muerte. El escritor Holocanto Severo,
autor de El Libro de las Desapariciones, refiere
con precisión de metrónomo…la candidez mostrada por
algunos seres humanos, al enfrentarse con el futuro, los
hizo decaer de prisa, entre estertores virginales, aunque
la violencia y las muertes no decrecieron; podría decirse
que alcanzaron destellos imaginativos excepcionales,
como en el caso del nómada africano que al obtener una
ranura y un estudio académico que mostraba la vida en
el Polo Norte murió congelado en pleno verano ecuatorial.
Es memorable y digno de estudios más profundos el
suicidio colectivo de 200 monjes tibetanos tras descu-
brir en un chip compartido que Dios no era cosa que un
holograma generado por un ordenador.
También resulta conmovedora la historia del propio
Holocanto que tras quince años dedicados a concebir, investigar
y redactar la que consideraba su obra cumbre,
desperdició otros diez sin encontrar una editorial interesada
en publicar El Libro de las Desapariciones. El autor
dejó de existir poco después del décimo aniversario de su
búsqueda inútil cuando recitaba, con voz atronadora, un
pasaje de su libro en un mercado de Lisboa. Fue muerto
por un húngaro que no estuvo de acuerdo con algunas
opiniones escuchadas por accidente, pues de no haberse
descompuesto el chip que lo llevaba en un paseo astronómico,
nunca hubiera prestado atención al tipo barbado
que agitaba las manos como un ave enorme imposibilitada
de despegar.
El asesino escapó con el libro entre sus manos. No se
percató del robo hasta que se encontró frente al estuario
del Tajo. Un aroma salobre impregnaba el atardecer en
que Cedrán Belakún comenzó a leer con paciencia infinita
cada una de las historias recopiladas por Holocanto.
La policía descubrió el cadáver del húngaro una semana
después.
Las investigaciones no encontraron razón lógica que
explicara la muerte. El libro no estaba envenenado. La
gente que comenzaba a desconfiar de los chips hizo correr
el rumor de que había muerto de tristeza. Su historia
no fue consignada en el Libro de las Desapariciones que
fue editado al cumplirse un siglo del deceso del autor.
El lanzamiento editorial incluye un chip donde uno
puede vivir en carne propia cada una de las
desapariciones narradas con realismo inhumano y se ha
convertido en un best-seller entre los sobrevivientes del
holocausto que parece infinito.
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