JOSEPH PAYNE BRENNAN - EL SÉPTIMO CONJURO
«Siete negros conjuros hay: tres para los encantamientos o ensalmos ordinarios,
y el mismo número para la impía aniquilación de todo enemigo. Pero del séptimo
prevengo al curioso en todas estas consideraciones: no se recitará el séptimo
conjuro a menos que se desee la aparición del más espantoso de los Demonios.
Aunque dicen que ese Demonio no aparece a menos que las palabras sean recitadas
junto al Altar Sangriento de los Antiguos, no está de más precaverse. Pues
sabido es que el mago sarraceno Mal Lazal recitó por capricho las palabras
calamitosas y vino el Demonio y, no encontrando una ofrenda sangrienta, descargó
su ira sobre el brujo y lo destrozó atrozmente. La sangre viva de un niño o de
una doncella casta es la mejor, pero dicen que basta con una bestia: un buen
buey o una oveja. Pero cuidaos de que la bestia no esté muerta cuando derraméis
la sangre, pues entonces la furia del Demonio será terrible. Si la ofrenda es
buena, el Demonio concederá un Poder Impío, de modo que el esclavo se hará rico
y destacará sobre todos sus vecinos.»
Por tercera vez, y con creciente emoción, Emmet Telquist leyó las desvaídas
palabras. Estaban contenidas en un libro manuscrito, desvencijado, curioso y
probablemente único, que había descubierto por pura casualidad unos días antes
mientras curioseaba entre los polvorientos cajones de embalaje que guardaban la
biblioteca de su difunto tío.
El titulo del libro era simplemente Magia verdadera y el autor usaba la firma
«Theophilis Wenn». Era muy posible que el nombre fuese un seudónimo; desde
luego, a juzgar por el contenido, el temerario autor debió tener razones para
mantener secreta su identidad verdadera.
El libro era una auténtica enciclopedia de ciencia demoniaca. En todo lo que
decía se manifestaba una erudición genuina que abarcaba una enorme variedad de
temas esotéricos y prohibidos. Había discusiones detalladas sobre encantamientos
y posesiones; párrafos sobre el vampirismo y las leyendas necrófagas; páginas
dedicadas a la demonología, al culto de las brujas, a los ídolos subterráneos;
notas sobre los ritos del holocausto, deshonras innombrables y terroríficos
sacrificios de luna llena a los poderes de la prístina oscuridad.
Evidentemente, el escritor había sido un nigromante notable. El estilo era en
general arbitrario y confiado, con muestras de egoísmo y no poca arrogancia. No
había la más mínima nota de humor. Theophilis Wenn –o quien fuese el que
escondía su verdadera identidad bajo ese nombre– escribió con absoluta seriedad.
De eso no cabía duda.
Para Emmet Telquist, el personaje menos querido del pueblo, el amargo y
misantrópico hijo de un padre infame y una madre que murió loca, el libro era
como un tesoro inesperado, un almacén secreto de conocimientos y poder que le
permitirían competir con sus más afortunados vecinos.
Siempre había sido un marginado, no encajaba en la comunidad, era el blanco de
críticas y maliciosos cotilleos. Siempre se había sentido más o menos aliado a
las leyes y a los agentes de lo no humano.
Su tío, el único pariente del que tenía algún recuerdo, había sido un viejo
agrio, de corazón negro y obsesivo, que lo toleraba sólo porque le hacía los
trabajos de la casa. Nunca dudó de que su tío lo habría repudiado sin
contemplaciones de no haberle sido útil como sirviente. Los lazos de sangre no
hubieran significado nada para el viejo.
De hecho, de no haber sido por su repentina y algo misteriosa muerte, el canalla
probablemente se las hubiera arreglado para que el sobrino sólo heredase negras
memorias. Pero como no se había hallado ningún testamento, Emmet Telquist había
tomado posesión de la laberíntica granja de su tío y los escasos enseres que
contenía.
Pero mientras examinaba con ansia la caligrafía curiosa y desvaída del
nigromante Theophilis Wenn, Telquist comenzó a creer que el manuscrito era con
mucho el artículo más valioso que le había dejado, involuntariamente, su maligno
pariente.
Además, una serie de cuestiones que en el pasado le habían intrigado se
volvieron menos desconcertantes. A menudo había deseado saber qué había detrás
del extraño comportamiento de su tío: las largas ausencias, especialmente de
noche, los murmullos que provenían con frecuencia de su habitación, la
inexplicable fuente de sus ingresos.
Con una creciente sensación de incertidumbre y expectación, abrió la página en
la que estaba apuntado el séptimo conjuro. Estaba escrito en una extraña tinta
azul-grisácea que parecía ligeramente fosforescente. No se atrevió a leer las
palabras; sólo las miró por encima, determinando que eran lo que parecía
meramente una mescolanza de sonidos vocales sin sentido, entre los que a menudo
aparecía el nombre «Nyogtha».
Sonriendo maliciosamente para sí, volvió las páginas y releyó el párrafo que
servía de introducción y explicación de los conjuros. ¡Bien sabía en qué pensaba
Theophilis Wenn cuando se refería al «Altar Sangriento de los Antiguos»! Él,
Emmet Telquist, había visto un altar así.
Aunque eso había sido muchos años antes, cuando el pantano no era tan
intransitable como ahora, no dudaba que podría localizar el crómlech de los
abominables sacrificios. ¡Con qué nitidez recordaba cómo había seguido
penosamente el desdibujado sendero alzado que serpeaba por el pantano! De
repente un montículo, inesperado, oscuro incluso a la luz del sol de mediodía;
el círculo de enormes monolitos; el túmulo en el centro, coronado por una losa
grande y gruesa, manchada de un rojo herrumbroso, ¡una indecible mancha infernal
que ni siquiera siglos de lluvia y viento habían podido borrar!
Nunca había hablado de su descubrimiento con nadie. El pantano era un lugar
prohibido, supuestamente por rumores de arenas movedizas y serpientes venenosas.
Pero en más de una ocasión había visto a los viejos del pueblo santiguarse
cuando se mencionaba esa zona. Y decían que hasta los perros de caza abandonaban
la persecución de los animales que se escapaban en sus espesuras.
Anticipándose al poder que finalmente sería suyo, Emmet Telquist comenzó a hacer
planes. No cometería el error del mago sarraceno, Mal Lazal. Aunque no se
atrevía a tomar las medidas necesarias para conseguir un sacrificio humano, «un
niño o una doncella casta», sería bastante fácil obtener una oveja. De noche
podría robarla de uno de los varios rebaños del pueblo. Conocía todos los
bosques y caminos, y se pondría a salvo con su presa mucho antes de que la
pérdida fuese descubierta.
La noche antes de la luna llena, entró en un campo cercano en el que pastaban
ovejas y se hizo con una bien gorda; la empujó y la arrastró por encima de un
muro de piedra y luego la llevó a casa por caminos en desuso, siguiendo un
itinerario indirecto.
Al día siguiente hizo una visita furtiva a los alrededores del pantano
prohibido, y exploró la maloliente maleza hasta que dio con el principio del
borroso sendero por el que había pasado años antes. Aunque estaba parcialmente
obstruido por apretados juncos, enredaderas y lozanas hierbas de pantano, había
señales de que los ciervos lo utilizaban de vez en cuando. Probablemente haría
falta paciencia para abrirse camino, pero por lo menos el sendero no debía de
ser impenetrable.
Tomó buena nota de donde estaba, volvió a casa y completó las preparaciones para
la noche.
Poco antes de las once entró sigilosamente en el cobertizo en el que había atado
la oveja y la sacó a la luz de la luna.
El campo estaba bañado de una luz argentina y embrujadora. No tuvo problemas
para llegar al pantano y tras buscar un poco encontró el estrecho sendero.
Pero cuando quiso meterse en la maleza, que le llegaba por el hombro, sintió un
tirón en la cuerda que sujetaba a la oveja. De repente el animal se resistía con
ojos locos de miedo.
Maldijo a la bestia, se volvió y le propinó unas patadas brutales. Inexorable en
su decisión, apretó la cuerda hasta que arrancó la lana y la piel de la oveja.
Avanzó con gran dificultad. Tuvo que arrastrar y empujar a la oveja numerosas
veces. Y según penetraban hacia el corazón del pantano, la altura y el espesor
crecientes de la exuberante maleza hacían más difícil el paso.
La luz de la luna se filtraba misteriosamente entre los árboles y, en las
sombras circundantes, las traicioneras charcas tenían un brillo negro y
plateado. En ocasiones, ocultos observadores lo miraban desde las profundidades
y, bastante a menudo, sapos enormes saltaban al sendero y le contemplaban con
sus ambarinos ojos. Parecían no tener miedo alguno, casi como si se consideraran
propietarios del pantano y le juzgasen incapaz de causarles daño. Emmet empezó a
imaginar que tenían una cualidad vagamente maligna. Nunca los había visto tan
grandes, ni tan numerosos. Pero eso era probablemente porque nadie los molestaba
en el pantano y así se criaban y se desarrollaban sin los obstáculos
artificiales que inevitablemente prevaleceúan en una zona menos apartada.
Según avanzaba hacia el corazón del pantano, el silencio se volvía más intenso y
opresivo. Los sonidos normales de la noche cesaron del todo y solamente sus
jadeos rompían el silencio. La oveja se obstinaba más que nunca; necesitó todas
sus fuerzas para arrastrarla. Parecía adivinar el destino que la esperaba.
De repente, tan de repente que casi soltó un grito de asombro, la maleza acabó y
se encontró al pie del impío montículo.
Era justo como lo recordaba: enormes menhires formando un tosco círculo
alrededor de un túmulo central sobre el cual había una losa grande y gruesa de
un color oscuro que no era el de los monolitos circundantes. Parecía caer una
sombra sobre el conjunto, pero cuando alzó la mirada vio que la luna llena
estaba directamente encima.
Sacudiéndose la sensación de terror que le envolvía, comenzó a subir la cuesta
cubierta de liquen. Pero ahora la oveja hincó las patas delanteras y tuvo que
arrastrarla centímetro a centímetro hacia el círculo de mégalitos. Sin embargo,
aceptó el esfuerzo con alivio, pues le distraía del temor sin nombre que le
producía el crómlech.
Estaba casi exhausto cuando acabó de arrastrar a la oveja hasta el círculo de
rocas, pero no se atrevía a descansar, pues sabía que la demora significaría su
perdición. Ya sentía un deseo loco de dejar la oveja y volver corriendo por el
pantano plagado de sapos al familiar mundo exterior.
Rápidamente quitó la cuerda del cuello de la oveja, le ató las patas y con un
tremendo esfuerzo la levantó hasta la losa de sacrificio cubierta de óxido.
Repeliendo un impulso de escapar casi incontrolable, desenvainó el cuchillo de
caza que había traído y sacó del bolsillo el curioso libro manuscrito, Magia
verdadera por Theophilis Wenn.
No tuvo problemas para encontrar el extrañamente siniestro séptimo conjuro,
pues, a la luz de la brillante luna, la inusual tinta azul-grisácea en la que
estaban escritas las letras parecía verdaderamente luminosa.
Con el libro en una mano y el cuchillo preparado en la otra, comenzó a repetir
la mescolanza de sonidos ininteligibles.
Al leer las silabas, éstas parecían ejercer un influjo sobrenatural, de modo que
su voz se alzó en un aullido salvaje, un alarido agudo, inhumano, que penetró en
las partes más profundas del pantano. A intervalos, su voz produjo sordos
sonidos guturales o silbidos de serpiente.
Y entonces, al pronunciar por última vez la muy repetida palabra «Nyogtha»,
llegó a sus oídos, como desde una distancia inmensa, un sonido corno el avance
de un viento potente, aunque no se movió ni una hoja de los árboles cercanos.
De repente el libro se volvió oscuro en su mano y vio que había caído una sombra
sobre la página.
Alzó los ojos y la locura aturdió su cerebro.
Encaramada en el borde de la losa había una forma que vivía en la pesadilla, una
cosa escamosa, con garras, como una gárgola monstruosa o un sapo deforme, que le
miraba con penetrantes ojos rojos.
Emmet quedó helado de terror; una furia repentina llameó en los ojos de la cosa.
Extendió el cuello y emitió un silbido de ira por su pico moteado.
Emmet Telquist entró en acción. Sabía lo que quería esa cosa: sangre viva.
Alzó el cuchillo, avanzó, y estaba a punto de clavarlo en la oveja cuando lo
sobrecogió un nuevo terror.
La oveja ya estaba muerta. La presencia atroz que se agazapaba a su lado ya la
había reclamado. Había muerto de miedo. Sus ojos estaban vidriosos y no había
ninguna señal de que respirase todavía.
Recordando la advertencia de Theophilis Wenn, «cuidaos de que la bestia no esté
muerta», Emmet Telquist se quedó quieto como una estatua de piedra, con el
cuchillo aún alzado en la mano.
Entonces lo dejó caer y corrió.
Lanzándose entre dos menhires, bajó el montículo corriendo hacia el sendero del
pantano.
Levantando el cuello escamoso, la presencia sobre la losa le siguió con la
mirada y finalmente, silbando con furia, saltó de la piedra y se lanzó a la
caza.
Sonó un alarido terrible y poco después la cosa volvió a subir a la losa,
sujetando en su pico sangriento una forma que colgaba sin vida, un sacrificio
digno.
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