Auguste Villiers de l'lsle‑Adam
¡COMO PARA CONFUNDIRSE!
(A s'y meprende!, 1883)
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¡COMO PARA CONFUNDIRSE!
A Monsieur Henri de Bornier.
Dardant on ne sait où leurs globes ténébreux.
C. Baudelaire
UNA mañana gris de noviembre bajaba por los muelles con paso rápido. Una fría llovizna mojaba la atmósfera. Transeúntes negros, sombríos bajo paraguas deformes, se entrecruzaban. El Sena amarillento arrastraba sus barcos mercantes que semejaban abejorros desmesurados. En los puentes, el viento azotaba bruscamente los sombreros que sus dueños disputaban al espacio con esas actitudes y contorsiones de espectáculo siempre tan penoso para el artista. Mis ideas eran pálidas y brumosas; la preocupación de una cita de negocios, convenida la víspera, me acosaba la imaginación. El tiempo apremiaba; decidí resguardarme bajo el tejadillo de un portal desde donde me sería más cómodo parar algún coche de caballos. En ese mismo instante divisé justo a mi lado la entrada de un edificio cuadrado, de aspecto burgués. Había surgido de la bruma como un fantasma de piedra y, a pesar de la rigidez de su arquitectura, a pesar del vaho triste y fantástico que lo envolvía, reconocí enseguida un cierto aire de hospitalidad cordial que me serenó el espíritu. Seguramente ‑me dije‑ los huéspedes de esta morada son gentes sedentarias. Este umbral invita a detenerse: ¿acaso no está abierta la puerta?
Así pues, con la mayor educación del mundo, con aire sausfecho y el sombrero en la mano ‑meditando incluso un madrigal para la dueña de la casa‑, entré sonriente y me encontré, directamente, ante una especie de sala de techo acristalado, desde donde caía el día, lívido.
En las columnas había ropa colgada, bufandas, sombreros.
Había mesas de mármol dispuestas por todas partes.
Diversos individuos, con las piernas estiradas, la cabeza erguida, los ojos fijos, con un aire positivista, parecían meditar.
Y las miradas carecían de pensamiento, los rostros eran del color del tiempo.
Había portafolios abiertos, papeles desplegados junto a cada uno de ellos.
Y me di cuenta entonces de que la dueña de la casa, con cuya acogedora cortesía había contado, no era otra que la Muerte.
Me fijé en mis anfitriones.
Ciertamente, para escapar de las preocupaciones de la fastidiosa existencia, la mayor parte de los que ocupaban la sala habían asesinado su cuerpo, esperando de este modo un poco más de bienestar.
Al escuchar el ruido de los grifos de cobre sellados contra el muro y destinados al riego cotidiano de aquellos restos mortales, oí el rodar de un coche de caballos. Se detuvo ante el establecimiento. Hice la reflexión que mis gentes de negocios esperaban. Me volví para aprovechar mi buena suerte.
El coche, en efecto, acababa de arrojar en el umbral del edificio a unos colegiales juerguistas que necesitaban ver a la muerte para creer en ella.
Vi el carruaje vacío y grité al cochero:
‑¡Al Pasaje de la Opera!
Poco después, en los bulevares, el tiempo me pareció más cubierto, sin horizonte. Los arbustos, vegetación esquelética, parecían mostrar vagamente, con el borde de sus ramas negras, la presencia de los peatones a los agentes de policía, todavía adormecidos.
El coche aceleraba.
Los transeúntes, a través del cristal, me hacían pensar en el agua que corre.
Llegado a mi destino, salté a la acera y me adentré en el pasaje lleno de rostros preocupados.
En su extremo, justo enfrente de mí, vi la entrada de un café ‑hoy día consumido en un incendio célebre (pues la vida es un sueño)‑, y que estaba relegado al fondo de una especie de hangar, bajo una bóveda cuadrada, de aspecto lúgubre. Las gotas de lluvia que caían en la cristalera superior oscurecían aún más la pálida luz del sol.
«Aquí es» pensé «donde me esperan, con la copa en la mano, los ojos brillantes y provocando al Destino, mis hombres de negocios.»
Giré el picaporte y me encontré, directamente, en una sala donde el día caía desde lo alto, a través de la vidriera, lívido.
En las columnas había ropa colgada, bufandas, sombreros.
Había mesas de mármol dispuestas por todas partes.
Diversos individuos, con las piernas estiradas, la cabeza erguida, los ojos fijos, con un aire positivista, parecían meditar.
Y los rostros eran del color del tiempo, las miradas carecían de pensamiento.
Había portafolios abiertos, papeles desplegados junto a cada uno de ellos.
Observé a estos hombres.
Ciertamente, para escapar de las obsesiones de la insoportable conciencia, la mayoría de los que ocupaban la sala hacía tiempo que habían asesinado sus «almas», esperando así un poco más de bienestar.
Al escuchar el ruido de los grifos de cobre sellados contra el muro y destinados al riego cotidiano de aquellos restos mortales, el recuerdo del rodar del coche de caballos me vino a la memoria.
Desde luego, me dije, es preciso que a este cochero se le haya nublado el entendimiento para haberme traído, después de tantas vueltas, al punto de partida. ‑Sin embargo, lo confieso (por si hubiera error)‑. ¡EL SEGUNDO VISTAZO ES MAS SlNlESTRO QUE EL PRIMERO...!
Cerré, pues, nuevamente en silencio la puerta acristalada y volví a mi casa, con la firme decisión ‑desdeñando el ejemplo y lo que me pudiera suceder‑, de no hacer negocios nunca más.
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