HISTORIA DE ALÍ BABÁ Y LOS CUARENTA LADRONES
“Recuerdo, ¡oh rey afortunado!, que en tiempos muy lejanos, en los días del pasado, ya ido, y en una ciudad
entre las ciudades de Persia, vivían dos hermanos; uno se llamaba Kasín y el otro Alí Babá. ¡Exaltado
sea aquel ante quien se borran todos los nombres, sobrenombres y renombres; el que ve las almas al desnudo
y las conciencias en toda su profundidad, el Altísimo, el dueño de todos los destinos! Cuando el padre
de Kasín y de Alí Babá, que era un hombre del común, murió en la misericordia de su señor, los dos hermanos
se repartieron equitativamente lo poco que les dejo en herencia, tardando poco en consumir tan
mezquino caudal y encontrándose, de la noche a la mañana, con las caras largas y sin pan ni queso. He aquí
lo que suele ocurrirles a los que viven descuidados en la edad temprana, olvidando los consejos de los sabios.
El mayor, que era Kasín, viéndose en trance de secarse dentro de su pellejo y morir de inanición, se
puso a la búsqueda de una situación lucrativa, y como era avisado y astuto, no tardó en dar con una casamentera
o entremetida, ¡alejado sea el maligna! quien, le casó con una adolescente que tenía buena mesa y
muy buena plata; en todo y por todo, un excelente partido. ¡Alabado sea el Retribuidor! De esta manera,
además de una apetecible esposa, el joven tuvo una tienda bien abastecida en el centro del mercado. Tal era
su destino, marcado en su frente desde su nacimiento, y así se cumplió.
En cuanto al segundo, que era Alí Babá, cómo no era ambicioso, sino más bien modesto, capaz de contentarse
con muy poco, se hizo leñador y llevó una vida de laboriosidad y pobreza, pero, a pesar de todo,
supo vivir con tanta economía, gracias a las lecciones de la dura experiencia, que ahorró algún dinero, y lo
empleó en comprar un asno, después otro y más tarde un tercero. Todos los días los llevaba al bosque y los
cargaba con los troncos y la leña qué antes traía él sobre, sus espaldas. Habiendo llegado a ser propietario
de tres asnos, Alí Babá inspiraba tal confianza a las gentes de su oficio, todos pobres leñadores, que uno de
ellos se consideró honrado ofreciéndole su hija en matrimonio. Los asnos de Alí Babá fueros inscritos en el
contrato, ante el kadí y los testigos, como dote y ajuar de la joven, que, por otra parte, no aportaba a la casa
de su esposo absolutamente nada, puesto que era muy pobre. Mas la pobreza y la riqueza no son eternas;
pues sólo Alah es, el eterno viviente. Alí Babá tuvo de su esposa dos hijos; bellas como lunas, que glorificaban
a su Creador. Él vivía modesta y honestamente, junto con toda su familia, del producto de la venta de
la leña, y no pedía a su creador más que aquella sencilla y feliz tranquilidad.
Un día en que Alí Babá estaba en el bosque ocupado en abatir a hachazos un árbol, el destino decidió
modificar el sino del leñador. Primero se oyó un ruido sordo que, aunque lejano, se aproximaba rápidamente
como un galope acelerado y estruendoso. Alí Babá, hombre pacifico y que detestaba las aventuras y
complicaciones, se asustó al encontrarse solo con sus tres asnos en medio de aquella soledad. Su prudencia
le aconsejó trepar sin tardanza a la copa de un grueso árbol que se elevaba en la cima de un pequeño montículo
que dominaba todo el bosque, y así, oculto entre sus ramas, pudo observar qué era lo que producía
aquel estruendo. ¡Y bien que lo hizo! Pues divisó una tropa de caballeros, armados hasta los dientes y que,
al galope, avanzaba hacia donde él se encontraba. Al ver sus semblantes sombríos y sus barbas negras, que
los hacían semejantes a cuervos de presa, no dudó que eran bandoleros, salteadores de caminos de la peor
especie. Girando estuvieron al pie del montículo rocoso donde Alí Babá estaba escondidó, a una señal de su
gigantesco jefe echaron pie a tierra, desembridaron sus caballos y, colgando del cuello de cada uno de los
animales un saco de forraje que llevaban sobre la grupa, los ataron a los árboles. Después cogieron las alforjas
y las cargaron sobre sus propias espaldas, y tan pesadas eran aquéllas, que los bandidos caminaban
encorvados bajo su peso. En buen orden pasaron bajo Alí Babá, que así pudo fácilmente contarlos y ver que
eran cuarenta, ni uno más ni uno menos.
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 852 NOCHE
Ella dijo:
Cargados de esta manera llegaron, ante una gran roca que había al pie del montículo, y se pararon. El jefe,
que era el que iba a la cabeza, dedando un instante en el suelo su pesada alforja, se encaró con la roca, y
con voz retumbante, dirigiéndose a alguien o algo que permanecía invisible a todas las miradas, exclamo:
“¡Sésamo, ábrete! Al momento la roca se entreabrió, y entonces el jefe se apartó un poco para dejar pasar a
sus hombres, y cuando hubieron entrado todos, volvió a cargar su alforja sobre sus espaldas, entrando el
último, y exclamando con voz autoritaria que no admitía réplica: “¡Sésamo, ciérrate!” La roca se empotró
en su sitio tamo si el sortilegio del bandido nunca la hubiese movído por medio de la fórmula mágica. Al
ver todas estas cosas, Alí Babá, maravillado, se dijo: “¡Con tal que no me descubran usando su ciencia de la
brujería, me doy por contento!”; y se guardo mucho de hacer el menor movimiento, a pesar de la gran inquietud
-que sentía por el paradero de sus asnos, que continuaban abandonados en medio del bosque. Los
cuarenta ladrones, despues de una prolongada estancia en la cueva en la que Alí Babá los haoía visto entrar,
dieron señal de su reaparición al oírse un ruido subterráneo, parecido a un terremoto lejano. La roca se
abrió, dejando salir a los cuarenta hombres, con su jefe a la cabeza, y llevando las alforjas vacías en la mano.
Cada uno de ellos se dirigió a su caballo, lo embridó, y, después de colocar las alforjas en la grupa,
montaron sobre las sillas; pero antes de partir, el jefe se volvió hacia la entrada de la caverna, y, en voz alta,
pronunció la fórmula: “¡Sésamo, ciérrate!”; y las dos mitades de la roca se juntaron sin dejar señal alguna
de separación; y con sus semblantes sombríos y sus barbas negras marcharon por el m¡smo camino por el
que habían venido.
En cuanto a Alí Babá, la prudencia de que le había dotado Alah hizo que permaneciese algún tiempo en
su escondite, a pesar del deseo que sentía de ir a recuperar sus asnos, diciéndose: “Estos terribles bandoleros
pueden haber olvidado alguna cosa en su cueva, volver de improviso sobre sus pasos y sorprenderme
aquí. En tal supuesto, Alí Babá vería lo que le cuesta a un pobre diablo como él interponerse en el camino
de Poderosos señores.” Habiendo reflexionado así, el leñador se contentó con seguir con la mirada a los teEste
documento ha sido descargado de
rribles caballeros hasta que se perdieron de vista, dejando transcurrir un buen rato después que hubieron desaparecido,
hasta que decidió bajar de su árbol con mil precauciones, mirando a derecha e izquierda a medida
que bajaba de una rama a otra más baja, en tanto que el bosque se encontraba en completo silencio.
Una vez en el suelo, avanzó hacia la roca en cuestión, reteniendo la respiración y de puntillas. Bien hubiese
deseado entonces ir por sus asnos y tranquilizarse respecto a su paradero, pues eran toda su fortuna y
el pan de sus hijos; pero una enorme curiosidad acerca de todo lo que había visto y oído desde lo alto del
árbol le empujaba a acercanse a aquella roca, y, por otra parte, estaba escrito que había de ir irremediablemente
al encuentro de- aquella aventura. Llegado ante la roca, el leñador la inspeccionó de arriba abajo, y
encontrándola lisa y sin ranura alguna por la que pudiese meter una aguja, se dijo: “¡Sin embargo, es por
aquí por donde han entrado los cuarenta ladrones, y con mis propios ojos los he visto desaparecen en su
interior! ¡Quién sabe por qué motivo protegen esta caverna con talismanes de esa clase!” Después pensó:
“¡Por Alah! ¡He hecho bien reteniendo la fórmula de apertura y cierre! Si ensayo un poco las palabras mágicas,
podré ver si hacen el mismo efecto saliendo de mi boca!” Olvidando sus antiguos temores, empujado
por la fuerza del destino, Alí Babá, el leñador, se dirigió a la roca, y dijo: “¡Sésamo, ábrete!” Y aun cuando
pudo ser que las palabras mágicas fuesen pronunciadas con voz insegura, la roca se separó y se abrió. Alí
Babá, muy asustado, hubiese querido volver la espalda y poner pies en polvorosa, mas la fuerza de su destino
le inmovilizó ante la abertura y le empujó a mirar. En lugar de ver el interior de una caverna tenebrosa,
su asombro creció aún más al ver que ante él se abría una gran galería que conducía a una sala espaciosa y
abovedada, excavada en la misma roca y que recibía abundante luz por medio de aberturas practicadas en
lo más alto. No habiendo visto nada que fuese aterrador, se decidió avanzar y penetrar en aquel sitio, pronunciando
al mismo tiempo la fórmula propiciatoria: “¡En el nombre de Alah, el Clemente, el Misericordioso!”,
lo que le acabó de reanimar, por lo que, sin demasiados temores, se encaminó hacia la sala abovedada,
y al llegar a ella notó que las dos mitades de la roca e unían sin ruido, cerrando la salida por completo,
lo cual no dejó de inquietarle, pues a pesar de todo, la valentía y el coraje no eran su fuerte; mas pensó
que en cualquier caso podría hacer que, gracias a la fórmula mágica todas las puertas se abriesen ante él;
y con toda tranquilidad se dedicó a observar cuanto se ofrecía a su mirada. A lo largo de los muros vio pilas
de ricas mercaderías, que llegaban hasta la bóveda, formadas por fardos de seda y brocado, sacos repletos
de provisiones de boca, grandes cofres llenos hasta los bordes de monedas y lingotos de plata y otros llenos
de dinares de oro. Como si todos aquellos cofres no fuesen suficientes para contener todas las riquezas allí
acumuladas, el suelo estaba hasta tal punto cubierto de vasijas llenas de oro y joyas, que el pie no sabía
dónde posarse; temeroso de estropear algún valioso objeto. El leñador, que en su vida había visto el brillo
del oro, se maravilló de todo lo que veía. Al contemplar aquellos tesoros y riquezas. . ., el menos valioso de
ellas resultaría digno de adornar el palacio de un rey..., pensó que debían de haber pasado siglos desde que
esa gruta empezó a servir de depósito, al mismo tiempo que de refugio, a generaciones de bandidos, hijos
de bandidos, descendientes de los bandoleros de Babilonia. Cuando Alí Babá se recuperó en parte de su
asombro, se dijo: “¡Por Alah! Alí, he aquí que tu destino toma un aspecto rosado y te lleva, junto con tus
asnos y haces de leña, en medio de un baño de oro que no se ha visto desde los tiempos del rey Solimán y
de Iskandar, el de los cuernos. De repente aprendes fórmulas mágicas, te sirves de sus virtudes y te haces
abrir puertas de piedra que dan acceso a cavernas fabulosas. ¡Oh leñador insigne! Es una gran merced del
Generoso que de esta manera te conviertas en dueño de riquezas acumuladas por generaciones de bandidos.
Todo cuanto ha sucedido ha sido para que de ahora en adelante te pongas a cubierto, junta con tu familia,
de necesidades y privaciones, haciendo que el oro del pillaje se use para un buen fin.” Habiendo tranquilizado
su conciencia con este razonamiento, Alí Babá, el pobre, cogió varios sacos de provisiones, los
vació de su contenido y los llenó de dinares y otras monedas de oro, sin hacer caso alguno de la plata y
otros objetos de menor precio, y cargándolos uno a uno sobre sus espaldas, los llevó hasta la entrada de la
caverna y dejándolos en el suelo, se dirigió a la salida, y dijo: “¡Sésamo, ábrete!”; y al instante se abrieron
los dos batientes de la puerta de roca y Alí Babá corrió a buscar sus asnos y los llevó hasta la entrada de la
cueva. Una vez que estuvieron-ante ella, los cargó con los sacos, que tuvo buen cuidado de ocultar con haces
de leña encima, y cuando acabó su trabajo pronunció la fórmula de cierre, y al momento las dos mitades
de la roca se unieron. El leñador se colocó ante sus asnos cargados de oro y los animó a echar a andar con
voz mesurada, sin atreverse a abrumarlos con las maldíciones e injurias que acostumbraba dirigirles de ordinario
cuando retardaban el paso. Sin embargo, esta vez no les aplicó tales calificativos, y sólo porque llevaban
sobre sus lomos más oro del que había en las arcas del sultán.
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discreta.
PERO CUANDO LLEGó LA 853 NOCHE
Ella dijo:
“Y sin aguijonearlos tomó con ellos el camino de la ciudad, y al llegar ante su casa, como encontrase que
las puertas estaban cerradas, se dijo: “¿Y si ensayase sobre ellas el poder de la fórmula mágica?”; y en voz
alta exclamó: “Sésamo, ábrete!”; al instante las puertas, se abrieron, y Alí Babá, sin anunciar su llegada,
penetró con sus asnos en el pequeño corral de su casa, y volviéndose hacia la puerta; dijo: “¡Sésamo, ciérrate!”;
y la puerta, girando sin ruido sobre sí misma, se cerró. Así se convenció Alí Babá de que era poseedor
de un secreto incompa rable y de que estaba dotado de un misterioso poder, cuya adquisición no le había
costado mas que un pequeño susto, debido más que nada a los semblantes amenazadoras de los cuarenta
ladrones y al aspecto feroz de su jefe. Cuando la esposa de Alí Babá vio los asnos en el corral y a su esposo
descargándolos, corrió hacia él batiendo palmas y exclamando: “¡Oh marido! ¿Cómo abres las puertas que
yo misma he atrancado? ¡La protección de Alah para todos nosotros! ¿Qué es lo que traes en este bendito
día en esos sacos tan pesados que jamás he visto en nuestra casa?” Alí Babá, sin contestar a la primera pregunta,
respondió: “¡Oh mujer! Estos sacas nos vienen de Alah, y debes ayudarme a llevarlos a casa en lugar
de atormentarme con preguntas sobre puertas.” La esposa del leñador, dominando su curiosidad, le ayudó a
cargar los sacos sobre sus espaldas y a llevarlos, uño tras otro, al interior de la casa,. Como ella los palpase
y notase que contenían monedas; pensó que debían ser de cobre. Este descubrimiento, aunque incompleto e
inferior a la realidad, sumió su ánimo en una gran inquietud, y terminó por creer que su esposo se debía haber
asociado con, ladrones o gentes parecidas, pues, si no, ¿cómo explicar la presencia de aquellos sacos
llenos de monedas? Cuando todos los sacos estuvieron en el interior de la casa, la mujer no pudo contenerse
más y abrió uno de éstos, y al hundir sus manos en él y comprobar el contenido, exclamó: “¡Oh, que desgracia!
¡Estamos perdidos sin remedio, nosotros y nuestros hijos!”
Al oír los gritos y lamentaciones de su esposa, Alí Babá, indignado, exclamó: “¡Maldita! ¿Por qué aúllas
así? ¿Es que quieres atraer sobre nuestras cabezas el castigo de los ladrones?” Y ella dijo: “¡Oh hijo de mi
tío! La desgracia ha entrado en esta casa junto con esos sacos de monedas, ¡Por mi vida, apresúrate a colocarlos
sobre los lomos de los asnos y a llevártelos lejos de aquí, pues mi corazón no estará tranquilo mientras
se hallen en nuestra casa!” El marido respondió: “¡Alah confunda a las mujeres desprovistas de juicio!
Bien veo, hija de mi tío, que piensas que estos sacos son robados. Tranquilízate, pues nos vienen del Generoso,
quien ha hecho que los encontrase en el bosque. Por otro lado, voy a contarte cómo ha sido el hallazgo;
pero antes vaciaré los sacos y te enseñaré el contenido.” Alí Babá cogió un saco y lo vació sobre la estera,
y sonoras carcajadas de oro iluminaron con millones de reflejos la pobre habitación del leñador; éste,
satisfecho al ver a su mujer espantada ante tal espectáculo, hundiendo sus manos en un montón de oro, le
dijo: “¡Oh mujer! íEscúchame ahora!”; y le contó su aventurá desde el comienzo, hasta el fin sin omitir detalle;
mas no es de utilidad el repetirla aquí Cuando la esposa hubo oído el relato del hallazgo, sintió que en
su corazón, el espanto dejaba sitio a una gran alegría, por lo que henchida de satisfacción exclamó: “¡Oh
día claro y luminoso! ¡Alabemos a Alah, que ha hecho entrar en nuestra casa los bienes mal adquiridas por
esos cuarenta ladrones, salteadores de caminos, y que de este modo vuelve lícito lo que era ilícito! ¡Él es el
Generoso donador!”; y al instante se levantó y comenzó a contar los dinares; mas Alí Babá, riéndose, le
dijo: “¿Qué haces? ¿Cómo puedes pensar en contar todo eso? ¡Levántate en seguida y ven a ayudarme a
cavar una fosa en nuestra cocina, a fin de que este tesoro quede oculto sin dejar rastro y pase inadvertido
aun para el más avisado. Si así no lo hacemos, atraeremos sobre nosotros la curiosidad de nuestros vecinos
y de los oficiales de policía.”
La mujer, que amaba el orden y que quería hacerse una idea exacta de la riqueza que había adquirido en
aquel día bendito, respondió: “Ciertamente, no quiero retrasar el momento de contar este oro, ya que no
puedo permitir que lo entierres sin antes haberlo pesado o medido. Te suplico, ¡oh hijo de mi tío!, que me
des tiempo para ir a buscar una medida y lo mediré en tanto que tú cavas la fosa. Así podremos saber a conciencia
lo que debemos considerar superfluo o necesario para nuestros hijos.,” Aun cuando al leñador
aquella precaución le pareciese poco menos que inútil, no queriendo contrariar a su mujer en unos momentos
tan dichosos, le dijo: “¡Sea!, pero ve y vuelve rápidamente, y, sobre todo, ¡guárdate mucho de divulgar
nuestro secreto o decir la menor palabra!” La esposa de Alí Babá salió en busca de la medida en
cuestión y pensó que lo más rápido sería ir a pedir una a la esposa de Kasín, el hermano de su marido, cuya
casa no estaba muy lejos. Entró, pues, en la casa de la esposa de Kasín, la rica y fatua, aquella que nunca se
dignaba invitar a comer a su casa al pobre Alí Babá ni a su mujer, porque no tenía fortuna ni amistades,
aquella misma que nunca había enviado la más pequeña golosina durante las fiestas o aniversarios a los hijos
de Alí Babá, ni comprado para ellos un puñado de guisantes, como hacen las gentes muy ricas para regalar
a los hijos de la gente muy pobre. Después de ceremoniosos saludos, le pidió una medida de madera
por unos momentos. Cuando la esposa de Kasín oyó la palabra medida se sorprendió mucho, ya que sabía
que Alí Babá y su mujer eran muy pobres y ella no podía comprender a qué uso destinarían aquel utensilio,
del que de ordinario no se sirven más que los propietarios de grandes provisiones de grano, en tanto que las
demás se .contentan con comprar su grano para el día o la semana en casa del abacero. En otra circunstancia,
sin duda alguna se lo hubiese negado sin importarle el pretexto, mas esta vez sentía demasiado picada
su curiosidad para dejar escapar la ocasión de satisfacerla; y por esto le dijo: “¡Que Alah aumente sus faEste
documento ha sido descargado de
vores sobre vosotros, oh madre de Ahmad! ¿La medida la quieres grande o pequeña?” La esposa del leñador
respondió: “La más grande que tengas, ¡oh mi dueña!” La esposa de Kasín fue a buscar ella misma la
medida en cuestión: No hay duda de que aquella mujer era descendiente de veinte truhanes, ¡que Alah niegue
sus favores a los de esta especie y confunda a todos sus descendientes!, porque, queriendo saber a toda
costa qué clase de grano era el que su parienta quería medir, se valió de una superchería.
En efecto, corrió a coger la medida, y diestramente dio una capa de sebo al fondo y las paredes de ésta;
después, volviendo al lado de su parienta, se excusó por haber la hecho esperar y se la entregó. La mujer de
Alí Babá le dio las gracias y se apresuró a regresar a su casa. Una vez en ella, puso la medida sobre el
montón de oro, y después de llenarla la vació un poco más lejos, repitiendo esta operación muchas veces y
marcando cada una de ella sobre el muro con un trozo de carbón, así tantas rayas como veces la llenaba y
vaciaba. Alí Babá, por su parte, terminó su trabajo de cavar la fosa en la cocina y regresó junto a su esposa,
quien le mostró jubilosamente las numerosas rayas de carbón, y le encomendó el trabajo de enterrar todo el
oro mientras ella iba con toda diligencia a devolver la medida a la impaciente esposa de Kasín; mas la infeliz
no sabía que un dinar de oro estaba pegado en el fondo de la medida, gracias a la artimaña de aquella
pérfida. Devolvió, pues, la medida a su parienta, y, dándole las gracias, le dijo: “Deseo devolvértela rápidamente,
¡oh mi dueña!, para no abusar de tu bondad.
En cuanto la esposa de Kasín vio que su parienta se marchó, se apresuró a mirar el fondo de la medida;
su sorpresa fue muy grande al ver una pieza de oro pegada al sebo en lugar de algún grano de haba o avena.
Su rostro se puso amarillo y sus ojos sombríos como la noche, y, comida de celos y devorada por la envidia,
exclamó: “¡Así sea destruida su casa! ¿Desde cuándo esos miserables pueden medir el oro por celemines?”
Se sentía tan furiosa que, no pudiendo dominar su impaciencia por ver a su esposo, envió rápidamente
a una esclava a buscarlo a la tienda. Cuando el sorprendido Kasín entró en la casa, la mujer le recibió
con exclamaciones furibundas. Sin dejarle tiempo a que se recobrase de la sorpresa, le puso el dinar ante las
narices, y le gritó: “¿Lo ves? ¡Pues no es más que lo que les sobre a esos miserables! ¡Tú te crees rico y todos
los días te felicitas por tener una tienda y clientes, mientras que tu hermano no tiene más que tres asnos
por toda fortuna! ¡Desengáñate, oh jeique! Alí Babá, ese leñador, ese don nadie, no se contenta con contar
su oro, como tú, pues él lo mide! ¡Por Alah que lo mide como si fuese grano!” Y en medio de un torrente
de palabras, gritos y vociferaciones, le puso al corriente del asunto, y le explicó la estratagema de la que se
había valido para hacer el asombroso descubrimiento de la riqueza de Alí Babá, y añadió: “¡Pero esto no es
todo, oh jeique! ¡Ahora tú debes averiguar cuál es el origen de la fortuna de tu miserable hermano, ese maldito
hipócrita que simula ser pobre y mide el oro por celemines!” Al oír estas palabras de su esposa, Kasín
no dudó de la realidad de la fortuna de su hermano, y, lejos de alegrarse al saber que el hijo de sus padres
estaría desde entonces al abrigo de toda necesidad, sintió que la envidia se enseñoreaba de su ánimo:
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana y discreta, se calló.
PERO CUANDO LLEG6 LA 854 NOCHE
Ella dijo:
“...y levantándose, al momento corrió a casa de su hermano para ver por sus propios ojos lo que había, y
encontró a Alí Babá todavía con el pico en la mano, terminando de enterrar su tesoro, y abordándole, sin
siquiera llamarle por su nombre y sin tratarle de hermano, pues había olvidado el parentesco mucho antes
de conocer la noticia de su fortuna, le dijo: “¡Es así, oh padre de los asnos, como recelas y te ocultas de nosotros!
¡Sí! ¡Continúas aparentando pobreza y miseria ante las gentes, para después en tu vivienda piojosa
medir el oro como el mercader de granos sus mercancías!” Alí Babá se turbó mucho al oír estas palabras,
pero no porque fuese avaro o interesado, sino porque le constaba la malicia de su hermano y de la esposa de
éste, y respondió: “¡Por Alah! No sé a qué te refieres. Apresúrate a explicarte y seré franco contigo, a pesar
de que hace muchos años que has olvidado el lazo de sangre que nos une y desvías la mirada cada vez que
te encuentras conmigo o con mis hijos.” Entonces, el autoritario Kasín dijo: “No se trata de eso, Alí Babá,
sino de que me saques de la ignorancia, pues no sé por qué has de tener interés en ocultármelo”; y le mostró
el dinar de oro todavía manchado de sebo, y mirando a su hermano de reojo le dijo: “¿Cuántas medidas de
dinares semejantes a éste tienes en tu granero, bribón? ¿Y cómo has reunido tanto oro, vergüenza de nuestra
casa?”-. Después en pocas palabras, le contó cómo su esposa había embadurnado de sebo el fondo de la
medida que le había prestado y cómo aquella pieza de oro se había pegado. Cuando Alí Babá hubo escuchado
las explicaciones de su hermano comprendió que lo sucedido ya no se podía remediar, por lo que sin
hacer el menor gesto de asombro dijo: “¡Alah es generoso, hermano mío, ya que Él nos envía sus dones!
¡Que Él sea exaltado!”; y le contó con toda clase de detalles su historia del bosque, excepto lo referente a la
fórmula mágica, y añadió ¡Hermano mío! Nosotros somos hijos del mismo padre y de la misma madre, y
por eso todo lo mío es tuyo; yo deseo, si tú te dignas aceptarlo, ofrecerte la mitad del oro que he cogido de
la caverna. El pícaro Kasín, que era tan avaro como malvado, respondió: “Ciertamente es así como tú lo
entiendes; pero yo quiero saber cómo podría entrar en la caverna, y, sobre todo, no me engañes, pues en tal
caso iría a denunciarte a la justicia como cómplice de los ladrones.” El buen Alí Babá, pensando en el destino
de su mujer e hijos en el caso de que fuese denunciado le reveló las tres palabras de la fórmula mágica,
impulsada más por su naturaleza amable que por las amenazas de un hermano tan bárbaro.
Kasín, sin dirigirle una palabra de agradecimiento, le dejó bruscamente, resuelto a ir él solo a apoderarse
de todo el tesoro de la, cueva. A la mañana siguiente, antes que amaneciese, partió hacia el bosque llevando
con él diez mulas cargadas con gránedes cofres que se proponía llenar con el producto de su primera expedición;
por otro lado se decía que una vez hubiese dado buena cuenta de las provisiones y riquezas sacadas
de la gruta en el primer viaje, se reservaría el derecho de hacer una segunda expedición con mayor número
de mulas, e incluso, si así lo decidía, con una caravana de camellos. Siguió al pie de la letra las indicaciones
de Alí Babá, quien en su bondad había llegado incluso a ofrecérsele como guía; pero había desistido de su
ofrecimiento al ver la sospecha reflejada en la sombría mirada de Kasín. Pronto llegó ante la roca, que reconoció
por su aspecto enteramente liso, y por un árbol que le daba sombra, y alargando los brazos hacia
ella dijo: ¡Sésamo, ábrete!” Súbitamente la roca se endió por la mitad y Kasín, que había dejado sus mulas
atadas a los árboles, penetró en la caverna, cuya entrada se cerró tras él gracias a la fórmula mágica. Su
asombro no tuvo límites a la vista de tantas riquezas acumuladas, y al contemplar aquel oro amontonado y
aquellas joyas guardadas en vasijas. Un gran deseo, cada vez más intenso, de ser el dueño de aquel tesoro,
se apoderó de el, si bien se dio cuenta de que para transportar todo aquello no sería suficiente, no ya sólo
una caravana de camellos, sino aún todos los camellos que viajan desde los confines de la Chía hasta las
fronteras del Irán. Se dijo que para la próxima vez tomaría todas las medidas necesarias para organizar una
verdadera expedición, contentándose esta vez con llenar de oro amonedado tantos sacos como pudiese llevar
sobre las diez mulas. Una vez aue acabó aquel trabajo, regresó a la galería, y dijo: “¡Cebada, ábrete!”
Kasín, cuyo ánimo estaba embargado por completo por el descubrimiento de aquel tesoro, había olvidado
las palabras que debía decir, lo que originó su pérdida sin remedio. Volvió a repetir varias veces: “Cebada
ábrete!”; mas la puerta permanecía cerrada. Entonces dijo: “¡Haba, ábrete!”, pero la puerta no se abrió, por
lo que dijo: “¡Avena, ábrete!”; mas esta vez_tampoco se abrió hendidura alguna. Kasín comenzó a perder la
paciencia; y gritó: “¡Centeno, abrete!” “¡Mijo, ábrete!” “¡Alforfón, ábrete!”, “¡Trigo, ábrete!” “¡Arroz,
ábrete!” Mas la puerta de granito permaneció cerrada. Kasín se asustó mucho al verse encerrado a causa de
haber olvidado las palabras mágicas; pero a pesar de ello continuó pronunciando ante la roca inamovible
todos los nombres de cereales y los de las diferentes variedades de granos que la mano del Sembrador lanzó
sobre la superficie de los campos en el principio del mundo; pero la roca continuó inmóvil, ya que el indigno
hermano de Alí Babá olvidó un grano, el misterioso sésamo, que precisamente era el único que estaba
dotado de poderes mágicos. Así es como más pronto o más tarde el destino nubla por orden del Todopoderoso
la memoria de los truhanes, les quita lucidez y ciega su vista, y hablando de pícaros: “¡Que Alah les
retire el don de la lucidez y deje que tanteen en las tinieblas, y que estonces, ciegos, sordos y mudos, no
puedan volver sobre sus pasos!” Por otro lado, el profeta, que Alah le tenga en su gracia, ha dicho: “¡Sean
cerrados sus oídos con el sello de Alah y sus ojos tapados con un velo, pues les está reservado un suplicio
espantoso!”
Cuando el pícaro Kasín, que no esperaba este desastroso desenlace, se convenció de que no recordaba la
fórmula mágica, para tratar de rememorarla comenzó a estrujar su cerebro inútilmente, pues el nombre mágica
se había borrado para siempre de su memoria. Presa de pánico, dejó los sacos llenos de oro y recorrió
la caverna en todas direcciones en busca de alguna hendidura, pero sólo encontró paredes graníticas, desesperadamente
lisas. Igual que una bestia feroz, se mordía los puños con rabia y escupía babá sanguinolenta;
mas no fue éste todo su castigo; todavía le quedaba la agonía de la muerte que no se hizo esperar.
En este momento de su narración, Sehahrazada vio que aparecía el alba y discretamente como siempre,
calló:
PERO CUANDO LLEGÓ LA 855 NOCHE
Ella dijo:
“En efecto, los cuarenta ladrones regresaron al mediodía a su cueva, según su diaria costumbre, y vieron
que diez mulas cargadas con grandes cofres estaban atadas a los árboles; a una señal de su jefe lanzaron sus
caballos al galope hacia la entrada de la cavema, y, echando pie a tierra, comenzaron a buscar en las inmediaciones
de la roca al hombre al que pudiesen pertenecerlas diez mulas; mas como sus pesquisas no diesen
resultado, el jefe se decidió a entrar en la cueva, y, levantando su sable ante la puerta invisible, pronunció la
fórmula mágica, y al momento la roca se dividió en dos mitades, que giraron en sentido inverso. El encerrado
Kasín no dudó de su irremediable pérdida al oír los caballos y las exclamaciones sorprendidas y coléricas
de los bandidos; pero como amaba su vida, quiso salvarla, y se escondió en un rincón, pronto a lanzarse
hacia afuera a la primera oportunidad. Cuando oyó pronunciar la palabra. “sésamo”, maldijo su corta
memoria, y, apenas vio que la puerta se entreabría, se lanzó hacia fuera como un carnero, con la cabeza
baja, tan violentamente y con tan poca prudencia, que chocó contra el jefe de los cuarenta ladrones, derribándolo
cuan largo era; pero los demás bandidos se abalanzaron contra Kasín, y, con sus sables le atravesaron
de parte a parte, y en un abrir y cerrar de ojos fue descuartizado y separados de su tronco la cabeza y
los brazos y las piernas; éste fue su destino.
Los bandidos, después de limpiar sus sables, entraron en la caverna, y viendo alineados ante la salida los
sacos que había llenado Kasm se apresuraron a vaciar su contenido allí donde había estado antes, pero no se
dieron cuenta de lo que faltaba, del oro que se había llevado Alí Babá. A continuación se reunieron en- círculo
para celebrar consejo, y deliberaron largamente; pero en la ignorancia de haber sido despojados por
Áli Babá, no pudieron comprender cómo había podido introducirse nadie en su refugio, por lo que decidieron'
no seguir ocupándose de ello por más tiempo, y después de haber descargado sus nuevas adquisiciones
y descansado un rato prefirieran salir de la cueva y montar a caballo para ir a asaltar las rutas de las caravanas,
pues eran hombres activos que despreciaban las largas reflexiones y las palabras; pero ya volveremos a
encontrarlos cuándo llegue el momento.
La esposa de Kasín, aquella maldita mujer, fue la causa de la muerte de su marido, quien, por otra parte,
merecía su fin. La perfidia de esta mujer fue la que inventó el ardid del sebo, que fue el punto de partida de
todos los acontecimientos. Y no dudando del éxito de la expedición de su marido, había preparado una comida
especial para celebrarlo; mas cuando vio que la noche llegaba y no se veía a Kasín ni sombra de él, se
alarmó mucho, no porque le amase con exceso, sino porque le era necesario; entonces ella se decidió a ir a
buscar a Alí Babá a su casa; y aquella maldita, que nunca se había rebajado a franquear el umbral de su
puerta, con rostro preocupado, dijo al leñador: “¡Oh, hermano de mi esposo! Los hermanos se deben a los
hermanos y los amigos a los amigos. Vengó a pedirte que me tranquilices respecto al paradero de tu hermano,
que, como tú sabes, ha ido al bosque y todavía no ha vuelto, a pesar de lo avanzado de la noche. ¡Por
Alah, oh rostro bendito! ¡Ve a ver qué es lo que ha sucedido en el bosque!” Alí Babá, que, a las claras se
veía, estaba dotado de un espíritu compasivo, compartió la alarma de la esposa de Kasín, y dijo: “¡Que
Alah aleje a los malhechores de la cabeza de tu esposo, hermana mía! ¡Ah! ¡Si Kasín hubiese querido escuchar
mi consejo me hubiese llevado con él como guía! Mas no te inquietes por su retraso, porque, sin duda,
lo habrá hecho a propósito, para no llamar la atención de los viandantes al entrar en la ciudad a altas horas
de la noche.” Aunqué esto fuese verosínnil, la realidad era que Kasín se había convertido en seis trozos de
Kasín: dos brazos, dos piernas, un tronco y una cabeza, que los ladrones habían colocado en el interior de la
galería, tras la puerta de roca a fin de que su sola presencia espantase a cualquiera que tuviese la audacia de
franquear aquel umbral. Alí Babá tranquilizó como pudo a la mujer de su hermano y le hizo notar que cualquier
pesquisa sería inútil en aquella noche sombría, por lo que la invitó cordialmente a pasar la noche en
su compañía. La esposa de Alí Babá la hizo acostar en su propio lecho; no sin antes haberle asegurado Alí
Babá que con la aurora saldría para el bosque.
En efecto, con las primeras luces de la mañana, el bondadoso leñador abandonó su casa seguido de sus
tres asnos después de recomendar a su esposa que cuidase de la esposa de su hermano Kasín. Al aproximarse
a la roca y no ver a los mulos, Alí Babá pensó que algo grave debía haber pasado; su inquietud aumentó
al ver el suelo manchado de sangre, y, con voz temblorosa por la emoción, pronunció las palabras mágicas
y entró en la caverna. El espectáculo de los miembros descuartizados de Kasín le hizo caer, tembloroso, de
rodillas, mas sobreponiéndose a su emoción se aprestó a cumplir sus últimos deberes para con su hermano
que, despues de todo, era musulmán e hijo de sus mismos padres. Así, pues, cogió de la caverna dos grandes
sacos, metió en ellos el cuerpo descuartizado de su hermano, y, poniéndolos sobre uno de sus asnos, los
recubrió cuidadosamente con ramaje. Luego, ya que estaba allí, pensó que debería aprovechar la ocasión
para coger algunos sacos de oro, evitando así que dos de sus asnos regresaran de vacío. Una vez realizado
este trabajo, cubiertos todos los sacos con ramaje como la primera vez, y después de ordenar a la puerta que
se cerrase, tomó el camino de la ciudad, deplorando en su interior el triste fin de su hermano.
Después que llegó al patio de su casa, llamó a su esclava Morgana para que le ayudase a descargar los
sacos. Aquella esclava era una joven a la que Alí Babá y su esposa habían recogido de pequeña y criado
con los mismos cuidados y solicitud que hubieran podido tener para con ella sus mismos padres. La joven
había crecido ayudando a su madre adoptiva en el, cuidado de la casa y haciendo el trabajo de diez personas.
Era agradable, dócil, educada, y fecunda en invenciones para resolver las cuestiones más arduas y llevar
a buen término las cosas más difíciles. Al presentarse ante su padre adoptivo, la joven le besó la mano,
dándole la bienvenida como tenía por costumbre cada vez que él regresaba a casa; entonces, Alí Babá, le
dijo: “¡Oh Morgana, hija mía! Hoy es el día en el que tu discreción y valía se van a poner a prueba”; y le
contó el fin desgraciado de su hermano, añadiendo: “Su cuerpo está ahí, sobre el tercer asno. Mientras que
voy a anunciar la noticia a su pobre viuda, es preciso que encuentres algún medio para hacerle enterrar como
si hubiese fallecido de muerte natural, sin que nadie pueda sospechar la verdad.” La joven, respondió:
“Te escucho y obedezco”
El leñador, entonces, fue a dar a noticia de la muerte de Kassín a la esposa de éste, quien comenzó a dar
alaridos, a mesarse los cabellos y a desgarrarse los vestidas, pero Alí Babá, con tacto, supo calmarla, consiguiendo
evitar que los gritos y lamentaciones llegaran a llamar la atención de los vecinos, provocando la
alarma en todo el barrio; y, despues, añadió: “Alah es generoso y me ha dado grandes riquezas. Si en medio
de esta desgracia sin remedio que se abate sobre ti, hay alguna cosa capaz de consolarte, yo te ofrezco los
bienes que Alah me ha dado y que son tuyos, pues de ahora en adelante vivirás en mi casa en calidad de segunda
esposa, encontrarás en la madre de mis hijos una hermana atenta y cariñosa, y todos viviremos tranquilos
y felices recordando las virtudes del difunto.”
El leñador se calló esperando una respuesta, y, en un momento, Alí Babá hizo mella en el corazón de
aquella mujer, despojándola de sus malquerencias. ¡Loado sea Alah Todopoderoso! Ella comprendió la
bondad de Alí Babá y la generosidad de su ofrecimiento y consistió en ser su segunda esposa, y por su matrimonio
con aquel hombre bueno, llegó a ser realmente una mujer de bien. De este modo consiguió Alí
Babá evitar los gritos y la divulgación del secreto de la muerte de su hermano, y dejando a su nueva esposa
bajo los cuidados de su antigua, fue en busca de la joven Morgana, quien no había perdido el tiempo, pues
había combinado todo un plan para salvar aquella dificl situación.
En efecto, había ido a la tienda del mercader de drogas, y le había comprado una especie de trinca que
curaba las heridas mortales. El mercader le había servido la medicina no sin antes preguntarle quién estaba
enfermo en la casa de su amo. Morgana, suspirando, le había respondido: “¡Oh calamidad! El mal tiñe de
rojo la cara del hermano de mi amo, que ha sido llevado a nuestra casa para así estar mejor atendido, pero
nadie conoce su enfermedad-, Está inmóvil, ciego y sordo, con rostro de color de azafrán. ¡Oh, jeique, que
esta trinca le saque de su mal estado!”
En este momento de su narración, Schahrazada vio que aparecía el alba, y discretamente como siempre,
se calló.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 856 NOCHE
Schahrazada dijo:
“Y había llevado a la casa la trinca en cuestión, de la que Kasín no podría servirse, y allí había esperado
el regreso de su amo. En pocas palabras, ella le puso al corriente de lo que pensaba hacer, plan que el leñador
aprobó manifestando al mismo tiempo la admiración que sentía por su ingenio.
A la mañana siguiente, la diligente Morgana fue a ver al mismo vendedor de drogas y, con rostró lleno de
lágrimas y con muchos suspiros, le pidió una droga que de ordinario sólo se da a los enfermos moribundos,
añadiendo: “Si este remedio no le cura, se ha perdido toda esperanza”; y al mismo tiempo tuvo cuidado de
informar a todos las vecinos del barrio de la supuesta gravedad de Kasín, el hermano de Alí Babá. Al día
siguente por la mañana, cuando las gentes del barrio se despertaron, al oír gritos y lamentaciones, no dudaron
de que eran proferidos par la esposa de Kasín, por la esposa del hermano de Kasín; por la joven Morgana
y por todos los parientes, para así anunciar la muerte de Kasín.
Durante este tiempo, Morgana continuó realizando su plan diciéndose: “Hija mía, no todo consiste en hacer
pasar una muerte violenta por una muerte natural, ya que además hay un gran peligro: dejar que las
gentes se den cuenta de que el dífunto está cortado en seis trozos” Sin tardanza, corrió a casa de a un viejo
zapatero remendón del barrío, que no lo conocía y, saludándole, le puso en la mano un dinar de oro y le
dijo.: “¡Oh jeique Mustafá, tu trabajo me es necesario!” El viejo remendón que era hombre de naturaleza
alegre, respondió: “¡Oh día luminoso, bendito por tu venida, oh rostro de luna! ¡Habla oh mi dueña, y te
responderé con la obedienda!” Morgana le dijo: “¡Oh, mi tío Mustafá! ¡Levántate y ven conmigo, pero antes
coge lo necesario para coser cuero!” Cuando él hizo lo que ella le pedía, tomó un pañuelo y vendándole
los ojos, le dijo: “¡Es condición imprescindible! ¡Sin esto no hacemos nada!”; pera el zapatero gritó: “¡Oh
joven ¿quieres que por un dinar reniegue de la fe de mis padres o cometa algún robo o crimen extraordinario?”
La joven le cortestó: “¡Alejado sea el maligno, oh jeique! ¡Tranquiliza tu conciencia! No es nada de lo
que imaginas, pues solo se trata de hacer una costura.” Mientras hablaba le puso en la mano una segunda
pieza de oro que convenció al remendón.
Morgana le cogió de la mano, con los ojos ya vendados, y le llevó a la casa de Alí Babá y allí le quitó el
pañuelo y mostrándole el cuerpo del difunto, cuyos miembros ella misma había reunido, le dijo:' “Te he
tráído aquí de la mano a fin de que cosas los seis trozos que ves”; y como el jeique retrocediese espantado,
la animosa Morgana le puso una nueva moneda de oro en la mano y le prometió otra más si hacía el trabajo
rápidamente, lo que decidió al zapatero a ponerse a trabajar. Cuando concluyó la costura, Margana le volvió
a vendar los ojos y despúés de darle la recompensa prometida, le dejó, apresurándose a regresar a su casa,
volviendo la vista de vez en cuando para ver si era observada por el zapatero.
Una vez que llegó, tomó el cuerpo reconstruido de Kasín, lo perfumó con incienso y lo amortajó ayudada
por Alí Babá. Y para evitar que los hombres que trajeran las parihuelas sospechasen nada, ella misma fue
por ellas pagando generosamente. Después, siempre ayudada por Alí Babá, puso el cuerpo en la caja mortuoria
y la recubrió con telas adecuadas. Mientras tanto, llegaran el imán y demás dignatarias de la mezquita,
y cuatro vecinos cargaron las parihuelas sobre sus hombros; el imán se puso a la cabeza del cortejo
seguido por los lectores del Corán.
Morgana, iba tras los portadores llorosa y gimiente, golpeándose el pecho y mesándose los cabellos, en
tanto que Alí Babá cerraba, la marcha, acompañado de algunos vecinos. Así llegaron al cementerio mientras
que en la casa de Alí Babá las mujeres dejaban oír sus lamentaciones y gritos de dolor.
La verdad de aquella muerte quedó al abrigo de toda indiscreción, sin que persona alguna sospechase lo
más leve de la funesta aventura.
Por lo que respecta a los cuarenta ladrones, durante un mes se abstuvieron de volver a su refugio por temor
a la putrefacción de los abandonados restos de Kasín, pero una vez que regresaron, su asombro no tuvo
límites al no encontrar los despojos de Kasín, ni señal alguna de putrefacción. Esta vez reflexionaron seriamente
acerca de la situación, y finalmente, el jefe de los cuarenta, dijo: “Sin duda hemos sido descubiertos
y se conoce nuestro secretos si no lo remediamos prontamente, todas las riquezas que nosotros y
nuestros antecesores hemos acumulado con tantos trabajos y peligros, nos serán arrebatadas por el cómplice
del ladrón que hemos castigado. Es preciso que sin pérdida de tiempo matemos al otro, para lo que hay un
solo medio, y es, que alguien que sea a la vez el más astuto y audaz, vaya a la ciudad disfrazado de derviche
extranjero, y, usando de toda su habilidad, descubra quién es aquel al que nosotros hemos descuartizado
y en qué casa habitaba. Todas estas pesquisas deben ser hechas con gran prudencia, ya que una palabra
de más podría comprometer el asunto y perdemos a todos sin remedio, Estimo que aquel que asuma este
trabajo debe comprometerse a sufrir la pena de muerte si da pruebas de ineptitud en el cumplimieto de su
misión.” Al momento, uno de los ladrones, exclamó: “Me ofrezco para la empresa y acepto las condiciones.”
El jefe y sus camaradas le felicitaron colmándole de elogios y, disfrazado de derviche extranjero, partió
rápidamente.
El bandido entró en la ciudad y vio que todas las casas y tiendas estaban todavía cerradas a causa de lo
temprano de la hora; únicamente la tienda del jeique Mustafá, el remendón, estaba abierta, y el zapatero,
con la lezna en la mano, se disponía a arreglar una babucha de cuero de color de azafrán; al levantar la mirada
y ver al derviche, se apresuró a saludarle. Éste le devolvió el saludo y se admiró de que a su edad tuviese
tan buena vista y manos tan expertas. El anciano, muy halagado y satisfecho, respondió: “¡Oh derviche!
¡Por Alah, que todavía puedo enhebrar la aguja al primer intento y puedo coser los seis trozos de un
muerto en el fondo de un sótano poco iluminado!” El ladrón-derviche, al oír estas palabras, se alegró mucho
y bendijo su destino que le conducía por el camino más corto hacia el logro de su misión, y aprovechando
la ocasión, simuló asombro y exclamó: “¡Oh faz de bendición! ¿Seis trozos de un hombre? ¿Qué es
lo que quieres decir? ¿Es que en este país tenéis la costumbre de cortar a los muertos en seis pedazos y coserlos
después?”
El jeique Mustafá se echó o reír y respondió: “¡No, por Alah! Aquí no se acostumbra hacer eso, pero yo
sé lo que me digo y tengo muchas razones para decirlo, mas por otra parte, mi lengua es corta y esta mañana
no me obedece.” El derviche-ladrón comenzó a reír, no tanto por el aire con que el remendón pronunciaba
sus frases, como por atraerse su favor, y haciendo ademan de estrechar su mano, le dio una pieza de
oro, diciendo: “¡Oh padre de la elocuencia! ¡Oh tío! ¡Que Alah me guarde de meterme donde no debo, pero
si en mi calidad de extranjero puedo dirigirte una súplica, ésta será que me hagas la gracia de decirme donde
se levanta la casa en cuyo sótano cosiste los restos del muerto!” .
Ei viejo remendón; respondió: “¡Oh jefe de los derviches! No podré indicártela, ya que yo mismo no la
conozco. Sólo sé que, con los ojos vendados, fui conducido a ella por una joven embrujadora que hace las
cosas coa una celeridad pasmosa. Sin embargo, si me vendasen los ojos de nuevo, podría encontrar la casa
guiándome por las cosa que palpé con mis manos durante el camino; porque debes saber, sabio derviche,
que el hombre ve con sus dedos como con sus ojos, sobre todo si su piel no es tan dura como la de los cocodrilos.
Por mi parte, tengo entre los clientes, cuyos honorables pies calzo, muchos ciegos clarividentes,
gracias al ojo que tienen en cada dedo, pues no todos han de ser como el malvado barbero que todos los
viernes me rapa la cabeza despellejándome atrozmente, ¡que Alah le maldiga!”
En este momento de su narración, Schahrazada vio que amanecía y, discreta, se calló.
PERO CUANDO LLEGO LA 857 NOCHE
Dijo Schahrazada:
“El derviche-ladrón, exclamó: “¡Benditos sean los pechos que te han alimentado y ojalá puedas enhebrar
la aguja durante mucho tiempo y calzar, pies honorables, oh jeique de buen augurio! ¡No deseo nada, más
que seguir tus indicaciones, a fin de que me ayudes a encontrar la casa en la que suceden cosas tan prodigiosas!”
El jeique Mustafá se levantó y el derviche le vendó los ojos, le llevó a la calle de la mano y marcho a su
lado hasta la misma casa de Alí Babá, ante la cual, Mustafá, le dijo: “Ciertamente es ésta; reconozco la casa
por el olor que exhala a estiércol de asno y por este pedruzco que ya he pisado en otra ocasión.” El ladrón,
muy contento, se apresuró a hacer una señal en la puerta de la casa con un trozo de tiza, antes de quitarle la
venda al remendón. Después; mirando con agradecimiento a su compañero, le gratificó con otra pieza de
oro y le prometió que le compraría las babuchas que necesitase hasta el fin de sus días; acto seguido, se
apresuró a tomar el camino der bosque para ir a anunciar a su jefe el descubrímiento que había hecho, pero
como ya se verá, el ladrón no sabía que corría derecho a ver saltar su cabeza sobre sus hombros.
En efecto, la diligente Morgana salió para ir a comprar provisiones y a su regreso del mercado notó que
sobre la puerta había una marca blanca; y examinándola con atención, pensó: “Esta marca no se ha hecho
ella sola y la mano que la ha hecho no puede ser sino una mano enemiga, por lo que es precisa, conjurar el
maleficio”; y, corriendo a buscar un trozo de yeso, hizo una señal exactamente igual en las puertas de todas
las casas de la calle; a derecha e izquierda. Cada vez que hacía una marca, dirigiéndose al autor de la primera
señal, mentalmente, decía; “¡Los cinco dedos de mi mano derecha en tu ojo izquiierdó, y los de mi
mano izquierda en tu ojo derecho!”; porque sabía que no hay fórmula más poderosa para conjurar las fuerzas
invisibles, evitar los maleficios, y hacer caer sobre la cabeza del maldiciente las calamidades, ya sufridas
o inminentes.
Cuando los malhechores, aleccionados por su compañero, entraron de dos en dos en la ciudad y se dirigieron
a la casa señalada, se asombraron mucho al ver que todas las puertas ele las casas de aquella calle
tenían la misma señal. A una orden de su jefe regresaron a su cueva del bosque y una vez que estuvieron
todos reunidos de nuevo, arrastraron hasta el centro del circulo que formaban al ladrón que tan mal había
tomado sus precauciones y le condenaron a muerte; a continuación y a una señal del jefe, le cortaron la cabeza.
Pero como la necesidad de encontrar al autor de todo aquel asunto era más urgente que nunca, un segundo
ladrón se ofreció a ir a investigar; el jefe escuchó la oferta con agrado y el ladrón partió de inmediato
para la ciudad, donse se puso en contacto con, el jeique Mustafá y se hizo conducir hasta la casa en la que
se presumía fueron cosidos los seis trozos, e hizo en uno de los ángulos de la puerta una señal roja y regresó
al bosque
Cuando los ladrones, guiados por su compañero; llegaron a la calle de Ali Babá, encontraron que todas
las puertas estaban marcadas con una señal roja, exactamente en el mismo sitio, ya que la sutil Morgana, al
igual que la primera vez, había tomado sus precauciones.
A su retorno a la caverna, la cabeza del segundo ladrón-guía, siguió la misma suerte que la de su predecesor,
pero aquello no contribuyó a arreglar el asunto y sólo sirvió para disminuir la tropa en dos hombres, los
más valerosos. El jefe reflexionó un buen rato acerca de la situación y dijo: “No encargaré este asunto a nadie
más que a mí mismo”; y partió solo para la ciudad. Una vez en ella, no hizo como los demás, pues
cuando Mustafá le hubo indicado la casa de Alí Babá no perdió el tiempo marcando la puerta con yeso, sino
que observó atentamente su exterior para fijarlo en su memoria, ya que desde fuera aquella casa ofrecía
el mismo aspecto que todas las demás; cuando terminó su examen, regresó al bosque y reuniendo, a los
treinta y siete ladrones supervivientes les dijo: “El autor del daño que hemos sufrido está descubierto, puesto
que conozco su casa. ¡Por Alah, que su castigo será terrtble! Por vuestra parte, daos prisa en traerme aquí
treinta y ocho grandes tinajas de barro, de cuello largo y vientre ancho, todas vacías, excepto una que llenaréis
de aceite de oliva; además, cuidad de que ninguna esté rajada.”
Los ladrones que estaban habituados a ejecutar sin rechistar las órdenes de su jefe, marcharon al mercado
para comprar as treinta y ocho tinajas, que una vez compradas, cargaron de dos en dos en los caballos y regresaron
al bosque. Reunidos de nuevo, el jefe dijo: “¡Despojaos de vuestras ropas y que cada uno se meta
en una tinaja llevando únicamente sus armas, su turbante y sus babuchas.” Sin decir palabra, los treinta y
siete ladrones saltaron de dos en dos sobre los caballos portadores de tinajas y como cada caballo llevaba
un par de aquéllas, una a la derecha y otra a la izquierda, cada bandido se dejó caer en una. De esta manera,
se encontraron replegados sobre ellos mismos, con las rodillas tocando las barbillas, igual que están los pollos
en el huevo a los veinte días. Se colocaron llevando en una mano la cimitarra y en otra un hatillo y las
babuchas en el fondo de la tinaja. La única que iba llena de aceite iba de pareja con el ladrón que hacía el
número treinta y siete.
Cuando los ladrones terminaron de colocarse -en las tinajas lo más cómodamente posible, el jefe se acercó
y examinándolas una por una, cerró las bocas de los recípientes con fibra de palmera, a ñn de ocultar el
contenido y al mismo tiempo, permitir a sus hombres respirar libremente. Para que los viandantes no pudiesen
abrigar duda alguna del contenido, tomó aceite de la tinaja que estaba llena y frotó con él las paredes
externas de las demás tinajas. Entonces, el jefe se disfrazó, de mercader de aceite y conduciendo los caballos
portadores der aquella mercancía improvisada se dirigió hacia la ciudad. Alah le protegió y llegó sin
contratiempo, por la tarde, ante la casa de Alí Babá, y para que todo se acabase de poner a su favor, Alí BaEste
documento ha sido descargado de
bá en persona estaba a la puerta de su casa, sentado en el umbral, tomando el fresco antes de la oración de
la tarde.
En este momento, Schahrazada vio que amanecía y, discreta, se calló.
PERO CUANDO LLEGO LA 858 NOCHE
Ella dijo:
“El jefe detuvo los caballos. y después de saludar, a Alí Babá, le dijo: “¡Oh mi dueño! Tu esclavo es
mercader de aceite y no sabe dónde ir a pasar la noche en una ciudad en la que no conoce a nadie, y espera
de tu generosidad que le concedas hospitalidad hasta mañana, a él y a sus bestias, en el patio, de tu casa.”
Al oír esta petición, el corazón de Alí Babá se ablandó acordándose de los tiempos en que fue pobre y, lejos
de reconocer al jefe de los ladrones, al que había visto y oído en el bosque, se levantó en su honor y dijo:
“¡Oh mercader de aceite! ¡Hermano mío, que mi morada te sirva de descanso y que en ella puedas encontrar
ayuda y familia! ¡Sé bien venido!”; mientras hablaba le cogió de la mano y junto con los caballos, le
condujo hasta el patio, y llamando a Morgana y a otro esclavo, les ordeno que ayudasen al huésped de Alah
a descargar las vasijas y dar de comer a los animales. Cuando las vasijas estuvieron colocadas en buen orden
en un extremo del patio y los caballos atados junto al muro y colgando del cuello de cada uno un saco
lleno de avena, Alí Babá, siempre tan afable, tomó a su huésped de la mano y le condujo al interior de la
casa, donde le hizo sentar en el sitio de honor para tomar la comida de la tarde. Después que hubieron comído,
bebido y dado las gracias a Alah por sus favores; Alí Babá, no queriendo incomodar a su huésped, se
retiró diciendo: “¡Oh mi dueño! ¡Mi casa es tu casa y lo que hay en ella, te pertenece!” Pero el mercader de
aceite le llamó y le dijo: “¡Por Alah, oh mi huésped! Muéstrame el sitio de tu honorable casa en el que pueda
dar descanso a mis intestinos”; Alí Babá le condujo al lugar indicado, que estaba situado en un ángulo
de la casa, cerca de donde estaban las tinajas, y se apresuró a retirarse a fin de no perturbar las funciones
digestivas del mercader de aceite.
Y, en efecto, el jefe de los bandidos no dejó de hacer lo que tenía que hacer; cuando terminó se aproximó
a las tinajas, e inclinándose sobre cada una de ellas, dijo en voz baja: “Cuando oigas que unas piedrecitas
golpean tu tinaja, no olvides salir y acudir junto a mí” y habiendo ordenado a su gente lo que debía hacer,
penetró en la casa. Morgana, que le esperaba a la puerta de la cocina con una lámpara de aceite en la mano,
le condujo a la habitación que le había preparado y se retiró. El bandido, por estar mejor dispuesto para la
ejecución de su proyecto, se tendió sobre el lecho en el que pensaba dormir hasta la media noche, y no tardó
en roncar estrépitosamente. Y entonces pasó lo que debía pasar.
En efecto, mientras Morgana estaba en su cocina, fregando los platos y cacerolas, la lámpara falta de
aceite, se apagó. Precisamente la provisión de aceite de la casa se había acabado y Morgana, que había olvidado
proveerse durante el día, se contrarió mucho y llamó a Abdalá, el nuevo esclavo de Alí Babá, a
quien hizo partícipe de su contrariedad; éste comenzó a reír y dijo: “¡Por Alah, oh Morgana! Hermana mía,
¿cómo puedes decirme que no tenemos aceite en la casa cuando en este momento hay en el patio, apoyadas
contra el muro, treinta y ocho tinajas llenas de aceite de oliva y que; a juzgar por el olor, debe ser de excelente
calidad? ¡Hermana mía!, no veo en ti la diligencia, entendimiento y recursos de Morgana;” Después
añadió: “¡Hermana mía, me vuelvo a dormir para poder levantarme con la aurora a fin de acompañar al baño
a nuestro amo Alí Babá!”, y se fue a dormir no lejos de donde el mercader de aceite resoplaba como un
fuelle.
Morgana algo confundida por las palabras de Abdalá, tomó la vasija del aceite y fue al patio a llenarla en
una de las tinajas. Se aproximó a la primera de ellas, la destapó y metió la vasija en la abertura, pero el cacharro,
en lugar de sumergirse en aceite, chocó violentamente contra algo residente; aquella cosa se movió
y se oyó una voz que decía: “¡Por Alah! ¡El guijarro que ha lanzado el jefe debe ser del tamaño de una roca,
por lo menos! ¡Éste es el momento!” y sacando la cabeza, se aprestó a salir de la tinaja. Morgana al encontrar
a un ser viviente en aquella tinaja en lugar del aceite que esperaba, pensó que había llegado la hora de
su destino, y, muy sorprendida en un principio, no pudo dejar de pensar: ,”¡Soy muerta y todos los habitantes
de la casa “perecerán sin remedio!; pero la violencia de su emoción le devolvió todo su coraje y en
vez de comenzar a gritar aterrada, se inclinó sobre la boca de la tinaja y dijo: “¡No, mozo, no! Tu amo
duerme todavia. Espera que se despierte.”
Morgana era muy sagaz y lo había adivinado todo, pero para comprobar la gravedad de la situación quiso
inspeccionar las demás tinajas. Aunque la tentativa no dejaba de ser peligrosa, se aproximó a cada, una, y,
tanteando la cabeza que asomaba tan pronto como la destapaba, decía: “¡Paciencia y .hasta luego!”; de esta
manera contó hasta treinta y siete cabezas barbudas y vio que la tinaja númetro treinta y ocho era la única
que estaba llena de aceite. Entonces, tomó la vasija y, con calma, fue a encender su lámpara para poder poner
en ejecución el proyecto que su ingenio le había sugerido para sortear el peligro inminente.
De vuelta al patio, encendió fuego bajo la caldera que servia para la colada, y, sirviéndose de la vasija, la
llenó de aceite; como el fuego estaba fuerte, el líquido no tardó en hervir. Entonces, llenó un gran cubo con
aquel aceite hirviendo, aproximandose a una tinaja, la destapó, vertiendo de golpe el liquido abrasador sobre
la cabeza que intentaba salir, y al momento, el bandido murió abrasado. Morgana, con mano segura, hizo
correr la misma suerte a todos los que estaban encerrados en las tinajas y todos murieron abrasados, pues
ningún hombre, aunque estuviese encerrado en una tinaja de siete paredes podría escapar al destino atado a
su cuello. Una ves que realizó su designio, Morgana apagó el fuego, y, cubriendo las bocas de las tinajas
con la fibra de palmera, regresó a la cocina, apagó la linterna, y quedó a oscuras, resuelta a esperar el desenlace
del asunto, que no se hizo esperar mucho tiempo.
En efecto, hacia la medianoche, el mercader de aceite se despertó y asomó la cabeza por la ventana que
daba al patio, y no viendo ni oyendo nada, pensó que todos los de la casa debían estar durmiendo. Tal como
había dicho a sus hombres, arrojó sobre las tinajas unos guijarros- que con él llevaba; como tenía el ojo seguro
y la mano hábil acertó todos los blancos y esperó, no dudando de que vería surgir a sus hombres blandiendo
las armas, mas nada sucedió. Pensando que se habían dormido, les arrojó mas guijarros, pero no
apareció cabeza alguna. El jefe de los bandidos se irritó mucho con sus hombres, a los que creía dormidos,
y se dirigió hacia ellos, pensando: “¡Hijos de perrol ¡No valen para nada!”, pero al acercarse a las tinajas
hubo de retroceder, tan espantoso era el olor a aceite quemado y a carne abrasada que exhalaban. Se aproximó
de nuevo y tocando las paredes de una de ellas sintió que estaban tan calientes como las paredes de un
horno y levantando las tapas vio a sus hombres, uno tras otro, humeantes y sin vida.
A la vista de este espectáculo, el jefe de los ladrones comprendió de qué manera tan atroz habían perecido
sus hombres, y, dando un salto prodigioso, alcanzó la cima del muro, se descolgó a la calle, y dando
sus piernas al viento se perdió en la oscuridad de la noche.
En este momento, Schahrazada vio que amanecía y, discreta, se calló.
PERO CUANDO LLEGO LA 859 NOCHE
Schahrazada dijo:
“Y llegando a su cueva, se sumergió en sombrías reflexiones acerca de lo que debía hacer para vengar lo
que debía ser vengado. En cuanto a Morgana, que acababa de salvar la casa de su dueño y las vidas de
cuantos habitaban en ella, una vez que se hubo dado cuenta de que con la huida del mercader de aceite había
desaparecido todo peligro, esperó tranquilamente a que amaneciera para ir a despertar a su dueño Alí
Babá. Cuando éste se hubo vestido, sorprendido de que se le despertara tan temprano sólo para ir al baño,
Morgana le llevó ante las tinajas y le dijo: “¡Oh, mi dueño! ¡Levanta la primera tapa y mira dentro!” Alí
Babá, al hacerlo, se horrorizó y Morgana se apresuró a contarle cuanto había pasado, sin omitir un detalle,
mas no es útil repetirlo aquí; e igualmente le contó la historia de las marcas blancas y rojas de las puertas,
pero tampoco es de utilidad repetirla.
Cuando Alí Babá hubo escuchado el relato de su esclava, lloró de emoción, y, estrechando a la joven con
ternura contra su corazón, le dijo “¡Bendita hija y bendito el vientre que te llevó! Ciertamente que el pan
que has comido en está casa no ha sido comido con ingratitud. ¡Eres mi hija y la hija de la madre de mis
hijos y de ahora en adelante serás mi primogénita!”, y continuó diciéndole palabras amables, agradeciéndole
su sagacidad y valentía. Después de esto, Alí Babá, ayudado por Morgana y el esclavo Abdalá, procedió
al entierro de los ladrones, cuyos cuerpos, tras pensarlo mucho, decidió enterrar en una fosa enorme que
cavaría en el jardín, haciéndolo él mismo para no llamar la atención de los vecinos. Así es como se desembazaró
de aquella gente maldita.
Muchos días transcurrieron en casa de Alí Babá en medio del regocijo y de la alegría, menudearon los
comentarios sobre los detalles de aquella aventura prodigiosa y dando gracias a Alah por su protección.
Morgana era mas querida que nunca y Alí Babá junto con sus dos esposas e hijos, se esforzaba en darle
muestras de su agradecimiento y amistad.
Un día el hijo mayor de Alí Babá, que era quien regía la antigua tienda de Kasín, dijo a su padre: “Padre
mío, no sé qué hacer para agradecer a mi vecino el mercader Hussein todas las atenciones con que me abruma
desde su reciente instalación en el mercado. He aquí que ya he aceptado en cinco ocasiones participar,
de su comida del mediodía, sin ofrecerle nada en cambio. ¡Oh padre! Yo desearía invitarle aunque no fuese
más que una sola vez y resarcirle de todas sus atenciones con un festín suntuoso y único, ya que convendrás
en que es conveniente agasajarle debidamente, en justa correspondencia, a las atenciones que ha tenido para
conmigo.”
Alí Babá, rspondió: “¡Hijo mío, ciertamente ése es el mas grande de los deberes! Tendrás que dejarlo todo
a mi cargo y no preocuparte por nada. Precisamente, mañana viernes, día de descanso, lo aprovecharás
para invitar a tu vecino Hussein a venir a tomar con nosotros el pan y la sal, y si por discreción busca algún
pretexto, no temas insistir y tráele a nuestra casa, en la que espero que encuentre un agasajo digno de su
generosidad.”
A la mañana siguiente, después de la oración, el hijo de Alí Babá invitó a Hussein, el mercader que recientemente
se había instalado en el mercado, a dar un paseo. En compañía de su vecino, dirigió sus pasos
precisamerae hacia el barrio donde estaba su casa. Alí Babá, que los esperaba en el umbral, se acercó a
ellos con rostro sonriente y después de saludarlos, expresó a Hussein su gratitud por las deferencias que tenía
para con su hijo y le invito cordialmente a que entrase en su casa a descansar y a compartir con su hijo y
con él, la comida de la tarde, y añadió: “¡Bien sé que haga lo que haga, no podré recompensar las atenclones
que has tenido con mi hijo, pero, en fin, espero que aceptes el pan y la sal de la hospitalidad!”
Hussein respondió: “¡Por Alah, oh mi dueño! Tu hospitalidad es grande ciertamente, pero ¿cómo puedo
aceptarla si tengo hecho juramento de no probar nunca alimentos sazonados con sal y de no probar jamás
ese condimento?” Alí Babá, respondió: “No tengo más que decir una palabra en la cocina y los alimentos
serán preparados sin sal ni nada parecido.” Y de tal modo instó al mercader; que le obligó a entrar en su casa.
Rápidamente corrió a prevenir a Morgana para que no echara sal a los alimentos y prepararan las viandas,
rellenos y pasteles, sin la ayuda de aquel condimento. Morgana, muy sorprendida por el horror de
aquel huésped hacia la sal, no sabiendo a qué atribuir un deseo tan extraño comenzó a reflexionar sobre el
asunto, pero no olvidó prevenir a la cocinera negra de que debía atenerse, a la orden de su dueño Alí Babá..
Cuando la comida estuvo lista, Morgana la sirvió en los platos y ayudó al esclavo Abdalá a llevarla a la
sala del festín, y, como era de natural muy curiosa, de vez en cuando echaba una ojeada al huésped a quien
no le gustaba la sal.
Cuando la comida terminó, Morgana se retiró para dejar a su dueño conversar a gusto con su invitado. Al
cabo de una hora la joven entró nuevamente en la sala, y, con gran sorpresa de Alí Babá, ataviada como una
danzarina: la frente adornada con una diadema de zequíes de oro, el cuello rodeado por un collar de ámbar,
el talle ceñido con un cinturón de mallas de oro, y brazaletes de oro con cascabeles en las muñecas y tobillos,
según la costumbre de las danzarinas de profesión. De su cintura colgaba el puñal de empuñadura de
jade y larga hoja que sirve para acompañar las figuras de la danza. Sus ojos de gacela enamorada, ya tan
grandes de por sí y de tan profunda mirada, estaban pintados con kohl negro hasta las sienes, lo mismo que
sus cejas, alargadas en amenazador arco. Así ataviada y adornada, avanzó con pasos medidos, erguida y con
los senos enhiestos. Tras ella entró el joven esclavo Abdalá llevando en su mano derecha, a la altura de la
cintura, un tambor sobre el que redoblaba muy lentamente, acompañando los pasos de la esclava.
Cuando Morgana llegó ante su dueño, se inclinó graciosamente y sin darle tiempo a recuperarse de la
sorpresa que le había producido aquella entrada inesperada, se volvió hacia el joven Abdalá y le hizo una
ligera seña. Súbitamente, el redoble del tambor se aceleró Morgana bailó ágil como un pajaro, todos los pasos
imaginables, dibujando todas las figuras, como lo hubiese hecha en el palacio de los reyes una danzarina
de profesión. Danzó como sólo pudo hacerlo ante Seúl, sombrío y triste, David, el pastor. Bailó la danza
de los velos, la del pañuelo, la del bastón, las danzas de los judíos, de los griegos, de los etíopes, de los persas
y de los beduinos, con una ligereza tan maravillosa que, ciertamente, sólo Balkin, la amante reina de
Solimán, hubiese podido hacerlo igual.
Terminó de bailar sólo cuando el corazón de su dueño, el hijo de su dueño y el del mercader invitado de
su amo cesaron de latir y la contemplaron con ojos arrobados. Entonces, comenzó la danza del puñal; en
efecto, sacando de improviso el puñal de su funda de plata, ondulante por su gracia y actitudes, danzó al
ritmo acelerado del tambor, con el puñal amenazador, flexible, ardiente, salvaje y como sostenida por alas
invisibles.
La punta del arma tan pronto se dirigía contra algún enemigo invisible como hacia los bellos senos de la
exaltada adolescente. En aquellos momentos, la concurrencia profería un grito de alarma, tan próximo parecía
estar el corazón, de la danzarina de la punta mortífera del arma, pero poco a poco el ritmo del tambor
se hizo más lento y le atenuó su redoble hasta el silencio completo, y Morgana cesó de bailar.
La joven se volvió hacia el esclavo Abdalá, quien a una nueva señá, le arrojó el tambor que ella atrapó al
vuelo, y se sirvió de él para tenderlo a los tres espectadores, según la costumbre de las bailarinas, solicitando
su dádiva. Alí Babá, aunque molesto en un principio por la inesperada entrada de su esclava, pronto se
dejó ganar por tanto encanto y arte y arrojó un dinar de oro en el tambor. Morgana se lo agradeció con una
profunda reverencia y una sonrisa y tendió el tambor al hijo de Alí Babá, que no fue menos generoso que su
padre. Llevando siempre el tambor en la mano izquierda, lo presentó al huésped a quien no le gustaba la
sal. Hussein tiró de su bolsa y se disponía a sacar algún dinero para aquella bailarina codiciable, cuando de
súbito Morgana, que había retrocedido dos pasos, se abalanzó contra él como un gato salvaje y le clavó en
el corazón el puñal que blandía en la diestra. Hussein con los ojos fuera de las órbitas, medio exhaló un
suspiro, y, cayendo de bruces sobre el tipaz, dejó de existir. Alí Babá y su hijo, en el colmo del espanto y de
la indignación, se lanzaron hacia Morgana, que temblorosa por la emoción, limpiaba su puñal en el velo de
seda y como la creyesen víctima del delirio y de la locura, la asieron de las manos para quitarle el arma, pero
ella con voz tranquila, les dijo: “¡Oh amos míos! ¡Alabemos a Alah que ha dirigido el brazo de una débil
joven, para así castigar al jefe de vuestros enemigos! ¡Ved si este muerto no es el mercader de aceite, el capitán
de los ladrones, el hombre que no quiso probar la sal de la hospitalidad!”
Mientras hablaba, despojó de su manto al cuerpo caído, y mostró bajo sus largas barbas, al enemigo que
había jurado su destrucción. Cuando Alí Babá reconoció en el cuerpo inanimado de Hussein al mercader de
aceite dueño de las tinajas y jefe de los bandidos, comprendió que por segunda vez debía su vida y la de su
familia a la adhesión atenta y al coraje de la joven Morgana, por lo que abrazándola, con lágrimas en los
ojos; le dijo: “¡Oh Morgana, hija mía! Para que mi dicha sea completa, ¿quieres entrar definitivamente en
mi familia como esposa de mi hijo, ese bello joven que aquí está con nosotros?” Morgana besó la mano de
Alí Babá y respondió: “Acato y obedezco.”
El matrimonio de Morgana con el hijo de Alí Babá se celebró sin tardanza ante el kadí y los testigos, en
medio de gran alegría y regocijo. El cuerpo del jefe de los handidos, ¡que, él sea maldito!, se enterró en secreto
en la fosa común que había servido de sepultura a sus antiguos compañeros.
En este momento, Schahrazada vio que amanecía y, discreta, se calló.
PERO CUANDO LLEGO LA 860 NOCHE
Dijo Schahrazada:
“Después del matrimonio de su hijo, Alí Babá escuchaba atentamente las opiniones de Morgana, y, siguiendo
sus consejos, durante algún tiempo se abstuvo de volver a la caverna por temor de encontrar a los
dos bandidos restantes, cuya muerte ignoraba, y que en realidad, como tú sabes, rey afortunado, habían sido
ejecutados por orden de su capitán.
Hasta que pasó un año no estuvo tranquilo a ese respecto, pero una vez hubo transcurrido ese tiempo se
decidió a visitar la caverna en compañía de su hijo y de la avisada Morgana. Ésta, que durante el camino no
dejó de observar cuanto veía, al llegar a la roca se apercibió de que los arbustos y las grandes hierbas obstruían
por completo el sendero que rodeaba a aquélla y que, por otra parte, en el suelo no había rastro de pisadas
humanas ni huella alguna de caballos, por lo que, deduciendo que desde mucho tiempo atrás nadie
debía haberse acercada a aquellos parajes, dijo a Alí Babá: “¡Oh tío mío! ¡No hay inconveniente; podemos
entrar sin peligro!” Alí Babá extendió las manos hacia la puerta de piedra y pronunció la fórmula mágica,
diciendo “¡Sésamo, ábrete!” Lo mismo que otras veces, la huerta obedeció como si fuese movida por servidores
invisibles y se abrió dejando paso libre a Alí Babá, a su hijo, y a la joven Morgana. El antiguo leñador
comprobó que, en efecto, nada había cambiado desde su última visita al tesoro; por lo que se apresuró a
mostrar a Morgana y a su hijo las fabulosas riquezas, de las que era él único dueño.
Una vez que vieron cuanto había en la caverna, llenaron de oro y pedrería tres sacos grandes que habían
llevado con ellos y, volviendo sobre sus pasos, después de pronunciar la fórmula de apertura, salieron de la
cueva.
Dese entonces vivieron con tranquilidad, usando con moderación y prudencia las riquezas que les había
otorgado el Generoso, que.es el único grande. Así es como Alí Babá, el leñador propietario de tres asnos
por toda fortuna, llegó a ser, gracias a su destino, el hombre más rico y respetado de su ciudad natal.
¡Gracias a Aquel que da sin medida a los humildes de la tierra! He aquí, ¡oh rey afortunado! -continuó
diciendo Schahrazada-; lo que sé de la historia de Alí Babá y los cuarenta ladrones, pero ¡más sabio es
Alah!
El rey Schahriar dijo:
-Ciertamente, Schahrazada, que ésta es una historia asombrosa, pues la joven Morgana no tiene par entre
las mujeres de hoy. Bien lo sé yo, que me vi obligado a cortar la cabeza de todas las desvergonzadas de mi
palacio.
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