Elle est trois (la mort)
Tanith Lee
Al otro lado del río, el reloj de Notre Dame aux Luminères marcaba las siete. Cuan profundo el río, y cuan oscuro, y cuantos huesos yacían bajo su superficie que las campanadas del gran reloj dorado de la torre gótica no conseguían despertar. Sumergidos allí, todos aquellos que se tiraron desde los puentes, desde los embarcaderos de la ciudad: los muertos de hambre, los enfermos y los drogados, los desesperados y los dementes.
Armand miró las aguas negras como la noche, miró en busca de aquellos... Y allí, una mano pálida emergió del oscuro caudal, una mata de pelo empapado pasó bajo el pretil. Una chica se había tirado al río, ¿debía él rescatarla? ¿Era moralmente correcto que él la rescatase de cualquiera que fuese el horror que la había abocado a aquello?
El hombre joven, un poeta, cruzó el puente corriendo y se acodó en el otro pretil. Esa vez hubo ayuda. Un globo de luz en el extremo más alejado del puente cogió a la suicida cuando emergió de nuevo. El poeta, Armand, lo observó con alivio y extraña desazón. Aquello en el agua no era más que una ristra de harapos y basura entrelazados por la corriente.
Enderezándose, Armand se caló el capote. Era primavera, pero la primavera era fría en la ciudad. No había excitación en sus piedras, ni en su sangre. Echó una ojeada, con su acostumbrado abatimiento, a las torres de la catedral sobre el lejano cauce del río, a las viviendas junto a los márgenes cercanos donde, de regreso, se había asomado. Arriba estaban las estrellas, y aquí y allí luces macilentas. Pequeños puntos de luz entre tanta oscuridad.
No había comido en dos días, pero había conseguido suficiente dinero para hacerse con una botella de vino barato en el café de la Rué Mort. Y para las otras cosas, las compras... ¿Fue ayer?
Había estado paseando toda la tarde, hasta que su propósito se esfumó con el ocaso. Cual copos del día hundiéndose en el río. Notre Dame aux Luminères elevaba sus torres ante él, como si se elevara desde las mismas aguas, un edificio salido de una fábula. Compuesto cual caballero, entró bajo la cúpula de incienso y sombras. De pie bajo las etéreas burbujas multicolores que eran derramadas en el suelo por las vidrieras emplomadas, prendió una vela.
(Mi nombre es Armand Valier. Me presento, pues creo que ya no te acuerdas de mí. Señor. ¿Y por qué deberías acordarte? ¿Por qué enciendo una vela? Por un trabajo fenecido, una poesía muerta. Murió en mis manos. La quemé.)
Cuando la noche hubo difuminado las luces de los ventanales, Armand salió y empezó a cruzar el puente.
Caminaba lentamente, perdido no en sus pensamientos, sino en un país que se asemejaba débilmente al puente, al río, a los oscuros bancos —uno que se alejaba, otro que se aproximaba, ambos igual de irreales—, un país nutrido de los hechos y la atmósfera que le rodeaban, aunque los negara. A medio camino sobre el puente, el joven se apoyó en el frío pretil, balanceando su negra cabeza. (¿Dónde estoy, entonces, si no aquí? ¿Es éste un lugar que rememoro de un sueño? ¿Habré cruzado alguna barrera en el tiempo y en el espacio? ¿Y será este mundo como el que acabo de abandonar, engañado por unos instantes como si hubiese traspasado la superficie de un espejo?)
La impresión de cambio, de extrañeza, se tomó tan aguda que una sensación galvánica recorrió sus nervios. En ese instante, sin ninguna alteración aparente, miró por encima del pretil y observó a la chica muerta en el agua; aquella que un momento después, desde el otro parapeto, se convirtió en un cúmulo de objetos flotantes. Eso convenció a Armand, el poeta, de que, sólo cruzando el puente de uno a otro parapeto, él había traspasado los contornos de la realidad. Hada mucho frío. Temblando dentro de la poco apropiada capa, empezó a aproximarse con vivacidad hacia el pálido globo de la lámpara que bailoteaba allí, junto a su poco confortable banco que le servía de hogar.
La niebla se estaba elevando del río, debilitando la pobre luz misteriosa como un telón de gasa. Mientras Armand se aproximaba con rapidez, le vino el impulso de que debía cruzar una vez más hasta el otro pretil, dejando allí, tal y como estaba, la misteriosa lámpara, en otro mundo parcialmente distinto, donde los harapos se convertían en muchachas ahogadas.
En el presente, obedeció aquel impulso; era suficientemente sencillo acomodarse sobre la simple diagonal. Se apercibió, inexplicablemente, de que su corazón —aunque podía ser sólo la falta de alimento y el cansancio— le batía con urgencia. Acercóse aún más, contemplando con fijeza el nebuloso ambiente que rodeaba la lámpara.
Hasta que, de repente, una figura cobró forma bajo la lámpara en el extremo del puente.
Armand lo constató, continuando su marcha, aunque con mucha mayor lentitud. Oía sus pasos resonando agudos sobre el pavimento, por encima de los susurros remotos de la ciudad. Y, más alto aún, el jadeo de su propia respiración. Ahora podía incluso ver con claridad que la figura era la de una mujer.
Estaba envuelta en una capa de terciopelo negro. Era una prenda como la que usaban los ricos y los aficionados a la ópera. Pero la arropaba por sí misma, como si ella misma estuviese viva, una criatura orgánica arropándola cual pétalos de orquídea negra. Detrás de su cabeza se elevaba un pétalo, una capucha como la cabeza erguida de una cobra enmarcando un rostro difuminado por la niebla. Se formó la impresión de sus rasgos. Eran aristocráticos y muy rígidos, quizá pobres de expresión. Excepto los ojos, que eran remarcados por unas largas e inclinadas cejas negras, y que mostraban un indescifrable azul en el párpado superior, el cual no estaba pintado ni sombreado, pero que sugería las traslúcidas alas de unos insectos cual iris, estampadas allí... Su boca era extremadamente generosa, aunque suave, y parecía dispuesta a sonreír. Aunque aquello debía tratarse, al igual que lo demás, de un espejismo de la niebla. Pero ahora toda la cabeza giró. Tras el camafeo, una melena nocturna orlaba la capa como gotas diamantinas que refulgían cual chispas. Una mano enguantada horadaba la capa cual cuchillo. El guante era de un curioso malva azulado, perlado y fosforescente, insustancial como la primera llamarada del gas. La mano enguantada realizó el inequívoco movimiento de correr una cortina.
Comprensión tras comprensión se apoderaron de él... Armand aceleró de nuevo el paso, reincrementando sus palpitaciones, pero ya era demasiado tarde. La aparición se había desvanecido.
Alcanzando la lámpara, la elevó, tratando de penetrar el oscuro manto nocturno. No lo consiguió. Incluso llegó a llamarla una vez:
—Mademoiselle Fantôme...
Su voz repercutió con un eco lejano en la noche.
No estuvo buscando por mucho tiempo. La náusea del hambre se le hizo presente, impeliéndole a buscar, no comida, sino vino, calor, compañía humana.
Se apartó diez pasos de la lámpara y miró tras de sí: sólo la niebla, la irrevelante mancha de luz, la oscuridad vaciándose sobre las aguas.
El café Vule en la Rué Mort estaba repleto, una caverna estentórea, sus paredes cubiertas de negras telarañas oscilantes, las mesas repletas de cartas, papeles, dados y vino tinto. Los bebedores, sentados con laxitud, hablaban, se insultaban, bajo una iluminación fría y mezquina.
En unos de los crepúsculos luminosos, Etiens Corbeau-Marc, medio cegado por su melena y por el resplandor de una vela, bosquejaba algo del lugar. Los trazos del carboncillo eran concisos y penetrantes, con una ligera distorsión que tendía a añadir, más que a disminuir, realidad.
(Un día, tales bosquejos se venderían por cientos de dólares americanos, aunque por aquel entonces Corbeau-Marc estaría cómodamente aposentado bajo tierra.)
—Recibo tu sombra en el papel, Armand, y sin agrado. Por favor, siéntate o lárgate. Simplemente sal de mi luz.
—Mi sombra y la sombra de una botella de vino. ¿Alguna mejora?
—Oh. ¿Somos ricos esta noche?
—Oh. Somos pobres. Pero podemos beber. Y aquí llega la botella.
—Pero bueno, toma asiento, mi generoso amigo. ¿Ves a esa mujer? Tiene el rostro de un caballo alado. ¿Crees que aceptará pasar a mi habitación?
—¿Por qué no? Todas las demás mariposas lo han hecho.
Armand vertió el vino en dos vasos lóbregos y bebió de uno con avidez de sediento, cerrando los ojos. Pareció esperar unos instantes, como si la inspiración no le llegara. Cuando habló, su voz sonó lejana y melancólica.
—Vi a una mujer junto al río, esta noche, a la cual deberías dibujar, Etiens.
—Dale mi dirección, previniéndola de que no le puedo pagar.
—Pienso... —Armand comprimió sus labios, hallada la palabra, pero tomó el vaso y bebió de nuevo—... que querría que se le pagara con sangre.
—Un vampiro... Excelente.
Etiens dejó su bosquejo y bebió.
—Armand, eres irritante. ¿Piensas trabajar o no? ¿Acaso me estás contando un sueño que tuviste? ¿Cuándo comiste por última vez?
—Ayer, creo. O el día anterior... ¿Soñar? Ya no sueño, ni dormido ni despierto.
Armand apoyó sus brazos sobre la mesa y acomodó su cabeza entre ellos. Dijo algo inaudible.
—No te oigo. Has interrumpido mi trabajo, así que al menos podrías darme conversación.
—Decía que he consumado mi último desastre esta mañana. Un instante antes del mediodía. El reloj dio las campanadas poco después, y entonces salí a pasear por el río. Cuando regresé, había anochecido. Había una lámpara encendida al final del puente, y allí se hallaba una mujer envuelta en terciopelo negro y guantes fosforescentes, con el rostro de la virgen madre de Monsieur.
—¿Cómo? Ah, te refieres al Diablo. ¿Le hablaste?
—No.
—¿Temiste una desilusión? Sin duda fuiste juicioso. Probablemente fuera alguna prostituta sin fortuna.
Armand rellenó su vaso por rutina. Parecía como si para él fuera igual que beber agua. Sólo un ligero temblor en sus gestos conllevaba la idea de que era vino.
—Es extraño. Al principio me sorprendió. Pero entonces... tuve la impresión de haberla visto una o dos veces con anterioridad. Se desvaneció, Etiens. Como una llama al consumirse.
—Quizá fuera una bruma...
—No entre la niebla...
—Esta noche compraré queso y embutido —dijo Etiens—. Me sentaré severo ante ti, hasta que lo acabes.
—La comida me enferma —dijo Armand.
—Por supuesto que te enferma. Tu estómago ha olvidado lo que es comida. Comes cada diez días, y tu cuerpo grita: «¡Socorro! ¿Qué es esta sustancia extraña? Estoy siendo envenenado».
—La mujer —dijo Armand—. Sé quién puede ser.
Etiens Corbeau-Marc consiguió otro recorte de papel y empezó a dibujar de nuevo. Esta vez no era nada del Café Vule. Armand se contorsionó abruptamente, angustiado.
Una pilluela apareció sobre el papel, escueta como un lápiz, su pelo rubio flotaba, parecido al de Etiens, quizás algo más rubio. Sus ojos se convirtieron en blancas estrías sobre la cuartilla, la de papel de estraza, cuando él los rasgó delicadamente con la uña de su meñique, como si quisiera cegarla, o encubrir sus verdaderos ojos.
—¿Quién es ésta?
—Querido Armand, tengo un vago recuerdo. Un retazo de mi infancia. Por alguna razón, ahora me ha venido a la memoria.
—Algún día, estos bosquejos valdrán montones de francos, cajas llenas de dólares. Cuando tú estés salvaguardadamente muerto, Etiens, en una fosa común.
Armand elevó su cabeza, aunque la de Etiens permaneció sobre su dibujo, y halló entre ambos, rojiza cabellera en la rojiza penumbra, cual crepúsculo de marzo, el ocasional tercer miembro de aquella mesa en el Café Vule.
—Pajarillo —dijo Etiens—, dulce France, estás ante mi luz. Mueve la vela, muévete tú, o mueve la tierra, pero hazlo con prontitud.
—La tierra se ha desplazado —dijo France, sentándose ante la mesa y sirviéndose un vaso de vino.
Ya había estado bebiendo y sus amplios párpados superiores estaban parcialmente abatidos cual blancos velos.
—Vaya, vaya, estoy aquí para refugiarme, nada de terremotos. Ya tuve suficiente en mi habitación.
—¿En qué problema te has metido ahora, ángel caído? ¿No será que Jeannette por fin ha entrado en razón y te ha abandonado?
—Jeannette hace un mes que se fue. Se estaba convirtiendo en una esposa, en una madre... Come esto, siéntate aquí, quédate en casa. Todo enmendado, el hábitat horriblemente limpio y mostrando las desafortunadas características de su necedad, y ragoút. Todo lo que me sabía cocinar era ragoût. Y dos vasos de vino, ni uno más. Y lágrimas. ¿Con quién has estado? ¿Dónde has ido? Dime que me amas. ¿Por qué no me amas? Y mi piano... Oh Dios, Dios, Dios. ¿Sabes qué llegó a hacer?
—Bien, ¿qué? —exclamó Etiens.
—Armand, no estás escuchándome.
—Sí, te escucho.
—Mi piano... Trajo un hombre para que lo tasara.
Etiens palmeó la mesa con su mano. Armand soltó un altisonante gruñido de asombro.
—Bueno, supongo que te proporcionaría algún dinero.
—Palabras textuales. «Nunca lo tocas», me dijo. «¿Dónde están los conciertos, los preludios...? Sólo haces música en la cama con otras mujeres. Mientras, nos morimos de hambre.»
France bebió del vino, esta vez directamente de la botella. Se quedó observándoles.
—Tiré sus ropas por la ventana y sus malditas flores en tiestos. Estuve a punto de tirarla a ella también, pero huyó gritando.
—Pobre niña —dijo Etiens—. Pero entonces estaba loca para vivir contigo. Usas las mujeres como si fuesen harapos.
—Tengo otro harapo ahora.
Armand recuperó la botella: el vino había desaparecido. Volvió a cerrar los ojos. Las profundas ojeras sobre sus mejillas le hacían parecer un niño exhausto.
—Esta última parecía entender —dijo France—, y tenía algo de dinero. Pero va hoy y me dice: «No estoy celosa de tus mujeres, tengo celos de la música que tienes en la cabeza. Estoy celosa de la Dama Negra, el piano. Te sientas y lo acaricias, pero estás cansado de mí». Lo cual es cierto. Es sombría. La he echado.
—¿Defenestrada? —dijo Etiens—. Espero que no.
—No, no, por Dios. ¿Quién tiene dinero para más vino?
—Pan y vino —dijo Etiens.
—¿Eres rico hoy? —preguntó France.
—Alguien me compró un dibujo. Oh, una venta modesta. Algunos francos.
France se dirigió a Armand.
—Bebida, comida. Despierta. ¡Alégrate! Baila sobre la mesa.
—¿Alegrarme? ¿Cuando no puedo escribir más?
—Vaya porquería.
—No puedo, de verdad.
—Ni yo puedo escribir una nota —dijo France—. Jeannette y sus lamentos me lo impidieron. Y Clairisse, con sus locuras. Surge una melodía... es la melodía de otro hombre. El desarrollo se desvanece, cae, expira. ¿Pero puedes verme? Mira. Continúo. Ya regresará.
—El vino solía ayudarme —murmuró Armand—. Antes de aquello... Me parece imposible cuando lo recuerdo... Simplemente estar solo, pasear hacia algún lugar..., cualquier parte. Las visiones florecían, como suspiros. Me era casi imposible contener las ideas, casi imposible controlarme para no empezar a gritar en la calle de puro éxtasis. Y ahora, nada. El vacío. Necesito algo más que bebida, o soledad. Necesito algo, un ácido cauterizante, para liberar lo que llevo dentro. Está ahí. Puedo sentirlo, aleteando en el interior de mi mente como un pájaro en una caja. Dios mío, ¿qué será de mí?
—Tranquilízate —gruñó France—. Me estás turbando. Estás empezando a parecerte a Jeannette.
Llegó el vino, el pan y el queso.
Etiens apartó sus bosquejos. El de aquella extraña muchacha cayó al suelo bajo la mesa, donde algunos pies, ignorantemente, lo estrujaron.
El mismo grupo se había convertido en uno de los dibujos de Etiens. Teatralmente difuminados por luces y sombras, empapados de la luminosidad amarillenta de la vela campeando sobre una botella de vino, los tres jóvenes desmenuzaban salvajemente el pan.
Cuan semejantes eran entre sí de una manera incoordinada, más extraordinaria. Ninguna similitud de los cuerpos; aunque en cierta manera eran semejantes: escuálidos en sus raídas prendas, que en France eran además chillonas, al igual que su pelo, y con sus rostros demacrados y desesperados; en ellos, también confluían tres aspectos de un todo unitario. Pobreza, hambre, tenacidad, desesperación, y posiblemente genialidad. ¿Pero quién, a esa hora, podía estar seguro de ello? El Artista, el Compositor, el Poeta. Rubio, pelirrojo, negro, cual piezas de ajedrez de un juego a tres manos.
—¿Dónde está tu bosquejo?—preguntó France de repente.
Se pusieron a buscarlo, el ojo blanquecino y picaruelo... Alguna bota lo había pisoteado sobre el suelo. France soltó un juramento. Armand propuso poner patas arriba el abarrotado café.
—No importa —los apaciguó Etiens—. Estoy contento de que se haya ido. No era como yo lo quise. O aún más, demasiado como yo lo quería.
—Me había traído a la memoria aquel viejo verso —dijo France, bebiendo de la segunda botella—. Y no sé por qué. Pero ¿os acordáis a cuál me refiero? Una clase de adivinanza. Un círculo y tres figuras, tenías que unificarlas al final pero permanecer fuera del juego. ¿Cómo era? Elle est trois —Soit! Soit! Soit!
Armand lo observó:
—Mais La Voleuse, La Séductrice...
—Eso es —gritó France. Un cerco pálido surgió sobre sus blancos pómulos—. La Séductrice et Madame Tueuse...
—Ne cherchez pas —finalizó Etiens.
France se elevó, elegante y violento, elevando la botella, ahora él solo. Se deslizó por el café, esporádicamente colapsado, mientras aquí y allí alguna mujer reía con sorna, o alguna voz se le unía.
Elle est trois.
Soit! Soit! Soit!
Mais La Voleuse,
La Séductrice
Et Madame Tueuse
Ne cherchez pas!
Ne cherchez pas!
France se abatió sobre su silla de nuevo. Y le pasó amorosamente la botella vacía a Armand.
—¿Qué demonios significa?
Etiens, que no estaba borracho, dijo tristemente:
—Significa muerte.
Elle est trois... Ella es tres.
¡Bien! (Uno.) ¡Bien! (Dos.) ¡Bien! (Tres.)
Pero la Ladrona...
La Ladrona.
La lluvia primaveral, fría como el hielo, caía espesa sobre las calles y Etiens iba andando hacia su morada. Su bella melena se le aplastaba sobre los ojos; sus zapatos rebosaban agua. Era media noche, el reloj de la Catedral desgranaba sus tañidos, un lobo aullaba al otro lado del río. Nuestra Señora de las Luces, con las velas consumiéndose y muriendo en sus pétreas entrañas.
Lo de la venta del dibujo había sido una patraña. Pero había creído oportuno colaborar con la comida. ¿Acaso importaba? Etiens consideró la belleza de las palabras tras las que se ocultaba la dama que tenía aterrorizado a Armand, las sonatas abortadas por los apetitos y la falta de sentimientos en France. Pero, aun así, Armand había tenido sus visiones en el puente. France tocaba el aporreado piano y las notas flotaban en el aire.
(Y yo, puedo crear pinturas en hojas de papel y lienzos: pinturas buenas o malas, pero incesantes, correspondientes, nutritivas. Vida. Vida.)
Sí, pero aún recordaba La Voleuse.
¿Cuántos años tenía entonces? Seis o siete. Probablemente siete. Había estado enfermo; esa era una experiencia, aunque vivida, curiosamente desperdigada en su memoria —una fiebre infantil—. Un grotesco desinterés en todo lo concerniente a su persona y una desconcertante falta de comprensión ante sí mismo y en lo que debía ser. Luego había unos retazos monocromos; sombras perfiladas por una luz, una luz excesivamente brillante para nacer; murmullos de voces, y su madre alimentando una irritabilidad que, en medio de su penuria, abandono y desesperanzamiento, le provocaba el tener casi que amamantar a una criatura enfermiza. Estaba, por alguna razón, recuperando el incidente más definitorio de todo ello: el de tener que serle dada el agua a cucharillas porque su debilidad le impedía incorporar la cabeza. Por supuesto, no había tenido miedo. La propia absorción de la infancia, su ciega confianza, obviaban todos los temores. No había tomado conciencia de la muerte, aunque ésta, de alguna manera, debía haber estado aleteando sobre él, con los hedores del ajo y la madera podrida. La muerte aquella vez quizá lo visitó una noche en la forma de una enorme polilla parduzca, observándolo en su inconsciencia con sus ojos resplandecientes.
Más allá de las pequeñas ventanas de la buhardilla, en los traseros de la casa había un detalle inusual, una balconada cuya balaustrada de hierro forjado semejaba una tela de araña. Un par de macetas rotas con geranios muertos colgaban en la penumbra atadas a la baranda. La suciedad, marchitos tejados, y diminutos retazos de claridad solar, y, cinco pisos más abajo, se contemplaba un patio de guijarros de una cruda e incomprensible falta de belleza.
Su primera toma de contacto con otros niños llegó, un día, desde ese mugriento balcón al otro lado de la ventana.
¿Quién es ella? ¿Cómo se introducía? Se sentaba en el marco de luz lunar que a veces bañaba el suelo entre su cama y la ventana. La estufa estaba encendida, pero ahora se había apagado. Detrás de un biombo cruzado en medio de la habitación la madre y el padre roncaban u observaban.
La niña se sentaba sin pestañear en la mancha de luz, observándolo.
La vio unos instantes. Luego se durmió de nuevo.
Por la mañana se había ido y cuando habló de ella le comentaron que había estado soñando.
El ático solía también estar impregnado del aroma de la sopa de berzas, que Etiens recordaba con una ligera aversión, dado que como niño de siete años no le ofendía.
El adulto seguía bajo la lluvia y cruzó una plaza. Pensaba en la Voleuse, la Ladrona.
La había vuelto a ver muchas veces después de aquello.
Al principio permanecía cerca de la ventana, carente de expresividad. Luego se tomó más familiar y empezó a cobrar emotividad. De repente le sonrió, y él se hizo un retrato de sus rasgos. Su tez era morena, su cabello un despojo blancuzco. Sus ropas también estaban descoloridas y eran harapientas, pero de una manera más concisa cual si unos agujeros hubiesen sido premeditadamente cortados sobre ellas, en vez de ser rasgaduras o desgastes por el uso continuo de las prendas. De alguna forma era como una diminuta y escandalosa versión de Pierrette y, en efecto, empezó a hacer payasadas. Se paseó por la buhardilla ruidosamente, balanceándose sobre las manos, haciendo volteretas, dando saltos mortales, todo ello con una facilidad inusitada tal, que él tuvo que contener su risa tapándose el rostro con un extremo de la sábana. Sólo cuando se aproximó, pudo percibir la blancura de sus ojos, exceptuando dos diminutas manchas oscuras en las pupilas. Su mirada lo aterrorizó por unos instantes, haciéndole recordar la de un perro ciego en la Rué Dantine. Pero, dada la evidencia de que ella podía ver a la perfección, su terror se esfumó.
Luego de estar actuando un largo tiempo para él, ella se rió silenciosamente y saliendo con premura, directamente a través de la ventana, desapareció. Eso no parecía peculiar. Pudo asumir, si es que había algo esencial que asumir, que ella tenía una cuerda, y que usándola se había descolgado del balcón. Era tan ágil que, incluso en sus pensamientos de adulto, le pareció medianamente factible.
El niño convaleciente estaba disgustado. Habría deseado unirse a sus juegos. ¿Iba ella a regresar?
Cual si quisiera exasperarlo, se dejó caer por allí algunas noches. Se hallaba él en ese período de la convalecencia en el que todo se le estaba volviendo tremendamente aburrido; estaba todavía demasiado debilitado como para poder entretenerse jugando, pero mentalmente inquieto, ansiaba divertirse.
Esa noche sus padres lo habían dejado solo, pues ya estaba lo suficientemente recuperado como para valerse por sí mismo. Se habían ido a una boda. Habría dulces y licores. Su madre le había prometido traerle una caja llena de pastelillos, pero él estaba empezando a dudar de su promesa.
Se había adormecido cuando oyó las campanadas del reloj al otro lado del no: las nueve en punto. La estufa estaba apagada y hacía tanto frío como oscura estaba la habitación. El Etiens niño se aprestó para acurrucarse más profundamente entre las mantas, y fue entonces cuando vio a la otra niña, la pálida Pierrette, entrar por la ventana. Y por primera vez se dio cuenta que ahora, al igual que en las ocasiones anteriores, la ventana había estado, estaba, cerrada.
Quería preguntarle el significado de aquello, pero ella se lo anticipó, bailando ante él con sus peculiares harapos. Estaba tan sorprendido, tan cautivado, que permaneció callado. La gratificación fue inmediata. Ella empezó a realizar malabarismos increíbles. De un gran salto, dio un mortal hacia atrás, acompañado de un ¡hoop!, luego haciendo la vertical, se balanceó sobre sus manos: casi sobre las extremidades de sus dedos. Volviendo a ponerse de pie saltó —sus saltos eran como los de un gato—, para ir a aterrizar encima de la mesa. Giró sobre sí misma hasta llegar al extremo, se desplazó al respaldo de una silla y caminó por él. Saltó de nuevo, y se detuvo a descansar sobre la punta de un pie, permaneciendo inmóvil cual estatua en un pedestal, sus brazos extendidos grácilmente. Desde esa posición, ingrávida y en total equilibrio, haciendo señas, le ofreció la segunda sorpresa.
No se lo podía creer, le estaba invitando para que se uniese a la diversión. Estuvo seguro de que ella le mostraría sus trucos. Los realizaba con tal facilidad que, aun en el tiempo, preveía no obstante la certeza de que bajo sus indicaciones —cosa que a él solo y trabajando en un rincón, le sería imposible—, con su mera aprobación, le sería dable el aprenderlos.
Así que salió de la cama, poniéndose en pie, su amiga le sonrió arrebatadoramente. Luego, cuando empezó a aproximársele, descompuso su inmovilidad y volvió a desvanecerse a través de la ventana.
Tuvo un desvanecimiento. Ahora, en el preciso instante en que había decidido tomarle confianza. ¿Iba ella a romper el hechizo?
Para entonces se dio cuenta que se había quedado en el balcón, al otro lado del sucio cristal. Su blancura contrastaba, cual una lámpara, contra el oscuro cielo invernal y la ringlera de oscuros tejados, que iban geométricamente disminuyendo en la perspectiva que enmarcaba el desconchado marco de la ventana. Y de nuevo, ella lo llamó haciéndole señas.
Se las apañó para abrir la ventana y salió tras ella. El frío lo sacudió como una mano, la mano de su padre furioso. Pierrette le sonrió silenciosamente, brincó y de repente apareció encima del pasamanos de la baranda. Riendo sin ningún sonido, ella empezó a correr de uno a otro lado del breve perfil metálico y, a pesar del frío, él permaneció en trance. Sobre su cabello cual estropajo metálico, las estrellas titilaban con gélido resplandor. Parecían adornar su pelo atrapadas por él y, dos de ellas, tornáronse sus ojos.
Al final del balcón, donde colgaba una olvidada prenda de ropa, ella se detuvo. Con su mano alzada le mostró lo que quería que hiciese.
Salta, salta, sígueme a lo largo de la balaustrada. Eso era lo que su mano, su cara —tensa y oscilando—, las chispas de sus ojos, la postura de su cuerpo, le incitaban a hacer. Incluso sus harapos oscilaban ante él, indicándole, mostrándole cuan sencillo era.
Dudaba. No por preocupación, exactamente, sino de asombro. Como si de un sueño milagroso se tratara, nunca se le había ocurrido anteriormente pensar cuan sencillo podía resultar un acto de esas características. Por supuesto que era sencillo, simple.
Como para acabar de decidirlo, ella recorrió de nuevo la balaustrada. El pasamanos debía tener una pulgada de ancho y allá donde se curvaba, aún menos. Sus pies se deslizaban sobre ella con seguridad, y él supo que, fuera lo que fuera lo que ella hiciese, él estaría, en aquel momento, capacitado para hacerlo.
Aun así, tomó precauciones al encaramarse encima de los tiestos y de ahí a la baranda, cuidando, no de no precipitarse cinco pisos más abajo, sino de no caer de espaldas en el balcón.
Con la misma delicadeza se irguió sobre el metal y sus pies lo abrazaron. Su desnudez fue quemada por aquella helada frialdad que le hirió las plantas, pero eso no le preocupó. Pierrette estaba en éxtasis. Aplaudió, deslumbrante. Vamos, haz como yo.
Oyó, muy lejano, un jadeo ahogado en la habitación tras él. En un principio no le preocupó, pero luego se dio cuenta, con sorpresa, que estaba perdiendo el equilibrio.
Miró a Pierrette esperando que le indicase lo que debía hacer, pero Pierrette se estaba riendo, riendo de él. ¿Podía ser que no se diese cuenta de lo que le sucedía?
Siguió un largo, un largo e inexplicable segundo mientras caía de la balaustrada sobre sus pies, y todo el mundo le bailaba alrededor. Instantáneamente, todo él se derrumbó. Sus manos dieron en el suelo, pero eso no fue un acto reflejo. De hecho, todavía no había tomado conciencia de lo ocurrido.
Incluso las estrellas cayeron con él, y con ellas se esfumó Pierrette.
En su lugar un estallido de terror, una conclusión espantosa. Atontado, se halló a sí mismo en medio de una tormenta de golpes y gritos.
Su padre, excesivamente borracho para razonar —de razonar habría entendido que le era imposible alcanzar a tiempo al niño en su caída—, se abalanzó hacia la ventana quedando semiinclinado sobre el vacío, y tiró de su hijo hacia atrás. A continuación, ambos quedaron tendidos sobre el balcón entre una conmoción de macetas.
El penetrante vaho etílico que desprendía el aliento de su padre y los aullidos de su madre, entonces ya relajada, desmoronaron al muchacho, que empezó a llorar.
—No deberíamos haberlo dejado solo. Nunca, nunca. Estaba caminando en sueños...
Etiens vio, entre sus lágrimas, que ella se había olvidado de traerle los pasteles. Se atrevió a echar una ojeada al balcón, para constatar que la pálida criatura había desaparecido.
Se fue para siempre. Nunca más la vio. ¿Pero qué —podía preguntarse, y de hecho lo hacía de vez en cuando— fue aquello, esa aparición? ¿Algún desvarío provocado por la fiebre? ¿Algún espíritu que habitaba en el ático, quizá un niño que había muerto allí en circunstancias similares, y ansioso de ver otro evento como el sufrido por él? ¿O una conjuración del Diablo, de Monsieur le Prince?
La estrofa se lo había dicho. El verso, aparentemente, lo conocía. Sabía de Lady Muerte, en sus tres aspectos —Elle est trois. Soit! Soit! Soit! Mais La Voleuse—. Sí, qué otra cosa había sido Pierrette si no una ladrona, vestida como uno de ellos además, o disfrazada, caracterizando a uno. Un ladrón de vida que le hubiese robado la existencia con alguno de sus trucos.
Etiens, girando por una esquina, se escuchó a sí mismo recitando el verso una vez más, en voz alta. A cada estrofa la lluvia le entraba en la boca.
Ella era tres ¡Bien! ¡Bien! ¡Bien! Así la Ladrona, la Seductora, y Madame Carnicera. Ne cherchez pas.
—No los busques —dijo de nuevo. ¿Por qué nunca le había contado a Armand su macabra historia?—. Una vez, cuando tenía siete años...
Armand, aunque desvirtuándola, podría usar la idea. Incluso él mismo, el pintor, ¿por qué no había, hasta entonces, tenido el coraje para detallar la terrorífica muchacha con ojos de nieve? Sólo un boceto, esa misma noche, y aun así había desaparecido.
Etiens se orientó, elevando su cabeza ante la tumultuosa cortina de lluvia. Juró, aunque ritualmente. Había tomado un camino equivocado y se había dirigido, en vez de a su morada, al lóbrego barrio de escaleras y tiendas sombrías en el que vivía France con su piano y con cualquier mujer lo suficientemente loca como para soportar su parasitismo. Mirando ante él, Etiens observó un callejón, y a lo largo de su calzada de anchos escalones, el derruido almacén sobre el cual se había instalado el compositor. Habían luces resplandecientes allí arriba.
(¿Por qué estoy aquí? ¿Qué hago aquí? No entiendo qué razón me ha hecho venir aquí. ¿Acaso pretendo visitarle a estas horas de la noche? Puede ser que ni siquiera se encuentre allí. En verdad, dejó el café antes que yo. Lo más probable es que esté bebiendo en alguna parte, o con alguna mujer que no sea la que está ahí arriba ahora, lamentándose por su desinterés.)
Desde el alma de la lluvia y de la noche, circunstancialmente del derruido almacén que apuntaba el hábitat de France, una mujer empezó a llorar frenéticamente.
Habiendo dejado el café antes que los otros, France no había retornado de inmediato a su habitación sobre el callejón. Estuvo tomándose un par de copas con una mujer que conocía, la trapera viuda, que vivía detrás del mercado. Manteniendo un romance ficticio, con la pretensión de desear acostarse con ella —era una mujer plana e inapetecible—, France había conseguido bastantes cosas a cambio de nada, incluyendo una selección de espectaculares corbatas.
Unos minutos antes de la medianoche, de cualquier forma antes de que el reloj dorado de Notre Dame aux Luminères diese las doce, empezó a ascender los escalones de piedra dirigiéndose hacia la habitación que Jeannette tratase, de una manera enfermiza y desesperada, de conservar. Estaba muy borracho. En una neblina alcohólica que, francamente, no le permitía ver más allá de su propia nebulosa. Así que, cuando halló la puerta abierta, no se preocupó mucho. Seguramente, disgustado como había estado, la había dejado así él mismo. De todas formas, nadie se iba a hacer rico robándole. Excepto el piano, demasiado largo y pesado para interesar a un ladrón normal. ¿Qué poseía? Nada.
El piano. Su «Negro Mistress».
Una sonrisa burlona le brotó de su interior. Exacto. Su Dama Negra. Su frío corpachón dispuesto a entregarle sólo la música de otros.
No se detuvo para encender una lámpara. Cerrando de un portazo se dirigió, tanteando su camino, al otro extremo de la habitación. Allí depositó sus manos sobre el teclado, a ciegas. La disonancia le chirrió en los oídos, contusionándole el mismísimo cerebro, y le soltó una retahíla de improperios. A ella, ¿por qué no? ¿Por qué no? Era ésa la única hembra cuya identidad le era ignota e incortejable, y no le era posible abandonarle, al igual que había hecho con legiones de mujeres, incluida la sumisa Jeannette, que se le adhería como un desdichado reptil. Hasta aquella puta de Clairisse, quien le entendió tan bien que trató de utilizar su conocimiento para dominarlo. A ella también le mostró la puerta, y la cruzó llorando y amenazándole. Pero allí, solitario, permanecía su único demonio, sobre sus cuatro piernas, mostrando sus descoloridos dientes en una mofa animaloide.
France se sentó ante él, cual un furioso penitente en medio de la oscuridad. Había tan sólo un ligero resplandor, colándose en la pieza desde una ventana iluminada al otro lado del callejón, suficiente para hallar su camino sobre las teclas. Así que una pieza del temperamental Monsieur Beethoven sena adecuada para la ocasión.
Cuando las notas se elevaron, pensó con malicia en los vecinos despertándose aquí y allí, y gruñó divertido.
—¡Despierten, despierten, mes enfants! Es el fin del mundo.
Luego, a mitad de la pieza, se cansó y lo dejó.
Miró de soslayo al teclado. Sus manos se depositaron sobre las teclas y una cascada de notas pasó por su cabeza. Se incorporó prestando atención a la melodía, ávido de seguir el insistente impulso, pero algo lo distrajo, algo ante lo cual tuvo que echar un vistazo, confundido, y que le hizo perder el hilo de la melodía harmónica; al tratar de conservarlo e intentar darle un sentido a lo que estaba viendo, falló ambos objetivos.
La inapropiada iluminación que entrando por la ventana había clareado una parte del piano, una tenue claridad que él mismo había, esporádicamente, ocultado con el movimiento de su cuerpo, ahora, una vez modificada su postura interferente, se dividía sobre el piano curiosamente en dos campos de oscuridad.
Era una oscuridad singular, abstracta, como una jiba incongruente que lentamente —informe en un principio— fue engrandeciéndose...
France se giró y se puso en pie inquieto, derribando la silla al hacerlo.
Había algo allí, al otro lado de la habitación; una oscuridad más oscura que la oscuridad. Y la ventana abierta tras de sí aún la oscurecía más. Siguió levantándose; tuvo la peculiar sensación de la masa creciendo en el horno.
—¿Quién es? —preguntó France.
Las posibilidades surgieron jocosas y desagradables. En lugar de aproximarse para encarar al intruso, se aprestó para pelear. Consideró que quizás Jeannette había regresado para congratularse de nuevo con él, o podía ser que algún acreedor estuviese allí agazapado a la espera.
La figura que había alcanzado su tamaño natural y ahora permanecía en éxtasis, ¿qué era? Se vio un tenue resplandor, una luz de una vivienda reflejándose sobre la empañada ventana.
France tomó una cerilla y la encendió salvajemente.
La llama estalló como la detonación de una bomba, voló por el aire, una hojita luminosa, y desapareció. France se quedó mudo. Había visto algo que le resultó inconcebible y su terror le dejó paralizado. No obstante, empezó a retroceder, tratando de alcanzar la puerta.
No llegó a alcanzarla.
El grito había finalizado casi tan pronto como empezó, pero, aun así, se abrieron las ventanas y desde ellas había gente observando. Al fondo del callejón se podía ver un vehículo, semidifuminado entre la lluvia. A los pies de la escalera que conducía a la habitación de France se hallaban dos policías, que no permitieron que Etiens entrase. Una pequeña multitud se había congregado. Algunos eran vecinos de la misma finca, e intentaban echar un vistazo al piso superior. De entre el grupo, Etiens pudo oír un sonido desagradable y quejumbroso; luego los individuos fueron retirándose.
Mientras permanecía allí, con las tripas revueltas de aprensión y malestar, Etiens pudo ver el pálido rostro de una mujer joven. Rígida, en una postura maniática y artificiosa, era escoltada por dos policías bajo la lluvia. Al día siguiente podría leer en los periódicos que era Clairisse Gabrol, la primera mujer de un empobrecido compositor que había cesado de pasarle para su despecho sus presentes monetarios y que, consecuentemente, lo había asesinado. El tipo de arma usado era una incógnita. En la penumbra de la escalera Etiens no pudo darse cuenta de los desgarros que había en sus vestidos y abrigo. Poco después descendieron el cuerpo desde el primer piso camino al depósito. A pesar de estar cubierto, Etiens no pudo menos que constatar la enorme cantidad de sangre. En el portal, uno de los policías que había estado en el piso superior se arqueó y vomitó convulsivamente dentro de un cubo.
La escena de la habitación fue más tarde descrita como una carnicería. Etiens leyó esa frase con frialdad.
Et Madame Tueuse
La vecina, cuyo grito había alertado a Etiens, fue la primera en entrar en la habitación de France y llamar a la policía. El enfermizo recital de piano la había despertado, y se quedó ante la puerta del pianista, reuniendo fuerzas para llamar y enfrentarse con él, cuando una sucesión de inidentificables, extraños y alarmantes ruidos la paralizaron en lugar de hacerle ir en busca de ayuda. No le fue posible dar una explicación de por qué tuvo la convicción de que allí estaba ocurriendo algo diabólico. Fue su memoria retentiva pero inconsciente la que le había informado. La analogía con una carnicería no había sido gratuita, y ella, que visitaba con asiduidad dichos establecimientos, reconoció, inequívocamente, el familiar e inconfundible sonido que obviamente nada representaba en la vivienda de un hombre entrada la noche.
Sólo había una incógnita. France no había gritado, ni siquiera cuando el cuchillo de carnicero, que Clairisse había premeditadamente robado unas horas antes, le seccionó su mano izquierda a la altura de la muñeca y la derecha a medio camino entre los nudillos y la muñeca. Probablemente se habría quedado contemplando sus manos de pianista, allí en la oscuridad, anonadado ante una pérdida tan repentina y absoluta. Pero entonces, el cuchillo le separó el cuello, eficientemente, cual una gillotina, y todas sus preocupaciones concluyeron.
Así que había sido Clairisse únicamente, una de las muchas absurdas y estúpidas mujeres que habían amado o pensaron que amaban, y sufrieron por ello. Una, no obstante, fue distinta, y quiso que France sufriese también. Sólo Clairisse, entonces, quien con la colosal fuerza de su locura había descuartizado a su amante a pedazos y los había esparcido por la habitación. Sólo Clairisse, quien había sido por unos minutos Madame Tueuse, la Carnicera.
Pero no fue a ella a quien vislumbró France con el resplandor del fósforo. No había sido Clairisse quien France vio posada ante él.
Era muy alta, al menos hacía pensar en los dos metros. En la mejor tradición de su profesión, una tradición adoptada más por los militares que por la rama civil de su fraternidad, vestía de naranja. Salpicada por sangre fresca, justo tras el acontecimiento, podía volver a parecer inmaculada. Daba la impresión de que hubiese bañado su toga de largas mangas en sangre, antes de empezar. Su cabeza, también cubierta de un extraño tocado, daba la impresión de ser, con sus dobles alas extendidas, la de una monja perteneciente a una extraña comunidad. Encuadrada por ese marco, su cara parecía arrugada, blanquecina y oculta. Genuinamente oculta, pues los párpados estaban firmemente cerrados, cerrados de una manera que daba la impresión de que, por alguna razón, sería imposible elevarlos. Las manos también estaban pálidas; debieron resaltar la sangre al ser salpicadas. Eran sensitivas, de largos y finos dedos de artista. Por el instrumental que le colgaba de la cintura, se adivinaba que sus métodos no debían ser siempre tan rústicos como en esa ocasión. Había varios cuchillos de diferentes tamaños; algunas dagas; un puñal; incluso una solitaria, aunque de considerable tamaño, aguja de punto; una navaja de afeitar; tijeras; un trozo de vidrio; un alfiler de sombrero y algunos objetos más, no todos fácilmente reconocibles. Todo se veía cuidado y abrillantado. Mantenido, listo para ser usado.
Vio cómo se le acercaba, pero sólo fue una sombra. Tras la llama del fósforo quedó poca luz en la habitación. Tras el primer tajo, los ojos de la mujer se abrieron en toda su amplitud. Cada uno de ellos era un vacío transparente, configurado como un cuenco diminuto; y como un cuenco, cada ojo se fue llenando de un rojo puro y resplandeciente.
Y de alguna manera, a pesar de la deficiente iluminación, él vio, vio...
Hasta que todo desapareció de su vista.
Cuando el reloj de Notre Dame aux Luminères dio las campanadas, dando comienzo a un nuevo día en medio de la oscuridad, Armand se despertó de un sueño intranquilo. La habitación, la suya propia, estaba más velada que iluminada por el débil resplandor de una lámpara. La cama, una añeja tabla de matadero sobre la que se había echado, ahora lo repetía, le forzaba a sentarse y le predisponía a incorporarse. Sobre la mesa, ningún manuscrito que le llamara la atención. Había, no obstante, algo.
Armand echó un vistazo. Sus ojos se abrieron desmesuradamente, como si nunca antes hubiese visto tales adornos, aunque él mismo los hubiese comprado y acumulado el día anterior o cualquier otro.
Por lo tanto era estúpido que lo contemplase ahora con tal sorpresa. Y en efecto, la disposición tenía su atractivo, algo que Etiens hubiese gustado pintar. Los utensilios eran bellos por sí mismos.
La preparación no era muy compleja. Para conseguir su objetivo le sería necesario muy poco tiempo.
Armand se acercó a la ventana y la abrió de par en par ante la oscura y lluviosa noche. En la lluvia, toda la ciudad parecía que estuviese sumergida bajo el río. (Entonces, somos nosotros los inundados, los extraviados, los que todavía mesuramos nuestros esquemas, nuestros rezos, como si ahora eso tuviese importancia.)
Al otro lado de la ciudad, el sanguinolento cuerpo que había pertenecido a France estaba siendo conducido hacia la morgue. Armand desconocía esto, y aquello, cuando minutos antes, pasmado y calado hasta los huesos, Etiens había pasado por debajo de la débilmente iluminada ventana del estudio del poeta, y dándose cuenta de su total incapacidad para llamar a la puerta de Armand, se alejó de nuevo.
El poeta contempló la oscuridad exterior. Tejados y chimeneas se perfilaban contra el cielo. Aquí y allí un resplandor evidenciaba, como la claridad de una visión, la vigilia de otras personas; pero sus motivos quedaban encubiertos.
Armand no supo de la muerte de France ni de la pálida muchacha de Etiens. En posesión de estos acontecimientos, recopilándolos bajo su propia perspectiva, bajo su propio conocimiento de adonde la noche lo había llevado cual barco fantasma, el poeta podía haber representado esta historia de manera distinta. Habría, por ejemplo, prestado meticulosa atención a la causa, cual romántico matemático, por la cual tales elementos se habían configurado uniformes, envueltos por las horas que el gran reloj había ido proclamando a campanazos desde las siete de la tarde hasta las cercanas tres de la madrugada. ¿Cómo habría podido ser? Una señal, posiblemente con la enfermedad como trasfondo, que habría dado a Etiens, durante su infancia, la primera imagen de la muerte: los blancos ojos de Pierrette, y que una vez pasada a France por ignorancia o dejadez, habría sugerido en éste la segunda conformación, la monstruosa monja con su hábito de sangre. Mientras, Armand, haciendo un retrato del destrozado cuerpo de France, podría, ingeniosa o desesperadamente, llegar al aspecto definitivo de la llamativa tríada.
Pero Armand, un temperamento zarandeado por los acontecimientos, y no por sus mensajes, no había dado a la estructura aparentemente fortuita —aunque inmensamente terrible— la suficiente información como para poder saber lo que estaba ocurriendo.
¿Y qué se podría decir? Meramente quizá, que la mayoría de los niños, en algún momento, se comportan con peligrosa carencia de cordura, pero que el motivo es que no lo saben hacer mejor. Y que aquella Pierrette era una analogía de lo que Etiens se habría imaginado en su sueño enfebrecido, con un charco de luz lunar caído a través de la sucia ventana. Y luego, que France habría sufrido una alucinación provocada por la borrachera de terror —suponiendo que hubiese llegado a ver aquello que se ha descrito; no hay ninguna prueba de ello—. Quizá sólo vio a Clairesse, con el cuchillo robado entre las manos. Era un asesinato grotesco, un crimen pasional. Eso era suficiente. En cuanto a Armand, el poeta, habría percibido una sombra entre la neblina al final del puente, una sombra de malnutrición, de tormento interno, y de falta de autoconfianza. Y por unos instantes tuvo la posibilidad de verla de nuevo, al igual que en esas circunstancias hubiese podido ver cualquier cosa: torrentes llenos de joyas que fluían, inextinguibles, profundos, terribles, y poblando los contornos de su propio naufragio.
La Mort, La Voleuse, La Tueuse. El truco, el arma violenta. Luego el tercer significado de la destrucción, la seductora muerte que visita a los poetas en su irresistible y despreocupado silencio, con los pétalos de las flores azules o de las alas azules de insectos empastadas sobre los párpados. Y observad vuestras carnes, también, que unidas a la mía, jamás decaerán. Y será verdad, pues las carnes de Armand, transformadas en papel escrito a través de las palabras, permanecerán mientras el hombre sepa leer.
Pensado lo cual se separó de la ventana. Preparó cuidadosamente el opio que difuminaría la barrera metálica que ya no le podría abocar nunca más hacia los pensamientos de soledad o de vino. Cuando la droga empezó a cobrar vida dentro del vaso, por unos instantes vio una muchacha ahogada flotando ahí. Su pelo se contorneaba con el humo... Mucho más lejos, en otro universo, el reloj de Notre Dame aux Luminères sonó por dos veces.
Tras unos instantes, abrió la puerta y miró el pasillo exterior. Allí, en el vacío de la oscuridad, la percibió; y apartó, dándole la bienvenida a su habitación con irónica cortesía, sus huesos.
Ella era aún más bella. Ahora la pudo observar con detenimiento, mejor que cuando la viera al final del puente.
La piel era tan suave que a través de ella pudo presentir su tibieza y ternura radiando con suavidad floreciente. Sus ojos estaban misteriosamente sombreados, y cuando deslizó su capa pudo contemplar las frías flores azuladas sobre su pecho y el ceñido corpiño en el que La Danse Macabre había sido representada en un bordado de seda negra.
Ella se detuvo ante él con una sonrisa, y él, su mano moviéndose con vida propia, como poseído, empezó a escribir.
La Séductrice era su muerte. La droga lo consumiría en un año, tras haber destruido su cerebro, su sistema nervioso y su médula. Pero su espíritu permanecería tras él, en las palabras que había empezado a hallar. La vida no nos ha sido dada para vivir ignorándola, pero tampoco es vida el vivir exclusivamente por amor a la vida. A eso que grita con fuerza en nuestro interior debe serle permitido exteriorizarse. O así se lo parecía a él, lejanamente, mientras las marinas del opio lo envolvían y las cavernas de estrellas, junto con ciudades de torres cristalinas, se elevaban más allá de los cielos.
Ella es tres: Ladrona, Carnicera, Seductora. No trates de buscarla más allá. Ella está muy cerca de tí, en las hojas secas volando, en las nubes cruzando ante la luna, en ese dulce sonido tras tu oreja, en el aroma de la tierra, en el susurro de un vestido. Si tiene que ser tuya, ella vendrá a ti.
Al otro lado del río, el reloj sonó de nuevo.
Un, deux, trois.
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