EL PISO DE CRISTAL
Wharton subió los amplios escalones con lentitud, sombrero en mano, estirando el cuello para poder abarcar mejor la monstruosidad victoriana en la que había muerto su hermana. No se trata de una casa, en lo absoluto, reflexionó, sino de un mausoleo; un enorme y gigantesco mausoleo. Parecía crecer en la cima de la colina como un hongo venenoso, corrupto y sobredimensionado, repleto de gabletes y cúpulas festoneadas con ventanas vacías. Una veleta de latón se inclinaba a unos ochenta grados por sobre un tembloroso tejado cubierto de ripio, con la empañada efigie de un chiquillo que lo vigilaba apantallándose los ojos con una mano. Wharton se alegró de no alcanzar a distinguirlos.
Entonces llegó al porche y todo el conjunto de la casa desapareció de su vista. Tocó la anticuada campanilla, escuchándola repetirse huecamente entre los oscuros recovecos internos de la casa. Había una ventanilla matizada de rosa sobre la puerta, y Wharton apenas pudo reconocer el año 1770 biselado en el vidrio. Una tumba estaría bien, pensó.
La puerta se entreabrió de repente.
—¿Sí, señor? —El ama de llaves lo miró con fijeza. Era vieja, horrorosamente vieja. La cara le colgaba desde el cráneo como una masa fláccida, y la mano que apoyaba sobre la cadena de la puerta estaba grotescamente deformada por la artritis.
—He venido a ver a Anthony Reynard —dijo Wharton. Casi hasta imaginó que podía oler cómo el dulzón olor de la decadencia emanaba del vestido de arrugada seda negra que ella llevaba.
—El señor Reynard no está para nadie. Está de duelo.
—Él me atenderá —aseguró Wharton—. Soy Charles Wharton. El hermano de Janine.
—Oh. —Sus ojos se ensancharon un poco, y la floja inclinación de su boca le empezó a trabajar sobre las encías desnudas—. Un minuto. —La mujer desapareció, dejando la puerta entreabierta.
Wharton espió las oscuras sombras caoba que le deban forma a unas sillas comunes de respaldo alto, a unos divanes cola de caballo tapizados, a altos y angostos estantes de biblioteca, y a paneles de madera esculpidos con motivos floridos.
Janine, pensó él. Janine, Janine, Janine. ¿Cómo pudiste vivir aquí? ¿Cómo rayos pudiste resistirlo?
Una alta figura de hombros vencidos se materializó de repente desde la oscuridad, con la cabeza proyectada hacia adelante, de ojos abatidos y profundamente hundidos.
Anthony Reynard extendió una mano y desenganchó la cadena de la puerta.
—Adelante, señor Wharton —dijo lentamente.
Wharton se introdujo en la vaga semioscuridad de la casa, estudiando con curiosidad al hombre que se había casado con su hermana. Bajo las cuencas de los ojos tenía unos anillos azules que parecían contusiones. El traje que llevaba se veía arrugado y le colgaba flojo, como si hubiera perdido mucho peso. Parece cansado, pensó Wharton. Viejo y cansado.
—¿Mi hermana ya recibió sepultura? —preguntó Wharton.
—Sí. —Cerró la puerta con lentitud, encerrando a Wharton en la decadente oscuridad de la casa—. Mi más sincero pésame, señor Wharton. Quise muchísimo a su hermana. —Hizo un gesto vago—. Lo siento.
Pareció querer agregar algo más, pero cerró la boca con un brusco chasquido. Resultó obvio que cuando volvió a hablar se estaba callando lo que fuera que estuvo a punto de decir.
—¿Quiere tomar asiento? Estoy seguro de que tendrá algunas preguntas.
—Así es. —Por alguna razón lo dijo de una manera mucho más lacónica de lo que hubiera preferido.
Reynard suspiró y asintió con lentitud. Lo condujo hasta el fondo de la sala y le señaló una silla. Wharton se hundió profundamente en ella, que pareció engullirlo en lugar de sostenerlo. Reynard se sentó junto a la chimenea, poniéndose a buscar los cigarrillos. Le ofreció uno a Wharton sin decir una palabra, y éste negó con la cabeza.
Aguardó hasta que Reynard encendiera su cigarrillo y luego le preguntó:
—¿Cómo falleció? Su carta no explicaba gran cosa.
Reynard apagó el fósforo y lo tiró en el hogar. Aterrizó sobre una de las carboneras de hierro, una gárgola cincelada que observó a Wharton con mirada de sapo.
—Se cayó —contó—. Estaba limpiando uno de los cuartos que se encuentran del lado de los aleros. Teníamos pensado pintar, y ella creía que lo mejor sería desempolvarlos bien antes de comenzar a hacerlo. Estaba usando la escalera de mano. Se resbaló. Se rompió el cuello. —Cuando tragó le sonó un chasquido en la garganta.
—¿Murió... en seguida?
—Sí. —Inclinó la cabeza y se puso una mano sobre la frente—. Yo me desesperé.
La gárgola lo miraba de soslayo, acurrucada y encogida, con la cabeza cenicienta. La boca se le torcía hacia arriba en una mueca rara, alegre, y sus ojos parecían volverse hacia adentro, hacia algún chiste privado. Wharton dejó de mirarla con cierto esfuerzo.
—Quiero ver donde ocurrió.
Reynard apagó su cigarrillo, fumado a medias.
—No puede hacerlo.
—Temo que sí —contradijo Wharton con frialdad—. Después de todo, ella era mi...
—No es por eso —lo interrumpió Reynard—. La habitación ha sido clausurada. Tendría que haberse hecho mucho tiempo atrás.
—Si se trata simplemente de algunas tablas sobre la puerta...
—Usted no comprende. La habitación se ha entablado por completo. Desde el exterior no se advierte otra cosa que la pared.
Wharton sintió que su mirada era atraída inexorablemente por la carbonera. Maldita cosa, ¿por qué diablos se estaría riendo tanto?
—Eso no me importa. Necesito ver ese cuarto.
Reynard se puso de pie de repente, alzándose sobre él.
—Imposible.
Wharton también se levantó.
—Estoy empezando a preguntarme si no tendrá algo escondido allí dentro —dijo tranquilamente.
—¿Qué está usted insinuando?
Wharton agitó la cabeza un poco aturdido. ¿Qué estaba insinuando? ¿Que quizás Anthony Reynard había asesinado a su hermana en esta cripta de la Guerra de la Revolución? ¿Que aquí podría llegar a haber algo más siniestro que rincones tenebrosos y horrendas carboneras de hierro?
—No sé qué es lo que estoy insinuando —respondió, con calma—, sólo que tuvieron que enterrar a Janine con una prisa del demonio, y que en este momento usted está actuando de manera algo extraña.
Durante un momento la cólera ardió luminosamente pero luego se extinguió, dejándole tan sólo desesperación y un sordo dolor.
—Déjeme solo —masculló él—. Por favor déjeme solo, señor Wharton.
—No puedo. Tengo que saber...
Apareció la vieja ama de llaves, con el rostro precipitándose desde la oscura caverna del vestíbulo.
—La cena está lista, señor Reynard.
—Gracias, Louise, pero no tengo hambre. ¿Tal vez el señor Wharton...?
Wharton negó con la cabeza.
—Muy bien, entonces. Quizás piquemos algo después.
—Como usted diga, señor. —Ella se volvió para irse.
—¿Louise?
—¿Sí, señor?
—Venga un segundo.
Louise ingresó lentamente en el cuarto, pasándose una floja lengua por los labios durante un momento, para luego desaparecer.
—¿Señor?
—El señor Wharton parece tener algunas preguntas sobre la muerte de su hermana. ¿Podría usted contarle todo lo que sepa al respecto?
—Sí, señor —sus ojos relucieron con vivacidad—. Ella estaba limpiando, eso es. Limpiando la Habitación Oriental. Deseosa de pintarlo, estaba. Supongo que el señor Reynard, aquí presente, no estaba muy interesado porque...
—Vé al grano, Louise —dijo Reynard con impaciencia.
—No —saltó Wharton—. ¿Por qué él no estaba muy interesado?
Louise miró dudosamente de uno a otro.
—Prosigue —le pidió Reynard, resignado—. Si no lo averigua aquí lo hará en el pueblo.
—Sí, señor.—De nuevo advirtió cómo ella se relamía, apreció el ávido fruncimiento de la floja carne de su boca cuando la mujer se dispuso a relatar la preciosa historia—. Al señor Reynard no le gusta que nadie entre en la Habitación Oriental. Siempre dijo que era peligrosa.
—¿Peligrosa?
—Por el piso —aclaró ella—. El piso es de cristal. Es un espejo. Todo el piso es un espejo.
Wharton se volvió hacia Reynard, sientiendo que la sangre le subía al rostro.
—¿Está queriendo decirme que la dejó subirse a una escalera de mano en un cuarto con suelo de vidrio?
—La escalera tenía asideros de goma —comenzó Reynard—. Pero ésa no fue...
—Maldito idiota —susurró Wharton—. Maldito asesino idiota.
—¡Le estoy diciendo que ésa no fue la razón! —gritó Reynard de repente—. ¡Yo amaba a su hermana! ¡Nadie siente más que yo el hecho de que haya muerto! ¡Pero se lo advertí! ¡Dios sabe que le advertí lo referente a aquel piso!
Wharton era oscuramente consciente de que Louise los observaba de manera ávida, recolectando chismes como una ardilla junta las nueces.
—Dígale que se marche —solicitó, con la voz pesada.
—Sí —convino Reynard—. Váyase a cuidar la cena.
—Sí, señor. —Renuente, Louise se encaminó al vestíbulo y las sombras se la tragaron.
—Bien —dijo Wharton en voz baja—. Me parece que tiene ciertas explicaciones que hacer, Reynard. Todo este asunto me resulta gracioso. ¿No se llevó a cabo ni siquiera una pesquisa?
—No —respondió Reynard. Se derrumbó de golpe sobre su silla y miró sin ver hacia la penumbra del techo abovedado—. La gente de por aquí conoce todo lo referente a la... a la Habitación Oriental.
—¿Y qué hay que saber de allí? —le preguntó Wharton, tenso.
—La Habitación Oriental trae mala suerte —explicó Reynard—. Algunas personas incluso hasta asegurarían que está maldita.
—Escúcheme —soltó Wharton de mal genio, sintiendo que el dolor le aumentaba como vapor en una tetera—, no voy a cambiar de idea, Reynard. Cada palabra que sale de su boca me obliga más y más a inspeccionar aquel cuarto. Ahora bien, ¿va a admitirlo o tendré que bajar hasta ese pueblo y...?
—Por favor. —Algo en la callada desesperación de sus palabras hizo que Wharton alzara la vista. Por primera vez Reynard lo estaba mirando directamente a los ojos, y eran unos ojos espantados, macilentos—. Por favor, señor Wharton. Acepte mi palabra de que su hermana murió de manera natural, y márchese. ¡No quiero verlo morir! —la voz se le elevó en un lamento—. ¡No quise ver morir a nadie más!
Wharton sintió que un breve escalofrío lo recorría. Su mirada saltó de la sonriente gárgola de la chimenea hasta el busto polvoriento y de mirada vacía de Cicero en el rincón, y luego se desplazó a los extraños paneles tallados de las paredes. Y una voz sonó dentro de él: Márchate de aquí. Un millar de ojos con vida pero insensibles parecieron mirarlo desde las sombras, y la voz volvió a hablar... Márchate de aquí.
Sólo que esta vez fue Reynard quien lo dijo.
—Márchese de aquí —repitió—. Su hermana está más allá del cuidado y más allá de la venganza. Le doy mi palabra...
—¡Al diablo con su palabra! —lo interrumpió Wharton de golpe—; ahora mismo voy a hablar con el alguacil, Reynard. Y si el alguacil no me ayuda, iré con el comisionado del condado. Y si el comisionado del condado no me ayuda...
—Muy bien. —Las palabras fueron como el lejano doblar de la campana de un cementerio—. Venga.
Reynard lo condujo por el vestíbulo, más allá de la cocina, a través del comedor vacío con el candelabro que recogía y reflejaba la última luz del día, y pasando la despensa, hacia la vacía pared de yeso del extremo del corredor.
Es allí, pensó Wharton, y de repente se produjo un raro deslizamiento en el pozo que era su estómago.
—Yo... —empezó a decir sin quererlo.
—¿Qué? —preguntó Reynard, con la esperanza brillándole en la mirada.
—Nada.
Se detuvieron al final del pasillo, inmóviles en las tinieblas crepusculares. No parecía haber luz eléctrica allí. Wharton pudo ver sobre el suelo la espátula para revocar, todavía húmeda, que utilizara Reynard para tapiar la puerta, y un fragmento extraviado de El Gato Negro de Poe le resonó en la mente:
Yo había cercado al monstruo dentro de la tumba...
Reynard le entregó la espátula ciegamente.
—Haga lo que tenga que hacer, Wharton. No pienso formar parte de esto, pase lo que pase. Me lavo las manos de lo que pueda suceder.
Con la mano abriéndose y cerrándose sobre el mango de la espátula y cierta aprensión, Wharton contempló cómo el otro se alejaba por el pasillo. Todos los rostros, el del chiquillo de la veleta, el de la gárgola de la carbonera, el de la marchita criada, todos parecieron mezclarse y fundirse ante él, todos sonriendo por algo que él no lograba entender. Márchate de aquí...
Con una súbita y áspera maldición atacó la pared, escarbando en el suave y reciente yeso, hasta que la espátula raspó contra la puerta de la Habitación Oriental. Escarbó más allá del yeso hasta que pudo alcanzar el tirador de la puerta. Lo accionó y luego tiró de él hasta que las venas se le destacaron sobre las sienes.
El yeso se resquebrajó, se agrietó, y finalmente se partió. La puerta giró pesadamente hasta quedar abierta, con el yeso desparramándose como una piel muerta.
Wharton fijó la vista en un charco de mercurio que destellaba débilmente.
Parecía brillar con una luz propia en aquella etérea oscuridad, como de cuento de hadas. Wharton entró en el cuarto, esperando a medias hundirse en un fluido cálido, flexible.
Pero el suelo era sólido.
Su propio reflejo colgaba suspendido debajo de él, unido sólo de los pies, con todo el aspecto de sostenerse de cabeza en aquel aire tenue. Hizo que se mareara por el simple hecho de mirarlo.
Lentamente, desplazó la mirada por los alrededores del cuarto. La escalera de mano todavía estaba allí, internándose en las brillantes profundidades del espejo. Advirtió que la habitación era alta. Lo suficientemente alta como para caerse y —compuso una mueca— matarse.
Estaba rodeado de estantes de libros vacíos, todos ellos pareciendo inclinarse encima suyo en el mismísimo umbral del desequilibrio. Le agregaban un efecto distorsionante al extraño cuarto.
Se acercó a la escalera y examinó las patas. Tenían una base de goma, tal como Reynard había dicho, y parecía bastante sólida. Pero, ¿y si la escalera no había resbalado, cómo pudo caerse Janine?
De algún modo se encontró otra vez mirando fijamente a través del suelo. No, se corrigió. No a través del suelo. A través del espejo; dentro del espejo...
No se encontraba del todo parado sobre el piso, como lo había supuesto. Se equilibraba en el tenue aire, a medio camino entre el suelo y el techo idéntico, sostenido tan sólo por la estúpida idea de que estaba parado en el piso. Eso era tonto, cualquiera podría verlo, porque allí estaba el suelo, abriéndose allí abajo...
¡Despabílate!, se gritó de repente a sí mismo. Estaba parado en el piso, y aquel otro no era más que un inofensivo reflejo del techo. Solamente sería el suelo si estuviera de pie sobre mi cabeza, y no lo estoy; mi otro yo es el que está parado sobre su cabeza...
Comenzó a sentir vértigo, y una nausea súbita le subió por la garganta. Intentó mirar más allá de las plateadas profundidades del espejo, pero no lo logró.
La puerta... ¿dónde estaba la puerta? De repente deseó estar afuera.
Wharton se dio vuelta torpemente, pero allí sólo estaban los estantes locamente inclinados y la escalera que se proyectaba y el horrible abismo bajo sus pies.
—¡Reynard! —gritó—. ¡Me estoy cayendo!
Reynard llegó corriendo, con la nausea formando ya una gris lesión gris en su corazón. Era una realidad; había vuelto a suceder.
Se detuvo frente al umbral de la puerta, mirando los gemelos siameses que se observaban uno al otro en el medio de aquella habitación de dos techos y sin ningún piso.
—Louise —graznó alrededor de la seca pelota de vómito que se le formó en la garganta—. Traiga el palo.
Louise surgió de la oscuridad y le alcanzó a Reynard un palo con el extremo en forma de gancho. Él lo deslizó a través del estanque de plata brillante y atrapó el cuerpo que yacía sobre el cristal. Lo arrastró despacio hacia la puerta y, cuando pudo alcanzarlo, tiró de él. Estudió la cara retorcida y suavemente le cerró los ojos de mirada fija.
—Voy a necesitar el yeso —dijo en voz baja.
—Sí, señor.
Ella se volvió para irse, y Reynard miró hacia el cuarto, con mirada lúgubre. Se preguntó, y no por primera vez, si de verdad había un espejo allí. En la habitación, un pequeño charco de sangre se extendía sobre el suelo y en el techo, pareciendo encontrarse en el centro, sangre que colgaría allí sin ninguna prisa, y de la que uno esperaría que podría quedar goteando por siempre.
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