5
Ese día no pasamos de ahí. No bien pronunció la última frase, Effing se detuvo para tomar aliento, y antes de que pudiera continuar con la historia, entró la señora Hume y anunció que era la hora del almuerzo. Después de las cosas tan terribles que me había contado, pensé que le seria difícil recobrar la serenidad, pero la interrupción no pareció afectarle mucho.
–Estupendo –dijo, dando una palmada–. Hora de comer. Estoy hambriento.
Me desconcertó que pudiera pasar tan rápidamente de un estado de ánimo a otro. Unos momentos antes su voz temblaba de emoción. Yo había pensado que estaba al borde del colapso y ahora, de repente, estaba rebosante de entusiasmo y alegría.
–Luego seguiremos, muchacho –me dijo mientras le llevaba en su silla de ruedas al comedor–. Esto no era más que el principio, lo que podríamos llamar el prefacio. Espere a que me caliente. Todavía no ha oído nada.
Una vez que nos sentamos a la mesa no hubo ninguna mención a la necrología. El almuerzo se desarrolló como siempre, con el acostumbrado acompañamiento de sorbetones, babeos y ruidos, ni más ni menos que cualquier otro día. Era como si Effing hubiera olvidado ya que habla pasado las últimas tres horas mostrándome sus entrañas en la otra habitación. Tuvimos la habitual charla intrascendente y hacia el final de la comida hicimos el diario repaso de las condiciones meteorológicas en preparación de nuestro paseo de la tarde. Así pasamos las tres o cuatro semanas siguientes. Por las mañanas trabajábamos en su necrología; por las tardes salíamos de paseo. Llené más de una docena de cuadernos con las historias de Effing, generalmente a un ritmo de veinte o treinta páginas por día. Tenía que escribir a gran velocidad para no quedarme atrás y había veces en que mi letra era casi ilegible. En una ocasión le pregunté si no podríamos utilizar un magnetofón, pero Effing se negó. Nada de electricidad, dijo, nada de máquinas.
–Odio el ruido de esos aparatos infernales. Todo son zumbidos y chirridos, me da náuseas. El único sonido que quiero es el de su pluma moviéndose sobre el papel.
Le expliqué que yo no era un secretario profesional.
–No sé taquigrafía –dije–, y no siempre me resulta fácil leer lo que he escrito.
–Entonces páselo a máquina cuando yo no esté presente –me contestó–. Le daré la máquina de escribir de Pavel. Es un precioso cacharro antiguo; se la compré cuando vinimos a Estados Unidos en el 39. Una Underwood. Ya no las hacen así. Deben pesar tres toneladas y media.
Esa misma noche la desenterré del fondo del armario empotrado que había en mi cuarto y la puse en una mesita. Desde entonces pasaba varias horas cada noche transcribiendo las páginas de nuestra sesión matinal. Era un trabajo tedioso, pero las palabras de Effing estaban aún frescas en mi memoria y así no perdía muchas.
Después de la muerte de Byrne, contó, perdió toda esperanza. Intentó sin mucha convicción salir de los cañones, pero pronto se encontró en un laberinto de obstáculos: riscos, gargantas, paredes rocosas inexpugnables. Su caballo se murió al segundo día, pero como no tenía leña, la carne casi no le sirvió de nada. La artemisa no prendía; humeaba y chisporroteaba, pero no producía fuego. Para calmar su hambre, Effing cortó lonchas de carne del animal y las chamuscó con cerillas. Eso le resolvió una comida, pero cuando se le acabaron las cerillas, abandonó los restos del caballo, pues no quería comerse la carne cruda. En ese punto, Effing estaba convencido de que su vida tocaba a su fin. Continuó vagando entre las rocas, tirando del último burro que le quedaba, pero a cada paso que daba le atormentaba la idea de que se alejaba cada vez más de la posibilidad de que le rescataran. Sus enseres de dibujo estaban intactos y aún tenía suficiente comida y agua para otros dos días. Pero eso ya no parecía importar. Aunque consiguiera sobrevivir, comprendía que todo habla terminado para él. La muerte de Byrne habla supuesto su fin, y por nada del mundo volvería a casa. Sería incapaz de enfrentarse a la vergüenza, las preguntas, las recriminaciones, el desprestigio. Era mucho mejor que creyeran que él también había muerto, pues así al menos su honor quedaría a salvo y nadie sabría lo débil e irresponsable que había sido. Ése fue el momento en que desapareció Julian Barber: allí, en el desierto, acorralado por las rocas y la luz abrasadora, simplemente se borró de la existencia. En aquel momento, no le pareció una decisión tan drástica. No le cabía duda de que iba a morir, y aunque no muriera, sería como si estuviese muerto. Nadie sabría nunca nada de lo que le había sucedido.
Effing me dijo que se volvió loco, pero yo no estaba seguro de si debía tomar sus palabras en sentido literal. Según me contó, después de la muerte de Byrne se pasó tres días aullando casi constantemente y manchándose la cara con la sangre que manaba de sus manos, laceradas por las rocas; pero, dadas las circunstancias, este comportamiento no me parecía especialmente insólito. Yo también había dado muchos alaridos durante la tormenta en Central Park, y mi situación era mucho menos desesperada que la suya. Cuando un hombre siente que ha llegado al límite de su resistencia, es absolutamente natural que necesite gritar. El aire se acumula en sus pulmones y no puede respirar a menos que lo eche fuera, a menos que lo expulse aullando con todas sus fuerzas. De lo contrario, se ahogaría con su propio aliento, el cielo mismo le asfixiaría.
La mañana del cuarto día, cuando había terminado sus víveres y tenía menos de una taza de agua en la cantimplora, Effing vio lo que parecía una cueva en lo alto de un risco cercano. Pensó que seria un buen sitio donde morir. Protegido del sol e inaccesible para las aves carroñeras, un lugar tan escondido que nadie le encontraría nunca. Haciendo acopio de valor, inició el laborioso ascenso. Tardó casi dos horas en llegar allí y para entonces estaba agotado, apenas se tenía en pie. La cueva era bastante más grande de lo que parecía desde abajo, y Effing se sorprendió al ver que no tenía que agacharse para entrar. Apartó las ramas que obstruían la boca de la cueva y entró. Contra todas sus expectativas, la cueva no estaba vacía. Se extendía unos seis metros en el interior de la montaña y contenía varios muebles: una mesa, cuatro sillas, un armario y una deteriorada estufa panzuda. A todos los efectos, era una casa. Los objetos estaban bien cuidados y todo lo que había estaba cómodamente colocado en una burda imitación del orden doméstico. Effing encendió la vela que había sobre la mesa y se la llevó al fondo del habitáculo para explorar los rincones oscuros hasta los cuales no penetraba la luz del sol. En la pared de la izquierda encontró una cama y en ella a un hombre. Effing supuso que estaba dormido, pero cuando carraspeó para anunciar su presencia y no obtuvo respuesta, se inclinó sosteniendo la vela sobre la cara del desconocido. Entonces vio que estaba muerto. No sólo muerto, sino asesinado. En donde deberla haber estado el ojo derecho del hombre había un gran agujero de bala. El ojo izquierdo miraba fijamente la oscuridad, y la almohada estaba salpicada de sangre.
Apartándose del cadáver, Effing se acercó al armario y descubrió que estaba lleno de comida. Alimentos enlatados, carnes en salmuera, harina y otras cosas para cocinar: había suficiente comida en aquellos estantes para que una persona viviera un año. Se preparó rápidamente un almuerzo y se comió medio pan y dos latas de judías blancas. Una vez que hubo saciado su hambre, se dispuso a deshacerse del cadáver. Ya había elaborado un plan; ahora no tenía más que llevarlo a cabo. El muerto debía de haber sido un ermitaño que vivía solo en lo alto de la montaña, razonó Effing, y en tal caso, no habría mucha gente que supiera que estaba allí. Por los datos que tenía (el cuerpo aún no estaba descompuesto, no había ningún olor insoportable, el pan todavía estaba fresco), el asesinato debía de haberse cometido muy recientemente, tal vez tan sólo unas horas antes; lo cual significaba que la única persona que sabía que el ermitaño estaba muerto era el hombre que lo había matado. Nada le impediría ocupar el lugar del ermitaño, pensó Effing. Ambos tenían más o menos la misma edad, más o menos la misma talla y el mismo cabello castaño claro. No sería muy difícil dejarse crecer la barba y empezar a llevar la ropa del muerto. Asumiría la vida del ermitaño y seguiría viviéndola por él, actuando como si el alma de aquel hombre hubiera pasado a pertenecerle. Si alguien subía hasta allí a hacerle una visita, él fingiría ser quien no era y ya se vería si conseguía engañarles. Tenía un rifle para defenderse si algo iba mal, pero pensaba que las cartas estaban a su favor, ya que no parecía muy probable que un ermitaño tuviese muchas visitas.
Después de quitarle la ropa sacó el cuerpo de la cueva y lo llevó arrastrando hasta la parte de atrás del risco. Allí descubrió lo más extraordinario de todo: un pequeño oasis a diez o doce metros por debajo del nivel de la cueva, una zona de vegetación con dos altos chopos, un arroyo e innumerables arbustos cuyos nombres no conocía. Una pequeña bolsa de vida en medio de la abrumadora aridez. Mientras enterraba al ermitaño en la blanda tierra junto al arroyo, se dio cuenta de que todo era posible en aquel lugar. Tenía comida y agua, tenía casa; tenía una nueva identidad y una vida nueva, y totalmente inesperada. El cambio en la situación era casi más de lo que podía comprender. Sólo unas horas antes estaba dispuesto a morir. Ahora temblaba de felicidad y no podía parar de reír mientras echaba una paletada de tierra tras otra sobre la cara del desconocido.
Pasaron los meses. Al principio, Effing estaba demasiado aturdido por su buena suerte para prestar mucha atención a lo que le rodeaba. Comía, dormía y, cuando el sol no era muy fuerte, se sentaba en las rocas fuera de la cueva y observaba a los multicolores lagartos que pasaban veloces junto a sus pies. La vista desde el risco era inmensa, abarcaba incontables kilómetros de terreno, pero él no la miraba con frecuencia, prefería limitar sus pensamientos a su entorno inmediato: los viajes al arroyo con el cubo del agua, recoger leña, el interior de la cueva. Ya había tenido suficientes paisajes, ahora le bastaba con lo que tenía al alcance. Luego, de repente, esta sensación de calma le abandonó y entró en un periodo de casi irresistible soledad. El horror de los últimos meses se apoderó de él y durante una semana o dos estuvo peligrosamente próximo al suicidio. Su cabeza hervía de alucinaciones y temores y más de una vez se imaginó que ya estaba muerto, que había muerto en el momento en que entró en la cueva y ahora estaba prisionero de una demoniaca vida después de la muerte. Un día, en un ataque de locura, cogió el rifle del ermitaño y mató al burro, pensando que en realidad era el ermitaño, un espectro iracundo que había venido a perseguirle con sus insidiosos rebuznos. El burro sabía la verdad sobre él y no tenía más remedio que eliminar al testigo de su fraude. Después de eso, le entró la obsesión de tratar de descubrir la identidad del muerto y se dedicó a registrar sistemáticamente el interior de la cueva en busca de pistas, un diario, un paquete de cartas, un libro, cualquier cosa que le revelara el nombre del ermitaño. Pero no encontró nada, ni una partícula de información.
Después de dos semanas, empezó lentamente a recobrar la razón y finalmente halló algo que se parecía a la paz de espíritu. Esta situación no podía prolongarse indefinidamente, se dijo, y eso fue un alivio, una idea que le dio valor para seguir adelante. En algún momento las reservas de víveres se acabarían y entonces tendría que marcharse a otro sitio. Se dio aproximadamente un año, quizá un poco más si tenía cuidado. Para entonces, la gente habría perdido las esperanzas de que él y Byrne regresaran. Dudaba de que Scoresby hubiese echado su carta al correo, pero aunque lo hubiese hecho, los resultados serian básicamente los mismos. Enviarían un equipo de rescate, costeado por Elizabeth y el padre de Byrne. Recorrerían el desierto durante unas semanas, buscando con ahínco a los dos desaparecidos –con seguridad habrían ofrecido una recompensa–, pero nunca encontrarían nada. Como máximo, descubrirían la tumba de Byrne, pero ni siquiera eso era muy probable. Y aunque así fuera, eso no les llevaría más cerca de él. Julian Barber había desaparecido y nadie podría nunca seguir su rastro. Todo era cuestión de aguantar hasta que dejaran de buscarle. Los periódicos de Nueva York publicarían necrologías, se celebraría un funeral y ése seria el final del asunto. Una vez que eso sucediera, él podría ir adonde quisiera; podría convertirse en quien quisiera.
Sin embargo, sabía que no le beneficiaría precipitar las cosas. Cuanto más tiempo permaneciera escondido, más seguro estaría cuando al fin se marchara. En consecuencia se puso a organizar su vida de la manera más estricta posible, haciendo todo lo que podía por alargar su estancia allí: se limitaba a una comida diaria, acumulaba una amplia provisión de leña para el invierno, se mantenía en buena forma física. Se hizo gráficos e inventarios y cada noche, antes de acostarse, anotaba meticulosamente las reservas que había utilizado durante el día, para obligarse a mantener la más rigurosa disciplina. Al principio le resultaba difícil cumplir los objetivos que se había fijado y sucumbía a menudo a la tentación de tomarse una rebanada de pan de más u otro plato de estofado en lata, pero el esfuerzo en sí mismo parecía valer la pena y le ayudaba a estar alerta. Era un modo de ponerse a prueba frente a sus propias debilidades y a medida que la realidad y el ideal se iban aproximando gradualmente, no podía evitar considerarlo un triunfo personal. Sabía que no era más que un juego, pero se necesitaba una fanática devoción para jugarlo y ese mismo exceso de concentración era lo que le permitía no caer en el abatimiento.
Después de dos o tres semanas de esta nueva vida de disciplina, empezó a sentir el impulso de volver a pintar. Una noche, sentado con un lápiz en la mano, escribiendo su breve informe de las actividades diarias, de pronto empezó a hacer un pequeño boceto de una montaña en la página de al lado. Antes de que se diera cuenta de lo que hacía, había terminado el dibujo. No tardó más de medio minuto, pero en ese repentino gesto inconsciente encontró una fuerza que nunca había estado presente en su obra anterior. Esa misma noche desempaquetó sus enseres de pintor, y desde entonces hasta que se le acabaron las pinturas siguió trabajando, saliendo cada mañana de la cueva al amanecer y pasando todo el día fuera. Aquello duró dos meses y medio y en ese tiempo consiguió terminar casi cuarenta lienzos. Sin ninguna duda, me dijo, fue el periodo más feliz de su vida.
Trabajaba sometido a las exigencias de dos restricciones que acabaron ayudándole cada una a su manera. Primero, el hecho de que nadie vería nunca aquellos cuadros. Eso era inevitable, pero, en lugar de atormentarle con una sensación de inutilidad, parecía liberarle. Ahora trabajaba para si mismo, sin la amenaza de la opinión de otras personas, y eso de por sí era suficiente para producir un cambio fundamental en el enfoque que daba a su arte. Por primera vez en su vida dejó de preocuparse por los resultados y en consecuencia los términos “éxito” y “fracaso” perdieron todo sentido para él. Descubrió que el verdadero sentido del arte no era crear objetos bellos. Era un método de conocimiento, una forma de penetrar en el mundo y encontrar el sitio que nos corresponde en él, y cualquier cualidad estética que pudiera tener un cuadro determinado no era más que un subproducto casual del esfuerzo de librar esta batalla, de entrar en el corazón de las cosas. Procuró olvidar las reglas que había aprendido, confiando en el paisaje como en un socio, abandonando voluntariamente sus intenciones y rindiéndose a los asaltos del azar, de la espontaneidad, a la embestida de los detalles brutales. Ya no le daba miedo la soledad que le rodeaba. El acto de tratar de plasmarla en los lienzos le había servido para interiorizarla de alguna manera y ahora podía percibir su indiferencia como algo que le pertenecía a él, tanto como él pertenecía al silencioso poderío de aquellos gigantescos espacios. Según me dijo, los cuadros que pintó eran toscos, llenos de colores violentos y de extrañas e involuntarias oleadas de energía, un remolino de formas y de luz. No tenía ni idea de si eran bellos o feos, pero probablemente eso daba igual. Eran suyos y no se parecían a ningún otro cuadro que hubiera visto en su vida. Cincuenta años después, aseguró, todavía podía recordarlos uno a uno.
La segunda restricción era más sutil, pero, a pesar de ello, ejercía una influencia aún más fuerte sobre él: antes o después, se le acabarían los materiales. Después de todo, sólo tenía un número limitado de tubos de pintura y de lienzos, y mientras continuara pintando, los estaba gastando. Desde el primer momento, por lo tanto, el fin estaba a la vista. Incluso mientras estaba pintando los cuadros, notaba como si el paisaje se desvaneciera ante sus ojos. Esto le daba una especial intensidad a todo lo que pintó en aquellos meses. Cada vez que terminaba una tela, las dimensiones del futuro se encogían para él, acercándole constantemente al momento en que ya no habría futuro. Al cabo de mes y medio de constante trabajo, llegó finalmente a la última tela. Sin embargo, todavía le quedaban una docena de tubos de pintura. Casi sin perder el ritmo, Effing dio la vuelta a los cuadros y empezó una nueva serie en la parte de atrás de los lienzos. Fue un indulto extraordinario, dijo, y durante las tres semanas siguientes se sintió como si hubiera renacido. Trabajó en su segundo ciclo de paisajes aún con mayor intensidad que en el primero, y cuando todos los reversos estuvieron cubiertos, empezó a pintar sobre los muebles de la cueva, dando frenéticas pinceladas sobre el armario, la mesa y las sillas de madera, y una vez que estas superficies también estuvieron pintadas, estrujó los aplastados tubos para sacar los últimos restos de color y comenzó a trabajar sobre la pared sur, esbozando los contornos de una pintura rupestre panorámica. Effing afirmó que habría sido su obra maestra, pero se le acabaron los colores antes de que estuviera medio terminada.
Entonces llegó el invierno. Todavía tenía varios cuadernos y una caja de lápices, pero en vez de pasar de la pintura al dibujo, prefirió hibernar durante los meses fríos y pasó el tiempo escribiendo. En un cuaderno anotaba sus pensamientos y observaciones, intentando hacer con palabras lo que antes había hecho con imágenes, y en otro continuó el cuaderno de bitácora de su rutina diaria, llevando una cuenta exacta de sus gastos: cuánta comida habla consumido, cuánta quedaba, cuántas velas había quemado, cuántas estaban intactas. En enero nevó todos los días durante una semana, y él se complació en ver la blancura que caía sobre las rocas rojas, transformando el paisaje que tan bien conocía ya. Por la tarde salía el sol y derretía la nieve en trozos irregulares, creando un bonito efecto moteado, y a veces el viento levantaba la nieve en polvo y hacía girar las partículas blancas en breves danzas tempestuosas. Effing pasaba horas y horas observando estas cosas, sin que pareciera cansarse nunca de ellas. Su vida se había vuelto tan lenta que ahora percibía los más pequeños cambios. Cuando se le acabaron las pinturas, pasó por un angustiado periodo de desaliento, pero luego descubrió que escribir podía ser un adecuado sucedáneo de pintar. A mediados de febrero, sin embargo, había llenado todos sus cuadernos y ya no le quedaba nada donde escribir. Contrariamente a lo que había supuesto, esto no le desanimó. Se había sumergido tan profundamente en su soledad que ya no necesitaba ninguna distracción. Le parecía casi inimaginable, pero poco a poco el mundo se había vuelto suficiente para él.
A finales de marzo finalmente tuvo su primera visita. Por suerte, Effing estaba sentado en el tejado de su cueva cuando el hombre hizo su aparición al pie de la montaña, lo cual le permitió seguir el ascenso del desconocido por las rocas; durante casi una hora estuvo observando la pequeña figura que trepaba hacia él. Cuando el hombre llegó a la cima, Effing le estaba esperando con el rifle entre las manos. Había interpretado esta escena para sí cien veces, pero ahora que estaba sucediendo de verdad, le sorprendió descubrir lo asustado que estaba. La situación no tardaría más de treinta segundos en aclararse: si el hombre conocía al ermitaño y, en caso afirmativo, si el disfraz podría engañarle y hacerle creer que Effing era la persona que fingía ser. Si el hombre era el asesino del ermitaño, el asunto del disfraz sería irrelevante. Y lo mismo ocurriría si se trataba de un miembro del equipo de rescate, una última alma ingenua que todavía soñaba con la recompensa. Todo se resolvería en pocos segundos, pero, hasta entonces, Effing no podía evitar el ponerse en lo peor. Se dio cuenta de que, además de sus otros pecados, había muchas probabilidades de que se convirtiera en un asesino dentro de un momento.
Lo primero que observó del hombre fue que era grande, e inmediatamente se fijó en su extraña indumentaria. El hombre vestía una ropa que parecía hecha toda de diversos remiendos –un cuadrado rojo vivo aquí, un rectángulo de cuadros azules y blancos allá, un pedazo de lana en un sitio, un trozo de tela vaquera en otro– y este atuendo le daba un extraño aspecto de payaso, como si acabara de escaparse de un circo ambulante. En lugar del sombrero de ala ancha típico del Oeste, llevaba un estropeado hongo con una pluma blanca en la cinta. El pelo negro y liso le llegaba hasta los hombros, y cuando se acercó más, Effing vio que el lado izquierdo de su cara estaba deformado por una ancha e irregular cicatriz que iba desde el pómulo hasta el labio inferior. Effing supuso que el hombre era indio, pero a aquellas alturas poco importaba lo que fuese. Era una aparición, un bufón de pesadilla que había salido de las rocas. El hombre gimió de agotamiento cuando se izó hasta el saliente de la cima y luego se detuvo y sonrió a Effing. Estaba sólo a tres o cuatro metros de él. Effing levantó el rifle y le apuntó, pero el hombre pareció más desconcertado que asustado.
–Eh, Tom –dijo, con la voz lenta de un tonto–. ¿No te acuerdas de mí? Soy tu viejo amigo George. A mí no tienes que gastarme esas bromas.
Effing vaciló un momento, luego bajó el rifle, manteniendo el dedo en el gatillo por si acaso.
–George –murmuró, hablando en un tono casi inaudible para que su voz no le traicionase.
–He estado en la trena todo el invierno –dijo el grandullón–. Por eso no he venido a verte.
Siguió andando hacia Effing y no se paró hasta que estuvo lo bastante cerca de él como para darle la mano. Efflng se pasó el rifle a la mano izquierda y le tendió la derecha. El indio le miró inquisitivamente a los ojos durante un momento, pero luego el peligro pasó de repente.
–Tienes buen aspecto, Tom –dijo–. Muy bueno, de veras.
–Gracias –dijo Effing–. Tú también tienes buen aspecto.
El grandullón se echó a reír, poseído por una especie de zafia alegría, y desde ese momento Effing supo que todo iba a salir bien. Era como si acabara de contar el chiste más gracioso del siglo, y si tan poca cosa podía producir tan gran efecto, no sería difícil mantener el engaño. Era asombroso, de hecho, lo bien que iba todo. El parecido de Effing con el ermitaño era sólo aproximado, pero al parecer el poder de sugestión era lo bastante fuerte como para transformar la evidencia física. El indio había acudido a la cueva esperando encontrar a Tom, el ermitaño, y como era inconcebible para él que un hombre que respondía al nombre de Tom pudiese ser otro que el Tom que él buscaba, había alterado los hechos apresuradamente para que concordasen con sus expectativas, justificando cualquier discrepancia entre los dos Tom como producto de su propia memoria defectuosa. Ayudaba mucho, naturalmente, el que el hombre fuese un bobo. Tal vez sabia perfectamente que Effing no era el verdadero Tom. Puede que hubiera subido a la cueva buscando unas horas de compañía y, puesto que encontró lo que buscaba, no iba a ponerse a discutir quién se la habla dado. En última instancia, era probable que le fuera completamente indiferente haber estado con el verdadero Tom o no.
Pasaron la tarde juntos sentados en la cueva y fumando cigarrillos. George había traído un paquete de tabaco, su regalo habitual al ermitaño, y Effing fumó un pitillo tras otro en un éxtasis de placer. Le resultaba extraño estar con alguien después de tantos meses de aislamiento y durante la primera hora más o menos le costó trabajo decir palabra. Había perdido la costumbre de hablar y su lengua ya no funcionaba como antes. La notaba torpe, como una serpiente que se retorciera pero no obedeciera sus órdenes. Afortunadamente, el auténtico Tom no había sido muy hablador y el indio no parecía esperar de él más que alguna respuesta de vez en cuando. Era evidente que George estaba disfrutando muchísimo y cada tres o cuatro frases echaba la cabeza hacia atrás y se reía. Cada vez que se reía, perdía el hilo de su discurso y empezaba con otro tema, lo cual hacía que a Effing le resultase difícil seguirle. Una historia sobre una reserva de los navajos se convertía de repente en una historia sobre una pelea de borrachos en un saloon, la cual a su vez se transformaba en el emocionante relato del robo a un tren. Por lo que Effing pudo deducir, su compañero era conocido con el nombre de George Boca Fea. Por lo menos así es como le llamaba la gente, pero al grandullón no parecía molestarle. Por el contrario, daba la impresión de estar bastante complacido de que el mundo le hubiera puesto un nombre que le pertenecía a él y a nadie más, como si eso fuera una señal de distinción. Effing nunca había conocido a nadie que combinara tanta dulzura e imbecilidad, y se esforzó por escucharle con atención y asentir en los momentos oportunos. Una o dos veces, sintió la tentación de preguntarle a George si había oído algo acerca de un equipo de rescate, pero consiguió dominar el impulso.
A medida que avanzaba la tarde, Effing iba juntando algunos datos sobre el auténtico Tom. Los prolijos e incoherentes relatos de George Boca Fea empezaron a volver sobre sí mismos con cierta frecuencia, cruzándose en suficientes puntos como para formar la estructura de una historia más amplia y unitaria. Repetía incidentes, omitía aspectos cruciales, no contaba los sucesos desde el principio hasta el final, pero, a pesar de todo, acabó dándole suficiente información como para que Effing llegase a la conclusión de que el ermitaño habla estado implicado en actividades delictivas de algún tipo con una banda de forajidos conocida como los hermanos Gresham. No estaba seguro de si el ermitaño había sido un participante activo o si simplemente había dejado que los bandidos utilizaran su cueva como escondite, pero, fuese como fuese, esto parecía explicar el asesinato y las abundantes provisiones que él había encontrado allí el primer día. Temeroso de revelar su ignorancia, Effing no le pidió detalles a George, pero, por lo que dijo el indio, parecía probable que los Gresham volvieran pronto, quizá al final de la primavera. George estaba demasiado distraído para acordarse de dónde estaba la banda ahora y no paraba de levantarse de la silla para pasear por la cueva y examinar las pinturas, moviendo la cabeza con sincera admiración. No sabía que Tom pintase, dijo, repitiendo el comentario varias docenas de veces en el curso de la tarde. Eran las cosas más bellísimas que había visto en su vida, las cosas más bellísimas que había en el mundo entero. Si se portaba bien, dijo, a lo mejor Tom le enseñaba algún día a pintar, y Effing le miró a los ojos y le dijo que sí, que a lo mejor algún día. Effing lamentaba que alguien hubiese visto los cuadros, pero al mismo tiempo se alegraba de que tuvieran una acogida tan entusiasta, dándose cuenta de que probablemente era la única acogida que tendrían aquellas obras.
Después de la visita de George Boca Fea, ya nada fue igual para Effing. Había trabajado constantemente durante los últimos siete meses en forjar su soledad, esforzándose en convertirla en algo sustancial, una fortaleza que delimitara las fronteras de su vida, pero ahora que alguien había estado con él en la cueva, comprendió lo artificial que era su situación. La gente sabía dónde encontrarle, y ahora que había sucedido, no había razón para que no volviese a suceder. Tenía que estar en guardia, constantemente alerta, y las exigencias de esta vigilancia se cobraron su precio, desgastándole hasta que la armonía de su mundo quedó destrozada. No podía hacer nada por evitarlo. Tenía que pasarse los días vigilando y esperando, tenía que prepararse para las cosas que iban a ocurrir. Al principio, estuvo esperando que George volviera, pero a medida que pasaban las semanas y el grandullón no aparecía, empezó a concentrar su atención en los hermanos Gresham. Lo lógico hubiera sido, llegado a ese punto, renunciar, recoger sus cosas y dejar la cueva para siempre, pero algo en él se resistía a ceder tan fácilmente a la amenaza. Sabía que era una locura no marcharse, un gesto sin sentido que casi con certeza le llevaría a la muerte, pero la cueva era lo único que tenía ahora y no podía decidirse a huir.
Lo esencial era no permitir que le cogieran por sorpresa. Si llegaban mientras estaba dormido, no tendría la menor posibilidad, le matarían antes de que pudiera levantarse de la cama. Ya lo habían hecho una vez y no les importaría volver a hacerlo. Por otra parte, si se las ingeniaba para montar algún tipo de alarma que le advirtiera de que se aproximaban, probablemente eso no le daría más que unos momentos de ventaja. El tiempo suficiente para despertarse y coger el rifle, quizá, pero si los tres hermanos venían juntos, seguía llevando las de perder. Podría ganar tiempo si se atrincheraba dentro de la cueva, cerrando la entrada con piedras y ramas, pero entonces renunciaría a la única ventaja que tenía sobre sus atacantes: el hecho de que ellos no sabían que estaba allí. Tan pronto vieran la barricada sabrían que alguien vivía allí y actuarían en consecuencia. Effing pasaba casi todas sus horas de vigilia pensando en estos problemas, sopesando las distintas estrategias posibles, tratando de encontrar un plan que no fuera suicida. Al final, acabó por no dormir en la cueva, y colocó sus mantas y su almohada en un saliente a mitad de la ladera opuesta de la montaña. George Boca Fea había hablado de que los hermanos Gresham eran muy aficionados al whisky y Effing suponía que seria natural que se pusieran a beber en cuanto se instalaran en la cueva. Se aburrirían allí en el desierto y si llegaban a emborracharse, el alcohol seria su mejor aliado. Hizo lo que pudo por eliminar toda huella viviente de su presencia en la cueva; almacenó sus cuadros y sus cuadernos en la parte oscura que había al fondo y dejó de usar la estufa. No podía hacer nada para ocultar las pinturas de los muebles y la pared, pero si la estufa no estaba caliente cuando entraran, tal vez los Gresham supondrían que la persona que había pintado aquello se había ido. No era en absoluto seguro que pensaran eso, pero Effing no veía ninguna otra forma de evitar el callejón sin salida. Necesitaba que supieran que alguien había estado allí, porque si la cueva diese la impresión de haber estado vacía desde su visita anterior, no tendría explicación que el cadáver del ermitaño hubiera desaparecido. Los Gresham se extrañarían de esa desaparición, pero una vez que comprendieran que alguien había vivido allí quizá dejaran de preguntarse qué había pasado. Por lo menos, ésa era la esperanza de Effing. Dada la infinidad de imponderables que había en la situación, no se atrevía a esperar demasiado.
Pasó otro mes infernal y luego, al fin, se presentaron allí. Fue a mediados de mayo, algo más de un año después de su partida de Nueva York en compañía de Byrne. Los Gresham llegaron cabalgando al atardecer, anunciando su presencia por el ruido que hacía eco en las rocas: voces fuertes, risas, unas estrofas cantadas con voz ronca. Effing tuvo tiempo sobrado de prepararse, pero eso no impidió que los latidos de su corazón se acelerasen desacompasadamente. A pesar de las muchas advertencias que se había hecho de conservar la calma, se dio cuenta de que tendría que poner fin al asunto aquella misma noche. No le sería posible soportarlo más tiempo.
Se agazapó en el estrecho saliente que había detrás de la cueva, esperando a que llegase su momento mientras caía la noche. Oyó acercarse a los Gresham, escuchó unos cuantos comentarios sueltos sobre cosas que no entendía y luego oyó que uno de ellos decía:
–Supongo que tendremos que airear esto después de deshacernos del viejo Tom.
Los otros dos se rieron e inmediatamente después las voces cesaron. Eso quería decir que habían entrado en la cueva. Media hora más tarde empezó a salir humo por el tubo metálico que sobresalía del tejado y al poco rato notó el olor de la carne guisada. Durante las dos horas siguientes no sucedió nada. Oyó que los caballos bufaban y pateaban en un pedazo de terreno que había debajo de la cueva, y poco a poco el azul oscuro del anochecer se volvió negro. No había luna aquella noche y en el cielo brillaban las estrellas. De vez en cuando le llegaba una risa ahogada, pero eso era todo. Luego, periódicamente, los Gresham empezaron a salir de la cueva de uno en uno para orinar contra las rocas. Effing esperó que eso significara que estaban jugando a las cartas y emborrachándose, pero era imposible estar seguro de nada. Decidió esperar hasta que el último hubiese vaciado su vejiga y luego les daría una hora u hora y media más. Para entonces probablemente estarían dormidos y no le oirían entrar en la cueva. Mientras tanto, se preguntó cómo iba a usar el rifle con una sola mano. Si no había luz en la cueva, tendría que llevar una vela para ver a sus blancos y nunca había practicado el tiro con una sola mano. Era un rifle de repetición Winchester que era preciso volver a amartillar después de cada disparo y siempre lo había hecho con la mano izquierda. Podía sostener la vela con la boca, naturalmente, pero seria peligroso tener la llama tan cerca de los ojos, por no hablar de lo que sucedería si llegaba a rozarle la barba. Tendría que sostener la vela como si fuera un puro, metiéndola entre el dedo índice y el dedo corazón, y confiar en poder sujetar el cañón del arma con los otros tres dedos al mismo tiempo. Si apoyaba la culata en su estómago en lugar de hacerlo en el hombro, tal vez conseguiría volver a amartillar el rifle lo bastante rápido con la mano derecha después de apretar el gatillo. Pero tampoco podía estar seguro de ello. Hizo unos cálculos desesperados, de último minuto, mientras esperaba en la oscuridad, y se maldijo por su negligencia, asombrado de su estupidez.
Resultó que la luz no era problema. Cuando salió de su escondite y se arrastró hasta la cueva, descubrió que aún había una vela encendida en el interior. Se detuvo a un lado de la entrada y contuvo el aliento, escuchando, dispuesto a volver rápidamente a su saliente silos Gresham estaban todavía despiertos. Después de unos momentos oyó algo que le pareció un ronquido, pero fue inmediatamente seguido por una serie de sonidos que al parecer venían de las proximidades de la mesa: un suspiro, un silencio, y luego un ruido como el de un vaso al ponerlo sobre una superficie. Por lo menos uno de ellos estaba aún despierto, pensó, pero ¿cómo podía estar seguro de que era solamente uno? Entonces oyó el barajar de naipes, siete golpes secos sobre la mesa y luego una breve pausa. Después seis golpes y otra pausa. Luego cinco. Cuatro, tres, dos, uno. Un solitario, pensó Effing, un solitario, sin la menor duda. Uno de ellos estaba levantado y los otros dos dormidos. Tenía que ser eso, de lo contrario el jugador estaría hablando con uno de los otros. Pero no estaba hablando y eso sólo podía significar que no tenía con quien hablar.
Effing puso el rifle en posición de disparar y avanzó hacia la entrada de la cueva. Descubrió que no era difícil sostener la vela con la mano izquierda, su pánico no estaba justificado. El hombre que estaba sentado a la mesa levantó la cabeza bruscamente cuando Effing apareció, luego se le quedó mirando horrorizado.
–Jesús –murmuró–. Pero si tenías que estar muerto.
–Sospecho que estás equivocado –le respondió Effing–. El que está muerto eres tú, no yo.
Apretó el gatillo y un instante después el hombre cayó hacia atrás con su silla, lanzando un grito cuando la bala le dio en el pecho, y luego, de pronto, quedó en silencio. Effing volvió a amartillar el rifle y apuntó al segundo hermano, que estaba tratando precipitadamente de salir de su saco de dormir colocado en el suelo. Effing le mató también de un solo disparo, dándole de lleno en la cara con una bala que le desgarró la parte posterior de la cabeza y lanzó al otro lado de la habitación una masa de sesos y huesos. Pero las cosas no fueron tan fáciles con el tercer Gresham. Ése estaba acostado en la cama, al fondo de la cueva, y para cuando Effing terminó con los dos primeros, el tercero había cogido su revólver y estaba listo para disparar. Una bala pasó junto a la cabeza de Effing y rebotó en la estufa de hierro a su espalda. Amartilló el rifle otra vez y de un salto se puso detrás de la mesa para cubrirse. Al hacerlo apagó accidentalmente las dos velas. La cueva se quedó en la negra oscuridad y el hombre que estaba al fondo empezó de repente a sollozar histéricamente, balbuceando un montón de tonterías acerca del ermitaño muerto y disparando en dirección a Effing. Éste conocía de memoria los contornos de la cueva y aun en la oscuridad sabia exactamente dónde estaba el hombre. Contó seis disparos, comprendió que el enloquecido tercer hermano no podría volver a cargar su revólver sin luz, y entonces se levantó y se dirigió hacia la cama. Apretó el gatillo, oyó chillar al hombre cuando la bala penetró en su cuerpo, luego amartilló de nuevo el rifle y disparó otra vez. Se hizo el silencio en la cueva. Effing percibió el olor de la pólvora que flotaba en el aire y de pronto notó que su cuerpo temblaba. Salió tambaleándose y una vez fuera cayó de rodillas; un momento después, vomitó.
Durmió allí mismo en la boca de la cueva. Cuando despertó a la mañana siguiente, se dispuso inmediatamente a deshacerse de los cadáveres. Le sorprendió descubrir que no sentía el menor remordimiento, que podía mirar a los hombres que había matado sin que la conciencia le remordiera en absoluto. Uno a uno, los fue sacando de la cueva y arrastrándolos hasta la parte de atrás para enterrarlos debajo del chopo, al lado del ermitaño. A primera hora de la tarde acabó con el último cadáver. Agotado por el esfuerzo, volvió a la cueva para comer algo y fue entonces, justo cuando se sentó a la mesa y empezó a servirse un vaso de whisky de los hermanos Gresham, cuando vio las alforjas tiradas debajo de la cama. Según me contó Effing, fue en ese preciso momento cuando todo cambió otra vez para él, cuando su vida viró súbitamente en una nueva dirección. Había seis grandes alforjas en total y al vaciar el contenido de la primera sobre la mesa supo que su estancia en la cueva había terminado; así, con la fuerza y la rapidez de un libro que se cierra de golpe. Había dinero sobre la mesa, y cada vez que vaciaba otra alforja, el montón iba creciendo. Cuando finalmente lo contó, sólo en metálico había más de veinte mil dólares. Mezclados con el dinero, encontró varios relojes, pulseras y collares, y en la última alforja habla tres apretados fajos de bonos al portador que representaban otros diez mil dólares en inversiones tales como una mina de plata en Colorado, la compañía Westinghouse y la Ford Motors. En aquellos tiempos eso era una suma increíble, me dijo Effing, una verdadera fortuna. Si lo administraba correctamente, tendría suficiente para vivir el resto de su vida.
Nunca se planteó devolver el dinero robado, me aseguró, ni pensó en ir a las autoridades e informar de lo ocurrido. No era que temiese ser descubierto cuando contara la historia, era, sencillamente, que quería quedarse con el dinero. Este impulso era tan fuerte que ni siquiera se molestó en reflexionar sobre sus actos. Cogió el dinero porque estaba allí, porque en cierto modo sentía que le pertenecía, y eso fue todo. La cuestión del bien y el mal no se le pasó por la cabeza. Había matado a tres hombres a sangre fría y ahora estaba más allá de las sutilezas de tales consideraciones. Además, dudaba que hubiera mucha gente que llorase la pérdida de los hermanos Gresham. Habían desaparecido y el mundo no tardaría mucho en acostumbrarse a su ausencia. El mundo se acostumbraría, lo mismo que se había acostumbrado a vivir sin Julian Barber.
Pasó todo el día siguiente preparándose para partir. Colocó bien los muebles, lavó todas las manchas de sangre que encontró y guardó cuidadosamente sus cuadernos en el armario. Lamentaba tener que despedirse de sus cuadros, pero no le quedaba otro remedio, así que los apiló cuidadosamente a los pies de la cama y de cara a la pared. No tardó más de un par de horas en hacer esto, pero pasó el resto de la mañana y toda la tarde recogiendo piedras y ramas bajo el ardiente sol para tapar la boca de la cueva. Le parecía dudoso que alguna vez volviera allí, pero de todas formas quería que el lugar permaneciese oculto. Era su monumento particular, la tumba en la cual había enterrado su pasado, y cada vez que pensara en ella en el futuro, deseaba saber que todavía estaba exactamente como él la habla dejado. De esa manera continuarla sirviéndole de refugio mental, aunque nunca volviera a poner el pie allí.
Durmió al aire libre aquella noche y a la mañana siguiente se preparó para el viaje. Llenó las alforjas, hizo acopio de comida y agua y lo ató todo a las sillas de los tres caballos que habían dejado los hermanos Gresham. Luego montó uno de ellos y se alejó, tratando de decidir qué debía hacer.
Tardamos más de dos semanas en llegar hasta aquí. Hacía tiempo que las Navidades habían llegado y habían pasado y una semana después había terminado la década. Effing prestó escasa atención a estos hitos. Sus pensamientos estaban fijos en un tiempo anterior e iba excavando su historia con inagotable cuidado, sin omitir nada, retrocediendo para aportar detalles sin importancia, recreándose en los menores matices en un esfuerzo por recobrar su pasado. Después de algún tiempo, dejé de preguntarme si decía la verdad o no. Su relato había adquirido una cualidad fantasmagórica y había veces en que, más que recordando los hechos externos de su vida, parecía estar inventando una parábola para explicar su sentido interno. La cueva del ermitaño, las alforjas llenas de dinero, el tiroteo clásico del Salvaje Oeste, era todo muy rebuscado, y sin embargo la misma inverosimilitud de la historia era probablemente su elemento más convincente. No parecía posible que alguien se la inventase, y Effing la contaba tan bien, con tan palpable sinceridad, que simplemente me dejé llevar por ella, negándome a plantearme si estos hechos habían sucedido o no. Escuchaba, tomaba nota de lo que decía y no le interrumpía. A pesar de la repulsión que a veces me inspiraba, no podía por menos de considerarle un espíritu afín. Quizá eso comenzó cuando llegamos al episodio de la cueva. Después de todo, yo tenía mis propios recuerdos de la vida en una cueva, y cuando describía su sentimiento de soledad, me parecía que de alguna forma estaba describiendo cosas que yo había sentido. Mi propia historia era tan disparatada como la suya, pero yo sabia que si alguna vez decidía contársela, él creería cada palabra que yo dijera.
A medida que pasaban los días, el ambiente de la casa se iba haciendo cada vez más claustrofóbico. El tiempo era pésimo –una lluvia heladora, las calles cubiertas de hielo, un viento que te traspasaba–, por lo que tuvimos que suspender temporalmente nuestros paseos. Effing empezó a doblar las sesiones de su necrología. Se retiraba a su dormitorio después del almuerzo para dormir una breve siesta y a las dos y media o las tres volvía a salir, dispuesto a continuar hablando durante varias horas. No sé de dónde sacaba la energía para seguir a semejante ritmo, pero, lejos de tener que detenerse entre frases un poco más de lo habitual, la voz no parecía fallarle nunca. Comencé a vivir dentro de esa voz como si fuera una habitación, una habitación sin ventanas que se iba haciendo más pequeña cada día que pasaba. Ahora Effing llevaba los parches negros sobre los ojos casi constantemente y yo no tenía la posibilidad de engañarme pensando que había alguna comunicación entre nosotros. Él estaba solo con la historia que se desarrollaba en su cabeza y yo estaba solo con las palabras que salían de su boca como un torrente. Esas palabras llenaban cada centímetro del aire que me rodeaba y llegó un momento en que no podía respirar otra cosa. De no ser por Kitty, me habría asfixiado. Cuando terminaba mi jornada de trabajo con Effing, generalmente conseguía verla varias horas y pasar buena parte de la noche con ella. En más de una ocasión no regresé hasta la mañana siguiente. La señora Hume sabía lo que hacía, pero si Effing tenía idea de mis idas y venidas, nunca las mencionó. Lo único que le importaba era que desayunara con él a las ocho todas las mañanas y nunca dejé de sentarme a la mesa puntualmente.
Después de dejar la cueva, dijo Effing, viajó por el desierto varios días hasta encontrar el pueblo de Bluff. A partir de ahí, las cosas fueron más fáciles. Se dirigió hacia el norte, avanzando lentamente de pueblo en pueblo, y a finales de junio llegó a Salt Lake City, donde compró un billete de tren a San Francisco. Fue en California donde se inventó su nuevo nombre y se convirtió en Thomas Effing al firmar el registro del hotel la primera noche. Me dijo que quería que el Thomas fuese por Moran y que hasta que no dejó la pluma no cayó en la cuenta de que Tom era también el nombre del ermitaño, el nombre que le había pertenecido secretamente durante más de un año. Interpretó esta coincidencia como un buen augurio, como si reforzara su elección, convirtiéndola en algo inevitable. Respecto al apellido, me dijo, no juzgaba necesario darme una glosa. Ya me habla dicho que Effing era un juego de palabras y, a menos que le hubiera interpretado mal en algo esencial, yo creía saber de dónde habla salido. Al escribir la palabra Thomas, probablemente se había acordado de la expresión doubting Thomas. El gerundio habla dado paso a otro: fucking Thomas, que en aras de la convención se transformó en f–ing.1 De ahí Thomas Effing, el hombre que se había jodido la vida. Dado su gusto por las bromas crueles, me imaginé lo satisfecho que se habría sentido consigo mismo.
Casi desde el principio, yo esperaba siempre que me hablara de sus piernas. Las rocas de Utah me parecían un lugar muy apropiado para esa clase de accidente, pero el relato avanzaba cada día un poco más sin que hiciera mención a lo que le dejó inválido. El viaje con Scoresby y Byrne, el encuentro con George Boca Fea, el tiroteo con los hermanos Gresham: una tras otra, había salido ileso de estas situaciones. Ahora estaba en San Francisco, y yo empezaba a tener mis dudas de que llegásemos alguna vez a ese episodio. Pasó más de una semana describiendo lo que había hecho con el dinero, enumerando las inversiones, las transacciones financieras, los tremendos riesgos que había corrido en la bolsa. Al cabo de nueve meses volvía a ser rico, casi más rico que antes: poseía una casa en Russian Hill con varios criados, tenía todas las mujeres que quería, se movía en los círculos sociales más elegantes. Podía haber llevado permanentemente esta clase de vida (que era la misma que había conocido desde la infancia) de no ser por un incidente que tuvo lugar un año después de su llegada. Invitado a una cena de unos veinte comensales, se encontró de pronto con un personaje de su pasado, un hombre que había sido colega de su padre en Nueva York durante más de diez años. Alonzo Riddle era un anciano por entonces, pero cuando le presentaron a Effing y le estrechó la mano, no hubo duda de que le reconocía. Asombrado, Riddle llegó a comentar que Effing era la viva imagen de alguien que había conocido hacía tiempo. Effing restó importancia a la coincidencia y dijo bromeando que se suponía que todo el mundo tenía un doble exacto en alguna parte, pero Riddle estaba demasiado impresionado para dejarlo correr y se puso a contarle a Effing y a otros invitados la historia de la desaparición de Julian Barber. Fue un momento horrible para Effing y pasó el resto de la velada en un estado de pánico, incapaz de librarse de la mirada inquisitiva y suspicaz de Riddle.
A raíz de este suceso comprendió lo precaria que era su situación. Más tarde o más temprano, tropezaría con otra persona de su pasado y nada le garantizaba que fuese a tener la misma suerte que había tenido con Riddle. Esa persona podría estar más segura de si misma y ser más beligerante en sus acusaciones, y antes de que Effing quisiera darse cuenta, el asunto le estallaría en la cara. Como medida de precaución, dejó bruscamente de dar fiestas y de aceptar invitaciones, pero sabía que esto no iba a ayudarle a la larga. La gente acabaría notando que se había apartado de ellos y eso despertaría su curiosidad, lo cual a su vez daría paso a las habladurías, cosa que sólo podía traer problemas. Esto ocurría en noviembre de 1918. Acababa de firmarse el armisticio y Effing sabía que sus días en Estados Unidos estaban contados. A pesar de esa certeza, se sentía incapaz de hacer nada. Cayó en la inercia, no podía hacer planes ni pensar en las posibilidades que tenía. Abrumado por la culpa, horrorizado de lo que había hecho con su vida, se entregó a absurdas fantasías de volver a Long Island con una mentira colosal que justificase su desaparición. Eso era imposible, pero se aferraba a la idea como a un sueño de redención, inventaba tenazmente una falsa salida tras otra y no era capaz de actuar. Durante varios meses se aisló del mundo, pasaba los días durmiendo en su habitación oscurecida y por las noches se aventuraba a adentrarse en el barrio chino. Siempre era el barrio chino. No deseaba ir allí, pero nunca tenía el valor de no ir. En contra de su voluntad, empezó a frecuentar los burdeles, los fumaderos de opio y las casas de juego que se ocultaban en el laberinto de sus calles estrechas. Buscaba el olvido, me dijo, trataba de ahogarse en una degradación que igualase el odio que sentía por sí mismo. Sus noches se convirtieron en una miasma de ruedas de ruleta y humo, de mujeres chinas con la cara picada de viruela y desdentadas, de cuartos mal ventilados y náuseas. Sus pérdidas eran tan exageradas que en agosto había despilfarrado un tercio de su fortuna en estas noches de libertinaje. Habría continuado hasta el final, según me dijo, hasta que se hubiera matado o arruinado, si su destino no le hubiera partido en dos. Lo que le sucedió no podía haber sido más repentino ni más violento, pero, pese a todas las desdichas que desencadenó, la verdad era que sólo un desastre podía salvarle.
Effing me contó que aquella noche estaba lloviendo. Él acababa de pasar varias horas en el barrio chino y volvía a casa tambaleándose a causa de la droga que llevaba en el cuerpo, apenas consciente de dónde estaba. Eran las tres o las cuatro de la madrugada y había empezado a subir la empinada cuesta que conducía a su casa, parándose casi en cada farola para apoyarse un momento y recobrar el aliento. Al principio de su caminata había perdido el paraguas en alguna parte y cuando llegó a la última pendiente estaba calado hasta los huesos. Con el repicar de la lluvia en la acera y la cabeza obnubilada por el efecto del opio, no oyó al desconocido que se le acercó por la espalda. Iba subiendo trabajosamente la cuesta cuando de pronto sintió como si un edificio se le hubiera caído encima. No tenía ni idea de lo que fue: una porra, un ladrillo, la culata de un revólver, podía haber sido cualquier cosa. Lo único que notó fue la fuerza del golpe, un tremendo impacto en la base del cráneo, e inmediatamente se derrumbó sobre la acera. Debió de estar inconsciente solamente unos segundos, porque lo siguiente que recordaba era que abrió los ojos y el agua le salpicaba la cara. Iba lanzado cuesta abajo por la resbaladiza acera a una velocidad que no podía controlar: de cabeza, sobre el vientre, agitando brazos y piernas en un esfuerzo por agarrarse a algo que detuviera su descenso irrefrenable. Por mucho que lo intentara, no conseguía parar ni levantarse, no podía hacer nada más que deslizarse como un insecto herido. En algún momento debió de torcer el cuerpo de tal modo que su trayectoria le llevaba calle abajo en un ligero ángulo y de pronto vio que estaba a punto de salir disparado por encima del bordillo para ir a caer en la calzada. Se preparó para la sacudida, pero justo cuando llegó al borde, giró otros ochenta o noventa grados y fue a estrellarse contra una farola. Su espina dorsal chocó violentamente contra la base de hierro. En el mismo instante, oyó que algo se quebraba y luego sintió un dolor que no se parecía a nada que hubiera sentido antes, un dolor tan grotesco y tan fuerte que pensó que su cuerpo había estallado literalmente.
Nunca me dio detalles precisos respecto a la lesión. El pronóstico era lo que importaba y los médicos no tardaron en llegar a un veredicto unánime. Sus piernas estaban muertas y por más terapia que hiciera, no podría volver a andar nunca. Me dijo que, curiosamente, esta noticia casi supuso un alivio. Había sido castigado, y como el castigo era terrible, ya no estaba obligado a castigarse a sí mismo. Había pagado su crimen y de repente estaba vacío de nuevo: se acabaron las culpas, se acabaron los temores. Si la naturaleza del accidente hubiera sido distinta, tal vez no habría tenido el mismo efecto, pero como no había visto a su atacante, como nunca comprendió por qué le habían atacado, no pudo por menos de interpretarlo como una forma de justo castigo cósmico. Se había hecho la justicia más pura; un golpe anónimo y brutal había caído del cielo y le habla aplastado arbitrariamente, despiadadamente. No había tenido tiempo de defenderse ni de suplicar. Antes de que él supiera que había comenzado, el juicio había terminado, la sentencia se había dictado y el juez se había marchado de la sala.
Tardó nueve meses en recuperarse (hasta donde le era posible) y luego empezó a hacer los preparativos para marcharse del país. Vendió su casa, transfirió su capital a una cuenta numerada en un banco suizo y le compró un pasaporte falso a nombre de Thomas Effing a un hombre de filiación anarcosindicalista. Las redadas de Palmer estaban en pleno apogeo por entonces, a los Wobblies2 los linchaban, Sacco y Vanzetti habían sido detenidos y la mayoría de los miembros de los grupos izquierdistas hablan pasado a la clandestinidad. El falsificador de pasaportes era un inmigrante húngaro que trabajaba en un sótano abarrotado en Mission, y Effing recordaba haberle pagado mucho dinero por el documento. El hombre estaba al borde de un colapso nervioso, y como sospechaba que Effing era un agente encubierto que le detendría en el momento en que terminase el trabajo, retrasó la entrega del pasaporte durante varias semanas, dándole rebuscadas excusas cada vez que llegaba la fecha acordada. El precio también iba subiendo, pero como el dinero era la menor de las preocupaciones de Effing en aquel momento, finalmente rompió el círculo vicioso ofreciéndole al hombre el doble del precio más alto que había pedido hasta entonces si podía tener el pasaporte listo a las nueve en punto de la mañana siguiente. La oferta era demasiado tentadora –la suma ascendía ya a más de ochocientos dólares– y el húngaro decidió correr el riesgo. Cuando Effing le entregó el dinero en metálico a la mañana siguiente y no le detuvo, el anarquista se echó a llorar y se puso a besarle la mano histéricamente como muestra de gratitud. Ése fue el último contacto que Effing tuvo con nadie en Estados Unidos en veinte años y el recuerdo de aquel hombre destrozado no le abandonó nunca. El país se había ido a la mierda, pensó, y consiguió decirle adiós sin ninguna pena.
En septiembre de 1920 embarcó en el Descartes y partió hacia Francia vía Canal de Panamá. No había ninguna razón especial para ir a Francia, pero tampoco la había para no ir. Durante algún tiempo había considerado la posibilidad de trasladarse a algún remanso colonial –a Centroamérica, quizá, o a una isla del Pacifico–, pero la idea de pasar el resto de su vida en una selva, aunque fuese como reyezuelo entre inocentes y cariñosos nativos, no le apetecía. No buscaba el paraíso, simplemente quería un país donde no se aburriese. Inglaterra quedaba descartado (encontraba despreciables a los ingleses) y aunque los franceses no eran mucho mejores, tenía buenos recuerdos del año que pasó en París de joven. Italia también le tentó, pero el hecho de que el francés fuera el único idioma extranjero que hablaba con cierta fluidez inclinó la balanza en favor de Francia. Por lo menos allí comería bien y bebería buenos vinos. Ciertamente, París era la ciudad donde había más probabilidades de que se encontrase con algunos de sus antiguos amigos de Nueva York del mundo artístico, pero la perspectiva de esos encuentros ya no le asustaba. El accidente había cambiado todo eso. Julian Barber había muerto. Él ya no era un artista, no era nadie. Era Thomas Effing, un inválido expatriado confinado en una silla de ruedas, y si alguien ponía en tela de juicio su identidad, le mandaría a la mierda. Era así de sencillo. Ya no le importaba lo que pensara nadie, y si tenía que mentir de vez en cuando respecto a sí mismo, qué más daba, mentiría. Todo el asunto era una impostura en cualquier caso y daba igual lo que hiciera.
Siguió contándome su historia durante dos o tres semanas más, pero ya no me apasionaba de la misma forma. Ya me había contado lo esencial; no quedaban más secretos, ni más oscuras verdades que arrancarle. Los momentos más cruciales de la vida de Effing habían tenido lugar en Estados Unidos, en los años que transcurrieron entre su partida hacia Utah y el accidente que tuvo en San Francisco, y una vez que llegó a Europa, la historia se convirtió en otra historia, una cronología de hechos y sucesos, un cuento del paso del tiempo. Me pareció que Effing era consciente de ello y, aunque no lo dijo directamente, su manera de contar empezó a cambiar, a perder la precisión y la intensidad de los episodios anteriores. Ahora se permitía más digresiones, parecía perder el hilo de su pensamiento con más frecuencia e incluso caía en flagrantes contradicciones. Un día, por ejemplo, afirmaba que había pasado esos años dedicado al ocio –leyendo libros, jugando al ajedrez, frecuentando los bistros– y al día siguiente me hablaba de complicados negocios, de cuadros que había pintado y luego destruido, de que tuvo una librería, de que trabajó como espía, de que recaudó fondos para el ejército republicano español. No había duda de que mentía, pero me pareció que lo hacia más por costumbre que con intención de engañarme. Hacia el final, me habló de un modo conmovedor de su amistad con Pavel Shum, me contó con mucho detalle que había continuado manteniendo relaciones sexuales a pesar de su estado y me soltó varias largas arengas acerca de sus teorías sobre el universo: la electricidad de los pensamientos, las conexiones de la materia, la transmigración de las almas. El último día me contó cómo Pavel y él lograron escapar de París antes de la ocupación alemana, repitió la historia de su encuentro con Tesla en Bryant Park y luego, sin previo aviso, paró en seco.
–Con eso es suficiente –dijo–. Lo dejaremos aquí.
–Pero todavía falta una hora para el almuerzo –dije, mirando el reloj que había en la repisa de la chimenea–. Tenemos tiempo de sobra para empezar el próximo episodio.
–No me contradiga, muchacho. Cuando digo que hemos terminado, quiere decir que hemos terminado.
–Pero sólo estamos en 1939. Quedan treinta años que contar.
–No son importantes. Puede resolverlos con una o dos frases. “Cuando se marchó de Europa a comienzos de la Segunda Guerra Mundial, el señor Effing regresó a Nueva York, donde pasó los últimos treinta años de su vida.” Algo así. No le será difícil.
–Entonces, no se refiere sólo a hoy. Me está usted diciendo que hemos llegado al final de la historia, ¿no es eso?
–Creía haberlo dejado claro.
–No importa, ya entiendo. Me sigue pareciendo que no tiene sentido, pero entiendo.
–No nos queda mucho tiempo, idiota, ésa es la razón. Si no empezamos enseguida a escribir la dichosa necrología, no lo haremos nunca.
Durante los veinte días siguientes, pasé las mañanas en mi habitación, escribiendo diferentes versiones de la vida de Effing en la vieja Underwood. Había una versión corta para enviar a los periódicos, quinientas palabras inexpresivas que tocaban sólo los aspectos más superficiales; luego había una versión más completa titulada La misteriosa vida de Julian Barber, que resultó un relato bastante sensacional, de unas tres mil palabras, que Effing quería que yo ofreciera a una revista de artes plásticas después de su muerte; por último, estaba la versión corregida de la transcripción completa, la historia de Effing contada por él mismo. Tenía más de cien páginas y fue la que más trabajo me dio, pues tuve que eliminar cuidadosamente las repeticiones y los vulgarismos, pulir las frases y procurar convertir la palabra hablada en escrita sin que perdiera su fuerza. Descubrí que era una tarea difícil y delicada y en muchos casos me vi obligado a reconstruir casi por completo algunos párrafos para ser fiel al sentido original. No sabía qué pretendía hacer Effing con esta autobiografía (en sentido estricto, esto ya no era una necrología), pero evidentemente tenía mucho interés en que saliera perfecta y me presionaba para que realizara nuevas revisiones, regañándome y gritándome cada vez que le leía una frase que no le gustaba. Cada tarde teníamos una sesión de éstas y nos peleábamos por las más nimias cuestiones de estilo. Fue una experiencia agotadora para ambos (dos almas obstinadas empeñadas en un combate mortal), pero, uno por uno, acabamos llegando a un acuerdo respecto a los diferentes puntos y a principios de marzo habíamos terminado el trabajo.
Al día siguiente encontré tres libros sobre mi cama. Estaban escritos por un hombre llamado Solomon Barber, y aunque Effing no los mencionó cuando le vi a la hora del desayuno, supuse que era él quien los había dejado en mi cuarto. Era un gesto típico de Effing –enrevesado, oscuro, sin motivo aparente– pero ya le conocía lo suficiente para saber que ésta era su manera de decirme que leyera los libros. Teniendo en cuenta el nombre del autor, parecía bastante claro que no era una petición casual. Varios meses antes, el viejo había usado la palabra “consecuencias” y me pregunté si no se estaba preparando para hablarme de ellas.
Los libros trataban de la historia de los Estados Unidos y cada uno había sido publicado por una universidad diferente: El obispo Berkeley los indios (1947), La colonia perdida de Roanoke (1955) y Las tierras vírgenes americanas (1963). Las notas biográficas de la sobrecubierta eran muy escuetas, pero, reuniendo los pocos datos que ofrecían, me enteré de que Solomon Barber había hecho su doctorado en historia en 1944, había publicado numerosos artículos en revistas especializadas y había enseñado en varias universidades del Medio Oeste. La referencia a 1944 era fundamental. Si Effing había fecundado a su esposa justo antes de su marcha en 1916, su hijo habría nacido al año siguiente, lo cual quería decir que en 1944 tendría veintisiete años, una edad muy lógica para terminar un doctorado. Todo parecía encajar, pero sabía que no debía sacar conclusiones precipitadas. Tuve que esperar tres días más antes de que Effing mencionara el tema y sólo entonces supe que mis sospechas eran acertadas.
–Supongo que no habrá mirado los libros que le dejé en su cuarto el martes –me dijo, hablando con la misma tranquilidad de alguien que acabase de pedir un terrón de azúcar para el té.
–Los he mirado –contesté–. E incluso los he leído.
–Me sorprende, muchacho. Teniendo en cuenta su edad, empiezo a pensar que tal vez haya esperanza para usted.
–Hay esperanza para todos, señor. Eso es lo que hace que el mundo siga en marcha.
–Ahórreme los aforismos, Fogg. ¿Qué le parecieron los libros?
–Los encontré admirables. Bien escritos, convincentemente argumentados y llenos de información que era enteramente nueva para mí.
–¿Por ejemplo?
–Por ejemplo, yo no sabia nada del plan de Berkeley3 para educar a los indios de las Bermudas y tampoco sabía nada de los años que pasó en Rhode Island. Todo eso fue una sorpresa para mí, pero lo mejor del libro es la parte en que Barber relaciona las experiencias de Berkeley con sus trabajos filosóficos sobre la percepción. Me pareció muy hábil y original, muy profundo.
–¿Qué me dice de los otros libros?
–Lo mismo. Tampoco sabía mucho sobre Roanoke. Creo que Barber contribuye decisivamente a aclarar el misterio y tiendo a estar de acuerdo con él en que los colonos perdidos sobrevivieron gracias a que unieron sus fuerzas con las de los indios croatanos.4 También me gustó el material sobre los antecedentes de Raleigh y Thomas Harriot. ¿Sabía usted que Harriot fue el primer hombre que miró la luna a través de un telescopio? Yo siempre pensé que había sido Galileo, pero Harriot se le adelantó en varios meses.
–Sí, muchacho, ya lo sabía. No hace falta que me dé una conferencia.
–Estaba contestando a su pregunta. Usted me preguntó qué era lo que había aprendido y yo se lo he dicho.
–No me replique. Aquí soy yo el que hace las preguntas. ¿Comprendido?
–Comprendido. Puede preguntarme lo que quiera, señor Effing, pero no es preciso que siga usted dando rodeos.
–¿Qué quiere decir con eso?
–Quiero decir que no es necesario que perdamos más tiempo. Usted puso esos libros en mi cuarto porque quería contarme algo y no veo por qué no me lo cuenta de una vez.
–Vaya, vaya, nos creemos muy listos hoy, ¿no?
–No era muy difícil de adivinar.
–No, supongo que no. Más o menos ya se lo había dicho, ¿no?
–Solomon Barber es su hijo.
Effing hizo una larga pausa, como si aún se resistiera a admitir adónde nos había llevado la conversación. Miró al vacío, se quitó las gafas oscuras y limpió los cristales con un pañuelo –un gesto inútil y absurdo en un ciego– y luego gruñó algo con voz profunda.
–Solomon. Un nombre verdaderamente espantoso. Pero yo no tuve nada que ver en ello, naturalmente. Mal puedes ponerle nombre a alguien si ni siquiera sabes que existe, ¿verdad?
–¿Llegó a conocerle?
–Nunca le he conocido, ni él a mi. Él cree que su padre murió en Utah en 1916.
–¿Cuándo se enteró usted de su existencia?
–En 1947. La culpa la tuvo Pavel Shum, él fue quien despertó mi curiosidad. Un día se presentó con un ejemplar de ese libro sobre el obispo Berkeley. Pavel era un gran lector, como creo haberle comentado ya, y cuando empezó a hablarme de un joven historiador apellidado Barber, como es natural agucé el oído. Pavel no sabía nada acerca de mi vida anterior, así que tuve que fingir que me interesaba el libro para averiguar más cosas del autor. En aquel momento nada era seguro. Barber no es un apellido tan raro, después de todo, y no había ninguna razón para pensar que ese Solomon tuviese algo que ver conmigo. Pero tuve una corazonada, y si hay algo que he aprendido en mi larga y estúpida carrera como hombre, es a hacer caso de mis corazonadas. Me inventé un cuento para Pavel, aunque probablemente no era necesario. Él habría hecho cualquier cosa por mí. Si le hubiera pedido que se fuese al Polo Norte, se habría ido sin rechistar. Lo único que necesitaba era un poco de información, pero me pareció que podría ser demasiado arriesgado abordar el asunto directamente, así que le dije que estaba pensando en crear una fundación que concediese un premio anual a un escritor joven que lo mereciera. Este Barber parece prometedor, le dije, ¿por qué no investigamos un poco y vemos si necesita ese dinero? A Pavel le entusiasmó la idea. En su opinión, no había nada más importante en el mundo que fomentar la vida intelectual.
–Pero ¿qué me dice de su esposa? ¿Nunca averiguó qué había sido de ella? No habría sido muy difícil enterarse de si había tenido un hijo o no. Debe de haber cien maneras diferentes de obtener esa clase de información.
–Indudablemente. Pero yo me había prometido no hacer averiguaciones respecto a Elizabeth. Sentía curiosidad, hubiese sido imposible no sentirla, pero al mismo tiempo no quería abrir viejas heridas. El pasado era el pasado y para mí estaba cerrado y sellado. ¿De qué me habría servido saber si estaba viva o muerta, si se había vuelto a casar o no? Me obligué a permanecer en la ignorancia. Esa actitud me provocaba una fuerte tensión y me ayudaba a recordar quién era yo, a mantenerme alerta para no olvidar que ahora era otra persona. No había vuelta atrás, eso era lo importante. Nada de arrepentimientos, nada de compasión, nada de debilidades. Negándome a investigar sobre la vida de Elizabeth, conservaba mi fuerza.
–Pero sí quería investigar acerca de su hijo.
–Eso era distinto. Si era responsable de haber traído a otra persona al mundo, tenía derecho a saberlo. Sólo quería conocer la verdad, nada más.
–¿Tardó mucho Pavel en conseguir la información?
–No mucho. Descubrimos que Solomon Barber enseñaba en una modesta universidad del Medio Oeste, en Iowa, o Nebraska, no recuerdo. Pavel le escribió una carta hablando de su libro, una carta de admirador, por así decirlo. Después de eso no hubo ningún problema. Barber le contestó amablemente y Pavel volvió a escribirle diciéndole que iba a estar de paso en Iowa, o Nebraska, y que le gustaría conocerle. Por pura coincidencia, claro. ¡Ja! Como si las coincidencias existieran. Barber dijo que estaría encantado, y así fue como sucedió. Pavel cogió un tren para Iowa, o Nebraska, pasaron una velada juntos y cuando Pavel volvió me informó de todo lo que deseaba saber.
–¿Qué era?
–Que era: Solomon Barber había nacido en Shoreham, Long Island, en 1917. Que su padre era pintor y había muerto en Utah hacia mucho tiempo. Que su madre había muerto en 1939.
–El mismo año en que usted volvió a Estados Unidos.
–Eso parece.
–Y luego, ¿qué pasó?
–Nada. Le dije a Pavel que había cambiado de idea respecto a la fundación, y eso fue todo.
–Y usted nunca sintió deseos de verle. Es difícil creer que pudiera dejar el asunto así, sin más.
–Tenía mis razones, muchacho. No crea que no me costó, pero me mantuve firme. Me mantuve firme pese a todo.
–Muy noble por su parte.
–Sí, muy noble. Soy un príncipe de los pies a la cabeza.
–¿Y ahora?
–A pesar de todo, he conseguido seguirle la pista. Pavel siguió escribiéndose con él y me tenía al corriente de lo que hacía Barber. Por eso le estoy contando esto ahora. Hay algo que quiero que haga usted por mí cuando me muera. Podría encargar el asunto a mis abogados, pero preferiría que lo hiciera usted. Lo hará mejor que ellos.
–¿Qué piensa hacer?
–Voy a dejarle mi dinero a él. Habrá algo para la señora Hume, naturalmente, pero el resto será para mi hijo. El pobre diablo se ha destrozado la vida de tal modo que puede que le venga bien. Es una calamidad, gordo, soltero, sin hijos, depresivo, un desastre andante. A pesar de su inteligencia y su talento, su carrera profesional ha sido una larga catástrofe. Le echaron de su primer puesto en el año cuarenta y tantos a causa de un escándalo (por acosar a los estudiantes del sexo masculino, según creo) y luego, justo cuando empezaba a rehacerse, le pilló la persecución de McCarthy y volvió a hundirse hasta el fondo. Se ha pasado la vida en los sitios más remotos que se pueda imaginar, enseñando en universidades de las que nadie ha oído hablar.
–Parece una historia patética.
–Eso es exactamente lo que es. Patética. Cien por cien patética.
–Pero ¿qué tengo yo que ver en esto? Le deja usted el dinero en su testamento y los abogados se lo dan. La cosa parece bastante sencilla.
–Quiero que le envíe mi autobiografía. ¿Por qué cree que hemos trabajado tanto en ella? No era simplemente para pasar el rato, muchacho, había un propósito en ello. Siempre hay un propósito en lo que yo hago, recuérdelo. Cuando me muera, quiero que se la mande junto con una carta explicándole cómo se escribió. ¿Está claro?
–No del todo. Después de haberse mantenido alejado de él desde 1947, no veo por qué está de repente tan ansioso de tener contacto con él. No tiene mucho sentido.
–Todo el mundo tiene derecho a conocer su pasado. No puedo hacer mucho por él, pero al menos puedo hacer eso.
–¿Aunque él prefiriese no conocerlo?
–Así es, aunque él prefiriese no conocerlo.
–No parece justo.
–¿Quién habla de justicia? No tiene nada que ver con eso. Me he mantenido alejado de él mientras vivía, pero ahora que estoy muerto, es hora de que se sepa la historia.
–No me parece que esté usted muerto.
–Ya falta poco, se lo aseguro. Muy poco.
–Lleva meses diciendo eso, pero está usted tan sano como siempre.
–¿Qué fecha es hoy?
–Doce de marzo.
–Eso significa que me quedan dos meses. Me voy a morir el doce de mayo, exactamente dentro de dos meses.
–No puede usted saberlo. Nadie lo sabe.
–Pero yo sí, Fogg. Tome nota de mis palabras. Dentro de dos meses a partir de hoy, me moriré.
Después de esa extraña conversación, volvimos a nuestra antigua rutina. Le leía por las mañanas, y por las tardes salíamos a dar un paseo. Era la misma rutina, pero ya no me parecía igual. Antes, Effing tenía un programa con los libros, pero ahora su selección me parecía arbitraria, totalmente incoherente. Un día me pedía que le leyera cuentos de El Decamerón o de Las mil y una noches, al día siguiente elegía La comedia de las equivocaciones y al otro prescindía por completo de los libros y me hacía que le leyera las noticias de los entrenamientos de primavera de los equipos de béisbol en los campamentos de Florida. Tal vez era que había decidido escoger las cosas al azar de entonces en adelante, repasar ligeramente una multitud de obras para despedirse de ellas, como si ésa fuera una manera de despedirse del mundo. Durante tres o cuatro días seguidos me hizo leerle novelas pornográficas (que estaban guardadas en un pequeño armario debajo de las estanterías), pero ni siquiera esos libros consiguieron animarle notoriamente. Se rió una o dos veces, divertido, pero también se durmió en mitad de uno de los párrafos más excitantes. Yo seguí leyendo mientras él dormitaba y cuando se despertó media hora después, me dijo que había estado practicando cómo estar muerto.
–Quiero morirme pensando en el sexo –murmuró–. No hay mejor manera de irse que ésa.
Yo nunca había leído pornografía y los libros me parecieron a la vez absurdos y estimulantes. Un día me aprendí de memoria varios de los párrafos mejores y se los cité a Kitty cuando la vi esa noche. Al parecer le produjeron el mismo efecto que a mí. Le hicieron reír, pero al mismo tiempo le dieron ganas de desnudarse y meterse en la cama conmigo.
Los paseos también eran diferentes. Effing ya no mostraba mucho entusiasmo y en lugar de acosarme para que le describiera las cosas que encontrábamos por el camino, iba en silenció, pensativo y retraído. Por la fuerza de la costumbre, yo seguía comentando todo lo que vela, pero él apenas me escuchaba, y sin tener sus desagradables comentarios y críticas a los que responder, noté que mi ánimo también empezaba a languidecer. Por primera vez desde que le conocí, Effing parecía ausente, indiferente a lo que le rodeaba, casi tranquilo. Le hablé a la señora Hume de los cambios que había observado en él y me confesó que también habían empezado a preocuparla a ella. Físicamente, sin embargo, ni ella ni yo detectábamos ninguna transformación importante. Effing comía tanto, o tan poco, como siempre; sus movimientos intestinales eran normales; no se quejaba de nuevos dolores o molestias. Este extraño período letárgico duró aproximadamente tres semanas. Luego, justo cuando yo empezaba a pensar que Effing había entrado en un declive serio, una mañana se presentó en la mesa del desayuno completamente como era antes, lleno de buen humor y todo lo feliz que le había visto siempre.
–¡Está decidido! –anunció, dando un puñetazo en la mesa. El golpe fue tan fuerte que los cubiertos saltaron y entrechocaron–. Día tras día he estado reflexionando, dándole vueltas en mi cabeza, tratando de encontrar un plan perfecto. Después de mucho esfuerzo mental, me complace informarles de que ya lo tengo. ¡Está decidido! Es la mejor idea que he tenido en mi vida. Es una obra maestra, una verdadera obra maestra. ¿Está dispuesto a divertirse, muchacho?
–Por supuesto –contesté, pensando que era mejor seguirle la corriente–. Siempre estoy dispuesto a divertirme.
–Espléndido, ése es el espíritu –dijo, frotándose las manos–. Les prometo, hijos míos, que va a ser una magnífica canción del cisne, una reverencia final como ninguna otra. ¿Qué condiciones meteorológicas tenemos hoy?
–Despejado y fresco –dijo la señora Hume–. En la radio han dicho que esta tarde subiría hasta los doce o trece grados.
–Despejado y fresco –repitió–, doce o trece grados. No podría ser mejor. ¿Y la fecha, Fogg? ¿A qué día estamos?
–Uno de abril, el principio de un nuevo mes.
–¡Uno de abril! El día de las bromas. En Francia le llamaban el día del pescado. Bueno, pues hoy les daremos a oler algo de pescado, ¿verdad, Fogg? ¡Les daremos toda una cesta de pescado!
–Seguro –dije–. Les daremos de todo.
Effing siguió charlando muy excitado durante todo el desayuno, sin apenas detenerse para llevarse una cucharada de cereales a la boca. La señora Hume parecía preocupada, pero a pesar de todo yo me sentía bastante animado por aquel ataque de energía maníaca. Nos llevara a donde nos llevara, tenía que ser mejor que las semanas de melancolía que acabábamos de dejar atrás. A Effing no le iba el papel de viejo taciturno y yo prefería que le matara su propio entusiasmo a que viviera en silencioso abatimiento.
Después de desayunar, nos ordenó que le trajésemos sus cosas y le preparásemos para salir. Le envolvimos con el acostumbrado equipo –manta, bufanda, abrigo, sombrero, guantes– y luego me dijo que abriera el armario empotrado y sacara un pequeño maletín de cuadros escoceses que estaba debajo de un montón de botas y chanclos.
–¿Qué le parece, Fogg? –me preguntó–. ¿Cree que es lo bastante grande?
–Eso depende de para qué quiera usarlo.
–Vamos a usarlo para llevar dinero. Veinte mil dólares en metálico.
Antes de que yo pudiera decir nada, intervino la señora Hume.
–No hará usted nada semejante, señor Thomas –dijo–. No lo consentiré. Un ciego paseándose por las calles con veinte mil dólares en metálico. Quítese esa tontería de la cabeza.
–Cállese, bruja –respondió Eifing bruscamente–. Cállese o le daré una paliza. Es mi dinero y haré con él lo que me dé la gana. Tengo a mi guardaespaldas de confianza para protegerme y no me va a pasar nada. Pero aunque así fuera, eso no es asunto suyo. ¿Me ha entendido, vaca gorda?
–Sólo está cumpliendo con su obligación –dije, tratando de defender a la señora Hume de este demencial ataque–. No hay por qué ponerse así.
–Lo mismo va para usted, farsante –me gritó–. Haga lo que le digo o despídase de su puesto. Una, dos y tres y le pongo de patitas en la calle. Inténtelo si no me cree.
–Mal rayo le parta –dijo la señora Hume–. No es usted más que un viejo imbécil, Thomas Effing. Espero que pierda hasta el último dólar de ese dinero. Espero que salgan volando de ese maletín y no los vuelva a ver.
–¡Ja! –dijo Effing–. ¡Ja, ja, ja! ¿Y qué cree que pienso hacer con el dinero, cara de caballo? ¿Gastármelo? ¿Cree que Thomas Effing iba a descender a semejantes banalidades? Tengo grandes planes para ese dinero, planes maravillosos que no se le ocurrirían a nadie.
–Bobadas –respondió la señora Hume–. Por mí, puede usted salir y gastarse un millón de dólares. A mí me trae sin cuidado. Yo me lavo las manos respecto a usted..., a usted y a todos sus embustes.
–Vamos, vamos –dijo Effing, repentinamente desbordante de un untuoso encanto–. No se ponga de morros, patita. –Alargó la mano para coger la de ella y le besó el brazo de arriba abajo varias veces, como si lo hiciera sinceramente–. Fogg cuidará de mí. Es un muchacho robusto y no nos pasará nada. Confíe en mí, tengo toda la operación pensada hasta en los menores detalles.
–A mí no me la da –dijo ella, apartando la mano con irritación–. Usted está tramando algo estúpido, lo sé. Acuérdese de que se lo he advertido. No me venga luego llorando y pidiendo disculpas. Es demasiado tarde para eso. El que es tonto no tiene remedio. Eso es lo que me decía mi madre, y cuánta razón tenía.
–Se lo explicaría ahora si pudiera –dijo Effing–, pero no tenemos tiempo. Además, si Fogg no me saca pronto de aquí, me voy a asar debajo de todas estas mantas.
–Pues váyase –dijo la señora Hume–. A mí me da igual.
Effing sonrio, irguió la espalda y se volvió hacia mí.
–¿Está listo, muchacho? –me ladró como un capitán de barco.
–Cuando usted quiera –contesté.
–Bien. Entonces, vámonos.
Nuestra primera parada fue en el Chase Manhattan Bank de Broadway, donde Effing retiró los veinte mil dólares. Debido a la importancia de la suma, tardamos casi una hora en realizar la operación. Primero, el director tuvo que dar su aprobación y luego los cajeros tardaron bastante tiempo en reunir el número exigido en billetes de cincuenta dólares, que eran los únicos que Effing quería. Era cliente de ese banco desde hacia muchos años, “un cliente importante”, como le recordó más de una vez al director, y éste, intuyendo la posibilidad de una escena desagradable, hizo todo lo posible por complacerle. Effing continuó haciéndose el misterioso. Se negó a permitir que le ayudara y cuando sacó su libreta del bolsillo, procuró ocultármela, como si temiera que yo viese cuánto dinero tenía en la cuenta. Hacía mucho tiempo que había dejado de ofenderme cuando se comportaba así y además la verdad era que yo no tenía el menor interés por conocer esa cifra. Cuando el dinero estuvo listo al fin, un cajero lo contó dos veces y luego Effing me obligó a contarlo una vez más como medida de precaución. Yo nunca había visto tanto dinero junto, pero cuando terminé de contarlo, la magia habla desaparecido y el dinero habla quedado reducido a lo que realmente era: cuatrocientos pedazos de papel verde. Effing sonrió con satisfacción cuando le dije que estaba todo y entonces me ordenó que metiera los fajos en el maletín, que resultó ser lo bastante amplio para que cupiera todo. Cerré la cremallera, lo coloqué con cuidado sobre el regazo de Effing y salimos del banco. Él fue armando jaleo hasta que llegamos a la puerta, agitando su bastón y silbando como si el mañana no existiera.
Una vez fuera, me hizo llevarle a una de las isletas en medio de Broadway. Era un sitio muy ruidoso, pues los coches y los camiones pasaban a ambos lados, pero Effing parecía indiferente al bullicio. Me preguntó si había alguien sentado en el banco y cuando le aseguré que no, me dijo que tomara asiento. Aquel día llevaba sus gafas negras y, con los dos brazos rodeando el maletín y estrechándolo contra su pecho, parecía menos humano que de costumbre, como si fuera una especie de colibrí gigante recién llegado del espacio exterior.
–Quiero repasar mi plan con usted antes de que empecemos –me dijo–. El banco no era un sitio indicado para hablar y tampoco quería que esa entrometida nos espiase en casa. Se habrá usted hecho un montón de preguntas y puesto que va a ser mi cómplice en esto, ya es hora de que se lo cuente.
–Me figuraba que lo haría antes o después.
–La cosa es la siguiente, muchacho. Ya casi ha llegado mi hora y por eso he pasado estos últimos meses arreglando mis asuntos. He hecho mi testamento, he escrito mi necrología, he atado cabos sueltos. Hay sólo una cosa que todavía me preocupa, podríamos llamarle una deuda pendiente, y ahora que he tenido un par de semanas para pensar en ello, he dado con la solución. Hace cincuenta y dos años, como recordará, me encontré una bolsa de dinero. Me quedé con él y lo usé para hacer más dinero, dinero del que he vivido desde entonces. Ahora que he llegado al final de mi vida ya no necesito esa bolsa de dinero. Por lo tanto, ¿qué debo hacer con él? Lo único que tiene sentido es devolverlo.
–¿Devolverlo? Pero ¿a quién se lo va a devolver? Los Gresham están muertos, y además ni siquiera era de ellos. Le habían robado el dinero a gente que usted no conocía, a desconocidos anónimos. Aun suponiendo que consiguiera averiguar quiénes eran, probablemente estarán ya todos muertos.
–Exactamente. Esas personas estarán ya todas muertas y no sería posible localizar a sus herederos, ¿verdad?
–Eso es lo que acabo de decir.
–También ha dicho que esas personas eran desconocidos anónimos. Párese a pensar en ello un momento. Si hay una cosa que esta ciudad dejada de la mano de Dios tiene en abundancia, son desconocidos anónimos. Las calles están llenas de ellos. Allá donde uno mire hay un desconocido anónimo. Hay millones de ellos a nuestro alrededor.
–No hablará en serio.
–Claro que hablo en serio. Siempre hablo en serio. A estas alturas debería saberlo.
–¿Quiere decir que vamos a ir por las calles repartiendo billetes de cincuenta dólares a desconocidos? Eso causaría un tumulto. La gente se volvería loca, nos destrozarían.
–No si lo hacemos bien. Todo es cuestión de tener un buen plan, y lo tenemos. Confíe en mí, Fogg. Será lo más grande que haya hecho nunca, ¡el logro que coronará mi vida!
Su plan era muy sencillo. En lugar de ir por la calle a plena luz del día dándole dinero a todo el que se cruzara con nosotros (cosa que sin duda atraería a una multitud incontrolable), realizaríamos una serie de rápidas incursiones guerrilleras en diversas zonas cuidadosamente elegidas. Toda la operación duraría diez días; nunca recibirían dinero más de cuarenta personas en cada salida, lo cual reduciría drásticamente las posibilidades de tener tropiezos. Yo llevaría el dinero en el bolsillo, de modo que si alguien nos robaba, lo más que sacaría serian dos mil dólares. Entre tanto, el resto del dinero estaría en casa en su maletín, fuera de peligro. Recorreríamos toda la ciudad, dijo Effing, pero nunca iríamos a dos barrios colindantes en días consecutivos. Un día iríamos a la parte alta de la ciudad, y al día siguiente, al centro; el lunes a la zona este, el martes a la zona oeste. Nunca nos quedaríamos en ninguna parte el tiempo suficiente para que la gente se diera cuenta de lo que estábamos haciendo. Evitaríamos nuestro barrio hasta el final. Eso haría que el proyecto pareciese una de esas cosas que sólo ocurren una vez en la vida y todo habría terminado antes de que nadie pudiera echarnos el guante.
Comprendí inmediatamente que no podía hacer nada para impedírselo. Estaba totalmente decidido, y en lugar de tratar de disuadirle, hice lo que estaba en mi mano para que su plan fuera lo menos peligroso posible. Era un buen plan, le dije, pero todo dependía de la hora del día que eligiésemos para nuestras incursiones. Las primeras horas de la tarde, por ejemplo, no serían adecuadas. Había demasiada gente en la calle, y lo esencial era darle el dinero a cada receptor sin que nadie más pudiese darse cuenta de lo que pasaba. De ese modo, los alborotos se reducirían al mínimo.
–Hum –dijo Effing, siguiendo mis palabras con gran atención–. Entonces, ¿qué hora propone, muchacho?
–Hacia el final de la tarde. Después de que haya terminado la jornada laboral, pero tampoco tan tarde que podamos encontrarnos en una calle desierta. Digamos entre las siete y media y las diez.
–En otras palabras, después de que hayamos cenado. Lo que podríamos llamar una incursión de sobremesa.
–Eso es.
–Délo por hecho, Fogg. Haremos nuestras correrías después del anochecer, como un par de Robin Hoods dispuestos a otorgar nuestra munificencia a los afortunados mortales que se crucen en nuestro camino.
–También debería pensar en la cuestión del transporte. La ciudad es demasiado grande y algunos de los sitios a los que vamos a ir están a muchos kilómetros de aquí. Si lo hiciéramos todo a pie, algunas noches volveríamos tardísimo. Y si en algún momento tenemos que salir huyendo, podríamos encontrarnos en una situación difícil.
–Eso son mariconadas, Fogg. No nos va a pasar nada. Si se le cansan las piernas, cogemos un taxi. Si se siente capaz de andar, seguimos andando.
–No estaba pensando en mí. Sólo quería estar seguro de que sabe lo que se hace. ¿No ha pensado en alquilar un coche? De ese modo podríamos volver en un instante. No tendríamos más que subir al coche y el chófer nos traería.
–¿Un chófer? ¡Qué idea tan ridícula! Eso estropearía todo el plan.
–No veo por qué. La cuestión es dar el dinero, pero eso no significa que haya que patearse toda la ciudad aguantando el aire frío de la noche. Seria estúpido que se pusiera enfermo sólo porque quiere ser generoso.
–Quiero deambular por ahí, percibir las situaciones según se presenten. Eso no se puede hacer sentado en un coche. Hay que estar en las calles, respirando el mismo aire que los demás.
–Bueno, no era más que una sugerencia.
–Pues guárdese sus sugerencias. No tengo miedo de nada, Fogg, soy demasiado viejo para eso, y cuanto menos se preocupe por mi, mejor. Si me apoya, estupendo. Pero una vez que se comprometa, tendrá que callarse. Esto lo vamos a hacer a mi manera, pase lo que pase.
Durante los primeros ocho días todo salió bien. Estuvimos de acuerdo en que tenía que haber una jerarquía de méritos y eso me daba carta blanca para actuar como juzgara oportuno. La idea no era darle el dinero a cualquiera que pasara, sino buscar concienzudamente a las personas que más lo merecieran, escoger a aquellos cuya necesidad fuese mayor. Los pobres tenían prioridad automáticamente sobre los ricos, los minusválidos sobre los sanos y los locos sobre los cuerdos. Establecimos esas normas desde el principio y, dado el carácter de las calles de Nueva York, no fue difícil seguirlas.
Algunas personas se desmoronaban y se echaban a llorar cuando les daba el dinero; otras se echaban a reír; otras no decían nada. Era imposible predecir sus reacciones y pronto me acostumbré a no esperar que hicieran lo que yo pensaba que harían. Estaban los suspicaces que creían que tratábamos de estafarles (un hombre llegó a romper el billete y varios nos acusaron de ser falsificadores); estaban los avariciosos que pensaban que cincuenta dólares no era suficiente; estaban los solitarios que se nos pegaban y no nos dejaban marchar; estaban los alegres que querían invitarnos a una copa, los tristes que querían contarnos su vida y los artísticos que bailaban o cantaban para demostrarnos su gratitud. Para sorpresa mía, ni uno solo intentó robarnos. Probablemente fue simple cuestión de buena suerte, aunque también hay que decir que nos movíamos con rapidez, nunca nos quedábamos mucho rato en el mismo sitio. En general, yo repartía el dinero por la calle, pero hice algunas incursiones en bares y cafés de los bajos fondos –Blarney Stones, Bickfords, Chock Full O’Nuts–, donde dejaba un billete de cincuenta dólares delante de cada persona que habla en la barra.
–¡Difunde un poco de dicha! –gritaba, repartiendo el dinero lo más deprisa que podía, y antes de que los aturdidos clientes pudieran asimilar lo que les estaba ocurriendo, yo habla salido corriendo a la calle.
Les di dinero a mujeres sin domicilio y prostitutas, a vagos y alcohólicos, a vagabundos y hippies, a chicos que se hablan escapado de casa, a mendigos y mutilados, todos los marginados que llenan los bulevares después del anochecer. Había cuarenta regalos que hacer cada noche y nunca tardamos más de hora y media en terminar el trabajo.
La novena noche llovió y la señora Hume y yo conseguimos convencer a Effing de que no saliera. La noche siguiente también llovía, pero no pudimos hacer nada para retenerle. Nos dijo que no le importaba coger una pulmonía, tenía un trabajo que hacer y lo haría por encima de todo. ¿Y si iba yo solo?, le pregunté. Le daría un informe detallado al volver y sería casi como si hubiera estado allí. No, eso era imposible, tenía que estar en persona. Además, ¿cómo podía estar seguro de que no iba a meterme el dinero en el bolsillo? Podría darme un paseo y luego contarle un cuento. Él no tendría forma de saber si le decía la verdad.
–Si es eso lo que piensa –le contesté, fuera de mí por la indignación–, entonces puede coger su dinero y metérselo en el culo. Yo me largo.
Por primera vez desde que le conocí hacia seis meses, Effing se derrumbó y me pidió disculpas. Fue un momento dramático, y mientras él estaba expresando su arrepentimiento y su contrición, casi sentí pena por él. Su cuerpo temblaba, la saliva se pegaba a sus labios, parecía como si todo su ser estuviera a punto de desintegrarse. Sabía que yo habla hablado en serio y mi amenaza de dejarle le horrorizó. Me rogó que le perdonara, me dijo que era un buen chico, el mejor chico que había conocido, y me juró que nunca volvería a decirme una palabra desagradable mientras viviera.
–Le compensaré –me dijo–, le prometo que le compensaré.
–Luego, metiendo la mano en el maletín, sacó un puñado de billetes de cincuenta dólares y los levantó en el aire–. Tenga, Fogg, son para usted. Quiero darle un plus. Bien sabe Dios que se lo merece.
–No hace falta que me soborne, señor Effing. Me paga adecuadamente.
–No, por favor, quiero dárselo. Considérelo una prima. Una recompensa por servicios extraordinarios.
–Guarde el dinero en el maletín, señor Effing. Está bien. Prefiero dárselo a gente que lo necesita de verdad.
–Pero ¿se quedará?
–Me quedaré. Acepto sus disculpas. Pero no vuelva a decir nada semejante.
Por razones evidentes, aquella noche no salimos. La noche siguiente estaba despejado y a las ocho bajamos a Times Square, donde terminamos nuestro trabajo en veinticinco o treinta minutos, un tiempo récord. Como todavía era temprano y además estábamos más cerca de casa que de costumbre, Effing insistió en que volviéramos a pie. Esto en sí mismo es un detalle trivial y no lo mencionaría de no ser porque en el camino ocurrió algo curioso. Cerca de Columbus Circus vi a un joven negro, más o menos de mi edad, que caminaba paralelamente a nosotros por la acera de enfrente. Por lo que pude ver, no había nada de extraño en él. Iba decentemente vestido y no hacía nada que sugiriera que estaba borracho o loco. Pero allí estaba, en una noche primaveral sin nubes, andando por la calle con un paraguas abierto sobre la cabeza. La cosa era bastante incongruente de por sí, pero luego me di cuenta de que además el paraguas estaba roto: la tela habla sido arrancada del armazón y, con las varillas desnudas inútilmente extendidas en el aire, parecía como si llevara una enorme e inverosímil flor de acero. No pude evitar reírme. Cuando se lo describí a Effing, él también se rió. Su risa fue más alta que la mía y llamó la atención del hombre que iba por la otra acera. Con una amplia sonrisa, nos hizo un gesto para indicarnos que nos metiéramos debajo de su paraguas.
–¿Es que quieren mojarse? –dijo alegremente–. Vengan aquí para protegerse de la lluvia.
Había algo tan fantástico y espontáneo en su ofrecimiento que hubiera sido una grosería rechazarlo. Cruzamos la calle y caminamos treinta manzanas de Broadway bajo el paraguas roto. Me agradó ver con qué naturalidad fingió Effing la broma, sin hacer preguntas, comprendiendo por intuición que esta clase de juego sólo podía mantenerse si todos fingíamos creer en ello. Nuestro anfitrión se llamaba Orlando y era un cómico muy dotado; sorteaba de puntillas imaginarios charcos, inclinaba el paraguas en distintas direcciones para evitar las gotas de lluvia y charló durante todo el camino en un rápido monólogo de asociaciones ridículas y juegos de palabras. Era la imaginación en su forma más pura: el acto de dar vida a cosas inexistentes, de convencer a otros de que aceptaran un mundo que en realidad no estaba a la vista. Al haberse producido aquella noche, el encuentro parecía concordar con el impulso que movía lo que Effing y yo acabábamos de hacer en la calle Cuarenta y dos. Un espíritu lunático se había apoderado de la ciudad. Los billetes de cincuenta dólares viajaban en los bolsillos de los desconocidos, llovía pero no llovía y no nos daba ni una sola gota del chaparrón que caía a través de nuestro paraguas roto.
Nos despedimos de Orlando en la esquina de Broadway con la Ochenta y cuatro, dándonos la mano y jurándonos que seríamos amigos para siempre. Como colofón de nuestro paseo, Orlando sacó la mano para ver cómo estaban las condiciones meteorológicas, dudó un momento y luego declaró que había dejado de llover. Cerró el paraguas y me lo dio como recuerdo.
–Aquí tienes –dijo–, creo que será mejor que te lo quedes. Nunca se sabe cuándo puede empezar a llover otra vez y no me gustaría que os mojarais. Es lo que pasa con el tiempo: cambia continuamente. Si no estás preparado para todo, no estás preparado para nada.
–El paraguas es como tener dinero en el banco –dijo Effing.
–Exactamente, Tom –respondió Orlando–. Mételo debajo del colchón y guárdalo para un día de lluvia.
Como despedida levantó el puño con el saludo del poder negro y se alejó a paso lento y tranquilo y cuando llegó al final de la manzana se perdió entre la gente.
Fue un pequeño episodio curioso, pero estas cosas pasan en Nueva York más a menudo de lo que uno imagina, sobre todo si se está abierto a ellas. Lo que hizo que este encuentro me pareciese algo insólito no fue tanto su carácter alegre como la misteriosa forma en que pareció influir en los sucesos posteriores. Fue casi como si nuestro encuentro con Orlando hubiese sido una premonición, un augurio del destino de Effing. En concreto, estoy pensando en tormentas y paraguas, pero más aún en el cambio, en cómo puede cambiar todo en cualquier momento, repentinamente y para siempre.
La noche siguiente iba a ser la última. Effing pasó el día más inquieto de lo normal; se negó a dormir la siesta, se negó a que le leyera y rechazó todas las distracciones que traté de inventar para él. Pasamos un rato en el parque a primera hora de la tarde, pero el día estaba brumoso y amenazador y me impuse para que volviéramos a casa antes de lo previsto. Cuando anocheció, la ciudad estaba cubierta por una densa niebla. El mundo se había vuelto gris y las luces de los edificios brillaban a través de la humedad como envueltas en gasas. Las condiciones no eran nada prometedoras pero, como no llovía, parecía inútil tratar de convencer a Effing de que renunciase a nuestra última expedición. Calculé que podría resolver el asunto en poco tiempo y llevar al viejo a casa rápidamente, antes de que ocurriera nada grave. A la señora Hume no le agradaba la idea, pero cedió cuando le aseguré que Effing llevarla un paraguas. Effing aceptó pronto esta condición, y cuando salimos del portal a las ocho, pensé que la cosa estaba bastante bien organizada.
Lo que no sabía era que Effing había sustituido su paraguas por el que Orlando nos había dado la noche anterior. Cuando lo descubrí ya estábamos a cinco o seis manzanas de casa. Riéndose por lo bajo con oscura e infantil alegría, Effing sacó el paraguas roto de debajo de su manta y lo abrió. Como el puño era idéntico al del paraguas que había dejado en casa, supuse que había sido un error, pero cuando le dije que se había equivocado, me respondió que me ocupara de mis asuntos.
–No sea imbécil –me dijo–. He cogido éste a propósito. Es un paraguas mágico, cualquier idiota se daría cuenta. Cuando uno lo abre se vuelve invencible.
Estaba a punto de contestarle, pero luego me lo pensé mejor. El hecho era que no llovía, y no quería embrollarme en una hipotética discusión con Effing. Sólo deseaba acabar el trabajo, y mientras no lloviese, no habla inconveniente en que sostuviese ese ridículo objeto sobre la cabeza. Seguí empujando su silla unas cuantas manzanas, entregando billetes de cincuenta dólares a todos los candidatos adecuados, y cuando había repartido la mitad de la cantidad, crucé al otro lado de la calle y empecé a caminar en dirección a casa. Fue entonces cuando se puso a llover, como si fuese inevitable, como si la voluntad de Effing hiciese caer las gotas. Al principio eran minúsculas, casi indistinguibles de la niebla que nos rodeaba, pero cuando llegamos a la manzana siguiente la llovizna se había convertido en un aguacero considerable. Metí a Effing en un portal, pensando en esperar allí hasta que pasara lo peor, pero en cuanto nos detuvimos, el viejo empezó a protestar.
–¿Qué hace? –preguntó–. No es momento de tomarse un respiro. Todavía tenemos dinero que repartir. Vamos, muchacho. Venga, venga, vámonos. ¡Es una orden!
–Por si no se ha enterado –contesté–, está lloviendo. Y no me refiero a un chubasco primaveral. Llueve con fuerza. Las gotas son del tamaño de guijarros y rebotan medio metro al dar en la acera.
–¿Que llueve? –dijo–. ¿Cómo que llueve? Yo no noto que llueva.
Luego, dando un súbito impulso a las ruedas de su silla, Effing se soltó de mis manos y se deslizó por la acera. Volvió a coger el paraguas roto, lo alzó con las dos manos por encima de su cabeza y gritó a la tormenta.
–¡No llueve! –vociferó, mientras la lluvia le azotaba desde todos los lados, empapándole la ropa y golpeándole en la cara–. ¡Puede que le llueva a usted, muchacho, pero a mí no! ¡Estoy completamente seco! Tengo mi paraguas especial y todo va de maravilla. ja, ja! ¡Ya pueden caer chuzos de punta, que yo ni me entero!
Comprendí que Effing deseaba morirse. Había planeado esta pequeña farsa para ponerse enfermo y lo estaba haciendo con una temeridad y una alegría que me dejaban pasmado. Agitaba su paraguas de un lado a otro, desafiaba el aguacero con su risa y, a pesar del disgusto que me inspiraba en aquel momento, no pude por menos de admirar su valor. Era como un Lear en miniatura resucitado en el cuerpo de Gloucester. Aquélla iba a ser su última noche y quería vivirla con frenesí, provocar su propia muerte sería su último acto glorioso. Mi impulso inicial fue ponerlo a cubierto, pero luego le miré bien y me di cuenta de que era demasiado tarde. Ya estaba calado hasta los huesos y, tratándose de alguien tan frágil como Effing, probablemente eso significaba que el daño ya estaba hecho. Cogería un resfriado, éste se convertiría en pulmonía y poco después moriría. Me parecía tan seguro, que de pronto dejé de luchar contra ello. Estaba mirando a un cadáver, me dije, y poco importaba lo que hiciera. Desde entonces no ha pasado un día en que no haya lamentado la decisión que tomé esa noche, pero en aquel momento parecía tener sentido, como si hubiera estado moralmente mal interponerse en el camino de Effing. Si ya estaba muerto, ¿qué derecho tenía yo a estropearle la diversión? El hombre estaba resuelto a destruirse, y como me había arrastrado al torbellino de su locura, no levanté un dedo para impedírselo. Me quedé quieto y dejé que ocurriera, cómplice voluntario de su suicidio.
Salí del portal y empujé la silla de Effing, entrecerrando los párpados porque la lluvia me entraba en los ojos.
–Creo que tiene usted razón –dije–. Parece que la lluvia tampoco me toca a mí.
Mientras hablaba, un relámpago serpenteó por el cielo, seguido de un trueno tremendo. La lluvia nos azotaba implacable, atacaba nuestros cuerpos indefensos con una cortina de balas liquidas. La siguiente ráfaga de viento le arrebató a Effing sus gafas, pero él se rió, gozando de la violencia de la tormenta.
–Es extraordinario, ¿no? –me gritó por encima del ruido–. Huele a lluvia. Oigo como si lloviera. Incluso noto el sabor de la lluvia. Y sin embargo estamos absolutamente secos. Es el triunfo de la mente sobre la materia, Fogg. ¡Al fin lo hemos logrado! ¡Hemos descubierto el secreto del universo!
Era como si hubiese atravesado una misteriosa frontera muy dentro de mí, pasando por una trampilla que conducía a las cámaras más internas del corazón de Effing. No era simplemente que hubiese caído en su grotesca estratagema, había reconocido finalmente su derecho a la libertad y en ese sentido había demostrado al fin ser digno de su confianza. El viejo iba a morir, pero mientras viviese, me querría.
Nos pateamos otras siete u ocho manzanas y Effing fue gritando en éxtasis todo el camino.
–¡Es un milagro! ¡Es un maldito milagro! ¡Dinero caído del cielo! ¡Cójanlo antes de que se acabe! ¡Dinero gratis! ¡Dinero para todo el mundo!
Nadie le oía, naturalmente, porque las calles estaban totalmente vacías. Éramos los únicos idiotas que no se habían refugiado en ningún sitio, así que para deshacerme de los billetes que nos quedaban tuve que hacer varias breves visitas a bares y cafeterías que nos cogían de camino. Dejaba a Effing aparcado junto a la puerta para entrar en estos establecimientos y oía su alocada risa mientras distribuía el dinero. Ese sonido zumbaba en mis oídos: el insensato acompañamiento musical de nuestro espléndido número cómico. La cosa ya se había desmadrado. Nos habíamos convertido en una catástrofe natural, un tifón que iba tragándose víctimas inocentes a su paso.
–¡Dinero! –gritaba yo, riendo y llorando al mismo tiempo–. ¡Billetes de cincuenta dólares para todos!
Estaba tan empapado que mis botas formaban charcos, me derramaba como una lágrima de tamaño humano, chorreaba agua sobre todo el mundo. Fue una suerte que ése fuera el final. Si aquello se hubiera prolongado mucho más, probablemente nos habrían encerrado por conducta peligrosa.
El último sitio que visitamos fue una cafetería de la cadena Child, un sórdido y humeante agujero iluminado con cegadoras luces fluorescentes. Había doce o quince clientes acodados en la barra y tenían un aspecto a cual más triste y desdichado. Sólo me quedaban cinco o seis billetes en el bolsillo y de pronto no supe dominar la situación. Ya no era capaz de pensar ni de decidir. Como no se me ocurrió nada mejor, levanté el dinero en el puño y lo arrojé al otro lado del local.
–¡El que quiera que lo coja! –chillé.
Luego salí corriendo de allí y me alejé empujando la silla de Effing bajo la tormenta.
Nunca volvió a salir de casa después de esa noche. La tos empezó a la mañana siguiente y al final de la semana las flemas habían pasado de los conductos bronquiales a los pulmones. Llamamos a un médico y nos confirmó el diagnóstico de pulmonía. Quiso enviar a Effing inmediatamente al hospital, pero el viejo se negó, afirmando que tenía derecho a morir en su cama y que si alguien le ponía una mano encima para sacarlo de su casa, se mataría.
–Me abriré la garganta con una cuchilla de afeitar –le dijo– y usted tendrá que vivir con eso sobre su conciencia.
El médico ya habla tratado a Effing anteriormente y era lo bastante inteligente como para haberse traído una lista de servicios de enfermería privados. La señora Hume y yo hicimos todas las gestiones necesarias y durante la semana siguiente estuvimos metidos hasta las cejas en cuestiones prácticas: abogados, cuentas bancarias, poderes, etcétera. Hubo que hacer innumerables llamadas telefónicas y firmar incontables papeles, pero dudo que valga la pena entrar en detalles. Lo importante era que finalmente hice las paces con la señora Hume. Cuando volví a casa con Effing la noche de la tormenta, estaba tan furiosa que no me dirigió la palabra en dos días. Me hacía responsable de la enfermedad de Effing, y como básicamente yo era de la misma opinión, no traté de defenderme. Me entristecía que estuviera enfadada conmigo. Justo cuando yo empezaba a pensar que la desavenencia seria permanente, la situación cambió de repente. No tengo forma de saber cómo sucedió, pero me imagino que le diría algo a Effing al respecto y él a su vez la persuadiría de que no me culpase a mí. La siguiente vez que la vi, me abrazó y se disculpó, conteniendo lágrimas de emoción.
–Le ha llegado la hora –afirmó solemnemente–. Está dispuesto a irse en cualquier momento y no podemos hacer nada para impedírselo.
Las enfermeras trabajaban en turnos de ocho horas y eran ellas las que le administraban las medicinas, vaciaban la cuña y vigilaban el gota a gota que le habían puesto a Effing en el brazo. Con pocas excepciones, eran bruscas y frías, y probablemente no hace falta decir que Effing quería tener que ver con ellas lo menos posible. Fue así hasta los últimos días, cuando ya estaba demasiado débil para fijarse en ellas. A menos que tuvieran alguna tarea específica que realizar, insistía en que se quedaran fuera de su habitación, lo cual quería decir que generalmente estaban en el sofá del cuarto de estar, hojeando revistas y fumando con gesto de silencioso desdén. Una o dos nos dejaron plantados y a una o dos tuvimos que echarlas. Aparte de esta línea dura con las enfermeras, sin embargo, Effing se comportaba con notable dulzura, y desde el momento en que cayó en cama fue como si su personalidad se hubiese transformado, purgada de su veneno por la creciente proximidad de la muerte. No creo que sufriera muchos dolores, y aunque tenía días buenos y días malos (en un momento dado, de hecho, pareció que se había repuesto por completo, pero setenta y dos horas después tuvo una recaída), el proceso de la enfermedad era un gradual agotamiento, una lenta e ineluctable pérdida de fuerzas que continuó hasta que al fin su corazón dejó de latir.
Yo pasaba los días en su habitación, sentado al lado de su cama, porque él deseaba que estuviese allí. Desde el episodio de la tormenta, nuestra relación había cambiado tanto que ahora me quería como si fuera carne de su carne y sangre de su sangre. Me cogía la mano y me decía que era un consuelo para él y murmuraba que se alegraba mucho de tenerme allí. Al principio yo desconfiaba de estas efusiones sentimentales, pero como las demostraciones de este recién nacido afecto iban en aumento, no tuve más remedio que aceptar que era auténtico. Durante los primeros días, cuando todavía tenía fuerzas para mantener una conversación, me pidió que le hablara de mi vida y yo le conté historias sobre mi madre, sobre el tío Victor, sobre mis tiempos en la universidad, sobre el desastroso período que condujo a mi colapso y sobre cómo Kitty Wu me salvó la vida. Effing dijo que le preocupaba lo que sería de mí cuando él la palmara (la palabra es suya), pero yo traté de tranquilizarle asegurándole que era perfectamente capaz de cuidar de mí mismo.
–Eres un soñador, muchacho –me dijo–. Tienes la cabeza en la luna y me parece a mí que nunca vas a tenerla en otro sitio. No eres ambicioso, el dinero te importa un pepino, y eres demasiado filósofo para tener ningún talento artístico. ¿Qué voy a hacer contigo? Necesitas a alguien que te cuide, alguien que se asegure de que tengas comida en el estómago y un poco de dinero en el bolsillo. Una vez que yo me vaya, estarás donde estabas al principio.
–He estado haciendo planes –mentí, esperando hacerle cambiar de tema–. He solicitado una plaza en la escuela de biblioteconomía de Columbus y me la han concedido. Creí que ya se lo había dicho. Las clases empiezan en otoño.
–¿Y cómo vas a pagarlas?
–Me han dado una beca completa, más una cantidad para mis gastos. Es una buena oportunidad. Los cursos duran dos años y después siempre tendré una forma de ganarme la vida.
–Me cuesta imaginarte como bibliotecario, Fogg.
–Reconozco que se hace raro, pero creo que puede ser adecuado para mí. Después de todo, las bibliotecas no están en el mundo. Son sitios aparte, santuarios del pensamiento puro. De ese modo, podré seguir viviendo en la luna el resto de mi vida.
Yo sabía que Effing no me había creído, pero me siguió la corriente por conservar la armonía, porque no deseaba perturbar la tranquilidad que había entre nosotros. Esto era típico de él durante sus últimas semanas. Creo que se enorgullecía de poder morir de esta forma, como si la ternura que había empezado a manifestarme fuese una demostración de que aún era capaz de realizar cualquier cosa que se propusiera. A pesar de sus menguadas fuerzas, seguía creyendo que controlaba su destino, y esta ilusión se mantuvo hasta el final: la idea de que había organizado su propia muerte, de que todo se desarrollaba conforme a su plan. Había anunciado que el doce de mayo sería el día fatal y parecía que ahora lo único que le importaba era cumplir con su palabra. Se había entregado a la muerte con los brazos abiertos y al mismo tiempo la había rechazado, luchando con sus últimos gramos de energía para someterla, para retrasar el momento final hasta que se produjera de acuerdo con las condiciones impuestas por él. Incluso cuando ya apenas podía hablar, cuando le suponía un enorme esfuerzo articular el menor sonido, la primera cosa que quería saber cuando yo entraba en su habitación por las mañanas era a qué día estábamos. Como perdía la noción del tiempo, me hacía la misma pregunta cada pocas horas a lo largo del día. El tres o el cuatro de mayo empeoró repentinamente de forma espectacular y parecía improbable que pudiese aguantar hasta el doce. Empecé a jugar con las fechas para que creyera que todo iba de acuerdo con el plan previsto, adelantando las fechas cada vez que me preguntaba. Una tarde especialmente mala acabé cubriendo tres días en el espacio de unas cuantas horas. Estamos a siete, le dije; estamos a ocho; estamos a nueve, y él estaba ya tan mal que no se dio cuenta de la discrepancia. Cuando su estado se estabilizó de nuevo esa misma semana, yo seguía adelantado y durante los dos días siguientes no tuve más remedio que decirle que estábamos a nueve. Me parecía que lo menos que podía hacer por él era darle la satisfacción de pensar que había ganado esa prueba de voluntad. Pasara lo que pasara, yo me aseguraría de que su vida acabase el día doce.
Me dijo que el sonido de mi voz le calmaba, e incluso cuando se encontraba demasiado débil para decir nada, quería que yo continuase hablando. Le daba igual lo que dijese mientras pudiese oír mi voz y saber que estaba allí. Yo hablaba y hablaba, pasando de un tema a otro según me daba. No siempre era fácil mantener esta especie de monólogo, y cuando me faltaba la inspiración, recurría a ciertos trucos para poder seguir: refundir los argumentos de novelas o películas, recitar poemas de memoria –a Effing le gustaban especialmente sir Thomas Wyatt y Fulke Greville– o comentar noticias del periódico de la mañana. Curiosamente, aún recuerdo muy bien algunas de esas noticias y siempre que pienso en ellas ahora (la extensión de la guerra a Camboya, las matanzas de Kent State), me veo sentado en aquella habitación mirando a Effing acostado en la cama. Veo su boca desdentada abierta; oigo el silbido del aire en sus pulmones congestionados; veo sus ojos ciegos y lacrimosos mirando fijamente al techo, las manos como arañas agarrando la manta, la espantosa palidez de su piel arrugada. Por algún oscuro e involuntario reflejo, esos hechos han quedado situados para mi en los contornos de la cara de Effing y no puedo pensar en ellos sin volver a verle frente a mí.
A veces no hacía sino describir la habitación en que estábamos. Usando el mismo método que había aprendido en nuestros paseos, elegía un objeto y empezaba a hablar de él. El dibujo de la colcha, el escritorio del rincón, el plano enmarcado de las calles de París que colgaba al lado de la ventana. En la medida en que Effing podía seguir lo que le decía, estos inventarios parecían proporcionarle un gran placer. En un momento en que era tanto lo que estaba perdiendo, la presencia física inmediata de las cosas permanecía en los límites de su conciencia como una especie de paraíso, un territorio inaccesible de milagros ordinarios: el campo de lo táctil, lo visible y lo perceptible que rodea la vida. Al poner estas cosas en palabras, le daba a Effing la oportunidad de volver a experimentarlas, como si simplemente ocupar un lugar en el mundo de las cosas fuese un bien superior a cualquier otro. En cierto sentido, trabajé más para él en aquella habitación de lo que había trabajado nunca en los meses anteriores, concentrándome en los más ínfimos detalles de los materiales –las lanas y los algodones, las platas y los estaños, los nudos de la madera y las volutas de la escayola–, ahondando en cada hendidura, explorando las microscópicas geometrías de lo que estuviera viendo, enumerando cada color y cada forma. Cuanto más se debilitaba Effing, con más ahínco me aplicaba yo a la tarea, redoblando mis esfuerzos para tender un puente sobre la distancia que crecía entre nosotros. Al final llegué a alcanzar tal grado de precisión que tardaba horas en recorrer toda la habitación. Avanzaba centímetro a centímetro, negándome a dejar escapar nada, ni siquiera las motas de polvo que flotaban en el aire. Exploté los limites de ese espacio hasta que se volvió inagotable, una plenitud de mundos dentro de otros mundos. En un momento dado comprendí que probablemente estaba hablando en el vacío, pero seguí hablando de todos modos, hipnotizado por la idea de que mi voz era lo único que podía mantener vivo a Effing. No sirvió de nada, naturalmente. Él se iba apagando y durante los dos últimos días que pasé con él, dudo que oyera una palabra de lo que dije.
No estaba con él cuando murió. Permanecí a su lado hasta las ocho de la tarde del día once, cuando la señora Hume vino a relevarme e insistió en que me tomara la noche libre.
–Ya no podemos hacer nada por él –me dijo–. Usted ha estado aquí con él desde esta mañana y ya es hora de que salga a tomar el aire. Si pasa de esta noche, por lo menos estará usted fresco mañana.
–No creo que haya un mañana.
–Puede que no. Pero lo mismo dijimos ayer y todavía está aquí.
Me fui a cenar con Kitty al Palacio de la Luna y después nos metimos a ver una de las películas del programa doble del Thalia (creo recordar que era Cenizas y diamantes, pero puede que me equivoque). Normalmente, al salir de allí habría acompañado a Kitty a su colegio mayor, pero tuve un mal presentimiento respecto a Effing, así que cuando terminó la película fuimos caminando por la avenida West End hasta casa. Era casi la una de la noche cuando llegamos allí. Rita estaba llorando cuando nos abrió la puerta y no hizo falta que dijese nada para que yo supiera lo que había sucedido. Effing había muerto menos de una hora antes de nuestra llegada. Cuando le pregunté a la enfermera la hora exacta, me dijo que había sido a las 12:02, dos minutos después de la medianoche. Así que Effing había conseguido llegar al día doce, después de todo. Parecía tan absurdo que no supe cómo reaccionar. Noté un extraño hormigueo en la cabeza y de pronto comprendí que los cables de mi cerebro estaban cruzados. Supuse que estaba a punto de romper a llorar, por lo que me fui a un rincón de la habitación y me cubrí la cara con las manos. Me quedé allí esperando a que cayeran las lágrimas, pero no cayeron. Pasaron unos momentos más y luego salieron de mi garganta unos curiosos sonidos. Tardé otro momento en darme cuenta de que me estaba riendo.
Según las instrucciones que había dejado, el cuerpo de Effing debía ser incinerado. No deseaba que hubiera servicio fúnebre ni entierro y pedía específicamente que no se permitiera a ningún representante de ninguna religión participar en la ceremonia. Ésta había de ser extremadamente sencilla: la señora Hume y yo teníamos que coger el transbordador que va a Staten Island y cuando estuviéramos a medio camino (con la Estatua de la Libertad visible a nuestra derecha) esparciríamos sus cenizas sobre las aguas de la bahía de Nueva York.
Traté de localizar a Solomon Barber en Northfield, Minnesota, pensando que debía darle la oportunidad de asistir, pero después de varias llamadas a su casa, donde nadie contestó, llamé al departamento de historia del Magnus College y allí me dijeron que el profesor Barber estaba de permiso durante el semestre de primavera. La secretaria no parecía dispuesta a darme más información, pero cuando le expliqué el propósito de mi llamada, cedió un poco y añadió que el profesor Barber se había ido a Inglaterra en viaje de investigación. ¿Cómo podía ponerme en contacto con él allí?, pregunté. Eso sería imposible, me dijo, puesto que no había dejado su dirección. Pero ¿qué hacían con su correspondencia?, insistí, se la mandarían a algún sitio. No, me contestó, no se la mandaban. Les había pedido que se la guardaran hasta que regresara. ¿Y cuándo sería eso? En agosto, me dijo, disculpándose por no poder ayudarme, y había algo en su voz que me hizo pensar que decía la verdad. Ese mismo día me senté y le escribí una larga carta a Barber explicándole la situación lo mejor que pude. Era una carta difícil de redactar y estuve trabajando en ella dos o tres horas. Una vez que la terminé, la pasé a máquina y se la envié en un paquete junto con la transcripción revisada de la autobiografía de Effing. Consideré que con eso se acababa mi responsabilidad en el asunto. Había hecho lo que Effing me había pedido y a partir de entonces la cosa quedaba en manos de los abogados, que se pondrían en contacto con Barber a su debido tiempo.
Dos días más tarde, la señora Hume y yo recogimos las cenizas del crematorio. Iban en una urna de metal gris no mayor que una barra de pan y me resultaba difícil imaginar que Effing estuviera realmente allí dentro. Gran parte de él se había convertido en humo y se me hacía raro pensar que quedara algo. A la señora Hume, que indudablemente tenía un sentido de la realidad más fuerte que el mío, parecía darle miedo la urna y la llevó todo el camino hasta casa separada de su cuerpo, como si contuviese material radiactivo o venenoso. Acordamos que, lloviera o hiciera sol, al día siguiente haríamos nuestro viaje en el transbordador. Daba la casualidad de que era su día de visita al Hospital de Veteranos, y antes que dejar de ver a su hermano, la señora Hume decidió que él viniera con nosotros. Mientras hablaba se le ocurrió que tal vez debiera venir Kitty también. A mí no me parecía necesario, pero cuando le transmití el mensaje a Kitty, contestó que quería venir. Era un suceso importante, dijo, y le agradaba demasiado la señora Hume como para no prestarle su apoyo moral. Así fue como nos convertimos en cuatro en vez de dos. Dudo que Nueva York haya visto nunca un grupo de enterradores más variopinto.
La señora Hume salió temprano por la mañana para ir a buscar a su hermano al hospital. Mientras estaba fuera, llegó Kitty, vestida con una minifalda azul diminuta; sus suaves piernas cobrizas resultaban espléndidas con los zapatos de tacón alto que se había puesto para la ocasión. Le expliqué que se suponía que el hermano de la señora Hume no estaba bien de la cabeza, pero que, como yo no le conocía, no estaba muy seguro de lo que eso quería decir. Charlie Bacon resultó ser un hombre grande, de unos cincuenta y tantos años, con la cara blanda, el pelo rojizo y escaso y unos ojos vigilantes e inquietos. Apareció con su hermana en un estado más bien aturdido y exaltado (era la primera vez que salía del hospital desde hacía más de un año) y durante los primeros minutos no hizo otra cosa que sonreírnos y darnos la mano. Llevaba una cazadora azul con la cremallera subida hasta el cuello, unos pantalones caqui recién planchados y unos relucientes zapatos negros con calcetines blancos. En el bolsillo de la chaqueta tenía un pequeño transistor del que salía el cable de un auricular. Llevaba el auricular puesto en el oído todo el rato y cada dos o tres minutos metía la mano en el bolsillo y movía los diales de la radio. Cada vez que lo hacía, cerraba los ojos y se concentraba, como si estuviera escuchando mensajes de otra galaxia. Cuando le pregunté qué emisora le gustaba más, me contestó que eran todas iguales.
–No escucho la radio por gusto –me dijo–. Es mi trabajo. Si lo hago bien, puedo saber qué está pasando con los grandes bombazos debajo de la ciudad.
–¿Los grandes bombazos?
–Las bombas H. Hay docenas de ellas almacenadas en túneles subterráneos y no paran de cambiarlas de sitio para que los rusos no sepan dónde están. Debe haber cientos de emplazamientos diferentes, allá en las profundidades de la ciudad, mucho más abajo que el metro.
–¿Qué tiene eso que ver con la radio?
–Dan la información en clave. Cada vez que hay una retransmisión en directo en una de las emisoras eso quiere decir que están moviendo los bombazos. Los partidos de béisbol son los mejores indicadores. Si los Mets ganan cinco a dos, eso quiere decir que los están poniendo en la posición cincuenta y dos. Si pierden seis a uno, es la posición dieciséis. En realidad es bastante simple una vez que le coges el tranquillo.
–¿Y qué pasa si juegan los Yankees?
–El equipo que juegue en Nueva York, ése es en el que hay que fijarse. Nunca están en la ciudad en el mismo día. Cuando los Mets juegan en Nueva York, los Yankees están de viaje y viceversa.
–Pero ¿de qué nos va a servir saber dónde están las bombas?
–Para poder protegernos. No sé qué pensará usted, pero a mí no me hace demasiado feliz la idea de que me vuelen en pedazos. Alguien tiene que enterarse de lo que pasa, y si nadie más lo hace, supongo que ese alguien tendré que ser yo.
La señora Hume estaba cambiándose de vestido mientras yo tenía esta conversación con su hermano. Cuando terminó de arreglarse, salimos todos de casa y cogimos un taxi para ir a la estación del transbordador en el centro de la ciudad. Hacía un hermoso día, con el cielo azul y un vientecillo fresco. Recuerdo que yo iba sentado en el asiento de atrás con la urna sobre las rodillas, escuchando a Charlie hablar de Effing mientras el taxi bajaba por West Side Highway. Al parecer se habían visto varias veces, y después de agotar el tema de la única cosa en común que tenían (Utah), pasó a hacernos un largo y fragmentario relato de sus tiempos allí. Nos dijo que había hecho su entrenamiento como bombardero durante la guerra en Wendover, en mitad del desierto, destruyendo ciudades de sal en miniatura. Realizó treinta o cuarenta misiones volando sobre Alemania y luego, al final de la guerra, volvieron a mandarle a Utah y le pusieron en el programa de la bomba A.
–Se suponía que no teníamos que saber lo que era –dijo–, pero yo lo descubrí. Sí hay que encontrar una información, se puede estar seguro de que Charlie Bacon la encontrará. Primero fue el Gran Chico, la que tiraron en Hiroshima con el coronel Tibbets. Yo estaba incluido en la tripulación del siguiente avión, tres días después, el que iba a Nagasaki. Por nada del mundo iban a obligarme a hacer eso. La destrucción a esa escala es cosa de Dios. Los hombres no tienen derecho a meterse en algo así. Les engañé fingiendo que estaba loco. Una tarde salí y eché a andar por el desierto, bajo aquel calor espantoso. No me importaba que me pegaran un tiro. Lo de Alemania ya había sido bastante horrible, pero no iba a permitirles que me convirtieran en agente de la destrucción. No, señor, prefería volverme loco a tener eso sobre mi conciencia. En mi opinión, no lo habrían hecho si los japoneses fuesen blancos. Los amarillos les importan un comino. Sin ofender –añadió de pronto, volviéndose hacia Kitty–, por lo que a ellos respecta, los amarillos no valen más que los perros. ¿Qué cree que hacemos ahora en el sudesde asiático? La misma historia, matar amarillos allá donde podamos. Es como repetir otra vez las matanzas de indios. Ahora tenemos bombas H en lugar de bombas A. Los generales siguen fabricando nuevas armas en Utah, lejos de todo, donde nadie puede verlos. ¿Recuerdan esas ovejas que murieron el año pasado? Seis mil ovejas. Echaron un nuevo gas venenoso en el aire y todo murió en varios kilómetros a la redonda. No, señor, por nada del mundo aceptaré tener sangre en las manos. Amarillos, blancos, ¿qué diferencia hay? Todos somos iguales, ¿no es verdad? No, señor, por nada del mundo conseguirán que Charlie Bacon les haga el trabajo sucio. Prefiero estar loco a manejar esos bombazos.
Su monólogo se interrumpió cuando llegamos al transbordador y durante el resto del día Charlie se retiró a los arcanos de su radio. No obstante, lo pasó bien en el barco, y, a pesar de mí mismo, descubrí que yo también estaba de buen humor. La propia rareza de nuestra misión eliminaba de alguna manera los pensamientos negros, y hasta la señora Hume consiguió hacer todo el viaje sin derramar una lágrima. Más que nada, recuerdo lo guapa que estaba Kitty con su diminuto vestido, con el largo pelo negro ondeando al viento y su delicada manita en la mía. El barco no iba lleno a esa hora del día y en cubierta habla más gaviotas que pasajeros. Cuando avistamos la Estatua de la Libertad, abrí la urna y eché las cenizas al viento. Eran una mezcla de blanco, gris y negro, y desaparecieron en cuestión de segundos. Charlie estaba a mi derecha y Kitty a mi izquierda, rodeando con un brazo a la señora Hume. Todos seguimos con la vista el breve y agitado vuelo de las cenizas hasta que no hubo nada que ver. Entonces Charlie se volvió a su hermana y le dijo:
–Eso es lo que quiero que hagas conmigo, Rita. Cuando muera, quiero que me quemes y me eches al viento. Es algo espléndido, verlas bailar en todas direcciones al mismo tiempo es la cosa más espléndida del mundo.
Cuando el transbordador atracó en el muelle de Staten Island, dimos una vuelta y regresamos a la ciudad en el siguiente barco. La señora Hume nos había preparado una gran cena y antes de una hora nos sentamos a la mesa y empezamos a comer. Todo había terminado. Tenía mi bolsa preparada y, en cuanto termináramos de cenar, saldría de casa de Effing por última vez. La. señora Hume pensaba quedarse hasta que se hiciera la testamentaria, y si todo iba bien, dijo (refiriéndose al legado que recibiría), se marcharía a Florida con Charlie para empezar una nueva vida. Quizá por quincuagésima vez, me dijo que podía quedarme allí todo el tiempo que quisiera y por quincuagésima vez le contesté que tenía un sitio donde vivir en casa de un amigo de Kitty. ¿Qué planes tenía?, me preguntó. ¿Qué pensaba hacer? No había necesidad de mentirle.
–No estoy seguro –le respondí–. Tengo que pensarlo. Pero ya me saldrá algo antes de que pase mucho tiempo.
Hubo apasionados abrazos y lágrimas al despedirnos. Prometimos mantenernos en contacto, aunque, naturalmente, no lo hicimos, y ésa fue la última vez que la vi.
–Es usted un joven caballero –me dijo en la puerta–, y nunca olvidaré lo bueno que ha sido con el señor Thomas. La mitad de las veces, él no se merecía tanta bondad.
–Todo el mundo merece la bondad –dije–. Sea quien sea.
Kitty y yo habíamos salido ya y estábamos a mitad de camino del descansillo cuando la señora Hume vino corriendo detrás de nosotros.
–Casi se me olvida –dijo–. Tengo que darle una cosa.
Volvimos a entrar en el piso, donde la señora Hume abrió el armario empotrado del vestíbulo y cogió una arrugada bolsa de papel marrón del estante superior.
–El señor Thomas me dio esto el mes pasado –me dijo–. Me pidió que lo guardara hasta el momento en que usted se fuera.
Yo estaba a punto de meterme la bolsa debajo del brazo y volver a salir, pero Kitty me detuvo.
–¿No sientes curiosidad por saber qué hay dentro? –me preguntó.
–Pensé que era mejor esperar a que saliéramos –dije–. Por si es una bomba.
La señora Hume se río.
–No diría yo que el viejo buitre no fuera capaz de tal cosa.
–Exacto. Una última broma desde el otro lado de la tumba.
–Bueno, si no la abres tú, la abriré yo –dijo Kitty–. Puede que haya algo bueno dentro.
–Ya ve lo optimista que es –le dije a la señora Hume–. Siempre esperando lo mejor.
–Deje que la abra –dijo Charlie, metiéndose en la conversación con entusiasmo–. Apuesto a que hay un valioso regalo dentro.
–De acuerdo –dije, tendiéndole la bolsa a Kitty–. Puesto que he sido derrotado en la votación, dejaré que tengas el honor.
Con inimitable delicadeza, Kitty abrió la parte superior de la bolsa, que estaba retorcida, y miró dentro. Cuando levantó los ojos, se detuvo un momento, confusa, y luego su cara se iluminó con una amplia sonrisa de triunfo. Sin decir palabra, volcó la bolsa y dejó que el contenido cayera al suelo. El dinero salió revoloteando, una interminable lluvia de billetes viejos y arrugados. Nos quedamos mirando en silencio cómo aterrizaban a nuestros pies los billetes de diez, de veinte y de cincuenta. En total, ascendía a más de siete mil dólares.
6
A continuación vino una época extraordinaria. Durante los siguientes ocho o nueve meses, viví como nunca había podido hacerlo y creo que, justo hasta el final, estuve más cerca del paraíso humano que en ninguna otra etapa en los años que he pasado en este planeta. No era sólo el dinero (aunque no se puede subestimar el dinero), sino lo súbitamente que todo había cambiado. La muerte de Effing me había liberado de mi esclavitud de él, pero al mismo tiempo Effing me había liberado de mi esclavitud del mundo, y como era joven, como todavía sabía muy poco del mundo, no comprendí que este período de felicidad terminaría alguna vez. Había estado perdido en el desierto y luego, de repente, había encontrado mi Canaán, mi tierra prometida. Por el momento sólo podía sentirme exultante, caer de rodillas para dar las gracias y besar la tierra que pisaba. Era demasiado pronto para pensar que nada de aquello pudiera destruirse, demasiado pronto para imaginar que luego vendría el exilio.
El año escolar de Kitty acabó aproximadamente una semana después de que yo recibiera el dinero, y a mediados de junio ya habíamos encontrado un sitio donde vivir. Por menos de trescientos dólares mensuales, montamos casa en un almacén grande y polvoriento en East Broadway, no lejos de Chatham Square y el puente de Manhattan. Esto era el corazón del barrio chino y fue Kitty la que hizo todas las gestiones, utilizando a sus contactos chinos para regatear con el casero y convencerle de que nos hiciera un contrato por cinco años con deducciones parciales en el alquiler por cualquier mejora estructural que nosotros realizáramos. Estábamos en 1970 y, aparte de unos cuantos pintores y escultores que habían convertido almacenes en estudios, la idea de vivir en antiguos edificios comerciales apenas había comenzado a ponerse de moda en Nueva York. Kitty quería el espacio para bailar (teníamos más de seiscientos metros cuadrados) y a mí me encantaba la perspectiva de habitar un antiguo almacén con las cañerías vistas y techos de hojalata herrumbrosos.
Compramos una cocina y una nevera de segunda mano en el Lower East Side y mandamos instalar una ducha rudimentaria y un calentador de agua en el cuarto de baño. Después de peinar las calles en busca de muebles que la gente hubiese tirado a la basura, recogimos una mesa, una librería, tres o cuatro sillas y un tambaleante escritorio verde. Luego nos compramos un colchón de gomaespuma y los utensilios de cocina más elementales. El mobiliario apenas hacía mella en la enormidad del espacio, pero como los dos sentíamos aversión por los sitios atestados, nos quedamos satisfechos con el minimalismo de la decoración y no añadimos nada más. En lugar de gastar excesivas cantidades en el almacén –a pesar de todo, ya me había costado cerca de dos mil dólares–, salimos de compras para adquirir ropa nueva para los dos. Yo encontré todo lo que necesitaba en menos de una hora y luego pasamos el resto del día yendo de tienda en tienda en busca de un vestido perfecto para Kitty. No lo encontramos hasta que no volvimos al barrio chino: un chipao de seda de un lustroso índigo, adornado con bordados en rojo y negro. Era el vestido ideal para la mujer dragón, con una raja en un lado de la falda y maravillosamente ceñido a las caderas y el pecho. Como el precio era desorbitado, recuerdo que tuve que insistirle mucho a Kitty para que me permitiera comprárselo, pero en mi opinión era dinero bien gastado y nunca me cansé de vérselo puesto. Cuando llevaba demasiado tiempo colgado en el armario me inventaba una excusa para que fuésemos a un restaurante decente sólo por el placer de vérselo puesto. Kitty fue siempre sensible a mis malos pensamientos, y cuando comprendió la profundidad de mi pasión por ese vestido, se lo ponía incluso ciertas noches en que nos quedábamos en casa, deslizándolo sobre su cuerpo desnudo como preludio a la seducción. Para mí el barrio chino era como un país extranjero y cada vez que caminaba por sus calles me abrumaba una sensación de dislocación y confusión. Estaba en Estados Unidos, pero no entendía lo que la gente decía y no podía penetrar en el sentido de las cosas que veía. Incluso cuando llegué a conocer a algunos de los tenderos del barrio, nuestros contactos consistían en poco más que sonrisas corteses y gestos frenéticos, un lenguaje de signos carente de contenido real. No conseguía ir más allá de la muda superficie de las cosas y había veces en las que esta exclusión me hacia sentirme como si viviera en un mundo onírico y me moviese entre gentes espectrales que llevaban máscaras en la cara. Contrariamente a lo que podría haber pensado, no me molestaba ser un extranjero. Era una experiencia extrañamente vigorizante y a la larga servía para realzar la novedad de todo lo que estaba sucediéndome. No tenía la sensación de haberme trasladado a otra parte de la ciudad. Había recorrido medio mundo para llegar allí y era normal que ya nada me resultase familiar, ni siquiera yo mismo.
Una vez que nos instalamos, Kitty se buscó un trabajo para el resto del verano. Traté de convencerla de que no lo hiciera, de que prefería darle dinero y ahorrarle la molestia de ir a trabajar, pero ella se negó. Quería que estuviésemos en un plano de igualdad, me dijo, y no le agradaba la idea de que la llevase a cuestas. El objetivo era hacer que el dinero durase, gastarlo lo más despacio que pudiésemos. Kitty era más sabia que yo en estas cosas y cedí a su lógica superior. Se apuntó en una agencia de secretarias temporales y a los tres días le encontraron un puesto en el edificio McGraw–Hill, en la Sexta Avenida, en una de las revistas especializadas. Bromeábamos demasiado a menudo sobre el nombre de la revista como para no recordarlo, aún ahora no puedo decirlo sin sonreír: Plásticos Modernos: La Revista del Compromiso Total con los Plásticos. Kitty trabajaba allí de nueve a cinco todos los días y viajaba en el metro por la mañana y por la tarde con millones de trabajadores, soportando todo el calor del verano. No debía de resultar fácil, pero no era de las que se quejan por esas cosas. Por la noche hacía sus ejercicios de danza en casa durante dos o tres horas y al día siguiente se levantaba fresca y alegre y salía corriendo para cumplir una nueva jornada laboral. Mientras estaba fuera yo me ocupaba de las tareas domésticas y de la compra y siempre le tenía la cena preparada cuando llegaba a casa. Ésta fue mi primera experiencia de vida doméstica y me adapté a ella con naturalidad, sin reservas. Ninguno de los dos habló del futuro, pero en un momento dado, a los dos o tres meses de vivir juntos, creo que ambos empezamos a sospechar que íbamos encaminados al matrimonio.
Envié la necrología de Effing al Times, pero nunca recibí respuesta, ni siquiera una nota rechazándola. Puede que la carta se perdiera o puede que pensaran que la había mandado un loco. La versión más larga, que mandé obedientemente al Art World Monthly como Effing me había pedido, me fue devuelta, pero creo que su cautela no era injustificada. Como explicaba el director en su carta, nadie en la redacción había oído hablar de Julian Barber y, a menos que les proporcionara unas diapositivas de su obra, seria demasiado arriesgado publicar el artículo. “Tampoco sé quién es usted, señor Fogg –seguía la carta–, pero me parece que ha inventado usted una complicada broma. Eso no quiere decir que su historia no sea apasionante, pero creo que podría tener más suerte si renunciara a la charada y tratase de publicarla en alguna parte como relato de ficción.”
Pensé que le debía a Effing el hacer por lo menos otro esfuerzo en su honor. Al día siguiente de recibir esta carta del Art World Monthly, fui a la biblioteca y saqué una fotocopia de la necrología de Julian Barber de 1917, que luego envié al director de la revista junto con una breve carta. “Barber era un pintor joven y ciertamente oscuro en la época de su desaparición –escribí–, pero existió. Confío en que esta necrología del New York Sun le demuestre que el articulo que le envié estaba escrito de buena fe.” Esa misma semana recibí por correo una disculpa, que era sólo el prólogo a otro rechazo. “Estoy dispuesto a reconocer que hubo una vez un pintor norteamericano que se llamaba Julian Barber –escribía el director–, pero eso no demuestra que Thomas Effing y Julian Barber fuesen la misma persona. Dada su oscuridad, seria lógico suponer que no se trata de un pintor de verdadero talento. De ser así, no tendría sentido que le dedicáramos espacio en nuestra revista. En mi carta anterior le decía que me parecía que tenía usted material para una buena novela. Lo retiro. Lo que tiene usted es un caso de psicología anormal. Puede que sea interesante en sí mismo, pero no tiene nada que ver con el arte.”
Después de eso renuncié. Si hubiera querido, supongo que podría haber encontrado en alguna parte una reproducción de alguno de los cuadros de Barber, pero la verdad es que prefería no saber cómo era su pintura. Después de escuchar a Effing durante meses, había comenzado gradualmente a imaginarme sus cuadros y ahora me daba cuenta de que me resistía a permitir que nada perturbara los bellos fantasmas que yo había creado. Publicar el articulo habría significado destruir esas imágenes y no me parecía que valiera la pena. Aunque hubiese sido un gran artista, los cuadros de Julian Barber nunca podrían compararse con los que ya me había dado Thomas Effing. Los había soñado yo partiendo de sus palabras, y como tales eran perfectos, infinitos, más exactos en su representación de lo real que la realidad misma. Mientras no abriera los ojos, podría seguir imaginándolos para siempre.
Pasaba los días en una magnífica indolencia. Aparte de las sencillas tareas de la casa, no tenía responsabilidades dignas de mención. Siete mil dólares era una suma considerable en aquellos tiempos, y no tenía ninguna necesidad inmediata de hacer planes. Volví a fumar, leía libros, paseaba por las calles del bajo Manhattan, llevaba un diario. Esas notas dieron lugar a varios ensayos cortos, pequeñas explosiones de prosa que generalmente le leía a Kitty en cuanto las terminaba. Desde nuestro primer encuentro, cuando la había impresionado con mi arenga sobre Cyrano, estaba convencida de que llegaría a ser escritor, y ahora que todos los días me sentaba con la pluma en la mano, era como si su profecía se hubiese cumplido. De todos los escritores que había leído, Montaigne constituyó la mayor inspiración para mí. Igual que él, intentaba usar mis propias experiencias como armazón de lo que escribía, e incluso cuando el material me llevaba a un territorio bastante abstracto y extenso, no me parecía que estuviera diciendo nada definitivo sobre esos temas, sino más bien escribiendo una versión subterránea de la historia de mi vida. No recuerdo todos los ensayos que escribí, pero varios de ellos vuelven a mi mente si me esfuerzo lo bastante: una meditación sobre el dinero, por ejemplo, y otra sobre el vestido; un trabajo sobre los huérfanos y otro un poco más largo sobre el suicidio, que era básicamente un comentario acerca de Jacques Rigaut, un dadaísta francés de segunda fila que, a la edad de diecinueve años, declaró que se daba diez años más de vida y luego, al cumplir los veintinueve, cumplió su palabra y se pegó un tiro en la fecha señalada. También recuerdo que investigué sobre Tesla como parte de un proyecto de ocuparme del tema de las máquinas frente al mundo natural. Un día, cuando estaba rebuscando en una tienda de libros viejos de la Cuarta Avenida, tropecé con un ejemplar de la autobiografía de Tesla, titulada Mis Inventos, que primitivamente había sido publicada en 1919 en una revista llamada El Ingeniero Electrónico. Me llevé el pequeño volumen y empecé a leerlo. Cuando había leído varias páginas, tropecé con la misma frase que había encontrado en mi galleta de la suerte en el Palacio de la Luna casi un año antes: “El sol es el pasado, la tierra es el presente, la luna es el futuro.” Todavía tenía el papelito en mi cartera y me impresionó descubrir que esas palabras las había escrito Tesla, el hombre que había sido tan importante para Effing. El sincronismo de estos sucesos parecía cargado de significado, pero me resultaba difícil saber cuál era ese significado. Era como si oyera que mi destino me llamaba, pero, cada vez que trataba de escucharlo, descubría que hablaba en un idioma que no entendía. ¿Sería que algún empleado de una fábrica de galletas de la suerte chinas había estado leyendo el libro de Tesla? Parecía muy improbable, pero aunque así fuese, ¿por qué fui precisamente yo la persona que eligió la galleta que llevaba ese mensaje? No podía evitar sentirme inquieto por lo que había sucedido. Era un nudo de impenetrabilidad, y parecía que sólo una solución demencial podía explicarlo: extrañas conspiraciones de la materia, señales precognitivas, premoniciones, una visión del mundo semejante a la de Charlie Bacon. Abandoné mi ensayo sobre Tesla y empecé a explorar el tema de las coincidencias, pero nunca fui muy lejos. Era un asunto demasiado difícil para mí y al final lo dejé de lado, diciéndome que ya volvería a ello más adelante. Pero luego nunca lo hice.
Kitty reanudó sus clases en Juilliard a mediados de septiembre, y, hacia finales de esa misma semana, finalmente tuve noticias de Solomon Barber. Habían pasado casi cuatro meses desde la muerte de Effing y no esperaba que me escribiese ya. En cualquier caso, no era esencial que lo hiciera y, dadas las muchas reacciones distintas que parecían posibles en un hombre en su situación –incredulidad, resentimiento, felicidad, espanto–, ciertamente no le culpaba por no haberse puesto en contacto conmigo. Haber pasado los primeros cincuenta años de tu vida creyendo que tu padre ha muerto y luego descubrir que ha estado vivo todo el tiempo, para enterarte en el mismo instante que ahora ha muerto de verdad... Yo ni siquiera podía intentar imaginar cómo reaccionaria alguien ante un corrimiento de tierras de tales proporciones. Pero entonces apareció en el correo la carta de Barber; una carta cortés y amable, disculpándose y dándome las más efusivas gracias por todo lo que había hecho para ayudar a su padre en los últimos meses de su vida. Le gustaría mucho tener la oportunidad de hablar conmigo, decía, y si no era pedir demasiado, pensaba que tal vez podría venir un fin de semana a Nueva York ese otoño para verme. Su tono era tan educado que no se me ocurrió decirle que no. En cuanto terminé de leer su carta, le contesté diciéndole que estaría encantado de verle cuando quisiera venir.
Hizo el viaje en avión poco después, un viernes por la tarde a principios de octubre, justo cuando el tiempo empezaba a cambiar. Una vez que llegó a su hotel, el Warwick, me llamó para decirme que estaba en Nueva York y quedamos en encontrarnos en el vestíbulo del hotel en cuanto yo pudiera llegar. Cuando le pregunté cómo le reconocería, se rió suavemente y dijo:
–Seré la persona más grande que haya en el vestíbulo, no es posible que no me vea. Pero por si acaso hubiera otro hombre de mi tamaño, soy el calvo, el que no tiene ni un pelo en la cabeza.
Según descubrí pronto, la palabra “grande” no le hacia justicia. El hijo de Effing era inmenso, monumental por su volumen, un montón de carne sobre carne. Yo nunca había conocido a nadie de esas dimensiones, y cuando le vi sentado en un sofá del vestíbulo, dudé en acercarme a él. Era uno de esos hombres monstruosamente gordos con los que a veces se cruza uno entre la multitud: por mucho que uno se esfuerce en desviar la vista, no puede remediar quedarse mirándole con la boca abierta. Era titánico en su obesidad, de una redondez tan protuberante que uno no podía mirarle sin sentirse encogido. Era como si su tridimensionalidad fuese más pronunciada que la de otras personas. No sólo ocupaba más espacio que los demás, sino que parecía rebosarlo, rezumar por los bordes de sí mismo y habitar zonas en las que no estaba. Sentado en reposo, con su calva cabeza de coloso saliendo de los pliegues de la masa de su cuello, había algo legendario en él, algo que me pareció obsceno y trágico al mismo tiempo. No era posible que el escuálido y diminuto Effing hubiese engendrado a aquel hijo: era un error genético, una simiente renegada que se había desmandado, desarrollándose más allá de toda medida. Por un momento, casi conseguí convencerme de que era una alucinación, pero luego nuestros ojos se encontraron y una sonrisa iluminó su rostro. Llevaba un traje de mezclilla verde y unos zapatos Hush Puppy de color tostado. El puro a medio consumir que sostenía con la mano izquierda no parecía mayor que un alfiler.
–¿Solomon Barber? –pregunté.
–El mismo –dijo–. Y usted debe ser el señor Fogg. Es un honor conocerle.
Tenía una voz fuerte y resonante que retumbaba ligeramente a causa del humo de tabaco en sus pulmones. Estreché la enorme mano que me tendió y me senté a su lado en el sofá. Durante unos segundos ninguno de los dos dijo nada más. La sonrisa fue desvaneciéndose de la cara de Barber y en ella apareció una expresión preocupada y ausente. Me estaba examinando atentamente, pero al mismo tiempo parecía absorto en sus pensamientos, como si acabara de ocurrírsele algo importante. Luego, inexplicablemente, cerró los ojos y respiró hondo.
–Una vez conocí a alguien que se llamaba Fogg –dijo al fin–. Hace mucho tiempo.
–No es un apellido de los más corrientes –contesté–. Pero hay unos cuantos.
–Fogg estaba en mi clase en los años cuarenta. Por entonces yo empezaba a dar clases.
–¿Recuerda el nombre de pila del chico?
–Lo recuerdo, sí, pero no era un chico, era una chica, Emily Fogg. Estaba en mi clase de primero de historia de Estados Unidos.
–¿Sabe de dónde era?
–De Chicago. Creo que era de Chicago.
–El nombre de mi madre era Emily, y era natural de Chicago. ¿Podía haber dos Emily Fogg de la misma ciudad en la misma universidad?
–Es posible, pero no lo creo probable. El parecido es demasiado grande. La reconocí en el momento en que entró usted aquí.
–Una coincidencia detrás de otra –dije–. Parece que el universo está lleno de coincidencias.
–Sí, a veces puede resultar muy desconcertante –dijo Barber, empezando a perderse de nuevo en sus pensamientos. Con evidente esfuerzo, al cabo de unos segundos volvió a la realidad y continuó–: Espero que no se ofenda por mi pregunta, pero ¿cómo es que usa usted el apellido de soltera de su madre?
–Mi padre murió antes de que yo naciera y mi madre decidió usar su propio apellido.
–Perdone. No pretendía ser indiscreto.
–No tiene importancia. No conocí a mi padre y mi madre hace años que murió.
–Sí, me enteré poco tiempo después de que sucediera. Un accidente de tráfico, creo, una tragedia terrible. Debió de ser espantoso para usted.
–La atropelló un autobús en Boston. Yo era aún un niño.
–Una tragedia terrible –repitió Barber, cerrando los ojos otra vez–. Era una muchacha hermosa e inteligente, su madre. La recuerdo bien.
Diez meses después, cuando Barber estaba muriéndose en un hospital de Chicago con la espalda rota, me dijo que había empezado a sospechar la verdad ya en aquella primera conversación en el vestíbulo del hotel. La única razón de que no me lo dijera entonces fue que pensó que podría asustarme y hacerme salir corriendo. Todavía no me conocía y no podía predecir cómo respondería yo ante una noticia tan repentina y cataclísmica. Le bastaba con imaginar la escena para comprender la importancia de guardar silencio. Un desconocido de 170 kilos de peso me invita a un hotel, me da la mano y luego, en lugar de hablar de las cosas que yo he venido a comentar, me mira a los ojos y me dice que es mi padre, perdido hace mucho tiempo. Por muy fuerte que fuese la tentación, no podía hacerlo. Con toda probabilidad, yo pensaría que era un loco y me negaría a volver a hablar con él. Puesto que tendríamos mucho tiempo para llegar a conocernos, no quería estropear sus posibilidades provocando una escena en un momento inoportuno. Como sucede con tantas otras cosas en la historia que estoy tratando de contar, esto resultó ser un error. Contrariamente a lo que Barber imaginaba, no había mucho tiempo. Confiaba en el futuro para resolver el problema, pero ese futuro nunca llegó. Eso no fue culpa suya, ciertamente, pero pagó por ello de todas formas, y yo pagué con él. A pesar de los resultados, no veo qué otra cosa hubiese podido hacer. Nadie podía saber lo que iba a suceder; nadie podía haber adivinado las cosas terribles y tenebrosas que nos esperaban.
Incluso ahora, no puedo pensar en Barber sin sentirme abrumado por la compasión. Aunque nunca supe quién era mi padre, por lo menos sabia que había existido un padre. Después de todo, un niño tiene que venir de alguna parte y al hombre que engendra a ese niño se le suele llamar padre. Barber, en cambio, no sabía nada. Se había acostado con mi madre una sola vez (una noche lluviosa y sin estrellas de la primavera de 1946), y al día siguiente ella se había ido, desapareciendo para siempre de su vida. No sabía que ella se había quedado embarazada, no sabía que había tenido un hijo, no sabía nada de lo que había hecho. Teniendo en cuenta el desastre que se produjo a continuación, parece justo que al menos hubiese recibido algo a cambio de sus sufrimientos, aunque fuese el conocimiento de lo que había hecho. La asistenta había entrado temprano en la habitación, sin llamar, y como no pudo reprimir el grito que salió de su garganta, todos los huéspedes de la pensión estaban en el cuarto antes de que ellos hubieran tenido tiempo de ponerse la ropa. Si hubiera sido sólo la asistenta, tal vez habrían podido inventar una historia, tal vez incluso habrían escapado a las consecuencias, pero, tal como ocurrió, había demasiados testigos contra ellos. Una alumna de primero, de diecinueve años, en la cama con su profesor de historia. Había reglas contra esa clase de cosas, y solamente un idiota sería tan torpe como para dejarse coger, especialmente en un sitio como Oldburn, Ohio. Se despidieron, Emily volvió a Chicago, y ahí se acabó la historia. Su carrera nunca se recuperó de ese revés, pero lo peor fue el tormento de perder a Emily. Continuó el resto de su vida, y no pasó un mes (según me dijo en el hospital) sin que reviviera la crueldad de su rechazo, la expresión de horror absoluto que apareció en su cara cuando le pidió que se casara con él.
–Me has destruido –le dijo–, y por nada del mundo dejaré que vuelvas a verme.
Y así fue. Cuando logró encontrar su pista, trece años más tarde, ella ya descansaba en su tumba.
Por lo que puedo deducir, mi madre nunca le contó a nadie lo que había sucedido. Sus padres ya habían muerto, y como Victor estaba viajando con la Orquesta Cleveland, nada la obligaba a hablar del escándalo. A todos los efectos, no era más que otra estudiante que había dejado la universidad, cosa que en 1946, y tratándose de una chica, a nadie le parecería muy alarmante. El misterio fue que cuando se enteró de que estaba embarazada, se negó a dar el nombre del padre. Yo se lo pregunté a mi tío varias veces durante los años que vivimos juntos, pero él estaba tan en la ignorancia como yo.
–Ése fue el secreto de Emily –me dijo–. Yo le insistí más veces de las que quisiera recordar, pero nunca me dio la menor pista.
Dar a luz a un hijo natural en aquellos tiempos era algo que requería valor y obstinación, pero parece ser que mi madre nunca vaciló. Junto con todo lo demás, tengo que agradecerle eso. Una mujer con menos fuerza de voluntad me habría dado en adopción; o, peor aún, habría abortado. No es una idea muy agradable, pero si mi madre no hubiese sido como era, puede que yo nunca hubiera llegado a este mundo. Si ella hubiese hecho lo más sensato, yo habría muerto antes de nacer, hubiese sido un feto de tres meses tirado en el fondo de un cubo de basura en alguna callejuela.
A pesar de lo mucho que le dolió, el rechazo de mi madre no sorprendió demasiado a Barber, y a medida que pasaban los años le resultaba más difícil guardarle rencor por ello. Lo asombroso era que ella hubiese podido sentirse atraída por él. Tenía veintisiete años en la primavera de 1946 y lo cierto era que Emily fue la primera mujer que se acostaba con él sin cobrar por hacerlo. E incluso esas transacciones habían sido pocas y muy separadas entre sí. El riesgo era demasiado grande, y una vez que descubrió que la humillación podía matar el placer, raras veces se atrevía a intentarlo. Barber no se hacía ilusiones respecto a sí mismo. Comprendía lo que la gente veía cuando le miraba y sabía que tenían razón al sentir lo que sentían. Emily había sido su única oportunidad y la había perdido. Aunque era duro aceptarlo, no podía evitar pensar que aquello era exactamente lo que se merecía.
Su cuerpo era una mazmorra y estaba condenado a cadena perpetua dentro de él, un prisionero olvidado sin derecho a recurrir, sin esperanza de una reducción de la pena, sin posibilidad de una rápida y piadosa ejecución. Había alcanzado su estatura de adulto a los quince años, algo más de un metro ochenta y cinco, y desde entonces había empezado a aumentar de peso. Luchó durante toda su adolescencia para mantenerlo por debajo de los 110 kilos, pero sus borracheras hasta altas horas de la noche no contribuían a ello y las dietas tampoco parecían servir de nada. Huía de los espejos y procuraba estar solo siempre que podía. El mundo era una carrera de obstáculos formados por ojos que miraban fijamente y dedos que señalaban, y él formaba parte de un espectáculo de monstruos ambulante, el chico globo que atravesaba anadeando la corriente de las risas y hacía que la gente se parara a su paso. Los libros se convirtieron pronto en un refugio para él, un lugar donde podía esconderse no sólo de los demás sino de sus propios pensamientos. Porque Barber nunca tuvo dudas respecto a quién era el culpable del aspecto que tenía. Al sumergirse en las palabras de la página que tenía ante sí, lograba olvidarse de su cuerpo y eso, más que ninguna otra cosa, le ayudaba a cesar en sus autorrecriminaciones. Los libros le daban la posibilidad de flotar, de interrumpir la conciencia de sí, y mientras concentrara toda su atención en ellos, podía engañarse y creer que se había liberado, que las cuerdas que le ataban a su grotesco amarradero se hablan cortado.
Terminó la enseñanza secundaria siendo el primero de su clase y con unas notas que asombraron a todo el mundo en el pueblo de Shoreham, Long Island. En junio de ese año hizo un sentido y confuso discurso de despedida en defensa del movimiento pacifista, la república española y un segundo mandato de Roosevelt. Era el año 1936, y el público que había en el caluroso gimnasio le aplaudió con fuerza, aunque no estuviera de acuerdo con sus ideas políticas. Luego, lo mismo que haría su hijo veintinueve años más tarde, se marchó a Nueva York para estudiar cuatro años en la Universidad de Columbia. Al final de ese período había fijado la barrera de su peso en 125 kilos. A continuación vinieron los cursos para el doctorado en historia y un rechazo por parte del ejército cuando trató de alistarse.
–No queremos gordos –le dijo el sargento con una risita despreciable.
Así que Barber se incorporó a las filas del frente interior y se quedó en casa, junto con los parapléjicos y los deficientes mentales, los hombres demasiado jóvenes o demasiado viejos. Pasó esos años en el departamento de historia de Columbia rodeado de mujeres, una anómala masa de carne masculina empollando entre las estanterías de la biblioteca. Pero nadie negaba que era realmente bueno en su especialidad. Su tesis doctoral sobre el obispo Berkeley y los indios ganó el Premio de Estudios Norteamericanos en 1944 y después le ofrecieron puestos en varias universidades del Este. Por razones que ni siquiera él comprendía, eligió Ohio.
El primer año fue bastante bien. Resultó ser un profesor querido por sus alumnos, entró en el coro de la facultad como barítono y escribió los tres primeros capítulos de un libro sobre relatos de cautiverio entre los indios. En Europa la guerra acabó al fin esa primavera y cuando en agosto arrojaron las dos bombas sobre Japón, trató de consolarse pensando que no podía volver a ocurrir nunca. Contra toda probabilidad, el año siguiente empezó brillantemente. Entre septiembre y enero consiguió bajar su peso a 130 kilos, y por primera vez en su vida comenzó a mirar al futuro con cierto optimismo. El semestre de primavera llevó a Emily Fogg a su clase de primero de historia, una muchacha encantadora y efervescente que inesperadamente se enamoró de él. Era demasiado bueno para ser cierto, y poco a poco se convenció de que repentinamente todo era posible, incluso aquello que jamás se había atrevido a imaginar antes. Luego vino la escena de la pensión, la asistenta irrumpiendo en su habitación, el desastre. La misma velocidad de los acontecimientos le paralizó, le dejó tan aturdido que no supo reaccionar. Cuando aquel mismo día le llamaron al despacho del rector, la idea de protestar por su despido ni siquiera se le ocurrió. Volvió a su habitación, hizo las maletas y se marchó sin decir adiós a nadie.
El tren nocturno le llevó a Cleveland, donde tomó una habitación en un hostal de la YMCA.5 Su plan era tirarse por la ventana, pero después de tres días de esperar el momento oportuno, comprendió que le faltaba valor. Después, decidió dejarse ir, abandonar la lucha de una vez por todas. Si no tenía el coraje de morir, se dijo, por lo menos viviría como un hombre libre. De eso no había duda. No volvería a huir de sí mismo; no permitiría que los demás determinasen su identidad. Durante los siguientes cuatro meses, comió hasta casi lograr el olvido, atiborrándose de pasteles de crema, de donuts, de patatas con mantequilla, de asados empapados en salsa, de tortitas con nata, de pollo frito y de grandes platos de sopa de pescado. Cuando concluyó esta etapa de desenfreno había engordado otros quince kilos; pero las cifras ya no importaban. Había dejado de mirarlas y por lo tanto habían dejado de existir.
Cuanto más grande se hacía su cuerpo, más profundamente se encerraba dentro de él. Su objetivo era aislarse del mundo, hacerse invisible detrás de la inmensidad de su propia carne. Pasó aquellos meses en Cleveland aprendiendo a hacer caso omiso de lo que los desconocidos pensaran de él, inmunizándose contra el dolor de ser visto. Se ponía a prueba todas las mañanas caminando por la avenida Euclid a la hora punta, y los sábados y los domingos se obligaba a pasar la tarde en el parque de Weye, exponiéndose al mayor número de personas posible, fingiendo no oír lo que decían los mirones, esforzándose por conseguir que sus miradas resbalaran sobre él. Ahora estaba solo, absolutamente separado de todos: una mónada bulbosa en forma de huevo que avanzaba obstinadamente entre las ruinas de su conciencia. Pero su esfuerzo se vio recompensado, y ya no le daba miedo su aislamiento. Sumergiéndose en el caos que le habitaba, se había convertido al fin en Solomon Barber, un personaje, alguien, un mundo en sí mismo.
El toque supremo vino unos años más tarde, cuando empezó a perder el pelo. Al principio le pareció un mal chiste –un calvo que se apellida Barber6–, pero puesto que las pelucas y los postizos quedaban descartados, no tenía más remedio que vivir con ello. El hermoso jardín de su cabeza empezó a marchitarse. Donde antes crecía una espesura de rizos castaño–rojizos, ahora no había más que cuero cabelludo pelado, una yerma extensión del piel desnuda. No le agradó este cambio en su aspecto, pero lo más inquietante era el hecho de que escapaba por completo a su control. Le obligaba a una relación pasiva consigo mismo y eso era precisamente lo que no podía tolerar. Un día, cuando el proceso estaba a la mitad (pelo en ambos lados de la cabeza pero nada en la parte superior), cogió una navaja y tranquilamente se afeitó lo que le quedaba. El resultado de este experimento fue mucho más impresionante de lo que él esperaba. Barber descubrió que poseía una gran cabeza, una cabeza mitológica, y mientras se miraba al espejo, pensó que era apropiado que el inmenso globo de su cuerpo tuviera ahora una luna. A partir de aquel día, trató a este satélite con escrupuloso cuidado, todas las mañanas lo frotaba con cremas y aceites para mantener el brillo y la suavidad, le daba masajes eléctricos y se aseguraba de que estuviese siempre bien protegido de los elementos. Empezó a llevar sombreros, toda clase de sombreros, y poco a poco éstos se convirtieron en el distintivo de su excentricidad, la divisa definitiva de su identidad. Ya no era sólo el obeso Solomon Barber, era el Hombre de los Sombreros. Hacía falta cierta osadía para hacer lo que hizo, pero entonces ya había aprendido a recrearse en cultivar su rareza y había adquirido una variada parafernalia que contribuía a realzar su talento para dejar perplejos a los demás. Llevaba sombreros hongo, feces, gorras de béisbol, cascos de minero, sombreros de vaquero, cualquier cosa que se le antojara, sin preocuparse por la elegancia ni los convencionalismos. En 1957 su colección era ya tan grande que en una ocasión estuvo veintitrés días sin repetir el mismo sombrero.
Después del calvario de Ohio (así lo llamó él más tarde), Barber encontró trabajo en una serie de pequeñas y desconocidas universidades del Medio Oeste y el Oeste. Lo que en un principio pareció que sería un exilio temporal se alargó durante más de veinte años y al final el mapa de sus heridas estaba delimitado por puntos en todas las esquinas del corazón de Estados Unidos: Indiana y Texas, Nebraska y Oklahoma, Dakota del Sur y Kansas, Idaho y Minnesota. Nunca se quedaba en ningún sitio más de dos o tres años y, aunque las universidades eran todas muy parecidas, el movimiento constante le impedía aburrirse. Barber tenía una gran capacidad de trabajo y en la polvorienta calma de aquellos retiros prácticamente no hacia otra cosa: producía continuamente artículos y libros, asistía a congresos y daba clases, dedicaba tantas horas a sus alumnos y sus cursos que siempre salía elegido el profesor más estimado del campus. Su capacidad profesional no se ponía en duda, pero incluso cuando el escándalo de Ohio empezó a ser olvidado, las grandes universidades seguían rechazándole. Effing había hablado de McCarthy, pero la verdad es que la única incursión de Barber en la política de izquierdas había sido como compañero de viaje del movimiento pacifista en Columbia allá por los años treinta. No había estado oficialmente en la lista negra, pero a sus detractores les convenía rodear su nombre de insinuaciones de rojillo, como si ésa fuera una excusa mejor para rechazarle. Nadie estaba dispuesto a decirlo francamente, pero todos pensaban que Barber simplemente no encajaría allí. Era demasiado grande, demasiado llamativo, demasiado impenitente. Imaginaos a un titán de 170 kilos cruzando los patios de Yale con un gorro frigio. No era admisible. Ese hombre no tenía vergüenza ni sentido del decoro. Su simple presencia alteraría el orden de las cosas y ¿por qué buscar problemas cuando había tantos candidatos entre los que elegir?
Puede que fuese mejor así. Quedándose en la periferia, Barber podía seguir siendo como quería ser. Las universidades pequeñas se alegraban de tenerle, y por ser no sólo el profesor más gordo que nadie había visto jamás, sino también el Hombre de los Sombreros, quedaba felizmente exento de los mezquinos altercados e intrigas que infestan la vida provinciana. Todo en él era demasiado exagerado y extravagante, tan flagrantemente fuera de la norma que nadie se atrevía a juzgarle. Llegaba a finales del verano, cubierto de polvo después de pasar días en la carretera, remolcando un U–Haul detrás de su maltrecho coche, cuyo tubo de escape pedorreaba. Si había estudiantes por allí, inmediatamente los contrataba para descargar sus cosas, les pagaba un precio exorbitante por el trabajo y luego les invitaba a comer. Eso siempre contribuía a marcar el tono. Después veían su asombrosa colección de libros, los innumerables sombreros y la mesa de despacho especial que le habían hecho en Topeka, el escritorio de santo Tomás de Aquino, como él lo llamaba, de cuyo tablero habían cortado un gran semicírculo para acomodar su vientre. No era difícil quedar fascinado viéndole moverse, jadeante y asmático, trasladando lentamente su enorme volumen de un sitio a otro, fumando continuamente esos largos cigarros que dejaban cenizas por toda su ropa. Los estudiantes se reían de él a sus espaldas, pero también le tenían mucho afecto, y para aquellos hijos e hijas de granjeros, tenderos y pastores protestantes, él era lo más cercano a un hombre realmente brillante que llegarían a conocer. Inevitablemente, había algunas alumnas cuyo corazón latía por él (demostrando con ello que la mente es en verdad más poderosa que el cuerpo), pero Barber se habla aprendido la lección y nunca volvió a caer en esa trampa. Secretamente, le encantaba ver que las muchachas le ponían ojos tiernos, pero fingía no enterarse, haciendo su papel de sabio distraído, de jovial eunuco que estaba más allá del deseo. Era un papel doloroso y solitario, pero le proporcionaba cierta protección, y aunque no siempre resultaba, por lo menos había aprendido la importancia de tener las persianas echadas y la puerta cerrada con llave. En todos sus años de vagabundeos, nadie pudo criticarle. Les imponía por su singularidad, y antes de que sus colegas tuvieran tiempo de cansarse de él, ya se estaba trasladando a otro sitio, despidiéndose y alejándose hacia el sol poniente.
Por lo que Barber me dijo, su camino se cruzó con el del tío Victor una vez, pero, pensando en los detalles de las dos vidas, creo que pudieron verse hasta tres veces. El primer encuentro pudo haber sido en 1939, en la Exposición Mundial de Nueva York. Sé seguro que ambos acudieron a verla y, aunque las probabilidades son muy escasas, es ciertamente posible que fueran el mismo día. Me gusta imaginarlos uno junto al otro frente a algunos de los objetos expuestos –el Coche del Futuro, por ejemplo, o la Cocina del Mañana– y luego empujándose involuntariamente y levantándose el sombrero en un gesto simultáneo de disculpa, dos jóvenes en lo mejor de la vida, uno gordo y otro flaco, una pareja cómica fantasmal haciendo su numerito para mí en la sala de proyección de mi cráneo. Effing también estuvo en la exposición, naturalmente, recién llegado de su larga estancia en Europa, y a veces le he incluido también en esa escena imaginaria, sentado en una silla de ruedas de mimbre de esas antiguas, empujada por Pavel Shum. Puede que Barber y el tío Victor estén uno al lado del otro cuando pasa Effing. Puede que, justo en ese momento, Effing le grite algún insulto destemplado a su compañero ruso, y Barber y el tío Victor, asombrados por la grosería del hombre en público, se sonrían y sacudan la cabeza con pena. Sin saber, claro está, que ese hombre es el padre de uno de ellos y el futuro abuelo del sobrino del otro. Las posibilidades de tales escenas son ilimitadas, pero generalmente trato de mantenerlas lo más modestas que puedo, interacciones breves y silenciosas: una sonrisa, una inclinación de cabeza, una disculpa murmurada. Me resultan más sugerentes de ese modo, como si al no atreverme demasiado, al concentrarme en pequeños detalles efímeros, pudiera engañarme y llegar a creer que estas cosas sucedieran realmente.
El segundo encuentro podría haber sido en Cleveland, en 1946. Quizá esté más basado en una conjetura que el primero, pero recuerdo claramente que un día iba paseando por el parque Lincoln en Chicago con mi tío y vimos a un gordo gigantesco comiendo un bocadillo sentado en la hierba. Este hombre le recordó a Victor a otro gordo que había visto una vez en Cleveland (“en los tiempos en que yo estaba todavía en la orquesta”), y aunque no tengo ninguna prueba definitiva, me gusta pensar que el hombre que le causó tanta impresión era Barber. Aunque sea lo único, las fechas encajan perfectamente, ya que Victor tocó en la Orquesta de Cleveland desde 1945 a 1948 y Barber se fue allí en la primavera de 1946. Según me contó Victor, estaba una noche comiendo tarta de queso en Lansky’s Delicatessen, un restaurante grande y ruidoso a tres manzanas del Severence Hall. La orquesta acababa de tocar un programa dedicado íntegramente a Beethoven y él había ido con otros tres músicos de la sección de viento de madera para cenar algo. Desde el asiento que ocupaba al fondo del restaurante veía perfectamente a un hombre obeso que estaba solo en una mesa cercana. Incapaz de apartar los ojos de la enorme y solitaria figura, mi tío contempló horrorizado cómo el hombre devoraba dos cuencos de sopa de pan ácimo, una fuente de repollo relleno, una ración de crépes de queso, tres platos de ensalada de col, una cesta de pan y seis o siete pepinillos en vinagre pinchados de un cubo de encurtidos. A Victor le espantó de tal manera esta exhibición de glotonería que se le quedó grabada para siempre, una imagen de la más pura y absoluta infelicidad humana.
–Cualquiera que coma de ese modo está tratando de matarse –me dijo–. Es lo mismo que ver a un hombre morirse de hambre.
La última vez que coincidieron fue en 1959, durante la época en que mi tío y yo vivimos en Saint Paul, Minnesota. Barber trabajaba entonces en la Universidad Macalester y una tarde, cuando estaba en su apartamento leyendo los anuncios de coches usados en las últimas páginas del Pioneer Press, sus ojos tropezaron casualmente con un anuncio que ofrecía lecciones de clarinete dadas por un tal Victor Fogg, “antiguo músico de la Orquesta de Cleveland”. El nombre se le clavó en la memoria como una lanza y a su mente vino una imagen de Emily más vívida y fragante que ninguna de las imágenes que había visto de ella en años. De repente estaba nuevamente dentro de él, resucitada por la aparición de su nombre, y durante el resto de la semana no pudo apartarla de sus pensamientos, ni dejar de preguntarse qué habría sido de ella; imaginó las varias vidas que podía haber vivido y la vio con una claridad que casi le asustó. Probablemente el profesor de música no tenía ninguna relación con ella, pero no vela nada de malo en averiguarlo. Su primer impulso fue llamar a Victor por teléfono, pero después de ensayar lo que le diría, lo pensó mejor. No quería parecer un idiota cuando intentara contar su historia, tartamudeando incoherencias a un desconocido nada interesado. Se decidió por una carta y escribió seis o siete borradores antes de quedar satisfecho, luego la envió por correo en un ataque de angustia, lamentando lo que había hecho en el mismo instante en que el sobre desapareció en el buzón. La respuesta llegó diez días más tarde, unas lacónicas líneas que atravesaban una cuartilla amarilla. “Señor –decía el mensaje–, Emily Fogg era efectivamente mi hermana, pero tengo el penoso deber de informarle de que murió en un accidente de tráfico hace ocho meses. Atentamente, Victor Fogg.”
En el fondo, la carta no le decía nada que no supiera ya. Victor sólo le revelaba un hecho y este hecho era algo que Barber había comprendido por sí mismo hacía mucho tiempo: que nunca volvería a ver a Emily. La muerte no alteraba lo que era ya una certeza, reiteraba la pérdida con la que vivía desde hacía años. Ello no significaba que la lectura de la carta fuese menos dolorosa, pero una vez que dejó de llorar, se encontró ansioso por obtener más información. ¿Qué habla sido de ella? ¿Dónde había ido y qué había hecho? ¿Se había casado? ¿Había dejado hijos? ¿La había amado alguien? Barber quería datos concretos. Quería llenar las lagunas y construirle una vida, algo tangible que pudiera llevar consigo: una serie de fotografías, como si dijéramos, un álbum que pudiera abrir en su mente y estudiar a voluntad. Volvió a escribirle a Victor al día siguiente. Después de manifestarle su más sentido pésame en el primer párrafo, pasaba a insinuar, con mucha delicadeza, lo importante que sería para él tener respuesta a algunas de sus preguntas. Esperó pacientemente recibir una respuesta, pero pasaron dos semanas sin noticias. Al fin, pensando que su carta podía haberse perdido, llamó a Victor por teléfono. Después de tres o cuatro señales de llamada, una telefonista le dijo que ese número había sido desconectado. La cosa era desconcertante, pero Barber no se desanimó (tal vez el hombre era pobre y no había podido pagar la cuenta del teléfono), sino que se metió en su Dodge de 1951 y se fue al edificio de apartamentos donde vivía Victor en el 1025 de la avenida Linwood. Como no vio el nombre de Fogg entre los timbres de la entrada, llamó al portero. Unos momentos después, un hombrecito con un jersey verde y amarillo acudió arrastrando los pies y le dijo que el señor Fogg se había marchado.
–Él y el niño recogieron sus cosas y se fueron hará unos diez días –le dijo el portero.
Esto fue una decepción para Barber, un golpe que no se esperaba. Pero ni por un instante se detuvo a pensar quién sería el niño. Aunque se le hubiera ocurrido pensarlo, habría sido igual. Habría supuesto que era el hijo del clarinetista y no le habría dado más vueltas.
Años más tarde, cuando Barber me habló de la carta que había recibido de Victor, comprendí al fin por qué mi tío y yo nos habíamos marchado de Saint Paul tan de repente en 1959. Toda la escena cobraba sentido: el hacer las maletas apresuradamente a media noche, el viaje en coche a Chicago sin una sola parada, las dos semanas de estancia en un hotel sin ir al colegio. Victor no podía saber la verdad respecto a Barber, pero eso no disminuía su temor de llegar a saberla. Existía un padre en alguna parte, y ¿por qué arriesgarse con aquel hombre que sentía tanta curiosidad por enterarse de cosas relacionadas con Emily? En el peor de los casos, ¿quién podía asegurarle que no fuese a luchar por la custodia del niño? Fue fácil no mencionarme al contestar a la primera carta, pero cuando llegó la segunda con todas aquellas preguntas, Victor comprendió que estaba atrapado. No contestarla sólo servirla para posponer el problema, porque si el desconocido tenía tanto interés como parecía, acabaría por ir a buscarnos. ¿Qué sucedería entonces? Victor no vio otra alternativa que huir, levantarme a media noche y desaparecer en una nube de humo.
Esta historia fue una de las últimas cosas que me contó Barber y oírla me desgarró el corazón. Comprendí lo que Victor había hecho y, al comprobar el cariño que me tenía, me sentí inundado por una oleada de sentimientos. Experimenté de nuevo el dolor por la muerte de mi tío. Pero al mismo tiempo sentí frustración y amargura por los años que habla perdido. Si Victor hubiera contestado a la segunda carta de Barber en lugar de salir corriendo, yo podía haber descubierto quién era mi padre en 1959. Nadie tenía la culpa de lo sucedido, pero eso no hacia que me resultara menos difícil de aceptar. Todo había sido un problema de conexiones fallidas, de mala sincronización, de andar a ciegas. Siempre perdiendo la ocasión de encontrarnos por muy poco, siempre a unos centímetros de descubrirlo todo. A eso es a lo que se reduce la historia, creo. A una serie de oportunidades perdidas. Teníamos todas las piezas desde el principio, pero nadie supo encajarlas.
Nada de esto salió a relucir en aquel primer encuentro, claro está. Una vez que Barber decidió no mencionar sus sospechas, el único tema disponible era su padre y lo tratamos a fondo durante los días que pasó en Nueva York. La primera noche me invitó a cenar en Gallagher’s, en la calle Cincuenta y dos; la segunda noche fuimos con Kitty a un restaurante del barrio chino; y el tercer día, el domingo, fui a cenar con él a su hotel antes de que cogiera el avión para Minnesota. El ingenio y el encanto de Barber pronto me hicieron olvidar su desdichado aspecto, y cuanto más tiempo pasaba con él, más cómodo me sentía. Hablamos libremente casi desde el principio, intercambiando bromas e ideas mientras nos contábamos nuestras historias, y como él no era persona a quien le asustara la verdad, pude hablarle de su padre sin autocensura, dándole la versión completa de los meses que pasé con Effing, lo bueno y lo malo.
Por lo que respecta a Barber, nunca había estado muy enterado de nada. Le dijeron que su padre había muerto en el Oeste unos meses antes de su nacimiento, lo cual parecía verosímil, ya que las paredes de su casa estaban cubiertas de cuadros y todo el mundo le había dicho que su padre era pintor, especializado en paisajes, y que había viajado mucho a causa de su arte. Su último viaje fue a los desiertos de Utah, le dijeron, un lugar dejado de la mano de Dios, y allí fue donde murió. Pero nunca le aclararon las circunstancias de esta muerte. Cuando tenía siete años, una tía le dijo que su padre se habla caído por un precipicio. Tres años después un tío le contó que a su padre le habían hecho prisionero los indios, y luego, unos seis meses más tarde, Molly Sharp le aseguró que había sido obra del diablo. Molly era la cocinera que le daba deliciosos pudines cuando volvía del colegio –una irlandesa coloradota con los dientes muy separados– y ella nunca mentía. Cualquiera que fuese la causa, la muerte de su padre era la razón que siempre le daban para que su madre se quedase en su habitación. Ésa era la expresión que utilizaba la familia para referirse al estado de su madre, aunque lo cierto era que a veces salía de su habitación, especialmente en las noches cálidas de verano, cuando vagaba por los pasillos de la casa e incluso bajaba hasta la playa y se sentaba cerca del agua, escuchando el ruido de las pequeñas olas.
Él no veía mucho a su madre y hasta en sus mejores días ella tenía dificultad para recordar su nombre. Le llamaba Teddy, o Malcolm, o Rob –siempre mirándole directamente a los ojos, hablando con absoluta convicción–, o bien usaba extraños epítetos que para él no tenían ningún sentido: Bally–Ball, Pooh–Bah y señor Jinks. El nunca trataba de corregirla cuando hacía esto, ya que las horas que pasaba con ella eran demasiado preciosas para desperdiciarlas y sabía por experiencia que la menor objeción podía cambiar su humor. Los demás le llamaban Solly. Él no se oponía a este diminutivo, porque dejaba su verdadero nombre intacto, como si fuera un secreto que sólo él conocía; Solomon, el sabio rey de los hebreos, un hombre tan preciso en sus juicios que podía amenazar con cortar a un niño en dos. Más adelante, cambiaron el diminutivo y se convirtió en Sol. Supo por los poetas isabelinos que ésta era una palabra antigua que significaba “sol” y poco después descubrió que en francés esa palabra quería decir “suelo”. Le intrigaba pensar que él pudiera ser a la vez el sol y la tierra y durante varios años creyó que eso significaba que sólo él era capaz de abarcar todas las contradicciones del universo.
Su madre vivía en el cuarto piso con una serie de acompañantes y ayudantes y pasaba largas temporadas sin bajar. Ese piso era un territorio aparte, con una cocina recién construida a un lado del vestíbulo y la gran habitación octogonal al otro. Allí era donde su padre solía pintar, le dijeron, y las ventanas estaban distribuidas de tal modo que desde todas ellas no se veía nada más que el mar. Descubrió que si uno se quedaba delante de ellas mucho tiempo, con la cara pegada al cristal, acababa sintiéndose como si flotara en el cielo. No le permitían subir allí muy a menudo, pero desde su habitación en el piso de abajo oía a veces a su madre paseando de un lado a otro por la noche (el crujido de las tablas debajo de las alfombras) y de cuando en cuando distinguía voces: el rumor de las conversaciones, risas, estrofas de canciones, gemidos y sollozos. Sus visitas al cuarto piso estaban dictadas por las enfermeras y cada una establecía distintas normas. La señorita Forrest le concedía una hora todos los jueves; la señorita Caxton le examinaba las uñas antes de dejarle entrar; la señorita Flower era partidaria de los paseos por la playa a buen paso; la señorita Buxley les servía chocolate caliente; y la señorita Gunderson hablaba en una voz tan baja que casi no la oía. Una vez Barber jugó a los disfraces con su madre toda una tarde y en otra ocasión hicieron navegar un barco de juguete en el estanque hasta que anocheció. Ésas eran las visitas que recordaba más nítidamente y años más tarde comprendió que debían de haber sido las horas más felices que pasó con ella. Hasta donde llegaba su memoria, ella siempre le pareció vieja, con el cabello gris y la cara sin afeites, los ojos azules acuosos, las comisuras de la boca hacia abajo y manchas en el dorso de las manos. Había un ligero pero constante temblor en sus movimientos y esto la hacia parecer aún más frágil de lo que era; una mujer siempre al borde del colapso. No obstante, él no la consideraba loca (desgraciada era la palabra que en general le venía a la mente), e incluso cuando hacía cosas que alarmaban a todos, a él le parecía que sólo estaba fingiendo. Tuvo varias crisis a lo largo de los años (un ataque de gritos cuando despidieron a una de las enfermeras, un intento de suicidio, un período de varios meses en que se negó a llevar ropa) y en una ocasión la mandaron a Suiza para lo que llamaron “un largo descanso”. Barber descubrió mucho después que Suiza era solamente una forma cortés de referirse a un manicomio en Hartford, Connecticut.
Fue una infancia lúgubre, pero no carente de placeres, y mucho menos solitaria de lo que podía haber sido. Los padres de su madre vivían allí casi todo el tiempo y, a pesar de su inclinación hacia las modas pasajeras y frívolas –el fletcherismo,7 los agujeros de Symmes, los libros de Charles Fort–, su abuela fue extraordinariamente buena con él, lo mismo que su abuelo, que le contaba historias sobre la Guerra Civil y le enseñaba a buscar flores silvestres. Más adelante, el tío Binkey y la tía Clara también se fueron a vivir con ellos y durante varios años todos convivieron en una especie de malhumorada armonía. La crisis de la bolsa de 1929 no les arruinó, pero desde entonces hubo que hacer ciertas economías. El Pierce Arrow desapareció junto con el chófer, el contrato del piso de Nueva York no se renovó y a Barber no le mandaron a un internado de lujo como todos habían planeado. En 1931 vendieron algunas de las obras de la colección de su padre: los dibujos de Delacroix, el cuadro de Samuel French Morse y el pequeño Turner que había en la sala del piso de abajo. Pero aún quedaron muchos cuadros. A Barber le gustaban especialmente los dos Blakelocks que colgaban en el comedor (una escena a la luz de la luna en la pared oriental y una vista de un campamento indio en el lado sur), y además había docenas de cuadros de su padre por todas partes: las marinas de Long Island, los paisajes de la costa de Maine, los estudios del río Hudson y una habitación llena de paisajes traídos de un viaje a las Catskills, granjas en ruinas, montañas misteriosas, enormes campos luminosos. Barber pasó cientos de horas mirando estos lienzos, y en su tercer curso en el instituto montó una exposición con ellos en una sala del ayuntamiento y escribió un ensayo sobre la obra de su padre que fue distribuido gratuitamente a todos los que asistieron a la inauguración.
El año siguiente pasó muchas noches redactando una novela basada en la desaparición de su padre. Barber no tenía más que diecisiete años y, atrapado en el tumulto de la adolescencia, empezó a imaginarse que era un artista, un futuro genio que salvaría su alma volcando su angustia en el papel. Me envió una copia del manuscrito cuando volvió a Minnesota; no, como me advertía en la carta que lo acompañaba, para presumir de su talento juvenil (el libro había sido rechazado por veintiuna editoriales), sino para darme una idea de hasta qué punto había afectado a su imaginación la ausencia de su padre. El libro se titulaba La sangre de Kepler, y estaba escrito en el estilo sensacionalista de la literatura barata de los años treinta. En parte novela del Oeste y en parte ciencia ficción, el relato iba dando tumbos de un hecho improbable al siguiente, avanzando con el implacable impulso de un sueño. Muchas páginas eran espantosas, pero a pesar de todo lo encontré fascinante y cuando llegué al final sentí que tenía una idea más clara de cómo era Barber, que entendía algo acerca de las experiencias que le habían formado.
La acción de la novela tenía lugar unos cuarenta años antes que los hechos reales, pues comenzaba en la década de 1870, pero por lo demás la historia seguía casi exactamente los pocos datos que Barber había conseguido saber acerca de su padre. Un pintor de treinta y cinco años llamado John Kepler se despide de su esposa y su hijo, un niño pequeño, y parte de su casa en Long Island para realizar un viaje de seis meses por Utah y Arizona, esperando, en palabras del autor de diecisiete años, “descubrir una tierra de prodigios, un mundo de salvaje belleza y feroces colores, un dominio de proporciones tan monumentales que hasta la piedra más pequeña llevaría la impronta del infinito”. Durante los primeros meses todo va bien, pero luego Kepler tiene un accidente similar al que supuestamente había sufrido Julian Barber: se cae de un risco, se rompe varios huesos y queda inconsciente. Cuando vuelve en sí a la mañana siguiente, descubre que no puede moverse y como sus provisiones están fuera de su alcance, se resigna a morir de inanición. Al tercer día, sin embargo, justo cuando está a punto de expirar, un grupo de indios le salva; lo cual refleja otra de las versiones que Barber oyó en su infancia. Los indios llevan al moribundo a su asentamiento, situado en un estrecho valle salpicado de peñascos y flanqueado de paredes rocosas por todos lados, y en este lugar, cargado del olor de la yuca y el enebro, le cuidan hasta devolverle la salud. En esta comunidad viven unas treinta o cuarenta personas, hombres, mujeres y niños en igual número aproximadamente, que van y vienen con poco o nada sobre el cuerpo bajo el tórrido calor de principios de verano. Sin apenas hablarle a él o entre sí, le atienden mientras gradualmente recobra sus fuerzas, le acercan agua a los labios y le dan alimentos de aspecto extraño que él nunca ha probado. A medida que su mente empieza a aclararse, Kepler observa que estas gentes no se parecen a los indios de ninguna de las tribus de la región: los utes, los navajos, los paiutes y los shoshones. Le parecen más primitivos, más aislados y más dulces en sus modales. Examinándolos más atentamente llega a la conclusión de que muchos de ellos no tienen rasgos indios en absoluto. Algunos tienen los ojos azules, otros tienen el pelo de un tono rojizo y varios de los hombres tienen vello en el pecho. En vez de aceptar la evidencia, Kepler empieza a pensar que todavía está al borde de la muerte, que ha imaginado su recuperación en un delirio de coma y dolor. Pero eso no dura mucho. Poco a poco, cuando su estado continúa mejorando, se ve obligado a admitir que está vivo y que todo lo que le rodea es real.
“Se llamaban a sí mismo los Humanos –escribía Barber–, la Gente, Los que Vinieron de Lejos. De acuerdo con las leyendas que le contaron, hacia mucho tiempo sus antepasados habían vivido en la luna. Pero una gran sequía se llevó el agua de la tierra y todos los Humanos murieron excepto Pog y Ooma, el Padre y la Madre primitivos. Durante veintinueve días y veintinueve noches, Pog y Ooma caminaron por el desierto y cuando llegaron a la Montaña de los Milagros, subieron a la cima y se ataron a una nube. Esta nube les llevó por el espacio durante siete años y al final de este tiempo bajaron flotando a la tierra, donde descubrieron el Bosque de las Primeras Cosas y empezaron el mundo de nuevo. Pog y Ooma tuvieron más de doscientos hijos y durante muchos años los Humanos fueron felices, construyeron casas entre los árboles, plantaron maíz, cazaron ciervos y sacaron peces del agua. Los Otros también vivían en el Bosque de las Primeras Cosas y, como estaban dispuestos a compartir sus secretos, los Humanos aprendieron el Vasto Conocimiento de las plantas y los animales, lo cual les ayudó a vivir en la tierra. Los Humanos agradecieron la bondad de los Otros haciéndoles regalos y durante generaciones los dos territorios vivieron en armonía. Pero luego los Salvajes llegaron del otro lado del mundo una mañana en sus enormes barcos de madera. Durante algún tiempo pareció que los Barbudos eran amistosos, pero después entraron en el Bosque de las Primeras Cosas y cortaron muchos árboles. Cuando los Humanos y los Otros les pidieron que no lo hicieran, los Salvajes sacaron sus palos de rayos y truenos y los mataron. Los Humanos comprendieron que no podían enfrentarse a tales armas, pero los Otros decidieron hacerles frente y combatir. Ése fue el momento del Terrible Adiós. Algunos de los Humanos se unieron a las filas de los Otros, unos cuantos de los Otros se pasaron a las filas de los Humanos y luego las dos familias se fueron cada una por su lado. Los Humanos dejaron sus hogares y se adentraron en la Oscuridad, viajando por el Bosque de las Primeras Cosas hasta que creyeron estar fuera del alcance de los Salvajes. Esto sucedió muchas veces en el curso de los años, porque tan pronto construían un asentamiento en una nueva zona del Bosque y empezaban a sentirse a gusto, volvían a aparecer los Salvajes. Los Barbudos siempre se mostraban amistosos al principio, pero inevitablemente acababan cortando árboles y matando a los Humanos, mientras gritaban cosas acerca de su dios, de su libro y de su indomable fuerza. Así que los Humanos tenían que continuar vagando, siempre tratando de ganarles terreno a los Salvajes. Con el tiempo, llegaron al final del Bosque de las Primeras Cosas y descubrieron el Mundo Llano, con sus interminables inviernos y sus cortos e infernales veranos. Desde allí se trasladaron a la Tierra en el Cielo y cuando les expulsaron de ella, descendieron a la Tierra de Poca Agua, un lugar tan ardiente y desolado que los Salvajes no querían vivir en él. Cuando aparecían los Salvajes, era sólo porque iban camino de otro sitio y los que se detenían y construían casas eran tan pocos y desperdigados que los Humanos podían evitarlos sin mayor dificultad. Aquí era donde habían vivido los Humanos desde el comienzo de la Nueva Era y de eso hacia tanto tiempo que nadie recordaba ya lo que había ocurrido antes.”
Su idioma es incomprensible para Kepler al principio, pero al cabo de unas semanas lo domina lo suficiente como para defenderse en una conversación sencilla. Empieza adquiriendo los nombres, el esto y el aquello del mundo que le rodea y su discurso no es más sutil que el de un niño pequeño. Crenepos es mujer. Mantoac son los dioses. Okeepenauk es una raíz comestible y tapisco significa piedra. Teniendo que asimilar tantas palabras al mismo tiempo, no logra detectar ninguna coherencia estructural en la lengua. Al parecer los pronombres no existen como entidades separadas, por ejemplo, sino que forman parte de un complejo sistema de terminaciones verbales que varía de acuerdo con la edad y el sexo del hablante. Ciertas palabras que se usan con frecuencia tienen dos sentidos diametralmente opuestos –arriba y abajo, mediodía y medianoche, infancia y vejez– y hay muchos casos en los que el significado de las palabras cambia según la expresión facial del hablante. Después de dos o tres meses, la lengua de Kepler se va acostumbrando a reproducir los extraños sonidos de este idioma y a medida que la masa de sílabas indiferenciadas empieza a separarse en unidades de sentido más pequeñas y definibles, su oído se vuelve más agudo, más afinado al matiz y la entonación. Curiosamente, empieza a parecerle que oye vestigios de inglés cuando los Humanos hablan, no del inglés que él conoce, exactamente, sino retazos, restos de palabras inglesas, una especie de inglés metamorfoseado que de alguna manera se ha colado en las grietas del otro idioma. Una frase como Tierra de Poca Agua, por ejemplo, se convierte en una sola palabra: Ti–pogu–a. Hombres Salvajes se transforma en Ho–sal y Mundo Llano en algo así como mulla. Al principio, Kepler tiende a descartar estos paralelismos, considerándolos simples coincidencias. Después de todo, los sonidos coinciden parcialmente en distintas lenguas, y se resiste a dejarse arrastrar por su imaginación. Por otra parte, le parece que aproximadamente una de cada siete u ocho palabras del idioma de los Humanos sigue esta regla y cuando se decide a poner a prueba su teoría inventando palabras y diciéndoselas a los Humanos (palabras que no le han enseñado ellos sino que él forma con el mismo método de emparejarlas y descomponerlas), se encuentra con que los Humanos reconocen varias de ellas como propias. Estimulado por este éxito, Kepler comienza a concebir ciertas ideas respecto a los orígenes de esta extraña tribu. A pesar de la leyenda de la luna, piensa que deben ser producto de alguna antigua mezcla de sangre inglesa e india. “Perdidos en los inmensos bosques del Nuevo Mundo –escribía Barber, siguiendo el hilo del razonamiento de Kepler–, tal vez enfrentados a la amenaza de la extinción, era muy posible que un grupo de los primeros colonizadores hubiese solicitado ser admitido en una tribu india para asegurarse la supervivencia frente a las fuerzas hostiles de la naturaleza. Puede que esos indios fuesen los Otros que aparecían en las leyendas que le habían contado, pensó Kepler. De ser así, quizá una parte de ellos se separó del cuerpo principal y se dirigió al Oeste, asentándose finalmente en Utah. Llevando esta hipótesis un paso más allá, argumentó que la historia de sus orígenes probablemente había sido inventada después de la llegada a Utah, como una forma de extraer un consuelo espiritual de su decisión de instalarse en un lugar tan árido. Porque en ningún lugar del mundo, pensó Kepler, se parece tanto la tierra a la luna como aquí.”
Hasta que no llega a dominar su idioma, Kepler no entiende por qué le han salvado. El número de Humanos está disminuyendo, le explican, y a menos que puedan empezar a aumentarlo, toda la nación desaparecerá en la nada. A Pensamiento Silencioso, sabio y jefe de la tribu, que les dejó el invierno anterior para vivir solo en el desierto y orar por su salvación, se le reveló en un sueño que un muerto les salvaría. Encontrarían el cuerpo de ese hombre en algún sitio entre los riscos que rodeaban el asentamiento, les dijo, y si le trataban con las medicinas adecuadas, el cuerpo volvería a la vida. Todas estas cosas sucedieron exactamente como Pensamiento Silencioso dijo que sucederían. Kepler fue encontrado, fue resucitado y ahora tiene que convertirse en el padre de una nueva generación. Es el Padre Salvaje que cayó de la luna, el Progenitor de Almas Humanas, el Hombre Espiritual que rescatará a la Gente del olvido.
En este punto, la novela de Barber empieza a fallar de mala manera. Sin el menor escrúpulo de conciencia, Kepler decide quedarse a vivir con los Humanos, renunciando para siempre a la idea de reunirse con su mujer y su hijo. Abandonando el tono preciso e intelectual de las primeras treinta páginas, Barber da rienda suelta a lascivas fantasías en largos y floridos pasajes, fruto de la desbocada lujuria masturbatoria de un adolescente. Las mujeres no parecen indias norteamericanas sino juguetes sexuales polinesios, hermosas doncellas de senos desnudos que se entregan a Kepler con alegre abandono. Es pura invención: una sociedad de inocencia paradisíaca poblada por nobles salvajes que viven en completa armonía con los demás y con el mundo. Kepler no tarda mucho en comprender que la forma de vida de ellos es muy superior a la suya. Se sacude las ataduras de la civilización decimonónica y entra en la edad de piedra, uniendo su suerte a la de los Humanos alegremente.
El primer capítulo acaba con el nacimiento del primer hijo de Kepler, y cuando comienza el segundo han transcurrido quince años. Estamos de nuevo en Long Island, presenciando el funeral de la esposa de Kepler desde el punto de vista del joven John Kepler, que tiene ahora dieciocho años. Decidido a descubrir el misterio de la desaparición de su padre, el muchacho parte a la mañana siguiente de acuerdo con la más pura tradición épica, resuelto a dedicar el resto de su vida a esta búsqueda. Viaja por Utah, recorriendo los territorios desiertos durante año y medio en busca de pistas. Con milagrosa buena suerte (que Barber no hace verosímil), finalmente tropieza con el asentamiento de los Humanos. Nunca se le había ocurrido que su padre pudiera estar vivo aún, pero hete aquí que cuando le presentan al barbudo jefe y salvador de esta pequeña tribu, que ahora consta de casi cien almas, reconoce en él a John Kepler. Atónito, le suelta que él es el hijo que perdió hace mucho tiempo, pero Kepler, tranquilo e impasible, finge no entenderle.
–Soy un espíritu que vino aquí desde la luna –le dice– y estas personas son la única familia que he tenido. Nos complacerá darle comida y techo por esta noche, pero mañana por la mañana debe marcharse y seguir su viaje.
Destrozado por este rechazo, el hijo piensa en la venganza, y a media noche se levanta de la cama, se acerca subrepticiamente a Kepler mientras éste duerme y le clava un puñal en el corazón. Antes de que puedan dar la alarma, huye en la oscuridad y desaparece.
Hay un único testigo del crimen, un muchacho de doce años llamado Jocomin (Ojos Salvajes), que es el hijo predilecto de Kepler entre los Humanos. Jocomin persigue tres días y tres noches al asesino, pero no lo encuentra. La mañana del cuarto día sube a lo alto de una meseta para dominar el terreno que le rodea y allí, unos minutos después de perder las esperanzas, se encuentra a Pensamiento Silencioso, ni más ni menos, el anciano brujo que dejó la tribu años atrás para vivir como un ermitaño en el desierto. Pensamiento Silencioso adopta a Jocomin y poco a poco le va iniciando en los misterios de su arte, preparando al muchacho durante largos y difíciles años para que adquiera los poderes mágicos de las Doce Transformaciones. Jocomin es un discípulo aplicado y capaz. No sólo aprende a curar a los enfermos y a comunicarse con los dioses, sino que, después de siete años de constante trabajo, finalmente penetra en el secreto de la Primera Transformación y domina las fuerzas de su cuerpo y de su mente hasta tal punto que puede convertirse en un lagarto. Las otras transformaciones se producen en rápida sucesión: se convierte en una golondrina, un halcón, un buitre; se convierte en una piedra y en un cactus; se convierte en un topo, un conejo y un saltamontes; se convierte en mariposa y en serpiente; y luego, por último, logrando la más difícil de las transformaciones, se convierte en un coyote. Han pasado ya nueve años desde que Jocomin vino a vivir con Pensamiento Silencioso. Después de haberle enseñado a su hijo adoptivo todo lo que sabe, el viejo le dice a Jocomin que le ha llegado la hora de morir. Sin pronunciar una palabra más, se envuelve en su capa ceremonial y ayuna durante tres días, en cuyo momento su espíritu sale volando de su cuerpo y viaja a la luna, el lugar donde moran las almas de los Humanos después de su muerte.
Jocomin regresa al asentamiento y vive allí como jefe durante algunos años. Pero han llegado tiempos duros para los Humanos, y cuando la sequía da paso a la peste y la peste da paso a la discordia, Jocomin tiene un sueño en el que se le revela que la felicidad no volverá a la tribu hasta que la muerte de su padre sea vengada. Después de consultar con el consejo de ancianos al día siguiente, Jocomin deja a los Humanos y viaja al Este, adentrándose en el mundo de los Hombres Salvajes para buscar a John Kepler hijo. Adopta el nombre de Jack Moon y atraviesa el país trabajando allí por donde pasa. Al fin llega a Nueva York, donde encuentra trabajo en una empresa constructora especializada en rascacielos. Llega a ser miembro de la cuadrilla que trabaja en los niveles más altos en la construcción del edificio Woolworth, una maravilla arquitectónica que sería la estructura más alta del mundo durante casi veinte años. Jack Moon es un obrero extraordinario, que no teme ni a las más escalofriantes alturas, y enseguida se gana el respeto de sus compañeros. Fuera de su trabajo, sin embargo, está siempre solo y no hace amigos. Dedica todo su tiempo libre a averiguar el paradero de su hermanastro, tarea que le lleva casi dos años. John Kepler se ha convertido en un próspero hombre de negocios. Vive en una mansión en la calle Pierrepont, en Brooklyn Heights, con su esposa y su hijo de seis años, y todas las mañanas va a su trabajo en un largo coche negro conducido por un chófer. Jack Moon vigila la casa durante varias semanas, al principio con la intención de matar a Kepler pura y simplemente, pero luego decide que puede llevar a cabo una venganza más adecuada raptando al hijo de Kepler y llevándoselo a la tierra de los Humanos. Así lo hace sin ser descubierto, arrancando al niño de la mano de su niñera una tarde, a plena luz del día, y en ese punto se cierra el cuarto capitulo de la novela de Barber.
De vuelta en Utah con el chico (que mientras tanto le ha cogido un gran cariño), Jocomin descubre que todo ha cambiado. Los Humanos han desaparecido y en sus casas vacías no hay ni rastro de vida. Los busca por todas partes durante seis meses, pero sin resultado. Al fin, comprendiendo que su sueño le ha traicionado, acepta el hecho de que toda su gente ha muerto. Con el corazón apesadumbrado, decide quedarse allí y cuidar del chico como si fuera su hijo, esperando siempre que se produzca un milagro de regeneración. Le pone al niño el nombre de Numa (Hombre Nuevo) y trata de no desanimarse. Pasan siete años. Le transmite a su hijo adoptivo los secretos que le enseñó Pensamiento Silencioso y luego, pasados otros tres años de constante esfuerzo, logra realizar la Decimotercera Transformación. Jocomm se transforma en mujer, una mujer joven y fértil que seduce al adolescente de dieciséis años. Al cabo de nueve meses nacen gemelos, un niño y una niña, y a partir de esos dos niños, los Humanos volverán a poblar la tierra.
La acción se traslada otra vez a Nueva York, donde encontramos a John Kepler, buscando desesperadamente a su hijo. Una pista tras otra le conducen a un callejón sin salida, hasta que un día, por pura casualidad –todo en la novela de Barber ocurre por casualidad–, descubre el rastro de Jack Moon; poco a poco empieza a juntar las piezas del rompecabezas y comprende que su hijo le fue arrebatado a causa de lo que él le hizo a su padre. No tiene otra elección que volver a Utah. Kepler tiene ya cuarenta años y las penalidades del viaje por el desierto le suponen un gran esfuerzo, pero sigue adelante tenazmente, horrorizado ante la idea de regresar al lugar donde mató a su padre veinte años antes pero sabiendo que no le queda otro remedio, que ése es el lugar donde encontrará a su hijo. Una luna llena acentúa el efecto dramático de la última escena. Kepler ha llegado ya cerca del asentamiento de los Humanos y ha acampado en los riscos para pasar la noche. Sostiene un rifle entre las manos y está alerta a cualquier señal de actividad. En unas rocas próximas, a menos de quince metros de él, ve de repente un coyote cuya silueta se recorta contra la luna. Temeroso de todo en ese remoto y desolado territorio, Kepler apunta con su rifle al animal impulsivamente y aprieta el gatillo.
El coyote muere al primer disparo y Kepler no puede evitar felicitarse de su puntería. Lo que no sabe, naturalmente, es que ha matado a su propio hijo. Antes de que tenga tiempo de levantarse y acercarse al animal derribado, otros tres coyotes saltan sobre él en la oscuridad. Incapaz de defenderse de este ataque, es devorado en cuestión de minutos.
Así acaba La sangre de Kepler, el único intento de Barber de escribir un relato de ficción. Teniendo en cuenta la edad que tenía cuando lo escribió, sería injusto juzgar su esfuerzo con demasiada dureza. Pese a sus muchas insuficiencias y excesos, para mí el libro es valioso como documento psicológico y, más que ninguna otra prueba, demuestra cómo manejó Barber los dramas internos de su infancia y adolescencia. No quiere aceptar el hecho de que su padre ha muerto (de ahí que los Humanos salven a Kepler); pero si su padre no ha muerto, entonces no hay disculpa para que no haya regresado con su familia (de ahí el cuchillo que el hijo clava en el corazón de su padre). No obstante, la idea de ese asesinato es demasiado horrible para no inspirar repulsión. Cualquiera que sea capaz de concebir semejante idea debe ser castigado, y eso es exactamente lo que le ocurre a Kepler hijo, cuya muerte es peor que la de ningún otro personaje del libro. Todo el relato es una compleja danza de culpa y deseo. El deseo se transforma en culpa y luego, como la culpa es intolerable, se convierte en un deseo de expiación, de someterse a una forma de justicia cruel e inexorable. No fue casualidad, creo yo, que en su actividad académica Barber se dedicase a explorar muchos de los mismos temas que aparecen en La sangre de Kepler. Los colonos perdidos de Roanoke, los relatos de hombres blancos que vivieron entre los indios, la mitología del Oeste americano, ésos eran los temas que Barber trató como historiador y, al margen de lo escrupuloso y profesional que fuese en su tratamiento, siempre hubo una motivación personal en su trabajo, una secreta convicción de que en cierto modo estaba investigando los misterios de su propia vida.
En la primavera de 1939, Barber tuvo una última oportunidad de saber algo más acerca de su padre, pero no dio ningún resultado. Estaba en su primer año en Columbia y hacia mediados de mayo, justo una semana después de su hipotético encuentro con el tío Victor en la Exposición Mundial, su tía Clara le llamó para decirle que su madre había muerto mientras dormía. Cogió el primer tren de la mañana para Long Island y luego pasó por las diversas pruebas de enterrarla: los trámites para el funeral, la lectura del testamento, las tortuosas conversaciones con abogados y contables. Pagó las facturas de la clínica donde su madre había pasado los últimos seis meses, firmó documentos e impresos, sollozó intermitentemente en contra de su voluntad. Después del funeral, volvió a la casona para pasar la noche, consciente de que probablemente sería la última noche que pasaría allí. La tía Clara era la única persona que quedaba ya en la casa y no estaba en condiciones de sentarse a charlar con él. Por última vez ese día, Barber llevó a cabo con paciencia el ritual de decirle que podía continuar viviendo en la casa todo el tiempo que deseara. Una vez más, ella le bendijo por su bondad, poniéndose de puntillas para besarle en la mejilla, y una vez más regresó a la botella de jerez que tenía escondida en su habitación. La servidumbre, compuesta por siete personas en la época en que Barber nació, estaba ahora reducida a una sola –una negra coja llamada Hattie Newcombe que cocinaba para tía Clara y de vez en cuando realizaba una tentativa de limpiar la casa–, y desde hacia ya algunos años aquello se estaba viniendo abajo. El jardín estaba abandonado desde la muerte de su abuelo en 1934, y lo que en otro tiempo había sido una decorosa profusión de flores y césped era ahora una maraña de feas hierbas que llegaban a la altura del pecho. En el interior colgaban telarañas de casi todos los techos; no se podía tocar una silla sin que soltara nubes de polvo; los ratones correteaban descaradamente por las habitaciones, y Clara, achispada y perpetuamente sonriente, no se enteraba de nada. Las cosas eran así desde hacia tanto tiempo que Barber había dejado de preocuparse por ello. Sabía que nunca tendría el valor de vivir en aquella casa y que cuando la tía Clara tuviese la misma muerte alcohólica que su marido, a él le daría exactamente igual que el techo se hundiera o no.
A la mañana siguiente encontró a tía Clara sentada en la sala del piso de abajo. Aún no había llegado la hora de la primera copa de jerez (por regla general, la botella no se destapaba hasta después de comer) y Barber comprendió que, si quería hablar con ella alguna vez, tendría que ser entonces. Estaba sentada delante de la mesa de juego del rincón cuando él entró en el cuarto, la cabecita de gorrión inclinada sobre un solitario, tarareando por lo bajo una canción desafinada e interminable. “El hombre del trapecio volador”, pensó él. Se acercó a ella por la espalda y le puso una mano en el hombro. Su cuerpo era todo huesos bajo el chal de lana.
–El tres rojo sobre el cuatro negro –le dijo, señalando las cartas que había sobre la mesita.
Ella chasqueó la lengua reprochándose su estupidez, mezcló dos montones y luego volvió la carta que había quedado libre. Era un rey rojo.
–Gracias, Sol –dijo–. Hoy no estoy concentrada. No veo los movimientos que tengo que hacer y acabo haciéndome trampas sin necesidad.
Emitió una risita gorjeante y reanudó su tarea.
Barber se sentó trabajosamente en la butaca que había enfrente de Clara, tratando de encontrar la forma de empezar. Dudaba que ella tuviera mucho que decirle, pero no había nadie más con quien hablar. Durante varios minutos se quedó allí sentado mirándola a la cara, examinando la intrincada red de arrugas, los polvos blancos apelmazados sobre las mejillas, el grotesco lápiz de labios rojo. La encontraba patética, conmovedora. No debía de haber sido fácil para ella formar parte de aquella familia, pensó, vivir con el hermano de su madre tantos años, no haber tenido hijos. Binkey era un tenorio bobalicón y buenazo que se casó con Clara en la década de 1880, menos de una semana después de verla actuar en el escenario del teatro Galileo, en Providence, como ayudante en el número de magia del Maestro Rudolfo. A Barber siempre le había gustado escuchar las historias frívolas que ella contaba de sus tiempos de artista de variedades y pensó que era extraño que ellos dos fuesen ahora los únicos miembros de la familia.
El último Barber y la última Wheeler. Una chica de clase baja, como la llamaba siempre su abuela, una fulanita tonta que había perdido su belleza hacía más de treinta anos, y el Señor Obesidad en persona, el prodigioso fenómeno, nacido de una loca y un fantasma. Nunca había sentido tanta ternura por la tía Clara como en aquel momento.
–Vuelvo a Nueva York esta noche –dijo.
–No te preocupes por mí –contestó ella, sin levantar la vista de las cartas–. Estaré bien aquí sola. Ya estoy acostumbrada.
–Me marcho esta noche –repitió él–, y nunca volveré a poner los pies en esta casa.
La tía Clara puso un seis rojo sobre un siete negro, examinó las cartas buscando un sitio donde colocar la reina negra, suspiró decepcionada y luego miró a Barber.
–Oh, Sol –dijo–. No tienes por qué ponerte tan dramático.
–No me pongo dramático. Lo que pasa es que probablemente ésta será la última vez que nos veamos.
La tía Clara seguía sin entender.
–Ya sé que es triste perder a tu madre –dijo–. Pero no debes tomártelo así. En realidad es una bendición que Elizabeth haya muerto. Su vida era un tormento y ahora por fin descansa en paz.
–La tía Clara hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas–. No debes dejar que se te metan ideas absurdas en la cabeza.
–El problema no es mi cabeza, tía Clara, es la casa. Creo que no podría soportar volver aquí.
–Pero ahora es tu casa, eres su propietario. Todo lo que hay en ella te pertenece.
–Eso no quiere decir que tenga que conservarla. Puedo deshacerme de ella cuando quiera.
–Pero Solly..., ayer me dijiste que no ibas a vender la casa. Me lo prometiste.
–No voy a venderla. Pero nada me impide regalarla, ¿no es cierto?
–Viene a ser lo mismo. La casa seria propiedad de otra persona y a mí me echarían y me llevarían a morir en una habitación llena de viejas.
–No si te la regalo a ti. Entonces podrías quedarte aquí.
–Deja de decir tonterías. Si sigues hablando así me va a dar un ataque al corazón.
–No hay ninguna dificultad en transferir la escritura. Puedo llamar al abogado hoy para que inicie los trámites.
–Pero Solly...
–Es probable que me lleve algunos de los cuadros. Pero todo lo demás se quedará aquí contigo.
–Está mal. No sé por qué, pero está mal que hables así.
–Sólo hay una cosa que quiero que hagas por mí –siguió él, sin hacer caso de su comentario–. Quiero que hagas testamento legal y le dejes la casa a Hattie Newcombe.
–¿Nuestra Hattie Newcombe?
–Sí, nuestra Hattie Newcombe.
–Pero Sol, ¿tú crees que eso está bien? Quiero decir que Hattie..., Hattie, ya sabes, Hattie es...
–¿Es qué, tía Clara?
–Una mujer de color. Hattie es una mujer de color.
–Si a Hattie no le importa, no veo por qué ha de preocuparte a ti.
–Pero ¿te imaginas lo que dirá la gente? Una mujer de color viviendo en la Casa del Acantilado. Sabes tan bien como yo que las únicas personas de color que viven en este pueblo son sirvientes.
–Eso no altera el hecho de que Hattie es tu mejor amiga. Que yo sepa, es tu única amiga. ¿Y por qué ha de importarnos lo que diga la gente? No hay nada más importante en el mundo que ser bueno con los amigos.
Cuando la tía Clara comprendió que su sobrino hablaba en serio, empezó a reírse. Las palabras de él habían demolido de pronto todo un sistema de valores y le resultaba emocionante ver que eso era posible.
–Lo único malo es que tengo que morirme antes de que Hattie tome posesión –dijo–. Ojalá pudiera vivir para verlo con mis propios ojos.
–Si el cielo es como dicen que es, estoy seguro de que lo veras.
–Nunca conseguiré entender por qué haces esto.
–No hace falta que lo entiendas. Tengo mis razones y no es necesario que te preocupes por ellas. Primero quiero hablar contigo de unas cuantas cosas y luego podemos dar este asunto por zanjado.
–¿Qué clase de cosas?
–Cosas antiguas. Cosas del pasado. ¿Del teatro Galileo?
–No, hoy no. Estaba pensando en otras cosas.
–Oh. –Tía Clara se calló, momentáneamente confusa–. Es que antes siempre te gustaba oírme hablar de Rudolfo. La forma en que me ponía en el ataúd y me cortaba en dos con una sierra. Era un buen número, el mejor. ¿Te acuerdas?
–Claro que me acuerdo. Pero no es de eso de lo que quiero hablar ahora.
–Como quieras. Hay muchos días en el pasado, después de todo, especialmente cuando se llega a mi edad.
–Estaba pensando en mi padre.
–Ah, tu padre. Si, eso también fue hace mucho tiempo. Ciertamente que sí. No tanto como otras cosas, pero mucho.
–Ya sé que Binkey y tú no vinisteis a vivir aquí hasta después de que él desapareciera, pero me preguntaba si recordarías algo del equipo de rescate que fue en su busca.
–Tu abuelo lo organizó todo junto con el señor como–se–llame.
–¿El señor Byrne?
–Eso es, el señor Byrne, el padre del muchacho. Los buscaron durante seis meses, pero nunca encontraron nada. Binkey también estuvo allí algún tiempo, ya sabes. Volvió contando un montón de historias raras. Fue él quien pensó que los habían matado los indios.
–Pero eso no era más que una suposición, ¿no?
–A Binkey le encantaba contar historias increíbles. Nunca había ni una pizca de verdad en nada de lo que decía.
–¿Y mi madre, también fue al Oeste?
–¿Tu madre? Oh, no. Elizabeth estuvo aquí todo el tiempo. No estaba... ¿Cómo te lo diría yo?... No estaba en condiciones de viajar.
–¿Porque estaba embarazada?
–Bueno, eso en parte.
–¿Y la otra parte?
–Su estado mental. No era muy bueno.
–¿Ya estaba loca?
–Elizabeth siempre fue lo que podríamos llamar inestable. Mohína un minuto, y al minuto siguiente riendo y cantando. Incluso muchos años antes, cuando la conocí. Excitable es la palabra que usábamos entonces.
–¿Cuándo se puso peor?
–Cuando tu padre no volvió.
–¿Fue empeorando lentamente o sucedió de golpe?
–De golpe, Sol. Fue algo terrible de ver.
–¿Tú lo viste?
–Con mis propios ojos. Toda la escena. Nunca lo olvidaré.
–¿Cuándo ocurrió?
–La noche en que tú..., quiero decir, una noche..., no recuerdo cuándo. Una noche durante el invierno.
–¿Qué noche fue, tía Clara?
–Una noche en que nevaba. Hacia frío y había una gran tormenta. Lo recuerdo porque al médico le costó mucho llegar aquí.
–Era una noche de enero, ¿no?
–Puede que sí. En enero suele nevar. Pero no recuerdo qué mes era.
–Fue el once de enero, ¿no? La noche en que nací.
–Oh, Sol, no debes insistir en hacerme preguntas. Eso sucedió hace mucho tiempo, ya no importa.
–A mí sí me importa, tía Clara. Y tú eres la única persona que puede contármelo. ¿Comprendes? Eres la única que queda.
–No me grites. Te oigo perfectamente, Solomon. No hay necesidad de avasallar ni de hablar con aspereza.
–No estoy avasallando. Sólo estoy tratando de hacerte una pregunta.
–Ya sabes la respuesta. Se me escapó hace un momento y ahora lo lamento.
–No tienes por qué lamentarlo. Lo importante es decir la verdad. No hay nada más importante que eso.
–Pero es que fue tan..., tan... No quiero que creas que me lo estoy inventando. Yo estaba en la habitación con ella esa noche. Molly Sharp y yo estábamos allí, esperando a que viniera el médico, y Elizabeth gritaba y armaba tanto jaleo que pensé que se iba a venir la casa abajo.
–¿Qué gritaba?
–Cosas espantosas. Cosas que me pone enferma recordar.
–Dímelas, tía Clara.
–“Trata de matarme –chillaba una y otra vez–. Trata de matarme. No podemos dejarle salir.”
–¿Se refería a mí?
–Sí, al bebé. No me preguntes cómo sabía que era un niño, pero así era. Se acercaba el momento y el médico seguía sin llegar. Molly y yo intentábamos que se tumbara en la cama, procurábamos convencerla de que se pusiera en la postura adecuada, pero ella no quería colaborar. “Abre las piernas –le decíamos– te aliviará el dolor.” Pero Elizabeth se negaba. Dios sabe de dónde sacaba las fuerzas. Una y otra vez conseguía soltarse de nosotras y se iba a la puerta, repitiendo a gritos esas terribles palabras. “Trata de matarme. No podemos dejarle salir.” Finalmente logramos llevarla a la cama, mejor dicho, lo logró Molly con una pequeña ayuda por mi parte, esa Molly era como un buey. Pero, una vez en la cama, no había forma de hacerle abrir las piernas. “No voy a dejarle salir –vociferaba–. Antes le asfixiaré ahí dentro. Un niño monstruo, un niño monstruo. No le dejaré salir hasta que le haya matado.” Tratamos de separarle las piernas a la fuerza, pero Elizabeth no cesaba de retorcerse y debatirse hasta que Molly empezó a darle de bofetadas, zas, zas, zas, bien fuerte, lo cual enfureció tanto a Elizabeth que después de eso no pudo hacer más que chillar, como un recién nacido, con la cara toda colorada, berreaba como si quisiera despertar a los muertos.
–Dios Santo.
–Fue lo peor que he visto. Por eso no quería contártelo.
–A pesar de todo logré salir, ¿no?
–Eras el niño más grande y más fuerte que nadie hubiera visto. Casi seis kilos, dijo el médico. Un gigante. Creo sinceramente que si no hubieses sido tan enorme, Sol, nunca lo habrías logrado.
–¿Y mi madre?
–El médico llegó al fin, era el doctor Bowles, el que murió en un accidente de coche hace seis o siete años, y le puso una inyección a Elizabeth para dormirla. No despertó hasta el día siguiente y cuando se despertó se había olvidado de todo. No me refiero a lo sucedido la noche anterior, quiero decir todo, su vida entera, no recordaba nada de lo que le había sucedido en los últimos veinte años. Cuando Molly y yo te llevamos a su habitación para que viera a su hijo, pensó que eras su hermanito. Fue todo tan extraño, Sol... Se había convertido en una niña y no sabía quién era.
Barber estaba a punto de hacerle otra pregunta, pero justo en ese momento el reloj de péndulo del recibidor empezó a dar las horas. Tía Clara ladeó la cabeza y escuchó las campanadas, contando las horas con los dedos. Cuando las campanadas cesaron, había contado hasta doce y esto hizo que en su cara apareciera una expresión ansiosa, casi implorante.
–Parece que son las doce –anunció–. Sería descortés hacer esperar a Hattie.
–¿Ya es la hora de comer?
–Me temo que sí –dijo, levantándose de la butaca–. Hora de fortalecernos con un poco de alimento.
–Ve tú, tía Clara. Yo iré enseguida.
Mientras veía a la tía Clara salir de la habitación, Barber comprendió que la conversación se había terminado. Peor aún, comprendió que nunca se reanudaría. Había jugado todas sus cartas de una vez, y ya no había más cosas con las que sobornarla, ni más trucos para hacerla hablar.
Recogió las cartas de la mesa, las barajó y luego repartió una mano de solitario. Solly Tario, se dijo, jugando con su nombre. Decidió seguir hasta que ganara y estuvo sentado allí más de una hora. Para entonces, el almuerzo había terminado, pero no le importó. Por una vez en su vida, no tenía hambre.
Estábamos sentados en la cafetería del hotel, desayunando, cuando Barber me relató esta escena. Era domingo por la mañana y ya casi se nos había acabado el tiempo. Bebimos una última taza de café juntos y luego, mientras subíamos en el ascensor para recoger su equipaje, me contó el final de la historia. Su tía Clara murió en 1943. Hattie Newcombe heredó la propiedad de la Casa del Acantilado y durante el resto de la década vivió allí en ruinoso esplendor, reinando sobre multitud de hijos y nietos que ocupaban todas las habitaciones de la mansión. Después de su muerte, en 1951, su yerno vendió la finca a la Compañía Inmobiliaria Cavalcante, que demolió rápidamente la vieja casa. Al cabo de dieciocho meses la finca había sido dividida en veinte parcelas de mil metros cuadrados y en cada parcela se alzaba una casa de dos plantas, cada una de ellas idéntica a las otras diecinueve.
–Si hubieras sabido lo que sucedería, ¿la habrías regalado de todas formas? –le pregunté.
–Desde luego –contestó, acercando una cerilla a su cigarro apagado y echando el humo–. Jamás lo he lamentado. No se tiene a menudo la posibilidad de hacer semejantes extravagancias y me alegro de haberla aprovechado. En el fondo, es probable que regalarle esa casa a Hattie Newcombe sea lo más inteligente que he hecho en mi vida.
Ya estábamos delante de la entrada del hotel, esperando a que el portero llamara a un taxi. Cuando llegó el momento de despedirnos vi que, inexplicablemente, Barber estaba al borde de las lágrimas. Supuse que era una reacción retardada a la situación, que las tensiones del fin de semana habían sido demasiado para él; pero, naturalmente, no tenía ni idea de lo que estaba sufriendo, no podía ni imaginármelo. Él estaba despidiéndose de su hijo, mientras que yo estaba diciéndole adiós simplemente a un nuevo amigo, un hombre al que había conocido sólo dos días antes. El taxi estaba parado delante de nosotros, con el contador marcando a un ritmo frenético mientras el portero ponía la maleta en el maletero. Barber hizo un gesto como si fuera a abrazarme, pero luego se lo pensó mejor en el último momento y me puso las manos en los hombros y los apretó con fuerza.
–Eres la primera persona a quien le he contado estas historias –me dijo–. Gracias por ser tan buen oyente. Tengo la sensación..., no se cómo expresarlo..., tengo la sensación de que ahora hay un vínculo entre nosotros.
–Ha sido un fin de semana memorable –dije.
–Sí, efectivamente. Un fin de semana memorable.
Luego Barber introdujo su enorme cuerpo en el taxi, me hizo el gesto de los pulgares levantados y se perdió entre el tráfico. En ese momento pensé que no volvería a verle. Nos habíamos ocupado de nuestro asunto, habíamos explorado el terreno que teníamos que explorar y parecía que ahí acababa la historia. Incluso cuando, a la semana siguiente, me llegó por correo el manuscrito de La sangre de Kepler, no pensé que fuese una continuación de lo que habíamos comenzado sino, más bien, una conclusión, un pequeño broche final a nuestro encuentro. Barber había prometido mandármelo, y supuse que era un simple acto de cortesía. Al día siguiente le escribí una carta dándole las gracias y reiterando cuánto había disfrutado con nuestras conversaciones, y luego perdí el contacto con él, en apariencia definitivamente.
Mi paraíso del barrio chino continuaba. Kitty bailaba y estudiaba y yo seguía escribiendo y dando paseos. Llegó el día de Colón, luego el día de Acción de Gracias, después Navidad y Año Nuevo. Una mañana de mediados de enero sonó el teléfono y era Barber. Le pregunté desde dónde llamaba, y cuando me contestó que desde Nueva York, percibí una nota de excitación y alegría en su voz.
–Si tienes tiempo libre –le dije–, sería agradable volver a vernos.
–Sí, me apetece mucho verte. Pero no es necesario que cambies tus planes por mí. Pienso quedarme aquí algún tiempo.
–Tu universidad debe dar unas vacaciones muy largas entre semestres.
–Bueno, en realidad he pedido un permiso otra vez. No tengo que volver hasta septiembre y mientras tanto he pensado probar a vivir en Nueva York. He alquilado un apartamento en la calle Diez, entre la Quinta y la Sexta Avenidas.
–Es un barrio muy bonito. He paseado por ahí muchas veces.
–Acogedor y encantador, como dicen los anuncios de las agencias. Llegué anoche y estoy muy contento con él. Kitty y tú tenéis que venir a visitarme.
–Encantados. Nos dices el día y allí estaremos.
–Estupendo. Os volveré a llamar esta semana, en cuanto me haya instalado. Hay un proyecto que quiero comentar contigo, así que ya te puedes preparar a que te exprima el cerebro.
–No estoy seguro de que saques gran cosa, pero puedes quedarte con lo que haya.
Tres o cuatro días después, Kitty y yo fuimos a cenar al apartamento de Barber y a raíz de eso empezamos a verle con frecuencia. Fue Barber el que inició la amistad, y si tenía algún motivo oculto para cortejarnos, ninguno de nosotros podía adivinarlo. Nos invitaba a restaurantes, al cine, a conciertos, nos pedía que le acompañásemos al campo los domingos, y como estaba tan lleno de buen humor y de afecto, no podíamos resistirnos. Se ponía sus estrafalarios sombreros para ir a todas partes, gastaba bromas a diestro y siniestro y nunca se alteraba por la conmoción que producía en los lugares públicos. Barber nos tomó bajo su protección como si se propusiera adoptarnos. Dado que Kitty y yo éramos huérfanos, todo el mundo parecía salir beneficiado.
La primera noche que le vimos, Barber nos dijo que ya se había hecho la testamentaria de Effing. Había recibido un buen montón de dinero, comentó, y por primera vez en su vida no dependía de su trabajo. Si las cosas salían como esperaba, no tendría que volver a enseñar hasta en dos o tres años.
–Ésta es mi oportunidad de vivir a lo grande y voy a aprovecharla al máximo –dijo.
–Con todo el dinero que tenía Effing –dije yo–, pensé que podrías retirarte para siempre.
–Ojalá. He tenido que pagar el impuesto sucesorio, plusvalías, honorarios de abogados y gastos de los que nunca había oído hablar. Eso se ha llevado un buen pedazo. Además, lo que había de entrada era mucho menos de lo que pensábamos.
–¿Quieres decir que no eran millones?
–Ciertamente que no. Más bien miles. Una vez pagado todo, la señora Hume y yo hemos recibido unos cuarenta y seis mil dólares cada uno.
–Debería haberme dado cuenta –dije–. Hablaba como si fuese el hombre más rico de Nueva York.
–Sí, creo que tenía tendencia a la exageración. Pero lo último que se me ocurriría sería reprochárselo. He heredado cuarenta y seis mil dólares de alguien a quien no había visto nunca. Es más dinero del que he tenido en mi vida. Un golpe de suerte fantástico, un regalo inimaginable.
Nos contó que llevaba tres años trabajando en un libro sobre Thomas Harriot. En condiciones normales habría tardado dos años más en terminarlo, pero ahora que no tenía otras obligaciones, esperaba acabarlo hacia mediados de verano, dentro de seis o siete meses. Eso le llevó al proyecto que me había mencionado por teléfono. Sólo hacía un par de semanas que estaba tomando en consideración la idea, dijo, y quería mi opinión antes de pensarlo más en serio. Sería algo para más adelante, algo que emprendería cuando el libro sobre Harriot estuviese terminado, pero si llegaba a hacerlo, requeriría mucha planificación.
–Supongo que la cosa se reduce a una pregunta –dijo–, y no creo que puedas darme una respuesta rotunda. Pero, dadas las circunstancias, tu opinión es la única en la que puedo confiar.
Habíamos terminado de cenar en aquel momento y recuerdo que los tres estábamos aún sentados alrededor de la mesa, bebiendo coñac y fumando cigarros habanos que Barber había traído de contrabando a la vuelta de un reciente viaje a Canadá. Estábamos ligeramente borrachos y, en ese estado de ánimo, hasta Kitty había aceptado uno de los enormes puros que nos ofreció Barber. Me divertía verla chupándolo tranquilamente allí sentada, vestida con su chipao, pero no era menos graciosa la pinta del propio Barber, quien se había puesto para la ocasión un esmoquin color burdeos y un fez.
–Si soy el único que puede opinar –dije–, debe tratarse de algo relacionado con tu padre.
–Sí, eso es, eso es exactamente.
Para enfatizar su respuesta, Barber echó la cabeza hacia atrás y lanzó un anillo de humo perfecto. Kitty y yo lo miramos con admiración, siguiendo con los ojos la O mientras pasaba por delante de nosotros y lentamente perdía su forma. Después de una breve pausa, Barber bajó la voz una octava entera y dijo:
–He estado pensando en la cueva.
–Ah, la cueva –repetí–. La enigmática cueva del desierto.
–No puedo dejar de pensar en ella. Es como una de esas viejas canciones que no paran de sonar en la cabeza.
–Una vieja canción. Una vieja historia. No hay forma de librarse de ellas. Pero ¿cómo podemos saber si realmente existió esa cueva?
–Eso es lo que te iba a preguntar. Tú eres el que escuchó su historia. ¿Qué opinas, M. S.? ¿Estaba diciendo la verdad o no?
Antes de que yo pudiera pensar una respuesta, Kitty se inclinó hacia adelante apoyándose en un codo, me miró a mí, que estaba a su izquierda, miró a Barber, que estaba a su derecha, y luego resumió todo el problema en dos frases.
–Por supuesto que estaba diciendo la verdad –afirmó–. Puede que los hechos no fuesen siempre exactos, pero decía la verdad.
–Una respuesta muy profunda –dijo Barber–. Sin duda es la única que tiene sentido.
–Sospecho que sí –dije–. Aunque no hubiese una cueva real, existió la experiencia de una cueva. Todo depende de lo literalmente que quiera uno tomárselo.
–En ese caso –dijo Barber–, haré la pregunta de otra forma. Puesto que no podemos estar seguros, ¿hasta qué punto crees tú que vale la pena correr un riesgo?
–¿Qué clase de riesgo? –pregunté.
–El riesgo de perder el tiempo –dijo Kitty.
–Sigo sin entender.
–Quiere ir a buscar la cueva –me explicó Kitty–. ¿No es cierto, Sol? Quieres ir allí y tratar de encontrarla.
–Eres muy perspicaz, querida –dijo Barber–. Eso es precisamente lo que estoy pensando, y la tentación es muy fuerte. Si hay una posibilidad de que la cueva exista, estoy dispuesto a hacer cualquier cosa por encontrarla.
–Hay una posibilidad –dije–. Tal vez no sea una posibilidad muy grande, pero no veo por qué habría de detenerte eso.
–No puede ir solo –dijo Kitty–. Sería demasiado peligroso.
–Muy cierto –asentí–. Nadie debería escalar montañas solo.
–Y menos los gordos –dijo Barber–. Pero ésos son detalles que ya resolveremos más adelante. Lo importante es que crees que debería hacerlo. ¿No es así?
–Podríamos hacerlo todos juntos –sugirió Kitty–. M. S. y yo seríamos tus exploradores.
–Claro que sí –dije, imaginándome de pronto vestido con un traje de ante, escudriñando el horizonte desde lo alto de un caballo palomino–. Encontraremos esa maldita cueva aunque sea la última cosa que hagamos.
Para ser absolutamente sincero, debo reconocer que no me tomé nada de esto en serio. Pensé que sólo se trataba de una de esas ideas de borracho que la gente concibe a altas horas de la noche y olvida a la mañana siguiente, y aunque seguíamos hablando de la “expedición” cada vez que nos veíamos, yo consideraba que era poco más que una broma. Resultaba divertido estudiar mapas y fotografías, discutir itinerarios y condiciones climatológicas, pero jugar con el proyecto era algo distinto de creer en él. Utah estaba tan lejos y las probabilidades de que llegáramos a organizar el viaje eran tan escasas que, incluso aunque Barber fuese sincero y creyera en el proyecto, yo no veía cómo iba a materializarse aquello. Este escepticismo se vio reforzado un domingo de febrero cuando vi a Barber pasear por los bosques de Berkshire. El hombre estaba tan desmesuradamente gordo, sus andares eran tan torpes y le faltaba el resuello de tal modo que no podía andar más de diez minutos sin tener que pararse para tomar aliento. Con la cara colorada por el esfuerzo, se dejaba caer en el tocón más próximo y se quedaba sentado durante tanto tiempo como había caminado, su enorme pecho subía y bajaba desesperadamente, el sudor le corría desde la boina escocesa como si su cabeza fuese un bloque de hielo que se derretía. Si las suaves colinas de Massachusetts le hacían ese efecto, pensé, ¿cómo iba a poder trepar por los cañones de Utah? No, la expedición era una farsa, un pequeño ejercicio de la fantasía. Mientras la cosa se quedara en el terreno de la conversación, no había por qué preocuparse. Pero si Barber daba alguna vez un paso real para marcharse, Kitty y yo estábamos completamente de acuerdo en que sería nuestro deber disuadirle.
Teniendo en cuenta esta temprana resistencia por mi parte, es irónico que al final fuese yo el que tuviese que ir a buscar la cueva. Sólo habían transcurrido ocho meses desde la primera vez que hablamos de la expedición, pero habían sucedido tantas cosas, tantas cosas habían quedado destrozadas, que mis reacciones iniciales ya no importaban. Fui porque no tenía alternativa. No era que yo quisiera ir; fue simplemente que las circunstancias me habían hecho imposible no ir.
Kitty supo que estaba embarazada a finales de marzo, y a principios de junio ya la había perdido. Toda nuestra vida voló en pedazos en cuestión de semanas, y cuando finalmente comprendí que el daño era irreparable, sentí como si me hubiesen arrancado el corazón. Hasta entonces, Kitty y yo habíamos vivido en una armonía sobrenatural, y cuanto más se prolongaba, menos probable parecía que algo pudiera interponerse entre nosotros. Tal vez si hubiéramos sido más combativos en nuestra relación, si nos hubiéramos pasado el tiempo peleándonos y tirándonos los platos a la cabeza, habríamos estado mejor preparados para superar la crisis. Pero ese embarazo cayó como un obús en un estanque y antes de que pudiésemos agarrarnos para resistir el impacto, nuestra barca se había hundido y estábamos nadando para salvar la vida.
Nunca se trató de que no nos quisiéramos. Incluso cuando nuestras batallas estaban en el punto más intenso y lacrimoso, nunca nos retractamos, nunca negamos los hechos, nunca fingimos que nuestros sentimientos habían cambiado. Era simplemente que ya no hablábamos el mismo idioma. En lo que a Kitty se refería, el amor significaba nosotros dos y nada más. No había lugar para un niño y, por lo tanto, cualquier decisión que tomáramos debía depender exclusivamente de lo que nosotros quisiéramos. Aunque era Kitty la que estaba embarazada, para ella el niño no era más que una abstracción, un caso hipotético de vida futura más que una vida que ya había comenzado. Hasta que naciera no existiría. Desde mi punto de vista, sin embargo, el niño habla empezado a existir desde el momento en que Kitty me dijo que lo llevaba dentro. Aunque no fuese mayor que un pulgar, era una persona, una realidad ineludible. Si buscábamos a alguien para que le hiciese un aborto, a mí me parecía que seria igual que cometer un asesinato.
Todas las razones estaban de parte de Kitty. Yo lo sabía, pero eso no cambiaba nada. Me encerré en una obstinada irracionalidad, cada vez más asustado de mi propia vehemencia, pero incapaz de hacer nada al respecto. Soy demasiado joven para ser madre, decía Kitty, y pese a que yo reconocía que era una afirmación legítima, nunca estaba dispuesto a concedérsela. Nuestras madres no eran mayores que tú, le rebatía yo, equiparando tercamente dos situaciones que no tenían nada en común y de pronto nos encontrábamos con la esencia del problema. Eso estaba muy bien para nuestras madres, decía Kitty, pero ¿cómo podría ella seguir bailando si tuviera que cuidar a un bebé? A lo cual yo contestaba, fingiendo pretenciosamente que sabía lo que me decía, que yo cuidaría del bebé. Imposible, afirmaba ella, no se puede privar a un niño de su madre. Tener un niño es una responsabilidad tremenda y hay que tomársela en serio. Me aseguraba que le gustaría mucho que tuviésemos niños algún día, pero aquél no era el momento oportuno, aún no estaba preparada para eso. Pero el momento ha llegado, le contestaba yo, lo quieras o no, ya hemos hecho un niño, y ahora tenemos que aceptar las cosas como son. Llegados a este punto, exasperada por mis estúpidos argumentos, Kitty se echaba a llorar inevitablemente.
Yo detestaba ver esas lágrimas, pero ni siquiera las lágrimas me hacían ceder. Miraba a Kitty y me decía que debía dejarlo, que debía abrazarla y aceptar lo que ella deseaba, pero cuanto más trataba de ablandarme, más inflexible me volvía. Quería ser padre, y ahora que tenía una posibilidad al alcance de la mano, no podía soportar la idea de perderla. El niño representaba la oportunidad de compensar la soledad de mi infancia, de formar parte de una familia, de pertenecer a una unidad que fuese algo más que yo mismo, y como no había sido consciente de ese deseo hasta entonces, se manifestaba en enormes e incoherentes estallidos de desesperación. Si mi madre hubiese sido sensata, le gritaba a Kitty, yo no habría nacido. Y luego, sin darle tiempo a responder: Si matas a nuestro hijo, me matarás a mí también.
El tiempo estaba en contra nuestra. Sólo teníamos unas pocas semanas para tomar la decisión, y cada día que pasaba, la presión se hacía más insoportable. No existía ningún otro tema para nosotros, hablábamos de ello constantemente, discutíamos hasta altas horas de la noche, viendo cómo nuestra felicidad se disolvía en un océano de palabras, en exhaustas acusaciones de traición. Porque en todo el tiempo que pasamos discutiendo, ninguno de los dos se movió de su postura. Kitty era la que estaba embarazada y por lo tanto era yo el que tenía que convencerla, no al revés. Cuando finalmente me convencí de que era inútil, le dije que hiciera lo que tenía que hacer. No deseaba seguir castigándola. Casi sin hacer una pausa, añadí que le pagaría la operación.
Las leyes eran diferentes entonces, y la única manera de que una mujer pudiera conseguir un aborto legal era que un médico certificara que tener un niño pondría en peligro su vida. En el estado de Nueva York las interpretaciones de la ley eran lo bastante amplias como para incluir “peligro psíquico” (lo cual quería decir que podría intentar suicidarse si el niño nacía) y por lo tanto un informe de un psiquiatra era tan válido como el de un médico. Dado que la salud física de Kitty era perfecta y que yo no quería que abortase ilegalmente –mis temores a ese respecto eran inmensos–, no tenía más remedio que encontrar un psiquiatra que estuviese dispuesto a complacerla. Al fin encontré uno, pero sus servicios no fueron baratos. Entre sus honorarios y las facturas del Hospital de Saint Luke por el aborto, acabé pagando varios miles de dólares por destruir a mi propio hijo. Estaba casi arruinado otra vez, y cuando me senté junto a la cama de Kitty en el hospital y vi la expresión agotada y atormentada de su cara, no pude evitar la sensación de que todo había desaparecido, que me habían arrebatado mi vida entera.
Regresamos al barrio chino a la mañana siguiente, pero nada volvió a ser igual. Ambos habíamos conseguido convencernos de que podríamos olvidar lo sucedido, pero cuando tratamos de volver a nuestra antigua vida, descubrimos que ya no estaba allí. Después de las terribles semanas de conversaciones y peleas, los dos caímos en el silencio, como si ahora nos diese miedo mirarnos. El aborto había sido más difícil de lo que Kitty había imaginado y, a pesar de su convicción de que era lo mejor, no podía remediar pensar que había hecho algo malo. Deprimida, maltrecha por lo que había sufrido, andaba taciturna por el almacén como si estuviera de luto. Yo comprendía que debía consolarla, pero no tenía fuerzas para vencer mi propio dolor. Me quedaba sentado viéndola sufrir y en un momento dado me di cuenta de que lo estaba disfrutando, que quería que pagase por lo que había hecho. Creo que eso fue lo peor de todo, y cuando al fin vi la mezquindad y la crueldad que había dentro de mí, me volví contra mí mismo, horrorizado. No podía seguir adelante. Ya no soportaba ser como era. Cada vez que miraba a Kitty, no vela otra cosa que mi despreciable debilidad, el monstruoso reflejo de la persona en que me había convertido.
Le dije que necesitaba marcharme durante algún tiempo para reflexionar, pero eso era sólo porque no tenía valor para decirle la verdad. Kitty lo comprendió, no obstante. No necesitaba oír las palabras para saber lo que pasaba, y cuando a la mañana siguiente me vio haciendo la maleta y disponiéndome a marchar, me suplicó que me quedara con ella, llegó a ponerse de rodillas y a rogarme que no me fuera. Su cara estaba desencajada y cubierta de lágrimas, pero yo ya me había convertido en un bloque de madera y nada podía detenerme. Dejé mis últimos mil dólares sobre la mesa y le dije a Kitty que los usara mientras yo estaba fuera. Luego salí por la puerta. Antes de llegar a la calle ya estaba sollozando.
7
Barber me albergó en su apartamento el resto de la primavera. Se negó a permitir que contribuyera a pagar el alquiler, pero como mis fondos estaban otra vez casi a cero, me busqué un trabajo inmediatamente. Dormía en el sofá del cuarto de estar, me levantaba a las seis y media todas las mañanas y me pasaba el día subiendo y bajando muebles para un amigo que tenía una pequeña empresa de mudanzas. Detestaba ese trabajo, pero era lo suficientemente agotador como para entorpecer mi mente, por lo menos al principio. Más adelante, cuando mi cuerpo se acostumbró a la rutina, descubrí que no podía dormirme si no me emborrachaba hasta caer en redondo. Barber y yo nos quedábamos hablando hasta medianoche y luego yo me encontraba solo en el cuarto de estar, enfrentado a la elección de mirar al techo hasta la madrugada o emborracharme. Generalmente necesitaba una botella entera de vino antes de poder cerrar los ojos.
Barber no pudo tratarme mejor, ni ser más considerado y comprensivo, pero yo me encontraba en un estado tan lamentable que apenas me enteraba de que él estaba allí. Kitty era la única persona que era real para mí y su ausencia era tan tangible, tan insoportablemente insistente, que no podía pensar en otra cosa. Cada noche comenzaba con el mismo dolor en mi cuerpo, la misma palpitante, asfixiante necesidad de que ella me tocara de nuevo y, antes de que pudiera darme cuenta de lo que me pasaba, notaba el ataque por debajo de la piel, como si los tejidos que me mantenían entero estuvieran a punto de estallar. Esto era la privación en su forma más repentina y absoluta. El cuerpo de Kitty era parte de mi cuerpo y, no teniéndolo a mi lado, ya no me sentía yo. Me sentía mutilado.
Después del dolor, las imágenes empezaban a desfilar por mi cabeza. Veía las manos de Kitty tendiéndose hacia mí para tocarme, veía su espalda y sus hombros desnudos, la curva de sus nalgas, su vientre liso plegándose cuando ella se sentaba en el borde de la cama para ponerse los leotardos. Me era imposible hacer que estas imágenes se desvanecieran, y no bien se presentaban, una engendraba otra, reviviendo los menores, los más íntimos detalles de nuestra vida en común. No podía recordar nuestra felicidad sin sentir dolor y, sin embargo, insistía en provocar ese dolor, indiferente al daño que me hacía. Cada noche me decía que debía coger el teléfono y llamarla y cada noche resistía la tentación, recurriendo a todo el odio que sentía hacia mí mismo para no hacerlo. Después de dos semanas de torturarme de este modo, empecé a tener la sensación de que me había prendido fuego.
Barber estaba preocupado. Sabía que había sucedido algo espantoso, pero ni Kitty ni yo queríamos decirle qué era. Al principio se atribuyó el papel de mediador entre nosotros, hablaba con uno y luego iba a informar al otro de la conversación, pero a pesar de todas sus idas y venidas no consiguió nada. Siempre que trataba de arrancarnos el secreto, los dos le dábamos la misma respuesta: No puedo decírtelo; pregúntaselo al otro. A Barber nunca le cupo duda de que Kitty y yo seguíamos queriéndonos y el hecho de que nos negáramos a hacer nada le desconcertaba y le frustraba. Kitty quiere que vuelvas, me decía, pero no cree que lo hagas. No puedo volver, le contestaba yo. No hay nada que desee más, pero no puede ser. Como último recurso, Barber llegó incluso a invitarnos a cenar en un restaurante al mismo tiempo (sin decirnos que el otro iría también), pero su plan fracasó cuando Kitty me vio entrar en el restaurante. Si hubiese vuelto la esquina sólo dos segundos después, la estrategia podría haber dado resultado, pero pudo evitar la trampa y, en lugar de reunirse con nosotros, dio media vuelta y se marchó a casa. Cuando Barber le preguntó a la mañana siguiente por qué no había ido, ella le contestó que no quería trucos.
–Es M. S. quien tiene que dar el primer paso –dijo–. Yo hice algo que le rompió el corazón, y no le culparía si no quisiera volver a verme nunca más. Él sabe que no lo hice a propósito, pero eso no significa que tenga que perdonarme.
Después de eso, Barber se retiró. Cesó de llevar mensajes y dejó que las cosas siguieran su triste curso. Las últimas palabras que Kitty le dijo eran típicas del valor y la generosidad que siempre encontré en ella y durante meses, incluso años, no pude pensar en esas palabras sin sentirme avergonzado. Si alguien había sufrido, era Kitty, y sin embargo era ella quien cargaba con la responsabilidad de lo que había sucedido. Si yo hubiera poseído una mínima parte de su bondad, habría corrido inmediatamente a su encuentro, me habría postrado ante ella y le habría pedido que me perdonara. Pero no hice nada. Los días pasaban y yo seguía siendo incapaz de actuar. Como un animal herido, me enrosqué dentro de mi dolor y me negué a ceder. Tal vez estaba aún allí, pero ya no se podía contar con mi presencia.
Barber había fracasado en su papel de cupido, pero continuó haciendo todo lo que podía por salvarme. Trató de que volviera a escribir, habló conmigo de libros, me convenció para que fuera con él al cine, a restaurantes y bares, a conferencias y conciertos. Nada de esto me sirvió de mucho, pero yo no estaba tan mal como para no valorar el intento. Se esforzó tanto por ayudarme que, inevitablemente, empecé a preguntarme por qué se molestaba tanto por mí. Estaba trabajando intensamente en su libro sobre Thomas Harriot, inclinado sobre su máquina de escribir durante seis o siete horas seguidas, pero en el momento en que yo entraba en casa, siempre estaba dispuesto a dejarlo todo, como si mi compañía le interesara más que su trabajo. Esto me desconcertaba, porque yo sabía que en aquella época mi compañía era realmente ingrata y no entendía que nadie pudiera disfrutar de ella. Por falta de otras ideas, empecé a pensar que era homosexual, que tal vez mi presencia le excitaba demasiado y le impedía concentrarse en otra cosa. Era una deducción lógica, pero sin fundamento, un palo de ciego. No me hizo ninguna insinuación y, por su forma de mirar a las mujeres por la calle, yo me daba cuenta de que sus deseos se limitaban al sexo opuesto. ¿Cuál era la explicación, entonces? Quizá la soledad, pensé, soledad pura y simple. No tenía ningún otro amigo en Nueva York y, hasta que apareciera alguien, estaba dispuesto a aceptarme tal cual era.
Una noche de finales de junio fuimos a tomar unas cervezas a la White Horse Tavern. Hacía una noche calurosa y húmeda y cuando nos sentamos a una mesa de la parte del fondo (la misma en la que Zimmer y yo nos habíamos sentado tantas veces en el otoño de 1969), por la cara de Barber empezaron a correr chorros de sudor. Mientras se secaba con un enorme pañuelo a cuadros, se bebió la segunda cerveza de un trago o dos y luego, de pronto, dio un puñetazo en la mesa.
–Hace demasiado calor en esta ciudad –declaró–. Pasa uno veinticinco años alejado de ella y se olvida de lo que son los veranos aquí.
–Espera a que lleguen julio y agosto –dije–. Ya verás lo que es bueno.
–Ya he visto suficiente. Si me quedo aquí mucho más tiempo, tendré que empezar a salir envuelto en toallas. La ciudad entera es como un baño turco.
–Siempre podrías tomarte unas vacaciones. Mucha gente se marcha durante los meses de calor. Podrías ir a la montaña, a la playa, a donde quieras.
–Sólo hay un sitio adonde me interesa ir. Supongo que sabes cuál es.
–Pero ¿qué pasa con tu libro? Creí que querías terminarlo antes.
–Sí. Pero ahora he cambiado de opinión.
–No puede ser sólo por el calor.
–No, necesito un descanso. Y si a eso vamos, tú también lo necesitas.
–Estoy bien, Sol, de veras.
–Un cambio de ambiente te sentaría bien. Ya no hay nada que te retenga aquí, y cuanto más tiempo te quedes, peor te pondrás. No estoy ciego, ¿sabes?
–Ya lo superaré. La situación empezará a mejorar pronto.
–Yo no apostaría por ello. Estás empantanado, M. S., te estás reconcomiendo. La única cura es escapar.
–No puedo dejar mi trabajo.
–¿Por qué no?
–Para empezar, porque necesito el dinero. Además, Stan cuenta conmigo. No sería justo dejarle colgado por las buenas.
–Avísale de que te vas dentro de dos semanas. Encontrará a otro.
–¿Así sin más?
–Sí, así, sin más. Ya sé que eres un muchacho muy fuerte, pero, la verdad, no te veo trabajando como cargador de muebles toda tu vida.
–No pensaba dedicarme a ello como profesión. No es más que lo que podríamos llamar una situación temporal.
–Bueno, pues yo te ofrezco otra situación temporal. Puedes convertirte en mi ayudante, mi explorador, mi hombre de confianza. El trato incluye alojamiento y manutencion, provisiones gratis y una pequeña cantidad para gastos. Si estas condiciones no te satisfacen, estoy dispuesto a negociar. ¿Qué dices a eso?
–Estamos en verano. Si el clima de Nueva York te parece malo, en el desierto es aún peor. Nos asaríamos si fuéramos allí ahora.
–Tampoco es el Sahara. Nos compraremos un coche con aire acondicionado y viajaremos cómodamente.
–¿Viajar adónde? No tenemos la menor idea de por dónde empezar.
–Por supuesto que sí. No digo que encontremos lo que buscamos, pero sabemos cuál es la zona. El sudeste de Utah, comenzando desde el pueblo de Bluff. No perdemos nada por intentarlo.
Seguimos discutiendo varias horas más y poco a poco Barber venció mi resistencia. A cada argumento que yo le daba, respondía con un contraargumento; por cada razón negativa que yo aducía, él ofrecía dos o tres positivas. No sé cómo lo consiguió, pero al final casi me alegré de haberme rendido. Puede que fuera la absoluta infructuosidad de la empresa lo que me decidió. Si hubiese pensado que existía la menor posibilidad de encontrar la cueva, dudo que hubiese ido, pero la idea de una búsqueda inútil, de emprender un viaje condenado al fracaso, me atraía en aquel momento. Buscaríamos, pero no encontraríamos. Sólo importaría el viaje en sí y al final no nos quedaría nada más que la futilidad de nuestra ambición. Ésta era una metáfora con la que podía vivir, era el salto en el vacío con el que siempre había soñado. Le dije a Barber que podía contar conmigo y sellamos el trato con un apretón de manos.
Perfeccionamos el plan a lo largo de las dos semanas siguientes. En lugar de ir directamente, decidimos empezar dando un rodeo sentimental; nos detendríamos primero en Chicago y luego nos dirigiríamos al norte para ir a Minnesota antes de tomar el camino a Utah. Esto nos desviaría unos mil quinientos kilómetros, pero ninguno de los dos consideraba que la cosa constituyera un problema. No teníamos prisa por llegar a nuestro destino, y cuando le dije a Barber que deseaba visitar el cementerio donde estaban enterrados mi madre y mi tío, él no puso ninguna objeción. Puesto que íbamos a estar en Chicago, dijo, ¿por qué no desviarnos un poco más y subir hasta Northfield para pasar allí un par de días? Tenía que resolver allí unos asuntillos y de paso podría enseñarme la colección de cuadros y dibujos de su padre que guardaba en la buhardilla de su casa. No me molesté en decirle que en el pasado había rehuido ver esos cuadros. En el espíritu de la expedición en la que estábamos a punto de embarcarnos, dije que sí a todo.
Tres días después, Barber le compró a un tipo de Queens un coche con aire acondicionado. Era un Pontiac Bonneville rojo de 1965 con sólo setenta mil kilómetros en el cuentakilómetros. Se enamoró de él porque era ostentoso y rápido y no regateó mucho a la hora de pagar.
–¿Qué te parece? –me preguntaba sin cesar mientras lo examinábamos–. ¿A que es como un carro romano?
Había que cambiar el silenciador y los neumáticos y arreglar el carburador, y la parte de atrás estaba abollada, pero Barber estaba decidido y consideré que no tenía sentido tratar de disuadirle. A pesar de sus defectos, el coche era una maquinita vigorosa, como dijo Barber, y supuse que nos serviría como cualquier otro. Fuimos a dar una vuelta para probarlo y, mientras recorríamos las calles de Flushing, Barber me dio una conferencia sobre la rebelión de Pontiac contra lord Amherst. No debemos olvidar, dijo entusiásticamente, que este coche lleva el nombre de un gran jefe indio. Esto añadirá una nueva dimensión a nuestro viaje. Conduciendo este coche hacia el Oeste, rendiremos homenaje a los muertos, conmemorando a los valientes guerreros que se alzaron en defensa de la tierra que les habían arrebatado.
Compramos guías y mapas, gafas de sol, mochilas, cantimploras, prismáticos, sacos de dormir y una tienda de campaña. Después de trabajar semana y media más en la empresa de mudanzas de mi amigo Stan, pude dejarle con la conciencia tranquila cuando un primo suyo llegó a la ciudad para pasar el verano y aceptó ocupar mi puesto. Barber y yo salimos para nuestra última cena en Nueva York (sandwiches de rosbif en Stage Deli) y volvimos al apartamento a las nueve, con la intención de acostarnos a una hora razonable para poder salir temprano a la mañana siguiente. Estábamos a principios de julio de 1971. Yo tenía veinticuatro años y me parecía que mi vida había entrado en un callejón sin salida. Mientras estaba tumbado en el sofá en la oscuridad, oí que Barber iba de puntillas a la cocina y llamaba a Kitty por teléfono. No pude entender todo lo que decía, pero al parecer le hablaba de nuestro viaje.
–Nada es seguro –susurró–, pero puede que le haga bien. Quizá esté dispuesto a volver a verte cuando regresemos.
No me resultó difícil adivinar a quién se refería. Una vez que Barber volvió a su cuarto, encendí la luz y abrí otra botella de vino, pero el alcohol ya no parecía hacerme efecto. Cuando Barber vino a despertarme a las seis de la mañana, no creo que hubiese dormido más de veinte o treinta minutos.
A las siete menos cuarto ya estábamos en ruta. Barber conducía y yo iba en el asiento de la muerte, bebiendo café solo de un termo. Durante las primeras dos horas estuve medio inconsciente, pero cuando empezamos a atravesar los campos de Pennsylvania, fui emergiendo lentamente de mi sopor. Desde allí hasta que llegamos a Chicago, hablamos sin interrupción, turnándonos al volante mientras pasábamos por el oeste de Pennsylvania, Ohio e Indiana. Si no recuerdo casi nada de lo que dijimos, es probable que sea porque íbamos pasando de un tema a otro a la misma velocidad que el paisaje iba desapareciendo detrás de nosotros. Recuerdo que hablamos un rato de coches y de cómo había cambiado la vida en Estados Unidos; hablamos de Effing; hablamos de la torre de Tesla en Long Island. Todavía oigo a Barber carraspear, en el momento en que dejábamos atrás Ohio y entrábamos en Indiana, preparándose para soltar un largo discurso sobre el espíritu de Tecumseh, pero, por más que lo intento, no logro traer a mi memoria una sola frase del mismo. Más tarde, cuando empezó a ponerse el sol, pasamos más de una hora enumerando nuestras preferencias en todos los terrenos que se nos ocurrían: nuestras novelas favoritas, nuestras comidas favoritas, nuestros jugadores favoritos. Creo que debimos de llegar a más de cien categorías, un índice completo de gustos personales. Yo dije Roberto Clemente, Barber dijo Al Kaline. Yo dije Don Quijote, él dijo Tom Jones. A los dos nos gustaba más Schubert que Schumann, pero Barber tenía una debilidad por Brahms que yo no compartía. En cambio, a él Couperin le parecía aburrido, mientras que yo no me cansaba nunca de Les Barricades Mystérieuses. Él dijo Tolstoi, yo dije Dostoievski. El dijo Casa desolada, yo dije Nuestro común amigo. De todas las frutas conocidas por el hombre, estuvimos de acuerdo en que el limón era la que mejor olía.
Dormimos en un motel en las afueras de Chicago. Después de desayunar, condujimos al azar hasta que encontramos una floristería, donde compré dos ramos idénticos para mi madre y para el tío Victor. Barber estaba extrañamente silencioso en el coche, pero lo atribuí al cansancio del día anterior y no comenté nada al respecto. Nos costó trabajo encontrar el cementerio de Westlawn (un par de giros equivocados, un largo rodeo que nos llevó en dirección contraria), y cuando cruzamos la puerta de la verja, eran casi las once. Tardamos veinte minutos más en encontrar las tumbas, y cuando bajamos del coche, con un calor abrasador, recuerdo que ninguno de los dos dijo una palabra. Una cuadrilla de cuatro hombres acababa de cavar una tumba varias parcelas más allá de la de mi madre y mi tío y nos quedamos en silencio junto al coche un minuto o dos, viendo cómo los enterradores echaban las palas en la trasera de su camioneta verde y se alejaban. Su presencia era una intrusión, y Barber y yo entendimos tácitamente que teníamos que esperar a que desaparecieran; que no podíamos hacer lo que habíamos ido a hacer a menos que estuviéramos solos.
Después, todo sucedió muy deprisa. Cruzamos la carretera, y cuando vi los nombres de mi tío y mi madre en las pequeñas lápidas de piedra, me encontré de repente luchando por contener las lágrimas. No había esperado una reacción tan violenta, pero al pensar que estaban realmente allí, bajo mis pies, me puse a temblar incontroladamente. Creo que pasaron varios minutos, pero es sólo una suposición. No veo más que una mancha borrosa, unos cuantos gestos aislados en la niebla de la memoria. Recuerdo que puse una piedra encima de cada lápida, y de vez en cuando me veo a gatas, arrancando furiosamente las malas hierbas que crecían entre el césped enmarañado que cubría las tumbas. Sin embargo, cuando busco a Barber no soy capaz de situarle en la escena. Esto me indica que estaba demasiado trastornado para fijarme en él, que en el intervalo de esos minutos me olvidé de que estaba allí. La historia había empezado sin mí, por así decirlo, y cuando intervine en ella, la acción ya estaba muy avanzada, todo se había disparado.
No sé cómo, estaba nuevamente de pie junto a Barber. Estábamos uno al lado del otro delante de la tumba de mi madre, y cuando volví la cabeza hacia él, vi que las lágrimas corrían por sus mejillas. Barber sollozaba, y al oír los ahogados y desesperados sonidos que salían de su garganta, me di cuenta de que hacía rato que los oía. Creo que en ese momento dije algo: ¿Qué te pasa? o ¿Por qué lloras? No recuerdo las palabras exactas. Pero, en cualquier caso, Barber no me oyó. Siguió mirando fijamente la tumba de mi madre, llorando bajo el inmenso cielo azul como si fuera el único hombre que quedara en el mundo.
–Emily... –dijo al fin–. Mi querida, mi pequeña Emily... Mira cómo has acabado... Si no hubieses huido... Si me hubieses dejado amarte... Mi dulce, mi adorada, mi pequeña Emily... Qué desperdicio, qué terrible desperdicio...
Las palabras salían de su boca atropelladas, espasmódicas, una riada de dolor que se deshacía en fragmentos no bien tocaba el aire. Le escuché como si la tierra se hubiese puesto a hablarme, como si oyera hablar a los muertos desde dentro de sus tumbas. Barber había amado a mi madre. A partir de este único hecho incontestable, todo empezó a moverse, a tambalearse, a hacerse pedazos; el mundo entero comenzó a alterarse ante mis ojos. Él no me lo dijo abiertamente, pero de pronto lo supe. Supe quién era yo, de pronto lo supe todo.
Durante los primeros momentos no sentí nada más que ira, una oleada de demoníaca náusea y asco.
–¿De qué estás hablando? –le dije, y como él seguía sin mirarme, le empujé con las dos manos, sacudiendo su enorme brazo derecho con un fuerte y agresivo golpe–. ¿De qué estás hablando? –repetí–. Di algo, maldito saco de grasa, di algo o te parto la boca.
Entonces Barber se volvió hacia mí, pero lo único que pudo hacer fue sacudir la cabeza de atrás a delante, como tratando de decirme lo inútil que sería explicar nada.
–Dios santo, Marco, ¿por qué tuviste que traerme aquí? –dijo al fin–. ¿No sabías lo que sucedería?
–¡Saber! –le grité–. ¿Cómo iba a saberlo? Nunca dijiste nada, mentiroso. Me engañaste y ahora quieres que te compadezca. Pero ¿y yo? ¿Y yo, asqueroso hipopótamo?
Di rienda suelta a mi furia, gritando a pleno pulmón bajo el calor estival. Después de unos momentos, Barber empezó a retroceder, huyó de mi ataque tambaleándose, como si no pudiera soportarlo más. Seguía llorando y llevaba la cara oculta entre las manos mientras andaba. Ciego a todo lo que le rodeaba, se alejó dando traspiés entre las hileras de tumbas como un animal herido, aullando y sollozando mientras yo continuaba insultándole a gritos. El sol estaba ya en lo alto del cielo y todo el cementerio se estremecía con un extraño y palpitante resplandor, como si la luz se hubiese vuelto demasiado fuerte para ser real. Vi que Barber daba unos cuantos pasos más y luego, al llegar al borde de una tumba recién abierta, empezó a perder el equilibrio. Debió de tropezar con una piedra o con un desnivel del terreno y de repente se le doblaron las piernas. Fue todo tan rápido...
Levantó los brazos, agitándolos desesperadamente como si fueran alas, pero no le dio tiempo de enderezarse. En un instante pasó de estar allí a desaparecer dentro de la tumba. Antes de que pudiera echar a correr hacia él, oí que su cuerpo aterrizaba en el fondo con un fuerte ruido sordo.
Al final hizo falta una grúa para sacarle de allí. Cuando miré al fondo del hoyo no supe si estaba vivo o muerto, y como no había nada a que agarrarse en las paredes, me pareció demasiado peligroso arriesgarme a descender. Estaba tumbado de espaldas, con los ojos cerrados, absolutamente inmóvil. Pensé que podría caerme encima de él si trataba de bajar, así que me dirigí apresuradamente en el coche a las oficinas y le pedí al empleado que llamara por teléfono para pedir ayuda. A los diez minutos llegó una brigada de emergencia, pero pronto se encontraron con el mismo dilema que me había frustrado a mí. Después de algunas vacilaciones, nos cogimos todos de las manos y logramos bajar a un enfermero hasta el fondo. Éste anunció que Barber estaba vivo, pero por lo demás las noticias no eran buenas. Conmoción cerebral, nos dijo, tal vez incluso fractura de cráneo. Luego, tras una breve pausa, añadió:
–Es posible que también tenga rota la columna. Tendremos que tener muchísimo cuidado al sacarle de aquí.
Eran las seis de la tarde cuando al fin entraban a Barber en la sala de urgencias del Hospital del Condado de Cook. Seguía inconsciente y durante los siguientes cuatro días no dio señales de volver en sí. Los médicos le operaron la espalda, le pusieron en tracción y me dijeron que rezase. No salí del hospital en cuarenta y ocho horas, pero cuando se hizo evidente que la cosa iba para largo utilicé la American Express de Barber para tomar una habitación en un motel cercano, el Eden Rock. Era un lugar siniestro, con las paredes verdes manchadas y una cama llena de bultos, pero sólo iba allí a dormir. Una vez que Barber salió del coma, yo pasaba dieciocho o diecinueve horas diarias en el hospital y en los dos meses siguientes ése fue todo mi mundo. No hice otra cosa que estar sentado junto a él hasta que murió.
Durante el primer mes no parecía en absoluto que las cosas fueran a terminar tan mal. Encorsetado en un enorme molde de escayola suspendido en unas poleas, Barber colgaba en el aire como desafiando las leyes de la gravedad. Estaba inmovilizado hasta tal punto que ni siquiera podía volver la cabeza y no se alimentaba más que por medio de tubos introducidos por su garganta; pero, a pesar de todo, mejoraba, parecía que se recuperaba. Más que nada, me dijo, se alegraba de que la verdad hubiese salido finalmente a la luz. Si el precio que tenía que pagar por ello era estar escayolado unos meses, consideraba que valía la pena.
–Puede que tenga los huesos rotos –me dijo una tarde–, pero mi corazón está curado por fin.
Fue en esos días cuando me contó toda la historia, y como no podía hacer otra cosa más que hablar, acabó haciéndome un relato exhaustivo y meticuloso de toda su vida. Escuché cada detalle de su relación con mi madre, los deprimentes pormenores de su estancia en Cleveland y la historia de sus posteriores viajes por el corazón de Estados Unidos. Probablemente no hace falta decir que mi estallido de ira en el cementerio se había desvanecido hacía tiempo, pero aunque la evidencia no dejaba mucho lugar a dudas, algo en mí se resistía a aceptar que fuera mi padre. Sí, era cierto que Barber se había acostado con mi madre una noche de 1946; y si, también era cierto que yo había nacido nueve meses después; pero ¿cómo podía estar seguro de que Barber era el único hombre con el que ella se acostaba? No parecía muy probable, pero, no obstante, era posible que mi madre hubiese estado saliendo con dos hombres al mismo tiempo. En ese caso, podía ser el otro el que la hubiese dejado embarazada. Ésta era mi única defensa contra la creencia total y me resistía a renunciar a ella. Mientras quedara una pizca de escepticismo, no tendría que reconocer que hubiese sucedido nada. La mía era una reacción inesperada, pero, pensándolo ahora, creo que tenía cierto sentido. Durante veinticuatro años había vivido con una pregunta sin respuesta y poco a poco había llegado a considerar ese enigma como el dato fundamental respecto a mí. Mis orígenes eran un misterio y nunca sabría quién era mi padre. Esto era lo que me definía, ya me había acostumbrado a mi oscuridad y me aferraba a ella como a una necesidad ontológica. A pesar de lo mucho que había soñado con encontrar a mi padre, nunca creí que fuera posible. Ahora que le había encontrado, el trastorno interior era tan grande que mi primer impulso fue negarlo. La causa de esta negativa no era Barber, sino la situación misma. Él era el mejor amigo que tenía y yo le quería. Si había un hombre en el mundo a quien hubiera elegido para ser mi padre, ése era él. Pero, a pesar de ello, no podía aceptarlo. Había recibido una descarga que había recorrido todo mi sistema y no sabía cómo encajar el golpe.
Pasaron varias semanas y finalmente me resultó imposible cerrar los ojos a la realidad. Debido al molde de escayola que mantenía su cuerpo rígido, Barber no podía comer nada sólido y al poco tiempo empezó a perder peso. Era un hombre acostumbrado a atiborrarse de miles de calorías diariamente y el brusco cambio de dieta tuvo un efecto inmediato y perceptible. Se precisa un gran esfuerzo para mantener semejante mole de exceso de grasa y una vez que disminuye la ingestión, empiezan a perder kilos rápidamente. Barber se quejaba al principio, en varias ocasiones incluso lloró de hambre, pero pasado algún tiempo comenzó a pensar que aquel severo régimen obligado era en el fondo una bendición.
–Es una oportunidad de lograr algo que nunca he conseguido –me dijo–. Imagínate, M. S., si puedo seguir a este ritmo, cuando salga de aquí habré perdido cerca de cincuenta kilos. A lo mejor, hasta setenta. Seré un hombre nuevo. Nunca volveré a tener mi aspecto de antes.
Le creció el pelo a los lados del cráneo (una mezcla de gris y castaño rojizo) y el contraste entre esos tonos y el color de sus ojos (un azul oscuro, metálico) parecía hacer resaltar su cabeza con una nueva definición y claridad, como si fuera emergiendo gradualmente de la masa indiferenciada que la rodeaba. Después de diez o doce días en el hospital, su piel adquirió una blancura cadavérica, pero esta palidez dio una nueva delgadez a sus mejillas, y a medida que la hinchazón de las células de grasa y carne blanda continuaba bajando, un segundo Barber salía a la superficie, un yo secreto que había estado encerrado dentro de él durante años. Era una transformación asombrosa y, en cuanto hubo avanzado, desencadenó una serie de efectos secundarios notables. Apenas lo noté al principio, pero una mañana, cuando ya llevaba unas tres semanas en el hospital, le miré y vi algo que me resultaba conocido. Fue una impresión momentánea, y antes de que pudiera identificar lo que había visto, desapareció. Dos días después sucedió algo similar, pero esta vez duró lo suficiente para que notara que la zona de reconocimiento estaba localizada en torno a los ojos de Barber, quizá en los ojos mismos. Me pregunté si no habría percibido un parecido de familia con Effing, si algo en la forma en que Barber me miró en aquel momento no me habría recordado a su padre. Fuese lo que fuese, esa breve impresión era inquietante y no pude librarme de ella en todo el día. Me perseguía como un fragmento de un sueño que no puedes recordar, un relámpago de algo ininteligible que hubiera aflorado de las profundidades de mi subconsciente. Luego, a la mañana siguiente, comprendí al fin lo que había visto. Entré en la habitación de Barber para mi visita diaria, y cuando él abrió los ojos y me sonrió con expresión lánguida debido a los analgésicos, me descubrí estudiando los contornos de sus párpados, concentrándome en el espacio entre las cejas y las pestañas, y de pronto comprendí que me estaba mirando a mí mismo. Los ojos de Barber eran iguales a los míos. Ahora que su cara se había encogido, lo veía. Nos parecíamos; la semejanza era inequívoca. Una vez que tomé conciencia de ello, una vez que la verdad me saltó a la vista, no tuve más remedio que aceptarla. Era hijo de Barber, ahora lo sabía sin sombra de duda.
Durante dos semanas más, las cosas parecían ir bien. Los médicos se mostraban optimistas, y comenzamos a desear que llegara el día en que le quitaran la escayola. A principios de agosto, sin embargo, Barber empeoró de repente. Cogió una infección y el medicamento que le dieron para combatirla le produjo una reacción alérgica, que le subió la tensión arterial a niveles críticos. Otras pruebas revelaron una diabetes que nunca le habían diagnosticado, y a medida que los médicos continuaban investigando, nuevas enfermedades y problemas se iban añadiendo a la lista: angina de pecho, gota incipiente, dificultades circulatorias, y Dios sabe qué más. Era como si su cuerpo no pudiera aguantar más, simplemente. Había soportado mucho y ahora la maquinaria se estaba averiando. La enorme pérdida de peso había debilitado sus defensas y no le quedaban reservas para luchar, sus células sanguíneas se negaban a organizar un contraataque. El veinte de agosto me dijo que sabía que iba a morir, pero no quise escucharle.
–Tú resiste –le dije–. Te sacaremos de aquí antes del primer partido de la Serie Mundial.
Yo ya no sabia lo que sentía. La tensión de verle derrumbarse me dejaba insensible y en la tercera semana de agosto me movía como en estado hipnótico. Lo único que me importaba a aquellas alturas era mantener una actitud impasible. Nada de lágrimas, ni ataques de desesperación, ni fallos de la voluntad. Rebosaba esperanza y seguridad, pero interiormente debía de saber que en realidad la situación era irreversible. No obstante, no tomé conciencia de ello hasta el último momento, y ocurrió de la forma más indirecta posible. Había entrado a cenar en un restaurante ya muy tarde. Uno de los platos especiales del día era, casualmente, empanada de pollo estofado, un plato que no había comido desde que era niño, tal vez desde los tiempos en que aún vivía con mi madre. En el momento en que leí esas palabras en la carta supe que no podría tomar ninguna otra cosa esa noche. Se lo pedí a la camarera y durante tres o cuatro minutos estuve recordando el apartamento de Boston donde vivíamos mi madre y yo, viendo por primera vez en muchos años la diminuta mesa de la cocina en la que comíamos juntos. Luego volvió la camarera y me dijo que se les habían acabado las empanadas de pollo estofado. No tenía ninguna importancia, por supuesto. En el ancho universo, no era más que una mota de polvo, una pizca infinitesimal de antimateria, pero de pronto sentí como si el techo se me hubiera venido encima. No quedaban empanadas de pollo estofado. Si alguien me hubiese dicho que en California habían muerto veinte mil personas en un terremoto, no me habría sentido más apenado de lo que lo estaba en aquel momento. Incluso se me llenaron los ojos de lágrimas y fue entonces, sentado en aquel restaurante y luchando con mi decepción, cuando comprendí lo frágil que se había vuelto mi mundo. El huevo estaba resbalando entre mis dedos y antes o después caería al suelo inexorablemente.
Barber murió el cuatro de septiembre, justo tres días después del incidente del restaurante. Pesaba sólo cien kilos y era como si la mitad de él hubiese desaparecido ya, como si una vez iniciado el proceso fuese inevitable que el resto desapareciese también. Necesitaba hablar con alguien, pero la única persona que se me ocurría era Kitty. Eran las cinco de la madrugada cuando la llamé, y ya antes de que cogiera el teléfono, supe que no la llamaba únicamente para darle la noticia. Tenía que averiguar si estaba dispuesta a aceptarme de nuevo.
–Ya sé que debías estar durmiendo –dije–, pero no cuelgues hasta que hayas oído lo que tengo que decirte.
–¿M. S.? –Su voz sonaba sofocada, aturdida–. ¿Eres tú, M. S.?
–Estoy en Chicago. Sol ha muerto hace una hora, y no había nadie más con quien pudiera hablar.
Tardé un buen rato en contarle la historia. Al principio no me creía y mientras le iba dando más detalles, comprendí cuán improbable sonaba todo. Sí, le dije, se cayó dentro de una tumba abierta y se rompió la columna. Sí, de verdad que era mi padre. Sí, ha muerto esta noche. Sí, te estoy llamando desde un teléfono público del hospital. Hubo una breve interrupción cuando la telefonista intervino para decirme que metiera más monedas y cuando se restableció la línea, oí que Kitty estaba sollozando.
–Pobre Sol –dijo–. Pobre Sol y pobre M. S. Pobres todos.
–Perdóname por llamarte. Pero me parecía mal no decírtelo.
–No, me alegro de que me hayas llamado. Pero es tan duro de encajar... Dios mío, M. S., si supieras cuánto tiempo he esperado tener noticias tuyas.
–Lo he estropeado todo, ¿no es verdad?
–No es culpa tuya. No puedes remediar sentir lo que sientes, nadie puede.
–No esperabas volver a saber de mí, ¿verdad?
–Ya no. Durante los dos primeros meses no pensé en otra cosa. Pero no se puede vivir así, no es posible. Poco a poco, dejé de esperar.
–Yo he seguido amándote cada minuto. Lo sabes, ¿no?
Una vez más, hubo un silencio al otro lado de la línea y luego la oí empezar a sollozar de nuevo, unos sollozos entrecortados y angustiosos que la dejaban sin respiración.
–Cielo santo, M. S., ¿qué estás tratando de hacerme? No sé nada de ti desde junio, luego me llamas desde Chicago a las cinco de la madrugada, me desgarras el corazón contándome lo que le ha pasado a Sol... ¿y luego te pones a hablarme de amor? No es justo. No tienes derecho a hacerlo. Ya no.
–No puedo soportar estar sin ti por más tiempo. He tratado de hacerlo, pero no puedo.
–Yo también he tratado de hacerlo, y sí puedo.
–No te creo.
–Ha sido demasiado duro para mi, M. S. La única manera de sobrevivir era volverme igualmente dura.
–¿Qué tratas de decirme?
–Que es demasiado tarde. No puedo exponerme a eso otra vez. Casi me matas, ¿sabes? Y no puedo arriesgarme a que vuelva a ocurrir.
–Has encontrado a otro ,¿no?
–Han pasado meses. ¿Qué querías que hiciera mientras tú atravesabas medio país tratando de decidirte?
–Estás en la cama con él ahora, ¿no es cierto?
–Eso no es asunto tuyo.
–Pero es así, ¿verdad? Dímelo.
–La verdad es que no estoy con nadie. Pero eso no significa que tengas derecho a preguntármelo.
–Me da igual quién sea. Eso no cambia nada.
–Basta, M. S. No puedo soportarlo, no quiero oír una palabra más.
–Te lo suplico, Kitty. Déjame volver contigo.
–Adiós, Marco. Sé bueno contigo mismo. Por favor, sé bueno contigo mismo.
Y luego colgó.
Enterré a Barber junto a mi madre. No fue fácil conseguir que le aceptaran en el cementerio de Westlawn, el único gentil en un mar de judíos rusos y alemanes, pero puesto que en la tumba familiar de los Fogg aún había sitio para un cuerpo más y yo era legalmente el cabeza de familia y por lo tanto el dueño de esa tierra, al final me salí con la mía. De hecho, enterré a mi padre en el lugar destinado para mí. Teniendo en cuenta todo lo sucedido en los últimos meses, me pareció que era lo menos que podía hacer por él.
Después de mi conversación con Kitty, necesitaba hacer cualquier cosa que me distrajera de mis pensamientos y, a falta de nada mejor, las gestiones del entierro me ayudaron a pasar los siguientes cuatro días. Dos semanas antes de su muerte, Barber había reunido sus últimos restos de energía para hacerme donación de sus bienes, por lo que ahora disponía de suficiente dinero. Me dijo que los testamentos eran demasiado complicados y puesto que quería que fuese todo para mí, ¿por qué no dármelo, sencillamente? Traté de disuadirle, sabiendo que esta cesión era la aceptación definitiva de su derrota, pero tampoco quise insistir demasiado. Por entonces, Barber estaba ya resistiendo a duras penas y no hubiera estado bien ponerle obstáculos.
Pagué las facturas del hospital, pagué a la funeraria y pagué una lápida por adelantado. Llamé al rabino que había presidido mi bar mitzvah8 once años antes para que oficiara en el entierro. Era ya un anciano, debía de tener bastante más de setenta años, y no se acordaba de mi nombre. Estoy retirado, me dijo, ¿por qué no se lo pide a otro rabino? No, le contesté, tiene que ser usted, rabino Green, no quiero que sea ningún otro. Me costó convencerle, pero finalmente conseguí que aceptara por el doble de sus honorarios habituales. Esto es sumamente anormal, me dijo. No hay casos normales, le respondí. Toda muerte es única.
El rabino Green y yo fuimos los únicos presentes en el entierro. Pensé en notificar al Magnus College la muerte de Barber, por si alguno de sus colegas deseaba asistir, pero luego decidí no hacerlo. No estaba en condiciones de pasar el día con extraños, no quería hablar con nadie. El rabino aceptó mi petición de no hacer el elogio del fallecido en inglés, limitándose a recitar las tradicionales oraciones hebreas. Había olvidado casi por completo mi hebreo y me alegré de no poder entender lo que decía. Esto me dejaba a solas con mis pensamientos, que era lo único que deseaba. El rabino Green debió de pensar que estaba loco y en las horas que pasamos juntos se mantuvo lo más alejado de mí que pudo. Sentí pena por él, pero no tanta como para hacer nada al respecto. En total, no creo que le dijera más de cinco o seis palabras. Cuando la limusina le depositó delante de su casa después del mal trago, me estrechó la mano y me dio unas suaves palmaditas en los nudillos. Era un gesto de consuelo que debía de ser tan natural para él como firmar su nombre y casi no parecía darse cuenta de que lo hacía.
–Es usted un joven muy perturbado –me dijo–. Si quiere que le dé un consejo, creo que debería consultar a un médico.
Le pedí al chófer que me dejara en el motel Eden Rock. No deseaba pasar otra noche en aquel lugar, así que me puse a hacer el equipaje inmediatamente. No tardé más de diez minutos en terminar la tarea. Até las correas de mi bolsa de viaje, me senté un momento en la cama y le eché una última mirada a la habitación. Si en el infierno proporcionan alojamiento, pensé, debe de parecerse a esto. Sin ninguna razón aparente –es decir, sin ninguna razón de la que yo fuera consciente en ese momento– cerré el puño, me levanté y di un puñetazo en la pared con todas mis fuerzas. El delgado tabique de cartón cedió sin la menor resistencia, reventando con un crujido sordo cuando mi brazo lo atravesó. Me pregunté si el mobiliario sería igual de frágil y levanté una silla para averiguarlo. La estrellé contra el escritorio y contemplé con alegría cómo se hacían astillas. Para completar el experimento, agarré con la mano derecha una de las patas rotas de la silla y fui por toda la habitación atacando un objeto tras otro con mi improvisada porra: las lámparas, los espejos, la televisión, todo lo que había. Sólo me llevó unos minutos destrozar el cuarto de arriba a abajo, pero me hizo sentir infinitamente mejor, como si al fin hubiese hecho algo lógico, algo realmente digno de la ocasión. No me quedé mucho rato admirando mi obra. Todavía jadeante por el esfuerzo, recogí mis bultos, salí corriendo y me marché en el Pontiac rojo.
Seguí conduciendo, sin parar, durante doce horas. Cayó la noche cuando entraba en Iowa y, poco a poco, el mundo se redujo a una inmensidad de estrellas. Llegué a estar hipnotizado por mi propia soledad, dispuesto a continuar hasta que ya no pudiera mantener los ojos abiertos, mirando la línea blanca de la carretera como si fuera la última cosa que me unía a la tierra. Estaba en algún lugar de Nebraska cuando finalmente pedí una habitación en un motel y me fui a dormir. Recuerdo un estrépito de grillos en la oscuridad, el golpe sordo de las polillas que se estrellaban contra la tela metálica de la ventana, un perro que ladraba débilmente en algún lejano rincón de la noche.
Por la mañana comprendí que el azar me había llevado en la dirección correcta. Sin detenerme a pensarlo, había seguido la carretera que llevaba al Oeste y ahora que estaba en camino, me sentí de pronto más tranquilo, más dueño de mí. Decidí que haría lo que Barber y yo nos proponíamos hacer al emprender el viaje, y el saber que tenía un objetivo, que no estaba huyendo de algo sino yendo hacia algo, me dio el valor de admitir ante mí mismo que en realidad no deseaba estar muerto.
No creía que llegase a encontrar la cueva (hasta el último momento, eso era un resultado inevitable), pero sentía que el acto de buscarla sería suficiente en sí mismo, un acto que anularía todos los otros. Tenía más de trece mil dólares en la maleta, lo que quería decir que nada me retenía: podía continuar hasta haber agotado todas las posibilidades. Conduje hasta el final de las llanuras, pasé una noche en Denver y luego seguí a Mesa Verde, donde me quedé tres o cuatro días, trepando por las enormes ruinas de una civilización desaparecida, renuente a alejarme de ellas. No había imaginado que en Estados Unidos hubiera nada tan antiguo, y cuando crucé la línea de demarcación de Utah sentí que empezaba a entender algunas de las cosas de las que Effing me había hablado. No era tanto que me impresionara la geografía (a todo el mundo le impresiona), sino que la inmensidad y el vacío de aquella tierra había comenzado a modificar mi sentido del tiempo. El presente ya no parecía tener las mismas consecuencias. Los minutos y las horas eran demasiado pequeños para poder medirlos en este lugar, y una vez que abrías los ojos a lo que te rodeaba, te veías obligado a pensar en términos de siglos, a comprender que mil años no es más que un segundo. Por primera vez en mi vida, sentí que la Tierra era un planeta que giraba en los cielos. Descubrí que no era grande, era pequeña; era casi microscópica. De todos los objetos del universo, nada es más pequeño que la Tierra.
Tomé una habitación en el motel Comb Ridge, en el pueblo de Bluff, y durante un mes pasé mis días explorando la comarca. Trepé por montañas rocosas, merodeé por los intersticios de los cañones, le hice cientos de kilómetros al coche. Descubrí muchas cuevas, pero ninguna tenía señales de haber sido habitada. Sin embargo, me sentí feliz durante esas semanas, casi eufórico en mi soledad. Para evitar incidentes desagradables con los habitantes de Bluff, me corté el pelo, y la historia que les conté de que era un estudiante de geología pareció desvanecer cualquier sospecha que hubieran podido tener respecto a mí. Sin otro plan que continuar mi búsqueda, podría haber seguido así muchos meses más, desayunando todas las mañanas en Sally’s Kitchen y luego recorriendo los alrededores hasta el anochecer. Un día, sin embargo, fui más lejos que de costumbre en el coche, dejé atrás el valle de Monument y llegué hasta el almacén navajo de Oljeto. La palabra significaba “luna en el agua”, lo cual en sí mismo era suficiente para atraerme, pero, además, alguien de Bluff me había dicho que el matrimonio que regentaba el almacén, el señor y la señora Smith, sabían más de la historia de la región que ninguna otra persona en muchos kilómetros a la redonda. La señora Smith era nieta o biznieta de Kit Carson y la casa en que vivía con su marido estaba llena de mantas y cerámica de artesanía navaja, una colección de objetos indios digna de un museo. Pasé un par de horas con ellos, bebiendo té en la fresca oscuridad de su cuarto de estar, y cuando finalmente encontré el momento de preguntarles si habían oído hablar de un hombre al que llamaban George Boca Fea, ambos menearon la cabeza y dijeron que no. ¿Y de los hermanos Gresham? les pregunté. ¿Habían oído hablar de ellos? Claro que sí, contestó el señor Smith, eran una banda de forajidos que desapareció hacia unos cincuenta años. Bert, Frank y Harlan, los últimos asaltantes de trenes del Salvaje Oeste. ¿No tenían un escondite en alguna parte?, pregunté, tratando de disimular mi excitación. Alguien me dijo una vez que vivían en una cueva, me parece que era en lo alto de las montañas. Creo que está usted en lo cierto, comentó el señor Smith, yo también lo he oído decir. Se supone que estaba en las cercanías del puente de Rainbow. ¿Cree usted que sería posible encontrarla?, le pregunté. Antes puede que sí, murmuró, puede, sí, pero ahora no le serviría de nada buscarla. ¿Por qué?, pregunté. Por el pantano de Powell, respondió él. Toda esa parte está ahora bajo el agua. La anegaron hace unos dos años. A menos que tenga un buen equipo de buceo, no es probable que encuentre hada allí.
Renuncié. En el momento en que el señor Smith dijo esas palabras, comprendí que ya no tenía sentido continuar buscando. Siempre había sabido que tendría que dejarlo más tarde o más temprano, pero nunca imaginé que ocurriría tan bruscamente, de un modo tan terminante. Yo acababa de empezar la tarea, le estaba cogiendo el gusto, y ahora, de repente, no tenía nada que hacer. Regresé a Bluff, pasé una última noche en el motel y me marché a la mañana siguiente. De allí fui al pantano de Powell, porque quería ver personalmente las aguas que hablan destruido mis hermosos planes, pero resultaba difícil enfurecerse contra un pantano. Alquilé una motora y pasé todo el día navegando, mientras trataba de decidir qué podía hacer ahora. Era un problema al que ya estaba acostumbrado, pero mi sensación de fracaso era tan enorme que no se me ocurría nada. Cuando llevé la motora al embarcadero y empecé a buscar mi coche, descubrí de pronto que alguien habla tomado la decisión por mí.
El Pontiac había desaparecido. Lo busqué por todas partes, pero una vez que vi que no estaba en el sitio donde yo lo había aparcado, comprendí que me lo habían robado. Tenía mi mochila con mil quinientos dólares en cheques de viaje, pero el resto del dinero lo había dejado en el maletero..., más de diez mil dólares en metálico, toda mi herencia, todo lo que poseía en el mundo.
Caminé hasta la carretera principal, confiando en que alguien me llevaría, pero ningún coche paró para recogerme. Les maldije a todos cuando pasaban de largo; gritándoles obscenidades. Estaba oscureciendo, y como mi mala suerte en la carretera continuaba, no tuve más remedio que adentrarme en la maleza y encontrar un sitio donde pasar la noche. La desaparición del coche me dejó tan aturdido que ni siquiera se me ocurrió denunciar el robo a la policía. Cuando desperté por la mañana, temblando de frío, pensé que el robo no había sido cometido por los hombres. Era una jugarreta de los dioses, un acto de malicia divina cuyo único propósito era aplastarme.
Fue entonces cuando eché a andar. Estaba tan furioso, tan ofendido por lo que me habla sucedido, que dejé de hacer autoestop. Caminé todo el día desde el amanecer al anochecer, pisando como si quisiera castigar la tierra bajo mis pies. Al día siguiente hice lo mismo. Y al otro. Y luego al otro. Continué andando durante los próximos cuatro meses, avanzando lentamente hacia el Oeste, deteniéndome en algunos pueblos un día o dos y siguiendo luego mi camino, durmiendo en los campos, en cuevas, en las cunetas. Durante las dos primeras semanas, me sentía como alguien golpeado por el rayo. Hervía en mi interior, lloraba, aullaba como un loco, pero luego, poco a poco, la ira se fue consumiendo y me adapté al ritmo de mis pasos. Gasté un par de botas tras otro. Hacia el final del primer mes, comencé a hablar de nuevo con la gente. Unos días después compré una caja de puros y todas las noches me fumaba uno en honor de mi padre. En Valentine, Arizona, una camarera gordita, que se llamaba Peg, me sedujo en un restaurante vacío a las afueras del pueblo y acabé quedándome en su casa diez o doce días. En Needles, California, me torcí el tobillo izquierdo y no pude andar durante una semana, pero, por lo demás, anduve sin interrupción, dirigiéndome hacia el Pacífico, llevado por una creciente sensación de felicidad. Sentía que una vez que llegara al fin del continente hallaría respuesta a una importante pregunta. No tenía ni idea de cuál era esa pregunta, pero la respuesta la habían ido formando mis pasos y sólo tenía que seguir andando para saber que me había dejado atrás a mí mismo, que ya no era la persona que había sido.
Me compré el quinto par de botas en un lugar llamado Lago Elsinor el día 3 de enero de 1972. Tres días después, agotado, subí una colina y entré en el pueblo de Laguna Beach con cuatrocientos trece dólares en el bolsillo. Ya podía ver el océano desde lo alto del promontorio, pero continué andando hasta llegar al borde del agua. Eran las cuatro de la tarde cuando me quité las botas y noté la arena contra la planta de mis pies. Había llegado al fin del mundo, más allá no había nada más que aire y olas, un vacío que llegaba hasta las costas de China. Aquí es donde empiezo, me dije, aquí es donde mi vida comienza.
Me quedé en la playa largo rato, esperando a que se desvanecieran los últimos rayos del sol. Detrás de mí, el pueblo se dedicaba a sus actividades, haciendo los acostumbrados ruidos de la Norteamérica de fines de siglo. Mirando a lo largo de la curva de la costa, vi cómo se escondían las luces de las casas, una por una. Luego salió la luna por detrás de las colinas. Era una luna llena, tan redonda y amarilla como una piedra incandescente. No aparté mis ojos de ella mientras iba ascendiendo por el cielo nocturno y sólo me marché cuando encontró su sitio en la oscuridad.
1 He optado por conservar las palabras inglesas porque, traducidas, el juego de palabras carecía totalmente de sentido. Doubting Thomas es una expresión común que se aplica a quien duda de todo (En referencia a Santo Tomás, que dudó de la resurrección de Jesús.) Fuking Thomas sería “Tomás, el que jode”. La abreviatura convencional f-ing se pronuncia igual que Effing. (N. de la T.)
2 Wobblies era el nombre popular de los miembros de Industrial Workers of the World (Trabajadores Industriales del Mundo). (N. de la T.)
3 Educador, filósofo y obispo anglicano irlandés que vivió y trabajó en Estados Unidos desde 1728 a 1731. (N. de la T.)
4 Tribu de indios de la región costera de Carolina del Norte supuestamente relacionados con la desaparición hacia 1590 de la colonia de sir Walter Raleigh en la isla de Roanoke. (N. de la T.)
5 Young Men Christian Association (Asociación Cristiana para Jóvenes). (N. de la T.)
6 Barber significa “barbero”. (N. de la T.)
7 Práctica de masticar los alimentos lenta y completamente para ayudar a una buena digestión. (N. de la T.)
8 Ceremonia en la que los muchachos judíos de trece años asumen responsabilidades religiosas. (N. de la T.)
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