LA CALLEJUELA
TENEBROSA
Jean Ray
**
En un muelle de Rótterdam, los cabrestantes extraían de las bodegas de un barco de
carga fardos de papeles viejos prensados. El viento los erizaba de banderillas multicolores
cuando, de repente, uno de ellos estalló como una barrica al prenderse fuego.
Los trabajadores del muelle contuvieron, a apresurados paletazos, la avalancha
voladora, pero una gran parte fue abandonada a la alegría de los niños judíos que espigan
el eterno otoño de los puertos.
Entre los papeles dispersos había hermosos grabados de Pearson cortados en dos por
orden de la aduana; paquetes verdes y rosas de acciones y obligaciones, últimos vestigios
de resonantes bancarrotas; libros estropeados cuyas páginas habían permanecido unidas
como manos desesperadas.
Mi bastón merodeaba por entre este inmenso residuo del pensamiento, donde ya no
existía la vergüenza ni la esperanza.
De toda aquella prosa inglesa y alemana retiré algunas páginas pertenecientes a
Francia: números del Magazin Pittoresque, sólidamente atados y un poco chamuscados
por el fuego.
Fue hojeando la revista tan primorosamente ilustrada y tan lúgubremente escrita,
como descubrí los dos cuadernos: uno, redactado en alemán; el otro, en francés. Sus
autores, al parecer, no se conocían; sin embargo, hubiérase dicho que el manuscrito francés
vertía un poco de claridad sobre la angustia negra que emanaba del primer cuaderno
como humareda deletérea.
¡Para que la luz pudiese hacerse sobre este relato que parecía asediado por las peores
fuerzas hostiles!
La tapa del cuaderno llevaba un nombre: Alphonse Archiprête, seguido de la palabra
Lehrer.
Traduje las páginas alemanas:
EL MANUSCRITO ALEMÁN
«Escribo esto para cuando Hermman regrese del mar.
»Si no me encuentra; si, con mis desgraciadas amigas, me he hundido en el misterio
feroz que nos rodea, quiero que conozca nuestros días de terror por medio de este
cuadernillo.
»Será la prueba más sincera que podré darle de mi cariño, porque es preciso en una
mujer un valor real para escribir un diario en semejantes horas de locura. Lo redacto
también para que rece por mí, si cree que mi alma está en peligro…
»Después de la muerte de mi tía Hedwige, no he querido continuar viviendo en
nuestra triste mansión del Holzdamm.
»Las señoritas de Rückhardt me ofrecieron su casa de la Deichstrasse. Ocupan un
amplio apartamento en la espaciosa mansión del consejero Hühnebein, un viejo solterón
que no abandona el piso bajo, repleto de libros, de cuadros y de litografías.
»Lotte, Eléonore y Méta Rückhardt son unas adorables solteronas que se desviven
por hacerme la vida agradable. Conmigo ha venido nuestra criada Frida, que le ha caído
en gracia a la anciana Frau Pilz, la admirable cocinera de las Rückhardt, de la que se dice
que ha rechazado ofertas ducales por permanecer al humilde servicio de sus amas.
»Aquella noche…
»Aquella noche, que introdujo en nuestra querida y tranquila vida el más horroroso
de los espantos, no quisimos acudir a una fiesta en el Tempelhof porque llovía a cántaros.
»Frau Pilz, a quien le gusta que nos quedemos en casa, nos hizo una cena famosa
entre todas: truchas asadas a fuego lento y un budín de gallina. Lotte había realizado un
verdadero registro en la bodega para buscar una botella de aguardiente de El Cabo, que
envejecía desde hacía veinte años. Una vez quitada la mesa, el precioso licor oscuro fue
vertido en copas de cristal de Bohemia.
»Eléonore sirvió té de China, del Su-Chong, que nos trae de sus viajes un anciano
marino de Brema.
»A través de las ráfagas de lluvia oímos dar las ocho en el reloj del campanario de
Saint-Pierre. Frida, que estaba sentada junto al fuego de la chimenea, hincó la nariz en la
Biblia ilustrada que no sabía leer, pero cuyos grabados le gustaba mirar, y pidió
autorización para irse a acostar. Las cuatro restantes nos quedamos eligiendo sedas de
colores para el bordado de Méta.
»En el piso de abajo, el consejero cerró su habitación con doble vuelta de llave. Frau
Pilz subió a la suya, situada al fondo del piso, y le dimos las buenas noches a través de la
puerta, añadiendo que el mal tiempo nos impediría, seguramente, tener pescado fresco
para la comida del día siguiente. De la casa vecina, el roto canalón dejaba caer una
pequeña catarata que golpeaba las losas de la calle con gran ruido. Del fondo de la calle
llegó la fuerte galopada del huracán. Desaparecida, el sonido de la caída del agua se hizo
más sonoro, y una ventana golpeó en los pisos superiores.
»—Es la de la buhardilla —dijo Lotte—. Apenas cierra.
»Luego levantó la cortina de terciopelo granate y miró a la calle:
»—Nunca hizo una noche semejante— dijo.
»A lo lejos, la carraca de un sereno anunció la media.
»—No tengo nada de sueño —continuó Lotte—. Pero, aunque lo tuviera, no sentiría
deseo alguno de meterme en la cama. Me parecería que me seguía la oscuridad de la calle,
acompañada del viento y la lluvia.
»—¡Tonta! —dijo Eléonore, que no era muy expresiva—. Bueno, puesto que no nos
acostamos, hagamos como los hombres: volvamos a llenar las copas.
»Después, el silencio invadió la sala.
»Eléonore fue a poner en un candelero tres de aquellas velas que dieron fama al
fundidor de cera Sieme y que lucían con una hermosa llama rosada, expandiendo un
delicioso olor a flores y esencias.
»Me daba cuenta de que se quería dar a aquella noche, tan lúgubre en el exterior, un
tono de fiesta y de alegría que no llegaba a cuajar, no sé por qué.
»Veía la cara enérgica de Eléonore, provista de una sombra repentina de mal humor;
me parecía también que Lotte respiraba dificultosamente. Sólo el rostro de Méta se
inclinaba plácidamente sobre su bordado. Sin embargo, la notaba atenta, como si tratara
de detectar un ruido en el fondo del silencio.
»En ese preciso instante, la puerta se abrió. Entró Frida. Se acercó vacilante a la
butaca colocada al lado del fuego y se dejó caer en ella, con los ojos huraños fijos, a
intervalo, en cada una de nosotras.
»—Frida —grité—, ¿qué pasa?
»Suspiró profundamente, murmurando a continuación algunas palabras inteligibles.
»—Está dormida todavía— dijo Eléonore.
»Frida hizo un enérgico signo negativo. Hacía violentos esfuerzos por hablar. Le
alargué una copa de aguardiente de El Cabo, que se bebió de un trago, como hacen los
cocheros y los mozos de cuerda.
»En cualquier otro momento nos hubiera ofendido, más o menos, aquel gesto vulgar;
pero Frida tenía un aspecto tan desconsolado y, además, desde hacía algunos minutos nos
desenvolvíamos en una atmósfera tan deprimente, que aquello pasó inadvertido.
—»Señorita —dijo Frida—, hay…
»Su mirada, calmada por un momento, volvió a recobrar su expresión huraña.
»—No sé— murmuró.
»Eléonore golpeó la mesa con tres golpecitos secos.
»—No, no puedo decir eso— continuó Frida.
»Eléonore lanzó una exclamación de impaciencia.
»—¿Pasa algo?.. ¿Qué ha visto u oído usted? En fin, ¿qué le sucede, Frida?
»—Hay, señorita… —Frida pareció reflexionar profundamente—. No sé expresarlo
como yo quisiera…, pero hay un enorme miedo en mi habitación.
»—¡Ah!— exclamamos las tres, tranquilizadas e inquietas a la vez.
»—Ha sufrido usted una pesadilla —dijo Méta—. Conozco eso. Cuando uno se
despierta de ella, esconde la cabeza debajo de las mantas.
»Pero Frida negó de nuevo.
»—No es eso, señorita. Yo no había soñado. Me desperté simplemente, y entonces
fue… ¡Oh! ¿Cómo haría para que me comprendieran?.. Pues bien: había un enorme miedo
en mi habitación.
»—¡Dios mío, pero eso no explica nada!— dije yo a mi vez.
»Frida movió la cabeza con desesperación:
»—Preferiría pasarme toda la noche sentada en la puerta, soportando la lluvia, antes
que volver a esa maldita habitación. ¡Oh, no volveré!
»—Pues yo iré a ver qué pasa en ella, grandísima loca— dijo Eléonore, echándose un
chal por los hombros.
»Titubeó un instante delante de la vieja tizona de papá Rückhardt, colgada entre los
títulos universitarios; se encogió de hombros y, tomando el candelabro de las velas
rosadas, salió dejando tras sí un rastro perfumado.
»—¡Oh, no la dejen ir sola!— gritó Frida, asustada.
»Con lentitud nos acercamos a la escalera. El resplandor producido por las velas del
candelabro de Eléonore se perdía ya en el descansillo de las buhardillas.
»Permanecimos solas en la semioscuridad de los primeros escalones. Oímos a
Eléonore empujar una puerta. Hubo un minuto de silencio agobiante. Sentí que la mano
de Frida se crispaba en mi cintura.
»—No la dejen sola— gemía.
»Al mismo tiempo estalló una risa tan horrible que preferiría morir a oírla de nuevo.
Casi al mismo tiempo, Méta, alzando una mano, exclamó:
»—¡Allí!.. ¡Allí!.. Una cara… Allí…
»Inmediatamente la casa se llenó de rumores. El consejero y Frau Pilz aparecieron en
medio de la aureola amarilla de velas blandidas.
»—Mademoiselle Eléonore —hipó Frida—. ¡Dios mío! ¿Cómo vamos a encontrarla?
»Aterradora pregunta, a la cual responderé yo inmediatamente:
»—No la encontramos jamás.
»La habitación de Frida estaba vacía. El candelabro estaba colocado en el suelo y las
velas continuaban ardiendo tranquilamente con su suave luz rosada.
»Registramos la casa, los armarios, los tejados. Jamás volvimos a ver a Eléonore.
»Se comprende rápidamente por qué no hemos podido contar con la ayuda de la
policía. Encontramos despachos invadidos por una muchedumbre enloquecida, muebles
caídos, cristales rotos y funcionarios sacudidos como peleles. Porque aquella misma noche
desaparecieron ochenta personas: unas al volver a su domicilio; otras, en sus propias
casas.
»Con el mismo golpe, el mundo de las hipótesis corrientes se cierra, quedándonos
solamente el de las aprehensiones sobrenaturales.
»Han pasado algunos días después de aquel drama. Vivimos una existencia triste,
llena de lágrimas y de terror.
»El consejero Hühnebein ha mandado colocar una espesa pared de madera de pino
que cierra el piso de las buhardillas.
»Ayer yo buscaba a Méta. Empezábamos a lamentarnos temiendo una nueva
desgracia, cuando la encontramos acurrucada delante de la pared de madera, con los ojos
secos y una expresión de ira en su rostro, de ordinario tan dulce.
»Tenía en la mano la tizona de papá Rückhardt y parecía disgustada por haber sido
importunada.
»Hemos intentado preguntarle sobre la cara que había entrevisto, pero nos ha mirado
como si no nos comprendiese.
»Por lo demás, permanece sumida en un mutismo absoluto, y no sólo no responde
ya, sino que parece ignorar nuestra presencia a su alrededor.
»Miles de historias, las unas más inverosímiles que las otras, corren por la ciudad. Se
habla de una liga secreta y criminal; se acusa a la Policía de negligencia y de algo peor; los
funcionarios han sido obligados a dimitir.
»Como es lógico, eso no ha servido para nada.
»Se han cometido crímenes extraños. Cadáveres destrozados con furia se descubren
al despuntar la aurora.
»Las fieras no podrían demostrar un encarnizamiento mayor que el manifestado por
los misteriosos asesinos.
»Si algunas de las víctimas son despojadas de sus objetos de valor, la mayoría de
ellas no lo son, y eso extraña a todo el mundo.
»Pero yo no quiero ocuparme de lo que pasa en la ciudad. Se encontrará mucha gente
que lo cuente de viva voz. Quiero ceñirme al cuadro de nuestra casa y de nuestra vida,
que, para ser tan reducido, no está rodeado de mucho menos terror y desesperación.
»Los días pasan. Abril ha llegado, más frío, más ventoso que el peor mes invernal.
Permanecemos agazapadas cerca del fuego. A veces, el consejero Hühnebein sube a
hacernos compañía y a darnos lo que él llama valor.
»Consiste eso para él en temblar por todos sus miembros, con las manos extendidas
hacia la lumbre; en beberse enormes jarros de ponche; en sobresaltarse a cada ruido y en
exclamar, cinco o seis veces a la hora:
»—¿Han oído ustedes?.. ¿Han escuchado ustedes?..
»Frida ha destrozado su Biblia, y en cada puerta, en cada cortina, en el rincón más
absurdo, hemos encontrado páginas de ella pegadas o sujetas con alfileres. Ella espera, de
tal forma, conjurar los espíritus del mal.
»La dejamos hacer, y como han pasado algunos días en paz, no dejamos de encontrar
buena la idea. De esa forma, toda imagen santa está expuesta ahora a la luz del sol…
»¡Ay! Nuestro desencanto debía de ser terrible. La jornada había sido tan sombría, las
nubes tan bajas, que la noche cayó muy temprano. Yo salía del salón para poner una
lámpara en el enorme descansillo, porque desde la noche terrorífica cubrimos la casa
entera de luminarias y los vestíbulos y las escaleras permanecen alumbrados hasta la
aurora, cuando oí un murmullo en el piso alto.
»Aún no era completamente de noche. Subí valerosamente y me encontré ante las
caras espantadas de Frida y de Frau Pilz, que me hicieron señas de que me callase,
señalándome la pared recientemente construida.
»Me puse al lado de ellas, adoptando su silencio y su atención. Entonces oí un ruido
indefinible al otro lado de la pared de madera, como si caracolas gigantes hiciesen alternar
sus tumultos de muchedumbres lejanas.
»—Mademoiselle Eléonore— gimió Frida.
»La respuesta llegó en seguida, arrojándonos, aullando, escaleras abajo. Un
prolongado grito de terror se dejó oír, pero que no llegaba del otro lado de la pared de
madera, sino de abajo, de las habitaciones del consejero.
»Al mismo tiempo le oímos pedir socorro con todas sus fuerzas. Lotte y Méta corrían
ya por el descansillo.
»—Tenemos que acudir— dije, valerosa.
»No habíamos dado tres pasos cuando un nuevo grito de angustia se dejó oír, esta
vez por encima de nuestras cabezas.
»—¡Socorro!.. ¡Socorro!
»Estábamos rodeadas de llamadas de pavor: abajo, las de Herr Hühnebein; en el piso
de arriba, las de Frau Pilz, ya que habíamos reconocido su voz.
»—¡Socorro!— oímos gritar más débilmente.
»Méta había cogido la bujía que yo había colocado en el descansillo. A medio camino
de la escalera encontramos a Frida sola.
»Frau Pilz había desaparecido.
* * *
»Al llegar a este punto de mi relato debo expresar mi admiración por el tranquilo
valor de Méta Rückhardt.
»—Ya no podemos hacer nada aquí —dijo, rompiendo un silencio obstinado de
varios días—. Vamos abajo…
»Llevaba en la mano la tizona paterna y no hacía grotesco. Se notaba que ella se
serviría de la espada como un hombre.
»La seguimos subyugadas por su fuerza y valentía.
»El gabinete de trabajo del consejero estaba iluminado como para una kermesse de
feria. El pobre hombre no había dejado a la oscuridad ningún lugar donde introducirse.
Dos enormes lámparas de globos de porcelana blanca flanqueaban la chimenea como dos
lunas tranquilas. Una pequeña araña de cristal, estilo Luis XV, colgaba del techo,
arrojando los reflejos de sus prismas como si fueran puñados de piedras preciosas. En
cada rincón, en el suelo, un candelabro de cobre o de gres portaba una vela encendida.
Sobre la mesa, una hilera de velas largas parecía velar un catafalco invisible. Nos paramos
deslumbradas, pero fue en vano que buscásemos al consejero.
»—¡Oh! —exclamó de pronto Frida en voz baja—. Miren. Está allí. Escondido detrás
de la cortina de la ventana.
»Con ademán brusco, Lotte descorrió la pesada cortina. Herr Hühnebein estaba allí,
inmóvil, inclinado fuera de la ventana abierta.
»Lotte se acercó. Inmediatamente retrocedió lanzando una exclamación de espanto:
»—No miren, no miren… ¡Por amor de Dios, no miren! ¡Él… no tiene… ya… cabeza!
»Vi a Frida vacilar, a punto de desvanecerse y caerse, cuando la voz de Méta nos
volvió a todas a la razón.
»—¡Atención! ¡Aquí hay peligro!
»Nos apretamos junto a ella, sintiéndonos protegidas por su presencia de ánimo. De
pronto, algo guiñó en el techo y vimos, llenas de terror, que la sombra había invadido los
dos rincones opuestos de la habitación, donde las luces acababan de apagarse
súbitamente.
»—¡Rápido! —exclamó Meta—. ¡Proteged las luces!.. ¡Oh!.. Allí…, allí está…
»Al mismo tiempo, las lunas blancas de la chimenea estallaron, escupieron un chorro
de llama humosa y se desvanecieron.
»Méta permanecía inmóvil, pero su mirada recorría la habitación con fría rabia, que
no le conocía yo.
»Soplaron a las velas que se hallaban sobre la mesa. Sólo la araña de cristal
continuaba despidiendo una luz tranquila. Vi que Méta no le quitaba ojos. Y, de repente,
su tizona cortó el aire y, en un movimiento impetuoso de furor, lanzó una estocada al
vacío.
»—¡Proteged la luz! —gritó—. Le veo, te tengo ya… ¡Ah!
»Entonces vimos cómo la tizona hacía unos movimientos extraños en la mano de
Méta, como si una fuerza invisible tratara de arrancársela.
»La inspiración feliz y extraña que nos salvó aquella noche procedió de Frida.
»De pronto, lanzó un grito feroz y, agarrando uno de los pesados candelabros de
bronce, saltó al lado de Méta y se puso a golpear el vacío con su reluciente mazo. La tizona
quedó inerte, algo muy ligero pareció arrastrarse por el suelo; luego, la puerta se abrió sola
y un clamor desgarrador se elevó.
»—Uno— dijo Méta.
»Se me podría preguntar: «¿Por qué se obstinaban ustedes en habitar una casa tan
criminalmente embrujada?»
»Más de cien casas se hallan en el mismo caso. Ya no se cuentan los crímenes ni las
desapariciones. Apenas si se comentan. La ciudad está entristecida. Las personas se
suicidan por docenas, prefiriendo esta muerte a la que dan los verdugos fantasmas. Y,
además, Méta quiere vengarse. Es ella, ahora, quien acecha a los invisibles.
»Ha vuelto a caer en su obstinado mutismo; solamente nos ha ordenado que, una vez
caída la noche, cerremos puertas y contraventanas. En cuanto oscurece, las cuatro
ocupamos el salón, convertido en dormitorio y en comedor. De allí no salimos hasta por la
mañana.
»He preguntado a Frida sobre su curiosa intervención armada; pero sólo me ha dado
una respuesta confusa.
»—No sé —dijo—. De repente me pareció haber visto una cosa, una cara.
»Se detuvo apurada.
»—No encuentro palabras para expresar lo que es —continuó—. Pero sí: es el gran
miedo que, durante la primera noche, estaba metido en mi habitación.
»Es todo cuanto obtuve de ella. Pero nuestros corazones debían conocer hasta el fin
todos los sufrimientos.
»A mediados de abril, una noche en que Lotte y Frida tardaban en volver de la
cocina, Méta abrió la puerta del salón y les gritó que se dieran prisa.
»Vi que las sombras habían invadido ya el descansillo y el vestíbulo.
»—¡Ya vamos! —respondieron ambas al unísono—. ¡Ya vamos, sí!
»Meta entró y cerró la puerta. Se hallaba atrozmente pálida. De abajo no llegaba
ningún ruido. Esperé en vano el de los pasos de las dos mujeres. El silencio pesaba como
agua amenazadora contra la puerta.
»Méta la cerró con llave.
»—¿Qué haces? —le pregunté—. ¿Y Lotte y Frida?
»—Es inútil esperarlas— respondió con voz sorda.
»Sus ojos fijaron la mirada sobre la espada, inmóviles y terribles. La noche llegó,
siniestra.
»Fue así como Lotte y Frida desaparecieron a su vez en el misterio.
* * *
»¡Dios mío! ¿Qué es esto?
»Existe una presencia en la casa, pero una presencia sufriente y herida, que trata de
que le presten ayuda. ¿Duda Méta de ella? Está más taciturna que nunca, pero atranca
puertas y ventanas de una forma que más bien me produce la impresión de que quiere
evitar una fuga que una intrusión.
»Mi vida se ha convertido en una soledad espantosa.
»La propia Méta tiene la apariencia de un espectro irónico.
»Durante el día, me encuentro a veces con ella en corredores inesperados. Siempre
lleva la espada en la mano derecha; en la otra, una potente linterna eléctrica cuyo rayo de
luz introduce en todos los rincones oscuros.
»Una vez, después de uno de estos encuentros, me dijo con bastante mal humor que
sería mejor que me fuese al salón, y como yo obedeciese a pasos lentos, me gritó con voz
furiosa, a mi espalda, que no me metiese jamás en sus proyectos…
»¿Conocería Méta mi secreto?
»Ya no era el rostro plácido que se inclinaba, apenas hacía unos días, sobre el
bordado de sedas brillantes, sino un rostro salvaje donde ardía una doble llama de odio
que a veces lanzaba sobre mí. Porque yo poseía un secreto.
»¿Fue la curiosidad, la perversidad o la piedad lo que me hizo actuar?
»¡Oh! Ruego a Dios con todo mi corazón que sea un sentimiento de caridad el que me
haya animado; bondad, lástima, y nada más.
»Acababa de echar agua limpia en el lavadero cuando una queja ensordecida llegó a
mis oídos.
»—¡Ay!.. ¡Ay!
»No pensé más que en nuestras desaparecidas y miré a mi alrededor.
»Había allí una puerta bastante bien disimulada que conducía a un reducto en donde
el infortunado Hühnebein amontonaba cuadros y libros, entre el polvo y las telarañas.
»—¡Ay, ay!..
»Ese lamento procedía del interior. Entreabrí la puerta y sondeé con la mirada la
penumbra grisácea del lugar. Todo allí era normal y tranquilo. El lamento había cesado.
»Di algunos pasos… y, de repente, me sentí agarrada por el vestido. Di un grito.
Inmediatamente, el lamento se produjo más cerca de mí, doloroso, suplicante:
»—¡Ay, ay!..
»Y en el cántaro que yo llevaba propinaron algunos golpecitos.
»Lo dejé en el suelo. Oí un ligero chapoteo, como si un perro bebiese tranquilamente,
y, en efecto, el líquido del cántaro disminuía.
»¡La Cosa, el Ser, bebía!
»¡Ay, ay!..
»En mi cabello sentí una caricia; un roce más suave que un hálito.
»—¡Ay, ay!..
»Entonces el lamento se convirtió en lloro humano, en sollozos de niño, y sentí
piedad por el monstruo invisible que sufría.
»Pero sonaron pasos en el vestíbulo. Me puse las manos en los labios y el Ser se calló.
»Sin ruido, cerré la puerta del reducto secreto. Méta avanzaba por el pasillo.
»—¿Has gritado?— preguntó.
»—Se me escurrió el pie…
»Me había convertido en cómplice de un fantasma.
* * *
»Llevé leche, vino y manzanas. Nada se produjo. Cuando regresé, se habían bebido
la leche hasta la última gota; pero el vino y la fruta continuaban intactos. Luego, una
especie de brisa me rodeó y pasó largamente sobre mis cabellos…
»Volví una y otra vez, llevando siempre leche fresca.
»La dulce voz no lloraba ya; pero el roce de la brisa era más intenso, más ardiente
hubiérase dicho.
»Méta me mira, al parecer, sospechosa; ronda alrededor del reducto de los libros…
»He elegido un refugio más seguro para mi enigmático protegido. Se lo he explicado
por signos. ¡Qué raro parece eso de hacer gestos en el vacío! Pero me comprendió. Me
seguía como un soplo a lo largo de los pasillos cuando, bruscamente, tuve que esconderme
en una rinconera.
»Una débil luz de fotóforo yacía sobre las losas. Vi a Méta bajando una escalera de
caracol situada al fondo de un pasillo. Andaba a pasos de lobo, ocultando a medias la luz
de su proyector. La espada relucía. Entonces sentí que el Ser, que estaba a mi lado, tenía
miedo. La brisa se movió alrededor de mí, febril, nerviosa, y escuché de nuevo la queja:
»—¡Ay, ay!..
»Los pasos de Méta se perdieron en resonancias lejanas. Hice un gesto tranquilizador
y gané el nuevo refugio: una especie de gabinete-alacena que creo casi desconocido y,
sobre todo, jamás visitado.
»El soplo se posó durante un minuto en mi boca y sentí una extraña vergüenza…
»Llegó el mes de mayo.
»Los seis metros cuadrados de jardincillo, que el pobre y querido Hühnebein
empapó con su sangre, están cuajados de florecillas blancas.
»Bajo el magnífico cielo azul, la ciudad apenas bulle. Sólo un paciente rumor de
puertas que se cierran, de cerrojos que se corren y de llaves que se echan, responden a los
chillidos de las golondrinas.
»El Ser se ha vuelto imprudente. Trata de verme; de repente lo noto a mi alrededor.
No puedo describir eso: es una sensación de enorme ternura la que me rodea. Intento
hacerle comprender que temo a Méta, y lo siento desaparecer como una brisa que cesa.
»Soporto mal la mirada inflamada de Méta.
* * *
»Día 4 de mayo. Fue el fin brutal.
»Nos hallábamos en el salón con las lámparas encendidas. Yo cerraba las
contraventanas. De repente, noté su presencia. Hice un gesto desesperado y, al volverme,
me encontré con la mirada de Méta terriblemente reflejada en el espejo.
»—¡Traidora!— gritó.
»Y cerró la puerta con rapidez.
ȃl estaba prisionero con nosotras.
»—Lo sabía —silbó Méta—. Te vi salir con cuencos llenos de leche, hija del diablo. Tú
le has dado fuerza mientras se moría de la herida que yo le inferí la noche de la muerte de
Hühnebein. ¡Porque tu fantasma es vulnerable! Va a morir ahora mismo, y creo que, para
él, morir es tan atroz como para nosotras. ¡Después te llegará a ti el turno, desastrada! ¿Me
oyes?
»Había gritado eso en frases entrecortadas. Inesperadamente, desenvolvió su
fotóforo.
»El rayo de luz blanca atravesó la habitación y vi evolucionar dentro de él un ligero
humo gris.
»La espada golpeó este humo con toda su fuerza.
»—¡Ay, ay!— exclamó la voz desgarradora.
»Y, de pronto, sin habilidad, pero con acento de ternura, se oyó pronunciar mi
nombre. Avancé y, de un puñetazo, arrojé la linterna al suelo. El rayo de luz desapareció.
»—¡Méta! supliqué—. Escúchame… Ten piedad.
»La cara de Méta se convulsionó en una máscara de furor demoníaco.
»—¡Traidora mil veces!— rugió.
»La espada dibujó una letra fulgurante ante mis ojos. Recibí una estocada encima del
seno izquierdo y caí de rodillas.
»Alguien lloró desconsoladamente a mi lado, suplicando extrañamente a Méta a su
vez. De nuevo se alzó la hoja. Traté de encontrar las palabras de contrición suprema que
nos reconcilian para siempre con Dios; pero vi congelarse súbitamente la cara de Méta y
de sus manos caer la espada.
»Algo susurró cerca de nosotros, y vi una débil llama desenrollarse como una cinta y
prender vorazmente en las tapicerías.
»—¡Ardemos! —gritó Meta—. Todos juntos… ¡Malditos!
»Entonces, en ese segundo donde todo iba a sumergirse en la muerte, se abrió la
puerta y entró una anciana, descomunal, inmensa, de la que sólo veía los terribles ojos
verdes brillando en una cara inaudita.
»Una mordedura de fuego atravesó mi mano izquierda. Mientras mis fuerzas me lo
permitieron, retrocedí. Vi aún a Méta en pie, inmóvil, con una extraña mueca en la cara, y
comprendí que su alma también había volado.
»Luego, los ojos sin pupilas de la monstruosa anciana registraron, lentamente, la
habitación, que invadía el fuego, y su mirada se posó en mí.
»Termino de escribir este relato en una casita desconocida. ¿Dónde estoy? Sola. Sin
embargo, todo esto está lleno de ruidos; una presencia invisible, aunque desenfrenada,
está en todas partes. Él ha vuelto. He oído pronunciar de nuevo mi nombre de esta forma
inhábil y dulce…»
* * *
Así termina, como cortado a cuchillo, el manuscrito alemán.
No hay comentarios:
Publicar un comentario