EL HUECO
Ramsey Campbell
**
Tate estaba encajando un pájaro en el cielo cuando oyó el coche. Se apresuró hacia la
ventana. La luz del sol se reflejó en los coches, una doble gargantilla allá en la distante
carretera principal; las nubes se habían transformado sobre las colinas, juntando el cielo.
Sí, eran los Dewhurst: podía verles, apretados en el asiento delantero de su Fiat mientras
éste penetraba en el camino particular. Sobre su mesa, fragmentos de nubes estaban
esparcidos en tomo al rompecabezas. No esperaba a los Dewhurst hasta dentro de una
hora. Miró todas las piezas aún por colocar y luego, resignado, se dirigió a la escalera.
En el tiempo que necesitó para bajar las escaleras y abrir la puerta principal, los otros
habían salido ya del coche. Los botones de la chaqueta de David reflejaban varios colores
entrelazados. A continuación apareció su esposa Dottie: su auténtico nombre era Carla,
pero creían que Dave y Dottie formaban una combinación más atractiva en las portadas de
los libros; idea con la que parecían estar de acuerdo millones de lectores. Su apariencia era
la de la típica turista norteamericana de las caricaturas: pantalones abultados como
salchichas, pelo cuidadosamente plateado. A veces Tate deseaba que su ojo de escritor
estuviera menos opresivamente alerta a los detalles reveladores.
Dewhurst hizo un gesto hacia su coche, como un prestidigitador desvelando una
sorpresa.
—Y aquí están nuestros amigos que te prometimos.
¿Había habido una promesa? Aquello parecía más bien un efecto secundario de su
invitación a los Dewhurst. ¿Y cuándo su amigo se había convertido en plural? De todos
modos, Tate se sentía incapaz de experimentar mucho resentimiento; estaba demasiado
saciado por el hecho de haber terminado su novela sobre brujería.
El rostro agresivamente huesudo del joven estaba rematado por un pelo tan corto
como el césped; el rostro de la muchacha tenía casi el color y la textura de la tiza.
—Éste es Don Skelton —dijo Dewhurst—. Don, Lionel Tate. Supongo que los dos
tendréis mucho de qué hablar; estáis en el mismo campo. Y ésta es la amiga de Don, esto...
Skelton miró a la enorme y antigua villa como si no pudiera creer que se suponía que
debía sentirse impresionado.
Dejó que la muchacha llevara su maleta hasta arriba, y ella se negó a dársela a Tate
cuando éste protestó.
—Ésta es su habitación —dijo Tate a Skelton, y se sintió como un casero
desaprobador—. No tenía la menor idea que no iba a venir solo.
—No se preocupe, haré sitio para ella.
Si la muchacha hubiera sido más atractiva, si su enmarañado pelo hubiera sido
menos inerte y su rostro menos ansioso, ¿hubiera envidiado a Skelton?
—Tomaremos un cóctel antes de ir a cenar, si le apetece —dijo a la puerta cerrada.
El rompecabezas le ayudó a relajarse. El atardecer penetró en la casa, las sombras se
hicieron más intensas en el interior de las grandes ventanas. La mesa relucía oscura en el
último hueco del rompecabezas, entonces colocó la pieza en su lugar. ¿Hubo un eco de
aquel ruido detrás de él? Se volvió, pero nadie estaba observándole.
Mientras se afeitaba en uno de los cuatro de baño oyó a alguien bajar las escaleras.
Buen Dios, no era un anfitrión muy eficiente. Se apresuró, terminando el nudo de su
corbata justo cuando alcanzaba el salón, pero se tranquilizó cuando vio que allí tan sólo
estaban Skelton y la muchacha. Al menos ella llevaba ahora algo parecido a un traje de
tarde; la parte superior de su pálido pecho estaba salpicado de pecas.
—Generalmente nos cambiamos para la cena —dijo Tate.
Skelton alzó sus hundidos hombros.
—Está bien.
El alcohol hizo a Skelton más hablador.
—Tendré algo como esto en algún lugar —dijo, mirando a la habitación victoriana
con muebles de caoba tallada. Y tras una calculada pausa añadió—: Pero mejor.
Tate hizo un último esfuerzo por conectar con él.
—Me temo que no he leído nada suyo.
—Pronto no habrá mucha gente capaz de decir lo mismo. —Sonaba extrañamente
amenazador. Rebuscó en su maletín y extrajo un libro—. Le daré algo para que lo
conserve.
Tate observó cajas talladas, una cámara, un pequeño destello redondo que le provocó
una indefinible punzada de aprensión, antes de que el maletín volviera a cerrarse. Unas
letras plateadas brillaron en el libro de bolsillo, tan negro y lustroso como el carbón: La
senda negra.
Una virgen estaba siendo mutilada, contemplada perversamente desde encima por la
elegante prosa. Tate buscó alguna pregunta que no sonara insultante. Finalmente
consiguió decir:
—¿Cuáles son sus temas?
—La autobiografía.
Quizá Skelton fuera uno de esos escritores de lo macabro que necesitan bromear
defensivamente acerca de su obra, puesto que los Dewhurst estaban riendo.
La cena en el mesón fue para crispar los nervios. La luz de las velas hacía que la
comida brincara incansablemente en los platos, los camareros aparecían bajo las inclinadas
y bajas vigas del techo arrojando sus vagas sombras sobre las mesas. Los Dewhurst se
alegraron pronto, pero no consiguieron arrastrar a la muchacha a la conversación.
Mientras un camarero dirigía a las ropas de Skelton una marchita mirada, éste preguntó a
Tate:
—¿Cree usted en la brujería?
—Bueno, he tenido que efectuar una minuciosa investigación para mi libro. Alguna
de las cosas que he leído me ha hecho pensar.
—No —dijo Skelton impacientemente—. ¿Cree usted en ella... como una forma de
vida?
—Cielos, no. Por supuesto que no.
—Entonces, ¿por qué malgasta su tiempo escribiendo sobre ella? —Estaba
observando aún al camarero desaprobador. ¿Era la luz de las velas la que hacía que sus
labios se crisparan?—. Va a dejar caer eso —dijo.
La sombra del camarero pareció perder su equilibrio antes que él. Su bandeja llena de
comida se estrelló contra una mesa. La vela se rompió, llameando; la luz osciló en las vigas
de roble. Cera fundida salpicó toda la chaqueta del camarero, la comida caliente saltó a su
rostro.
—Usted es un escritor—dijo Skelton, ignorando la conmoción—, pero no tiene ni
idea del poder de las palabras. Quedamos muy pocos que lo sepamos. —Sonrió mientras
otros camareros se llevaban a su compañero lastimado—. Entienda, las palabras son sólo
una parte. La ciencia no nos ha robado el poder, nos ha proporcionado más herramientas.
Teléfonos, cámaras..., tantas formas de anunciar el poder.
Obviamente estaba bebido. Los Dewhurst le contemplaban como si fuera su hijo
preferido, aunque en cierto modo incontrolable. Tate se sintió feliz de volver a casa. Las
luces brillaban a través de las ventanas, encantamientos contra los ladrones; la muchacha
se apresuró hacia ellas, delante del resto del grupo. Skelton se demoró, feliz con la
oscuridad.
Después de que sus huéspedes se hubieran ido a la cama, Tate se llevó el libro de
Skelton escaleras arriba. El desdén de Skelton había apresurado las dudas que siempre
sentía cuando terminaba un nuevo libro. Vería qué tipo de logros tenía Skelton que
ofrecer, puesto que parecía tan orgulloso de sí mismo.
No había llegado ni a la mitad del libro cuando lo arrojó al otro lado de la habitación.
El narrador había buscado perversiones, tomado todas las drogas disponibles, probado la
mayoría de los crímenes en la búsqueda de su poder, su pasatiempo preferido era el robo,
y la mayoría de las escenas eran pornográficas. De modo que esto era autobiográfico, ¿eh?
Algunas drogas podían explicar el estado de la silenciosa muchacha.
Los ojos de Tate estaban sensibilizados por noches de revisión y mecanografiado.
Mientras leía La senda negra, las paredes parecieron oscilar y adelantarse, los muebles
habían flexionado sus patas. Necesitaba dormir, no la basura de Skelton.
Lo despertó el amanecer. Oh Dios, sabía qué era lo que había visto brillar en el
maletín de Skelton... Un ojo. Seguro que se trataba de un sueño, nacido de una imagen
particularmente desagradable del libro. Intentó volverle la espalda a la imagen, pero no
pudo dormirse de nuevo. Atisbos desagradables lo mantuvieron despierto: su propia
novela con una brillante portada negra, sus amigos rechazándole, su incrédulo disgusto
volviendo a leer su propio libro. ¿Podía su libro ser acusado de los pecados de Skelton?
Nunca antes se había sentido tan inseguro acerca de su trabajo.
Sólo había una forma de tranquilizarse a sí mismo, o convencerse de sus temores.
Echándose una bata por encima, pasó por delante de la hilera de cerradas puertas hacia su
estudio. ¿Podía volver a leer toda su novela antes del desayuno? Las largas sombras de la
mañana se iban acortando imperceptiblemente. La de una mujer brotaba de las abiertas
puertas de su estudio.
¿Tan pronto había venido su asistenta? Al cabo de un instante se dio cuenta de que
había sido tan absurdamente confiado como los Dewhurst. La muchacha silenciosa estaba
de pie justo al otro lado del umbral. Como guardiana era un fracaso, porque Tate tuvo
tiempo de ver a Skelton junto a su escritorio, reuniendo páginas del manuscrito de su
novela.
La muchacha empezó a chillar, un gimiente sonido desigual que parecía no necesitar
hacer acopio de aire. Aunque era tan perturbador como la sirena de un coche de la policía,
Tate mantuvo su mirada fija en Skelton.
—Salga de ahí —dijo.
Una sospecha lo atenazó.
—No, lo he pensado mejor... quédese donde está.
Skelton se mantuvo inmóvil, con una expresión apenada, como la víctima de un
ineficiente detective de almacén, mientras Tate se aseguraba de que todas las páginas
estaban aún sobre su escritorio. Aquellas que Skelton había seleccionado eran las mejor
documentadas. De modo intolerable, aquello era un tributo.
Los Dewhurst aparecieron, parpadeando mientras se envolvían en sendas batas.
—¿Qué demonios ocurre? —preguntó Carla.
—Vuestro amigo es un ladrón.
—Oh, vamos —protestó Dewhurst—. ¿Sólo por lo que dijo acerca de este libro? No te
creas todo lo que dice.
—Te aconsejo que elijas más cuidadosamente a tus amigos.
—Creo que somos perfectamente aptos para juzgar a la gente. ¿Qué otra cosa crees
que hace que nuestros libros tengan tanto éxito?
Tate estaba demasiado furioso como para contenerse.
—Una competente técnica, un ingenio de cuarto grado, una fe ingenua en la gente y
una promesa de vida después de la muerte. Vendéis a vuestros lectores lo que ellos
desean... Todo menos la verdad.
Contempló cómo se marchaban apresuradamente. La muchacha aún estaba
produciendo aquel sonido, algo entre el jadeo y el lamento, mientras bajaba penosamente
la maleta. No la ayudó. Mientras se metían en el coche, tan sólo Skelton le dirigió una
mirada. Su sonrisa parecía casi cálida, ciertamente complacida. Tate la encontró insufrible,
y miró hacia otro lado.
Cuando se hubieron ido y la humareda del tubo de escape se hubo disipado, releyó
de nuevo toda su novela. Parecía inteligente y nada sensacionalista... Por encima de lo
habitual. Esperaba que sus editores pensaran así también. ¿Cómo se leería una vez
impresa?
Nunca le satisfacían entonces..., pero él era su lector menos importante.
¿Debería haber llamado a la policía? Ahora pareda trivial. Lástima por los
Dewhurst... Aunque si eran tan estúpidos, resultaba mejor librarse de ellos. La policía ya
se encargaría de Skelton si había hecho todo aquello de lo que se vanagloriaba en su libro.
Después de comer, Tate paseó hacia las colinas. Las laderas resplandecían con su
verdor, e incontables llamaradas de hierba se agitaban suavemente. Las nubes ponían
polvo en el horizonte. Se tendió, gozando de la paz del cielo. Al anochecer, el enorme
vacío de la casa fue relajante. Tras cenar en el mesón, regresó paseando, negándose a mirar
hacia las furtivas formas que se movían y susurraban a su lado.
Durmió bien. ¿Por qué le sorprendió eso al despertar? El correo le aguardaba al
extremo de su cama, colocado allí suavemente por su asistenta. El sobre con las franjas
azules y rojas era de su agente en Nueva York...Una nueva venta en América para una
edición de bolsillo. Estupendo. ¿Qué más? Una factura asomándose por su ventanilla de
celofán, otra circular y una resonante caja de cartón envuelta en papel marrón.
Su dirección estaba anónimamente escrita a máquina sobre la caja; no había
remitente. Su contenido se desplazaba libremente en su interior, una ola de cascotes.
Finalmente rasgó el envoltorio. Cuando abrió la caja sin ninguna identificación, el
contenido se esparció ante él y confirmó lo que sospechaba: un rompecabezas.
¿Era una ofrenda de paz de los Dewhurst? Habían elegido uno sin foto en la tapa
porque quizá pensaban que así disfrutaría más con la dificultad. Y, efectivamente, así era.
Deshizo el paisaje de cielo y bosques que había sobre la mesa y metió las piezas en su caja.
Al otro lado de la ventana, árboles y nubes se agitaron.
Empezó a montar la esquina del rompecabezas. Ah, era la cuarta esquina. Una cálida
brisa agitó las cortinas hacia dentro. Tras él, la puerta se abrió unos centímetros al vacío de
la casa.
El mediodía había barrido la mayor parte de las sombras de la habitación cuando
hubo compuesto el borde. La mayor parte de los mezclados fragmentos eran de un color
marrón lustroso, como el barnizado de un mueble, pero había una figura humana... No.
Dos. Las ensambló parcialmente —una iba vestida con un temo, la otra con un traje de dril
—, luego bajó para comer la ensalada de verduras que su asistenta le había preparado.
El rompecabezas había puesto en acción su mente para pensar en las posibilidades de
todo aquello. ¿Una historia de rivalidad entre autores...? ¿Una historia de asesinato? ¿Dos
colaboradores, uno de los cuales se vuelve resentido, celoso, determinado a conseguir la
fama para sí? Pero no podía imaginar a nadie colaborando con Skelton. Guardó la idea en
la parte de atrás de su mente para un posterior uso.
Volvió a subir las escaleras. ¿Qué estaba haciendo su asistenta? ¿Había barrido el
rompecabezas fuera de la mesa? No, por supuesto: se había marchado a casa hacía horas...
Tan sólo se trataba de la sombra de un árbol agitándose en el suelo.
Las incompletas figuras aguardaban. El ojo de una pieza le contemplaba desde la
mesa. No debería montar las secciones fáciles primero. Seguramente debía haber puntos
en los cuales podía ir montándolo hacia adentro a partir del borde. Sí, ahí había uno: la
pata de algo, probablemente un mueble... Inmediatamente vio otras tres piezas. Era una
vitrina tipo imperio. La sombra de una nube se arrastró hacia él.
Las conexiones se iban haciendo claras. Alcanzó el estadio en el que su subconsciente
dirigía su atención hacia las piezas apropiadas. La habitación iba encajando: una estantería
de nogal, una mesa de caoba, una rinconera. Cuando la sombra se inclinó hacia él, tuvo un
sobresalto y esparció algunas piezas. Debía de tratarse de un árbol al otro lado de la
ventana... No se necesitaba mucho para ponerle nervioso ahora: había reconocido la
habitación en el rompecabezas.
¿Debía desmontarlo sin terminar? Eso seria como admitir que le había inquietado.
Absurdo. Colocó la figura con el temo en su lugar sobre la mesa. Antes de acabar de
componer el rostro, con su único ojo de perfil, pudo ver que la figura era él mismo.
Se detuvo a punto de terminar el rompecabezas, y se volvió para mirar detrás de él.
¿Cuándo había sido tomada la fotografía? ¿Cuándo se había deslizado tras él la figura
vestida con un traje de dril, sin ser oída? Resistiéndose con irritación a una urgencia de
mirar por encima de su hombro, puso de golpe la figura en su lugar y colocó en su sitio las
últimas piezas.
Quizá era Skelton: sus trajes estaban lo suficientemente deshilachados y manchados.
Pero todas las piezas que hubieran compuesto el rostro faltaban. La luz que se reflejaba en
el hueco sobre la mesa proporcionaba como rostro a la figura un pálido y plano
resplandor.
—¡Malditas tonterías!
Dio media vuelta rápidamente, pero allí sólo había la entreabierta puerta arrojando
su sombra encima de la moqueta. Skelton debía de haber superpuesto la figura; no había
la menor duda de que había disfrutado haciéndola aparecer amenazadora..., inclinada
ansiosamente hacia delante, las manos tendidas. ¿Había pretendido dejar un hueco allá
donde debía estar su rostro, a fin de oscurecer sus intenciones?
Tate sostuvo la caja como un cubo de la basura, y barrió dentro de ella el
desintegrado rompecabezas. El sonido detrás de él no fue más que el eco de su caída. Se
negó a volverse. Dejó la caja sobre la mesa. ¿Debía mostrársela a los Dewhurst? Sin duda
se alzarían de hombros considerándolo una broma... Realmente, era ridículo tomárselo
siquiera un poco en serio.
Se dirigió al mesón. Debía hacer que su asistenta le preparara la cena más a menudo.
Se anticipaba... porque tenía hambre, eso era todo. ¿Por qué deseaba estar de vuelta a casa
antes de que oscureciese? En el sendero, parte de un insecto se contorsionaba.
En el mesón había una gran fiesta. Tuvo que aguardar, en una mesa apenas más
grande que un taburete. Camareros y clientes, sus rostros oscurecidos, le rodeaban. Se dio
cuenta de que estaba observando compulsivamente cada vez que la luz de una vela
iluminaba un rostro. Cuando finalmente volvió a casa, su mente estaba murmurando a las
inquietantes formas de ambos lados del sendero: marchaos, marchaos.
Un lejano coche parpadeó y desapareció. Las luces de su casa eran las únicas que
podían verse. Parecían menos acogedoras que perdidas en la noche. No, su asistenta no
estaba. Que le condenaran si iba a registrar todas las habitaciones para asegurarse. La
presencia que sentía era tan sólo el calor, desparramándose por toda la casa. Cuando se
sintió cansado de su esfuerzo por intentar leer, el calor se fue a la cama con él.
Finalmente lo despertó. El amanecer convertía la habitación en un apunte al carbón.
Se sentó en la cama, presa del pánico. Nada estaba observándole desde los pies de la cama,
lo cual era en cierto modo el problema: más allá de la cama, una ausencia flotaba en el aire.
Cuando se alzó, vio que estaba colgada de los hombros. La figura, con un traje de dril,
avanzó rápidamente a tientas en torno a la cama. Cuando se abatió sobre él, sus manos se
alzaron, ágiles y ansiosas, como una varita mágica.
Gritó, y la luz fue borrada de sus ojos. Permaneció tendido, temblando, en una
absoluta oscuridad. ¿Seguía aún dormido? Gradualmente, un atisbo de la habitación
empezó a formarse a su alrededor, como si estuviera surgiendo de entre la niebla. Sólo
entonces se atrevió a encender la luz. Aguardó a la llegada del amanecer antes de volver a
dormirse.
Cuando oyó pasos abajo, se levantó. Era idiota pasar las horas rumiando acerca de
un sueño. Antes de hacer nada más debía librarse de aquel odioso rompecabezas. Se
dirigió apresuradamente a su habitación y se detuvo vacilante. La luz del sol inundaba la
vacía mesa.
Llamó a su asistenta.
—¿Ha quitado usted una caja de ahí?
—No, señor Tate. —Cuando él frunció el ceño, insatisfecho, añadió altaneramente—:
Por supuesto que no.
Parecía nerviosa. ¿A causa de su desconfianza o a causa de que estaba mintiendo?
Debía de haber tirado la caja por error y ahora temía ser reprendida; hacerle más
preguntas no conseguiría más que disgustarla.
La evitó durante toda la mañana, aunque los ruidos que hacía por las otras
habitaciones le molestaban, del mismo modo que los ocasionales atisbos de su sombra.
¿Por qué sentía la tentación de pedirle que se quedara? Era absurdo. Cuando ella se fue, se
sintió contento de poder oír la soledad de la casa.
Gradualmente, su placer se desvaneció. La casa, cálidamente iluminada por el sol,
parecía demasiado brillante, incluso expectante, como un escenario aguardando un primer
acto. También él estaba escuchando, pero menos para absorber el silencio que para
penetrar en él. ¿En busca de qué? Vagó sin rumbo fijo. Su compulsión de mirar por todos
los rincones le enfurecía. Nunca se había dado cuenta de la cantidad de sombras que
contenía cada habitación.
Después de comer, luchó por empezar a organizar sus ideas para el próximo libro, al
menos en líneas generales. Pero era demasiado pronto después del último. Su mente
parecía tan vacía como la casa. ¿En cuál de ellas había una sensación de intrusión, de
paciente y distante acechanza? No, por supuesto que su asistenta no había regresado. La
luz del sol se escapaba de la casa, dejando un congelado residuo de calor. Las sombras se
arrastraban imperceptiblemente.
Necesitaba un film absorbente. El de Bergman en el Academy. Iría ahora y cenaría en
Londres. Impulsivamente, se metió La senda negra en el bolsillo, para sacarla de la casa. El
sonido de la puerta delantera al cerrarse resonó en mil ecos por las vacías habitaciones.
Desde los árboles y las paredes y los arbustos se extendían las sombras, sus siluetas se
agitaban al mismo ritmo inquieto de la hierba. Un pájaro se alzó zigzagueando del suelo,
con algo colgando en su boca.
¿No había nadie en la estación del ferrocarril? Finalmente, un taciturno y demacrado
hombre respondió a sus golpes en la ventanilla de los billetes. Mientras pagaba, Tate se
dio cuenta de que se había dejado llevar por sus dudas durante todo el trayecto desde su
casa hasta allí. Al parecer, todo aquello eran secuelas de escribir obras fantásticas de
ficción.
Esta conclusión le hizo sentirse vulnerable. Caminó arriba y abajo por la corta
plataforma. Un lecho de flores componía el nombre de la estación, y unas cuantas farolas
tendían hacia delante sus deslustradas cabezas luminosas. Estaba solo, a excepción de un
hombre sentado en la sala de espera al otro lado de la plataforma. La ventana estaba llena
de polvo, y la brillante imagen de las nubes se reflejaba en el cristal. No podía distinguir el
rostro del hombre. ¿Por qué deseaba distinguirlo?
El tren llegó a marcha lenta. Llevaba pocos pasajeros, como las últimas exhibiciones
de un maltrecho museo de cera. Las estaciones pasaron, mostrando plataformas vacías.
Los campos se extendían interminables hacia la menguante luz.
A cada estación, el tren se detenía esperando recoger pasajeros, pero siempre partía
decepcionado... Hasta que, justo antes de llegar a Londres, Tate vio a un hombre
avanzando a largas zancadas para alcanzarlo. ¿En qué plataforma? Tan sólo podía ver el
reflejo del hombre: ropas azuladas, rostro impreciso. El vacío vagón crujía a su alrededor;
el metal vibraba bajo sus pies. Aunque el tren estaba ganando velocidad, el hombre
mantenía su ritmo, y seguía avanzando tan sólo a largas zancadas; no parecía sentir la
necesidad de correr. Buen Dios, ¿cuál era la longitud de sus piernas? Una repentina
explosión de follaje llenó la ventanilla. Cuando desapareció, el hombre ya no estaba.
La estación de Charing Cross estaba hormigueante, como siempre, y una resonante
voz decía algo a través de los altavoces. Mientras Tate salía apresuradamente, sorteando
un pequeño tren de carretillas, unas letras plateadas llamearon hacia él desde el kiosco de
libros y revistas: La senda negra. Y también allí, en otro lado, en un exhibidor especial: La
senda negra. Seria una justa ironía si alguien los robaba. De la gente que le rodeaba, varios
llevaban traje de dril.
Comió un curry en el Wampo Egg de Charing Cross Road. Conocía otros
restaurantes mejores por los alrededores, pero estaban en calles laterales; prefería
permanecer en la calle principal..., no importaba el porqué. Siluetas vestidas de dril
contemplaban el menú en el escaparate. El menú tapaba sus rostros.
Pasó de largo ante la estación de Leicester Square. No deseaba bajar a aquella
oscuridad donde los trenes se enterraban, resonando metálicamente. Además, tenía
tiempo para pasear; era una tarde agradable. Los colores de las librerías eran relajantes.
Vio libros suyos en un par de tiendas, lo cual era reconfortante. Pero el título de
Skelton resplandecía en el escaparate de Book-smith's. ¿Había un hueco junto a él en el
exhibidor? No, era el reflejo de un callejón, del cual estaba surgiendo ahora una silueta.
Tate se volvió y localizó el callejón, pero la silueta debía de haberse apartado a un lado.
Siguió hacia Oxford Street. El libro de Skelton estaba allí también, en Claude Gill's.
Más allá, entre las sombras de la acera opuesta, una figura vestida de dril espiaba. Tate se
volvió, pero un autobús cruzó la calle, bloqueando su visión. Evidentemente, había
muchos transeúntes llevando trajes de dril.
Cuando llegó junto al cine Academy había vislumbrado aquella figura varias veces,
reflejándose en las lunas de los escaparates y, más frustrante aún, siguiéndole el paso por
la acera opuesta, en el límite de su ángulo de visión. Caminó más allá del cine, pensando
en cuántos rostros sería incapaz de ver en la oscuridad.
Dirigiéndose instintivamente hacia las luces más brillantes, bajó por Poland Street. El
anochecer había alcanzado ya las estrechas calles del Soho, despertando a las luces de
neón. SEX SHOP. AYUDAS SEXUALES. FILMS ESCANDINAVOS. Las tiendas estaban
pegadas unas a otras, una hilera de competidores codo contra codo. En un escaparate
iluminado por un enfermizo neón, entre El placer por la esclavitud y Novedades en caucho, vio
el libro de Skelton.
Peatones y coches inundaban las calles. Mirara hacia donde mirara, Tate siempre
entreveía una figura vestida de dril en la otra acera. Por supuesto, no necesitaba ser la
misma todas las veces... Era imposible decirlo, porque nunca podía vislumbrar su rostro.
Nunca se había llegado a dar cuenta de cuántos rostros es uno incapaz de ver en una
multitud. Se había dirigido hacia aquellas calles precisamente para estar entre la gente.
Realmente, era absurdo. Se había permitido ir hacia todas aquellas miserables
librerías en busca de compañía, como un fugitivo de Edgar Allan Poe... ¿Y por qué? ¿Una
conversación idiota, un rompecabezas igualmente estúpido, unos pocos atisbos
inconcretos? Aquello probaba que las maldiciones podían funcionar en la imaginación...
pero, cielos, ésa no era razón para sentirse aprensivo. Y, sin embargo, se sentía así, porque
detrás de los transeúntes pintados de neón había una figura moviéndose como un
cazador, al acecho, cerca de la pared. El miedo de Tate tenía sabor a curry.
Muy bien, su perseguidor existía. Eso podía ser explicado a través de la realidad: era
Skelton, escondiéndose. ¡Qué fácilmente encajaban entre sí esas palabras! Skelton debía de
haberle visto contemplando La senda oscura en el escaparate. Era propio de Skelton pasear
por ahí admirando su propia obra en los exhibidores. Seguramente decidió perseguir a
Tate, ponerlo un poco nervioso.
En cuanto entreviera el rostro de Skelton, saltana hacia él. Bruscamente cruzó la calle,
aprovechando un hueco en la secuencia de coches. Las imágenes de neón, mezcladas con
las otras imágenes provocadas por el neón, danzaron tras sus párpados. ¿Dónde estaba el
maldito remolón? ¿Se había metido en alguna tienda? Por un momento Tate lo había visto,
en la acera que en este momento ocupaba él. Pero cuando la visión de Tate se liberó de
imágenes accidentales, el rostro se había confundido entre la multitud.
Tate cruzó de nuevo la calle, con el mismo resultado. Así que Skelton estaba jugando
al escondite, ¿eh? Bien, Tate también podía jugar a lo mismo. Se metió en una tienda. Un
jadeo amplificado resonaba rítmicamente al otro lado de una puerta interior.
—El film de porno duro acaba de empezar, señor —dijo el hindú que estaba detrás
del mostrador.
Varios hombres, algunos de ellos vistiendo de dril, estaban de pie junto a las
estanterías de las revistas. Ninguno de sus rostros era visible para Tate.
Estaba comportándose ridículamente... y eso lo asustaba: había permitido que sus
defensas fueran abatidas. ¿Cuánto tiempo pretendía sumirse en aquella absurda
persecución? ¿Cómo podía poner fin a aquello?
Miró hacia afuera de la tienda. Los transeúntes le devolvieron la mirada, como si
estuviera incitándoles. Las aceras se retorcían, incesantemente agitadas por los neones. La
batalla de luces sacudía las sombras de la multitud. Los rostros brillaban verdes, ardían
rojos.
Si tan sólo pudiera descubrir a Skelton... ¿Qué haría entonces? Cerca de la puerta
donde se encontraba había un callejón, vacío excepto por la oscuridad. En su otro extremo
brillaba otra calle. Podía cruzar aquel callejón y eludir a su perseguidor. Quizá encontrara
algún policía; eso le enseñaría a Skelton... Aquello ya iba mucho más allá de una broma.
Allí estaba Skelton, atisbando desde un oscuro portal casi frente a él. Tate hizo como
si saliera en su persecución, e inmediatamente la figura se escabulló tras un grupo de
peatones. Tate echó a correr por el callejón.
Sus pisadas resonaron en las paredes. Más allá de la angosta salida al otro lado, las
figuras pasaban como las coristas de un espectáculo. Una pared rozó contra su hombro; un
bulto invisible golpeaba repetidamente contra su costado. Era La senda negra, aún metido
en su bolsillo. Lo tiró rabiosamente. Se enredó entre sus pies en la oscuridad hasta que le
lanzó una patada y oyó partirse el lomo. Al fin libre.
Estaba a medio camino del callejón, donde la oscuridad era más intensa, y miró hacia
atrás para confirmar que nadie le había seguido. Vacilando ligeramente, volvió la vista
hacia delante, y las manos de la figura que había ante él lo sujetaron por los hombros.
Retrocedió jadeando y la pared golpeó contra sus omoplatos. La oscuridad era
absoluta frente a él, pero sintió el otro cuerpo apretándose contra el suyo, el empuje de la
invisible cabeza contra él, y su cara recibió una impresión helada; no podía distinguir la
forma de lo que la tocaba. Luego el contacto desapareció y sólo hubo silencio.
Permaneció de pie, temblando. Sus manos colgaban a los costados, como si temieran
moverse. Comprendía por qué no lograba ver nada —no había luz tan al fondo en el
callejón—, pero... ¿por qué no podía oír? Incluso el sabor a curry había desaparecido. Su
cabeza parecía como anestesiada, y en cierto modo incorpórea. Se dio cuenta de que no se
atrevía a volverla para mirar a ninguno de los dos extremos iluminados. Lentamente, con
temor, sus manos tantearon hacia arriba, hacia su rostro.
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