Nikolàj Semënovic Leskov
CHERTOGON
(Chertogón, 1879)
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CHERTOGON
I
SE trata de algo que sólo puede presenciarse en Moscú, y eso, teniendo mucha suerte y buenas aldabas.
Yo presencié una vez esta especie de rito, desde el comienzo hasta el final, gracias a una feliz coincidencia y quiero describirlo para los verdaderos entendidos y amantes de todo lo serio y grandioso que tiene sabor popular.
Aunque por una rama pertenezco a la nobleza, por la otra estoy cerca del «pueblo»: mi madre desciende de una familia de comerciantes. Al casarse abandonaba una casa muy rica, pero no hacía una boda de conveniencias, sino que se marchaba por amor a mi padre. Mi difunto padre era famoso por sus galanteos y siempre lograba lo que se proponía. Lo mismo le sucedió con mi madre. Sólo que, debido a esta habilidad, mis abuelos no dotaron a mi madre y sólo le dieron, como es natural, sus vestidos, la ropa de cama y las arras, que recibió a la vez que su perdón y su bendición eterna. Mis padres vivían en Oriol, con estrechez, pero también con dignidad, sin pedirles nada a los acaudalados familiares de mi madre ni mantener tampoco trato con ellos. Sin embargo, cuando llegó para mí el momento de marcharme a estudiar a la Universidad, me dijo mi madre:
‑Haz el favor de visitar a tu tío Ilyá Fedoséievich y saludarle de mi parte. No es una humillación, pues se debe respetar a los parientes de más edad. Ilyá es hermano mío, y un hombre muy piadoso, además, que goza de gran consideración en Moscú. El presenta el pan y la sal siempre que se recibe a algún personaje... siempre está delante de todos con la bandeja o con una imagen... Frecuenta la casa del gobernador general y del metropolita... Puede aconsejarte bien.
Y aunque por entonces yo no creía en Dios después de estudiar el catecismo de Filaret, como le profesaba gran cariño a mi madre me dije un día: «Llevo ya cerca de un año en Moscú, y todavía no he cumplido el encargo de mi madre. Ahora mismo voy a casa del tío Ilyá Fedoséievich. Le haré una visita, le transmitiré los saludos de mi madre y veré si me da efectivamente buenos consejos.»
Desde niño me habían inculcado el hábito de mostrarme deferente con las personas mayores, cuanto más si eran conocidas del metropolita y de los gobernadores.
Conque, me puse en pie, me cepillé la ropa y fui a ver al tío Ilyá Fedoséievich.
II
Serían las seis de la tarde aproximadamente. Hacía un tiempo tibio, suave, algo nublado... Muy buen tiempo, en fin. La casa de mi tío ‑una de las principales de Moscú‑ era conocida de todo el mundo. Sólo que yo nunca había estado en ella ni tampoco había visto a mi tío, ni siquiera de lejos.
Sin embargo, me puse en camino tan campante, pensando: «Si me recibe, bien; si no me recibe, allá él.»
Cuando llegué esperaban delante de la entrada principal unos magníficos caballos moros, con las crines sueltas y el pelo lustroso como el raso, enganchados a una calesa.
Subí al porche y dije que era fulano de tal, sobrino del señor, estudiante, y quería que me anunciaran a Ilyá Fedoséievich. Los criados contestaron:
‑El señor baja ahora mismo. Va a dar un paseo en coche.
Y apareció un personaje de aspecto muy corriente, muy ruso, aunque bastante majestuoso. A pesar de que tenía en los ojos cierto parecido con mi madre, la expresión era distinta: la mirada de lo que se dice un hombre de peso.
Me presenté. Mi tío me escuchó en silencio, me tendió la mano lentamente y dijo:
‑Sube. Daremos un paseo.
Yo quería negarme, pero me quedé algo cohibido y subí al coche.
‑¡Al parque! ‑ordenó mi tío.
Los caballos arrancaron, partieron como flechas haciendo rebotar ligeramente el coche y, ya fuera de la ciudad, aceleraron aún más su carrera.
Así íbamos, sin decir ni una palabra, pero advertí que mi tío se había encajado el sombrero de copa hasta las mismas cejas y tenía en el rostro una mueca de aburrimiento.
Mi tío miraba a un lado, miraba a otro, y una vez me lanzó a mí una ojeada y profirió, sin venir a cuento:
‑¡Fastidio de vida!
No sabiendo qué contestar, callé por toda respuesta.
El coche seguía rodando, yo me preguntaba adónde me llevaría y empezaba a parecerme que me había embarcado en algún lío.
De pronto, como si hubiera encontrado solución a lo que iba cavilando, mi tío se puso a dar órdenes al cochero:
‑A la derecha, a la izquierda. ¡Para en el Yar!.
Vi que desde el restaurante acudían hacia el coche muchos criados, todos haciendo grandes reverencias a mi tío; pero él, sin moverse ni apearse, mandó llamar al dueño. Fueron corriendo en su busca. Se personó el francés, también con mucha deferencia; pero mi tío, como si tal cosa, siguió pegándose en los dientes con el puño de hueso del bastón, y luego dijo:
‑¿Cuántos extraños hay?
‑Unas treinta personas en las salas y tres gabinetes ocupados.
‑¡Todos fuera!
‑Muy bien.
‑Ahora son las siete ‑continuó mi tío, después de consultar su reloj‑. Vendré a las ocho. ¿Estará listo?
‑Para las ocho, será difícil... muchos han hecho ya el pedido... Pero, si tiene a bien venir a las nueve, no habrá en todo el restaurante ni un solo extraño.
‑Bueno.
‑¿Qué se prepara?
‑Etíopes, naturalmente.
‑¿Algo más?
‑Música.
‑¿Una orquesta?
‑Mejor, dos.
‑¿Mandamos recado a Riabika?
‑Naturalmente.
‑¿Señoritas francesas?
‑No hacen falta.
‑¡De la bodega...?
‑Completa.
‑¿Y de la cocina?
‑¡La carta!
Trajeron el menú del día.
Mi tío le echó una ojeada y me parece que sin fijarse siquiera o quizá sin querer fijarse, pegó en la cartulina con el bastón y dijo:
‑De todo esto, para cien personas.
Con estas palabras, dobló el menú y se lo guardó en el bolsillo.
El francés estaba encantado e inquieto al mismo tiempo.
‑No podría servir de todo para cien personas ‑objetó‑. Figuran aquí platos muy caros y en todo el restaurante sólo hay ingredientes para cinco o seis.
‑¿Y cómo voy yo a establecer categorías entre mis invitados?
‑Que haya de todo lo que se le ocurra pedir a cada uno. ¿Entiendes?
‑Entiendo.
‑Mira que, de lo contrario, de nada te servirá si quiera Riabika. ¡Tira!
Dejamos el restaurante con sus criados a la puerta y nos marchamos.
En este punto llegué al total convencimiento de que aquel barco no era para mí y quise despedirme, pero mi tío ni siquiera me oyó. Parecía absorto. Conforme rodábamos por las calles iba parando a distintos caballeros.
‑¡A las nueve, en el Yar! ‑decía lacónicamente.
Y los interpelados, todos hombres de edad y de aspecto respetable, se quitaban el sombrero y contestaban con idéntico laconismo:
‑Encantado, Fedoséich. No recuerdo a cuántos habíamos parado de esta manera, aunque pienso que serían unos veinte, cuando, al filo de las nueve, nos dirigimos de nuevo al Yar. Un tropel de criados acudió a nuestro encuentro. Ayudaron a mi tío a apearse y, en el porche, el propio francés le sacudió el polvo del pantalón con una servilleta.
‑¿No hay nadie? ‑preguntó mi tío.
‑Un general se ha retrasado un poco y ruega encarecidamente que le dejen terminar en su gabinete...
‑¡Fuera ahora mismo!
‑Terminará en seguida.
‑No quiero. Bastante tiempo le he dado. Ahora, que termine de cenar sobre el césped.
Ignoro cómo habría terminado aquello; pero el general salió en ese momento en compañía de dos señoras, subió a su coche y se marchó cuando empezaban a llegar uno tras otro los caballeros invitados por mi tío a cenar en el parque.
III
El restaurante, puesto con elegancia, estaba recogido y libre de visitantes. Sólo en una sala estaba sentado un gigante que se adelantó hacia mi tío en silencio y, sin decirle tampoco una palabra, tomó el bastón de sus manos y fue a dejarlo en alguna parte.
Inmediatamente después de entregarle el bastón al gigante sin la menor protesta, mi tío puso también en sus manos la billetera y el portamonedas.
Aquel corpulento hombretón, de pelo entrecano, era el mismo Riabika a quien, sin que yo comprendiera con qué finalidad, debía mandar recado el dueño del restaurante. Se le designaba como «maestro para niños», pero también allí se encontraba, evidentemente, para el desempeño de algún menester particular. Resultaba allí tan imprescindible como los gitanos, la orquesta y todo el servicio que, instantáneamente, se presentó al completo. Sólo que yo no comprendía cuál podría ser el papel del maestro: todavía era pronto, debido a mi inexperiencia.
El restaurante, brillantemente iluminado, entraba en funcionamiento: sonaba la música, los gitanos iban sentándose después de tomar algún fiambre mientras mi tío inspeccionaba el local, el jardín, la gruta y las galerías. Miraba en todas partes, cerciorándose de que no había «ningún indeseable», acompañado paso a paso por el maestro. Pero cuando volvieron al salón principal, donde se habían congregado todos los comensales, pudo advertirse una gran diferencia entre ellos: el maestro estaba fresco, tal y como había salido, y mi tío totalmente ebrio.
¿Cómo había podido ocurrir en tan poco tiempo? Lo ignoro, pero el caso es que estaba de excelente humor. Ocupó la presidencia de la mesa, y allá empezó la francachela.
Las puertas fueron cerradas, de modo que nada de fuera pudiese llegar hasta nosotros, ni nada nuestro salir al exterior. Nos aislaba un abismo, un abismo de todo: de bebidas, de manjares... Pero, sobre todo, un abismo de desenfreno ‑no quiero decir indecente, pero sí salvaje, frenético‑ tal que no podría describirlo. Ni tampoco hay que pedírmelo porque, al verme encerrado allí y aislado del mundo, me quedé sobrecogido y me apresuré a emborracharme. De manera que no voy a pintar cómo transcurrió aquella noche porque mi pluma no es capaz de describir todo eso. Sólo recuerdo dos episodios épicos y el final; pero precisamente ellos encerraban lo más terrible.
IV
Un criado anunció la presencia de cierto Iván Stepánovich, que resultó ser un fabricante y comerciante moscovita de mucho fuste.
Se produjo una pausa.
‑He dicho que no entre nadie ‑contestó mi tío.
‑Insiste mucho.
‑¿Y dónde estaba antes? Que se marche por donde ha venido.
El criado fue a llevar la respuesta, y volvió diciendo tímidamente:
‑Iván Stepánovich me manda decir que se lo ruega muy encarecidamente.
‑Pues, no. No quiero.
Se oyeron voces de: «Que pague una multa».
‑¡No! ¡Que le echen! Ni multa, ni nada...
Pero, volvió el criado más encogido todavía:
‑Dice que está dispuesto a pagar cualquier multa, pero que, a sus años, le duele mucho verse apartado de los suyos.
Mi tío se levantó con los ojos relampagueantes, pero en ese momento, con toda su corpulencia, se colocó Riabika entre él y el criado: apartó al criado, como si fuera un polluelo, con un ligero movimiento de la mano izquierda, mientras con la derecha volvía a sentar a mi tío en su sitio.
Algunos comensales salieron en defensa de Iván Stepánovich: que entrara, que pagara cien rublos de multa para los músicos y entrara luego.
‑El viejo es uno de los nuestros, un hombre piadoso. ¿Adónde va a ir ahora? Suelto por ahí, es capaz de armar un escándalo delante de gentuza de poca monta. Hay que comprenderlo.
Después de oírles dijo mi tío:
‑Si no ha de ser como yo quiero, que tampoco sea como queréis vosotros, sino como Dios quiera: consiento que entre Iván Stepánovich, pero con la condición de que toque el bombo.
El criado fue con el recado y volvió:
‑Dice que le pongan mejor una multa.
‑¡Al diablo! Si no quiere tocar el bombo, allá él: que se largue adonde le dé la gana.
Al poco rato, Iván Stepánovich no resistió más y mandó a decir que aceptaba tocar el bombo.
‑Que venga.
Entró un caballero de estatura aventajada y de aspecto respetable: tenía un aire grave, los ojos sin brillo, el espinazo doblado y la barba entrecana enmarañada. Intentó bromear y saludar a los presentes, pero en seguida le atajaron.
‑¡Luego luego! Eso, después ‑le gritó mi tío‑. Ahora, ¡dale al bombo!
‑¡Dale al bombo! ‑corearon otros.
‑¡Música! ¡Algo que le vaya al bombo!
La orquesta atacó una pieza estrepitosa, y aquel respetable anciano agarró los palillos y se puso a pegar con ellos, unas veces al compás y otras no.
Los gritos y el alboroto eran infernales. Todos estaban encantados y gritaban:
‑¡Más fuerte!
Iván Stepánovich arreciaba.
‑¡Más fuerte, más fuerte! ¡Más!
El anciano pegaba con todas sus fuerzas como el Rey Negro de Freiligrath, hasta que llegó la culminación: se produjo un horrible crujido en el bombo, reventó la badana, todos estallaron en carcajadas, el estruendo se hizo inverosímil y a Iván Stepánovich le aligeraron de quinientos rublos de multa en favor de los músicos por haber roto el bombo.
Iván Stepánovich pagó, se enjugó el sudor, tomó asiento a la mesa y, cuando todos alzaban las copas a su salud, descubrió con horror a su yerno entre los comensales.
Más risas, más alboroto, y así hasta que yo perdí toda noción. En los raros destellos de lucidez, recuerdo que vi bailar a las gitanas y a mi tío agitando las piernas sin moverse de su asiento, luego le vi levantarse engallándose con alguien, pero inmediatamente se interpuso Riabika, y ese alguien salió despedido hacia un lado mientras mi tío volvía a ocupar su sitio a la mesa, en cuyo tablero había dos tenedores clavados delante de él. Entonces comprendí el papel de Riabika.
Pero en esto, penetró por la ventana el frescor del amanecer moscovita y yo volví a cobrar un poco conciencia de las cosas, aunque me parece que sólo lo necesario para dudar de mi sano juicio. Estaba en medio de una batalla campal y una tala de árboles: se oían crujidos y trastazos, oscilaban los árboles, unos árboles frondosos y exóticos, y tras ellos se apiñaban rostros morenos en un rincón mientras que del lado nuestro, junto a las raíces, relampagueaban unas hachas terribles, manejadas por mi tío, por el anciano Iván Stepánovich... Un cuadro verdaderamente medieval.
Era que estaban «apresando» a las gitanas refugiadas en la gruta, detrás de los árboles. Los gitanos no las defendían, sino que las dejaban valerse por sus propias fuerzas. Resultaba difícil establecer una diferencia entre lo que era broma y lo que iba en serio: por los aires volaban platos, sillas y piedras arrojadas desde la gruta, y los hombres seguían a hachazo limpio con el bosque, siendo los más esforzados Iván Stepánovich y mi tío.
La fortaleza cayó al fin: las gitanas fueron apresadas, besuqueadas, manoseadas, cada uno le deslizó a cada una un billete de cien rublos por el escote, y se acabó el asunto...
Sí. De pronto se hizo el silencio... Todo había terminado. Nadie dio la señal de parar, pero ya era bastante. Se notaba que, si bien la vida era un fastidio antes de aquello, ahora bastaba ya.
A todos les parecía suficiente, y todos estaban satisfechos. Quizá influyera el hecho de haber anunciado el maestro que era su «hora de ir a clase», aunque, lo mismo daba, la verdad: la noche de Walpurgis había pasado y la vida volvía a su cauce.
La gente no se separaba, no se despedía, sino que desaparecía sencillamente. No quedaban ya ni los músicos ni los gitanos. El restaurante ofrecía un aspecto de total arrasamiento, sin una cortina ni un espejo sanos; incluso la araña del techo yacía en el suelo hecha añicos, y sus colgantes de cristal se partían bajo los pies de los criados, extenuados, que apenas si podían tenerse. Mi tío bebía kvas, sentado él solo en medio de un diván. Alguna cosa recordaba de vez en cuando, y entonces agitaba las piernas. De pie a su lado, esperaba Riabika, impaciente por acudir a sus clases.
Trajeron la cuenta, breve, «sin detalles».
Riabika la leyó con atención y exigió una rebaja de mil quinientos rublos. Sin meterse en discusiones con él, quedó ajustado el total, que ascendía a diecisiete mil rublos y que Riabika declaró razonable después de repasarlo. Mi tío pronunció lacónicamente «paga», luego se puso el sombrero y me hizo ademán de que le siguiera.
Advertí con horror que no se le había olvidado nada y que yo no tenía la menor probabilidad de escabullirme de él. Me inspiraba auténtico pavor, y no llegaba a imaginarme, debido al estado de exaltación en que se encontraba, lo que sería de mí cuando nos quedásemos cara a cara los dos solos. Me había hecho que le acompañara, sin una palabra de explicación, y ahora me llevaba de un lado para otro sin dejarme resquicio por donde escapar. ¿Qué podría ocurrime? De mi borrachera, no quedaba ni rastro. Lo único que me pasaba era que le tenía sencillamente pánico a aquella terrible fiera salvaje, con su inverosímil fantasía y su espantoso desenfreno. Entre tanto, íbamos a marcharnos ya. En la antesala nos envolvió una nube de criados. Mi tío dictaminó: «cinco por barba», y Riabika repartió el dinero. La propina fue inferior para los guardas, barrenderos, guardias urbanos y gendarmes, cada uno de los cuales, según resultó, nos había prestado algún servicio. Todos fueron recompensados. Aquello representaba ya una buena cantidad; pero aún quedaban los cocheros de punto, que ocupaban con sus carruajes todo el espacio descubierto del parque, y todos nos esperaban también: esperaban al bátiushka Ilyá Fedoséich «por si su señoría se dignaba mandarles algo».
Se calculó cuántos eran, se les repartieron tres rublos a cada uno y mi tío y yo subimos al coche. Riabika le entregó entonces la billetera a mi tío.
Ilyá Fedoséich sacó un billete de cien rublos y se lo presentó a Riabika.
El hombre le dio unas vueltas entre los dedos y dijo:
‑Es poco.
Mi tío abadió dos billetes de veinticinco.
‑Tampoco es bastante: no ha habido ni una sola bronca.
Mi tío alargó un tercer billete de veinticinco, y entonces el maestro le entregó su bastón y se despidió.
V
Nos quedamos los dos frente a frente en el coche, que partió a toda velocidad hacia Moscú, seguido al galope, entre alaridos y traquetreos, por toda la patulea de cocheros. Yo no acertaba a comprender lo que pretendían, pero mi tío sí lo entendió. Era indignante: querían arrancarle otra propina de despedida y, con el pretexto de darle una prueba de deferencia a Ilyá Fedoséich, exponían su dignísima persona a la mofa general.
Estábamos ya muy cerca de Moscú, que aparecía ante nuestros ojos, todo envuelto en la maravillosa luminosidad matutina, nimbado por la tenues nubecillas de humo de los hogares, despertándose al plácido tañido de las campanas que llamaban a misa.
La calzada estaba flanqueada a ambos lados por almacenes que llegaban hasta la puerta de la ciudad. Mi tío mandó detener el coche delante del primero, se llegó hasta un barrilillo de madera de tilo que había a la entrada y preguntó:
‑¿Es miel?
‑Sí.
‑¿Cuánto vale el barril?
‑Vendemos al por menor, por libras.
‑Pues me lo vendes al por mayor. Calcula lo que vale.
No recuerdo muy bien si fueron setenta u ochenta rublos lo que se calculó.
Mi tío arrojó el dinero.
Los coches que nos seguían se habían detenido también.
‑¿Qué, muchachos? Los cocheros de nuestra ciudad me quieren bien, ¿no es cierto?
‑¡Claro que sí! Nosotros, a vuestra excelencia, siempre...
‑Me tenéis cariño, ¿eh?
‑Muchísimo. ‑¡Fuera las ruedas de los coches!
Los cocheros se quedaron perplejos.
‑¡Vamos, vamos! ¡Pronto! ‑ordenó mi tío.
Los más ágiles, unos veinte, rebuscaron debajo de los asientos, agarraron las llaves y se pusieron a aflojar las tuercas.
‑Bien ‑dijo mi tío‑. Ahora, ¡a engrasar los ejes con miel!
‑¡Bátiushka!...
‑Ya lo habéis oído.
‑¡Una cosa tan rica!... Mejor sería comérsela.
‑¡A engrasar los ejes con ella!
Sin más, mi tío volvió a subir al coche y partimos a toda velocidad dejando a los cocheros, con los vehículos sin ruedas, en torno al barrilillo de miel que, a buen seguro, no emplearon para untar los ejes con ella, sino que se la repartirían o se la revenderían al dueño del almacén. El caso es que nos dejaron en paz y fuimos a parar a una casa de baños. Allí pensé que había llegado para mí el fin del mundo y permanecí medio muerto dentro de una bañera de mármol mientras mi tío se tendía en el suelo; pero no simplemente tendido, ni en una postura normal, sino más bien apocalíptica. Toda la mole de su obeso corpachón sólo tocaba el suelo con las yemas de los dedos de sus pies y sus manos. Sostenido por tan endebles puntos de apoyo, su cuerpo rojo se estremecía bajo los chorros de una lluvia fría dirigida contra él, y él rugía con el rugido sofocado de un oso que estuviera arrancándose una espina. Aquello duró una media hora, y durante todo ese tiempo estuvo él estremecido como un flan sobre una mesa movediza hasta que, finalmente, se levantó de un salto, pidió una jarra de kvas, y entonces nos vestimos y fuimos al bultevar Kuznetski, «donde el francés».
Allí nos recortaron y nos rizaron ligeramente el cabello, nos peinaron, y luego nos encaminamos a pie hacia el centro, a la tienda de mi tío. Por lo que a mí se refiere, ni conversaba conmigo ni me dejaba marchar. Sólo una vez dijo:
‑Espera, que no todo se hace de golpe. Y lo que no comprendes, con los años lo comprenderás.
En la tienda hizo sus oraciones, lo inspeccionó todo con el ojo del amo y se instaló detrás de su pupitre. El exterior del recipiente ya estaba limpio, pero dentro conservaba un gruesa capa de inmundicia que buscaba ser depurada.
Yo me percataba de ello, y no sentía ya temor, pero , sí curiosidad. Deseaba ver qué castigo se imponía: ¿abstinencia o alguna buena obra?
A eso de las diez comenzó a manifestar fastidio, espiando la llegada de un tendero vecino suyo para ir a tomar el té, pues juntándose tres personas salía cinco kopecs más barato. El vecino no apareció: se había muerto de repente.
Mi tío se santiguó y dijo:
‑Todos hemos de morir.
El hecho no le afectó mayormente a pesar de que, durante cuarenta años, habían ido juntos a tomar el té a Novotróitski.
Llamamos al vecino del otro lado, y con él fuimos varias veces a reponer fuerzas con un tentempié, pero todo con sobriedad. Me pasé el día entero al lado de mi tío y acompañándole hasta que, a la caída de la tarde, mandó en busca de su faetón para ir al convento de la Vsepetaia.
También era conocido allí y se le recibió tan reverenciosamente como en el Yar.
‑Quiero prosternarme a los pies de la Virgen y llorar mis pecados. Y aquí les presento a mi sobrino, hijo de mi hermana.
‑Pase, pase, por favor ‑instaban las monjas‑. ¿Con quién podría mostrarse la Virgen más misericordiosa que con su merced? Siempre ha favorecido usted su santa casa. Llega muy a tiempo: se está celebrando el servicio de vísperas.
‑Esperaré a que termine. A mí me gusta que no haya gente y que me acondicionen cierta penumbra, para recogerme.
Se hizo lo que pedía, apagando todas las luces, menos una o dos lamparillas y la que ardía justo delante de la Virgen, en un vaso de cristal verde, grande y profundo.
Mi tío no se hincó, sino que se desplomó de rodillas, luego cayó de bruces golpeando el suelo con la frente, ahogó un sollozo y se quedó inmóvil.
Las dos monjas y yo nos sentamos en un rincón oscuro, cerca de la puerta. Hubo una larga pausa. Mi tío seguía tendido en el suelo, mudo y quieto. Me pareció que se había quedado dormido, y así se lo dije a las monjas. Una de las hermanas, la de más experiencia, se quedó pensando un instante, luego sacudió la cabeza, encendió una vela muy fina y, con ella en la mano, se encaminó sigilosamente hacia el penitente. Dio una vuelta a su alrededor, despacito, de puntillas, y susurró muy agitada:
‑Ya surte efecto.
‑¿Cómo lo sábe?
La monja se inclinó, indicándome que yo hiciera lo mismo, y dijo:
‑Mire, justo a través de la llama, donde tiene los pies.
‑Ya veo.
‑¡Qué lucha! ¿Verdad?
Me fijé y advertí, efectivamente, cierto rebullir: mi tío continuaba devotamente prosternado, sumido en sus oraciones, pero daba la impresión de que a sus pies había dos gatos peleándose, arremetiendo alternativamente el uno contra el otro y pegando saltos.
‑¿De dónde han salido esos gatos? ‑pregunté a la hermana.
‑Eso es lo que le parece a usted ‑contestó‑; pero no son gatos, sino tentaciones del maligno. ¿No ve que su espíritu se eleva ya hacia el cielo, pero permanece todavía con los pies en el infierno?
Entonces vi que, en efecto, mi tío agitaba los pies como si terminara de marcarse el baile de la víspera. Lo que faltaba por precisar era si su espíritu se había elevado ya hacia el cielo.
Como en respuesta, mi tío exhaló de pronto un tremendo suspiro y gritó a voz en cuello:
‑¡No me levantaré mientras no me perdones! ¡Porque sólo tú eres santo y todos nosotros somos malditos pecadores! ‑y prorrumpió en sollozos.
Sollozaba con tanto sentimiento que las monjas y yo rompimos también a llorar, pidiéndole a Dios que atendiera su plegaria.
Y antes de que pudiéramos recobrarnos estaba ya a nuestro lado, diciéndome en voz baja, con unción:
‑Vamos. Tenemos que hacer.
Las monjas preguntaron:
‑¿Ha tenido la ventura de ver el divino resplandor, bátiushka?
‑No. El resplandor no lo he visto ‑contestó‑. Pero esto... sí lo he notado...
Apretó el puño y lo levantó, como se levanta a los chiquillos por el pelo.
‑¿Le ha levantado?
‑Sí.
Las monjas empezaron a santiguarse, y yo las imité, mientras mi tío explicaba:
‑¡Ahora tengo su perdón! Desde lo más alto, desde la misma cúpula, ha descendido su diestra abierta, me ha agarrado de todos los pelos juntos y me ha puesto de pie...
Y no se sentía ya repudiado. Era feliz. Dejó una espléndida limosna para el convento donde sus plegarias habían producido aquel milagro, notó que la vida había dejado de ser un fastidio, envió a mi madre toda la dote que le correspondía y a mí me inició en la buena creencia popular.
Desde entonces conocí el gusto de lo popular en la caída y en la exaltación... Esto es lo que se llama chertogón, lo que hace salir a los demonios del cuerpo. Pero, repito, Moscú es el único sitio donde puede presenciarse, y eso si le acompaña a uno la suerte o goza del favor de algún venerable anciano.
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