La Estatua de Sal
LEOPOLDO LUGONES
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He aquí cómo refirió el peregrino la verdadera
historia del monje Sosistrato:
—Quien no ha pasado alguna vez por el monasterio
de San Sabas, diga que no conoce la desolación.
Imaginaos un antiquísimo edificio situado sobre el Jordán,
cuyas aguas saturadas de arena amarillenta, se deslizan
ya casi agotadas hacia el Mar Muerto, por entre bosquecillos
de terebintos y manzanos de Sodoma. En toda
aquella comarca no hay más que una palmera cuya copa
sobrepasa los muros del monasterio. Una soledad infinita,
sólo turbada de tarde en tarde por el paso de algunos nómades
que trasladan sus rebaños; un silencio colosal que
parece bajar de las montañas cuya eminencia amuralla el
horizonte. Cuando sopla el viento del desierto, llueve arena
impalpable; cuando el viento es del lago, todas las
plantas quedan cubiertas de sal. El ocaso y la aurora
confúndense en una misma tristeza. Sólo aquellos que deben
expiar grandes crímenes, arrostran semejantes soledades.
En el convento se puede oír misa y comulgar. Los monjes
que no son ya más que cinco, y todos por lo menos sexagenarios,
ofrecen al peregrino una modesta colación de
dátiles fritos, uvas, agua del río y algunas veces vino de
palmera. Jamás salen del monasterio, aunque las tribus
vecinas los respetan porque son buenos médicos. Cuando
muere alguno, lo sepultan en las cuevas que hay debajo a
la orilla del río, entre las rocas. En esas cuevas anidan ahora
parejas de palomas azules, amigas del convento; antes,
hace ya muchos años, habitaron en ellas los primeros anacoretas,
uno de los cuales fue el monje Sosistrato cuya historia
he prometido contaron. Ayúdeme Nuestra Señora
del Carmelo y vosotros escuchad con atención. Lo que
vais a oír, me lo refirió palabra por palabra el hermano
Porfirio, que ahora está sepultado en una de las cuevas de
San Sabas, donde acabó su santa vida a los ochenta años
en la virtud y la penitencia. Dios lo haya acogido en su
gracia. Amén.
Sosistrato era un monje armenio, que había resuelto
pasar su vida en la soledad con varios jóvenes
compañeros suyos de vida mundana, recién convertidos a la
religión del crucificado. Pertenecía, pues, a la fuerte raza
de los estilitas. Después de largo vagar por el desierto, encontraron
un día las cavernas de que os he hablado y se
instalaron en ellas. El agua del Jordán, los frutos de una
pequeña hortaliza que cultivaban en común, bastaban para
llenar sus necesidades. Pasaban los días orando y meditando.
De aquellas grutas surgían columnas de plegarias,
que contenían con su esfuerzo la vacilante bóveda de los
cielos próxima a desplomarse sobre los pecados del mundo.
El sacrificio de aquellos desterrados, que ofrecían diariamente
la maceración de sus carnes y la pena de sus
ayunos a la justa ira de Dios, para aplacarla, evitaron muchas
pestes, guerras y terremotos. Esto no lo saben los impíos
que ríen con ligereza de las penitencias de los cenobitas.
Y, sin embargo, los sacrificios y las oraciones de los
justos son los clavos del techo del universo.
Al cabo de treinta años de austeridad y silencio,
Sosistrato y sus compañeros habían alcanzado la santidad.
El demonio, vencido, aullaba de impotencia bajo el
pie de los santos monjes. Éstos fueron acabando sus vidas
uno tras otro, hasta que al fin Sosistrato se quedó
solo. Estaba muy viejo, muy pequeñito. Se había vuelto
casi transparente. Oraba arrodillado quince horas diarias,
y tenía revelaciones. Dos palomas amigas, traíanle cada
tarde algunos granos y se los daban a comer con el pico.
Nada más que de eso vivía; en cambio olla bien como un
jazminero por la tarde. Cada año, el viernes doloroso,
encontraba al despertar, en la cabecera de su lecho de
ramas, una copa de oro llena de vino y un pan con cuyas
especies comulgaba absorbiéndose en éxtasis inefables.
Jamás se le ocurrió pensar de dónde vendría aquello,
pues bien sabía que el señor Jesús puede hacerlo. Y
aguardando con unción perfecta el día de su ascensión a
la bienaventuranza, continuaba soportando sus años.
Desde hacía más de cincuenta, ningún caminante había
pasado por allí.
Pero una mañana, mientras el monje rezaba con
sus palomas, éstas, asustadas de pronto, echaron a volar
abandonándolo. Un peregrino acababa de llegar a la entrada
de la caverna. Sosistrato, después de saludarlo con
santas palabras, lo invitó a reposar indicándole un cántaro
de agua fresca. El desconocido bebió con ansia como si
estuviera anonadado de fatiga; y después de consumir un
puñado de frutas secas que extrajo de su alforja, oró en
compañía del monje.
Transcurrieron siete días. El caminante refirió se
peregrinación desde Cesárea a orillas del Mar Muerto,
terminando la narración con una historia que preocupó a
Sosistrato.
—He visto los cadáveres de las ciudades malditas,
dijo una noche a su huésped; he mirado humear el mar
como una hornalla, y he contemplado lleno de espanto a
la mujer de sal, la castigada esposa de Lot. La mujer está
viva, hermano mío, y yo la he escuchado gemir y la he
visto sudar al sol del mediodía.
—Cosa parecida cuenta Juvencus en su tratado
De Sodoma, dijo en voz baja Sosistrato.
—Sí, conozco el pasaje, añadió el peregrino. Algo
más definitivo hay en él todavía; y de ello resulta que la
esposa de Lot ha seguido siendo fisiológicamente mujer.
Yo he pensado que sería obra de caridad libertarla de su
condena...
—Es la justicia de Dios, exclamó el solitario. —
¿No vino Cristo a redimir también con su sacrificio los
pecados del antiguo mundo? —replicó suavemente el viajero,
que parecía docto en letras sagradas. ¿Acaso el bautismo
no lava igualmente el pecado contra la Ley que el
pecado contra el Evangelio?...
Después de estas palabras, ambos entregáronse al
sueño. Fue aquélla la última noche que pasaron juntos. Al
siguiente día el desconocido partió, llevando consigo la
bendición de Sosistrato; y no necesito deciros que, a pesar
de sus buenas apariencias, aquel fingido peregrino era Satanás
en persona.
El proyecto del maligno fue sutil. Una preocupación
tenaz asaltó desde aquella noche el espíritu del santo.
¡Bautizar la estatua de sal, libertar de su suplicio aquel
espíritu encadenado. La caridad lo exigía, la razón argumentaba.
En estas luchas transcurrieron meses, hasta que
por fin el monje tuvo una visión. Un ángel se le apareció
en sueños y le ordenó ejecutar el acto.
Sosistrato oró y ayunó tres días, y en la mañana
del cuarto, apoyándose en su bordón de acacia, tomó, costeando
el Jordán, la senda del Mar Muerto. La jornada no
era larga, pero sus piernas cansadas apenas podían sostenerlo.
Así marchó durante dos días. Las fieles palomas
continuaban alimentándolo como de ordinario, y él rezaba
mucho, profundamente, pues aquella resolución afligíalo
en extremo. Por fin, cuando sus pies iban a faltarle,
las montañas se abrieron y el lago apareció.
Los esqueletos de las ciudades destruídas iban poco
a poco desvaneciéndose. Algunas piedras quemadas,
era todo lo que restaba ya: trozos de arco, hileras de adobes
carcomidos por la sal y cimentados en betún... El
monje reparó apenas en semejantes restos, que— procuró
evitar a fin de que sus pies no se manchasen a su contacto.
De repente, todo su viejo cuerpo tembló. Acababa de advertir
hacia el sur, fuera ya de los escombros, en un recodo
de las montañas desde el cual apenas se los percibía, la
silueta de la estatua.
Bajo su manto petrificado que el tiempo había
roído, era larga y fina como un fantasma. El sol brillaba
con límpida incandescencia, calcinando las rocas, haciendo
espejear la capa salobre que cubría las hojas de los terebintos.
Aquellos arbustos, bajo la reverberación meridiana,
parecían de plata. En el cielo no había una sola nube.
Las aguas amargas dormían en su característica inmovilidad.
Cuando el viento soplaba, podía escucharse en
ellas, decían los peregrinos, cómo se lamentaban los espectros
de las ciudades.
Sosistrato se aproximó a la estatua. El viajero
había dicho verdad. Una humedad tibia cubría su rostro.
Aquellos ojos blancos, aquellos labios blancos, estaban
completamente inmóviles bajo la invasión de la piedra, en
el sueño de sus siglos. Ni un indicio de vida salía de aquella
roca. El sol la quemaba con tenacidad implacable,
siempre igual desde hacía miles de años; y sin embargo,
esa efigie estaba viva puesto que sudaba. Semejante sueño
resumía el misterio de los espantos bíblicos. La cólera de
Jehová había pasado sobre aquel ser, espantosa amalgama
de carne y de peñasco. ¿No era temeridad el intento de
turbar ese sueño? ¿No caería el pecado de la mujer maldita
sobre el insensato que procuraba redimirla? Despertar el
misterio es una locura criminal, tal vez una tentación del
infierno. Sosistrato, lleno de congoja, se arrodilló a orar
en la sombra de un bosquecillo.
Cómo se verificó el acto, no os lo voy a decir. Sabed
únicamente que cuando el agua sacramental cayó sobre
la estatua, la sal se disolvió lentamente, y a los ojos del
solitario apareció una mujer, vieja como la eternidad,
envuelta en andrajos terribles, de una lividez de ceniza, flaca
y temblorosa, llena de siglos. El monje que había visto al
demonio sin miedo, sintió el pavor de aquella aparición.
Era el pueblo réprobo que se levantaba en ella. Esos ojos
vieron la combustión de los azufres llovidos por la cólera
divina sobre la ignominia de las ciudades; esos andrajos
estaban tejidos con el pelo de los camellos de Lot; ¡esos
pies hollaron las cenizas del incendio del Eterno! Y la espantosa
mujer le habló con su voz antigua.
Ya no recordaba nada. Sólo una vaga visión del
incendio, una sensación tenebrosa despertada a la vista de
aquel mar. Su alma estaba vestida de confusión. Había
dormido mucho, un sueño negro como el sepulcro. Sufría
sin saber por qué, en aquella sumersión de pesadilla. Ese
monje acababa de salvarla. Lo sentía. Era lo único claro en
su visión reciente. Y el mar... el incendio... la catástrofe...
las ciudades ardidas... todo aquello se desvanecía en una
clara visión de muerte. Iba a morir. Estaba salvada, pues.
¡Y era el monje quien la había salvado!
Sosistrato temblaba, formidable. Una llama roja
incendiaba sus pupilas. El pasado acababa de desvanecerse
en él, como si el viento de fuego hubiera. barrido su alma.
Y sólo este convencimiento ocupaba su conciencia: ¡la
mujer de Lot estaba allí! El sol descendía hacia las montañas.
Púrpuras de incendio manchaban el horizonte.
Los días trágicos revivían en aquel aparato de llamaradas.
Era como una resurrección del castigo, reflejándose por
segunda vez sobre las aguas del lago amargo. Sosistrato
acababa de retroceder en los siglos. Recordaba. Había
sido actor en la catástrofe. Y esa mujer, ¡esa mujer le era
conocida!
Entonces una ansia espantosa le quemó las carnes.
Su lengua habló, dirigiéndose a la espectral resucitada:
—Mujer, respóndeme una sola palabra. —
Habla... pregunta... —¿Responderás?
—¡Sí, habla; me has salvado!
Los ojos del anacoreta brillaron, como si en ellos
se concentrase el resplandor que incendiaba las montañas.
—Mujer, dime qué viste cuando tu rostro se volvió
para mirar.
Una voz anudada de angustia, le respondió: —Oh,
no... ¡Por Elohim, no quieras saberlo! —¡Dime qué viste!
—No... no... ¡Sería el abismo! —Yo quiero el
abismo.
—Es la muerte... —¡Dime qué viste! —¡No puedo...
no quiero! —Yo te he salvado. —No... no...
El sol acababa de ponerse. —¡Habla!
La mujer se aproximó. Su voz parecía cubierta de
polvo; se apagaba, se crepusculizaba, agonizando. —¡Por
las cenizas de tus padres!...
—¡Habla!
Entonces aquel espectro aproximó su boca al oído
del cenobita, y dijo una palabra. Y Sosistrato, fulminado,
anonadado, sin arrojar un grito, cayó muerto. Roguemos
a Dios por su alma.
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