BLOOD

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miércoles, 8 de septiembre de 2010

EL PALACIO DE LA LUNA -- PAUL AUSTER - 1ªparte


EL PALACIO DE LA LUNA
PAUL AUSTER
1ªparte

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segun la critica,
la mejor novela de paul auster; buscar correlaciones entre lo escrito, y paul auster, podreis llegar
ha hacer una segunda lectura
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1


Fue el verano en que el hombre pisó por primera vez la luna. Yo era muy joven entonces, pero no creía que hubiera futuro. Quería vivir peligrosamente, ir lo más lejos posible y luego ver qué me sucedía cuando llegara allí. Tal y como salieron las cosas, casi no lo consigo. Poco a poco, vi cómo mi dinero iba menguando hasta quedar reducido a cero; perdí el apartamento; acabé viviendo en las calles. De no haber sido por una chica que se llamaba Kitty Wu, probablemente me habría muerto de hambre. La había conocido por casualidad muy poco antes, pero con el tiempo llegué a considerar esa casualidad una forma de predisposición, un modo de salvarme por medio de la mente de otros. Esa fue la primera parte. A partir de entonces me ocurrieron cosas extrañas. Acepté el trabajo que me ofreció el viejo de la silla de ruedas. Descubrí quién era mi padre. Crucé a pie el desierto desde Utah a California. Eso fue hace mucho tiempo, claro, pero recuerdo bien aquellos tiempos, los recuerdo como el principio de mi vida.

Llegué a Nueva York en el otoño de 1965. Tenía entonces dieciocho años, y durante los primeros nueve meses viví en un colegio universitario. En Columbia, a todos los estudiantes de primer año que no fueran de la ciudad se les exigía vivir en el campus, pero cuando terminó el curso me trasladé a un apartamento de la calle 112 Oeste. Allí fue donde viví durante los siguientes tres años, hasta el mismo momento en que toqué fondo. Teniendo en cuenta lo adversas que me eran las circunstancias, fue un milagro que durara tanto.

Viví en aquel apartamento con más de mil libros. Anteriormente habían pertenecido a mi tío Victor, y él los había ido adquiriendo poco a poco a lo largo de treinta años. Justo antes de que me fuera a la universidad, me los ofreció, en un impulso, como regalo de despedida. Hice todo lo que pude para rehusarlo, pero el tío Victor era un hombre generoso y sentimental, y no me permitió rechazarlo.

–No puedo darte ni dinero –dijo– ni consejos. Llévate los libros para complacerme.

Me llevé los libros, pero durante año y medio no abrí las cajas en donde estaban guardados. Mi propósito era convencer a mi tío de que aceptara que se los devolviera y no quería que les pasara nada mientras tanto.

Resultó que las cajas me fueron muy útiles en aquella situación. El apartamento de la calle 112 no estaba amueblado, y en vez de despilfarrar mis fondos en cosas que no quería ni podía permitirme, me dediqué a convertir las cajas en piezas de “un mobiliario imaginario”. Era algo parecido a hacer un rompecabezas: agrupar las cajas de cartón en configuraciones modulares, ponerlas en hilera, apilarías una encima de otra, colocarlas una y otra vez hasta que al fin empezaron a parecer objetos domésticos. Un grupo de dieciséis me sirvió de soporte para el colchón, otro grupo de doce se convirtió en una mesa, otros de siete se convirtieron en sillas, uno de dos en cabecera. El efecto general era bastante monocromático, con aquel sombrío marrón claro en todas partes donde miraras, pero no pude por menos de sentirme orgulloso de mi inventiva. A mis amigos les pareció un poco raro, pero ya habían aprendido a esperar de mí cosas raras. Imaginad la satisfacción, les explicaba, de meterte en la cama y saber que tus sueños van a descansar sobre la literatura norteamericana del siglo XIX. Imaginad el placer de sentarte a comer con todo el Renacimiento escondido debajo de la comida. En realidad, yo no tenía ni idea de qué libros había en cada caja, pero en aquel entonces yo era fantástico inventando historias, y me gustaba el sonido de aquellas frases, aunque fuesen mentira.

Mis muebles imaginarios permanecieron intactos casi un año. Luego, en la primavera de 1967, murió el tío Victor. Esa muerte fue un golpe terrible para mí; en muchos sentidos, el peor golpe que había recibido nunca. No sólo era la persona a quien más habla querido en el mundo, sino que era mi único pariente, mi único vínculo con algo más grande que yo. Sin él me sentí despojado, totalmente arrasado por el destino. Si hubiera estado de alguna forma preparado para su muerte, tal vez me habría sido más fácil enfrentarme a ella. Pero ¿cómo se prepara uno para la muerte de un hombre de cincuenta y dos años que siempre ha tenido buena salud? Mi tío simplemente se murió una hermosa tarde de mediados de abril, y en ese momento mi vida empezó a cambiar, empecé a desaparecer en otro mundo.

No hay mucho que contar de mi familia. El reparto era pequeño, y la mayoría de sus miembros no permanecieron en escena mucho tiempo. Viví con mi madre hasta los once años, pero entonces ella murió en un accidente de tráfico, atropellada por un autobús que patinó y perdió el control en una calle nevada de Boston. Nunca hubo un padre en la película, así que habíamos sido solamente nosotros dos, mi madre y yo. El hecho de que usara su nombre de soltera probaba que nunca habla estado casada, pero no me enteré de que era hijo ilegítimo hasta después de su muerte. De niño, nunca se me ocurrió hacer preguntas acerca de esas cosas. Yo era Marco Fogg, mi madre era Emily Fogg y mi tío de Chicago era Victor Fogg. Todos éramos Fogg, y me parecía perfectamente lógico que personas de la misma familia tuviesen el mismo nombre. Más adelante, el tío Victor me dijo que originariamente el nombre de su padre habla sido Fogelman, pero alguien de las oficinas de inmigración en Ellis Island lo había acortado y dejado en Fog, con una sola g, y éste había sido el nombre norteamericano de la familia hasta que le añadieron la segunda g en 1907. Fogel significaba pájaro, según me informó mi tío, y me agradaba la idea de tener a ese animal incorporado a mi identidad. Imaginaba que algún esforzado antepasado mío habla sido capaz de volar realmente. Un pájaro volando en la niebla, pensaba, un pájaro gigante que voló a través del océano, sin detenerse hasta que llegó a América.

No tengo ninguna fotografía de mi madre, y me resulta difícil acordarme de cómo era físicamente. Siempre que la veo en mi mente me encuentro con una mujer baja, morena, con delgadas muñecas infantiles y dedos blancos y delicados, y repentinamente, de vez en cuando, recuerdo lo agradable que era que te tocaran aquellos dedos. Siempre es muy joven y guapa cuando la veo, y probablemente ese recuerdo es exacto, puesto que sólo tenía veintinueve años cuando murió. Vivimos en distintos apartamentos en Boston y en Cambridge, y creo que trabajaba para una especie de editorial de libros de texto, aunque yo era demasiado pequeño para tener una idea clara de lo que hacía allí. Lo que destaca más vívidamente en mi memoria son las ocasiones en que íbamos al cine juntos (películas de vaqueros con Randolph Scott, La guerra de los mundos, Pinocho), cómo nos sentábamos en la oscuridad del cine y nos comíamos poco a poco una bolsa de palomitas cogidos de la mano. Era capaz de contar chistes que me hacían reír a carcajadas, pero eso sucedía sólo raramente, cuando los planetas estaban en la conjunción propicia. A menudo se mostraba distraída, propensa a un ligero mal humor, y a veces percibía que emanaba de ella una verdadera tristeza, una sensación de que estaba batallando con alguna vasta y eterna confusión. A medida que fui creciendo, me dejaba en casa con niñeras por horas cada vez más a menudo, pero no entendí lo que significaban esas misteriosas salidas suyas hasta mucho después, cuando hacía mucho tiempo que habla muerto. Respecto a mi padre, sin embargo, el vacío era absoluto, tanto mientras ella vivió como después de muerta. Ese era un tema del que se negaba a hablar conmigo, y siempre que le preguntaba se mantenía inflexible.

–Se murió hace mucho tiempo –decía–, antes de que tú nacieras.

No había en toda la casa ninguna prueba de su existencia. Ni una fotografía, ni un nombre. Por falta de algo a que agarrarme, le imaginaba como una versión morena de Buck Rogers, un viajero espacial que habla pasado a la cuarta dimensión y no encontraba el camino de vuelta.

A mi madre la enterraron junto a sus padres en el cementerio de Westlawn, y yo me fui a vivir con el tío Victor en el barrio de North Side de Chicago. Gran parte de esa primera época se me ha borrado, pero según parece andaba muy alicaído, suspiraba lo mío y por las noches sollozaba hasta que me quedaba dormido como un patético huérfano de una novela decimonónica. En una ocasión, una boba conocida de Victor se encontró con nosotros en la calle y, cuando él nos presentó, se echó a llorar, se secó los ojos con un pañuelo y murmuró que yo debía de ser el hijo del amor de la pobre Emmie. Yo nunca habla oído esa expresión, pero comprendí que sugería cosas horribles y desgraciadas. Cuando le pedí al tío Victor que me la explicara, inventó una respuesta que no he olvidado nunca.

–Todos los hijos son hijos del amor –dijo–, pero sólo a los mejores les llaman así.

El hermano mayor de mi madre era un soltero de cuarenta y tres años, larguirucho y de nariz aguileña, que se ganaba la vida como clarinetista. Como todos los Fogg, tenía tendencia a la apatía y la ensoñación, a fugas repentinas y prolongados letargos. Después de un prometedor comienzo en la Orquesta de Cleveland, estos rasgos de su carácter acabaron por dominarle. Llegaba tarde a los ensayos porque se había dormido, se presentaba en los conciertos sin corbata y una vez tuvo la osadía de contar un chiste verde delante del concertino búlgaro. Después de que le despidieran, Victor fue de un sitio a otro con varias orquestas menores, a cual peor, y cuando regresó a Chicago en 1953 ya había aprendido a aceptar la mediocridad de su carrera. Cuando fui a vivir con él en febrero de 1958, daba clases de clarinete a principiantes y tocaba con la Howie Dunn’s Moonlight Moods, una pequeña orquestina que hacía las acostumbradas rondas de bodas, confirmaciones y fiestas de graduación. Victor sabía que le faltaba ambición, pero también sabía que habla otras cosas en el mundo aparte de la música. Tantas, en realidad, que a menudo se sentía abrumado por ellas. Como era de esa clase de personas que siempre están soñando con hacer otra cosa mientras están ocupadas, no podía sentarse a practicar una pieza sin detenerse a resolver mentalmente un problema de ajedrez, no podía jugar al ajedrez sin pensar en los fracasos de los Chicago Cubs, no podía ir al estadio de béisbol sin acordarse de un personaje secundario de Shakespeare, y luego, cuando al fin volvía a casa, no podía sentarse con un libro más de veinte minutos sin sentir la urgente necesidad de tocar el clarinete. Por lo tanto, dondequiera que estuviese y adondequiera que fuera, dejaba tras de sí un desordenado rastro de malas jugadas de ajedrez, marcadores con resultados provisionales y libros a medio leer.

Sin embargo, no era difícil querer al tío Victor. La comida era peor que la que me daba mi madre y los pisos en que vivimos estaban más sucios y abarrotados, pero a la larga ésas eran cuestiones sin importancia. Victor no pretendía ser algo que no era. Sabía que la paternidad estaba fuera de sus posibilidades y por lo tanto me trataba menos como a un niño que como a un amigo, un compañero en miniatura al que adoraba. Era un arreglo que nos convenía a los dos. Al cabo de un mes de mi llegada, habíamos desarrollado un juego consistente en inventar países entre los dos, mundos imaginarios que invertían las leyes de la naturaleza. Tardamos semanas en perfeccionar algunos de los mejores, y los mapas que dibujé de ellos los colgamos en un lugar de honor encima de la mesa de la cocina. La Tierra de la Luz Esporádica, por ejemplo, y el Reino de los Tuertos. Dadas las dificultades que el mundo real nos habla creado, probablemente era lógico que quisiéramos abandonarlo lo más a menudo posible.

Poco después de mi llegada a Chicago, el tío Victor me llevó a ver la película La vuelta al mundo en 80 días. El héroe de la historia se llamaba Fogg, como es sabido, y desde entonces el tío Victor me llamaba Phileas como apelativo cariñoso, una referencia secreta a ese extraño momento en que, como él dijo, “nos enfrentamos a nosotros mismos en la pantalla”. Al tío Victor le encantaba inventarse complicadas y disparatadas teorías acerca de las cosas y no se cansaba nunca de explicarme las glorias ocultas en mi nombre. Marco Stanley Fogg. Según él, demostraba que llevaba los viajes en la sangre, que la vida me llevaría a lugares donde ningún hombre había estado antes. Marco, naturalmente, era por Marco Polo, el primer europeo que visitó China; Stanley, por el periodista norteamericano que había seguido el rastro del doctor Livingstone hasta “el corazón del Africa más oscura”; y Fogg, por Phileas, el hombre que había dado la vuelta al mundo en menos de tres meses. No importaba que mi madre hubiese elegido Marco simplemente porque le gustaba, ni que Stanley fuese el nombre de mi abuelo, ni que Fogg fuera un nombre equivocado, el capricho de un funcionario norteamericano medio analfabeto. El tío Victor encontraba significados donde nadie los hubiera encontrado y luego, con mucha destreza, los convertía en una forma de apoyo clandestino. La verdad es que yo disfrutaba cuando me dedicaba tanta atención, y aunque sabía que sus discursos eran fanfarronadas y palabrerías, había una parte de mí que creía cada una de sus palabras. En breve, el nominalismo de Victor me ayudó a sobrevivir a las difíciles primeras semanas en mi nuevo colegio. Los nombres son la cosa más fácil de atacar, y Fogg se prestaba a multitud de espontáneas mutilaciones: Fag y Frog, por ejemplo, junto con innumerables referencias meteorológicas: Bola de Nieve, Hombre de Fango, Baboso. Cuando agotaron las posibilidades de mi apellido, concentraron su atención en mi nombre. La o final de Marco era un blanco evidente, que dio lugar a epítetos como Dumbo, Jerko y Mumbo Jumbo; pero otras ocurrencias desafiaban todas las expectativas. Marco se convirtió en Marco Polo; Marco Polo en Camisa Polo; Camisa Polo se transformó en Cara de Camisa; y Cara de Camisa en Cara de Mierda, un deslumbrante ejemplo de crueldad que me dejó aturdido la primera vez que lo oí. Finalmente sobreviví a mi iniciación escolar, pero me dejó la sensación de la infinita fragilidad de mi nombre. Este nombre estaba tan estrechamente ligado a mi sensación de quién era yo que deseaba protegerlo de ulteriores daños. Cuando tenía quince años, empecé a firmar todos mis trabajos M. S. Fogg, imitando pretenciosamente a los dioses de la literatura moderna, pero al mismo tiempo encantado del hecho de que las iniciales correspondieran a las de manuscrito. El tío Victor aprobó con entusiasmo este cambio de postura.

–Cada hombre es el autor de su propia vida –dijo–. El libro que estás escribiendo aún no está terminado. Por lo tanto, es un manuscrito. No podría haber nada más apropiado.

Poco a poco, Marco fue desapareciendo de la circulación pública. Yo era Phileas para mi tío, y cuando llegué a la universidad, para todos los demás era M. S. Unos cuantos graciosos señalaron que esas letras eran también las iniciales de una enfermedad,1 pero para entonces yo aceptaba con gusto cualquier nueva asociación o ironía que poder añadir a mi persona. Cuando conocí a Kitty Wu, ella me dio varios otros nombres, pero ésos eran de su exclusiva propiedad, por así decirlo, y también me alegré de recibirlos: Foggy, por ejemplo, que utilizaba sólo en ocasiones especiales, y Cyrano, que respondía a razones que aclararé más adelante. Si el tío Victor hubiera llegado a conocerla, estoy seguro de que habría sabido apreciar el hecho de que Marco, a su modesta manera, al fin hubiera puesto el pie en China.

Las lecciones de clarinete no iban bien (mi aliento se resistía, mis labios se impacientaban) y pronto encontré el modo de escabullirme. El béisbol me resultaba más atractivo, y a los once años ya me había convertido en uno de esos flacos chavales norteamericanos que iban a todas partes con el guante puesto y lo golpeaban con el puño derecho mil veces al día. No hay duda de que el béisbol me ayudó a superar algunos obstáculos en el colegio y cuando entré en la Liga Infantil aquella primavera, el tío Victor venía a ver casi todos los partidos para animarme. En julio de 1958 nos trasladamos repentinamente a Saint Paul, Minnesota (“una oportunidad excepcional”, dijo Victor, refiriéndose a un trabajo que le hablan ofrecido para enseñar música), pero al año siguiente ya estábamos de vuelta en Chicago. En octubre, Victor compró un televisor y me permitió faltar al colegio para ver a los White Sox perder la Serie Mundial en seis partidos. Ese fue el año de Early Wynn y los bulliciosos Sox, de Wally Moon y sus vertiginosas carreras completas. Nosotros éramos hinchas del Chicago, naturalmente, pero los dos nos alegramos secretamente cuando el hombre de las cejas gesticulantes echó uno fuera en el último partido. Al principio de la temporada siguiente volvimos a apoyar a los Cubs, los chapuceros e ineptos Cubs, el equipo dueño de nuestras almas. Victor era un acérrimo defensor del béisbol diurno y consideraba un bien moral que el rey del chicle no hubiera sucumbido a la perversión de la luz artificial.

–Cuando voy a un partido –decía–, las únicas estrellas que quiero ver son las del terreno de juego. Es un deporte que pide luz del sol y lana sudada. ¡El carro de Apolo suspendido en el cenit! ¡La gran bola ardiendo en el cielo americano!

Tuvimos largas discusiones durante aquellos años acerca de hombres como Ernie Banks, George Altman y Glen Hobbie. Éste era uno de sus favoritos, pero, en consonancia con su visión del mundo, mi tío afirmaba que nunca triunfaría como lanzador porque su nombre implicaba falta de profesionalidad. Los comentarios disparatados de este tipo eran la esencia del humor de Victor. Como para entonces yo me había aficionado verdaderamente a sus chistes, comprendía por qué tenía que decirlos con una cara muy seria.

Poco después de cumplir yo catorce años, la población de nuestra casa aumentó a tres. Dora Shamsky, de soltera Katz, era una fornida viuda de cuarenta y tantos años con una extravagante melena rubio platino y un trasero enfundado en una faja muy apretada. Desde el fallecimiento del señor Shamsky, ocurrido seis años antes, trabajaba de secretaria en la sección de actuarios de la compañía de seguros Mid–American Life. Su encuentro con el tío Victor tuvo lugar en la sala de baile del Hotel Featherstone, donde los Moonlight Moods estaban a mano para proporcionar entretenimiento musical en la fiesta de Nochevieja que la compañía daba todos los años. Después de un noviazgo rápido como un torbellino, la pareja ató el vínculo en marzo. Yo no vi nada de malo en el hecho en sí y actué orgullosamente de padrino en la boda. Pero una vez que el polvo empezó a posarse, me dolió observar que mi nueva tía no reía con mucho gusto las bromas de Victor, y me pregunté si eso no indicaría que era un poco obtusa, una falta de agilidad mental que no auguraba buenas perspectivas a la unión. Pronto aprendí que habla dos Doras. La primera era toda animación y actividad, un personaje brusco y masculino que se movía por la casa con la eficacia de un sargento, un baluarte de quebradizo buen humor, una sabelotodo, una mandona. La segunda Dora era una borracha coqueta, una mujer sensual, llorosa y autocompasiva que se tambaleaba por la casa en albornoz rosa y vomitaba sus borracheras en el suelo del cuarto de estar. De las dos, yo prefería con mucho a la segunda, aunque sólo fuera por la ternura que me demostraba entonces. Pero Dora borracha me planteaba un problema que no sabía resolver, porque esos derrumbamientos suyos ponían a Victor malhumorado y triste, y lo que yo más odiaba en el mundo era ver sufrir a mi tío. Victor podía soportar a la Dora sobria y gruñona, pero su embriaguez despertaba en él una severidad y una impaciencia que a mí me parecía antinatural, una perversión de su verdadero carácter. Lo bueno y lo malo estaban por lo tanto en guerra constante entre sí. Cuando Dora estaba bien, Victor estaba mal; cuando Dora estaba mal, Victor estaba bien. La Dora buena producía un Victor malo y el Victor bueno sólo reaparecía cuando Dora era mala. Permanecí prisionero de esta máquina infernal durante más de un año.

Afortunadamente, la compañía de autobuses de Boston me había pagado una indemnización generosa. Según los cálculos de Victor, habría suficiente dinero para costear cuatro años de universidad y vivir modestamente, y aún quedaría algo extra que me serviría para entrar en la llamada vida real. Durante los primeros años mantuvo este capital escrupulosamente intacto. Me mantenía de su propio bolsillo y lo hacía con alegría, orgulloso de su responsabilidad y sin mostrar la menor inclinación a tocar ni un céntimo de aquella suma. Sin embargo, cuando Dora entró en escena, Victor cambió de planes. Retiró los intereses acumulados, junto con una pequeña cantidad de lo otro, y me matriculó en un internado privado de New Hampshire, pensando que de este modo corregiría los efectos de su equivocación. Porque si Dora habla resultado no ser la madre que él había esperado proporcionarme, no veía ningún motivo para no buscar otra solución. Era una lástima tocar el capital, claro está, pero no había más remedio. Cuando tenía que enfrentarse a una elección entre el ahora y el luego, Victor siempre había elegido el ahora, y dado que toda su vida estaba ligada a la lógica de este impulso, era natural que optase por el ahora una vez más.

Pasé tres años en la Academia Anselm para chicos. Cuando volví a casa después del segundo año, Victor y Dora ya hablan separado sus vidas, pero no parecía que tuviera sentido volver a cambiarme de colegio, así que regresé a New Hampshire cuando se acabaron las vacaciones de verano. Las explicaciones de Victor respecto al divorcio eran bastante confusas, y nunca estuve seguro de lo que pasó en realidad. Habló algo de cuentas bancarias desaparecidas y de platos rotos, pero también mencionó a un hombre llamado George, y me pregunté si él también tendría que ver en el asunto. Sin embargo, no le insistí a mi tío para que me diera detalles, puesto que, en definitiva, parecía más aliviado que apenado por estar solo otra vez. Victor había sobrevivido a las batallas matrimoniales, pero eso no significaba que no le hubieran dejado heridas. Su aspecto era inquietantemente desaseado (le faltaban botones, los cuellos estaban sucios, los bajos de los pantalones raídos) y hasta sus chistes habían adquirido un carácter melancólico, casi patético. Esas señales ya eran bastante graves, pero lo más preocupante para mí eran sus fallos físicos. Había momentos en que daba traspiés (una misteriosa debilidad en las rodillas), tropezaba contra los muebles y no parecía saber dónde estaba. Yo sabía que la vida con Dora habla hecho estragos en él, pero tenía que haber algo más. Como no quería aumentar mi alarma, logré convencerme de que sus problemas tenían menos que ver con su cuerpo que con su estado anímico. Puede que estuviera en lo cierto, pero, pensándolo ahora, me cuesta creer que los síntomas que observé por primera vez aquel verano no estuvieran relacionados con el ataque al corazón que le mató tres años más tarde. Victor no me dijo nada, pero su cuerpo me hablaba en clave, y yo no tuve los recursos o la inteligencia necesarios para descifrar el mensaje.

Cuando volví a Chicago para las vacaciones de Navidad, la crisis parecía haber pasado. Victor habla recobrado en gran medida su fanfarronería y puesto en marcha, de repente, grandes proyectos. En septiembre, él y Howie Dunn habían disuelto la Moonlight Moods y habían formado otro grupo, aunando fuerzas con tres músicos más jóvenes que tocaban la batería, el piano y el saxofón. Ahora se llamaban Moon Men, Los Hombres de la Luna, y la mayoría de sus canciones eran números originales. Victor escribía las letras, Howie componía la música y los cinco las cantaban, más o menos.

–Se acabaron las viejas piezas clásicas –me anunció Victor cuando llegué–. Se acabaron las melodías bailables. Se acabaron las bodas y sus borrachos. Nos hemos salido del circuito del pollo de goma y vamos a intentar ir a lo grande.

No había duda de que habían montado un espectáculo original, y cuando fui a verlos actuar la noche siguiente, las canciones me parecieron una revelación: llenas de humor y de chispa, una forma bulliciosa de sátira que se burlaba de todo, desde la política al amor. Las letras de Victor tenían un sabor desenfadado de cancioneta, pero el tono subyacente era de un efecto casi swiftiano. Un cruce de Spike Jones con Schopenhauer, si tal cosa es posible. Howie les había conseguido una actuación en uno de los clubs del centro de Chicago y acabaron actuando allí todos los fines de semana desde el día de Acción de Gracias hasta el día de San Valentín. Cuando regresé a Chicago después de graduarme, ya tenían una gira a la vista e incluso se hablaba de grabar un disco para una compañía de Los Angeles. Y ahí es donde los libros del tío Victor entran en la historia. La gira iba a comenzar a mediados de septiembre y no sabía cuándo volvería.

Era de noche, tarde, y faltaba menos de una semana para que me fuera a Nueva York. Victor estaba sentado en su silla al lado de la ventana, fumándose un paquete de Raleighs y bebiendo schnapps en una jarra comprada en una tienda de baratillo. Yo estaba despatarrado en el sofá, flotando dichosamente en un estupor de whisky y tabaco. Llevábamos tres o cuatro horas hablando de cosas intrascendentes, pero ahora había un respiro en la conversación y cada uno se dejaba llevar en silencio por sus propios pensamientos. El tío Victor dio la última chupada a su cigarrillo, bizqueó cuando el humo subió por su mejilla, y luego apagó la colilla en su cenicero favorito, un recuerdo de la Feria Mundial de 1939. Mientras me examinaba con brumoso afecto, tomó otro sorbo de su bebida, hizo un ruido con los labios y lanzó un profundo suspiro.

–Ahora viene lo difícil –dijo–. Los finales, las despedidas, las famosas últimas palabras. Arrancar las estacas, creo que le llaman en las películas del Oeste. Aunque no tengas noticias mías a menudo, Phileas, recuerda que siempre pienso en ti. Ojalá pudiera decirte dónde voy a estar, pero nuevos mundos nos reclaman de repente a los dos y dudo que tengamos muchas ocasiones de escribirnos. –El tío Victor hizo una pausa para encender otro cigarrillo y vi que le temblaba la mano que sostenía la cerilla–. Nadie sabe cuánto durará esto –continuó–, pero Howie es muy optimista. Tenemos ya muchos contratos y sin duda habrá más. Colorado, Arizona, Nevada, California. Pondremos rumbo al Oeste, internándonos en las tierras salvajes. Creo que será interesante, independientemente de lo que salga de ello. Una panda de tipos urbanos en la tierra de los vaqueros y los indios. Pero me atrae la idea de esos espacios abiertos, la idea de tocar mi música bajo el cielo del desierto. ¿Quién sabe si no se me revelará allí una verdad nueva?

El tío Victor se rió, como para disimular la seriedad de ese pensamiento.

–La cuestión es –resumió– que con tanta distancia que recorrer tengo que viajar ligero de equipaje. Tendré que desechar cosas, regalarlas, tirarlas a la basura. Como me duele pensar en perderlas para siempre, he decidido dártelas a ti. ¿En quién más puedo confiar, después de todo? ¿Quién más puede seguir la tradición? Empezaré por los libros. Sí, sí, todos. Por lo que a mí respecta, no podría haber ocurrido en mejor momento. Cuando los conté esta tarde, había mil cuatrocientos noventa y dos volúmenes. Un número propicio, creo, porque evoca el recuerdo del descubrimiento de América, y la universidad a la que vas lleva ese nombre en honor de Colón. Algunos de estos libros son grandes, otros pequeños, unos son gordos, otros delgados, pero todos contienen palabras. Si lees esas palabras, puede que te ayuden en tu educación. No, no, ni hablar de eso. Ni una palabra de protesta. En cuanto estés instalado en Nueva York, te los mandaré. Me quedaré con un ejemplar de Dante, pero todos los demás son para ti. Además, está el ajedrez de madera. Yo me quedaré con el magnético, pero el de madera tienes que llevártelo tú. Luego está la caja de puros con los autógrafos de jugadores de béisbol. Tenemos casi todos los de los Cubs de las dos últimas décadas, algunas estrellas y numerosas luminarias menores de la liga. Matt Batts, Memo Luna, Rip Repulski, Putsy Caballero, Dick Drott. La oscuridad de esos nombres solos debería hacerlos inmortales. Después vienen diversas baratijas y chucherías. Mis ceniceros de recuerdo de Nueva York y El Alamo, las grabaciones de Haydn y de Mozart que hice con la Orquesta de Cleveland, el álbum de fotos de la familia, la placa que gané de niño por acabar el primero en el concurso musical del estado. Eso fue en 1924, aunque cueste creerlo, hace mucho, mucho tiempo. Por último, quiero que te quedes con el traje de tweed que compré en Loop hace unos cuantos inviernos. A mí no me hará falta en los sitios adonde voy, y está hecho de la mejor lana escocesa. Sólo me lo he puesto dos veces y si se lo doy al Ejército de Salvación, acabará en las espaldas de algún desgraciado alcohólico de Skid Row. Es mucho mejor que lo uses tú. Te dará cierta distinción, y no es ningún crimen tener el mejor aspecto posible, ¿verdad? Mañana temprano iremos al sastre para que te lo arregle.

»Bien, creo que eso es todo. Los libros, el ajedrez, la miscelánea, el traje... Ahora que he dispuesto de mi reino, me siento satisfecho. No hace falta que me mires de ese modo. Sé lo que hago y me alegro de haberlo hecho. Eres un buen chico, Phileas, y siempre estarás conmigo, esté donde esté. Por ahora, vamos en direcciones opuestas. Pero antes o después nos reuniremos de nuevo, estoy seguro. Al final todo sale bien, ¿comprendes?, todo conecta. Los nueve círculos. Los nueve planetas. Las nueve entradas. Nuestras nueve vidas. Piénsalo. Las correspondencias son infinitas. Pero ya basta de charlatanería por esta noche. Se hace tarde y el sueño nos llama a los dos. Ven, dame la mano. Sí, eso es, un buen apretón, firme. Así. Y ahora sacúdela. Eso es, un apretón de manos de despedida. Un apretón que nos dure hasta el fin de los tiempos.


Cada una o dos semanas, el tío Victor me enviaba una postal. Generalmente eran tarjetas turísticas de colores chillones: imágenes de puestas de sol en las Montañas Rocosas, fotos publicitarias de moteles de carretera, cactus, rodeos, ranchos para turistas, pueblos fantasma, panorámicas del desierto. A veces había frases de saludo impresas dentro de un lazo pintado y en una incluso hablaba una mula por medio de un bocadillo de tebeo que aparecía sobre su cabeza: Recuerdos desde Silver Gulch. Los mensajes de la parte de atrás eran breves y crípticos garabatos, pero lo que yo ansiaba no eran tanto noticias como señales de vida. El verdadero placer estaba en las propias postales, y cuanto más ordinarias y absurdas fueran, más feliz me hacía el recibirlas. Cada vez que encontraba una en mi buzón, me parecía que compartíamos una broma privada, y las mejores (una fotografía de un restaurante vacío en Reno, una mujer gorda a caballo en Cheyenne) incluso las pegué en la pared encima de mi cama. Mi compañero de cuarto entendió lo del restaurante vacío, pero la amazona le desconcertó. Le expliqué que tenía un extraordinario parecido con la ex mujer de mi tío, Dora. Teniendo en cuenta las cosas que pasan en el mundo, dije, era muy posible que la mujer fuese la mismísima Dora.

Como Victor no se quedaba mucho tiempo en ninguna parte, me era difícil contestarle. A finales de octubre le escribí una carta de nueve páginas contándole el apagón de Nueva York (me había quedado atrapado en un ascensor con dos amigos), pero no la eché al correo hasta enero, cuando los Hombres de la Luna comenzaban un contrato de tres semanas en Tahoe. Aunque no podía escribirle con frecuencia, conseguía mantenerme en contacto espiritual con él llevando su traje. No se puede decir que los trajes estuvieran precisamente de moda entre los estudiantes por entonces, pero me sentía como en casa dentro de él y puesto que a todos los efectos prácticos no tenía otra casa, continué poniéndomelo diariamente desde el principio del curso hasta el final. En momentos de tensión y tristeza, constituía para mí un consuelo sentirme arropado en el calor de la ropa de mi tío, y hubo veces en que imaginé que el traje me mantenía entero, que si no lo llevara puesto, mi cuerpo volarla en pedazos. Cumplía la función de una membrana protectora, una segunda piel que me escudaba de los golpes de la vida. Recordándolo ahora, me doy cuenta de la pinta tan curiosa que debía de tener: un muchacho flaco, despeinado, serio, claramente en desacuerdo con el resto del mundo. Pero la verdad era que yo no tenía el menor deseo de adaptarme. Si mis compañeros me colocaban la etiqueta de bicho raro, ése era su problema. Yo era el intelectual sublime, el futuro genio arisco y obstinado, el rebelde inconformista que se mantiene apartado de la manada. Casi me ruborizo al recordar las ridículas poses que adoptaba en aquella época. Era una grotesca amalgama de timidez y arrogancia, y alternaba largos e incómodos silencios con furiosos ataques de verborrea. Cuando me daba la vena, pasaba noches enteras en los bares, fumando y bebiendo como si quisiera matarme, citando versos de poetas menores del siglo xvi y oscuras frases en latín de filósofos medievales, y haciendo todo lo posible por impresionar a mis amigos. Los dieciocho años es una edad terrible, y aunque yo iba por ahí convencido de que en cierto modo era más maduro que mis compañeros de clase, la verdad era que únicamente había encontrado una manera diferente de ser joven. Más que nada, el traje era una divisa de mi identidad, el emblema de la forma en que yo deseaba que me vieran los demás. Objetivamente considerado, el traje no tenía nada de malo. Era un tweed oscuro, de un tono verdoso, a cuadritos y con solapas estrechas, una prenda sólida y bien hecha, pero después de varios meses de uso constante empezó a dar una impresión azarosa; colgaba de mi descarnada osamenta como una ocurrencia tardía, un torbellino de lana deformada. Lo que mis amigos no sabían, claro está, era que lo llevaba por razones sentimentales. Bajo mi postura inconformista, satisfacía también el deseo de tener a mi tío cerca de mí, y el corte de la prenda no tenía casi nada que ver en el asunto. Si Victor me hubiese dado un traje morado de petimetre, sin duda lo habría llevado con el mismo espíritu con que usaba el de tweed.

Cuando en primavera se acabaron las clases, rechacé la proposición de mi compañero de cuarto de que compartiéramos un piso el curso siguiente. Zimmer me agradaba bastante (de hecho, era mi mejor amigo), pero después de cuatro años de compañeros de cuarto y dormitorios escolares, no podía resistir la tentación de vivir solo. Encontré el apartamento de la calle 112 Oeste y me trasladé allí el 15 de junio; llegué con mis maletas justo momentos antes de que dos tipos fornidos trajeran las setenta y seis cajas de cartón con los libros del tío Victor, que habían estado en un almacén durante los últimos nueve meses. Era un apartamento estudio en el quinto piso de un edificio grande con ascensor: una habitación de tamaño mediano con una cocinita en el lado sureste, un armario empotrado, un cuarto de baño y un par de ventanas que daban a un patio. Las palomas aleteaban y arrullaban en el alféizar y abajo había seis cubos de basura abollados. Dentro, la luz era escasa, teñida de gris, e incluso en los días más soleados no entraba más que un miserable resplandor. Al principio sentí algunas punzadas, ligeros golpecitos de miedo ante la idea de vivir solo, pero luego hice un descubrimiento singular que me ayudó a cogerle gusto al sitio y a instalarme en él. En mi segunda o tercera noche allí, por casualidad, me encontré de pie entre las dos ventanas, situado en un ángulo oblicuo con respecto a la de la izquierda. Moví los ojos ligeramente en esa dirección y de repente vi una rendija de aire entre los dos edificios que había detrás. Veía Broadway, una pequeñísima, diminuta, porción de Broadway, y lo extraordinario era que todo el pedazo que vela estaba ocupado por un letrero de neón, una luminosa antorcha de letras rosas y azules que componían las palabras palacio de la luna. Reconocí el letrero del restaurante chino que había en la misma manzana, pero la fuerza con que me asaltaron aquellas palabras ahogó cualquier referencia o asociación práctica. Eran letras mágicas que colgaban en la oscuridad como un mensaje del cielo. palacio de la luna. Inmediatamente pensé en el tío Victor y en su grupo, y en aquel primer momento irracional los temores dejaron de hacer presa en mí. Nunca había experimentado nada tan súbito y absoluto. Una habitación desnuda y mugrienta se había transformado en un lugar de espiritualidad, un punto de intersección de extraños presagios y sucesos misteriosos y arbitrarios. Seguí mirando el letrero del Palacio de la Luna y, poco a poco, comprendí que habla venido al sitio adecuado, que este pequeño apartamento era exactamente donde debía vivir.

Pasé el verano trabajando media jornada en una librería, yendo al cine y enamorándome y desenamorándome de una chica que se llamaba Cynthia. cuyo rostro hace mucho tiempo que se desvaneció de mi memoria. Me sentía cada vez más a gusto en mi nuevo apartamento, y cuando se reanudaron las clases aquel otoño me lancé a una frenética ronda de copas hasta altas horas de la noche con Zimmer y mis amigos, de persecuciones amorosas y de largas y silenciosas borracheras de lectura y estudio. Mucho más adelante, cuando pensé en esas cosas desde la distancia de los años, comprendí lo fértil que aquella época resultó para mí.

Luego cumplí veinte años, y pocas semanas después recibí una larga carta del tío Victor, casi incomprensible, escrita a lápiz en la parte de atrás de unas hojas amarillas de pedido de la Enciclopedia Humboldt. Por lo que pude deducir, corrían tiempos duros para los Hombres de la Luna y, después de una larga racha de mala suerte (contratos incumplidos, pinchazos, un borracho que le había partido la nariz al saxofonista), el grupo había acabado disolviéndose. Desde noviembre, el tío Victor vivía en Boise, Idaho, donde había encontrado un trabajo temporal vendiendo enciclopedias de puerta en puerta. Pero las cosas no le habían salido bien, y por primera vez desde que le conocí, distinguí una nota de derrota en las palabras de Victor. “Mi clarinete está empeñado –decía la carta–, el saldo de mi cuenta es cero y los residentes de Boise no tienen ningún interés en las enciclopedias.”

Le mandé un giro a mi tío, seguido de un telegrama en el que le apremiaba a venir a Nueva York. Victor contestó unos días más tarde agradeciéndome la invitación. Tendría arreglados sus asuntos al final de la semana, decía, y entonces cogerla el primer autobús que saliera. Calculé que llegaría el martes, el miércoles a más tardar. Pero el miércoles llegó y pasó, y Victor no apareció. Envié otro telegrama, pero no recibí contestación. Las posibilidades de desastre me parecían infinitas. Imaginé todas las cosas que podían sucederle a un hombre entre Boise y Nueva York y de pronto todo el continente americano se transformó en una inmensa zona de peligro, una terrible pesadilla de trampas y laberintos. Traté de localizar al dueño de la pensión de Victor, no conseguí nada por ese lado, y entonces, como último recurso, llamé a la policía de Boise. Le expliqué cuidadosamente mi problema al sargento que estaba al otro extremo de la línea, un hombre llamado Neil Armstrong. Al día siguiente el sargento Armstrong me llamó para darme la noticia. Habían encontrado al tío Victor muerto en su habitación de la calle Doce Norte, derrumbado en una silla con el abrigo puesto y un clarinete a medio montar entre los dedos de su mano derecha. Había dos maletas llenas junto a la puerta. La habitación fue registrada, pero las autoridades no encontraron nada que pareciera sospechoso. Según el informe preliminar del forense, la causa probable de la muerte era un ataque cardíaco.

–Mala suerte, muchacho –añadió el sargento–. Lo siento de veras.

Volé al Oeste a la mañana siguiente para resolver los trámites. Identifiqué el cuerpo de Victor en el depósito de cadáveres, pagué sus deudas, firmé papeles e impresos y lo arreglé todo para que mandaran sus restos a Chicago. El hombre de la funeraria de Boise estaba preocupado por el estado en que se encontraba el cuerpo. Después de descomponerse en su habitación casi una semana, no se podía hacer mucho con él.

–Yo en su lugar –me dijo– no esperaría milagros.

Organicé el entierro por teléfono, me puse en contacto con unos cuantos amigos de Victor (Howie Dunn, el saxofonista de la nariz rota, algunos de sus antiguos alumnos), hice un débil intento de localizar a Dora (no pude encontrarla) y luego acompañé el ataúd hasta Chicago. Victor fue enterrado junto a mi madre y el cielo nos obsequió con un diluvio mientras estábamos allí viendo desaparecer a nuestro amigo bajo la tierra. Luego fuimos a casa de los Dunn, en North Side, donde la señora Dunn había preparado un modesto almuerzo de fiambres y sopa caliente. Yo llevaba cuatro horas llorando sin parar, y me bebí en poco rato cinco o seis bourbons dobles con la comida. Me animaron considerablemente, y al cabo de una hora o cosa así empecé a cantar en voz alta. Howie me acompañó al piano y durante un rato la reunión se hizo bastante estridente. Luego vomité en el suelo y se rompió el hechizo. A las seis me despedí de todos y salí vacilante a la lluvia. Vagué ciegamente durante dos o tres horas, vomité otra vez en el escalón de una puerta y luego me encontré a una prostituta delgada y de ojos grises que se llamaba Agnes y estaba parada debajo de un paraguas en una calle iluminada por las luces de neón. La acompañé a una habitación del Hotel Eldorado, le di una breve conferencia sobre los poemas de sir Walter Raleigh y luego le canté nanas mientras ella se desnudaba y abría las piernas. Me llamó lunático, pero le di cien dólares y aceptó pasar la noche conmigo. Sin embargo, dormí mal, y a las cuatro de la madrugada me levanté silenciosamente, me puse mi ropa mojada y cogí un taxi para ir al aeropuerto. Estaba en Nueva York a las diez de la mañana.


Al final, el problema no era la pena. La pena era la primera causa, tal vez, pero pronto dejó paso a otra cosa, algo más tangible, de efectos más calculables, más violento en el daño que producía. Toda una cadena de fuerzas se había puesto en marcha y en un momento determinado empecé a bambolearme, a volar alrededor de mí mismo en círculos cada vez más grandes, hasta que finalmente me salí de órbita.

La verdad era que mi situación económica se estaba deteriorando. Me había dado cuenta de ello hacia algún tiempo, pero hasta entonces la amenaza había sido solamente algo que se alzaba en la lejanía y no había pensado seriamente en el asunto. A consecuencia de la muerte de Victor, sin embargo, y de los miles de dólares que me había gastado en aquellos días terribles, el presupuesto que debía permitirme acabar mi carrera universitaria había quedado hecho añicos. A menos que hiciera algo para reponer el dinero, no podría llegar hasta el final. Calculé que si seguía gastando al ritmo que llevaba, mi capital se agotaría en el mes de noviembre del último curso. Y con eso quiero decir todo: cada centavo, cada níquel hasta el mismísimo fondo.

Mi primer impulso fue dejar la universidad, pero, después de darle vueltas a la idea un día o dos, pensé que era mejor no hacerlo. Le había prometido a mi tío que me graduaría, y puesto que él ya no podía aprobar el cambio de planes, no me sentía libre de romper mi palabra. Además estaba la cuestión del servicio militar. Si dejaba la universidad ahora, me revocarían la prórroga de estudiante, y no me atraía la idea de marchar al encuentro de una muerte temprana en las junglas de Asia. Así que me quedaría en Nueva York y continuaría asistiendo a mis clases en Columbia. Esa era la decisión juiciosa, lo que debía hacer. Después de un comienzo tan prometedor, no debería haberme resultado difícil seguir actuando de una forma sensata. Había toda clase de opciones disponibles para personas en mi situación –becas, préstamos, programas de trabajo y estudio–, pero en cuanto empecé a pensar en ellos, reaccioné con asco. Fue una respuesta involuntaria, repentina, un brusco ataque de náuseas. Comprendí que no quería tomar parte en esas cosas y por lo tanto las rechacé todas, tercamente, despectivamente, sabiendo muy bien que acababa de sabotear mi única esperanza de sobrevivir a la crisis. A partir de aquel momento, de hecho, no hice nada que me ayudara, me negué a mover un dedo. Dios sabe por qué me comporté así. Entonces me inventé incontables razones, pero, en último término, probablemente todo se reducía a la desesperación. Estaba desesperado, y, frente a tanto cataclismo, me parecía necesaria algún tipo de acción drástica. Deseaba escupirle al mundo, hacer algo lo más extravagante posible. Con todo el fervor y el idealismo de un joven que ha pensado demasiado y ha leído demasiados libros, decidí que lo mejor era no hacer nada: mi acción consistiría en una negativa militante a realizar ninguna acción. Esto era nihilismo elevado al nivel de una proposición estética. Convertiría mi vida en una obra de arte, sacrificándome en aras de tan exquisitas paradojas que cada respiración me enseñaría a saborear mi propia condena. Las señales apuntaban a un eclipse total, y aunque buscaba a tientas otra lectura, la imagen de esa oscuridad me iba atrayendo gradualmente, me seducía por la simplicidad de su diseño. No haría nada por impedir que ocurriera lo inevitable, pero tampoco correría a su encuentro. Si por ahora la vida podía continuar como siempre había sido, tanto mejor. Tendría paciencia, aguantaría firme. Simplemente, sabía lo que me esperaba, y tanto daba que sucediera hoy o mañana, porque sucedería de todas formas. Eclipse total. El animal había sido sacrificado; sus entrañas, descifradas. La luna ocultaría el sol y, en ese momento, yo me desvanecería. Estaría completamente arruinado, sería un desecho de carne y hueso sin un céntimo en el bolsillo.

Fue entonces cuando empecé a leer los libros del tío Victor. Dos semanas después del entierro, elegí al azar una de las cajas, corté cuidadosamente la cinta adhesiva con un cuchillo y leí todo lo que había en su interior. Resultó ser una extraña mezcla, embalados sin ningún orden o propósito aparente. Había novelas y obras de teatro, libros de historia y de viajes, manuales de ajedrez y novelas policíacas, ciencia ficción y filosofía; un caos absoluto de letra impresa. No me importaba. Leí todos los libros hasta el final y me negué a juzgarlos. Por lo que a mi concernía, cada libro era igual a todos los demás, cada frase se componía del número adecuado de palabras y cada palabra estaba exactamente donde tenía que estar. Esa fue la forma que elegí de llorar la muerte del tío Victor. Una por una, abriría cada caja, y uno por uno, leería cada libro. Esa era la tarea que me habla fijado, y la cumplí hasta el final.

Todas las cajas contenían una mezcolanza similar a la primera, un batiburrillo de malo y bueno, montones de literatura efímera esparcidos entre los clásicos, manoseados libros de bolsillo emparedados entre ejemplares de tapas duras, noveluchas baratas alternando con Donne y Tolstoi. El tío Victor nunca habla organizado su biblioteca de ninguna forma sistemática. Cuando compraba un libro lo colocaba en el estante al lado del que había comprado antes de ése, y poco a poco las hileras se iban extendiendo, ocupando mayor espacio a medida que pasaban los años. Así era precisamente como habían entrado los libros en las cajas. La cronología, al menos, estaba intacta, la secuencia se había preservado por omisión. Consideré que éste era un orden perfecto. Cada vez que abría una caja penetraba en un segmento nuevo de la vida de mi tío, un período determinado de días, semanas o meses, y me consolaba pensar que estaba ocupando el mismo espacio mental que mi tío habla ocupado antes, leyendo las mismas palabras, viviendo las mismas historias, quizá albergando los mismos pensamientos. Era casi como seguir la ruta de un explorador de tiempos lejanos, repitiendo sus pasos cuando se abría camino por las tierras vírgenes, avanzando hacia el oeste con el sol, persiguiendo la luz hasta que finalmente se extinguía. Dado que las cajas no estaban numeradas ni etiquetadas, no tenía modo de saber de antemano en qué período iba a entrar. El viaje, por tanto, estaba hecho de breves excursiones discontinuas. De Boston a Lenox, por ejemplo. De Minneapolis a Sioux Falls. De Kenosha a Salt Lake City. No me importaba tener que ir dando saltos por el mapa. Al final, se llenarían todas las lagunas, se cubrirían todas las distancias.

Ya había leído muchos de esos libros y otros me los había leído Victor en voz alta: Robinsón Crusoe, El doctor Jekyll y Mr. Hyde, El hombre invisible. Sin embargo, no dejé que eso se interpusiera en mi camino. Me adentré en todos con la misma pasión, devorando las obras conocidas tan ávidamente como las nuevas. Pilas de libros acabados se alzaban en los rincones de mi habitación y cuando una de estas torres parecía estar en peligro de derrumbar–e, llenaba dos bolsas de la compra con los volúmenes amenazados y me los llevaba la próxima vez que iba a Columbia. Justo al otro lado del campus, en Broadway, estaba la Librería Chandler, una ratonera abarrotada y polvorienta que hacía un buen negocio con la compraventa de libros usados. Entre el verano de 1967 y el verano de 1969 hice docenas de visitas a ese lugar, y poco a poco me desprendí de mi herencia. Esa fue la única acción que me permití: hacer uso de lo que ya poseía. Me resultó desgarrador separarme de las antiguas pertenencias del tío Victor, pero al mismo tiempo sabía que él no me lo hubiera reprochado. De alguna manera, había saldado mi deuda con él leyendo los libros, y ahora que andaba tan escaso de fondos parecía lógico que diera el paso siguiente y los convirtiera en dinero contante.

El problema era que no sacaba lo suficiente. Chandler era duro regateando y su concepto de los libros era tan diferente del mío que apenas sabía qué decirle. Para mí, los libros no eran tanto el soporte de las palabras como las palabras mismas y el valor de un libro estaba determinado por su calidad espiritual más que por su estado físico. Un Homero con las esquinas levantadas era más valioso que un Virgilio impecable, por ejemplo; tres volúmenes de Descartes, menos que uno de Pascal. Esas eran diferencias esenciales para mí, pero para Chandler no existían. Para él, un libro no era más que un objeto, una cosa que pertenecía al mundo de las cosas y, como tal, no era radicalmente distinto de una caja de zapatos, una escobilla del retrete o una cafetera. Cada vez que le traía otra parte de la biblioteca del tío Victor, el viejo empezaba con su rutina. Tocaba los libros con desprecio, examinaba los lomos, buscaba marcas y manchas, dando siempre la impresión de alguien que está manejando un montón de basura. Esas eran las reglas del juego. Degradando los libros, Chandler podía ofrecer precios ínfimos. Después de treinta años de práctica, tenía perfectamente aprendido el numerito, un repertorio de murmullos y apartes, de gestos de ascos, chasquidos de lengua y tristes sacudidas de cabeza. La actuación estaba concebida para hacerme comprender que mi criterio no tenía ningún valor, para avergonzarme y obligarme a reconocer la audacia de haberle llevado aquellos libros. ¿Me estás diciendo que quieres dinero por esto? ¿Esperas que el basurero te pague por llevarse tu basura?

Yo sabía que me estaba estafando, pero raras veces me molestaba en protestar. ¿Qué podía hacer, después de todo? Chandler negociaba desde una posición de fuerza y nada cambiaría eso, porque yo siempre necesitaba desesperadamente vender y a él le era indiferente comprar. Tampoco servía de nada que yo fingiera indiferencia. Sencillamente, la venta no se habría realizado, y no vender era peor que ser estafado. Descubrí que generalmente sacaba más cuando llevaba pequeñas cantidades de libros, no más de doce o quince cada vez. Entonces, el precio medio por volumen subía muy ligeramente. Pero cuanto menor fuera la compraventa, mayor sería la frecuencia con que tendría que volver, y yo sabía que debía reducir mis visitas al mínimo, porque cuanto más tratara con Chandler, más se debilitaría mi posición. Por lo tanto, hiciera lo que hiciera, Chandler salía ganando. A medida que pasaban los meses, el viejo dejó de hacer ningún esfuerzo por hablarme. Nunca me saludaba, nunca sonreía, nunca me daba la mano. Su actitud era tan impersonal que a veces llegué a preguntarme si me recordaba de una vez para otra. En lo que a Chandler concernía, yo podría haber sido un nuevo cliente cada vez que entraba: una colección de desconocidos dispares, una horda fortuita.

A medida que vendía los libros, mi apartamento iba experimentando muchos cambios. Era inevitable, ya que cada vez que, abría una nueva caja, simultáneamente destruía un mueble. Mi cama quedó desmantelada, mis sillas se fueron encogiendo hasta que desaparecieron, mi mesa de trabajo se atrofió hasta dejar un espacio vacío. Mi vida se había convertido en un cero creciente, algo que podía incluso ver: un vacío palpable, floreciente. Cada incursión en el pasado de mi tío, producía un resultado físico, un efecto en el mundo real. Las consecuencias estaban siempre ante mis ojos y no había forma de escapar de ellas. Quedaban tantas cajas, tantas habían desaparecido. Me bastaba con mirar mi habitación para saber lo que estaba sucediendo. La habitación era una máquina que medía mi situación: cuánto quedaba de mí, cuánto se había ido. Yo era a la vez el perpetrador y el testigo, el autor y el público de un teatro en el que había una sola persona. Podía seguir el proceso de mi propio descuartizamiento. Pedazo a pedazo, me veía desaparecer.


Aquéllos eran tiempos difíciles para todos, desde luego. Los recuerdo como un tumulto de política y multitudes, de megáfonos, atrocidades y violencia. En la primavera de 1968, cada día parecía vomitar un nuevo cataclismo. Cuando no era Praga, era Berlín; cuando no era París, era Nueva York. En Vietnam había medio millón de soldados. El presidente anunció que no se presentaría para la reelección. La gente moría asesinada. Tras años de combate, la guerra se había hecho tan grande que hasta los menores pensamientos estaban ya contaminados por ella y yo sabía que no importaba lo que hiciera o no hiciera; formaba parte de ella tanto como todo el mundo. Una tarde, cuando estaba sentado en un banco del parque de Riverside mirando hacia el agua, vi estallar un depósito de petróleo en la otra orilla. Las llamas llenaron el cielo de pronto, y mientras miraba los pedazos de material ardiendo que flotaban en el Hudson y venían a parar a mis pies, se me ocurrió que no se podía separar lo interior de lo exterior sin causar grandes daños a la verdad. Poco después, ese mismo mes, el campus de Columbia se convirtió en un campo de batalla y cientos de estudiantes fueron arrestados, entre ellos algunos soñadores como Zimmer y yo. No tengo intención de comentar nada de eso aquí. Todo el mundo conoce la historia de esa época y no tendría objeto volver sobre ella. Pero eso no significa que quiera que sea olvidada. Mi propia historia se alza sobre los escombros de aquellos días, y a menos que se entienda así, nada de ella tendrá sentido.

Para cuando comencé las clases de mi tercer año (septiembre de 1967), hacía tiempo que mi traje había desaparecido. Maltratado por el chaparrón de Chicago, los fondillos de los pantalones se habían gastado, la chaqueta se había roto por las costuras de los bolsillos y de la abertura, y finalmente lo abandoné como una causa perdida. Lo colgué en mi armario como recuerdo de tiempos más felices y salí a comprarme la ropa más barata y duradera que pude encontrar: botas de trabajo, pantalones vaqueros, camisas de franela y una chaqueta de cuero de segunda mano procedente de una tienda de excedentes del ejército. Mis amigos se quedaron asombrados de mi transformación, pero no les expliqué nada, puesto que lo que pensaran era la menor de mis preocupaciones. Lo mismo pasó con el teléfono. No lo hice desconectar para aislarme del mundo, sino simplemente porque era un gasto que ya no podía permitirme. Cuando Zimmer me arengó un día delante de la biblioteca, quejándose de lo difícil que se había vuelto ponerse en contacto conmigo, eludí el tema de mis problemas económicos soltándole un largo discurso sobre cables, voces y la muerte del contacto humano.

–Una voz transmitida eléctricamente no es una voz real –le dije–. Todos nos hemos acostumbrado a estos simulacros de nosotros mismos, pero cuando te paras a pensarlo, el teléfono es un instrumento de distorsión y fantasía. Es una comunicación entre fantasmas, las secreciones verbales de mentes sin cuerpo. Yo quiero ver a la persona con la que estoy hablando. Si no puedo verla, prefiero no hablar con ella.

Estas actuaciones se iban convirtiendo en algo cada vez más típico de mi comportamiento: las excusas, las palabras poco sinceras, las extrañas teorías que sostenía en respuesta a preguntas perfectamente razonables. Puesto que no quería que nadie supiera lo pobre que era, no veía otra alternativa para salir de estos apuros que mentir. Cuanto peor era mi situación, más disparatados y rebuscados se volvían mis inventos. Por qué había dejado de fumar, por qué había dejado de beber, por qué había dejado de comer en restaurantes; siempre era capaz de inventar alguna explicación absurdamente racional. Acabé hablando como un eremita anarquista, un chiflado a la última, un ludita. Pero a mis amigos les hacía gracia, y de ese modo conseguía proteger mi secreto. Sin duda el orgullo desempeñaba un papel en estos embustes, pero lo fundamental era que no deseaba que nadie se interpusiese en el camino que me había marcado. Hablar del asunto sólo habría conducido a la compasión, quizá incluso a ofrecimientos de ayuda, y eso lo habría estropeado todo. Así que me amurallaba en el delirio de mi proyecto, hacía el payaso siempre que tenía ocasión y esperaba pacientemente a que el plazo se agotara.

El último año fue el más duro. Dejé de pagar los recibos de la luz en noviembre y en enero ya habla venido un hombre de la compañía a desconectar el contador. Durante varias semanas probé diversas velas, estudiando el precio, la luminosidad y la duración de cada clase. Con sorpresa, descubrí que las velas conmemorativas judías eran las mejores con relación a su precio. Las luces y sombras móviles me parecían preciosas y, ahora que la nevera (con sus caprichosos e inesperados estremecimientos) había sido silenciada, pensé que probablemente estaba mejor sin electricidad. Otra cosa no podría decirse de mí, pero era flexible y resistente. Buscaba las ventajas ocultas que traía consigo cada privación y una vez que aprendía a vivir sin una cosa determinada, la apartaba de mi mente para siempre. Sabía que el proceso no podía continuar indefinidamente, que al final habría cosas de las que no podría prescindir, pero por el momento me maravillaba de lo poco que echaba de menos las cosas que habían desaparecido. Lenta pero constantemente, iba descubriendo que era capaz de ir muy lejos, mucho más lejos de lo que habla creído posible.

Después de pagar la matrícula del último semestre, me quedaron seiscientos dólares. Todavía tenía una docena de cajas, además de la colección de autógrafos y el clarinete. Para hacerme compañía, a veces montaba el instrumento y soplaba dentro de él, llenando el apartamento de extrañas eyaculaciones de sonido, un bullicio de chillidos y gemidos, de risas y gruñidos quejumbrosos. En marzo le vendí los autógrafos a un coleccionista llamado Milo Flax, un extraño hombrecillo con un halo de pelo rubio rizado que se anunciaba en las últimas páginas del Sporting News. Cuando Flax vio la imponente colección de firmas de los Cubs en la caja se quedó pasmado. Mientras examinaba los papeles lleno de reverencia, me miró con lágrimas en los ojos y predijo audazmente que 1969 sería el año de los Cubs. Casi acierta, claro, porque de no haber sido por un bajón al final de la temporada, combinado con el meteórico ascenso de esa chusma de los Mets, seguramente así habría sido. Los autógrafos me proporcionaron ciento cincuenta dólares, que cubrieron más de un mes de alquiler. Los libros me daban de comer, y así conseguí mantener la cabeza fuera del agua en abril y mayo y terminar mis estudios en un frenesí de empollar y mecanografiar a la luz de las velas. Entonces vendí la máquina de escribir por veintiséis dólares, lo cual me permitió alquilar un birrete y una toga para asistir a la contraceremonia de graduación organizada por los estudiantes para protestar por las ceremonias oficiales de la universidad.

Había hecho lo que me habla propuesto hacer, pero no tenía la posibilidad de saborear mi triunfo. Había llegado a mis últimos cien dólares y sólo quedaban tres cajas de libros. Ya no podía pagar el alquiler y, aunque la fianza me daba otro mes de respiro, era seguro que después me echarían. Si las notificaciones empezaban en julio, la crisis se produciría en agosto, lo que quería decir que en septiembre me encontraría en la calle. Pero desde la perspectiva del primero de junio, el final del verano parecía estar a años luz. El problema no era tanto qué haría entonces, sino cómo llegar hasta esa fecha. Por los libros me darían aproximadamente cincuenta dólares. Sumados a los noventa y seis que todavía tenía, contaba con ciento cuarenta y seis dólares para vivir los siguientes tres meses. No parecía suficiente, pero limitándome a una comida al día, prescindiendo de periódicos, autobuses y toda clase de gastos frívolos, calculé que tal vez lo conseguiría. Así comenzó el verano de 1969. Parecía casi seguro que sería el último que pasarla en la tierra.


Durante todo el invierno y el principio de la primavera había almacenado mis alimentos en el alféizar de la ventana. Algunas cosas se habían congelado durante los meses más fríos (pastillas de mantequilla, envases de queso blando), pero nada que no fuera comestible después se había deshelado. El problema principal había sido preservar mis provisiones del hollín y las cagadas de paloma, pero pronto aprendí a envolverías en una bolsa de plástico antes de ponerlas fuera. Después de que el viento se llevara una de estas bolsas durante una tormenta, empecé a anclarlas con una cuerda al radiador de la habitación. Me hice muy hábil en el manejo de este sistema y, dado que afortunadamente el gas estaba incluido en el alquiler, la cuestión alimentaria parecía estar controlada. Pero eso fue mientras hizo frío. La estación había cambiado y, con el sol brillando en el cielo durante trece o catorce horas diarias, la solución del alféizar era más perjudicial que beneficiosa. La leche se cuajaba; los zumos se ponían rancios; la mantequilla se derretía y se convertía en relucientes charcos de limo amarillo. Soporté varios desastres de este tipo y luego empecé a cambiar mi dieta, comprendiendo que tenía que prescindir de todos los productos que perecían con el calor. El 12 de junio me senté y planifiqué mi nuevo régimen. Leche en polvo, café instantáneo y paquetes pequeños de pan, ésas serían mis provisiones habituales. Y comería todos los días lo mismo: huevos, el alimento más barato y más nutritivo conocido por el hombre. De vez en cuando me permitiría el lujo de una manzana o una naranja, y si el ansia se hacia demasiado fuerte, haría el exceso de tomarme una hamburguesa o una lata de estofado de carne. La comida no se estropearía y (teóricamente al menos) yo no me moriría de inanición. Dos huevos al día, pasados por agua durante dos minutos y medio para que estuvieran en el punto perfecto, dos rebanadas de pan, tres tazas de café y toda el agua que pudiera beber. Aunque no era muy atractivo, el régimen tenía al menos cierta elegancia geométrica. Dada la pobreza de las opciones, traté de animarme con esa idea. No morí de inanición, pero era raro el momento en que no tenía hambre. Soñaba a menudo con comida y mis noches de ese verano estuvieron llenas de visiones de banquetes y glotonería: fuentes de solomillos y cordero, suculentos cochinillos flotando en bandejas, tartas y dulces como castillos, gigantescos boles de fruta. Durante el día, mi estómago me gritaba constantemente, gorgoteando con un torrente de jugos gástricos insatisfechos, acosándome con su vacío, y sólo gracias a un supremo esfuerzo conseguía ignorarlo. Aunque no estaba nada gordo al principio, continué perdiendo peso a medida que avanzaba el verano. De cuando en cuando metía una moneda en una báscula para ver lo que me estaba sucediendo. De 75 kilos que pesaba en junio, bajé a 68 en julio y luego a 60 en agosto. Para alguien que pasaba del metro ochenta, esto empezaba a ser peligrosamente poco. Al fin y al cabo, la piel y los huesos sólo pueden sostenerte hasta cierto limite, luego se llega a un punto en que se producen daños graves.

Intentaba separarme de mi cuerpo, eludir mi dilema fingiendo que no existía. Otros habían recorrido ese camino antes que yo y todos habían descubierto lo que yo acabé descubriendo por mí mismo: la mente no puede vencer a la materia, porque cuando se le pide demasiado, demuestra rápidamente que también ella es materia. Para elevarme por encima de mi circunstancia tenía que convencerme de que yo ya no era real y el resultado fue que toda la realidad empezó a oscilar ante mí. Cosas que no estaban allí aparecían de repente ante mis ojos y luego se desvanecían. Un vaso de limonada fría, por ejemplo. Un periódico con mi nombre en los titulares. Mi viejo traje extendido sobre la cama, perfectamente intacto. En una ocasión incluso vi una versión anterior de mí mismo tambaleándose por la habitación, buscando como un borracho por los rincones algo que no pudo encontrar. Estas alucinaciones duraban sólo un instante, pero continuaban resonando dentro de mí horas y horas. También había períodos en que sencillamente me perdía. Se me ocurría una idea y para cuando terminaba de seguirla hasta su conclusión, levantaba la vista y descubría que era de noche. No tenía forma de explicar qué había pasado en las horas que había perdido. En otras ocasiones, me encontraba masticando comida imaginaria, fumando cigarrillos imaginarios, lanzando anillos de humo imaginario al aire. Esos eran los peores momentos de todos, tal vez, porque entonces me daba cuenta de que ya no podía confiar en mí mismo. Mi mente había empezado a ir a la deriva y, una vez que eso sucedía, me veía impotente para detenerla.

La mayoría de estos síntomas no aparecieron hasta mediados de julio. Antes de eso me había leído disciplinadamente los últimos libros del tío Victor y se los había vendido a Chandler. Pero cuanto más me acercaba al final, más problemas me daban los libros. Notaba que mis ojos entraban en contacto con las palabras de la página, pero ningún significado me llegaba de ella, ningún sonido hacia eco en mi cabeza. Las marcas negras me parecían totalmente desconcertantes, una arbitraria colección de líneas y curvas que no transmitían nada más que su propio mutismo. Al final, ya ni siquiera pretendía entender lo que leía. Sacaba un libro de la caja, lo abría por la primera página y luego pasaba el dedo a lo largo de la primera línea. Cuando llegaba al final, hacía lo mismo con la segunda, luego con la tercera y así sucesivamente hasta que acababa la página. Así fue como terminé la tarea: como un ciego leyendo en braille. Si no podía ver las palabras, al menos quería tocarlas. Estaba ya tan mal que me parecía que esto tenía sentido. Toqué todas las palabras que habla en esos libros y de ese modo me gané el derecho a venderlos.

La casualidad quiso que le llevara los últimos a Chandler el mismo día que los astronautas aterrizaron en la luna. Cobré un poco más de nueve dólares por la venta y cuando iba andando por Broadway decidí entrar en el Bar y Parrilla Quinn’s, un pequeño antro en la esquina sureste de la calle 108. El día era extremadamente caluroso y no parecía haber nada de malo en permitirse el lujo de un par de cervezas de diez centavos. Me senté en un taburete de la barra al lado de tres o cuatro clientes habituales, disfrutando de las luces tenues y de la frescura del aire acondicionado. Había un televisor grande en color que resplandecía extrañamente por encima de las botellas de whisky de centeno y bourbon y así fue como presencié el acontecimiento. Vi a las dos figuras acolchadas dar sus primeros pasos en aquel mundo sin aire, rebotando como juguetes sobre el paisaje, conduciendo un carrito de golf entre el polvo, plantando una bandera en el ojo de la que en otro tiempo había sido la diosa del amor y la locura. Radiante Diana, pensé, imagen de todo lo que es oscuro en nuestro interior. Luego habló el presidente. Con voz solemne e inexpresiva declaró que aquél era el acontecimiento más importante desde la creación del hombre. Los veteranos de la barra se rieron al oír esto y creo que yo también conseguí sonreír una o dos veces. Pero, pese a lo absurdo del comentario, había una cosa que nadie podía discutir: desde el día en que fue expulsado del paraíso, Adán nunca había estado tan lejos de casa.

Después de aquello, viví durante unos días en un estado de casi perfecta tranquilidad. Mi apartamento estaba ahora desnudo, pero en lugar de desanimarme como pensé que ocurriría, parecía que ese vacío me daba consuelo. Soy incapaz de explicarlo, pero de repente mis nervios se calmaron y en los siguientes tres o cuatro días casi empecé a reconocerme de nuevo. Es curioso usar semejante palabra en este contexto, pero durante el breve periodo que siguió a la venta de los últimos libros del tío Victor, hasta me atrevería a decir que estaba feliz. Como un epiléptico al borde de un ataque, había entrado en ese extraño semimundo en el cual todo empieza a brillar, a emanar una nueva y asombrosa claridad. Apenas hice nada en esos días, me paseaba por la habitación, me tumbaba en el colchón, escribía mis pensamientos en un cuaderno. Daba igual. Incluso el hecho de no hacer nada me parecía importante y no tenía remordimientos por dejar pasar las horas ociosamente. De vez en cuando me plantaba entre las dos ventanas y miraba el letrero del Palacio de la Luna. Hasta eso era placentero y siempre parecía generar una serie de pensamientos interesantes. Ahora esos pensamientos me resultaban un tanto oscuros –racimos de descabelladas asociaciones, un laberíntico circuito de ensoñaciones–, pero en aquel momento tenía la sensación de que eran enormemente significativos. Puede que la palabra luna hubiese cambiado para mí después de ver a los hombres vagando por su superficie. Puede que me impresionara la coincidencia de haber conocido a un hombre llamado Neil Armstrong en Boise, Idaho, y luego ver a un hombre del mismo nombre volar por el espacio exterior. Puede que, sencillamente, el hambre me hiciese delirar y las luces del letrero me dejasen hipnotizado. No puedo estar seguro de nada de ello, pero el hecho era que las palabras Palacio de la Luna empezaron a apoderarse de mi mente con todo el misterio y la fascinación de un oráculo. Todo estaba mezclado en ellas al mismo tiempo: el tío Victor y China, cohetes espaciales y música, Marco Polo y el Oeste americano. Miraba el letrero y empezaba a pensar en la electricidad. Eso me llevaba al apagón ocurrido en mi primer año en la universidad, lo cual a su vez me conducía a los partidos de béisbol jugados en Wrigiey Field, y esto me hacía volver al tío Victor y a las velas conmemorativas que ardían en el borde de mi ventana. Un pensamiento iba dando paso a otro en una espiral de masas cada vez mayores de conexiones. La idea de viajar a lo desconocido, por ejemplo, y el paralelismo entre Colón y los astronautas. El descubrimiento de América como consecuencia del fracaso en el intento de llegar a China; la comida china y mi estómago vacío; pensamiento, como en alimento para el pensamiento, y la cabeza como palacio de los sueños. Pensaba: el Proyecto Apolo; Apolo, el dios de la música; tío Victor y los Hombres de la Luna viajando hacia el Oeste. Pensaba: el Oeste, la guerra contra los indios, la guerra del Vietnam, en otro tiempo llamado Indochina. Pensaba: armas, bombas, explosiones; nubes nucleares en los desiertos de Nevada y Utah; y luego me preguntaba: ¿por qué se parece tanto el Oeste americano al paisaje lunar? Así seguía interminablemente y cuanto más me abría a estas secretas correspondencias, más próximo me sentía a la comprensión de alguna verdad fundamental respecto al mundo. Tal vez me estaba volviendo loco, pero sentía, sin embargo, una tremenda fuerza que se agitaba dentro de mí, un gozo gnóstico que penetraba profundamente en el corazón de las cosas. Luego, súbitamente, tan súbitamente como había adquirido esta fuerza, la perdí. Había estado viviendo dentro de mis pensamientos tres o cuatro días y una mañana me desperté y me encontré en otra parte: de vuelta en el mundo de los fragmentos, de vuelta en el mundo del hambre y las desnudas paredes blancas. Me esforcé por recobrar el equilibrio de los días anteriores, pero no pude. El mundo me aplastaba de nuevo y apenas podía respirar.

Entré en un nuevo periodo de desolación. La obstinación me había sostenido hasta entonces, pero poco a poco noté que mi resolución se debilitaba, y el uno de agosto ya estaba a punto de desmoronarme. Hice todo lo que pude por ponerme en contacto con varios amigos, completamente dispuesto a pedirles un préstamo, pero no conseguí mucho. Unas cuantas caminatas agotadoras bajo el calor, un puñado de monedas malgastadas. Era verano y todo el mundo parecía haberse marchado de la ciudad. Incluso Zimmer, la única persona con la que sabía que podía contar, había desaparecido misteriosamente. Fui varias veces a su apartamento de la esquina de la avenida Amsterdam y la calle 120, pero nadie abrió la puerta. Metí mensajes en su buzón y por debajo de su puerta, pero no hubo ninguna respuesta. Me enteré mucho después de que Zimmer se había mudado a otro apartamento. Cuando le pregunté por qué no me había dado su nueva dirección, me contestó que yo le había dicho que iba a pasar el verano en Chicago. Naturalmente, a mí se me había olvidado esa mentira; había inventado tantas mentiras que ya no podía llevar el control.

Puesto que no sabía que Zimmer se había marchado de allí, continué yendo a su antiguo apartamento y dejando mensajes. Un domingo por la mañana, a principios de agosto, finalmente ocurrió lo inevitable. Llamé al timbre, plenamente convencido de que allí no había nadie, volviéndome ya para irme mientras apretaba el botón, cuando oí movimientos dentro: el arrastrar de una silla, el ruido de unas pisadas, una tos. Me inundó una oleada de alivio, pero todo se quedó en nada un instante después, cuando se abrió la puerta. La persona que debería haber sido Zimmer no lo era. Era alguien totalmente distinto: un joven con barba oscura y rizada y el pelo hasta los hombros. Deduje que acababa de despertarse porque no llevaba nada encima salvo unos calzoncillos.

–¿Qué desea? –me preguntó, examinándome con expresión amable aunque algo desconcertada.

En ese momento oí risas en la cocina (una mezcla de voces femeninas y masculinas) y comprendí que había llegado cuando estaban celebrando alguna fiesta.

–Creo que me he equivocado de sitio –dije–. Buscaba a David Zimmer.

–Oh –dijo el desconocido con toda naturalidad–, tú debes de ser Fogg. Me preguntaba cuándo volverías a aparecer por aquí.

Fuera hacía un día brutal –un calor canicular, abrasador– y la caminata casi me mata. Ahora, de pie frente a la puerta, con el sudor chorreándome hasta los ojos y notando los músculos esponjosos y tontos, me preguntaba si había oído bien al desconocido. Mi impulso fue dar media vuelta y salir corriendo, pero de pronto me sentí tan débil que temí desmayarme. Puse la mano en el marco de la puerta para apoyarme y dije:

–Perdona, ¿podrías repetir lo que has dicho? Creo que no te he entendido la primera vez.

–He dicho que debes de ser Fogg –repitió el desconocido–. Es bien sencillo. Si buscas a Zimmer, debes de ser Fogg. Fogg era el que dejó todos esos mensajes debajo de la puerta.

–Muy astuto –dije, dejando escapar un pequeño suspiro–. Supongo que no sabes dónde vive Zimmer ahora.

–Lo siento. No tengo la menor idea.

Una vez más, empecé a reunir valor para marcharme, pero justo cuando estaba a punto de dar media vuelta, vi que el desconocido me miraba fijamente. Era una mirada extraña y penetrante, dirigida directamente a mi cara.

–¿Pasa algo? –le pregunté.

–Estaba pensando si serías amigo de Kitty.

–¿Kitty? –dije–. No conozco a nadie que se llame Kitty. Nunca he conocido a nadie que se llamara así.

–Llevas la misma camiseta que ella. Eso me hizo pensar que a lo mejor tenías algo que ver con ella.

Me miré el pecho y vi que llevaba una camiseta de los Mets. La había comprado a principios de año en una venta de ropa usada por diez centavos.

–Ni siquiera me gustan los Mets –dije–. Yo soy de los Cubs.

–Es una coincidencia curiosa –siguió él, sin hacer caso de lo que yo había dicho–. A Kitty le va a encantar. Le encantan esas cosas.

Antes de que tuviera ocasión de protestar, me encontré conducido por el brazo hacia la cocina. Allí había un grupo de cinco o seis personas sentadas alrededor de la mesa tomando un desayuno de domingo. La mesa estaba atestada de comida: huevos con bacon, una cafetera llena de café, rosquillas y crema de queso, una fuente de pescado ahumado. No había visto nada semejante desde hacia meses y apenas supe cómo reaccionar. Era como si de repente me hubieran colocado en medio de un cuento de hadas. Yo era el niño hambriento que había estado perdido en el bosque y ahora me encontraba en la casa encantada, la casita hecha de comida.

–Mirad todos –dijo sonriente mi anfitrión medio desnudo–. Es el hermano gemelo de Kitty.

Entonces me presentó a todos los que estaban en la mesa. Me sonrieron y me saludaron y yo hice lo que pude por devolverles la sonrisa. Resultó que la mayoría de ellos eran estudiantes de Juilliard, músicos, bailarines, cantantes. El nombre del dueño de la casa era Jim o John y se había mudado al antiguo apartamento de Zimmer el día anterior. Los demás habían estado de fiesta aquella noche y, en vez de irse a casa después, habían decidido ir a ver a Jim o John, de sorpresa, con un desayuno para celebrar de manera improvisada la inauguración de su apartamento. Eso explicaba que él estuviera casi desnudo (estaba durmiendo cuando ellos llamaron al timbre) y la abundancia de comida que veía ante mí. Asentí cortésmente cuando me contaron todo esto, pero sólo fingía escucharles. La verdad era que no me importaba lo más mínimo y para cuando terminaron la historia ya se me habían olvidado los nombres de todos. A falta de algo mejor que hacer, examiné a mi hermana gemela, una muchacha china, menuda, de diecinueve o veinte años, con pulseras de plata en ambas muñecas y una cinta de cuentas estilo navajo alrededor de la cabeza. Me devolvió la mirada con sonrisa –una sonrisa excepcionalmente cordial, pensé, llena de humor y complicidad– y luego volví mi atención a la mesa, incapaz de apartar los ojos de ella durante mucho rato. Los olores de la comida habían empezado a torturarme y mientras estaba allí de pie, esperando a que me invitaran a sentarme, lo más que podía hacer era contenerme para no arrebatar algo de la mesa y metérmelo en la boca. Por fin fue Kitty la que rompió el hielo.

–Ahora que mi hermano ha venido –dijo, evidentemente entrando en el espíritu del momento–, lo menos que podemos hacer es pedirle que desayune con nosotros.

Me dieron ganas de besarla por haber leído mi pensamiento de ese modo. A continuación hubo un momento incómodo, sin embargo, cuando no pudieron encontrar una silla más, pero Kitty vino de nuevo en mi ayuda, indicándome que me sentara entre ella y la persona que estaba a su derecha. Rápidamente me encajé en el hueco, plantando una nalga en cada silla. Me pusieron un plato delante junto con todo lo necesario: cuchillo, tenedor, vaso, taza, servilleta y cuchara. Después, entré en un trance de comer y olvidar. Era una respuesta infantil, pero una vez que la comida entró en mi boca, ya no pude controlarme. Engullí un plato tras otro, devorando todo lo que me ponían delante, y finalmente era como si hubiera perdido la cabeza. Dado que la generosidad de los otros parecía infinita, seguí comiendo hasta que desapareció todo lo que había en la mesa. Así es como lo recuerdo, al menos. Me atiborré durante quince o veinte minutos y cuando terminé, lo único que quedaba era un montoncito de raspas de pescado. Nada más. Busco en mi memoria alguna otra cosa y no encuentro nada. Ni un pedazo. Ni una miga de pan siquiera.

Sólo entonces me di cuenta de que los demás me estaban mirando atentamente. ¿Tan horroroso había sido?, me pregunté. ¿Había babeado y dado el espectáculo? Me volví hacia Kitty y le dediqué una débil sonrisa. Más que asqueada parecía atónita. Eso me tranquilizó un poco, pero deseaba reparar cualquier ofensa que hubiera podido causar a los demás. Era lo menos que podía hacer, pensé: cantar a cambio de la comida, hacerles olvidar que acababa de lamer sus platos. Mientras esperaba una oportunidad para entrar en la conversación, me sentí cada vez más consciente de lo agradable que era estar sentado al lado de mi gemela largo tiempo perdida. Por comentarios de la charla, deduje que era bailarina, y no había duda de que la camiseta de los Mets le sentaba mucho mejor a ella que a mí. Era difícil no sentirse impresionado, y mientras ella seguía charlando y riendo con los otros, yo le lanzaba miraditas de reojo. No llevaba maquillaje ni sujetador, pero al moverse producía un constante tintineo de pulseras y pendientes. Tenía unos senos bien formados y los exhibía con admirable despreocupación, sin hacer ostentación de ellos ni fingir que no existían. La encontraba muy guapa, pero más que eso me gustaba su forma de estar, el hecho de que no parecía paralizada por su belleza como les ocurre a tantas chicas guapas. Tal vez fuera la libertad de sus gestos, la naturalidad y pragmatismo que notaba en su voz. No era una niña mimada de clase media como los otros, sino alguien que sabía moverse por el mundo, que había aprendido cosas por si misma. El hecho de que pareciese complacida por la proximidad de mi cuerpo, que no rehuyera el contacto de mi hombro y mi pierna, que incluso permitiera que su brazo desnudo tocara el mío, todas estas cosas me llevaron al borde de la tontería.

Encontré una oportunidad de intervenir en la conversación unos minutos después. Alguien empezó a hablar de la llegada a la luna y entonces otro afirmó que no había tenido lugar realmente. Todo eso era un truco, dijo, un montaje televisivo organizado por el gobierno para desviar nuestra atención de la guerra.

–La gente está dispuesta a creerse cualquier cosa que les digan –añadió–, incluso un número de circo rodado en un estudio de Hollywood.

No necesitaba más para hacer mi entrada. Salté con el comentario más extravagante que se me ocurrió, asegurando tranquilamente que el alunizaje de hacía un mes no sólo era auténtico, sino que no era, ni mucho menos, el primero. Los hombres habían ido a la luna desde hacía cientos de años, quizá incluso miles. Todos se rieron disimuladamente cuando dije eso, pero entonces me lancé a fondo en mi mejor estilo cómico–pedante y durante los siguientes diez minutos les abrumé con una muestra de erudición lunar, repleta de referencias a Luciano, Godwin y otros. Quería impresionarles con lo mucho que sabía, pero también quería hacerles reír. Embriagado por la comida que acababa de terminar, decidido a demostrarle a Kitty que yo era diferente de todas las

personas que hubiera conocido, me fui creciendo hasta alcanzar mi mejor forma y pronto mi discurso rápido y agudo les tenía a todos muertos de risa. Entonces empecé a describir el viaje de Cyrano a la luna y alguien me interrumpió. Cyrano de Bergerac no era real, me dijo, era un personaje de una obra de teatro, un hombre de ficción. No podía dejar pasar ese error sin corregirlo, así que hice una breve digresión para contarles la historia de la vida de Cyrano. Bosquejé su juventud como soldado, comenté su carrera de filósofo y poeta y expuse con cierto detalle las diversas tribulaciones que encontró a lo largo de los años: sus dificultades económicas, su terrible combate con la sífilis, sus luchas con las autoridades por sus opiniones progresistas. Les conté que finalmente halló un protector en el Duc d’Arpajon y que, justo tres años después, murió en una calle de París cuando una piedra cayó desde un tejado y fue a aterrizar en su cabeza. Hice una pausa teatral para permitirles asimilar el grotesco humor de esta tragedia.

–Sólo tenía treinta y seis años –dije–, y hasta la fecha nadie sabe si fue un accidente o no. ¿Le asesinaron sus enemigos, o fue simplemente una casualidad, el ciego azar que arrojó la destrucción desde el cielo? Ah, pobre Cyrano. No era ninguna quimera, amigos míos. Era un ser de carne y hueso, un hombre de verdad que vivió en el mundo real y en 1649 escribió un libro sobre su viaje a la luna. Puesto que se trata de un relato de primera mano, no veo por qué podría nadie poner en duda lo que dice. Según Cyrano, la luna es un mundo como éste. Vista desde ese mundo, nuestra tierra tiene exactamente el mismo aspecto que la luna desde aquí. El Jardín del Edén se encuentra en la luna y cuando Adán y Eva comieron el fruto del Arbol de la Ciencia, Dios los desterró a la tierra. Al principio Cyrano intenta viajar a la luna atándose al cuerpo botellas de rocío más ligero que el aire, pero, al llegar a la Media Distancia, vuelve a bajar a la tierra flotando y aterriza en medio de una tribu de indios desnudos de Nueva Francia. Allí construye una máquina que finalmente le lleva a su destino, lo cual prueba sin duda que América ha sido siempre el lugar ideal para los lanzamientos lunares. La gente que encuentra en la luna mide cinco metros y medio y anda a cuatro patas. Habla dos lenguajes diferentes, pero ninguno se compone de palabras. El primero, que es el que usa la gente vulgar, es un intrincado código de gestos pantomímicos que requiere un constante movimiento de todas las partes del cuerpo. El segundo es el que hablan las clases superiores y consiste en sonido puro, un complejo pero inarticulado tarareo que recuerda mucho a la música. Los selenitas no comen tragando el alimento, sino oliéndolo. Su dinero es poesía, poemas escritos en pedazos de papel cuyo valor está determinado por el valor del poema mismo. El peor crimen es la virginidad y se espera de los jóvenes que se muestren irrespetuosos con sus padres. Se considera que cuanto más larga tenga la nariz una persona, más noble será su carácter. A los hombres de nariz chata se les castra, porque los selenitas prefieren extinguir una raza que verse obligados a vivir con semejante fealdad. Hay libros que hablan y ciudades que viajan. Cuando muere un filósofo, sus amigos beben su sangre y comen su carne. De la cintura de los hombres cuelgan penes de bronce, de la misma manera que los franceses del siglo XVII solían llevar espadas. Como le explicó un selenita al desconcertado Cyrano: ¿acaso no es mejor honrar los instrumentos de la vida que los de la muerte? Cyrano se pasa buena parte del libro encerrado en una jaula. Por lo pequeño que es, los selenitas piensan que debe ser un loro sin plumas. Al final, un gigante negro le arroja de nuevo a la tierra con el Anticristo.

Seguí hablando durante varios minutos más, pero tanta charla me había agotado y notaba que mi inspiración comenzaba a flaquear. A mitad de mi última conferencia (sobre Julio Verne y el Club de Tiradores de Baltimore), me abandonó por completo. Mi cabeza se encogió, luego se volvió inmensamente grande; veía extrañas luces y cometas pasando como relámpagos por detrás de mis ojos; mis tripas empezaron a sonar, a hincharse con puñaladas de dolor y de repente noté que iba a vomitar. Sin una palabra de advertencia, interrumpí mi discurso, me levanté de la mesa y anuncié que tenía que marcharme.

–Gracias por vuestra amabilidad –dije–, pero urgentes asuntos me reclaman. Sois personas buenas y encantadoras y os prometo que os recordaré a todos en mi testamento.

Era una actuación de perturbado, el espectáculo de un loco. Salí de la cocina tambaleándome, volcando una taza de café al levantarme, y me dirigí a tientas hacia la puerta. Cuando llegué allí, Kitty estaba de pie frente a mí. Éste es el día en que aún no he comprendido cómo pudo llegar antes que yo.

–Eres un hermano muy raro –dijo–. Pareces un hombre, pero luego te conviertes en un lobo. Después, el lobo se transforma en una máquina parlante. Para ti todo es cuestión de boca, ¿no? Primero la comida, luego las palabras, entran por la boca y salen por la boca. Pero olvidas lo mejor que se puede hacer con la boca. Después de todo, soy tu hermana y no te voy dejar ir sin que me des un beso de despedida.

Empecé a disculparme, pero entonces, antes de que yo pudiera decir nada, Kitty se alzó de puntillas, me puso la mano en la nuca y me besó. Con mucha ternura, pensé, casi con compasión. No sabía cómo tomármelo. ¿Debía considerarlo un beso auténtico, o era sólo parte del juego? Antes de que pudiera resolver mi duda, apoyé casualmente la espalda contra la puerta y ésta se abrió. Me pareció que era un mensaje, una secreta indicación de que aquello había llegado a su fin, así que, sin una palabra más, seguí retrocediendo, di media vuelta cuando mis pies cruzaron el umbral y me fui.


Después de ese día no hubo más comidas gratis. Cuando recibí la segunda notificación de desahucio el 13 de agosto, me quedaban treinta y siete dólares. Casualmente, ése fue el día en que los astronautas llegaron a Nueva York para el desfile con confetti. El departamento de Sanidad informó después que se habían arrojado en las calles durante las celebraciones trescientas toneladas de basura. Era un récord absoluto, afirmaron, el desfile más largo de la historia del mundo. Me mantenía apartado de estas cosas. No sabiendo ya por dónde rondar, salía de mi apartamento lo menos posible, tratando de conservar las escasas fuerzas que me quedaban. Una rápida escapada a la esquina para comprar provisiones y vuelta a casa, nada más. Tenía el culo en carne viva de limpiarme con las bolsas de papel marrón que me daban en el mercado, pero era el calor lo que más me hacía sufrir. El aire en el apartamento era insoportable, inmóvil como en una sauna pesaba sobre mí día y noche, y por más que abriera las ventanas no lograba que entrara algo de brisa en la habitación. Mis poros chorreaban constantemente. Incluso estar sentado me hacia sudar y el menor movimiento provocaba una inundación. Bebía toda el agua que podía. Me daba baños fríos, metía la cabeza debajo del grifo, me ponía toallas mojadas en la cara, en el cuello y en las muñecas. Esto me proporcionaba escaso alivio, pero al menos me mantenía limpio. El jabón del cuarto de baño se había reducido ya a una pequeña lasca blanca y tenía que guardarlo para afeitarme. Como mis reservas de hojas de afeitar también estaban en las últimas, me limité a dos afeitados por semana, haciéndolos coincidir cuidadosamente con los días en que salía a la compra. Aunque probablemente daba igual, me consolaba pensar que conseguía mantener las apariencias.

Lo esencial era planificar el siguiente paso. Pero eso era precisamente lo que me creaba mayores problemas, lo que ya no era capaz de hacer. Había perdido la capacidad de pensar en el futuro, y por mucho que intentara imaginarlo, no lo veía, no veía nada en absoluto. El único futuro que me había pertenecido era el presente que estaba viviendo y la lucha por permanecer en ese presente había borrado gradualmente lo demás. Ya no tenía ideas. Los momentos se desplegaban uno tras otro y en cada momento el futuro se alzaba delante de mí como un vacío, una página en blanco de incertidumbre. Si la vida era una historia, como solía decir el tío Victor, y cada hombre era el autor de su propia historia, entonces yo me la iba inventando sobre la marcha. Trabajaba sin argumento, escribiendo cada frase según me venía y negándome a pensar en la siguiente. Todo eso estaba muy bien, pero ahora no se trataba de si era capaz de escribir la historia improvisándola. Eso ya lo había hecho. La cuestión era qué iba a hacer cuando la pluma se quedara sin tinta.

El clarinete todavía estaba allí, guardado en su estuche junto a mi cama. Ahora me avergüenza reconocerlo, pero casi caí en la tentación de venderlo. Peor aún, un día llegué a llevarlo a una tienda de música para averiguar cuánto valía. Cuando vi que no me darían por él lo suficiente para pagar un mes de alquiler, abandoné la idea. Pero ésa fue la única razón que me evitó la indignidad de llevar a cabo la venta. Cuando pasó el tiempo, comprendí lo cerca que había estado de cometer un pecado imperdonable. El clarinete era mi último lazo con el tío Victor y por ser el último, porque no había más rastros de él, llevaba dentro de sí toda la fuerza de su alma. Siempre que lo miraba sentía esa fuerza en mi interior. Era algo a que agarrarme, una tabla de náufrago que me mantenía a flote.

Varios días después de mi visita a la tienda de música, un desastre menor estuvo a punto de ahogarme. Los dos huevos que iba a poner en un cacharro con agua para hacerme mi comida diaria se me resbalaron de los dedos y se rompieron en –el suelo. Eran los dos últimos huevos que tenía en casa y no pude remediar la sensación de que esto era lo más cruel, lo más terrible que me había sucedido nunca. Los huevos se estrellaron con un ruido desagradable. Recuerdo que me quedé allí parado viendo con horror cómo rezumaban y se extendían por el suelo. Las claras translúcidas penetraron en las grietas y de pronto había suciedad por todas partes, un lodo viscoso de baba y cáscara. Una yema había sobrevivido milagrosamente a la caída, pero cuando me agaché para recogerla, se me escapó de la cuchara y se partió. Me sentí como si hubiera estallado una estrella, como si un gran sol hubiese muerto de repente. El amarillo se extendió sobre la clara y luego empezó a girar en espiral, convirtiéndose en una inmensa nebulosa, en un desecho de gases interestelares. Era demasiado para mí, la última e imponderable gota. Cuando sucedió esto, me senté y me eché a llorar.

Luchando por dominar mis emociones, salí y me permití el lujo de una comida en el Palacio de la Luna. No me sirvió de nada. La autocompasión habla dado paso al despilfarro y me detestaba por haber cedido a ese impulso. Para llevar aún más lejos mi disgusto, empecé con sopa de huevo estrellado, incapaz de resistirme a la perversidad del chiste. A continuación tomé arroz frito, un plato de gambas picantes y una cerveza china. Pero el bien que estos alimentos podían haberme hecho quedó anulado por el veneno de mis pensamientos. El arroz casi me dio arcadas. Aquello no era un almuerzo, me dije, era una última comida, la que se le sirve al condenado antes de arrastrarlo a la horca. Mientras me obligaba a masticar y a tragar, me acordé de una frase de la última carta de Raleigh a su esposa, escrita la víspera de su ejecución: Mi cerebro se ha roto. Nada podía haber sido más apropiado que esas palabras. Pensé en la cabeza cercenada de Raleigh, que su esposa conservó en una caja de cristal. Pensé en la cabeza de Cyrano, aplastada por la piedra que le cayó encima. Luego imaginé mi cabeza partida, derramando su contenido como los huevos que se me habían caído al suelo. Sentía que el cerebro se me iba saliendo gota a gota. Me veía hecho pedazos.

Le dejé una propina exorbitante al camarero y volví andando a mi casa. Al entrar en el portal hice una parada rutinaria en el buzón y descubrí que había algo dentro. Aparte de las notificaciones de desahucio, era el primer correo que recibía ese mes. Por breves instantes imaginé que un benefactor desconocido me había enviado un cheque, pero luego examiné la carta y vi que era simplemente una notificación de otro tipo. Tenía que presentarme el 16 de septiembre para un examen médico militar. Teniendo en cuenta mi estado físico en aquel momento, me tomé la noticia con bastante calma. A esas alturas ya apenas tenía importancia dónde cayera la piedra. Nueva York o Indochina, me dije, al final venían a ser la misma cosa. Si Colón confundió América con Cathay, ¿quién era yo para andar con sutilezas geográficas? Entré en mi apartamento y metí la carta en el estuche del clarinete del tío Victor. Al cabo de unos minutos había conseguido olvidarla por completo.

Oí que alguien llamaba a la puerta con los nudillos, pero decidí que no valía la pena hacer el esfuerzo de ver quién era. Estaba pensando y no quería que me molestaran. Varias horas después oí que volvían a llamar. Esta segunda vez, la llamada era muy diferente de la primera y pensé que no podía tratarse de la misma persona. Era un aporreo grosero y brutal, un puño airado que hacía que la puerta temblara, mientras que la primera llamada había sido discreta, casi vacilante: obra de un solo nudillo que enviaba un mensaje íntimo con ligeros golpecitos sobre la madera. Estuve varias horas dándole vueltas en la cabeza a estas diferencias, reflexionando sobre la riqueza de información humana que se esconde en tan simples sonidos. Si las dos llamadas habían sido hechas por la misma persona, pensé, entonces el contraste parecía indicar una tremenda frustración y me costaba trabajo imaginar que nadie tuviera tan desesperada necesidad de verme. Lo cual significaba que mi primitiva interpretación era la correcta. Habían sido dos personas distintas. Una venía como amigo, la otra no. Una era probablemente una mujer, la otra no. Continué pensando en ello hasta que se hizo de noche. En cuanto me di cuenta de que estaba oscuro encendí una vela y seguí pensando en lo mismo hasta que me dormí. Sin embargo, en todo aquel tiempo no se me ocurrió preguntarme quiénes podían haber sido esas personas. Más aún, no hice el menor esfuerzo por comprender por qué no quería saberlo.

Los golpes empezaron de nuevo a la mañana siguiente. Cuando conseguí despertarme lo suficiente como para saber que no estaba soñando, oí ruido de llaves en el descansillo, un trueno estrepitoso que estalló en mi cabeza. Abrí los ojos y en aquel momento la llave entró en la cerradura. El pestillo se corrió, la puerta se abrió violentamente y Simón Fernández, el portero del edificio, entró en la habitación. Lucía su acostumbrada barba de dos días e iba vestido con los mismos pantalones color caqui y la misma camiseta blanca que llevaba desde principios de verano, un conjunto bastante mugriento a aquellas alturas, con manchas de hollín gris y huellas de varias docenas de comidas. Me miró directamente a los ojos y fingió no verme. Desde Navidad, cuando no le di el aguinaldo (otro gasto eliminado), Fernández se habla vuelto hostil. Se acabaron los saludos, la charla sobre el tiempo y las historias sobre su primo Ponce, el que casi había conseguido entrar en el equipo de los Cleveland Indians. Fernández se vengaba actuando como si yo no existiera y hacía meses que no cruzábamos una palabra. Aquella mañana crucial, sin embargo, se produjo un cambio de estrategia. Se paseó por la habitación durante unos minutos, dando golpecitos en las paredes como si las estuviera inspeccionando y luego, al pasar junto a mi cama por segunda o tercera vez, se detuvo, se volvió e hizo un exagerado gesto de sorpresa como si me viera por primera vez.

–Vaya –dijo–. ¿Todavía usted está aquí?

–Todavía estoy aquí –dije–. Por así decirlo.

–Tiene que marcharse hoy –afirmó Fernández–. El apartamento está alquilado para el día uno, ¿sabe?, y Willie viene mañana por la mañana con los pintores. No querrá que los polis tengan que sacarle a rastras de aquí, ¿verdad?

–No se preocupe. Me marcharé con tiempo sobrado.

Fernández miró a su alrededor con aires de propietario, luego meneó la cabeza asqueado.

–Vaya sitio, amigo. Si no le molesta que se lo diga, me recuerda un ataúd. Una de esas cajas de madera en que entierran a los vagabundos.

–Mi decorador ha estado de vacaciones –dije–. Pensábamos pintar las paredes de un azul huevo de petirrojo, pero no estábamos seguros de si iría bien con los baldosines de la cocina. Decidimos pensarlo un poco más antes de lanzarnos.

–Un chico universitario tan listo como usted. ¿Tiene algún problema o qué?

–Ningún problema. Unos cuantos reveses financieros, eso es todo. El mercado ha estado bajo últimamente.

–Si se necesita dinero, hay que trabajar para ganarlo. Que yo sepa, usted se pasa todo el día sentado sobre su culo. Como un chimpancé en el zoo, ¿me entiende? No se puede pagar el alquiler si no se tiene un trabajo.

–Pero yo sí tengo un trabajo. Me levanto por la mañana como todo el mundo y luego intento ver si consigo llegar al final del día. Ese es un trabajo de jornada completa. Nada de diez minutos para el café, nada de fines de semana, nada de pagas extraordinarias, nada de vacaciones. No es que me queje, pero el sueldo es bastante bajo.

–Habla usted como un pirado. Un pirado universitario muy listo.

–No sobreestime la universidad. No es para tanto como se dice.

–Yo en su lugar, iría al médico –dijo Fernández, mostrando de repente cierta compasión–. Quiero decir, basta con mirarle. Está que da pena verle. Ya no le quedan más que huesos.

–He estado a dieta. No es fácil tener muy buen aspecto tomando dos huevos pasados por agua al día.

–No sé –dijo Fernández, siguiendo sus propios pensamientos–. A veces es como si todo el mundo se hubiera vuelto loco. Si quiere que le diga lo que pienso, la culpa es de esas cosas que están lanzando al espacio. Todas esas mierdas raras, los satélites y los cohetes. Si mandas gente a la luna, tiene que pasar algo. ¿Sabe lo que quiero decir? Eso hace que la gente haga cosas extrañas. No puedes joder el cielo y esperar que no pase nada.

Desplegó el ejemplar del Daily News que llevaba en la mano izquierda y me enseñó la primera página. Aquélla era la demostración, la prueba definitiva. Al principio no entendía, pero luego vi que era una fotografía aérea de una multitud. Había decenas de miles de personas, una gigantesca aglomeración de cuerpos, más cuerpos de los que yo habla visto nunca reunidos en un sitio. Woodstock. Tenía tan poco que ver con lo que estaba sucediendo entonces que no supe qué pensar. Aquella gente era de mi edad, pero por lo identificado que me sentía con ellos, igual podían haber estado en otro planeta.

Fernández se fue. Yo me quedé donde estaba durante varios minutos, luego me levanté de la cama y me vestí. No tardé mucho en estar listo. Llené una mochila con unas cuantas cosas, me puse el estuche del clarinete debajo del brazo y salí por la puerta. Estábamos a finales de agosto de 1969. Tal y como lo recuerdo, el sol brillaba con fuerza aquella mañana y una ligera brisa soplaba desde el río. Me volví hacia el sur, me detuve un momento y luego di un paso. Después di otro y de esa forma eché a andar calle abajo. No miré atrás ni una sola vez.



2


De aquí en adelante, la historia se vuelve más complicada. Puedo escribir las cosas que me sucedieron, pero por muy minuciosa y precisamente que lo haga, esas cosas nunca serán más que una parte de la historia que estoy tratando de contar. Intervinieron otras personas en ella y al final tuvieron tanto que ver en lo que me sucedió como yo mismo. Estoy pensando en Kitty Wu, en Zimmer, en personas que entonces aún no conocía. Mucho después, por ejemplo, supe que la persona que había venido a mi apartamento y llamado suavemente a la puerta, era Kitty. La habían alarmado mis rarezas de aquel desayuno dominical y, en vez de seguir preocupándose por mí, había decidido ir a mi casa para ver si estaba bien. El problema fue averiguar mi dirección. La buscó en la guía telefónica al día siguiente, pero como yo no tenía teléfono, no la encontró. Eso hizo que se preocupara más todavía. Como recordaba que Zimmer era el nombre de la persona que yo iba buscando, se puso a buscarle ella también, pensando que probablemente él era la única persona en Nueva York que podría decirle dónde vivía yo. Desgraciadamente, Zimmer no se mudó a su nuevo apartamento hasta la segunda quincena de agosto, diez o doce días más tarde. Aproximadamente en el mismo momento en que ella conseguía que en información le dieran su número, a mí se me caían los huevos al suelo. (Lo calculamos casi al minuto, repasando la cronología hasta que comprobamos cada acto.) Llamó a Zimmer inmediatamente, pero estaba comunicando. Tardó varios minutos en conseguir hablar con él y para entonces yo ya estaba en el Palacio de la Luna, deshaciéndome en pedazos delante de mi comida. Después tomó el metro hasta Upper West Side. El viaje duró más de una hora y cuando llegó a mi apartamento era demasiado tarde. Yo estaba perdido en mis pensamientos y no respondí a la llamada. Me contó que se quedó parada delante de mi puerta cinco o diez minutos. Me oyó hablar solo (las palabras le llegaban demasiado ahogadas para poder entenderlas) y luego, bruscamente, al parecer me puse a cantar –una especie de canto absurdo, sin melodía, me dijo–, pero yo no lo recuerdo en absoluto. Volvió a llamar, pero yo no me moví. Finalmente, no queriendo molestar, renunció y se fue.

Eso fue lo que me explicó Kitty. Me pareció bastante plausible al principio, pero cuando me puse a pensarlo, la historia me sonaba menos convincente.

–No acabo de entender por qué viniste –dije–. Sólo nos habíamos visto una vez y yo no podía importarte nada entonces. ¿Por qué ibas a tomarte tantas molestias por alguien que ni siquiera conocías?

Kitty apartó sus ojos de mí y miró al suelo.

–Porque eras mi hermano –dijo muy bajito.

–Eso no era más que una broma. La gente no se toma tantas molestias por una broma.

–No, supongo que no –dijo, con un leve encogimiento de hombros. Pensé que iba a continuar, pero pasaron varios segundos y no dijo nada más.

–Bueno –dije–, ¿por qué lo hiciste?

Me miró un breve instante, luego clavó la mirada en el suelo otra vez.

–Porque pensé que estabas en peligro –dijo–. Pensé que estabas en peligro y nunca me había dado nadie tanta pena en mi vida.

Volvió a mi apartamento al día siguiente, pero yo ya me había marchado. La puerta estaba entreabierta y cuando la empujó y cruzó el umbral se encontró a Fernández yendo de un lado a otro de la habitación, metiendo mis cosas en bolsas de basura y maldiciendo por lo bajo. Tal y como Kitty lo describió, parecía como si estuviera tratando de limpiar la habitación de un hombre que acabara de morir de la peste: se movía muy rápidamente, dominado por el pánico y la repulsión, casi sin tocar mis pertenencias por temor al contagio. Le preguntó a Fernández si sabía adónde me había ido yo, pero él no pudo decirle nada. Yo era un hijoputa loco de atar, dijo, y si él sabía algo de algo, probablemente andaría arrastrándome en busca de un agujero donde caerme muerto. Kitty se marchó al llegar a ese punto, salió a la calle y llamó a Zimmer desde la primera cabina que encontró. Su nuevo apartamento estaba en Bank Street, en West Village, pero cuando oyó lo que ella le dijo, dejó lo que estaba haciendo y corrió a reunirse con ella en el centro. Así fue como finalmente me rescataron: porque los dos salieron a buscarme. En aquel momento yo lo ignoraba, claro está, pero, sabiendo lo que sé ahora, me es imposible recordar aquellos días sin sentir una oleada de nostalgia por mis amigos. En cierto sentido, eso altera la realidad de lo que experimenté. Yo había saltado desde el borde del acantilado y justo cuando estaba a punto de dar contra el fondo, ocurrió un hecho extraordinario: me enteré de que había gente que me quería. Que le quieran a uno de ese modo lo cambia todo. No disminuye el terror de la caída, pero te da una nueva perspectiva de lo que significa ese terror. Yo había saltado desde el borde y entonces, en el último instante, algo me cogió en el aire. Ese algo es lo que defino como amor. Es la única cosa que puede detener la caída de un hombre, la única cosa lo bastante poderosa como para invalidar las leyes de la gravedad.


No tenía idea clara de lo que iba a hacer. Cuando me fui del apartamento aquella mañana, eché a andar, sencillamente, yendo donde me llevaban mis pasos. Si es que tenía algún pensamiento era el de dejar que la casualidad decidiese lo que había de ocurrir, seguir el camino del impulso y de los sucesos arbitrarios. Mis primeros pasos me llevaron hacia el sur y continué en esa dirección, comprendiendo después de una o dos manzanas que probablemente era mejor dejar mi barrio. Observen cómo el orgullo debilitaba mi resolución de mantenerme al margen de mi desgracia, el orgullo y una sensación de vergüenza. Una parte de mí estaba horrorizada por lo que había permitido que me sucediera y no quería correr el riesgo de encontrarme con alguien que conociera. Ir hacia el norte significaba entrar en Morningride Heights y allí las calles estarían llenas de caras conocidas. Si no amigos, era seguro que tropezaría con personas que me conocerían de vista: la gente que frecuentaba el bar West End, compañeros de clase, antiguos profesores míos. No tenía valor para soportar las miradas que me echarían, insistentes miradas de asombro, fugaces pero repetidas miradas de desconcierto. Peor que eso, me espantaba la idea de tener que hablar con ellos.

Me dirigí hacia el sur y durante el resto de mi estancia en las calles no volví a poner el pie en Upper Broadway. Tenía algo así como quince o veinte dólares en el bolsillo, junto con una navaja y un bolígrafo; mi mochila contenía un suéter, una chaqueta de cuero, un cepillo de dientes, una maquinilla de afeitar con tres hojas nuevas, un par de calcetines, ropa interior y un pequeño cuaderno verde con un lápiz metido en la espiral. Justo al norte de Columbus Circle, menos de una hora después de comenzar mi peregrinaje, sucedió algo inverosímil. Estaba parado delante de una relojería, estudiando el mecanismo de un reloj antiguo que habla en el escaparate, cuando de pronto miré al suelo y vi un billete de diez dólares a mis pies. Me quedé tan asombrado que no supe cómo reaccionar. Mi mente ya estaba trastornada y, en vez de considerarlo simplemente un golpe de suerte, me convencí de que acababa de ocurrirme algo tremendamente importante: un suceso religioso, un completo milagro. Cuando me agaché para coger el dinero y vi que era auténtico, empecé a temblar de alegría. Todo iba a salir bien, me dije, al final todo saldría bien. Sin detenerme a considerar más a fondo el asunto, entré en una cafetería griega y pedí un desayuno completo: zumo de pomelo, copos de maíz, huevos con jamón, café, de todo. Hasta me compré un paquete de cigarrillos al terminar el desayuno y me quedé en la barra tomándome otro café. Estaba poseído por una incontrolable sensación de felicidad y bienestar, un recién descubierto amor por el mundo. Todo lo que habla en el local me parecía maravilloso: las humeantes máquinas del café, los taburetes giratorios, los tostadores de cuatro ranuras, las plateadas batidoras, los bollos frescos apilados en las vitrinas de cristal. Me sentía como alguien a punto de renacer, como alguien al borde de descubrir un nuevo continente. Observé al empleado de la barra haciendo su trabajo mientras me fumaba otro Camel, luego volví mi atención a la desaliñada camarera teñida de pelirroja. Habla algo inexpresablemente conmovedor en ellos. Hubiera querido decirles lo mucho que significaban para mí, pero no fui capaz de pronunciar las palabras. Durante los minutos siguientes, permanecí allí sentado envuelto en mi euforia, escuchando mis propios pensamientos. Mi mente era un torrente de sentimentalismo, un estruendo de ideas rapsódicas. Luego mi cigarrillo se consumió y reuní fuerzas para marcharme.

A media tarde el calor se hizo agobiante. Como no sabía qué hacer, me metí en un cine de programa triple de la calle Cuarenta y dos, cerca de Times Square. Era la promesa del aire acondicionado lo que me atrajo y entré en el local a ciegas, sin molestarme siquiera en mirar la marquesina para ver qué ponían. Por noventa y nueve centavos, estaba dispuesto a ver lo que fuera. Me senté en la parte de arriba, en la sección de fumadores, y me fui fumando diez o doce Camels más mientras veía las dos primeras películas, cuyos títulos he olvidado. El cine era uno de esos recargados palacios de los sueños construidos durante la Depresión: grandes arañas de cristal en el vestíbulo, escalinatas de mármol, adornos rococó en las paredes. Más que un cine era un templo, un templo erigido a la mayor gloria de la ilusión. Debido a la temperatura que había en el exterior, la mayor parte de la población marginada de Nueva York parecía estar allí aquel día. Había borrachos y drogadictos, hombres con costras en la cara, hombres que murmuraban para sí y les hablaban a los actores de la pantalla, hombres que roncaban y se tiraban pedos, hombres que se meaban en los pantalones allí mismo. Los acomodadores patrullaban por los pasillos con linternas en la mano para comprobar si alguien se había quedado dormido. El ruido se toleraba, pero al parecer iba contra la ley perder la conciencia en aquel cine. Cada vez que un acomodador encontraba a un tipo dormido, le enfocaba la linterna directamente en la cara y le decía que abriera los ojos. Si el hombre no respondía, el acomodador se acercaba a él y le sacudía hasta que lo hacía. Los más recalcitrantes eran expulsados del cine, muchas veces con ruidosas y amargas protestas. Esto sucedió media docena de veces a lo largo de la tarde. No se me ocurrió hasta mucho después que probablemente lo que los acomodadores tenían que comprobar era si estaban muertos.

No dejé que nada de eso me perturbara. Estaba fresco, estaba tranquilo, estaba contento. Teniendo en cuenta las incertidumbres que me esperaban cuando saliera de allí, tenía un notable control de la situación. Luego empezó la tercera película y de repente noté que el suelo se movía dentro de mí. Era La vuelta al mundo en 80 días, la misma película que había visto en Chicago con el tío Victor once años antes. Pensé que me agradaría volver a verla y durante un rato me consideré afortunado por estar en aquel cine precisamente el día en que ponían aquella película, aquélla entre todas las películas del mundo. Me pareció que el destino me cuidaba, que mi vida estaba bajo la protección de espíritus benévolos. Sin embargo, poco después descubrí que unas extrañas e inexplicables lágrimas se estaban formando detrás de mis ojos. En el momento en que Phileas Fogg y Passepartout se subían al globo de aire caliente (en la primera media hora de la película), los conductos cedieron finalmente y noté que un torrente de lágrimas saladas y calientes quemaba mis mejillas. Me asaltaron mil penas de mi infancia y me sentí impotente para defenderme de ellas. Si el tío Victor pudiera verme, pensé, se quedaría destrozado, enfermo en el alma. Me había convertido en una nada, un muerto que caía de cabeza al infierno. David Niven y Cantinflas miraban desde la cesta de su globo, flotando sobre la exuberante campiña francesa, y yo estaba allí en la oscuridad con un puñado de alcohólicos, sollozando por mi desdichada vida hasta que me faltó la respiración. Me levanté de mi butaca y bajé hacia la salida. Fuera, la tarde me asaltó con su luz y me envolvió en un repentino calor. Esto es lo que me merezco, me dije. Yo me he hecho mi nada y ahora tengo que vivir en ella.

Seguí así durante los próximos días. Mi estado de ánimo saltaba temerariamente de un extremo al otro, haciéndome pasar de la alegría a la desesperación tan a menudo que mi mente salía maltrecha del viaje. Casi cualquier cosa podía provocar el cambio: una súbita confrontación con el pasado, una sonrisa casual de un desconocido, la forma en que la luz daba en la acera a una hora determinada. Me esforcé por recuperar cierto equilibrio interior, pero fue en vano: todo era inestabilidad, torbellino, loco capricho. Un momento estaba entregado a una meditación filosófica, absolutamente convencido de que estaba a punto de entrar en las filas de los iluminados; al siguiente estaba llorando, abrumado por el peso de mi propia angustia. Mi ensimismamiento era tan intenso que ya no podía ver las cosas tal y como eran: los objetos se convertían en pensamientos y cada pensamiento era parte del drama que estaba siendo interpretado en mi interior.

Una cosa había sido estar sentado en mi habitación esperando que el cielo se me cayera encima y otra bien distinta era verme arrojado a la calle. A los diez minutos de salir de aquel cine, comprendí finalmente a lo que me enfrentaba. Se acercaba la noche, y antes de que pasaran muchas más horas tendría que encontrar un sitio donde dormir. Aunque ahora me parece extraordinario, no había pensado seriamente en este problema. Había supuesto que de alguna manera se resolvería solo, que bastaba con confiar en la suerte muda y ciega. Pero una vez que empecé a examinar las perspectivas que me rodeaban, vi lo sombrías que eran. No iba a tumbarme en la acera como un vagabundo, me dije, y pasar toda la noche allí, envuelto en papeles de periódicos. Estaría expuesto a todos los locos de la ciudad si hacía eso; sería como invitar a alguien a que me cortara la garganta. Y aunque nadie me atacara, seguro que me arrestaban por vagancia. Por otra parte, ¿qué posibilidades de cobijo tenía? La idea de pasar la noche en un albergue me repugnaba. No me veía acostado en una sala con cien mendigos, teniendo que respirar sus olores, teniendo que escuchar los gruñidos de los viejos que se peleaban. No quería dormir en un sitio así, aunque fuera gratis. Estaba el metro, por supuesto, pero sabía de antemano que yo no podría cerrar los ojos allí abajo, con el ruido y las luces fluorescentes y pensando que en cualquier momento un policía que pasara podría acercarse y golpearme con la porra en las plantas de los pies. Vagué durante varias horas tratando de tomar una decisión. Si finalmente elegí Central Park fue porque estaba demasiado agotado para pensar en otro lugar. A eso de las once me encontré caminando por la Quinta Avenida, pasando la mano distraídamente por el muro de piedra que separa el parque de la calle. Miré por encima del muro, vi el inmenso parque deshabitado y comprendí que no se me iba a presentar nada mejor a aquellas horas. En el peor de los casos, allí el suelo sería blando y me agradaba la idea de tumbarme en la hierba, de poder hacerme la cama donde nadie me viera. Entré en el parque cerca del Metropolitan Museum, anduve hacia el interior varios minutos y luego me metí debajo de un arbusto. No estaba en condiciones de buscar con más cuidado un lugar adecuado. Había oído todas las historias de terror que se cuentan de Central Park, pero en aquel momento mi agotamiento era mayor que mi miedo. Si el arbusto no me ocultaba, pensé, siempre podría defenderme con mi navaja. Enrollé mi chaqueta de cuero para convertirla en almohada y luego me revolví durante un rato tratando de ponerme cómodo. No bien dejé de moverme, oí un grillo en un arbusto próximo. Momentos después, una ligera brisa empezó a agitar las ramitas que rodeaban mi cabeza. Ya no sabía qué pensar. No había luna en el cielo aquella noche, ni tampoco una sola estrella. Antes de acordarme de sacar la navaja del bolsillo, estaba profundamente dormido.

Me desperté sintiéndome como si hubiera dormido en un furgón. Acababa de amanecer, y me dolía todo el cuerpo, los músculos se me habían convertido en nudos. Salí cautelosamente de debajo del arbusto, maldiciendo y gimiendo a cada movimiento, y luego examiné mi entorno. Había pasado la noche al borde de un campo de softball,2 tumbado en los arbustos que había detrás de la base meta. El campo estaba situado en una hondonada poco profunda y a aquella temprana hora una fina niebla gris flotaba sobre la hierba. No se veía absolutamente a nadie. Unos cuantos gorriones revoloteaban y piaban en la zona que rodeaba la segunda base, un arrendajo azul lanzó un grito desapacible desde los árboles. Esto era Nueva York, pero no tenía nada que ver con el Nueva York que yo había conocido siempre. Carecía de asociaciones, era un lugar que podía haber estado en cualquier parte. Mientras le daba vueltas a esta idea, se me ocurrió de pronto que había sobrevivido a la primera noche. No diré que me regocijé por este logro –el cuerpo me dolía demasiado–, pero supe que había dejado atrás una cuestión importante. Había sobrevivido a la primera noche y si lo había hecho una vez, no había razón para pensar que no pudiera hacerlo nuevamente.

A partir de entonces dormí en el parque todas las noches. Se convirtió en un santuario para mí, un refugio de intimidad contra las rechinantes demandas de las calles. Había tres mil cuatrocientas hectáreas por las que vagar y, contrariamente a la inmensa parrilla de edificios y torres que se elevaban fuera del perímetro, el parque me ofrecía la posibilidad de la soledad, de separarme del resto del mundo. En las calles, todo son cuerpos y conmoción y, quieras o no, no puedes entrar en ellas sin cumplir un rígido protocolo de conducta. Andar entre la gente significa no ir nunca más deprisa que los demás, no quedarte nunca más atrás que tu vecino, no hacer nunca nada que perturbe el flujo del tráfico humano. Si respetas las reglas de este juego, la gente tiende a ignorarte. Hay una mirada vidriosa especial en los ojos de los neoyorquinos cuando van andando por las calles, una natural y quizá necesaria forma de indiferencia hacia los demás. El aspecto que tengas no importa, por ejemplo. Trajes extravagantes, peinados extraños, camisetas con frases obscenas, nadie le presta la menor atención a esas cosas. En cambio, el modo en que actúas dentro de tu ropa es de la máxima importancia. Los gestos raros de cualquier clase son automáticamente interpretados como una amenaza. Hablar en voz alta tú solo, rascarte el cuerpo, mirar a alguien directamente a los ojos, estas desviaciones pueden provocar reacciones hostiles y a veces violentas de las personas que te rodean. No debes tambalearte ni desmayarte, no debes agarrarte a las paredes, no debes cantar, porque todas las formas de conducta espontánea o involuntaria darán lugar con seguridad a miradas reprobatorias, comentarios cáusticos e incluso a veces un empujón o una patada en las espinillas. Yo no estaba tan mal como para recibir esa clase de tratamiento, pero vi que a otros les sucedía y sabía que tal vez llegaría el día en que no podría controlarme. Por contraste, la vida en Central Park permitía una gama mucho más amplia de variables. Nadie te hacía caso si te echabas en la hierba y te dormías en mitad del día. Nadie parpadeaba siquiera si te sentabas debajo de un árbol sin hacer nada, si tocabas el clarinete, o si aullabas a pleno pulmón. Exceptuando a los oficinistas que se quedaban al borde del parque a la hora del almuerzo, la mayoría de la gente que venía allí actuaba como si estuviera de vacaciones. Las mismas cosas que en las calles les habrían alarmado, allí pasaban por diversiones desenfadadas. La gente se sonreía y se cogía de la mano, doblaban el cuerpo en posturas inusuales; se besaban. La actitud era vive y deja vivir y, mientras no estorbaras activamente a los demás, eras libre de hacer lo que quisieras.

No hay duda de que el parque me hizo muchísimo bien. Me dio intimidad, pero más que eso, me permitió fingir que mi situación no era tan mala como era en realidad. La hierba y los árboles eran democráticos y mientras ganduleaba al sol de la tarde o trepaba a las rocas a última hora para buscar un sitio donde dormir, me sentía integrado en el medio, me parecía que hasta para una mirada experta podía pasar por uno más de los paseantes o ciudadanos que merendaban en la hierba. Las calles no daban lugar a tales confusiones. Siempre que caminaba entre la multitud, rápidamente me hacían avergonzarme y tomar conciencia de mí mismo. Me sentía una mancha, un vagabundo, una pústula de fracaso en la piel de la humanidad. Cada día estaba un poco más sucio que el día anterior, un poco más harapiento y confuso, un poco más diferente de los otros. En el parque no tenía que cargar con este fardo de la conciencia de mi aspecto. El parque me proporcionaba un umbral, una frontera, una manera de distinguir entre el interior y el exterior. Si las calles me obligaban a verme como los demás me veían, el parque me daba la posibilidad de regresar a mi vida interior, de valorarme exclusivamente en términos de lo que estaba pasando dentro de mí. Descubrí que es posible sobrevivir sin un techo pero no se puede vivir sin establecer un equilibrio entre lo interno y lo externo. Eso es lo que me dio el parque. Tal vez no era lo que se dice un hogar, pero, a falta de otro refugio, se convirtió en algo muy parecido.

Allí me sucedieron muchas cosas inesperadas, cosas que casi me parecen imposibles al recordarlas ahora. Una vez, por ejemplo, una mujer joven de vivo cabello rojo se me acercó y me puso en la mano un billete de cinco dólares, así por las buenas, sin ninguna explicación. Otra vez un grupo de gente me invitó a compartir con ellos un almuerzo campestre. Unos días después, pasé toda la tarde jugando un partido de softball. Teniendo en cuenta mi estado físico en aquellos días, tuve una actuación digna y cada vez que mi equipo bateaba, los otros jugadores me ofrecían cosas: bocadillos, galletas, latas de cerveza, puros, cigarrillos. Eran momentos felices para mí y me ayudaban a soportar las horas más sombrías, cuando parecía que mi suerte se había agotado. Puede que fuera eso lo único que me había propuesto demostrar desde el principio: que una vez que echas tu vida por los aires, descubres cosas que nunca habías sabido, cosas que no puedes aprender en ninguna otra circunstancia. Estaba medio sordo a causa del hambre, pero cuando me ocurría algo bueno, no se lo atribuía tanto a la casualidad como a un especial estado anímico. Si lograba mantener el adecuado equilibrio entre deseo e indiferencia, me parecía que de alguna manera podía conseguir por medio de la voluntad que el universo me respondiera. ¿De qué otro modo podía explicar los extraordinarios actos de generosidad de que fui objeto en Central Park? Nunca le pedí nada a nadie, nunca me moví de mi sitio y, sin embargo, continuamente se acercaban a mí desconocidos y me prestaban ayuda. Debía de existir una fuerza que emanaba de mí hacia el mundo, pensaba, algo indefinible que hacía que la gente quisiera ayudarme. A medida que pasaba el tiempo, empece a notar que las cosas buenas me sucedían sólo cuando dejaba de desearlas. Si eso era cierto, entonces también lo era lo contrario: desear demasiado las cosas impedía que sucedieran. Esa era la consecuencia lógica de mi teoría, porque si me había demostrado que podía atraer al mundo, de ello se deducía que también podía repelerlo. En otras palabras, conseguía lo que quería sólo si no lo quería. No tenía sentido, pero lo incomprensible del argumento era lo que me atraía. Si mis deseos únicamente podían ser satisfechos no pensando en ellos, entonces todo pensamiento acerca de mi situación era necesariamente contraproducente. En el momento en que empecé a abrazar esta idea, me encontré haciendo equilibrios en una imposible cuerda floja de consciencia. Porque ¿cómo se puede no pensar en el hambre cuando estás siempre hambriento? ¿Cómo hacer callar a tu estómago cuando está llamándote constantemente, rogando que lo llenes? Es casi imposible no hacer caso de estas súplicas. Una y otra vez sucumbía a ellas, y no bien lo hacía, sabía automáticamente que había destruido mis posibilidades de recibir ayuda. El resultado era ineludible, tan rígido y preciso como una fórmula matemática. Mientras me preocupara por mis problemas, el mundo me volvería la espalda. Eso no me dejaba otra alternativa que la de apañármelas por mi cuenta, agenciarme lo que pudiera. Pasaba el tiempo. Un día, dos días, tal vez tres o cuatro, y poco a poco borraba de mi mente todo pensamiento de salvación, me daba por perdido. Sólo entonces se producía alguno de los sucesos milagrosos. Siempre me cogían totalmente por sorpresa. No podía predecirlos y, una vez que sucedían, no podía contar con que hubiera otro. Cada milagro era siempre, por lo tanto, el último milagro. Y porque era el último, continuamente me veía arrojado al principio, continuamente tenía que comenzar de nuevo la batalla.

Pasaba una parte de cada día buscando comida por el parque. Esto me ayudaba a reducir los gastos y además me permitía retrasar el momento en que tendría que aventurarme a las calles. A medida que pasaba el tiempo, las calles llegaron a ser lo que más temía y estaba dispuesto a hacer casi cualquier cosa para evitarlas. Los fines de semana eran particularmente benéficos en este sentido. Cuando hacía buen tiempo, venía al parque un número enorme de personas y pronto me di cuenta de que la mayoría de ellas comía algo mientras estaba allí: toda clase de almuerzos y meriendas, atiborrándose hasta hartarse. Esto inevitablemente conducía al desperdicio, cantidades ingentes de alimentos desechados pero comestibles. Tardé un tiempo en adaptarme, pero una vez que acepté la idea de llevarme a la boca algo que ya había tocado la boca de otro, encontré un sinfín de comida a mi alrededor. Cortezas de pizza, pedazos de perritos calientes, restos de sandwiches, latas de gaseosa parcialmente llenas salpicaban el césped y las rocas y las papeleras casi reventaban por la abundancia. Para combatir mis remilgos empecé a ponerles nombres graciosos a los cubos de basura. Les llamaba restaurantes cilíndricos, cenas de la suerte, paquetes de asistencia municipal, cualquier cosa que me evitara decir lo que realmente eran. Una vez, cuando estaba revolviendo en uno de ellos, se me acercó un policía y me preguntó qué hacía. Me pilló completamente desprevenido y tartamudeé durante unos momentos, luego afirmé que era estudiante. Le dije que trabajaba en un proyecto de estudios urbanos y llevaba todo el verano realizando una investigación estadística y sociológica sobre el contenido de los cubos de basura de la ciudad. Para respaldar mi historia, saqué del bolsillo mi carnet de estudiante de la Universidad de Columbia, con la esperanza de que no se diera cuenta de que había caducado en junio. El policía examinó la foto por un momento, me miró a la cara, examinó la foto otra vez para comparar y luego se encogió de hombros. Tenga cuidado de no meter la cabeza demasiado, me dijo. Podría quedarse atascado en uno si no va con cuidado.

No es mi intención sugerir que todo esto me agradaba. No había nada de romántico en agacharse a recoger migajas y la novedad que pudiera suponer al principio pronto desapareció. Me acordé de una escena de un libro que leí una vez, El lazarillo de Tormes, en el que un hidalgo muerto de hambre se pasea por todas partes con un palillo de dientes en la boca para dar la impresión de que acaba de tomar una copiosa comida. Empecé a adoptar yo también el disfraz del palillo de dientes y siempre cogía un puñadito cuando entraba en una cafetería a tomar un café. Me servían para tener algo que masticar en los largos períodos en que no tenía qué comer, pero además le daban cierto aire elegante a mi apariencia, pensaba yo, un toque de autosuficiencia y tranquilidad. No era mucho, pero necesitaba todos los puntales que pudiera conseguir. Me resultaba especialmente difícil acercarme a un cubo de basura cuando me parecía que alguien me observaba y siempre procuraba ser lo más discreto posible. Si mi hambre generalmente vencía mis inhibiciones, era simplemente porque mi hambre era demasiado grande. En varias ocasiones oí que la gente se reía de mí y una o dos veces vi a niños pequeños señalándome y diciéndoles a sus madres mira a ese bobo que está comiendo basura. Esas son cosas que no se olvidan nunca, por mucho tiempo que haya pasado. Me esforzaba por controlar mi ira, pero recuerdo por lo menos un episodio en el que le gruñí a un crío con tanta furia que se echó a llorar. Pero en general conseguía aceptar estas humillaciones como parte natural de la vida que llevaba. En mis momentos de más fortaleza incluso los interpretaba como una iniciación espiritual, como obstáculos puestos en mi camino para probar mi fe en mí mismo. Si aprendía a superarlos, finalmente llegaría a alcanzar un estado superior de conciencia. En mis momentos menos exultantes, tendía a considerarme desde una perspectiva política, en la esperanza de justificar mi situación viéndola como un desafío al sistema norteamericano. Yo era un instrumento de sabotaje, me decía, una pieza suelta en la maquinaria nacional, un inadaptado cuya función era paralizar los engranajes. Nadie podía mirarme sin sentir vergüenza o indignación o lástima. Yo era la demostración viviente de que el sistema habla fallado, de que la engreída y sobrealimentada tierra de la abundancia se estaba agrietando.

Los pensamientos de este tipo ocupaban buena parte de mis horas de vigilia. Siempre estaba agudamente consciente de lo que me sucedía, pero no bien ocurría algo nuevo mi mente respondía a ello con incendiaria pasión. Mi cabeza ardía de teorías librescas, voces encontradas, complicados coloquios interiores. Más adelante, cuando me rescataron, Zimmer y Kitty no cesaban de preguntarme cómo me las habla arreglado sin hacer nada durante tantos días. ¿No me había aburrido? ¿No lo había encontrado muy tedioso? Eran preguntas lógicas, pero la verdad era que nunca me aburrí. Experimenté toda clase de humores y emociones en el parque, pero el aburrimiento no fue uno de ellos. Cuando no estaba ocupado en asuntos prácticos (buscar un sitio donde dormir por la noche, atender a las necesidades de mi estómago), tenía multitud de actividades a las que dedicarme. A eso de media mañana, generalmente conseguía encontrar un periódico en una de las papeleras y pasaba una hora más o menos leyendo atentamente sus páginas, tratando de mantenerme al día de lo que ocurría en el mundo. La guerra continuaba, naturalmente, pero había otros acontecimientos que seguir: Chappaquidick, los Ocho de Chicago, el juicio de los Panteras Negras, los Mets. Seguí el espectacular descenso de los Cubs con especial interés, asombrándome de lo rápidamente que el equipo se había desmoronado. Me resultaba difícil no ver paralelismos entre su caída desde lo más alto y mi propia situación, pero no me lo tomaba como algo personal. En el fondo, la buena suerte de los Mets me gratificó bastante. Su historial era aún más abominable que el de los Cubs y presenciar su repentino y absolutamente improbable ascenso desde las profundidades parecía demostrar que cualquier cosa era posible en este mundo. Esa idea me proporcionaba consuelo. La causalidad ya no era el oculto demiurgo que gobernaba el universo: abajo era arriba, el último era el primero, el final era el principio. Heráclito había resucitado de su montón de estiércol y lo que tenía que enseñarnos era la más simple de las verdades: la realidad era un yo–yo, el cambio era la única constante.

Una vez que había meditado sobre las noticias del día, solía pasar un rato paseando por el parque, explorando zonas que no había visitado antes. Me gustaba la paradoja de vivir en un mundo natural hecho por el hombre. Era la naturaleza realzada, por así decirlo, y ofrecía una variedad de lugares y terrenos que la naturaleza rara vez da en un área tan reducida. Había montículos y prados, roquedales y junglas de follaje, suaves pastos y redes de cuevas. Me gustaba deambular entre los diferentes sectores porque me permitía imaginar que recorría grandes distancias, aun permaneciendo dentro de los límites de mi mundo en miniatura. Además estaba el zoo, naturalmente, en la parte más baja del parque, y el estanque donde la gente alquilaba pequeñas barcas de recreo, y la represa, y el terreno de juegos para los niños. Pasaba mucho tiempo sencillamente observando a la gente: estudiando sus gestos y sus andares, inventándome la historia de sus vidas, tratando de abandonarme por completo a lo que veía. A menudo, cuando mi mente se quedaba en blanco, me encontraba cayendo en juegos aburridos y obsesivos. Contar las personas que pasaban por un sitio determinado, por ejemplo, o catalogar las caras según los animales a los que se parecían, cerdos, caballos, roedores, pájaros, caracoles, marsupiales, gatos. De vez en cuando anotaba algunas de estas observaciones en mi cuaderno, pero en general tenía poca inclinación a escribir, ya que no quería apartarme seriamente de mi entorno. Comprendía que ya había pasado demasiado tiempo de mi vida viviendo a través de las palabras, y si quería que esta etapa tuviera algún sentido para mí, tendría que vivirla lo más plenamente posible, rehuyendo todo lo que no fuera el aquí y ahora, lo tangible, el vasto entramado sensorial que pesaba sobre mi piel.

También encontraba peligros allí, pero nada verdaderamente calamitoso, nada de lo que no consiguiera escapar. Una mañana, un viejo se sentó en un banco a mi lado, me alargó la mano y se presentó como Frank.

–Puedes llamarme Bob si quieres –me dijo–, no me molesta. Con tal de que no me llames Bill, nos llevaremos bien.

Luego, casi sin hacer una pausa, se lanzó a contarme una complicada historia relacionada con el juego, hablando largamente de una apuesta de mil dólares que había hecho en 1936 en la que estaban implicados un caballo que se llamaba Cigarrillo, un gángster que se llamaba Duke y un jockey llamado Tex. Perdí el hilo en la tercera frase, pero había algo grato en escuchar aquel cuento disperso y precipitado, y como el hombre parecía totalmente inofensivo, no me molesté en marcharme. A los diez minutos de monólogo, sin embargo, se levantó de un salto y me quitó repentinamente el estuche del clarinete que yo tenía sobre el regazo. Echó a correr por el camino de asfalto como un corredor inválido, arrastrando los pies de un modo patético y agitando brazos y piernas desordenadamente en todas direcciones. No me fue difícil darle alcance. Cuando lo hice, le agarré bruscamente por un brazo desde atrás, le di la vuelta y le arranqué de las manos el estuche del clarinete. Parecía sorprendido de que me hubiese tomado la molestia de ir tras él.

–Esta no es manera de tratar a un viejo –dijo, sin demostrar el menor remordimiento por lo que había hecho.

Sentí un fuerte impulso de darle un puñetazo en la cara, pero vi que temblaba violentamente de miedo y me contuve. Justo cuando estaba a punto de darme la vuelta, me lanzó una atemorizada mirada de desprecio y luego arrojó un gran escupitajo en dirección a mí. La mitad se le escurrió por la barbilla, pero la otra mitad me dio en la camisa a la altura del pecho. Aparté los ojos de él por un momento para examinar el daño y aprovechó esa fracción de segundo para alejarse, mirando por encima del hombro para ver si le seguía. Pensé que ahí se había acabado el incidente, pero cuando hubo puesto una distancia segura entre nosotros, se detuvo, se volvió y se puso a amenazarme con el puño, aporreando el aire con indignación.

–Jodido comunista! –gritó–. Jodido agitador comunista! ¡Vuélvete a Rusia, que es donde deberías estar!

Estaba provocándome para que fuera por él, evidentemente con la esperanza de mantener viva nuestra aventura, pero no caí en la trampa. Sin decir una palabra más, giré sobre mis talones y le dejé allí.

Fue un episodio trivial, naturalmente, pero otros tuvieron un cariz más amenazador. Una noche me persiguió una pandilla de chavales por Sheep’s Meadow y lo único que me salvó fue que uno de ellos se cayó y se torció un tobillo. Otra vez, un borracho belicoso me amenazó con una botella de cerveza rota. En esas dos ocasiones escapé por un pelo, pero el momento más terrorífico se produjo una noche nublada hacia el final, cuando accidentalmente tropecé con un arbusto en el que había tres personas haciendo el amor, dos hombres y una mujer. Era difícil ver bien, pero mi impresión fue que los tres estaban desnudos y, por el tono de sus voces al descubrir que yo estaba allí, deduje que también estaban borrachos. Una rama se quebró bajo mi pie izquierdo y entonces oí una voz de mujer, seguida de un repentino ruido de hojas.

–Jack –dijo–, hay un cerdo espiándonos por aquí.

En vez de una voz, respondieron dos, ambas gruñendo de hostilidad, cargadas de una violencia que raras veces habla oído. Luego una figura borrosa se levantó y me apuntó con lo que parecía una pistola.

–Una sola palabra, gilipollas –dijo el hombre–, y te la tragas seis veces.

Supuse que se refería al número de balas de la pistola. No sé si el miedo distorsionó lo sucedido, pero creo que en ese momento oí un clic, el sonido del percutor al encajar en su sitio. Antes de que me diera cuenta de lo asustado que estaba, salí corriendo. Di media vuelta y corrí. Si los pulmones no me hubieran fallado finalmente, es probable que hubiera seguido corriendo hasta el amanecer.

Es imposible saber cuánto tiempo habría aguantado. Suponiendo que nadie me hubiera matado, creo que podría haber durado hasta el comienzo del frío. Aparte de unos pocos incidentes inesperados, parecía tener todo bastante bien controlado. Gastaba mi dinero con extremado cuidado, nunca más de un dólar o dólar y medio al día, y eso habría retrasado el momento decisivo durante algún tiempo. Incluso cuando mi capital se acercaba peligrosamente al fondo, siempre surgía algo en el último instante: encontraba dinero en el suelo o aparecía un desconocido que realizaba uno de esos milagros que ya he mencionado. No comía bien, pero creo que nunca pasé un día entero sin echarme al estómago por lo menos un bocado o dos. Es cierto que al final estaba alarmantemente delgado, sólo 53 kilos, pero la mayor pérdida de peso se produjo en los últimos días que pasé en el parque. Fue debido a que cogí una enfermedad –una gripe, un virus, Dios sabe qué– y desde entonces no comí nada en absoluto. Estaba demasiado débil y cada vez que trataba de meterme algo en la boca, lo devolvía inmediatamente. Si mis dos amigos no me hubieran encontrado cuando lo hicieron, creo que no cabe duda de que me habría muerto. Había agotado mis reservas y ya no tenía nada con que defenderme.

El tiempo había estado de mi parte desde el principio, hasta tal punto que había dejado de pensar que pudiera ser un problema. Casi cada día era una repetición del anterior: hermosos cielos de fines de verano, ardientes soles abrasando la tierra y luego el aire transformado en la frescura de las noches llenas de grillos. Durante las dos primeras semanas apenas llovió, y cuando llovía, nunca pasaba de una ligera llovizna. Empecé a forzar mi suerte, durmiendo más o menos al raso, acostumbrado ya a creer que estaría a salvo en cualquier parte. Una noche, cuando estaba soñando sobre el césped, totalmente expuesto a los cielos, acabó pillándome un diluvio. Fue una de esas lluvias cataclísmicas: el cielo se abrió repentinamente en dos y el agua empezó a caer a cántaros, con una prodigiosa furia de sonido. Estaba empapado antes de despertarme, con todo el cuerpo acribillado, y las gotas rebotaban sobre mí como perdigones. Eché a correr en la oscuridad, buscando frenéticamente un sitio donde cobijarme, pero tardé varios minutos en encontrar abrigo bajo un saliente de rocas graníticas y para entonces ya casi daba igual dónde estuviera. Estaba tan mojado como si hubiera cruzado el océano a nado.

La lluvia continuó hasta el alba; a ratos disminuía hasta convertirse en llovizna, otras veces estallaba con monumental estruendo, batallones de perros y gatos en contienda, pura ira cayendo de las nubes. Estas erupciones eran imprevisibles y no quería correr el riesgo de que me cogiera una de ellas. Me quedé clavado en mi diminuto refugio, de pie, como un estúpido, con las botas llenas de agua, los vaqueros pegados al cuerpo, la chaqueta de cuero reluciente. Mi mochila había sufrido la misma mojadura que todo lo demás, lo cual significaba que no tenía nada seco que ponerme. No podía hacer otra cosa que esperar a que pasara, tiritando en la oscuridad como un bobo abandonado. Durante una hora o dos me esforcé por no compadecerme de mí mismo, pero luego renuncié y me entregué a una orgía de gritos y maldiciones, poniendo todas mis energías en los más viles improperios que se me ocurrían: repugnantes ristras de injurias, infames y retorcidos insultos, altisonantes exhortaciones contra Dios y la patria. Al cabo de un rato me había excitado hasta tal punto que sollozaba entre las palabras, vociferando e hipando literalmente al mismo tiempo, a pesar de lo cual lograba frases tan ingeniosas y prolijas que habrían dejado impresionado incluso a un degollador turco. Esto duró una media hora. Luego estaba tan agotado que me quedé dormido allí mismo, de pie. Estuve adormilado varios minutos, hasta que me despertó un nuevo aguacero. Quise reanudar el ataque, pero estaba ya demasiado cansado y ronco para gritar. El resto de la noche lo pasé allí en trance de autocompasión, esperando a que amaneciera.

A las seis de la mañana me fui a una casa de comidas y pedí un cuenco de sopa. Creo que era una sopa de verduras, con grasientos pedazos de apio y zanahorias nadando en un caldo amarillento. Me calentó hasta cierto punto, pero con la ropa mojada aún adherida a mi piel, la humedad me calaba demasiado profundamente para que la sopa tuviera un efecto duradero. Bajé a los lavabos y me sequé la cabeza bajo el chorro de aire del secador eléctrico. Descubrí con horror que las ráfagas de aire caliente me habían dejado el pelo convertido en una ridícula e hinchada maraña que me hacía parecer una gárgola, una disparatada figura del campanario de una catedral gótica. En mi desesperación por arreglar ese desaguisado, puse impulsivamente en la maquinilla de afeitar una hoja nueva, la última que había en mi mochila, y empecé a dar tajos a mis rizos serpentinos. Cuando terminé tenía el pelo tan corto que apenas me reconocía. Esto acentuaba mi delgadez hasta un extremo casi aterrador. Las orejas prominentes, la nuez abultada, la cabeza no mayor que la de un niño. Estoy empezando a encogerme, pensé, y de pronto me oí hablándole en voz alta a la cara del espejo.

–No te asustes –dijo mi voz–. A nadie se le permite morir más de una vez. La comedia acabará pronto y no tendrás que volver a representarla nunca.

Esa mañana pasé un par de horas en la sala de lectura de la biblioteca pública, confiando en que el calor que hacía allí dentro contribuyera a secarme la ropa. Desgraciadamente, cuando empezó a secarse de verdad también empezó a oler. Era como si todos los pliegues y arrugas de las prendas hubiesen decidido de repente contarle sus secretos al mundo. Esto nunca me había sucedido antes y me horrorizó descubrir que un olor tan nocivo pudiera venir de mi persona. La mezcla de sudor rancio y agua de lluvia debía de haber producido alguna extraña reacción química, y a medida que la ropa se iba secando, el olor se volvía más desagradable y más intenso. Llegó un momento en que me noté hasta el olor de los pies, un hedor espantoso que traspasaba el cuero de las botas, invadiendo mi nariz como una nube de gas venenoso. No me parecía posible que aquello me estuviera ocurriendo a mi. Seguí hojeando las páginas de la Encyclopaedia Britannica, con la esperanza de que nadie lo notara, pero estos ruegos no fueron escuchados. Un anciano sentado frente a mí alzó la cabeza de su periódico y comenzó a olfatear el aire, luego me miró, con cara de asco. Por un momento estuve tentado de levantarme de un salto y reprenderle por su grosería, pero comprendí que me faltaba la energía necesaria. Antes de darle la oportunidad de decir nada, me puse en pie y me fui. Fuera hacía un tiempo triste: un día desapacible y plomizo, todo neblina y desesperanza. Noté que me iba quedando gradualmente sin ideas. Una extraña debilidad había invadido mis huesos y lo más que conseguía hacer era no dar traspiés. Me compré un bocadillo en una tienda cerca del Colisseum, pero luego me costó mantener el interés por él. Después de varios bocados, lo envolví otra vez y me lo guardé en la mochila para más tarde. Me dolía la garganta y había empezado a sudar. Crucé la calle en Columbus Circle, entré de nuevo en el parque y me puse a buscar un sitio donde tumbarme. Nunca había dormido durante el día y todos mis habituales escondites me parecieron de pronto precarios, expuestos, inútiles sin la protección de la noche. Seguí andando en dirección norte, confiando en encontrar algo antes de desmayarme. La fiebre continuaba subiendo y el agotamiento parecía estar comiéndoseme porciones del cerebro. No había casi nadie en el parque. Justo cuando me preguntaba por qué, comenzó a chispear. Si no me hubiese dolido tanto la garganta, probablemente me habría reído. Entonces, brusca, violentamente, empecé a vomitar. Un chorro de pedacitos de sopa de verduras y bocadillo salió disparado de mi boca, salpicando en el suelo delante de mí. Me agarré las rodillas y me quedé mirando fijamente la hierba, esperando que pasara el espasmo. Esto es la soledad humana, me dije. Esto es lo que significa no tener a nadie. Sin embargo, ya no estaba iracundo y pensé esas palabras con una especie de franqueza brutal, de absoluta objetividad. Al cabo de dos o tres minutos todo el episodio me parecía algo que había ocurrido hacia meses. Seguí adelante, ya que no quería abandonar la búsqueda. Si hubiese aparecido alguien en aquel momento, probablemente le habría pedido que me llevara a un hospital. Pero no apareció nadie. No sé cuánto tiempo tardé en llegar, pero al final encontré un grupo de rocas grandes rodeadas de árboles y de follaje muy crecido. Las rocas formaban una cueva natural y, sin pararme a pensar más en el asunto, me metí a gatas en este hueco poco profundo, atraje hacia mi algunas ramas sueltas para tapar la entrada y me dormí enseguida.

No sé cuánto tiempo pasé allí. Dos o tres días, creo, pero ahora poco importa. Cuando Zimmer y Kitty me lo preguntaron, les dije que tres, pero sólo porque tres es un número literario, el mismo número de días que Jonás pasó en el vientre de la ballena. La mayor parte del tiempo estaba casi inconsciente, e incluso cuando parecía estar despierto, estaba tan absorto en las tribulaciones de mi cuerpo que perdía el sentido de dónde me encontraba. Recuerdo largos ataques de vómitos, frenéticos ratos en que mi cuerpo no paraba de temblar, períodos en los que el único sonido que ola era el entrechocar de mis dientes. La fiebre debía de ser bastante alta y traía consigo sueños feroces, interminables visiones mutantes que parecían salir directamente de mi ardiente piel. Nada conservaba su forma dentro de mí. Recuerdo que una vez vi delante de mí el letrero del Moon Palace (Palacio de la Luna), más vívido de lo que había sido nunca en la realidad. Las letras de neón azul y rosa eran tan grandes que llenaban todo el cielo con su brillo. Luego, de repente, las letras desaparecieron y sólo quedaron las dos oes de la palabra Moon. Me vi colgando de una de ellas, luchando por mantenerme agarrado, como un acróbata que ha fallado en un número peligroso. Luego me deslizaba alrededor de ella como un gusano diminuto y después ya no estaba allí. Las dos oes se habían convertido en ojos, gigantescos ojos humanos que me miraban con desdén e impaciencia. Siguieron mirándome fijamente, y al cabo de un rato me convencí de que eran los ojos de Dios.

El sol apareció el último día. No recuerdo haberlo hecho, pero en algún momento debí de arrastrarme fuera de la cueva y tumbarme en la hierba. Mi mente estaba tan confusa que imaginé que el calor del sol podía evaporar mi fiebre, literalmente succionar la enfermedad de mis huesos. Recuerdo que pronuncié una y otra vez las palabras verano indio, tantas veces que finalmente perdieron su significado. El cielo sobre mí era una inmensa y deslumbradora claridad que no tenía fin. Si continuaba mirándolo, pensé, me disolvería en la luz. Luego, sin tener la sensación de quedarme dormido, de repente empecé a soñar con indios. Era hace trescientos cincuenta años y me veía a mí mismo siguiendo a un grupo de indios semidesnudos por los bosques de Manhattan. Era un sueño extrañamente vibrante, inexorable y exacto, lleno de cuerpos que pasaban veloces entre las hojas y las ramas manchadas de luz. Un suave viento agitaba el follaje, ahogando el ruido de las pisadas de los hombres, y yo les seguía en silencio, moviéndome tan ágilmente como ellos, sintiendo que a cada paso estaba más cerca de comprender el espíritu del bosque. Quizá recuerdo estas imágenes tan bien porque fue precisamente entonces cuando Zimmer y Kitty me encontraron: tirado en la hierba con ese extraño y agradable sueño circulando por mi cabeza. Kitty fue la primera que me vio, pero yo no la reconocí, aunque tuve la sensación de que me resultaba familiar. Llevaba su cinta navajo en la frente y mi primera reacción fue tomarla por una visión, una mujer fantasmal incubada en la oscuridad de mi sueño. Más adelante, ella me dijo que le sonreí, y cuando se agachó para examinarme más de cerca, la llamé Pocahontas. Recuerdo que me resultaba difícil verla a causa de la luz del sol, pero tengo un recuerdo claro de que había lágrimas en sus ojos cuando se inclinó sobre mí, aunque nunca lo reconoció después. Un momento más tarde, Zimmer entró en escena y entonces oí su voz.

–Maldito idiota –dijo.

Hubo una breve pausa y luego, no queriendo confundirme con un discurso demasiado largo, repitió lo mismo:

–Maldito idiota. Pobre maldito idiota.



3


Estuve en el apartamento de Zimmer más de un mes. La fiebre desapareció al segundo o tercer día, pero durante mucho tiempo estuve totalmente sin fuerzas, apenas podía ponerme de pie sin perder el equilibrio. Al principio Kitty venía a visitarme dos veces por semana, pero nunca hablaba mucho y solía marcharse al cabo de veinte minutos o media hora. Si yo hubiera estado más alerta a lo que pasaba a mi alrededor, tal vez me habría extrañado, especialmente después de que Zimmer me contó la historia de cómo me habían salvado. Era un poco raro, después de todo, que una persona que había estado tres semanas poniendo el mundo patas arriba para encontrarme, actuara de pronto con tanta reserva en cuanto me encontró. Pero así era y yo no le pregunté. Estaba demasiado débil todavía para preguntar nada y aceptaba sus idas y venidas sin más. Eran sucesos naturales y tenían la misma fuerza e inevitabilidad que los cambios atmosféricos, los movimientos de los planetas o la luz que se filtraba por la ventana a las tres de la tarde.

Fue Zimmer quien me cuidó durante mi convalecencia. Su nuevo apartamento estaba en el segundo piso de un viejo edificio del West Village. Era un sitio oscuro, abarrotado de libros y discos: dos habitaciones pequeñas sin puerta entre ambas, una rudimentaria cocina y un cuarto de baño sin ventana. Comprendí el sacrificio que suponía para él tenerme allí, pero cada vez que le daba las gracias por ello, Zimmer me hacía un gesto para que me callara, quitándole importancia. Me alimentaba de su bolsillo, me dejaba dormir en su cama, no me pedía nada a cambio. Al mismo tiempo, estaba furioso conmigo y no se mordía la lengua para decirme lo disgustado que estaba. No sólo me había comportado como un imbécil, sino que había estado a punto de matarme. Era inexcusable que una persona inteligente actuase de esa forma, dijo. Era grotesco, estúpido, desequilibrado. Si tenía problemas, ¿por qué no le había pedido ayuda? ¿Acaso no sabía que él hubiese estado dispuesto a hacer cualquier cosa por mí? Yo apenas dije nada en respuesta a estos ataques. Comprendí que Zimmer estaba dolido conmigo y yo me sentía avergonzado por haberle ofendido. A medida que pasaba el tiempo, me resultaba cada vez más difícil entender qué sentido tenía el desastre que yo mismo había causado. Había pensado que actuaba con valentía, pero resultó que solamente había demostrado la más abyecta forma de cobardía: regodearme en mi desprecio por el mundo, negarme a mirar las cosas directamente a la cara. Lo único que sentía era remordimiento, una paralizante sensación de mi propia estupidez. Los días iban pasando en el apartamento de Zimmer y mientras me reponía lentamente me di cuenta de que tendría que empezar mi vida de nuevo. Deseaba expiar mis errores, dar cumplida satisfacción a las personas que aún me querían. Estaba cansado de mí mismo, cansado de mis pensamientos, cansado de preocuparme por mi suerte. Más que ninguna otra cosa, sentía necesidad de purificarme, de arrepentirme de todos mis excesos de egocentrismo. Partiendo del egoísmo total, resolví alcanzar un estado de total desprendimiento. Pensarla en los demás antes que en mí mismo, esforzándome tenazmente por reparar el daño que habla hecho, y tal vez de esa forma empezarla a lograr algo en el mundo. Era un programa imposible, por supuesto, pero me aferré a él con un fanatismo casi religioso. Quería convertirme en un santo, un santo sin dios que fuera por el mundo realizando buenas obras. Por muy absurdo que me suene ahora, creo que era eso exactamente lo que quería. Necesitaba desesperadamente una certidumbre y estaba dispuesto a hacer lo que fuera por encontrarla.

Pero había un obstáculo más en mi camino. Al final la suerte me ayudó a sortearlo, pero sólo por un pelo. Uno o dos días después de que mi temperatura volviera a ser normal, me levanté de la cama para ir al cuarto de baño. Era por la tarde, creo, y Zimmer estaba trabajando en su mesa en la otra habitación. Al volver hacia la cama arrastrando los pies, me fijé en que el estuche del clarinete de tío Victor estaba en el suelo. No había vuelto a pensar en él desde mi rescate y de pronto me horrorizó ver que se encontraba en muy mal estado. La mitad de la cubierta de cuero negro había desaparecido y buena parte del que quedaba estaba levantado y rajado. La tormenta de Central Park había acabado con el estuche y me pregunté si el agua habría calado dentro y dañado el instrumento. Lo recogí y me lo llevé a la cama, totalmente preparado para lo peor. Levanté los cierres y lo abrí, pero antes de que tuviera tiempo de examinar el clarinete, un sobre blanco cayó al suelo y comprendí que mis problemas no habían hecho más que empezar. Era la carta de la oficina de reclutamiento. No sólo había olvidado la fecha de mi examen médico, sino que se me había olvidado que había recibido la carta. En ese instante, todo se me vino encima otra vez. Probablemente era un fugitivo de la justicia, pensé. Si no me había presentado al examen médico, el gobierno ya habría dado orden de arresto, y eso significaba que tendría que pagar caro por ello, consecuencias que no podía ni imaginar. Rasgué el sobre y miré la fecha mecanografiada en el espacio en blanco del impreso: 16 de septiembre. Eso no me decía nada, puesto que ya no sabía en qué día vivía. Había perdido la costumbre de mirar los calendarios y los relojes y ni siquiera podía calcularlo por aproximación.

–Una pregunta –le dije a Zimmer, que seguía inclinado sobre su trabajo–. ¿Sabes por casualidad qué día es hoy?

–Lunes –contestó sin levantar la cabeza.

–Quiero decir la fecha. El mes y el número. No hace falta que me digas el año. De eso estoy bastante seguro.

–Quince de septiembre –dijo, aún sin molestarse en mirarme.

–¿Quince de septiembre? –pregunté–. ¿Estás seguro?

–Claro que estoy seguro. Sin sombra de duda.

Dejé caer la cabeza en la almohada y cerré los ojos.

–Es extraordinario –murmuré–. Absolutamente extraordinario.

Zimmer se volvió al fin y me lanzó una mirada de desconcierto.

–¿Qué diablos tiene de extraordinario?

–Porque significa que no soy un delincuente.

–¿Qué?

–Significa que no soy un delincuente.

–Te he oído la primera vez. Que lo repitas no me aclara nada.

Levanté la carta y la agité en el aire.

–Cuando leas esto comprenderás lo que quiero decir.

Tenía que presentarme en la calle Whitehall a la mañana siguiente. Zimmer ya había pasado su examen médico en julio (le habían dado una prórroga porque padecía asma) y durante las siguientes dos o tres horas estuvimos hablando de lo que me esperaba. Era básicamente la misma conversación que tuvieron millones de jóvenes en Estados Unidos en aquellos años. Al contrario que la inmensa mayoría de ellos, sin embargo, yo no había hecho nada para prepararme para la hora de la verdad. No tenía ningún certificado médico, no me había atracado de drogas para distorsionar mis respuestas motrices, ni habla escenificado una serie de crisis nerviosas para establecer un historial de trastornos psicológicos. Siempre había imaginado que nunca me incorporaría a filas, pero, una vez llegado a esa conclusión, no había vuelto a pensar en el asunto. Como con tantas otras cosas, la inercia me había vencido y había expulsado el problema de mi mente. Zimmer estaba horrorizado, pero tuvo que reconocer que ya era demasiado tarde para hacer nada. Me declararían útil o inútil, y si me declaraban útil, sólo tenía dos opciones: podía marcharme del país o ir a la cárcel. Zimmer me contó varias historias de gente que se había marchado al extranjero, a Canadá, a Francia, a Suecia, pero no me interesaron mucho. No tenía dinero, le dije, ni tampoco ganas de viajar.

–O sea que te convertirás en un delincuente de todas formas –me dijo.

–Un objetor –le corregí–. Un objetor de conciencia. Es muy diferente.

Todavía estaba en las primeras etapas de mi recuperación y cuando me levanté a la mañana siguiente para vestirme –con ropas de Zimmer, varias tallas más pequeñas que la mía–, me di cuenta de que no estaba en condiciones de ir a ninguna parte. Estaba absolutamente agotado y simplemente tratar de cruzar la habitación exigía toda mi energía y concentración. Hasta entonces no había estado fuera de la cama más de un minuto o dos seguidos para ir al cuarto de baño agarrándome a las paredes y regresar. Si Zimmer no hubiera estado allí para sostenerme, dudo que hubiese llegado a salir por la puerta. Literalmente me mantuvo de pie, me ayudó a bajar las escaleras rodeándome con ambos brazos y luego me dejó que me apoyara en él mientras íbamos tambaleándonos hasta la estación de metro. Me temo que debíamos de ser un espectáculo lamentable. Zimmer me acompañó hasta la puerta principal del edificio de Whitehall y me señaló un restaurante justo enfrente, donde me dijo que le encontraría cuando acabase. Me apretó el brazo para darme ánimos.

–No te preocupes –me dijo–. Serás un soldado cojonudo, Fogg. No hay más que verte.

–Tienes toda la razón –le contesté–. El soldado más cojonudo de todo el puñetero ejército. Hasta el más lerdo lo vería.

Le hice a Zimmer un saludo militar y luego entré vacilante en el edificio, buscando apoyo en las paredes.

Gran parte de lo que vino a continuación se me ha borrado. Conservo retazos, pero nada que forme un recuerdo completo, nada que pueda contar con convicción. Esta incapacidad de percibir lo que sucedió demuestra lo espantosamente débil que debía de estar. Necesitaba todas mis fuerzas para sostenerme de pie, tratando de no caerme, y no presté la debida atención. De hecho, creo que tuve los ojos cerrados la mayor parte de las horas que estuve allí y las veces que conseguí abrirlos, raras veces fue durante el tiempo suficiente para que el mundo penetrara en mi mente. Eramos entre cincuenta y cien los que pasamos juntos por el proceso. Me recuerdo a mí mismo sentado delante de una mesa en una sala grande escuchando a un sargento que nos hablaba, pero no recuerdo lo que dijo, ni una palabra. Nos dieron unos impresos para que los llenáramos y luego hubo una especie de prueba escrita, aunque es posible que el orden fuera el inverso. Recuerdo que tuve que señalar las organizaciones a las que había pertenecido y que eso me llevó algún tiempo: SDS en la universidad, SANE y SNCC en el instituto, y luego tuve que explicar las circunstancias de mi detención el año anterior. Fui el último en terminar y al final el sargento estaba de pie a mi lado, mascullando algo acerca del tío Ho y de la bandera norteamericana.

Después hay un intervalo de varios minutos, quizá media hora. Veo pasillos, luces fluorescentes, grupos de hombres jóvenes en calzoncillos. Recuerdo lo intensamente vulnerable que me sentí entonces, pero muchos otros detalles se han desvanecido. Dónde nos desnudamos, por ejemplo, y qué nos dijimos unos a otros mientras esperábamos en fila. Más específicamente, soy incapaz de evocar ninguna imagen relacionada con nuestros pies. Por encima de las rodillas no llevábamos nada más que los calzoncillos, pero lo que habla por debajo de las rodillas es un misterio para mí. ¿Nos permitieron conservar puestos los zapatos y/o los calcetines, o nos hicieron andar descalzos por aquellos pasillos? No tengo más que lagunas respecto a ese tema, ni la más vaga imagen.

Finalmente me dijeron que entrara en un cuarto. Un médico me dio golpecitos en el pecho y en la espalda, me miró los oídos, me agarró los testículos y me pidió que tosiera. Estas cosas requerían poco esfuerzo, pero luego llegó el momento de extraerme una muestra de sangre y de repente el examen se hizo más complicado. Estaba tan anémico y escuálido que el médico no podía encontrarme una vena en el brazo. Me clavó una aguja dos o tres veces, haciéndome cardenales en la piel, pero la jeringuilla, no se llenaba de sangre. Yo debía de tener una cara malísima en aquel momento –pálido y mareado, como si estuviera a punto de desmayarme– y después de un rato el médico renunció y me dijo que me sentara en un banco. Fue bastante amable, creo, o por lo menos indiferente.

–Si vuelves a sentirte mareado –me dijo–, te sientas en el suelo y esperas a que se te pase. No queremos que te caigas y te des un golpe en la cabeza, ¿verdad?

Recuerdo claramente que estaba sentado en el banco, pero luego me veo tumbado en una camilla en otro cuarto. Me es imposible saber cuánto tiempo había transcurrido entre ambos hechos. Creo que no me desmayé, pero cuando intentaron de nuevo sacarme sangre, probablemente no quisieron correr riesgos. Me ataron una tira de goma alrededor del bíceps para que la vena sobresaliera y cuando al fin el médico consiguió pincharla –no recuerdo si fue el mismo médico u otro–, comentó algo sobre lo delgado que estaba y me preguntó si había desayunado aquella mañana. En lo que fue con seguridad mi momento de mayor lucidez aquel día, me volví a él y le di la respuesta más sencilla y más sentida que se me ocurrió:

–Doctor, ¿tengo aspecto de poder pasarme sin desayunar?

Hubo más pruebas, seguramente muchas más, pero no puedo precisar casi nada. Nos dieron de comer en alguna parte (¿en el mismo edificio?, ¿en un restaurante fuera del edificio?), pero lo único que recuerdo de la comida es que nadie quiso sentarse a mi lado. Por la tarde, otra vez en los pasillos del piso de arriba, finalmente nos midieron y nos pesaron. Mi balanza marcó una cifra ridículamente baja, cincuenta y cuatro kilos creo que eran, o tal vez cincuenta y cinco. Desde ese momento me separaron del resto del grupo. Me mandaron a ver a un psiquiatra, un hombre rechoncho de dedos gordos y chatos, y recuerdo que pensé que más parecía un luchador que un médico. Ni me planteé contarle mentiras. Ya había entrado en mi nueva etapa de santidad potencial y lo último que deseaba era hacer algo de lo que luego me arrepintiera. El psiquiatra suspiró una o dos veces durante nuestra conversación, pero aparte de eso no pareció inmutarse ni por mis comentarios ni por mi aspecto. Me imagino que era un veterano en estas entrevistas y ya nada podía alterarle. Por mi parte, me sorprendió bastante la vaguedad de sus preguntas. Quiso saber si tomaba drogas y cuando le dije que no, enarcó las cejas y me lo volvió a preguntar, pero le di la misma respuesta la segunda vez y ya no insistió más. Luego vinieron las preguntas clásicas: qué aspecto tenían mis excrementos, si tenía emisiones nocturnas, con qué frecuencia pensaba en el suicidio. Contesté lo más sencillamente que pude, sin adornos ni comentarios. Mientras yo hablaba, él iba marcando unas casillas en una hoja de papel y no me miraba. Había algo que me aliviaba en el hecho de estar comentando asuntos tan íntimos de esta manera, como si hablara con un contable o un mecánico. Cuando llegó al final de la hoja, sin embargo, el médico levantó los ojos y los clavó en mí durante por lo menos cuatro o cinco segundos.

–Estás en un estado bastante lamentable, hijo –dijo al fin.

–Lo sé –contesté–. No me he encontrado muy bien últimamente. Pero creo que ya estoy mejorando.

–¿Quieres hablar de ello?

–Como usted quiera.

–Puedes empezar por hablarme de tu peso.

–He tenido la gripe. Cogí una cosa de estómago hace dos semanas y no podía comer.

–¿Cuánto peso has perdido?

–No sé. Veinte o veintidós kilos, creo.

–¿En dos semanas?

–No, en unos dos años. Pero la mayor parte este verano.

–Y eso, ¿por qué?

–Dinero, para empezar. No tenía suficiente dinero para comprar comida.

–¿No tienes trabajo?

–No.

–¿Lo has buscado?

–No.

–Tendrás que explicarme eso, hijo.

–El asunto es bastante complicado. No sé si podrá usted entenderlo.

–Deja que sea yo el que juzgue eso. Simplemente cuéntame lo que te sucedió y no te preocupes por cómo suene. No tenemos ninguna prisa.

Por alguna razón, sentí una imperiosa necesidad de contarle toda mi historia a aquel desconocido. Nada podía haber sido más inapropiado, pero, antes de que pudiera contenerme, las palabras empezaron a salir de mi boca. Notaba que mis labios se movían, pero al mismo tiempo era como si estuviera escuchando a otro. Oí que mi voz hablaba de mi madre, del tío Victor, de Central Park, de Kitty Wu. El médico asentía cortésmente, pero era evidente que no entendía nada de lo que le decía. Cuando pasé a explicarle la vida que había llevado durante los dos últimos años, vi que se sentía realmente incómodo. Esto me frustró, y cuanta más incomprensión demostraba él, más desesperadamente trataba yo de aclararle las cosas. Sentía que mi humanidad estaba en juego de alguna forma. No importaba que fuese un médico militar; era también un ser humano y nada me parecía más importante que conectar con él

–Nuestras vidas están determinadas por múltiples contingencias –dije, tratando de ser lo más sucinto posible– y luchamos todos los días contra estas sorpresas y accidentes para mantener nuestro equilibrio. Hace dos años, por razones tanto personales como filosóficas, decidí dejar de luchar. No era que quisiera matarme, no debe usted creer eso, sino que pensé que, abandonándome al caos del mundo, quizá el mundo acabaría por revelarme alguna secreta armonía, alguna forma o esquema que me ayudaría a penetrar en mí mismo. La idea era aceptar las cosas tal y como son, dejarse llevar por la corriente del universo. No digo que consiguiera hacerlo muy bien. La verdad es que fracasé miserablemente. Pero el fracaso no invalida la sinceridad del intento. Aunque estuve a punto de morirme, creo, no obstante, que ahora soy mejor por haberlo intentado.

Era un lío horroroso. Mi lenguaje se hacía cada vez más incoherente y abstracto y finalmente me di cuenta de que el médico había dejado de escucharme. Miraba fijamente un punto invisible por encima de mi cabeza con los ojos nublados por una mezcla de confusión y pena. No sé cuántos minutos se prolongó mi monólogo, pero duró lo suficiente como para que él se convenciera de que yo era un caso perdido, un caso perdido auténtico, no uno de esos locos espurios que habla aprendido a detectar.

–Ya basta, hijo –me dijo al fin, interrumpiéndome en mitad de una frase–. Creo que ya me hago cargo de la situación.

Durante un minuto o dos permanecí sentado en mi silla, en silencio, temblando y sudando, mientras él escribía una nota en una hoja de papel oficial. La dobló por la mitad y me la entregó por encima de la mesa.

–Dale esto al oficial que está al final del vestíbulo –me dijo–, y al salir dile al siguiente que pase.

Recuerdo que crucé el vestíbulo con la nota en la mano, resistiendo la tentación de leerla. Era imposible no sentir que me vigilaban, que había gente en el edificio que podía leer mis pensamientos. El oficial era un hombre grande vestido de uniforme, con un rompecabezas de medallas y condecoraciones en el pecho. Levantó la vista de una pila de papeles que tenía sobre el escritorio y me hizo una seña para que entrase. Le di la nota del psiquiatra. En cuanto le lanzó una ojeada, me dedicó una sonrisa llena de dientes.

–Gracias a Dios –dijo–. Acabas de ahorrarme un par de días de trabajo.

Sin más explicación, empezó a romper los papeles que tenía sobre la mesa y a tirarlos en la papelera. Parecía enormemente satisfecho.

–Me alegro de que te hayan declarado inútil, Fogg –dijo–. Ibamos a tener que hacer una investigación a gran escala sobre tus antecedentes, pero puesto que eres inútil, ya no tenemos que molestarnos.

–¿Investigación? –dije.

–Por todas esas organizaciones a las que has pertenecido –dijo, casi alegremente–. No podemos tener rojillos subversivos y agitadores en el ejército, ¿comprendes? No es bueno para la moral de la tropa.

No recuerdo exactamente la secuencia de los hechos, pero poco después me encontré sentado en una sala con los otros inadaptados y rechazados. Debíamos de ser como una docena, y creo que nunca he visto un grupo de gente más patético reunido en un sitio. Un muchacho con un espantoso acné que le cubría la cara y la espalda, estaba sentado en un rincón temblando y hablando solo. Otro tenía un brazo inválido. Otro, que no pesaría menos de ciento cuarenta kilos, permanecía de pie contra la pared haciendo pedorretas con los labios y riéndose después de cada una como un crío de siete años fastidioso. Éstos eran los bobos, los grotescos, los jóvenes que no tenían cabida en ninguna parte. Yo estaba casi inconsciente por la fatiga y no hablé con ninguno de ellos. Me senté en una silla junto a la puerta y cerré los ojos Cuando volví a abrirlos, un oficial me sacudía por un brazo diciéndome que despertara. Ya puedes irte a casa, me dijo, has terminado.

Crucé la calle bajo el sol de media tarde. Zimmer me estaba esperando en el restaurante, como había prometido.


Después de eso gané peso rápidamente. Al cabo de unos diez días, creo que había engordado ocho o nueve kilos y a final de mes empezaba a parecerme a la persona que había sido. Zimmer me alimentaba concienzudamente, llenando el frigorífico con toda clase de alimentos, y cuando le pareció que estaba lo bastante fuerte como para aventurarme a salir del apartamento empezó a llevarme a un bar cercano todas las noches, un local oscuro y tranquilo sin mucho trasiego de gente, donde bebíamos cerveza y veíamos los partidos en la tele. En aquel televisor la hierba siempre era azul, y los bates de un naranja borroso, y los jugadores parecían payasos, pero era muy agradable estar allí acurrucados en nuestro pequeño compartimento, hablando durante horas y horas de las cosas que nos esperaban. Fue un período exquisitamente tranquilo en la vida de ambos: un breve momento de descanso antes de seguir adelante.

En esas charlas empecé a saber algo más sobre Kitty Wu. A Zimmer le parecía excepcional y era difícil no percibir la nota de admiración en su voz cuando hablaba de ella. Una vez llegó incluso a decirme que si no hubiera estado enamorado de otra, se habría enamorado de ella como un loco. Estaba más cerca de la perfección que ninguna chica que él hubiera conocido, dijo, y en el fondo lo único que le desconcertaba de ella era que se hubiera sentido atraída por un tipo tan siniestro como yo.

–No creo que se sienta atraída por mí –dije–. Tiene buen corazón, eso es todo. Le di lástima e hizo algo para ayudarme, lo mismo que a otras personas les dan lástima los perros heridos.

–La he visto todos los días, M. S. Todos los días durante casi tres semanas. No paraba de hablar de ti.

–Eso es absurdo.

–Créeme, sé lo que me digo. La chica está locamente enamorada de ti.

–Entonces, ¿por qué no viene a verme?

–Está muy ocupada. Ya ha empezado sus clases en Juilliard y además tiene un trabajo de media jornada.

–No lo sabía.

–Claro que no. No sabes nada. Te pasas el día tumbado en la cama, haces incursiones en la nevera, lees mis libros. De vez en cuando friegas los platos. Así, ¿cómo vas a enterarte de nada?

–Estoy recobrando fuerzas. Dentro de unos días estaré bien.

–Físicamente. Pero tu mente aún tiene que recorrer un largo camino.

–¿Qué quieres decir con eso?

–Quiero decir que tienes que mirar debajo de la superficie, M. S. Tienes que usar la imaginación.

–Siempre he creído que lo hacía en exceso. Estoy tratando de ser más realista, más práctico.

–Contigo mismo sí, pero no puedes hacer eso con los demás. ¿Por qué crees que Kitty se ha retirado? ¿Por qué crees que ya no viene a verte?

–Porque está muy ocupada. Acabas de decírmelo.

–Eso es sólo parte del asunto.

–Te estás yendo por las ramas, David.

–Sólo estoy intentando demostrarte que es más complicado de lo que piensas.

–De acuerdo, ¿cuál es la otra parte?

–Discreción.

–Esa es la última palabra que yo emplearía para describir a Kitty. Probablemente es la persona más abierta y espontánea que he conocido.

–Es cierto. Pero debajo de eso hay una tremenda reserva, una verdadera delicadeza de sentimientos.

–Me besó la primera vez que la vi, ¿lo sabías? Justo cuando yo estaba a punto de irme, me cortó el paso en la puerta, me echó los brazos al cuello y me plantó un gran beso en los labios. Yo no le llamaría a eso delicado o reservado.

–¿Fue un buen beso?

–La verdad es que fue un beso extraordinario. Uno de los mejores que he tenido el placer de experimentar.

–¿Lo ves? Eso prueba exactamente lo que yo decía.

–Eso no prueba nada. Fue simplemente una de esas cosas que suceden por impulso.

–No, Kitty sabía lo que hacía. Es una persona que sigue sus impulsos, pero esos impulsos son también una forma de conocimiento.

–Pareces espantosamente seguro de ti mismo.

–Ponte en su situación. Se enamora de ti, te besa en la boca, lo deja todo para dedicarse a encontrarte. Pero ¿qué has hecho tú por ella? Nada. Absolutamente nada. Lo que diferencia a Kitty de otras personas es que ella está dispuesta a aceptarlo. Imagínate, Fogg. Te salva la vida, pero no le debes nada. Ella no espera tu gratitud. Ni siquiera tu amistad. Tal vez las desea, pero nunca te las pedirá. Respeta demasiado a los demás para obligarles a hacer algo en contra de su voluntad. Es abierta y espontánea, pero al mismo tiempo se moriría antes que permitir que tú tuvieras la sensación de que se te impone. Ahí es donde interviene la discreción. Ella ya ha ido bastante lejos, ahora no tiene más elección que mantenerse firme y esperar.

–¿Qué estás tratando de decirme?

–Que ahora es cosa tuya, Fogg. Eres tú quien ha de dar el próximo paso.

Kitty le había contado a Zimmer que su padre había sido general del Kuomintang en la China prerrevolucionaria. En los años treinta había sido alcalde o gobernador militar de Pekín. Aunque pertenecía al círculo íntimo de Chang Kaicheck, le había salvado la vida a Chu Enlai una vez al ofrecerle un salvoconducto para salir de la ciudad cuando Chang le atrapó allí con el pretexto de organizar una reunión entre el Kuomintang y los comunistas. No obstante, el general siguió siendo leal a la causa nacionalista y después de la revolución se trasladó a Taiwan con los demás seguidores de Chang Kaicheck. La familia Wu era enorme, formada por una esposa oficial, dos concubinas, cinco o seis hijos y un batallón de sirvientes. Kitty nació en febrero de 1950, hija de la segunda concubina, y dieciséis meses después, cuando el general Wu fue nombrado embajador en Japón, toda la familia se trasladó a Tokio. Fue sin duda una maniobra inteligente por parte de Chang: honrar al general crítico y responsable con un puesto tan importante y al mismo tiempo apartarlo de los centros de poder en Taipei. El general Wu tenía ya sesenta y muchos años y, al parecer, sus días de hombre influyente hablan terminado.

Kitty pasó su infancia en Tokio, estudió en colegios norteamericanos, lo cual explicaba su impecable inglés, y tuvo todas las ventajas que ofrecían sus privilegiadas circunstancias: clases de ballet, Navidades estilo norteamericano, coche con chófer. A pesar de eso, fue una infancia solitaria. Tenía diez años menos que su hermanastra más próxima y uno de sus hermanos, un banquero que vivía en Suiza, era treinta años mayor que ella. Y lo peor era que la posición de su madre como segunda concubina le daba apenas más poder dentro de la jerarquía familiar que a cualquiera de las sirvientas. La esposa, de sesenta y cuatro años, y la primera concubina, de cincuenta y dos, tenían celos de la madre de Kitty, que era joven y atractiva, y hacían todo lo que podían por debilitar su posición dentro de la casa. Tal y como Kitty se lo explicó a Zimmer, era un poco como vivir en una corte imperial china, con todas sus rivalidades y facciones, sus maquinaciones secretas, sus intrigas silenciosas y sus falsas sonrisas. Al general casi no le veían. Cuando no estaba ocupado en sus obligaciones oficiales, pasaba la mayor parte del tiempo cultivando los afectos de varias muchachas de fama más que dudosa. Tokio era una ciudad rica en tentaciones y las oportunidades para tales diversiones eran inagotables. Finalmente, se echó una amante, la instaló en un lujoso piso y gastó espléndidas sumas para tenerla contenta: vestidos, joyas y por último un coche deportivo. A la larga, sin embargo, todo eso no fue suficiente, y ni siquiera una dolorosa y costosa cura contra la impotencia pudo evitar lo irremediable. Las atenciones de la amante empezaron a dispersarse y una noche, cuando el general se presentó inesperadamente, se la encontró en los brazos de un hombre más joven. La batalla que siguió fue terrible: gritos, uñas afiladas, una camisa rasgada y manchada de sangre. Fue la última ilusión de un viejo insensato. El general se fue a casa, colgó su camisa desgarrada en medio de su habitación y prendió en ella un papel con la fecha del incidente: 14 de octubre de 1959. La dejó allí el resto de su vida, conservándola como un monumento a su vanidad destrozada.

La madre de Kitty murió, aunque Zimmer no sabía exactamente las causas ni las circunstancias. El general tenía entonces más de ochenta años y una salud muy deficiente, pero, en un último gesto de preocupación por su hija menor, la mandó a un internado en Estados Unidos. Kitty tenía catorce años cuando llegó a Massachusetts para empezar su primer curso en la Academia Fielding. Teniendo en cuenta quién era, no tardó mucho en adaptarse y en encontrar su sitio. Aprendió arte dramático y danza, hizo amistades, estudió lo suficiente como para obtener notas aceptables. Al final de sus cuatro años allí, sabía que no volvería a Japón. Ni tampoco a Taiwan, ni a ningún otro sitio. Estados Unidos se había convertido en su país y, haciendo malabarismos con la pequeña herencia que recibió a la muerte de su padre, había conseguido pagar la matrícula en Juilliard y trasladarse a Nueva York. Llevaba allí más de un año y acababa de comenzar su segundo curso.

–Suena a historia conocida, ¿no crees? –preguntó Zimmer.

–¿Conocida? –dije–. Es una de las historias más exóticas que he oído en mi vida.

–Sólo en la superficie. Rasca un poco el color local y se queda en una historia muy parecida a la de alguien que yo conozco. Quitando o poniendo algunos detalles, claro está.

–Mmm, si, ya veo lo que quieres decir. Huérfanos en la tormenta, todo eso.

–Exacto.

Me quedé callado un momento, reflexionando sobre lo que Zimmer habla dicho.

–Supongo que hay ciertas semejanzas –añadí al fin–. Pero ¿crees que cuenta la verdad?

–No tengo forma de saberlo con certeza. Pero basándome en lo que he visto de ella hasta ahora, me sorprendería mucho que no fuera así.

Bebí otro sorbo de cerveza y asentí. Mucho más adelante, cuando la conocí mejor, supe que Kitty no mentía nunca.

A medida que mi estancia en casa de Zimmer se prolongaba, me iba sintiendo más incómodo. Él costeaba todos los gastos de mi recuperación y, aunque jamás se quejaba de ello, yo sabía que su posición económica no era tan sólida como para permitirle hacerlo mucho más tiempo. Zimmer recibía una pequeña ayuda de su familia, que vivía en New Jersey, pero básicamente tenía que arreglárselas por su cuenta. Hacia el día veinte, iba a empezar un curso para posgraduados sobre literatura comparada en Columbia. La universidad le había atraído ofreciéndole una beca –enseñanza gratuita más un estipendio de dos mil dólares– pero, aunque entonces esa suma no estaba nada mal, apenas llegaba para vivir todo un año. Sin embargo, él seguía manteniéndome, utilizando sus magros ahorros sin escrúpulos. Por muy generoso que Zimmer fuera, tenía que deberse a algo más que a puro altruismo. En nuestro primer año juntos como compañeros de habitación, yo siempre habla tenido la sensación de que le intimidaba un poco, que le abrumaba, por así decirlo, a causa de la misma intensidad de mis locuras. Ahora que yo me encontraba en apuros, tal vez él lo vio como una oportunidad de obtener ventaja, de nivelar la balanza interna de nuestra amistad. Dudo que el propio Zimmer fuese consciente de ello, pero habla cierto tono de nerviosa superioridad en su voz cuando me hablaba y era difícil no notar el placer que le proporcionaba meterse conmigo. Yo lo soportaba y no me ofendía. Mi autoestima había caído ya tan bajo que secretamente recibía sus burlas como una forma de justicia, un castigo bien merecido por mis pecados.

Zimmer era un muchacho pequeño, delgado pero fuerte, con el pelo negro y rizado y porte erguido y contenido. Llevaba las gafas con montura metálica que estaban de moda entre los estudiantes por entonces y estaba empezando a dejarse crecer la barba, lo cual le daba cierto aire de joven rabino. De todos los estudiantes que yo había conocido en Columbia, era el más brillante y concienzudo y no habla duda de que estaba dotado para convertirse en un excelente hombre de letras si se lo proponía. Compartíamos la misma pasión por los libros oscuros y olvidados (Cassandra de Lycofron, los diálogos filosóficos de Giordano Bruno, los cuadernos de Joseph Joubert, por no mencionar más que aquellos que descubrimos juntos), pero mientras yo tendía a mostrar un entusiasmo alocado y disperso por estas obras, Zimmer era riguroso y sistemático, penetrante hasta un grado que a menudo me asombraba. No obstante, él no estaba especialmente orgulloso de su talento crítico, y lo desdeñaba como algo de importancia secundaria. El principal interés de Zimmer en la vida era escribir poesía y a ello dedicaba largas y duras horas, trabajando cada palabra como si la suerte del mundo estuviera en juego, lo cual es, probablemente, la única manera sensata de hacerlo. En muchos aspectos, los poemas de Zimmer recordaban a su cuerpo: compactos, tensos, inhibidos. Sus ideas estaban tan densamente entrelazadas que con frecuencia era difícil entenderlas. A pesar de todo, yo admiraba la extrañeza de los poemas y la calidad de pedernal del lenguaje. Zimmer confiaba en mis opiniones y yo era lo más sincero posible cuando me las pedía, animándole cuanto podía, pero al mismo tiempo me negaba a desmenuzar las palabras cuando algo me parecía mal. Yo no tenía ambiciones literarias propias y probablemente eso lo hacía más fácil. Si criticaba su obra, él sabía que no era a causa de una tácita rivalidad entre nosotros.

Llevaba dos o tres años enamorado de la misma persona, una chica que se llamaba Anna Bloom o Blume, nunca estuve seguro de cómo se escribía el apellido. Había sido su vecina de enfrente en New Jersey y compañera de clase de su hermana, lo cual quería decir que era un par de años más joven que él. Yo solamente la había visto una o dos veces. Era menuda y morena, con una cara bonita y una personalidad agresiva y vivaz, y yo sospechaba que probablemente no era demasiado adecuada para el carácter estudioso de Zimmer. A principios de verano, se había marchado de repente para reunirse con su hermano mayor, William, que trabajaba como periodista en algún país extranjero, y desde entonces Zimmer no había tenido noticias suyas; ni una carta, ni una postal, nada. A medida que pasaban las semanas, él estaba cada vez más desesperado por este silencio. Comenzaba cada día con el mismo ritual de bajar a mirar en el buzón, y cada vez que entraba o salía de la casa, obsesivamente, abría y cerraba el buzón vacío. Esto ocurría a cualquier hora, incluso a las dos o las tres de la madrugada, cuando no existía la menor posibilidad de que hubiese llegado correo. Pero Zimmer era incapaz de resistir la tentación. Muchas veces, al volver de la taberna White Horse, que estaba a la vuelta de la esquina, los dos medio borrachos de cerveza, tenía que ser testigo del penoso espectáculo de Zimmer buscando la llave del buzón y metiendo la mano para coger algo que no estaba allí, que nunca estaría. Puede que ésa fuera la razón de que mi amigo soportara mi presencia en su apartamento durante tanto tiempo. Por lo menos, era alguien con quien hablar, alguien que le distraía de sus preocupaciones, una extraña e imprevisible forma de alivio cómico.

A pesar de todo, constituía una sangría para su capital, y cuanto más tiempo pasaba sin que él lo mencionara, peor me sentía yo. Mi intención era salir a buscar trabajo tan pronto me encontrara lo bastante fuerte (cualquier trabajo, daba igual lo que fuera) y empezar a devolverle el dinero que habla gastado en mí. Eso no resolvía el problema de encontrar un sitio donde vivir, pero al menos convencí a Zimmer de que me dejara pasar las noches en el suelo para que él pudiera volver a dormir en su cama. Un par de días después de que cambiáramos de habitación, él empezó sus clases en Columbia. Una noche de la primera semana, regresó a casa con un montón de papeles y anunció malhumorado que una amiga suya del departamento de francés había aceptado una traducción urgente y luego se había dado cuenta de que no tenía tiempo para hacerla. Zimmer le había preguntado si quería pasársela a él y ella contestó que si. Así fue como el manuscrito entró en casa, un tedioso documento de unas cien páginas relativo a la reorganización estructural del consulado francés en Nueva York. En cuanto Zimmer comenzó a hablarme del asunto comprendí que había encontrado una oportunidad de ser útil. Mi francés era tan bueno como el suyo, le dije, y dado que no tenía excesivos compromisos por el momento, ¿por qué no me daba la traducción y dejaba que yo me encargara de ella? Zimmer puso objeciones, como yo esperaba, pero poco a poco fui venciendo su resistencia. Deseaba saldar mi cuenta con él, le expliqué, y hacer aquel trabajo era la forma más práctica y más rápida de conseguirlo. Le entregaría el dinero, doscientos o trescientos dólares, y entonces estaríamos en paz otra vez. Este último argumento fue el que finalmente le convenció. A Zimmer le gustaba el papel de mártir, pero cuando comprendió que estaba en juego mi bienestar, cedió.

–Bueno –dijo–, si tan importante es para ti, creo que podríamos ir a medias.

–No –le contesté–, sigues sin entenderlo. Te quedas con todo el dinero. De otro modo no tendría sentido. Te quedarás hasta el último céntimo.

Logré lo que quería y por primera vez en meses, comencé a sentir que mi vida volvía a tener un objetivo. Zimmer se levantaba temprano y se iba a Columbia, y durante el resto del día yo me quedaba a mis anchas, libre de instalarme en su mesa y trabajar sin interrupción. El texto era abominable, lleno de toda clase de galimatías burocráticos, pero cuanto más trabajo me daba, más obstinadamente perseveraba en la tarea, negándome a dejarla hasta que empezaba a vislumbrarse un asomo de sentido en las torpes y retorcidas frases. La dificultad del trabajo era lo que me estimulaba. Si la traducción hubiese sido fácil, no habría tenido la sensación de que estaba haciendo una adecuada penitencia por mis errores pasados. En cierto modo, por lo tanto, la absoluta inutilidad del proyecto era lo que le daba valor. Me sentía como si me hubieran condenado a trabajos forzados en una cuerda de presos. Mi tarea consistía en coger un martillo y partir piedras para convertirlas en piedras más pequeñas y luego partir ésas en otras más pequeñas todavía. El trabajo no tenía ningún propósito, pero a mí no me interesaban los resultados. El trabajo era un fin en sí mismo y me entregué a él con la determinación de un presidiario modelo.

Cuando hacía buen tiempo, a veces salía a dar un breve paseo por el barrio para despejarme la cabeza. Estábamos en octubre, el mejor mes del año en Nueva York y me agradaba estudiar la luz de principios de otoño, observando que parecía adquirir una claridad nueva cuando incidía oblicuamente en los edificios de ladrillo. Ya no era verano, pero el invierno aún estaba muy lejos y yo saboreaba aquel equilibrio entre el frío y el calor. En todas partes adonde iba aquellos días, en la calle no se hablaba más que de los Mets. Era uno de esos raros momentos de unanimidad en los que todo el mundo piensa en lo mismo. La gente llevaba transistores para escuchar la retransmisión del partido, delante de los escaparates de las tiendas de electrodomésticos se formaban grupos para ver el juego en los televisores mudos, de los bares, de las ventanas, de los invisibles tejados salían repentinos vivas. Primero fue Atlanta en los playoffs, luego Baltimore en las series. De ocho partidos que jugaron en octubre, los Mets sólo perdieron uno, y cuando acabó la aventura, Nueva York celebró otro desfile memorable, que superó incluso la extravagancia del recibimiento dado a los astronautas dos meses antes. Ese día se tiraron a la calle más de quinientas toneladas de papel, un récord nunca igualado desde entonces.

Cogí la costumbre de comerme el almuerzo en Abingdon Square, una plaza ajardinada que estaba a poco más de una manzana del apartamento de Zimmer. Había un rudimentario terreno de juegos infantiles y me gustaba el contraste entre el lenguaje vacío del informe que estaba traduciendo y la furiosa, incansable energía de los críos que corrían y chillaban a mi alrededor. Descubrí que me ayudaba a concentrarme y en varias ocasiones incluso me llevé el trabajo a ese parquecillo y traduje sentado en un banco en medio del griterío. Casualmente, fue una de esas tardes de mediados de octubre cuando al fin volví a ver a Kitty Wu. Estaba luchando con un párrafo particularmente difícil y no la vi hasta que ya se había sentado a mi lado en el banco. Era la primera vez que la veía desde que Zimmer me sermoneó en el bar, y el repentino encuentro me cogió con la guardia baja. Había pasado las últimas semanas imaginando todas las cosas brillantes que le diría cuando volviera a verla, pero ahora que estaba allí en carne y hueso apenas podía pronunciar palabra.

–Hola, señor Escritor –dijo–. Me alegro de verte ya levantado y en la calle.

Llevaba gafas de sol y los labios pintados de un rojo vivo. Como sus ojos eran invisibles detrás de los cristales oscuros, me costaba esfuerzo no mirarla directamente a la boca.

–No estoy escribiendo, en realidad –dije–. Es una traducción. La estoy haciendo para ganar un poco de dinero.

–Lo sé. Me encontré a David ayer y me lo contó.

Poco a poco, me fui relajando y entrando en la conversación. Kitty tenía un talento natural para hacer hablar a la gente y resultaba fácil charlar con ella, sentirse cómodo en su presencia. Como me había dicho una vez el tío Victor hacía mucho tiempo, una conversación es como tener un peloteo con alguien. Un buen compañero te tira la pelota directamente al guante, de modo que es casi imposible que se te escape; cuando es él quien recibe, coge todo lo que le lanzas, incluso los tiros más erráticos e incompetentes. Eso era lo que hacia Kitty. Me lanzaba la pelota derecha al hueco del guante y cuando yo se la devolvía, ella recogía todo lo que entrara, aunque fuese remotamente, en su área: saltando para agarrar pelotas que pasaban por encima de su cabeza, echándose ágilmente a derecha o izquierda, corriendo hacia adelante para no perder las que se quedaban cortas. Más aún, su habilidad era tal que siempre me hacía sentir que yo había hecho esos malos lanzamientos a propósito, como si mi única intención hubiera sido la de lograr que el juego fuera más divertido. Me hacía parecer mejor de lo que era y eso aumentaba mi confianza en mí mismo, lo cual a su vez me ayudaba a realizar tiros menos difíciles para ella. En otras palabras, empecé a hablarle a ella en lugar de a mí mismo, y el placer que eso me proporcionó fue mayor que ninguno que hubiera experimentado en mucho tiempo.

Mientras seguíamos hablando bajo la luz otoñal, empecé a tratar de encontrar la manera de prolongar la conversación. Estaba demasiado excitado y feliz para dejar que se acabara y el hecho de que Kitty llevara al hombro una gran bolsa de la que sobresalían pedazos de ropa de baile –la pierna de unos leotardos, el cuello de una camiseta, la punta de una toalla– me hacía temer que estuviera a punto de levantarse y salir corriendo para acudir a una clase. Había una insinuación de frío en el aire, y después de estar veinte minutos charlando en el banco, noté que se estremecía ligeramente. Haciendo acopio de valor, comenté que empezaba a hacer frío, quizá deberíamos irnos al apartamento de Zimmer, donde yo podría preparar un café caliente. Milagrosamente, Kitty asintió y dijo que pensaba que era una buena idea.

Me puse a hacer el café. El cuarto de estar estaba separado de la cocina por el dormitorio, y en vez de esperarme en el cuarto de estar, Kitty se sentó en la cama para que pudiéramos seguir hablando. La llegada al apartamento había cambiado el tono de la conversación y ambos nos quedamos más callados e inseguros, como buscando una forma de interpretar nuestro nuevo diálogo. En el aire habla una extraña sensación de anticipación, y me alegré de tener entre manos la tarea de hacer el café para disimular la confusión que se habla apoderado de mí repentinamente. Algo iba a suceder de un momento a otro, pero me daba demasiado miedo pensarlo, porque sentía que si me permitía concebir esperanzas, aquello se destruiría antes de tomar forma. Luego Kitty se quedó muy silenciosa, no dijo nada durante veinte o treinta segundos. Continué moviéndome por la cocina, abriendo y cerrando la nevera, sacando tazas y cucharillas, poniendo leche en una jarrita y todo eso. Durante un momento le di la espalda a Kitty y, antes de que me diera plena cuenta de ello, se levantó de la cama y entró en la cocina. Sin decir palabra, se acercó a mi por detrás, me rodeó la cintura con los brazos y apoyó la cabeza en mi espalda.

–¿Quién es? –dije.

–La mujer dragón –contestó ella–. Ha venido a atraparte.

Le cogí las manos, tratando de no temblar cuando noté la suavidad de su piel.

–Creo que ya me ha atrapado –dije.

Hubo una breve pausa y luego Kitty apretó más sus brazos alrededor de mi cintura.

–Te gusto un poquito, ¿verdad?

–Más que un poquito. Y tú lo sabes. Mucho más que un poquito.

–No sé nada. He esperado demasiado para saber nada.

Toda la escena tenía una cualidad imaginaria. Yo sabía que era real, pero al mismo tiempo era mejor que la realidad, más próxima a una proyección de la realidad que yo deseaba que nada de lo que había experimentado antes. Mis deseos eran muy fuertes, arrolladores de hecho, pero sólo gracias a Kitty tenían la posibilidad de expresarse. Todo dependía de sus respuestas, de sus sutiles incitaciones y de la sabiduría de sus gestos, de su ausencia de vacilación. Kitty no tenía miedo de sí misma y vivía dentro de su cuerpo sin embarazo ni dudas. Tal vez tenía algo que ver con el hecho de ser bailarina, aunque es más probable que fuera al revés. Porque le gustaba su cuerpo, le era posible bailar.

Hicimos el amor durante varias horas en la decreciente luz vespertina del apartamento de Zimmer. Sin duda, fue una de las cosas más memorables que me han sucedido nunca y creo que al final estaba completamente transformado por la experiencia. No estoy hablando solamente de sexualidad ni de las permutaciones del deseo, sino de un espectacular derrumbe de muros interiores, de un terremoto en el corazón de mi soledad. Me había acostumbrado de tal modo a estar solo que no creí que algo semejante pudiera ocurrirme. Me había resignado a cierta clase de vida y luego, por razones totalmente oscuras para mí, aquella preciosa muchacha china había caído ante mí, descendiendo de otro mundo como un ángel. Hubiera sido imposible no enamorarse de ella, imposible no quedar arrebatado por el simple hecho de que estuviera allí.


A partir de entonces, mis días estuvieron más llenos. Trabajaba en la traducción por la mañana y en las primeras horas de la tarde y luego salía a encontrarme con Kitty, generalmente en la zona de Columbia y Juilliard. Si había alguna dificultad, era únicamente porque no teníamos muchas oportunidades de estar solos. Kitty vivía en un cuarto de Juilliard que compartía con otra estudiante y en el apartamento de Zimmer no había una puerta que se pudiera cerrar para separar el dormitorio del cuarto del estar. Aunque hubiese existido una puerta, habría sido impensable el llevarme a Kitty allí. Dadas las circunstancias de la vida amorosa de Zimmer en aquel momento, yo no habría tenido el valor de hacerlo: infligirle los sonidos de nuestro amor, obligarle a escuchar nuestros gemidos y suspiros mientras estaba sentado en la habitación contigua. Una o dos veces, la compañera de cuarto de Kitty salió por la noche y aprovechamos su ausencia para ocupar la estrecha cama de Kitty. En varias ocasiones tuvimos citas amorosas en apartamentos vacíos. Kitty era la que se encargaba de organizar estos encuentros, hablando con amigos de amigos de amigos para pedirles que nos permitieran usar un dormitorio durante unas horas. Había algo frustrante en todo aquello, pero al mismo tiempo era emocionante, una fuente de excitación que añadía un elemento de peligro e incertidumbre a nuestra pasión. Corrimos riesgos que fácilmente podrían habernos llevado a situaciones de lo más embarazosas. Una vez, por ejemplo, paramos un ascensor entre dos pisos y, mientras los furiosos vecinos gritaban y daban golpes protestando por el retraso, le bajé a Kitty los vaqueros y las bragas y le provoque un orgasmo con la lengua. Otra vez lo hicimos en el suelo de un cuarto de baño durante una fiesta, echando el pestillo y haciendo caso omiso a la gente que formaba cola fuera, esperando su turno para usar el retrete. Era un misticismo erótico, una religión secreta restringida a sólo dos miembros. Durante toda esa primera etapa de nuestra relación, nos bastaba con mirarnos para excitarnos. No bien tenía a Kitty cerca de mí, empezaba a pensar en hacer el amor con ella. Me resultaba imposible mantener las manos apartadas de ella y cuanto más conocía su cuerpo, más deseaba tocarlo. Un día, llegamos incluso a hacer el amor en el vestuario de la escuela, después de uno de sus ensayos de baile, cuando se fueron las demás chicas. Ella iba a participar en una función al mes siguiente y yo trataba de ir a sus ensayos nocturnos siempre que podía. Ver a Kitty bailar era casi tan maravilloso como abrazarla y yo seguía las evoluciones de su cuerpo por el escenario con una especie de delirante concentración. Me encantaba, pero al mismo tiempo no lo entendía. La danza me era totalmente ajena, algo que estaba más allá del alcance de las palabras, y no tenía otra opción que la de sentarme allí en silencio y abandonarme al espectáculo del movimiento puro.

Acabé la traducción a finales de octubre. La amiga de Zimmer se la pagó unos días después y esa noche Kitty y yo cenamos con él en el Palacio de la Luna. Fui yo quien eligió el restaurante, más por su valor simbólico que por la calidad de la comida, pero comimos bien de todas formas, porque Kitty les habló en mandarín a los camareros y les pidió platos que no aparecían en la carta. Zimmer estaba inspirado esa noche y habló sin parar de Trotski, Mao y la teoría de la revolución permanente. Recuerdo que en un momento determinado Kitty apoyó la cabeza en mi hombro, con una hermosa y lánguida sonrisa, y entonces los dos nos recostamos en los cojines del respaldo y dejamos que David continuara su monólogo, asintiendo de cuando en cuando mientras él resolvía los dilemas de la existencia humana. Fue un momento magnífico para mí, un momento de asombroso gozo y equilibrio, como si mis amigos se hubieran reunido allí para celebrar mi regreso al mundo de los vivos. Una vez que retiraron los platos, los tres abrimos nuestras galletas de la suerte y analizamos las predicciones con fingida solemnidad. Curiosamente, recuerdo la mía como si aún tuviera el papelito entre las manos. Decía: “El sol es el pasado, la tierra es el presente, la luna es el futuro.” Había de volver a encontrar esta enigmática frase, lo cual, retrospectivamente, hizo que el casual descubrimiento de la misma en el Palacio de la Luna pareciese estar cargado de una extraña y premonitoria verdad. Por razones que no examiné en aquel momento, me metí el papelito en la cartera y lo llevé conmigo durante los siguientes nueve meses, conservándolo hasta mucho después de haber olvidado que estaba allí.

A la mañana siguiente empecé a buscar trabajo. Aquel día no me salió nada y al otro tampoco. Comprendiendo que por los anuncios de los periódicos no iba a conseguir nada, decidí ir a Columbia y probar suerte en la oficina de empleo de los estudiantes. Como antiguo alumno de la universidad tenía derecho a utilizar ese servicio y, puesto que no tenía que pagar nada si me encontraban un trabajo, parecía razonable empezar por ahí. A los diez minutos de entrar en el Dodge Hall vi la respuesta a mis problemas mecanografiada en una tarjeta clavada en la esquina inferior izquierda del tablón de anuncios. La descripción del puesto decía lo siguiente: “Caballero anciano en silla de ruedas necesita joven que le sirva de acompañante interno. Paseos diarios, ligeras tareas de secretario. 50 dólares a la semana más habitación y manutención.” Este último detalle fue lo que. me decidió. No sólo podría empezar a ganar algo de dinero, sino que además podría dejar al fin el apartamento de Zimmer. Y, mejor aún, me trasladarla a la avenida West End esquina calle Ochenta y cuatro, lo que quería decir que estaría mucho más cerca de Kitty. Parecía perfecto. El puesto en sí no era exactamente el que uno querría para poder escribir a la familia contando que se lo habían dado, pero en cualquier caso yo no tenía familia a la que escribir.

Llamé desde allí mismo para pedir una entrevista, temeroso de que alguien se me adelantara. Antes de dos horas estaba sentado con mi futuro jefe en su cuarto de estar y a las ocho de la noche me llamó a casa de Zimmer para decirme que el puesto era mío. Me dio a entender que había sido una decisión difícil para él y que había tenido que elegir entre varios candidatos valiosos. A la larga, dudo que eso hubiera cambiado nada, pero si hubiera sabido entonces que estaba mintiendo, tal vez habría tenido una idea más clara de dónde me estaba metiendo. Porque la verdad era que no hubo otros candidatos. Yo era el único que habla solicitado el trabajo.



4


La primera vez que vi a Thomas Effing, me pareció la persona más frágil que había visto en mi vida. Todo huesos y carne temblorosa, estaba sentado en su silla de ruedas cubierto de mantas escocesas, el cuerpo derrumbado hacia un lado como un minúsculo pájaro roto. Tenía ochenta y seis años, pero aparentaba más, cien por lo menos, una edad incontable, si es que eso es posible. Todo en él era amurallado, remoto, como de esfinge, por su impenetrabilidad. Dos manos retorcidas y llenas de manchas de vejez agarraban los brazos de la silla y de vez en cuando aleteaban, pero ésa era la única señal de vida consciente. Ni siquiera se podía establecer un contacto visual con él, porque Effing era ciego, o al menos fingía serlo, y el día en que fui a su casa para la entrevista llevaba dos parches negros sobre los ojos. Al recordar ahora aquel comienzo me parece apropiado que tuviese lugar el uno de noviembre. El uno de noviembre: el Día de Difuntos, el día en que se recuerda a los santos y mártires desconocidos.

Fue una mujer quien abrió la puerta del piso. Era robusta y poco atractiva, de indeterminada mediana edad, y vestía una voluminosa bata de estar por casa estampada con flores rosas y verdes. Una vez que se aseguró de que yo era el señor Fogg que había llamado para concertar una cita a la una, me tendió la mano y me comunicó que ella era Rita Hume, enfermera y ama de llaves del señor Effing durante los últimos nueve años. Mientras tanto me miraba de arriba abajo, examinándome con la descarada curiosidad de una mujer que viera por primera vez a un marido encargado por correo. Sin embargo, había algo tan franco y amable en esas miradas que no me ofendí. Era difícil que a uno le desagradara la señora Hume, con su cara ancha y pastosa, sus fuertes hombros y sus gigantescos pechos, tan enormes que parecían hechos de cemento. Transportaba esa carga con andares anadeantes, y mientras la seguía por el vestíbulo hacia el cuarto de estar, oía silbar el aire al entrar y salir por su nariz.

Era uno de esos enormes pisos del West Side con largos pasillos, puertas correderas de roble entre las habitaciones y abigarradas molduras en las paredes. Había una densa mezcolanza victoriana y me resultó difícil absorber la repentina abundancia de objetos que me rodeaba: los libros, los cuadros, las mesitas, el revoltijo de alfombras, la confusión de maderas en la penumbra. A medio camino del recibidor, la señora Hume me cogió por un brazo y me susurró al oído:

–No se desanime si actúa de una forma un poco rara. A veces se exalta, pero eso no significa nada en realidad. Lo ha pasado muy mal estas últimas semanas. El hombre que le cuidó durante treinta años murió en septiembre y ha sido muy duro para él adaptarse.

Intuí que tenía una aliada en aquella mujer, y eso me daba una especie de protección contra cualquier cosa extraña que pudiera suceder. El cuarto de estar era desmesuradamente grande, con ventanas que daban al Hudson y a New Jersey Palisades, al otro lado del río. Effing estaba en su silla de ruedas en medio de la habitación, situado frente a un sofá del cual le separaba una mesa baja. Tal vez mi impresión inicial de él fuera causada por el hecho de que no reaccionó a nuestra entrada. La señora Hume le anunció que yo había llegado.

–El señor M. S. Fogg está aquí para la entrevista.

Pero él no dijo una palabra ni movió un músculo. Era una inmovilidad sobrenatural y mi primera reacción fue la de pensar que estaba muerto. Sin embargo, la señora Hume me sonrió y me indicó con un gesto que me sentara en el sofá. Luego se fue y me encontré a solas con Effing, esperando a que rompiera el silencio.

Tardó mucho rato, pero cuando al fin habló, su voz llenó la habitación con sorprendente fuerza. No parecía posible que su cuerpo pudiera emitir tales sonidos. Las palabras salían de su garganta con una especie de furiosa y áspera energía y fue como si de pronto alguien hubiera encendido una radio y hubiera sintonizado una de esas emisoras lejanas que a veces se cogen en mitad de la noche. Era algo totalmente inesperado. Una sinapsis de electrones casual me traía aquella voz desde una distancia de mil kilómetros y la claridad con que sonaba aturdía mis oídos. Por un momento, llegué a preguntarme si no habría un ventrílocuo escondido en alguna parte.

–Emmett Fogg –dijo el viejo, escupiendo las palabras con desprecio–. ¿De dónde sale ese nombre de mariquita?

–M. S. Fogg –respondí–. La M es la inicial de Marco y la S de Stanley.

–Eso no lo mejora. En todo caso, lo empeora. ¿Qué va usted a hacer al respecto, muchacho?

–No voy a hacer nada. Mi nombre y yo hemos pasado mucho juntos y con el tiempo le he cogido cariño.

Effing rió despectivamente al oír esto, una risa grosera que parecía dar el tema por concluido de una vez por todas. Inmediatamente después, se enderezó en su silla. Era notable con qué rapidez esto transformó su aspecto. Ya no era un semicadáver comatoso perdido en vagas ensoñaciones; se había vuelto todo vigor y atención, una hirviente masa de energía resucitada. Según supe más adelante, ése era el verdadero Effing, si verdadero es una palabra que pueda emplearse para referirse a él. Su personalidad se basaba en tan gran medida en la falsedad y el engaño que era casi imposible saber cuándo decía la verdad. Le encantaba engañar al mundo con sus experimentos y súbitas inspiraciones, y de todos los números que montaba, su preferido era el de hacerse el muerto.

Se inclinó hacia adelante, como para indicarme que la entrevista iba a empezar en serio. A pesar de los parches negros que llevaba sobre los ojos, noté que dirigía su mirada hacia mí.

–Contésteme, señor Fogg –dijo–. ¿Es usted un hombre de visión clara?

–Antes pensaba que sí, pero ya no estoy tan seguro.

–Cuando tiene una cosa ante sus ojos, ¿es capaz de identificarla?

–Generalmente, sí. Pero hay veces en que resulta bastante difícil.

–¿Por ejemplo?

–Por ejemplo, a veces tengo dificultad para distinguir a los hombres de las mujeres por la calle. Ahora hay tanta gente que se deja el pelo largo, que no siempre es suficiente con una rápida ojeada. Especialmente cuando te encuentras mirando a un hombre femenino o una mujer masculina. Las señas pueden inducir a confusión.

–Y cuando se encuentra mirándome a mí, ¿qué palabras le vienen a la mente?

–Diría que estoy mirando a un hombre en una silla de ruedas.

–¿Un hombre viejo?

–Sí, un hombre viejo.

–¿Muy viejo?

–Sí, muy viejo.

–¿Ha observado algo de particular en mi, muchacho?

–Los parches que le tapan los ojos, supongo. Y que sus piernas parecen paralizadas.

–Sí, sí, mis dolencias. Saltan a la vista, ¿no?

–En cierto modo, sí.

–¿Ha sacado alguna conclusión respecto a los parches?

–Nada concreto. Mi primera idea fue que era usted ciego, pero en realidad eso no es lógico. Si una persona no ve, ¿por qué iba a molestarse en taparse los ojos para no ver? No tendría sentido. Por lo tanto, se me ocurren otras posibilidades. Tal vez los parches oculten algo peor que la ceguera. Una espantosa deformidad, por ejemplo. O puede que le hayan operado recientemente y tenga que llevarlos por prescripción facultativa. Por otra parte, también podría ser que esté parcialmente ciego y que la luz fuerte le moleste en los ojos. O que le guste llevar parches porque sí, porque le parecen atractivos. Hay muchas respuestas posibles a su pregunta. En este momento no dispongo de suficiente información para decir cuál es la respuesta exacta. En el fondo lo único que sé con certeza es que lleva usted parches en los ojos. Puedo afirmar que están ahí, pero no sé el porqué.

–En otras palabras, no da nada por sentado

–Puede ser peligroso. Sucede a menudo que las cosas son distintas de lo que parecen y uno puede meterse en líos por precipitarse en sus conclusiones.

–¿Y mis piernas?

–Esa pregunta me parece algo más sencilla. Por lo que se ve de ellas debajo de la manta, parecen estar atrofiadas, lo cual indicaría que no las ha usado desde hace muchos años. En ese caso, sería razonable suponer que no puede usted andar. Quizá nunca ha podido andar.

–Un viejo que no puede ver ni andar. ¿Qué piensa de eso, muchacho?

–Pienso que ese hombre depende más de otros de lo que quisiera.

Effing gruñó, se recostó en su silla y levantó la cara hacia el techo. Durante los siguientes diez o quince segundos, ninguno de los dos hablamos.

–¿Qué clase de voz tiene usted, muchacho? –preguntó al fin.

–No lo sé. Cuando hablo no me oigo realmente. Las pocas veces que he oído mi voz grabada en una cinta me ha sonado horrible. Pero, al parecer, a todo el mundo le pasa igual.

–¿Puede hacer la distancia?

–¿La distancia?

–Puede hacer largos recorridos. Puede usted hablar durante dos o tres horas sin quedarse ronco. Puede estar ahí sentado leyéndome en voz alta toda una tarde y que las palabras sigan saliendo de su boca. Eso es lo que quiero decir con hacer la distancia.

–Creo que puedo, sí.

–Como usted mismo ha observado, he perdido la vista. Mi relación con usted estará compuesta de palabras, si su voz no puede hacer la distancia, no vale usted un comino para mí.

–Comprendo.

Effing se echó de nuevo hacia adelante, luego hizo una breve pausa, para aumentar el efecto dramático.

–¿Le doy miedo, muchacho?

–No, creo que no.

–Pues debería dárselo. Si decido contratarle, aprenderá lo que es el miedo, se lo garantizo. Tal vez no pueda ver ni andar, pero tengo otros poderes, poderes que pocos hombres han dominado.

–¿Qué clase de poderes?

–Poderes mentales. Una fuerza de voluntad capaz de moldear el mundo físico y darle la forma que yo quiera.

–Telequinesis.

–Sí, si quiere llamarle así. Telequinesis. ¿Recuerda el apagón de hace pocos años?

–El otoño de 1965.

–Exactamente. Fui yo quien lo causó. Había perdido la vista recientemente y un día me encontraba solo en esta habitación, maldiciendo mi suerte. A las cinco aproximadamente me dije: Ojalá el mundo entero tuviera que vivir en la misma oscuridad que yo. Antes de que pasara una hora, todas las luces de la ciudad se habían apagado.

–Pudo ser una coincidencia.

–Las coincidencias no existen. Esa palabra sólo la usan los ignorantes. Todo lo que hay en el mundo está hecho de electricidad, tanto lo animado como lo inanimado. Hasta los pensamientos emiten una carga eléctrica. Si son lo bastante fuertes, los pensamientos de un hombre pueden cambiar el mundo que le rodea. No lo olvide, muchacho.

–No lo olvidaré.

–Y usted, Marco Stanley Fogg, ¿qué poderes tiene?

–Ninguno que yo sepa. Tengo los poderes humanos normales, supongo, pero nada más. Puedo comer y dormir. Puedo andar de un sitio a otro. Puedo sentir dolor. A veces puedo incluso pensar.

–Un agitador. ¿Es eso lo que es usted, muchacho?

–No. Dudo que pudiera convencer a nadie de que hiciese algo.

–Una víctima, entonces. Es una cosa u otra. Haces o te dejas hacer.

–Todos somos victimas de algo, señor Effing. Aunque sólo sea del hecho de estar vivos.

–¿Está usted seguro de estar vivo, muchacho? Puede que únicamente imagine que lo está.

–Todo es posible. Puede que usted y yo seamos sólo quimeras, que no estemos realmente aquí. Si, estoy dispuesto a considerar eso como posibilidad.

–¿Sabe tener la boca cerrada?

–Si es preciso, supongo que soy tan capaz de callarme como el siguiente.

–¿Y quién sería el siguiente, muchacho?

–Cualquiera. Es una expresión. Puedo hablar o guardar silencio, depende de la situación.

–Si le contrato, Fogg, probablemente llegará usted a odiarme. Recuerde que es todo por su bien. Hay un propósito oculto en todo lo que hago, y no es usted quien ha de juzgarlo.

–Intentaré tenerlo en cuenta.

–Bien. Ahora acérquese y deje que le palpe los músculos. No puedo permitir que un alfeñique me lleve por la calle, ¿verdad? Si sus músculos no sirven para eso, no vale usted un comino para mí.


Me despedí de Zimmer aquella noche y a la mañana siguiente metí las pocas cosas que poseía en mi mochila y me fui a casa de Effing. El azar quiso que no volviera a ver a Zimmer hasta trece años después. Las circunstancias nos separaron, y cuando me lo encontré por casualidad en la primavera de 1982 en el cruce de la calle Varick y West Broadway en el bajo Manhattan, había cambiado tanto que al principio no le reconocí. Habla engordado entre diez y quince kilos, y mientras caminaba con su mujer y sus dos niños, me fijé en su aspecto absolutamente convencional: la panza y la calvicie incipiente del comienzo de la madurez, el aire plácido y distraído del padre de familia veterano. Ibamos en direcciones opuestas y nos cruzamos. Luego, de repente, oí que me llamaba. Eso de encontrarse casualmente con alguien del pasado es algo que ocurre con frecuencia, supongo, pero ver a Zimmer me removió todo un mundo de cosas olvidadas. Casi no me importaba saber qué había sido de él, que estaba enseñando en una universidad de California, que había publicado un libro de cuatrocientas páginas sobre el cine francés, que no había escrito un poema desde hacia más de diez años. Lo importante, simplemente, era que le había visto. Estuvimos parados en aquella esquina hablando de los viejos tiempos durante quince o veinte minutos, luego él y su familia se fueron corriendo a dondequiera que fuesen. No he vuelto a verle ni a saber de él desde entonces, pero sospecho que la idea de escribir este libro se me ocurrió por primera vez después de ese encuentro de hace cuatro años, en el preciso momento en que Zimmer desapareció calle abajo y le perdí de vista otra vez.

Cuando llegué al piso de Effing, la señora Hume me hizo sentar en la cocina para darme una taza de café. Me dijo que el señor Effing estaba echando su sueñecito mañanero y que no se despertaría hasta pasadas las diez. Mientras tanto, me informó de cuáles serían mis obligaciones en la casa, a qué horas eran las comidas, cuánto tiempo pasaría con Effing cada día, etcétera. Ella era la que se ocupaba del “trabajo corporal”, según expresión suya, lavarle y vestirle, acostarle y levantarle, afeitarle, llevarle al retrete, mientras que mi trabajo sería un poco más complicado y menos definido. No me contrataba para que fuera su amigo exactamente, pero algo muy parecido a eso: un compañero comprensivo, una persona que rompiera la monotonía de su soledad.

–Bien sabe Dios que no le queda mucho tiempo –dijo–. Lo menos que podemos hacer es encargarnos de que sus últimos días no sean demasiado tristes.

Dije que comprendía.

–Tener cerca a una persona joven mejorará su ánimo –continuó–. Por no hablar del mío.

–Me alegro de tener este trabajo –dije.

–Él disfrutó de su conversación ayer. Dijo que usted le había dado buenas contestaciones.

–En realidad, no sabía qué decir. A veces es muy difícil seguirle.

–Si lo sabré yo. Pero siempre hay algo cociéndose en ese cerebro suyo. Está un poco loco, pero yo no le llamaría senil.

–No, es muy inteligente. Sospecho que tendré que estar siempre bien alerta con él.

–Me dijo que tenía usted una voz agradable. Por lo menos, es un principio prometedor.

–No me lo imagino usando la palabra agradable.

–Puede que no fuera ésa la palabra exacta, pero eso es lo que quería decir. Dijo que su voz le recordaba a la de alguien que había conocido.

–Espero que fuera alguien que le caía bien.

–No me lo dijo. Esa es una de las cosas que aprenderá del señor Thomas. Nunca te dice nada que no quiera decir.

Mi habitación estaba al final de un largo vestíbulo. Era un cuartito con una ventana que daba a un patio trasero, un rudimentario cubículo no mayor que la celda de un monje. Esto era territorio conocido para mí y no tardé en sentirme a gusto entre el escaso mobiliario: una anticuada cama de hierro con barras verticales en la cabecera y en los pies, una cómoda y una librería que cubría una pared, ocupada fundamentalmente por libros rusos y franceses. Había un solo cuadro en la habitación, un grabado grande dentro de un marco negro, que representaba una escena mitológica llena de figuras humanas y de una plétora de detalles arquitectónicos. Más adelante supe que era una reproducción en blanco y negro de una de las tablas de una serie de pinturas de Thomas Cole titulada El curso del imperio, una saga visionaria del esplendor y la decadencia del Nuevo Mundo. Deshice mi equipaje y comprobé que todo lo que poseía cabía perfectamente en el primer cajón de la cómoda. Sólo había traído un libro, un ejemplar de bolsillo de las Pensées de Pascal que Zimmer me había dado como regalo de despedida. Por el momento lo puse encima de la almohada y luego retrocedí un paso para examinar mi nueva habitación. No era gran cosa, pero era mía. Después de tantos meses de incertidumbre, me consolaba simplemente poder estar entre aquellas cuatro paredes, saber que ahora había un sitio en el mundo que podía llamar mío.

Los dos primeros días que estuve allí llovió constantemente. Como no podíamos salir a dar un paseo por la tarde, pasamos todo el día en el cuarto de estar. Effing se mostró menos combativo que durante la entrevista y la mayor parte del tiempo estuvo callado, escuchando lo que yo le leía. Me resultaba difícil juzgar la naturaleza de su silencio, saber si lo utilizaba para ponerme a prueba de una forma que yo no entendía, o si era sencillamente un reflejo de su estado de ánimo. Como me sucedió con gran parte del comportamiento de Effing durante el tiempo que estuve en su casa, dudaba entre ver un oscuro propósito en sus actos o desecharlos como productos de un impulso casual. Las cosas que me decía, los libros que elegía para que se los leyera, los extraños encargos que me mandaba hacer, ¿formaban parte de un oscuro y complicado plan, o sólo me lo pareció así cuando pensé en ellos retrospectivamente? A veces me parecía que estaba tratando de transmitirme misteriosos y arcanos conocimientos, que actuaba como mentor de mi formación interior, pero sin decírmelo, obligándome a jugar un juego sin darme a conocer las reglas del mismo. Éste era el Effing guía espiritual chiflado, un excéntrico maestro empeñado en iniciarme en los secretos del mundo. Otras veces, sin embargo, cuando su egoísmo y su arrogancia se desataban, me parecía que no era más que un viejo cruel, un maníaco acabado que vivía en la frontera entre la locura y la muerte. En resumen, me lanzó un buen montón de insultos y no pasó mucho tiempo antes de que me hartara de él, a pesar de que mi fascinación iba en aumento. Varias veces, cuando estaba a punto de dejarle, Kitty me convenció de que me quedara, pero creo que en el fondo siempre quise quedarme, incluso cuando me parecía imposible aguantarle un minuto más. Hubo semanas enteras en que apenas podía volver los ojos hacia él y tenía que hacer un verdadero esfuerzo para estar sentado en la misma habitación en que él estaba. Pero lo aguanté, resistí hasta el final.

Aun en sus momentos más plácidos, a Effing le gustaba dar pequeñas sorpresas. Aquella primera mañana, por ejemplo, cuando entró en la habitación manejando él mismo su silla de ruedas, llevaba unas gafas oscuras de ciego. Los parches negros, que habían dado lugar a tanta conversación durante la entrevista, habían desaparecido. Effing no hizo ningún comentario respecto al cambio. Supuse que aquél era uno de los casos en que debía mantener la boca cerrada y por lo tanto yo tampoco dije nada sobre el asunto. Al día siguiente llevaba unas gafas graduadas normales de montura metálica y cristales absurdamente gruesos. Ampliaban y distorsionaban la forma de sus ojos, haciéndolos parecer del tamaño de huevos de pájaro, protuberantes esferas azules a punto de salírsele de las órbitas. Me resultaba difícil saber si aquellos ojos veían o no. Había momentos en que estaba convencido de que era todo mentira y que veía tan bien como yo; en otros momentos estaba igualmente convencido de que era totalmente ciego. Eso es lo que Effing quería, por supuesto. Lanzaba señales intencionadamente ambiguas y luego disfrutaba de la incertidumbre que producían, negándose en redondo a dar información precisa. Algunos días se dejaba los ojos descubiertos, sin parches ni gafas. Otros días se presentaba con un pañuelo negro sobre los ojos atado en la parte de atrás de la cabeza, lo cual le hacía parecer un prisionero a punto de ser ejecutado por un pelotón de fusilamiento. Me era imposible saber qué significaban los distintos disfraces. Él nunca los mencionaba y yo nunca tuve el valor de preguntarle nada. Decidí que lo importante era no permitir que sus rarezas me obsesionaran. Él podía hacer lo que quisiera, mientras yo no cayera en su trampa, nada de aquello podía afectarme. Por lo menos, eso era lo que yo me decía. A pesar de mi determinación, a veces era difícil resistirse. Especialmente los días en que se dejaba los ojos descubiertos, me sorprendía a menudo mirándolos fijamente, incapaz de no hacerlo, indefenso ante su poder de atracción. Era como si intentara descubrir alguna verdad en ellos, una. abertura que me metiese directamente en la oscuridad de su cráneo. Pero nunca lo conseguí. Pese a los cientos de horas que pasé mirándolos atentamente, los ojos de Effing nunca me revelaron nada.

Él había seleccionado todos los libros previamente, sabía exactamente lo que quería escuchar. Aquellas lecturas no eran una forma de recreo, sino una búsqueda, una tenaz investigación de ciertos temas limitados y precisos. Eso no hacía que sus motivos me resultaran más evidentes, pero al menos había una especie de lógica subterránea en la empresa. La serie inicial de libros trataba el tema del viaje, en general el viaje a lo desconocido y el descubrimiento de nuevos mundos. Empezamos con los viajes de Saint Brendan y Sir John de Mandeville, luego pasamos a Colón, Cabeza de Vaca y Thomas Harriot. Leímos extractos de Viajes por la Arabia desierta de Doughty, perseveramos en la lectura completa del libro de John Wesley Powell sobre su expedición cartográfica siguiendo el curso del río Colorado y acabamos con varias historias de cautiverio de los siglos xviii y xix, relatos de primera mano escritos por colonos blancos que habían sido raptados por los indios. Encontré estos libros uniformemente interesantes, y una vez que me acostumbré a leer en voz alta durante muchas horas seguidas, creo que adquirí un estilo aceptable. Todo se basaba en la claridad de la enunciación, la cual a su vez dependía de modulaciones de tono, sutiles pausas y una constante atención a las palabras escritas. Effing raras veces hacía ningún comentario mientras yo leía, pero yo sabía que estaba escuchando por los ruidos que dejaba escapar cuando llegábamos a un párrafo especialmente crucial o emocionante. Probablemente era durante estas sesiones de lectura cuando me sentía en mayor armonía con él, pero pronto aprendí a no confundir su silenciosa concentración con buena disposición. Después del tercer o cuarto libro de viajes, se me ocurrió sugerir que tal vez le divertiría escuchar algunas partes del viaje de Cyrano a la luna. Esta sugerencia fue recibida con un gruñido.

–Guárdese sus ideas, muchacho –dijo–. Si quisiera su opinión, se la pediría.

La pared del fondo del cuarto de estar estaba cubierta por una librería que llegaba desde el suelo hasta el techo. No sé cuántos libros habría en esos estantes, pero serían por lo menos quinientos o seiscientos, puede que mil. Effing parecía saber dónde estaba cada uno de ellos y cuando llegaba el momento de empezar un nuevo libro, me decía exactamente dónde lo encontraría.

–Segundo estante, doce o quince espacios desde la izquierda –decía–. Lewis y Clarke. Un libro rojo encuadernado en tela.

Jamás se equivocaba y a medida que se acumulaban las pruebas de su extraordinaria memoria, no pude por menos de sentirme impresionado. Una vez le pregunté si conocía los métodos memorísticos de Cicerón y de Raimundo Lulio, pero desechó mi pregunta con un gesto de la mano.

–Esas cosas no se pueden aprender –dijo–. Es un talento con el que se nace, un don natural. –Hizo una breve pausa y luego continuó con un tono astuto y burlón–. Pero ¿cómo puede usted estar seguro de que sé dónde están los libros? Párese a pensarlo. Tal vez vengo aquí a escondidas por la noche y los cambio de sitio mientras usted está durmiendo. O puede que los mueva por telepatía cuando usted está de espaldas. ¿No es así, jovencito? –Interpreté que era una pregunta retórica y no dije nada para contradecirle–. Recuerde, Fogg –añadió–, nunca dé nada por sentado. Sobre todo cuando trate con una persona como yo.

Pasamos los dos primeros días en el cuarto de estar mientras las fuertes lluvias de noviembre golpeaban contra las ventanas. La casa de Effing era muy silenciosa y había momentos, cuando yo hacía una pausa en la lectura para tomar aliento, en los que el sonido más fuerte que se oía era el tictac del reloj que había sobre la chimenea. A veces la señora Hume hacia algún ruido en la cocina y desde la calle llegaba el ruido ahogado del tráfico, el chirrido de los neumáticos al pasar sobre el pavimento mojado. Era una sensación a la vez rara y agradable la de estar sentado en un interior mientras el mundo se ocupaba de sus asuntos y los propios libros aumentaban esta sensación de distanciamiento. Todo en ellos era lejano, misterioso, cargado de maravillas: un monje irlandés que cruzó el Atlántico en el año 500 y encontró una isla que creyó que era el Paraíso; el mítico reino de Prester John; un científico norteamericano manco fumando la pipa de la paz con los indios zuni de Nuevo México. Las horas pasaban y ninguno de los dos nos movíamos de nuestro sitio, Effing en su silla de ruedas, yo en el sofá enfrente de él; había momentos en que la lectura me absorbía de tal modo que casi no sabía dónde estaba, que llegaba a parecerme que ya no estaba dentro de mi propia piel.

Comíamos y cenábamos en el comedor a las doce y a las seis todos los días. Effing era muy preciso en el cumplimiento de este horario y cada vez que la señora Hume asomaba la cabeza por la puerta para anunciar que la comida estaba lista, él desviaba su atención del libro bruscamente. Daba igual en qué punto de la historia nos encontrásemos. Incluso cuando nos faltaban solamente una o dos páginas para acabarlo, Effing me interrumpía en mitad de una frase y me ordenaba dejarlo.

–Es hora de comer –decía–, seguiremos con eso más tarde.

No era que tuviese mucho apetito –de hecho comía poquísimo–, sino que la compulsión de ordenar sus días de un modo estricto y racional era demasiado fuerte para ignorarla. Una o dos veces pareció lamentar sinceramente que tuviésemos que interrumpir la lectura, pero nunca hasta el extremo de querer modificar el horario.

–Lástima –decía–. Justo cuando se estaba poniendo interesante.

La primera vez que sucedió esto me ofrecí a continuar leyendo un poco más.

–Imposible –dijo–. No podemos alterar el mundo a causa de los placeres momentáneos. Ya habrá tiempo para esto mañana.

Effing no comía mucho, pero lo poco que comía lo ingería babeando, gruñendo y derramando el alimento de manera desaforada. Me asqueaba contemplar este espectáculo, pero no tenía otro remedio que aguantarme. Siempre que Effing intuía que yo le estaba mirando, desplegaba inmediatamente una batería de trucos aún más repulsivos: dejar que la comida se le saliera de la boca y le resbalara por la barbilla, eructar, fingir náuseas y ataques cardíacos, quitarse la dentadura postiza y ponerla sobre la mesa. Le gustaban especialmente las sopas y durante todo el invierno comenzamos la comida con una sopa diferente cada día, hecha por la propia señora Hume. Eran sopas deliciosas, de verduras, de berros, de puerros y patata, pero rápidamente llegué a temer el momento en que tendría que sentarme a la mesa y ver a Effing tomándoselas. No es que sorbiera; la aspiraba, taladrando el aire con el clamor y la vibración de una aspiradora estropeada. Este ruido era tan irritante, tan definido, que empecé a oírlo continuamente, incluso cuando no estábamos en la mesa. Todavía ahora, si consigo concentrarme lo suficiente, puedo evocarlo con sus más sutiles características: el sobresalto del primer momento en que los labios de Effing se encontraban con la cuchara, destrozando el silencio con una monumental inspiración; el prolongado y agudo estruendo que venía a continuación, un espantoso ruido que parecía convertir el líquido en una mezcla de grava y cristales rotos cuando pasaba por su garganta; la deglución, la breve pausa que la seguía, el golpe de la cuchara al chocar con el plato y luego un fuerte estremecimiento cuando espiraba el aire. Entonces chasqueaba los labios, a veces incluso hacía una mueca de placer, y el proceso comenzaba de nuevo: llenaba la cuchara y se la llevaba a la boca (siempre con la cabeza agachada, para acortar el viaje entre el plato y su boca, pese a lo cual cuando la cuchara se acercaba a los labios su mano temblorosa dejaba caer chorritos de sopa que salpicaban sobre el plato) y entonces había una nueva explosión, una nueva herida en los oídos cuando se producía otra vez la succión. Afortunadamente, raras veces terminaba un plato de sopa. Tres o cuatro de estas cacofónicas cucharadas bastaban generalmente para agotarle, después de lo cual apartaba el plato y le preguntaba tranquilamente a la señora Hume qué había preparado de segundo. No sé cuántas veces oí esos ruidos, pero desde luego las suficientes para saber que nunca me abandonarán, que los llevaré en la cabeza el resto de mi vida.

La señora Hume demostraba una admirable paciencia durante estas exhibiciones. Nunca expresaba alarma ni desagrado y actuaba como si la conducta de Effing formara parte del orden natural de las cosas. Igual que le sucede a alguien que vive junto al ferrocarril o junto a un aeropuerto, se había acostumbrado a periódicos estallidos de ruido ensordecedor, y cuando Effing empezaba con uno de sus ataques de sorbetones y babeos, ella sencillamente dejaba de hablar y esperaba a que pasara la perturbación. El tren de Chicago atravesaba la noche a toda velocidad, haciendo vibrar los cristales y sacudiendo los cimientos de la casa, y luego, tan rápidamente como había venido, se iba. Muy de tarde en tarde, cuando Effing se ponía particularmente detestable, ella me miraba y me guiñaba un ojo, como diciendo: No le hagas caso; el viejo está loco y nosotros no podemos hacer nada. Pensándolo ahora, me doy cuenta de lo importante que era ella para mantener cierto grado de estabilidad en aquella casa. Una persona más volátil hubiera caído en la tentación de responder a los desmanes de Effing y eso hubiera empeorado las cosas, porque si se le provocaba, el viejo se volvía feroz. El temperamento flemático de la señora Hume era muy adecuado para evitar dramas incipientes y escenas desagradables. Tenía un alma tan grande como su cuerpo y era mucho lo que podía absorber sin ningún efecto perceptible. Al principio, a veces me disgustaba verla aceptar tantas injurias, pero luego comprendí que era la única estrategia razonable para soportar las excentricidades del viejo. Sonreír, encogerse de hombros, seguirle la corriente. Fue ella quien me enseñó cómo tratar a Effing, y sin su ejemplo dudo que hubiera durado mucho en ese trabajo.

Siempre venía a la mesa provista de una toalla limpia y un babero. El babero se lo ataba a Effing alrededor del cuello antes de que empezara la comida y la toalla la usaba para limpiarle la cara en casos extremos. En ese sentido era como sentarse a comer con un niño pequeño. La señora Hume desempeñaba el papel de madre cuidadosa con gran aplomo. Como había criado tres hijos, me dijo una vez, no tenía necesidad de pensarlo dos veces. Cumplir con estas obligaciones físicas era una cosa, pero también estaba la responsabilidad de hablarle a Effing de tal modo que le mantuviera controlado verbalmente. En esto se comportaba con la habilidad de una prostituta experta manejando a un cliente difícil. Ninguna petición era demasiado absurda, ninguna sugerencia podía escandalizarla, ningún comentario era demasiado disparatado para ser tomado en serio. Una o dos veces por semana, Effing la acusaba de estar tramando algo contra él: de envenenar su comida, por ejemplo (mientras escupía en su plato pedazos de zanahoria medio masticada o carne cortada en trocitos), o de planear robarle todo su dinero. En lugar de ofenderse, ella le contestaba tranquilamente que los tres nos moriríamos pronto, puesto que los tres estábamos comiendo lo mismo. O bien, si él insistía mucho, cambiaba de táctica y confesaba su crimen.

–Es verdad –decía–. He puesto tres cucharadas soperas de arsénico en el puré de patatas. Empezará a hacerle efecto dentro de unos quince minutos y entonces se habrán acabado todos mis problemas. Seré una mujer rica, señor Thomas (siempre le llamaba señor Thomas), y usted estará al fin pudriéndose en su tumba.

Esta clase de respuesta nunca dejaba de hacerle gracia a Effing.

–Ja, ja, ja! Va usted detrás de mis millones, bruja avariciosa. Siempre lo he sabido. Quiere tener pieles y brillantes, ¿eh? Pues no le servirán de nada, gorda. Seguirá pareciendo una lavandera sebosa se ponga lo que se ponga.

Y luego, sin preocuparse por la contradicción, seguía devorando con entusiasmo la comida envenenada.

Effing ponía a prueba su paciencia, pero en el fondo creo que la señora Hume le tenía afecto. Contrariamente a lo que hacen la mayoría de las personas que cuidan a los ancianos, no le trataba como si fuera un niño retrasado mental o un bloque de madera. Le daba libertad para vociferar y despotricar, pero cuando la situación lo requería, también era capaz de responderle con firmeza. Había encontrado un montón de epítetos y nombres para él y no vacilaba en usarlos cuando era necesario: viejo mentecato, bribón, grajo, farsante, un surtido inagotable. No sé de dónde los sacaba, pero salían de su boca en racimos, siempre combinando un tono de insulto con uno de áspero afecto. Llevaba nueve años con Effing y, puesto que no parecía ser persona que disfrutara sufriendo, debía de encontrar alguna clase de satisfacción en aquel trabajo. Desde mi punto de vista, la idea de esos nueve años era abrumadora. Si uno se paraba a pensar que solamente se tomaba un día libre al mes, la cosa se volvía casi inconcebible. Yo, por lo menos, tenía todas las noches libres y a partir de cierta hora podía entrar y salir cuando quisiera. Tenía a Kitty y también el consuelo de saber que mi puesto con Effing no era el objetivo principal de mi vida, que tarde o temprano lo dejaría para hacer otra cosa. La señora Hume no tenía ningún desahogo. Estaba de guardia permanente y su única oportunidad de salir de casa era cuando iba a hacer la compra durante una o dos horas por las tardes. No era precisamente lo que uno llamaría una verdadera vida. Tenía sus revistas, Reader’s Digest y Redbook, alguna que otra novela de misterio, un pequeño televisor en blanco y negro que veía en su cuarto después de haber acostado a Effing, siempre con el sonido muy bajo. Su marido había muerto de cáncer trece años antes y sus tres hijos vivían lejos: una hija en California, otra en Kansas, el hijo destinado en una base militar en Alemania. Les escribía cartas a todos, y su mayor placer era recibir fotografías de sus nietos, que luego metía en las esquinas del espejo de su tocador. En su día libre iba a visitar a su hermano Charlie al hospital de veteranos del Bronx. Había sido piloto de bombarderos en la Segunda Guerra Mundial y, por lo poco que ella me dijo, deduje que no estaba bien de la cabeza. Iba fielmente a verle todos los meses, sin olvidarse nunca de llevarle una bolsita de bombones y un montón de revistas deportivas, y en todo el tiempo que la conocí, nunca la oí quejarse de tener que ir. La señora Hume era una roca. Pensándolo bien, nadie me ha enseñado tanto como ella.

Effing era un caso difícil, pero sería erróneo definirle únicamente en términos de dificultad. Si se hubiera caracterizado sólo por su antipatía y su mal humor, sus estados de ánimo habrían sido más previsibles y eso habría simplificado el trato con él. Uno habría sabido lo que podía esperar; habría sabido a qué atenerse. Pero el viejo era demasiado esquivo. Si resultaba difícil, era precisamente porque no siempre era difícil y por eso conseguía tenerle a uno en un estado permanente de desequilibrio. Había días enteros en los que de su boca no salía nada que no fuera amargura y sarcasmo, pero justo cuando yo me había convencido de que no quedaba en él ni una partícula de simpatía o amabilidad, salía de pronto con un comentario de tan tremenda compasión, una frase que revelaba una comprensión y un conocimiento tan profundos de los seres humanos, que yo me veía obligado a reconocer que le había juzgado mal, que en realidad no era tan malo como yo pensaba. Poco a poco, empecé a percibir otra faceta de Effing. No me atrevería a llamarla una faceta sentimental, pero a veces se acercaba mucho a eso. Al principio, intenté pensar que era un juego, un truco para mantenerme desconcertado, pero eso hubiese implicado que Effing calculaba de antemano esos enternecimientos, cuando la verdad era que siempre parecían producirse espontáneamente, provocados por un detalle casual de un suceso o una conversación. Sin embargo, si esta faceta buena era auténtica, entonces, ¿por qué no la dejaba aparecer con más frecuencia? ¿Era simplemente una aberración de su verdadera personalidad, o era realmente la esencia de su ser? Nunca llegué a una conclusión definitiva al respecto, salvo, tal vez, la de que no se podía excluir ninguna de las dos posibilidades. Effing era ambas cosas a la vez. Era un monstruo pero al mismo tiempo había en él un hombre bueno, un hombre a quien yo podría admirar. Esto me impedía odiarle tanto como habría deseado. Como no podía apartarle de mi mente fundándome en un solo sentimiento, acabé pensando en él casi constantemente. Comencé a verle como un alma torturada, un hombre perseguido por su pasado que se esforzaba por ocultar, una secreta angustia que le devoraba por dentro.

Mi primer vislumbre de este otro Effing tuvo lugar durante la cena de la segunda noche que pasé allí. La señora Hume estaba haciéndome preguntas acerca de mi infancia y yo mencioné que mi madre murió atropellada por un autobús en Boston. Effing, que hasta entonces no estaba atendiendo a la conversación, dejó de pronto el tenedor en el plato y volvió la cara hacia mí. Con una voz que no le había oído antes, cargada de ternura y cordialidad, dijo:

–Es terrible, muchacho. Verdaderamente terrible.

No había la menor indicación de que no hablara en serio.

–Sí –dije–. Fue un golpe muy duro. Yo no tenía más que once años cuando sucedió y seguí echando de menos a mi madre durante mucho tiempo. Para ser totalmente sincero, todavía la echo de menos.

La señora Hume meneó la cabeza cuando dije eso y vi que sus ojos se humedecían de tristeza. Tras una breve pausa, Effing dijo:

–Los coches son una amenaza. Si no tenemos cuidado, acabarán con todos nosotros. Lo mismo le ocurrió a mi amigo ruso hace dos meses. Salió de casa una mañana para comprar el periódico, bajó el bordillo de la acera para cruzar Broadway y un maldito Ford amarillo le atropelló. El conductor siguió su camino, ni siquiera se molestó en parar. De no ser por ese maníaco, Pavel estaría ahora sentado en la misma silla en que está usted, Fogg, comiendo la misma comida que se está usted llevando a la boca. Pero ahora está a dos metros bajo tierra en algún lugar olvidado de Brooklyn.

–Pavel Shum –añadió la señora Hume–. Empezó a trabajar para el señor Thomas en París, allá por los años treinta.

–Entonces su nombre era Shumansky, pero lo acortó cuando nos vinimos a Estados Unidos en el treinte y nueve.

–Eso explica todos los libros en ruso que hay en mi cuarto –dije.

–Los libros en ruso, en francés, en alemán –dijo Effing–. Pavel hablaba con soltura seis o siete idiomas. Era un hombre muy culto, un verdadero erudito. Cuando le conocí en el año treinta y dos trabajaba de friegaplatos en un restaurante y vivía en un sexto piso, en un cuarto de servicio sin calefacción ni agua corriente. Era uno de los rusos blancos que llegaron a París durante la guerra civil. Habían perdido todo lo que tenían. Yo le protegí, le di casa y él me ayudaba a cambio. Esta relación duró treinta y siete años y lo único que lamento es no haber muerto antes que él. Fue el único amigo de verdad que he tenido en mi vida.

De repente, a Effing le temblaron los labios, como si estuviera al borde de las lágrimas. A pesar de todo lo que había sucedido antes, no pude por menos de sentir pena de él.

El sol volvió a salir al tercer día. Effing durmió su acostumbrada siesta matinal, pero cuando la señora Hume le sacó de su habitación a las diez, ya estaba preparado para nuestro primer paseo, bien envuelto en pesadas prendas de lana y agitando un bastón con la mano derecha. De Effing se podían decir muchas cosas, pero no que se tomara las cosas con indiferencia. Se disponía a iniciar nuestra excursión por las calles del barrio con todo el entusiasmo de un explorador que va a emprender un viaje al Ártico. Había que hacer innumerables preparativos: comprobar la temperatura y la velocidad del viento, trazar una ruta por adelantado, asegurarse de que iba suficientemente abrigado. En tiempo frío, Effing llevaba toda clase de protección superflua; se ponía varios jerseys y bufandas, un enorme abrigo que le llegaba hasta los tobillos, una manta, guantes y un gorro de piel estilo ruso con orejeras. En días especialmente helados (cuando la temperatura descendía por debajo de cero) llevaba incluso una máscara de esquí. Quedaba prácticamente enterrado bajo el volumen de todas estas ropas, que le hacían parecer aún más canijo y ridículo que de costumbre, pero Effing no podía soportar la incomodidad física y, puesto que no le preocupaba llamar la atención, llevaba estas extravagancias de indumentaria hasta el límite. El día de nuestro primer paseo hacia bastante frío, y mientras nos preparábamos para salir, me preguntó si tenía un abrigo. No, le contesté, sólo tenía mi chaqueta de cuero. Eso no bastaba, me dijo, no bastaba en absoluto.

–No puedo consentir que se le congele el culo a medio paseo –me explicó–. Necesita usted ropa que le permita cubrir la distancia, Fogg.

Le ordenó a la señpra Hume que trajese el abrigo que había pertenecido a Pavel Shum. Resultó ser una baqueteada reliquia de tweed que me sentaba bastante bien; era de color marrón con nudos rojos y verdes salpicados por la tela. A pesar de mis objeciones, Effing insistió en que me lo quedara, tras lo cual yo ya no podía decir nada sin provocar una disputa. Así fue como heredé el abrigo de mi precedesor. Se me hacía raro llevarlo, sabiendo que había pertenecido a un hombre que había muerto, pero continué usándolo en todas nuestras salidas durante el resto del invierno. Para calmar mis escrúpulos, traté de considerarlo como un uniforme de trabajo, pero eso no me sirvió de mucho. Cada vez que me lo ponía, no podía evitar la sensación de que me metía en el cuerpo de un muerto, de que me había convertido en el fantasma de Pavel Shum.

No tardé mucho en aprender a manejar la silla de ruedas. El primer día hubo algunas sacudidas, pero una vez que aprendí a inclinarla en el ángulo adecuado para subir y bajar los bordillos, todo fue como una seda. Effing pesaba poquísimo y empujarle apenas suponía esfuerzo para mis brazos. En otros aspectos, sin embargo, nuestras excursiones me resultaban muy difíciles. No bien salíamos, Effing empezaba a dar bastonazos en el aire, preguntándome qué objeto estaba señalando. En cuanto se lo decía, insistía en que se lo describiera. Cubos de basura, escaparates, portales: quería que le hiciera una descripción precisa de estas cosas y si yo no conseguía encontrar las palabras con suficiente rapidez para satisfacerle, estallaba en un ataque de cólera.

–¡Maldita sea, muchacho –decía–, use los ojos que tiene en la cara! Yo no veo nada y usted se pone a decir estupideces como “un farol corriente” y “una tapa de alcantarilla absolutamente vulgar”. No hay dos cosas iguales, idiota, cualquier cretino sabe eso. Quiero ver las cosas que estamos mirando, maldita sea, ¡quiero que usted me las haga ver!

Era humillante recibir semejante regañina en medio de la calle, quedarse allí parado mientras el viejo me insultaba y la gente volvía la cabeza para ver quién armaba tal escándalo. Una o dos veces estuve tentado de marcharme y dejarle allí, pero la verdad era que a Effing no le faltaba razón. Yo no hacía bien mi tarea. Me di cuenta de que nunca había adquirido el hábito de mirar las cosas con atención, y ahora que me pedían que lo hiciera, los resultados eran muy deficientes. Hasta entonces, yo había tenido tendencia a generalizar, a ver las semejanzas más que las diferencias entre las cosas. Ahora me encontraba arrojado a un mundo de particularidades y el esfuerzo por evocarlas en palabras, por transmitir los datos sensoriales inmediatos, suponía un reto para el que no estaba bien preparado. Para conseguir lo que deseaba, Effing debería haber contratado a Flaubert para que le paseara por las calles, pero hasta Flaubert trabajaba despacio, a veces tardaba horas en escribir una sola frase perfecta. Yo no sólo tenía que describir las cosas con exactitud, sino que tenía que hacerlo en cuestión de segundos. Más que nada, detestaba las inevitables comparaciones con Pavel Shum. Una vez, cuando me estaba resultando particularmente difícil, Effing habló de su amigo muerto durante varios minutos, describiéndole como un maestro de la frase poética, inventor sin igual de imágenes adecuadas y asombrosas, estilista cuyas palabras revelaban milagrosamente la verdad palpable de los objetos.

–Y pensar –dijo Effing– que el inglés no era su lengua materna...

Esa fue la única vez en que le respondí en lo referente a ese tema, pues me sentí tan dolido por su comentario que no pude contenerme.

–Si le interesa otro idioma –dije–, estaré encantado de complacerle. ¿Qué le parece el latín? Le hablaré en latín de ahora en adelante, si quiere. Mejor aún, le hablaré en latín vulgar. Así no tendrá ninguna dificultad en entenderlo.

Era un comentario estúpido, y Effing me puso rápidamente en mi sitio.

–Cállese y hable, muchacho –dijo–. Cuénteme cómo son las nubes. Descríbame cada nube que hay en el cielo hacia el oeste, una por una hasta donde alcance su vista.

Para poder hacer lo que Effing me pedía, tuve que aprender a separarme de él. Lo esencial era no sentirse agobiado por sus órdenes, sino transformarlas en algo que yo hacía por gusto. No había nada inherentemente malo en aquella actividad, después de todo. Considerado de la forma adecuada, el esfuerzo de describir las cosas con exactitud era precisamente la clase de disciplina que podía enseñarme lo que más deseaba aprender: humildad, paciencia y rigor. En lugar de hacerlo simplemente para cumplir con una obligación, empecé a considerarlo como un ejercicio espiritual, un método para acostumbrarme a mirar al mundo como silo descubriera por primera vez. ¿Qué ves? Y eso que ves, ¿cómo lo expresarías con palabras? El mundo nos entra por los ojos, pero no adquiere sentido hasta que desciende a nuestra boca. Empecé a apreciar lo grande que era esa distancia, a comprender lo mucho que tenía que viajar una cosa para llegar de un sitio a otro. En términos reales no eran más que unos centímetros, pero teniendo en cuenta los muchos accidentes y pérdidas que podían producirse por el camino, era casi como un viaje de la tierra a la luna. Mis primeros intentos con Effing fueron terriblemente vagos, simples sombras que cruzaban fugazmente un fondo borroso. Yo había visto todo esto anteriormente, me decía, ¿cómo podía tener dificultad para describirlo? Un extintor de incendios, un taxi, un chorro de vapor que salía de la acera, eran cosas que me resultaban tremendamente conocidas, me parecía que me las sabía de memoria. Pero eso no tomaba en consideración la mutabilidad de las cosas, la forma en que cambiaban dependiendo de la fuerza y el ángulo de la luz, la forma en que su aspecto quedaba alterado por lo que sucedía a su alrededor: una persona que pasaba por allí, una repentina ráfaga de viento, un reflejo extraño. Todo estaba en un flujo constante, y aunque dos ladrillos de una pared se pareciesen mucho, nunca se podía afirmar que fuesen idénticos. Más aún, el mismo ladrillo no era nunca realmente el mismo. Se iba desgastando, desmoronándose imperceptiblemente por los efectos de la atmósfera, el frío, el calor, las tormentas que lo atacaban, y si uno pudiera mirarlo a lo largo de los siglos, al final comprobaría que había desaparecido. Todo lo inanimado se desintegraba, todo lo viviente moría. Cada vez que pensaba en esto notaba latidos en la cabeza al imaginar los furiosos y acelerados movimientos de las moléculas, las incesantes explosiones de la materia, el hirviente caos oculto bajo la superficie de todas las cosas. Era lo que Effing me había advertido en nuestro primer encuentro: No des nada por sentado. Después de la indiferencia, pasé por una etapa de intensa alarma. Mis descripciones se volvieron excesivamente minuciosas, pues tratando desesperadamente de captar cada posible matiz de lo que veía, mezclaba los detalles en un disparatado revoltijo para no omitir nada. Las palabras salían de mi boca como balas de ametralladora, un asalto con fuego rápido. Effing tenía que decirme continuamente que hablara más despacio, quejándose de que no podía seguirme. El problema no era tanto de velocidad como de enfoque. Amontonaba demasiadas palabras unas sobre otras, de modo que en vez de revelar lo que teníamos delante, lo oscurecía, lo enterraba bajo una avalancha de sutilezas y de abstracciones geométricas. Lo importante era recordar que Effing era ciego. Mi misión no era agotarle con largos catálogos, sino ayudarle a ver las cosas por sí mismo. En última instancia, las palabras no importaban. Su función era permitirle percibir los objetos lo más rápidamente posible, y para eso yo tenía que hacerlas desaparecer no bien pronunciadas. Me costó semanas de duro trabajo simplificar mis frases, aprender a distinguir lo superfluo de lo esencial. Descubrí que cuanto más aire dejara alrededor de una cosa, mejores eran los resultados, porque eso le permitía a Effing hacer el trabajo fundamental: construir una imagen sobre la base de unas cuantas sugerencias, sentir que su mente viajaba hacia las cosas que yo le describía. Descontento con mis primeras actuaciones, me dediqué a practicar cuando estaba solo, por ejemplo, tumbado en la cama por la noche, repasaba los objetos de la habitación para ver si podía mejorar mis descripciones. Cuanto más trabajaba en ello, más en serio me lo tomaba. Ya no lo veía como una actividad estética, sino moral, y comencé a sentirme menos molesto por las criticas de Effing y a preguntarme si su impaciencia e insatisfacción no servirían a un fin más alto. Yo era un monje que buscaba la iluminación y Effing era mi cilicio, el látigo con el que me flagelaba. Creo que no hay la menor duda de que mejoré, pero eso no quiere decir que estuviera totalmente satisfecho de mis esfuerzos. Las exigencias de las palabras son demasiado grandes; uno conoce el fracaso con excesiva frecuencia para poder enorgullecerse del éxito ocasional. A medida que transcurría el tiempo, Effing se hizo más tolerante con mis descripciones, pero no estoy seguro de que eso significara que se acercaban más a lo que él deseaba. Tal vez había renunciado a la esperanza o tal vez había perdido interés. Me era difícil saberlo. También puede ser que se estuviera acostumbrando a mí, simplemente.

Durante el invierno, generalmente limitábamos nuestros paseos a las calles más próximas. West End Avenue, Broadway, las bocacalles de las Setenta y las Ochenta. Muchas de las personas con las que nos cruzábamos reconocían a Effing y, contrariamente a lo que yo habla pensado, parecían alegrarse de verle. Algunos incluso se paraban a saludarle: fruteros, vendedores de periódicos, ancianos que también iban de paseo. Effing los reconocía a todos por el sonido de su voz y les hablaba de una manera cortés aunque algo distante: el noble que ha bajado de su castillo para mezclarse con los habitantes de la aldea. Parecía inspirarles respeto, y en las primeras semanas le hablaron mucho de Pavel Shum, a quien al parecer todos conocían y querían. En el barrio todo el mundo conocía la historia de su muerte (algunos incluso habían presenciado el accidente) y Effing soportó muchos apretones de mano y muestras de condolencia, recibiendo estas atenciones con gran aplomo. Era notable con qué elegancia se comportaba cuando quería, cuán profundamente parecía comprender las convenciones de la conducta social.

–Este es mi nuevo acompañante –decía, señalándome–. El señor M. S. Fogg, recientemente graduado por la Universidad de Columbia.

Todo muy correcto y adecuado, como si yo fuera un distinguido personaje que hubiese abandonado otros numerosos compromisos para honrarle con mi presencia. La misma transformación tenía lugar en la confitería de la calle Setenta y dos donde a veces tomábamos una taza de té antes de volver a casa. Ni un babeo, ni una gota, ni un ruido escapaban de sus labios. Cuando había extraños observándole, Effing era un perfecto caballero, un impresionante modelo de decoro.

Era difícil mantener una conversación mientras dábamos estos paseos. Los dos íbamos mirando en la misma dirección, y puesto que mi cabeza estaba muy por encima de la suya, las palabras de Effing tendían a perderse antes de llegar a mis oídos. Tenía que agacharme para oírle, y como a él no le gustaba que nos parásemos o aflojásemos el paso, se guardaba sus comentarios hasta que llegábamos a una esquina y teníamos que esperar para cruzar. Cuando no me pedía que le describiera las cosas, raras veces hacía más que breves afirmaciones o preguntas. ¿Qué calle es ésta? ¿Qué hora es? Tengo frío. Había días en los que apenas decía una palabra desde que salíamos hasta que volvíamos; se abandonaba al movimiento de la silla de ruedas, con la cara levantada hacia el sol, gimiendo suavemente para sí en un éxtasis de placer físico. Le encantaba sentir el aire en la piel, se regodeaba en la luz invisible que caía sobre él y los días en que yo conseguía mantener un ritmo constante, sincronizando mis pasos con el girar de las ruedas, notaba que él sucumbía. gradualmente a esta música, adormilándose como un bebé en un cochecito.

A finales de marzo y principios de abril empezamos a dar paseos más largos, dejando atrás la parte alta de Broadway y adentrándonos por otros barrios. A pesar de que las temperaturas eran más altas, Effing continuaba envolviéndose en pesadas prendas de abrigo e incluso en los días más templados se negaba a salir sin ponerse su abrigo y taparse las piernas con una manta escocesa. Esta sensibilidad al frío era tan pronunciada que era como si temiera que sus mismas entrañas quedaran expuestas a los elementos si él no tomaba drásticas medidas para protegerlas. Pero si estaba bien abrigado, le agradaba el contacto con el aire y no había nada como un buen vientecillo para animarle. Cuando el viento le daba en la cara, invariablemente se reía y empezaba a maldecir, armando mucho jaleo y amenazando con su bastón a los elementos. Aun en invierno, su lugar preferido era Riverside Park, y pasaba muchas horas sentado allí en silencio, sin adormecerse, como yo pensaba que le ocurriría, sino escuchando, tratando de seguir lo que sucedía a su alrededor: los pájaros y las ardillas que agitaban las hojas y las ramitas, el viento que soplaba entre las ramas, los sonidos del tráfico de la autopista. Empecé a llevar conmigo una guía de botánica cuando íbamos al parque, para poder buscar los nombres de las plantas y los arbustos cuando él me preguntaba qué eran. De esta forma aprendí a identificar docenas de plantas, con un interés que nunca había sentido antes por esas cosas. Una vez, cuando Effing estaba de un humor especialmente receptivo, le pregunté por qué no vivía en el campo. Era bastante al principio, creo, a finales de noviembre o primeros de diciembre, y todavía no le había cogido miedo a hacer preguntas. Le dije que parecía disfrutar tanto del parque que era una pena que no pudiera estar siempre rodeado por la naturaleza. Tardó un momento en contestarme, tanto que pensé que no había oído la pregunta.

–Ya lo he hecho –dijo al fin–. Lo he hecho y ahora está todo en mi cabeza. Estuve completamente solo en medio de la naturaleza, viviendo en un lugar muy apartado durante meses y meses..., toda una vida. Cuando has hecho eso, muchacho, no lo olvidas nunca. No necesito ir a ninguna parte. En el momento en que me pongo a pensar en ello es como si estuviera allí. Es donde paso la mayor parte del tiempo hoy en día, en medio de la naturaleza.

A mediados de diciembre, Effing perdió repentinamente su interés por los libros de viajes. Ya habíamos leído cerca de una docena y estábamos leyendo esforzadamente Un viaje por el cañón de Frederick S. Dellenbaugh (un relato de la segunda expedición de Powell por el río Colorado) cuando me interrumpió en mitad de una frase y anunció:

–Creo que ya hemos tenido suficiente, señor Fogg. Se está volviendo bastante aburrido y no tenemos tiempo que perder. Hay cosas que hacer, asuntos de los que ocuparse.

Yo no tenía ni idea de a qué asuntos se refería, pero volví a poner el libro en la estantería con gusto y esperé instrucciones. Éstas fueron un tanto decepcionantes.

–Baje a la esquina y compre el New York Times –me dijo–. La señora Hume le dará el dinero.

–¿Eso es todo?

–Eso es todo. Y vaya rápido. Ya no hay tiempo para holgazanear.

Hasta entonces Effing no habla mostrado el menor interés por seguir las noticias. La señora Hume y yo las comentábamos a veces durante las comidas, pero el viejo nunca había intervenido en la conversación, ni siquiera con un comentario. Pero ahora era lo único que deseaba oír, y las dos semanas siguientes pasé las mañanas leyéndole artículos del New York Times. Predominaban las crónicas sobre la guerra de Vietnam, pero también me pedía que le leyera otras muchas cosas: debates del congreso, incendios en Brooklyn, navajazos en el Bronx, cotizaciones de bolsa, crítica de libros, resultados de los partidos de béisbol, terremotos. Nada de esto parecía concordar con el tono de urgencia que empleó el primer día que me mandó a comprar el periódico. Era evidente que Effing estaba tramando algo, pero me costaba imaginar qué era. Se iba acercando a ello oblicuamente, dando vueltas alrededor de sus intenciones en un lento juego del ratón y el gato. Sin duda trataba de confundirme, pero al mismo tiempo sus estrategias eran tan transparentes que era como si me advirtiera de que estuviera en guardia.

Siempre acabábamos nuestras sesiones matinales de lectura de prensa con un concienzudo repaso a las páginas necrológicas. Éstas parecían mantener la atención de Eífing más que los otros artículos y a veces me asombraba ver con qué concentración escuchaba la insulsa prosa de estos textos. Capitanes de industria, políticos, inventores, deportistas, estrellas del cine mudo: todos despertaban su curiosidad en igual medida. Pasaban los días y poco a poco empezamos a dedicar más tiempo de cada sesión a las necrologías. Algunas de ellas me las hacia leer dos o tres veces, y los días en que había pocas muertes me pedía que le leyera las esquelas pagadas que aparecían en letra pequeña al final de la página. Fulano de Tal, de sesenta y nueve años, esposo y padre muy amado, llorado por su familia y amigos, será enterrado esta tarde a la una en el Cementerio de Nuestra Señora de los Dolores. Effing no parecía cansarse de estos aburridos recitados. Por último, después de casi dos semanas de dejarlas para el final, abandonó todo fingimiento de querer enterarse de las noticias y me pidió que fuera directamente a la página de necrologías. No comenté nada respecto a este cambio en el orden, pero una vez que estudiamos todas las muertes, no me pidió que leyera nada más, y entonces comprendí que al fin habíamos llegado al momento crucial.

–Ahora ya sabemos lo que dicen, ¿verdad, muchacho? –me preguntó.

–Supongo que sí –contesté–. Desde luego hemos leído suficientes como para formarnos una idea general.

–Es deprimente, lo reconozco. Pero me pareció que nos hacía falta un poco de investigación antes de comenzar nuestro proyecto.

–¿Nuestro proyecto?

–Ha llegado mi turno. Cualquier idiota se daría cuenta.

–No es que yo espere que viva usted eternamente, señor. Pero ya ha sobrevivido a la mayoría de las personas de su generación y no hay motivo para pensar que no vaya a continuar haciéndolo durante mucho tiempo.

–Quizá. Pero si no me equivoco, sería la primera vez en mi vida.

–Me está diciendo que lo sabe.

–Exactamente, lo sé. Cien pequeños indicios me lo han revelado. No me queda mucho tiempo y tenemos que ponernos a ello antes de que sea demasiado tarde.

–Sigo sin entenderle.

–Mi necrología. Tenemos que empezar a redactarla ya.

–Nunca he sabido de nadie que escribiera su propia necrología. Lo suelen hacer otros... después de que uno se muera.

–Cuando tienen los datos sí. Pero ¿qué pasa si no hay nada en el archivo?

–Ya entiendo. Quiere usted reunir la información básica.

–Exacto.

–Pero ¿qué le hace pensar que querrán publicarla?

–La publicaron hace cincuenta y dos años. No veo por qué no iban a aprovechar la oportunidad de volver a hacerlo.

–No le sigo.

–Había muerto. No publican necrologías de los vivos, ¿verdad? Yo había muerto, o por lo menos creyeron que había muerto.

–¿Y usted no dijo nada?

–No me interesaba. Me gustaba estar muerto, y después de que la noticia saliera en los periódicos, pude seguir muerto.

–Debía de ser alguien importante.

–Era muy importante.

–Entonces, ¿por qué no he oído hablar de usted?

–Tenía otro nombre. Me lo cambié después de morir.

–¿Qué nombre era?

–Un nombre de mariquita. Julian Barber. Siempre lo detesté.

–Tampoco he oído hablar de Julian Barber.

–Hace demasiado tiempo para que nadie se acuerde. Estoy hablando de hace más de cincuenta años, Fogg. De mil novecientos dieciséis o diecisiete. Caí en el olvido, como se suele decir, y nunca reaparecí.

–¿Qué hacia usted cuando era Julian Barber?

–Era pintor. Un gran pintor norteamericano. Si hubiera seguido en ello, es probable que se me reconociera como el pintor más importante de mi tiempo.

–Una afirmación llena de modestia, sin duda.

–Sencillamente le estoy dando los datos objetivos. Mi carrera fue demasiado corta y no produje suficiente obra.

–¿Dónde están sus cuadros ahora?

–No tengo la menor idea. Se habrán perdido todos, supongo, habrán desaparecido. Eso ya no me preocupa.

–Entonces, ¿por qué quiere escribir su necrología?

–Porque me voy a morir pronto, y entonces ya no importará guardar el secreto. La primera vez hicieron una chapuza. Puede que lo hagan bien cuando sea de verdad.

–Comprendo –dije, sin comprender absolutamente nada.

–Mis piernas tienen mucho que ver en todo esto, claro está –continuó–. Sin duda se habrá usted preguntado qué les pasó. Todo el mundo se lo pregunta, es natural. Mis piernas. Mis piernas atrofiadas e inútiles. Yo no nací inválido, ¿sabe? Más vale que aclaremos eso desde el principio. Yo era un chico lleno de vitalidad en mi juventud, travieso y bullicioso, corría y jugaba con todos los demás. Eso era en Long Island, en la casa grande donde pasábamos los veranos. Ahora allí no hay más que casitas de folleto publicitario y aparcamientos, pero entonces era un paraíso, sólo prados y costa, un pequeño cielo en la tierra. Cuando me fui a París en 1920, no había necesidad de darle a nadie los datos. No me importaba lo que pensaran. Mientras yo fuera convincente, ¿qué más daba lo que hubiera pasado en realidad? Inventé varias historias, cada una de las cuales mejoraba a la anterior. Las contaba según las circunstancias y mi estado de ánimo, cambiándolas ligeramente sobre la marcha, adornando un incidente aquí, perfeccionando un detalle allá, retocándolas a lo largo de los años hasta que quedaron redondas. Probablemente las mejores eran las historias de guerra, ésas se me daban realmente bien. Estoy hablando de la Gran Guerra, la que desgarró el corazón del mundo, la que iba a poner fin a todas las guerras. Tendría que haberme oído hablar de las trincheras y del barro. Era elocuente, inspirado. Sabia explicar el miedo como nadie, los cañones que atronaban por la noche, los soldados de infantería con cara de imbécil que se cagaban en los pantalones. Metralla, decía, más de seiscientos fragmentos de metralla se me clavaron en las piernas, eso fue lo que me ocurrió. Los franceses no se cansaban de escucharme. Tenía otra historia sobre la Escuadrilla Lafayette. El vivido y espeluznante relato de cómo me abatió un boche. Esa era muy buena, créame, siempre les dejaba pidiendo más. El problema era recordar qué historia había contado en cada ocasión. Lo conservé todo claro en la cabeza durante años, asegurándome de no contarle a nadie una versión diferente cuando volvía a verle. Eso le añadía cierta emoción al asunto, saber que podían pillarme en cualquier momento, que alguien podía levantarse inesperadamente y empezar a llamarme mentiroso. Si uno está dispuesto a mentir, más vale hacerlo de manera peligrosa.

–¿Y en todos esos años nunca le contó a nadie la verdadera historia?

–Ni a un alma.

–¿Ni siquiera a Pavel Shum?

–A Pavel Shum menos que a nadie. Él era la discreción personificada. Nunca me preguntó nada y nunca le conté nada.

–¿Y ahora está dispuesto a contarla?

–A su debido tiempo, muchacho, a su debido tiempo. Tenga paciencia.

–Pero ¿por qué me lo va a contar a mí? Sólo hace un par de meses que nos conocemos.

–Porque no tengo elección. Mi amigo ruso ha muerto y la señora Hume no es la persona indicada para estas cosas. ¿A quién más podría contárselo? Le guste o no le guste, usted es el único oyente que tengo, Fogg.

Yo esperaba que volviera al tema a la mañana siguiente, que lo retomara donde lo había dejado. Teniendo en cuenta lo sucedido el día anterior, eso habría sido lo lógico, pero ya debería haber aprendido a no esperar nada lógico de Effing. En vez de decir algo sobre nuestra conversación del día anterior, inició inmediatamente un discurso enmarañado y confuso acerca de un hombre a quien al parecer había conocido en otros tiempos, saltando sin ton ni son de una cosa a otra, creando un torbellino de recuerdos fragmentarios que no tenía sentido para mí. Hice todo lo que pude por seguirle, pero era como si hubiera empezado sin mí y cuando llegué, ya era demasiado tarde para alcanzarle.

–Un liliputiense –dijo–. El pobre diablo parecía un liliputiense. Cuarenta, cuarenta y cinco kilos como mucho, y aquellos ojos hundidos, aquella mirada perdida, los ojos de un loco, estáticos y desesperados al mismo tiempo. Eso fue justo antes de que le encerraran, la última vez que le vi. En New Jersey. Era como ir al fin del mundo. Orange, East Orange, vaya nombrecito. Edison también vivía en uno de esos pueblos. Pero no conocía a Ralph, probablemente nunca oyó hablar de él. Cretino ignorante. Que le den por culo a Edison, a él y a su condenada bombilla. Ralph me dice que se está quedando sin dinero. ¿Qué se puede esperar con ocho críos en casa y teniendo aquella especie de cosa por mujer? Hice lo que pude. Entonces yo era rico, el dinero no era problema. Toma, le digo, echándome mano al bolsillo, a mí no me hace falta. No recuerdo cuánto le di. Cien dólares, doscientos. Ralph estaba tan agradecido que se echó a llorar, así, de pronto, delante de mí, se puso a lloriquear como un bebé. Algo patético. Cuando lo pienso ahora, me dan ganas de vomitar. Uno de los hombres más grandes que ha tenido el país, y allí estaba, destrozado, al borde de perder la cabeza. Solía contarme sus viajes por el Oeste, vagando por las tierras vírgenes durante semanas, sin ver nunca a un alma. Tres años estuvo por allí. Wyoming, Utah, Nevada, California. Eran lugares salvajes en aquellos tiempos. Entonces no había bombillas ni películas, de eso puede estar seguro, ni automóviles de mierda que te atropellaran. Le gustaban los indios, me dijo. Fueron buenos con él y le dejaron quedarse en sus poblados cuando pasaba por allí. Eso fue lo que le ocurrió cuando finalmente enloqueció. Se puso un traje de indio que le había regalado el jefe de una tribu veinte años antes y empezó a pasearse por las calles de la maldita New Jersey así vestido. Plumas en la cabeza, collares de cuentas, fajas, un puñal en la cintura, el pelo largo, el atavío completo. Pobre diablo. Por si eso fuera poco, se le metió en la cabeza fabricar su propio dinero. Billetes de mil dólares pintados a mano con su propia efigie justo en el centro, como si fuera el retrato de algún padre de la patria. Un día entra en el banco, le entrega uno de esos billetes al cajero y le pide que se lo cambie. A nadie le hace gracia el asunto, sobre todo cuando él empieza a armar jaleo. No se pueden gastar bromas con el todopoderoso dólar sin cargar con las consecuencias. Así que lo sacan de allí a rastras, vestido con su grasiento atuendo de indio, pataleando y protestando a voz en grito. No tardaron mucho en decidir que había que encerrarlo para siempre. En algún sitio del estado de Nueva York, creo que fue. Vivió en el manicomio hasta el final, pero siguió pintando, por increíble que parezca, el hijo de puta no paraba. Pintaba en cualquier cosa de la que podía echar mano. Papeles, cartones, cajas de puros, hasta persianas. Y la ironía está en que entonces empezó a venderse su obra anterior. A precios elevados, además, sumas inauditas por cuadros que nadie quería ni mirar unos años antes. Un maldito senador por Montana desembolsó catorce mil dólares por Luz de luna, el precio más alto jamás pagado por una obra de un pintor norteamericano vivo. Pero eso no le sirvió de nada ni a Ralph ni a su familia. Su mujer vivía con cincuenta dólares al año en una chabola cerca de Catskill (el mismo territorio que pintaba Thomas Cole) y ni siquiera podía pagarse el billete de autobús para ir a visitar a su marido al manicomio. Era un enano tempestuoso, hay que reconocerlo, siempre poseído por un frenesí, capaz de aporrear el piano mientras pintaba cuadros. Le vi hacer eso una vez, iba y venía del piano al caballete como un loco, nunca lo olvidaré. Dios, cómo me viene todo a la memoria. Pincel, espátula, piedra pómez. Soltaba un pegote de pintura, lo aplastaba, lo frotaba. Una vez y otra. Pegote, aplastar, frotar. Nunca hubo nada igual. Nunca. Nunca, nunca.

Effing hizo una pausa para tomar aliento y luego, como si saliera de un trance, volvió la cabeza hacia mí por primera vez.

–¿Qué opina de eso, muchacho?

–Me ayudaría saber quién era Ralph –dije cortésmente.

–Blakelock –murmuró Effing, como luchando por controlar sus emociones–. Ralph Albert Blakelock.

–Creo que no le conozco.

–¿Es que no sabe nada de pintura? Creía que era usted un hombre culto. ¿Qué diablos le enseñaron en esa maravillosa universidad suya, señor Culo Listo?

–No mucho. Desde luego nada acerca de Blakelock.

–Pues esto no puede ser. No puedo seguir hablando con usted si no entiende de nada.

Me pareció inútil tratar de defenderme, así que me callé y esperé. Pasó mucho tiempo, dos o tres minutos, una eternidad cuando se está esperando que alguien hable. Effing dejó caer la cabeza sobre el pecho, como si no pudiera soportarlo más y hubiese decidido dormir un ratito. Cuando volvió a levantarla yo estaba convencido de que iba a echarme. Si no hubiera estado ya encariñado conmigo, estoy seguro de que eso es precisamente lo que habría hecho.

–Vaya a la cocina –me dijo al fin– y pídale a la señora Hume que le dé dinero para el metro. Luego se pone el abrigo y los guantes y sale por la puerta. Baja en el ascensor, sale a la calle y se va a la estación de metro más próxima. Una vez que llegue allí, entre en la estación y compre dos billetes. Métase uno en el bolsillo, el otro lo mete en el torniquete, baja las escaleras y coge el tren número uno que va hacia el sur. Se apea en la calle Setenta y dos, cruza el andén y espera al que va al centro, el dos o el tres, da igual, Cuando se abran las puertas, entra en el vagón y se busca un asiento. La hora punta ya habrá pasado, así que no tendrá ningún problema. Tome asiento y no le diga una palabra a nadie. Eso es muy importante. Desde el momento en que salga de casa hasta que vuelva, no quiero que emita un solo sonido. Ni mu. Finja que es sordomudo si alguien le habla. Cuando compre los billetes, limítese a levantar dos dedos para indicar cuántos quiere. Una vez sentado en el tren que va al centro, quédese allí hasta llegar a Grand Army Plaza, en Brooklyn. El trayecto dura de treinta a cuarenta minutos. Durante ese tiempo, quiero que tenga los ojos cerrados. Piense lo menos que pueda, nada, si es posible, y si eso es demasiado pedir piense en sus ojos y en la extraordinaria capacidad que posee, la de poder ver el mundo. Imagine lo que le sucedería si no pudiera verlo. Imagínese mirando algo a las diferentes luces que nos hacen visibles las cosas: la luz del sol, la luz de la luna, la luz eléctrica, la luz de las velas, la luz de neón. Que sea algo muy sencillo y vulgar. Una piedra, por ejemplo, o un pequeño bloque de madera. Piense cuidadosamente en cómo cambia la apariencia de ese objeto bajo las diferentes luces. No piense en nada más que en eso, suponiendo que tenga que pensar en algo. Cuando el tren llegue a Grand Army Plaza, abra los ojos. Apéese y suba las escaleras. Desde allí quiero que vaya al Museo de Brooklyn. Está en Eastern Parkway, a no más de cinco minutos a pie desde la boca del metro. No pregunte cómo llegar allí. Aunque se pierda, no quiero que hable con nadie. Ya lo encontrará, no es difícil. El museo es un edificio grande, de piedra, diseñado por McKim, Mead y White, los mismos arquitectos que diseñaron los edificios de la universidad en que usted se graduó. El estilo le resultará familiar. Por cierto, Stanford White fue asesinado a tiros por un hombre llamado Henry Thaw en el tejado del Madison Square Garden. Eso fue a principios de siglo y ocurrió porque White le había hecho a la señora de Thaw cosas que no debería haberle hecho. Fue un notición en aquellos tiempos, pero eso no tiene nada que ver con usted. Concéntrese en encontrar el museo. Cuando lo encuentre, suba la escalinata, entre en el vestíbulo, pague la entrada a la persona de uniforme que está detrás del mostrador. No sé cuánto cuesta pero no será más de un dólar o dos. Pídaselos a la señora Hume cuando le dé el dinero para el metro. Acuérdese de no hablar cuando pague al bedel. Todo esto debe suceder en silencio. Encuentre el camino al piso en el que tienen la colección permanente de pintores norteamericanos y entre en la galería. Haga todo lo posible por no mirar nada con mucha atención. En la segunda o tercera sala encontrará el cuadro de Blakelock Luz de luna y entonces se detendrá. Mire el cuadro. Mírelo por lo menos durante una hora, haciendo caso omiso de todo lo demás que haya en la sala. Concéntrese. Mírelo desde diferentes distancias, desde tres metros, desde medio metro, desde tres centímetros. Estudie la composición general, estudie los detalles. No tome notas. Intente memorizar todos los elementos del cuadro, aprender la localización precisa de las figuras humanas, los objetos naturales, los colores de cada punto del lienzo. Cierre los ojos y pruebe a recordarlos. Vuelva a abrirlos. Vea si puede empezar a entrar en el paisaje que tiene ante sí. Vea si puede empezar a entrar en la mente del artista que pintó ese paisaje. Imagine que usted es Blakelock pintando el cuadro. Después de una hora, tómese un pequeño descanso. Dé una vuelta por la galería si le apetece y mire otros cuadros. Luego vuelva al Blakelock. Pase otros quince minutos delante de él, entréguese al cuadro como si no hubiera otra cosa en el mundo entero. Luego, váyase. Vuelva sobre sus pasos, salga a la calle y diríjase al metro. Coja el tren y regrese a Manhattan, haga el trasbordo en la calle Setenta y dos y venga aquí. Durante el trayecto haga lo mismo que a la ida: mantenga los ojos cerrados, no hable con nadie. Piense en el cuadro. Trate de verlo en su cabeza. Trate de recordarlo, trate de retenerlo lo más que pueda. ¿Comprendido?

–Creo que sí –dije–. ¿Algo más?

–Nada más. Pero recuerde: si no hace exactamente lo que le he dicho, no volveré a hablarle nunca.

Mantuve los ojos cerrados en el metro, pero era difícil no pensar en nada. Intenté concentrar mi mente en una piedrecita, pero hasta eso era más difícil de lo que parecía. Había demasiado ruido a mi alrededor, demasiada gente que hablaba y me empujaba. En aquellos tiempos no había altavoces en los vagones para anunciar las paradas y yo tenía que llevar la cuenta en la cabeza, usando los dedos para descontar las paradas que habíamos hecho: una, faltan diecisiete; dos, faltan dieciséis. Inevitablemente, acabé escuchando las conversaciones de los pasajeros sentados cerca de mí. Sus voces se me imponían y no podía hacer nada por evitarlo. Cada vez que oía una voz nueva, deseaba abrir los ojos para ver a la persona a la que pertenecía. Esta tentación era casi irresistible. Tan pronto oyes hablar a alguien, te formas una imagen mental del hablante. En cuestión de segundos has absorbido toda clase de información: sexo, edad aproximada, clase social, lugar de nacimiento, incluso el color de la piel de la persona. Si puedes ver, tu impulso natural es el de mirarla para comprobar hasta qué punto esta imagen mental concuerda con la real. Con frecuencia, las concordancias son muchas, pero también hay veces en que uno comete errores asombrosos: profesores de universidad que hablan como camioneros, niñas que resultan ser ancianas, negros que son blancos. No pude remediar el pensar en todas esas cosas mientras el tren viajaba en la oscuridad. Al obligarme a mantener los ojos cerrados, empecé a sentir el ansia de echar una mirada al mundo, y en esa ansia comprendí que estaba pensando en lo que significaba ser ciego, que era exactamente lo que Effing quería que hiciese. Reflexioné sobre esto varios minutos. Luego, con repentino pánico, me percaté de que había perdido la cuenta de cuántas paradas llevábamos. Si no hubiera oído a una mujer preguntarle a alguien si la próxima era Grand Army Plaza, habría ido hasta el final de Brooklyn.

Era una mañana invernal de día laborable y el museo estaba casi desierto. Después de pagar mi entrada en el mostrador de la puerta, le enseñé cinco dedos al ascensorista y subimos en silencio. La pintura norteamericana estaba en el quinto piso y, exceptuando a un bedel adormilado en la primera sala, yo era la única persona en toda esa ala. Esto me complació, como si de alguna manera realzara la solemnidad de la ocasión. Crucé varias salas vacías antes de encontrar el Blakelock, procurando seguir las instrucciones de Effing y no prestar atención a los demás cuadros. Vi unas cuantas manchas de color, me fijé en algunos nombres –Church, Bierstadt, Ryder–, pero vencí la tentación de mirarlos de verdad. Luego llegué a Luz de luna, el objetivo de mi extraño y complicado viaje, y en ese primer momento no pude evitar sentirme decepcionado. No sabia qué era lo que esperaba –algo grandioso, quizá, una chillona exhibición de superficial brillantez– pero ciertamente no el sombrío cuadrito que tenía ante mí. Medía sólo sesenta y siete por ochenta centímetros y a primera vista parecía casi carente de color: marrón oscuro, verde oscuro, un mínimo toque de rojo en una esquina. No había duda de que estaba bien ejecutado, pero no contenía nada de la intensa espectacularidad que yo había supuesto atraería a Effing. Tal vez mi decepción no era tanto debida al cuadro como a mí mismo por haber interpretado mal a Effing. Se trataba de una obra profundamente contemplativa, un paisaje de introspección y calma, y me sentía confuso al pensar que aquel cuadro hubiera podido decirle algo al loco de mi jefe.

Traté de apartar a Effing de mi mente, luego retrocedí como medio metro y empecé a mirar el cuadro con mis propios ojos. Una luna llena perfectamente redonda ocupaba el centro del lienzo –el centro matemático exacto, me pareció– y este pálido disco blanco iluminaba todo lo que había por encima y por debajo de él: el cielo, un lago, un árbol grande con ramas como arañas y las montañas bajas del horizonte. En primer término habla dos pequeñas zonas de tierra, separadas por un riachuelo que corría entre las dos. En la margen izquierda se veía una tienda india y una hoguera; parecía haber varias figuras sentadas alrededor del fuego, pero era difícil distinguirlas, eran sólo mínimas sugerencias de formas humanas, unas cinco o seis, enrojecidas por el reflejo de las ascuas de la hoguera; a la derecha del árbol grande, separada de las otras, se veía una solitaria figura a caballo que miraba por encima de la corriente, completamente inmóvil, como perdida en sus pensamientos. El árbol que tenía detrás era unas quince o veinte veces más alto que él y el contraste le hacia parecer enano, insignificante. Él y su caballo no eran más que siluetas, perfiles negros sin profundidad ni individualidad. En la otra margen las cosas eran aún más tenebrosas, casi totalmente sumidas en las sombras. Había unos cuantos árboles pequeños con las mismas ramas como arañas del árbol grande y luego, en la parte inferior, una diminuta mancha de claridad que me pareció podría ser otra figura (tumbada de espaldas, tal vez dormida, tal vez muerta, tal vez contemplando la noche) o tal vez los restos de otra hoguera, no pude llegar a una conclusión. Me entregué de tal modo al estudio de estos oscuros detalles de la parte inferior del cuadro que cuando finalmente levanté la vista para examinar otra vez el cielo, me sorprendió ver lo luminoso que era todo en la mitad superior. Incluso teniendo en cuenta la luna llena, el cielo parecía demasiado visible. La pintura brillaba a través de las agrietadas capas de barniz que cubrían la superficie con una intensidad antinatural, y cuanto más me adentraba hacia el horizonte, más luminoso se volvía ese resplandor, como si allí fuera de día y las montañas estuvieran iluminadas por el sol. Una vez que noté esto, empecé a ver otras cosas raras en el cuadro. El cielo, por ejemplo, tenía una tonalidad fundamentalmente verdosa. Salpicado por los bordes amarillos de las nubes, se arremolinaba en torno al árbol grande en un denso torbellino de pinceladas, adquiriendo forma de espiral, un vórtice de materia celestial, en el espacio profundo. ¿Cómo podía ser verde el cielo?, me pregunté. Era del mismo color del lago, y eso no era posible. Excepto en la negrura de la más negra de las noches, el cielo y la tierra son siempre diferentes. Blakelock era claramente un pintor demasiado diestro para no saber eso. Pero si no había intentado representar un paisaje real, ¿qué era lo que se había propuesto? Hice todo lo que pude por imaginármelo, pero el verde del cielo me lo impedía. Un cielo del mismo color que la tierra, una noche que parecía el día y todas las formas humanas empequeñecidas por la grandeza del paisaje, sombras ilegibles, simples ideogramas de vida. No quería hacer juicios simbólicos atrevidos, pero, basándome en la evidencia del cuadro, no parecía tener alternativa. A pesar de su pequeñez en relación con el entorno, los indios no revelaban ningún temor ni ansiedad. Estaban cómodamente sentados, en paz consigo mismos y con el mundo, y cuanto más pensaba en ello, más me parecía que esa serenidad dominaba el cuadro. Me pregunté si Blakelock no habría pintado el cielo verde para poner de relieve esa armonía, para mostrar la conexión entre el cielo y la tierra. Si los hombres pueden vivir cómodamente en su entorno, parecía decir, si pueden aprender a sentirse parte de las cosas que les rodean, entonces quizá la vida en la tierra estará imbuida de un sentimiento de santidad. Naturalmente, era sólo una suposición, pero se me ocurrió que Blakelock habla pintado un idilio norteamericano, el mundo que los indios habían habitado hasta que apareció el hombre blanco para destruirlo. La placa que había en la pared decía que el cuadro había sido pintado en 1885. Si la memoria no me fallaba, eso era justo a la mitad del periodo entre el Último Baluarte de Custer y la masacre de Wounded Knee; en otras palabras, al final, cuando ya era demasiado tarde para conservar la esperanza de que ninguna de estas cosas sobrevivieran. Tal vez, pensé, este cuadro quería representar todo lo que habíamos perdido. No era un paisaje, era un monumento, una canción fúnebre para un mundo desaparecido.

Me quedé delante del cuadro más de una hora. Me alejé de él, me acerqué a él, poco a poco me lo aprendí de memoria. No estaba seguro de haber descubierto lo que Effing quería, pero cuando salí del museo tenía la sensación de que había descubierto algo, aunque no sabía qué. Estaba agotado, absolutamente privado de energía. Cuando cogí el metro y cerré los ojos otra vez, me costó un gran esfuerzo no dormirme.

Eran poco más de las tres cuando llegué a casa. Según la señora Hume, Effing estaba durmiendo la siesta. Puesto que el viejo nunca dormía a esa hora, interpreté que eso quería decir que no deseaba hablar conmigo. Me alegré. Yo tampoco estaba de humor para hablar con él. Tomé una taza de café en la cocina con la señora Hume, luego me puse el abrigo y volví a salir. Cogí el autobús para ir a Morning Heights. Había quedado con Kitty a las ocho y pensé que entretanto podía hacer algo de investigación en la biblioteca de Columbia. Resultó que la información sobre Blakelock era escasa: unos cuantos artículos aquí y allá, un par de catálogos viejos, poca cosa. No obstante, juntando los cabos sueltos, comprobé que Effing no me había mentido. Eso era lo que había ido a averiguar fundamentalmente. Había confundido algunos detalles y cronologías, pero todos los datos importantes eran ciertos. La vida de Blakelock había sido muy desdichada. Había sufrido mucho, se había vuelto loco, había sido abandonado. Antes de ser internado en el manicomio había pintado efectivamente billetes con su propia imagen; no eran billetes de mil dólares, como me había dicho Effing, sino de un millón, sumas inimaginables. Había viajado por el Oeste cuando era joven y había vivido entre los indios. Era increíblemente pequeño (no llegaba al metro cincuenta y pesaba menos de cuarenta y cinco kilos) y había tenido ocho hijos. Todo eso era verdad. Me interesó especialmente enterarme de que algunas de sus primeras obras, de la década de 1870, estaban situadas en Central Park. Había pintado las chabolas que había allí cuando el parque aún era nuevo, y mientras miraba las reproducciones de estos lugares rurales en lo que en otro tiempo había sido Nueva York, no pude evitar pensar en lo mal que yo lo había pasado allí. También me enteré de que Blakelock había dedicado sus mejores años como artista a pintar escenas a la luz de la luna. Había docenas de cuadros parecidos al que yo había visto en el Museo Brooklyn: el mismo bosque, la misma luna, el mismo silencio. La luna siempre estaba llena y era siempre igual: un pequeño círculo perfectamente redondo, que brillaba con una palidísima luz blanca en medio del lienzo. Después de haber mirado cinco o seis, comenzaron gradualmente a separarse de su entorno y ya no pude verlas como lunas. Se convirtieron en agujeros en el lienzo, en aberturas blancas. El ojo de Blakelock, tal vez. Un circulo vacío suspendido en el espacio, que miraba cosas que ya no existían.

A la mañana siguiente, Effing parecía dispuesto a ponerse a trabajar. Sin mencionar a Blakelock ni el Museo Brooklyn, me dijo que fuera a Broadway y comprara un cuaderno y una pluma buena.

–Ha llegado la hora de la verdad –me dijo–. Empezamos a trabajar hoy.

Cuando volví, tomé asiento en el sofá como de costumbre, abrí el cuaderno por la primera página y esperé a que empezara. Supuse que entraría en materia dándome unos cuantos datos y cifras –su fecha de nacimiento, los nombres de sus padres, los colegios a los que había ido– y luego pasaría a cosas más importantes. Pero no fue así. Cuando empezó a hablar ya nos habíamos adentrado en medio de la historia.

–Ralph me dio la idea –dijo–, pero fue Moran quien me convenció de que lo hiciera. El viejo Thomas Moran, con su barba blanca y su sombrero de paja. Vivía en Long Island en aquellos tiempos y pintaba pequeñas acuarelas del estrecho. Dunas y hierbas, las olas y la luz, toda esa faramalla bucólica. Muchos pintores van allí ahora, pero él fue el primero, él inició todo eso. Por eso me puse Thomas cuando me cambié el nombre. En honor suyo. El Effing es otra historia, tardé algún tiempo en dar con ello. Puede que usted mismo pueda descubrirlo. Es un juego de palabras.

»Yo era joven entonces. Veinticinco o veintiséis años, soltero todavía. Tenía la casa de la calle Doce en Nueva York, pero pasaba la mayor parte del tiempo en Long Island. Me gustaba aquello, allí es donde pinté mis cuadros y soñé mis sueños. La casa ha desaparecido ya, pero ¿qué se podía esperar? De eso hace mucho tiempo, y las cosas evolucionan, como se suele decir. El progreso. Los bungalows y los chalets lo han invadido todo. Todos los imbéciles tienen coche propio. Aleluya.

»El nombre del pueblo era Shoreham. Lo sigue siendo, que yo sepa. ¿Está usted escribiéndolo todo? Sólo voy a decir las cosas una vez y si usted no toma nota, se perderán para siempre. Recuérdelo, muchacho. Si no hace usted bien su trabajo, le mataré. Le estrangularé con mis propias manos.

»El nombre del pueblo era Shoreham. Casualmente, allí fue donde Tesla construyó su Torre Wardenclyffe. Estoy hablando de 1901, 1902, el Sistema de Radio Mundial. Probablemente usted nunca ha oído hablar de eso. J. P. Morgan era el promotor financiero y Stanford White hizo los planos arquitectónicos. Ayer hablamos de él. Le pegaron un tiro en la terraza del Madison Square Garden y el proyecto se hundió después de eso. Pero los restos permanecieron allí quince o dieciséis años más, una torre de sesenta metros de altura, se la veía desde todas partes. Gigantesca. Como un centinela robot que se elevaba por encima de la tierra. Yo la llamaba la Torre de Babel: emisiones de radio en todos los idiomas, todo el maldito mundo parloteando, justo en el pueblo donde yo vivía. Finalmente la demolieron durante la Primera Guerra Mundial. Decían que los alemanes la usaban como estación espía, así que la derribaron. Yo ya no estaba allí, no me importó. Tampoco habría llorado por eso aunque hubiera estado allí. Que todo se derrumbe, es lo que yo digo. Que todo se derrumbe y desaparezca de una vez por todas.

»La primera vez que vi a Tesla fue en 1893. Yo no era más que un muchacho entonces, pero recuerdo bien la fecha. Fue cuando la Exposición Colombina de Chicago, mi padre me llevó allí en tren, era la primera vez que viajaba. La idea era celebrar el cuarto centenario del descubrimiento de América. Sacar todos los inventos e ingenios y enseñar a todo el mundo lo listos que eran nuestros científicos. Veinticinco millones de personas fueron a ver la exposición, era como ir al circo. Expusieron la primera cremallera, la primera rueda Ferris, todas las maravillas de la nueva era. Tesla estaba a cargo de la exposición de Westinghouse, a la que llamaban El Huevo de Colón, y recuerdo que entré en el teatro y vi a un hombre alto, vestido con un esmoquin blanco, de pie en el escenario, hablándole al público con un acento extraño (resultó que era serbio) y la voz más lúgubre que se pueda oír. Realizó trucos mágicos con la electricidad, hizo girar pequeños huevos metálicos alrededor de la mesa, hizo saltar chispas de las yemas de sus dedos, y todo el mundo se quedó con la boca abierta, entre ellos yo, porque jamás hablamos visto nada igual. Eran los tiempos de las guerras de la CA y la CI entre Edison y Westinghouse y la exhibición de Tesla tenía cierto valor propagandístico. Tesla había descubierto la corriente alterna unos diez años antes –el campo magnético rotatorio– y esto suponía un gran avance respecto a la corriente directa que Edison había estado usando. Tenía mucha más potencia. La corriente directa necesitaba una estación generadora cada dos o tres kilómetros; con la corriente alterna, bastaba una sola estación para toda una ciudad. Cuando Tesla vino a Estados Unidos trató de venderle su idea a Edison, pero el gilipollas de Menlo Park le rechazó. Pensó que eso haría que su bombilla quedara obsoleta. Ya estamos otra vez con la maldita bombilla. Así que Tesla le vendió su corriente alterna a Westinghouse y comenzaron a construir la planta generadora de las cataratas del Niágara, la central eléctrica más grande del país. Edison pasó al ataque. La corriente alterna es demasiado peligrosa, aseguró, puede matar a una persona si se acerca a ella. Para demostrar su teoría, envió a sus hombres a hacer demostraciones prácticas en las ferias de los condados y los estados. Yo vi una cuando era un crío y me hice pis en los pantalones. Llevaban animales al escenario y los electrocutaban. Perros, cerdos, incluso vacas. Los mataban ante tus propios ojos. Así fue como se inventó la silla eléctrica. Edison la concibió para probar los peligros de la corriente alterna y luego se la vendió a la prisión de Sing Sing, donde todavía la usan. Maravilloso, ¿no? Si el mundo no fuese un lugar tan hermoso, podríamos convertirnos todos en cínicos.

»El Huevo de Colón puso fin a la controversia. A Tesla lo vio mucha gente y se perdió el miedo. El hombre era un lunático, desde luego, pero al menos no estaba metido en eso por dinero. Unos años después, Westinghouse tuvo problemas económicos y Tesla rompió en pedazos su contrato de derechos con él como gesto de amistad. Millones y millones de dólares. Simplemente lo rompió y se dedicó a otra cosa. Ni que decir tiene que murió en la ruina.

»Desde el día en que le vi, empecé a seguir las andanzas de Tesla por los periódicos. Hablaban de él constantemente en aquella época, informaban de sus nuevos inventos, citaban las cosas extravagantes que le decía a todo el que quisiera escucharle. Era un personaje curioso. Un demonio sin edad que vivía solo en el Hotel Waldorf, enfermizamente temeroso de los gérmenes, paralizado por toda clase de fobias, víctima de ataques de hipersensibilidad que casi lo volvían loco. El zumbido de una mosca en la habitación contigua le parecía una escuadrilla de aviones. Si pasaba por debajo de un puente, notaba que la estructura le oprimía el cráneo como si estuviera a punto de aplastarle. Tenía su laboratorio en el bajo Manhattan, en West Broadway, creo que era, West Broadway esquina Grand. Dios sabe qué no inventaría allí. Tubos de radio, torpedos de control remoto, un plan de electricidad sin cables. Eso es, sin cables. Plantabas una varilla metálica en la tierra y absorbías la energía directamente hacia el aire. Una vez afirmó que había construido un aparato de ondas sonoras que concentraba las pulsaciones de la tierra en un punto muy pequeño. Apretó este punto contra la pared de un edificio de Broadway y al cabo de cinco minutos toda la estructura empezó a temblar y se habría venido abajo si él no hubiera parado. Me encantaba leer esas cosas cuando era joven, tenía la cabeza llena. La gente barajaba toda clase de conjeturas respecto a Tesla. Era como un profeta del futuro y nadie se le resistía. ¡La conquista total de la naturaleza! ¡Un mundo en el que todos los sueños eran posibles! La tontería mayor de todas vino de un hombre llamado Julian Hawthorne, que era hijo de Nathaniel Hawthorne, el gran escritor norteamericano. Julian. Ése era mi nombre también, como usted recordará, así que seguía el trabajo del joven Hawthorne con cierto interés personal. Era un escritor popular en aquellos tiempos, un auténtico mercenario de la pluma que escribía tan mal como bien escribía su padre. Una calamidad de hombre. Imagínese, crecer en una casa en la que Melville y Emerson son visitas frecuentes y salir así. Escribió más de cincuenta libros, cientos de artículos para revistas, todo basura. En una época incluso llegó a ir a la cárcel por un fraude relacionado con unas acciones, un delito fiscal, no recuerdo los detalles. En cualquier caso, este Julian Hawthorne era amigo de Tesla. En 1899, puede que fuera 1900, Tesla se fue a Colorado Springs y montó un laboratorio en las montañas para estudiar los efectos de los relámpagos. Una noche, se quedó trabajando hasta tarde y se le olvidó apagar el receptor. La máquina empezó a captar ruidos extraños. Estática, señales de radio, vaya usted a saber. Cuando Tesla les contó la historia a los periodistas al día siguiente, afirmó que esto demostraba que había vida inteligente en el espacio exterior, que los malditos marcianos le habían hablado. Lo crea o no lo crea, nadie se rió cuando dijo eso. El propio lord Kelvin, borracho como una cuba en un banquete, declaró que aquello era uno de los mayores descubrimientos científicos de todos los tiempos. Poco después de este incidente, Julian Hawthorne escribió un articulo sobre Tesla en una revista nacional. Decía que la mente de Tesla era tan avanzada que no era posible que fuera humano. Había nacido en otro planeta (Venus, creo que era) y había sido enviado a la Tierra en una misión especial para enseñarnos los secretos de la naturaleza, para revelar al hombre los caminos de Dios. Una vez más, uno esperaría que la gente se riera, pero no fue eso lo que sucedió. Muchos se lo tomaron en serio, aún ahora, sesenta o setenta años después, hay miles de personas que se lo creen. Existe una secta en California que venera a Tesla como extraterrestre. No tiene usted que creer en mi palabra. Tengo panfletos de esa gente en casa y puede comprobarlo por si mismo. Pavel Shum me los leía en días lluviosos. Son tronchantes. Para partirse de risa.

»Menciono todo esto para darle una idea de lo que fue para mí: Tesla no era un cualquiera, y cuando vino a construir su torre en Shoreham, yo no podía creer la suerte que había tenido. Ahí estaba el gran hombre en persona, viniendo a mi pueblo todas las semanas. Iba a verle bajar del tren, pensando que tal vez aprendería algo mirándole, que simplemente por acercarme a él me contagiaría de su brillantez, como si fuera una enfermedad que se pega. Nunca tuve el valor de hablarle, pero eso no importaba. Me inspiraba el saber que estaba allí, el saber que podía verle cuando quisiera. Una vez, nuestros ojos se encontraron y sentí que veía a través de mí, como si yo no existiera. Fue un momento increíble. Noté que su mirada atravesaba mis ojos y salía por la parte de atrás de mi cabeza, abrasando mi cerebro y convirtiéndolo en un montón de cenizas. Por primera vez en mi vida comprendí que no era nada, absolutamente nada. No, no me disgustó como usted podría creer. Me dejó aturdido al principio, pero una vez que se me pasó el susto, me sentí vigorizado, como si hubiera conseguido sobrevivir a mi propia muerte. No, no es eso, no exactamente. Yo sólo tenía diecisiete años, era poco más que un niño. Cuando los ojos de Tesla me atravesaron, probé por primera vez el sabor de la muerte. Eso se aproxima más a lo que quiero decir. Noté en la boca el sabor de la mortalidad y en ese momento comprendí que no viviría eternamente. Se tarda mucho en aprender eso, pero cuando finalmente lo aprendes, todo cambia en tu interior, ya nunca vuelves a ser el mismo. Yo tenía diecisiete años y de pronto, sin la menor sombra de duda, comprendí que mi vida era mía, que me pertenecía a mi y a nadie más.

»Estoy hablando de libertad, Fogg. Una sensación de desesperación que se hace tan grande, tan aplastante, tan catastrófica, que no tienes otra opción más que la de ser liberado por ella. Es la única opción, porque de no ser ésa, te arrastrarías a un rincón y te dejarías morir. Tesla me dio la muerte y en ese momento supe que iba a ser pintor. Eso es lo que yo quería hacer, pero hasta entonces no había tenido los cojones de admitirlo. Mi padre no pensaba más que en acciones y bonos, era un condenado magnate y me consideraba una especie de mariquita. Pero yo seguí adelante y lo logré, me convertí en pintor, y pocos años después el viejo de repente se murió en su oficina de Wall Street. Yo tenía veintidós o veintitrés años y acabé heredando todo su dinero, hasta el último céntimo. ja! Era el pintor más rico que jamás existió. Un artista millonario. Imagínese, Fogg. Tenía la misma edad que usted tiene ahora y lo poseía todo, absolutamente todo lo que quisiera.

»Volví a ver a Tesla, pero eso fue mucho más adelante. Después de mi desaparición, después de mi muerte, después de que me marchara de Estados Unidos y volviera. En 1939 o 1940. Salí de Francia con Pavel Shum antes de que entraran los alemanes, hicimos las maletas y nos largamos. Ya no era un lugar adecuado para nosotros, para un inválido norteamericano y un poeta ruso no tenía sentido quedarse allí. Primero pensamos en Argentina, pero luego me dije: Qué diablos, puede que me siente bien volver a Nueva York. Al fin y al cabo, habían pasado veinte años. La Feria Mundial acababa de comenzar cuando llegamos. Otro himno al progreso, pero esta vez no me impresionó mucho, después de lo que había visto en Europa. Todo era un fraude. El progreso nos iba a hacer saltar por los aires, cualquier gilipollas podía darse cuenta. Debería usted conocer al hermano de la señora Hume, Charlie Bacon. Fue piloto durante la guerra. Hacia el final le tuvieron en Utah, entrenándole con el grupo de pilotos que arrojó la bomba atómica en Japón. Se volvió loco cuando descubrió lo que estaban haciendo. Pobre diablo, ¿quién podría reprochárselo? Eso es el progreso. Una ratonera más grande y mejor cada mes. Muy pronto podremos matar a todos los ratones al mismo tiempo.

»Cuando volví a Nueva York, Pavel y yo empezamos a dar paseos por la ciudad. Lo mismo que hacemos nosotros ahora, él empujando mi silla de ruedas, parándonos a mirar las cosas, pero mucho más largos, pasábamos todo el día en la calle. Era la primera vez que Pavel venía a Nueva York y yo le enseñaba los lugares de interés mientras íbamos de barrio en barrio y yo trataba de familiarizarme de nuevo con la ciudad. Un día del verano del 39 visitamos la Biblioteca Pública que hay en la esquina de la Cuarenta y dos y Cincuenta y luego nos paramos a tomar un poco el aire en Bryant Park. Ahí es donde volví a ver a Tesla. Pavel se sentó en un banco a mi lado y a unos tres o cuatro metros de donde estábamos había un viejo dando de comer a las palomas. Estaba de pie y las aves revoloteaban a su alrededor, se posaban en su cabeza y en sus brazos; docenas de palomas que se cagaban en su ropa y comían de sus manos, mientras el viejo les hablaba, las llamaba cariño mío, cielo mío, ángel mío. En el mismo momento en que oí aquella voz, supe que se trataba de Tesla; entonces él volvió la cara hacia mí y, efectivamente, era él. Un anciano de ochenta años. De una blancura espectral, delgado, tan feo como yo estoy ahora. Me entraron ganas de reír cuando le vi. El genio del espacio exterior, el héroe de mi juventud. Ahora no era otra cosa que un viejo derrotado, un vagabundo. Usted es Nikola Tesla, yo le conocía. Me sonrió e hizo una pequeña reverencia. Estoy ocupado en este momento, me contestó, tal vez podamos hablar otro día. Me volví a Pavel y le dije: Dale algo de dinero al señor Tesla, Pavel, probablemente podrá utilizarlo para comprar alpiste. Pavel se levantó, se acercó a Tesla y le tendió un billete de diez dólares. Fue un momento para la historia, Fogg, un momento inigualable. ¡Ja! Nunca olvidaré la confusión que reflejaron los ojos de aquel hijo de puta. ¡El señor Mañana, el profeta del nuevo mundo! Pavel le tendió el billete de diez dólares y yo le vi luchando por hacer caso omiso de él, por apartar sus ojos del dinero, pero no pudo. Se quedó allí, mirando el billete como un mendigo demente. Y luego lo cogió, se lo arrancó a Pavel de la mano y se lo guardó en el bolsillo. Muy amable de su parte, me dijo, muy amable. Las pobrecitas necesitan mucha comida. Luego nos volvió la espalda y murmuró algo a las aves. Entonces Pavel se me llevó de allí y eso fue todo. Nunca más volví a verle.

Effing hizo una larga pausa, saboreando el recuerdo de su crueldad. Luego, en un tono más apagado, reanudó el discurso.

–Continúo con la historia, muchacho –dijo–. No se preocupe. Usted siga escribiendo y todo irá bien. Al final, saldrá todo. Estaba hablando de Long Island, ¿no? De Thomas Moran y de cómo empezó el asunto. Como ve, no me he olvidado. Usted siga tomando nota de cada palabra. No habrá necrología a menos que usted lo escriba todo.

»Moran fue quien me convenció. Él había estado en el Oeste en los años setenta y había visto todo aquello de punta a punta. No viajó solo como hizo Ralph, claro está, recorriendo las tierras vírgenes como un ignorante peregrino; él perseguía, ¿cómo lo diría yo?, un objetivo distinto. Moran lo hizo a lo grande. Fue el pintor oficial de la expedición de Hayden en 1871 y luego volvió con Powell en 1873. Leímos el libro de Powell hace un par de meses; todas las ilustraciones eran de Moran. ¿Recuerda el dibujo de Powell colgando del borde del precipicio, agarrándose con su único brazo para salvar la vida? Era bueno, tendrá que reconocerlo, el viejo sabía dibujar. Moran se hizo famoso por lo que pintó allí, fue quien les enseñó a los norteamericanos cómo era el Oeste. El primer cuadro del Gran Cañón era de Moran, ahora está en el edificio del Capitolio en Washington. El primer cuadro de Yellowstone, el primero del Gran Desierto Salado, los primeros de los cañones del sur de Utah, todos eran de Moran. ¡El destino manifiesto! Lo cartografiaron, lo pintaron e hicieron que la gran máquina de los beneficios americana lo digiriera. Aquéllos eran los últimos pedazos del continente, los únicos espacios en blanco que nadie había explorado. Ahora ya estaban reproducidos en un bonito lienzo para que todo el mundo los viera. ¡El pincho de oro clavado en nuestros corazones!

»Yo no era un pintor como Moran, no debe hacerse esa idea. Yo pertenecía a la nueva generación y no me dedicaba a esa mierda romántica. Había estado en París en 1906 y 1907 y sabía lo que sucedía en el mundo del arte. Los fauvistas, los cubistas, vi esas tendencias cuando era joven, y una vez que pruebas el sabor del futuro, ya no hay forma de volver atrás. Conocía a la gente que frecuentaba la galería de Stieglitz en la Quinta Avenida, nos íbamos de copas y hablábamos de arte. Les gustaba mi pintura, aseguraban que era uno de los nuevos ases. Marin, Dove, Demuth, Man Ray, los conocía a todos. Yo era un diablillo astuto en aquel entonces, tenía la cabeza llena de ideas brillantes. Ahora se habla mucho del Armory Show, pero eso ya era un tema viejo para mí cuando tuvo lugar. De todas formas, yo era diferente de la mayoría de ellos. La línea no me interesaba. La abstracción mecánica, el lienzo visto como el mundo, el arte intelectual, todo eso me parecía un callejón sin salida. Yo era un colorista y mi tema era el espacio, el espacio puro y la luz: la fuerza de la luz cuando da en el ojo. Seguía pintando del natural y por eso disfrutaba hablando con alguien como Moran. Él pertenecía a la vieja guardia, pero había estado influido por Turner y teníamos eso en común, junto con la pasión por el paisaje, la pasión por el mundo real. Moran me hablaba continuamente del Oeste. Si no vas allí, me decía, nunca sabrás qué es el espacio. Tu obra dejará de evolucionar si no haces ese viaje. Tienes que experimentar lo que es ese cielo, eso cambiará tu vida. Dale que dale, siempre con lo mismo. Insistía en ello cada vez que nos veíamos y, después de algún tiempo, finalmente me dije: ¿Por qué no? No te hará daño ir allí y verlo.

»Eso fue en 1916. Yo tenía treinta y tres años y llevaba cuatro casado. De todas las cosas que he hecho en mi vida, ese matrimonio constituyó la equivocación más grave. Elizabeth Wheeler se llamaba. Era de una familia rica, así que no se casó conmigo por mi dinero, pero cualquiera hubiera dicho que sí, a juzgar por como fueron las cosas entre nosotros. No tardé mucho en averiguar la verdad. Lloró como una colegiala en nuestra noche de bodas y después las puertas se cerraron. Oh, tomé el castillo al asalto de vez en cuando, pero más por rabia que por otra cosa. Sólo para que ella supiera que no podía salirse siempre con la suya. Todavía ahora me pregunto qué me impulsó a casarme con ella. Quizá su cara era demasiado bonita, quizá su cuerpo era demasiado redondo y macizo, no sé. En aquellos tiempos todas eran vírgenes cuando se casaban, pensé que le cogería gusto con el tiempo. Pero la cosa no mejoró, todo eran lágrimas y lucha, gritos, asco. Me consideraba una bestia, un agente del diablo. ¡Mal rayo parta a esa bruja frígida! Debería haber vivido en un convento. Le mostré la oscuridad y la suciedad que mueven el mundo y no me lo perdonó nunca. Homo erectus, para ella no era más que horror: el misterio de la carne masculina. Cuando vio en qué consiste, se vino abajo. Pero dejemos este tema. Es una vieja historia, estoy seguro de que la ha oído antes. Encontraba mis placeres en otra parte. No me faltaban oportunidades, puedo asegurárselo, mi polla nunca sufrió por abandono. Yo era un caballero joven y apuesto, no tenía problemas de dinero, mi sexo estaba siempre ardiendo. ¡Ja! Ojalá tuviéramos tiempo para hablar un poco de eso. Los palpitantes coños que he habitado, las aventuras de mi tercera pierna. Las otras dos están difuntas, pero su hermanita ha conservado una vida propia. Incluso ahora, Fogg, aunque no lo crea. El hombrecito nunca se ha dado por vencido.

»Bueno, bueno, basta ya. No tiene importancia. Sólo estoy tratando de ponerle en antecedentes, de situarle. Si necesita una explicación para lo que sucedió, mi matrimonio con Elizabeth le ayudará a comprenderlo. No estoy diciendo que fuera la única causa, pero ciertamente fue un factor. Cuando se me presentó aquella situación, no tuve remordimientos por desaparecer. Vi la oportunidad de morirme y la aproveché.

»No lo planeé así. Tres o cuatro meses, pensé, y luego volveré. El grupo de Nueva York pensó que estaba loco por irme allí, no veían qué sentido tenía. Vete a Europa, me decían, en Estados Unidos no hay nada que aprender. Les expliqué mis razones, y a medida que hablaba de ello aumentaba mi entusiasmo. Me volqué en los preparativos, estaba impaciente por partir. Desde el principio decidí llevar a alguien conmigo, a un joven llamado Edward Byrne, Teddy, como le llamaban sus padres. El padre era amigo mío y me convenció de que llevara al muchacho. Yo no tenía serias objeciones. Pensé que me vendría bien la compañía y Byrne era un chico animoso; había navegado con él un par de veces y sabía que tenía la cabeza sobre los hombros. Tenía dieciocho o diecinueve años, era resuelto, listo, fuerte y atlético. Su sueño era llegar a ser topógrafo, quería meterse en el Instituto Geológico de Estados Unidos y pasarse la vida recorriendo las grandes extensiones naturales. Así era la época, Fogg. Teddy Roosevelt, bigotes en forma de manillar, todas esas fanfarronadas masculinas. Su padre le compró un equipo completo, sextante, brújula, teodolito, toda clase de instrumentos, y yo me compré suficientes artículos de pintura para un par de años: lápices, carboncillos, pasteles, pinturas, pinceles, rollos de lienzo, papel. Pensaba trabajar mucho. Las palabras de Moran habían acabado por calar hondo y esperaba grandes cosas de ese viaje. Iba a realizar mi mejor obra allí y no quería que me faltaran materiales.

»A pesar de su rigidez en la cama, Elizabeth empezó a preocuparse por mi partida. A medida que se acercaba la fecha, se sentía cada vez más desdichada; se echaba a llorar y me pedía que suspendiera el viaje. Sigo sin entenderlo. Uno habría esperado que se alegrara de verse libre de mí. Era una mujer imprevisible, siempre hacía lo contrario de lo que uno esperaba de ella. La noche anterior a mi marcha llegó incluso a hacer el supremo sacrificio. Creo que se achispó un poco antes, para darse valor, ya sabe, y luego se me ofreció. Los brazos abiertos, los ojos cerrados, como si fuera una mártir. Nunca lo olvidaré. Oh, Julian, no cesaba de repetir, oh, mi amado esposo. Como la mayoría de los locos, es probable que supiera de antemano lo que iba a suceder, probablemente intuía que las cosas estaban a punto de cambiar para siempre. Se lo hice esa noche (era mi deber, después de todo) pero eso no me impidió marcharme al día siguiente. Tal y como salieron las cosas, ésa fue la última vez que la vi. Le estoy contando los hechos, puede usted interpretarlos como quiera. Aquella noche tuvo consecuencias, seria un descuido por mi parte no mencionarlas, pero pasó mucho tiempo antes de que yo supiera cuáles habían sido. Pasaron treinta años; de hecho, toda una vida. Consecuencias. Así son las cosas, muchacho. Siempre hay consecuencias, se quiera o no.

»Byrne y yo fuimos en tren. Chicago, Denver, hasta Salt Lake City. Era un viaje interminable en aquellos tiempos, y cuando finalmente llegamos allí, a mí me parecía que llevaba un año viajando. Fue en abril de 1916. En Salt Lake encontramos a un hombre dispuesto a servirnos de guía, pero esa misma tarde, por increíble que parezca, se quemó una pierna en una herrería y tuvimos que contratar a otro. Fue un mal presagio, pero uno nunca hace caso de esas cosas en el momento, sigue adelante y hace lo que tiene que hacer. El hombre a quien contratamos se llamaba Jack Scoresby. Era un antiguo soldado de caballería, de cuarenta y ocho o cincuenta años, un viejo en aquellos lugares, pero la gente decía que conocía bien el territorio, tan bien como cualquier otro a quien pudiéramos encontrar. Tuve que creerles. La gente con la que hablé eran desconocidos, podían decirme lo que les diera la gana, a ellos qué les importaba. Yo no era más que un novato, un novato rico recién llegado del Este, ¿por qué había de importarles un bledo lo que me ocurriera? Así fue como sucedió, Fogg. No había elección, tenía que lanzarme a ciegas y confiar en que todo saliera bien.

»Tuve mis dudas respecto a Scoresby desde el principio, pero estábamos demasiado ansiosos por emprender el viaje para perder más tiempo. Era un hombrecillo sucio con una risa aviesa, todo bigotes y grasa de búfalo, pero sabía vender el producto, tengo que reconocerlo. Nos prometió llevarnos a sitios donde pocos hombres habían pisado, eso es lo que nos dijo, nos enseñaría cosas que sólo Dios y los indios habían visto. Aun sabiendo que era un timador, era difícil no entusiasmarse. Extendimos el mapa en una mesa del hotel y planeamos la ruta que seguiríamos. Scoresby parecía saber lo que se decía y no paraba de hacer comentarios para demostrarnos sus conocimientos: cuántos caballos y burros necesitaríamos, cómo tratar a los mormones, cómo resolver el problema de la escasez de agua en el sur. Era evidente que pensaba que éramos unos idiotas. La idea de ir a mirar los paisajes no tenía sentido para él, y cuando le dije que era pintor, apenas pudo contener la risa. Sin embargo, llegamos a un acuerdo justo y lo sellamos con un apretón de manos. Supuse que todo se arreglaría cuando nos conociéramos mejor.

»La noche antes de partir, Byrne y yo nos quedamos charlando hasta tarde. Me enseñó su equipo de topografía y recuerdo que yo me encontraba en uno de esos estados de excitación en los que de repente todo parece encajar de una forma nueva. Byrne me dijo que uno no puede fijar su posición exacta en la tierra si no es por referencia a un punto en el cielo. Algo que tenía que ver con la triangulación, la técnica de medida, no recuerdo los detalles. Lo esencial del asunto, sin embargo, me resultó fascinante y no lo he olvidado nunca. Un hombre no puede saber dónde está en la tierra salvo en relación con la luna o con una estrella. Lo primero es la astronomía; luego vienen los mapas terrestres, que dependen de ella. Justo lo contrario de lo que uno esperaría. Si lo piensas mucho tiempo, acabas con el cerebro del revés. Existe un aquí sólo en relación con un allí, no al contrario. Hay esto sólo porque hay aquello; si no miramos arriba nunca sabremos qué hay abajo. Piénselo, muchacho. Nos encontramos a nosotros mismos únicamente mirando lo que no somos. No puedes poner los pies en la tierra hasta que no has tocado el cielo.

»Hice un buen trabajo al principio. Salimos de la ciudad en dirección oeste, acampamos junto al lago un día o dos y luego nos adentramos en el Gran Desierto Salado. No se parecía a nada que yo hubiera visto antes. El lugar más llano y desolado del planeta, un osario de olvido. Viajas día tras día y no ves absolutamente nada. Ni un árbol, ni un matorral, ni una brizna de hierba. Solamente blancura, la tierra agrietada que se extiende por todos lados hasta donde alcanza la vista. La tierra sabe a sal, y allá a lo lejos el horizonte está bordeado de montañas, un enorme anillo de montañas que oscilan bajo la luz. Esto te hace pensar que te acercas al agua, pues estás rodeado de esa oscilación y ese resplandor, pero no es más que un espejismo. Es un mundo muerto, y a lo único que te acercas es a la misma nada. Dios sabe cuántos pioneros se quedaron atascados y entregaron el alma en ese desierto, sus huesos blancos se veían sobresaliendo del suelo. Eso es lo que le ocurrió a la expedición de Doner, todo el mundo lo sabe. Se quedaron empantanados en la sal y cuando al fin llegaron a las Montañas de la Sierra en California, las nieves invernales les bloquearon el paso y acabaron comiéndose unos a otros para sobrevivir. Todo el mundo lo sabe, forma parte del folklore norteamericano, pero no por ello es menos cierto, una verdad indiscutible. Ruedas de carretas, cráneos, casquillos de bala, yo vi todo eso allí en 1916. Un gigantesco cementerio, eso es lo que era, una página mortal en blanco.

»Durante las dos primeras semanas dibujé como un loco. Unos dibujos extraños, nunca habla hecho nada igual. No se me había ocurrido que la escala representara alguna diferencia, pero así era, no había otra forma de enfrentarse al tamaño de las cosas. Las marcas en la página se iban haciendo cada vez más pequeñas, tanto que casi desaparecían. Era como si mi mano tuviera vida propia. Tú dibuja, me decía a mí mismo, dibuja y no te preocupes, ya pensarás en ello después. Nos detuvimos en Wendover un par de días, luego cruzamos a Nevada y continuamos hacia el sur, siguiendo el borde de la Cordillera de la Confusión. Una vez más, las cosas me saltaban a la vista de una forma para la que no estaba preparado. Las montañas, la nieve en la cumbre de las montañas, las nubes que flotaban alrededor de las cumbres nevadas. Al cabo de un rato, empezaban a confundirse y ya no era capaz de distinguirlas. Blancura y más blancura. ¿Cómo se puede dibujar algo que no se sabe si está ahí? Entiende lo que quiero decir, ¿verdad? Ya no parecía humano. El viento soplaba tan fuerte que uno no oía sus propios pensamientos, y de repente cesaba, y el aire estaba tan inmóvil que uno se preguntaba si se habría quedado sordo. Era un silencio sobrenatural, Fogg. Lo único que oías era tu corazón latiendo dentro del pecho y la sangre que corría por tu cerebro.

»Scoresby no contribuía a hacernos la vida más fácil. Cumplía con su trabajo, supongo, nos guiaba, encendía las hogueras, cazaba para que comiéramos, pero su desprecio por nosotros no cesó nunca, la mala voluntad emanaba de él y contaminaba el ambiente. Se ponía mohíno y escupía, farfullaba por lo bajo, se burlaba de nosotros con su mal humor. Al cabo de algún tiempo, Byrne estaba tan harto de él que se negaba a hablar cuando Scoresby estaba cerca. Scoresby se iba de caza mientras nosotros nos dedicábamos a nuestro trabajo (el joven Teddy gateando por entre las rocas y tomando medidas y yo encaramado en algún saliente con mis pinturas y mis carboncillos), pero por las noches los tres nos preparábamos juntos la cena en la hoguera. Una vez, con la esperanza de mejorar un poco las relaciones, le propuse a Scoresby que jugásemos a las cartas. La idea le pareció bien, pero, como la mayoría de los hombres estúpidos, se creía muy inteligente. Se imaginó que iba a ganarme y sacarme mucho dinero. No sólo ganarme en las cartas, sino ganarme en todo, enseñarme quién era el jefe en realidad. Jugamos a las veintiuna y todas las cartas me venían a mi. Perdió seis o siete manos seguidas. Esto hizo que su seguridad se tambaleara y entonces empezó a jugar mal, a apostar de forma absurda, a echarse faroles, a equivocarse en todo. Debí de ganarle cincuenta o sesenta dólares aquella noche, una fortuna para un tonto como aquél. Cuando vi lo disgustado que se quedaba, traté de reparar el daño y le perdoné la deuda. ¿Qué me importaba a mí el dinero? No se preocupe, le dije, he tenido suerte, simplemente; estoy dispuesto a olvidarlo, nada de rencores, algo así. Probablemente es lo peor que podía haberle dicho. Scoresby pensó que le trataba con aires de superioridad, que intentaba humillarle, y se sintió herido en su orgullo, doblemente herido. Desde entonces, hubo mala sangre entre nosotros y yo fui incapaz de arreglarlo. Yo también era un terco hijo de puta, cosa de la que probablemente ya se ha percatado. Renuncié a tratar de apaciguarle. Si quería comportarse como un asno, por mi podía rebuznar hasta el día del juicio final. Estábamos en aquel enorme territorio, sin nada a nuestro alrededor, nada más que espacio vacío en muchos kilómetros a la redonda, pero era como si estuviéramos encerrados en una prisión, como compartir una celda con un hombre que no para de mirarte, que está allí sentado esperando a que te des la vuelta para clavarte un cuchillo en la espalda.

»Ese era el problema. Allí la tierra es demasiado grande, y después de algún tiempo empieza a tragarte. Llegó un momento en que yo ya no podía soportarlo. Todo aquel maldito silencio, aquel vacío. Intentas orientarte, pero es demasiado grande, las dimensiones son demasiado monstruosas y finalmente, no sé cómo explicarlo, finalmente deja de estar allí. No hay mundo, no hay tierra, no hay nada. En el fondo es eso, Fogg, al final todo es mentira. El único sitio en donde existes es en tu cabeza.

»Cruzamos por el centro del estado y luego nos desviamos hacia la región de los cañones en el sudeste, lo que llaman las Cuatro Esquinas, donde se juntan Utah, Arizona, Colorado y Nuevo México. Esa era la región más extraña de todas, un mundo onírico, por todas partes tierra roja y rocas retorcidas, tremendas estructuras que se alzan del suelo como las ruinas de una ciudad perdida construida por gigantes. Obeliscos, minaretes, palacios: todo era a la vez reconocible y extraño, no podías evitar ver formas conocidas cuando las mirabas, aunque sabías que era pura casualidad, los esputos petrificados de glaciares y erosiones, el resultado de un millón de años de vientos e intemperie. Pulgares, cuencas de ojos, penes, hongos, cuerpos humanos, sombreros. Era como ver imágenes en las nubes. Todo el mundo sabe qué aspecto tienen estos sitios, usted mismo los habrá visto cien veces. El Cañón Glen, el Valle de los Monumentos, el Valle de los Dioses. Allí es donde ruedan todas esas películas de vaqueros e indios, el maldito tipo de Marlboro cabalga por allí en la televisión todas las noches. Pero las películas no revelan nada del lugar, Fogg. Todo es demasiado inmenso para ser dibujado o pintado; ni siquiera la fotografía capta la sensación que produce. Todo está distorsionado, es como tratar de reproducir las distancias en el espacio exterior: cuanto más ves, menos puede hacer tu lápiz. Verlo es hacer que se desvanezca.

»Vagamos por esos cañones durante varias semanas. A veces pasábamos la noche en antiguas ruinas indias, en las cuevas de los riscos donde habitaban los anasazi. Esas eran las tribus que desaparecieron hace mil años; nadie sabe qué les sucedió. Dejaron tras de sí sus pueblos de piedra, sus pictografías, sus pedazos de cerámica, pero las personas desaparecieron. Estábamos ya a finales de julio o principios de agosto, y la hostilidad de Scoresby había ido en aumento; era sólo cuestión de tiempo el que algo saltara, se notaba en el ambiente. El terreno era árido y seco, artemisa por todas partes, ni un árbol a la vista. Hacía un calor atroz y teníamos que racionar el agua, lo cual contribuía a ponernos de mal humor. Un día tuvimos que sacrificar un burro y eso hizo que los otros dos llevaran exceso de carga. Los caballos empezaban a desfallecer. Estábamos a cinco o seis días de un pueblo que se llamaba Bluff y pensé que deberíamos intentar llegar allí lo antes posible para reorganizarnos. Scoresby mencionó un atajo que acortaría el viaje en un día o dos, así que tomamos esa dirección y viajamos por un terreno muy abrupto, con el sol de cara. La marcha era difícil, más dura que nada de lo que hablamos intentado antes, y después de algún tiempo se me ocurrió que Scoresby nos estaba metiendo en una trampa. Byrne y yo no éramos tan buenos jinetes como él y apenas conseguíamos cabalgar por aquel terreno. Scoresby iba en cabeza, le seguía Byrne y yo iba el último. Subimos trabajosamente por unos riscos muy escarpados y luego seguimos por un borde saliente en lo alto. Era muy estrecho y lleno de peñascos y piedras, y la luz reverberaba en las rocas como si quisiera cegarnos. Ya no podíamos volvernos atrás, pero tampoco veía que pudiéramos ir mucho más lejos. De repente, el caballo de Byrne perdió pie. Estaba unos tres metros delante de mí, y recuerdo el estrépito de las piedras al rodar y el quejido del caballo que luchaba por encontrar un punto de apoyo para sus pezuñas. Pero la tierra seguía cediendo y, antes de que yo tuviera tiempo de reaccionar, Byrne lanzó un grito y luego cayó por encima del borde junto con su caballo. Ambos rodaron por la pared del precipicio, un trecho muy largo, sesenta u ochenta metros, todo rocas cortantes de arriba abajo. Desmonté de un salto y cogí el botiquín, luego bajé apresuradamente por la pendiente para ver qué podía hacer. Al principio pensé que Byrne estaba muerto, pero luego conseguí encontrarle el pulso. Aparte de eso, había muy pocos motivos para sentirse esperanzado. Tenía la cara cubierta de sangre y la pierna y el brazo izquierdo estaban fracturados. Me bastó mirarlos para saberlo. Cuando le di la vuelta y lo puse boca arriba vi una gran herida debajo de las costillas, una herida palpitante y terrible de más de quince centímetros de largo. Era espantoso, el muchacho estaba destrozado. Estaba a punto de abrir el botiquín cuando oí un disparo detrás de mi. Me volví y vi a Scoresby de pie junto al caballo caído de Byrne con una pistola humeante en la mano derecha. Tenía la pata rota, dijo secamente, no se podía hacer otra cosa. Le dije que Byrne estaba muy mal y que necesitaba nuestra atención inmediata, pero cuando se acercó a echarle una ojeada a Byrne, hizo una mueca de desprecio y dijo: No deberíamos perder el tiempo con éste. La única cura para él sería una dosis de la misma medicina que acabo de darle al caballo. Scoresby levantó la pistola y apuntó a la cabeza de Byrne, pero yo le aparté el brazo de un golpe. No sé si pensaba apretar el gatillo o no, pero yo no podía correr el riesgo. Scoresby me lanzó una mirada aviesa cuando le di en el brazo y me advirtió que no le pusiera la mano encima. Así lo haré cuando usted deje de apuntar con su pistola a alguien indefenso, le contesté. Entonces Scoresby se volvió y me apuntó. Apuntaré a quien me dé la gana, dijo, y de pronto sonrió, una enorme sonrisa de idiota, disfrutando del poder que tenía sobre mí. Indefenso, repitió. Eso es lo que es usted, señor Pintor, un indefenso saco de huesos. Entonces pensé que me iba a pegar un tiro. Mientras estaba allí esperando a que apretara el gatillo, me pregunté cuánto tardaría en morir después de que la bala penetrara en mi corazón. Pensé: Éste es el último pensamiento que tendré. La situación parecía prolongarse indefinidamente, los dos mirándonos a los ojos, yo esperando a que él disparase. Luego Scoresby se echó a reír. Estaba sumamente complacido consigo mismo, como si hubiera obtenido una gran victoria. Se guardó el arma en la pistolera y escupió en el suelo. Era como si ya me hubiera matado, como si yo estuviera ya muerto.

»Se acercó al caballo y empezó a quitarle la silla y las alforjas. Yo estaba aún trastornado por el episodio de la pistola, pero me agaché junto a Byrne y me puse a curarle, tratando de lavarle y vendarle las heridas. Un par de minutos después Scoresby volvió y dijo que estaba listo para marcharse. ¿Marcharse?, dije. ¿De qué está hablando? No podemos llevarnos al muchacho, no se le puede mover. Entonces, déjele aquí, contestó él. De todas formas, está acabado. Yo no pienso quedarme en este maldito cañón esperando Dios sabe cuánto tiempo hasta que el chico deje de respirar. No vale la pena. Haga lo que quiera, le dije, pero yo no voy a dejar a Byrne mientras esté vivo. Podría quedarse aquí empantanado durante una semana antes de que el chico la palme, y ¿para qué? Soy responsable de él, le contesté. Eso es todo. Soy responsable de él y no voy a dejarle tirado.

»Antes de que Scoresby se fuese, arranqué una hoja de mi cuaderno de dibujo y le escribí una carta a mi mujer. No recuerdo lo que le decía. Algo melodramático, estoy seguro. Probablemente ésta será la última vez que sepas de mí, creo que fue eso lo que escribí. La idea era que Scoresby echase la carta cuando llegase al pueblo. Eso fue lo que acordamos, pero yo sabía que no tenía intención de cumplir su promesa. Esto le implicaría en mi desaparición y ¿por qué iba a correr el riesgo de que alguien le interrogase? Para él era mucho mejor largarse y olvidarse de todo el asunto. Y eso fue exactamente lo que hizo. Por lo menos, supongo que así fue. Mucho tiempo después, cuando leí los artículos y las necrologías, vi que nadie mencionaba a Scoresby, a pesar de que yo daba su nombre en mi carta.

»También habló de organizar un equipo de rescate si yo no aparecía antes de una semana, pero yo sabia que tampoco lo haría. Se lo dije a la cara, pero en vez de negarlo me dedicó otra de sus insolentes risitas. Es su última oportunidad, señor Pintor, me dijo, ¿se viene conmigo o no? Negué con la cabeza, demasiado furioso para decir nada más. Scoresby se despidió de mí levantándose el sombrero y empezó a trepar por la pared del precipicio para recuperar su caballo y marcharse. Así, sin más palabras. Tardó varios minutos en llegar arriba y no le quité los ojos de encima en todo el rato. No quería arriesgarme. Suponía que intentaría matarme antes de irse, parecía casi inevitable. Eliminar al testigo, asegurarse de que yo no pudiera contarle a nadie lo que había hecho: dejar morir a un pobre muchacho en un lugar remoto. Pero Scoresby no se volvió. No fue por bondad, puedo asegurárselo. La única explicación posible es que no le pareció necesario. No hacía falta que me matara porque estaba convencido de que yo no podría salvarme solo.

»Scoresby se alejó cabalgando; Al cabo de una hora empecé a tener la sensación de que nunca había existido. No puedo explicarle lo extraña que era esa sensación. No era que hubiese decidido no pensar en él, era que apenas podía recordarle cuando lo intentaba. Su apariencia, el sonido de su voz, nada de eso me venía ya a la mente. Eso es lo que hace el silencio, Fogg, lo borra todo. Scoresby se habla borrado de mi mente y cada vez que trataba de pensar en él, era como tratar de recordar a alguien visto en un sueño, como buscar a alguien que nunca había existido.

»Byrne tardó tres o cuatro días en morirse. Para mí probablemente fue una buena cosa que tardara tanto. Él me mantenía ocupado y gracias a eso no tuve tiempo de asustarme. El miedo no apareció hasta más tarde, después de enterrarle y quedarme solo. El primer día debí de trepar la montaña unas diez veces, para coger comida y utensilios del burro de carga y bajarlos hasta el fondo. Rompí mi caballete y utilicé la madera para entablillarle la pierna y el brazo a Byrne. Monté un colgadizo con una manta y un trípode para que no le diera el sol en la cara. Me ocupé del burro y del caballo. Cambié los vendajes con tiras de ropa. Preparé el fuego, cociné, hice lo que había que hacer. El sentimiento de culpa me mantenía activo, me resultaba imposible no culparme por lo sucedido, pero hasta la culpa era un consuelo. Era un sentimiento humano, una señal de que seguía ligado al mismo mundo en el que vivían otros hombres. Una vez que Byrne muriese, ya no tendría nada en que pensar y tenía miedo de ese vacío, me aterraba.

»Yo sabía que no había esperanza, lo supe desde el primer momento, pero me empeñaba en engañarme y en decirme que Byrne saldría adelante. Nunca volvió en sí, pero de vez en cuando balbuceaba, como hace la gente cuando habla en sueños. Era un delirio de palabras incomprensibles, sonidos que nunca llegaban a ser palabras, pero cada vez que sucedía esto, yo pensaba que estaba a punto de recobrar el conocimiento. Parecía estar separado de mí por un delgado velo, una membrana invisible que le mantenía en el otro lado de este mundo. Yo trataba de estimularle con el sonido de mi voz, le hablaba constantemente, le cantaba, rezando por que algo penetrase al fin en su conciencia y le despertase. Pero no sirvió de nada. Su estado era cada vez peor. No conseguí hacerle comer nada, lo más que podía hacer era humedecerle los labios con un paño mojado, pero eso no era suficiente, no le alimentaba. Poco a poco, le veía perder fuerzas. La herida del vientre habla dejado de sangrar, pero no cicatrizaba bien. Se había puesto de un amarillo verdoso y supuraba; las hormigas no paraban de pasearse por el vendaje. No era posible que nadie sobreviviera a aquello.

»Le enterré allí mismo, al pie de la montaña. Le ahorraré los detalles. Cavar la tumba, arrastrarle hasta el borde de la fosa, sentirle caer cuando le empujé dentro. Creo que para entonces ya me estaba volviendo loco. Casi no fui capaz de llenar la fosa. Cubrirle, echarle tierra en la cara, era demasiado para mí. Lo hice con los ojos cerrados, así fue como resolví el problema, arrojando las paletadas de tierra sin mirar. Después no hice una cruz ni recé ninguna oración. Que se joda Dios, me dije, que se joda Dios, no le daré esa satisfacción. Clavé un palo sobre la tumba y sujeté una hoja de papel al palo. Edward Byrne, escribí, 1898 guión 1916. Enterrado por su amigo Julian Barber. Entonces me puse a gritar. Así fue como sucedió, Fogg. Usted es la primera persona a quien se lo cuento. Me puse a gritar y después me permití enloquecer.

**

1 “Multiple sclerosis”, esclerosis múltiple. (N. de la T.)

2 Especie de béisbol que se juega en un terreno más pequeño que el normal, con una pelota grande y blanda. (N de la T.)

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