El mal de la
muerte
Marguerite Duras
***
Debiera no conocerla, haberla
encontrado en todas partes a
la vez, en un hotel, en una calle,
en un bar, en un libro, en
una película, en usted mismo,
en usted, en ti, al capricho de tu
sexo enhiesto en la noche que
grita por un cobijo, por un lugar
en el que desprenderse de
los llantos que lo colman.
Pudiera haberla pagado.
Hubiera dicho: Tendría que
venir cada noche durante muchos
días.
Ella le hubiera mirado largamente,
y después le hubiera dicho
que en ese caso era caro.
Y después ella pregunta:
¿Qué es lo que quiere?
Usted dice que quiere probar,
intentarlo, intentar conocer eso,
acostumbrarse a eso, a ese cuerpo,
a esos pechos, a ese perfume,
a la belleza, a ese peligro
de alumbramiento de niños que
representa ese cuerpo, a esa forma
imberbe sin accidentes musculares
ni de fuerza, a ese rostro,
a esa piel desnuda, a esa
coincidencia entre esa piel y la
vida que encubre.
Usted dice que quiere probar,
probar muchos días quizás.
Quizás muchas semanas.
Quizás hasta toda la vida.
Ella pregunta: ¿Probar el
qué?
Usted dice: Amar.
Ella pregunta: ¿Por qué otra
vez?
Usted dice para dormir encima
del sexo quieto, allí donde
usted no conoce.
Usted dice que quiere probar,
llorar allí, en ese preciso rincón
del mundo.
Ella sonríe, pregunta: ¿También
querría de mí?
Usted dice: Sí. Aún no conozco,
quisiera penetrar ahí
también. Y con tanta violencia
como tengo por costumbre. Dicen
que se resiste más aún, que
es un terciopelo que se resiste
más aún que el vacío.
Ella dice que no tiene opinión,
que no puede saber.
Ella pregunta: ¿Cuáles serían
las otras condiciones?
Usted dice que debiera callar
se como las mujeres de sus antepasados,
doblegarse completamente
a usted, a su voluntad,
serle enteramente sumisa al
igual que las campesinas en las
granjas tras la cosecha cuando
derrengadas dejaban acercarse a
ellas a los hombres, mientras
dormían –todo ello para que usted
pueda acostumbrarse poco a
poco a esa forma que se amoldaría
a la suya, que estaría a su
merced como las devotas lo están
a la de Dios– esto también,
para que poco a poco, con el
día creciente, tenga menos miedo
de no saber dónde colocar su
cuerpo ni hacia qué vacío amar.
Ella le mira. Y luego deja de
mirarle, mira a otro lado. Y después
responde.
Ella dice que en ese caso es
aún más caro. Dice la cifra a pagar.
Usted acepta.
Ella vendría cada día. Viene
cada día.
El primer día se desnuda y se
tumba en el lugar que usted le
señala en la cama.
Usted la mira dormirse. Ella
calla. Se duerme. Usted 1a mira.
Toda la noche.
Ella llegaría con la noche.
Llega con la noche.
Toda la noche usted la mira.
La mira durante dos noches.
Durante dos noches ella casi
no habla.
Luego, una tarde, al anochecer,
lo hace. Habla.
Ella le pregunta si le es útil
para hacer que su cuerpo esté
menos solo. Usted dice que no
comprende muy bien esta palabra
cuando designa su estado.
Que está en un punto en que
confunde entre creer estar solo y
por el contrario llegar a estarlo,
y añade: Como con usted.
Y luego una vez más en medio
de la noche ella pregunta:
¿En qué época del año estamos
en este momento?
Usted dice: Antes del invierno,
todavía en otoño.
Ella pregunta también: ¿Qué
es lo que se oye?
Usted dice: El mar.
Ella pregunta: ¿Dónde está?
Usted dice: Allí, detrás del
muro de la habitación.
Ella vuelve a dormirse.
Joven, ella sería joven. En sus
prendas, en sus cabellos, habría
un olor estancado, usted procuraría
saber cuál, y terminaría
por nombrarlo como usted sabe
hacerlo. Usted diría: Un olor a
heliotropo y a cidro. Ella responde:
Como quiera.
Otra tarde usted lo hace,
como estaba previsto, duerme
con el rostro en lo alto de sus
piernas separadas, contra su sexo,
ya en la humedad de su cuerpo,
allí donde ella se abre. Ella
le deja hacer.
Otra tarde, por distracción,
usted la hace gozar y ella grita.
Usted le dice que no grite.
Ella dice que ya no gritará más.
No grita más.
Jamás de ahora en adelante
ninguna otra gritará por usted.
Quizás obtenga usted de ella
un placer hasta entonces desconocido
para usted, no lo sé.
Tampoco sé si percibe el sordo y
lejano zumbido de su goce en su
respiración, en ese suavísimo estertor
que va y viene de su boca
al aire exterior. No lo creo.
Ella abre los ojos, dice: Cuánta
felicidad.
Usted le pone la mano en la
boca para que se calle, le dice
que no se dicen esas cosas.
Ella cierra los ojos.
Ella dice que ya no lo dirá
más.
Ella pregunta si ellos sí hablan
de eso. Usted dice que no.
Pregunta ella de qué hablan.
Usted dice que hablan de todo
lo demás, que hablan de todo,
excepto de eso.
Ríe, vuelve a dormirse.
A veces usted se pasea por la
alcoba alrededor de la cama o a
lo largo de las paredes que dan
al mar.
A veces llora.
A veces sale a la terraza en el
frío incipiente.
No sabe qué contiene el sueño
de ésa que está en la cama.
De ese cuerpo quisiera usted
alejarse, quisiera volver a los
cuerpos de los demás, al suyo,
volver hacia usted mismo y a la
vez es precisamente por tener
que hacerlo por lo que llora.
Ella, en la alcoba, duerme.
Duerme. Usted no la despierta.
La desdicha aumenta en la alcoba
a medida que invade su sueño.
En cierta ocasión usted duerme
en el suelo al pie de la cama
de ella.
Ella se mantiene siempre en
un sueño uniforme. De dormir
tan bien a veces sonríe. Tan sólo
se despierta cuando usted le toca
el cuerpo, los pechos, los ojos. A
veces también se despierta sin
razón, excepto para preguntarle
si es el ruido del viento o el de la
marea alta.
Se despierta. Le mira. Dice: El
mal se apodera siempre más de
usted, se ha apoderado de sus
ojos, de su voz.
Usted pregunta: ¿Qué mal?
Ella dice que todavía no sabe
decirlo.
Noche tras noche se introduce
usted en la oscuridad de su sexo,
se adentra casi sin saberlo en ese
callejón sin salida. A veces se
queda allí, duerme allí, en ella,
toda la noche con el fin de estar
dispuesto por si, al capricho de
un movimiento involuntario por
parte de ella o por la suya, le entraran
ganas de poseerla otra
vez, de llenarla aún más y de gozar
de puro placer como siempre,
cegado por las lágrimas.
Ella estaría siempre dispuesta,
quisiéralo o no. Precisamente
sobre esto usted nunca sabría
nada. Ella es más misteriosa que
todas las evidencias exteriores
que usted jamás ha conocido
hasta ahora.
Tampoco nunca sabría usted
nada, ni usted ni nadie, nunca,
cómo ve ella, qué piensa ella de
usted y del mundo, y de su cuerpo
y de su espíritu, y de ese mal
que ella dice que le invade. Ella
misma no lo sabe. No sabría decírselo,
de ella nada podría usted
saber.
Nunca sabría usted, nada ni
usted ni nadie, de lo que ella
piensa de usted, de esta historia.
Por muchos que fueran los siglos
que cubrieran el olvido de sus
existencias, nadie lo sabría. En
cuanto ella, no sabe saberlo.
Porque no sabe nada de ella
diría que ella no sabe nada de
usted. Se empeñaría en ello.
Ella habría sido alta. El cuerpo
habría sido esbelto, hecho de
una sola vaciada, de una vez
como por Dios él mismo, con la
perfección indeleble del accidente
personal.
Ella no se habría parecido de
hecho a nadie.
El cuerpo no tiene defensa alguna,
es liso desde el rostro has
ta los pies. Incita al estrangulamiento,
a la violación, las vejaciones,
los insultos, los gritos de
odio, el desencadenamiento de
las pasiones cabales, mortales.
Usted la mira.
Es muy delgada, grácil casi,
sus piernas son de una belleza
que no participa de la del cuerpo.
No entroncan realmente con
el resto del cuerpo.
Usted le dice: Usted debe ser
muy hermosa.
Ella dice: Estoy aquí, mire, estoy
ante usted.
Usted dice: No veo nada.
Ella dice: Procure ver, está incluido
en el precio que ha pagado.
Toma el cuerpo, mira sus diferentes
espacios, le da la vuelta,
le da otra vez la vuelta, lo mira,
lo mira otra vez.
Renuncia.
Renuncia. Deja de tocar el
cuerpo.
Hasta esa noche usted no había
entendido cómo se podía ignorar
lo que ven los ojos, lo que
tocan las manos, lo que toca el
cuerpo. Descubre esa ignorancia.
Usted dice: No veo nada.
Ella no responde.
Duerme.
Usted la despierta. Le pregunta
si es una prostituta. Con una
señal de que no.
Le pregunta por qué ha aceptado
el contrato de las noches
pagadas.
Ella responde con una voz
aún adormecida, casi inaudible:
Porque en cuanto me habló vi
que le invadía el mal de la
muerte. Durante los primeros
días no supe nombrar ese mal.
Luego, más tarde, pude hacerlo.
Le pide que repita otra vez
esas palabras. Ella lo hace, repite
las palabras: El mal de la
muerte.
Le pregunta cómo lo sabe.
Ella dice que lo sabe. Dice que
se sabe sin saber cómo se sabe.
Usted le pregunta: ¿En qué el
mal de la muerte es mortal? Ella
responde: En que el que lo padece
no sabe que es portador de
ella, de la muerte. También en
que estaría muerto sin vida previa
a la que morir, sin conocimiento
alguno de morir a vida
alguna.
Los ojos están siempre cerrados.
Se diría que descansa de
una fatiga inmemorial. Cuando
ella duerme usted ha olvidado el
color de sus ojos, así como el
nombre que usted le dio la pri-
mera noche. Después descubre
que no sería el color de los ojos
la frontera infranqueable entre
ella y usted. No, no el color, usted
sabe que éste navegaría entre
el verde y el gris, no, no el color,
no, sino la mirada.
La mirada.
Usted descubre que ella le
mira.
Usted grita. Ella se vuelve hacia
la pared.
Ella dice: Pronto será el fin no
tema.
Con un solo brazo la levanta
contra usted tan ligera es. Usted
mira.
Curiosamente los pechos son
morenos, sus aureolas, casi negras.
Usted los come, los sorbe y
nada en el cuerpo se mueve, ella
deja hacer, deja. Quizás en un
momento dado usted grita una
vez más. En otro usted le dice
que pronuncie una palabra, una
sola, la que le nombra a usted,
usted le dice esa palabra, ese
nombre. Ella no responde, entonces
usted grita otra vez. Es
entonces cuando ella sonríe. Y
es entonces cuando usted se entera
de que ella está viva.
La sonrisa desaparece. Ella no
ha dicho el nombre.
Sigue usted mirando. El rostro
está entregado al sueño, está
mudo, duerme como las manos.
Pero el espíritu aflora siempre a la
superficie del cuerpo, lo recorre
por entero, y de tal manera que
cada una de las partes de ese cuerpo
es por sí sola testigo de su totalidad,
la mano y los ojos, el abombamiento
del vientre y el rostro,
los pechos y el sexo, las piernas y
los brazos, la respiración, el corazón,
las sienes y el sino.
Vuelve usted a la terraza ante
el mar negro.
Hay en usted sollozos de los
que ignora el porqué. Están retenidos
al borde mismo de usted
como exteriores a usted, no pueden
alcanzarle para ser llorados
por usted. Frente al mar negro,
contra el muro de la habitación
en la que ella duerme, usted llora
por usted mismo como lo haría
un desconocido.
Vuelve a la alcoba. Ella duerme.
Usted no lo entiende. Ella
duerme, desnuda, en el lugar
que usted ocupa en la cama. No
entiende cómo puede ser que
ella ignore sus llantos, que de
por sí quede protegida de usted,
que ignore hasta ese extremo
que ocupa el mundo entero.
Usted se tiende a su lado. Sigue
llorando por usted mismo.
Pronto se acerca el alba.
Pronto hay en la alcoba una
sombría claridad de color indeciso.
Pronto enciende algunas
lámparas para verla. Para verla a
ella. Para ver lo que nunca conoció,
el sexo soterrado, ver
aquello que engulle y retiene sin
parecer hacerlo, al verlo así ensimismado
en su sueño, dormido.
Para ver también las pecas esparcidas
por ella desde la orilla
del cabello hasta el nacimiento
de los pechos, allí donde ceden
bajo su peso, engarzados a las bisagras
de los brazos, y también
hasta los párpados cerrados y los
labios entreabiertos y pálidos.
Usted se dice: en los lugares del
sol del verano, en los lugares
abiertos, ofrecidos a la vista.
Ella duerme.
Usted apaga las lámparas.
Está casi claro.
Todavía se acerca el alba. Son
esas horas tan vastas como los
espacios del cielo. Es demasiado,
el tiempo ya no encuentra por
dónde pasar. El tiempo ya no
pasa. Usted se dice que ella debería
morir. Usted se dice que si
ahora en ese momento de la noche
ella muriera, sería más fácil,
usted sin duda quiere decir: para
usted, pero no termina la frase.
Usted escucha el ruido del
mar que empieza a subir. Esa
extraña está ahí en la cama, en
su lugar, en el charco blanco de
las sábanas blancas. Esa blancura
vuelve más oscura su forma,
más evidente que lo sería una
evidencia animal bruscamente
abandonada por la vida, que lo
sería la de la muerte.
Mira esta forma, descubre a la
vez en ella su poder infernal, la
abominable fragilidad, la debilidad,
la fuerza invencible de la
debilidad sin par.
Sale de la alcoba, vuelve a la
terraza frente al mar, lejos de su
olor.
Hay una lluvia menuda, el
mar aún está negro bajo el cielo
descolorido de luz. Oye su ruido.
El agua negra sigue subiendo, se
acerca. Se mueve. No deja de
moverse. Largas oías blancas lo
atraviesan, un ancho mar de
fondo que vuelve a caer en estrépitos
de blancura. El mar negro
está fuerte. Hay una tormenta a
lo lejos, es frecuente, por la noche.
Se queda mucho tiempo
mirando.
Se le ocurre la idea de que el
mar negro se mueve en lugar de
otra cosa, de usted, y de esa forma
sombría en la cama.
Termina su frase. Se dice que
si ahora a esa hora de la noche
ella muriera le sería a usted más
fácil hacerla desaparecer de la
faz de la tierra, arrojarla a las
aguas negras, que bastarían unos
minutos para arrojar un cuerpo
de ese peso a la mar creciente
con el fin de eliminar de la cama
ese olor hediondo de heliotropo
y cidro.
A la habitación vuelve de
nuevo. Allí está ella, durmiendo,
abandonada en sus propias tinieblas,
en su magnificencia.
Descubre que está hecha de
tal modo que en cualquier momento,
se diría, por su propio
deseo, su cuerpo podría dejar de
vivir, derramarse a su alrededor,
desaparecer ante sus mismos
ojos, y que es bajo semejante
amenaza cómo duerme, cómo se
expone a ser vista por usted.
Que es con el peligro que corre
a partir del momento en que el
mar está tan cerca, desierto, tan
negro todavía, con lo que ella
duerme.
Alrededor del cuerpo, la habitación.
Sería su propia habitación.
Una mujer, ella, la habita. Usted
ya no reconoce la habitación.
Ha quedado vacía de vida, está
sin usted, sin su semejante. La
ocupa únicamente vaciado flexible
y largo de la forma ajena en
la cama.
Ella se mueve, se le entreabren
los ojos. Pregunta: ¿Cuántas
noches pagadas aún? Usted
dice: Tres.
Ella pregunta: ¿No ha querido
nunca a una mujer? Usted dice
que no, nunca.
Ella pregunta: ¿No ha deseado
nunca a una mujer? Usted dice
que no, nunca.
Ella pregunta: ¿Ni una sola
vez, ni un instante? Usted dice
que no, nunca.
Ella dice: ¿Nunca? ¿Nunca?
Usted repite: Nunca.
Ella sonríe, dice: Es raro un
muerto.
Y vuelve a empezar: ¿Y mirar
a una mujer, no ha mirado nunca
a una mujer? Usted dice que
no, nunca.
Ella pregunta: ¿Usted qué
mira? Usted dice: Todo lo demás.
Ella se despereza, se calla.
Sonríe, vuelve a dormirse.
Vuelve usted a la habitación.
Ella no se ha movido en el charco
blanco de las sábanas. Mira a
ésa a quien nunca había abordado,
nunca, ni a través de sus
semejantes ni a través de ella
misma.
Mira la forma sospechosa desde
hace siglos. Abandona.
Ya no mira usted. Ya no mira
nada más. Cierra los ojos para
reconocerse en su diferencia, en
su muerte.
Cuando abre los ojos, ella está
ahí, todavía, ella aún está ahí.
Vuelve usted hacia el cuerpo
extraño. Duerme.
Mira el mal de su vida, el mal
de la muerte. Es en ella, en su
cuerpo dormido, donde lo ve.
Usted mira los rincones del
cuerpo, mira el rostro, los pechos,
el rincón impreciso de su
sexo.
Mira el lugar del corazón. En-
cuentra que el latido es diferente,
más lejano, le viene la palabra:
más ajeno. Es regular, parecería
no tener que cesar nunca.
Acerca su cuerpo al objeto de su
cuerpo. Está tibio, está fresco.
Ella vive todavía. Incita al asesinato
en tanto que vive. Se pregunta
cómo matarla y quién la
matará. Usted no quiere nada, a
nadie, incluso esa diferencia que
usted cree vivir usted no la quiere.
Usted no conoce sino la gracia
del cuerpo de los muertos, la
de sus semejantes. De pronto sitúa
la diferencia entre esa gracia
del cuerpo de los muertos y ésa
ahí presente hecha de debilidad
última que podría aplastarse con
un gesto, esa realeza.
Descubre que es ahí, en ella,
donde se cultiva el mal de la
muerte, que es esta forma ante
usted desplegada la que decreta
el mal de la muerte.
De la boca entreabierta sale una
respiración, vuelve, se retrotrae,
vuelve otra vez. La máquina de
carne es prodigiosamente exacta.
Inclinado sobre ella, inmóvil, la
mira. Sabe que podría disponer
de ella a su antojo, de la forma
la más peligrosa. No lo hace.
Por el contrario acaricia el cuerpo
con la misma suavidad que si
incurriera en el peligro de la felicidad.
Su mano se encuentra sobre
el sexo, entre los labios que
se rajan, allí es donde ella acaricia.
Usted mira la hendidura de
los labios y lo que los rodea, el
cuerpo entero. No ve nada.
Quisiera verlo todo de una
mujer, hasta donde eso pudiera
hacerse. No ve que esto le es imposible.
Usted mira la forma cerrada.
Ve primero inscribirse en la
piel ligeros estremecimientos,
precisamente como los del dolor.
Y luego temblar los párpados
como si los ojos quisieran ver. Y
luego abrirse la boca como si la
boca quisiera decir. Y luego percibe
que bajo sus caricias los labios
del sexo se hinchan y que
de su terciopelo brota un agua
viscosa y cálida como la sangre.
Entonces hace más rápidas sus
caricias. Percibe que los muslos
se separan para dejar su mano
moverse a sus anchas, para que
usted lo haga aún mejor.
Y de pronto, en una queja, usted
ve invadirla el goce, apoderarse
de ella por entero, levan-
tarla del lecho. Mira intensamente
lo que acaba de realizar
en ese cuerpo. Lo ve luego recaer,
inerte, sobre la blancura
del lecho. Respira aprisa en sobresaltos
siempre más espaciados.
Y luego los ojos se cierran
aún más, y después se sellan aún
más al rostro. Y luego se abren,
y después se cierran.
Se cierran.
Usted lo ha mirado todo. A su
vez cierra por fin los ojos. Permanece
así mucho tiempo los
ojos cerrados, como ella.
Piensa en el exterior de su habitación,
en las calles de la ciudad,
en esas pequeñas plazas alejadas
del lado de la estación. En
esos sábados de invierno semejantes
unos a otros.
Y luego oye ese ruido que se
acerca, oye el mar.
Oye el mar. Está muy cerca de
las paredes de la habitación. Por
las ventanas, siempre esa luz
descolorida, esa lentitud del día
en alcanzar el cielo, siempre el
mar negro, el cuerpo que duerme,
la extraña de la habitación.
Y después usted lo hace. No
sabría decir por qué lo hace. Veo
que lo hace sin saberlo. Usted
podría salir de la alcoba, alejarse
del cuerpo, de la forma dormida.
Pero no, usted lo hace, como
aparentemente otro lo haría, con
esa diferencia integral, que le separa
de ella. Usted lo hace, vuelve
hacia el cuerpo.
Lo cubre por entero con el
suyo, lo atrae hacia usted para
no aplastarlo con su fuerza, para
evitar matarlo, y luego lo hace,
vuelve al cobijo nocturno, en él
se encenaga.
Permanece aún en ese abrigo.
Llora una vez más. Cree saber
no sabe qué, no puede con ese
saber, cree ser el único hecho a
imagen de la desdicha del mundo,
a imagen de un destino privilegiado.
Cree ser el rey de ese
acontecimiento en curso, cree
que existe.
Ella duerme, la sonrisa en los
labios, como para matarla.
Permanece usted aún al abrigo
de su cuerpo.
Ella está llena de usted mientras
duerme. Los estremecimientos
ligeramente gritados que recorren
su cuerpo se hacen cada
vez más evidentes. Ella habita
una dicha soñada de estar llena
de un hombre, de usted, o de
otro, o de otro aún.
Usted llora.
Los llantos la despiertan. Ella
le mira. Mira la alcoba. Y de
nuevo le mira. Le acaricia la
mano. Pregunta: ¿Por qué llora?
Usted dice que ella es quien
debe decir por qué llora, que ella
es quien debiera saberlo.
Ella responde muy bajo, con
dulzura: Porque usted no ama.
Usted responde que así es.
Ella le pide que se lo diga claramente.
Usted se lo dice: No amo.
Ella dice: ¿Nunca?
Usted dice: Nunca.
Ella dice: El deseo de estar a
punto de matar a un amante, de
guardarlo para usted, para usted
solo, de poseerlo, de robarlo
contra todas las leyes, contra todos
los imperios de la moral, ¿no
lo conoce, no lo ha conocido
nunca?
Usted dice: Nunca.
Ella le mira, repite: Es raro un
muerto.
Ella le pregunta si ha visto usted
el mar, le pregunta si ya es
de día, si el tiempo claro.
Usted dice que despunta el
día, pero que en esta época del
año es muy lento en invadir el
espacio que ilumina.
Ella le pregunta por el color
del mar.
Usted dice: Negro.
Ella responde que el mar nunca
es negro, que usted debe de
confundirse.
Usted le pregunta si ella cree
que se le puede amar.
Ella dice que no se puede de
ninguna manera. Usted le pregunta:
¿Por culpa de la muerte?
Ella dice: Sí, por culpa de esa insipidez
de esa inmovilidad de su
sentimiento, por culpa de esa
mentira al decir que el mar es
negro.
Y luego ella se calla.
Teme usted que ella vuelva a
dormirse, la despierta, le dice:
Hable más. Ella dice: Entonces,
hágame preguntas, por mí misma
no puedo. De nuevo le pregunta
usted si se le puede amar.
Ella dice una vez más: No.
Ella dice que poco antes usted
tuvo ganas de matarla cuando
volvió de la terraza y entró por
segunda vez en la habitación,
que ella lo comprendió en su
sueño por su mirada sobre ella.
Ella le pide que le diga por qué.
Usted le dice que no puede saber
por qué, que no tiene la inteligencia
de su mal.
Ella sonríe, dice que es la primera
vez, que no sabía antes de
conocerle que la muerte podía
vivirse.
Ella le mira a través del verde
filtrado de sus pupilas. Dice: Usted
anuncia el reino de la muerte.
No se puede amar la muerte
si le viene impuesta desde fuera.
Usted cree llorar por no amar.
Usted llora por no imponer la
muerte.
Ella ya está en el sueño. Le
dice de un modo apenas inteligible:
Ya usted a morir de muerte.
Su muerte ha comenzado ya.
Usted llora. Ella le dice: No
llore, no merece la pena, deje
esta costumbre de llorar por usted
mismo, no merece la pena.
Insensiblemente la habitación
se ilumina con una luz solar,
aún sombría.
Ella abre los ojos, vuelve a cerrarlos.
Dice: Aún dos noches
pagadas, pronto se acabará esto.
Sonríe y con la mano le acaricia
los ojos. Se burla durmiendo.
Usted sigue hablando, solo en
el mundo como usted desea. Usted
dice que el amor siempre
le ha parecido fuera de lugar,
que no ha comprendido nunca,
que siempre ha evitado amar, que
siempre ha querido ser libre de
no amar. Dice que está perdido.
Dice que no sabe de qué, en qué
está perdido.
Ella no escucha, duerme.
Usted cuenta la historia de un
niño.
El día se asoma por las ventanas.
Ella abre los ojos, dice: Deje
de mentir. Ella dice que espera
no saber nunca nada de la forma
en que usted, usted sí sabe, por
nada del mundo. Dice: No quisiera
saber nada de la forma en
que usted, usted sí sabe, con esa
certeza que proviene de la muer-
te, esa monotonía irremediable,
igual a sí misma cada día de su
vida, cada noche, con esa función
mortal de la falta de amar.
Dice: Ya es de día, todo va a
empezar, excepto usted. Usted,
usted no empieza nunca.
Vuelve a dormirse. Usted le
pregunta por qué duerme, de
qué fatiga debe descansar, monumental.
Ella levanta la mano
y de nuevo le acaricia el rostro,
la boca quizás. Vuelve a burlarse
durmiendo. Dice: Usted no puede
comprender ya que es usted
quien hace la pregunta. Dice
que así también descansa de usted,
de la muerte.
Usted continúa la historia del
niño, la grita. Dice que no sabe
toda la historia del niño, de usted.
Dice que ha oído contar esa
historia. Ella sonríe, dice que
también ha oído y leído muchas
veces esa historia, en todas
partes, en muchos libros. Usted
pregunta cómo podría surgir el
sentimiento de amar. Ella le
responde: Quizás de un fallo repentino
en la lógica del universo.
Dice: Por ejemplo de un
error. Dice: Nunca por quererlo.
Usted pregunta: ¿El sentimiento
de amar podría surgir de otras
cosas aún? Usted le suplica que
diga. Ella dice: De todo, de un
vuelo de pájaro nocturno, de
un sueño, del sueño de un sueño,
de la cercanía de la muerte,
de una palabra, de un crimen, de
uno, de uno mismo, de pronto
sin saber cómo. Dice: Mire.
Abre las piernas y en el hueco
de sus piernas separadas ve usted
por fin la negra noche. Usted
dice: Era ahí, la noche negra, es
ahí.
Ella dice: Ven. Usted va. Dentro
de ella, usted llora otra vez.
Ella dice: No llores más. Dice:
Tómame para que todo quede
consumado.
Usted lo hace, la toma.
Queda consumado.
Ella vuelve a dormirse.
Un día ella ya no está. Usted
se despierta y ella ya no está. Se
ha ido durante la noche. La huella
del cuerpo está aún en las sábanas,
está fría.
Es la aurora hoy. Aún no el
sol, pero los contornos del cielo
ya están claros mientras del centro
de ese cielo cae aún la oscuridad
sobre la tierra, densa.
Ya no queda nada más que
usted en la alcoba. Su cuerpo ha
desaparecido. Su súbita ausencia
confirma la diferencia entre ella
y usted.
A lo lejos, en las playas, algunas
gaviotas gritarían en la oscu-
ridad feneciente, empezarían ya
a nutrirse de gusanos de fango, a
rebuscar en las arenas abandonadas
por la marea baja. En la
oscuridad, el grito demente de
las gaviotas hambrientas le parece
de repente no haberlo oído
nunca.
Ella no volvería nunca.
La noche de su partida, en un
bar, usted cuenta la historia. Primero
la cuenta como si fuera
posible hacerlo, y luego renuncia
a ello. Después la cuenta
riéndose como si fuera imposible
que hubiera ocurrido o como si
fuera posible que usted la hubiera
inventado.
Al día siguiente, de pronto,
usted notaría quizás su ausencia
en la habitación. Al día siguiente,
quizás experimentaría un de-
seo de verla de nuevo allí, en la
extrañeza de la soledad, en su estado
de desconocida de usted.
Quizás la buscaría fuera de su
habitación, en las playas, en las
terrazas, en las calles. Pero no
podría encontrarla porque en la
luz del día no reconoce a nadie.
No la reconocería. No conoce de
ella más que su cuerpo dormido
bajo sus ojos entreabiertos o cerrados.
La penetración de los
cuerpos usted no puede reconocerla,
no puede nunca reconocerla.
Usted no podrá nunca.
Cuando usted lloró, fue sólo
por usted y no por la admirable
imposibilidad de alcanzarla a
través de la diferencia que les
separa.
De toda la historia usted no
conserva más que ciertas pala-
bras que ella pronunció en el
sueño, esas palabras que nombran
aquello de lo que usted padece:
Mal de la muerte.
Muy pronto usted renuncia,
deja de buscarla, ni en la ciudad,
ni en la noche, ni en el día.
Con todo así pudo usted vivir
este amor de la única forma posible
para usted, perdiéndolo antes
de que se diera.
El mal de la muerte podría representarse
en el teatro.
La joven de las noches pagadas debería estar
acostada entre sábanas blancas en medio
del escenario. Podría estar desnuda. A su
alrededor, un hombre caminaría contando la
historia.
Sólo la mujer diría su papel de memoria. El
hombre, nunca, El hombre leería el texto, ya
sea parado, ya sea andando alrededor de la
joven.
No se representaría nunca aquel de quien
trata la historia. Aun cuando se dirigiera a la
joven, lo haría por el intermedio del hombre
que lee su historia.
Aquí, la lectura reemplazaría la actuación.
Sigo creyendo que nada suple la lectura de un
texto, que nada suple la falta de memoria de
un texto, nada, ninguna actuación.
Los dos actores deberían por tanto hablar
como si estuvieran escribiendo el texto en habitaciones
separadas, aislados uno del otro.
Se invalidaría el texto si fuera dicho teatralmente.
La voz del hombre debería ser alta, la de la
mujer debería ser baja, casi descuidada.
Quisiera que los recorridos del hombre alrededor
del cuerpo de la joven fueran largos,
que se perdiera de vista al hombre, que se
perdiera en el teatro como en el tiempo para
volver después hacia la luz, hacia nosotros.
El escenario debería ser bajo, casi a ras del
suelo, para que se viera por entero a la joven.
Deberían guardarse grandes espacios de silencio
entre las noches pagadas durante los
cuales no ocurriría otra cosa que el paso del
tiempo.
El hombre que lee la historia estaría aquejado
de una debilidad esencial y mortal que
debería ser la del otro hombre –el que no es
representado.
La mujer sería bella, personal.
Por un amplio hueco sombrío, llegaría el
ruido de la mar. Se vería siempre el mismo
rectángulo negro, no se iluminaría nunca. El
ruido del mar sería más o menos fuerte.
No se vería la partida de la joven. Habría
un apagón durante el cual desaparecería, y,
cuando la luz volviera, no quedarían más que
las sábanas blancas en medio del escenario y
el ruido del mar que irrumpiría por la puerta
negra.
No habría música.
Si tuviera que filmar el texto, quisiera que
los llantos sobre la mar fueran montados de
tal manera que se vieran el estruendo de la
blancura de la mar y el rostro del hombre casi
al mismo tiempo. Que hubiera una relación
entre la blancura de las sábanas y la del mar.
Que las sábanas fueran ya una imagen del
mar. Esto, simplemente a modo de indicación
general.
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